Saberes y sabores en México y el Caribe
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Saberes y sabores en México y el Caribe
FORO HISPÁNICO 39 COLECCIÓN HISPÁNICA DE FLANDES Y PAÍSES BAJOS Consejo de dirección: Nicole Delbecque, Katholieke Universiteit Leuven (Lovaina, Bélgica) Rita De Maeseneer, Universiteit Antwerpen (Amberes, Bélgica) Hub. Hermans, Rijksuniversiteit Groningen (Groninga, Países Bajos) Sonja Herpoel, Universiteit Utrecht (Países Bajos) Ilse Logie, Universiteit Gent (Gante, Bélgica) Luz Rodríguez Carranza, Universiteit Leiden (Países Bajos) Maarten Steenmeijer, Radboud Universiteit Nijmegen (Nimega, Países Bajos) Secretaria de redacción: María Eugenia Ocampo y Vilas Toda correspondencia relacionada con la redacción de la colección debe dirigirse a: María Eugenia Ocampo y Vilas – Foro Hispánico Universiteit Antwerpen CST – Departement Letterkunde (Gebouw D – 113) Grote Kauwenberg 13 B – 2000 Antwerpen Bélgica Administración: Editions Rodopi B.V. Toda correspondencia administrativa debe dirigirse a: Tijnmuiden 7 1046 AK Amsterdam Países Bajos Tel. +31-20-6114821 Fax +31-20-4472979 Diseño y maqueta: Editions Rodopi ISSN: 0925-8620
Saberes y sabores en México y el Caribe
Editado por
Rita De Maeseneer y Patrick Collard con la colaboración de
Kim Huyge
Amsterdam - New York, NY 2010
Este libro ha sido publicado gracias a la ayuda financiera del FWO, Fonds voor Wetenschappelijk Onderzoek / Fondo de Investigación Científica de Flandes
!
Fotos de la portada: -Rivera, Diego, detalle del mural La Civilización Huaxteca y el Cultivo del Maíz. [En: Benítez, Ana M. de. 1991. Pre-hispanic cooking = Cocina prehispánica. México, D.F.: Ediciones Euroamericanas.] -Alejandro, Ramón, El patio de mi casa. 1991 Pierre noire sur papier, 75 x 110 cm. [En: 2006. Ramón Alejandro. s.l.: L’Atelier des Brisants] The paper on which this book is printed meets the requirements of “ISO 9706:1994, Information and documentation - Paper for documents Requirements for permanence”. ISBN: 978-90-420-3044-2 E-Book ISBN: 978-90-420-3045-9 ©Editions Rodopi B.V., Amsterdam - New York, NY 2010 Printed in The Netherlands
Índice INTRODUCCIÓN - Rita De Maeseneer (Universiteit Antwerpen) Cuando la gastrocrítica se hace carne... y papel
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MÉXICO - Adolfo Castañón (escritor, miembro de la Real Academia Española en México) Tránsito de la cocina mexicana en la historia. Cinco estaciones gastronómicas: mole, pozole, tamal, tortilla, chile relleno
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- Kim Huyge (Universiteit Antwerpen) Cortés y Bernal: El Nuevo Mundo sabe a Europa
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- Eugenia Houvenaghel (Universiteit Gent) Teoqualo o Dios es comido: un plato ritual escenificado por Sor Juana Inés sobre la base de la crónica de Torquemada
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- Catherine Raffi-Béroud (Rijksuniversiteit Groningen) Paseo gastronómico por la narrativa mexicana del siglo XIX
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- Carmen de Mora (Universidad de Sevilla) “Comida para todos.” Costumbres culinarias en la novela de la revolución mexicana
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- Diana Castilleja (Facultés Universitaires Saint Louis à Bruxelles) De rutina a ritual: Cotidianeidad y erotismo en la literatura mexicana 143
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Saberes y sabores en México y el Caribe
- An Van Hecke (Lessius Hogeschool/K.U.Leuven) “As black as huitlacoche”: la comida mexicana en Caramelo de Sandra Cisneros
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CARIBE - José G. Guerrero (Universidad Autónoma de Santo Domingo) La culinaria colonial de América y Santo Domingo 183
- Rita De Maeseneer (Universiteit Antwerpen) El Nuevo Mundo comestible de Colón. Los contextos culinarios en la primera Década del Nuevo Mundo de Pedro Mártir de Anglería
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- Efraín Barradas (University of Florida, Gainesville) El cocinero puertorriqueño, El manual del cocinero cubano y la formación del nacionalismo en el Caribe 267 - René Vázquez Díaz (escritor cubano, Suecia) Sabores cubanos de Fredrika Bremer, la viajera antillana
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- Elzbieta Sklodowska (Washington University at Saint Louis) Entre lo crudo y lo cocido: las representaciones de la comida en la literatura cubana del Período Especial
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- Jacques Joset (Université de Liège) La fonda de Edgardo Rodríguez Juliá: un sancocho literario
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- Patrick Collard (Universiteit Gent) El Conde en la cocina de Jose
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NOTAS BIOBIBLIOGRÁFICAS SOBRE LOS AUTORES
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INTRODUCCIÓN
Cuando la gastrocrítica se hace carne... y papel Rita De Maeseneer Inspirándome en un artículo de Ronald Tobin, ‘Qu´est’ce que la gastrocritique?’ adopté el término de ‘gastrocrítica’ en mi libro El festín de Alejo Carpentier. Una lectura culinario-intertextual, como una variación –no desprovista de ironía– sobre enfoques como la ginocrítica o la ecocrítica. Mi aproximación gastrocrítica consistía en estudiar las múltiples connotaciones de la comida en lo social, racial, geográfico, histórico, sexual, político, filosófico, médico, cultural, ideológicopolítico, genérico... y en reflexionar sobre su funcionalidad en determinados textos literarios. La gastrocrítica, término que puede parecer algo indigesto, se podría considerar una rama de los Food Studies. Este campo despierta cada vez más interés. Así se creó en 1985 la revista Petits propos culinaires, relacionada con la Universidad de Oxford. Allí se celebra cada año un prestigioso Oxford Symposium on Food & Cookery y se otorga un premio, el Sophie Coe Prize for Food History, en homenaje a la historiadora Sophie Coe, autora de America’s First Cuisines, un libro sobre las cocinas azteca, maya e inca. Otra revista, Gastronomica, aparece desde 2001 y está vinculada a la Universidad de California. También se fundó en Estados Unidos la Association for the Study of Food and Society (ASFS) en los ochenta. En Europa existe desde 2002 el Institut Européen d'Histoire et des Cultures de l'Alimentation (IEHCA), radicado en Francia, más específicamente en Tours.1 Es cierto que en los Food Studies orientados hacia las ciencias humanas son más numerosos los acercamientos de índole histórica y antropológica que los literarios. Para las dos áreas abordadas en este libro –México y el Caribe– resulta que una de las obras fundacionales para México proviene de un historiador, Jeffrey Pilcher. Publicó en 1998 ¡Que vivan los tamales! Food and the Making of Mexican Identity, obra traducida al español en 2001. Y uno de los libros más citados para el Caribe fue escrito por la antropóloga Sydney Mintz en 1996. Se trata de Tasting Food, Tasting Freedom.
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Excursions into Eating, Culture and the Past, o en traducción Sabor a comida, sabor a libertad. Por esta razón hemos incluido en la edición dos textos más bien históricos para las dos zonas estudiadas. La parte dedicada a México va introducida por una meditación diacrónica de la mano del poeta y estudioso Adolfo Castañón y los estudios centrados en el Caribe van precedidos por un texto del historiador dominicano, José Guerrero. Además, se notará esta pluridisciplinariedad en muchas de las contribuciones que en la mayoría de los casos parten de textos literarios. Un análisis de una obra literaria desde un punto de vista gastrocrítico no siempre cuenta con mucho aprecio por parte de la academia. Jennifer Ruark ya puso como subtítulo a un artículo de 1999: ‘More Scholars Focus on Historical, Social, and Cultural Meanings of Food, but Some Critics Say It's Scholarship-Lite’ (s.p.). En la literatura la aproximación gastrocrítica fue perjudicada por cierta literatura de mujeres que usa las recetas como comodín de reivindicaciones feministas y resulta ser una base bastante light a la hora de interpretar. Por supuesto, esta corriente fue capitaneada por Como agua para chocolate (1989) de Laura Esquivel. También los escritores exóticos o étnicos tan promocionados hoy en día deslizan muchas veces hacia un uso fácil de una “gastronomic imagery”. (Huggan 2001: xi) Hay más: escriben textos aptos para ser consumidos. Sus obras hacen un marketing de los márgenes, de la periferia –también en lo culinario– y representan un “postcolonial exotic” para referirme al título de Huggan, Postcolonial Exotic. Marketing the Margins. En esta edición hemos procurado no transitar por esta senda light. El libro recoge 14 contribuciones, fruto de un coloquio celebrado del 22 al 24 de noviembre de 2007 en la Universidad de Amberes, en el que participaron especialistas en el área del Caribe y/o México de ocho nacionalidades distintas. Escogimos estas dos áreas muy estudiadas en la Universidad de Amberes donde trabajo y donde tiene su sede el proyecto ‘Los contextos culinarios en el Caribe y México’ auspiciado por el Fondo de Investigación Científica (FWO). México tiene una cocina internacionalmente apreciada. Y no puede ser más emblemática la reproducción en la portada, el detalle del mural La Civilización Huaxteca y el Cultivo del Maíz de Diego Rivera, ya que se ve a unas mujeres indígenas que están preparando tortillas. Muchos intelectuales mexicanos han reivindicado este capital cultural. Hasta un Alfonso Reyes, probablemente inspirándose en el Symposium de
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Platón, redactó unas Memorias de cocina y de bodega, en las que se regodea en describir platos como el mole de guajolote Para el Caribe hispano no se destacan tanto los platos de por sí, sino que viene a la mente el tropo conocidísimo del canibalismo asociado con la misma denominación de los habitantes de esa región. También interviene la asociación con el producto comercial por excelencia de la zona: el azúcar. De ahí la supuesta dulzura de las islas caribeñas o su contrapartida, la amargura. Hasta en un libro reciente de 2005, Cuban Palimpsests, el crítico José Quiroga recurre al leitmotiv de la amargura en sus estudios sobre la década de los noventa en Cuba: Bitterness was the ‘mood’ that best seemed to encapsulate Cuba then, as the state demanded enormous sacrifices from its citizens, while tempering with a momentous change that seemed to have arrived yet failed to arrive. (2005: 16)
Sobre todo para Cuba –país bastante ‘privilegiado’ dentro del Caribe en este volumen– las metáforas culinarias siempre han sido muy exitosas. Pienso en el ‘ajiaco’ del antropólogo Fernando Ortiz, representación de la mezcla racial como elemento fundacional de lo cubano. Otro tropo que recorre la literatura caribeña y la cubana en particular es la exaltación de las frutas tropicales, “el elemento esencial en la imaginación de la comunidad cubana”. (Calvo Peña 2005: 80) Efectivamente, los caimitos, las piñas, las guanábanas, los mameyes son una constante en las letras cubanas, si no desde Espejo de Paciencia (1608) de Silvestre de Balboa, por lo menos desde el poeta decimonónico Manuel de Zequeira y Arango con su ‘Oda a la piña’ hasta las décimas de Severo Sarduy, llamadas ‘Corona de las frutas’, título homónimo de un precioso ensayo de Lezama Lima de diciembre de 1959. El pintor cubano, Ramón Alejandro, que entre otras obras ilustró libros de compatriotas (‘Corona de las frutas’ de Severo Sarduy, Cuerpos en bandeja. Frutas y erotismo en Cuba de Orlando González Esteva y Las comidas profundas de Antonio José Ponte), nos hizo un favor muy especial al permitirnos reproducir en la portada uno de sus cuadros, llamado El patio de mi casa. La opulencia barroca y el tamaño desproporcionado de las frutas tropicales como la piña, la papaya (llamada fruta bomba en Cuba para evitar las connotaciones sexuales de la ‘papaya’) o el plátano, presentes en este cuadro (como en muchas otras obras suyas), sugieren determinadas interpretaciones. Se destacan lo identitario y lo sensual/sexual que se combina con cierta nostalgia, tan característica de muchos artistas que trabajan
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fuera de su querida isla. A este respecto es significativo el título del cuadro El patio de mi casa. Es el inicio de una canción infantil, bastante extraña y absurda, por cierto: “El patio de mi casa es particular/, cuando llueve se moja, como los demás.2 Los textos discutidos en este libro son variados, tal como lo reflejan los títulos de los ensayos. Para cada área hemos seguido el mismo orden. Después de un texto introductorio que cubre varias épocas hemos seguido una línea diacrónica ciñéndonos sobre todo a la narrativa. De los testimonios generados poco después del ‘descubrimiento’ pasamos a textos ubicados en la época colonial para entrar luego en el siglo XIX y terminar con los siglos XX/XXI. Sintetizo los planteamientos en forma de preguntas: ¿Cómo se acercaron los cronistas y los conquistadores a todo este Nuevo Mundo comestible, en México y en el Caribe? ¿Cómo procede una monja del XVII, Sor Juana, para reconciliar dos mundos y dos cosmovisiones en base a la comida? ¿Qué implican las remisiones culinarias incorporadas a la literatura mexicana del siglo XIX? ¿De qué modo ve una extranjera sueca, Fredrika Bremer, los platos ‘cubanos’ hacia la mitad del siglo XIX? ¿Cuáles son los primeros libros de cocina del Caribe publicados en el XIX y cuál es su significación? ¿Qué funcionalidad tienen las remisiones gastronómicas en las novelas de la Revolución Mexicana? ¿Cómo usan las escritoras de origen mexicano el acervo culinario? ¿Qué producción literaria surge en épocas de hambruna como el Período Especial de Cuba? ¿Cuán nostálgica puede ser la evocación de restaurantes y platos perdidos y qué asociaciones genera en un escritor de la high culture como el puertorriqueño Rodríguez Julíá? ¿Qué papel tiene un plato en una obra detectivesca del cubano Leonardo Padura Fuentes? Los investigadores han aceptado el reto de mirar con un ojo innovador –gastrocrítico– textos muchas veces abordados desde otros ángulos. No es mi propósito transcribir en esta introducción las sinopsis que preceden a los diferentes ensayos. Más bien quisiera formular algunas reflexiones, dudas e hipótesis provocadas por los ensayos que en parte constituyeron el punto de partida de todo el proyecto de investigación. En primer lugar, resulta que las connotaciones sociales (el ‘Dime lo que comes y te diré quién eres’), las implicaciones identitarias y las sexuales constituyen la capa más vistosa y previsible de las remisiones culinarias. Así tanto Catherine Raffi-Béroud como Carmen de Mora demuestran que la clase social es delatada por la comida en obras
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como El Periquillo Sarniento de Lizardi o Los de abajo de Mariano Azuela. En cuanto a lo identitario, casi diría que aparece en todos los ensayos. Por poner un ejemplo, el pavo relleno al congrí (arroz con frijoles colorados) preparado por Jose para el detective Conde tiene un sabor marcadamente cubano. Lo sexual en algunos casos tiende a servir el marketing feminista, aunque en su análisis de cinco escritoras mexicanas Diana Castilleja ha destacado el uso variado de un mismo tema: desde lugar de sumisión en Castellanos a espacio de liberación en Sefchovich. Aparte de estas funcionalidades bastante previsibles, se han ido elaborando otros usos como el mágico, el mítico-religioso, el económico... Luego, sobre todo las reflexiones de Elzbieta Sklodowska sobre la literatura del Período Especial en Cuba y las que atañen a los cronistas nos enseñan que el hambre y la penuria hacen tambalear determinadas dicotomías: borran las líneas entre lo comestible y lo no comestible, hasta rozan con lo abyecto y cuestionan las dicotomías tradicionales de civilización y barbarie. Una segunda observación es de índole temporal. La comida mexicana (los tamales, las tortillas, los chiles rellenos...) ya está presente en textos del siglo XIX, aunque su verdadera aceptación por todas las clases no se produjo hasta 1940 según Pilcher. De ahí su presencia ya en el género costumbrista del XIX como lo prueba Catherine RaffiBeroud. Por supuesto, habría que complementar el análisis del costumbrismo mexicano con su equivalente caribeño, enfoque no tratado en este libro de manera extensa. Por lo que advierte Lisandro Otero para Cuba, no se encontrarían en la obra de los costumbristas “páginas deslumbrantes sobre la cocina cubana, (...). No las hay en las estampas de Victoriano Betancourt, en las de Anselmo Suárez y Romero ni en las del Lugareño”. (en Bianchi Ross: s.p.) Puedo confirmar esta observación a raíz de mis lecturas y mi análisis de la novela de costumbres cubanas, Cecilia Valdés (De Maeseneer 2009) aunque este libro es mucho más que costumbrismo. En esta obra fundacional las remisiones culinarias escasean en comparación con las contenidas en algunos textos mexicanos de la época. Además las oscilaciones en la denominación y la descripción de los platos son mucho más grandes en este libro caracterizado por un nacionalismo aún titubeante. Por ejemplo, el término ‘viandas’ aún es usado por Villaverde en su sentido español de ‘comida’ y no en su acepción caribeña de ‘raíces comestibles’. Para las otras islas está por desbrozar el camino. Así para la República Dominicana sería interesante estudiar la compleja relación
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con el vecino Haití en lo culinario para el XIX. José Guerrero ya nos señala la curiosa presencia de habichuelas con dulce, provenientes de Haití, pero exitosos en la otra parte de la isla. En lo que atañe al Puerto Rico decimonónico una base útil podrían ser los capítulos dedicados al arroz, las habichuelas, la harina de maíz, el bacalao, las viandas del historiador Ortiz Cuadra en su importante obra Puerto Rico en la olla, ¿somos aún lo que comimos?. Cabe agregar también que en el último tercio del XIX la mexicanidad culinaria se veía propiciada por el contraste con la influencia europea, sobre todo francesa. Conjeturo que la comida francesa está mucho más presente en la literatura decimonónica mexicana que en los libros caribeños coetáneos que aún se enfrentaban a una mayor influencia de la Madre Patria. Además de este afán identitario, no hay que olvidar que las cocinas americanas se veían obligadas a posicionarse respecto a la modernidad proveniente de Europa, sobre todo encarnada por Francia y hasta el ‘Desastre’ de 1898 hasta cierto punto por España, tal como lo advierte Janer en ‘Fusión culinaria y epistemología transmoderna’. También en lo espacial se destacan diferencias entre México y el Caribe. Muchos estudiosos como Higman insistieron en que el Caribe (incluso más allá de la parte hispánica) comparte ciertas tradiciones culinarias: [...] by the 1970s a consensus has emerged, in which national and generalized ‘Caribbean’ cuisine were seen to be extensively interchangeable. Each place had its particular specialities, and ‘national dishes’ were widely recognized, but underlying the differences was a common creole Caribbean cuisine. The distinguishing feature of this cuisine was consistently identified as spice, and it was seen as the product of a blending of cuisines from other places. (1998: 85)
Por poner un ejemplo más específico, el ajiaco cubano es el sancocho dominicano. El arroz con habichuelas de los puertorriqueños se asemeja a los moros y cristianos cubanos. Y menciono de paso que ‘Historia de arroz con habichuelas’ es evocado como símbolo de la mezcla, que tendría que expresar lo puertorriqueño, frente al perrito caliente norteamericano, precursor de la ‘macdonaldización’, en un interesante cuento homónimo escrito por la puertorriqueña Ana Lydia Vega. La idea de un Caribe unitario en lo que atañe a la comida se exterioriza ya en el siglo XIX, puesto que Efraín Barradas prueba que Cuba y Puerto Rico hasta compartieron un mismo libro de cocina
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fundacional, aunque publicado por un español. En México, al contrario, se puede observar un movimiento más pronunciado de tensión entre lo regional y lo nacional, a pesar de que también se encuentran algunos platos a lo ‘santiaguero’ y a lo ‘habanero’ en los libros de cocina decimonónicos del Caribe. La tensión regional/nacional es sugerida por Carmen de Mora en sus reflexiones sobre la cocina esencialmente michoacana en la novela de la Revolución Apuntes de un lugareño de José Rubén Romero. Lo michoacano se encuentra en constante relación con la creación de una cocina nacional, precisamente propiciada por esta Revolución. Las numerosas obras sobre cocinas regionales incluidas en la extensa bibliografía consultada por Adolfo Castañón no tienen ninguna contrapartida tan amplia para el Caribe. Incluso en Demasiado amor de Sefchovich el recorrido por México que efectúan la protagonista y su compañero, es una exploración culinaria que puede ser interpretada dentro del contexto de las alegorías nacionales y la celebración de la diversidad en la unidad. De esta manera lo ve Nuala Finnegan: Demasiado amor, in many ways could be read as a cartographic fiction, a journey through the landscape of Mexico. The passages devoted to the lovers’ journeys are a lyrical evocation of a landscape and people delivered with bewildering detail that may also be read as a hommage to the country. (Finnegan 2000: 20)3
Una pregunta que queda sin solucionar es la supuesta distancia requerida para hablar de lo culinario. ¿Se evoca la comida cuando se está fuera del país o cuando se escribe como extranjero? Parece funcionar la hipótesis para los cronistas que se esmeran en proporcionar detalles culinarios. Y es cierto que la sueca Bremer tiene más interés por estas nimiedades, tal como lo demuestra René Vázquez Díaz. También An Van Hecke constata que Sandra Cisneros recrea una mexicanidad imaginada e imaginaria en sus símiles culinarios desde Estados Unidos. En los dos últimos ejemplos, por supuesto, la mirada femenina también juega un papel en esta reivindicación de lo cotidiano. Y tal vez una de las explicaciones para la mayor frecuencia de lo culinario-identitario en los escritores cubanos (de dentro o de fuera) respecto a los dominicanos o los puertorriqueños sea que hasta cierto punto los cubanos siempre escriben desde la lejanía, parafraseando a Cintio Vitier en Lo cubano en la poesía. Muchos escritores cubanos parecen ser peregrinos en su patria, variación sobre el título de una
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obra de Lope de Vega y de uno de los estudios fundacionales sobre Alejo Carpentier (González Echevarría). Pero esta hipótesis también requeriría más análisis, ya que el carácter diaspórico define el Caribe en su totalidad. Asimismo sigue suscitando preguntas la actitud ambigua al acercarse a lo nuevo. Lo nuevo, lo desconocido atrae y repulsa. Muy paradójicamente implica un deseo de hacerlo suyo, lo cual se traduce a nivel textual por una intertextualidad, lo conocido y lo compartido. Kim Huyge y yo misma estudiamos en este volumen la proyección de códigos europeos y los intentos frustrados de equiparar lo ajeno a lo propio. Eugenia Houvenaghel por su parte se concentra en la manera como Sor Juana en la loa al Divino Narciso intenta reconciliar lo incompatible, la transubstanciación en la religión católica y la cosmovisión indígena sobre el Teoqualo o ‘Dios es comido’, mediante unas sutiles traslaciones y cambios de acento, otras tantas tretas de la débil. Finalmente, las remisiones gastronómicas plantean un problema metaliterario, ya que exploran los límites del idioma. Muchas veces los platos y los ingredientes mencionados provocan una gran frustración en el lector, ya que le faltan los referentes. Los nombres se quedan en la mera sonoridad y extrañeza, y se convierten en trabalenguas como los huauzontles o yoloxochitl. Siendo caribeñista confieso que no sabía que los huitlacoches/cuitlacoches son hongos de maíz preparados en salsa, de color mortecino/verde y que el mango Manila es tan identitario en México. De la misma manera, alguien que nunca ha estado en Cuba difícilmente se puede imaginar que el fufú es un plato hecho a base de plátano, y no sólo una mera onomatopea –según cierta etimología popular, imitación del grito de los negros por food/food. Mientras que los textos de los albores del Nuevo Mundo aún establecieron puentes como una manera suplementaria de dominar lo desconocido, cada vez más se puede percibir una reivindicación de los platos sin concesiones, es decir, sin perífrasis explicativas o asimilaciones en las obras. Incluso si los escritores remedan las recetas típicas de los libros de cocina, raras veces las integran como tales, como advirtió Patrick Collard. Además, los platos muchas veces no nos hablan “por el olor de sus esencias”, expresión que retomo del cubano Alejo Carpentier en El siglo de las luces. (1984: 322) Incluso si hay descripción, siempre falla. Es deficiente por sus limitaciones, sólo hay remedos de sabores y olores, por ejemplo, mediante juegos de sonidos que permiten paladear los platos. Las fotos integradas en este volumen
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aclaran tal vez algo y remedian una mínima parte de la multitud de sensaciones que provocan los platos.4 El problema escritural se intensifica aún por la lucha entre high y low: ¿cómo integrar en un texto escrito platos cuya transmisón ha sido oral? Esta problemática es sugerida en el análisis de Rodríguez Juliá por Jacques Joset: el autor puertorriqueño no es capaz de bajarse de su trono letrado para evocar los platos en ‘fondas’ y ‘friquitines’. Constantemente se hace rodear por referencias literarias. Esta recopilación viene a demostrar que la comida da mucho que hablar. No puede ser de otra forma: ambas actividades pasan por la boca. Me doy cuenta de que habría que continuar este tipo de análisis integrando más obras y más áreas. Los numerosos ensayos centrados en autores mexicanos (Fuentes, Boullosa, Del Paso, Pitol, ...) en el segundo de los tres gruesos volúmenes de En gustos se comen géneros, fruto de un congreso celebrado en México (Yucatán), prueban la gran presencia del tema en esta área. Bastantes obras cubanas han sido estudiadas de manera ‘gastrocrítica’. Para la República Dominicana todo queda por hacer. Por ejemplo, habría que indagar más en textos como Anadel. La novela de la gastrosofía, un libro del dominicano Julio Vega Battle publicado póstumamente en el que la comida desempeñaría un papel central.5 En la isla del encanto sólo existen estudios muy parciales que a veces llevan a conclusiones sorprendentes. Salvador Mercado Rodríguez ha demostrado en su ensayo ‘De la náusea al deleite: referencias culinarias y expresión acústica en la narrativa de Luis Rafael Sánchez’ que las pocas remisiones a la comida en este autor boricua están más bien ligadas a la música y a propósitos metaliterarios. (2008: 155-173) Y rebasando las dos zonas escogidas, siempre me llama la atención que mis colegas especialistas en literatura rioplatense fruncen el ceño cuando les expongo el tema. Aparte de algún asado perdido en alguna obra de Saer, ¿a qué escritor argentino se le ocurre integrar este tema, por muy connotado que sea uno de los textos fundacionales de esta literatura desde el punto de vista culinario, si pienso en El matadero? ¿Tema demasiado trivial, falta de una gran cocina argentina o hay más? Sólo puedo desear que este volumen incite a más estudiosos a adentrarse en esta selva sabrosa.
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Notas 1
Véase para Petits propos culinaires y para Gastronomica, para la Association for the Study of Food and Society que también tiene una revista Food, Culture, and Society y para el Institut Européen d’Histoire et des Cultures de l’Alimentation. 2 Agradezco a Roberto González Echevarría la aclaración sobre esta canción infantil, que yo, una flamenca/belga, por supuesto nunca escuché de niña. 3 Doy las gracias a Nuala Finnegan quien tuvo la amabilidad de mandarme copia de su texto. 4 Agradezco a Kim Huyge la ayuda en la búsqueda de las ilustraciones. 5 Le debo esta referencia al especialista en literatura dominicana, Fernando ValerioHolguín.
Bibliografía Bianchi Ross, Ciro. ‘La cocina contada’. Documento facilitado por el autor y publicado en La Gaceta de Cuba. Calvo Peña, Beatriz. 2005. ‘Cocina criolla: Recetas de identidad en la Cuba independentista’. En: Catauro: Revista Cubana de Antropología XII 7: 76-84. Carpentier, Alejo. 1984. El Siglo de las luces. Obras Completas. Tomo V. México: Siglo XXI. Coe, Sophie D. 1994. America’s First Cuisines. Austin: University of Texas Press. De Maeseneer, Rita. 2003. El festín de Alejo Carpentier. Una lectura culinariointertextual. Genève: Droz. ––. 2009. ‘Celebrar, tragar, amamantar [a] lo cubano: los contextos culinarios en Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde’. Iberoamericana 36 (diciembre): 27-46. Esquivel, Laura. 1993. Como agua para chocolate. Novela de entregas mensuales, con recetas, amores y remedios caseros. Barcelona: Mondadori. Finnegan, Nuala. 2000. ‘‘Light’ Women/ ‘Light’ Literature: Women and Popular Fiction in Mexico since 1980’. En: Donaire 15 (noviembre): 18-22. González Echevarría, Roberto. 2004. Alejo Carpentier. El peregrino en su patria. Madrid: Gredos. González Esteva, Orlando. 1998. Cuerpos en bandeja. Frutas y erotismo en Cuba. México: Artes de México. Higman, B.W. 1998. ‘Cookbooks and Caribbean Cultural Identity: an Englishlanguage Hors’d’oeuvre’. En: New West indian Guide/ Nieuwe West-Indische Gids 72 (1-2): 77-95. Huggan, Graham. 2001. Postcolonial Exotic. Marketing the Margins. London: Routledge. Janer, Zilkia. 2006. ‘Fusión culinaria y epistemología transmoderna’. Ponencia presentada en LASA, San Juan, Puerto Rico (marzo 15-18). Documento facilitado por la autora.
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Mercado Rodríguez, Salvador. 2008. ‘De la náusea al deleite: referencias culinarias y expresión acústica en la narrativa de Luis Rafael Sánchez’. En: Rita De Maeseneer y Salvador Mercado Rodríguez, Ocho veces Luis Rafael Sánchez. Madrid: Verbum: 155-173. Mintz, Sidney W. 2003. Sabor a comida, sabor a libertad. Incursiones en la comida, la cultura y el pasado. México: Ediciones de la Reina Roja. Ortiz Cuadra, Cruz Miguel. 2006. Puerto Rico en la olla, ¿somos aún lo que comimos? Aranjuez: Doce Calles. Pilcher, Jeffrey M. 2001. ¡Vivan los tamales! La comida y la construcción de la identidad mexicana. México: Ediciones de la Reina Roja. Ponte, Antonio José. 1997. Las comidas profundas. Angers: Deléatur. Poot Herrera, Sara (ed.). 2003. En gustos se comen géneros. Yucatán: Instituto de Cultura de Yucatán. 3 Vols. Quiroga, José. 2005. Cuban Palimpsests. Minneapolis: University of Minnesota Press. Reyes, Alfonso. 1989. Memorias de cocina y de bodega. Minuta. México: Fondo de Cultura Económica. Ruark, Jennifer. 1999. ‘A Place at the Table’. The Chronicle and Research Publishing 9 (July): A.17. En: (consultado el 2.07.2008). Sarduy, Severo. 1999. Décimas. Corona de las frutas. En: Gustavo Guerrero y François Wahl (eds), Obra Completa. Madrid: Archivos ALLCA I: 226-229. Tobin, Ronald W. 2002. ‘Qu’ est-ce que la gastrocritique?’ En: XVIIe siècle 217.4: 621-630. Vitier, Cintio. 2002. Lo cubano en la poesía. La Habana: Letras Cubanas. Vega, Ana Lydia, ‘Historia de arroz con habichuelas’. Encancaranublado. Río Piedras: Editorial Antillana: 131-141. Vega Battle, Julio. 1976. Anadel. La novela de la gastrosofía. Santiago, República Dominicana: UCMM.
MÉXICO
Tránsito de la cocina mexicana en la historia. Cinco estaciones gastronómicas: mole, pozole, tamal, tortilla y chile relleno Adolfo Castañón El autor presenta un repaso histórico de la gastronomía mexicana basándose en numerosas fuentes históricas, antropológicas y literarias. En este impresionante proceso de hibridación se centra sobre todo en lo que llama las cinco estaciones que giran alrededor del mole, el pozole, el tamal, la tortilla y el chile relleno. Discurre también sobre temas afines como los libros de cocina. Muestra la riqueza y la originalidad de la cocina mexicana en todo su esplendor. 1
1. Introducción Hace unos cuantos meses, se publicó en la ciudad de México un manifiesto político-culinario ‘Arranca en el Centro Histórico campaña en defensa del maíz nativo’ (véase La Jornada, 6 de agosto de 2007), suscrito por numerosos escritores, artistas, intelectuales, actores, maestros y ciudadanos en general. En él se alertaba al Gobierno y a la población de los graves daños y serios riesgos materiales y políticos que puede acarrear a la economía nacional y a la identidad nacional misma el uso del maíz transgénico o genéticamente modificado. El propósito del movimiento es sacar al maíz y al fríjol del capítulo agropecuario del Tratado de Libre Comercio (ALENA). El manifiesto, promovido por los escritores y gastrónomos Marco Buenrostro y Cristina Barros, y suscrito por personalidades de reconocida probidad intelectual como Miguel León-Portilla es sólo un episodio más, aunque decisivo, de un largo y sordo combate que se remonta por lo menos a la Conquista. Entonces, chocaron no sólo las armas y los escudos, se enfrentaron también las ollas y las cazuelas, las cucharas de palo y las de hierro, los metates y los morteros, el maíz y el trigo, la carne de cerdo, la de res, las de perro, iguana y, ay, la humana, el chile y las especies, el pulque –bebida hecha de maguey– y el vino, la leche y el chocolate. Mientras llegaban a México los cereales
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y las legumbres como el arroz y las alubias, empezaban a salir de América el jitomate, el chocolate, el tabaco, el fríjol, la papa, el nopal. Junto con el lecho, la cocina fue el espacio por excelencia del intercambio, el trasiego y el comercio. ‘Donde hay maíz, hay país’ ‘Donde hay tortilla, hay patria’, estas voces son significativas de las poderosas y arraigadas costumbres que han alzado, por encima de los vendavales políticos, el estandarte de una identidad nacional mexicana que va cobrando conciencia de sí misma, para hacer eco al título de un libro: La lenta emergencia de la comida mexicana. Ambigüedades criollas 1750-1800 de José Luis Juárez López; casi se diría que la comida mexicana va surgiendo platillo a platillo a medida que se siente amenazada, desterrada, discriminada, descartada o desvirtuada y que, como el maíz, ella también se vuelve transgénica, transmexicana. En el piso superior del antiguo Jardín de Plantas situado cerca de la estación de Austerlitz, en París, se despliega un melancólico museo: ahí figuran las especies extintas, los animales que han desaparecido de la faz de la tierra como el tigre de Siberia, el pájaro Dodo y ciertas variedades del Águila Real ¿No debería haber ahí una exposición de la cocina conjetural y de las gastronomías extintas? Es sabido que las lenguas desaparecen a un ritmo vertiginoso, como consta en el proyecto interdisciplinario ‘Voces duraderas’ que está intentando elaborar una suerte de testamento lingüístico del planeta, según informa The New York Times. (Grau 2007: 38) Se piensa menos en que, cada idioma, trae como una sombra, una forma de expresión culinaria, una gastronomía. ¿Cuántas cocinas habrán desaparecido y cuántas están a punto de desaparecer? ¿Cuántos platos, quesos, bebidas y viandas se han extinguido en el curso de la historia? ¿Cuántas formas de preparar los alimentos se han eclipsado? Cada día se pierde una cocina, cada día desaparece una sensibilidad gastronómica, cada noche se olvida el nombre y el uso de una hierba necesaria para hacer tal o cual platillo… Me hago estas preguntas y otras más, al plantarme frente al título de este ensayo, ‘La cocina mexicana en la historia’. ¿Se puede hablar de una cocina mexicana? ¿No es esta designación un abuso conceptual que permite cubrir con fáciles etiquetas una realidad multiforme y proteica? Una prueba bibliográfica de la diversidad de la cocina mexicana es la serie publicada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
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y la Dirección General de Culturas Populares, que recoge la gastronomía nacional dispersa en la geografía, en cuarenta volúmenes. También hay muchas colecciones de recetarios, formularios, diccionarios y libros de cocina que recogen documentos antiguos, publicados o inéditos. Hay proyectos editoriales de divulgación como el Diccionario Enciclopédico de la gastronomía mexicana de Ricardo Muñoz Zurita, o los diez volúmenes de la Cocina Mexicana a través de los siglos de diversos autores prestigiados, publicados en 2001. Para no hablar de los dos volúmenes de El cancionero gastronómico de México que recapitula la relación profunda literaria y musical que la cultura popular mexicana sostiene con el universo alimenticio. La cocina mexicana, si es que se puede hablar de tal entidad, ¿inicia su historia con la primera vez en que se combinaron ingredientes americanos con elementos nativos, es decir, cuando aflora por vez primera el mestizaje? o bien ¿hay que comenzarla antes? Sophie D. Coe, la historiadora y arqueóloga de la gastronomía en su libro America's First Cuisines, traducido al español como Las primeras cocinas de América, remonta la historia de la cocina americana a varios miles de años antes de la conquista y de hecho desmiente a través de los vestigios alimentarios la idea o más bien de la creación del aislamiento proverbial entre las primitivas culturas americanas. La cocina mexicana es, quizá no sobra decirlo, algo que nace con la entidad y luego identidad llamada México, que es a su vez el fruto de un largo proceso de combinaciones, fusiones, químicas, injertos. Al igual que el territorio, las instituciones materiales y simbólicas, la cocina es, ella también, un espacio atravesado por la historia, tenso por los conflictos, flechado por las contradicciones sociales, religiosas, políticas. Hay, por ejemplo, una obvia correspondencia, en la cultura novohispana, entre la arquitectura barroca, los altares dorados, las formas literarias gongorizantes de sor Juana en el siglo XVII y la gastronomía (como el mole suntuoso como un hábito litúrgico). 2. La Edad ‘prehistórica’ La historia de la cocina mexicana, la historia de las cocinas mexicanas podrían ser susceptibles de una periodización que se compagina con la evolución de la lengua, de los estilos literarios y artísticos y del movimiento de los medios de comunicación y de dominación.
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Comenzaríamos con una remota edad prehistórica, anterior al descubrimiento de ese híbrido o bastardo que es el maíz y de sus hermanos el fríjol y el chile domesticados. Esa edad se caracteriza por la caza, la pesca y la recolección, pero en Mesoamérica tiene poderosas anclas en el reconocimiento y uso de las malezas, plantas y plántulas, hierbas silvestres. Bernardino de Sahagún y Francisco Hernández llegaron a contar más de 200, pero José Sarukhán y Francisco Espinosa García cuentan varios miles en su Manual de malezas del Valle de México: los hongos, los frutos, en particular las cucurbitáceas como la calabaza y el chayote –tan apreciado por Alzate y los jesuitas del siglo XVIII. De esta remota edad, el futuro retendrá el empleo de hierbas comestibles como el quelite, el quintonil, la verdolaga, el nopal, el tomate silvestre, y toda suerte de hongos comestibles –clavitos, pajaritos– y aun alucinógenos o, como quiere Gordon Wasson, enteógenos. De este espeso subsuelo, viene también la identificación de los diversos chiles o capsicum (‘Yo soy como el chile verde: picante pero sabroso…’) y, por supuesto, el conocimiento de la multitud de plantas medicinales que son también condimentos como el epazote, la salvia, la sábila, el cilantro, la ruda y otros muchos… El novelista y ensayista francés J. M. Le Clézio ha hecho ver en un texto sobre la llamada Relación de Michoacán, redactada en purépecha y escrita en el siglo XVI y de la cual cita unas líneas, cómo el mestizaje –al menos el gastronómico– fue un hecho anterior a la conquista: El hecho capital de la historia de los purépecha […es el] momento [en que] la civilización de Michoacán se cristaliza y empieza a ‘tomar puerto’; entre los siglos X-XI de nuestra era fueron nombrados por el petáutli en la relación de Michoacán como un encuentro en torno del acontecimiento íntimo de la comida: “… y el pescador andaba sudando de asar pescado, y como iba asando, íbale dando, y ellos comieron de aquel pescado y dijeron: ‘cierto, buen sabor tiene’. Y como comían toda manera de caza los chichimecas […] sacaron de sus redes un conejo y metiéronlo en el fuego, y después de asado desolláronle y pusieron allí el conejo asado, y dijéronle al pescador: ‘isleño, come desto, a ver qué sabor tiene, que esto andamos nosotros a buscar. Y como se echase el pescador un bocado en la boca, dijéronle los chichimecas: ‘púes isleño, ¿qué sabor tiene eso que comes?’, respondió él: ‘Señor, ésta es verdadera comida; no es cosa de pan, porque bien que sea buena comida, ésta de estos peces, más hiede y harta luego; mas esta comida vuestra no hiede, más es comida de verdad.’” (en Le Clézio 2006: 113-114)
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3. El maíz, el taco, el pinole Pero la historia comienza para nuestro relato con el descubrimiento del maíz, cuya producción significó una verdadera revolución agrícola verificada a partir de su grano. Del maíz preparado en nixtamal proviene la masa, la diosa madre del paraíso de las tortillas, tacos, sopes, tlacoyos, quesadillas, chivichangas, gorditas, tamales, tostadas, corundas y bebidas como el atole o el chileatole. Incluso esa plaga del maíz –el huitlacoche, suerte de tumor vegetal que prospera como un parásito de color violáceo– sirve de alimento debidamente cocinado y sazonado; del maíz hervido surge el pozole; del grano tostado o asado en mazorcas, los elotes, que se consumen como golosinas y hasta como palomitas de maíz (pop corn); hervido y sazonado con hierbas, los esquites: granos de elote sueltos y cocidos. Más allá está, por supuesto, la enorme variedad de tacos que se pueden rellenar prácticamente de cualquier cosa: los tlacoyos y las quesadillas, pero también las tortillas rellenas de pescado o de carne como empanadas fritas en grasa (baril huah o cayil huah en maya) o simplemente doradas en un comal: ‘chanchanes’. La referencia libresca más consistente sobre este tema es el libro De tacos, tamales y tortas de José N. Iturriaga, que destaca por su jugoso capítulo sobre los ‘Tacos indígenas’ que suelen ser regionales y suenan como cosa excéntrica y única porque derivan de una cocina del hambre, orillada a inventar alimentos (como en un bricolaje) donde en apariencia no los hay: tacos de charales, tacos de gusanos de maguey, tacos de acociles, tacos de escamoles, tacos de grillos o saltamontes, tacos de jumiles vivos, tacos de ahuaucles (hueva de las moscas acuáticas), tacos de quelite, tacos de manjúa (peces recién nacidos y larvas de crustáceos), tacos de hormigas, tacos de gusano elotero, tacos de toritos o periquitos (insectos que plagan las hojas del aguacate), tacos de gusano de nopal, tacos de xonhues xaue (chinches olorosas), tacos de aneneztli (larvas de libélula), tacos de chicharras de guamúchil, tacos de gusanos barrenadores, tacos de ticocos o cuauhocuilín (huevas), tacos de huenches (orugas de mariposas de madroño), tacos de cuetlas o tepolchichic (larvas de la llamada mariposa del muerto). Otra variante o variedad más sutil de la cocina del maíz es el pinole. Alfonso Reyes lo asocia a la “cosquilla sensual del diminutivo [...] que, en un alarde del tacto, viste pulgas y hace con ellas un cortejo de
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novios” y al mismo “milagro de la Hostia Santa” que sabe “juntar en leve pretexto de materia todo el poder de Dios”. Y continúa: La técnica de lo pequeño, aplicada a las artes del paladar nos llevaría a hablar del ‘pinole’, último residuo de la trituración de cereales: maíz, ‘cacahuacintle’ o maíz esponjado que se ha tostado previamente, molido al ‘metate’ con canela y con ‘piloncillo’, que es el azúcar negro, anterior a la refinación. Esta golosina se encuentra ya por los límites de la materia, a punto de confundirse con el vaho. El solo aliento basta para absorberla o repelerla, y por eso dice nuestro refrán: ‘No se puede chiflar y comer pinole’, que vale: ‘No se puede repicar y andar en la procesión’. Quien come pinole, como quien come polvorones, tiene que cerrar bien la boca; y el que no sabe cuándo cerrarla, se ahoga porque –como dice la gente– ‘le da en el galillo’. (Reyes 1989: 110)
Ya en esa historia, relativamente remota, cabría distinguir una cocina rural y campesina, y una cocina urbana y cosmopolita o trans-regional que se dio lo mismo entre los mayas que entre los aztecas o nahuas del Altiplano. Fundamentalmente, la llamada cocina mexicana fue desde sus orígenes –como apunta Diana Kennedy en The Cuisines of Mexico– “Una cocina campesina elevada al nivel de un arte sofisticado”. (en Pilcher 2001: 19) Pero decir cocina rural es decir cocina del hambre. El bastión culinario mexicano se ancla efectivamente en la precariedad y en la pobreza, pero hace de esas condiciones parámetros de una elaboración de segundo grado: se vale comer de todo, insectos, flores, tallos, hierbas, plantas, plántulas, legumbres, frutos –animales como el venado o la rata, la iguana o la culebra, que vuelan como los patos o que nadan como los camarones y las carpas– y se hacen bebidas a partir del agave, del maguey, de la cáscara de los frutos (de la cáscara fermentada de la piña proviene el tepache), del maíz, desde luego del chocolate. Esa cocina del hambre supone una gramática inventiva y una sintaxis creadora de los elementos básicos –maíz, fríjol, chile, tomate, agave, chocolate– que serían como las vocales de un discurso en permanente transformación y adaptación. Si bien la conquista o el encuentro entre dos mundos fertilizó las artes culinarias a ambas orillas del mundo, mantuvo vivas, y a salvo, como en una suerte de invernadero o bioterio, numerosas prácticas de cocina y recolección gracias, en buena medida, al racismo y al clasismo que vieron durante mucho tiempo –hasta bien entrado el siglo XIX– por encima del hombro a los alimentos nacionales básicos como el maíz, el chile, el pulque, el fríjol, el tomate, fundamentales en la configuración no sólo de una dieta trans-regional sino de la identidad misma de
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la República. En tiempos prehispánicos, los plebeyos y los señores comían fundamentalmente lo mismo, aunque los ricos consumían manjares exóticos provenientes de otras regiones geográficas. 4. La culinaria prehispánica México es el nombre de un país que se llama como una ciudad, asentada originalmente en un extenso lago o sistema de lagos –uno de agua salada y otros de agua dulce– que se extendían desde Texcoco hasta la ciudad de México Tenochtitlán, así llamada por haberse asentado en ella, en un islote, la pequeña pero combativa tribu de los mexicas aztecas, última raza de los nahuas proveniente de las distantes tierras de Aztlán (ahora en el norte de California colindante con Oregon). La isla de Tenochtitlán tenía, cuando llegaron los españoles, más de 5000 mil habitantes que se alimentaban de productos agrícolas, animales de caza y pescado fresco, patos (chichicuilotes) e insectos (chapulines) que eran transportados junto con otros productos por numerosas canoas venidas de diversos puntos. Así describe el conquistador Hernán Cortés en sus Cartas de relación uno de los mercados de Tenochtitlan: Hay calles de caza, donde venden todos los linajes de aves que hay en la tierra, así como gallinas, perdices, codornices, lavancos, dorales, cerzatos, tórtolas, palomas, pajaritos en cañuela, papagayos, buharros, águilas, falcones, gavilanes y cernícalos. Y de algunas aves de estas de rapiña venden los cueros con su pluma y cabeza y pico y uñas. Venden conejos, liebres, venados y perros pequeños, que crían para comer castrados. Hay calles de herbolarios, donde hay todas las raíces y hierbas medicinales que en la tierra se hallan […]. Hay todas las maneras de verduras que se hallan, especialmente cebollas, puerros, ajos, mastuerzo, berros, borraxas, acederas y cardos y tagarninas. Hay frutas de muchas maneras, en que hay cerezas y ciruelas que son semejables a las de España. Venden miel de abejas y cera y miel de cañas de maíz, que son tan melosas y dulces como las de azúcar; y miel de unas plantas que llaman en las otras islas maguey que es muy mejor que arrope […]. Venden pasteles de aves y empanadas de pescado. Venden huevos de gallinas y de ánsares y de toda las otras aves que he dicho en gran cantidad. Venden tortillas de huevos hechas. Finalmente, que en los dichos mercados se venden las cosas cuantas se hallan en toda la tierra, que demás de las que he dicho son tantas y de tantas calidades que por la prolijidad y por no me ocurrir tantas a la memoria y aún por no saber poner los nombres no las expreso. (Cortés 1993: 235-236)
Por su parte, Alfonso Reyes en su prodigiosa Visión de Anáhuac dice glosando La historia verdadera de la conquista de la Nueva España:
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Adolfo Castañón El zumbar y ruido de la plaza –dice Bernal Díaz– asombra a los mismos que han estado en Constantinopla y en Roma. Es como un mareo de los sentidos, como un sueño de Breughel, donde las alegorías de la materia cobran un calor espiritual. En pintoresco atolondramiento, el conquistador va y viene por las calles de la feria, y conserva de sus recueros la emoción de un raro y palpitante caos: las formas se funden entre sí; estallan en cohete los colores; el apetito despierta al olor picante de las yerbas y las especias. Rueda, se desborda del azafate todo el paraíso de la fruta: globos de color, ampollas transparentes, racimos de lanzas, piñas escamosas y cogollos de hojas. En las bateas redondas de sardinas, giran los reflejos de plata y de azafrán, las orlas de aletas y colas en pincel; de una cuba sale la bestial cabeza del pescado, bigotudo y atónito. (Reyes 1953: 29-30)
Era el azteca un pueblo extremadamente religioso (es decir melindroso), y las primicias de todos estos alimentos se ofrecían a los dioses y diosas que gobernaban su panteón. Las excavaciones del Templo Mayor, realizadas en los últimos años por un sofisticado equipo multidisciplinario de arqueólogos encabezado por Eduardo Matos Moctezuma, confirmaron, no sin asombro, las hipótesis más audaces, a propósito de la extensión del imperio militar y comercial gobernado por los aztecas: conchas de caracol, esqueletos de peces que sólo se encuentran mar adentro y a gran profundidad, osamentas de aves y reptiles de tierra caliente que sólo se hallan en las costas, confirman las ideas sobre la extensión territorial que dominaba aquel imperio que, a su escala, se podría decir cosmopolita, pues congregaba y asimilaba productos y usos de una vasta extensión por toda Mesoamérica. En los anales de la historia de la gastronomía mexicana contemporánea debe registrarse la cena de gala aux chandelles que allá por 1990 Eduardo Matos ofreció en el Templo Mayor a un selecto grupo de invitados. Dijo en una nota personal: Hace años hicimos una comida para 99 invitados con 9 platillos que preparó Patricia Quintana (gran cocinera) de corte prehispánico, en donde el número 9 se debía a los 9 pasos al Mictlan. El invitado 100 era la muerte, por lo que una silla estuvo vacía. Hubo cantos en nahua por un coro infantil y los pocillos en que bebimos fueron rotos como se hacía cada 52 años con los enseres domésticos. Asistieron gentes como Bertha y José Luis Cuevas, y muchos más. La mesa tuvo forma de cruz recordando los 4 rumbos del universo. Se efectuó a un lado del Templo Mayor, en Santa Teresa la Antigua (pues no cabían en el Templo Mayor).
El largo camino de la cocina mexicana se puede decir que empieza en aquellos vastos tianguis o mercados –como el de Tlatelolco hoy La
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Lagunilla y Tepito– donde convivían y se compaginaban los productos provenientes de una vasta extensión territorial del continente mesoamericano. Cabría decir que antes de estar en la historia o entrar a ella, las cocinas de México, como estribaciones de una poderosa montaña, se desplegaron en la geografía y llegaron a confluir en un centro simbólico gracias al ejercicio militar y comercial de ese asombroso imperio, que supo levantar las antorchas extintas de otras culturas como la Teotihuacana o la Olmeca. El uso del náhuatl se propagó por lo que luego sería llamado por Alejandro de Humboldt la ‘América mexicana’, y pasó a ser una suerte de lingua franca campante y dominante por aquel vasto territorio. El náhuatl se impuso por encima de muchas lenguas regionales, venciendo a otras culturas menos poderosas. Se puede suponer, sin demasiada violencia, que así como el uso de la lengua náhuatl se sobrepuso a otras lenguas –con algunas excepciones: como los Tarascos y los Zapotecas–, de esa misma forma, el otro lado de la lengua, la cocina, también impuso sobre su territorio usos y utensilios, costumbres y procedimientos culinarios que eran propiamente nahuas en el fondo y en la forma, y que recíprocamente los nahuas asimilaron los usos y costumbres de otros pueblos. 5. El maíz y el tamal Como telón de fondo, se desplegaba, como ya se ha dicho, una prehistoria o, mejor dicho, una época anterior a la de los grandes asentamientos urbanos, una era silvestre y nómada, anterior a la domesticación. Una palabra que más bien suele usarse para los animales pero que, al aplicarse al maíz, que es una planta, explica por qué es deificada y simbólicamente inscrita en el panteón religioso prehispánico. Cada tramo de tiempo, cada mes era presidido por un Dios o Diosa al que se hacían sacrificios y ofrendas, y a cada Dios correspondía un cierto regalo gastronómico específico: a cada Dios se le adoraba –con la boca– con un plato y una bebida. El hombre está hecho de maíz, como dicen los quichés en el Popol Vuh: “De maíz amarillo y de maíz blanco se hizo su carne; de masa de maíz se hicieron los brazos y las piernas del hombre.” (Anónimo 1986: 108) Y maíz, imix, es el nombre del primer día en el calendario maya y el aspecto del glifo calendárico muestra una teta, signo del alimento primigenio.
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El maíz puede ser blanco, amarillo, rojo, azul, violeta. Su transformación en alimento requiere primero de un proceso llamado nixtamal o mixtamal, y de un metate, una piedra plana que, junto con una cilíndrica, funciona como mortero. Moler el maíz en el metate fue durante muchos siglos y hasta bien entrado el siglo XIX –cuando por fin se logró mecanizar la molienda– la ocupación cotidiana de la mujer que “cada mañana tenía que volver a hincarse ante el metate con la espalda arqueada, como si ella misma fuese un metate utilizado por alguna despótica diosa del maíz” (Pilcher 2001: 154) o como si el metate fuese el nombre de “otra divinidad azteca, otra piedra de sacrificios”. (Reyes 1989: 92) Una vez molido, el maíz sirve para hacer tortillas y tamales. ¿Qué es un tamal? ‘Al que nace para tamal, del cielo le caen las hojas’. El tamal se prepara con una masa de maíz molida en metate que luego se extiende y se rellena; se envuelve en hojas de maíz o de plátano que se cuecen al vapor. Los tamales pueden ser de muchos tamaños. Sus formas pueden ser alargadas o cuadradas. Existen desde los tamales norteños, rellenos de carne deshebrada hasta los titánicos zacahuiles que aguantan un guajolote, un lechón y, por supuesto, una gallina. Los tamales pueden estar envueltos en hoja de maíz (en el altiplano y en el norte) y en hoja de plátano (en el sureste y en las Costas del Golfo). Pueden estar rellenos de adobo, iguana, venado, pavo, faisán, tepezcuintle, frijoles, frijoles blancos, chaya y después del siglo XVI de puerco, de res o de vaca. Se hacen bajo tierra, al vapor o por el procedimiento llamado ‘pib’. En Yucatán hay diversos tipos: ‘chachacuahes’ (hechos con axiote, de ahí la duplicación del fonema chac), ‘polcanes’, pequeños bizcochos de maíz que se parecen a la cabeza de una serpiente; los ‘dzotobichayes’, bollos de masa de maíz mezclada con chaya. En Chiapas se prepara el ‘jacuané’, un tamal de masa relleno de frijoles molidos y cabezas pulverizadas de camarón, todo envuelto en hojas de acullo y yerba santa. Hay también en la sierra huasteca, al nor-este de México, en los límites de los estados de Veracruz, Hidalgo, San Luis y Tamaulipas, un tamal gigante en el cual cabe un pequeño cerdo o un guajolote. Es el ‘zacahuil’ que se cuece al vapor en un horno bajo tierra y se consume in situ, cuando cada uno de los comensales va pellizcando en la masa. Para hacer el ‘zacahuil’ se excava un hoyo en la tierra donde el formidable tamal hecho con hoja de plátano y convenientemente aderezado, baja para cocerse en una tarima, como si fuera una barba-
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coa: cuando emerge del vientre de la tierra se consume pellizcando con los dedos. Este plato se consume en la festividad consagrada a los muertos, como una institución en la cual se funda la colectividad. En el norte del país, de Aguascalientes a Monterrey, se producen unos pequeños tamales delgados y pequeños con mucho relleno y una ligera capa de maíz. En el Sureste, los tamales de Oaxaca, Tabasco y Yucatán se parecen mucho a las hayacas venezolanas, y pueden estar rellenos de mole y de pollo, pero también como en Venezuela, de complejos picadillos. Se dice que la hayaca criolla, cocinada en Colombia y Venezuela, recuperaba en un solo plato los generosos desperdicios de la mesa llena de los criollos ricos. La preparación de la masa de maíz para hacer tamales es larga y cansada. A principios de los años cincuenta, la compañía mexicana Herdez, inventó una harina preparada susceptible de ser enlatada: la tamalina, con un gran éxito, pues ahora esa marca registrada ha pasado a ser un próspero género industrial. Además de la tamalina hay otros productos parecidos con los que es relativamente fácil preparar tamales (maicena). La tamalina, como el mole industrializado de la marca Doña María, es consumida preferentemente fuera de México, entre los emigrantes mexicanos que van a los vecinos países y estados del Norte, como Canadá, Chicago, California, Texas, Nuevo México y se le puede encontrar en algunos supermercados cosmopolitas de Europa, específicamente en París, Madrid y Frankfurt. La mecanización de la molienda del maíz tardó muchos años en ser dominada, pero desde fines del siglo XIX y principios del XX se dio un proceso de mayor industrialización que empezó con la molienda y luego se pasó a crear una máquina capaz de producir tortillas en serie, como fue el caso del empresario Rodolfo Celorio. Estos procesos de mecanización e industrialización fueron más o menos simultáneos al movimiento político y social conocido como Revolución Mexicana, cuyos ideólogos propugnaban por una industrialización del campo y una redención del campesino y de los valores rurales y una educación ad hoc de ingenieros agrónomos que supiesen estar a la altura de los tiempo como la que se instauró en la famosa Universidad de Chapingo, donde, por cierto, se encuentran unos murales poco conocidos de Diego Rivera, entre los que destacan: Tierra fecunda, con las fuerzas naturales controladas por del hombre (1926) y La sangre de los mártires revolucionarios fertilizando la tierra (1926).
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En ese contexto se dan las oleadas de afirmación nacionalista que saca de las sombras de la tradición oral a la cocina rural y la va situando como corona y centro del orgullo nacional: cocineras profesionales como Josefina Velásquez de León, Mayita, Salvador Novo, SodiPallares, artistas plásticos como Diego Rivera y Frida Kahlo participan en esa misión que consiste en ‘salvar la lengua con la lengua’ y redimir al país a través de la redención y transformación de su cocina y de su lengua. Este movimiento traducía un impulso revolucionario ya que, a lo largo del siglo XIX, y no digamos durante los siglos de la colonia, la cocina mexicana no existía como tal o bien era una cocina marginal, regional, susceptible de discriminación y de rechazo. 6. La Colonia y el mole En la Colonia, existía la comida de los conventos y de los palacios virreinales que era más bien una cocina española o ibérica transportada a América. La cocina mexicana que iba surgiendo, brotando, por así decir, de entre las piedras, prosperó a orillas de las murallas y en las periferias del mundo rural que se iba poco a poco colonizando, pero también en los intersticios de las recetas. El guajolote o pavo era considerado en la colonia un alimento indigno, si no es que sucio, aunque luego, en el siglo XIX en Jalisco se le llegó a llamar gobernador –acaso porque esta ave celosa y aparatosa es la que gobierna el corral. El jitomate fue visto con suspicacia por Europa hasta bien entrado el siglo XIX. Los frijoles, tamales y tortillas (la Marquesa Calderón de la Barca sólo las podía tolerar si estaban recién hechas) eran sinónimos de yantar indígena, campesino y pobre. Los nopales y las tunas sólo recientemente han sido incorporados a las mesas oficiales de México. Se dice que el mole fue inventado en Puebla por Sor Andrea, en el convento de Santa Rosa en Puebla de los Ángeles. Artemio de ValleArizpe, en su narración policromada, como un azulejo de Talavera, refiere el origen de este plato. La laberíntica receta del mole produce – según Alfonso Reyes– “un resplandor cambiante de aromas y sabores, como otra nueva cola tornasolada a cambio de la que [el guajolote] ha perdido en el trance”. (Reyes 1989: 113) Las paredes de ese laberinto que es el mole poblano están compuestas de chile pasilla tostado, piezas de pan y tortillas fritas en manteca, chocolate, semilla tostada de chile, ajonjolí, agua, vinagre, azúcar, especies, chile ancho, ajo,
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laurel, cebolla desflemada, tornillo, ciruelas, peronés y algún cuartillo de jerez. Criollo y mestizo, el mole evoca al turco, enemigo proverbial de la cristiandad, por el uso de piñones, nueces, que se mezclan en la molienda. El mole se come acompañado por una escolta de pulque curado de avellana y plátano. Pero hay quien sostiene que el mole es una suerte de curry mexicano, producto de los tres siglos de Virreinato que pasó la Nueva España en contacto con Filipinas. En Oaxaca, además del ‘mole poblano’ o rojo, hay mole negro, verde, amarillo, coloradito, pipián (hecho de pepita molida de calabaza), manchamanteles, para no hablar de los axiotes rojos, amarillos y anaranjados que dicen de la necesidad mexicana de envolver las carnes en salsas y de cubrirlas de vistosos colores. O, para no hablar, el mole de cadera de chivo que se consume en los alrededores de Tehuacán, Puebla. A estas salsas pesadas como el mole o el pipián, hay que añadir las salsas ligeras hechas de jitomate, tomate, chile y agua que son las de todos los días. Se dice que una vez al año viajaba el Galeón de Manila entre Acapulco y Filipinas, las islas, llamadas así en honor a Felipe II. Esta nos trajo a México el arroz y el manchamanteles, esa suculenta combinación de frutas tropicales y chiles aromáticos que matiza las salsas agridulces de China, pero también el mole. El arroz, a su vez, produciría con los frijoles el matrimonio perfecto de los moros y cristianos que es una de las bases de la cocina del Caribe y del sureste de México. El poeta Manuel José Othón es otro autor que ha dejado una sabrosa descripción del mole protagonista en un banquete popular mexicano en su cuento ‘Una fiesta casera’. Al igual que otros elementos de la cocina mexicana, el mole ha pasado de la molienda en metate y molcajete de piedra al molino mecánico y eléctrico y a ser envasado en lata o en cristal para su conservación y expansión: Herdez, Doña María son algunas de esas marcas de mole prefabricado. 7. El pozole A modo de transición al pozole citemos los siguientes versos: “También llegó un guajolote,/pero convertido en mole,/y llegó también al trote/ un cochino hecho pozole” y una cita de Los de abajo donde hay un uso figurado para decir que no ha habido pelea: “Vente ya, loco, que al fin no hubo pozole.” (Azuela 1993: 198)
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Pozole. [Tausend, Marylin. 1992. Mexico: Een culinaire reis. authentieke recepten uit de regionale keukens. Amsterdam: De Lantaarn: 88.]
El Padre Sahagún, describiendo la fiesta que se hacía al dios Xipe, dice que los cautivos eran sacrificados desollándoles, y agrega que después de desollados, los viejos que se llamaban quaquacuilli llevaban los cuerpos al calpulco, donde el dueño del cautivo había hecho su voto o prometimiento. Ahí le dividían y le enviaban a Moctezuma un muslo para que comiesen y lo demás lo repartían entre los otros principales y parientes. Lo iban a comer a la casa del que cautivó al muerto. Cocían aquella carne con maíz y daban a cada uno un pedazo de ella en una escudilla o cajete con su caldo y su maíz cocido. Llamaba
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aquella comida tlacatlaolli. Después de haber comido seguía la embriaguez. Pozole era el plato que se preparaba para la fiesta de Xipe Totec entre los aztecas. Era un alimento sagrado: en él convivían la carne del desollado al cual se había sacrificado en honor del dios, y el maíz, carne divina, cuya siembra, cultivo, cosecha y preparación eran, en sí mismos, procesos naturales y alusivos a rituales, simbólicos de la creación, muerte y resurrección del Dios. Recordemos, junto con Fernando del Paso en su prefacio a Douceur et passion de la cuisine mexicaine, que si los aztecas practicaban el canibalismo ritual, en la noche de San Bartolomé: “Hombres que no eran caníbales se comerían el hígado y el corazón de los hugonotes e hicieron ‘fricassé de orejas’”. (del Paso 1991: 21) Pero al llegar los españoles, en el plato la carne humana sería sustituida por carne de cerdo. Hoy el pozole se guisa en todas partes, y generalmente lo comen los borrachos consuetudinarios para curarse la embriaguez. El pozole es un guiso de maíz tierno, carne de cerdo y chile. Cuando ven algún hombre tonto dicen ‘qué buena cabeza para un pozoli’ El pozole o potzole –como se dice en Michoacán– se hace sólo con cierto tipo de maíz (el llamado cacahuazintle); se deja remojar un día y una noche; se pone a hervir; a veces con cerdo; a veces ‘sin’, según la preferencia. En algunos lugares de Michoacán se prepara el pozole con manitas de cerdo. El pozole se prepara primero remojando el maíz blanco que previamente ha sido descabezado. Luego se hierve ligeramente, se pone a cocer con la carne maciza y con una cabeza de cerdo. De ahí la expresión: ‘cada cabeza: un pozole’. El jueves es el día del pozole, pues el mejor es el recalentado que se consume el viernes y el sábado. Hay cierto parentesco entre el pozole y el cocido español que, por cierto, se aclimató y acriolló muy bien no sólo en México, sino por toda América, probando así la unidad profunda de ‘otra’ de la lengua española. En Yucatán se habla solamente del pozole como una bebida. Según el Diccionario de mexicanismos de Santa María, ‘pozole con trompa’ es una “figura familiar guanajuatense, por chisme, enredo, cuento o hablada. Ser uno como el pozole de Sayula, de puro hocico o de pura trompa. Expresión figurada e injuriosa que se dice por desprecio del hablador echador o fanfarrón (es ingeniosa la comparación porque se dice que el pozole de Sayula, en Jalisco, se hace con la pura cabeza del marrano)”.
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El pozole es un atlas o un museo, un tianguis, un mercado donde conviven el maíz y la carne, el rábano, la lechuga o la col, el orégano, el chile, la cebolla, el limón. Es una metáfora viva y caliente de la concordia y la conciencia nacional: una imagen del pacto nacional que está antes de la creación de la nación. El pozole –siempre– está por llegar. En cada región de México se prepara un tipo de pozole particular: en Guerrero con sardinas, en Sinaloa con camarón, en el Altiplano con carne de cerdo o pollo, curiosamente, nunca con res, y aquí una breve digresión. Las cocineras mexicanas, las mujeres que cocinan suelen ser conservadoras. No hay que pedirles que se salgan de sus carriles y que hagan, por ejemplo, pozole con carne de res. Lo mirarán a uno con recelo. Un día, le pedí a Irma, la sirvienta de la casa, que hiciera pozole de res: no hubo forma. Coció el maíz, como lo hacía habitualmente, luego coció la carne de res, y nos dejó a nosotros la grave responsabilidad de reunir esos dos cocidos en uno solo. Para ella se trataba de una profanación. 8. Los insectos El uso de los insectos en la cocina mexicana es tenaz y perdurable: los chapulines, asados con limón y chili piquín sirven de aderezo y aperitivo todavía en Oaxaca y en México; los acociles –pequeños camarones de agua dulce– se consumen en tacos; los jumiles –especies de escarabajos (del náhuatl xomitl)– se devoran vivos, en tortilla o con salsa, en Morelos o secos y tostados; los escamoles (hueva de hormiga) se consumen en diversos lugares de Jalisco y Oaxaca; el agave produce el mezcal y un gusano –el gusano de maguey que se le pone al mezcal. Existen diversos libros sobre este tema, pero quizás uno de los simpáticos en torno al delicado asunto de la entomofagia y la entomofobia sea el de Federico Arana, Insectos comestibles entre el gusto y la aversión. El autor, por cierto, informa de un fenómeno singular de nuestro tiempo: los diversos y prósperos mercados de insectos comestibles dispersos en Canadá y en los Estados Unidos, de lo que atestiguan el Food Insects Festival of North America, las actividades de la profesora Florence V. Dunkel y la revista The Food Insects Newsletter.
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9. Los libros de cocina El discurso gastronómico, la escritura sobre la cocina y sobre los platos atraviesa la literatura. En primer lugar están, los recetarios, producidos en general por mujeres –durante los tres siglos de la colonia por las monjas anónimas que hacían el recetario o libro de alimentos de cada uno de los conventos–, pero también se da el caso del escritor que, sólo o acompañado, ha pasado al estado escrito su propio libro de recetas –como es el caso de Socorro y Fernando del Paso. En los Códices pre y post-hispánicos no hay propiamente libros de cocina. Pero las copiosas alusiones y atribuciones gastronómicas de cada deidad hacen de estos libros sagrados del México antiguo también – ¿por qué no?– libros de cocina. El libro de recetas debe ser el producto de una vasta y minuciosa investigación en –no hay otra forma de decirlo– la cultura oral. El plato, la cazuela, la olla y el sartén pueden ser vistos como escenario, campo de batalla, entre el exterior y el interior, pero también arena de combate entre los diversos interiores, las diversas clases sociales o regiones. Italo Calvino lo vio así en las páginas que le dedica a la cocina mexicana en su libro Bajo el sol jaguar: la cocina de México –dice– resulta “de un campo de batalla entre la ferocidad agresiva de los antiguos dioses de la altiplanicie y la sinuosa sobreabundancia de la religión barroca”. (En del Paso 2003: 20) Pero la ferocidad –nos recuerda del Paso– estaba de los dos lados, y la sangre corría en los autos de fe y “sobre la piel de los siniestros cristos españoles”. (Del Paso 2003: 24) Pero más allá de la aparición incidental de platos, frutos, vegetales en poemas, novelas y cuentos desde Sor Juana y Gutiérrez Nájera hasta Tablada, Novo, Reyes o aun la emotiva y sentimental Laura Esquivel, están los libros producidos y firmados por algunos autores en torno a la cocina. Cinco textos despiertan mi atención: Las memorias de cocina y bodega y el poema ‘Minuta’ de Alfonso Reyes; La cocina mexicana de Salvador Novo; la Nueva guía de Descarriados de José Fuentes Mares y los diversos ensayos del historiador Luis González y González en torno a la cocina de Michoacán reunidos en La querencia; además de, por supuesto, El libro de cocina del convento de San Jerónimo cuya selección y trascripción se atribuye a Sor Juana Inés de la Cruz, y que va precedido en la edición preparada por Josefina Muriel y Guadalupe Pérez San Vicente por este ‘Soneto’ que no resisto la tentación de transcribir:
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Adolfo Castañón Lisonjeando oh hermana de mi amor propio Me conceptuo formar esta escritura del Libro de Cocina y ¡qué locura! concluirla y luego vi lo mal que copio. De nada sirve el cuidado propio para que salga llena de hermosura, pues por falta de ingenio y de cultura, un rasgo no hecho que no salga impropio. Así ha sido, hermana, ¿pero qué senda podrá tomar el que con tal servicio su grande voluntad quiso se entienda que ha de hacer? Suplicaros que propicia apartado los ojos de la ofrenda su deseo recibáis en sacrificio. (Sor Juana Inés de la Cruz 2000: 11)
Aunque es sabido y reconocido que los conquistadores y colonizadores probaron con asombro –algunas veces con fascinación y otras con resignada repugnancia– la cocina mexicana, también es cierto que se trajeron con la sombra el gusto por las cosas españolas y europeas y trataron de adaptar la materia culinaria mexicana a sus hormas y normas. Dice Salvador Novo que el origen de la cocina mexicana se puede fechar en el momento en que el primer español se comió el primer taco de cerdo o bien, como propone Guadalupe Rivera como un juego de mera imaginación: “Fue la ‘cochinita pibil’ originaria de la Península de Yucatán, al sustituir el achiote, Kukub o adobo con que se preparaba el armadillo huetch –según la tradición indígena por el jugo de las naranjas agrias que, junto con otros cítricos, trajeron los españoles” (Rivera 1992: XV) Lo que ahora llamamos cocina mexicana es el resultado de un conjunto de procesos de hibridación, mestizaje, mezcla, injerto, adaptación, fusión no sólo entre dos razas o dos civilizaciones –la española y la indígena–, sino entre las diversas regiones y geografías. Esas mezclas y combinaciones se dieron en el espacio fecundo de las cocinas y fogones dominados en principio por la mujer o las mujeres. En México, se publicaron libros de recetas desde fechas muy tempranas en la Colonia. La mayoría de ellas venían de las cocinas de los conventos. (Castelló Yturbide) Véase, por ejemplo, el Segundo miércoles de cuaresma en el Convento Jerónimo de San Lorenzo (México, 1628) o Viandas fatigas para el recibimiento del arzobispo Alonso Nuñez de Haro y Peralta (Puebla, 1722). Pero si bien todas las monjas eran en principio hijas de Dios, a las españolas y las criollas se les acordaba el pan de trigo y el chocolate y la ocasional vianda de cerdo o la carne de
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la gallina o el guajolote, y a las religiosas mestizas, a las criadas y mocitas indígenas les tocaba el atole y el maíz, el fríjol y el chile. En esa cocina de los conventos producida por el Virreinato de filigrana, para aludir una vez más a Alfonso Reyes, se puede descifrar a contraluz la historia mexicana. No la historia patria, vertida en los hechos de armas y en las hazañas militares sino la historia susurrada y cuchicheada de la matria o de la querencia, el pulso lento de la preparación culinaria, la masticación y la digestión. Se puede ver en ese espacio de la cocina conventual de los siglos XVI, XVII y XVIII, cómo, si había ídolos detrás de los altares, para aludir al libro célebre de Anita Brenner, también las cazuelas, los metates y las moliendas se prestaban al disimulo del gusto. De ello, dan prueba algunos procesos de la Inquisición donde se ve cómo la cocina y la hechicería (Camarena), la gastronomía y la medicina tradicional podían andar de la mano, ya porque los chiles sirvieran para hacer una buena salsa o para alimentar un sahumerio o porque el huevo sirviera de alimento o para ser pasado por el cuerpo de un niño que hubiese recibido mal de ojo o porque para ‘amarrar a un hombre’ se le añadiese al chocolate sangre menstrual o, en fin, porque el toloache (datura), los hongos, el peyote, el ‘oliliuqui’, definitivamente tóxicos, fuesen preparados en el mismo espacio. Pero las recetas de los alimentos propiamente indígenas o de origen indígena –tamales, atole, tacos, sopes, garnachas, tlacoyos, quesadillas, tlayudas, chivichangas, gorditas, chilaquiles, chiles, salsas y los chiles rellenos derivados de ellos, hierbas silvestres (quintoniles, verdolagas), hongos, iguanas, aves y patos del lago, flores (de calabaza o de colorín), para no hablar de bebidas como el pulque, el mezcal, el tepache–, tardarían literalmente siglos en traspasar las fronteras de la decencia y los terrenos de la trasmisión oral –en principio verificada por las mujeres– al territorio de la cultura escrita. Habrá que esperar a que promedie bien el siglo XIX para ver aparecer tímidamente la cocina del maíz, el chile y el mole que había sido considerada a lo largo de la colonia desde una perspectiva casi racista y levemente discriminatoria: cocina de indios, cocina sin memoria, dependiente de la red frágil de la transmisión oral. La cocina mexicana tendría que esperar el siglo XX y la Revolución Mexicana para afirmarse con dignidad y orgullo, como una soberanía cultural. Si tres son las raíces de lo que se llama cocina mexicana: las indígenas, la cocina castellana del siglo XVI y las europeas, empezando
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por las francesas, cuatro son las publicaciones periódicas que en el siglo XIX, en México, ensayaron la difusión de una educación o paideia culinaria mexicana: 1) el Semanario Económico de México (1810), 2) La semana de las señoritas mexicanas (1857-1852), 3) El Diario del Hogar (1882-1909), así como el monumental 4) Nuevo Cocinero Mexicano en forma de Diccionario (1888). Entre los autores mexicanos del siglo XIX, sobresale, para efectos de una arqueología del gusto y la alimentación, Guillermo Prieto (1818-1897), quien en Memorias de mis tiempos (1828-1853) desenreda su hilo costumbrista por barriadas, arrabales, plazas, mercados, tianguis, vecindades, fandangos, bodorrios, fiestas y convivíos de favorecidos y no tan favorecidos habitantes de la Ciudad de México. Otro autor que permite reconstruir los templos efímeros del gusto mexicano es Manuel Payno, quien en Los bandidos de Río Frío, situado en torno al año de 1835, relata la forma en que se alimentaba un ranchero de la época: Un hacendado, don Pedro Martín de Olañeta al abrir los ojos a las cinco de la mañana, se hacía llevar a su lecho un chocolate espeso y caliente con un estribo o rosca. A las diez en punto almorzaba arroz blanco, un lomito de carnero asado, un molito, frijoles bien fritos y un vaso de pulque. A las tres y media estaba pronto para comer: caldo con limón y chilitos verdes, sopas de fideo o de pan, que mezclaba en un plato; el puchero con una calabacita de Castilla, albóndigas, torta de zanahoria u otro guisado, sin que faltara la fruta comprada en la plaza del Volador: naranjas, limas, plátanos, manzanas. A las seis de la tarde se le traía su chocolate y, a las once la cena. (Payno en Díaz y de Ovando 1986: XV)
Podrían citarse también tramos de Luis G. Inclán en la novela Astucia y algunas narraciones costumbristas como la estampa gastrófila y convivial que el poeta Manuel José Othón nos ha dejado en su ya citado cuento ‘Una fiesta casera’. El Nuevo cocinero Mexicano en forma de Diccionario de 1888, hace figurar en su recetario enciclopédico diversas formas de cocinar platillos autóctonos mexicanos como por ejemplo el guazontle [huazontle];), los chichicuilotes, o esa otra ave la apipitzca o el auauhtle [hueva de mosquito] (1992: 370-371; 250-251; 35; 47) o las “ensaladas de nopalitos” (298) o la “ensalada de xitomate que llaman aguacamole” (297) o en fin, la “ensalada de alcauciles” (1992: 298; 297), amen de las diversas formas de preparar y rellenar tamales. (1992: 813-815) Catorce años después, en 1845, la imprenta de Ignacio
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Galván da a la estampa Diccionario de cocina o Nuevo cocinero mexicano, en forma de Diccionario. En 1855 se vuelve a editar con añadidos y láminas; en 1858 es enriquecido con recetas, láminas y apéndices. Finalmente en la edición de 1888 se recogen las recetas francesas, españolas y europeas adaptadas al gusto mexicano y apegadas a los usos nacionales. La cocina indígena y la cocina del maíz es aceptada, aunque con reparos como cuando se habla de los tamales de capulín o de fríjol “que no son del mejor gusto ni suelen servirse en las mesas decentes, sino es muy rara la vez, por capricho y de los mismos que hacen los indígenas, sin que nuestras señoritas los dispongan por sí mismas, como acostumbran hacerlo con los de otras clases”. (Díaz y de Ovando 1986: XXV) El Nuevo Cocinero Mexicano en forma de Diccionario 1888, justifica su nombre haciendo figurar en su enciclopédico recetario las diferentes maneras de guisar los ajolotes, la apipitzca, el chichicuilote, el acuaci (acocil), el anahutle, la ensalada de caceloxochitl. Incluye, además, algunas recetas de tamales, pero no la del pozole. En cambio sí aparecen las recetas de guajolote cocinado en diversos moles (mole corriente, negro, amarillo, verde, coloradito, clemole). Probablemente la forma editorial de Diccionario permitió a los autores y editores, en este caso confundidos, disimular y presentar aceptablemente, por ejemplo, la tortilla de huevos de mosquito provenientes de nuestros lagos, alternando esta receta con otras más convencionales. Quizá una de las características de la mentalidad mexicana sea la de la ambigüedad hacia su propia tradición. Por un lado, el mexicano puede estar orgulloso de la riqueza y variedad de la alimentación indígena mexicana y citar con auto-complacencia y morosidad a Hernán Cortés en sus Cartas de Relación, quien, como ya hemos visto, expresa su seducción por los mercados de Tenochtitlán. Pero, por otro lado, estas memorias no impedirían que la cocina mexicana de raíz indígena, fuese o bien omitida de los recetarios convencionales o bien debidamente segregada con la denominación de cocina indígena o indigenista. El pulque, la tortilla, el mole, el chile eran mirados con suspicacia y reserva. Decía una editorial del periódico El Imparcial el 29 de agosto de 1897, firmada humorísticamente con el seudónimo ‘Guajolote’ a propósito de los chiles: “Doctos higienistas aconsejan un uso parsimonioso, aunque sea en nogada, de ese otro enemigo del alma [el chile] que unido al licor nacional [el pulque] y a la
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tortilla sirve de combustible a la incansable máquina de los proletarios y a algunos que no lo son.” (En Pilcher 2001: 116) El maíz, la gramínea maldita, como la definió el historiador y sociólogo porfirista Francisco Bulnes en El porvenir de las naciones hispanoamericanas ante las conquistas recientes de Europa y los Estados Unidos (1899 México, Imprenta de Mariano Nava) era el responsable, junto con el pulque sobre el cual, por cierto, también escribió un tratado, de la apatía y pasividad del carácter nacional mexicano: “La historia nos enseña que la raza del trigo es la única verdaderamente progresista” y que “el maíz ha sido el eterno pacificador de las razas indígenas americanas y el fundador de su repulsión para civilizarse”. (Bulnes 1909: 119) Bulnes no fue el único. El sociólogo mexicano Julio Guerrero en El génesis del crimen en México. Estudio de psiquiatría social (México, 1901) detalló con morbosa minucia las no muy decorosas condiciones de vida de los pobres de las ciudades, y esa ‘abominable’ alimentación consistente en larvas de mosquitos –las mismas que el Conde de la Cortina le recomendará a la Marquesa Calderón de la Barca como un manjar excepcional– y los tamales rellenos de pescado entero. Pero el verdadero enemigo no era ni los tamales ni las tortas de mosquitos sino el pulque, la bebida extraída del maguey. El pulque era además un gran negocio: en el siglo XIX había centenares de pulquerías alimentadas por decenas de haciendas y de ranchos en la ciudad de México como ha informado Manuel Payno en su ‘Memoria sobre el maguey en México y sus diversos productos’. (Payno 2006 XVII: 133-152; 159-161) La sociabilidad de la mujer mexicana es una de las claves de la formación de una cocina nacional. Así, por ejemplo, María Luisa Soto de Cosío, esposa de un ranchero de Hidalgo, integró a su propio libro de cocina las recetas de otras tres mujeres, su abuela, su tía Gabriela y una vecina amiga, Virginia. Además, copió recetas de otro libro que le prestó otra amiga, para hacer su libro de Recetas prácticas a fines del siglo XIX. El comercio de secretos culinarios rebasó los límites de la familia, de la familia extensa y, al amparo de la Iglesia, se transformó en el motor de una sociabilidad y de una política, como lo muestran los diversos registros de cocina comunitarios dedicados a las obras piadosas –ya sea un orfanato en Guadalajara o las obras de las iglesias de San Rafael o de San Vicente de Paul. Vicenta Torres de Rubio hizo así su célebre Manual de Cocina Michoacana (1896). Este libro pionero por muchos motivos fue escrito originalmente por doña Vicenta
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Torres junto con Manuela Pacheco. Decidieron solicitar a sus conocidas y amigos [...] sus colaboraciones, muy en particular, rogándole que de las mil curiosidades que posee en relación con el arte culinario, se digne trasmitirnos algunos que sean de su acertada elección, escrita y firmada cada una de las fórmulas, pues queremos darles cabida con la correspondiente para renombre del Estado a que tenemos la satisfacción de pertenecer y para prestigio de nuestro mismo libro. (Torres de Rubio 2004: 39)
La respuesta no se hizo esperar y llegaron alrededor de cincuenta contribuciones provenientes no sólo de Michoacán, Guanajuato y Jalisco sino de la Ciudad de México, San Luis Potosí, Aguascalientes e incluso Nuevo Laredo. Pionero, el libro de Vicenta Torres lo es por otra razón: incluye en su recetario la cocina regional e indígena como son los tamales o corundas de Zacapú, las Tapacuas (atápucuas), las gorditas cordiales de la sierra, los nacatamales, las Toqueres de regalo. Con la participación desinteresada de mujeres de todo el país, desde la mujer de Celaya que le envío la receta de los ‘nopalitos de la hervica’ hasta la lectura de Nuevo Laredo que le envió sus ‘gallinas del gastrónomo fronterizo’, pasando por la de Guadalajara que le envió la receta de un guisado de ‘cordero en salsa verde’. Este oficio de la sociabilidad femenina es el indicio o la punta del iceberg que sugiere hasta qué punto los laberintos de las redes familiares se mantienen y afinan gracias a la tarea de lo que las antropólogas Larissa Lomnitz y Marisol Pérez han bautizado como “mujeres centralizadoras”, herederas de las mujeres encomenderas estudiadas por la historiadora Josefina Muriel. Estas redes funcionan como directorios o agendas vinculados entre sí que permiten la administración de los flujos y energías sociales tanto entre las clases acomodadas como entre las más pobres. Estas redes trasladan la sobrevivencia de un derecho materno, de una política encubierta de la ginecocracia que se sirve de los instrumentos de la cocina para regular el pulso social, como todavía lo muestra, Laura Esquivel en su novela Como agua para chocolate de 1989. 10. El chile relleno y otros chiles El chile relleno hace su entrada triunfal en la historia mexicana cuando en el momento de su coronación como emperador se le ofrece a don
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Agustín de Iturbide un manjar que presenta los tres colores de la bandera nacional mexicana: el verde del chile, el blanco de la salsa de nogada y el rojo de los granos de granada. Se sabe que el chile relleno era uno de los platos más socorridos a principios del siglo XIX, pues fue objeto de un bando municipal que lo prohibió –sobra decirlo– inútilmente. El chile relleno podría ser considerado como un emblema del mestizaje y la convivencia operados durante los largos tres siglos de virreinato. En principio se usa para este plato el chile poblano que debe ser desvenado y desflemado. Para hacer esto último, se asa a fuego bajo y lento. Una vez que la piel del chile se inflama, se envuelve en una bolsa de plástico para que ‘sude’ y se le pueda retirar con facilidad el pellejo. Por otro lado, se tiene preparado un picadillo de carne roja (mitad res y mitad puerco) con el cual se rellena. Los chiles en nogada normalmente no se capean, sólo se bañan con la salsa hecha a base de nuez pelada y picada y crema. Luego se les espolvorean los dientes de granada. Los chiles rellenos y capeados se revuelven en harina y se envuelven en clara de huevo batido a punto de turrón. Una vez bien envueltos, se ponen a freír hasta que se doren. Se sacan del aceite. Se les enjuga la grasa y se sirven cubiertos con un caldillo de jitomate. El chile relleno es –sobra decirlo– un plato de consistencia compleja que presenta diversos planos de sabor: el relleno, el chile, la envoltura de harina y huevo, la salsa de jitomate. Hay quien además añade una pizca de crema. Por la diversidad de sus ingredientes, se ha creído ver en el chile relleno en salsa de nogada una metáfora de la unidad nacional. Entre los pueblos prehispánicos, el chile se usaba como alimento y como medicina contra los parásitos, como saborizante y como tintura, para hacer salsas, pestos, adobos, aderezos, emplastos, y era servido crudo, asado, cocido, marinado, frito. El chile es uno de los cimientos en que descansa la cultura y la gastronomía mexicana. En México hablar con la verdad –como dice el chef Ricardo Muñóz Zurita, quien le ha dedicado un hermoso libro al tema: Los chiles rellenos en México– es hablar ‘al chile’ y en verdad que el chile relleno es una de las cumbres de la gastronomía mexicana. ¿Cuánto tiempo habría sido necesario para que se tuviese la idea –genial– de rellenar un chile, un capsicum? ¿Cuánto tiempo para tener la ocurrencia de pelarlo y para ello usarlo? ¿Cuánto tiempo debió pasar [… para] pensar en envolverlos en una servilleta humedecida? […] ¿Quién pensó en capearlo y
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después sumergirlo en un caldillo? (…) ¿Cuándo empezaron a comerse los chiles en frío? ¿Cuándo se gratinaron? (Muñoz Zurita 2001: 10)
Los chiles chipotles (de Tlaxcala), los chiles poblanos, los jalapeños, los mecos, los chipotles tamarindo, los chilhuacles negros y los chiles de agua de Oaxaca, los chiles ixcatic y los habaneros (picosísimos como para despertar a una bella durmiente coreana) en Yucatán, los perones o manzanos de Guanajuato, casi todas las variedades – incluida los del chile de California, chile Ana heiva o chile verde del norte– se rellenan –salvo curiosamente, el chile pimiento morrón que los mexicanos desdeñan como un chile indigno de rellenar. Los chiles rellenos se pueden clasificar precisamente por sus rellenos: Hoy, de costa a costa y frontera a frontera del país, se prepara una gran variedad de chiles rellenos; sin embargo, es en el centro donde más se acostumbran. El chile poblano es por excelencia el chile para rellenar con diferentes tipos de preparaciones como picadillos, quesos, verduras, mariscos y aves. Las variedades de los rellenos hace que cada una de ellas forme un grupo: los picadillos constituyen el más extenso, por el número de ingredientes que se mezclan con la carne de cerdo, de res o una combinación de ambas; también el pollo ocupa un lugar importante en este grupo. Después están los quesos; los más comunes de Puebla, el fresco, el de Oaxaca, el de Chihuahua y el de canasto. Y por último están las verduras, las más utilizadas como rellenos son las calabacitas, la flor de calabaza y los granos de elote combinados en diferentes proporciones. También existen muchas recetas de rellenos de mariscos, que por lo general se consideran preparaciones lujosas en las que el camarón es el protagonista y la carne de jaiba, los ostiones o los pulpos sus acompañantes. (Muñoz Zurita 2001: 12)
Aunque, como ya se ha dicho, el pináculo, el Everest de esta categoría sea el misterioso y albino chile en nogada que se adorna con unos dientes de granada roja espolvoreados sobre el monte blanco de una nogada hecha a base de crema y nuez. Desde luego, relleno de lo que sea, frío, tibio o caliente, el chile relleno tiene en su farsa virtudes afrodisíacas, como bien saben los lectores de Laura Esquivel, quien en su novela Como agua para chocolate con su peculiar estilo describe su elaboración. Es conocida la anécdota: cuando el general Charles de Gaulle visitó México se ufanó ante el presidente Adolfo López Mateos de que, aunque Francia fuese un país relativamente pequeño, comparado con México, no era una nación fácil de gobernar, pues tenía más de doscientas variedades de queso. López Mateos no se inmutó y le dijo que
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en México había más de doscientas variedades de chiles. Ambos se rieron comprendiendo que ambos países eran dueños de una vasta riqueza gastronómica, no siempre gobernable. 11. ¿Tiene futuro la cocina mexicana? La cocina mexicana está en la historia, y ella misma lo es. A lo largo de esta exposición se ha dado una muestra de los diversos procesos de modernización que han afectado –y a veces fortalecido– a la cocina mexicana. Una prueba limpia de este proceso de inscripción en la historia es el libro de recetas preparado por los obreros y trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad que se ven obligados a cocinar en sitios inaccesibles, en campamentos, sub-estaciones, plantas eléctricas y termo-eléctricas y al calor de las turbinas, fraguas y crisoles. La receta del ‘Conejo al chiltepín’ es un ejemplo de esa intrépida culinaria que sin perder su acento local, resalta más allá de la región originaria: Conejo al chiltepín El conejo es muy ‘xoquioso’; tiene un olor particular no muy agradable; por eso debe desflemarse. Para quitarle el ‘xoquío’, el conejo se deja remojar un día y una noche, con partes iguales de agua y de pulque, de tal manera que quede cubierto completamente. Se necesita: Un conejo limpio y pelado Una cabeza de ajo Una cebolla mediana 1 kg. de chiltepín (chile piquín) Aceite para freír ½ litro de pulque Así se prepara: El conejo se desflema con el agua y el pulque a fuego lento hasta casi evaporar el líquido; ya que está desflemado se descuartiza. El ajo y la cebolla se pican finamente y se ponen a freír, cuando están acitronados se agrega el conejo. Por último, se añade el jitomate y el chiltepín; se sazona con un poco de sal y se deja a fuego normal hasta que la carne del conejo esté suave. El caldillo debe quedar muy espeso. (en Donatien 1999: 47)
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Notas 1
Agradezco a Evelyn Useda, mi asistenta, la preparación de este texto.
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Cortés y Bernal: El Nuevo Mundo sabe a Europa Kim Huyge Se analizan y se comparan los famosos banquetes de Moctezuma en las Cartas de relación (Hernán Cortés) y la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (Bernal Díaz del Castillo) desde una perspectiva intertextual. El análisis se centra en la proyección de valores europeos en el Nuevo Mundo como, por ejemplo, las connotaciones feudales (la templanza, la liberalidad, la abundancia). Para hacerlo se examinan las posibles fuentes textuales y socioculturales para ambas descripciones y sus implicaciones, como Las Siete Partidas, el código alimentario medieval, las novelas de caballería y otros cronistas del siglo XVI. De todo ello se desprende que hay claras intenciones estratégico-comerciales de los banquetes en sendos cronistas.
En el marco del proyecto sobre ‘Los contextos culinarios en México y el Caribe’, he trabajado principalmente los textos de Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo a partir de un enfoque intertextual aplicado a los fragmentos culinarios, en particular, las comidas de Moctezuma. (Díaz del Castillo 19921: XCI, 216-218 y Cortés 1993: 246-247) Siguiendo a Rita De Maeseneer (2003: 214-215) podemos distinguir tres niveles en la intertextualidad: el nivel literario (los libros), el nivel semiótico (las artes) y el macronivel (el universo sociocultural que se puede equiparar al contexto del modelo de Jakobson). En cada uno de estos niveles se puede hacer la distinción entre la intertextualidad genérica (por ejemplo, las novelas de caballería) y específica (por ejemplo, Amadís de Gaula de Montalvo). En cuanto a la intertextualidad a macronivel, podemos establecer lazos con textos de índole jurídica e histórica. Para Cortés disponemos de un estudio de Victor Frankl en el que se analizaron las Cartas de relación y sobre todo la primera Carta desde una perspectiva políticojurídica. Más concretamente examinó una posible intertextualidad con Las Siete Partidas, un corpus jurídico castellano que se remonta al reino de Alfonso X el Sabio en el siglo XIII. Frankl concluyó que las Cartas de relación no podían haber sido escritas por Cortés sin un conocimiento profundo de Las Siete Partidas, lo cual le permitió
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justificar su rebeldía contra el gobernador de Cuba, Velázquez, ante la corona española. Las Siete Partidas es una obra propiamente medieval, en el sentido de que se basa principalmente en las relaciones feudales, las relaciones de dependencia entre señores y vasallos, in casu el rey y los hidalgos. La obra destaca así la posición y los deberes de cada uno. Así nuestra pregunta inicial consiste en saber si Las Siete Partidas aparte de su influencia en aspectos legales también influyeron en las Cartas desde una perspectiva culinaria, o sea en las descripciones de la comida y la etiqueta. Por tanto, como primer paso, vamos a comparar algunos elementos de Las Siete Partidas con el fragmento de las comidas de Moctezuma en Cortés. En efecto, Las Siete Partidas fue sin duda la primera obra en lengua española que dedicó algunas páginas a aclarar el simbolismo y la utilidad de las comidas reales en función de la imagen del monarca. También consignó unas especificaciones normativas de la organización del servicio del rey y de los oficiales a quienes incumbía servir al monarca como en la segunda partida, título 9, ley 2: “Quál debe el rey seer á sus oficiales, et á los de su casa et de su corte, et ellos á él”. (Alfonso X 1972: 56-86) Estipula que el rey viva según ciertos valores, ciertas virtudes para el beneficio de su reino. Entre aquellos valores se sitúa la templanza, la moderación en los apetitos. Este elemento se encuentra, por ejemplo, en la educación que debe recibir un joven príncipe en la mesa. A primera vista este valor no parece muy presente en el fragmento de las Cartas de relación. Sólo hay una frase hacia el final que dice: “[…] ni tampoco los platos y escudillas en que le traían una vez el manjar [a Moctezuma] se los tornaban a traer sino siempre nuevos, y así hacían de los brasericos […]” (Cortés 1993: 246) Moctezuma parece tocar cada plato sólo una vez, lo que si no implica de por sí la moderación, sí indica el orden en que transcurrían sus comidas. El orden en el servicio es un aspecto fundamental de la templanza real en la mesa. Al mismo tiempo es un instrumento esencial para mantener los lazos feudales. Las relaciones feudales que ocupan una posición tan central en Las Siete Partidas se pueden observar en varios elementos en el fragmento de las comidas de Moctezuma en Cortés. El conquistador distingue muy bien entre los señores presentes en el palacio y sus servidores. Se nota por ejemplo en la frase siguiente: “Y al tiempo que traían de comer al dicho Moctezuma ansimismo lo traían a todos aquellos señores tan complidamente como a su per-
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sona, y también a los servidores y gente déstos les daba sus raciones.” (Cortés 1993: 246) Los servidores, por el contrario, recibían unas raciones de comida: se distribuía una cantidad determinada, limitada a cada uno. Esta connotación feudal del banquete, el tratamiento distinto según la clase social, se ilustra también en otra frase del fragmento: “Al tiempo que comía estaban allí desviados dél cinco o seis señores ancianos a los cuales él daba de lo que comía.” (Cortés 1993: 247) La comitiva de Moctezuma, compuesta por ancianos “señores” principales, come literalmente de la mano del tlatoani. Esta escena está obviamente cargada de un fuerte simbolismo para alguien del siglo XVI. Sólo un grupo selecto, una élite, podía acompañar a Moctezuma mientras éste comía, ya que los demás huéspedes quedaban en otras salas y pasillos “sin entrar donde su persona estaba […]”. (Cortés 1993: 247) Luego el texto indica que Moctezuma es quien elige lo que comerán esos señores principales de su imperio, él determina lo que pueden comer. Se refuerza la posible hipótesis de la proyección de los valores incluidos en Las Siete Partidas si tenemos en cuenta los estudios sobre las crónicas bajomedievales. Teresa de Castro Martínez estudió la alimentación en este corpus del siglo XIV hasta el siglo XVI en España y llegó a determinar un código alimentario para aquella época. La templanza ocupa una posición central en dicho código, pero a ella se añade otro valor complementario, a saber la liberalidad. Consiste la liberalidad en una “generosidad en el dar y en el gastar […por las] clases dominadoras” (Castro Martínez 1996: 78), cuyo objetivo es “atender a los dependientes” para ganar su voluntad, su respeto y su fidelidad. “La liberalidad es una forma de manifestar que éste [el poder] existe, la templanza permite que se ejerza de forma correcta y ordenada.” (Castro Martínez 1996: 113-114) Volviendo al fragmento de la comida de Moctezuma en las Cartas constatamos que está muy manifiesto este segundo valor, la Liberalidad de Moctezuma. Antes de pasar a la descripción del banquete propiamente dicho, Cortés informa a Carlos V que la comida diaria en el palacio no se limitaba al proporcionar alimentación al líder de los aztecas, sino que “al tiempo que traían de comer al dicho Moctezuma ansimismo lo traían a todos aquellos señores”, “personas prencipales ” que por la mañana, al amanecer, en número de “más de seiscientos” entraban en el palacio y se quedaban “hasta la noche”. (Cortés 1993: 246) Además, estas personas importantes iban acompañadas de sus
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servidores y otros acompañantes que eran tan numerosos que, “hinchían dos o tres grandes otros patios [que los de los señores] y la calle”, calle que no era un callejón, sino que “era muy grande”. Resumimos que, según Cortés el palacio de Moctezuma estaba repleto, porque hospedaba a una gran muchedumbre que todos recibían comida costeada por Moctezuma, y además Cortés señala: “[…] había cotidianamente la despensa y botillería abierta para todos aquellos que quisiesen comer y beber.” (Cortés 1993: 246) De una lectura basada en los códigos alimentarios de la época resulta que Moctezuma se podía contar entre los poderosos que efectuaban la virtud de la largueza o la Liberalidad. La generosidad de Moctezuma se refleja también en la cantidad impresionante de servidores que colaboraba diariamente en las comidas (trescientos o cuatrocientos mancebos) y en la abundancia de platos. “El manjar […] era sin cuento”, era muy diversificado: “[...] le traían de todas las maneras de manjares, ansí de carnes como de pescados y frutas y hierbas que en toda la tierra se podían haber” y se ponía en una gran sala de comer “que casi toda se henchía” (Cortés 1993: 246, énfasis mío) como si fuera a reventar. La Liberalidad implica pues la abundancia. Ésta asimismo está muy presente en otros fragmentos de las Cartas. Es muy conocido el tema de la abundancia de oro. Pero Cortés también indica la fertilidad de la tierra, por ejemplo: “La tierra es muy buena y muy abondosa de comida, ansí de maíz como de frutas, pescado y otras cosas que ellos comen. Está asentado este pueblo en la ribera del susodicho río por donde entramos en un llano en el cual hay muchas estancias y labranzas de las que ellos usan y tienen.” (Cortés 1993: 132) Encontramos descripciones similares en el episodio de Cholula y finalmente Cortés también describe la profusión de alimentos en el mercado de Tizatlán y más aún en el de Tenochtitlán. Aquella abundancia forma parte de las estrategias de seducción que Beatriz Pastor detectó en las primeras Cartas de Cortés. Para justificar su rebeldía ante la corona española Cortés crea la imagen de una tierra con una abundancia de comida y toneladas de oro o, dicho de otro modo, proyecta sobre la realidad la imagen de una tierra ideal para ser poblada por españoles y bautiza aquella tierra con el nombre de la Nueva España. Las mismas ideas se pueden encontrar en la tercera Carta en la que Cortés describe su victoria sobre Tenochtitlán y en la que también enfatiza que hará todo lo posible para encontrar las Islas
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de las Especias, que cree estar muy cerca. Como sabemos, Cortés se encontraba a mucha distancia de esta área. Nuestra interpretación de la abundancia descrita por Cortés como una proyección se debe a varias razones. Primero hay que tener en cuenta los aspectos geográficos y físicos del imperio de los aztecas. Historiadores como François Chevalier y Ricardo Piqueras Céspedes han mostrado que la región que Cortés estaba conquistando estaba cubierta de montañas ásperas, desiertos estériles y selvas hostiles que lo hacían necesario llevar consigo comida para varias semanas o incluso para varios meses. Pero estas preocupaciones no le importan mucho a Cortés. En su visión las provisiones le llegan como regalos de los pueblos por donde pasa. Segundo, Cortés describe la enorme variedad de comida en el mercado de Tenochtitlán. Y afirma que “en aves y animalias no hay diferencia desta tierra a España”. (Cortés 1993: 139) Salta a la vista que no incluya ningún comentario acerca de la falta de carne de res, oveja o cerdo en el Nuevo Mundo, alimentos que ocupaban una posición central en la dieta española, mientras que Bernal Díaz (Díaz del Castillo 1992: prólogo, 37; XXIII 74-75) menciona varias veces la carencia de aquella carne en el Nuevo Mundo. También es cierto que no era la que se apreciaba más en el Viejo Mundo donde preferían el venado que además se asociaba con la nobleza. (Hagueroma y Zambrana Moral 1996: 64-65) Asimismo sabemos que gran parte de la carne que comían los aztecas provenía de venado. (Lucena Salmoral 1992: 53) Por ello, no nos sorprende que en la descripción del mercado de Tenochtitlán Cortés ponga de relieve la presencia de este tipo de carne. Su abundancia en el Nuevo Mundo sirve para exaltar las tierras recién descubiertas y para glorificar así sus propios méritos. A la mitificación o la proyección de una abundancia de comida que puede provenir del código alimentario de la época habría que agregar la posición de los españoles respecto a los indígenas. Es un aspecto que también se encuentra en la obra de Bernal. Cortés y sus soldados se ven como huéspedes de los aztecas ya que primero intentan conquistarlos sin usar violencia física ofreciéndoles paz. Teresa de Castro Martínez (1996: 101-105) describe el estatuto privilegiado del embajador en tiempos de guerra en el código alimentario medieval. En las Cartas Cortés adquiere la posición de embajador del rey y, por consiguiente, debe ser tratado con mucho respeto: le deben dar comida como señal de amistad. Cuando los españoles se enfrentan a una esca-
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sez de alimentos, echan la culpa a los aztecas y se niegan a creer que falta la comida en México, una razón que la población local alega varias veces. Al contrario, cuando los aztecas le advierten a Cortés que no hay bastantes provisiones, Cortés considera estas palabras como intrigas o señales de hostilidad.2 Por lo demás nuestra búsqueda de más fuentes para la descripción de la comida de Moctezuma en Cortés nos llevó a compararla con las comidas en los tiempos de Carlos V estudiadas por Martínez Llopis, Allard y Jacinto García. Por supuesto sería un anacronismo pretender que Cortés conociera las usanzas de la corte borgoñona en 1519. Pero es fundamental darse cuenta de que las usanzas y los mecanismos en el ceremonial de los monarcas españoles anteriores a Carlos V y los del emperador eran en esencia muy similares, aunque la etiqueta a partir de Carlos V se hizo mucho más rigurosa. Se desprende de nuestra comparación, recogida en el anexo 1, que la comida diaria de Moctezuma de la segunda relación de Cortés no se parece mucho a la comida cotidiana de Carlos V o de cualquier otro monarca de España. Se asemeja mucho más a los banquetes que se celebraban en ocasiones festivas en las cortes españolas y borgoñonas. La mayor similitud consiste en la ostentación del poder en la mesa con el fin de corroborar las relaciones feudales. A ello se añaden semejanzas en detalles concretos (como por ejemplo el lavado de las manos, la presencia de un mayordomo) que nos hacen concluir que Cortés también fue influido por aquellos banquetes europeos al describir la comida de Moctezuma. Pasemos ahora a la intertextualidad en Bernal Díaz del Castillo. Los estudios que han concedido alguna importancia al aspecto intertextual del texto bernaldiano mencionan a menudo la influencia de los romances y de las novelas de caballería. En los análisis se suelen destacar algunas referencias específicas del Amadís, aunque algunos también ponen de relieve ciertos recursos estilísticos típicos de aquellos géneros. (Gilman, Green) La intertextualidad de la Historia Verdadera con las novelas de caballería en realidad tiene poco interés para el tema de la comida porque, según me señaló Adolfo Castañón en una comunicación personal, a pesar de que tales novelas representan a menudo fiestas de varios días hasta semanas, no se encuentran en ellas descripciones de banquetes ni se habla de lo que se come ni cómo ni cuándo. Más bien es el código de honor que respetan los caballeros lo que más se retiene de
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las novelas de caballería en la Historia Verdadera. El parangón con lo caballeresco en Bernal ha sido establecido por varios autores tales como León-Portilla, Prampolini, Grunberg (1984 y 1993) y Serés. Al leer las obras de Cortés y de Bernal con el ojo fijado en la comida topamos con descripciones de huertas donde se aposentaban y comían los españoles durante la conquista. Nos preguntábamos en qué medida las descripciones de aquellas huertas correspondían al tópico medieval del locus amoenus que la literatura medieval fantástica había adoptado de la literatura bucólica clásica. Para nuestra sorpresa no fue la descripción de Bernal la que correspondía mejor a ese tópico, sino la de Cortés tal como se puede ver en el anexo 2. Al lado de la tenue relación con las novelas de caballería en lo que atañe a lo culinario, el mismo Bernal menciona explícitamente una relación intertextual al afirmar que quiere hacer una enmienda de la crónica de Gómara a quien acusa de valerse de recursos retóricos con el objetivo de esconder y manipular la verdad. Bernal por su parte no quiere omitir nada y da muchos detalles precisos en sus descripciones. Aquella intertextualidad es la que ha recibido mayor atención de los críticos. Algunos aceptaron las palabras de Bernal como verdad, otros adoptaron una posición más crítica. Así Ramón Iglesia3 y Robert Lewis mostraron que la estructura y el estilo de la Historia Verdadera deben mucho a la obra de Gómara. Rolena Adorno colocó la Historia Verdadera en su contexto histórico-ideológico y vio el ataque a Gómara como un alegato indirecto contra Las Casas quien había cuestionado éticamente la conquista y las recompensas que habían recibido los conquistadores por ejemplo, las encomiendas perpetuas. Para Rolena Adorno, Bernal intentó por todos los medios justificar la conquista y defender los intereses de los conquistadores de la Nueva España. Siguiendo las huellas de Adorno, se publicaron dos análisis de fragmentos concretos de la Historia Verdadera, más precisamente de la mano de Beckjord y de Graulich que adoptaron ambos una perspectiva intertextual. Compararon fragmentos de Bernal con textos anteriores en los que el soldado-cronista-encomendero podía haberse inspirado y detectaron así que varios detalles que Bernal pretendía recordar por haberlos visto con sus propios ojos eran de hecho amplificaciones de esos textos, ficcionalizaciones de la realidad, invenciones o a veces mentiras innegables. Bernal exagera, por ejemplo, las atrocidades y la frecuencia del canibalismo entre los indígenas: venderían la carne humana en los mercados:4
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Kim Huyge […] y cada día sacrificaban delante de nosotros tres o cuatro o cinco indios, y los corazones ofrescían a sus ídolos […] y cortábanles las piernas y los brazos y muslos, y lo comían como vaca que se traen de las carnecerías en nuestra tierra, y aun tengo creído que lo vendían por menudo en los tianguez, que son mercados (Díaz del Castillo 1992: LI 128)
Además, el canibalismo es uno de los argumentos principales con el que justifica la acción violenta de los españoles en Cholula. Significativamente añade los siguientes pormenores a su descripción del episodio de Cholula: “[…] nos querían matar e comer nuestras carnes, que ya tenían aparejadas las ollas, con sal e aji e tomates.” (Díaz del Castillo 1992: LXXXIII 195) Y se repetirá más tarde para autentificar aquella afirmación: “En Cholula, cuando tenían puestas las ollas con ají para nos comer cocidos.” (Díaz del Castillo 1992: CLXIX 531) Por tanto la Historia Verdadera no se debe aceptar como la verdad, sino que se debe considerar más bien como una “retórica de la verdad” (Serés 2004: 99) en la que los detalles (que provienen de un testigo ocular y que así cuentan como prueba jurídica) sirven para autentificar la (verdad de la) obra. Si comparamos la descripción de la comida de Moctezuma por Bernal con la de Cortés, constatamos que la de Bernal es mucho más larga y que en efecto ofrece muchos más detalles. Su versión sigue la de Cortés en cuanto a los valores feudales, la Liberalidad (con cifras más impresionantes que en el caso de Cortés) y la Templanza, pero también habla del supuesto canibalismo de Moctezuma, tema ausente en Cortés. Según Graulich (1996: 79) Bernal probablemente tomó este elemento de Gómara, aunque el mismo Bernal pretende que la enorme cantidad de platos en el banquete de Moctezuma originó los rumores sobre carne humana entre los soldados cuyo eco captó y quiso transmitir al lector. De todas formas, el tema le permite rebajar a los indígenas y destacar la humanidad de los conquistadores españoles. (Graulich 1996: 67) Así nos cuenta que no excluye que Moctezuma haya comido carne de hombres (utiliza el principio de que no hay humo sin fuego), pero añade inmediatamente que aquel acto bárbaro sólo ocurría antes de la llegada de los españoles y destaca así el papel civilizador de la conquista. De sobras es sabido que el canibalismo se asociaba con la barbarie y servía para deshumanizar al indio. Otro elemento que distingue las dos descripciones del banquete de Moctezuma es la presencia de mujeres. Bernal menciona a las servidoras de Moctezuma y la reverencia con la que sirven al tlatoani, mien-
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tras que Cortés omite su presencia. Esa presencia o ausencia de mujeres es una constante en las dos obras. Bernal muestra un especial interés por las amantes de Moctezuma que menciona al principio del capítulo XCI. En la descripción de la comida de Moctezuma en el mismo capítulo no se le escapaba -¿o se lo inventaba?- que el tlatoani bebía cacao porque aquella bebida tenía un efecto afrodisíaco.5 Pese al interés por las mujeres en su vida real y su fama de mujeriego6 Cortés no les dedica ningún comentario, ni siquiera en el caso de la valiosa Malinche, su amante, intérprete y consejera que menciona una vez en la segunda carta y otra vez en la quinta. Bernal Díaz, al contrario, incorpora un retrato muy elaborado y elogioso de la Malinche “con una imagen ejemplar de doña Marina como espejo de la mujer cristiana” (Rose de Fuggle 1989: 946), a su vez claramente inspirada en los romances.7 Tampoco pierde de vista a las demás mujeres indígenas, que le preparan, por ejemplo, tortillas. Los soldados españoles consideraban a esas mujeres como posesiones bastante importantes, según Bernal, visto que su comida dependía de ellas. Bernal escribe, por ejemplo, que en un ataque los españoles tuvieron que velar sus cosas “y [a] las indias que nos hacían pan”. (1992: CLIII 435) En sus escritos Bernal reconoce hasta cierto punto el valor de estas mujeres. Critica a los soldados de Garay, un arduo adversario de Cortés, cuando éstos “andaban robando los pueblos y tomando las mujeres como si estuvieran en tierras de moros, robando lo que hallaban”. (1992: CLXI 489) Está claro que Bernal aprovecha este argumento de humanidad para saldar cuentas con Garay8, un arduo adversario de la conquista de Cortés. El mismo argumento del robo de mujeres le servirá a Bernal para justificar que los españoles se juntaron con los pueblos sometidos para quebrar la hegemonía de Moctezuma. Pretende reproducir las quejas del underdog, pero en realidad se inventa detalles. Graulich (1996: 78-79) muestra cómo Bernal elabora y amplía un episodio sacado de la obra de Gómara que dice: “Secretamente se quejó a Cortés de Moctezuma por muchos agravios y tributos no debidos.” (Gómara en Graulich 1996: 78) En el texto de Bernal aquellos agravios se han cambiado en “[...] secretamente, que no lo sintieron los embajadores mejicanos dieron tantas quejas de Montezuma y sus recaudadores, que les robaban cuanto tenían, é las mujeres é hijas si eran hermosas las forzaban delante dellos y de sus maridos, e se las tomaban e que les hacían trabajar como si fueran esclavos”. (Díaz del Castillo en Graulich 1996: 79) Además, es evidente que el papel de las
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indígenas en la tropa castellana no se limitaba a callar solamente el hambre de los estómagos. Piqueras Céspedes menciona varias otras funciones: “Las mujeres, aunque también desempeñaban funciones básicas de porteadores, serán más valoradas como sirvientes, enfermeras, cocineras o concubinas, en función de sus cualidades o atractivas personales.” (Piqueras Céspedes 1997: 169) Aparte del interés que demuestra Bernal por la poligamia y la vida sexual de Moctezuma, su texto nos permite discernir, aunque sea de forma indirecta o negativa, que las mujeres indígenas a él tampoco le dejan impasible. Antes de ir a Tlaxcala, los españoles recibieron de Xicotenga provisiones y también algunas mujeres: “[…] acordó de nos enviar cuarenta indios con comida de gallinas y pan y fruta y cuatro mujeres indias viejas y de ruin manera”. (Díaz del Castillo 1992: LXIX 166) Nos deja algo pensativo la calificación de estas mujeres como si las jerarquías tal vez importaran también en la adjudicación de mujeres jóvenes o viejas. Volviendo al fragmento de Bernal quisiéramos destacar una tercera diferencia en la descripción de Bernal: la distancia jerárquica entre los aztecas. Aquella distancia entre Moctezuma y sus súbditos se puede considerar como la cara negativa de las relaciones feudales, un elemento menos presente en las Cartas de Cortés. Ambos autores describen la estricta jerarquía que se puede notar cuando come el emperador de los aztecas, pero su enfoque difiere sustancialmente. Cortés observa sobre todo cómo Moctezuma logra mantener el orden jerárquico entre el monarca, las personas principales invitadas y sus servidores. Díaz enfoca y elabora más la distancia y el miedo que crea esa jerarquía. Así Bernal Díaz siempre nos describe la actitud, el comportamiento de los súbditos de Moctezuma. Por una parte enfoca a la élite a la que Moctezuma da de comer y, por otra parte, a sus servidores, es decir los mancebos y las mujeres que le sirven la comida. Bernal subraya la enorme distancia jerárquica entre Moctezuma y sus súbditos destacando los siguientes elementos en el banquete (1992: XCI 216-218): a) “Y desque el gran Montezuma había comido, luego comían todos los de su guarda e otros muchos de sus serviciales de casa”. Los servidores de Moctezuma no pueden empezar a comer antes de que el emperador haya terminado. b) “Y ya que encomenzaba a comer echábanle delante una como puerta de madera muy pintada de oro, por que no le viesen comer, y
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estaban apartadas las cuatro mujeres aparte”. La distancia entre Moctezuma y sus servidores se hace tangible. c) Díaz dice entonces que el recibir comida de Moctezuma se considera como “gran favor” por parte de los cuatro señores viejos, pero aún entre ellos y Moctezuma hay una gran distancia, hay un abismo entre el que tiene el poder, que está sentado a una mesa, y los favorecidos visto que “el plato y manjar que les daba Montezuma comían en pie e con mucho acato, y todo sin miralle a la cara”. d) Si los sabios del entorno de Moctezuma pueden discutir con Moctezuma, o al menos contestar a sus preguntas, las demás personas deben guardar silencio según Díaz: “Mientras que comía, ni por pensamiento habían de hacer alboroto ni hablar alto los de su guarda, questaban en las salas, cerca de la de Moctezuma”. Bernal utiliza el banquete de Moctezuma como Cortés, es decir, para causar la admiración del lector por el reino de los aztecas y para ilustrar los fuertes lazos feudales que reinan en aquel imperio. La diferencia reside en que la Historia Verdadera se centra mucho más en la distancia que conlleva aquella jerarquía y que dedica más atención a la posición que ocupan los de abajo. La distancia entre los que gobiernan y los subalternos en relación con la comida no sólo se encuentra tematizada en este fragmento de la Historia Verdadera. Díaz apunta una situación similar entre los españoles a la hora de comer. Así cabe advertir que Díaz distingue muy bien entre los soldados por un lado y por otro lado a Cortés y los que comen con él. Dice por ejemplo: “[Los aztecas] trujeron indias para que hiciesen pan de su maíz, y gallinas y fruta y pescado, y de aquello proveían a Cortés y a los capitanes que comían con él, que a nosotros los soldados, si no mariscábamos o íbamos a pescar, no lo teníamos.” (Díaz del Castillo 1992: XXXIX 105) Bernal busca la compasión en el lector que quiere convertir en compañero. Pero, en realidad, los soldados españoles sabían de antemano que el reparto de la comida y del botín tenía que ser jerárquico. Mientras los soldados solían recibir una ración de dos libras de bizcocho y media libra de tocino por persona los capitanes tenían un trato dietético más diversificado y de mejor calidad. (Piqueras 1989-1990: 179) La mayoría de las expediciones al Nuevo Mundo presentaban la misma estructura jerarquizada. La conquista de la Nueva España fue en esencia un asunto individual. La parte del botín que recibió cada uno correspondía a lo que había invertido en la expedición y en tiempos de escasez los soldados tenían que
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alimentarse por sus propios medios, por ejemplo mediante trueque. (Zavala 1964: 18- 27) Bernal Díaz no puede haberlo ignorado dado que dice respecto de las preparaciones de la expedición: “Y estos vecinos que he nombrado tenían sus estancias de pan cazabi y manadas de puercos cerca de aquella villa, y cada uno procuró de poner el más bastimiento que pudo.” (Díaz del Castillo 1992: XXI, 71) Pero la representación de la desigualdad entre los militares españoles no carece de importancia en una obra cuyo objetivo central –según su autor– es sacar a la luz la verdadera historia de todos los soldados que participaron en la conquista de México y no sólo destacar las hazañas de Cortés, tal como le reprocha a López de Gómara. (León Portilla 1984: 10) El estudio de los distintos manuscritos de la Historia Verdadera efectuado por Pérez Martínez nos enseña que Bernal incorporó esta perspectiva colectiva sobre todo en las últimas fases de la redacción. Se nota por ejemplo en el uso de la primera persona del plural que aumenta hacia el final de la obra. Según Rodríguez García la primera persona ocupa un lugar central en lo que él llama la retórica de la autolegitimación en Bernal. En un primer movimiento Bernal convierte a su ‘yo’ real, su testimonio de insignificante soldado de infantería en el ‘nosotros’ de todos los soldados españoles y destaca que tomaban todas las grandes decisiones en conjunto. Luego, en un segundo movimiento, Bernal puede hacer otra diferenciación, para distinguirse de los demás soldados y enfocar de nuevo a su yo, pero esta vez como un yo eminente. Por ejemplo, en la expedición de Cortés a Figueras, el actual Honduras (algunos años después de la conquista de México), en un primer movimiento Bernal muestra la distancia entre dos grupos, Cortés y sus capitanes por un lado y los soldados por otro lado, y Bernal adopta la perspectiva de éstos. Cortés y sus capitanes siempre disponían de cerdo tal como el mismo Cortés afirma en sus cartas a Carlos V, pero los soldados padecían hambre. Resulta que cuando llegaron las nuevas provisiones, los soldados se lo comieron todo y no dejaron nada para Cortés, diciendo: “[…] buenos puercos habéis comido vos y Cortés.” (Díaz del Castillo 1992: CLXXVI, 562) En el segundo movimiento vemos cómo Bernal se distancia de sus soldados compañeros y se enaltece a sí mismo. Cortés, el gran conquistador de México, se dirigió según la Historia Verdadera a nuestro Bernal, le halagó con “palabras melosas” y le suplicó que le diere un poco de comida. Bernal adopta aquí una posición superior a Cortés. Según él mismo cuenta,
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logra salvar ingeniosamente a Cortés de la penuria y la reacción de Cortés fue de gratitud: “Y él [Cortés] se holgó en el alma y me abrazó [...]” Añade Bernal: “He traído aquí esto a la memoria para que vean en cuánto trabajo se ponen los capitanes en las nuevas tierras.” (Díaz del Castillo 1992: CLXXVI, 563) Bernal se autoproclama capitán al lado de Cortés pero el título que usurpa nuestro autor no está documentado en ninguna otra fuente que su propia historia y por tanto probablemente se puede considerar como un ejemplo de la mitificación (para retomar la terminología de Beatriz Pastor) del ‘yo’ de Bernal. Como conclusión postulamos que la intertextualidad de Bernal con Gómara y otros cronistas anteriores le sirve como punto de partida para construir su propia historia que al fin y al cabo sustenta sus propios objetivos económicos. No olvidemos que Bernal, encomendero en Guatemala, quiso transmitir sus encomiendas a su descendencia. En el caso de Cortés también es obvio que las descripciones marcadas por grandes ejemplos de la cultura europea en las Cartas deben mostrar a Carlos V el poder del imperio de Moctezuma y las ganancias que se pueden obtener mediante la colonización de la Nueva España. Las descripciones de la comida sirven para mostrar el interés económico de las tierras de México y así Cortés justifica al mismo tiempo su rebeldía ante Carlos V y defiende sus propios intereses económicos. La intertextualidad con obras y códigos del Viejo Mundo es el instrumento, el método para un objetivo esencialmente económico. Cortés y Bernal transforman la comida de los indígenas a la europea y la aprovechan para alimentar sus discursos con los que esperan beneficiarse personalmente. El Nuevo Mundo de Cortés y Bernal sabe a Europa.
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Moctezuma y el mercado de Tenochtitlán en un mural de Diego Rivera (Palacio Nacional, ciudad de México). [Labón Collado, Rasha. Modos, modas y modales: manual de etiqueta. México: Trillas, 1992: 201.]
Presentación: 1. Lavado de las manos (no se especifica) 2. Brasericos para dar calor a Moctezuma
Presentación: 1. Lavado de las manos (antes y después de cada servicio) 2. Brasericos para calentar la comida
Orden: No habla de un orden estricto de los manjares.
Cantidad: 300 platos de 30 guisados distintos + 1000 platos para la gente de guarda y más de 2000 jarros de cacao. Orden: No habla de un orden estricto de los manjares.
/
La Historia Verdadera de la conquista de la Nueva España
Cantidad: platos “sin cuento” todos los días
A. COMIDA Tipos de comida: -Comida diaria: con mucha gente (=público)
Cartas de Relación
Orden: 1.Entrante (fruta, jamón,…) 2.Verdadero yantar guisados, asados de carne = “servicios”: de tres hasta doce (entonces 100 bandejas en la mesa) 3.postres (dulces, fruta,…) Presentación: 1. Lavado de las manos (antes y después de cada servicio) 2. /
Distintos tipos de comida: -Comida diaria: en solitario -Comida menos frecuente: en la corte -Comida semanal: banquete en público (=banquete). Cantidad: merienda de 500 platos, banquete con 1600 platos en ocasiones especiales.
Carlos V y los Habsburgos
Anexo 1. Comparación de la comida de Moctezuma en Las Cartas de Relación y en La Historia Verdadera de la conquista de la Nueva España con la comida de Carlos V y los habsburgos.
-Moctezuma está sentado en una almohada de cuero pequeña muy bien hecha. Diversión: no hay música, ni bufones
C. ENTORNO Moblaje: -una gran sala muy limpia, con alfombras
B. PERSONAS Servidores: 1. Servidor de pie, al lado de Moctezuma 2. 300 o 400 servidores. Invitados: son atendidos no ven a Moctezuma Presencia de 6 señores ancianos
Moblaje: -elegante ornamentación (mobiliario, candelabros, tapices, manteles, cubiertos, copas,…) -mesa en forma de U Diversión: entre los servicios del banquete hay actuaciones musicales
Diversión: algunas veces hay cantos y bufones
deben servirse a si mismos pueden/deben ver al rey No hay platos individuales, los invitados más importantes pueden compartir la mesa del rey si éste les invita (y, en el caso de los Habsburgos, si pertenecen al orden del Toisón de Oro). Invitados son atentidos por “los dueños de la casa”, i.e. el rey
Moblaje: - manteles de mantas blancas, barro de Cholula, copas de oro - Moctezuma sentado a una mesa
Presencia de 4 señores ancianos de pie.
Invitados:
/
-
Servidores: 1. Mayordomo mayor al lado de Carlos V
Servidores: 200 personas de guarda
capítulo Fragmento Cortés Tercera Carta (1993: 353)
“Jardines muy frescos e infinitos árboles de diversas frutas y muchas yerbas y flores olorosas” “por medio della va una muy gentil ribera de agua y de tracho a tracho” / “más fermosa huerta y fresca que nunca se vio, jardines frescos” Claridad / / Ambiente pacífico Le gusta a Bernal dar paseos en el Cortés describe cómo los españoles encuentran jardín un momento de descanso después de sus primeras conquistas en la huerta. Despierta el sentimiento amoro- / / so o crea estado de euforia Lo maravilloso positivo (una “que fue cosa muy admirable vello y “cierto es cosa de admiración ver la gentileza y grandeza de toda esta huerta” rosa que florece permanente- paseallo” mente, fuente de la eterna juventud)
Fragmento Bernal LXXXVII (1992: 208)
“diversidad de árboles”, “andenes llenos de rosas y flores , y muchos frutales y rosales de la tierra” Agua con connotación positiva “un estanque de agua dulce” (fuente o río) Pájaros y cante de pájaros / Brisa suave /
Locus Amoenus (Esquema de Verelst 1994 basado en Curtius: 189-207) Naturaleza lujuriante (árbol, pradera, flores)
Anexo 2. Comparación de una huerta en Bernal y Cortés con el tópico del locus amoenus.
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Notas 1
Por razones de comodidad las citas provienen de la edición de Espasa-Calpe de 1992, pero en 2005 se publicó una primera edición crítica en México, Bernal Díaz del Castillo: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (Manuscrito ‘Guatemala’), de José Antonio Barbón Rodríguez. 2 Piqueras Céspedes (1997: 248-250) distingue cinco modalidades (entre hospitalidad y hostilidad) que podían adoptar las relaciones entre los indígenas cuando llegaron españoles hambrientos a su pueblo: regalaron comida, hicieron una resistencia activa, abandonaron sus pueblos pero dejaron alimentos, abandonaron sus pueblos sin dejar alimentos, quemaron sus pueblos. Hay que observar que los datos estudiados por Piqueras Céspedes son posteriores a la conquista de la zona inicial de la Nueva España. 3 Hasta la Guerra Civil Española Ramón Iglesia tomó el partido de Bernal. Adoptó una posición historiográfica positivista y se dedicó a buscar e inventariar los hechos supuestamente históricos en la Historia Verdadera. Después, en su exilio en México, cambió radicalmente su visión. Consideró a Bernal como el polo ideológico opuesto de Las Casas e indicó la necesidad de una (re)interpretación de los hechos en la Historia Verdadera. 4 Léase por ejemplo el muy ilustrativo capítulo CCVIII de la Historia Verdadera (Díaz del Castillo 1992: CCVIII 692-693) titulado ‘Cómo los indios de toda la Nueva España tenían muchos sacrificios y torpedades, y se los quitamos y les impusimos en las cosas santas de buena dotrina’. 5 De Xavier Domingo aprendemos que hubo toda una controversia en el siglo XVI acerca del chocolate. La pregunta central era si la bebida del chocolate rompía o no el ayuno eclesiástico. Varios detractores del chocolate se referían a este fragmento de la Historia Verdadera. Según el padre Eusebio Nieremberg la fuerza de la bebida era que “si se toma simple, es refrigerar y causar mucho nutrimento; pero si se toma compuesto [con ámbar por ejemplo], excitar para el uso venéreo”. (Domingo 1981: 44) Domingo demuestra que Quevedo lo hubiera bebido con el desayuno para estimular su mente pero no lo llamaba por su nombre porque no quería que se supiera. La combinación de chocolate y mujeres también ocupó a Martha Few en ‘Chocolate, Sex and Disorderly Women in Late-Seventeenth and Early Eighteenth Guatemala’. Analiza cómo la bebida adquirió nuevas connotaciones en el siglo XVII y se asoció con los poderes rituales de las mujeres y a veces con el desconcierto social que podían provocar. Para más fuentes, véase Henrique Carneiro, ‘Historia da alimentação: bibliografia geral e específica’. 6 Véase el capítulo XII ‘Un hombre rodeado de mujeres’ en la biografía de Bennassar. (2002: 259-272) 7 Para no salir demasiado de nuestro tema, no vamos extendernos sobre el retrato que Bernal presenta de la Malinche, a la que dedica muchas palabras (sobre su origen, su belleza, su papel en el episodio de Cholula). El tema ya fue estudiado en 1937 por Olschki en el tercer capítulo de su Storia letteraria delle scoperte geografiche. Olschki mostró la influencia de los romances medievales en la composición de aquel retrato de la Malinche en Bernal Díaz del Castillo. (en Gilman 1961: 114) 8 Francisco de Garay (¿ - 1523) “intentó conquistar México dos veces, desde la región de Pánuco”. (Bennassar 2002: 13)
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Teoqualo o Dios es comido: un plato ritual escenificado por Sor Juana Inés sobre la base de la crónica de Torquemada Eugenia Houvenaghel Sor Juana dedica la loa del auto sacramental El divino Narciso a un rito indígena de teofagia, basándose en el material sobre Teoqualo de la crónica de Torquemada. Preguntándonos cuáles son las claves de la transformación de la ceremonia mexica en la escenificación de Sor Juana, llegamos a la conclusión de que los criterios de selección son los siguientes: 1) los parecidos entre el rito de los aztecas y el sacramento de la eucaristía y 2) la relación simbiótica entre la comida material y la comida espiritual, que está presente en las culturas antiguas de Europa y de América. Así es que la loa – leída como un recordatorio de los orígenes paganos del mayor sacramento de la religión cristiana– se puede interpretar en clave de la búsqueda de una nueva identidad novohispana.
1. Introducción 1.1. Comida física y comida espiritual El vínculo original entre la comida física y la religión primitiva es muy estrecho. Todas las civilizaciones, en sus orígenes, han considerado que la divinidad –no olvidemos que el animismo está en el origen de toda religión– tenía muchísimo que ver en el aprovisionamiento de lo esencial en la subsistencia, que es la comida. Por eso instituyeron servicios y sacrificios que tienen como fin último asegurar el sustento necesario, el alimento, que depende de los dioses. Pero si bien es cierto que originalmente, se consideraba que la comida física –la que nos sirve para que el cuerpo sobreviva– depende de los dioses, hay también aquella otra comida, que es exclusiva de la religión, la comida espiritual. La comida está, por ejemplo, muy presente en la tradición cristiana. Tanto en los antiguos textos sagrados de la tradición judeocristiana, como en el Nuevo Testamento, abundan
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las metáforas relacionadas con la comida, tales como el hambre, la sed, la mesa, pan y vino. Cuando consideramos la relación jerárquica que existe entre la comida física y la comida espiritual, comprobamos que, en la tradición cristiana, la comida espiritual supera en importancia a la comida física.1 Ninguna cantidad de comida física puede sustituir el efecto de la comida espiritual: es la comida espiritual que da la satisfacción verdadera. De ahí que la comida espiritual se pueda considerar como ‘el plato más sabroso’, un plato más sabroso que cualquier plato material, físico.2 Para obtener dicha hartura verdadera, algunas sociedades se comen –metafóricamente– a sus dioses. ¿Qué significado tiene esta acción de teofagia? Se trata de una metáfora que hace coincidir, convergir la existencia con la esencia, el fondo y la forma. Tomar un alimento (la forma que existe, que es palpable) es comerse o apropiarse la esencia divina que lleva dentro, el fondo que es la deidad. Entre aquellas sociedades que se comen a sus dioses, figura la cristiana, cuyo mayor misterio se halla en un rito de teofagia: el sacramento de la eucaristía en la que se toma el cuerpo y la sangre de Cristo. Según la teoría de la transubstanción, no se trata de una metáfora, sino que el pan es de verdad el cuerpo de Cristo y el vino es la sangre de Cristo, que muere físicamente y ofrece su cuerpo y sangre. 1.2. Los cronistas frente a la teofagia en el Nuevo Mundo Pero no sólo la sociedad cristiana sino también otras sociedades se comen a sus dioses. Es precisamente lo que descubren los conquistadores y misioneros al llegar al Nuevo Mundo. Los primeros conquistadores, tales como Cortés en su segunda carta de relación, ya describen cómo están hechas imágenes divinas en masa de granos y verduras. Durán también nos ofrece varios ejemplos de fabricación de imágenes divinas en masa de granos. Relatar estos ritos era, en aquella época, una tarea delicada. El problema principal que se planteaba a los cronistas a la hora de describir estos ritos, era precisamente el parecido asombroso entre un rito considerado como bárbaro y el sacramento de la eucaristía, el mayor misterio del cristianismo, porque según los dogmas de la iglesia católica, la religión es universal y única. Por lo tanto, cualquier tentativa de religión comparada era un sacrilegio (Cervantes 1991: 6) y el Tri-
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bunal del Santo Oficio fiscalizaba estos asuntos. (López López 1995: 225) La contigüidad entre las religiones no sólo es sacrílega por la contradicción del dogma único, sino que también es peligrosa porque posibilita la pervivencia de la idolatría enmascarada con la semejanza. El caso concreto del rito de los aztecas –que comen pan sacramentado y mezclado con sangre como cuerpo de dios y llaman esta comida Teoqualo o Dios es comido– proporciona un ejemplo muy ilustrativo del objeto de la ansiedad de cronistas tales como Motolinia, Durán, Sahagún y Acosta. Algunas de las semillas con las cuales se formaba la estatua del dios para la ceremonia del Dios comido eran bledos de la planta amarantácea, o alegría, prohibida por la inquisición. A pesar de esta prohibición, se continuó clandestinamente el uso de esta planta y el ritual de forma disfrazada, cubriendo la alegría con obleas, precisamente el material utilizado para elaborar la sagrada hostia, símbolo del cuerpo de Cristo. Así, lo mexica se esconde bajo la apariencia engañosa de lo cristiano: el cuerpo idolátrico es envuelto en una capa cristiana. El otro se oculta, se enmascara con la semejanza. (López López 1995: 225) Así, literalmente se confunden el cuerpo de Cristo y de Huitzilopochtli. 1.3. Sor Juana y Torquemada: la inserción de la cultura indígena en el marco de la cultura clásica Sor Juana, en plena época de Contrarreforma, atrevida, no esquiva la semejanza peligrosa y diabólica entre los ritos azteca y cristiano de teofagia sino que más bien va en busca de esa contigüidad. Su punto de partida no es, como en el caso de los cronistas, la realidad histórica y cultural de los indígenas, sino el misterio teológico de la Eucaristía. Al ejecutar la tarea de escribir el auto sacramental El Divino Narciso, dedica la primera parte introductoria de la doble pieza alegórica precisamente a un rito indígena de teofagia. El Divino Narciso es destinado a ser representado en Madrid, por lo tanto una de las funciones de la pieza (al lado de la función tradicional del auto, la de aclarar el misterio de la eucaristía) es la de dar a conocer al público de la metrópoli las costumbres y los ritos de los indígenas. En la Loa introductoria al auto sacramental El Divino Narciso (1690), que abreviaremos en adelante mediante Loa al Divino Narciso, Sor Juana escenifica cómo
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los aztecas comen pan sacramentado que representa el cuerpo de uno de sus dioses. Pero para entender el verdadero mensaje vehiculado por la loa introductoria, hay que tener en cuenta no sólo el contenido de la loa introductoria, sino también el contenido del auto sacramental. En el propio Auto, la parte principal de la doble pieza, Sor Juana aclara el misterio de la Eucaristía por medio de una adaptación del mito ovidiano de Narciso y Eco, en la que Narciso se convierte en Cristo. Como consecuencia, si bien es cierto que el misterio de la eucaristía se explica por una representación mítica de la cultura clásica, también es verdad que Sor Juana, al optar por un rito de teofagia indígena en la parte de menor importancia que es la loa introductoria, sugiere que también la cultura azteca podría ser digna de representar el misterio eucarístico. (Zanelli 1994: 187) Varios investigadores, tales como Glantz (1992: 178) y Sabat de Rivers (1992: 289), se han preguntado de dónde Sor Juana sacó, a fines del siglo XVII, la información sobre este rito precolombino de Teoqualo.3 La mayoría de los críticos consideran la crónica de Juan de Torquemada como la única fuente posible de Sor Juana. La Monarquía Indiana (1615) es la única crónica mencionada en la obra de Sor Juana, más precisamente en el Neptuno alegórico (Sabat de Rivers 1992: 289), y fue la única crónica autorizada que circulaba en los tiempos de Sor Juana. (Glantz 1992: 178)4 Además, algunos detalles prueban su papel de fuente primaria y la relación directa entre la loa de Sor Juana y la crónica de Torquemada, tales como elementos que Sor Juana menciona y que sólo figuran en la crónica de Torquemada.5 Así pues aceptamos la hipótesis defendida por Glantz y Sabat de Rivers de que la obra de Torquemada tiene que haber sido la fuente directa de Sor Juana al describir el rito Teoqualo en la Loa al Divino Narciso. El aporte personal de la crónica de Torquemada se relaciona con la posición de la cultura indígena. Su Monarquía Indiana es sobre todo un intento de introducir la cultura indígena en el marco de la cultura clásica con el fin de dar a la cultura indígena el mismo prestigio que tenía por aquel entonces la cultura clásica. Se trata de indicar que las cult precolombinas significan para el Nuevo Mundo lo que la cultura clásica de los romanos, griegos, hebreos e egipcios significan para el Viejo Mundo. Volviendo al ejemplo de la Eucaristía, vemos que Tor-
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quemada sitúa el sacrificio de pan y vino en ceremonias religiosas tanto entre los pueblos clásicos como entre los indios.6 Pensando en el método intercultural y comparativo utilizado por Sor Juana en el Divino Narciso –el cotejo del mito de Eco y Narciso con el misterio de la Eucaristía– y en el efecto surtido por la doble alegoría del Divino Narciso –el de elevar la cultura indígena casi al mismo nivel que la cultura clásica– podemos decir que, a pesar de las grandes diferencias en cuanto a género, extensión entre las dos obras– existe cierto parecido entre el discurso realizado por Juan de Torquemada en la Monarquía Indiana y el de Sor Juana en el Divino Narciso. 2. Análisis comparativo: ¿Cómo usa Sor Juana la descripción de Teoqualo por Torquemada en su escenificación? 2.1 Introducción Después de esta presentación de algunos elementos más generales de la crónica de Torquemada, ya es hora de volver al tema concreto de nuestra reflexión, que es el rito de Teoqualo o dios es comido, escenificado por Sor Juana sobre la base del relato de Torquemada. En este trabajo, nos haremos la pregunta de saber cómo usa Sor Juana la fuente de Torquemada en su escenificación. Para ello, compararemos las dos versiones del teoqualo, a pesar de las grandes diferencias en cuanto al género que hacen dificultosa el cotejo de los dos textos. Como la crónica es un tipo de discurso complejo, tendremos que proceder paso a paso.7 Estudiaremos primero la descripción externa del rito (cuándo, cómo, qué) y nos preguntaremos cuáles son los datos que Sor Juana mantiene o suprime. Después nos dedicaremos a la finalidad del rito, comparando las motivaciones citadas por Torquemada con los contextos de sentido mencionados en la pieza de Sor Juana. Después de esta descripción externa e interna del rito, veremos cómo valoran Torquemada y Sor Juana la ceremonia, volviendo sobre la ambivalencia en Torquemada y sobre el tema de la semejanza entre el sacramento católico y el rito azteca. Por medio de este cotejo bastante detallado, queremos descubrir la clave de la transformación del rito teoqualo en la pieza de Sor Juana. Según nuestra hipótesis, la reescritura del rito por Sor Juana se puede leer sobre la base de la relación entre la comida –tanto la espiritual como la física– y la religión, que explicaremos más en detalle al ter-
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minar este ensayo. Finalmente, volveremos a la idea básica del auto sacramental, que es la de aclarar el misterio de la Eucaristía y nos preguntaremos cómo la adaptación del rito Teoqualo puede haber contribuido a este fin. 2.2 La descripción externa de Teoqualo: el dios de las semillas La primera pregunta es la de saber a quién, es decir, a qué deidad se dedica la ceremonia. Torquemada habla siempre de Huitzilopochtli. Como sinónimo utiliza, en este apartado, “el mayor Dios”. En otros fragmentos dedicados a Huitzilopochtli, recurre a la denominación “guerrero dios”, “dios de las batallas”. (Lib. X, cap. xvi, 380; 381; 382) En el mismo contexto guerrero, en el fragmento aparece la referencia también al dios Paynalto, subordinado a Huitzilopochtli, también relacionado con la guerra. (Lib. VI, cap. xxxviii, 114)8 Dentro del marco de la inserción en la cultura clásica que hemos mencionado, habla en otros capítulos también del Marte indio. Sor Juana, en cambio, no utiliza el nombre Huitzilopochtli en la Loa, ni se refiere a la guerra, aunque sí menciona el sol, otro elemento relacionado con Huitzilopochtli. En conformidad con lo que leemos en Torquemada, describe también a la deidad como el “mayor”. Sor Juana utiliza siempre “Dios de las semillas”, nombre que se ha prestado del título del capítulo de Torquemada “La estatua de su mayor Dios, llamado Huitzilopochtli, de varias y diferentes semillas”. El coro de música que acompaña la ceremonia festiva y solemne en la versión de Sor Juana –y que puede remontarse a la descripción de Torquemada de los bailes, cantos, instrumentos tocados y sonidos producidos en las procesiones del rito– repite sin cesar la incitación central a celebrar al gran Dios de las Semillas. (Escena I, vs. 71-72; Escena II, vs. 8889, 98-99,128-129,164-165, 182-183; Escena V, vs. 497-498) La voz del coro se convierte en un refrán, una constante, que insiste en el nombre “Dios de las semillas”. Es significativo que estos coros, al lado de sus versos introductorios al principio de la loa, se limitan a repetir el refrán alabador al Dios de las Semillas. Es como si la función de los coros fuera, a través de toda la obra, recordar a este dios azteca, y junto con Georgina Sabat de Rivers se podría considerar su canto como una verdadera “apología del mundo azteca” (Sabat 1992: 267), como origen de la criollidad y mexicanidad.
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El nombre escogido por Sor Juana es precisamente uno de los elementos que los estudiosos utilizan para demostrar que Sor Juana debe de haber utilizado la Monarquía Indiana al escribir la alegoría teatral. Pero sigue vigente la pregunta a qué dios azteca corresponde este “Dios de las Semillas”. No hay una respuesta unívoca. Resumiendo, podemos decir que “aquel dios mexicano es un constructo, una creación única de Sor Juana y no atribuible con exactitud a ninguno de los dioses aztecas”. (Zwack 1991: 133)9 Sor Juana alcanza una simbiosis barroca de varios dioses indígenas, como veremos más en detalle. Volviendo al título Dios de las Semillas, Sor Juana llama la atención sobre la sustancia básica del ídolo sagrado que se come y que representa simbólicamente el cuerpo del dios sacrificado. Por medio de esta opción, Sor Juana subraya varias veces la idea de que la deidad es la del cuerpo comido, ya que su identidad, su nombre es una referencia al ingrediente principal de la masa.10 Si ligamos el Dios de las semillas también a un dios relacionado con el abastecimiento y la alimentación, tales como Centéotl, la deidad del maíz o Tláloc, el dios de la lluvia y la fertilidad, veremos que en el nombre no sólo se unen el cuerpo y la esencia comestible y la identidad del dios representado, sino también la función de suministrar la alimentación. Pero la masa que se come en el rito no sólo contiene granos (semillas) sino también sangre. Torquemada dedica menos importancia al segundo ingrediente del ídolo: efectivamente, después de los granos que forman la base de la masa, los indios añaden la sangre de niños, que representan la inocencia y la pureza: “El licor con que se revolvían y desleían aquellas harinas era sangre de niños […], que para este fin se sacrificaban, cuyo intento era denotar en la simplicidad y inocencia de la criatura la de el dios que representaba dicha estatua.” (Lib. VI, cap. xxxviii, 113) Sor Juana, en el mismo sentido, menciona un par de veces la sangre y la califica de “más fina” (Escena I, vs. 3132) y también de “inocente, pura” (Escena IV, vs. 376), lo que se puede aplicar posiblemente a la joven edad de las víctimas sacrificadas. Ni Torquemada ni Sor Juana dan detalles sobre el modo en que mataron a estos niños, pero Torquemada sí dice que los niños se sacrificaban “para este fin” (Lib. VI, cap. xxxviii, 113), es decir, especialmente para formar con su sangre el ídolo de Huitzilopochtli. Sor Juana, en el mismo sentido, dice que la “sangre/ inocente, [es] vertida/ […] sólo para este efecto”. (Escena IV, vs. 338-9)11
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A más de estos dos elementos –los granos y la sangre que constituyen la masa–, Sor Juana no utiliza más datos suministrados por Torquemada, salvo el detalle de que sólo el sumo sacerdote puede tocar al ídolo. Sin embargo, hay mucho más material en la descripción de Torquemada: el cronista relata cómo se lleva el ídolo, acompañado por otro dios de la guerra, en una procesión por varios lugares, en los cuales se hacen sacrificios humanos (de cautivos, de esclavos) y de animales, cómo después se mata simbólicamente al ídolo y cómo se reparte la masa de su cuerpo entre los hombres, excluyendo a las mujeres. Vemos, pues, que en cuanto a la descripción externa del rito de Teoqualo, Sor Juana suprimió muchos elementos concretos y distintivos de su fuente y, como consecuencia, obtiene una referencia más bien polivalente, general a un rito religioso de teofagia. Mantiene los elementos del cuerpo de granos y la sangre, y el carácter sagrado de la masa que sólo puede tocar el sacerdote, que fácilmente se pueden aplicar al sacrificio de Cristo en la Eucaristía. Aquí tenemos una primera clave para entender la selección de datos hecha por Sor Juana: la semejanza con el sacramento cristiano de la eucaristía. 2.3 Descripción interna del rito: ¿Con qué finalidad se celebra la ceremonia de Dios es comido? Conviene ir más allá de la descripción externa del ídolo: hace falta preguntarse a qué sirve celebrar al Dios de las Semillas. Por extraño que resulte, Torquemada nunca menciona la finalidad de las fiestas dedicadas a Huitzilopochtli, de quien únicamente dice que se trata del dios de las batallas, no obstante que la variedad de sus ritos y su constancia en el calendario ritual azteca es manifiesta. Sor Juana, en cambio, dedica mucha más atención a la creación de un contexto de sentido del rito, y cita una doble finalidad de la ceremonia. En primer lugar, Sor Juana explica que la ceremonia se celebra para obtener campos fértiles que dan frutos en abundancia (Escena I, vs. 260-263) y agrega que esta fertilidad de los campos es el mayor beneficio que se puede obtener.12 Volviendo al texto de Torquemada, la finalidad citada aquí por Sor Juana se puede relacionar con sus descripciones de las fiestas de Tláloc, el dios de la lluvia y el patrón de los campesinos. Se busca, concretamente, que las lluvias no falten para sustentar los sembrados y sementeras:
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[el mes] en el cual hacían fiestas a los dioses Tlaoloques, que era ya ésta la tercera vez que se la celebraban ; y la razón porque en este mes volvían a hacer memoria de ellos, era porque como los panes iban algo crecidos y en algunas partes espigados, pedían con este sacrificio su crecimiento y conservación y logro ; por cuanto (como vimos en el mes pasado) este de mayo suele ser algo falto de aguas (y mucho) y les es de grande daño a los maíces, por lo cual pedían a estos demonios tlaloques no les faltasen con aguas, porque el año no fuese estéril. (Lib. X, cap. xvii, 385)
Por otra parte, Sor Juana habla de otra vertiente de la finalidad de la ceremonia, al decir que el Dios de las Semillas, también “es El que nos limpia/ los pecados” (Escena IV, vs. 264-5) y “haciendo manjar de sus carnes mismas/ de las manchas el Alma nos purifica”. (Escena I, vs 65-70) Torquemada, en su descripción del rito, menciona esta idea, pero la vincula no a la comida de un trozo del ídolo, sino al momento de ofrenda y limosna, que sigue a la consagración y bendición de la estatua: Hecha la consagración […] llegaban todos los que podían […] y juntamente le sembraban todo su cuerpo de joyas de oro y de piedras preciosas y de valor, conforme cada cual raía la devoción y tenía el posible, lo cual era fácil de introducir en la forma de el ídolo por estar fresca y tierna la masa de que estaba compuesto. Y hacían esta liberal ofenda, pareciéndoles que hacían un muy gran servicio a su dios, y que por él les perdonaba sus pecados […] queriendo dar a entender que les valía para su limpieza y purgación de culpas a los que la hacían y daban. (Lib. VI, cap. xxxviii, 114)
Ambas funciones se pueden relatar con la Eucaristía. Por lo tanto, aquí también la posibilidad de aplicar los elementos en el contexto eucarístico parece haber sido de importancia primordial en el texto de Sor Juana. La relación con Cristo en la segunda finalidad es evidente: él se sacrifica para salvar el mundo de los pecados. Pero también la idea de un dios de los campesinos se puede relacionar históricamente con la Eucaristía. El origen de la procesión de la hostia del cereal, serían las fiestas de ‘Recolección’ de religiones paganas ‘agrícolas’ en las que se daban las gracias a la Diosa Madre, por los frutos de verano o los de invierno, ofreciendo marmitas de granos, cestas de frutos o bandejas de pan.
Codex telleriano-Remensis: Quetzalcóatl (Codex Telleriano-Remensis folio8v), el templo mayor de Tenochtitlán donde el templo de Tlaloc erróneamente está a la derecha y el de Tlaloc a la izquierda (folia 39r) y Huitzilopochtli (folio 25r) [Quiñones Keber, Eloise, Le Roy Ladurie, Emmanuel [edit.] y Besson, Michel [ill.]. Codex Telleriano-Remensis: ritual, divination, and history in a pictorial Aztec manuscript. Austin: University of Texas Press: 1995.]
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Más allá de la relación con el sacramento católico, vemos que la comida espiritual y la comida física se unen en el Dios de las Semillas. El vínculo original entre la comida física y la religión primitiva es muy estrecho. Todas las civilizaciones, en sus orígenes, han considerado que la divinidad tenía muchísimo que ver en el aprovisionamiento de lo esencial en la subsistencia, que es la comida. Por eso instituyeron servicios, sacrificios que tienen como fin último asegurar el sustento necesario, el alimento, que depende de los dioses. El Dios de las semillas fertiliza los campos y abastece de comida física y a la vez se ofrece en comida espiritual que perdona los pecados. Ambas ideas, tanto la de la comida espiritual como la de la comida física, están presentes en Torquemada, aunque en dos capítulos distintos, y aplicados a dos deidades distintas: Tláloc y Huitzilopochtli. La comida espiritual que purifica y perdona los pecados está en el rito de teofagia de Huitzilopochtli, mientras que la comida física ocupa un lugar central en la ceremonia a Tláloc. Es de observar que Sor Juana explicita esta relación entre comida física y espiritual en el Dios de las semillas cuando explica “su protección no limita/ sólo a corporal sustento/ de la material comida,/ sino que después, haciendo/ manjar de sus carnes mismas/ (estando purificadas/ antes, de sus inmundicias corporales), de las manchas/ el Alma nos purifica”. (Escena I, vs. 61-70) La unión de las dos vertientes del alimento sagrado en una deidad podría suministrar una explicación coherente y aceptable de la simbiosis de dioses aztecas Tláloc y Huitzilopochtli realizada por Sor Juana. La misma idea –la unión de la comida material y espiritual– podría funcionar como otra de las claves de la reescritura que Sor Juana hizo de la ceremonia Teoqualo. 2.4 La valoración del rito teocualo La valoración del rito teoqualo por Torquemada no es unívoca. Tenemos que distinguir entre, por un lado, la descripción (positiva) de la actitud de los indios y por otro, la descripción (negativa) del dios y su imagen. La actitud de los indios al preparar la fiesta y al celebrar se describe de modo muy positivo y respetuoso. Leemos por ejemplo fragmentos (Lib. VI, cap. xxxviii, 114-115) como “juntaban muchos granos y semillas de bledos y otras legumbres y molíanlas con mucha devoción
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y recato”; “con muy grande reverencia y estimación la [la estatua] subían al cu y altar que le tenían muy compuesto y aderezado”, “le hacían muy solemne ofrenda y grande sacrificio”, “hacían una muy gran procesión”, “le salían a recibir muy solemnemente”. Por los términos como “solemne” y “recato”, conocemos la dignidad y el carácter extenso e intenso de las ceremonias. El lector entiende que, aunque el centro de la acción se considera como totalmente erróneo, el indio sí tiene la capacidad religiosa de organizar con el debido respeto una ceremonia religiosa. Efectivamente, cuando Torquemada describe la comunión entre los indios ya convertidos, dice explícitamente que su actitud supera en devoción a la de los españoles. (Lib. XVI, cap. xxi, 282-283) En este contexto, hace falta subrayar la fecha tardía de la crónica de Torquemada (1615), que no sólo es el relato de la sociedad indígena precolombina, sino también de la vida cristiana de los indios ya convertidos. El caso del rito de teofagia puede ejemplificar la doble perspectiva temporal de Torquemada: el franciscano describe tanto el rito azteca de Teoqualo como el sacramento de la eucaristía entre los indios que ya comulgan. (Lib. XVI, cap. xxi, 281-284) Torquemada habla de la satisfacción con la que los indios reciben la comunión, la devoción con la que comulgan los indios: Vemos la devoción con que estos pobrecitos comulgan y el aparejo que hacen como dejamos dicho; y a lo menos hacen conocidas ventajas al común de los españoles, en que no se van luego a jugar, ni pasear, sino que se están en la iglesia la mayor parte del día, rezando y encomendándose a Dios. (Lib. XVI, cap. xxi, 281-284)
Si bien es cierto que la valoración de la actitud religiosa y de la ceremonia de los indios por Torquemada es positiva y respetuosa, no vale lo mismo para la presentación del dios ni de la imagen o estatua suya. Las calificaciones se relacionan con la falsedad y con el diablo. El propio Dios Huitzilopochtli se califica de “falso y abominable”, su imagen de “diabólico y infernal pan y masa” o de “retrato del demonio”. (Lib. VII, cap. xi, 157; Lib. VI, cap. xxxviii, 113-115) Ahí abundan en el relato de Torquemada las referencias que indican que este rito se parece tanto al rito católico por la mímica diabólica: el Diablo se quiere parecer en la medida de lo posible a Cristo. Torquemada concluye su relato significativamente en este sentido: “Y con esto cesaba esta compostura de imagen y simulacro del demonio.”13
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Vemos, pues, que la actitud de Torquemada frente al rito indígena es doble.14 Ambas vertientes se reconocen en la Loa de Sor Juana. Primero, las referencias al carácter diabólico y falso del rito de Teoqualo, las expresan en el texto de Sor Juana los personajes alegóricos que representan España. Dichos personajes hablan de “Idolatría/ con supersticiosos cultos” (Escena II, vs. 79-80), “torpes ritos” (Escena II, vs. 101-102) o “el culto profano/a que el Demonio os incita”. (Escena II, vs. 111-112) Se emite varias veces que el Demonio es el responsable de la mímica de los sacramentos católicos: “Si aqueste infeliz tenía / un ídolo que adoraba/ de tan extrañas divisas/ en quien pretendió el demonio/ de la Sacra Eucaristía/ fingir el alto Misterio” (Escena V, vs. 350-355) Pero es sobre todo en los momentos en que el personaje que representa América explica el rito de Teoqualo cuando el parecido con la Eucaristía evoca la reacción violenta de los personajes que representan España. El personaje que representa la iglesia católica de España, Clero, se emociona; a ella le asombra la casi increíble semejanza que sólo se puede explicar como una acción del demonio: ¡Válgame Dios! ¿Qué Dibujos, /qué remedos o qué cifras/ de nuestras sacras Verdades/ quieren ser estas mentiras ?/¡Oh cautelosa serpiente !/¡Oh Aspid venenoso! ¡Oh Hidra,/que viertes por siete bocas,/de tu ponzoña nociva/toda la mortal cicuta!/ ¿Hasta donde tu malicia/ quiere remedar de Dios/ las sagradas Maravillas?/ (Escena IV, vs. 271-282)
En segundo lugar, la actitud respetuosa frente al rito indígena está también muy presente en el texto de Sor Juana. Concretamente, son los personajes alegóricos que representan América, acompañados por el coro de Música, quienes subrayan el carácter digno y solemne de la ceremonia: “hoy es del año/el dichoso día/ en que se consagra/ la Mayor Reliquia.” (Escena I, vs. 5-8) Hay críticos que relacionan directamente la actitud respetuosa de Sor Juana en la alegoría con la actitud de Torquemada. Ya el mero hecho de haber optado por el tratamiento del tema de Teoqualo en la pieza introductoria de un auto dedicado al sacramento de la eucaristía indica este respeto. Y tenemos que recordar que una interpretación posible de la Loa es la de sugerir que también la cultura azteca –igual que la cultura clásica bajo la forma del mito de Narciso y Eco– es digna de representar el misterio de la eucaristía.
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Vemos pues que la ambigüedad de la valoración de Torquemada se ha traducido en la escenificación de Sor Juana en dos tipos de personajes: la alegoría de América, por un lado, –que subraya el carácter digno y solemne de la ceremonia– y la alegoría de España, por otro, – que emite el carácter diabólico de la mimesis de la eucaristía en un rito bárbaro. En lo que difieren Torquemada y Sor Juana es en su actitud frente a la semejanza entre los dos ritos. Lo que salta a la vista es que cada vez que Torquemada utiliza una palabra reservada a la religión católica, actúa de modo muy prudente, se corrige o explica muy claramente que no se trata de la palabra en su verdadero sentido. Las referencias a la falsedad y a lo diabólico muchas veces se insertan cuando Torquemada es obligado a utilizar un término ligado al catolicismo, como ocurre, por ejemplo, cuando utiliza la palabra reliquia o cuerpo santo: “[...] todos los que podían tocarle con las manos, ojos y boca, como cuando se toca una reliquia o cuerpo santo (aunque aquél era retrato del demonio)” (Lib. VI, cap. xxxviii, 114) Es de observar que por lo general sitúa estas observaciones entre paréntesis o añade un adjetivo que indica la falsedad. Es decir como contrapeso para la palabra o el término clerical que ha utilizado. Así ocurre con las palabras “consagrar”, “bendecir”, “reliquia”, “cuerpo santo”, “sacerdote”. Demos algunos ejemplos. Torquemada no utiliza la palabra consagrar sin relativizarla: “[...] iban los ministros y summo sacerdote a consagrarla y bendecirla (si consagración y bendición pudiera llamarse, aunque estos indios nombraban este acto con este mismo lenguaje).” (Lib. VI, cap. xxxviii, 114) Torquemada no hace uso del término “comunión” directamente, sino que prefiere una expresión más reservada: ésta era “su manera de comunión”. (Lib. VI, cap. xxxviii, 115) El cronista no menciona la cruz, sino que opta por la descripción siguiente de la culebra que se carga al principio de la procesión “que iba delante levantada en alto, a manera de cruz en nuestras procesiones”. (Lib. VI, cap. xxxviii, 114) Cuando comparamos ésta práctica con el uso que Sor Juana hace de términos, salta a la vista que ella aprovecha la libertad de la alegoría y de que las voces son las de los personajes de América, para utilizar las mismas palabras sin reservas ni correcciones: “la mayor Reliquia” (Escena I, v. 8), “devoción” (Escena I, v. 11), “devotos” (Escena I, v. 20), “Alma” (Escena I, 70), “Sacerdotes” (Escena IV, v. 347), “Capilla” (Escena IV, v. 419).
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Esta expresión distinta de las facetas de la semejanza entre los dos ritos probablemente tiene que entenderse dentro del contexto de la evangelización y tiene que ver con el uso distinto que ambos autores quieren hacer de los elementos parecidos entre ritos bárbaros y sagrados en el proceso de la evangelizacion. Para Torquemada, la evangelización de los indios debía hacerse en una forma elemental, pero por ello mismo muy sólida. Para conseguir su fin, utilizaron el método que se ha denominado de tabula rasa, es decir, borrar lo más radicalmente posible cualquier vestigio de una religión que veían como demoníaca. Sor Juana, por su parte,15 da mayor importancia al providencialismo. En su pieza, el personaje alegórico de Religión Catolica opta por utilizar el providencialismo. Para el personaje español de Sor Juana, al contrario, la astucia del demonio para imitar al dios verdadero es un arma que se tiene que utilizar en su contra: “pero con tu mismo engaño/ si Dios mi lengua habilita,/ te tengo de convencer” (Escena IV, vs. 283-5) ; “no es deidad nueva,/sino al conocida/ que adoráis en este altar,/la que mi voz os publica/”. (Escena IV, vs. 299-302) La única solución al problema del parecido entre los ritos bárbaros y sagrados reside en considerarlos ceremonias parecidas como preludios misteriosos, previstos por Dios, de la verdadera religión. Aquí se aclara el porqué de la selección hecha en la descripción externa por Sor Juana. Recordemos que la monja había seleccionado aquellos elementos que se relacionan con la comunión cristiana y había suprimido las facetas del rito indígena que no guardan un parecido evidente con la Eucaristía. Ahora bien, cuando los misioneros en la pieza quieren convencer a los indígenas de que el dios cristiano es el verdadero Dios de las Semillas, utilizan dichas semejanzas como argumentos. (Escena IV: diálogo entre América y España) Las correspondencias que se utilizan en la argumentación están basadas en la idea de la comida: 1) el dios que abastece de comida material y que rige sobre la naturaleza y de comida espiritual por medio de su cuerpo para perdonar los pecados; 2) el material del que se compone el dios que también contiene una parte de sustento (las semillas del trigo) y la sangre en sacrificio ofrecido, 3) la esencia del dios es la de ofrecerse en comida.16 Vemos pues cómo la correspondencia con el corpus Christi y la centralidad de la comida, los dos criterios de selección de los datos
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sobre el rito de Teoqualo, se convierten aquí en argumentos del proceso de evangelizacion. 3. Conclusiones Volvamos sobre la primera pregunta central de nuestro ensayo: cómo es que Sor Juana usa en su escenificación dedicado al rito de teofagia de los aztecas el material sobre Teoqualo de la crónica de Torquemada. ¿Cuáles son las claves de la transformación de la ceremonia en la escenificación de Sor Juana? Los criterios de selección que hemos podido destacar a lo largo de nuestra exploración comparativa son los siguientes: 1) los parecidos entre el rito de los aztecas y el sacramento de la eucaristía y 2) la relación simbiótica entre la comida material y la comida espiritual. En la descripción externa, hemos visto como punto más importante que Sor Juana se basa en el título de Torquemada para escoger el nombre del dios, el Dios de las Semillas, término que ya resume la función y la sustancia y de la deidad y que subraya la relación entre la deidad y la comida. Por lo demás, dicho titulo es lo bastante vago y general como para poder aplicarse también a Cristo. Vemos que también en el resto de la descripción externa, se ha optado por una descripción que incluya aquellos elementos que pueden aplicarse tanto a Teocualo como al sacrificio de Cristo. En la descripción de la finalidad del rito, hemos visto que Sor Juana hace un bricolaje de varios pasajes de Torquemada, combinando lo que Torquemada dice sobre la finalidad de las ofrendas a Huitzilopochtli –la comida espiritual, obtener el perdón de los pecados– con la finalidad de los ritos de Tláloc –la comida material, obtener la cosecha de maíz. Ambas funciones se pueden relatar con la Eucaristía; por lo tanto, aquí también la posibilidad de aplicar los elementos en el contexto eucarístico parece haber sido de importancia primordial en el texto de Sor Juana. La relación con Cristo en la segunda finalidad es evidente: él se sacrifica para salvar el mundo de los pecados. En este caso también el parecido entre las respectivas funciones de los ritos resulta ser un criterio de importancia, y también la simbiosis entre la comida material y espiritual ocupa un lugar primordial. En cuanto a la valoración de la ceremonia, Sor Juana incluye en su pieza la ambigüedad de la valoración de Torquemada, y la reparte entre dos personajes distintos: América y España. Cuando tiene que
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elegir finalmente entre la tesis diabólica y la providencialista, opta por la última. La lectura divina y providencialista de la semejanza hace que se aprovechen las semejanzas preparadas en la descripción externa e interna en la conversión y evangelización de los indios. Las semejanzas se basan en el carácter doblemente comestible del cuerpo del dios. Finalmente, volvemos sobre la idea básica del auto sacramental, que es la de aclarar el misterio de la Eucaristía y nos preguntamos cómo la adaptación del rito Teoqualo puede haber contribuido a este fin. Resulta que la escenificación de Teoqualo se puede interrpretar como un recordatorio de los orígenes paganos de la eucaristia. Basándonos en el énfasis que Sor Juana da a las semillas y los granos de la masa divina, queremos aducir la idea de una referencia más antigua, a saber, una referencia al origen de la Eucaristía, que constituye, lo sabemos, el tema central de su auto sacramental. El origen de la costumbre teofágica del cristianismo de comer hostias en la eucaristía (es decir, el cuerpo de Cristo-Dios) estriba en la ingesta del grano, al que los pueblos antiguos de Europa consideraban representación del espíritu divino. El pan tuvo una gran importancia en las civilizaciones antiguas y adquirió valor religioso. Al término de las cosechas daban forma humana al pan dotándole de carácter sacramental ya que lo que decían comer es el cuerpo del espíritu de los granos.17 De esta manera, el hecho de que Jesucristo sea considerado en la religión cristiana, el pan de cereal, no es más que una metáfora histórica de los tiempos antiguos en los que el alimento básico se divinizó. Pero también la idea de un Tláloc, un dios de la lluvia o un dios de los campesinos se puede relacionar históricamente con la Eucaristía. El origen de la procesión de la hostia del cereal, serían las fiestas de ‘Recolección’ de religiones paganas ‘agrícolas’ en las que se daban las gracias a la Diosa Madre, por los frutos de verano o los de invierno, ofreciendo marmitas de granos, cestas de frutos o bandejas de pan. Por medio de esta pieza introductoria al auto sacramental Divino Narciso Sor Juana recuerda los orígenes paganos del mayor sacramento de la religión cristiana, el cual se basa en la relación entre la comida material y la comida espiritual, presente también en las culturas antiguas de Europa y de América. Así es que podemos interpretar esta cristianización de un rito pagano en clave de la búsqueda de una nueva identidad novohispana.
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Notas 1
Antiguo Testamento, Isaías 55: 1-2: “Promesa: Yo te daré comida espiritual para siempre ”; Nuevo Testamento, Juan 6: 1-59, “Yo les daré comida espiritual que verdaderamente permanecerá para siempre ”; Dt. 8:3 ; Mt 4:4 “no sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios ”. El hombre tiene una vida superior que no puede satisfacer ni con el pan material ni con todas las cosas de este mundo ni con todos los productos de la cultura y la civilización: esa vida sólo puede quedar satisfecha y sustentada por el favor de Dios. En la tradición cristiana, en el Antiguo Testamento y en el Nuevo, también en Agustín y en Pascal, leemos que ninguna cantidad de comida física podrá satisfacer el hambre que tenemos por la deidad. 2 Para ilustrar esta relación jerárquica entre la comida espiritual y la comida material, podemos citar parte de un milagro relacionado con la Eucaristía que Torquemada (XVI, xxi, 183) toma de Motolinía: “[....] adoleció […] un mancebo y después de haberse confesado en la enfermedad que estaba, deseó recibir el santísimo sacramento, […] el cual recibió con gran devoción […] y el enfermo quedó muy consolado. Entró su padre en el aposento donde estaba y otros con él a darle algo que comiese, y diciéndoselo, respondió que ya había comido lo que él deseaba y había menester y que no había de comer más porque estaba muy satisfecho […]. […] y así fue verdad que no comió más pan material, después de haber recibido el sacramento, hata el reino de los cielos, donde hay con presencia de Dios verdadera hartura […]”. En las citas de Torquemada, mencionamos primero el número del libro, después el número del capítulo y finalmente la página de la edición que estamos utilizando. 3 Sor Juana conocía la lengua náhuatl y durante su niñez, cuando vivía en la hacienda de su madre en Amecameca, estaba en contacto con los niños indígenas. (Sabat de Rivers 1992: 280) Todo eso explica la familiaridad que Sor Juana tenía con las costumbres aztecas. 4 Otros trabajos que documentaban los ritos y las prácticas amerindias fueron suprimidos, porque el contenido no correspondía a los ideales de ‘la santa fe y las buenas costumbres’ destacadas por los censores. El mismo padre de Acosta testimonia en su Historia natural y moral de las Indias que se preocupa por la posibilidad de que sus lectores piensen que contar “el cuidado que los indios ponían en servir y honrar a sus ídolos y al demonio [...] podrá parecer a algunos [...] que es como gastar tiempo en leer las patrañas que fingen los libros de caballerías”. (Acosta, Libro V, capítulo xxxi) 5 Luego, hay elementos relacionados con el rito que Sor Juana menciona en la pieza – tales como el paralelo entre el objeto idolátrico azteca y una “reliquia”. Hablando de “la mayor Reliquia” (Escena I, 8), Sor Juana alude a la veneración de reliquias, típicamente católica. Como veremos en el ensayo tanto en la religión católica como en aquella azteca sólo los sacerdotes tenían el permiso de tocar la hostia o el supuesto cuerpo de Dios. (Escena IV, 332-347) 6 “Estos indios de esta Nueva España [ponían] en los altares muchos tamales (que es un género de pan cocido en olla de que usan) […] tortillas despicadas hechas de maíz y más blancas que el papel y otras maneras de panes […]. De Numa Pompilio dice Plinio, que ordenó la mola salsa, que era grano tostado y molido, rociado con sal y agua, la cual mandó que se ofreciese en sacrificio a los dioses, revuelta con los panes y semillas de la tierra. […]. A algunos dioses particulares griegos eran dedicadas unas
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maneras de panes o tortas de particular hechura. Las tortas eran comunes a todos los dioses y éstas se llamaban pelam, aunque en particular se las ofrecían a Diana, a la Luna y a Hecate […]; y a Apolo un buye hecho de masa.” (Lib. VII, cap. ix, 154-155) 7 A veces ha sido difícil separar los diferentes elementos de este análisis (descripción externa, descripción interna y valoración) y resulta un poco artificial pero esperemos que la separación contribuya a la claridad. 8 “Iban luego por la estatua y ídolo de el dios Paynalton, que es el dios de la guerra, vicario o sota-capitán del dicho Huitzilopochtli, hecha de madera, la cual llevaba en brazón un sacerdote que representaba … ” (Lib. VI, cap. xxxviii, 114) 9 Así rezan los primeros versos: “Nobles mexicanos/Cuya estirpe antigua/En las claras luces/Del Sol se origina.” (Escena I, versos 1-4) Dice López López: “Obviamente en los versos anteriores, Sor Juana se refiere a los nobles mexicanos como herederos del glorioso pasado azteca y a su mito de origen, como hijos del Sol, con lo cual se apunta a las creencias anahuacas de la creación del mundo, a los soles que antecedieron al quinto sol que estaba viviéndose y al origen del hombre como hijo del Sol.” (López López 1995: 224) 10 Torquemada nos da los detalles de la preparación en los que probablemente se basa Sor Juana: “Hacían una imagen […] confeccionada y mezclada de diversos granos y semillas comestibles; la cual se formaba de esta manera: en una de las salas más principales y curiosas del templo (que era cerca de su altar y cu) juntaban muchos granos y semillas de bledos y otras legumbres y molíanlas […] y de ellas amasaban y formaban la dicha estatua.” (Lib. VI, cap. xxxviii, 113) 11 Después cuando tiene que hablar del verdadero Dios, se utilizan los mismos adjetivos como para la sangre infantil (“inocente, pura y limpia”: Escena IV, v. 376) para describir la Sangre de la Eucaristía. 12 “como éste es el mayor/ beneficio, en quien se cifran/ todos los otros, pues lo es/ el de conservar la vida,/como el mayor Lo estimamos:/ pues ¿qué importara que rica/el América abundara/ en el oro de sus minas,/ si esterilizando el campo/ sus fumosidades mismas,/ no deajaran a los frutos/ que en sementeras opimas/ brotasen?” (Escena I, vs. 49-61) 13 Dice Torquemada en el capítulo ‘Ofrendas que perdonan sus pecados’: “Y hacían esta liberal ofrenda, pareciéndoles que hacían un muy gran servicio a su dios, y que por él les perdonaba sus pecados (que es lo que en doctrina católica y sana nos dice la Sagrada Escritura, que la limosna disminuye el pecado, y si hecha al prójimo tiene esta fuerza, mucho mayor será hecha ofrenda a Dios; de manera que aunque aquí no es de calidad meritoria por ser hecha al demonio, al fin se hacía por incitación suya).” (Lib. VI, cap. xxxviii, 114) 14 Las fuentes de Torquemada son principalmente dos manuscritos inéditos hasta entonces, la Apologética Historia sumaria del dominico Bartolomé de las Casas y la Historia eclesiástica indiana del franciscano Jerónimo de Mendieta. Se trata de dos obras muy disímiles, a pesar de que ambos escriben a su manera en defensa de los indios. Y la ambivalencia de la actitud de Torquemada frente a los indios y sus ritos se puede relacionar también con la gran disimilitud de sus dos fuentes principales. 15 Es cierto que menciona las dos posibles visiones sobre el parecido (la visión diabólica o la del providencialismo). Aún así, la aproximación de Religión a los signos rituales de los aztecas es ambivalente. Por una parte los interpreta negativamente, como “remedos” (imitaciones imperfectas), de otra parte positivamente, como “cifras” (sumas, resúmenes). (IV, 261) Jorge Checa explica la aparente contradicción partien-
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do de una teoría de San Agustín. Sostiene que un término puede tener dos significados diversos y aun contrarios, in bono e in malo.) Esta teoría de San Agustín “subraya la capacidad del signo para adecuarse a dos lecturas religiosas o morales igualmente válidas, por más que en apariencia se contradigan”. (Checa 1990: 201) En la loa, el discurso ritual indígena sugiere una interpretación divina in bono, y una diabólica, in malo. Pero el sentido diabólico es subordinado al sentido divino, pues ya hemos visto que se usan las semejanzas entre los cultos aztecas y cristianos para propagar la Fe católica. Checa nota también que en el auto ocurre algo parecido. La vuelta a lo divino de la leyenda de Narciso, un personaje tradicionalmente asociado con el pecado, postula una interpretación positiva, in bono de este personaje. 16 “será esta deidad que pintas/ tan amorosa, que quiera/ ofrecérseme en comida ?” (450) “Sí, ya quiere ver el dios que me han de dar en comida” (602). 17 Los semitas, quienes conocieron el pan a causa de sustratos con los egipcios, empezaron a fabricar un tipo de pan que, además de satisfacer sus necesidades cotidianas, tuvo carácter litúrgico. Para los griegos, el origen del pan era divino. Creían que la diosa Démeter había amasado el primer pan para los dioses del Olimpo y que más tarde transmitió sus conocimientos a Arcas, rey de Arcadia. En Roma se celebraba el día de la Vesta ceremonias con panes. Belén significa en hebreo (Bethlechem) casa del pan.
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Paseo gastronómico por la narrativa mexicana del siglo XIX Catherine Raffi-Béroud En este artículo dedicado al arte culinaria en la narrativa mexicana del siglo XIX, intentamos mostrar la función que los diferentes novelistas atribuyeron a este aspecto de la vida de sus personajes y cómo la utilizaron. El estudio se atiene en gran parte al orden cronológico, evocando las novelas que nos parecen significativas de la situación socio-histórica, ideológica en que se escribieron y del proceso de construcción identitaria que recorrió todo el siglo. También dedicamos un párrafo a las novelas en las que está completamente ausente toda noción gastronómica, por razones ideológicas.
1. Contexto histórico A lo largo del siglo XIX mexicano se produjeron muchos cambios que se reflejaron en el género narrativo y los escritores privilegiaron ciertos temas en función de la situación en que estaba el país y de su punto de vista. Para intentar ver la evolución que puede/debe haber en cuanto al arte culinario y su presencia/ausencia en la narrativa, me parece conveniente recordar brevemente cuáles fueron las principales etapas históricas y sus características. Hasta 1810 la Nueva España era colonia, de vez en cuando sublevaciones indias perturbaban el orden público y los criollos rumiaban su descontento por estar apartados de los puestos de poder, cuando eran conscientes de formar la élite culta del país. En este periodo caracterizado por Jean Franco como el de la “imaginación colonizada” (1975: 15), no se publicaron ficciones que pasaran a la posteridad. De 1810 a 1821, el período de las luchas por la Independencia, el país estaba en el umbral entre colonia y nación, atravesando períodos de intensos combates o de guerrillas y otros de relativa calma. Fue precisamente entonces cuando se imprimieron y publicaron en tierras americanas novelas escritas por un criollo: José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827). Tres de sus cuatro novelas están literariamente en el umbral: la estructura se asemeja a la picaresca española, la inter-
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textualidad tiene un fuerte matiz cervantino y europeo, pero el contenido es ‘americano’. Estas novelas son Periquillo Sarniento (1816), La Quijotita y su prima (1818-1819) y Don Catrín de la Fachenda (escrita en 1820 pero publicada en 1832). La cuarta novela Noches tristes y día alegre (1818) es una pálida imitación de Noches lúgubres de Cadalso, y es más ejercicio de estilo que obra de creación, más europea que americana (lo que se puede explicar en parte por la situación histórica del momento).1 Conseguida la independencia y después del breve Imperio de Agustín I, el país se constituyó en República. Hasta 1867 la vida política se caracterizó por la inestabilidad, y por consiguiente también se notó en la vida social. Crear una nación se reveló difícil. Además los escritores, en varias ocasiones trocaron la pluma por la espada, para defender el país de las agresiones extranjeras, norteamericanas (1848) y francesas (1838 y 1861-67) en particular. Nada sorprendente pues, si tan sólo tres novelas han quedado en la memoria y están en las historias de la literatura. Se trata de la novela histórica anónima publicada en 1826 en Filadelfia: Xicoténcatl, del primer folletín de gran éxito: El fistol del diablo (1845-1846) de Manuel Payno y de la novela costumbrista-realista de Luis G. Inclán publicada en 1865 y titulada Astucia, con el subtítulo de El jefe de los Hermanos de la Hoja o Los charros contrabandistas de la rama. Retirados los franceses y fusilado Maximiliano I de Habsburgo se volvió a instalar la República y por primera vez desde la Independencia hubo un periodo de estabilidad política y fuerte control social: de 1876 a 1910 Porfirio Díaz gobernó el país.2 Los años de Pax porfiriana se caracterizaron cultural y políticamente por un fuerte afrancesamiento que alcanzó muchos aspectos de la vida mexicana. Sin embargo, dentro de este ambiente francófilo, numerosos fueron los autores que, como Altamirano o de Cuéllar, querían desarrollar una ‘literatura nacional’. El género narrativo floreció. Se empezaron a publicar numerosas novelas históricas como El pecado del siglo (1869) de J. T. de Cuéllar o Los mártires del Anáhuac (1873) de Eligio Ancona, por sólo citar las dos a las que aludiré, entre otras muchas. Al mismo tiempo se publicaban novelas costumbristas o realistas como las de José Tomás de Cuéllar: Ensalada de pollos (1869), Baile y cochino (1885) que forman parte del conjunto de veinticuatro novelas titulado La linterna mágica. En la misma categoría se pueden colocar las novelas de Ignacio Manuel Altamirano: Cle-
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mencia (1869), La Navidad en las montañas (1871) y El Zarco (escrita en 1888, publicada en 1901). El folletín proseguía su camino, en particular con Manuel Payno que publicó Los bandidos de Río Frío (1889-1891). Por supuesto se publicaron muchísimas más novelas y el género que llamaron ‘leyendas’ fue también muy popular, pero si bien los autores se fijan mucho en las fiestas y costumbres, el aspecto gastronómico casi no aparece. 2. José Joaquín Fernández de Lizardi Por el momento en que le tocó vivir, el uso que Fernández de Lizardi hace de la comida en sus novelas es un poco diferente del de los novelistas más tardíos y además no es el mismo en las tres novelas. El punto común entre ellas es que la vida corporal de los personajes se reduce esencialmente a la comida. En Periquillo Sarniento es donde todo lo referido a la nutrición ocupa más espacio. Primero evoca la comida que se da a los niños y les enferma, las golosinas3, y luego lo que se hace en fiestas caseras acompañadas o no de baile: se sirve algo de comer. Por eso observa: “Entramos a la sala donde se había de servir el almuerzo, que era el centro a que se dirigían todos los parabienes y ceremonias de aquellos comedidísimos comedores.” (1967a: 38)4 La observación vale para México y otras partes. Así, Lizardi lo aprovecha para citar un ‘versito’ jocoso a propósito: A la raspa venimos, Virgen de Illescas, a la raspa venimos, que no a fiesta. (1967a: 39)
Y la situación le permite al narrador (un maduro Pedro Sarniento, nombre verdadero de Periquillo) hacer algunos comentarios y utilizar palabras populares para designar la comida: “la mamuncia”, “la coca”, “la raspa” (38; 39) o jugar con recuerdos literarios. Así, al evocar los pésames “suelen comenzar con suspiros y lamentos y concluir con bizcochos, queso, aguardiente, chocolate o almuerzo, según la hora; ya se ve que habrán oído decir que los duelos con pan son menos, y que a barriga llena, corazón contento”. (1967a: 39) Fervoroso admirador de Cervantes, Lizardi no resistió la tentación de sustituir los “due-
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los y quebrantos” (Cervantes 1968: 35) que forman la comida de Don Quijote el sábado, por “suspiros y lamentos”, como si lo único importante del pésame no fuera el muerto y su familia sino la comida que se sirve y como si el velorio fuera un banquete. Era una manera indirecta de criticar ciertas costumbres, como la de ir a todos los velorios de la ciudad sin saber siquiera quién era el muerto, sólo para comer y beber gratis. Y termina su frase ensartando refranes como Sancho. Luego, siempre que el personaje está en mala situación o en una en que no le gusta, el narrador alude a lo que desearía comer o a lo que come el personaje. Como su creador, Periquillo es un criollo, y para utilizar la expresión de Cecilia Frost en Las categorías de la cultura mexicana, Periquillo ya se había “tropicalizado” (Frost 1972: 96), es decir, que era orgulloso de ser español, pero al no conocer España vivía según las costumbres locales. Y esto se observa bien cuando tiene hambre: sueña con un “pocillo de chocolate” (82, 83) y le cuesta hacer como sus compañeros de cárcel que “hacen la mañana” o sea que “desayunan con aguardiente pues están reñidos con el chocolate y el café y más bien gastan un real o dos a estas horas en chinguirito [aguardiente de caña de calidad inferior] malo que en un pocillo del más rico chocolate” (126). Así, Lizardi pone de relieve el papel de marcador social que tiene la comida o la bebida, lo que no deja de tener su excepción. La mejor comida que señala haber hecho Periquillo es la que tomó con los mendigos, ejemplos de buena organización y de solidaridad en este caso: [...] nos sirvió la Anita un buen cazuelón de chile con queso, huevos, chorizos y longaniza; pero todo tan bien frito y sazonado que sólo su olor era capaz de provocar el apetito más esquivo. Luego que dimos vuelta a la cazuela, nos trajo un calabazo o guaje grande, un vaso y otra cazuela de frijoles fritos con mucho aceite, cebolla, queso, chilitos y aceitunas, acompañado todo del pan necesario. (283)
Llama la atención que en este caso lo que come no difiere de lo que comía en mayor o menor cantidad en los figones o almuercerías cuando apenas tenía dinero. Lo que sí hace de los manjares corrientes algo apetitoso, además de las circunstancias un tanto excepcionales, es su preparación. Es la única vez en que Lizardi alude al arte de cocinar, y deposita ese arte en las manos de las mujeres del pueblo. Otra característica de la relación personaje-comida es que sólo se acuerda de lo que comía cuando no tenía dinero o apenas lo tenía y
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pasaba hambre. En la isla utópica, al principio de la tercera parte, evoca al jefe, Limahotón, el Chino, la ropa que llevaba pero de la comida, no dice nada. A partir del momento en que endereza su conducta ya no hay ninguna alusión, ni siquiera evoca lo que se sirvió el día de su boda, y no hay boda sin banquete. Esto no se debe sólo al cambio de situación económica sino al cambio de estatuto, de soltero que comía ‘en la calle’ a casado que come ‘en casa’, este espacio privado que se preserva lo mejor posible de la curiosidad ajena. El espacio privado al que tiene acceso el lector de Lizardi es la casa del virtuoso coronel Linarte, de Matilde, su esposa, y de Pudenciana, la hija de ambos, en La Quijotita y su prima, y en menor medida el de la casa de Pomposa, la Quijotita, prima de Pudenciana. En esta ocasión el narrador pone de relieve el papel de la mujer y da información en cuanto al ritmo del día (50-51). Matilde se levanta las siete, y desayuna con su hija después de la misa. Cuando la niña está en la amiga [escuela], prepara el almuerzo de su esposo. A las doce sazona el plato de su esposo que vuelve a casa a la una y un poco después comen. Por la tarde, como a las cinco o seis, toman el chocolate y cenan a las diez antes de recogerse. Pocas veces se encuentran tantos detalles. Matilde y su esposo son criollos y tienen una criada. Normalmente, Matilde no tendría por qué encargarse de las tareas caseras. Sin embargo ella es quien va a “sazonar el plato de [su] esposo” (50), y como su hermana no lo entiende, se lo explica: “[...] quiero que Linarte coma a su paladar, no al de la cocinera, y como nadie conoce su gusto ni su modo mejor que yo, de ahí es que yo misma le sazone la comida” (50). La comida casera como señal de amor: no es algo original, pero sí que parecía poco común de aquella manera en México y en 1816. También por estar en el espacio privado se alude al papel medicinal de ciertos productos. En esta ocasión se oponen las medicinas de las ‘viejas’: “la col de China, el pollo prieto molido, el azogue, la manteca y otras drogas tan inútiles como sucias” a lo que recetaba el médico: “jarabe de durazno, oximiel escilítica, hipecacuana, ruibarbo, tártaro emético…”5 (9). Queda otra oposición en esta novela: la comida de la ciudad (de la que no se dice casi nada particular) y la del campo. Marantoña, “pobre ranchera”, es experta cocinera: “Si es para la comida hecha [sic] unas tortillas que parecen un papel de blancas y delgadas, y si sus mercedes comieran de sus manos unos chiles rellenos, un mole de guajolote, una chanfaina [guiso hecho de bofes (pulmones) picados] y otros guisados
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como éstos, hasta se chuparan los dedos” (90). En La Quijotita y su prima, que se basa en constantes oposiciones entre la educación y la vida de las dos jóvenes, las oposiciones se vuelven a encontrar cuando se evoca la vida corporal y todo lo que de cerca o de algo más lejos se relaciona con la alimentación de ambas. En la última novela de Lizardi, Don Catrín de la Fachenda, la comida se evoca, pero sobre todo cuando don Catrín no tiene nada sino hambre. Don Catrín vive casi siempre en la calle y frecuenta los cafés –que empezaban a multiplicarse6– cuando espera tomar de gorra, o si no, come algo en las almuercerías, o bebe algo en las pulquerías. Acostumbrado a pasar hambre, al final de su vida Don Catrín se encuentra con Marcela, cocinera, que le “hacía mil bocaditos diferentes y bien sazonados cada día” (98) lo que contribuyó a arruinarle definitivamente la salud. Pero “entre los matadores que tuve, fue sin duda el mayor, el uso excesivo de licores” (98). Poco más dice, o le hace decir el narrador a su personaje. Sin embargo, reaparece la comida para calificar ciertas conductas, ciertos actos. Quien se enfada, se “amostaza” y cuando los jóvenes hablan mal de las mujeres, dice: “no quedó mujer conocida de México cuya honra no sirviese de limpiadientes a mis camaradas” (20), y “quedan hechas harina debajo de su lengua” (21) las buenas reputaciones. Otra expresión sabrosa es la siguiente amenaza: “[...] si me enfado, del primer tajo te he de enviar a buscar el mondongo y la asadura7 más allá de la región del aire”(25). También es la única novela de todas las que voy a evocar en que el aguardiente sirve de arma. Atacado, don Catrín se defiende: “[...] afianzado el vaso de aguardiente que tenía delante, lo arrojé a la cara de Tremendo” (27), y sigue una trifulca digna de las que ocurren en el saloon de una película del oeste. Fernández de Lizardi en las tres novelas concede cierta importancia a todo lo que se relaciona con la comida, de manera diferente según la situación novelesca. En un mundo que estaba en el umbral, los criollos de Lizardi parecen haber elegido: Periquillo casi no consume nada que no sea americano, por no decir mexicano; Matilde, criolla ilustrada gracias a todo lo que le dice su marido, no se comporta como una mujer ociosa –o sea como una gachupina–, sino como una esforzada mexicana que le prepara la comida a su esposo. En cuanto a Don Catrín, hombre soltero de su época8, frecuenta los cafés y la comida le preocupa cuando no la tiene (como Periquillo) o cuando
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la tiene en exceso. Lo más gastronómico son las expresiones y refranes de los que di algunos ejemplos.9 3. Luis G. Inclán Medio siglo después, Luis G. Inclán publicó Astucia, novela que se suele calificar de ‘campestre’. No está de más precisar que todo ocurre en aldeas, pueblos o ciudades (más o menos importantes) de provincias. Los charros no iban a la capital, en la novela. Como muchas veces están en camino, los charros contrabandistas se llevan su comida: “chocolate, pan, sardinas, bizcochos, dos botellas de vino y cuanto pudo” (49) y encuentran en la naturaleza lo necesario para subsistir, el animal humano se puede conformar con lo que tiene el animal silvestre: “Mientras me habilito de bastimento, comeré frutas que tanto abundan en estos sitios: pitahayas, garambullos [planta cactácea], plátanos, limas, guayabas […] me conformo con sólo frutas silvestres, como los jabalíes” (78-79). Para celebrar el ingreso de dos nuevos miembros en el grupo de contrabandistas, empiezan con “un gran canastón de bizcochos y queso y […] con botellas de vino y licores” y más tarde, “Mariquita les dispuso un almuerzo campirano de barbacoa10, enchiladas, nata y otros manjares apetitosos” (85). Señal del paso del tiempo: apenas aparece el chocolate. La bebida más nombrada es el vino, lo que indica que los Hermanos de la Hoja tenían una posición económica desahogada. También por primera vez aparece el arroz. En Astucia la comida es por cierto campestre pero variada y representativa del género de vida de los personajes. Ellos conocen la naturaleza y no pasan hambre porque ella es generosa. La única mujer que pasa hambre fue educada como una citadina y tan mimada que no sabe hacer nada. 4. Ignacio Manuel Altamirano Durante el período que empezó en 1876, con la restauración de la República, uno de los novelistas de mayor importancia fue Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893). Participó activamente en la política, luchó en las guerras de Reforma y contra la Intervención francesa y el Imperio. Poeta, periodista, novelista, estaba convencido de que había
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que escribir una literatura nacional y dedicó varios artículos a este tema. Recomendaba ciertos temas, relacionados con la historia nacional, y sobre todo apartarse de los modelos franceses y españoles “cuya forma es inadaptable a nuestras costumbres y a nuestro modo de ser”. (Altamirano 1992: 11) En Clemencia (1869) utiliza el episodio del Imperio y de la lucha contra éste. Si en esta novela se habla de un banquete ofrecido a los oficiales liberales para agasajarles y animarles, no hay ni una palabra relativa al aspecto gastronómico: la belleza de las mujeres que los hombres devoraban con los ojos les saciaba… La Navidad en las montañas (1871) evoca un pueblo modelo por el bienestar que reina gracias al cura que emprendió muchas reformas, introduciendo el cultivo del trigo –lo que aliviaba el trabajo de las mujeres que ya no tenían que arrodillarse delante del metate para moler el maíz–, de ciertos árboles –frutales o no– y de la ganadería. Así los campesinos no padecen hambre. Cuando alude a lo que comen, es con ocasión de la cena de Nochebuena que se caracteriza por su frugalidad y su ‘neutralidad’. Consiste en unos elementos mexicanos y otros europeos: La cena fue abundante y sana. Algunos pescados, algunos pavos, la tradicional ensalada de frutas a la que da color el rojo betabel; algunos dulces, un pudín hecho con harina de trigo, de maíz y pasas, y todo acompañado con el famoso y blanco pan del pueblo, [...]. Se repartió algún vino; los pastores tomaron una copa de aguardiente […] y a mí me obsequiaron con una botella de jerez seco, muy regular para aquellos rumbos. (1977a:111-112)
Si todos comen lo mismo, lo que aquí señala la categoría social es la bebida: aguardiente –lo más basto– para los rudos pastores, vino –algo más refinado– para los habitantes del pueblo y jerez –la mejor de todas las bebidas– para el oficial que está de paso. Ningún exceso se produce en esta aldea tan aislada que funciona como isla utópica, que representa lo que sería un pueblo mexicano ideal para Altamirano. Con El Zarco, Altamirano lleva al lector a otro ambiente, el de los ‘plateados’, estos bandidos que asolaban ciertas regiones después de la caída del Imperio y del despido de muchos soldados a los que el gobierno no podía pagar. Sólo en una ocasión Altamirano alude a la vida cotidiana, física de los plateados, y nunca a la de los habitantes de las aglomeraciones que aterrorizaban. Perseguidos por las autoridades, los bandidos se habían instalado en una cueva y Manuela, la joven raptada por el Zarco –el jefe de los ‘plateados’– la descubre:
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Por acá, y cerca de la puerta, estaba la cocina de humo, es decir, el fogón en que se cocían las tortillas, y junto al cual estaba la molendera con su metate y demás accesorios. Un poco más lejos estaba otro fogón, en el que se preparaban los guisados en ollas o en cazuelas negras. (1977b: 60)
Muy mexicana es la descripción en la medida en que alude a lo que se considera más auténticamente nacional: el metate y la molendera, indispensables para preparar la base de la alimentación, o sea las tortillas. Como en La Navidad en las montañas, la categoría social es revelada por lo que beben: “¡Vamos, aquí hay refresco! –dijo uno de los del grupo trayendo un vaso de aguardiente, de ese aguardiente de caña fuerte y mordente y desagradable, que el vulgo llama chinguirito” (60). El chinguirito ya aparecía en Periquillo Sarniento y se consideraba de lo peor (aunque algo mejor que el champurrado, mezcla de licores o brebajes alcohólicos) y para los más pobres. Si los plateados beben chinguirito es que están abajo en la escala social y moral, aunque tienen dinero con todo lo que robaron. Me parece interesante ver que Altamirano que tanto abogaba por una ‘literatura nacional’ nunca se había interesado más en este aspecto de la vida de sus personajes11, como si fuera evidente lo que cada grupo social comía y bebía. 5. José Tomás de Cuéllar José Tomás de Cuéllar (1830-1894) también intentó ‘nacionalizar’ las letras mexicanas y en las 24 novelas de La linterna mágica así como en artículos, prestó especial atención a la sociedad de su época para criticarla. Las costumbres gastronómicas no podían estar ausentes, o por lo menos un aspecto de ellas. Evoca más bien las costumbres sociales que implican la presencia de ciertos manjares o bebidas: son elementos complementarios y se nombran para ‘mostrar’ mejor las costumbres. En Ensalada de pollos, el lector se entera de cómo los pollos – nietos de los catrines de la época de Lizardi- tratan a las pollas. En este juego, ellas suelen perder y tanto que algunas acaban en la prostitución. Al llamativo título de la novela siguen no menos llamativos títulos para los capítulos. Cito algunos a modo de ejemplo: ‘De cómo una gallina vieja puede hacer un mal guisado’(cap.8), o ‘Entra en escena un gallo de pelea con buen espolón y buena cresta’ (cap.17), y
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‘Los pollos fritos’ (cap.18). Dichos títulos revelan el placer que siente el autor al jugar con las palabras y una sensualidad muy presente en la novela. Por supuesto los pollos no suelen comer en casa, frecuentan cafés y restaurantes y casas ajenas donde pueden juntar dos placeres: conquistar a la polla y comer de gorra. En este ambiente no sorprende que la lista de comestibles sea mucho más breve que la de las bebidas. Sin embargo, se nota un sensible cambio que revela el afrancesamiento de la vida en la capital: ya no comen tortilla, frijoles o chalupitas [tortas de maíz], sino “vol-au-vent”, “queso fermentado de Gruyère”, “ostiones” y “jamón de Westfalia”.12 Además la modernidad ya entró con las “latas de pescado en aceite”. El fenómeno también vale para las bebidas: mexicanas quedan algunas como las aguas de colores, la horchata, la chía13, el agua de tamarindo o de limón, pero como no son bebidas alcohólicas se reservan a las mujeres. Los hombres prefieren “catalán” (no sé si vino o cava), “ajenjo”, “licor”, “cognac”, “chartreux verde”, “licor de los Benedictinos”, “Aya Pana”14 y “vermouth de Torino”, sin olvidar el vino. Como lo demostró Josefina María Moreno de la Mora en su artículo “Ensalada de pollos, de José Tomás de Cuéllar, y el discurso alimenticio”: “[...] las referencias explícitas a los alimentos [...] cobran tal relevancia que sin este elemento sería imposible el texto” (2000: s.p.), y enumera los diferentes campos en los que intervienen dichas referencias. Como lo señalé para otras novelas, la comida es descripción del ambiente, marcador de clase social, y puede ser antecedente o sustituto de la cama, es arma eficiente para persuadir y llevar a cabo la conquista y la bebida puede ser recurso contra el dolor y remedio para darse ánimo, o huir de la realidad. En Ensalada de pollos el narrador llega a comparar la novela con la misma ensalada e invita al lector a dejarse llevar de la gula literaria. La crítica que hace a toda esa clase ociosa que despilfarra los bienes suyos y ajenos cuando y cuanto puede, que no respeta ninguna norma moral ni social parece así más amena, pero si la mezcla resulta fácil de tragar, no deja de ser amarga. Y como lo mostró Heriberto Frías en su novela El último duelo (1896), las consecuencias podían ser mortales. En su novela Frías narra cómo un personaje borracho afrenta a otro en el curso de una orgía, y a causa de los rumores se baten en duelo ocasionando la muerte de un joven periodista, y la ruina de la reputación de otro.
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En Baile y cochino (1885) de Cuéllar utiliza más o menos los mismos procedimientos pero limitándose al ámbito del baile que se organiza en una casa. La situación que se describe se asemeja mucho a la que evocaba Fernández de Lizardi en Periquillo Sarniento: llegan muchos invitados que no son conocidos por la familia que invita, son los inevitables gorrones que cometen los mismos excesos, en particular con la bebida. Las novedades culinarias, las refinadas bebidas francesas han destronado en gran parte y en estas circunstancias15 lo tradicional mexicano, pero detrás de la fachada no cambia nada: el mexicano/la mexicana no sabe portarse bien, se deja llevar por sus instintos, no conoce la mesura. Dos observaciones finales acerca de José Tomás de Cuéllar. La primera es que en su novela histórica El pecado del siglo, sólo utiliza personajes actantes españoles que comen y beben al estilo español. La segunda es que, no resisto la tentación de señalarlo, en un artículo publicado en Estampas del siglo y titulado ‘En el Tívoli del Eliseo’ los comensales almuerzan los platos siguientes: “mondongo a la lionesa”, “pollo a la Marengo”, “huevos a la placa”, “petit poison [sic] a la crème” (y precisa luego que se trata de pescado) y “jamón York Lazañas al Málaga” (s.p.). No da indicación relativa a lo que bebieron pero probablemente cualquier vino preferentemente francés o húngaro, otro vestigio del Imperio y de la Intervención. El Tívoli era uno de los cafés que los pollos frecuentaban y se encontraba en la esquina Calzada de Bucareli con calle del Puente de Alvarado, o sea en el mismo centro de la ciudad. Una escena del mismo tipo con un menú casi igual se encuentra en Ensalada de pollos, y sirve para deslumbrar a la polla y hacer ver al lector que la pobre no conoce nada de lo que come y dice burradas. El volver a utilizar para una escena semejante el mismo menú o revela las limitaciones del género costumbrista/crítico o el descuido del autor, posibilidad que no se puede descartar, cuando vemos la tan abundante producción de de Cuéllar. 6. Manuel Payno La obra que más información da sobre este aspecto gustativo de la narración mexicana es de Manuel Payno (1810-1894): Los bandidos de Río Frío (1889-1891).16 Bien se merecería un estudio aparte porque hace intervenir todas las clases sociales y en cada ocasión da información no sólo sobre lo que comen y beben sino también sobre las coci-
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nas, los comedores, manteles, vajillas, etc. Para no extenderme demasiado sólo citaré unos ejemplos. En el rancho de don Espiridión así se presenta la cocina: La cocina estaba en el corral y era de varas secas de árbol, con su techo de yerbas, lo que en el campo se llama cocina de humo, con sus dos metates, una olla grande vidriada para el nixtamal16, dos o tres cedazos para colar el atole y algunos jarros y cántaros. Se guisaba en tres piedras matatenas y el combustible lo ministraban los yerbajos y matorrales que rejuntaba un peón en el cerro. (I,1: 3)
En cuanto al comedor18, en esta ocasión no lo describe pero sí precisa que tiene un tinajero en el que está la vajilla: “[...] se componía de una variedad de platos, vasos, tazas, y pocillos de todos los tamaños y colores, interpolados con muñecos de cera y naranjas secas, doradas y benditas, restos de monumento del curato del pueblo” (I,1,3). Y para rematar la descripción de este aspecto de la vida ranchera, precisa: La base de la alimentación era el maíz en sus diversas preparaciones de atole, tortillas, gordas, chalupitas, tamales, etc… A esto se añadía el chile, el tomate, la leche, carne, pan, bizcochos los domingos, lunes y a veces duraba la compra hasta el martes o miércoles. Doña Pascuala se permitía el lujo de un buen chocolate con gorditas calientes [véase foto] con manteca, pues había adquirido esta costumbre mientras vivió con el cura, y la imitó fácilmente su marido. Solían sacar para el chocolate, cuando había visitas dos mancerinas de plata maciza, que habían comprado en el Montepío, […] cenaba en familia un buen plato de frijoles, sus tortillas calientes y un vaso de tlachique.19 (I,1: 4)
Por supuesto, el domingo y si había visitas todo se mejoraba: un mantel bordado, la mejor vajilla de la familia y una comida más variada y de más categoría que incluía “pan, bizcochos, fruta, carne, chicharrón, chorizos, longaniza y recaudo [especias]”(I,1,4). También puede la comida ofrecerse en señal de agradecimiento, como cuando Cecilia – propietaria de una trajinera y de un puesto bien abastecido de frutas y verduras– agasaja al Licenciado Lamparilla (I, 42: 238-241) que aceptó intervenir en ciertos asuntos. Al terminar la comida para la que Payno se complace en enumerar los platos servidos, el Licenciado concluye: “¡Qué comida, qué guisos tan sabrosos! Yo creo que si San Pablo tiene gusto, no comerá en el cielo más que a la mexicana.” (I, 42: 239)
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Gorditas potosinas [Urquiza, Ignacio. 2005. Éste no es un libro de cocina sino una sabrosa historia de 30 años. México: AM editores: 75.]
En el extremo más bajo de la escala social y gastronómica están los Agachados:
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Catherine Raffi-Béroud Así se llamaban los puestos de comida que había en el Callejón de Tabaqueros. Los manjares eran las sobras y desechos de las casas, que vendían las cocineras, y calentaban, revolvían y recomponían las vendedoras. Se podía comer pollos, costillas y guisados por medio real. Muchos pedían cuartillas de escamocha [sobras o sopa de mala calidad]. (I, 42:245)
A lo largo de la novela y de sus 758 páginas, todos los aspectos posibles del tema gastronómico o alimenticio aparecen, en todas las clases sociales. Pero lo que sí se privilegia es la función social de la comida, el momento en que los miembros de una familia, de un grupo gremial, o de una tropa de soldados se reúnen y comparten el sustento. Es por cierto una función muy tradicional, de acuerdo con la propia ideología de Payno, la que le llevó a aceptar ser senador durante el porfiriato. En diversos aspectos, las novelas de Payno y Los bandidos de Río Frío en particular, tienen un parecido con las novelas de Lizardi, pero sin su afán moralizante. Para Payno, hay que procurar que el lector se divierta, sin salirse totalmente de la realidad pero sin ponerla radicalmente en tela de juicio, curiosamente, en cuanto al aspecto culinario Payno es/sigue siendo totalmente mexicano en un ambiente de afrancesamiento; ¿es que no se podía ridiculizar lo extranjero que tanto gustaba a las élites y a los gobernantes de su época?20 ¿No le gustaba esa comida extranjera? ¿no la encontraba adaptada al país? Es curioso observar que una de las últimas novelas del siglo parece cerrar un círculo que empezó con la primera novela, en cuanto a la estructura y a cierto realismo, pero lo que difiere es precisamente el tema culinario. Periquillo, el criollo, suspiraba por chocolate y comía cualquier plato o platillo porque era más barato. En la novela de Payno ya no hay criollos, todos son mexicanos, comen mexicano y si la ocasión se presenta comida francesa o inglesa, pero no la valoran más que la mexicana, si nos fijamos en la deformación voluntaria de las palabras.21 La comida/bebida es el símbolo de la nación y vale cuando es mexicana. La comida/bebida extranjera está presente con más frecuencia en las novelas costumbristas. 7. Xicoténcatl y Los mártires del Anáhuac Lo que queda por examinar rápidamente son dos novelas en las que la comida/el arte culinario está totalmente ausente o apenas aludida. En Xicoténcatl (1826) no hay ninguna alusión a la comida y en Los márti-
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res del Anáhuac (1873) de Eligio Ancona sí se alude a ella, pero una vez y para describir el ceremonial que rodeaba a Moctezuma cuando comía. Publicada poco después de la Independencia, Xicoténcatl se sitúa en la época de la Conquista, cuando Cortés llegó a Tlaxcala y combatió contra el joven Xicoténcatl antes de que éste tuviera que someterse a los ancianos de Tlaxcala y seguir a Cortés antes de ser ejecutado. En esta novela la ‘República de Tlaxcala’ aparece como un modelo de equidad, de política sabia y los españoles no la entendieron, la destruyeron antes de establecer su dominación: aniquilaron lo que no era mexicano. El conflicto ideológico es muy fuerte, y ocupa todo el espacio novelesco. Por consiguiente no se da ningún detalle ni sobre el paisaje ni sobre la vida cotidiana, la ropa o la comida, ni entre los tlazcaltecas ni entre los españoles. En Los mártires del Anáhuac, publicada seis años después del fusilamiento de Maximiliano, Ancona recrea el México de la época de la Conquista (en un implícito paralelo con la Intervención francesa y el Imperio) y lo más importante es el conflicto entre los ‘aztecas’ (que representan la nación de origen) y los españoles conquistadores y avasalladores, y cómo se resuelve el conflicto. No cabe duda de que lo bueno estaba del lado de los aztecas. En dos ocasiones se evocan banquetes siempre calificados de espléndidos. La comida de Moctezuma con su ceremonial y su refinamiento se describe ampliamente (443-444) e incluso se indica que “se hallan reunidas la producción [sic] de todos los climas y de los países más remotos […] todo, en suma, cuanto hubiera apetecido para el banquete más espléndido del mayor potentado de oriente”.22 (444) En total contraste está lo que pasa del lado español: “Allí encontraron una mesa servida, Dios sabe cómo, porque la colonia no nadaba en la abundancia” (429). Pese a ello, y sin prestar atención a lo que parece contradictorio, el narrador especifica que los huéspedes, nobles indígenas, “supieron hacer honor a la ilustre cocina europea” (429).23 Pero hay algo más sorprendente todavía. El personaje femenino indígena, Geliztli, mantenida prisionera por Cortés se escapó y el sumo sacerdote la convenció de asesinar a Cortés: sólo tendrá que poner una droga narcótica en su bebida. Y allí reside para mí la sorpresa: la bebida elegida es una “botella de vino” (542). Los aztecas también disponían de bebidas alcohólicas, pero no de vino. Ancona no da ninguna explicación. Queda la posibilidad de
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que sólo se haya considerado como medio para cometer el crimen, o para estigmatizar el gusto de los españoles por el vino. En estas dos novelas la recreación de un pasado lejano se centra esencialmente en el conflicto entre conquistados y conquistadores, interpretado en términos ideológicos del siglo XIX y no quedaba espacio para otros aspectos. Incluso las múltiples intrigas amorosas tienen esta función ideológica. 8. Conclusión De este paseo gastronómico por la narrativa mexicana del siglo XIX, se pueden sacar unas conclusiones, no muy originales. La comida/gastronomía aparece como marcador social, sobre todo al principio del siglo, y el arte culinario aparece ligado a la mujer, tanto en Periquillo Sarniento como en La Quijotita y su prima y al final del siglo en Los bandidos de Río Frío. La composición de una comida, los alimentos que se sirven son significativos de la situación sociohistórica, de la ideología del autor y de sus intenciones críticas o no. De esto depende el grado de presencia de la gastronomía en la novela: desde la total ausencia a una presencia esencial, reguladora de las relaciones humanas. En todo caso el proceso de evolución que se observa en este sabroso aspecto va unido al proceso de construcción identitaria. Y se recorre el camino desde el criollo que sueña con chocolate pero bebe pulque si no tiene otra cosa, a una situación en que todo mexicano come mexicano. Los que se afrancesan forman parte de una minoría bastante criticada, por de Cuéllar en particular. La bebida añade otra diferencia: la hay destinada a la mujer (respetable) y la hay para los hombres (y algunas mujeres de no muy buena vida). Una última observación: es sobre todo en las novelas de Fernández de Lizardi donde la metáfora culinaria es la más abundante y variada, aunque de Cuéllar juega con mucho placer con estos términos. El apóstol de la literatura nacional, como a veces se le llama a Ignacio Manuel Altamirano, no se interesó demasiado en el asunto, y sólo en La Navidad en las montañas evoca una cena especial. A todo lo largo del relato, lo que quiere mostrar es lo que sería el mexicano ideal: él que consigue mantener el equilibrio entre lo mexicano y lo europeo. El relato es una utopía, también en cuanto a la comida. El autor que más abre el apetito del lector es Payno. Lo que ya se obser-
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vaba en El fistol del diablo –un gusto por describir comidas, cafés y restaurantes– se desarrolla en Los bandidos de Río Frío y se sirven platillos de todas las categorías posibles en la sociedad de su época. México ya era una nación. Notas 1
Durante el período que va del fusilamiento de Morelos, en 1815, a 1820, los españoles parecían haber vuelto a dominar la situación. 2 De 1880 a 1884, oficialmente, era presidente Manuel Gónzalez, hombre de paja de Porfirio Díaz, por lo que se suele considerar que durante todo el período imperó el gobierno de Díaz. 3 Es interesante observar que en Periquillo Sarniento no precisa en qué consistían dichas golosinas. Sin embargo, en La Quijotita y su prima, es algo más explícito, dice lo que son e indica que no hay que dárselas: “peritas verdes, tejocotes, chicharrón ni otras porquerías semejantes” (Fernández de Lizardi 1967b: 9), siendo el tejocote un fruto parecido a la ciruela. 4 Para todas las novelas que citaré, indicaré después de la cita sólo el número de página que remitirá a la edición indicada en la bibliografía. 5 ‘Oximiel’: una preparación farmacéutica que se componía de una mezcla de 2/3 partes de miel y 1/3 de vinagre con la que se hacía un jarabe./ ‘Escilítica’: probablemente aluda a las virtudes de la cebolla./ ‘Hipecacuana’: planta medicinal, emítica, tónica, purgante y sudorífica./ ‘Tártara’: planta euforbiácea, purgante, emético o vomitivo. 6 Véase Clementina Díaz de Ovando, Los cafés en México en el siglo XIX. 7 ‘Mondongo’: intestinos y panza de las reses/ ‘Asadura’: conjunto de entrañas de un animal. 8 En eso, Don Catrín es el antepasado de los ‘pollos’ de de Cuéllar. 9 Hay que observar que en varios artículos –y desde los que salieron en El Pensador Mexicano, en 1812– Lizardi evocó las prácticas alimenticias de los que asistían al teatro y que en la Pastorela en dos actos, le organiza a Bato un banquete particularmente revelador de la posición ideológica reformadora del autor. Para más detalles, ver Raffi-Béroud, En torno al teatro de Fernández de Lizardi. 10 Campirano o rústico. La barbacoa se hacía cociendo la carne en el suelo, entre brasas. 11 Tampoco se fijó Altamirano en este aspecto de la vida mexicana en sus artículos costumbristas. 12 ¿Será un resto de las costumbres gastronómicas del Imperio? Bien puede ser, si se considera que Maximiliano importó muchos productos europeos para el uso de la Corte y el suyo, deslumbrando a sus invitados que le quisieron emular. 13 Chía: planta herbácea, puesta a remojo da una bebida refrescante. 14 Planta que viene de la isla de Francia o de la isla Mauricio y tiene un valor medicinal indudable: fortifica y es aperitiva y digestiva. Se preparaba en infusión como el té. Se podía utilizar para aromatizar pasteles, cremas y helados. Me basé en Dumas, Le grand dictionnaire de cuisine [traducción mía].
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En otras circunstancias, en la misma novela, un pollo manda comprar tortillas y mole para su concubina, madre de sus hijos a los que visita, y su concubina pertenece a una clase social mucho más baja y por consiguiente no afrancesada, sin esnobismo. 16 Hubiera podido utilizar también El fistol del diablo, novela constantemente citada para este tipo de detalles gustosos, pero la representación social más estrecha limita mi placer de lectora. 17 Maíz cocido en agua de cal que sirve para hacer tortillas después de molido. 18 En el capítulo 42 de la primera parte, apenas alude a la sala en que Cecilia ofrece comida a Lamparilla, pero en el capítulo 50 de la misma parte se describe ampliamente el comedor de una rica hacienda. 19 Tlachique: aguamiel, pulque a medio fermentar. 20 Autores posteriores no se privaron de ridiculizar este afán europeizante, como Aridjis en Adiós mamá Carlota. 21 A veces se puede notar cierta ironía cuando habla de “rosbises” y “bisteses” (239). 22 En esta descripción del banquete de Moctezuma se observa una fuerte intertextualidad con las Cartas de relación de Hernán Cortés y sobre todo con la Verdadera historia de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, escenas comentadas en este volumen por Kim Huyge. 23 Esta observación muestra claramente que la reconstrucción del pasado no es histórica ni arqueológica sino invención adaptada a la ideología del siglo XIX.
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“Comida para todos.” Costumbres culinarias en la novela de la revolución mexicana Carmen de Mora En consonancia con la diversidad de enfoques que presentan las novelas de la revolución mexicana, el contexto culinario en ellas es también muy variado y, con frecuencia, cumple funciones diferentes, siendo una de las más significativas la revelación de los conflictos sociales entre las clases privilegiadas y los campesinos. Dado que el estallido de la revolución mexicana movilizó dentro de un mismo movimiento a grupos antagónicos y procedentes de distintas regiones, las referencias a la comida testimonian las peculiaridades locales y la integración de las cocinas regionales en la cocina nacional. Las novelas seleccionadas para examinar estos aspectos son: El águila y la serpiente, La sombra del caudillo, Los de abajo, Apuntes de un lugareño y El resplandor.
“La revolución mexicana –escribe Paz– es un hecho que irrumpe en la historia de México como una verdadera revelación del ser mexicano.” (Paz 1993: 279-280) Se refiere a que fue entonces cuando los mexicanos se reconciliaron con su historia, rescataron el pasado, lo asimilaron e integraron en el presente. También la hora en que “el pueblo rehúsa toda ayuda exterior, todo esquema propuesto desde afuera y sin relación profunda con su ser, y se vuelve sobre sí mismo”. (Paz 1993: 292) El estallido revolucionario movilizó dentro de un mismo movimiento a grupos antagónicos y pertenecientes a lugares distintos dentro del panorama nacional. A pesar de su carácter espontáneo e improvisado sirvió para poner de manifiesto los grandes problemas que habían quedado solapados en la historia de México, sobre todo el problema agrario, íntimamente vinculado a la población indígena. El protagonismo de las masas campesinas en el movimiento –tan magníficamente captado por los muralistas y por algunos escritores como Azuela o Magdaleno– sacó a la superficie un México hasta entonces prácticamente sumergido. En ese contexto, la novela surgió de la necesidad de dar cuenta y de explicar a través del arte un fenómeno
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tan complejo y de tan extraordinario alcance. La mayor parte de los novelistas pertenecía a la pequeña burguesía provinciana y apoyaba los ideales utópicos y de justicia social que acompañaron la revolución maderista. Algunos de los rasgos genéricos que presentan estas obras, producidas entre 1915 y 1948, son conocidos: el sesgo autobiográfico, la fidelidad a los acontecimientos históricos, la búsqueda de una identidad nacional, el carácter episódico de los hechos, la ausencia de prédicas y especulaciones teóricas, el aliento épico de las acciones militares, la actitud crítica y con frecuencia desencantada de la Revolución, el dinamismo narrativo mediante la incorporación de técnicas cinematográficas, el contenido social e histórico y la presencia de los líderes revolucionarios en muchas de sus páginas.1 Pero las obras más representativas son muy distintas unas de otras, aunque tienen en común el asunto tomado del contexto histórico de la Revolución.2 Como afirma Rogelio Rodríguez Coronel (1975: 9): “No existe un ejemplo que abarque la totalidad del proceso revolucionario, con todas sus aristas, matices y peripecias. No hay una vocación globalizadora en el novelista de la Revolución.” Uno de los logros del movimiento fue favorecer la consolidación de la unidad frente a las diferencias regionales y desarrollar una cultura nacional. Naturalmente las variedades regionales atañen a numerosos factores que van desde las peculiaridades lingüísticas o paisajísticas, entre muchas otras, hasta la gastronomía, que constituye nuestro objeto de interés en este caso. La cocina nacional mexicana es fruto de un largo proceso de gestación que solo cristalizó a mediados del siglo XX.3 En ese proceso la comida de las clases bajas jugó un papel fundamental, como se deduce del testimonio recogido por Pilcher: “Diana Kennedy, la más destacada autora de libros de la cocina mexicana, y Craig Claiborg, el crítico de comida del New York Times, describieron la cuisine mexicana como “comida campesina elevada al nivel de un arte sofisticado”.” (Pilcher 2001: 18-19)4 La presencia de mexicanismos en la literatura culinaria matiza más aún el carácter nacionalista de la gastronomía.5 Desde los cronistas y Sor Juana en la época colonial pasando por Los bandidos de Río Frío (1889, 1891) de Manuel Payno, las vivencias culinarias infantiles de José Juan Tablada (1937), las Memorias de cocina y bodega (1953)6 de Alfonso Reyes, Los recuerdos del porvenir (1963) de Elena Garro, la Cocina mexicana (1972) de Salvador Novo, hasta el archiconocido Como agua para chocolate (1992) de
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Laura Esquivel, las referencias gastronómicas son recurrentes en la literatura mexicana. Inclusive el segundo manifiesto de los estridentistas, aparecido en Puebla, en 1923, termina con el grito irónico de “¡Viva el mole de guajolote!” como colofón de la actitud iconoclasta y antipatriota que sostenían. A pesar de que en muchos casos, la proximidad de los hechos históricos no les permitió a los escritores enjuiciar la Revolución con la objetividad necesaria, en estas novelas se proyectan las tensiones sociales y políticas que enfrentaron a la sociedad mexicana en muy diversos planos. El contexto culinario cumple una función importante en este sentido porque, con frecuencia, sirve de detonante para que estallen los conflictos o se manifiesten las peculiaridades y diferencias sociales y regionales. Dada la diversidad de autores que integran la llamada novela de la revolución mexicana, he elegido para acercarme al tema que nos ocupa un corpus de cinco novelas que lo tratan de manera distinta. 1. Gastronomía y política en las novelas de Martín Luis Guzmán El águila y la serpiente (1928) y La sombra del caudillo (1929)7 son dos de los mejores exponentes de la novela de la revolución. Fruto del interés de su autor por plasmar la historia política de México, la penetrante visión que nos transmite –principalmente en La sombra del caudillo– sobre los mecanismos que presiden la política de los gobiernos revolucionarios no tiene parangón en este género y aun ha servido de modelo para los narradores mexicanos a lo largo del siglo XX, entre ellos Rulfo (Pedro Páramo) y Fuentes (La región más transparente).8 El águila y la serpiente (1928), que se publicó en el exilio madrileño de Guzmán, es muy autobiográfica y está organizada mediante escenas y episodios reales, basados en su experiencia de la Revolución. Abarca el período comprendido entre 1913, cuando el autor se marchó a Cuba y Estados Unidos huyendo de Huerta, y 1915 en que emigra nuevamente a Estados Unidos. En su mayor parte, el libro presenta una serie de retratos de los líderes y representantes de la Revolución que había conocido, entre los que destaca particularmente el de Pancho Villa. Aparecen en él varias referencias culinarias al hilo de los distintos desplazamientos que realiza el autor. De todas, destaco dos que por tener lugar en la zona fronteriza con los Estados Unidos
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permiten apreciar dos fenómenos relacionados con la ambivalencia de la frontera: una zona en la que convergen las influencias mutuas entre los espacios separados –entre cocina mexicana y norteamericana, en lo culinario– y la necesidad de afirmación identitaria frente a los otros. Una tiene lugar en casa de Vasconcelos –antiguo compañero suyo del Ateneo de la Juventud– en San Antonio, Texas. Allí había llegado el autor, junto con Salvador Martínez Alomía y Alberto J. Pani, tras un penoso viaje desde La Habana en el Virginie, una especie de buque fantasma en el que habían estado sometidos a un estricto régimen de pan, vino y queso. Después de tan duras jornadas, en la modesta casa que ocupaba Vasconcelos como político mexicano desterrado en los Estados Unidos, Guzmán saborea los olores mañaneros de la harina en el horno, la vainilla y la canela en los dulces de leche, y el perfume del café, antes de disfrutarlos en la mesa: Poco después, sentados a la mesa, lo distante de aquellos perfumes se nos concretaba en la materialidad de un desayuno a la vez sobrio, suculento y – quiero atreverme a llamarlo así– de fina calidad estética. En él predominaban lo blanco y lo claro, o, en todo caso, la crema. Se derretía la mantequilla en los butter, calientes y humeantes, de masa tierna y esponjosa como algodón de harina9; la negrura del café se perdía en la blancura de la leche; brillaban los vasos de agua clara, y en la gran dulcera de cristal nadaba en almíbar la cuajada de los chongos morelianos. (Guzmán 1978: 226)
Siendo San Antonio una zona próxima a la frontera entre México y los Estados Unidos, el desayuno de Vasconcelos es un mestizaje entre la tradición americana –los butter (butter cake) calientes– y la mexicana –los chongos morelianos10–, un postre de leche típico cuyo origen se remonta a los conventos de la época virreinal. Además de Vasconcelos, en los ocho días que dura la estancia en San Antonio, tuvieron la compañía de Samuel Belden, abogado revolucionario carrancista, que los paseaba por la ciudad. De esos paseos, “el caballo de batalla” eran los restaurantes mexicanos que califica el narrador de “restaurantes patrióticos de cocina nacionalista sintética”: Uno a uno los conocimos todos, no obstante que el primero hubiera podido, con creces, suplir a los demás. Todos se caracterizaban por una misma especie de minuta sobre una misma especie de mesas; en todos había un mismo culto de los colores patrios y una misma efigie del cura Hidalgo –porque el solo patriotismo mexicano íntegro y absoluto es el de la Independencia y la bandera–, y en todos, por supuesto, comíamos los mismos manjares sabrosísimos, tan sabrosos, que por momentos resultaban de un mexicanismo
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excesivo o desvirtuado por interpretaciones demasiado coloristas de nuestro color local. (Guzmán 1978: 228)
Se alude aquí a la expansión de la cuisine mexicana en forma de cadenas en las que se consumen ciertos productos como los tacos, burritos, frijoles y tamales principalmente, que se han exportado internacionalmente debido a la influencia de los Estados Unidos, donde son firmas norteamericanas las encargadas de su producción. Guzmán se refiere a la estandarización de ciertos productos limitados que supuestamente representan a la cocina nacional en el extranjero, pero que en realidad la desvirtúan. Un precedente de los tex-mex norteamericanos. El simbolismo patriótico del decorado (los colores patrios y la efigie del cura Hidalgo) subrayan el propósito identitario en la selección de los productos culinarios que se ofrecen en el restaurante.11 La sombra del caudillo tiene un trasfondo real e histórico, correspondiente a los períodos presidenciales de Obregón y Calles, que ha permitido identificar a algunos de los personajes ficticios.12 Dos son los hechos históricos ficcionalizados; uno, el levantamiento de Adolfo de la Huerta en 1923, bajo el gobierno de Álvaro Obregón, que fue sofocado gracias a la intervención de Plutarco Elías Calles, quien contaba con el apoyo de Obregón para sucederlo en el gobierno. A consecuencia de ello, Martín Luis Guzmán, que apoyaba a Huerta, se vio obligado a abandonar el país y se marchó a España. El segundo episodio está basado en el levantamiento del general Serrano, candidato a la presidencia de la República, contra el gobierno de Calles por haber aprobado la modificación constitucional que permitía la reelección del presidente aunque no de forma sucesiva, lo que favorecía a Obregón. El general fue asesinado junto con sus partidarios en Huitzilac, en la carretera que va de Cuernavaca a México, el tres de agosto de 1927. Guzmán decidió escribir la novela cuando tuvo noticia en España de la matanza.13 El exilio favoreció sin duda que La sombra del caudillo pudiera ver la luz, pues, como afirma Luis Leal, apareció “años antes de que en México se pudiera discutir en público el asesinato de Huitzilac”. (Leal 2002: 714) Ermilo Abreu Gómez ha destacado certeramente que esta novela difiere mucho del modelo episódico de Los de abajo, construido a base de escenas representativas de la lucha entre las distintas facciones revolucionarias: “Aquí se presenta el panorama urbano y político –de trasfondo criollo– con sus aguas turbias, tan turbias que semejan lodo.” (Abreu Gómez 2003: 489) Un esquema que se repite en otras
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novelas, como Se llevaron el cañón para Bachimba, de Rafael N. Muñoz. El momento histórico es posterior al período bélico, se ocupa de la Revolución hecha ya gobierno. Además, Los de abajo, como su mismo nombre indica se focaliza principalmente en el pueblo llano, mientras que en La sombra del caudillo, el juego está entre “los de arriba”, los que se disputan el poder. Hay dos secuencias representativas relacionadas con la comida: ‘Banquete en el bosque’ y ‘Brindis’. 1.1 ‘Banquete en el bosque’ Desde El Banquete de Platón se mostró que la gastronomía cumplía, además de la función alimenticia que le está destinada, otra de carácter social, tan representativa como aquélla, que surge del placer de la mesa. En el siglo XIX, el escritor francés Brillat-Savarin escribió una Fisiología del gusto en que hablaba de la influencia de la gastronomía en los negocios, pues los hombres, hasta los que están más cerca del estado natural, suelen tratar los asuntos de importancia en la mesa. La razón radica en que un hombre satisfecho no es igual que uno en ayunas, y la mesa establece vínculos entre los comensales y los hace más aptos para recibir ciertas impresiones o someterse a influencias. De ahí nació la gastronomía política: Las comidas se han convertido en un instrumento de gobierno y la suerte de los pueblos se decide en los banquetes. Esto no es una paradoja, ni una novedad; sino una simple constatación. Si se repara en todos los historiadores, desde Heródoto hasta nuestros días, se verá que, sin exceptuar las conspiraciones, jamás ha ocurrido ningún gran acontecimiento que no hubiese sido concebido, preparado y dispuesto en los festines. (Brillat-Savarin 1866: 54, mi traducción)
Siguiendo, pues, la tradición de que los mejores negocios se hacen en la mesa, el general Ignacio Aguirre, ministro de la Guerra, es invitado a comer por un grupo de políticos en el famoso Restaurante de Chapultepec construido durante el régimen de Porfirio Díaz. El banquete es descrito muy pormenorizadamente, pero en ningún momento se hace referencia a ningún plato, solo la bebida adquiere protagonismo. El hecho no es casual, pues en este caso la comida está subordinada a lo político. Se describe el momento del aperitivo y posteriormente el de la comida, y se enumeran los comensales principales y el lugar que ocupaban, siendo el de honor para el ministro Aguirre.
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Durante el aperitivo, uno de los camareros, familiarizado con los gustos de Aguirre, le trae una botella de coñac Hennessy-Extra, bebida preferida de Aguirre que es un leitmotiv en La sombra del caudillo.14 Emilio Olivier Fernández, el más extraordinario de los agitadores políticos de aquel momento, fue quien distribuyó los sitios cuando pasaron al comedor, con objeto de convencer a Ignacio Aguirre del apoyo que tenía para proclamarse como candidato a la presidencia de la República, frente a la candidatura del general Hilario Jiménez.15 Los manjares y vinos, mencionados así en términos generales, sirven como pretexto ideal para insinuar velados propósitos políticos que iban soltándose entre brindis y bocados mientras se encendían los ánimos. Después, algunos de los reunidos, los más representativos, siguen la juerga en la casa de unas amigas de Olivier Fernández, en realidad una especie de burdel, donde de nuevo se reúnen alrededor de una mesa para charlar y beber cerveza –excepto Aguirre, que, acompañado por Encarnación, beberá su cognac favorito. Animados por la bebida y encandilados por las mujeres alternan los discursos sobre temas sociales y políticos con la oratoria propia de una asamblea política o una sesión del Congreso. 1.2 ‘Brindis’ Otro banquete, más importante aún, tiene lugar con motivo de la convención del Partido Radical Progresista reunida en Toluca para proclamar el candidato a la Presidencia de la República. Olivier Jiménez, verdadero cerebro del evento, le dio instrucciones al general Catarino Ibáñez, gobernador del Estado de México, sobre los preparativos de la Convención. Hay que señalar que, en un principio, el candidato iba a ser Hilario Jiménez. De ahí que todos los participantes estuvieran predispuestos hacia él y que Catarino hubiera mandado colocar con letras de oro en las tarjetas del menú “Banquete para celebrar la designación del C. General Hilario Jiménez como candidato del P.R.P. del E. M. a la Presidencia de la República”. Poco antes de la convención Olivier se vio obligado a cambiar de candidato, que ahora resultaba Ignacio Aguirre, y así se lo hizo saber a Catarino, quien no estaba de acuerdo pero tuvo que resignarse. Todo lo que sucederá después será consecuencia de estos tejemanejes políticos. Como señala Luis Leal, Catarino es el personaje más grotesco de la novela; gracias a su olfato para los negocios y a sus habilidades políti-
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cas, de repartidor de leche a domicilio, se había convertido en un gran hacendado y “dueño de las mejores vacas de la República”. (Leal 2003: 712) Catarino había organizado una comida digna de las circunstancias en el mejor restaurante de Toluca. Estando ya todo el mundo reunido, esperó para anunciar el banquete cuando (…) los mil indios de la manifestación roían sus huesos y sus tortillas en el jardín de la casa incautada. Entonces, vuelto hacia Olivier, hacia Mijares, hacia Axkaná, exclamó con sencillez revolucionaria de trazo espléndido: -¿Comida para unos? ¡Pos comida para todos! 16 O no se malician ustedes que también nosotros tenemos derecho a vivir ?... ¡Ándenles, muchachos: vamos a tomar el mole! (Guzmán 2002: 93)
El comentario no cayó en el vacío y más tarde, ya en plena comida, al traerlo a colación Olivier derivaría en una pelea violenta. No es casual que la disputa comenzara antes de servirse el mole, plato nacional y “símbolo de la nación mestiza mexicana”, en términos de Pilcher. (2001: 50)17 Uno de los comensales elogió el guacamole que les habían servido previamente, a lo que respondió el hacendado: -¿Le gusta, amigo? Pues ya lo ve usté: este guacamole es el mismo que están comiendo allá, con sus tacos de barbacoa, los compañeros que dejamos hace rato en el jardín. Y subrayaba Catarino las palabras con sonrisas de profundo convencimiento democrático. Agregó al punto: -¿Quién se atreverá ahora a decir que nosotros no sentimos a fondo la Revolución? ¿Estaríamos comiendo aquí tan contentos, sin haber asistido enantes al convite del pueblo? (Guzmán 2002: 97)
Esta intervención de Catarino provoca la réplica inesperada y contundente de Olivier que lo acusa de farsante por tales afirmaciones: El guacamole será igual (…); no lo discuto. Pero la mentira consiste en que llamas “compañeros” a los pobres indios de la manifestación y en que dices que nosotros no disfrutaríamos de este banquete si antes no los hubiéramos visto comer a ellos. Si son nuestros compañeros, ¿por qué a ellos les das huesos y tortillas martajadas, dejando, además que eso lo coman en el suelo, mientras a nosotros nos tratas regiamente? Aquí no pasamos de treinta; allá son más de mil. Sin embargo, estoy seguro de que la comida nuestra va a costarte lo doble o lo triple de lo que pagarás por la mísera barbacoa de los que vinieron a gritar tus vivas y tus mueras. (Guzmán 2002: 98)
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Con sus palabras, Olivier desenmascara la demagogia y el racismo de Catarino, que, en realidad, se aprovechaba de los indios para sus intereses políticos. La disputa verbal entre los dos no tiene desperdicio. Astuto como era, cuando ya estaba bastante borracho, Catarino aprovechó para darle la réplica y denunciar el chaqueteo político de Olivier (al cambiar de candidato a la Presidencia), quien arrojó una copa de champaña a la cara del gobernador y desencadenó una batalla campal en que los comensales sacaron los revólveres y volaron platos y botellas. Todo el episodio está contado en términos tragicómicos. Con humor, pero también con bastante amargura, Guzmán rompe con la tradición del banquete como ágape fraternal para dejar al descubierto la corrupción y la degradación de la vida política. El banquete organizado para comer ‘el plato nacional’ se convierte en una metáfora de la lucha de intereses por el poder y pone en evidencia el clasismo racista y la división social entre el pueblo, los indios en este caso, y sus dirigentes. 2. Pobreza y tortillas en Los de abajo En Los de abajo (1916) de Azuela, donde los personajes pertenecen a las clases más humildes, el hambre y la falta de comida contribuyen a la casi ausencia de referencias gastronómicas. Hay un episodio con elementos costumbristas que ocurre cuando, después del enfrentamiento con los federales en el cañón de Juchipila, Demetrio Macías, herido, y sus hombres tomaron rumbo hacia el Norte. En el camino iban encontrándose con algunos serranos que al verlos en tal estado les daban algo de comer: “¡Gracias a Dios! ¡Un alma compasiva y una gorda copeteada de chile y frijoles nunca faltan! –decía Anastasio Montañés, eructando.” (Azuela 1988: 15) Al atardecer, se acercaron a unas “casucas” que había en una explanada para pasar la noche: “Eran unos cuantos pobrísimos jacales de zacate, diseminados a la orilla del río, entre pequeñas sementeras de maíz y frijol recién nacidos.” (Azuela 1988: 15) La mujer que los acogió, “Señá Remigia”, solo pudo ofrecerles lo mismo que les habían ofrecido los serranos, chile y tortillas: “[...] tenía güevos, gallinas y hasta una chiva parida; pero estos malditos federales me limpiaron.” (Azuela 1988: 16) Igualmente modesto es el desayuno (una olla de leche) que le ofrece Camila a Demetrio. En otro momento se describe a la mujer desnuda arriba de la cintura, pasando y repasando su nixtamal, esa masa preparada con
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maíz y con cal destinada a la elaboración de las tortillas.18 El proceso de elaboración de las tortillas en la forma artesanal es bien conocido: primero se hervía el maíz en la cazuela con cal. Luego, las mujeres arrodilladas molían el nixtamal en una piedra de moler con tres patas (metate). Por último, mediante palmadas, se iban formando discos delgados que se cocían en el comal o cazuela. La imagen plástica de la mujer desnuda repasando el nixtamal, rescata la asociación que existía en el imaginario mexicano del acto de moler maíz con la sexualidad femenina, recurrente en los pintores costumbristas del XIX. (Pilcher 2001: 98) Interviene en esta secuencia uno de los alimentos básicos de la cocina cotidiana: las tortillas. A propósito de éstas y sus ingredientes, como el maíz, los frijoles y el chile, a fines del siglo XIX se impuso la creencia en la debilidad de los indígenas por su afición al maíz frente al trigo. Fue el llamado discurso de la tortilla del senador Francisco Bulnes19, que preconizaba la inferioridad nutricional del maíz. Llegó a imponerse en el discurso de la élite durante la época de Porfirio y se prolongó en el pensamiento revolucionario que consideraba las tortillas “como uno de los indicadores básicos de pobreza y retraso”. (Pilcher 2001: 141) Que sea ésta prácticamente la única referencia gastronómica de Los de abajo y que se recurra a ella para describir la vida miserable de los campesinos indica que Azuela estaba familiarizado con el discurso de la tortilla y probablemente suscribía la tesis de Bulnes. Existe, en efecto, cierto interés en esta novela por los hábitos alimenticios, de bebida y curativos de las clases bajas. Un ejemplo es el comienzo revelador de la segunda parte: “Al champaña que bulle en burbujas donde se descompone la luz de los candiles, Demetrio Macías prefiere el límpido tequila de Jalisco.” (Azuela 1988: 73)20 Frase que preside los capítulos relativos a la violencia, el robo y el saqueo de las tropas revolucionarias. Se contrastan también los remedios curativos caseros, propio de una sociedad atrasada, frente a la medicina basada en conocimientos científicos que practica Luis Cervantes. Así, para curar las hemorragias de sangre del jefe revolucionario, la mujer partió un pichón en dos y “aplicó calientes y chorreando los dos pedazos del palomo sobre el abdomen de Demetrio”. (Azuela 1988: 31) Sólo Cervantes, con las medidas que toma, conseguirá sanarlo. Lo mismo sucede en El resplandor de Mauricio Magdaleno: el peyote se utiliza como paliativo para dolores fuertes, yerba del toro para cicatrizar, epazote colorado como antídoto, la infusión de orinas de un toro curaba las fiebres graves; Apolonio Juárez, uno de
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los personajes, juraba que el excremento del tlacuache, un marsupial mexicano, puesto a hervir con otros yerbajos e ingerido al acostarse con una buena dosis de alcohol, le había aliviado los dolores de costado que padecía. Y en Arráncame la vida (1988), de Ángeles Mastretta, Andrés Ascencio muere envenenado por beber habitualmente un té de limón negro. Con arreglo a la visión negativa y desesperanzada que demuestra Azuela, la comida en esta novela sirve o bien para caracterizar los hábitos alimenticios de las clases más pobres o para sugerir metafóricamente los efectos destructivos y degradantes de la Revolución, como sucede en una escena muy simbólica en que Demetrio y Cervantes se encuentran en el cuartel: Luis sintió un vértigo. La cerveza regada parecía avivar la fermentación del basurero donde reposaban; un tapiz de cáscaras de naranjas y plátanos, carnosas cortezas de sandía, hebrosos núcleos de mangos y bagazos de caña, todo revuelto con hojas enchiladas de tamales y todo húmedo de deyecciones. (Azuela 1988: 95)
3. La cocina michoacana en la nostalgia: Apuntes de un lugareño (1932) de José Rubén Romero Apuntes de un lugareño es uno de los textos de este grupo que más referencias gastronómicas contienen. Se trata de una narración autobiográfica o una biografía novelada que evoca con nostalgia la vida del autor desde 1890 hasta 1813, cuando tenía veintitrés años, y fue escrito en España cuando era cónsul general en Barcelona.21 Siendo niño, Romero vivió hasta los siete años en Ciudad de México donde su padre había establecido una casa de comisiones, pero los negocios le fueron mal y la familia tuvo que regresar a Michoacán, a Ario de Rosales, un pueblo al sur de Pátzcuaro. Allí el padre recibió la prefectura de un distrito. Muchas de las observaciones pintorescas de los Apuntes salieron de los recorridos que el escritor hacía con su padre por los lugares del distrito en razón del cargo que ocupaba: “[...] la vida del autor y de los suyos, de los parientes, los amigos, los contertulios y los vecinos y los sirvientes, será el tema obligado y gustoso de su obra.” (Castro Leal 1975: 352) La novela narra su vida hasta que se instaló en Morelia (1912) como secretario particular con Miguel Silva, gobernador del estado de Michoacán; a través de él conoció a Madero. Con Victoriano Huerta en el poder, Silva renunció al gobierno. Rome-
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ro continuó en el cargo con otros dos gobernadores, pero tuvo que salir huyendo cuando llegó como gobernador el general Jesús Garza González, agente de Huerta, porque su vida corría peligro. Las circunstancias de lejanía en que Romero escribió el libro explican el tono evocador y gozoso de la escritura, verdadera recuperación de olores y sabores del terruño. Romero cuenta en el libro las repercusiones que tuvo la revolución maderista en Ario de Rosales, el pueblo donde vivió. Los alimentos y comidas, junto con la gente, los paisajes, las costumbres y expresiones populares, pertenecen a los recuerdos placenteros de la infancia y juventud del autor. Están asociados principalmente a la vida familiar y también a fiestas, excursiones, paseos campestres y escenas costumbristas. En lo culinario, como corresponde a la vida tradicional de la sociedad provinciana, sobresale la figura de la madre: “[...] pasaba largas horas en las mañanas frente a los fogones de la cocina, preparando cositas sabrosas a las que todos éramos afectos.” (Romero 1978: 12) Fue de ella de quien escuchó por primera vez la palabra revolución. Y resulta curioso que mujer, revolución y cocina estén aquí asociadas de manera espontánea, porque ello deja entrever algo más importante: el papel que han jugado las mujeres y la vida doméstica en la formación de las identidades nacionales. (Pilcher 2001: 19) La breve referencia que hace al tiempo que su madre le dedicaba a la cocina indica que todavía no había llegado a Ario el cambio de costumbres propio del desarrollo industrial que liberaría a las mujeres de la dedicación casi religiosa que les exigían las laboriosas comidas caseras. Los platos, postres y frutos mencionados en el libro no siempre pertenecen a la cocina michoacana de forma exclusiva sino que se encuentran también en otras cocinas regionales, sobre todo las más cercanas a la región de Michoacán. Precisamente el intercambio de productos y hábitos alimenticios entre distintas regiones, propiciado por el movimiento revolucionario, contribuyó a la creación de una cocina nacional. Vasconcelos, en Ulises criollo, describe una profusa variedad de productos de diferentes lugares, a veces con verdadera glotonería: la gastronomía cosmopolita que podía conseguir su familia en la ciudad fronteriza de Piedras Negras y las cenas improvisadas en las mesas populares de la Plaza del Comercio. Las golosinas y frutas que los vendedores ponían a su alcance en las paradas que hacían durante el viaje de Durango a Campeche: varas de limas, cestos de
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fresas o de higos, aguacates, cajetas de leche en Celaya, camotes en Querétaro y “turrones de espuma blanca y azucarada”. Evoca también con fruición los dulces de frutas que podían saborearse en los portales de Toluca. Y entre todos esos alimentos ensalza las bondades de la fruta tropical y de la cocina campechana, en su opinión, “la mejor del país”. (Vasconcelos 2000: 111)22
Chongos zamoranos (Foto de Pedro Rotger-Salmer) Martínez, J.M. S.f. Postres y dulces mexicanos. s.l.,Ediciones Castell: 19.
Volviendo a los Apuntes…, un ejemplo de la importancia que tiene la comida para Romero son los dos detalles asociados a la escuela que guarda en la memoria: haber conseguido un plato de cajeta quemada en una rifa y los paseos campestres llevando en su morral “sabrosas gorditas de maíz rellenas de arroz, de longaniza y de frijoles”. (Romero 1978: 11) La cajeta, dulce de leche original de Celaya (Guanajuato), recibe el nombre de las cajas de madera que se utilizaban para empacarlo. Alfonso Reyes comenta a propósito de éste y de otros dulces de leche americanos que, a comienzos de siglo, las madres solían imponerles a las muchachas la elaboración de este dulce como penitencia y castigo: “Lo cierto es que el tal postre exige, para que la
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leche no se queme y no se pegue al fondo del cazo, una agitación de varias horas que agota cualquier resistencia.” (Reyes 1953: 110) Entre las comidas, hace referencia a la chachalaca en chile verde, el aporreadillo (comida típica de Michoacán consistente en huevos revueltos con carne y bañados en salsa que van acompañados de tortillas), el tamal, que solía ser un plato festivo, mole y cordero asado. A propósito del mole y del cordero, se queja el narrador en su libro de haberse visto obligado en una ocasión en que se encontraba en las fiestas de la Virgen de madera, en Santa Clara, a aceptar “cuanto plato de mole o de cordero asado se nos ofrecía. Vieja costumbre que no admite excusas. La repulsa de un plato de estos guisos es una ofensa que los indios no perdonan jamás”. (Romero 1978: 66) Y entre los postres típicamente michoacanos menciona los chongos zamoranos (véase foto), elaborados a base de leche (a la que se añaden pastillas de cuajo, azúcar y canela), cuyo origen se atribuye a los conventos zamoranos. Con el sensualismo y plasticidad propios de su estilo, tan benéficos para la expresividad de las evocaciones, con motivo de un viaje familiar a Pátzcuaro, mediante el recurso de la evidencia, describe el mercado de los viernes en la plaza y dibuja ante los ojos del lector la variedad de frutas de los pueblos michoacanos expuestas en el petate del arriero: “[...] los aguacates charolados de Tacámbaro, las chirimoyas aterciopeladas de Ario, los carnosos mameyes de Pedernales, y las guayabas olorosas de Jacona.” (Romero 1978: 39)23 Y por las mañanas “como un chico glotón, recorría los portales y el mercado en busca de antojitos sabrosos: requesones, toqueras (de maíz verde), uchepos” [tamalitos de maíz en Michoacán]. (Romero 1978: 44) Los platos regionales se mezclan con otros que tienen carácter nacional, como los ya citados (tortillas, tamales, frijoles, mole, etc.) y el pozole, sopa preparada con un tipo especial de maíz llamado cacahuazintle a la que se agrega sal, carne de cerdo o pollo, así como otros ingredientes. En la bebida destaca el rompope (licor preparado con yemas de huevo de gallina, vainilla, canela, almendra molida, leche de vaca, azúcar y alcohol) que tradicionalmente se considera un producto creado en los conventos virreinales de Puebla. No falta un elogio del “chocolate de metate molido en casa, oloroso a canela, sopeado en la intimidad del hogar con rosquitas doradas de manteca”. (Romero 1978: 75) También Alfonso Reyes, en Memorias de cocina y bodega, después de haberse lamentado en el Descanso XI, de que en México estaba desapareciendo el noble arte de hacer café, se consuela en el capítulo
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siguiente con que los mexicanos todavía conservan el clásico chocolate, “los cacaos de Moctezuma, ya amargos y en agua a la vieja moda, ya dulces y en leche a la moderna”. (1953: 118)24 Recuerda también su presencia en los cronistas –en Cortés, Díaz del Castillo, Oviedo, Acosta–, su introducción en Europa y los cambios que fue experimentando en Europa y en América. En suma, la apología de la cocina regional y la mezcla entre platos regionales y nacionales que se da en Apuntes de un lugareño constituyen una muestra del papel que desempeñó el estallido revolucionario en el protagonismo que adquirió la vida provinciana y en el sincretismo que caracteriza la cocina nacional. 4. La mala alimentación en El resplandor (1937) de Mauricio Magdaleno En esta novela, la más importante del autor, todo gira alrededor del mundo rural indígena y sus condiciones de vida antes y durante la Revolución. Como dice uno de los personajes: “El problema del indio (…) es el problema de México (…). Cuando se cumplan los ideales de reivindicación de los revolucionarios, no habrá pobres en México. Lo que necesitamos es incorporar al indio a la civilización, ¡para que te lo sepas!” (Magdaleno 1978: 907) Palabras que revelan el sentir de Mauricio Magdaleno y estaban en el programa de los sucesivos gobiernos revolucionarios que se esforzaron por incorporar a los campesinos en la comunidad nacional. (Pilcher 2001: 121) En la novela, dos pueblos otomíes, San Andrés y San Felipe, pertenecientes al estado de Hidalgo, situados en una tierra yerma en donde nunca llovía, se disputan a muerte las aguas de la cuenca del río Prieto que quedaba junto a la hacienda ‘La Brisa’25 y significaba para ellos la supervivencia. Las únicas tierras fértiles de la zona pertenecían desde los tiempos de la Conquista a la familia Fuentes, propietaria de ‘La Brisa’, que las mantenía sin cultivar. En ese contexto de miseria y desigualdad social, cuando todavía vivía don Gonzalo Fuentes, estalla la Revolución y con ella nuevos episodios de violencia. Los alzados atraían a los indios con falsas promesas de comida y prosperidad. Uno de ellos, Cavazos, llegó a convertirse en un verdadero mito para los otomíes: Hablaba de vegas feraces como paraísos para la hora del triunfo, de mucho maíz –cargas y más cargas de maíz– y de mucho frijol para el pobre, de un
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Carmen de Mora gobierno justo y de tranquilidad para todos. Los reunió en la plaza, trepado sobre la piedra del camino real y les dijo: “-Yo les traigo de comer. Los que no le tengan miedo a la muerte que me sigan.” (Magdaleno 1978: 856)
El maíz y el frijol, en efecto, junto con la calabaza y el chile eran los cuatro alimentos básicos de la dieta mesoamericana.26 Tras uno de los numerosos enfrentamientos a cuchillo entre los de San Felipe y San Andrés por el agua de río Prieto, que terminó con ocho muertos y quince heridos, los de San Andrés se encaminaron con los muertos al cementerio mediante un ritual en el que vestían sus mejores ropas, las mujeres engalanadas con zarcillos y collares de “vistosas cuentas de vidrio” (Magdaleno 1978: 860), y acompañados de una banda. Al llegar la comitiva al cementerio, en cada túmulo acomodaron tortillas con chile verde, pepían pulque y flores porque de noche saldrían las ánimas a devorar el banquete. Magdaleno hace referencia aquí a una costumbre ancestral, muy arraigada en México, la de las ofrendas a los muertos, que se remonta a la época prehispánica. A pesar de la influencia del culto católico, en plena revolución mexicana, estas poblaciones conservaban sus prácticas mágicoreligiosas cuyo origen está en el culto que las razas autóctonas les rendían a sus muertos mediante ofrendas, en la creencia de que la muerte era una continuación de la vida. La idea de que la personalidad del muerto se conservaba a pesar de la desaparición del cuerpo determinaba en parte la elección de la comida: “El diablo de Pío Luna, la Iguana, fue hombre de un apetito que daba miedo, y por su parte Servando y Gil, cuando se ponían a comer tunas, se acababan fácilmente el ciento de coloradas.” (Magdaleno 1978: 861) Más adelante se explica que tres veces al año, el día onomástico del muerto, el del patrono del rancho y el dos de noviembre, los vecinos de San Andrés de la Cal acudían al cementerio durante toda la mañana y la tarde “atiborrando las sepulturas de carne con chile, tortillas y pulque”. (Magdaleno 1978: 866) La acción de la novela se focaliza principalmente en la comunidad indígena de San Andrés de la Cal, una tierra estéril de pedernal, salitre y cal, “comida por la erosión” (Magdaleno 1978: 847), que recuerda algunas poblaciones rurales del microcosmos rulfiano como Luvina o Comala. Incluso en determinado momento se les llama a los habitantes “los hijos del páramo”. (Magdaleno 1978: 852)27 La situación límite en que viven los indígenas a causa del hambre y la miseria les lleva a cifrar sus esperanzas en Saturnino Herrera, más conocido por
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el coyotito28, un mestizo que siendo muy niño quedó huérfano y fue adoptado por el patriarca de la comunidad. Más tarde, el gobernador del estado de Hidalgo lo ayudó a salir de la pobreza al escogerlo para que estudiara en Pachuca. Transformado en candidato a Gobernador del Estado, y casado con la heredera de ‘La Brisa’, Matilde Fuentes, Saturnino decide volver a San Andrés de la Cal y utilizar al pueblo para conseguir sus objetivos políticos. Con el señuelo de construir una presa y hacer las tierras fértiles, mientras se construye la presa los hace trabajar en las labores de ‘La Brisa’ que hasta entonces había permanecido abandonada por su última propietaria, doña Matildita Fuentes. Convertido ya en gobernador y terrateniente, Herrera deja la hacienda en manos de un capataz y se marcha a la ciudad. Pronto descubren que aquél en quien habían puesto todas sus esperanzas los había engañado vilmente. Los indios se rebelan contra el capataz y lo matan. Saturnino, después de haberse vengado de los indios, le deja la administración de la finca al tendero Melquíades Esparza, personaje ambicioso y rastrero. De acuerdo con el ambiente indígena de la novela las referencias a la comida están asociadas a las costumbres de los otomíes y al propósito de denuncia y reivindicación social que urde la trama. Tienen que ver con el hambre de los indios y las falsas promesas de quienes los explotan en sus haciendas, sin olvidar la manipulación que ejercen sobre ellos al emborracharlos de pulque para acallar las protestas. La afición al pulque era tan común entre campesinos y proletarios que Justo Sierra llamó al alcoholismo el mal del siglo. Cuando Saturnino Herrera regresa a San Andrés con las falsas promesas de prosperidad organizan una comida en la que sirven mole de guajolote y coñac, y Saturnino manda a comprar pulque para el pueblo. Como es de sobra conocido, el pulque, es una bebida elaborada con el jugo o aguamiel que se extrae del corazón de las pencas del maguey y se fermenta, forma parte de toda una cultura popular en torno a esta planta que constituye un verdadero icono identitario.29 Bajo el porfiriato, las leyes agrarias favorecieron el latifundismo, que quedó en manos de colonizadores nacionales o extranjeros y dio lugar a una época de esplendor de las haciendas pulqueras. La familia Fuentes en El Resplandor explota una rentable plantación de maguey utilizando a los indios como peones en un régimen de semiesclavitud y bajo vigilancia para evitar robos:
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Todavía oscuro, a las cuatro de la mañana, ya andaban, ya andaban los aguamieleros sacando el pulque para repletar las doscientas barricas diarias que vendía “La Brisa”. El jayán atravesado había puesto guardias que cuidasen que los indios no llevasen la bebida a sus jacales. Y después de raspar las magueyeras, a reventar de necesidad, mirando por todo el día arder los cielos feroces, sin un signo de agua. (Magdaleno 1978: 883)
En cambio cuando acuden los indios a Pachuca para apoyar la candidatura a gobernador de Saturnino Herreran, – “el inmaculado revolucionario”, en palabras del vate Pedroza (Magdaleno 1978: 938)– frente a su rival, se produjo un sangriento enfrentamiento entre los partidarios de uno y otro bando, pero sí les repartieron comida y pulque: “En un parque, por el lado de los mesones, se repartía a las turbas el yantar. Llegaban los camiones repletos de barbacoa, de barricas de pulque y de refino, y eran asaltados como un botín, menudeando los empellones y toda suerte de violencias para obtener un buen recaudo.” (Magdaleno 1978: 941) Convertido ya en gobernador, Saturnino Herrera regresa a ‘La Brisa’, donde lo esperaban los indios para pedirle justicia frente a los abusos del capataz Felipe Rendón y reclamarle todo lo que les correspondía, de acuerdo con las promesas que les había hecho antes de conseguir el cargo. Herrera, con astucia, para ganarse su voluntad y quitárselos de encima, les ofrece pulque gratis: -¿Dónde anda Bonifacio? Aquí traigo doce barricas por orden del amo para que las reparta Bonifacio. ¡Pulque, pulque! Tornaron a apretarse los grupos, porfiando por llevarse una barrica cada uno, y Bonifacio se abrió paso entre la turba y se hizo cargo del presente. Lo distribuyó equitativamente. (…) Toda la tarde bebieron, y al calor del pulque afloraron las monótonas tonadas, el canto de la tierra en que la tristeza gime en el bordoneo de las guitarras. (Magdaleno 1978: 967)
El resplandor es probablemente la novela que con más contundencia y pasión supo denunciar el problema económico y social del indio, y con él la frustración de las expectativas que había generado el movimiento revolucionario entre las clases más pobres. 5. Conclusión La lectura de estas obras pone de manifiesto una variedad de perspectivas en el enfoque de la cuestión culinaria acorde con la visión que cada autor se proponía proyectar acerca del momento histórico trata-
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do. Tal diversidad encaja en la naturaleza variopinta de las novelas, que registran recuerdos y experiencias autobiográficas, con frecuencia de carácter viajero, episodios históricos y retratos de líderes, desenmascaran los entresijos de la vida política o denuncian la explotación y marginalidad de la población indígena. Algunos escritores, como Vasconcelos y Romero, hablan de los productos de la tierra y de la comida con una sensualidad y glotonería capaces de abrirle el apetito a lectores. En Azuela y Magdaleno, la alimentación o su ausencia están asociadas a la denuncia de las desigualdades sociales. En Martín Luis Guzmán se emparejan la gastronomía y los negocios políticos. En todas, el contexto culinario refuerza la estructura de la obra y entra en correlación con los demás elementos que articulan la semántica textual. Y si bien las referencias a la comida revelan las tensiones sociales entre las clases privilegiadas y los campesinos, al mismo tiempo testimonian la progresiva integración de las cocinas regionales en la cocina nacional favorecida por la dimensión convergente del proceso revolucionario. Notas 1
Véase al respecto el prólogo de Antonio Castro Leal a La novela de la Revolución Mexicana. (1978: 17-30) 2 Adalbert Dessau distingue tres fases: una primera en que la literatura participa en el movimiento revolucionario de masas (1920-1928); una segunda de florecimiento (1928-1938) que empieza tras el viraje de Calles, en que algunos escritores se aproximan a la clase obrera y a la ideología marxista; y una tercera (1938-1947) en que ocupan el primer plano las cuestiones formales. 3 Como explica Pilcher: “Sólo a mediados del siglo XX surgió una cocina nacional incluyente que combinaba las tortillas de maíz indígenas con el pan de trigo europeo.” (2001: 15-16) 4 Según Pilcher “una creciente clase media urbana, confiada en su identidad mestiza, se apropió de los alimentos populares de las calles y del campo y proclamó que representaban la cocina nacional mexicana”. (2001:16) 5 Así ocurrió en El cocinero mexicano (1831), probablemente el primer recetario impreso en el país y el más influyente. (Pilcher 2001: 79) 6 En este libro se ocupa Reyes de la literatura gastronómica y de diversas cocinas internacionales, destacando de la mexicana el chocolate y el mole de guajolote, dos productos culinarios con carácter nacional. 7 La novela, escrita en el exilio madrileño, apareció primero en versión periodística, a través de los avances que fue enviando desde el 20 de mayo de 1928 al 3 de noviembre de 1929 a tres diarios: La Opinión de Los Ángeles, La Prensa de San Antonio y El Universal de la Ciudad de México. En 1929 fue publicada con importantes modificaciones por la editorial Espasa-Calpe de Madrid.
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En principio, tenía pensado escribir una trilogía, pero los acontecimientos precipitaron sus planes; así se lo confiesa a Rand F. Morton en una entrevista: “Había estado planeando una trilogía que haría un resumen de la vida política de México. El primer volumen había de tratar de una manera novelística de la derrota de Carranza por Obregón. La segunda de la asonada delahuertista y la tercera del régimen callista y sus maquinaciones políticas.” (Morton 1949: 122) 9 Supongo que se refiere a los hot-cakes, que –según Pilcher– se impusieron a finales de los cincuenta entre las familias de clase media en México por influencia norteamericana. 10 Para su elaboración, a la leche se le agregan pastillas de cuajo, azúcar y canela. El plato resultante consiste en glomérulos suaves de leche en almíbar de exquisito sabor y consistencia. 11 Cuando se trata de una situación política, el interés culinario de Guzmán se desplaza hacia otros aspectos. En Nogales, Alberto J. Pani y Guzmán eran invitados cada día a cenar con Carranza. En lugar de describir los manjares y bebidas llama su atención el lugar que ocupaban los colaboradores de Venustiano Carranza en relación con su jefe por las implicaciones políticas que conllevaba ese hecho. “Era como vivir sujeto –escribe Guzmán– a una función social sui géneris casi palaciega –aunque al lado del monte– y que duraba poco.” (Guzmán 1978: 236) Lo mismo sucede con la cena de bienvenida en casa del general Iturbe, en San Blas, a la que asistieron unas veinte o veinticinco personas. Describe la sencillez de la habitación acorde con la personalidad del general, la humildad de la vajilla y de los vasos, pero sobre todo la cena le sirve de pretexto para detenerse en la personalidad de Iturbide y en sus convicciones revolucionarias que analiza con una penetración sicológica admirable. 12 El Caudillo, cuyo nombre nunca se menciona en la novela, es Álvaro Obregón; el personaje central, el general Ignacio Aguirre, ministro de la Guerra, se basa en dos generales norteños que fracasaron en sus aspiraciones presidenciales: Adolfo de la Huerta, derrotado en la rebelión de fines de 1923 y Francisco F. Serrano. Hilario Jiménez –ministro de Gobernación– está inspirado en Plutarco Elías Calles y el diputado Axkaná resulta en cierto modo una proyección del autor y representa ‘la conciencia revolucionaria’. 13 José Emilio Pacheco ha escrito una excelente crónica de este episodio tremendo titulada ‘Crónica de Huitzilac’, basada en informaciones de los periódicos de la época, donde reconoce, al final, que el verdadero beneficiario de la matanza fue Calles. 14 Rafael Olea Franco explica en una nota al texto de la edición de Ayacucho que en ese detalle (en el gusto de Aguirre por esta bebida y por abrir siempre una botella nueva) se copian rasgos del comportamiento del personaje histórico Francisco Serrano. (en Guzmán 2002: 240) 15 Este mismo personaje, Olivier Fernández, cuando constata que la situación se le escapaba de las manos y que el Caudillo apoyaba a Jiménez, decide tramar un plan nuevo: abandonar a Ignacio Aguirre y apoyar a Hilario Jiménez. Y no tardó en presentarse personalmente ante el general Jiménez para mostrarle su apoyo. 16 En el cinismo demagógico contenido en estas palabras, por la doble trampa que encierran, el autor ha querido testimoniar todo el desengaño de las promesas revolucionarias: no sólo evocan el espíritu solidario que presumían tener los dirigentes revolucionarios para con los pobres (comida para todos) y su propósito de liquidar la miseria en que vivían las masas campesinas (primera mentira); sino que están utiliza-
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das al revés: como si los privilegiados fueran los indios que están comiendo en el jardín y los necesitados, ellos, los políticos (segunda mentira). A propósito del clasismo que se trasluce en la separación entre los políticos y los indios en el banquete, recordemos que ya en la Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Bernal Díaz señalaba que los servidores del “gran Montezuma” comían después de que su señor lo hubiera hecho. Véase también el ensayo de Kim Huyge incluido en este volumen. 17 Cita Pilcher a los numerosos autores que han indagado sobre los misteriosos orígenes de este plato: “Alfonso Reyes, Carlos de Gante, Artemio del Valle Arizpe, Salvador Novo, Amando Farga, Paco Ignacio Taibo, Mayo Antonio Sánchez y Alfredo Ramos Espinosa”. Y recoge la opinión de que hacia 1680 las monjas de Puebla crearon el mole en honor del virrey Tomás Antonio de la Cerda y Aragón. (Pilcher 2001: 50) 18 La cal viva “ayudaba a aflojar la pielecilla indigerible y agregaba valiosos nutrientes, entre ellos calcio, riboflavina y niacina”. (Pilcher 2001: 26) 19 El porvenir de las naciones hispanoamericanas (1899). Tomo los datos del libro ¡Vivan los tamales! 20 Estas sugerentes palabras con una clara referencia al refinamiento francés evocan la polémica entre lo europeo y lo mexicano, lo civilizado y lo incivilizado, que se dio en México en el siglo XIX. 21 Esta combinación de costumbrismo, nostalgia y descripciones culinarias, tiene un precedente en Los bandidos de Río Frío de Manuel Payno, aunque sea una novela muy distinta y, además, de ámbito nacional, no local como los Apuntes. Véase al respecto el artículo de Ignacio Díaz Ruiz. (2001: 327-337) 22 Al recordar unas vacaciones de verano en Campeche, Vasconcelos desobedece la prohibición de comer fruta tropical porque, le decían que producía “paludismo y cólicos” y clandestinamente disfruta de “el mayor (goce) de los que da el sentido del gusto. A escondidas me aficioné a los zapotes amarillos y chicozapotes marañones, mameyes y ciruelas. La novedad me llevaba a la fruta dulce y madura, pero mis compañeros, hastiados quizá de mieles y aromas, preferían las ciruelas verdes y el tamarindo en rama”. (Vasconcelos 2000: 110) Sobre la cocina campechana escribe con entusiasmo: “A los arroces azafranados, las aves y los lechones, añade peces sin rival en el mundo, como el cazón y el robalo. Además, una variedad de ostras, cangrejos, langostas, que se traen de la playa rocallosa situada al Norte, y aparte los productos nativos, un tráfico asiduo por mar deja al mercado local buena provisión de latas, conservas y vinos a precios reducidos. –El palo de Campeche nos lo devuelven hecho vino– exclamaba mi padre a propósito de un tinto corriente que se gastaba de diario, inclusive en las mesas de los marineros.” (Vasconcelos 2000: 111) Para Rafael Olea Franco uno de los leitmotiv del Ulises criollo es “el de las gratas sensaciones asociadas al gusto, el placer derivado de la comida y la bebida”, y encuentra en el texto “un dilatado catálogo de la cultura culinaria mexicana de fines del siglo XIX e inicios del XX”. (Olea Franco 2000: 791 y 792) 23 Los mercados aldeanos y las fiestas populares eran marcos privilegiados para la exhibición y degustación de la cuisine popular. Y se sabe que Frida Kahlo solía comprar en los mercados populares los alimentos que servía en sus fiestas. 24 La bebida primitiva era fría y amarga, y se disolvía siempre en agua. 25 Su primer propietario había sido don Gonzalo Fuentes, que había llegado en la expedición de Cortés y se convirtió en encomendero.
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“El maíz, el grano básico, representaba hasta el 80 por ciento de la ingesta calórica, y proporcionaba una excelente fuente de carbohidratos complejos. Las proteínas esenciales para regenerar el tejido corporal provenían en gran medida de los frijoles que contienen más de una quinta parte de su peso en proteínas.” (Pilcher 2001: 28) Cuando Mauricio Magdaleno publica su novela, el discurso de la tortilla que tanta influencia había ejercido en las clases altas mexicanas ya había dejado de tener importancia; cuando en los años cuarenta se creó un Instituto Nacional de Nutrición, el trigo y el maíz tenían la misma importancia nutricional. (Pilcher 2001: 144) También sobre esa fecha desaparecieron los antiguos prejuicios clasistas contra los elementos indígenas y se adoptaron los alimentos indígenas como parte sustancial de la cocina nacional mexicana. 27 Sobre la relación entre los textos de Rulfo y El resplandor véase Yvette Jiménez de Báez. 28 Guilhem Olivier, en ‘Huehuecóyotl, ‘coyote viejo’, el músico transgresor ¿Dios de los otomíes o avatar de Tezcatlipoca?’ relaciona al coyote con el Dios Huehuecóyotl: “Músico lúbrico, guerrero que siembra la discordia, ladrón del fuego, héroe astuto y chismoso, el dios Huehuecóyotl, ‘coyote viejo’ aparece en las fuentes del siglo XVI como un personaje singular, atractivo y enigmático a la vez. Despierta el interés en la medida en que el intérprete del Codex Telleriano. Remensis lo identifica como al dios de los otomíes”. La referencia es: <www.eljournal.unam.mx/cultura_ nahuatl/ecnahuatl30/ECN0 3005.pdf> (consultado el 07.11.2008). Por otra parte, ‘coyote’ se le llama al descendiente de indio y mestizo. 29 Entre los indígenas precolombinos tenía un carácter ritual y de ofrenda ceremonial para los dioses. La embriaguez de los jóvenes se castigaba con severidad, excepto en las fiestas religiosas, en que se permitía. Tras la Conquista, el pulque perdió su carácter ritual y el alcoholismo se convirtió en un medio para la evasión; fue una bebida muy apreciada entre indios y españoles y con gran valor comercial. Aunque el alcoholismo resultó un serio problema en el Valle de México, las autoridades virreinales no tomaron medidas para no perjudicar los intereses de los hacendados pulqueros. Inclusive la iglesia se vio implicada: “Obligada a condenar la embriaguez desde los púlpitos, la Iglesia, sin embargo, tenía un conflicto de intereses porque algunas de las órdenes religiosas más ricas poseían grandes plantaciones de maguey”. Cfr. Reseña de Enrique Serna a Historia de la vida cotidiana en México/1.Mesoamérica y los ámbitos indígenas de la Nueva España de Pablo Escalante, en: <www.letraslibres.com/index.php?art=10819> (consultado el 07.11.2008).
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De rutina a ritual: Cotidianeidad y erotismo en la literatura mexicana Diana Castilleja La relación que se plantea en el binomio cama-comida, ha encontrado en la narrativa un terreno fértil para su manifestación. Se presentan aquí algunas variantes de vínculo propuestas por seis escritores mexicanos que, incorporando estos dos ingredientes, juegan con la arbitrariedad y plantean diversas problemáticas que se antojan ocultas, pero no ausentes, en el discurso literario.
1. Introducción No quiso la lengua castellana que de casado a cansado hubiese más de una letra de diferencia.
Sirviéndome prosaicamente de esta –misógina– cita de Lope de Vega, me atreveré a parafrasearla diciendo: No quiso la lengua castellana que de comer a coger hubiese más de una letra de diferencia.
Aunque en esta segunda propuesta, la ‘letra de diferencia’ no sea añadida, –como la ‘n’ entre casado y cansado–, sino substituida, la cercanía entre comer y coger es evidente. Cabe recordar que en los países hispanohablantes, el verbo coger tiene distintos significados connotativos; en algunos de ellos todavía es sinónimo de ‘tomar, asir, agarrar’. En el caso particular de México (así como de otros países de América Latina), coger lleva implícita una connotación sexual. En su acepción 31, el Diccionario de la Real Academia indica que: coger se utiliza en América Latina como sinónimo de ‘realizar el acto sexual’. Inclusive, algunos libros para el aprendizaje del español advierten a los estudiantes sobre el delicado –y a veces peligroso– uso de este verbo. Advierte Pau: “Mais attention, en
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Amérique latine coger signifie faire l’amour, de sorte que la paire tomar-coger péninsulaire laisse sa place à agarrar-tomar.” (Pau 2002: 16) Con este referente, es fácil comprender que al hablar de comida, el sexo vaya muy de cerca. En la lírica popular, el uso de metáforas gastronómicas para conciliar ambos placeres está arraigado desde tiempos remotos. Y son numerosos los ejemplos en donde el binomio erótico-culinario está presente. Las formas sugestivas y sugerentes de algunos alimentos han servido también de pretexto para propiciar el albur y el doble sentido: las carnes jugosas, las pieles de durazno, las boquitas azucaradas y lo picoso del chile tienen un lugar privilegiado cuando se trata de evocar sabores y saberes, y cuando se convoca la imaginación al servicio del goce. Para profundizar sobre el tema, sería interesante ver el trabajo de Aline Desentis Otálora, quien compiló 449 canciones populares en torno a la comida en El que come y canta.... Cancionero gastronómico de México, Donde se menciona que una de las tendencias de la lírica popular nos muestra “dos tipos de realidad de las mexicanas: o son frutas jugosas [...] y valen sólo mientras no se magullan, o bien, están condenadas a hacer de las cazuelas su yugo”. (Desentis 1999: 27) Una de las estrofas menos conocidas de Allá en el rancho grande (1934), canción atribuida a Silvano Ramos que da nombre a la película de Fernando de Fuentes de 1936, indica: Me enamoré de un ranchero por ver si me daba elotes, pero el ingrato ranchero me daba puros azotes.
Cuatro versos que plasman el triste destino de la mujer que se une a un hombre (normalmente pobre) y que da cuenta del más ancestral de los trueques efectuados con el fin de aplacar los apetitos todos: sexo a cambio de comida. A la lírica popular habría que añadir los refranes en cuyo ingenio compiten la riqueza culinaria e inventiva. Y a los que se recurre también para ... nombrar lo innombrable: Por ejemplo, se dice que alguien “se comió la torta antes del recreo” para indicar que se embarazó o que tuvo relaciones sexuales antes del matrimonio. La gran variedad de alimentos nos permite incluso, resumir una fracasada relación amorosa cuando “la media naranja nos da atole con el dedo, nos hace
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de chivo los tamales y finalmente nos da calabazas”. (Desentis 1999: 28) Los refranes también dan cuenta de la antropofagia amatoria: así, alguien puede ‘estar como mango’ y podemos desear ‘comérnoslo con los ojos o comérnoslo a besos’. Ojos, nariz, manos, boca, paladar, lengua y dientes serán los utensilios de los que se echará mano para conciliar y convocar a la comida y al erotismo. Siendo ambos fuentes de placer, podemos inferir que raramente, los escritores resistirán el ‘antojo’ de dejar en sus textos una probadita de lo que despierta en ellos el tema de lo culinario y lo amatorio. En el menú que proponemos a continuación, tendremos 6 textos-platillos en donde los ingredientes cama y mesa se incorporan. Intentaremos demostrar algunas de las variantes en que comida y sexo se combinan. 2. Cocina-prisión En ‘Lección de cocina’, texto aparecido por primera vez en el libro de cuentos Álbum de familia de 1971, Rosario Castellanos (México 1925 – Tel Aviv 1974), relata la fallida experiencia de una recién casada al preparar la comida. La cocina para Castellanos se torna en el espacio hiperbólico de tortura. La cocina será pues ese espacio ‘femenino’, teatro en donde se concentra lo asfixiante y lo angustioso del rol que su especie le impone actuar. El sujeto femenino, se vuelve objeto y, como subalterno, se ve forzado a aceptar la (dura) carga que le impone la tradición. ¿Cómo acercarse a este espacio hostil sin ser engullida por el mismo? Castellanos prefiere establecer una distancia intelectual, lógica e irónica mientras intenta recuperar sus referentes. Esta narración autobiográfica la hace una intelectual que anduvo “extraviada en aulas, en calles, en oficinas, en cafés; desperdiciada en destrezas”. (Castellanos 2002: 31) Haciendo un paralelo entre la carne cruda que se propone cocinar para su marido (recordemos que la vox populi indica: que ‘el amor por la boca entra’ y que ‘barriga llena, corazón contento’), Castellanos menciona: Rojo, como si estuviera a punto de echarse a sangrar. Del mismo color teníamos la espalda, mi marido y yo, después de las orgiásticas asoleadas en las playas de Acapulco. Él podía darse el lujo de “portarse como quien es” y tenderse boca abajo para que no le rozara la piel dolorida. Pero yo, abnegada mujercita mexicana que nació como la paloma para el nido, sonreía a
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Diana Castilleja semejanza de Cuauhtémoc en el suplicio cuando dijo “mi lecho no es de rosas” y se volvió a callar. Boca arriba soportaba no sólo mi propio peso sino el de él encima del mío. La postura clásica para hacer el amor. Y gemía, de desgarramiento, de placer. El gemido clásico. Mitos, mitos. (Castellanos 2002: 33)
Mediante esta visión irónica sobre la sumisión (incluida la mención sobre la postura clásica para hacer el amor), Castellanos ilustra la concepción de las tareas y el (nulo) espacio de expresión atribuido a las mujeres. Así, donde ella indica: “Él podía darse el lujo de ‘portarse como quien es’”, se lee entre líneas que él sí podía afirmar su identidad, derecho exclusivamente masculino. Mientras que ella tenía no sólo el lujo sino la obligación de “portarse como se debe”; esto es, revestirse de una identidad creada a partir de estereotipos que excluyen y discriminan a la mujer en las prácticas sociales en que ésta se desempeña. Borrarse, callarse. Burlándose del discurso dominante, Castellanos cuenta su propia versión de la luna de miel, discurso de resistencia que denuncia ‘lo disfuncional’ de las situaciones que enfrenta la “abnegada mujercita mexicana”. Así, el sexo es una actividad más que se añade a la lista de las tareas domésticas que la mujer debe ejecutar con la mayor finura y delicadeza posible. Resumido en: “el gemido clásico. Mitos, mitos”, se encierra una crítica en la que resalta que la mujer no sólo tiene que evitar el dolor del otro, sino sufrirlo y callarlo, disfrazarlo de goce, como signo del placer que el varón debe procurar. Los paralelos seguirán estableciéndose a lo largo del texto: Al tiempo en que la carne va cediendo al fuego abrasador en que se consume para finalmente resignarse y ablandarse, la recién casada intenta aceptar y doblegarse a su nueva vida; vida que ha borrado su identidad anterior al otorgarle, con el apellido, un nuevo nombre al que no se acostumbra y que tampoco le pertenece. Mientras que a su mente la abrazan y la cobijan las reflexiones, la lumbre abrasa y quema la carne hasta hacerla “soltar un humo negro y horrible”. (Castellanos 2002: 41) La intelectual encuentra rápidamente una posible solución: Lo que procede ahora es abrir la ventana, conectar el purificador de aire para que no huela a nada cuando venga mi marido. Y yo saldría muy mona a recibirlo a la puerta, con mi mejor vestido, mi mejor sonrisa y mi más cordial invitación a comer fuera. [...] Nosotros examinaríamos la carta del restaurante mientras un miserable pedazo de carne carbonizada, yacería, oculta, en el fondo del bote de basura [...]. (Castellanos 2002: 42)
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Hay otra posibilidad. No abrir la ventana, no conectar el purificador de aire, no tirar la carne a la basura. Y cuando venga mi marido dejar que olfatee, como los ogros de los cuentos, y diga que aquí huele, no a carne humana, sino a mujer inútil. (Castellanos 2002: 42-43)
La lógica que pareciera haberle faltado a la intelectual al momento de asar la carne (recordemos que, en esta representación paródica, la carne se le antoja como un ente con el que jamás había tenido contacto alguno), regresa para auxiliarla en las decisiones que van más allá de la preparación de un platillo. Inmediatamente vislumbra no una sino dos salidas. Reaccionar de manera efectiva: “abrir la ventana [y] conectar el purificador”, o hacer uso del encanto femenino (las tretas del débil, como diría Ludmer) e invitarlo a cenar, mientras que la culpabilidad no dejará de perseguirla al pensar en el “pedazo de carne carbonizada [...] oculto en el bote de basura”. O bien, asumir la ‘realidad’, y dejar que el sujeto masculino, dotado de autoridad, le quite su valía y la tache de “inútil” al no haber sabido realizar la tarea para la cual está ‘destinada’. Sabiendo que en este intento de rebeldía sobrevendrá el consabido ataque y la ofensa. Para Castellanos, la vida de la mujer termina precisamente cuando se casa y debe vivir la vida que le eligieron. Así, la vida personal de la protagonista se pretende como una alegoría de la opresión a la que están sujetas las mujeres, descrita por Rosario a quien para decirlo todo le dieron “palabras y palabras... y silencio”. (Castellanos 1998: 149) 3. Trabajo doméstico: sumisión En la misma línea de Castellanos, Rosa Beltrán (1960) nos ofrece un minicuento “Liberación femenina” de 1996, cuya breve extensión nos permite leerlo completo: Al grito de “yo no soy criada de nadie”, Juanita abandonó el lecho conyugal. Volvió pronto, porque se había olvidado de tender la cama. (Beltrán 2002: 209)
Veinticinco años separan este minicuento del texto de Castellanos. Sin embargo, aún y a pesar de que la protagonista se rebela y decide romper con las ataduras, su karma de fémina mexicana le recuerda sus deberes y dócilmente, luego de su momento de catarsis, regresa a
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tender la cama... El grito de Castellanos sigue encontrando eco en sus sucesoras. Una vez enunciada esta frase de desacato, en donde priman las pulsiones y la ruptura con la tradición, pervivirá la ley del patriarcado. Y, víctima del sistema, Juanita se convertirá en la reproductora de sus esquemas, del condicionamiento tradicional. Al grito inicial de “yo no soy criada de nadie”, sobrevendrá su resignación silenciosa de víctima social. De tal suerte que, en Castellanos y en Beltrán a la protagonista la aprisione su condición de fémina. La comida y la cama se insertan así, a la lista de quehaceres domésticos. No hay lugar para el placer ni el deseo, sino para la obligación. 4. Vagina dentada En 1962, Carlos Fuentes (1928) hechiza a las letras con Aura, descrita también como “ese cuento que Edgar Allan Poe olvidó escribir”. (Agüero 1962-1963: 15-16) En este texto, Felipe Montero lee un anuncio en el periódico que pareciera estarle destinado solamente a él: Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial. [...] Tres mil pesos mensuales, comida y recámara cómoda, asoleada... (Fuentes 1994: 13)
Montero responderá al anuncio luego de haber dejado pasar un día y comprobar que la plaza sigue vacía, como si lo estuviera únicamente esperando a él. Al cruzar la puerta de la casa ubicada en el centro de la ciudad, mirará por última vez la calle y su trajín diario e indiferenciado. La casa lo recibirá con su olor a humedad y encierro. Todo pareciera haberse enmohecido en aquel lugar que, a pesar de lo sofocante, lo incita a adentrarse aún más, como si el deseo por develar el misterio fuera mayor que su repugnancia. Se dejará guiar por la voz de una mujer entre los muros y las sombras que se desprenden de las veladoras, únicas fuentes de luz. Al llegar frente a la dueña de la casa, Consuelo, un ajado y misterioso ser que “se pierde” entre la cama y que está rodeado de “corazones de plata, frascos de cristal, vidrios enmarcados, [...] vasos [y] cucharas de aluminio” (Fuentes 1994: 15) le indicará que su trabajo es ordenar y completar las memorias de su esposo muerto hace sesenta años. A este encuentro sobrevendrá el de Aura, la compañera y ‘sobrina’ de Consuelo. Perdido en sus “ojos de mar que fluyen, [que] se hacen espuma [y] vuelven a la calma [para] inflamarse [de nuevo] como una ola” (Fuentes 1994: 18), Montero
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quedará atrapado en ese espacio verde, verde de vida, verde de muerte. El primer encuentro a solas con Aura ocurrirá durante la cena. Lo primero que remarcará es que hay cuatro cubiertos dispuestos, aún y cuando (en apariencia) solamente sean dos personas en la mesa. Con una cadencia que se antoja seductora, Aura apartará la cacerola y Felipe Montero no podrá menos que dejarse “englutir” por el juego que comienza a tomar forma. Ni el olor punzante del menú de esa noche “riñones en salsa de cebolla” y “tomates enteros asados” (Fuentes 1994: 20) será capaz de romper la magia de ese momento. Comerán en silencio Felipe tendrá que hacer esfuerzos para desviar la mirada y que Aura no lo “sorprenda en esa impudicia hipnótica” (Fuentes 1994: 20) que no puede controlar. Desea ver a Aura. Apenas desvía su mirada de ésta, necesita verla de nuevo porque se le borra, se le aleja, se le desdibuja. Felipe lo sabe, ha caído en un hechizo que la lógica le hace atribuir al aturdimiento del vino, a lo viciado del ambiente. Tratará de tocar la mano de Aura para darle una llave, pero ésta se apartará. Tendrá que conformarse con dejar caer la llave en la palma abierta. Haciendo más imperiosa la necesidad de establecer un contacto físico con ella. Así, luego de cenar, en cuanto ella abandone el comedor irá a sentarse al lugar de Aura, le es necesario acercarse físicamente a ella. Más tarde irá a buscar a Consuelo como habían previsto y la encontrará “hincada ante [su] muro de las devociones” en donde reposan las imágenes de Cristo, María, San Sebastián y los demonios sonrientes, los únicos seres sonrientes porque “en esta iconografía del dolor y la cólera [...] ensartan tridentes en la piel de los condenados [y] les vacían calderones de agua hirviente”. (Fuentes 1994: 21-22) Al acercarse más, verá las vísceras conservadas en frascos de alcohol, los corazones de plata: la señora Consuelo que murmura encantaciones e invoca otras voces. En la cena siguiente, Consuelo y Aura estarán en la mesa, nuevamente cuatro cubiertos, riñones y tomates. Felipe no podrá evitar establecer un paralelo entre ambas mujeres, cuyos movimientos están sincronizados mientras comen. El deseo por poseer a Aura, cada vez mayor será saciado esa noche. Ella dirá “Eres mi esposo”, él accederá “aliviado, ligero, vaciado de placer, reteniendo en las yemas de los dedos el cuerpo de Aura, su temblor, su entrega: la niña Aura”. (Fuen-
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tes 1994: 28) Queriendo salvarla del encierro al que la tiene sometida Consuelo, Felipe buscará a Aura para proponerle escapar de ahí. Y la irá a buscar al único lugar que seguramente le habrán asignado: la cocina. El lugar por excelencia de criados y de sirvientes al servicio de sus amos. Será la primera vez en que verá a Aura actuando con vigor e intensidad, mientras degüella un macho cabrío. Imagen detrás de la cual se pierde la imagen de una “Aura mal vestida, con el pelo revuelto, manchada de sangre, que [lo] mira sin reconocer[lo] [y] que continúa con su labor de carnicero”. (Fuentes 1994: 30) Esta imagen se le repetirá cuando entre a buscar a Consuelo y la vea “cumpliendo su oficio de aire [con] las manos en movimiento, extendidas en el aire: una mano extendida y apretada, como si realizara un esfuerzo para detener algo, la otra apretada en torno a un objeto de aire, clavada una y otra vez en el mismo lugar [...] como si despellejara una bestia”. (Fuentes 1994: 30) En estas dos imágenes se sobrepone la figura de la cocinera (Aura) y la hechicera (Consuelo), aunque el “sacrificio” imaginario que realiza Consuelo constituiría el “sacrificio” real que Aura estaba realizando momentos antes. Degollar al macho cabrío. Al macho. La cocina de Aura y el altar de Consuelo se funden y se confunden. Y atrapan al macho, Felipe, –que todavía no ha sido degollado–, pero que, jadeante y sudoroso, comprende o mejor dicho, deja que la lógica sea quien tome el lugar del deseo intentando apartar de su mente la imagen de la vieja que “despellejaba al cabrío de aire con su cuchillo de aire” repitiéndose “está loca, está loca”. (Fuentes 1994: 30-31) Imagen que, inevitablemente, le recuerda otra escena que le generó repulsión y náuseas, ocurrida en la cocina. La cocina recobra su lugar mítico como laboratorio de hechizos, de pócimas, de encantamientos. La cocinera-hechicera es una sola. Hábil artífice que nutre y que echa mano de su ancestral sabiduría, normalmente transmitida de generación en generación, para asegurar y prolongar su poder y su autoridad en ese espacio privado femenino al que se le ha delegado. En Consuelo y Aura se configura a la mujer en sus contradicciones: como santa, como un infeliz ser abandonado y como bruja. (Gómez Trueba 2002: s.p.) Sin embargo, y a pesar de que la sabiduría y los poderes de bruja de Consuelo se vinculan con el conocimiento de la naturaleza, “la búsqueda del amor eterno, conduce a los protagonistas a un estado de encierro, asfixia y esterilidad”. (Thomas Dublé 1998: s.p.) El tiempo que toma del presente-futuro la energía para fluir, permanecerá atrapado en un continuo regreso al pasado.
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A Montero lo aprisionan su apetito y su deseo, que encuentran un eco favorable en la mujer que, haciendo uso de sus hechizos/seducciones logra poseer al macho que creía dominarla. En una acción que se antoja sacrificial y tánatica, Montero sucumbirá a los rituales establecidos por Consuelo y por Aura. El escenario aquí planteado, permitirá que las más insólitas fantasmagorías se realicen, sugiriendo, además, la presencia del mito de la vagina dentada. 5. Los sentidos, termómetro del amor Lejos de cacerolas y hechizos, en 1990 Sara Sefchovich (1949) ofrece en su novela Demasiado amor, una sensual guía turística en donde protagonista y lector se pasean por rincones conocidos e insospechados de México. Concebida en dos planos que se alternan: la escritura del diario de la protagonista y un intercambio epistolar con su hermana, Demasiado amor cuenta la historia de Beatriz, mujer de 26 años y 72 kilos que con su hermana, planea viajar a Italia para abrir una casa de huéspedes frente al mar. Han decidido que una de ellas viajará para buscar la casa e iniciar el negocio. Mientras que la otra permanecerá en México para enviar el dinero necesario. El destino decide que sea Beatriz, la voz narrativa y la protagonista quien se quede en México: “Por tu culpa empecé a querer este país. Por tu culpa, por tu culpa, por tu grandísima culpa.” (Sefchovich 1994: 7) Tergiversando la oración del acto penitencial, la protagonista –quien no se confiesa sino que acusa–, comienza a narrar la pasión que la consumió y de la cual seremos testigos. Este cambio será importante en tanto que el sujeto femenino se afirma precisamente, como sujeto. Es ella quien acusa, quien vive, quien abandona: Porque tú me llevaste y me trajiste, me subiste y me bajaste, por veredas y caminos, por pueblos y ciudades [...] Y ahí iba yo atrás de ti y contigo, mirándote, bebiéndote, esperándote para que me hicieras el amor después de tanto recorrido, de tanto polvo, verdor, desolación, calor y lluvia que fuimos encontrando en este país nuestro de cada día. (Sefchovich 1994: 7)
El encuentro de un misterioso hombre en un Vip’s (una cadena de cafeterías muy conocida en México) la pondrá en movimiento, la hará conjugar todos los verbos en todas sus inflexiones y le permitirá encontrar por primera vez un sentido a su vida. Así, en apariencia pasiva, detrás de él, mirándolo, bebiéndolo, y ansiándolo, sus recorridos se
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teñirán de una fogosidad que ella no se imaginaba. El descubrimiento de México se hará a la par de su propio descubrimiento. Todos los fines de semana tendrá su cita con este hombre misterioso del que conoceremos muy poco. Salvo que es alguien culto y con medios económicos suficientes como para pasear a Beatriz y hacerla alejarse de su rutina cotidiana. Me acuerdo cuando te dio por probar todas las comidas que se hubieran inventado en este país. Fuimos por gusanos a Tlaxcala, por pan de huevo a Huejutla, por manzanas a Zacatlán, por pescado frito a Nautla...[por un] mole a Puebla y otro mole más negro a Oaxaca, por tamales a Chiapas, [...] fresas a Irapuato, dulces de cajeta a Celaya. (Sefchovich 1994: 9)
Mole poblano en una ofrenda de la Fiesta de los muertos (Cortesía de Kim Huyge).
Este desconocido traerá a Beatriz sabores, olores, lugares y placeres que, latentes, esperaban ser descubiertos para alcanzar su mayor potencial. Estos recorridos serán “un desplazamiento permanente a través de lo erótico y lo geográfico”. (Sánchez-Blake 1998: 105) La soledad hará que Beatriz comience a bajar al Vips y que encuentre a quien habría de cambiar su vida:
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Nunca podré olvidar la forma como me ignoraste cuando me senté a tu lado. [...]. Y de repente, tú te paraste y yo me paré, tú caminaste hasta la caja y yo caminé detrás de ti, tú te formaste en la cola y yo me formé atrás de ti, como advertencia de lo que sería mi vida [...]. Luego fue tu voz [...] Y la voz dijo: “dame la nota”. Y yo [...] alargué la mano y te entregué mi nota, mi nota de consumo [...] y mi nota de mujer por fin mirada [...]. (Sefchovich 1994: 11)
La actitud en apariencia ‘pasiva’ de Beatriz será guiada por el hechizo (que sin brujería) ejerce ese hombre en su vida. Hará y se dejará hacer, gozará y dejará que la gocen, probará y dejará que la prueben. Vendrán luego los experimentos más osados, los que instalan una complicidad que está dispuesta a luchar contra todas las rutinas: ¿Te acuerdas que me diste a morder galletas rellenas de crema mientras me tenías boca abajo sobre un piso fresco de barro? ¿Te acuerdas que me sentaste encima de la televisión muy untada de mermelada y muy olorosa a perfume para mirarme desnuda al mismo tiempo que veías una película en la que no sé quién bailaba vestida de rojo? [...] ¿Te acuerdas que bebiste vino blanco derramado en mis huecos mientras yo me retorcía más de ardor que de placer? (Sefchovich 1994: 20)
Mermelada, crema, vino blanco. Mujer objeto erótico, mujer sujeto erotizado. Aunque aquí el binomio dolor y placer se presenta de nuevo, la enunciación del ardor/dolor pareciera haberse asumido como una travesura cómplice en la que ambos participan y no como una voz acallada, como el reproche que nunca será escuchado. La necesidad de beber, de comer, de ingerir al ser amado (lejos de todo canibalismo) se presenta como un intento de prolongar el placer más allá del placer, vivir con amor no es suficiente, para ello hace falta demasiado amor. ¿Qué es el hambre sino el deseo no saciado? Ahora que lo ha conocido, tiene hambre de amar, por ello exigirá cada vez más la presencia de su amante. El sujeto pasivo comenzará a ‘despertar’ de su aletargamiento para exigir a su vez aquello que le da placer: Ya se me olvidaron tus rincones, esos que tan cuidadosamente exploré y que tan bien conocía. Ya se me olvidaron tus olores y sabores. Necesito otra vez recorrerte, tocarte, sentirte, para poder acordarme de todo [...] porque ya todo se me olvidó. (Sefchovich 1994: 20)
Beatriz aprenderá a estar consciente de su cuerpo, de sus sentimientos, de sus deseos, se propone un nuevo sujeto femenino que asume su libertad sexual y emocional. La soledad, nuevamente la
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soledad, hará que Beatriz baje todos los días al Vips y que en esos ires y venires, comience a hacerse de una clientela masculina a la que lleva a su departamento. Así, combinando su trabajo como secretaria y prostituta, pronto irá descubriendo y entendiendo las debilidades y los finos hilos de los cuales se agarra la vida. Cuando ve que vender su cuerpo le proporciona un beneficio económico, no se atreverá a nombrar ‘prostitución’ a su nueva actividad, para ella será un intercambio equitativo de placeres. Ella satisface apetitos y ellos satisfacen su necesidad. A lo largo de las múltiples páginas Beatriz vivirá una vida que se antoja triple. En un inicio, le ocultará a su hermana que ha conocido a un amante y, por supuesto, que se prostituye con otros más. Y a su amante no le dirá nada de su actividad durante la semana; no es que lo oculte, sino que con éste únicamente comparte una vivencia eróticoturística que a ambos satisface. Mientras avanza su relación, a la descripción inicial, en que iban descubriendo sabores y olores de platos y postres, seguirán las dudas: “¿Dónde era que olía tan fuerte a cebolla? [...] ¿Dónde fue que comimos buñuelos enormes bañados en miel? ¿Dónde era que vendían miles y miles de manzanas y olía toda la calle a esa fruta?” (Sefchovich 1994: 28) Poco a poco se irán borrando las vivencias, ésas que tan intensamente se habían inscrito en sus cuerpos. Si la memoria se empeña en borrar lo vivido ellos se empeñarán en que ello se quede un poco más en sus pieles: Y todos esos días me hablaste, me acariciaste, me abrazaste y me hiciste el amor. El amor parados, sentados y de pie. El amor vestidos, desnudos y dormidos. El amor con los dedos, con la lengua, con todo tu cuerpo. [...] El amor con frío, con agua, con lluvia, con calor. [...] El amor así y como sea, el amor. (Sefchovich 1994: 40-41)
Las enumeraciones se nos antojarán como un intento por capturarlo todo, por aprisionar la experiencia que fugaz pasa. A una lista de lugares y de experiencias sucederá otra: ¿Te acuerdas de todo lo que comimos? Probé contigo platos hervidos, asados, cocidos al fuego, al vapor y bajo la tierra [...] Me serviste calabacitas rellenas, nopales capeados, chiles en nogada, quelites, huauzontles, verdolagas, ejotes, romeritos, chayotes, chinchayotes, chayocamotes y tepecamotes [...]. (Sefchovich 1994: 80-81)
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La saturación intertextual, la acumulación de referencias, datos y argumentos, en los cuales, un lector ingenuo corre el riesgo de perderse será una de las características de esta novela. Aplicando a Sefchovich las palabras de Pitol a propósito de Yvy Compton-Burnett, diríamos que: “[n]os hallamos ante un flujo in[in]terrumpido y sincopado, críptico y nítido que no cesa a lo largo de [casi] doscientas [...] páginas.” (Pitol 1996: 93-94) En Sefchovich, el conjunto de palabras e imágenes se incrementan, pero no se desbordan. Todas ellas forman parte del encadenado, de la serie de razonamientos lógicos con los que Beatriz, la protagonista, ordena el mundo que le rodea: ¡Cómo te amo yo a ti, como a la sal, como al maíz, como al agua, como a la tierra, como al peyote encargado por los dioses de cuidar a los hombres, como al pulque mandado por los dioses para aligerar el corazón, como a la vida! (Sefchovich 1994: 91)
En Sefchovich, los elementos van encadenándose sin perturbarse ni asfixiarse, sino formando parte de los argumentos que pretenden encontrar una lógica o una explicación posible. La disposición de hechos (en apariencia ajenos unos a otros), viene a llenar los vacíos en la interpretación de las situaciones. Con ojo avizor, Sefchovich emprende una mirada a vuelo de pájaro, el más mínimo detalle tiene significado en los procesos humanos. Pero un día las cosas se empezaron a poner difíciles. [...] (Sefchovich 1994: 145) Descubrimos que los granos de elote con chile eran de lata y no de verdad. (Sefchovich 1994: 155) Y cada vez la cosa se ponía peor. [...] Vimos una abeja que destruía las cosechas, un gusano que atacaba a las vacas, [...]. Vimos subir el tabaco a un avión y sacarlo de este país. Vimos bajar el maíz de un tren y meterlo a este país. Vimos subir el dinero a un avión y sacarlo de este país. [...] Por el norte vimos entrar cajas con televisiones y salir gente sin nada en los bolsillos. [...] ¿Qué nos sucedía que veíamos lo feo por doquier? (Sefchovich 1994: 158-160)
El ritmo con el que Sefchovich construye su discurso es vertiginoso. A la mención de un hecho sigue un nombre, al nombre un lugar, al lugar una imagen, a la imagen una causa, a la causa una explicación, a la explicación una voz, a la voz las canciones populares, y a éstas
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otras voces más... En el largo abanico referencial de Sefchovich, los argumentos se suceden uno tras otro, como barajas que se echan incesantemente sobre la mesa; una sola lectura de este texto no da tiempo a la reflexión. Luego de una primera lectura, es necesario ir ‘desmenuzando’ las frases, encontrarles su valor en la sucesión de oraciones para encontrar un respiro, un instante de reflexión. De otra manera, los datos con los cuales se bombardea al lector corren el riesgo de sofocarle y de ahogarle en la avalancha de información que recibe. En lo anterior búsquese menos una crítica negativa, que la construcción del lector implícito para el que se construye el texto. Nada es dejado al azar, si aparece en el texto es porque su presencia modifica los demás componentes. Todo forma parte de la estrategia. En la narrativa de Sefchovich, ninguna relación es inocente. 6. Sabores ajenos En la relación entre cocina y erotismo, existen situaciones que van más allá del placer y la suculencia. En ‘El secreto de la infidelidad’, Ethel Krauze (1954), pone en relieve el peligroso y perverso juego de los sabores ajenos. Genoveva me era infiel. Sólo yo conocía el sonriente letargo con el que regresaba a casa después de haber estado con el otro, ese olor a gruta submarina que recorría su cuerpo [...]. A mí me tocaba el ritmo de sus muslos recién pulsados, su boca ligeramente abierta cuando se sentaba en la mecedora de mimbre y cruzaba las piernas, preguntándome cómo me había ido esta tarde y qué quería cenar. [...] Qué poderosa se veía levantándose hacia la cocina, envuelta en las saladas fragancias corporales que había traído consigo untadas como miel en los ondulantes cabellos. (Krauze 2005: 125)
El protagonista, un profesor universitario que se casó “cuando ya nadie creía que fuera a casarse” (Krauze 2005: 128), encontrará nuevos placeres al descubrir que la infidelidad de su mujer le proporciona un deleite que jamás había experimentado. Ávido de seguir probando los nuevos sabores que emanan del cuerpo de Genoveva, la incitará a continuar con sus salidas –cuidándose, claro está–, de que sepan que sabe que al cuerpo de su mujer lo habitan muchos hombres más. Cada uno de los amantes de Genoveva atizará el deleite y, emulando el relato de la sirena en brama al que se hace alusión (‘El hombre que vio las sirenas’ de Pierre Mille (1864-1941)) (Krauze 2005: 131), su marido estará obligado a contemplar el espectáculo de la manada, para ver cómo es que su amada, llevada por el signo animal que la define,
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se descoyunta sobre los machos sedientos; y cómo, pasado el trance, vuelve candorosamente a los brazos humanos que la esperan. De esta forma, en cada amante de Genoveva se cocina la promesa de un lento viaje al deseo. De la monotonía matrimonial ha pasado a una alternancia excitante que se rompe el día en que Genoveva regresa a la monogamia. Y ante sus ojos, la hembra que se le antojaba “untuosa y turgente”, se torna “lenta y pudorosa”. (Krauze 2005: 136; 137) La ansiedad por recuperar a esa mujer que era la summa de todas las mujeres, rebasa sus límites. Necesita recuperar la piel que se alimentaba de otras pieles. Recuperar a Genoveva para sí solo, significa desconocerla, perderla. La ternura con que Genoveva lo trata ahora, la niega como hembra y la reafirma como ‘madre universal’. Ante la posibilidad de un pseudo-incesto, responde con la negación y el rechazo. Paradójicamente, en la monogamia recuperada se dará la fragmentación de la pareja. El protagonista descubrirá las posibilidades de la soledad y deseará, como nunca antes, volver a disfrutar la incertidumbre que sazona cada uno de sus días al imaginar el cuerpo de Genoveva que irrumpe en otros cuerpos. Justo ahora que todos en el pueblo aplauden la conversión de Genoveva y ya no lo miran con compasión. Justo ahora en que recobra “una redoblada dignidad ante los demás porque ningún hombre hubiera reaccionado con su gallardía”. (Krauze 2005: 138) Justo ahora en que las cosas parecieran haber encontrado su sitio, únicamente anhela que Genoveva le sea infiel otra vez. Genoveva-carnada, devorada por los amantes-fiera para sí recuperarla entera, abierta, mujer-especie, mujer-manantial, mujer-eterna. 7. Gastroerotismo y pornoculinaria Con un título sugestivo, Mónica Lavín (1955) narra en Despertar los apetitos el viaje en tren que realiza un grupo de críticos culinarios internacionales, con el fin de descubrir la comida canadiense. La desaparición de uno de ellos –el fotógrafo Toshio– despertará no sólo el apetito, sino la morbosidad del grupo. El apetito será aquí percibido no solo como una necesidad física, sino como imaginación. La relación de cada uno de los personajes con la comida se nos antoja como un abanico que intenta abarcar todas las posibilidades; mencionaremos sólo algunas:
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a) Vinicius, hijo de una familia de pasteleros, conoció el placer de la crema batida mientras chupaba el dedo de Lydia: Yo había las tareas sobre la mesa de mármol donde Lydia, la ayudante de mamá, la suave Lydia, estiraba la masa con el rodillo. Dos por dos cuatro y Lydia aplacando la masa [...]. Y cuando acababa la tabla del cuatro, Lydia metía el dedo al tazón de crema batida y lo acercaba a mi boca. Premios dulces. [...]. Y [...] me imaginaba envuelto, como aquel fajo de crema, por la masa que Lydia esmeradamente había aplanado hasta dar el grosor perfecto. Envuelto el cuerpo, los brazos, las piernas [...]. (Lavín 2005: 34-35)
Sin embargo, la estrecha relación de Vinicius con los pasteles entorpecerá su vida sexual y amorosa, cuando éste se entere de que las chicas se mofaban de su obesidad. Así, renegando de los panes y bizcochos, perderá 30 kilos y se alejará de su familia y de sus ‘afectos encremados’. b) Andrew, el chef, habrá aprendido en la cocina –considerada aquí como matriz simbólica– a preparar pan junto a su madre. Al irse a París a estudiar para chef, su padre lo tachará de maricón. Y el perdón vendrá cuando, muerta su madre, Andrew prepare el pan con el que su padre pretenda recuperar de nuevo a su esposa. c) Celia, editora de una revista, encontrará también en la cocina materna el paraíso. La cocina será el espacio uterino en el que encuentre calidez y protección. Pero será precisamente el personaje ausente –el de Toshio– quien despierte en los demás ciertos apetitos que no se imaginaban. Toshio, en cuyas fotografías sobre comida se podía “oler el vinagre balsámico”, o encontrar en el rojo marrón preciso de una carne sus olores y su temperatura, ejercerá “un arte de incitación”. (Lavín 2005: 42) A su misteriosa ausencia se sumará un descubrimiento inusitado: En su alcoba se ha encontrado una carpeta con una serie de dibujos de mujeres platillo: Eat ’em alive (Comerlas vivas). El dibujo de “la mujer chucrut” mostrará a “una mujer desnuda metida a medias en una enorme col y cuyos pies apenas asomaban por las hojas”. (Lavín 2005: 112) La “mujer caviar del Ártico sobre láminas de salmón”, mostrará a una mujer rosada –como el lecho de pescado sobre el cual se extendía boca abajo– con una hilera gruesa de caviar negro que se prolongaba de la espalda a los glúteos. (Lavín 2005: 112) Y de postre, “la mujer maple”: “Una pelirroja menuda y de pechos muy redondos sentada en flor de loto barnizada del sirope de maple que le escurría
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por el torso y que había formado un charco alrededor de sus nalgas”, a la que había que “lamer con delicadeza”. (Lavín 2005: 113) Aún y cuando esta imagen pornoculinaria o gastroerótica de la mujer comestible está frecuentemente incrustada en la iconografía sexual, no dejará de estimular a todos los viajeros, quienes se imaginarán unos a otros –cual cuadros de Arcimboldo– con aceitunas negras en el vientre o con los cabellos chorreando de una vinagreta que iba a parar a la hoja de espinaca con la que se cubría el pubis. La gastronomía, al igual que el erotismo, será concebida como un placer pasajero “que desafía lo efímero y lo mortal”. (Lavín 2005: 138) La posibilidad de la antropofagia, unida al placer erótico, despierta el instinto depredador que la sociedad civilizada ha refrenado. La exploración de las pasiones humanas a través de la comida, llevará de la añoranza a la rebeldía, de la negación al voyeurismo, del ménage à trois al pudor. Los secretos, temores y placeres de los personajes quedarán al descubierto en el peligroso juego que se inicia cuando los apetitos se despiertan. 8. Conclusión En los textos iniciales de Castellanos y Beltrán, las protagonistas son comidas (devoradas) por las convenciones sociales y por el sometimiento del que la mujer es objeto. Sugiriendo el mito de la vagina dentada, en Fuentes, el protagonista también será engullido por la bruja-mujer. Alejándonos cada vez más de la cocina considerada como ese templo cuyo acceso se permite sólo a las sacerdotisas que comparten un saber ancestral capaz de transformar el mundo, en Sefchovich los sentidos, todos, permitirán ir absorbiendo y digiriendo el mundo que le rodea. La mujer no solamente se asume como sujeto, sino que además, desafía las convenciones sociales para comportarse como su voluntad y su deseo le indican. Krauze nos sugiere un juego malévolo, en donde el sabor del ser amado se mejora cuando ha sido sazonado en otros vapores y en otras pieles. Para Lavín la relación entre comida y sexo tiene diversas caras; pero sin duda, la más sugestiva es atreverse a pensar al otro como un platillo (objeto erótico) que responda al imaginario del gourmet-amante más exigente. A pesar de lo heterogéneo de estos textos, los vapores que de todos ellos emanan dejan suspensa en el aire la disyuntiva que plantea el acto amatorio: Comer o ser comido... ésa es la cuestión. Más nos valdría elegir pron-
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to, porque recordemos que “a la mesa y a la cama, sólo una vez se llama”. Bibliografía Agüero, Luis. 1962-1963. ‘Aura’. En: Casa de las Américas 15-16: 42. En: Levine (1984). Beltrán, Rosa. 2002. ‘Liberación femenina’ de Amores que matan (1996). México: Joaquín Mortiz. En: Ethel Krauze y Beatriz Espejo (2002): 209. Castellanos, Rosario. 1998. ‘Las dádivas’ (1968). En: Obras México: Fondo de Cultura Económica: 149. ––. ‘Lección de Cocina’. En: Ethel Krauze y Beatriz Espejo (2002): I 31-46. Chiu, M. Isela. 2007. ‘El viaje en la obra se Sara Sefchovich’. En línea en: (consultado el 08.09.2007). Desentis Otálora, Aline. 1999. El que come y canta... Cancionero gastronómico de México, vol. I., México: Conaculta. Fuentes, Carlos. 1994. ‘Aura’. En: El mal del tiempo, vol. 1. Madrid: Alfaguara: 13-41. Gómez Trueba, Teresa. 2002. ‘Imágenes de la mujer en la España de finales del XIX: santa, bruja o infeliz ser abandonado’, Ciberletras: (enero). En línea en: (consultado el 10.11.2007). Krauze, Ethel y Beatriz Espejo (compiladoras). 2002. Atrapadas en la casa. México: Selector. ––. 2005. Atrapadas en la cama. México: Punto de lectura. Krauze, Ethel. 2005. ‘El secreto de la infidelidad’. En: Ethel Krauze y Beatriz Espejo (2005): 125-139. Lavín, Mónica. 2005. Despertar los apetitos. México: Alfaguara. Levine, Susan F.y Stuart Levine. 1984. ‘Poe and Fuentes: The reader’s prerogatives’. En: Comparative Literature 36 (Winter-1): 34-53. Pau, Fernand, Labarde, Henri y Basterra, Juan Claudio (2002). Vocabulaire de base de l’espagnol-français. Paris: Hachette. Pitol, Sergio. 1996. La casa de la tribu. México: Fondo de Cultura Económica. Poot Herrera, Sara (ed.). 2003. En gustos se comen géneros. México: Instituto de Cultura de Yucatán. 3 vols. Sánchez-Blake, Elvira. 1998. ‘Mujer y patria: La inscripción del cuerpo femenino en Demasiado amor de Sara Sefchovich’. Confluencia 13 (2) Spring: 105. En: Chiu (2007). Sefchovich, Sara. 1994. Demasiado amor. México: Planeta. Thomas Dublé, Eduardo. 1998. ‘Hechicerías del discurso narrativo latinoamericano: Aura de Carlos Fuentes’, En línea en: (consultado el 10.11.2007).
“As black as huitlacoche”: la comida mexicana en Caramelo de Sandra Cisneros An Van Hecke El presente análisis de los contextos culinarios en la novela Caramelo or Puro Cuento de Sandra Cisneros, enfoca varios temas. En primer lugar, se examinan el impacto de la nostalgia y la reivindicación de la tradición. En segundo lugar, se analiza el lugar de la mujer en la cocina. Luego, el análisis se centra en los fragmentos que revelan una relación particular entre comida y magia. Finalmente, se presta especial atención a la estrategia estilística típica de Cisneros de crear múltiples metáforas y comparaciones. En éstas, el comparante pertenece a menudo al campo culinario, lo que lleva a considerar la comida como parte fundamental de la mexicanidad imaginada.
1. El elogio de la gastronomía mexicana La autora chicana Sandra Cisneros inicia su última novela Caramelo or Puro Cuento (2002) con el siguiente epígrafe, en español: “Cuéntame algo, aunque sea una mentira”, y así es, la autora nos lleva a un mundo de imaginación sin límites, un mundo inventado, que no sólo oscila entre la realidad y la ficción, sino también entre dos mundos diferentes –Estados Unidos y México–, y entre dos gastronomías muy distintas hasta opuestas –la norteamericana y la mexicana–. Cisneros, hija de una madre mexicano-americana, y de un padre mexicano, nació y fue criada en el norte de Estados Unidos, en Chicago. Publicó todas sus obras en inglés. Para la traducción al español de su última novela, Caramelo, colaboró con su traductora, Liliana Valenzuela. En este ensayo me dedicaré principalmente al análisis de la comida en Caramelo. Sin embargo, me parece interesante hacer primero un breve recorrido del tema de la comida en dos obras anteriores de Cisneros, The House on Mango Street (1989) y Woman Hollering Creek and Other Stories (1991)1, para destacar la evolución del tema a través de estas tres obras, e ir precisando mi enfoque, a saber el de la relación entre magia y comida. Aunque la comida no es un tema central en su obra, tal como lo es en Antieros de Tununa Mercado, o en
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Como agua para chocolate de Laura Esquivel, por ejemplo, la importancia de la comida en Cisneros ya se observa desde los mismos títulos, que se refieren al mango y al caramelo, ambos pertenecientes al campo de lo dulce, aunque esto no excluye la presencia, al mismo tiempo, de lo amargo, lo agrio y lo salado. Es más, el nombre de Mango Street termina siendo irónico: la vida en esta calle no es ‘dulce’ en absoluto, sino ‘amarga’, ya que está situada en un barrio dominado por la pobreza y la violencia. Además de esta primera oposición, entre lo dulce y lo amargo, se distingue otra, evidente en la literatura chicana: la comida norteamericana frente a la comida mexicana. La primera se limita, en la obra de Cisneros, a unos pocos productos y platos, típicos de Estados Unidos como donuts (Cisneros 1992: 13) o popcorn. (Cisneros 2004: 13) En cambio, la variedad de productos y platos mexicanos a los que se refiere Cisneros es mucho más amplia y rica. Entre las múltiples referencias a todo tipo de comida mexicana, destaca por supuesto el producto básico de la gastronomía de México, que vuelve a menudo en las tres obras, el maíz, y todas las preparaciones hechas a base de maíz: nixtamal (el maíz ya cocido en agua de cal que sirve para hacer tortillas después de molido), tortillas, tacos, tamales, chilaquiles, nachos etc. Pero la autora nos seduce también con otros sabores mexicanos, curiosamente ausentes en la primera obra, The House on Mango Street, pero muy presentes a partir de la segunda obra, Woman Hollering Creek, donde nos habla de frijoles, carnitas, barbacoa, churros, tortas, huevos rancheros, mole, piloncillo, sopa tarasca y sopa fideo. Esta variedad de delicias mexicanas se va ampliando aún más en Caramelo, con pan dulce, frijoles con cilantro, molletes, chorizo, huevos a la mexicana con chile, sopa de lentejas, carne asada, bolillos… De hecho, la preponderancia de la comida mexicana ya es sugerida implícitamente en los títulos: el mango y el caramelo evocan lo latinoamericano, el mango por ser fruta tropical, el caramelo por ser una palabra en español. The House on Mango Street puede ser clasificada como una novela de aprendizaje, y entre los diferentes mundos y tipos de personas que Esperanza va conociendo, se encuentra también con la bruja Elena, witch woman, quien le lee las cartas. Según Esperanza, las brujas saben muchas cosas, y así la niña aprende también que los productos alimenticios tienen poderes mágicos: “If you got a headache, rub a cold egg across your face.” (Cisneros 1992: 64) Aunque no se dice explícitamente, lo más probable es que algunos de estos conocimien-
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tos de brujería tengan su origen en América Latina. La bruja Elena usa sólo una palabra en español, cuando empieza la sesión y siente la mano fría de la niña: “Good, she says, los espíritus are here.” (Cisneros 1992: 63) La cocina de la bruja Elena es una cocina fuera de lo común. Elena hizo de su cocina su lugar de trabajo, un espacio propio. Rodeada de objetos religiosos, tanto de origen cristiano como del vudú, habla ahí con los espíritus. La cocina se convierte en un santuario, en una iglesia y la mesa de cocina tiene entonces un doble uso: para comer y para predecir el futuro, tal como lo expresa Esperanza. (Cisneros 1992: 63) Elena se distingue entonces de la mayoría de las mujeres descritas en la novela, que tienen más bien un papel pasivo y que sufren la dominación de los hombres. Así que a través de los fragmentos se va desarrollando cierta rebelión por parte de la niña Esperanza que desea salir de este barrio, y es sobre todo al final de la novela, donde se percibe ya cierto intento de liberarse, de ir muy lejos de Mango Street, aunque sabe que regresará algún día. Este proceso de liberación, iniciado en The House on Mango Street, se observa más claramente en algunos de los cuentos de Woman Hollering Creek and Other Stories. La relación entre magia y comida, brevemente sugerida en la figura de la bruja Elena en The House on Mango Street, observada por la niña, se profundiza más en Woman Hollering Creek. Aquí escuchamos a una bruja, protagonista y narradora del cuento ‘Eyes of Zapata’. Se llama Inés, la mujer de Zapata, y nos enumera todos los remedios usados por su tía Chucha, no sólo contra enfermedades físicas (Cisneros 2004: 102)–, sino también contra el mal de amores. Cuando Inés sufre por el abandono de Zapata, revolucionario y mujeriego, su tía intenta curarla con el yoloxochitl2, la “flor de corazón”. (Cisneros 2004: 97) Sin embargo, la relación entre la magia y la comida se vuelve más complicada. No sólo la comida tiene fuerzas mágicas, sino que hay mujeres que ejercen sus fuerzas mágicas sobre los productos alimenticios. Inés heredó de su madre estos poderes, incluso sin quererlo: “They say when I was a child I caused a hailstorm that ruined the new corn.” (Cisneros 2004: 104) Este maldito suceso la persigue toda su vida. Mataron a su madre, y su familia tuvo que mudar. Todas las mujeres de su familia –su madre, su tía, hasta su propia hija– ven más que los demás: “[...] we’ve always had the power to see with more than our eyes.” (Cisneros 2004: 105) Cuando la gente murmura a sus espaldas: “bruja, nagual”, le duele, pero finalmente acepta su condi-
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ción: “If I am a witch, then so be it, I said. And I took to eating black things –huitlacoche the corn mushroom, coffee, dark chiles, the bruised part of fruit, the darkest, blackest things to make me hard and strong.” (Cisneros 2004: 106) Inés decide entonces comer cosas negras, como el huitlacoche, para ser una mujer fuerte, aunque parece que no puede deshacerse del embrujo de los ojos de Zapata. Lo mágico no puede ser separado de un contexto mitológico, que al mismo tiempo puede explicar a veces el porqué de la magia. El nombre de yoloxochitl, flor de corazón, aparece ya en la ‘Leyenda de los Volcanes’ en la que se cuenta la muerte de la diosa Xochiquétzal. Cuando el guerrero azteca que había sido su amado, la encontró muerta, se cubrió los sienes con las flores de yoloxochitl (Franco Sodja 1998). Vemos en el cuento ‘Eyes of Zapata’ que la tía Chucha le cubre el pecho a Inés con la misma flor del corazón. La sobrevivencia de ciertos mitos se percibe también en la fuerte creencia en “La madre tierra que nos mantiene y cuida” (Cisneros 2004: 110), expresada por la misma Inés. Bien se sabe que en las tradiciones precolombinas en Hispanoamérica es la tierra, diosa madre, la que alimenta a los hombres, llamada Tlalteu en náhuatl, pero que, según Correa Luna, cambia de aspecto. Entre las diferentes transformaciones llama la atención su metamorfosis en Xochiquétzal, la “seductora”. (Correa Luna 2004) Es la flor preciosa, la diosa del rostro benévolo. 2. Caramelo or Puro Cuento Por lo que concierne al tema de la comida se observa una enorme evolución en la obra de Cisneros. En The House on Mango Street queda muy reducido el interés por la comida. En Woman Hollering Creek se desarrolla ya mucho más el tema. Sin embargo, es en Caramelo donde se manifiesta un interés ilimitado por todos los sabores y olores de la gastronomía mexicana. Podríamos hablar de una mexicanidad en aumento. Esta evolución se explica por supuesto por el desplazamiento del espacio novelesco, de Estados Unidos a México, en la primera parte de la novela, pero también por el hecho de que se trate de una novela que cubre la historia de varias generaciones, y en la que la abuela, siempre llamada “la enojona”, le traspasa sus conocimientos a la nieta, Lala, aunque precisamente no las de cocina. Lala, que creció con seis hermanos hombres, reconoce que no sabe cocinar: “I’m not good for anything in the kitchen unless it’s burning rice […]. I’m
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not meant for the kitchen even though I’m an only daughter” (322).3 Caramelo es una novela, en gran parte autobiográfica, que pertenece al género de las sagas de familia, un género muy popular hoy día en todo el mundo, y practicado desde hace mucho tiempo en América Latina, con Cien Años de Soledad de García Márquez como prototipo. Las tradiciones culinarias forman parte de la tradición oral transmitida de generación en generación. Con su última novela, Cisneros va explorando mundos desconocidos, muy en particular el de los sabores y olores olvidados, que se van recuperando gracias a la imaginación. Gran parte de esta novela se sitúa en México, llamado significativamente “the land of los nopales” (91), de la misma manera como Oaxaca aparece como “land of the siete moles” (195). México es el país de origen de la familia Reyes que viaja cada verano desde Chicago hasta la casa de los abuelos en la Ciudad de México. Apenas cruzada la frontera con México, la niña Lala, bien encantadora, describe la sensación física de todos los olores, sobre todo los de comida: The smell of diesel exhaust, the smell of somebody roasting coffee, the smell of hot corn tortillas along with the pat-pat of the women’s hands making them, the sting of roasting chiles in your throat and in your eyes. Sometimes a smell in the morning, very cool and clean that makes you sad. And a night smell when the stars open white and soft like fresh bolillo bread. Every year I cross the border, it’s the same –my mind forgets. But my body always remembers. (18)
Es el cuerpo el que recuerda y no el cerebro. El primer contacto es a través de los olores, por lo que la confrontación con México es una sensación principalmente física, corporal y sensual. Las innumerables referencias a la comida en Caramelo no han dejado indiferentes a los críticos literarios. En 2006, Ana María González presentó en un congreso en San Antonio, Tejas, una ponencia (aún inédita) sobre el tema. Su tesis principal consiste en que Cisneros relaciona siempre los sentimientos, como el asombro, la soledad o la alegría con “los olores, los sabores y los colores de las comidas”. (González 2006: s.p) Entre estos sentimientos destaca el del consuelo. Para los chicanos que se encuentran “en tierras ajenas y extrañas” (González 2006: s.p.), la comida desempeña un papel importante de consuelo. Otro aspecto interesante que toca la profesora González es su enfoque, diría más bien de gender, sobre la relación entre madres e hijos (“el amor maternal se demuestra por la comida”) (González
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2006: s.p.), y sobre la cocina, como lugar desde el cual las mujeres ejercen su poder. Si es cierto, como dice González, que en Caramelo “se identifican alrededor de seiscientas quince citas relacionadas directa o indirectamente con algo de comer” (González 2006: s.p.), es evidente que aún queda mucho por estudiar. Una de las pistas que puede ser explorada más a fondo es la que llamaría la pista de la magia, en particular en contextos donde la comida se asocia con fuerzas superiores y, en algunos casos, también con la muerte. Es precisamente el enfoque que ya adopté en mi análisis de las dos obras anteriores y que profundizaré más adelante también en Caramelo. El título Caramelo se refiere en primer lugar al rebozo de la abuela, que es de estilo caramelo. Es un rebozo de estilo rayado que Lala describe como “a cloth the golden color of burnt-milk candy” (58), “an exquisite rebozo of five tiras, the cloth a beautiful blend of toffee, licorice, and vanilla stripes flecked with black and white, which is why they call this design a caramelo” (94). Sin embargo, es este mismo color caramelo con el que la niña describe el color de la piel de Candelaria, la hija de la lavandera Amparo.4 La madre de Lala le prohíbe jugar con Candelaria, probablemente por ser indígena, de una clase social inferior. Ahora, Lala queda fascinada con el color de la piel de Candelaria y lo va comparando con la piel de los demás: The girl Candelaria has skin bright as a copper veinte centavos coin after you’ve sucked it. Not transparent as an ear like Aunty Light Skin’s. Not shark-belly pale like Father and the Grandmother. Not the red river-clay color of Mother and her family. Not the coffee-with-too-much-milk color like me, nor the fried-tortilla color of the washerwoman Amparo, her mother. Not like anybody. Smooth as peanut butter, deep as burnt-milk candy. (34)
Al final de este capítulo, titulado The Girl Candelaria, Lala concluye: “Her skin a caramelo. A color so sweet, it hurts to even look at her” (37). En un primer nivel del discurso descubrimos que la comida aparece de una manera muy particular, a saber en canciones. Es algo que ya se observa en la primera novela de Cisneros, The House on Mango Street, en la que se escuchan ecos de canciones infantiles. Estas se caracterizan a menudo por los juegos de palabras de productos comestibles o platos sencillos, que aparecen a veces por meras razones fonéticas, por la rima:
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Apples, peaches, pumpkin pah-ay. You’re in love and so am ah-ay. (Cisneros 1992: 24) I like coffee, I like tea. I like the boys and the boys like me. Yes, no, maybe so. Yes, no, maybe so… (Cisneros 1992: 49)
Los niños cantan en inglés, y parece que las canciones en español han pasado al olvido, porque no aparecen en la novela. Significa que una receta como el pumpkin pie, típico de Estados Unidos y en particular del día de Thanksgiving, entra de manera natural en el mundo referencial de los niños mexicoamericanos, aunque no lo coman en sus casas. Al igual que en The House on Mango Street, se incluyen en Caramelo canciones por la rima, es decir el sonido. La gran diferencia es que ahora sí se canta en español, porque se trata de un contexto mexicano: “San Juan, San Juan, atole con pan” (111, 118). Otra diferencia es que ya no se trata de canciones infantiles sino religiosas. La gente las canta en la fiesta de San Juan, el día 24 de junio, con rosarios y escapularios. En un segundo nivel, encontramos en Caramelo descripciones detalladas de la preparación y el consumo de los platos, y más específicamente de uno de los platos más famosos de México: el mole. Para la fiesta de cumpleaños del padre de Lala, la abuela le prepara su plato favorito: pavo con mole, el llamado mole mancha manteles. La abuela decide ir ella misma al mercado, porque no confía en la muchacha Oralia para comprar los ingredientes más frescos (47). Con mucha graciosidad, Lala relata que la abuela pone un plástico transparente arriba del mantel de encaje, incluso para la fiesta de cumpleaños. A la abuela no le importa: “–Why do you think they call this dish mancha manteles? It really does stain tablecloths, and you can’t ever wash it out, ever! Then she adds in a loud whisper, –It’s worse than women’s blood” (53). La comparación con la sangre de mujer se hace en primer lugar por lo difícil o lo imposible de quitar las manchas, pero a este primer significado se añade indudablemente otro, más sutil y delicado: el mole se compara con lo femenino, en su carácter más íntimo. De ahí que también se puedan interpretar en su doble sentido los comentarios de los tres hermanos, hijos de la abuela, cuyas valoraciones van en crescendo: –Delicious mole, Mamá! Uncle Baby says. –Delicious? says Fat-Face. –Mamá, it’s rich!
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An Van Hecke –Are you crazy? Father says, wiping the mole from his mustache with his napkin. –Don’t even listen to them! It’s exquisite, Mamá. The best. You’ve outdone yourself as always. This mole is excellent. (54)
Los superlativos van en aumento y tratan de expresar una sensación de máximo placer. La anécdota del mole tiene también particular interés por lo que se refiere a la confrontación entre los dos mundos, el mexicano de la abuela, y el norteamericano, defendido por los hijos y asimilado por los nietos. La abuela contesta a los halagos de los hijos con cierto tono de ambigüedad, diciendo que no fue ninguna molestia, aunque sí lo hizo completamente desde el inicio: “Ay, it’s no trouble at all, even though I made it from scratch” (54). Y aprovecha la oportunidad para criticar muy sutilmente a sus nueras: “I’m not like these modern women. Oh, no! I don’t believe in cooking shortcuts! the Grandmother says, not looking at her daughters-in-law. –To make food taste really well, you’ve got to labor a little, use the molcajete and grint till your arm hurts, that’s the secret” (54). Y cuando uno de los hijos le pregunta con asombro por qué no usó la batidora que le trajeron el verano anterior, contesta con cierto enojo: “The blender! Forget it! Not even if God willed it! It never tastes the same. The ingredients have to be ground by hand, or it never comes out tasting authentic” (54). El rechazo de todo tipo de electrodomésticos vuelve a aparecer más adelante cuando la abuela también se opone al uso del microondas, a favor del comal: “Qué microwave oven, ni qué nada. You talk like a little foul. Tortillas never taste like tortillas unless they’re scorched from the comal” (121). Lo interesante es que ya no sólo se trate de un conflicto entre mujeres tradicionales y modernas, o entre el mundo tradicional mexicano y el moderno norteamericano, sino que la abuela lleva el asunto a un nivel de conflicto entre mujeres y hombres: “These modern kitchen gadgets, really! What do you men know? Why, your own father’s never even entered in my kitchen” (54). La cocina es un lugar exclusivamente reivindicado por la mujer. Finalmente, resulta que la niña Lala no puede comer el mole porque pica, lo que provoca otra vez el enojo de la abuela que hasta se apoya en los antiguos aztecas para defender su mole: “What do you mean? You like chocolate, don’t you? It’s practically all chocolate, with just a teeny bit of chile, a recipe as old as the Aztecs.5 Don’t pretend you’re not Mexican!” (55) y le obliga a acabar el plato, con la típica amenaza de perderse el postre. Afortunadamente para la niña, en cuanto se ha ido la abuela, interviene el abuelo bondadoso y le da el
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plato a la sirvienta: “Give this to the neigbor’s dog. And if my wife asks, say the child ate it”. La niña le dice asustada al abuelo: “But it’s a lie”, pero el abuelo la tranquiliza con las siguientes palabras sabias: “Not a lie! A healthy lie. Which sometimes we have to tell so that there won’t be trouble” (56). Es la primera confrontación de la niña con el mundo de las pequeñas mentiras en la familia, tema sugerido ya en el subtítulo de la novela: “Puro Cuento”. A diferencia de las dos obras anteriores, hay en Caramelo un destacado interés por las cocinas. Implícitamente se revela una oposición entre las cocinas norteamericanas que parecen no tener tanta importancia, o, si aparecen, están super limpias (321), y las cocinas mexicanas que ocupan un lugar central en la casa. Cuando era joven, la abuela, Soledad Reyes, trabajaba como sirvienta en la cocina de los que iban a ser sus futuros suegros. Por eso es llamada “she of the kingdom of kitchen” (167). Se insiste en que el abuelo nunca ha entrado en la cocina y que ni siquiera sabe cuál es el color de las paredes de la cocina (54, 121). Aquella cocina de los suegros, en un departamento muy antiguo con balcones, en el centro de la Ciudad de México, había dejado una fuerte impresión en Soledad: “And the kitchen! Big enough to dance in. The oven alone had six hornillas for coal! One of those old-fashioned types that had to be lit with an ocote stick bought from a street peddler” (114). Este tipo de cocina, de la clase alta (aunque venida a menos) va junto con un estilo de vida, y aún más, de un estilo de comer, bien señalado por la abuela: “Because here is where one can most tell what class a person is. By the way one eats. And by one’s shoes. Narciso ate like the well-to-do” (121). En Estados Unidos, la familia Reyes muda muchas veces de una casa a otra. Lala describe particularmente la cocina de la casa en San Antonio, Tejas, en El Dorado Street: es una cocina de pobres, hecha de materiales baratos, con muebles de segunda mano, y, según la niña, imposible de mantener limpia (359). Además de pobre, es una familia numerosa, por lo que nunca pueden comprar comida de lujo, y siempre tienen que compartir la comida: “When you have nine people in a family, you can never buy luxury food like Lucky Charms cereal. […] You could never get anything just for yourself” (382). Curiosamente, la niña, cuyo sentido del olor está excepcionalmente bien desarrollado, asocia los olores de la cocina con los inquilinos anteriores: “After all the apartments and kitchens we’ve inherited, I’ve become an expert at
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detecting the smell of previous tenants. Usually I associate a family with a single food item they left behind” (328). Pasemos ahora a otro nivel en el análisis, a saber el estilístico. Una característica muy llamativa del estilo de Cisneros es el uso de múltiples metáforas y comparaciones para describir personajes, sentimientos, ambientes o espacios. En estas figuras estilísticas, el comparante pertenece a menudo al campo culinario. En The House on Mango Street y en Woman Hollering Creek ya se encuentran muchos ejemplos. En Caramelo, Cisneros acude aún más a este tipo de metáforas y comparaciones. Ya vimos la imagen principal del caramelo, para definir el color de la piel y del rebozo, pero se amplían las imágenes, como por ejemplo: “her family [Regina’s] was as dark as cajeta and as humble as a tortilla of nixtamal” (116).6 No ha de sorprender que también en estas imágenes haya una predominancia de la comida mexicana. Hay imágenes que vuelven, como los tamales para describir los pies de la abuela (40-252). En muchas imágenes, el referente real es un objeto, como la cama: “The bed high and fat like a big loaf of bread” (42); pero también puede ser un lugar como el valle de México: “The valley [of Mexico City] like a big bowl of hot beef soup before you taste it” (25). En muchos casos el referente es una persona, “someone as dried up and ugly as a roasted chile poblano” (186) o una parte corporal de una persona: “with eyes as tender and dark as café de olla” (146). En cuanto a las comparaciones del tacto, las que se refieren a la piel, éstas tienen una clara connotación sexual: “Regina was like the papaya slices she sold with lemon and a dash of chile; you could not help but want to take a little taste” (117). Se percibe este mismo sentido erótico en los piropos dichos por Narciso a Soledad: “How sad there isn’t a tortilla big enough to wrap you up in, you’re that exquisita” (156). Hasta en la descripción de la voz de Exaltación Henestrosa, de la que se enamora el abuelo Narciso, volvemos a encontrar una comparación con comida: “Voice ronca like the sea, a voice squeezed with lemon” (168). ¿Qué es lo que pasa en estas comparaciones y por qué Cisneros acude a esta figura del símil tan frecuentemente? Se trata siempre del mismo procedimiento por lo que se vuelve muy repetitivo, aunque al mismo tiempo refleja la gran riqueza de imaginación de la autora. Se observa aquí un desplazamiento de la comida al mundo de la imaginación, es decir a un segundo plano. La comida es aquí siempre la imagen, nunca el objeto real. Por lo tanto, está al mismo tiempo presente y
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ausente. Así que el epígrafe de la novela “Cuéntame algo, aunque sea una mentira”, puede ser parafraseado de la siguiente manera: “Come algo, aunque sea imaginario”, “Pruébalo, aunque no existe”. De hecho, es algo que los niños pequeños suelen hacer siempre: preparar comida en sus cocinas de juguete para que los adultos prueben sus comidas inventadas. ¿Cuántas veces no hemos repetido “Qué rico”? Y probamos algo que sólo existe en la imaginación del niño, pero que para el niño es totalmente real. De la misma manera, el mundo de la comida es algo muy presente en la mente de Cisneros, en particular en la mente de la niña protagonista, Lala. Además, la inmensa cantidad de productos y platos con sabores y olores infinitos constituye un universo muy rico del que la autora se nutre constantemente para crear nuevas imágenes y enriquecer el mundo real. Con el fin de poder interpretar mejor el significado de los múltiples productos y platos, me detengo en algunos pocos, sean imaginarios o reales. Bien se sabe que a cierto tipo de comida, productos o platos, se atribuyen fuerzas específicas, como el mole que, según la abuela, es como la sangre de mujer, rojo e imborrable. Ahora, es interesante ver que en algunos casos, para el mismo producto estas fuerzas pueden ir de lo positivo a lo negativo, o al revés. El dicho mexicano, ‘Al que nació para tamal, del cielo le caen las hojas’, se usa con connotaciones negativas, según el diccionario de Santamaría, donde leemos que “expresa la fuerza de la predestinación, según la creencia popular, especialmente en sentido pesimista.” (Santamaría 1974: 1000) En cambio, en Cisneros, viene a ser un dicho muy optimista, porque la frase sigue así: “[...] and Inocencio is one lucky tamale. In Little Rock Inocencio is finally recognized for the royalty he is. He’s not a wetback. He’s a Reyes” (210). En ambos casos, positivo o negativo, el dicho del tamal manifiesta una clara creencia en el destino. La misma ambigüedad se observa también en el uso del huitlacoche, el hongo negro comestible parásito del maíz. En Caramelo aparece primero con una connotación muy positiva, por lo exquisito del color negro: “Ambrosio Reyes’s black shawls were the most exquisite anyone had ever seen […] as black as huitlacoche, the corn mushroom, as true-black as an olla of fresh-cooked black beans” (92). Además de ser famoso por su exquisito sabor, el huitlacoche es conocido por presentar propiedades medicinales y es usado por los indígenas en México “contra los granos, la erisipela y las quemaduras”. (Guzmán 1999: s.p.) Además, el uso de ciertos hongos se ha relacio-
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nado a menudo con la brujería, por ser tóxicos y alucinógenos, y también por el color negro, tal como lo vimos ya en el caso de la bruja Inés de Woman Hollering Creek. Así que a veces se le atribuyen fuerzas negativas, tal como pasa también con otros hongos, como los Ndjixito de Oaxaca por ejemplo, sobre los que la narradora se explaya ampliamente en una nota sobre los hippies, extranjeros, niños mimados de los ricos y otros que van a ver a la bruja María Sabina quien les da estos hongos para ganarse así “a shortcut to nirvana” (195). Muchos hongos están ligados a la brujería, en particular los que crecen en forma de disco y que son conocidos como “‘anillos de brujas’ o ‘anillos de hadas’, tan citados desde la época medieval”. (Guzmán 1999: s.p.) Ahora, la connotación negativa del huitlacoche puede explicarse también por el origen etimológico de “huitlacoche”, que sería corrupción de “cuitlacoche”, que hace referencia a un ave que duerme sobre el excremento (cuitlatl, excremento; cochi, dormir). Según Pilcher “huitlacoche” significaría “excremento de los dioses”. (Pilcher 2001: 201)
Huitlacoche que crece en el maíz (a la izquierda). Dobladas de huitlacoche estilo Tlaxcala (a la derecha) (Fotos de Sebastián Saldívar y Pablo Esteva) [Quintana, Patricia. 2003. Antojería Mexicana. México: Landucci editores: 89.]
Otro plato que surge en un contexto muy peculiar en Caramelo es el pozole, un guiso de maíz tierno, carne y chile con mucho caldo. Una noche la Tía Güera le cuenta a Lala su historia, de cómo se casó con “él”, el papá de Antonieta Araceli, el hombre cuyo nombre nunca menciona. Es una historia de mucha pasión, de amor y de odio por
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haberlas abandonado a ella y a la hija. La Tía cuenta que aunque lo odia, lo sigue amando. Y eso no tiene nada de contradictorio, porque “[o]nly people you love drive you to hate” (274), y entonces recuerda la historia de una mujer mexicana que hizo pozole de la cabeza de su esposo infiel: You know that pobrecita who came out on the cover of ¡Alarma! magazine, the one who made pozole out of her unfaithful husband’s head? Qué coraje ¿verdad? Can you imagine how mad she must’ve been to make pozole out of his head? That’s how we are, we mexicanas, puro coraje y pasión. (274)
En este cuento de horror se traspasan todas las fronteras de la norma, de lo aceptable y de lo civilizado. Es un paso más, aunque a un nivel extremo, en el área de la magia y de la brujería. Es la locura, debida a la pasión, y la Tía lo explica aún más: el amor y el odio no sólo son cosas del corazón y del alma, sino también de “las tripas”: “We love like we hate. Backward and forward, past, present, and future. With our heart and soul and our tripas, too” (275). Esta anécdota de la prensa sensacionalista, como es la revista ¡Alarma!, puede parecer poco creíble, pero es al mismo tiempo simbólica de lo que puede representar la comida. Se puede interpretar como una forma de canibalismo, pero también nos hace pensar en el pasaje de la Biblia, en el que se ofrece la cabeza de Juan el Bautista en un plato a Herodes (Marcos VI). Además del mole, el tamal, el huitlacoche, y el pozole, llama también la atención el mango, más precisamente el mango Manila, que en la novela parece convertirse en símbolo nacional de México. La abuela se pone furiosa cuando los aduaneros le confiscan los mangos en la frontera: “to bring across Manila mangos is harder than trying to bring across Mexicans. […]. Manila mangos are the best, that’s why they don’t let them pass. That’s why you never see Manila mangos in the States. Those borders agents, they know what’s good” La abuela se vuelve loca por el mango Manila: “Before I left I ate Manila mangos day and night to satisfy my craving for them” (277). De toda la comida mexicana, es el mango Manila el que la abuela más echará de menos en Estados Unidos. Al mango se le atribuye una fuerza extraordinaria, y hasta se compara con el oro de Cortés. Este antojo, este volverse loco por la comida, por lo dulce sobre todo, se observa también en el abuelo, Narciso, que en cierto momento tiene una necesidad tremenda de comer chuchulucos, es decir golosi-
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nas. Esto se explica por su enamoramiento de una mujer a quien conoció en Oaxaca, Exaltación Henestrosa, una mujer inalcanzable, una sirena, “a mermaid” (202). En las noches, el abuelo siempre sueña con ella, mientras su mujer, Soledad, lo abraza…Un día fue a la Calle Cinco de Mayo, a la Dulcería Celaya a comprar todos los dulces posibles. Se los comió todos, junto con un perro callejero que vino a acompañarlo. Sin embargo, los dulces no tenían sabor: “[...] they tasted like the food in dreams, of air, of nothing”, y se volvió muy triste. Finalmente logró decir su nombre: “Exaltación Henestrosa. He said her name. A deep root of pain. The little wall he had built against her memory crumbling like sugar” (201, 204). El muro que impide recordarla está hecho de azúcar. Cuando se derrite, aparece el rostro de la mujer a la que amaba apasionadamente. Y sólo siente un profundo dolor. Parece que los chuchulucos lo han llevado a la aceptación y a la resignación, pero que no le han podido quitar el dolor. El último plato que en Caramelo nos lleva a los ámbitos misteriosos de lo sobrenatural, es la barbacoa, que aparece en los últimos capítulos de la novela. Todo empieza con la muerte de la abuela enojona en el capítulo 71. La noche en que se muere la abuela, la madre Zoila les ordena a los hijos que abran todas las ventanas, a pesar de que ya es medianoche. La madre odiaba profundamente a su suegra: “I can’t sleep, it stinks in here like rotten barbacoa” (349). Lala, a pesar de su buen sentido del olor, no lo huele, por lo menos no en aquel momento. En cambio, la mera mención de la barbacoa evoca en la niña un recuerdo asqueroso: “Barbacoa reminds me too much of that one Sunday I bit into a taco and found a piece with hairs on it. What part of the cow did I get? The ear? The nostril? An eyelash? What disgusted me most was the not knowing” (349). La niña no puede evitar seguir pensando en las piezas grasosas de barbacoa con pelos, aunque sabe que tendría que pensar en su abuela, pero es un ser a quien no quería: “But I don’t feel anything for my grandmother, who at this very moment is no doubt fluttering above our heads searching for her route out of this world of pain and rotten stink” (349-350). En el capítulo 75, en cambio, ya no es la madre la que huele el olor a carne frita, sino sólo Lala: “Every time I so much as step in the Grandmother’s bedroom of the kitchen, the smell of fried meat just about knocks me out. Mother says I’m imagining it, and the boys say I’m just telling stories” (362). A partir de entonces, ya no sólo es el olor de barbacoa, sino que la abuela empieza a hacer sus apariciones a
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la niña. Lala la ve como si fuera real y viva: “Even more alive now that she’s dead. Her. The Grandmother. With her stink of meat frying” (362). Las terribles experiencias de las apariciones de la abuela llegan a un clímax cuando la abuela le aparece a Lala en el momento de su primer beso, que recibe de Ernesto Calderón, su primer amor: “Somebody must be unwrapping a taco or torta, because the place smells like fried meat. That’s when I jerk my eyes open and see her. Her with her stink of barbacoa! The Awful Grandmother sitting right behind me watching me being kissed by Ernesto Calderón!” (370). La última vez que la abuela enojona asusta a la niña es cuando el papá está en cuidados intensivos en el hospital. Lala está sentada al lado de su cama cuando entra el olor: “The room floods with the stink of fried meat. Perched on the headbord, it’s her”. La abuela quiere llevarse al hijo favorito al otro lado, al mundo de los muertos, y lo quiere para ella sola: “You’ve had him long enough. Now it’s my turn, she hisses”. La niña no le tiene ni el menor respeto a la abuela y la insulta llamándola “metiche”, “mirona”, “mitotera” y “hocicona” (405). Lo que sigue es un largo diálogo en el que finalmente llegan a un acuerdo: la nieta puede quedarse con su padre, a condición de que cuente la historia de la abuela. Lo que quiere la abuela es ser comprendida y perdonada para que pueda salir de aquel espacio terrible entre la vida y la muerte, cruzar finalmente al otro lado, y encontrar la paz. 3. Conclusión A lo largo de esta presentación hemos tocado varios aspectos de la comida en Caramelo, como el anhelo de reivindicar tradiciones, la nostalgia, la mujer y la cocina, la mexicanidad imaginada, y finalmente, la dimensión mágica de la comida. La magia no es un aspecto que domina en Caramelo ni podemos clasificar esta novela dentro del realismo mágico. Sin embargo, a través de varios productos y platos, la magia se revela sutilmente en la narración y se convierte en una especie de hilo conductor. Son precisamente los olores y los sabores de estos productos los que permiten establecer nexos, aunque frágiles, con ‘el otro lado’, con lo invisible, con este mundo que no puede ser comprendido ni por la lógica ni por la razón. Cada producto o plato establece esta relación de una manera muy particular: el mole aparece, por un lado, como símbolo de la mexicanidad, y, por otro, en su asociación con lo femenino; el tamal refuerza la creencia en la predesti-
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nación; el huitlacoche y el Ndjixito son hongos propios de la brujería; el pozole aparece en un contexto lúgubre de asesinato por pasión; el mango Manila, al igual que el mole, asume una función identitaria y revela asimismo la locura y la pasión por lo dulce; los chuchulucos parecen confirmar cualquier teoría que relacione lo dulce con el sexo; y finalmente, el olor de la barbacoa invade los cuartos cada vez que aparece la abuela muerta. Desde un ángulo más general, podemos preguntarnos cuál puede ser la función de la comida para la identidad de los chicanos en la obra de Cisneros. Por lo general, los chicanos en Estados Unidos suelen mantener gran parte de las tradiciones mexicanas en cuanto a comida. Muchos de los personajes de las novelas y los cuentos de Cisneros nacieron y crecieron en Estados Unidos, rodeados de olores y sabores mexicanos. Se podría decir casi que lo mexicano lo han ‘mamado con la leche’. Desde muy pequeños, los niños saben que su comida diaria no tiene su origen en Estados Unidos, sino que viene de lejos, de fuera. La conservación de la comida mexicana ayuda sustancialmente a mantener también una identidad propia, diferente de la norteamericana. Para los jóvenes chicanos, nacidos en Estados Unidos, la evocación de los olores y los sabores mexicanos contribuye al complejo proceso de búsqueda de origen, tan fundamental, tal como lo expresa la mujer del cuento ‘Bien pretty’: “We have to let go of our present way of life and search for our past, remember our destinies, so to speak. Like the I Ching says, returning to one’s roots is returning to one’s destiny.” (Cisneros 2004: 149) No hay duda de que la comida refuerza la nostalgia y constituye uno de los caminos que les lleva a encontrar estas raíces, que son al mismo tiempo su destino. Es como si con los ingredientes y las recetas mexicanas se cocinara el ‘alma mexicana’. No se trata de un sentido de nacionalismo o de patriotismo mexicano, porque los chicanos ya no son mexicanos estrictamente hablando. Sin embargo, al insistir tanto en los platos típicos y las costumbres culinarias de México (como la de presentar los platos en la mesa por separado, o la de usar el molcajete y el comal), Cisneros se inserta en un discurso que no hace más que repetir estos estereotipos del mexicano y de ‘lo mexicano’. Sus obras están repletas de clichés sobre México, que además refuerzan una imagen muy tradicional del país. Así que cabe recordar aquí la tesis de Roger Bartra en La Jaula de la Melancolía. Después de su lectura de los estudios sobre ‘lo mexicano’, en particular de Samuel Ramos y de Octavio Paz, Bartra
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no puede sino concluir que este concepto es una “entelequia artificial: existe principalmente en los libros y discursos que lo describen o exaltan […]. El carácter nacional mexicano sólo tiene, digamos, una existencia literaria y mitológica; ella no le quita fuerza o importancia, pero nos debe hacer reflexionar sobre la manera en que podemos penetrar el fenómeno”. (Bartra 1987: 17) No hay nada malo en repetir estos estereotipos, porque, como bien lo indica Homi K. Bhabha, para distinguirse del ‘otro’, es necesario recurrir a los estereotipos: An important feature of colonial discourse is its dependence on the concept of ‘fixity’ in the ideological construction of otherness. […]. Likewise the stereotype, which is its major discursive strategy, is a form of knowledge and identification that vacillates between what is always ‘in place’, already known, and something that must be anxiously repeated. (Bhabha 1994: 3)
Aunque uno quisiera, no es evidente deshacerse de los estereotipos. El carácter necesario e inevitable de los estereotipos se observa claramente en Cisneros, quien adopta y hasta repite a menudo muchos de los lugares comunes y estereotipos del mexicano. Sin embargo, no sólo los adopta sino que al mismo tiempo juega con ellos, y es en estos juegos con los estereotipos donde se revela cierta originalidad del estilo de Cisneros. Ésta se debe en primer lugar al carácter muy suigéneris de muchos de sus personajes, como la abuela Soledad, o la nieta Lala, de Caramelo. En segundo lugar, se debe a la gran capacidad de imaginación, tal como pudimos constatar en la creación de innumerables imágenes cuyo comparante pertenece siempre al mundo de la comida. En tercer lugar, hay que reconocer que la autora tiene el don de contar, y que sabe entretener al lector con cuentos amenos y divertidos. Sin embargo, todo esto no puede ocultar el hecho de que siga siendo una recuperación de materiales requeteusados, en función de un gran mercado de lectores norteamericanos y de un marketing de bestsellers en Estados Unidos. Abogo pues por una reflexión aún más crítica en el campo de los estudios literarios sobre latina-writing en Estados Unidos, para que se pueda apreciar la obra de Cisneros en su justo valor, es decir, ni sobrestimando ni subestimando, tal como suelen hacerlo muchos críticos que o bien la idolatran o bien la rechazan. Parece que Cisneros sólo provoca reacciones extremas. Finalmente, hace falta también situarla mejor dentro de las diferentes tradiciones existentes, tanto de América Latina como de Estados Unidos. Aunque la propia autora se distancia de otros autores chicanos y lati-
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noamericanos, no hay duda de que la temática, el género hasta el estilo de la narrativa de Cisneros se inscriben dentro del gran intertexto de las latina-writers en Estados Unidos, y muy en particular dentro de la literatura chicana, cuyo tema principal sigue siendo la gran búsqueda de identidad. Dentro de esta amplia temática, el tema de la comida ocupa un lugar muy especial, y uno de los logros de Cisneros consiste indudablemente en haber traspasado al lector esta gran fascinación por los sabores y los olores de un México al mismo tiempo real e imaginario. Notas 1
Me baso para este estudio en las versiones originales de las tres novelas, escritas en inglés. 2 El yoloxóchitl es una flor que aparece ya entre las múltiples flores, plantas y hierbas descritas por Sahagún en su Historia general de las cosas de Nueva España: “Son estas flores preciosas y de muy suave olor, tienen la hechura de corazón y por de dentro son muy blancas” y el cronista se refiere también a su poder medicinal. (Sahagún 1975: Lib XI 691) 3 De aquí en adelante las citas que provengan de Caramelo or Puro Cuento (Cisneros 2003) sólo llevarán la página. 4 Al final de la novela (403-404) se revela que Candelaria es hija ilegítima del padre de Lala. Nació antes de que Inocencio Reyes se casara con Zoila, la madre de sus siete hijos (legítimos). Es uno de los secretos mejor guardados de la familia Reyes. 5 Según varios autores, el mole sería una receta colonial y no azteca. Sin embargo, Pilcher aclara que a mediados del siglo veinte “los autores reconocían las contribuciones indígenas al platillo en el nombre ‘mole’, que venía del náhuatl molli, ‘salsa’, y no del español ‘moler’”. (Pilcher 2001: 200) 6 Los ejemplos son innumerables. A modo de ilustración incluimos aquí algunos más: “Ito gallops off with me bouncing on his back like a sack of rice” (41-42); “she swims so far away she is a little brown donut in the distance” (74); “The woman was like the milk with a drizzle of coffee his mother served him as a boy before bedtime, coffee with lots of sugar, a woman who made him happy just by looking at her” (140); “He’d had women pink as a rabbit, and dark as bitter chocolate” (141); “for a moment as fine as una espina de nopalito” (153), “the ceiling with its scrolled molding like frozen cream pies” (381)…
Bibliografía Bartra, Roger. 1987. La Jaula de la Melancolía. Identidad y metamorfosis del mexicano. México: Grijalbo. Bhabha, Homi K. 1994. The Location of Culture. London: New York: Routledge. Cisneros, Sandra. 1992. The House on Mango Street. London: Bloomsbury. ––. 2002. Caramelo o Puro Cuento. Traducción por Liliana Valenzuela. New York: Alfred A. Knopf.
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CARIBE
La culinaria colonial de América y Santo Domingo José G. Guerrero ‘Dime lo que comes y te diré quién eres’ Se aborda la culinaria americana desde el punto de vista etnohistórico tomando a Santo Domingo como la puerta de entrada y salida de los inicios de la mayor revolución culinaria mundial, realizada en el triángulo de América-África-Europa, a partir de finales del siglo XV. El autor seleccionó ocho ‘peripecias culinarias’ coloniales de la historia y la cultura del Nuevo Mundo, que abarcan desde el Diario de Colón, precursor literario de América, hasta El Montero de Bonó, la primera novela de República Dominicana.
1. Introducción Este trabajo recoge algunas peripecias culinarias de Santo Domingo, comunes al Caribe y a los inicios de América. ‘Peripecia’ es palabra griega que significa cambio repentino, mudanza súbita, vuelta brusca, caída en el entorno o alrededor y se vincula con la trama de las narraciones de la historia, la literatura y el cuento oral. En tal sentido, no se trata la culinaria desde el punto de vista histórico y antropológico. Sólo se seleccionan textos, autores y momentos en los cuales la culinaria se vincula con determinados hechos significativos de la historia y la cultura durante la época colonial. En la mejor definición de Lévi-Strauss, la culinaria se desarrolla en el triángulo universal de lo crudo-a lo cocido-a lo podrido, siendo lo cocido o la cocina el enlace material y simbólico de la naturaleza y la sociedad, de la biología y la cultura. La cadena alimenticia, imperativo categórico de toda cultura, recorre un trayecto de tres pasos: biológico, cultural y estético. Parte de la necesidad –la comida como sustento– pasa por la culinaria donde la cocina convierte elementos en alimento y culmina en la gastronomía, según los griegos, la ley de la panza o el arte del buen comer. Aunque los tres momentos son simultáneos y los
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términos se usan indistintamente, cada cultura singulariza o pondera un aspecto del proceso. Comer es de los grandes placeres de la vida y su significado suele tener connotación sensual y sexual. En muchas culturas es símbolo de vida, pero también peligro y tabú, cuya transgresión es causa de desgracia y tragedia. Los primeros seres humanos bíblicos perdieron el paraíso y la vida eterna al comer un fruto prohibido. A pesar de su importancia no siempre es un acto consciente ni un objeto de estudio por comelones y científicos. Sólo microhistoriadores pueden demostrar, como lo hizo Ginsburg en su libro El queso y los gusanos, que una fábrica de quesos puede ser una prueba histórica más fehaciente que el Archivo Nacional. Al estar tan ligada a la vida cotidiana no siempre se le pondera como arte, aunque países como Francia y España han hecho de la comida un himno o bandera. Ciertamente es un arte, aunque efímero, funcional y delicioso, ¡jamás un arte por el arte! El descubrimiento de América tenía objetivos económicos y culinarios. No se sabe cuál hambre era mayor entre los europeos, si de oro, especias o comida. En la historia inicial del Nuevo Mundo se mezclan historia, economía, cultura y literatura. El mismo año en que Colón partió de Puerto de Palos, Antonio de Nebrija redactó la primera Gramática Castellana para plasmar los acontecimientos históricos en una nueva lengua. El desarrollo de la ciencia y la literatura del mundo moderno no se conciben sin los aportes de América. Las crónicas fueron de vital importancia para el proyecto colonizador y también para el desarrollo científico y literario, ya que incluían historia, antropología y etnografía. Inicialmente, registraron, entendieron e interpretaron una realidad absolutamente desconocida con la cosmovisión europea y la mitología asiática. Antes de descubrir, conquistar y colonizar tenían que resolver tres problemas: sobrevivir a la travesía, comunicarse con la gente y comer. Describieron la flora, la fauna y la alimentación con frecuencia de manera exagerada para resaltar la importancia de la colonia, pero también como un objeto estético, de gozo y deseo. Entre la comida, la culinaria y la gastronomía construyeron un espacio retórico y literario, aunque siempre anclado al interés político y económico de la Corona. Según Lévi-Strauss, América fue para Europa una revelación, cuyas consecuencias intelectuales y morales permanecen aún vivas en el pensamiento moderno colocando a la humanidad ante su primer gran caso de conciencia y haciéndole ver al europeo que no estaba solo en el mundo. A partir de entonces, todo
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fue puesto en entredicho. (Lévi-Strauss 1975: 16-17) Para Tzvetan Todorov el verdadero descubrimiento de América fue la subjetividad o el descubrimiento que el ‘yo’ hace del otro, aunque Colón no descubrió América, sino que la encubrió con Europa y Asia. Beatriz Pastor distingue en los cronistas un discurso histórico y otro narrativo. Sobre la dinámica histórica se articula un proceso narrativo que enlaza la transformación del conquistador, su perspectiva de América y su visión del mundo. En la presentación de los textos se concreta el proceso de emergencia de una literatura incipiente. Esta literatura que ha dejado, de forma paulatina, de ajustarse a los cánones y exigencias de la literatura europea del período, expresa la nueva realidad de la naciente Hispanoamérica. Los discursos narrativos de la Conquista, con varias voces opuestas a la misma realidad, se dividen en tres: uno mitificador y dos desmititificadores. Frente al primero (mitos que nada tienen que ver con la realidad que pretenden relatar y revelar) se construyen dos discursos que la autora llama del fracaso y de la rebelión. (Pastor 1983: 9) Es posible utilizar este esquema tripartito para definir la culinaria del contacto indo-europeo y sus transformaciones iniciales siguiendo el proceso que va del mito o fantasía a la realidad, de la complicidad al rechazo, de la mitificación a la crítica. La primera representación verbal de una realidad americana fue percibida según las coordenadas imaginarias propias del mundo europeo. En la fantasía se describe lo que el europeo quiere o desea (especias, trigo, vino de Europa y Asia). El fracaso lleva a la realidad (lo que se encuentra, lo que se tiene a la mano: no hay trigo, pero sí cazabe) y a la crítica o rebelión (se incorpora lo nativo y se descarta lo que no se adapta: el cazabe es mejor, más sabroso y digerible que el trigo, produciéndose de inmediato la primera fusión: carne de cerdo con batatas y cazabe). Aunque Colón represente el modelo del primer discurso y el Inca Garcilaso y Alonso de Ercilla el último, no es posible separarlos nítidamente. La nueva realidad y la conciencia hispanoamericana transformaron a las culturas dominante y dominada a través de la integración, el rechazo y la innovación. Colón fue un precursor literario y científico, tal como Fray Ramón Pané, Bartolomé de las Casas, Gonzalo Fernández de Oviedo, Mártir de Anglería, entre otros. Cuando Gabriel García Márquez recibió el premio Nóbel de Literatura en 1982 identificó en las crónicas españolas los antecedentes de su obra y del llamado ‘realismo mágico’ lati-
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noamericano. Carlos Fuentes llamó a la obra de Bernal Díaz del Castillo épica angustiada o novela esencial. Las crónicas se pueden leer con la misma fruición que las novelas caballerescas o novelines de vaqueros. (Romero 1993: 12) Denzil Romero no es el primero ni el único en despertar su vocación de escritor leyendo a los cronistas y creer sólo en lo increíble como dice Manuel Machado. Muchas cosas de los indios parecían inverosímiles, pero también las de los españoles. Colón vio sirenas y, según Pedro Mártir, quien nunca estuvo en América, los españoles encontraron a las indias tan hermosas como dríadas o ninfas, mientras Walter Raleigh juró ver una dama de Inglaterra. La fusión temprana de las culinarias antecedió a la hibridación de la gente y la cultura. En carta a los Reyes entre 1498-1500, Colón fundaba el éxito de la colonización en una mezcla de carbohidratos y proteínas aportados por alimentos europeos y aborígenes: el pan de los indios más sano que el trigo, la carne europea de los puercos y gallinas que rápidamente se reprodujeron y los conejos o ‘jutías’ que los indios cazan con perros. Sólo faltaba vino y vestuario. (Deive 2002: 37) El primer plato indo-americano fue un mejunje de puerco, gallina o pescado cocido con batatas, jutía ahumada y pan de yuca o cazabe. El menú del conflicto socio-político que hizo fracasar a La Isabela, la primera villa del Nuevo Mundo, incluía un chisme culinario: para Colón había carne, pan y pescado, mientras para sus enemigos no había bastimento alguno... Las peripecias culinarias de Santo Domingo que se tratan en este trabajo son comunes a todo el Caribe y parte de América. Abarcan desde la llegada de Cristóbal Colón hasta el último bucanero o montero. Se desarrollan en la época colonial e introducen el período de la Independencia –la cual imprimió identidad nacional a la culinaria heredada–, y la modernidad, cuyo primer producto fue la encarnación de un fantasma muy vivo en la actualidad: el hambre. Por más desgraciada que sea ésta, no ha faltado quien escriba La bella historia del hambre dominicana. Al fin y al cabo, fue Sócrates, el máximo filósofo de Occidente, quien dijo que el hambre es el mejor sazón de la comida. Estos no son ensayos de historia ni antropología, sólo un modesto intento de convertir el sabor en saber.
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2. Triángulo culinario de América, Europa y África Gran parte de la alimentación mundial actual proviene del triángulo culinario de América, África y Europa. El intercambio culinario intercontinental no ha cesado desde el Descubrimiento. Al respecto se pueden consultar las obras editadas por Viola y Margolis Seeds of Change. Five Hundred Years since Columbus (1991) y por Escobedo Mansilla Alimentación y gastronomía: cinco siglos de intercambios entre Europa y América (1998). Es materialmente imposible hacer un inventario completo de los aportes culinarios que el Nuevo Mundo le hizo al Viejo y viceversa. Los europeos impusieron, muchas veces de manera violenta, sus intereses y valores económicos, políticos, culturales y religiosos, pero en la culinaria tuvieron que ser flexibles. Para Pérez de Tudela, la colonización implicó su “indianización”. (1955: 374) La comida de los pueblos que entran en contacto se conforma en el traer y llevar, ver y probar, aceptar y rechazar, fusionar y cambiar. Entre culinaria y cultura se articula la diversidad, la oposición complementaria y la contradicción. La del Nuevo Mundo comprende innovación, intercambio, síntesis, prohibición e imposición entre varias tradiciones culinarias. Fue un proceso de ida y vuelta: europeización, pero también indianización, africanización y criollización de la comida. El Thanksgiving norteamericano ilustra la dependencia e intercambio culinario indoeuropeo, mientras la independencia de América apunta a la ruptura, pues se inició concomitantemente con la comida criolla, o como lo decían, ‘de la tierra’. Para Gloria Hinostroza, citando a Xavier Domingo, no existiría ninguna cocina europea –ni francesa, ni italiana, ni alemana, ni británica, ni española–, sin el aporte de productos llevados a Europa desde Las Indias. Tampoco pueden los europeos vanagloriarse de la antigüedad de sus cocinas, porque su actual popularidad se debe a elementos desconocidos por ellos antes de 1492. Pero lo mismo puede decirse de América y África. Se trata de la primera revolución culinaria mundial después del Neolítico. Europa aportó más de 40 hortalizas y vegetales (zanahoria, col, coliflor, rábano, chícharo, lentejas, mandarina, uva, cítricos), cerca de 25 plantas que sirven de condimento como hinojo, mostaza, ajo, caña de azúcar, canela, clavo, comino, tomillo, hinojo, genjibre, romero, menta, mostaza, nuez moscada, orégano, pimienta, azafrán, culantro, así
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como carne de cerdo, vacas, chivos, ovejas y gallinas, entre otros. En La Isabela, primera villa del Nuevo Mundo, se cosecharon rábanos, borrajas, lechugas, coles, melones, calabazas y cohombros. (Deive 2002: 44-45) Aparte de éstos, Oviedo menciona melones, pepinos, hierbabuena, berenjenas, fésoles, apio, zábila, culantro, perejil, cebollas, coles, nabos, zanahorias, remolacha, cardos y acelgas. El Inca Garcilaso agrega escarolas, espinacas y espárragos. Según Oviedo, naranjas, cidras, limas y limones dulces y agros, siempre había. También se trajeron priscos, brevas, cerezas, uvas, figos, toronjas, peras, duraznos, cidras y manzanas. Entre los platos están las natillas a base de huevos de gallina y leche; los churros de harina de trigo y aceite de oliva; el arroz con leche, los polvorones con manteca de cerdo, azúcar de caña y harina de trigo; los bollos conocidos en América como pan dulce y turrón. (Sánchez Tellez 1995: 222, 220) La caña de azúcar, la planta de mayor uso industrial, se plantó en La Isabela, aunque no cuajó bien. Para 1518 se producen cañas gruesas como la muñeca de un hombre y se comienzan a hacer ingenios para molerla. En el mismo año, Zuazo sembró semillas de pimienta que trajo secretamente de Portugal. La sal era la misma que la que los indios usaban. La base cárnica americana es fundamentalmente de origen europeo. Colón trajo ocho puercas de la Isla Gomera para su reproducción. En 1518, Zuazo informa al Rey que “abundan los ganados [...] los puercos, ovejas y yeguas en multiplicación maravillosa”. (en Deive 2002: 39) Aunque se abandonó la cría de puercos, porque afectaba las granjerías de azúcar, éstos se hicieron salvajes al igual que las vacas, perros y gatos. Según Oviedo, cada día se comía carne en Santo Domingo. Mártir exagera: los bueyes eran como elefantes y los cerdos como mulas. La carne de puerco era sabrosa y saludable, porque comían frutas silvestres. También trajeron tantas gallinas hasta más no poder, conejos y cabras de Canarias, siendo las mejores las de Cabo Verde y Guinea. (Deive 2002: 47, 174) Algunos productos hoy esenciales en la dieta europea fueron llevados de América como la papa, el maíz, el frijol, el ají, el tomate, la piña, el cacao o chocolate y el aguacate. El de mayor impacto mundial es la papa. En Perú la comían cocida, asada, secada al sol y, según Acosta en 1590 como guiso o cazuela llamado locro. (Sánchez Tellez 1995: 219) En Argentina es un plato de maíz con ají y, en Santo Domingo, locrio es arroz con carne. La papa fue llevada a España y al resto de Europa entre 1580-1585, aunque su difusión –como papa
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asada o frita– se le debe al francés Parmentier a finales del siglo XVIII. En Santo Domingo y España se come sobre todo después de la ocupación francesa de 1795 y 1802, respectivamente. Irlanda se especializó en su cultivo a un punto tal que muchos la consideran original de allí. Cuando el cultivo sufrió en 1830 una epidemia, los irlandeses emigraron masivamente a Estados Unidos donde hicieron popular su consumo. Un plato indo-hispánico temprano es la tortilla de papa peruana con huevos de gallina española. El maíz era el cereal aborigen más importante. Fray Antonio Caulín describió cuatro o cinco especies diferentes. Para conservarlo hasta un año lo ahumaban. El maíz jojoto lo comían asado o cocido. Fray Bernardino de Sahagun reportó en México más de ocho tipos de tortillas de maíz. Las había blancas y dobladas, grandes, delgadas y anchas, pardillas, largas, hojaldradas y coloradas. Oviedo tenía un maizal en Santo Domingo hacia 1540 y lo comía tostado y tierno sin tostar. Los españoles lo daban a indios, negros y caballos. La yuca se comía en variedades amarga y dulce, especialmente la primera como cazabe o “pan de las Indias”, sustento de colonos y marineros porque “se conservan hasta un año, en lugar de pan”. (en Deive 2002: 44) Había uno grueso para gente de trabajo y otro fino para gente principal. La yuca dulce se comía asada o cocida en la olla. De ambas especies, según fray Antonio Caulín, se saca un almidón “tan bueno o mejor que el del trigo”. (Romero 1993: 48) Según Mártir “todos han experimentado ser sabroso y saludable”. (en Deive 2002: 44) Oviedo, quien lo llevó a España, aporta siete razones positivas para su consumo. El aje o batata sirvió como sustento para los europeos desde los inicios. Fue el primer comestible indígena registrado por Colón como pan muy sabroso “con sabor a castaña”. (1980: 91) Un tubérculo parecido había en Guinea, África, pero el de aquí era gordo como una pierna. Oviedo señala una bifurcación social en su consumo: lo comían indios y negros cocido con carne o pescado y, los españoles como sobremesa, asado y con vino. Las mujeres de Castilla hacían diversos ‘potajes a la olla’. (en Deive 2002: 83) Aunque recordaba a los mazapanes, era mejor en sabor y digestión. Tan buen potaje o conserva era que se podía presentar al Rey como “presciado manjar”. (en Deive 2002: 85) Oviedo lo llevó personalmente a Ávila y describió cinco tipos diferentes.
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Del cacao se hace el chocolate, cuyas hojas servían de moneda en el mercado con el mismo precio y estimación que el oro para los cristianos. Bernardino de Sahagún describió en México muchas maneras de prepararlo. Los indios hacían un chocolate aguado con harina de maíz, ají y azúcar de maguey y, algunas veces, especies aromáticas, miel de abeja y agua rosada. Según Sánchez Tellez, éste parece el lejano antecedente de la bebida que hoy se conoce en todo el mundo como chocolate a la taza. También se bebía con espuma, un poco de bija y como afrodisíaco. Oviedo afirma lo que todo el mundo sabe: que es de buen sabor y sanísimo brebaje. Cortés lo llevó a España en 1528, luego pasó a Flandes, Florencia y París, donde la esposa de Luis XIV lo puso de moda como aperitivo en los banquetes. Luego lo llevaron a África. Los clérigos y teólogos realizaron debates sobre si el chocolate quebrantaba o no el ayuno. El chocolate endulzado con vainilla y canela fue una receta inventada por monjas de un convento en América. (Sánchez Tellez 1995: 221) Un aporte cárnico americano de gran aceptación internacional es el pavo. Los españoles introdujeron el guajalote mexicano en España, Perú y otras partes de América. Para Oviedo era más sabroso y tierno que los pavos reales españoles. (en Sánchez Tellez 1995: 218) Los cronistas no lo mencionan en Santo Domingo, donde se integra en la dieta navideña a partir del Gobierno Militar norteamericano (19161924). Otras aves eran pajuiles, palomas torcazas, gallinas de monte, perdices, codornices, guacharacas, uquiras, pava de monte, patos y tórtolas. Algunos platos eran comunes o parecidos en ambos continentes. Los europeos conocían una especie de batata o ñame. El pescado salado, alimento principal, era conocido en España desde la época romana y, según Oviedo, los indios lo hacían como nosotros. En Venezuela, fray Pedro de Aguado vio bollos y puches de harina con pescado. Del pescado sacaban un aceite con el cual comían ‘mahamorras’. Oviedo los describe por sus nombres y era “de tanta diversidad y cantidad de ellos, que no se podría expresar sin mucha escritura y tiempo para lo escribir”. (en Romero 1993: 43) Eran iguales o más sanos que los de Castilla: lizas, lenguados, salmones, corvinas, camarones… La forma de cocción de la comida aborigen era ‘a la barbacoa’, de donde procede ‘bar-b-cue’, dos palos entrelazados sobre los que ahumaban, cocían o asaban las carnes de pescado, reptiles o pequeños
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mamíferos. El padre Gumilla dice que “tejen los cañizos sobre los que han de poner la carne para ir secando a fuego manso”. (en Romero 1993: 266) Era la mejor forma de conservar el alimento en un clima, como dice Oviedo, donde el pescado o la carne se daña si no se cocina al mismo día. El ingrediente básico del sazón aborigen era el ají o chile. En Santo Domingo y Cuba se hacía un sopón con ají y pescados, un antecedente del sancocho. Chanca afirma en 1494 que lo comían con pescado y aves “de infinitas maneras”, es decir, en casi todos los platos. (en Deive 2002: 37) Mártir dijo que era más picante que la pimienta del Cáucaso. También para Oviedo daba buen gusto a pescados, carne y demás manjares, especialmente uno, cuya hoja se usaba en una salsa al gusto, como la del perejil, con el caldo de carne a la olla. Del jugo de la yuca hervido y tibio se hacían sopas, y frío un licor dulce o vinagre para otros manjares. En México, la cocción del maguey producía licor, miel, azúcar, vinagre o vino. Estos sabores cayeron en desuso en tiempos de Oviedo siendo sustituidos por el agrio de naranjas y limones, y el dulce, por el azúcar. (en Deive 2002: 86, 81) El ají, quizás el primer producto americano comercializado en Europa, muy tempranamente se incorporó a guisos y embutidos. El frijol o judía pinta –diferente a la judía blanca o alubia– está en las cocinas modestas desde que Colón lo llevó de regreso en su Primer Viaje. El tomate lo menciona Díaz del Castillo en 1524 en México en una guerra en la cual los indios “querían comer nuestras carnes en ollas con sal, ají y tomate”. (en Sánchez Tellez 1995: 223) Oviedo describe variedades de tomate y, en especial, el xitomate, el que se usa en la cocina, en una salsa con ají que mejoraba el sabor de los alimentos y estimulaba el apetito. Sin el ají y el tomate no sería posible el popular gazpacho. El aguacate lo mencionó Las Casas en Santo Domingo y Oviedo lo recomendó sazonado con queso. Los españoles probaron o comieron tortugas, huevos de aves, perros gozques, culebras, curíos o conejos de Indias, calabazas nativas y como las de España, iracas o hierbas cocidas como potaje de espinacas guisadas con calabazas y ají, así como ‘lirenes’ cocidos en Navidad, maní, raíz y hojas de yahutía y muchas frutas. La mejor descrita de éstas fue la piña, la cual según Mártir, llevaron de la isla de Guadalupe a Las Canarias y España. En Santo Domingo, comían iguana durante los días de Cuaresma, cocida o asada de la misma manera que una gallina, con especias, tocino y berza. Comieron tantas jutías que rápi-
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damente las exterminaron. Un español envió a otro tres jutías y una carta con un indio, el cual por hambre se las comió en el camino. Cuando el destinatario las reclamó, el indio le preguntó cómo se había dado cuenta del hecho si lo hizo sin testigos. (Deive 2002: 54) Algunos platos aborígenes fueron descritos etnocéntricamente extravagantes, tales como huevos de hormiga, gusanos blancos fritos, arañas del tamaño de pollitos, grillos de una libra y media de peso, piojos, lagartijas, salamanquesas, culebras, víboras, tierra, madera, estiércol de venado y otras cosas que, según Cabeza de Vaca “dejo de contar y creo que averiguadamente que si aquella tierra hobiese piedras, las comerían”. (en Romero 1993: 35) En una ocasión en que faltó comida, Michele de Cuneo comió una serpiente asada al fuego que le pareció muy buena. En Venezuela, Oviedo vio un bollo de maíz amasado con más hormigas que masa. El padre Gumilla relata el placer de los indios en comer carne dura de monos, aunque su hígado era “bocado regalado y apreciable”. (en Romero 1993: 267) El aporte africano a la culinaria americana y europea no es nada desdeñable, aunque a diferencia de éstas, según Villapol, de muy pocas es posible probar satisfactoriamente esa atribución. (1977: 325) Los africanos aportaron ñame, molondrón, guandul, sandía, aceite de palma, gallina de Guinea, café, banano y plátano. Aunque Humboldt habla de un plátano precolombino, el que se come popularmente lo trajo el dominico fray Tomás de Berlanga desde Canarias en 1516, que a su vez provenía de África y Asia. Los esclavos africanos dejaron una gran impronta en las cocinas locales porque durante la colonia eran quienes cocinaban. El gobernador Ovando tenía un negro ‘loro’ como cocinero, autor del primer refrán colonial, quien decía que sólo era ‘una abofetadilla’, cuando cortaba la cabeza a un indio sin motivo ni razón. La gente decía: “Dios te guarde de la bofetadilla de fulano loro.” (Rodríguez Demorizi 1978: 190) Explica Villapol (1977: 327-335) que, si bien no podían escoger libremente su alimentación, los negros manipularon los alimentos de libres y esclavos, mientras los amos enfrentaron problemas de economía alimentaria, valoraron técnicamente cómo la alimentación deficiente era freno a la producción y realizaron experimentos para incrementar su rendimiento aumentando la cantidad y calidad de los alimentos, aunque con el menor costo posible. De ahí los patrones alimenticios ricos en carbohidratos como el arroz y los víveres. El arroz, desplazado por el tabaco en Estados Unidos, fue sustituido por
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el maíz por ser más barato. Las plantaciones estaban tan especializadas en la agricultura de exportación que el esclavo no producía alimento para sí o éste era marginal. Por eso, existen en el Caribe hábitos alimenticios y productos sin relación con el medio ambiente, importados de otras zonas. Cuando las guerras impedían las importaciones, muchos esclavos morían de hambre. El tasajo, el bacalao y el arenque eran las fuentes principales de proteína animal de los esclavos. Existen ciertas diferencias entre las cocinas americanas dependiendo del origen del colonizador: español, inglés, francés, holandés, portugués, danés o sueco. La herencia africana, europea y americana está tan imbricada a la economía y la sociedad que es difícil establecer qué provino de cada región. En la actualidad, las mayores secuelas de hambre se encuentran en las antiguas zonas de plantaciones, donde arribó el 90% de los esclavos, quienes con su trabajo y cocina contribuyeron durante siglos a aliviar el hambre de Europa. Los inventarios culinarios de los cronistas recogen la mezcla y combinación de productos españoles, indios y negros. Desde muy temprano surgieron comidas a la olla, muy populares como el ajiaco, el sancocho, las coladas o mazamorras, especies de sopas con carnes y viandas, cada una con un estilo propio y criollo. Además, en América, África y Europa se hierve, se asa a fuego directo, se fríe y se cocina al vapor. El sofrito con cebollas, ajo, pimiento y tomates del Caribe es similar a la salsa ata de Nigeria. (Villapol 1977: 329) En Santo Domingo, donde los españoles establecieron sus primeras villas, se realizó el primer contacto indo-europeo y los negros, según Las Casas, se adaptaron de manera más natural que en Guinea. Fue la puerta de entrada y salida de la primera revolución culinaria mundial realizada en el triángulo de América, Europa y África. 3. Comida para hombres del cielo Colón fue el primer escritor del Nuevo Mundo, aunque se conoce mejor como descubridor. Precursor literario del realismo mágico latinoamericano, sintió y expresó los encantos de la naturaleza y la sociedad con una deslumbrante embriaguez panteísta, poética y literaria. (Balaguer 1992) El original de su Diario se perdió y se conocen sus escritos por versiones de Las Casas y Fernando Colón. No hay un escritor en América ajeno a su vida y relatos. No se sabe cuál de los Colón es más prolijo, si el de los historiadores o el de los novelistas.
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La hazaña histórica –la más grande después del nacimiento de Jesús, según Gómara–, narrada con imaginación, mentiras y exageraciones es la clave de la obra colombina. Sus cuatro viajes encajan en un esquema retórico: metáfora, sinécdoque, drama y tragedia. Colón escribía bien, aunque con numerosos portuguesismos, pues había aprendido el castellano en Portugal. Como escritor de encrucijadas su relato se sitúa entre la imaginería medieval sobre el Oriente, la nueva realidad de América y sus propios deseos y objetivos. Su primer encuentro con los indios hizo añicos su utopía: “[...] me pareció que era gente pobre de todo.” (Colón 1980: 30) En vez de dudar de sus hallazgos, explica Veloz Maggiolo, dio contenido a lo encontrado y aceptó rápidamente la grandeza de las nuevas tierras y de su naturaleza exhuberante con un agregado de aventura. (2005: 10) Según Charlevoix, Colón daba fácil crédito a las maravillas que podían hacer más célebres sus descubrimientos. (en Deive 2002: 310) Toda empresa marítimo-colonizadora tiene dos requisitos primordiales: prevenir el escorbuto y proveer la comida. Se combatía la ‘enfermedad de los marineros’ comiendo naranjas, limones, verduras y carne. Cristóbal Colón aporta una receta para producir perejil a bordo: “Poner las semillas del perejil en remojo y vinagre por tres días, luego se coloca en el sobaco por tres días más. Cuando se necesite, se planta y dentro de una hora germina y se come.” (Bottiglieri 1996: 5) Debido a que los médicos atacaban la idea de que fuese sano comer fruta o beber su jugo (Ritchie 1988: 132), los cronistas no sólo probaron, comieron y gustaron de las frutas, sino que también hicieron precisas explicaciones de sus beneficios. Desde que Colón zarpó de Puerto de Palos “abastecido de muchos mantenimientos” (Colón 1980: 16) hasta que regresó triunfalmente a Europa, la alimentación aparece constantemente en su diario. En Canarias toma agua, leña y carnes. En el trayecto, observa la flora, la fauna y la salinidad del agua como indicios de tierra cercana. Los primeros peces, al parecer, no fueron para comer, sino para mostrarlos a los Reyes. Aunque en las quejas de la tripulación durante el viaje no se mencionó la falta de comida, ésta era un detonante de los motines. Martín Alonso Pinzón –no Colón– llegó a tierra el 11 de octubre de 1492, no el 12. Este día fue un encuentro de historia y de cultura, pero sobre todo de comida. A Colón, en vez de oro, le trajeron agua y cosas de comer dicendo: “Venid a ver los hombres del cielo, traedles de comer y beber.” (Colón 1980: 33) En la religión animista, los dioses
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comen y beben como los seres humanos. Según afirma Fray Diego de Landa, los dioses indígenas reclamaban comida diariamente, y Benzoni apunta que lo que más pedían los indios era abundancia de comida y bebida. No es casual que su deidad principal era el dios de la yuca. El médico-curandero de la tribu bendecía y repartía pan de yuca o cazabe entre los fieles, antes de la llegada de los cristianos. No se sabe si el primer día en América los españoles probaron la comida de los indios. Colón estaba atento a saber si había oro. Llevó a seis indios para que aprendieran a hablar castellano y sirviesen como guías e intérpretes en la travesía. Los españoles quebraban útiles de cocina porque los indios cambiaban por oro “hasta pedazos de escudillas y de tazas de vidrio”. (Colón 1980: 32) En los sucesivos encuentros, los indios le daban agua y comida. En el derrotero, Colón encontró a un indio que traía un poco de pan, una calabaza de agua, hojas secas y, lo que más le llamó la atención era una tierra bermeja hecha en polvo, que podría servir para preparar bolas comestibles, como las reportadas por la arqueología, hechas de barro, huesos y aceite de mamíferos. (Veloz Maggiolo 1972) Los indios traían objetos, comida y agua fresca, gesto que Colón devolvía con miel de azúcar. Notó que los peces eran diferentes y dignos de apoteosis: “Hay algunos hechos como gallos de los más finos colores del mundo, azules, amarillos, colorados y pintados de mil maneras [...] que no hay hombre que no se maraville y no tome gran descanso para verlos.” (Colón 1980: 38) Observó árboles para tinturas, medicina y especiería sintiendo de la tierra un olor tan bueno y suave de flores o árboles que era “la cosa más dulce del mundo”. (Colón 1980: 41) El 25 de octubre describió la ‘canoa’, nave de un madero sin vela, la primera palabra aborigen integrada al castellano por Antonio de Nebrija en 1495. En una laguna Colón mató una sierpe, posiblemente una iguana, cuyo cuero guardó para los Reyes. También vio un perro que no ladraba, verdolagas, bledos y un caracol grande o lambí muy usado como comida y fotuto, una especie de trompeta con la cual se anunciaba la venta de carnes hasta el siglo XIX. Anotó pescadores que llevaban pescado tierra adentro y que habría vacas por unos huesos de cabezas que encontró, los cuales seguramente eran de manatí, animal que los aborígenes cazaban por su carne, pero sobre todo por sus costillas que utilizaban en ceremonias religiosas. Confundió un manatí con una sirena, aunque reconoció que no era tan bonita como decían,
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porque tenía cara de hombre. El manatí fue considerado por casi todos los cronistas como un pescado de mar, aunque decía Oviedo que su cabeza parecía de vaca. Para Mártir era cuadrúpedo con forma de tortuga y escamas. Los españoles lo mataban con ballestas y el propio cronista afirma: “[...] creo que es uno de los mejores pescados del mundo en sabor [...] y la cecina de él muy especial.” (en Romero 1993: 274) En el convento de los franciscanos, el primero construido en América en 1502, la arqueología encontró numerosos restos de manatí por lo que se supone que era boccato di cardinale para curas y legos. Colón siempre invitaba a los indios a comer en su nao. El 2 de noviembre envió a Luis de Torres, judío que sabía hebraico, caldeo y arábigo, junto a dos indios para saber cuán lejos estaban Zayto y Guinsay, las supuestas tierras del Gran Khan de China. Les dio una sarta de cuentas y muestras de especiería “para comprar comida si les faltase”. (Colón 1980: 52) El 4 de noviembre, Colón se enteró –no por Torres, sino por los indios intérpretes– de hombres con un ojo y hocico de perro que comían gente, bebían sangre y cortaban ‘natura’, al tiempo que describió los primeros sabores de la comida indígena: ñames, en realidad batatas, como zanahorias con “sabor a castaña” y “faxones y fabas muy diversas de las nuestras”. (Colón 1980: 52, 54) Al día siguiente vio un tizón de hierba usado en sahumerios: la hoja o túbano de tabaco. Tomó un ‘peje-puerco’ para los Reyes, vio ‘ratones’ de la India, en realidad jutías, cangrejos y supo que muchos indios huían porque pensaban que los españoles eran caníbales que los querían comer. El 26 de noviembre registró la palabra ‘caniba’, tierra de caníbales, por cuya corruptela se formó caribe. El 5 de diciembre avistó la isla La Española (Santo Domingo), “la más hermosa cosa del mundo” (Colón 1980: 78), por sus valles y campinas semejantes a Castilla, Córdoba y Andalucía. Los marineros pescaron lisas, lenguados, albures, salmones, pijotas, gallos, pámpanos, corbinas, camarones y sardinas. El 13 de diciembre recibió de los indios pescado y pan de ajes, raíces como rábanos grandes cocidas y asadas con sabor de castañas, muy sabrosas y algunas tan grandes como la pierna de un hombre. Llegó a la conclusión de que los indios eran buenos para trabajar, hacer villas y sembrar, todo lo que el proyecto colonizador necesitaba. En medio de la fiesta de la Anunciación, celebrada con tiros de lombarda, Colón compartió comida española con un indio, quien después que probaba un bocado lo repartía entre
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los suyos. Ordenó que donde quiera que encontraran un indio les dieran de comer. (Colón 1980: 95) Notó que aquí, a diferencia de otros lugares donde escondían las mujeres, éstas tenían muy lindos cuerpos y eran las primeras que brindaban cosas de comer, pan de ajes, gonza de avellana y frutas. (Colón 1980: 99) El 22 de diciembre, Colón recibió en la nao pan, pescado y una especie en grano llamada ‘ají’, la cual bebían con agua como cosa sana. Para Colón “vale más que pimienta” y nadie come sin ella. (Colón 1980: 131) El 25 de diciembre, la nao Santa María encalló y con su madera y la ayuda de los indios se construyó el fuerte La Navidad. Allí quedaron 39 hombres con “mantenimientos de pan biscocho y vino por más de un año” (Colón 1980: 112), simientes para sembrar y mucha artillería. Como agradecimiento, Colón comió con un cacique de la región, el cual retribuyó con una colación de ajes, camarones, pan de casabe y verduras. Supo que en una isla cercana se cogía oro del tamaño de habas y, en La Española, como grano de trigo o lentejas. El 13 de enero de 1493, al mandar un grupo de hombres a buscar ajes para comer, se produjo un altercado con los caribes y el primer derramamiento de sangre en el Nuevo Mundo. Antes de partir para Europa, notó que los indios hacían muchas ahumadas con las que cocinaban sus carnes. En medio del océano, mataron una tonina y un tiburón, porque sólo quedaba de comer pan, vino y ajes de las Indias. Poco después, una tormenta puso en peligro la embarcación y se agotó el alimento europeo y el indígena. Los marineros jugaron a la suerte con garbanzos para escoger quién cumpliría la promesa o romería en caso de sobrevivir. Colón, quien iba muy dolido de piernas por el poco comer, lanzó al mar un pergamino dentro de un barril. Por suerte, llegaron a las Azores, un día de Carnestolendas, donde comieron gallinas y pan fresco. En Lisboa el rey de Portugal ordenó demostrar que las tierras descubiertas no pertenecían a Guinea. Para ello, los aborígenes mostraron con habas las islas La Española, Cuba, Lucayas y otras más, quedando aquél convencido de la novedad del descubrimiento. Le ofreció transporte por tierra a Castilla, pero Colón no aceptó por temor a que lo matasen en el camino. El Segundo Viaje de Colón (1493-1496) fue apoteósico: 17 barcos, 1.200 gentes, 200 sin sueldo y muchos ilegales escondidos en los barcos, incluyendo mujeres vestidas como hombres. (Guerrero 1988: 31) La Isabela fue la primera villa construida en la costa norte de
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Santo Domingo a finales de 1493. Para alimentar a la población Colón trajo trigo, pan, galletas, vino, aceite, vinagre, garbanzos, tocino, jamón, manteca, carne salada de cerdo y de vaca, pescado, ovejas, gallina, queso, ajo, cebolla, limón azucarado, mermeladas, dátiles, aceitunas, azafrán, arroz, azúcar blanca, rosada y miel. La clase baja europea consumía mucho trigo o pan cocido, tocino rancio, queso podrido, habas, garbanzos y vino. (Deagan 2002: 140-142) Los alimentos se preparaban asados, hervidos en agua y fritos en aceite de oliva o manteca de cerdo. Utilizaban fuentes o soperos, jarros para líquidos, tazas sin asa, jarritas y tinajas para la comida y el agua. Las ollas o pucheros para cocinar aún se usan para cocinar estofados, sopas, harinas, potajes, guisos y gachas que combinan vegetales, granos, frijoles, carne o pescado y sazón a manera de la paella o asopao. Junto con el pan, eran la dieta del pueblo. El pescado lo guardaban para los días de ayuno. Luego de colocar los cimientos, el primer problema a resolver era alimenticio. En enero de 1494 solicitó a España enviar vinos, pan, bizcocho y trigo, carnes de tocinos, cecina, animales para la reproducción, pasas, azúcar, almendras, miel, arroz, vino y, para los enfermos, miel y azúcar de Canarias por ser “el mejor mantenimiento del mundo y más sano”. (Marte 1981: 133, 140) El aporte alimenticio aborigen fue necesario para la supervivencia española. A cambio de vituallas españolas los indios daban pescado como sardinas y salmonetes, langostinos, langostas y pulpos. Ramos Gómez piensa que se llegó a intercambiar alimentos indígenas hasta por ver y tocar la campana de la Iglesia, que los indios pensaban que era un Dios o “guanín que habla”. (1992: 294, 288) De todos modos, la comida era insuficiente. Esa fue la principal queja de los colonos en contra del gobierno de Colón. El conflicto político entre Colón y la Iglesia tomó un matiz alimenticio: el padre Boyl se negó a darle misa –¡excomunión! – y Colón a suministrarle pan. La Isabela fue despoblada por un acto político y culinario. Cuando el alcalde Roldán se levantó en 1496 asaltó la alhóndiga real –el almacén de los alimentos–, robó y mató el ganado y se marchó con 320 hombres a Xaraguá, donde había “muchas mujeres hermosas y mucho de comer”. (Marte 1981: 167) Las Casas decía que un español comía en un día más que una familia indígena en meses. Se obligó a los indios a sembrar y entregar alimentos a los españoles, para lo que les enseñaron a trabajar con azadas, azadones y hachas de hierro, en vez
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de sus hachas de piedra. (Marte 1981: 220) Para Deagan el hecho de que en La Isabela sólo el 16% de utensilios eran para la cocina –de los cuales 37% de cerámica para moler granos y 61% ollas para cocinar– indica que los españoles dependían en gran medida de la importación de alimentos. Al principio, los españoles no se adaptaron a la cocina aborigen, pues según Mártir “les era difícil hacerse a las comidas isleñas”. (1964 I: 143) Pero no era cuestión de querer, sino de poder. Se comieron la comida aborigen porque la suya llegó dañada y los animales domésticos –cerdos, gallinas, ovejas y caballos– eran para la reproducción. En 1494 los españoles abandonaron los escrúpulos y comieron desde perros hasta guayabas podridas. El doctor Chanca dijo que los “ages son excelente manjar, de los cuales hacemos de muchas maneras y nos tiene a todos muy consolados”. (en Gil 1984: 173) También dijo que comían ají con pescado o aves. Después de la primera incursión al interior, los españoles comían los alimentos aborígenes como si fueran suyos. Según Las Casas, quien sembró las primeras cebollas, comenzó a comer la gente “casabe o pan y ajes, y de los otros mantenimientos de los indios”. (1985 I: 375) Habría surgido el primer refrán o fórmula culinaria: a falta de pan, casabe. Colón llevó harina para preparar casabe a su regreso a España en 1496. La caña de azúcar se aclimató de gran manera, aunque Colón no logró extraer sacarosa porque el jugo no cuajaba. Desde 1497, recibió instrucciones para traer labradores y hortelanos para sembrar caña de azúcar y criar ganado. El azúcar no se usaba sólo para endulzar bebidas, servía también para evitar la putrefacción de los alimentos y como especia y medicina. Laurioux lo encontró en el casi 50% de las recetas inglesas en el siglo XV. (Mintz 1996: 86-87) Por eso Colón solicitó al Rey encarecidamente el envío de 50 pipas de miel de azúcar porque “es el mejor mantenimiento del mundo y más sano”. (1980: 167) Para Santo Domingo, Colón solicitó en 1498 carnes de oveja, terneros, cabritos, vino, vinagre, bizcocho, queso, garbanzos, lentejas, habas, arroz, almendras, pasas, pescado salado y redes para pescar. Pioneros como Juan Rojas y Pedro Gallego pasaron penuria pues “no comían sino dos jaibas por ración”, mientras el testigo Francisco Gámez dijo que uno comía un cangrejo y el otro un “güevo”. (Utrera 1951: 132) Juan de Castellanos puso en boca de los indios la alimentación de los españoles hambrientos:
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José G. Guerrero Si son gentes de buenos pensamientos, a bien es recebilos, si son gratas, si vienen fatigados y hambrientos, darémosles comidas bien baratas, de nuestros alimentos, guamas, auyamas, yuca y batatas, cazabís y maíces, otros panes hechos de raíces, jutías con ajíes, pescados de ríos, manatíes, guariquinajes y coríes. (en Vega 1982: 117-118)
La carne principal de la dieta española fue el cerdo, a cuyo paso se hizo la Conquista de América. (Sánchez Tellez 1995: 218) Los primeros fueron traídos por Colón desde las islas Canarias. Ya en 1508 se hacía montería de puercos. Guillermo Coma, poblador de La Isabela, menciona quizás el primer plato indo-hispánico –cerdo con batatas– el cual “si lo tomas cocido, se te antojaría estar probando calabazas”. (en Ramos Gómez 1992: 85 n.26) Una fiebre suína propagada por los cerdos provocó gran mortandad en la población. Para Sánchez Tellez, el chorizo con carne de cerdo y ají picante fue el primer plato sincrético iberoamericano. (1995: 218) Las primeras vacas, puercos y chivos se desarrollaron de manera extraordinaria en la isla desde que Colón los trajo en 1493. Colón fracasó como gobernante al no poder enviar el oro prometido y esperado porque la gente cayó enferma, pues a diferencia del Primer Viaje en el que nadie enfermó ni cayó en cama, ahora “había menester llevar muchos mantenimientos” que no los había. (1980: 156) En La Isabela los alimentos permanecían en las naos, mar adentro. Colón temía que un indio con un tizón podía prender fuego a la villa. La gente, enferma por “el agua y los aires”, sanaría si tuviese “algunas carnes frescas” (Colón 1980: 157) y los mantenimientos que acostumbraba a comer en España. El vino se había perdido por problemas en los toneles. Colón solicitó el envío urgente de vino, bizcocho de trigo, tocinos y cecina, carneros, corderos, cañas y miel de azúcar, cajas de azúcar, pasas, almendras, miel, arroz y conservas. La producción de alimentos se retrasó, porque enfermaron los pocos labradores que había. (1980: 160) Durante el Tercer Viaje (1498-1500), Colón se dirigió a la isla Trinidad y a la costa de Venezuela a buscar perlas. Nuevamente perdió el trigo, el vino y la carne y tuvo que depender del pan, frutas, vino y maíz de los indios. El maíz lo había llevado a España y aseguró que ya había mucho en Castilla. Afirmó que la tierra no era totalmente esférica, como se decía, sino que tenía forma de pera con una protuberancia como pezón de teta de mujer. Además, habría localizado el sitio del
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Paraíso Terrenal, noticia ésta más importante que todo el oro del mundo. El Cuarto Viaje (1502-1504) fue una tragedia, posteriormente muy difundida por el cine. Estuvo en Jamaica náufrago y tan gravemente enfermo que pasó nueve días sin esperanza de vida. Presenció visiones terribles: un mar rojo como la sangre hirviendo y gente tan desconsolada que deseaba la muerte. Tuvo que profetizar un eclipse lunar para salvar la vida. Solicitó al Rey el envío de 500 quintales de bizcochos y otros bastimentos para explotar las perlas que se venderían por oro. Sin embargo, desde los inicios de la colonia la producción de alimentos era mejor negocio que la extracción de oro. Según Las Casas, los mineros vivían siempre endeudados y presos, mientras que los granjeros tenían “más descanzo y abundancia” al criar puercos y hacer labranzas de cazabí, ajes y batatas. (en Bosch 1971: 23) Colón murió en 1506 quejándose amargamente de que, a su pesar de su fama, no tenía casa ni dinero para comer: “Poco me han aprovechado veinte años de servicio, que hoy no tengo en Castilla una teja; si quiero comer o dormir no tengo, salvo el mesón o taberna, y las más de las veces falta para pagar el escote”. (Colón 1980: 191) 4. El día que la cruz cristiana hizo crecer la yuca de los indios La Relación de Fray Ramón Pané acerca de las antigüedades de los indios, las cuales, con diligencia, como hombre que sabe la lengua de ellos, las ha recogido por mandato del Almirante constituye un hito en la historia cultural de América. (Arrom 1980: 1-19) Compuesta en Santo Domingo, entre 1494 y 1498, es la única fuente directa sobre los mitos y ceremonias de los aborígenes, una de las obras clásicas de la antropología americana, el primer libro escrito en el Nuevo Mundo en idioma europeo y, su autor, el primer misionero en aprender la lengua y maestro de indios, iniciador de la alfabetización, primer etnógrafo y primer antropólogo de América. Para los aborígenes la alimentación es parte esencial de su cosmovisión mítico-religiosa. Pané recoge su principal deidad Yúcahu Bagua Maórocoti, el dios de la yuca y del mar, dos elementos fundamentales en su alimentación; hombres transformados en árboles y aves, niños en ranas, anguilas en mujeres, huesos en peces y agua de mar, tortuga en casa o pueblo; isla de iguanas y amazonas; lo que sucede a las almas después de la muerte, las ceremonias y curaciones mágicas
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de los sacerdotes, los mitos sobre el origen del universo, del mar y los peces, los primeros seres humanos y la domesticación de la yuca, palabras aborígenes, la profecía de hombre vestidos que los matarían de hambre, la evangelización y el primer milagro de América cuando una yuca creció en forma de cruz. Pané era un pobre ermitaño de la Orden de San Jerónimo, vino en el segundo viaje con Colón, vio el desastre del primer fuerte, estuvo en la fundación de la primera villa, participó en la primera incursión al interior, observó las primeras matanzas de indios y convivió casi dos años con los aborígenes. Colón llevó su manuscrito en el regreso del tercer viaje a España, Anglería lo conoció entre 1500 y 1504, Las Casas y Hernando Colón lo trascribieron y Alfonso Ulloa lo publicó en 1571. El original de Pané y la copia de Hernando desaparecieron. Lo único que se conserva es el resumen en latín de Anglería, el extracto en español de Las Casas y la traducción al italiano de Ulloa. La primera versión en español es de 1749. La obra de Pané es la más literaria de todas las crónicas y no son pocas las recreaciones literarias, teatrales y pictóricas realizadas de la misma en la actualidad, entre las que merece distinción De dónde vino la gente de Marcio Veloz Maggiolo (2006). Pané ordena su saga con mitos, pero también con su mentalidad religiosa y objetivo evangelizador, reconociendo que no entiende bien lo que le cuentan o que los indios no cuentan las cosas en orden. No es casual que inicie con Yúcahu, el dios de la yuca, considerado por Las Casas como el propio Dios de los cristianos, y termine con la historia de los primeros indios cristianizados. Aparte de los mitos antropogónicos (origen del hombre) y cosmogónicos (origen del universo y la naturaleza), Pané recoge mitos de transformación del hombre en seres cósmicos o naturales como “consecuencia del pecado original”. (Jiménez Lambertus 1989: 60) Tiene ciertos prejuicios etnocéntricos –habla de idolatría, superstición, gente ignorante–, por lo que observa e interpreta a las culturas partiendo de un modelo europeo y de la lengua castellana. Si Pané aporta el testimonio más directo y creíble sobre los aborígenes es por su conocimiento de las lenguas aborígenes, ya que los españoles sólo aprendían a decir “dame pan y oro”. (Matos Moquete 1989: 292-293) De todas maneras, Pané no era iconoclasta y advirtió problemas de redacción por dificultades materiales y limitaciones propias: “[...] escribí de prisa y no tenía papel bastante, no pude poner en su lugar lo
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que por error trasladé a otro; pero con todo y eso, no he errado”. (Pané 1980: 30) Según Pané, el más grande de sus dioses o ‘cemí’ es el dios de la yuca, lo que indica el papel fundamental de esta planta en la vida social y religiosa de los aborígenes. Por vivir en el cielo y ser inmortal, invisible y eterno Las Casas lo consideró una prueba del conocimiento previo que tenían los aborígenes de “un verdadero y solo Dios”. (en Pané 1980: 104) De dos cuevas salió toda la gente, pero no podían salir durante el día para alimentarse. Los que salieron a pescar fueron convertidos por el Sol en árbol (jobo) y ave cantora. Las mujeres fueron llevadas a una isla donde se convirtieron en amazonas. Los hombres volvieron a tener mujeres cuando un pájaro carpintero esculpió el sexo a unas anguilas, pero aclara Pané que “esto es según cuentan los más viejos [...] lo creen todo tal como lo he escrito”. (1980: 56) Los peces de comer y el mar se formaron de unos huesos que se cayeron de una calabaza colgada en el techo de una casa. Cuatro hermanos pidieron a su abuelo cazabe, “el pan que se come en el país” (Pané 1980: 30), pero como éste pensó que era un robo, en vez de pan les tiró un ‘guanguayo’ con sustancias mágicas de modo que al impactar en la espalda de uno de aquellos nació una tortuga que se convirtió en una casa o pueblo. Los muertos comen guayaba y cohabitan con los vivos y su única diferencia es que no tienen ombligo. Muchos vivos yacen con mujeres que, al abrazarlas, desaparecen. Pané aclara que esto lo creen todos en general. Los ‘behiques’ o sacerdotes supuestamente hablaban con los muertos. Curaban enfermedades con huesecillos, piedras y carne que se metían en la boca, luego chupaban el cuerpo del enfermo, escupían en la mano y, sacando lo que se habían metido en la boca, le decían: “Has de saber que has comido una cosa que te ha producido el mal que padeces, mira cómo te lo he sacado del cuerpo.” (Pané 1980: 37) Recomendaban descanso y una hierba como laxante estomacal. Si el objeto sanador era piedra la guardaban y daban de comer a sus deidades o cemíes, quienes exigían siempre ser alimentados. Un dios enviaba enfermedades porque no le daban yuca para comer, por lo que en días solemnes llevaban mucho pescado, carne o pan a la casa del ídolo para que comiera de todo. Si el paciente moría, le daban de beber un jugo de hierba “con hojas semejantes a la albahaca, uña, cabellos” (Pané 1980: 38) y preguntaban si la causa de su muerte era natural o provocada. Algunas deidades tenían forma de nabo grueso con hojas
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de olmo y creían que una de tres puntas hacía nacer la yuca, cuya planta Pané no pudo comparar con otra de España. Su jugo lo consideraban milagroso porque hacía crecer el cuerpo, brazos y ojos. Los ‘behiques’ utilizaban el ayuno para debilitar el cuerpo y afinar su sensibilidad para las visiones y profecías. En una ocasión, el dios de la yuca les advirtió que vendría gente vestida a matarlos y que “se morirían de hambre”. (Pané 1980: 48) Para continuar su trabajo etnográfico y evangelizador, Pané se movió a una región donde se hablaba la lengua universal, por lo que Colón ordenó que le diesen de comer de todo lo que allí había. Después de dos años de evangelización infructuosa, se marchó a tierras más proclives al cristianismo. Dos días después, ocurrió una peripecia culinaria dramática, un lamentable episodio antropológico, pero que se convirtió en el primer milagro del Nuevo Mundo. (Guerrero 1983a) Seis indios tomaron las imágenes cristianas que el fraile había dejado en un adoratorio, las enterraron en un campo de labranza o conuco y se orinaron encima diciendo “ahora serán buenos y grandes tus frutos”. (Pané 1980: 53) Según Pané fue por vituperio, no entendiendo que se trataba de un ritual agrícola que los indios solían hacer con sus ídolos para que la tierra diese frutos. Como los españoles no entendían de tales ritos propiciatorios pensaron que habían querido escarnecerlos. Entonces, Bartolomé Colón formó proceso “contra los malhechores” y, sabida “la verdad”, los hizo “quemar públicamente”. (Pané 1980: 7, 81) En respuesta, los indios mataron a los que se habían hecho cristianos y eran custodios de las imágenes, las cuales desenterraron y rompieron. Pasados algunos días, en el mismo lugar crecieron unos ‘ajes’, batatas “semejantes a los nabos, en forma de cruz”. (Pané 1980: 54) Este fue el primer milagro de América, el día que la cruz cristiana hizo crecer la yuca de los indios. Igual como lo cuenta Pané: como lo compré así lo vendo. 5. La maldición de las iguanas o la indianización de la alimentación hispánica Gonzalo Fernández de Oviedo, el primer cronista de América, en su obra Historia natural y general de Indias, escrita en Santo Domingo y publicada en 1532, recopiló con una objetividad encomiable todo un tratado sobre el mundo natural americano y, dentro de éste, los productos alimenticios de aborígenes, españoles y negros, plasmándolos
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en grabados y dibujos ajustados a la realidad. Su descripción lleva la impronta del etnógrafo, pues ve, pregunta, prueba, argumenta, recomienda y hasta da algunos consejos culinarios, por ejemplo, para preparar huevos de iguana es preciso hervirlos en agua, no en aceite. Por eso es el más científico y a la vez literario de los cronistas. Su descripción de la piña (Ananas comosus) es antológica. Primero aclara la cuestión terminológica. Es un producto nuevo, que no existe en Europa y utiliza el término piña como el más cercano, pero sin serlo. Segundo, pondera sus cualidades: es hermosura para la vista, suavidad de olor, gusto de excelente sabor, “una de las más hermosas que yo he visto en lo que del mundo he andado”. (en Deive 2002: 91) Menciona varios reyes y lugares en Europa para indicar que ni la alta y sofisticada realeza, ni el mundo habían conocido algo parecido. Además, en el mundo no hay algo parecido. Entonces, establece una teoría del gusto: […] de cinco sentidos corporales, los tres que se pueden aplicar a las frutas, y aun el cuarto, que es el palpar, en excelencia participa de estas cuatro cosas o sentidos sobre todas las frutas e manjares del mundo […]. Y tiene una excelencia muy grande, y es que sin algún enojo del agricultor, se cría e sostiene. El quinto sentido, que es el oír, la fruta no puede oír ni escuchar, pero podrá el lector, en su lugar, atender con atención lo que yo escribo. (en Deive 2002: 91)
Mirándola, oliéndola, gustándola, palpándola llega a la conclusión de que no hay mejor fruta, aunque reconoce que su escrito queda limitado, pues la cualidad de la cosa lo supera y necesita presentarla a través de la pintura. Esto es para los que no la conocen; a los que la han visto basta la descripción literaria. Si alguno la prueba y no queda satisfecho, apunta Oviedo, es por limitación del juicio o por subjetividad. Suele señalarse el choque de copas en un banquete como la operación que completa los cinco sentidos. La ausencia del sonido, Oviedo la sustituye por su testimonio y escritura. Así como la piña es la fruta más ampliamente descrita por Oviedo, la iguana fue objeto de una descripción taxonómica y etnológica y ejemplo de la indianización de la alimentación hispánica. Corrige su primera impresión cuando la incluyó como pescado siendo en realidad animal terrestre o reptil. La confusión común entre los españoles de si era pescado o carne se debía a que el animal andaba en ríos y árboles. Los españoles la comían en Cuaresma como sustituto de la carne.
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Oviedo advirtió que era efectivamente carne, aunque respetaba la voluntad de la gente y la orden de la Iglesia que permitía comerla en esos días.
Iguana viva y sopa de iguana [Parkinson, Rosemary. 1999. Culinaria de Cariben. Een culinaire ontdekkingstocht. Keulen: Könemann: 436.]
La iguana no podía ser más repugnante a los ojos de los españoles y del cronista: una serpiente o dragón, fea, espantosa, extraña y de terrible aspecto que ningún hombre se aventuraría a comerla. ¿A partir de cuándo y por qué comienzan los españoles a comer iguanas? Después de un gracejo que se convirtió en su maldición e inicio de su desaparición como especie. (Guerrero 1983b: 14) En 1496, Bartolomé Colón fue a Xaraguá, la región de más alta alcurnia y producción de alimentos de la Isla, a recoger un tributo, siendo recibido por el cacique Bohechío y su hermana Anacaona, bellísima mujer. Tan magnánimo fue el encuentro que envió dos naves llenas de bastimentos a la hambrienta villa La Isabela. Además, le regalaron grandes cantidades de dos clases de pan –el de raíces y el de trigo–, jutías o conejos, pescado asado y serpientes o iguanas, este último un manjar exquisito, exclusivo de caciques. Anacaona quiso hacerle un ‘gracejo’ al Adelantado convidándole a probar la iguana, al tiempo que le regalaba 14 asientos, 60 vajillas de barro y 4 ovillos de algodón. Pedro Mártir de Anglería señala que hasta entonces nadie se había atrevido a probarla, pues su fealdad no sólo le producía horror sino náuseas. El Adelantado se decidió a hacerlo y su sabor comenzó a acariciar su boca, paladar y garganta. Esta acción valiente rompió el tabú alimenticio que tenían los españoles, pues “todos convertidos en glotones a ejemplo suyo, no hablaban ya de otra cosa sino de la delicadeza de las serpientes, afirmando que tal manjar es más exquisito que lo son todos entre nosotros el pavo, el faisán y la perdiz”. (en Charlevoix 1977: 32)
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Los cristianos pagaban dinero por ellas y, según Oviedo, cocidas o asadas son mejores que los conejos de España. El cronista tuvo algunos ejemplares en su casa y testifica que “yo he comido estos animales” y sus huevos fritos en agua, aunque refuta a los que consideran esta prueba –que los huevos de iguana sólo cuajan cuando se fríen en agua– como animal de agua, porque los pescados se guisan y fríen con aceite sin problemas. También corrige a Mártir que las consideró tan grandes como cocodrilos del Nilo por escribir ‘de oídas’. Señala que se cuece o se guisa de la misma manera que una gallina, con especias, tocino y berza. Su ‘grama’ sirve para la medicina y la cocina. El hígado es buen manjar y digerible, pero recomienda tener cuidado con el color porque “cuando se echa por la cámara digerido, es tan negro como fina tinta, que pone cuidado al que no lo sabe”. (en Deive 2002: 170) También Bartolomé de Las Casas afirma que “dicen los españoles comúnmente que no hay tan sabroso manjar, aún en los tiempos primeros que en esta isla tuvimos necesidad. Cómenla en Viernes Santo por pescado”. (1967 I: 56) Todavía en 1559 no la había probado, quizás por la creencia de que producía mal de bubas, una enfermedad de transmisión sexual aborigen. Oviedo señaló que los únicos que se quejaban por el consumo de iguanas eran estos enfermos, quienes cuando comían de este animal, les tomaba atentar aquella dolencia, aunque después de un tiempo estuvieran sanos. Pero, es fenómeno que no contradecía ni aprobaba. Raro este comentario porque, según Sánchez Valverde, él era un buboso y un comedor empedernido de iguana. Por eso, el guayacán, palo con el que se preparaba un jarabe para su cura, fue ampliamente descrito por el cronista. Oviedo envió una iguana en 1547 al secretario de su Señoría en Venecia y, quizás, fue lo último que comió antes de morir como alcalde de la primera fortaleza de América con las llaves de la cárcel en sus manos, las mismas que habían escrito su maravillosa obra. Actualmente, en la provincia de Pedernales, señala la tradición oral, que la iguana produce dermatosis a algunas personas. Hoy, 511 años después del ‘gracejo’ inter-étnico, el Parque Nacional Xaragua advierte en un cartel público: “Iguana: animal protegido en peligro de extinción”.
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6. Comida de piratas y bucaneros Los piratas y bucaneros llegaron a América poco después del Descubrimiento. En 1513 fue asaltado cerca de Canarias un navío español que regresaba de Santo Domingo. Ingleses, franceses y holandeses, enemigos del comercio monopólico español, contrabandeaban esclavos, mercadorías y alimentos (harinas y frutas secas) y atacaban villas para robar azúcar, cueros, ganado y cañafístola, una planta utilizada para malestares estomacales. Se construyeron murallas con fondos obtenidos de un impuesto especial a la carne. Los holandeses buscaron en América, a partir de 1594, la sal que importaban de España y Portugal para la salazón del arenque, su principal producto de exportación. Después de 1550, la carne y los cueros eran los principales productos de Santo Domingo. Tanta era la matación que según Oviedo se dejaba perder la carne, lo que produjo plagas de moscas y perros y, quizás, el refrán ‘cuando los perros se amarraban con longaniza’. Piratas, corsarios y bucaneros establecieron en el norte y oeste de la isla un contrabando tan grande que España ordenó quemar el territorio y ahorcar a los cómplices en 1605. No obstante, se produjo lo que se quería evitar: el establecimiento de extranjeros enemigos en la zona. Tanta escasez produjo la devastación que se comenzó a comer la carne salada. (Moya Pons 1981: 64) La colonia francesa de Saint-Domingue, situada en el oeste, estableció una relación complementaria con el Santo Domingo español durante los siglos XVII y XVIII. Los primeros vendían productos agrícolas y manufacturados y los segundos animales y carne. Un personaje importante para la historia y la culinaria de ambas colonias fue el bucanero, cuyo nombre proviene del lugar donde preparaba la carne de vacas y puercos cimarrones ‘a la barbacoa’. La cocina bucanera alimentó a piratas y filibusteros para hacer sus fechorías. La misma fue un importante antecedente de la cocina criolla caribeña porque fusionó la tradición indo-afro-hispánica con el gusto de franceses, holandeses, ingleses y portugueses. Los aventureros se movieron de las pequeñas islas del Caribe a la célebre Tortuga y, luego, a la parte oeste de Santo Domingo –actual Haití–, donde producían azúcar, cueros, cañafístula, jengibre y tabaco. Eran filibusteros (piratas de barcos ligeros), bucaneros (productores de cueros y carne ahumada) y habitantes (agricultores y estancieros). Los
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cueros, que tenían especial demanda, valían como minas de oro y se trocaban por alimentos y mujeres. En Santo Domingo se llama cueros a las trabajadoras sexuales, la misma palabra que usan los argentinos para denominar a una mujer bella y honrosa. Le Vasseur, quien implantó la piratería como terror a partir de 1640, vivía lujosamente y comía en vajilla de plata. (Bosch 1971: 77) Los bucaneros eran clase aparte. Su sociedad nació, vivió y murió en Santo Domingo. Fueron desacreditados por Bertrand de Ogeron, nombrado gobernador de La Tortuga por el rey Luis XIV en 1665, a pesar de haber sido uno de ellos. Según Juan Bosch esto se debió a que formaban una curiosa institución llamada Hermanos de la Costa, una sociedad de hombres libres sin leyes ni autoridades. (1971: 65) Alexandre O. Exquemelin, ‘médico a palos’ como diría Molière, vino al Caribe con la Compañía Francesa, fue vendido como esclavo en 1666 y participó activamente en la piratería. Su libro, publicado en Amsterdam en 1678 con el título Historia de los bucaneros, se convirtió en “la fuente secreta de los novelistas del género que tanto ha influenciado en la mitología de la infancia”. (Exquemelin 1971: 7) A pesar de sus numerosos barbarismos –plantajes por cultivos, jardines por huertas– y de su total desprecio por la concordancia gramatical, no sólo inspira al personaje Alexandre Olivier de El Siglo de las luces de Alejo Carpentier, sino que sus testimonios y observaciones geográficas, naturalistas y culinarias lo hacen un libro apasionante y de gran interés antropológico. Exquemelin es el responsable de la promoción de la cocina bucanera y de la técnica a la ‘bar-b-cue’ a nivel mundial. El Viejo Mundo vivía atemorizado por la piratería europea. La nave de Exquemelin tuvo que disparar a un barco inglés que le perseguía antes de salir para el Caribe. Al llegar a La Tortuga vio a plantadores de tabaco y el palo santo, el árbol que sanaba “a los que no observan el tercer voto o sexto mandamiento”. (Exquemelin 1971: 18) Describió ‘frutas’ como la yuca, patatas, piñas, cajuil y palmite de cuyo jugo preparaban vino, así como animales como las palomas torcaces y los cangrejos buenos para mantener a criados y siervos, aunque nocivos a la vista y flaqueza de cerebro. En La Española encontró ‘con alegría’ abundancia de toros, vacas, jabalíes y caballos. Después de hallar una fuente de agua cristalina capaz de refrescar a mil personas, los franceses comenzaron a poblar según su modo de vida: cazando, plantando y navegando. La Compañía Francesa había intentado vender mercadorías a los españoles a crédito, como hacían los holandeses en Curazao.
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Al no poder recobrar la deuda, ordenó vender propiedades y sirvientes, entre los que estaba Exquemelin, quien fue a parar como esclavo del gobernador, quien le castigaba y le hacía andar “a pura hambre canina”. (Exquemelin 1971: 24) Luego, fue revendido a un cirujano, quien lo liberó y le enseñó cirugía –que entonces parecía barbería– y participó en fechorías de piratas hasta 1672. En Santo Domingo encontró a una población alegre, fructuosos jardines, víveres, cazadores y plantadores, cacao y un rico chocolate, jengibre, tabaco, sebo, tortugas de mar y de río, pescados muy sabrosos y ‘palomas’ pintadas de Guinea que eran buen mantenimiento. Exquemelin hace gran apología de las frutas al estilo de Oviedo: recrean “el sentido de la vista a porfía con el olfato y ambos rindiendo al gusto tributo que el tacto ofrece nunca oídos. Lisonjean el apetito otras diversidades, especialmente la multitud de naranjos y limones, dulces, agridulces, fresquísimas limas, toronjas y cidras”. (Exquemelin 1971: 28) De la palma comen el palmito o repollo blanco del mismo modo que en Europa se hace con las coles cocidas echándolas a rebanadas en la olla de carne. Sus hojas sirven para envolver la carne ahumada y sus frutos son delicioso banquete para puercos salvajes. Para evitar la picada de mosquitos untan la cara con manteca de puerco y, en las noches, queman hoja de tabaco. Observó poblaciones mulatas y mestizas porque “los españoles gustan del sexo femenino negro más que las propias”. (Exquemelin 1971: 27) Los bucaneros, según Exquemelin, cazan el ganado cimarrón en el bosque durante uno o dos años y ahuman y salan su carne en lugares llamados boucan, de donde viene bucanero. Las carnes de vaca y de puerco se curan según una antigua receta indígena. Las lonjas de carne salada, untadas con salmuera o secadas al sol, se cocinan a la barbacoa convirtiéndose, por la creosota del humo, en una conserva rosada y con un aroma tentador. Servía como alimento y antídoto contra el escorbuto, antes de que el capitán Cook demostrase que éste se producía por falta de vitamina C. Se podía comer cruda, como si fuera un embutido, ablandada en agua o guisada. El bucán que mejor se conservaba era el de carne de jabalí o puerco cimarrón. (Ritchie 1988: 136-137) El puerco a la puya se asa entero, ensartado en una estaca sobre dos horquillas, con fuego por todos lados, tal y como se hace actualmente en las navidades dominicanas. El bucanero tenía un raro desayuno: cuando cazaba la res, le cortaba las patas y sorbía el tuétano caliente. Su bocado predilecto era las
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ubres de la vaca. La carne de toro no la comía por dura, mientras la de vaca la sazonaba con una pimentada de limón y ají molido y, luego, la colocaba sobre una hoja de plátano. Otro plato bucanero era cerdo con mango, del cual también hacía confituras. No había lugar en que los puercos cimarrones no comieran de ellos, por lo que su carne tenía un sabor delicado y exquisito. Además, se cocía el mango con la carne. Esta cita del mango en siglo XVII es incompatible con la información de que vino de La India con los portugueses, que llegó a Puerto Rico en 1742 y después a Santo Domingo en 1747. (Gutiérrez Escudero 2007: 301) Luego que los bucaneros vendían carne ahumada, gastaban su dinero “en tanto les duraba” en vino, tabaco, pólvora, balas y prostitutas, muchas de las cuales se entregaban “más por hambre que por lascivia”. (Exquemelin 1971: 88) La primera plantación de tabaco para el comercio mundial data de 1598 y la primera simiente que los franceses plantaron fueron las habas. Las patatas eran cocidas y sabían a castañas. Bebían licores de maíz, de yuca y de bananas considerados agradables, sustanciosos y sanos. De la yuca extraían casabe, cuya harina suplía la falta de pan de trigo. Rallaban su raíz en guayos de metal como hacían en Holanda con la raíz picante con gusto de mostaza llamada mirick con la cual preparaban una salsa para el pescado. Un sazón de limones agrios, sal y pimienta molida, componentes básicos de la salsa del Caribe, usado como tortura contra esclavos y criados, servía como condimento general. (Exquemelin 1971: 45-52) Los piratas atacaban los barcos enemigos después de abastecerse con carne de puerco y tortugas saladas y abandonaban una villa saqueada sólo después de tomar vituallas suficientes. Cuando un pirata no tenía o perdía sus bienes, los otros acudían en su ayuda, mientras los taberneros le fiaban la bebida. En la travesía muchos piratas pasaban tanta hambre que comían zapatos, vainas de espadas hasta algún indio en caso de que apareciese. Era común que cuando sitiaban una villa dispusieran de grandes banquetes, mientras dejaban morir de hambre a los prisioneros que debían confesar donde escondían los bienes. El pirata inglés Morgan llegó a pedir como rescate de seis españoles secuestrados 500 bueyes o vacas con bastante sal para salarlos. Para los piratas la comida era sagrada. Un inglés fue ahorcado en Jamaica por quitarle a un francés los huesos de una vaca que desollaba. De acuerdo a Exquemelin, el tuétano de los huesos era un plato predilecto. En una ocasión, el gobernador Ogeron fue atrapado en
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Puerto Rico después de encallar su nao en una tempestad. Sobrevivió al hacerse el loco y servir de diversión a los soldados, quienes algunas veces le daban un mendrugo de pan, cuando los otros prisioneros nada tenían para satisfacer sus caninos estómagos. Pudo escapar y sobrevivió con pescadillos a la brasa asados con fuego hecho con dos palitos de madera. Una vez en La Tortuga, preparó una armada para rescatar a sus compañeros, pero fueron vencidos. A los que quedaron como prisioneros, los españoles les cortaron algunos miembros de sus cuerpos para mostrarlos como señal de victoria, al tiempo que encendían fuegos y luminarias de alegría. Un gobernador holandés salvó algunos de esos franceses cuando compraba provisiones y ‘refresco’ para su armada. Muchos se reencontraron en Francia y volvieron a La Tortuga donde armaron una nueva flota de piratas para seguir atacando alguna embarcación en el Caribe. (Exquemelin 1971: 56, 126, 105, 120) Santo Domingo fue una colonia sin ningún tipo de inversión por parte de España. En cambio, Francia, Holanda e Inglaterra crearon colonias en el Caribe como empresas comerciales para producir y vender azúcar, tabaco y cacao en París, el Havre, La Rochela, Burdeos, Londres, Liverpool, Rotterdam, Amsterdam y Amberes. El sentido de aislamiento y miseria del siglo XVII obligó a los dominicanos a desarrollar hábitos propios de vivienda, vestuario y comida. Para Juan Bosch, fue en ese siglo miserable cuando, en el contexto de la democracia racial en el trato entre amos y esclavos, se formaron ciertos hábitos nacionales como la comida a base de plátanos, arroz, frijoles y carne, productos que podían cosechar el esclavo de una estancia y amo de un hato. Los entierros y servicios religiosos se pagaban con carneros y frutos. (Bosch 1971: 66, 94-95, 97) En la medida en que la colonización europea del Caribe se estabilizaba, aumentaba la necesidad de aniquilar la sociedad bucanera y, más tarde, la de los piratas. Sucedió poco antes del tratado de Ryswick en 1697 cuando España reconoció implícitamente la presencia francesa en el oeste de la isla de Santo Domingo. En esta región, dominicanos y franceses destruyeron el ganado cimarrón y los bucanes de los bucaneros, quienes fueron sustituidos por monteros. Bucaneros y piratas subsisten en el imaginario de la literatura y el cine, pero también en cada plato a la ‘bar-b-cue’.
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7. El Comegente Entre 1790 y 1793 la colonia de Santo Domingo estuvo pendiente de las noticias sobre un peligroso criminal llamado Comegente o negro incógnito que azotaba impunemente ciudades, villas y poblados. Autoridades, hacendados y ayuntamientos ofrecieron premios y armaron cuadrillas de buscadores con armas y perros para atraparlo vivo o muerto. Pero el criminal misteriosamente evadía la más tenaz de las persecuciones. La historia del Comegente, recogida por el historiador Raymundo González, parece una historia policial o de antropología forense. Se desarrolla en el contexto del imaginario social y remite a la relación entre alimentación, marginalidad y criminalidad. Si bien el hecho se registra a finales del siglo XVIII, reaparece en modalidades diferentes en otros siglos y hasta en la actualidad. El personaje criminal fue descrito como negro, aunque de color claro ‘indio’, con boca y ojos colorados, semidesnudo, procedente de África y con un hedor y grajo que infestaba por donde pasaba. Desarmado y cobarde, no obstante, mata y destruye cruelmente mujeres, esclavos, animales y labranzas. Es enfermo patológico, porque expía a mujeres y goza de ellas cuando expiran. Hasta le achacan poderes mágicos. Una forma de comer y de comida le identifica: es voraz ‘carnifice’, es decir consume grandes cantidades de carne al instante, no guarda para el otro día y acostumbra llevar un asador para cocinar en el lugar de las fechorías. Las tripas y frituras son sus platos preferidos: trompas, lenguas, pies y ubre de cerdo. (González 2004: 189) Su mejor aliado en las correrías y batidas es la exhuberante comida que siempre tiene a su alcance gracias a los puercos cimarrones, plátanos y otros frutos de conucos que se dan de manera semisilvestre, en contraste con las restricciones alimentarias de las tropas que le persiguen. Más que un personaje, se trata de una categoría social y un modo de vida inicial del campesino arcaico libre y semilibre que empalma la historia de la alimentación en Santo Domingo entre los siglos XVIII y XX. Está claro que el Comegente real o imaginario fue víctima de estereotipos y prejuicios de las ideas de la clase dominante en el siglo XVIII. Quizás el tipo de alimentación contribuyó a su denigración. El hecho de alimentarse de tripas y frituras puede indicar que era comida exclusiva de esclavos y de seres semi imaginarios llamados ‘mondongo’. Es cierto que Europa trajo a América tripas, embutidos y frituras
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como alimento, pero en África, y los esclavos que de allí vinieron, también lo comen. ‘Mondongo’ es palabra bantú que designa a una tribu del Congo al norte del río Lisala y, en América, cocido de intestinos y panza de res y cerdo. (Deive 1996: 99) En Santo Domingo, una ordenanza de 1544 permite a los negros vender menudos de vaca, carnero y puerco para longanizas y morcillas en la puerta de la carnicería. Muchos negros se apellidan Mondongo como María del Carmen Mondongo, hija de José Mondongo. (Larrazábal 1967: 113, 84) A mediados del siglo XIX, los ‘mondongos’ eran considerados antropófagos y cimarrones que huían de la esclavitud de la colonia francesa y compartían características con el Comegente. La presencia de los ‘mondongo’, recreada historiográficamente en los siglos XIX y XX, tenía por objetivo criticar las africanías supervivientes y desligar las historias de Santo Domingo y Haití. En efecto, según narra el cura Carlos Nouel en 1913, en las sierras del Bahoruco, lugar de indios alzados, negros cimarrones y bucanes, vivían los ‘vienvien’ o ‘bienbienes’. Para Armando Rodríguez, la palabra ‘bien-bien’ se deriva de una corruptela bucanera de indien (indio). Esclavos fugitivos de la colonia francesa, desde 1750, encontraron allí refugio ante las persecuciones. En 1764 el gobernador Azlor propuso mudarlos como hombres libres a pueblos fundados para tal efecto. Pero no aceptaron. En 1785 fueron reconocidos por los gobernadores franceses y españoles. Vivían desnudos, retirados y no tenían lenguaje, pues el único sonido que articulaban era vien-vien. Solían bajar a proveerse de víveres y granos y, ante incursiones de extraños, amenazaban por las noches con gritos y alaridos. Ágiles como monos, eran difíciles de atrapar. En 1860 una autoridad militar detuvo a dos de ellos, pero murieron poco después. En nota aparte, el cura-historiador Nouel afirma que entre ellos “hay una clase llamada mondongo que es dada a la antropofagia”. (en Larrázabal 1967: 170) Su pelo era color rojo amarillo: una de sus mujeres, atrapada en 1868, no articulaba palabra y ladraba como perro. Bautizada en Santo Domingo con el nombre de Isabel María de Jesús volvió al lugar de origen sin hablar castellano. Para el canónigo, los mondongos-bienbienes no eran seres imaginarios, sino de carne y hueso: “[…] escritores hay que han supuesto que los vien-vien no existen sino en imaginaciones fantásticas. Lo que acabamos de referir prueba lo contrario. Ellos existen…” (Larrázabal 1967: 171) Para Armando Rodríguez formaban parte de leyendas como las ‘ciguapas’, mujeres que caminan con los talones de los pies
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hacia atrás y viven en fuentes de agua: “La verdad es que indios o negros caminaban así para no dejar rastros ciertos de los lugares donde habitaban.” (Larrazábal 1967: 172) Las leyendas que ubican a los ‘vien-vien’ hacia 1860 buscaban justificar el origen franco-haitiano de las africanías dominicanas. Al insistir en su realidad no imaginaria buscaban diferenciar las historias de Santo Domingo y Haití, hispanizando al primero y africanizando al segundo. El primer documento del Comegente es del 26 de abril del 1867 y hace referencia a una relación del padre Amézquita escrita en 1792. La del cura Nouel es de 1913 y registra a los mondongos-bienbienes hacia 1860. El Comegente se convierte en la actualidad en el ‘cuco’ u hombre del macuto –negro y haitiano– que se lleva a los niños desobedientes para comérselos, y en el ‘chupacabras’ de México que hace estragos en todo el Caribe devorando animales de manera siniestra. Todavía no se ha comido el primer ser humano. Pero es sólo cuestión de tiempo o de mente. De hecho, el Comegente tiene que estar relacionado con la alimentación de los esclavos. Era una preocupación constante de la burocracia colonial y los amos esclavistas. El trabajo esclavo rendía si estaba bien alimentado. Se ensayaron varias fuentes de aprovisionamiento, tales como importación, producción local y autosustento de los propios esclavos que comían productos aborígenes, europeos y algunos africanos como el ñame y el plátano, introducido éste por los padres dominicos en 1517, justo al inicio de la entrada de los esclavos bozales, que vinieron directamente de África. En 1521 se registró la primera rebelión de esclavos jelofes, posiblemente islamizados, y se diagnosticó que la fuga de esclavos era por mala alimentación y castigos excesivos. Por eso, en 1528, se ordena a los señores darles como alimento casabe, maíz, ‘ajos’ (deben ser ajes o batatas), abundante carne y permitirles ‘mazamorrear’, buscar alimentos silvestres, aunque se prohibía alojar o alimentar a los alzados y controlar el horario de las negras que vendían alimentos y dulces por las calles y plazas. En 1544, también se les permite que tengan frituras y venta de frutas y hortalizas. En 1691, Santo Domingo se presenta como la colonia ideal para importar negros por tener los mantenimientos para su sustento como carnes, casabe, plátano, maíz, arroz, frijoles, granos y legumbres. En 1768 se ordena que cada semana los amos les provean tres libras de carne, seis de casabe, así como plátano o batata, aunque no había consenso al respecto. Unos proponían seguir el ejemplo de los
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franceses que sembraban plátanos y batatas para su manutención en sustitución de carne. Decían que era imposible darle al esclavo tanta carne fresca o salada y que cuando faltasen víveres (plátano, maíz, millo) se le suministrase bacalao y otras salazones. Francisco de Tapia recomendó suplir con arroz las tres libras de carne. (Larrázabal 1967: 49, 120) Para 1784 muchos negros eran libres y, según una queja del gobernador “no trabajan sino cuando tienen hambre y roban al vecino víveres o animales”. (Larrázabal 1967: 123) Dicho código ordena que los negros libres y esclavos llamados vividores se agrupen en poblaciones “para la reventa de víveres en la capital”. (Larrázabal 1967: 168) Desde 1760 el pueblo de Los Minas, fundado con esclavos que huyeron de la colonia francesa, se dedicaba al cultivo y venta de de productos de víveres, especialmente casabe, que solían llevar a Santo Domingo atravesando el río Ozama en canoas. El Comegente marca los límites del Estado colonial en resolver la cuestión de la alimentación y el trabajo de los esclavos en Santo Domingo. Su historia empezó en La Vega, en marzo de 1790, donde ocurrieron homicidios de gentes indefensas en el campo. Un año después hubo heridos, contusos, incendio de casas, destrucción de labranzas y muerte de animales. De inmediato, la Real Audiencia ordenó a las autoridades civiles y militares del lugar perseguir y atrapar al “negro voraz carnifice”. (González 2004: 176) La falta de sosiego y tranquilidad públicas, resultado de sus acciones podían retrasar o frustrar los planes de fomento, especialmente las exportaciones de tabaco. Por eso la burocracia colonial decidió cortar las infidencias de los negros que vivían dispersos por los montes y, en agosto de 1791, anunció mediante carteles un premio en metálico por su captura. Cuatro meses después, la ciudad de Santiago, la segunda en importancia, se alborotó por muertes e incendios, aunque mayor peligro revestía la insurrección de esclavos en la colonia francesa. Era grave el estado de indefensión de la colonia española y necesario reforzar su vigilancia. De acuerdo al Arzobispo de la época: [...] los negros criollos no lograrán vencer al Negro, más cruel y desnaturalizado que las fieras mismas, quien se presenta en las inmediaciones de la ciudad, observa a las mujeres, las hiere y las mata cruelmente, pero nadie se atreverá a embestirle, aunque sólo lleve un machete y un asador, una mujer le hizo huir armada sólo de un cántaro. Nadie se atreve a caminar de noche, ni solo. (González 2004: 179-180)
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Los munícipes oraron a Dios para que éste cogiera y entregara al negro. No se enviaron refuerzos a la frontera por el temor de la gente de quedarse sin seguridad ante el Comegente y el cura propuso crear nuevos curatos para agrupar en pueblos a los que vivían “más como brutos que como seres racionales”. (González 2004: 181) El asesinato de una joven que lavaba ropa a orillas del río obligó a escoger un día fijo a la semana para este tipo de menesteres con guardias suficientes. Los desmanes alcanzaron el Cibao, la zona más poblada y con mayor cantidad de hatos y estancias dedicados a la ganadería y cultivos como tabaco, maderas y otros bienes de exportación. La Real Audiencia formó una cuadrilla especial de buscadores con dinero y armas. Pero también fracasó. Lo sorprendente es que nadie lo viera. Entonces, se ordenó apresar a todos los negros levemente sospechosos. De todas maneras, continuaron los crímenes contra viejos, enfermos, niños y mujeres, llegándose a la conclusión de que “personas encubridoras y cooperantes le comunican noticias por las que burla la persecusión”. (González 2004: 185) La gente llegó a pensar que tenía poderes sobrenaturales o mágicos. Hasta 1792, el Comegente había asesinado a 25 personas y herido a otras 29. Se realizaron batidas contra sospechosos en los campos, incluyendo a negros extranjeros o errantes. Se anunció un premio de 200 pesos para quien encontrara a una persona de color negro, baja estatura, grueso, pelado a modo de judía, con canas, sin barba y con hoyos de viruelas, camisota y calzones rotos, casi en cueros, trapo negro en la cabeza, un rosario al cuello, con machete corto y ancho y azadón de hierro. Sus armas: sables, espadas o cuchillas en un palo y púas agudas. No usa dinero, no bebe y tiene ojeriza a perros. (González 2004: 188-189) Si bien en 1792 la paz retornó al Cibao, la muerte y la desolación aparecieron en la ciudad de Santo Domingo. En febrero de 1793 se persiguió “a todos los negros o personas vagamundas sin oficio ni destino que por perjuicios y escándalos y con su mal ejemplo y seducciones pervierten a los buenos y bien intencionados”. (González 2004: 191) En un informe del padre Amézquita, después de afirmar lo infructuoso de la búsqueda, bien anota Raymundo González el hecho curioso de cómo el escrito se interrumpe de manera abrupta con la noticia del 26 de junio de 1792 de que “unos monteros con perros capturaron por fin al Comegente en el Cercado alto” siendo conducido
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a Santo Domingo “donde pagó todas sus crueldades con la muerte”. (González 2004: 220) Esto no impidió el incremento del robo de ganado en la frontera y el paso de esclavos rebeldes, así como el asesinato de tres negros en La Furnia, a cinco kilómetros de la Capital, sin pistas ni testigos. Sólo se supo que cinco cimarrones habían huido a Monte Grande o Los Minas. El oidor Pedro Catani organizó una tropa de 200 hombres y los hacendados de azúcar y dueños de esclavos formaron sus propias cuadrilllas para buscarlos. El problema ya no era el Comegente, sino los negros sin obediencia ni subordinación política entregados a los vicios y holgazanería y la infuncionalidad de las rondas de gentes que no cumplían órdenes por padecer hambre de carne y no poder tomar cosa alguna de las haciendas y conucos. El oidor se sintió frustrado: Yo me admiro de que las rondas no hayan encontrado ni aprehendido cimarrón ni criminal alguno; no quiesiera atribuirlo a la flojedad y poca actividad de nuestra merced y de los que están a su mando. Aburrido me veo con estas gentes al considerar todos mis trabajos y fatigas inútiles. [...] Los perseguidores son tan malos como los perseguidos. No extraño que las primeras compañías favorezcan y auxilien a los pícaros, y aun cuando los encuentren, los dejen escapar porque son de un mismo pelo y de unas mismas costumbres que los otros [...] ya que no he podido encontrar los malvados asesinos, pensaba limpiar esta tierra de ociosos, vagamundos, ebrios y ladrones, que son el principal origen y fomento de todos los males. [...] Estos hombres no tienen conucos, ni labranzas, ni oficio honesto con qué mantenerse; sin embargo, comen, beben, se emborrachan y triunfan [...]. Aquellos son los destructores de las haciendas, los que matan reses, caballos y otros animales causando grandes perjuicios a los hacendados. […]. Comegente en mi concepto no lo hay, sino que son muchos los comegentes; sólo quedan los vagos, ociosos y vagabundos, los que son sin duda los ladrones y los comegentes. (González 2004: 198-200)
El Comegente no existía ni era uno, sino muchos. El principal problema era la facilidad que tenían de alimentarse con los puercos cimarrones, algunos plátanos y otros frutos que robaban de los conucos. En 1794, Catani capturó a uno de los asesinos de La Furnia y creyó dejar cerrado el expediente del Comegente. Pero, como bien explica el historiador Raymundo González, “del seno de esta población dispersa y sin sujeción al trabajo esclavo surgió la resistencia anónima que asumió en su forma más extrema la figura del Comegente”. (2004: 210)
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El 28 de marzo de 2006, un editorial del periódico Listín Diario, el de mayor circulación en Santo Domingo, describiendo la situación de inseguridad ciudadana actual, advierte que “el criminal está en todas partes y en todas partes hace daño, pero sobre todo, mata sin compasión, porque la vida ya no vale nada en este país”. (Anónimo 2006: 10) 8. Los franceses y los frijoles de la tragedia Los franceses son de vital importancia para la historia del Caribe y, muy especialmente, la culinaria. En Santo Domingo introdujeron la salsa, los lacticinios, la cerveza, los hoteles y restaurantes, la etiqueta y el protocolo, la comida en la política, las legumbres y las habichuelas con dulce, un plato único en el mundo. La vida austera de los dominicanos contrasta con la de los franceses con su protocolo y comidas suculentas. El primer gran gourmet de los franceses fue Jean-Baptiste Labat (1663-1738), un connotado viajero, clérigo, naturalista, ingeniero, militar, filibustero, cartógrafo y médico. Visitó Santo Domingo en 1694. Describió comidas, bebidas, debatió sobre el origen de la batata y aportó recetas de platos indígenas, africanos, bucaneros y criollos. El menú antropológico y los comentarios culinarios en sus capítulos hacían de su obra, publicada en 1722 y enmarcada en el expansionismo francés, una guía turística. Sus opiniones son las de un conocedor de buenos vinos y platos exquisitos como la tortuga a la bucanera, cocinada al horno a fuego lento y servida en su propia concha, con limón, pimiento, sal, clavo y yemas de huevos duros. (Veloz Maggiolo 2001: 135) Era habitué a la sopa de papagayos, pues “he comido más papagayos que perdices de Europa”. (Labat 1979: 90) Recomienda nutritivos y sabrosos vinos criollos de piña, cajuil, casabe, batata y melao y un mabí de sirop, batata y naranja agria tan agradable como el mejor vino de pera de Normandía. La grappe de los negros, una limonada o guarapo tibio de caña, era un deleite, así como el ponche a la inglesa con leche y aguardiente, el pastel en hojas de bananas y postres de cañafístula y azúcar hechos por judíos. Describió la costumbre de un niño africano que comía tierra, como lo hacían los aborígenes en Santo Domingo y Remedios la Bella en la novela Cien años de Soledad de Gabriel García Márquez. Labat era ¡le père du rhum! por perfeccionar el ron de alambique. Gracias a él, el aguardiente o tafiá de caña de azúcar, que ini-
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cialmente era un remedio, era bebido por todos. Para los enfermos de fiebre amarilla prescribía un ponche de huevos con nuez moscada, clavo y canela. La batata, parecida a la cotufa de Francia, alimento ordinario de indios, negros y colonos de clase moderada, se comía asada o cocida y con salsa picante a base de limón, sal y pimiento; acompañada con carne, era el principal alimento en los buques de guerra. Otro padre francés, Pierre Charlevoix recomendó en 1730 en Santo Domingo congríos, pargos, dorados, manatíes, cocodrilos, caracoles, langostas, almejas, tortugas y, especialmente, cangrejos que eran ricos “manás”, a los que los esclavos llamaban “sus pollos” por servirles de subsistencia. (en Deive 2002: 308) Todavía se comía manatí con sabor de ternera fresca o de atún salado, iguana –a pesar de la creencia que producía sífilis–, gallinas pintadas o de Guinea, pajuiles, faisanes y, lo más exquisito, lengua de flamenco. Durante los siglos XVII y XVIII la Isla fue compartida por la colonia francesa de Saint-Domingue y La Española de Santo Domingo, siendo ésta cedida a Francia entre 1795 y 1809, cuya ocupación terminó con una tragedia culinaria digna de un capítulo de El siglo de las luces de Alejo Carpentier. El desarrollo manufacturero y agrícola de Saint-Domingue obligó a importar carne necesaria para alimentar a más de quinientos mil esclavos y cuarenta mil colonos. Los españoles le traspasaron su colonia y su población alimentada frugalmente como un ‘hato de reses’. Según observó Soulastre en 1798, el ganado y un poco de tabaco constituían la ocupación principal de Santo Domingo. (en Rodríguez Demorizi 1955: 127) Sembraban apenas para la subsistencia y no veían más allá de las necesidades básicas. El viajero francés Daniel Lescallier observó en 1764 una naturaleza pródiga y una sociedad indolente. Expresó indignación y disgusto al ver tan poca industria entre sus habitantes, pues ‘no se ve un huerto ni siquiera una legumbre, apenas cultivos. El tabaco, el cacao y los plátanos crecen espontáneamente y sin esfuerzo. Apenas los ricos comen pan y la mayor parte se alimenta de casabe, plátanos y carne. Había ingenios y matas de cacao, pero “hacen falta brazos y ganas de trabajar”. (en Rodríguez Demorizi 1979: 10-11, 15-16, 21) En sus viajes cargaba sus propios víveres, porque no había alimentos en venta. Decía que “daría trabajo convencer a muchas personas de que sea posible hallarle encanto a una vida semejante”, aunque reconoce que la belleza natural hacía olvidar todas las fatigas y algunos ríos
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eran “baños de Diana”. (en Deive 2002: 319) Expresó cierto prejuicio contra la población hispana por tener buena tierra y no trabajarla, bastándole una choza ruin, un pequeño redil para ganado, algunos cocoteros o bananeros, un pequeño terreno de caña para producir azúcar cruda o endulzar el chocolate de cacao silvestre. En fin, propiedades pobres y sin cultivo. Preferían el hato para la cría de ganado a otra clase de explotación más lucrativa, activa y laboriosa. A su entender, el problema era la mezcla de la población de negros libres, mulatos, caribes y pocas familias blancas, siéndole difícil conciliar el orgullo castellano con el poco escrúpulo de mezclarse. Un buen aporte culinario es su descripción del plátano y el guineo como el principal alimento de negros y criollos y sus variadas maneras de comerlos: asados, salcochados, cortados en trozos menudos con fricasé de carne, hechos dulce, maduros y crudos. (en Deive 2002: 330-339) El cura criollo Sánchez Valverde defendió en 1785 al poblador nativo de las críticas francesas. Argumentaba que el trabajo no era tan necesario en una naturaleza pródiga, rica en frutos naturales y una población sin glotonería. Como ‘filósofos frugales’ se contentaban con los dones gratuitos de una benéfica madre: una taza de jengibre o de café, plátano asado y vianda fresca o salada. (Deive 2002: 361) Mitigan la sed con naranjas agrias o dulces y frutas silvestres. Con la leche de las vacas se hacen quesos y mantequilla. Joseph Peguero registra en 1763 mantequilla y pan tierno; un gremio de panaderos participaba en las fiestas oficiales. (Mañón Arredondo 1992: 237) Subsistían con tasajo, leche de chiva, plátano, yuca y batata. Beben poca agua y mucho tafiá. De Santo Domingo, los franceses obtenían ganados para carnes “del gusto más delicado” y abundante leche y grasa; bestias de carga, cerdos que se multiplicaban por el fruto de la palma, tabaco para el rapé y bija o rocou para dar color y gusto a los manjares y guisos. (Deive 2002: 384) Aunque ricos, los franceses dependían de los suministros de los pastores o vaqueros dominicanos, sin los cuales tendrían que abandonar la isla. Sánchez Valverde ponderó las guineas como “alimento y regalo en las mesas”, patos de buen sabor, pajuiles de carne sabrosa, cotorras y pericos de buena carne, peces, tortugas y, especialmente, ‘jicoteas’, cuya carne es “de los manjares más deliciosos con que pueda regalarse el paladar”. (en Deive 2002: 392) Lyonnet en 1800 observó que la alimentación de los españoles era carne de buey y de cerdo, condimentada con pimiento, tomillo y toma-
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te llamado pomme d’ amour o manzanas de amor. Cultivaban arroz – superior al norteamericano–, maíz, millo, caña, bija, jengibre, tabaco en andullos y, en Santiago y Constanza, trigo. El café estaba poco cultivado y el cacao abandonado. Tomaban café en el desayuno y chocolate en la cena. Padrón, otro francés, en 1800 observó aguacate, coco y naranja en abundancia y una economía de trueque en la que todo se pagaba con tabaco, madera y aguardiente. (Rodríguez Demorizi 1958: 121, 131, 168, 174) En 1783, Moreau de Saint-Méry recogió la vida cotidiana de la época. Las mujeres cocinaban, pero no comían en la mesa, sino en el suelo. En los campos se comía carne de vaca y de puerco, pero sin condimentos. Esto significa que la salsa adicional de los franceses sólo fue asimilada en las ciudades. Menciona la cecina –tasajo cortado en tiras–, una carne de vaca con sal, jugo de limón, secada al sol y cocida con pimienta. El tocino de cerdo, mechado con hojas de palo de India, se seca al sol o se ahúma. En vez de pan, se comen víveres, casabe, plátanos, carne, algo de pescado y tortugas, pero nunca ensaladas, cuyo uso reprueban por considerarlas comida de animales. Sembraban pimientos, tomillos y granados, pero muy raramente legumbres. El desayuno: una taza de chocolate, café o jengibre y un plátano asado. En la cena preferían chocolate. En la comida y la cena comían arroz, papas, ñames, casabe, plátanos y carne salada o ahumada. Los huevos y las aves eran golosinas. Los esclavos se alimentaban en general como sus amos. Siguiendo el ejemplo de los franceses, los españoles recomendaron en 1784 alimentar a los negros con plátanos, batata y arroz. (Larrazábal 1967: 118) El caso de las habichuelas con dulce merece un tratamiento ponderado por ser un plato dominicano –que se come en Cuaresma y Semana Santa–, único en el mundo. No se encuentra en Europa ni en África y, peor, tampoco en Puerto Rico, Haití, Cuba, Jamaica, Venezuela y otras culturas del área. (Guerrero 2006a) Constituye un tema fascinante para la historia culinaria, aunque precedido por una desgracia humana muy conmovedora. De ahí el título de los frijoles de la tragedia. Su origen se relaciona con los franceses y la Revolución haitiana a finales del siglo XVIII. El dato lo aporta Dorvo Soulastre, un militar galo que en 1798 describió la vida de los españoles de Santo Domingo y la de los franceses que emigraron con sus negros por los conflictos de Saint-Domingue. (Rodríguez Demorizi 1955: 68) Aquí, encontró a
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François Delalande quien introdujo la costumbre de sembrar y comer legumbres o frijoles, el más viejo antecedente de las habichuelas con dulce. El monsieur tenía en el norte de Haití una pequeña finca de legumbres por cuya venta gozaba de una vida holgada. Un mulato le solicitó permiso para casarse con una de sus hijas quien, ante su negativa, se vengó matándolas en su presencia y persiguiendo al resto de la familia. Delalande emigró para Santo Domingo, en donde un español, conmovido por la desgracia, le cedió un pedazo de tierra para reiniciar su siembra de legumbres. Soulastre se hospedó en la casa de un francés que alquilaba cuartos, quizás el primer hotel-restaurante del país. Comió una “excelente crema de zanahoria y frijolillos” en una mesa servida “a la francesa” con frutos y legumbres. Al preguntarle a su huésped el origen de éstos, fue remitido al señor Delalande por quien se enteró de la costumbre culinaria hasta entonces ajena a los dominicanos: “Antes de su llegada a aquel lugar, los habitantes de Santo Domingo no conocían sino las legumbres secas que les venían de España o de la América septentrional, y nunca las habían visto verdes en sus mercados”. (Rodríguez Demorizi 1955: 70) Años atrás Saint-Méry dijo que “se dedican poco al cultivo de los jardines, siembran [...] muy raramente legumbres”. (1972: 91) La presencia de casi dos mil franceses demandó legumbres “de todas clases”. A Soulastre le llamó la atención especialmente unos “frijolillos”, mejor cuidados que otros, que se comían “tan finos y azucarados” como en Francia. Como no fue posible aclimatar los frijoles franceses a la tierra local, Delalande los sustituyó por otros. Al militar le brindaron no sólo estos “frijolillos finos y azucarados”, sino también una merienda de “lacticinios, confituras del país, pastelones de azahar, merengues con vainillas, dulce angélico, chocolate”. (en Rodríguez Demorizi 1955: 71) Aquí se encuentran tres ingredientes de las habichuelas con dulce: frijoles, productos lácteos y azúcar. El proceso de fusión y síntesis culinaria habría convertido estos ingredientes, después de la Independencia de 1844, en las habichuelas con dulce dominicanas preparadas con leche, azúcar y especias. Los frijoles franceses sembrados y los importados debieron ser sustituidos por habichuelas precolombinas. El propio Soulastre encontró en La Vega un conuco bien cultivado de “maíz y frijoles”, y en un bohío campesino “tierra cultivada con legumbres”. (Rodríguez Demorizi 1955: 59) ¿Eran frijoles franceses, americanos o criollos? No importa, esto indica que los dominicanos habían aceptado la costumbre france-
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sa y que pasaron a consumir frijoles franceses o criollos, salados o azucarados. Todavía queda algo pendiente por explicar. Si los franceses vinieron desde Saint-Domingue ¿por qué en Haití no se preparan las habichuelas con dulce? Al parecer, la costumbre de comer frijoles azucarados a la francesa era un hábito culinario exclusivo de la clase dominante (nobleza y ricos plantadores). Al desaparecer de Haití o emigrar a otros lugares, la costumbre no llegó a hacerse popular; lo que sí, en cambio, sucedió en Santo Domingo, porque según SaintMéry “los esclavos son alimentados en general como sus amos” (1972: 91) y según Soulastre la población es “una mezcla de todos los colores”. (en Rodríguez Demorizi 1955: 80) Igual proceso debió ocurrir con las habichuelas con dulce. Con los franceses, la comida se convirtió en un acto social y un objeto de murmuración. “Si hay un banquete en la función, no sabe que hará, dudoso, si come mucho, es goloso, y si comer no resuelve, así que no ven que lo vuelve, dice que es un melindroso”. (Rodríguez Demorizi 1973: 31) Durante la ocupación haitiana surgieron la ‘ensaladilla’ o ‘salpicón’ que eran libelos anónimos críticos contra la élite y la Iglesia. Después de la Independencia (1844) fueron numerosas las décimas burlescas, triviales y rastreras con temas culinarios. Grande fue el sufrimiento de los franceses durante el asedio de las tropas haitianas de Dessalines a la ciudad de Santo Domingo en 1805 por la escasez y altos precios de los alimentos. Se comía un pan horrible de harina podrida y ‘huesos de monjas’. Un pedazo de tocino del tamaño de una piedra de fusil valía 95 francos y una cotorra 60. Una persona murió al salir asustada de su casa en Santiago con una torta de casabe en la mano. De todas maneras, Francia continuó en el gobierno de Santo Domingo hasta 1809 y también el escaso esfuerzo del criollo en alimentarse. Según Delafosse “allí el español, libre o esclavo, ara un poco en el suelo alrededor y siembra algunos víveres de tierra, patatas, ñames y los montes le proporcionan, sin trabajo, plátanos...”. Y continúa diciendo: A los víveres de la tierra es necesario agregar el tocino y la cecina, carnes de puerco y de buey cortadas en tiras, secadas al sol, envueltas en forma de bolas como cuerdas, de las cuales es suficiente para hacer una sopa. Como complemento de su vida, el tabaco. (Delafosse en Rodríguez Demorizi 1958: 151)
Los franceses preparaban una gelatina con forma de queso:
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Se despojaba del pelo una parte de la piel o la piel entera: la mitad se convertía en gelatina y la otra, cocida, y cortada en pedazos se mezclaba con la primera con sal, pimienta y mucho vinagre. Se enfriaba y se cortaba en tiras como entre nosotros se hace con el queso de cabeza de puerco. (Rodríguez Demorizi 1958: 190)
Entre 1802 y 1809 el gobernador francés Ferrand incentivó la agricultura, especialmente legumbres, café y cacao. La ración militar incluía arroz, carne, vino, café, azúcar, tabaco y ron, lo que completaban con víveres recogidos en las afueras de la ciudad. No se descarta que el sancocho dominicano haya recibido una impronta importante del poule au pot o gallina a la olla, un sopón que comen los franceses de las clases populares en encuentros o ágapes. La colaboración franco-dominicana duró hasta que Ferrand ordenó suspender la venta de ganado a Haití. Para echar a los franceses, el gobernador de Puerto Rico ofreció a Cristóbal Huber Franco la secretaría del virreinato de Perú y un ‘jamón’, un cargo en el gobierno que se paga sin trabajar. (Rincón 2003: 25) Gran hambruna sintieron los franceses en la ciudad de Santo Domingo durante el cerco del criollo Sánchez Ramírez entre noviembre de 1808 y agosto de 1809. De acuerdo a un testigo ocular, mucha gente prefirió morir envenenada y comer guáyiga cruda. En la lista de artículos comestibles –harina de trigo, pan, yuca, casabe de yuca y de almidón, almidón de guáyiga, arroz, maíz, ron, aguardiente, vino, azúcar, café, aceite, carne de buey o de cerdo, cotorra, gallina, pavo, huevo de gallina, puerco salado en pedazos, jamón, mantequilla, pescado, plátanos, frijoles, verduras y hortalizas–, incluía cuero de buey y de cerdo sazonados a manera de quesos, carne de burro, de caballo y de perro, gato, ratas y grasa de perro. (en Moya Pons 1981: 204, 207) Después de la retirada de los franceses, el gobernador español Carlos Urrutia implementó en 1814 medidas a la francesa consideradas impopulares y dignas de burla obligando a vagos y presos a cultivar víveres y legumbres en los jardines del Palacio de Gobierno. El pueblo le puso un título pomposo: Don Carlos ‘conuco’. 9. El último montero Pedro Francisco Bonó (1828-1906) es el pensador más original de la República Dominicana. Escribió la primera novela dominicana El Montero en 1848 y la publicó en 1856, aunque permaneció descono-
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cida hasta 1968. Tanto el autor como la obra constituyen un epílogo de la sociedad colonial en transición hacia la modernidad, en la cual la culinaria es parte coadyuvante. Publicó su novela mientras luchaba en la última guerra dominicana contra los haitianos en 1856 escogiendo al montero como personaje central, una síntesis del bucanero, del campesino arcaico y del hatero, casi siempre olvidado y despreciado, pero clave para entender la transformación de la sociedad colonial y republicana de Santo Domingo a finales del siglo XIX. (González 2004, Cassá 2004) Con un apetito proverbial, según Bonó, el montero se dedicaba fundamentalmente a la caza del puerco cimarrón y al pequeño conuco. Durante la guerra contra franceses, haitianos y españoles se convirtió en el verdadero héroe de nuestras guerras libertadoras, pues cada soldado era un montero. El progreso moderno le declaró la guerra y lo venció. Entonces, fue considerado vago, bárbaro, ladrón, polilla y el peor enemigo de la República, junto a la crianza libre de cerdos y las revoluciones. Para Rodríguez Demorizi, la novela de Bonó precipitó “esa apremiante erradicación”, aunque el autor no la alcanzó a ver. (1968: 22) Bonó es precursor de la historia social en República Dominicana. (Guerrero 2006b) En vez de héroes políticos o religiosos, escogió productos culinarios como categorías históricas, considerando al tabaco como democrático –el ‘verdadero padre de la Patria’–, y, al cacao oligarca y el azúcar imperialista, como enemigos del pueblo. Más que una novela, describe un cuadro de costumbres teniendo como protagonistas al fandango y el amor rural convertidos en tragedia en medio de un jolgorio musical y culinario en vías de desaparición. Rodríguez Demorizi afirma que la novela debe leerse como un capítulo del folklore, pues recoge bailes populares e instrumentos musicales olvidados, viejos juglares, porfías poéticas, cantos en desafío, pintorescas bodas campesinas; la resonante y colorida cabalgata en que se hace ostentación de la andadura de los caballos y de la gracia de los jinetes; las pistolas de chispa, el sable de vaina de cobre y la bien nutrida cocina campesina y la caza del cerdo montaraz, culminando en zambras de cuchilladas y sablazos, las habituales reyertas a mano armada, fin de toda fiesta . En la novela, la naturaleza compensa la pobreza. El montero cocina y duerme en una barbacoa, un mueble formado por cuatro estacas clavadas en el suelo, soportando dos cortos palos atravesados, sobre los que descansaban cinco tablas de palmas barnizadas por el continuo
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frote de los cuerpos. Anda con un machete que es parte de su cuerpo y prepara sancocho, plato esencial de toda fiesta o celebración: “Acababa la joven que disponía la cena de traer tres platos llenos de sancocho de tocino, que puso sobre la mesa al lado de tres cucharas de jigüeros [...]” (Bonó 1968: 31-32) Bonó no tiene prejuicios, como otros intelectuales dominicanos, contra el sancocho. Espaillat, quien llegó a ser presidente de la República en 1876 y José Ramón López en 1896 lo consideran causa de la desnutrición y del atraso dominicano. Según Bonó, los esclavos comían plátanos y sancocho agrio. El montero baila fandango con dos cuatros, dos güiras, dos cantores, un tiple, mucha bulla y, cuando raya en lujo, una tambora al compás de una costilla de jabalí. Una mujer se levanta sin previa invitación y se lanza girando alrededor del circo donde pronto la acompaña un hombre destacado del grupo de la orquesta; ella va ligera como una paloma; él va arrastrando los cabos de su sable y marcando compás ya en precitados, ya en lentos zapateos; la mujer concluye tres vueltas circulares, y entonces avanza y recula hacia el hombre que la imita siempre a la inversa en aquellos movimientos, y aquí es donde él prodiga el resto de su agilidad y conocimiento de esta danza conocidos con el nombre de puntas. Tan pronto imita el redoble de un tambor como el acompasado martillo de un herrero, o por fin con más suavidad el rasgueo de las güiras. Concluye la dama con una pirueta a guisa de saludo, y el galán tira una zapateta en el aire y cae con los pies cruzados. Una de las cosas más notables en estas danzas populares son los cantores, copia fiel de los bardos de la Edad Media. Empuña la güira e improvisa cuartetas y décimas que cambian a medida de los diferentes sentimientos que lo animen… No se puede cantar solo, es menester un compañero que responda las coplas que sabe, las que improvisa y las que glosa: esto se llama cantar en desafío. Según indica el nombre dado, los versos son una polémica que suscita: uno alaba su saber y el otro le contesta que es un asno; el primero replica con más fuertes palabras, y tales improperios en cabezas ya acaloradas concluyen en una zambra general de cuchilladas y sablazos, que hacen ir al otro mundo a muchos pacíficos, pero imprudentes espectadores. Mientras tanto, la carne se cocina en una barbacoa bucanera espetada en palos de guayabo. Si hay apetito que pueda pasar por proverbial es el del montero, oficio que obliga a una locomoción perpetua, y por consiguiente a una actividad relativa del estómago. En la novela hasta el cura es bueno y gordo. El naranjo era el vinagre o sazón principal
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del montero. La naranja dulce o agria silvestre era sustento fundamental para el montero según escribe Sánchez Valverde en 1785. Bonó dice que del puerco comían la grasa y las viandas, mientras las tripas, el cuero y la sangre se echaba a los perros. (Bonó 1968: 45-61, 101105) Bonó, precursor del pesimismo dominicano, criticó el progreso idílico de la modernidad. Otro seguidor de esta corriente, José Ramón López, dirigió sus críticas en La alimentación y las razas (1896) a “la deficiente alimentación” de la culinaria popular, especialmente del insípido sancocho, que es hoy el plato nacional, como causa de la pobreza y atraso dominicano. Registra como plato diario carne, plátanos, arroz y frijoles, lo que Tulio Cestero en su novela La sangre, publicada en París en 1914, llama la ‘bandera dominicana’. (Guerrero 2006b: 136) Será con la intervención militar norteamericana (19161924) y la importación masiva de un arroz superior al pésimo indostaní, que se estructure la fórmula de la identidad culinaria dominicana actual: arroz, habichuela y carne. En otro ensayo de 1863, mientras era inspector militar de la guerra contra los españoles, Bonó describe escenas de la vida cotidiana, incluyendo la culinaria. Aquí no hay general o héroe demiurgo de la historia; sólo hombres con un modo de vida seminómada, recolector y cazador, clave en la resistencia contra el ejército español. Para el general español La Gándara se podía ganar la guerra contra los dominicanos si se concentraba a la población y se destruían conucos y monterías. He aquí la descripción de Bonó del montero como soldado: La Comandancia de Armas era el rancho más grande de todo el cantón, donde todo estaba colocado como Dios quiera. El parque eran ocho o más cajones de municiones que estaban encima de una barbacoa y acostado a su lado un soldado fumando tranquilamente su cachimbo. Varias hamacas tendidas, algunos fusiles arrinconados, dos o tres trabucos, una caja de guerra, un pedazo de tocino y como 40 ó 50 plátanos era todo lo que había. “Y como comemos aquí? Dije yo a Santiago. – No hay cuidado, me dijo, cada soldado es montero... unos cogían calabazos y bajaban por agua al arroyo, otros mondaban plátanos y los ponían a asar. Y yo visité detalladamente los ranchos, en los que no faltaba una tasajera con uno o dos tocinos, y beneficiaban uno o dos cerdos. El cantón en masas vivía del merodeo, pero le era fácil, porque estaba en medio de una montería.” (en Rodríguez Demorizi 1980: 119-120)
Cuando se entrevista con Siño Isidro, un hatero que tenía reses, al cual se le solicita una contribución para la revolución, recoge en la narra-
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ción el hablar típico del campesino cibaeño que inexplicablemente no utilizó en la novela El Montero: “[…] mucho me alegro conoceilo, señó.” (en Rodríguez Demorizi 1980: 122) Al ser comisionado especial de agricultura de la provincia de la Vega en junio de 1876 sabemos que el principal producto de la zona era el tabaco y el arroz. De éste describe su mala calidad: “[...] arroz canillita, el congo, al amarillo largo, el punzante [...].Toda esa amalgama, que es el vicio de nuestras siembras, da por resultado un producto de sabor terroso, de color rojo o cariaco [...] de digestión difícil.” (en Rodríguez Demorizi 1980: 155) El arroz congo tenía dos variedades: ambas de grano grueso y redondo. El de cáscara amarillo oscuro se llamaba congo cerdoso. El arroz de cáscara colorada extranjero, traído de los Estados Unidos “no ha muchos años, no ha podido generalizarse por la resistencia de las caseras que lo encuentran muy duro para descascararlo en el pilón. El más abundante es el arroz largo blanquito y el congo sin arista”. (Rodríguez Demorizi 1980: 260) Bonó consideró la pelea de gallos, el ron, el baile y la comida como tradiciones típicas de la sociedad rural subdesarrollada. Denunció en 1876 el mal que producen los juegos de gallos: […] una huelga anual en todas las clases desde San Andrés [...] hasta el miércoles de ceniza […]. Hay un departamento de bebidas alcohólicas que siempre es poca para apagar la sed de los desgañitados y un salón de baile en permanencia que se calma de día y recrudece de noche, y todo esto cargado de bateas y bandejas cargadas de dulces, licores, fiambres, cigarros vendidos por mujeres, la mayor parte cortesanas [...]. El representante del gobierno [...] baila como apuesta y bebe y a veces rueda por el suelo con otros más, bajo el peso de libaciones sin cuento o bajo el choque de un garrotazo que es por lo común con lo que se acaba la fiesta [...]. Hacen de un joven de veinte años un viejo caduco que ya sin vigor sólo piensa en jugar lo que adquiere, beber aguardiente y cuidar de sus gallos y gallinas de calidad. (en Rodríguez Demorizi 1980: 162)
Aconsejó suprimir las galleras o, como las llamaba, escuelas públicas del juego y de la vagancia. En un ideal Congreso extraparlamentario, escrito en 1895, reunidos bajo la Mata del Borrego, agricultores y ganaderos preparan una fiesta en honor de los Diputados con música y comida: Varios lechones al asador, bien tiernos y con cueros bien tostados. Sazonados con el mojo de puerros y ajíes caribes; servidos en yaguas verdes cubiertas de frescas hojas de plátanos, empanadas, rosquetes y hojaldres de cativía; quesos
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José G. Guerrero y casabe, longanizas y plátanos maduros fritos, víveres y bebidas a discreción y un palo al aire libre con faroles en lugar seco, llano y barrido. Diferentes orquestas esparcidas: aquí cuatros, güiras y décimas; allí acordeones y tamboras, y allá clarinetes y bombardos, y coma y baile quien quiera y pueda. (en Rodríguez Demorizi 1980: 378-379)
Bonó fue abogado, político, legislador, economista, comerciante, agricultor, artesano, industrial, patriota, civilista, periodista, médico naturalista, boticario, pero también alambiquero. Producía alcohol en una época en que era medicinal, pero también causa de tragedia: “Su romo o tafiá era conocido a diez leguas a la redonda y su clientela muy considerable visto que su bebida era buena.” (Nadal 1991: 75) El autor tenía la costumbre de beber agua con ron quizás para desinfectarla, ya que tenía problemas estomacales. Criticó en 1900 un impuesto al ron de alambique so pretexto de moralidad y de contención de homicidios advirtiendo que la medida no lograría los fines propuestos, porque “desde Noé se ha bebido y que se beberá siempre” sea vino, cerveza, aguardiente de uvas, de cañas, de papas, de granos, pulque o whisky. (en Rodríguez Demorizi 1980: 415) Esto no le impidió a Bonó colocar en su novela al ron como motivo y contexto de la violencia social: La tradición, el aguardiente, sable en mano es la espuela que anima al joven a empeñar una pelea general por cualquier niñada. Si la civilización ha dulcificado las costumbres del hombre en Europa, los de estos campos sin semejante modificador, están aún en los primitivos tiempos del descubrimiento de América […]. El deseo de los jóvenes en hablar de sí y no derogar de raza, se aumentó con el producto de muchos alambiques, y pronto los fandangos, fiestas en donde se hacía más uso del aguardiente, sólo fueron bacanales y el teatro de cuantas disensiones podía haber [...]. La tradición ha degenerado en costumbre y el aguardiente ha pasado, como a los enfermos las tisanas, es decir, por agua común. (en Rodríguez Demorizi 1980: 92)
Bonó describió categorías sociales y comidas que pronto desaparecieron. En el siglo XX apareció un fantasma que rondaba en la época colonial, pero que con el capitalismo, la producción industrial y los excedentes de alimentos, se hizo carne: el hambre y la pobreza. La bella historia del hambre dominicana, en un mundo donde la comida sobra, es tema de otra historia. Bibliografía Anónimo. 2006. ‘Estamos contra las cuerdas’. En: Listín Diario (28 3 2006): 10.
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El Nuevo Mundo comestible de Colón. Los contextos culinarios en la primera Década del Nuevo Mundo de Pedro Mártir de Anglería Rita De Maeseneer La primera Década del Nuevo Mundo de Pedro Mártir de Anglería ofrece una amplia información interesante sobre temas culinarios del Caribe. No sorprenderá que aparezca el tema del canibalismo, aunque tratado de manera matizada. Pero también nos enteramos de ciertas costumbres culinarias y de los distanciamientos al respecto. Resulta que al inicio del Descubrimiento se advierte poca transculturación y mucha transcultivación. Al estudiar estos temas culinarios, se revelan una serie de problemas recurrentes que surgen al toparse con lo nuevo: civilización y barbarie, rechazo y atracción de lo erótico exótico, lucha entre ficción y realidad, enajenación e intento de apropiación.1
1. Las Décadas del Nuevo Mundo de Pedro Mártir, un texto por estudiar A De orbe novo decades (Las décadas del Nuevo Mundo) de Pedro Mártir (1456 (¿?)-1526)2 no se le ha dedicado la atención que se merece dentro del corpus de textos sobre el Descubrimiento. La crítica se ha detenido en la vida de este humanista lombardo que se trasladó en 1487 a España. Allí desempeñó varias funciones importantes en la Corte, entre las cuales se pueden destacar la de preceptor para fomentar la cultura humanística entre los cortesanos, una misión diplomática a Egipto y su nombramiento en 1524 como consejero del Real y Supremo Consejo de Indias. A partir de 1493 Pedro Mártir recibe un caudal de informaciones de primera mano sobre tierras nuevas e indígenas cuyas características irán precisándose a medida que le lleguen más noticias. Aunque Pedro Mártir nunca pisó tierras americanas, se puede afirmar que las noticias del Nuevo Mundo no se hubieran difundido de manera tan presta ni eficaz sin el genio de este lombardo
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quien, durante unos treinta años (1493-1526) cubriría, como hoy se diría, los acontecimientos. La crítica ya ha identificado innumerables fuentes en las que bebía Pedro Mártir y que muy a menudo señalaba de manera explícita en sus textos. Así es sabido que Pedro Mártir habló con Cristóbal Colón, con Diego Colón, con el piloto del segundo viaje, Antonio Torres, entre otros protagonistas de la época. Luego en su función de consejero del Real y Supremo Consejo de Indias desde 1524 pudo tener acceso a muchas fuentes escritas de primera mano, aunque ya antes le habían llegado escritos sobre los territorios descubiertos. En sus cartas, dirigidas principalmente a autoridades italianas, Pedro Mártir recogía toda esta información. Luego incorporaría parte en las Décadas, no sin retocarlas a veces sustancialmente, y agregaría datos en las ediciones sucesivas. Es una pena que no exista edición crítica completa.3 Así queda por hacerse un cotejo sistemático de las diferencias entre las cartas y décadas que revelaría a veces una versión bien distinta de los hechos. También hay divergencias serias entre las ediciones, tal como lo demostraron en Cartas de particulares a Colón y Relaciones coetáneas Juan Gil y Consuelo Varela para la parte dedicada a los viajes de Colón en las ediciones de 1511 (la primera década) y de 1516 (las tres primeras décadas). Queda por averiguar asimismo la posible influencia de ejemplos latinos, tanto en la forma, –pienso en las cartas ciceronianas–, como en el contenido, por ejemplo, la relación, por cierto bastante tenue, con las Décadas de Tito Livio4, a quien se refiere como intertexto en un típico procedimiento de captatio benevolentiae por oposición: “Si no es una década de Tito Livio, la causa es que este tu Mártir no ha recibido el espíritu de Livio, según lo entiende Pitágoras.” (Mártir 1989: 79-80)5 Otra pista por explorar a fondo es la relación con otros textos de la época, como del médico Diego Álvarez Chanca, mencionado en el sexto capítulo de la Década III (III, 6: 212), Vespucio, Colón, Miguel de Cuneo, Bartolomé de las Casas, Hernando Colón... Constituyen una casi inextricable madeja de tejidos/textos a los que sólo me referiré en casos bien puntuales a título de comparación. El relativo descuido de las Décadas en los estudios sobre los cronistas es tanto más sorprendente en cuanto que el interés por este texto en su tiempo era muy grande, en especial por las tres primeras décadas redactadas entre 1493 y 1516, casi simultáneas a los sucesos, y publi-
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cadas oficialmente en 1516 con un prefacio de Antonio de Nebrija. Advierte Torre Revello: Después de las cartas de Cristóbal Colón y de Américo Vespucio, difundidas por la imprenta en Europa, en donde los hombres cultos esperaban ansiosos cuantas novedades se daban a las prensas relativas al Nuevo Mundo, las Décadas de Pedro Mártir fueron sin duda los escritos que más llamaron la atención por la variedad de los hechos que difundían. (1957: 148)
El que rápidamente se hicieran traducciones al francés (1532) y al inglés (1555) y que existieran traducciones (parciales) al italiano antes de la publicación oficial (1504) no puede sino probar la fascinación que ejercieron estos escritos en Europa. También es sabido que Ramusio incluyó un resumen (con adiciones y omisiones) de las tres primeras décadas en su Navigazioni e Viaggi de 1534. En la carta introductoria al “Príncipe Carlos, Rey Católico”, agregada a la edición de 1516 de las tres primeras décadas, Pedro Mártir se muestra muy consciente de su papel de difusor de las maravillas de América: La misma providencia parece que me hizo venir a España, [...], para que recogiera con particular diligencia estos acontecimientos maravillosos y nunca vistos, que de lo contrario habrían quedado tal vez ignorados en las voraces fauces del olvido, por atender sólo en general a estos descubrimientos los historiadores españoles, muy distinguidos por cierto. (5)
Por supuesto, la salvación del olvido es una mera figura retórica típica de la historiografía renacentista, pues en aquel entonces se leían (y se escuchaban) con avidez las noticias sobre el Nuevo Mundo cuya producción de textos (también en español) se dispararía. No obstante, esta frase plantea una serie de interrogantes: ¿Mártir expresa cierta incomodidad en su posición de ‘extranjero’ que se ocupa de asuntos ‘españoles’? pero, ¿de la misma manera que podríamos preguntarnos cuán extranjero era Colón para España, hasta qué punto es considerado de ‘fuera’ este hombre importante en la corte española que constantemente se refiere a un nosotros imperialista y defiende el providencialismo español? ¿va inspirada esta frase por el hecho de que dirige esta introducción al príncipe Carlos, el mismo un ‘extranjero’? ¿A qué historiadores españoles se refiere, ya que al inicio del descubrimiento son sobre todo textos escritos por ‘italianos’ en ‘italiano’ o en latín los que circulan?6
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Sea como sea, aún existen muchos interrogantes en el texto entero, híbrido entre género epistolar, diario y crónica que a veces edulcora los hechos o incluye rarezas. Por ejemplo, Mártir dice, algo incrédulo, que los compañeros de Vasco de Balboa comieron carne de tigre “no inferior a la de vaca” (III, 2: 176). Y ¿qué pensar de la siguiente cita?: [Los indígenas del Darién] No gastan mesas ni servilletas ni manteles, sino acaso los caciques, que adornan las mesas con algunas vasijas de oro; los demás matan el hambre tomando con la mano derecha el pan de su tierra y en la izquierda una tajada de pescado o alguna fruta; carne pocas veces logran, y si tienen que limpiarse los dedos untados con alguna comida, les sirve de servilleta la planta de los pies o la piel del muslo y, a veces, el escroto. Lo mismo cuentan de los isleños de la Española; sin embargo se sumergen frecuentemente en los ríos y se lavan por completo. (III, 3: 180-181)
Todos estos enigmas distan mucho de ser elucidados. 2. Los contextos culinarios y Pedro Mártir En sus Décadas Pedro Mártir proporciona bastante información sobre las costumbres y las divergencias culinarias de este Nuevo Mundo totalmente desconocido donde había que describirlo todo. Como ya dije, el que escribiera a la par de los acontecimientos no es razón suficiente para explicar la presencia del tema culinario, puesto que otros textos primarios no se explayan tanto en el tema. Hay que recordar que Pedro Mártir fue un testigo de oídas y no de vista, lo que reitera con mucho énfasis a lo largo de sus Décadas. Muy a sabiendas de que se le puede criticar el que no haya ido in situ, Mártir sustituye la corporeidad ausente por un relato que apela a las sensaciones. Así es como se podrían explicar los detalles evocados por Pedro Mártir y la insistencia en la descripción de las costumbres indígenas que consiste en referencias a rituales, adornos, creencias, utensilios, armas, pintura en el cuerpo, ... y a lo culinario. Además, el relativo énfasis en asuntos gastronómicos se puede atribuir al hecho de que era una de las pocas cosas que podía comprobar desde España. Los productos exóticos llegaron hasta la Península: Pedro Mártir conoció la piña y la yuca, hasta probó la batata (VIII, 3: 494). Leamos lo que dice sobre la reina de las frutas, tan difícil de describir y de trasladar (en el sentido literal y figurado) y (por eso) tantas veces exaltada:7
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Otra fruta, dice el invictísimo rey Fernando que ha comido, traída de aquellas tierras [Urabá], que tiene muchas escamas, y en la vista, forma y color se asemeja a las piñas de los pinos; pero en lo blanda al melón, y en el sabor aventaja a toda fruta de huerto; pues no es árbol, sino hierba muy parecida al cardo o al acanto. El mismo Rey le concede la palma. De ésta no he comido yo porque de las pocas que trajeron, sólo una se encontró incorrupta, habiéndose podrido las demás por lo largo de la navegación. Los que las comieron frescas donde se crían, ponderan admirados lo delicadas que son. (II, 9: 150)
Nos podemos preguntar asimismo si el interés de Mártir por asuntos gastronómicos no iba inspirado por preferencias personales, ya que el humanista era conocido por su glotonería según cuenta su biógrafo Mariéjol. Otra razón de más peso es que la intención de las Décadas consistía en deleitar, de ahí el énfasis en asuntos culinarios, entre otros temas amenos. Los textos de Pedro Mártir eran lectura de sobremesa, por ejemplo, para el Papa León X, quien divertía así a su sobrina y a los Cardenales (III, 9). En comparación con otros cronistas, más interesados en perseguir fines de índole personal (títulos y encomiendas para Colón, Cortés, Bernal), imperialista-científica (describir e inventariar el Nuevo Mundo para Oviedo), etnográfico-filosófica (Sahagún) o ética (obtener la fama eterna en Bernal), Pedro Mártir en su afán de ‘historiador’ renacentista trata de informar sobre las grandes hazañas describiéndolas sin privarse de detalles sabrosos. En el capítulo X de la primera Década confiesa: Grandes alabanzas merece en estos nuestros tiempos España, que tantos millares de antípodas ocultos hasta estos días, ha dado a conocer a nuestra gente; y a los que tienen ingenio les ha suministrado amplia materia de escribir, a los cuales yo les he abierto el camino, coleccionando estas cosas sin aliño, como ves, ya porque no sé adornar cosa alguna con más elegantes vestidos, ya también porque nunca tomé la pluma para escribir históricamente, sino para dar gusto, con cartas escritas deprisa, a personas cuyos mandatos no podía pasar por alto. (I, 10: 89)
Si no puede esquivar lo histórico, por ejemplo, en lo referente a Cortés, prefiere ser breve, a diferencia de Oviedo o Las Casas. Así leemos en la segunda Década: [...]; y yo de las muchas cosas que cada uno me contó, pasando por alto las que no son dignas de mención, escojo únicamente lo que me parece que ha de satisfacer a los amantes de la historia; pues en medio de tantas y tan grandes
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Rita De Maeseneer cosas hay muchas necesariamente que juzgo debo pasar por alto para no alargar demasiado el discurso. (II, 7: 138)
Aunque pretende no alargar el discurso, es innegable que los detalles retienen su atención. En cierta ocasión, después de evocar una serie de especias nuevas, se defiende de eventuales críticas en relación a su inclinación hacia las “menudencias” apelando a sabios como Plinio: Con las cosas ilustres [Plinio y los sabios] mezclaban otras oscuras, pequeñas con las grandes, menudas con las gordas, a fin de que la posteridad, con motivo de las cosas principales, disfrutara del conocimiento de todas, y los que atendían a asuntos particulares y gustaban de novedades pudieran conocer regiones y comarcas particulares, y los productos de las tierras, y las costumbres de los pueblos, y la naturaleza de las cosas. (III, 9: 232)
En las Décadas se observa por tanto una oscilación entre el relato de las grandes hazañas realizadas por parte de los máximos protagonistas y una tendencia a veces desaforada a la digresión que en más de una ocasión atañe a cuestiones culinarias. Roberto González Echevarría ya había reparado en esta característica: Pedro Mártir centra su historia en las figuras cimeras como Colón, Cortés y Moctezuma, guiado por el principio de que son éstas las que dan la talla histórica de los acontecimientos, y los dotan de un aura de nobleza. Son las dignas de fama. Repite con frecuencia su desdén por lo trivial y contingente, pero sólo (por suerte para nosotros) porque es incapaz de resistir su atractivo, tal vez porque algunos detalles nimios dan alivio en medio de tantas cuestiones de peso. (2002: 64)
Junto a la labor historiográfica importa, por tanto, la estética y el placer, lo que Pedro Mártir expresa desde su carta introductoria mediante un tropo manducatorio: “Dios guarde felizmente a vuestra Majestad, a cuyo paladar, si llego a entender que saben bien las producciones de mi cultivo, le ofreceré con el tiempo mayor abundancia de ellas en canastos llenos” (6). Nada más leer el primer capítulo de la primera Década, un resumen del primer viaje de Colón con énfasis en La Española, constatamos que lo culinario es tratado de manera bastante extensa, por lo menos en la versión de 1530. Como la primera Década atañe a las islas del Caribe, área que me interesa en particular, me limitaré a comentar los diez capítulos incluidos en la primera Década, sin perder de vista las observaciones ulteriores sobre el tema. Soy consciente de
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que muchos de los ejemplos que voy a comentar a continuación ya fueron citados en el interesante ensayo ‘España y América: el encuentro de dos sistemas alimentarios’ de María de los Ángeles Pérez Samper, pero me detendré más en determinadas ideas sobre el intercambio de comida y enfatizaré los recursos literarios. 3. El canibalismo, un tema inevitable en los cronistas Numerosos estudios sobre la antropofagia han señalado su importancia en la visión sobre el otro desde los primeros textos. Muy significativamente la primera referencia en el primer capítulo de la primera Década atañe al canibalismo de habitantes de otras islas por contraste con La Española y sus indígenas muy pacíficos y liberales. Demetrio Ramos Pérez (1982: 15-18) ha probado que el fragmento sobre los “hombres feroces que comen carne humana” (I, 1: 12) es antedatado. No pudo ser escrito en 1493, fecha del primer capítulo sobre el primer viaje, sino que serían noticias adquiridas después del segundo viaje en 1494, que suele ser el viaje donde más se insiste en la comida. Es entonces cuando Mártir fue informado por Antonio de Torres sobre estos hechos que provienen del segundo viaje de Colón, según se puede deducir de la epístola 146 del 5 de diciembre de 1494 de Pedro Mártir. La colocación estratégica, pero cronológicamente errónea, en el primer capítulo de la Primera Década de esta información ‘gastronómica’ y el ocultamiento de los informantes, son, por tanto, muy significativos. Veamos como evoca a los caníbales de los que los descubridores “adquirieron noticia”, prudente delegación de la información: A los niños que cogen [los caníbales], los castran como nosotros a los pollos o cerdillos que queremos criar más gordos y tiernos para comerlos; cuando se han hecho grandes y gordos, se los comen; pero a los de edad madura, cuando caen en sus manos, los matan y los parten; los intestinos y las extremidades de los miembros se las comen frescas, y los miembros los guardan para otro tiempo, salados, como nosotros los perniles de cerdo. El comerse las mujeres es entre ellos ilícito y obsceno; pero si cogen algunas jóvenes las cuidan y conservan para la procreación, no de otra manera que nosotros las gallinas, ovejas, terneras, y demás animales. A las viejas las tienen por esclavas para que les sirvan.8 (I, 1: 12)
Pedro Mártir describe de manera muy sistemática la suerte de los diferentes grupos que caen en manos de los caníbales/caribes equipa-
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rados a cazadores: la castración y la cebadura de los niños y el consumo fresco o salado de partes de los cuerpos adultos. A las mujeres les quedan reservadas otras modalidades de canibalismo: el sexual, para las mujeres jóvenes destinadas a la procreación, y el económico, para las viejas condenadas a servir en la esclavitud. Comparemos esta primera descripción con la primera mención de Colón quien todavía no usa el término de caníbales, sino que va en busca de monstruos cinocéfalos, de acuerdo con la cosmovisión de aquel tiempo, inspirada entre otras lecturas en el Ymago Mundi de Pierre D’Ailly hasta en El libro de las maravillas de Marco Polo: “Entendió también que lexos de allí avía hombres de un ojo y otros con hoçicos de perros que comían los hombres, y que en tomando uno lo degollavan y le bevían la sangre y le cortavan su natura.” (Colón 1989: 51) Vemos que el Almirante presenta un cuadro más horroroso, aunque ambos insisten en la bestialidad. A lo largo de su texto Pedro Mártir quien dice haber visto a los caníbales en Medina del Campo (I, 2: 20) condenará a estos caribes, pero, reacio a insistir en temas catastróficos, no siempre enfatiza las crueldades. La actitud de Mártir hacia el canibalismo corrobora lo advertido por Salas entre otros críticos: “Más aún, el humanista rehuye los temas catastróficos y sangrientos o pasa muy sutilmente sobre ellos, como si su pluma sólo se complaciera en los temas dichosos y felices.” (Salas 1959: 23) Si cuenta crueldades, intenta menguar su importancia. Por ejemplo, al relatar la estancia de los españoles en tierras de los indígenas de Curiana, Mártir agrega como en una especie de paréntesis un combate con los caníbales del que salen vencedores los españoles. Cautivan a un caníbal y liberan al único preso sobreviviente quien relata que vio como seis de sus compañeros habían sido comidos por esa “gente nefanda” “sacándoles las entrañas y cortándoles cruelmente en pedazos”. Luego se permite al mismo prisionero maltratar al caníbal cautivado “a palos, puñetazos y patadas” como venganza. (I, 8: 72). La actitud matizada hacia los caníbales se puede observar también al segundo capítulo de la primera Década sobre el segundo viaje de Colón cuando se detiene en describirlos de manera más pormenorizada. A pesar de determinados detalles espeluznantes, llama la atención la insistencia en los elementos de cierta ‘civilización’, por ejemplo en lo que atañe a los bohíos de los caníbales, su manera ‘civilizada’ (en el
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sentido de Lévi-Strauss) de preparar los platos cocidos (con carne humana, eso sí) y el uso de huesos humanos para hacer saetas: Entrados en las casas, echaron de ver que tenían vasijas de barro de toda clase: jarros, orzas, cántaros y otras cosas así, no muy diferentes de las nuestras, y en sus cocinas carnes humanas cocidas con carne de papagayo y de pato, y otras puestas en los asadores para asarlas. Rebuscando lo interior y los escondrijos de las casas, se reconoció que guardaba cada uno con sumo cuidado los huesos de las tibias y los brazos humanos para hacer las puntas de las saetas, pues las fabrican de hueso porque no tienen hierro. Los demás huesos, cuando se han comido la carne, los tiran. Hallaron también la cabeza de un joven recién matado colgada de un palo, con la sangre aún húmeda. (I, 2: 19)9
Lestringant advierte una fabulación y asimilación en esta cita: [...], force est de constater une sorte de rationalisation aberrante par laquelle le légendaire -ces Cannibales d’abord connus par ouï-dire et dont la farouche présence est sortie tout armée de la bouche des Taïnos- se ramène à une familiarité scandaleuse. L’équivalence recherchée entre le “par-delà” lointain et le “par-deçà” proche revient à projeter sur le cannibalisme américain un modèle culinaire européen, qui retrouve de morbides “salaisons” dans les pièces de chair humaine conservées et suspendues au plafond des cabanes, ou qui invente d’inexistantes broches où les victimes rôtissent au petit feu.(1994: 58-59)
Bouyer Marc & Duviols, Jean-Paul. 1992. Le théâtre du nouveau monde. Les grands voyages de Théodore de Bry. Paris: Gallimard: 125.
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Cuando Mártir se refiere más adelante a las incursiones de los caníbales a San Juan (II, 8), parece yuxtaponer dos interpretaciones del canibalismo, el canibalismo de venganza (visión de los indígenas) y el canibalismo como barbarie (visión de los españoles): Preguntados los caribes por qué habían destruido el pueblo y dónde estaban el cacique y su familia, respondieron que habían arrasado el pueblo y se habían comido al cacique y a su familia cortados en pedazos, por vengar a sus siete operarios y que guardan en haces los huesos de ellos para llevárselos a las mujeres e hijos de los siete operarios, para que sepan que no yacen sin venganza los cuerpos de los maridos y padres. Y mostraron a los nuestros los haces de sus huesos. Asombrados los nuestros de tanta barbarie y precisados a disimular, se callaron y no se atrevieron a inculpar o reprender a los caníbales. (II, 8: 146-147; énfasis mío)
Es como si intuyera algo de la función de lo que en este caso sería exo-canibalismo como manera de apropiarse de la fuerza del enemigo, del otro, del extranjero. E incluso, de manera prelascasiana10, relatará más adelante acciones de los españoles bajo el mando de Vasco Núñez de Balboa, el descubridor del Pacífico, que se asemejan a la barbarie de los caníbales: “Como en los mataderos cortan a pedazos las carnes de buey o de carnero, así los nuestros de un golpe quitaban a éste las nalgas, o a aquél el muslo, a otros los hombros; como animales brutos perecieron seiscientos de ellos, junto con el cacique” (III, 1: 165). Mártir no recalca más de lo debido la crueldad, aunque recurre a la delegación de la palabra para distanciarse del horror y transmitir estos hechos poco verosímiles. Este distanciamiento lo comparte con la mayoría de los testigos coetáneos. Coma, por ejemplo, refiere a Pedro Margarite, un testigo “digno de todo crédito” que evoca a “indios ensartados en asadores para solaz de la gula” y “montones de cadáveres a los que se había cortado la cabeza o arrancado las extremidades” (Gil 1984: 190) en una descripción más larga que la de Mártir de la que copio la parte más cercana al texto de éste: A los niños cautivos y a los muchachos prisioneros es costumbre cortarles los testículos y cebarlos como capones; a los enclenques y a los que descarna la delgadez los alimentan con cuidado como carneros, y una vez que están gordos y cebados pasan a su más voraz garganta. Las mujeres raptadas las asignan como criadas a sus esposas o las reservan para su placer; si acontece que nazca algún niño de ellas, con más realidad que en la fábula de Saturno,
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que imaginan los poetas que se saciaba de la carne de sus hijos, se los comen como cautivos. (Gil 1984: 190-191)
Coma continúa diciendo que confía en que dejarán esta costumbre. En la cita anterior no debe sorprender que Coma, imbuido de cultura clásica, al final remita a Saturno cuando describe a los hijos comidos por lo que él llama aún “canabalos”. Llama la atención que Mártir, tan dado a las referencias eruditas, se abstiene en la década de establecer esos puentes, por lo que resalta aún más la extrañeza. En cambio, en la epístola 146 refiere a “Lestrigones o Polifemos que se alimentan con carne humana” antes de incorporar la misma descripción. (Mártir 1990: 41) Para hablar de los caníbales, ejemplo de lo poco verosímil, Coma y Mártir (en parte) remiten por tanto a dos factores frecuentes, tales como los apunta López de Mariscal. Acuden a “la repetición de lo esperado, como mitos, leyendas, lugares comunes” y practican la delegación, “la adjudicación del relato al saber colectivo; al conocimiento del grupo que ha presenciado lo fabuloso”. (López de Mariscal 2004: 121) En cuanto al doctor Chanca, otro testigo privilegiado del segundo viaje, éste reconoce cierto grado de civilización en las casas de los caribes. Para referirse al canibalismo como tal delega la palabra a unas mujeres cautivas (¿por estar más inclinadas a la mentira y a lo fabuloso?). Su descripción comparte muchos elementos con la de Mártir, aunque proyecta menos imágenes de carnicería en los caribes: Esta gente [los caribes] saltea en las otras islas, que traen las mugeres que pueden aver, en espeçial moças y hermosas, las cuales tienen para su serviçio e para tener por mançebas, [...]. Dizen también estas mugeres que estos usan de una crueldad que pareçe cosa increíble, que los hijos que en ellas han se los comen, que solamente crían los que han en sus mugeres naturales. Los ombres que pueden aver, los que son vibos, llévanselos a sus casas para hazer carneçería d’ellos y los que han muertos luego se los comen; dizen que la carne del ombre es tan buena que no ay tal cosa en el mundo, y bien pareçe, porque los huesos que en estas casas hallamos, todo lo que se puede roer todo lo tenían roído, que no avía en ellos sino lo que por su mucha dureza no se podía comer. Allí se halló en una casa, coziendo en una olla, un pescueço de un ombre. Los mochachos que cativan córtanlos el miembro e sírvense de ellos fasta que son ombres y después, cuando quieren fazer fiesta, mátanlos y cómenselos, porque dizen que la carne de los mochachos e de las mugeres no es buena para comer. (Gil 1984: 160)
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Por último, miremos la descripción por Miguel de Cuneo de las comilonas de los que él designa mediante el término de “cambalos”. Cuando llega a la isla de Guadalupe donde se fueron huyendo los cambalos, Cuneo se refiere a la antropofagia de los habitantes mediante un ligero distanciamiento discursivo: “[...]; juzgamos que se les [a dos muchachos] había castrado para que no se juntaran con sus mujeres, o al menos para cebarlos y después comerlos.” (Gil 1984: 241) Incluso relata la historia bien curiosa de su intento de “solazarse” con una cambala. Primero la cambala lo arañó, pero después de unos azotes, le complació y “parecía amaestrada en la escuela de rameras” (Gil 1984: 242). Les culpa a los cambalos de todos los pecados: glotonería, sodomía que transmiten a los otros indios, violencia, ferocidad. La única semejanza con Mártir se encuentra en la frase: “[...] [a los cautivos] los comen como nosotros los cabritos, y afirman que la carne de muchacho es bastante mejor que la de doncella” (Gil 1984: 250). Cuneo es en su descripción menos detallado y muy negativo hacia indios y cambalos que en más de una ocasión son equiparados a animales. Podemos concluir que el canibalismo, uno de los tropos coloniales por excelencia, ocupa un lugar prominente en las Décadas al igual que en otros documentos coetáneos. La mayoría de los testimonios suelen cuidarse en delegar la información a otra fuente de manera explícita. A pesar de que Mártir presenta una imagen no únicamente negativa y cruel, si se lee de manera atenta, son sobre todo los detalles aterradores de esta “Caribbean barbecue” (Hulme 1998: 18) los que han sido destacados por los testigos y los que han sobrevivido en el imaginario europeo. También la asociación lingüística entre caribe y caníbal parece ser una ficción, ya que en otros testimonios se les denomina a los antropófagos de otra manera, por ejemplo, cambalo (Cuneo) o canabalo (Coma), por lo que se destaca la dificultad de nombrar y de identificar. De hecho, Perinissotto remite en sus observaciones sobre cambalo, caníbal y caribe (1989: 73-74) a las 33 variaciones de caribe que consignó Friederici en su Amerikanistisches Wörterbuch y entre las cuales no figura cambalo... 4. Comida y transculturación A la descripción del canibalismo en el primer capítulo sigue casi inmediatamente la evocación de la alimentación de los indígenas. Pedro Mártir habla de diferentes tubérculos: el aje, la yuca y el maíz.11
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Recurre a la asimilación (no tanto combinada con la diferenciación como en Oviedo más tarde) en un afán de dominar lo desconocido y de armonizar lo nuevo con lo conocido. En esto sigue fielmente los pasos de Colón que a su vez se basó en las descripciones de los portugueses sobre la comida en África (Varela 1989: XXXVII-XXXVIII), de manera que se instaura toda una red de reescrituras. Compárense las dos descripciones del aje, un tubérculo que incluye diferentes especies, del que Mártir especifica más adelante haberlo visto. En Colón leemos: Toda esta isla [La Española] y la de la Tortuga son todas labradas como la campiña de Córdova; tienen sembrado en ellas ajes, que son unos ramillos que plantan, y al pie d’ellos naçen unas raízes como çanahorias, que sirven por pan y rallan y amassan y hazen pan d’ellas, y después tornan a plantar el mismo ramillo en otra parte y torna a dar cuatro y cinco de aquellas raízes que son muy sabrosas: proprio gusto de castañas. (1989: 83)
Pedro Mártir habla de “raíces, semejantes a nuestros nabos, ya en el tamaño, ya en la forma, pero de gusto dulce, parecido al de la castaña tierna; ellos les llaman ages. [...]; pero los ages más los usan asados o cocidos que para hacer pan, [...]” (I, 1: 13). En las diferentes fuentes que he consultado el aje es identificado a la batata, al ñame, al nabo, por mencionar las comparaciones más frecuentes.12 Viene a demostrar una vez más que es difícil nombrar y captar una realidad otra y nueva y que las comparaciones presentan un espejo fragmentado que no refleja una imagen única.13 Y eso que el aje parece ser fundamental en la dieta de los indígenas. El aje parece prestarse a varias formas de preparación tal como aprendemos de Coma que las evoca de manera sensorial ya en su primer acercamiento: A los frutos que hay en ella [la isla de Guadalupe] más excelentes los llaman “ajes”, muy parecidos en su forma a un nabo cónico, salvo que crecen más, como melones. No se ha de pasar por alto que tienen distintos sabores: si cambias su preparación, los encuentras diferentes al paladearlos; comidos crudos, como solemos preparar las ensaladas, se parecen a las chirivías; asados, a las castañas y, si los tomas cocidos con carne de cerdo, se te antojaría estar probando calabazas; si los rocías con leche de almendras, no catarás nada más suculento ni devorarás nada con más gula. (Gil 1984: 188189)
Mártir, en cambio, en su primera mención de los ajes, insiste únicamente en la forma, el sabor y el uso. No se deleita en el placer estético
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de la descripción. Tampoco tiene en cuenta las connotaciones sociales o rituales, la integración en un contexto unitario cultural y religioso global que Domingo encuentra primordial para entender las culturas prehispánicas: “Pero el caso es que toda la cocina y todo lo que se puede comer desde la miel hasta la yuca está siempre integrado, en las culturas prehispánicas, en sistemas ‘religiosos’ o en cosmologías que inciden asimismo en la organización social y familiar y en sus leyes y tabúes.” (Domingo 1984: 42)14 No obstante, en el capítulo 10, cuando Mártir habla de la religión de los indígenas insulares inspirándose en Pané, advierte el carácter sagrado del aje: “Otros [zemes] son venerados en raíces, como encontrados entre los ages, es decir, en la clase de alimentos que arriba hablamos” (I, 10: 84). A diferencia de muchos otros cronistas, Mártir parece intuir algo de las características religiosas de las plantas, importantes dentro de los ritos. En cuanto a las connotaciones sociales, no insiste en la diferenciación social del pan de yuca, destinado a los caciques, frente al pan de maíz, más común, tal como lo explicita en una carta dirigida al papa León X en 1520 según explica Gauvin en su edición bilingüe (2003: 299 n.10), información de la que no disponía todavía cuando se hicieron las primeras publicaciones. Pedro Mártir parece dudar más sobre el uso del aje como pan, lo que sí describe en la carta 133, ya que habla de [...] pan de raíces de ciertas matas de palmitos, llenos de nudos, que ellos cuando es tiempo cubren de tierra, y entre nudo y nudo se les forman unos tubérculos a modo de peras o calabacillas. Cuando están maduros los secan al sol, como hacemos nosotros con los nabos o los rábanos, los trituran hasta hacerlos harina, los amasan, cuecen y comen. A estas bolitas las llaman agies. (1990: 27-28)
Sobre todo distingue el pan de yuca (cazabe) y el pan del trigo de allá (maíz), aunque en capítulos ulteriores hablará a veces de tres tipos de pan (II, 3: 117). Llama también la atención que la dieta principal de los indígenas está compuesta por raíces en oposición (no explicitada) a la dieta con carne, asociada con los españoles. Tampoco pecan de gula: todo respira sobriedad. Implícitamente, se sugiere mediante esta insistencia en los tubérculos en una jerarquía donde los españoles son superiores a los indígenas: en el imaginario medieval que todavía imperaba, los tubérculos eran asociados a la clase baja, campesina. Con todo, no hay un rechazo total de los vegetales en Mártir. Mártir se
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interesa por lo que se encuentra en el Nuevo Mundo, a pesar de que no se corresponde con las expectativas de los descubridores. No desdeña los vegetales a diferencia de las descripciones de Cuneo para quien muchos vegetales sólo son buenos para cerdos y sólo importa lo que se puede obtener de carne y pescado. Mártir no enumera en una lista de lo que carecen frente a lo que hay como es el caso del Cura de Palacios (Bernáldez 1962: 300-301), sino que intenta acercarse a lo nuevo. Después del párrafo sobre los vegetales hay como una digresión sobre el oro que se puede encontrar en los ríos. Luego, a diferencia de muchos otros cronistas ulteriores, Mártir presta atención a la fauna, aunque el abismo gastronómico parece ser casi infranqueable. Menciona las jutías, y en el segundo capítulo de la primera Década papagayos que comen los indígenas en La Española. También habla de perros, “que se los comen como nosotros los cabritos” (I, 3: 35) en una isla cerca de Cuba. Ni siquiera al encontrar una comida preparada para una fiesta en Cuba los españoles llegan a ser tentados por las serpientes, designación para las iguanas, preciadas como comida de los nobles, a diferencia de los peces con los que sí satisfacen su hambre (I, 3: 33). No obstante, lo desconocido atrae e intriga: en el capítulo V de la primera Década Mártir integrará una receta muy detallada de cómo se preparan estas “serpientes” que acaban gustando al Adelantado Bartolomé Colón después de un primer acercamiento tímido. Parece que es una mujer, la célebre Anacaona, la que lo incitó a trasgredir sus fronteras culinarias: El Adelantado, inducido por el gracejo de la hermana del cacique [Anacaona], determinó catarlas poco a poco; pero apenas el sabor de aquella carne comenzó a gustar al paladar y garganta parecía que las deseaba a boca llena. Después ya no las probaba con la punta de los dientes o aplicando apenas los labios, sino que, habiéndose hechos todos glotones, [los españoles] de nada hablaban ya sino del grato sabor de las serpientes y de que tales viandas [sic] eran más exquisitas que entre nosotros las de pavo, faisán y perdiz.15 (I, 5: 52)
Es sabido que la iguana seguirá provocando reacciones contrarias. Más tarde, Las Casas confesaría que incluso en época de hambruna no pudo tragar la carne de iguana, mientras que según muchos españoles es “excelente cosa de comer”. (Las Casas 1994: 570) De por sí es un animal ambiguo, ya que fue clasificado primero como animal acuático
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y luego terrestre por Oviedo, de manera que su carne originó disputas teológicas y acabó comiéndose en viernes por ser considerado pescado. Después de mencionar los vegetales y los animales, sería lógico que diera comentarios sobre los insectos, siguiendo el orden de Plinio, pero empieza a hablar de algunos productos como el áloe y los granos rugosos (I, 1: 14), remisión al ají. Aún distanciándose Mártir no muestra un desdén profundo: casi nunca menciona lo que Gerbi tilda de comer sucio de los indígenas. No ingieren larvas, gusanos, piojos, muestra clara de su bestialidad en muchos otros textos como el del doctor Chanca: “(...); [los indígenas de La Española] comen cuantas culebras e lagartos e arañas e cuantos gusanos se hallan por el suelo; ansí que me pareçe es mayor su bestialidad que de ninguna bestia del mundo.” (Gil 1984: 175, casi exactamente reproducido en Bernáldez 1962: 301) En Mártir son más bien los españoles quienes podrían ser acusados del comer sucio. El hambre les lleva a comer a muertos y perros sarnosos: el capítulo X de la segunda Década Mártir pormenoriza comidas asquerosas ingeridas por los españoles por necesidad en el Darién: Se convinieron algunos compañeros en la compra de un perro flaquísimo que ya casi se estaba muriendo de hambre; le dieron al amo del perro muchos pesos de oro castellanos; le despellejaron para comérselo, y la piel sarnosa, y en ella los huesos de la cabeza, los tiraron a unos espinos próximos; al día siguiente, un infante de ellos dio con la piel tirada, llena de gusanos y que casi hedía. Llevósela a su casa: quitándole los gusanos la hechó [sic] a cocer en una olla, y cocida, la comió. Acudieron muchos con sus platos, por el caldo de la piel cocida, ofreciéndole un castellano de oro por cada plato de caldo. (II, 10: 160)
También otros elementos apuntan hacia una actitud matizada respecto al indígena. Así Mártir comenta su ingeniosidad en Cuba al pescar y subraya que algunos van vestidos, señal de que es “gente culta” (I, 3: 35; 36). Mártir se abstiene de especificar si los españoles comen de la comida “del país”, expresión usada más adelante para designar la comida de allá. Por ejemplo, no sabemos si realmente comen o cuánto ingieren de la “opípara cena preparada a su usanza” o de los panes de raíces (yuca) ofrecidos por Anacaona y su hermano en La Española (I, 5: 49, 53). Parece que los españoles siguen prefiriendo los productos de España. Por eso, el retorno de Colón a España se explica por el hecho
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de que quiere ir a proveerse de trigo, vino, aceite, “puesto que no podían fácilmente acostumbrarse a las comidas insulares” (I, 4: 41). Cuando no llega la comida española, la dependencia de los indígenas por el sustento pone a los españoles en una posición muy vulnerable y dependiente. A este respecto Mártir relata un acontecimiento muy interesante en el cuarto capítulo situado en La Española: los españoles, ávidos de oro, pero desprovistos de comida española que esperan ansiosamente, se ven obligados a pedir comida a los indígenas. Al destruir el cultivo de las plantas comestibles, los indígenas crean de manera artificial un período de hambruna que tanto les afecta a ellos mismos como a los españoles: Pues viendo que los nuestros querían escoger asiento en la isla, pensando ellos que podían echarlos de allí si faltaban los alimentos insulares, determinaron, no solamente abstenerse de sembrar y plantar, sino que cada uno comenzó en su provincia a destruir y arrancar las dos clases de pan que tenían sembrado, del cual hicimos mención en el capítulo primero, pero principalmente entre los montes Cibanos o Cipangos, porque conocían que el oro en que aquella provincia abundaba era la causa principalísima que detenía a los nuestros en la isla. (I, 4: 43)
Es una de las muchas tretas de los débiles para enfrentarse al colonizador (al lado de otras técnicas atestiguadas como el suicidio colectivo o las mutilaciones sexuales): los indígenas convierten el hambre fisiológica en técnica de resistencia para combatir de manera “maliciosa” el hambre de oro (y de otras cosas apetecibles)16 del ocupante colonizador en la espera de que se vaya por inanición. A esta manera de convivencia, contraproducente para los mismos indígenas que mueren “como rebaño apestado” (I, 4: 42), Colón reaccionará instaurando un tributo de oro, algodón, especias, a veces acompañado de comida. Por tanto, los españoles no tienden a transculturarse en lo alimenticio en los primeros momentos del descubrimiento. Se podría hablar de una especie de “neofobia”. (Rozin citado en Becker 2000: 9) Lo asimilable y lo parecido es lo único que atrae. Sólo algunas leves diferencias en el sabor son admitidas. Así Mártir advierte que en las palomas torcaces de Cuba hay un sabor especial debido a las flores olorosas que comen estas aves (I, 3: 37). Luego aplicará esta observación también a los cerdos de La Española (I, 10: 89; II, 8: 150) cuyo aroma particular se convertirá en una especie de cliché retomado hasta por el padre Labat en su Voyage aux îles. (1993: 241) Y también
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menciona que los españoles prueban en Tierra Firme vinos, no de uvas, sino de otras frutas, “pero que no eran desagradables” (I, 6: 59). Esta observación es una de las muchas calificaciones que nos dejan un tanto perplejos: ¿Mártir habrá probado aquellos vinos o se basará en los testimonios de los españoles regresados de allá? El abismo entre los dos sistemas culinarios se manifiesta en las uvas silvestres maduras “de excelente sabor, según dijo [Colón], pero los isleños no tienen ningún cuidado de ellas” (I, 3: 31). Efectivamente, la uva, o mejor dicho el vino, es una obsesión para los paladares españoles acostumbrados a estos jugos deliciosos provenientes de vides tan difíciles de aclimatar en el Nuevo Mundo. (Plasencia 2001: 73-82) Basta con pensar en la ansiedad de Juan de Amberes de ‘El camino de Santiago’ de Alejo Carpentier por encontrar cualquier morapio, una vez llegado a Cuba, con tal de que sepa a vino. Por supuesto, también interviene la obsesión igual de apremiante de encontrar vino para celebrar misa. No obstante, a veces los españoles se ven obligados a comer las cosas de allá por falta de otros alimentos españoles y cuando aprieta el hambre en situaciones de guerra o de conflicto. El hambre, menos presente en esta parte que en otras crónicas sobre el mismo período por razones estratégicas, incitará a transgredir las fronteras culinarias comiendo panes de la tierra “de poco alimento para los que están acostumbrados a nuestro pan de trigo” (I, 10: 89).17 Durante una campaña de guerra en La Española “no lograron ningunas viandas, fuera de cazabí, es decir, su pan de raíces, y de éste pocas veces se hartaron, y algunas hutías, es decir, conejos de allí, si cazaban algunos con sus perros; y la bebida algunas veces agradable, pero con frecuencia aguas fangosas y palustres; en medio de estas delicias, estar siempre a la intemperie y en perpetuo moverse, pues así lo exigía la condición de guerra” (I, 7: 66). Brigitte Gauvin da el siguiente comentario sobre la expresión “en medio de estas delicias”: “Il s’agit d’une antiphrase, figure rarissime chez Pierre Martyr, révélatrice de l’aisance grandissante de l’auteur qui utilise l’ironie comme un moyen de dénonciation supplémentaire.” (2003: 164 n.17) De todo ello resulta que los españoles sólo se acercan a la comida indígena por sustitución, un procedimiento recurrente en situaciones de penuria que sobrevive hasta hoy en día, por ejemplo, en la Cuba actual, donde se desesperan por imitar ciertos productos incluso no disponiendo de todos los ingredientes.18
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Tampoco los indígenas parecen poder adaptarse a la comida de España, ya que sobreviven tres de los traídos en el primer viaje “por el cambio contrario de tierra, aire y comidas” (I, 2: 22). En esta primera fase del descubrimiento que describe Mártir de manera edulcorada, parece que el rechazo del otro en su comida es total. No hay transculturación, sino constante deseo de encontrar lo propio, sólo abandonado en casos de premura. Sabemos que este rechazo es insostenible y que es en parte una invención. No quedará más remedio que ir mestizándose en lo culinario cada vez más. Los intercambios biológicos y culturales han sido una constante desde muy temprano. (Crosby 1973: 65-121) 5. Comida y transcultivación Pedro Mártir, interesado tanto en las grandes hazañas como en las ganancias comerciales en su calidad de hombre de la Corte quien escribe desde España, dirige su atención hacia lo que puede ser rentable para el Reino. Además de la búsqueda obsesiva de oro y de perlas, también integra el utilitarismo de los productos agrícolas, lo que se concretiza en una exaltación de la fertilidad del campo y de sus frutos. En esta agricultura comercial interesan sobre todo productos ya conocidos o parecidos a los productos de España. La Española produce especias, “granos rugosos de diversos colores, más picantes que la pimienta del Cáucaso” (I, 1: 14), probable remisión al ají, aparte de algodón y otros productos que pueden ser aprovechados. En el segundo capítulo de la primera Década se corrobora esta visión transcultivadora, ya que al final Mártir ofrece productos de allá a su destinatario mediante un portador. En lugar de dibujos de los que se servirá Oviedo19, Pedro Mártir, como ejemplo de la verificatio o de la attestatio rex visae, hace acompañar sus cartas de productos como aloé y lo que cree ser canela (en realidad clavo) para usos más bien farmacéuticos, especieros y perfumistas provenientes de un Nuevo Mundo todavía no bien ubicado y asemejado a un Oriente, sinónimo de especias. También añade un producto totalmente nuevo: el maíz. Mártir sugiere que él mismo ha probado los productos, porque le da al “Príncipe Ilustrísimo”, en este caso probablemente al cardenal Ascanio Sforza20, el siguiente consejo pormenorizado, una joya de descripción sensual: Si se te ocurre, Príncipe Ilustrísimo, gustar ya los granos, ya ciertas pepitillas que observarás se han caído de ellos, tócalas aplicando suavemente el labio;
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Rita De Maeseneer pues aunque no son dañinas, sin embargo, por el demasiado calor son fuertes y pican la lengua si se les aplica despacio; pero si acaso por gustarlos se enciende la lengua, en bebiendo agua desaparece aquella aspereza. (I, 2: 26)21
En la dirección opuesta, ya he hablado de la necesidad de exportar productos españoles de subsistencia al Nuevo Mundo: El Prefecto [Colón] prepara, para obtener crías, yeguas, ovejas, terneras y otras muchas con los machos de su especie; legumbres, trigo, cebada y demás semillas como éstas, no sólo para comer, sino también para sembrar. Llevan a aquella tierra vides y plantas de otros árboles nuestros que no hay allá; pues en aquellas islas no encontraron ningún árbol conocido, fuera de pinos y palmas, y éstas altísimas y admirablemente duras, grandes y rectas por la riqueza del suelo, y también otros muchos árboles que crían frutos desconocidos. (I, 1: 15)
Hace falta la exportación (en un primer momento) y el cultivo de alimentos españoles en las tierras nuevas. Son considerados más nutritivos y conllevan la civilización y la domesticación de las tierras nuevas. Permiten asimismo tener las condiciones físicas para poder construir el Imperio, es decir, buscar oro, especias y perlas y fundar ciudades. Este cultivo no planteará problemas, ya que las tierras se prestan de maravilla a esta actividad y dan mejores frutos. En varias ocasiones Mártir insiste en la fertilidad de la tierra mediante el topos tan usado en los cronistas de la abundantia naturae rozando con lo edénico y lo arcádico. Copio un ejemplo relativo a La Española que contiene todos los clichés sobre el tema. La evocación de un locus amoenus –en este caso hiperbolizado– se inscribe en una larga tradición que se apoya en las descripciones de Platón sobre la llamada isla del Atlántico (Pastor 1983: 23) o los fragmentos bucólicos de Hesíodo. Se encuentra asimismo en unos pocos fragmentos de El libro de las maravillas de Marco Polo, y sobre todo en la carta de Colón a Santángel donde se une el tópico del locus amoenus con el de la abundancia, tal como lo demuestra Ortega. (1988: 106) Mártir nos presenta la siguiente escena bucólica: Un río de aguas saludables, llenísimo de varias clases de óptimos peces, corre hacia el puerto hacia amenísimas riberas. Cuentan que son admirables las condiciones naturales del río. Pues en toda la extensión de su curso todo es delicioso, todo es útil. Los bosques de palmeras, los árboles frutales insulares de toda especie, inclinaban sobre los navegantes, a veces dándoles en la
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cabeza, sus ramas cargadas de flores y de frutos, y ponderan la fertilidad de su suelo, igual o más rico que el de la Isabela. (I, 5: 48)
La fertilidad del suelo es asombrosa. Habla de “huertos para cultivarlos, de los cuales todo género de verduras, como rábanos, lechugas, coles, borrajas y otros semejantes, a los dieciséis días de haberlas sembrado las han cogido en regular sazón; los melones, calabazas, cohombros y cosas así los cogieron a los treinta y seis días, y decían que jamás los habían comido mejores” (I, 3: 30).22 También los puercos se multiplican a una velocidad inaudita. Más adelante advertirá que ya se podrán exportar animales desde La Española: “Hay tanta abundancia de tanta clase de cuadrúpedos, que ya se traen a España caballos, y cueros de bueyes y de ganado. Ya en muchas cosas la ‘hijita’ socorre a su ‘madre’” (III, 7: 219). De todo lo anterior se deduce una clara dimensión político-comercial: los nuevos territorios descubiertos son provechosos para España, también en lo alimenticio, y contribuyen a ensalzar la expansión imperial española. Sabemos que en realidad la exportación de oro proveniente de las nuevas tierras descubiertas cobraría más importancia y que la llegada a España de productos alimenticios fue más lenta, mucho más reducida y complicada. 6. ¿Cómo describir el Nuevo Mundo comestible? En cuanto a la forma en que se presenta este texto, resulta difícil ahondar en lo estilístico al tratarse de una traducción. No obstante, quisiera formular tres observaciones generales al respecto. En primer lugar, se ha repetido hasta la saciedad que Pedro Mártir recurre a las comparaciones doctas, puesto que el texto de este humanista está impregnado del espíritu clásico (y no del bíblico como en el caso de Colón): establece lazos entre los diferentes reinos en La Española y las diferentes partes de Lacio (I, 2: 23) o dice que la vida de los indígenas es una Edad de Oro (I, 3: 38-39). En la comida tal vez es donde menos se puede basar en la antigüedad. Plinio nunca había descrito el maíz y en la Antigüedad se creía que en la zona tórrida no había vida. Cuando Mártir se apoya en alguna autoridad, el intento queda frustrado: Sentáronse y disfrutaron contentos de los peces cogidos con ajeno trabajo, dejando las serpientes, las cuales afirman que en nada absolutamente se
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Rita De Maeseneer diferencian de los cocodrilos de Egipto sino en el tamaño; pues de los cocodrilos dice Plinio que se encontraron algunos de diecicocho codos, pero las mayores de estas serpientes tienen ocho pies. (I, 2: 33)
Conforme con lo que dice Louise Bénat-Tachot (2005: 82) no siempre funcionan las observaciones y las clasificaciones de Plinio, pero las aplica, por analogía y a pesar suyo, para poder basarse en el fundamento por excelencia. Una segunda observación atañe al uso de los indigenismos, que son todos neologismos en latín, recurso que le reprocharon mucho a Mártir. A diferencia de Colón que va introduciendo paulatinamente palabras americanas, –también en lo culinario–, o de Cuneo quien se limita a dar perífrasis, Mártir incluye los indigenismos desde la primera mención, acompañados de una perífrasis explicativa. Muchas veces constituye la primera atestiguación de la palabra tal como lo prueban los estudios de Alegría y Moreno de Alba. Para los ingredientes muchas veces inexistentes en España no le queda otra que introducir las palabras desconocidas. Incluso en el texto en latín se percibe la extrañeza, ya que muchas veces ni siquiera latiniza las palabras indígenas ni las declina. Por un lado se puede considerar esta introducción de palabras indígenas como un “acriollamiento”23, una prueba de acercamiento a la cultura diferente, diría casi a la fuerza. Por otro lado, Pedro Mártir intenta sacar el carácter enajenante a estos términos domesticando su pronunciación. Como ya he dicho Mártir asimila y coteja con lo conocido estos productos que dan fe de la varietas del mundo. Por eso, para muchos realia de allá insiste también en que se pueden pronunciar fácilmente: “[...] todos los demás vocablos los pronuncian no menos claramente que nosotros los latinos” (I, 1: 14). Menciona la manera como hay que acentuar estas palabras recurriendo a la fórmula “con acento en la ...”, lo que comparte con otros autores como Las Casas u Oviedo. Tiene que ver con la lectura en voz alta que todavía se practicaba mucho en aquel entonces. Pero a la vez Mártir (al igual que Las Casas y Oviedo) transfieren al alfabeto latino los sonidos con los que los indios se referían a su entorno y contribuyen a domar por la letra el Nuevo Mundo. Advierte Carrillo Castillo inspirándose en las ideas de The Darker Side of the Renaissance de Mignolo: “A través de esta operación, los nombres de las cosas, el acceso al conocimiento por excelencia, podían ser transcritos y leídos, trascendiéndose así el carácter transitorio e inestable de las manifestaciones orales.” (2004: 151)
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Finalmente, vemos que en lo culinario, más que en otros campos, Mártir procede por repetición y amplificación, procedimientos típicos del género epistólico. (Trueba Lawand 1996: 104-107) En la tercera Década que trata de Tierra Firme, Mártir vuelve sobre las plantas comestibles, pero dedica más atención a la manera como se cultiva la yuca, y especifica más sobre la batata y el trigo. La repetición (con amplificatio) es un recurso textualizado en las Décadas. En parte se puede explicar por la pérdida de memoria de la cual Mártir ya se queja en la quinta Década. También se debe a la publicación fragmentada de estos textos dirigidos a diferentes personas de modo que tal vez el interlocutor no siempre dispone de la información contenida en las décadas anteriores. En parte, el mismo Pedro Mártir la justifica. En el capítulo ocho de la tercera Década, dedicada al Papa León X, leemos la siguiente observación, bien impregnada de la dimensión religiosa que Pedro Mártir, sacerdote desde 1492, no muy ferviente por lo general, acentúa en consideración de su interlocutor beato: Si en el discurso de mi narración repitiere estas cosas alguna vez; si de cuando en cuando hago una digresión para contar estas cosas [sobre animales y plantas], no se me enoje Vuestra Santidad, Beatísimo Padre. El entusiasmo de mi alegría cuando sigo, cuando veo, cuando escribo estas cosas, me agita cual cierto espíritu de Apolo y de las Sibilas, y me obliga a referir muchas veces lo mismo, principalmente cuando comprendo hasta dónde llega la amplitud de nuestra religión. (III, 8: 226)
Más adelante, para clausurar la cuarta Década, Mártir introduce otra reflexión metaliteraria después de haber alabado una vez más la abundancia de La Española: Pero me ha parecido bien repetir la mayor parte de ello [los beneficios de la Naturaleza], porque me parece que muchos lectores, apartando su atención del peso de negocios graves, la han aplicado a recordar estas cosas, y los labios no rehusan lo que bien sabe con tal que la materia, de sí preciosa, se cubra con preciosa vestidura. (IV, 10: 288)
7. La importancia de las suaves narraciones Esta incursión en los contextos culinarios en Pedro Mártir me lleva a las siguientes hipótesis y conclusiones. Como era de esperar en un texto del Descubrimiento, el tema culinario sirve más bien propósitos político-comerciales, y no interesa por
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su otredad en primer lugar. En la cadena producción-distribuciónpreparación-consumo importan los dos extremos, las posibilidades de cultivo y el carácter comestible para paladares españoles. No viene al caso hablar de la distribución (mercados, almacenamiento), ya que aún nos encontramos en la fase del Descubrimiento sin énfasis en la colonización. En Cortés, por ejemplo, se insistirá en los mercados, pues el contexto y las intenciones ya serán diferentes. Tampoco nos enteramos de la cocina prehispánica aparte quizá de las técnicas del asado. Advierte Domingo: En los lugares del Descubrimiento, la cocina prehispánica queda sólo de forma muy residual. La devastación de la cultura local, cocina incluida, fue prácticamente completa, y tan sólo en algún plato podrían encontrarse huellas de la cocina de los indígenas. Quedan, eso sí, aunque incorporados en recetas llegadas de Europa o mestizadas, los productos locales. Fue una dieta, según Levi [sic; Leví] Marrero en su trabajo ‘Población y economía indocubanas’, perfectamente adaptada a las formas de vida y al mundo definido por Cristóbal Colón como un Paraíso. (Domingo 1984: 26)
En sus descripciones culinarias Mártir intenta apropiarse de lo desconocido, pero sigue habiendo grietas por no poder incorporar lo otro a lo universal. El otro es un otro asimilable en la visión de este humanista para quien la humanidad es una, aunque presenta ligeras diferencias. No ataca la superioridad de lo occidental, por supuesto. A pesar de esta concepción holística del mundo, no siempre llega a dominar lo nuevo en toda su complejidad. De la misma manera que no presenta una imagen blanquinegra ni de los españoles ni de los indígenas, de la misma manera que no intenta oponerse tajantemente a las afirmaciones de Colón quien cree haber llegado a las costas asiáticas (O’Gorman 1972: 18-41), en la descripción de la comida y sobre todo en el tema del canibalismo no es radicalmente excluyente. Parece que los cronistas en su acercamiento a la alimentación, al igual que a otros temas novedosos, recurren a una serie de tópicos. Paradójicamente los primeros cronistas se inspiran en un conjunto restringido de sintagmas conocidos para describir lo nuevo. Además, todos se repiten y no es fácil rastrear el origen de determinadas imágenes o comparaciones. Se crea por tanto una especie de koiné culinaria/alimenticia en los relatos del Descubrimiento. De esta manera también lo más cotidiano y referencial se convertiría en lo ficcional, lo escritural, lo más intertextual. Hasta amenazaría con convertirse en lo estereotipado que aparentemente es lo más domesticable. Otra conse-
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cuencia sería que la descripción de la comida, por lo menos en lo que atañe al área caribeña al inicio del Descubrimiento, no pueda adquirir rasgos proto-identitarios, puesto que la diferenciación culinaria entre una isla descubierta y otra es mínima hasta inexistente, lo cual se ha corroborado en las excavaciones precolombinas. Tampoco se establecen muchos distingos sociales: no se manifiesta un gran deseo de acercarse a las estructuras sociales del otro. Los breves cotejos de las descripciones nos indican también cuánta manipulación puede existir en la presentación de lo culinario. Según se van omitiendo o destacando datos, va cambiando la imagen, y es precisamente lo que los textos nos presentan: imágenes, representaciones, ficciones. Los datos factuales compiten constantemente con proyecciones y ficcionalizaciones. Citando a Rabasa hay un constante vaivén entre facts y fables o en la variación de William Nelson entre fact y fiction. El texto de Mártir refleja los tanteos iniciales y todas las dificultades de enfrentarse a lo nuevo, la lucha entre su mundo dominado por códigos clásicos y un mundo nuevo, la tradición y la modernidad. Las referencias culinarias aligeran los textos y la manera muy pormenorizada de describir a veces los platos y las costumbres recalcan su literariedad. La descripción de la comida responde a una realidad apremiante y a la vez contribuye a realzar lo placentero, lo erótico exótico, hasta lo fabuloso. Esta mezcla de dolor y placer caracteriza la manera de enfrentarse a la alteridad del Nuevo Mundo. Stephanie Merrim quien se apoya en Mary Baine Campbell lo formula de la siguiente manera: Given the desestabilization occasioned by the advent of the New World for the Old, sixteenth-century Spanish accounts of the colonies manage the anxiety of newness, alterity, and conquest with a carefully calibrated mix of pain and pleasure. To transmute the former with the latter, what Mary Baine Campbell calls texts’ “colonialogic” (63) tends to site anxiety-provoking issues in pleasure zones, that is, under the aegis of pleasure. (Merrim 2004: 218)
Y Merrim añade que se trata de “sensational, sensorial, seductive novelty”. (2004: 218) La comida precisamente forma cierto contrapeso a la crueldad que se encuentra del lado humano. Mediante la integración de los elementos sensoriales de la gastronomía se quita la agresividad, o, en palabras de Mártir, “a fin de que con esta suave
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narración se temple el mal humor que hayan producido narraciones sanguinarias” (III, 10: 246). Notas 1
Este texto no fue presentado en el coloquio. Una versión un tanto diferente fue publicada en Casa de las Américas, 247 (abril- junio 2007): 24-37. Agradezco al comité editorial de Casa el que me permitieran incorporar el ensayo a este volumen. 2 Se discute la fecha de nacimiento de Pedro Mártir cuyo ‘apellido’ Anglería no tendría que llevar acento (Angleria), ya que proviene de Anghiera (Angera), lugar en Lombardía, según Antonio Alatorre. (1992: 67) 3 Véanse también las observaciones de Juan Fernández Valverde ‘Para una edición crítica de de las Décadas de Orbe Novo de Pedro Mártir de Anglería’. Para este trabajo manejo la traducción de Torres Asensio de las ocho Décadas publicadas en 1530. Existe otra traducción (a veces superior) de Carlo Agustín Millares publicada en México en 1964 y prologada por Edmundo O’Gorman. He consultado asimismo la excelente traducción de la primera Década propuesta por Gil y Varela que se basan en las ediciones de 1511 y 1516. También he cotejado los textos con la versión en latín tal como figura en la edición bilingüe de Brigitte Gauvin. 4 Advierte Juan Gil: “Pedro Mártir, muy lejano a la ubérrima facundia de Tito Livio, pretende imitar la áurea concisión de Salustio.” (1984: 37) Ni siquiera respeta el lapso de tiempo de diez años, ya que en su primera década cubre 18 años. La única relación con el dígito es que llega a escribir diez capítulos para la primera década. 5 En adelante citaré por esta edición indicando la Década con una cifra romana, seguida por el capítulo y la página. 6 Véase ‘Le vol de l’Amérique ou le monopole italien’ de Carmen Bernand y Serge Gruzinski (1991: 175-180) y Antonello Gerbi. (1978: 144-145) Recuerdo también que Menéndez Pelayo, no desprovisto de cierta xenofobia, lo tilda de “italiano hasta las uñas” en ‘De los historiadores de Colón’ (1942 VII: 82). 7 Remito al apartado de Oviedo dedicado a la piña/cardo/alcachofa estudiado por Louise Bénat-Tachot en ‘Ananas versus cacao’ (1997), por Rabasa (1993: 141-147) y por López-Baralt (2005: 188-190) como ejemplo de la imposibilidad de definirla, su irreproductibilidad, su carácter plurisensorial y su oscilación entre lo asible, lo antiguo y lo nuevo. Véanse también las observaciones de Guerrero en este volumen. 8 El fragmento se encuentra con pocas variaciones en Andrés Bernáldez, el Cura de los Palacios. (1962: 284-285) Ha sido retomado hasta por autores contemporáneos, por ejemplo, en Vigilia del Almirante de Augusto Roa Bastos quien lo relaciona con leyendas tupí-guaraní. (1992: 311) 9 Encontramos en la carta 146 del 5 de diciembre de 1494 una descripción bastante parecida: “Atacan las aldeas de sus habitantes, y a los hombres que cogen se los comen crudos. Castran a los niños, como nosotros a los pollos; cuando ya han crecido y engordado, los degüellan y los comen. Prueba de ello tuvieron los nuestros cuando, al arrimar las naves, aterrorizados por el tamaño nunca visto de los navíos, los caníbales, abandonaron sus casas y huyeron a las montañas y a los espesos bosques. Entrando los nuestros en las casas de los caníbales -que son redondas, construidas con maderos de pie- encontraron colgadas de las estacas piernas de hombres saladas, como nosotros solemos hacer con las del cerdo, y la cabeza de un joven recién mata-
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do, llena aún de sangre, y pedazos del mismo joven en ollas para cocerlos junto con carne de patos y papagayos, y otros puestos al fuego en asadores.” (Mártir 1990: 42) También Vespucio en su carta “Mundus Novus” establece un paralelismo con las carnicerías. Habla de “la viande humaine salée, suspendue au plafond, comme il est de coutume, chez nous, de suspendre du lard et de la viande de porc”. (Vespucci 1992: 78) 10 Sabemos que Las Casas en su afán de presentar al noble salvaje se limitará más tarde a repetir lo dicho por Colón e incluso desmentirá sistemáticamente el canibalismo o por lo menos lo sorteará de diferentes maneras, “por comparativismo cultural, la formulación de un sentido bíblico para la resistencia caribe, el reconocimiento de una dimensión teológica en algunos ritos caníbales, y la construcción de un nuevo caníbal –el conquistador y el encomendero” (Jáuregui 2003: 207) . 11 El aje ya aparece desde la edición de 1511, la evocación de la yuca fue añadida a la edición de 1516 y el maíz ya está descrito en la primera edición de 1511, pero no es designado con la palabra maíz hasta en la de 1516. 12 El aje es la batata según la nota del traductor. Hortensia Pichardo explica en una nota a la carta de Diego Velázquez del primero de abril de 1514 que existe efectivamente mucha confusión sobre este tubérculo. Ella lo identifica con el boniato, es decir, la batata. (1977 I: 75 n.15) Gauvin explica en una nota: “Le terme ages, latinisation de l’espagnol aje, désigne toutes sortes de tubercules proches des ignames.” (2003: 277 n. 28) El ñame que Colón vio en Africa es un tubérculo introducido hacia 1540. (Ortiz Cuadra 2006: 187 n.42) En su vocabulario exótico al final de su obra Olmedillas de Peréiras dice que son “especialidades de nabos” que nombran los indígenas con distintos vocablos. (1974: 200) Coma y el doctor Chanca lo asemejan a un nabo y alaban sus cualidades nutritivas. Mi magra conclusión es que se trata de un tubérculo tropical, probablemente de la familia de las batatas, tal como lo demuestra Guerrero en su ensayo de este volumen apoyándose en Marcio Veloz Maggiolo y Chez Checo. 13 Me inspiro en la idea de Yolanda Martínez San-Miguel quien comenta las “roturas” de la estructura especular en el Inca. (2003: 72) 14 Las observaciones de Arjun Appadurai sobre La India van en la misma dirección, ya que insiste en la dimensión moral y médica de muchas cocinas entre las cuales no considera las precolombinas: “Like the cooking of ancient and early medieval Europe, preindustrial China, and the precolonial Middle East, cooking in India is deeply embedded in moral and medical beliefs and prescriptions.” (1988: 5) 15 La traducción propuesta por Gil y Varela es netamente superior: “Inducido por el gracejo de la hermana del rey decidió el Adelantado dar un bocado con tiento a la iguana, pero cuando el sabor de la carne comenzó a deleitar su paladar y su gaznate, parecía que las comía a dos carrillos; después, no las tomaban con la punta de los dientes o sin mancharse apenas los labios, antes bien, convertidos todos en unos glotones no tenían más tema de conversación que hablar de la exquisitez de las serpientes y de que era manjar más suculento que acá el pavo, el faisán o la perdiz.” (Gil 1984: 91-92) La descripción de la iguana por Hernando Colón es mucho menos sugerente y viva: “(…), pues [la sierpe] era el mejor alimento que tenían los indios, ya que, una vez quitada aquella espantosa piel y las escamas de que está cubierta, tiene la carne muy blanca, de suavísimo y grato gusto; la llamaban los indios iguana.” (2000: 117) Sobre la confusión entre iguana, serpiente, lagarto y cocodrilo, véanse Gerbi (1978: 245-251) y las observaciones de Oviedo (libro XII, cap. VII) comentadas por
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Carrillo Castillo. (2004: 154-155) Para la asociación de las iguanas con las élites en las culturas de los antiguos mayas y de Panamá y las Grandes Antillas, véase Mary W. Helms, “Iguana and crocodilians in tropical American mythology and iconography with special reference to Panama”. Stephanie Jed (1997: 52-56) comenta un uso comercial de la iguana. La iguana, este animal que no parecía comer según Oviedo, fue enviada por el cronista en 1540 a Ramusio en Venecia con el fin de atraer a inversores para este Nuevo Mundo tan exótico y fantástico. Es sabido que Ramusio no sólo era su editor sino también su socio en un negocio que consistía en vender en Santo Domingo productos de Venecia, para luego comprar ron y azúcar en Santo Domingo que sería vendido en Cádiz. Existía por tanto una relación comercial y cultural con Ramusio. El regalo y la descripción de la iguana con sus curiosas costumbres culinarias (es decir, no comía), estaba por tanto al servicio de todo un marketing de lo exótico y conectaba de esta manera con un género muy exitoso en aquel entonces, las novelas de caballerías 16 Mártir advierte la violencia y la rapiña de los españoles: “[...] so pretexto de buscar oro y otras cosas insulares, nada dejaban intacto o impoluto” (1, 4: 44). Remito también a las observaciones sobre la iguana en el ensayo de Guerrero incluido en este volumen. 17 Comer la comida de allá es una verdadera humillación, como se desprende de una mención ulterior sobre Jamaica: “(...) les aliviaban el hambre algunas veces con pan de aquella tierra; pero, ¡cuánta miseria y desdicha es, Beatísimo Padre, haber de lograr el pan mendigándolo! Conjetúrelo Vuestra Santidad, principalmente cuando falta lo demás, como vino, carne y todo lo que se hace de leche prensada, con que suelen alimentarse desde niños los estómagos de los europeos” (III, 4: 194). Curiosamente, en la epístola 152 del 10 de enero 1495 sobre La Española, Mártir defiende una tesis contraria sobre el cazabe, más conforme con la realidad: “Los nuestros gustan más comer el pan de raíces de aquella tierra, que no de trigo, porque es de sabor más agradable y se digiere más fácilmente.” (Mártir 1990: 48) Respecto a la omisión del hambre Brigitte Gauvin advierte: “On peut par exemple noter que Pierre Martyr ne signale pas les difficultés des colons d’Hispaniola (famine, maladie, mortalité...) avant le livre V, alors qu’elles sont apparues beaucoup plus tôt: sans doute ses informateurs, à la tête desquels se trouvait l’Amiral, n’ont-ils pas jugé bon d’attirer l’attention du chroniqueur sur ce point.” (2003: XXXI). El hambre desempeñará un papel más importante en la tercera Década que relata la expedición de Vasco Núñez de Balboa 18 Advierte Guillermo Jiménez Soler en ‘De cómo los cubanos esquivaron el hambre y burláronse de ella’: “El vestigio más remoto y primero en nuestra historia de estas añagazas gastronómicas es el cazabe, hecho con la yuca, que los primeros colonizadores tuvieron que tragarse en contra de su voluntad, en sustitución del pan de trigo que no tenían a mano para engañar al hambre en la Isla o en Tierra Firme o en sus naves.” (2006: 36) 19 En una edición ulterior se han añadido ilustraciones, tal como advierte Julio Sánchez Martínez: “[La edición de las ocho décadas] Fué reimpresa dos veces en París, la primera en 1533 y luego, en 1587, con anotaciones e ilustraciones por Rich. Hakluyti [sic].” (1949: 183) 20 Discrepo con la identificación por parte de Juan Gil. Aunque Gil dice que los dos primeros capítulos van dedicados a Ascanio Sforza, advierte sobre este fragmento extraído del segundo capítulo: “(...); y, al probar las presuntas especias de la isla,
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[Mártir] siente en su lengua un vivo escozor cuya molestia intenta ahorrar al cardenal Luis de Aragón (I, 2, 19).” (Gil 1984: 27) 21 La traducción propuesta por Gil y Varela me parece más fluida: “Si quieres gustar los granos o una telilla que verás desprenderse de los granos o la propia madera, ilustrísimo príncipe, pruébalos llevándolos a la punta de los labios, pues, aunque no son dañinos, son picantes por la enorme intensidad del calor y queman la lengua, si se posa en ellos largo tiempo; pero si queda escocida por casualidad al probarlos, desaparece al punto la aspereza bebiendo agua.” (Gil 1984: 62) 22 Se repetirá casi exactamente esta serie de cultivos en relación a Urabá en Tierra Firme (II, 9: 149). Cabe observar que matiza algo la fertilidad en el sentido de que no rinde tanto el cultivo de trigo (I, 10: 88), lo que es un hecho comprobado. (Véase ‘El trigo en la alimentación americana de la primera mitad del siglo XVI’ de Del Río Moreno, López y Sebastián donde se prueba que no fue posible cosechar trigo en las Antillas). En su introducción Gauvin arguye que va desapareciendo la exaltación de la naturaleza en la primera Década. Se puede agregar que ulteriormente vuelve a subrayarse para culminar en la evocación idílica de Jamaica en la octava Década. 23 Llarena González ve en Bernal el inicio del acriollamiento, el inicio de un lenguaje criollo, un discurso americano. Con razón advierte Yolanda Martínez San Miguel: “(...): este “acriollamiento” comienza a gestarse desde los textos de Colón, Pané, y Cortés, entre tantos otros, porque todos ellos comienzan a apropiarse de vocablos y usos indígenas para llenar los vacíos de su escritura. De ahí que se pueda decir que la experiencia americana marca, necesariamente, los textos de los cronistas, aunque no exista en ellos una agenda autónoma ni regionalista.” (2000: 124)
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El cocinero puertorriqueño, El manual del cocinero cubano y la formación del nacionalismo en el Caribe Efraín Barradas A Susan Homar, otra vez más
Los recetarios no se consideran textos de importancia, pero sirven para entender el proceso de formación del la nación. Así ocurre con el primero cubano (1856) y el puertorriqueño (1859), un mismo libro con distintos títulos y obra del español Eugenio Coloma y Garcés. Este texto en sus dos versiones sirvió como una pieza más en el desarrollo del concepto de nación en estas dos Antillas. Siguiendo las ideas de Benedict Anderson sobre el nacionalismo decimonónico aquí se postula que los libros de cocina también son parte de la lista canónica que sirve para construir el concepto de nación.
1. Aquel otro encuentro fortuito Me excusarán los lectores de estas páginas, pero para investigar el tema de la formación del concepto de nación en el Caribe en el siglo XIX a través de los libros de cocina me veo obligado de valerme aquí de algunas memorias.1 Me tengo que remontar a un ya lejano 1971. Era yo entonces un pobre estudiante en el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras. A la vez, enseñaba una sección de un curso de introducción a los géneros literarios y me desempeñaba como ayudante de cátedra de Francisco Manrique Cabrera, el autor de la que usualmente se considera la primera historia de la literatura puertorriqueña. Lo poco que ganaba con este empleo era la totalidad de mis ingresos, porque ya había declarado mi independencia económica de mis padres, quienes sólo me habían podido costear mis primeros cuatro años de estudios universitarios. Como todo pobre estudiante, me paseaba frecuentemente por las librerías pero con muy poca frecuencia podía comprar alguno de los libros que golosamente examinaba. Un día, casi al final del año
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académico 1970-71, vi en una de esas frecuentes excursiones bibliográficas un libro que se acababa de publicar. Se titulaba El cocinero puertorriqueño y era una nueva edición del que se supone que sea el primer libro de cocina o recetario boricua. Esta nueva impresión aparecía bajo el sello de la Editorial Coquí y con un prólogo de Emilio M. Colón, el director de dicha empresa. En la introducción Colón decía que el libro había aparecido originalmente en 1859, que había una segunda edición y que sólo se conservaba un ejemplar de la tercera, de 1890, publicada en Puerto Rico en la Imprenta Acosta, la más importante casa editorial boricua del siglo XIX. Colón nos informaba también que no se conocía ningún ejemplar de la primera edición pero que sabíamos que había aparecido en 1859, porque en su Bibliografía puertorriqueña de 1887 Manuel María Sama nos informa de su existencia. Si la de 1890 era la tercera edición, debió haber una segunda, pero no sabemos cuándo apareció porque no tenemos ejemplares ni noticia de la misma. Hoy sólo tenemos una copia de la tercera edición, la de 1890, que se conserva entre los libros raros de la Colección Puertorriqueña de la Biblioteca Lázaro en la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras. La edición el 1971 era, pues, la cuarta y la hojeé ávidamente en las librerías, pero no la compré porque no tenía dinero. Eso sí, la puse en la lista mental de libros que tenía que adquirir algún día. Por cuatro años más continuaron los míos de pobre estudiante. Cuando comencé a trabajar el libro, que apareció en una tirada limitada, ya no se conseguía. Así que me olvidé de El cocinero puertorriqueño hasta 2004, cuando apareció la quinta edición. En un viaje a Puerto Rico la hallé y no titubeé un minuto; compré una copia que devoré –y aquí este verbo es muy apropiado–. La lectura abrió muchas puertas y suscitó mayores preguntas. ¿Por qué si hubo tres ediciones de este libro en el siglo XIX sólo tenemos en Puerto Rico un ejemplar de 1890? ¿Quién fue el autor o la autora de este texto tan popular que mereció tres ediciones, caso único en nuestra historia editorial? Ningún otro libro boricua del siglo XIX tuvo tantas en el espacio de 21 años. Ni El jíbaro, libro que se emplea para marcar el nacimiento de nuestras letras, ni La charca, una de las mejores novelas naturalistas de toda Hispanoamérica, ni la poesía de Gautier Benítez, nuestro gran poeta romántico, todos clásicos desde su aparición, tuvieron tres ediciones en ese siglo. El cocinero puertorriqueño fue obviamente un libro muy popular. ¿Por qué, entonces, sabemos tan poco del mismo?
El cocinero puertorriqueño, El manual del cocinero cubano
Portada de El cocinero Puerto-Riqueño. [José Carvajal, ed. 2004. Puerto Rico: Ediciones Puerto.]
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2. ¿Dos recetarios? Quería responder a esa pregunta, pero no sabía por dónde comenzar. La clave para emprender la pesquisa me la ofreció el editor de la quinta edición de El cocinero puertorriqueño, José Carvajal, quien dice en el prólogo a ésta que había un libro paralelo al nuestro en Cuba, el Manual del cocinero cubano y que éste había aparecido en 1856, tres años antes. Pero José Luis Díaz de Villegas, un entusiasta comentarista de la cocina caribeña, dice en otro texto sobre nuestra gastronomía que este libro de cocina era meramente una adaptación del cubano. Ni Carvajal ni Díaz de Villega explican cómo llegaron a esta observación. Pero este dato me llevó a buscar una copia de ese otro recetario antillano. Exploré los catálogos de cuanta biblioteca caribeña, latinoamericana, estadounidense y europea al que tuve acceso a través del Internet. Nada hallé. La fuente más obvia era la Biblioteca Nacional José Martí de La Habana, pero ésta no tiene un catálogo en línea. Así que me aventuré a enviar un correo electrónico a esa institución con la esperanza de que alguien me respondiera. Tres semanas más tarde recibí la añorada respuesta: se me informaba que la biblioteca tiene una única copia de la segunda edición del libro, de 1857. Pero lo que me verdaderamente me sorprendió fue que la bibliotecaria cubana me diera el título completo del libro que todo sus estudiosos llaman solamente Manual del cocinero cubano y del que dicen es anónimo. Ahí estaba en el correo electrónico que recibía de Cuba el título completo de ese recetario: Manual del cocinero cubano: repertorio completo y escogido de los mejores tratados modernos del arte de cocina por Don Eugenio Coloma y Garcés. ¿Por qué nadie había dado el título completo? Creo que muy pocas personas han vuelto a estudiar este texto y por eso sólo citan el título por otras fuentes y de manera incompleta. Pero, ¿quién era este señor de dos apellidos unidos por una aristocrática conjunción que se había dignado a publicar el primer recetario cubano? ¿Qué relación existía entre éste y nuestro primer libro de cocina? Al menos ya tenía una nueva clave: sabía quién había escrito o recopilado el primer libro de cocina cubano, libro que ya algunos emparentaban con el nuestro. Este nuevo dato me llevó a nuevas pesquisas bibliográficas y a enterarme, por sendas mínima nota en la vieja Enciclopedia Ilustrada de Espasa Calpe y en el Diccionario biográfico cubano (1878) de Francisco Calcagno, que Coloma y Garcés fue un español que vivió gran
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parte de su vida en Cuba (no sabemos sus fechas vitales) y que publicó todo tipo de manuales, incluyendo uno de derecho que se utilizó como libro de texto en la Universidad de La Habana hasta principios del siglo XX. En la colección de libros raros de la biblioteca de la Universidad de la Florida se atesoran varios de sus libros, pero no el de cocina. De nuevo, por la casi magia del Internet, descubrí que la British Library reclamaba tener una copia de la primera edición del manual de cocina cubano, la edición de 1856. Para este punto ya había contagiado con mi entusiasmo a todos los bibliotecarios de la colección latinoamericana de la biblioteca de la Universidad de la Florida y éstos se ofrecieron a conseguirme un micro-film del libro. Se pusieron de inmediato en contacto con sus colegas británicos y a la semana recibimos un correo electrónico que nos aclaraba que no podían enviar un micro-film, porque en un bombardeo alemán durante la Segunda Guerra Mundial la única copia del Manual del cocinero cubano que atesoraba la British Library se había quemado junto con cientos de otras joyas bibliográficas. Se me cerraba esa puerta y debía intentar abrirme otras. Para hacerlo obsesivamente busqué todo lo que podía hallar sobre alimentación y cocina en el Caribe. El azar y los excelentes fondos de la colección latinoamericana de la biblioteca de la Universidad de la Florida me pusieron en las manos un texto de pocos méritos pero clave para mi trabajo cuasi detectivesco. Se trata de un libro titulado Gastronomía caribeña escrito por un venezolano, José Rafael Lovera, y publicado en Caracas en 1991. La primera parte de este libro consiste en un comentario sobre la dieta de los países del Caribe desde la perspectiva de un nutricionista. Esta primera parte no tenía gran interés para mí, pero en la segunda Lovera recoge recetas de cinco libros de cocina de la Cuenca del Caribe del XIX: un libro guatemalteco de 1844, uno de Trinidad del 1900, uno venezolano de 1861, veintitrés recetas del Manual del cocinero cubano, que él dice es de 1857 (obviamente había manejado la edición que se conserva en la biblioteca de La Habana) y treinta y cinco de El cocinero puertorriqueño. Leí con avidez esas veintitrés recetas del libro cubano. Y la sorpresa fue grande pues éstas me parecían muy familiares. Saqué mi copia del recetario puertorriqueño y hallé que esas 23 recetas se incluían en el recetario nuestro y que eran idénticas o casi idénticas en ambos, casi palabra por palabra.
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Para entonces ya me había puesto en contacto con dos de las autoridades en el campo de la gastronomía caribeña, particularmente la boricua: José Luis Díaz de Villega y Cruz Miguel Ortiz Cuadra. Ambos me ofrecieron claves para aclarar el problema del origen de estos recetarios. Díaz de Villega me encaminó a La enciclopedia de Cuba (Tomo VIII), donde hallé reproducidas treinta y una recetas del Manual del cocinero cubano. De éstas, cuatro no aparecen en El cocinero puertorriqueño, pero las demás son idénticas a las que se hallan en el texto boricua. De nuevo las coincidencias era casi identidad. Aunque el texto boricua moderniza y corrige algunas estructuras sintácticas del cubano y también cambia algunos términos para acoplarlos al uso de esta otra Antilla –por ejemplo, el ‘boniato’ se convierte en ‘batata’– no cabía duda de que los libros eran idénticos. Y ya, por fin, el verano de 2007 tuve en mis manos una copia de la edición de 1856, la única que creo se conserva, del Manual del cocinero cubano. La hallé en la Biblioteca Latinoamericana de la Agencia Española de Cooperación Internacional en Madrid.2 Por fin podía cotejar los dos libros y no cabía ya duda alguna: el Manual del cocinero cubano y El cocinero puertorriqueño son uno y el mismo libro, obra de Eugenio Coloma y Garcés.3 3. La continuidad de los misterios Ya había hecho un descubrimiento: sabía que nuestro primer recetario y el cubano eran un mismo libro y que éste era la obra de un español. Pero el mismo hallazgo traía a su vez más dudas, más interrogantes, más misterios. Los principales, probablemente, eran ver cómo y por qué el autor de nuestro primer recetario era un español acriollado y cómo un mismo libro sirvió de génesis a la literatura gastronómica de las dos Antillas. Los estudiosos del siglo XIX puertorriqueño han visto en este momento el nacimiento de nuestra identidad como pueblo. Tanto Colón como Carvajal, en los prólogos a sus sendas ediciones de El cocinero puertorriqueño, destacan el nacionalismo evidente en este recetario que se presenta como muestra de que para entonces los puertorriqueños éramos un pueblo ya formado, pues hasta teníamos nuestra propia cocina. Pensemos por un momento en la fecha de la primera edición del libro de cocina boricua: 1859. Éste apareció diez años después del primer clásico de la literatura puertorriqueña, El jíbaro de Manuel
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Alonso, texto que todavía usamos para marcar el comienzo de nuestra literatura culta y el despertar de una conciencia nacional. Recordemos que Antonio S. Pedreira postulaba en su clásico libro sobre nuestra historia y cultura, Insularismo (1934), que El jíbaro es nuestro Mío Cid, nuestro Martín Fierro. Recordemos también que nuestro primer recetario apareció nueve años antes del Grito de Lares (1868), el movimiento que marca la evidentísima presencia de un grupo de puertorriqueños que intenta construir una nación y, para ello, intenta liberarse del poder metropolitano español. No cabe duda, pues, que nuestro primer libro de cocina es una manifestación más de una conciencia nacional y nacionalista. Pero si nuestro primer recetario era una copia quizás pirateada de un libro cubano, ¿qué pasaba con esta imagen de nacionalismo que hasta imprimía su sello en la gastronomía? El Manual del cocinero cubano desempeñaba también la función de marcador del nacionalismo en la otra Antilla, aunque curiosamente allá no ha despertado la misma curiosidad y atención que el recetario en su versión puertorriqueña ha tenido. Son mucho mejor conocidos y han sido estudiados con más detalle otros recetarios cubanos posteriores, como el Nuevo manual del cocinero cubano y español 4, Nuevo manual de la cocinera catalana y cubana (1858), El cocinero de enfermos, convalecientes y desganados (1862) y Nuevo manual del cocinero criollo (1903), todos posteriores al recetario de Coloma y Garcés y casi todos vistos por Beatriz Calvo Peña como muestras de textos que intentan definir la identidad cubana ante la española y, más tarde y en el caso del último de estos recetarios, la estadounidense.5 Pero el caso cubano no era tampoco muy distinto ni menos problemático que el nuestro, ya que ese primer libro de cocina nacional era obra de un español, un individuo que, por la evidencia indirecta que he podido recoger sobre él, fue funcionario gubernamental y defensor del dominio español sobre Cuba. Como no tenemos acceso a los archivos de la Imprenta Acosta, la casa editorial que publicó el libro puertorriqueño, no sabemos si hubo un acuerdo financiero entre el autor y la editorial sanjuanera o si se le cambió el título y se le hicieron otros pequeños cambios al libro cubano para venderlo como puertorriqueño sin el consentimiento del autor. Lo que sí sabemos con certeza es que ese libro, a pesar de ser obra de un español, sirvió para asentar la identidad cultural antillana en el siglo XIX y, en el caso cubano aunque no en el puertorriqueño, abrió las puertas a otros que intentaron definir lo antillano a través de
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recopilaciones más auténticas de las tradiciones gastronómicas, pues los libros cubanos que se publicaron después del Manual del cocinero cubano son más fieles a la realidad nacional que éste. Ahora, a pesar de los descubrimientos ya hechos, las preguntas eran más abundantes y más apremiantes que las respuestas. Aunque ya sabía que el libro cubano y el puertorriqueño eran idénticos, no podía establecer con claridad qué significaba todo esto. Tenía que distanciarme un poco del problema, tenía que buscar formas de verlo más fríamente para así entenderlo mejor. 4. En busca de un contexto mayor Para cobrar distancia de mi investigación, para entender mejor el sentido de lo que estudiaba, decidí aprender algo más sobre los recetarios o libros de cocina. Descubrí, para mi asombro, que poco sabemos sobre esos textos. Sabemos, sí, que las primeras recetas que tenemos aparecen en tablillas de barro en alfabeto cuneiforme; que entre los greco-romanos el más famoso es el recetario recopilado por Apicio, quien vivió durante el reinado del emperador Tiberio; que los monjes medievales recopilaron muchas e importantes recetas; que en el Renacimiento los italianos nos dieron los primeros libros modernos de gastronomía; que el primer libro de cocina latinoamericano probablemente sea uno brasileño de principios de siglo XIX; que en ese siglo hubo un incremento en la publicación de este tipo de texto en toda América Latina; que hoy en Amazon.com podemos hallar unos 17.000 libros de cocina a la venta; que, según Jane Kramer, en los Estados Unidos se publican unos 1.500 al años; que la Schlesinger Library en Radcliff College tiene la colección más grande del mundo de libros de cocina, con unos 16.000 ejemplares, que se concentra ésta en libros norteamericanos; que muy pocas bibliotecas les prestan la atención debida a los libros de cocina; y que no tenemos una historia ni un verdadero análisis de éstos. Probablemente no hemos explorado este campo del saber porque es un ámbito tradicionalmente asociado a lo femenino. Susan Leonardi, una de las mejores estudiosas de los libros de cocina como textos narrativos, se pregunta retóricamente si el dedicar su trabajo a estos textos no la desacredita ante los ojos de sus colegas, especialmente ante los de sus colegas varones. La misma pregunta me la he hecho y me la sigo haciendo. Así es porque tendemos a despreciar estos textos,
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ya que los concebimos como algo de poca monta. Recientemente ha habido intentos de ver los recetarios y la cocina en general como un ámbito de mayor relevancia, aunque a veces persiste en esos intentos la visión de lo gastronómico como algo que nunca cae en el centro de la discusión intelectual. Mi investigación sobre los libros de cocina, pues, me dejó con pocas pistas para continuar mi trabajo. Me di cuenta que éste está aun por estudiarse a fondo y que debía tener algo de cuidado al acercarme a estos textos porque son el producto de gente que escribe sobre comida desde la abundancia y desde el deseo de la innovación. En la inmensa mayoría de los casos, escriben, leen y consultan los libros de cocina los que tienen más que suficiente que comer. El cocinero puertorriqueño, obviamente, no era lectura de las jíbaras o campesinas del centro de la isla ni de las negras de la costa, sino de las señoras burguesas de los núcleos urbanos más grandes del país, de San Juan y de Ponce. Los libros de cocinas son el producto de una sociedad letrada que quiere sistematizar y controlar todo su mundo, hasta la alimentación. Por ello están escritos para y por la burguesía que vive en la abundancia y quiere dominar y marcar su ambiente. Estos libros no representan necesariamente un retrato fiel de realidad gastronómica de un pueblo. Por eso para saber qué comían los puertorriqueños en 1859 tenemos que buscar otras fuentes, como diarios de viajeros, listas de importaciones de comestibles y libros de cuenta de comerciantes. Por ello el ya clásico trabajo de Berta Cabanillas y el más reciente estudio de Cruz Miguel Ortiz Cuadra sobre la historia de la alimentación son herramientas útiles para conocer nuestra historia gastronómica. A los libros de cocina nos tenemos que acercar con el mismo cuidado y temor con que un sicoanalista freudiano se acerca a los sueños de su paciente, ya que el recetario no dice directa ni claramente cuál es la realidad sobre la alimentación en un momento sino cuáles son las fantasías y las obsesiones de los comensales de un período. 5. La nación entra por la cocina El comentario detallado de los dos libros de cocina antillana, que son uno y el mismo, tendrá que esperar otro momento. Pero sí creo importante ofrecer ahora una de las claves que me sirvió para entender mejor el sentido y la importancia de este curioso libro sobre el cual tanto nos falta por estudiar. Éstas me las ofreció Benedict Anderson,
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el intelectual estadounidense que ha dado un libro que nos ha servido para entender mejor el proceso de formación de una nación, proceso que él ve como el de imaginarse comunidades inexistentes. Anderson en el fondo sustenta sus ideas en las que ya Ernst Renan nos ofrecía en el siglo XIX en un breve ensayo que revela casi tanto sobre el proceso de creación de una nación como muchos libros que se publicaron posteriormente. Pero la importancia del texto de Anderson es que nos hace ver cómo se da ese proceso de invención de la comunidad compartida que Renan ya postulaba. Según él, la nación surge cuando un grupo de intelectuales comienza a establecer y compartir unas lecturas canónicas y van imaginando su comunidad a través de ellas. Esos intelectuales comparten revistas, periódicos, novelas, poemas épicos y libros de historia donde se imaginan la comunidad que formará la nación. A esa lista de Anderson añado el recetario o libro de cocina. Propongo que casi siempre –en Hispanoamérica y en África, como apunta Goody, así ocurre, aunque no en la India, por ejemplo y como apunta Appadurai– los criollos que crean la nación tras romper con el poder metropolitano, aunque no necesariamente los intelectuales entre ellos, sienten la necesidad de inventarse una cocina nacional y para ello se valen de los libros de cocina. Mi propuesta es simple pero creo que útil: cuando una comunidad postcolonial comienza a identificarse como nación tiene que inventarse una cocina, no en la manera de preparar los alimentos sino en la de nombrarlos y de reclamarlos como propios. Me explico. Por años, por décadas, hasta por siglos un grupo pudo estar preparando los alimentos que consumía de una manera particular. Así lo hacía y lo volvía a hacer sin tener conciencia de que ésa era su forma particular de hacerlo. Entonces, cuando la comunidad empieza a imaginarse como nación, esos platos adquieren nombre y se convierten en la cocina nacional. Una cocina nacional es una de las formas – una entre otras – por la cual la comunidad se autodefine y se reconoce como nación. Por la comida también nos definimos como pueblo. Eso precisamente fue lo que ocurrió en la década de 1850 en Cuba y Puerto Rico. Estas comunidades comenzaron a tener conciencia de sí mismas como entidades distintas a la española. Eso lo podía ver hasta un astuto español acriollado que apoyaba el régimen colonial, Eugenio Coloma y Garcés. Coloma se inventó un recetario que es, en verdad, una antología de recetas típicamente cubanas y otras tomadas de libros europeos de la época, recetas, algunas de ellas, que poco
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tienen que ver con la realidad gastronómica antillana. Pero en su libro aparece con frecuencia y muy sintomáticamente el término ‘criollo’ para definir platos que sirven, a su vez, para fijar lo nacional. La realidad era que la comida cubana y la puertorriqueña del momento no se diferenciaban tanto; aun hoy las diferencias entre las dos cocinas son mínimas y, en muchos casos, se centran en la nomenclatura. Las comunidades boricuas y cubanas de entonces se valieron del manual de Coloma para definir su cocina y así definirse a sí mismas como una comunidad distinta a la metropolitana, a la española. Este fenómeno se da en toda Hispanoamérica. Sólo que en esos otros países los libros de cocina aparecen después de la independencia política, no antes, como en nuestro caso y el cubano. Por toda Hispanoamérica en el siglo XIX aparecen libros de cocina que declaran ser muestra y producto de una identidad nacional. En 1831 en México, 1848 en Chile, en 1853 en Colombia, en 1861 en Venezuela, en 1866 en Perú, en 1890 en Argentina, en 1903 en Costa Rica. En algunos de estos casos tenemos ejemplares del libro, en otros, sólo tenemos noticia de su aparición y no sabemos quién lo escribió. Lo curioso es que el caso cubano-puertorriqueño haya sido relativamente temprano: 1856/1859. Lo curioso también es que los cubanos y los puertorriqueños hayamos compartido un mismo primer libro de cocina, aunque así no se supiera en el momento. Pero de todas formas y como en el resto de Hispanoamérica, aunque sin dejar de ser una sorpresa o una paradoja, con Manual del cocinero cubano y El cocinero puertorriqueño, uno y el mismo libro, obra de un burócrata español que apoyaba el sistema colonial, nos comienza a definir como comunidad imaginada o nación. Y es que la nación, como el amor, también entra por la cocina. Notas 1
Publiqué otra versión de este trabajo con el título de ‘Si Aristóteles hubiera guisado… o el saber también entra por la cocina’ en la revista Cayey (Universidad de Puerto Rico, número 84, 2007: 49-56). En el presente estudio se incorporan importantes datos descubiertos después de la publicación de ese primer ensayo. 2 Agradezco a la Dra. Izaskun Álvarez Cuartero del Departamento de Historia de la Universidad de Salamanca su ayuda en localizar este libro. 3 Posteriormente he podido localizar una copia de la primera edición de El cocinero puertorriqueño en la Biblioteca Nacional de Cataluña. La pista para este hallazgo se la debo al Dr. Ortiz Cuadra, a quien le doy las gracias públicamente por la información sobre el paradero de este texto. Ya con copias de la primera edición de los dos
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recetarios en mano pude hacer un cotejo de los mismos y no me cabe la menor duda de que son uno y el mismo libro, con pequeños cambios, como ya había notado al cotejar algunas de las recetas que había hallado en La enciclopedia de Cuba. En otro momento habrá que hacer una comparación detallada y un estudio de las dos versiones del libro, la cubana y la puertorriqueña. Pero ya podemos establecer con total certeza su identidad. 4 Este libro, obra de J.P. Legran, apareció en La Habana, en la Papelería La Cruz Verde, pero sin fecha de publicación. El adjetivo “nuevo” en su título ha llevado a los editores de la segunda edición del libro (2005) a postular que es posterior al libro de Coloma. Se apunta, pues, como fecha de aparición la segunda mitad del siglo XIX. Concuerdo con esta idea. Sí se sabe que Legran era francés y que tenía un restaurante en La Habana para 1856. 5 Beatriz Calvo Peña ofrece una visión paralela a la que aquí damos acerca de los recetarios antillanos. Hay que apuntar que este trabajo fue redactado sin haber visto el suyo y que Calvo ignora el recetario de Coloma y Garcés, así como el de J.P. Legran. Obviamente no estudia El cocinero puertorriqueño ya que sólo centra su atención en la cocina cubana.
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Sabores cubanos de Fredrika Bremer, la viajera antillana René Vázquez Díaz En el vasto periplo americano que la escritora sueca Fredrika Bremer (1801-1865) realizó a mediados del siglo XIX, los aspectos culinarios ocupan un lugar importante y poco estudiado. Viajera solitaria y observadora minuciosa, Bremer hace anotaciones detalladas acerca de lo que come, lo que vive y lo que ve e incluso de lo que intuye aun sin entenderlo, legándonos estampas periodísticas de los lugares que visita, los manjares que prueba y las situaciones en las que se involucra.1
La viajera antillana, como ella misma se define en una carta desde Cuba, no es una escritora cualquiera. Se trata de una novelista de éxito y de una personalidad insigne, comprometida en la lucha por los derechos civiles y sociales de la mujer. Pese a los lastres ideológicos y racistas de su clase social, Bremer está muy lejos de lo que Pérez de la Riva definió, en su obra El barracón, como los viajeros banales. Haciendo gala de una curiosidad insaciable y muchas veces con un atrevimiento rayano en la intrepidez, todo lo que ‘descubre’ y pormenoriza nos permite establecer conexiones históricas y entender aspectos esenciales de su tiempo y su entorno. Ella decía que viajaba no sin angustia, pero sin titubear, y como estaba fascinada por el universo de la comida, desde los ingredientes en crudo hasta la forma de organizar una cena, a su lado es posible hacer un viaje a lo profundo de los sabores de la Cuba de la esclavitud, tanto en las mansiones suntuosas y el barracón infame, como en los hoteles habaneros y los saraos de los sacarócratas de la época del anexionismo y los Capitanes Generales. Fredrika nació en Finlandia en 1801 y era hija de un acaudalado industrial sueco-finés que tres años más tarde se estableció con su familia en Estocolmo. La madre de Fredrika hizo esfuerzos dictatoriales, e infructuosos, para convertirla en una joven casadera de la alta sociedad. Sus niñas debían regirse por un código pedagógico en el que
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había un punto curioso, y crucial, que determinaría el marcado interés culinario (también podría decirse el trauma) de la Fredrika adulta: las niñas comerían lo menos posible, en aras de obtener un físico ‘etéreo’ al gusto de la madre buena. Fredrika pasó la infancia y la adolescencia rodeada de lujos, pero con un hambre constante. Siendo una adolescente, sus padres hacen con ella un viaje de estudio a París y a bordo del buque que las llevaría hasta Alemania le escribe a su hermana: A las 10.00, al fin, desayunamos arenque y bocadillos. ¡Ay, Agatha, qué delicia! Porque si a una la han mantenido sin comer durante todo un día y una noche, y luego le dan un pedacito de arenque y un bocadillo [...]. Te juro que algún día publicaré una monografía titulada: La excelencia del arenque cuando uno ha resucitado del mareo. (Leijonhufvud)
Nunca escribió esa monografía; pero en sus libros de viajes sí nos dejó tal cantidad de apuntes gastronómicos que configuran un libro de cocina internacional. Rebelde desde pequeña y consciente de las restricciones impuestas a su sexo por su familia y la sociedad, desde muy temprano decidió no unir su vida a la de ningún hombre, con la siguiente divisa: “El manejo de un hogar sueco es incompatible con el reino de la fantasía.” (Johansson) Con respecto a la comida, mantuvo siempre un vivo interés por probarlo todo en sus viajes, pero haciendo gala de una frugalidad a ultranza que, hasta el fin de sus días y para victoria póstuma de su madre, mantuvo sus formas delicadas y casi ‘etéreas’. Gracias a las traducciones y la buena acogida de sus novelas, tanto en Europa como en Estados Unidos, cuando Fredrika desembarca en Nueva York el 4 de octubre de 1849 es recibida como una celebridad. El viaje lo ha financiado con los honorarios de su novela “Vida de hermanos”. (Syskonliv, Estocolmo, 1848) Desde el primer momento, y durante toda su estancia en la Unión, la escritora se aloja en casas de la alta burguesía, lo cual será esencial para sus apuntes culinarios. Enseguida le presentan a los grandes escritores de la época, que la acogen como a una igual. Para dar sólo dos ejemplos, conoce a Longfellow y a Emerson. Aquél queda tan impresionado con la sueca solitaria, que hace una reproducción en yeso de su mano derecha; éste la lleva a su casa de Concord, donde pasan temporadas de amistad y charlas literarias. Ningún otro escritor ejercería sobre ella un influjo tan poderoso como Emerson, y ella es la primera que lo traduce al sueco. Fredrika entra en contacto con publicistas, negociantes, aboli-
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cionistas, cuáqueros, swedenborganos y representantes del Gobierno. Visita falansterios, orfanatos, cárceles para mujeres delincuentes, asociaciones para la liberación de la mujer y algunos manicomios. Estudia las actividades de la Female Academy, en Brookling, conoce a Harriet Beecher Stowe y a Lydia Maria Child y viaja en diligencia hacia el oeste rodeada de hombres rudos que, en la soledad de la pradera, le preguntan con mal aliento a tabaco: “Are you afraid, Maam?” En un campamento de indios, se mete con ellos en sus tiendas, las describe prolijamente asombrándose de su limpieza y pulcritud, y come con ellos. Finalmente realiza un largo viaje fluvial por el Missisipí hasta Nueva Orleans, desde donde zarpa hacia Cuba. El tren de vida de Fredrika Bremer en Estados Unidos puede calificarse de frenético. Durante dos años viaja constantemente, viviendo ‘como una princesa’ pero sometiéndose a todo tipo de ceremonias sociales bajo la presión doble de sus anfitriones y de su propia curiosidad, mientras escribe su testimonio Hogares del Nuevo Mundo, obra que tiene este elocuente subtítulo: Un diario epistolar, escrito durante dos años de viaje en Norteamérica y Cuba. En forma de cartas que regularmente envía a su hermana menor (enferma de tuberculosis en Estocolmo y que fallecería antes del regreso de Fredrika) la viajera relata sus impresiones y aventuras. Pero el largo peregrinar por tierras extrañas arruina su salud. Padece de problemas estomacales y de migraña. Los cambios de clima le hacen daño, y lo que más la atormenta es la mala comida. Escribe en Boston en enero de 1850: Mi médico asevera que mis males tienen su origen en el estómago [...]. Para mí, la mayor dificultad consiste en seguir una dieta favorable. Estoy convencida de que aquí el régimen alimenticio no es saludable ni se adapta al clima, que es impetuoso y estimulante. En el desayuno, con el pan tostado se comen cosas agobiantes y mantecosas, como carne de cerdo frita, embutidos de puerco, tortillas, etc. En las cenas sirven ostras, fritas o en ensalada, y confitura de melocotón o helados.
Fredrika se queja de que esa comida es abrumadora e indigesta para los estómagos débiles como el suyo. Teniendo en cuenta las apetencias insatisfechas de su infancia, uno podría esperarse que Fredrika desarrollara algún tipo de glotonería; lo que ocurrió fue todo lo contrario. Hastiada, en noviembre de 1849 se pregunta: “¿Acaso hay algo más aburrido, pesado, deplorable, insufrible, excesivo, atroz e inso-
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portable, algo más hecho para matar el alma y el cuerpo que una gran cena en Nueva York?” El 29 de marzo del mismo año se encuentra en Charleston, donde hace un descubrimiento trascendental: prueba los plátanos por primera vez en su vida y anota: “Saben a jabón. Los plátanos y yo no seremos buenos amigos”. Sin embargo, ya el 20 de abril ha cambiado de opinión: “Uno aprende a cogerle el gusto a los plátanos. Es una fruta suave y agradable, y tiene un efecto saludable”. Dos días antes, en pleno campo, ha probado la comida de los esclavos: frijoles con carne de cerdo y tortas de maíz. El rancho le parece sustancioso, aunque con demasiada pimienta para su gusto, y constata que la comida de los esclavos es más abundante y mejor que la de los campesinos pobres de su lejano país. “Lo que no les dije fue que es preferible vivir libres con escasa comida, que vivir esclavizados con alimento en abundancia”. Pese a los prejuicios de su raza y su clase social, Bremer condenó la esclavitud en términos muy duros. Sobre todo la situación de la mujer esclavizada la llenó de indignación en contra de las mujeres blancas, en cuyo ‘sentido innato’ de la moral, la equidad y la justicia siempre depositó sus esperanzas. Su decepción fue muy grande. En los estados esclavistas las mujeres blancas la llenaron de indignación a causa de su desprecio por las negras esclavas. Irritada, Fredrika describe una cena en el Sur de la Unión con tanto sarcasmo, que sirve para comprender su ulterior entusiasmo por las costumbres cubanas: En la mesa, aquí la atormentan a una con preguntas y ofrecimientos incesantes. De tanto responder a las preguntas y los ofrecimientos, es imposible disfrutar de la comida y aún menos de la conversación. Tampoco dejan que una se sirva por sí misma. Siempre hay alguien que te llena el plato de comida, una tía, un tío o un sirviente –en el Sur siempre un negro– y casi nunca te dan de lo que deseas ni te lo ponen en el lugar del plato que tú eliges [...] ¿Quiere pickles?, te preguntan. No gracias. Pero dos minutos más tarde alguien a mi izquierda ha descubierto que no hay pickles en mi plato, y se apresura a ofrecérmelos: ¿No quiere pickles? No, gracias, para mí no, ¡muchas gracias! Unos minutos después una persona a mi derecha observa la ausencia de pickles en mi plato y se apresura a poner delante de mí una fuente con pickles: ¿No le gustan los pickles? ¡No, gracias! Cuando al fin logro entablar una conversación de interés con alguien, y le voy a hacer una pregunta importante, el que está sentado delante de mí se percata de que no tengo pickles. De modo que una bandeja llena de pickles viaja rápidamente hacia mí, atravesando la mesa...
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En lo que en su tiempo fue tomado como una violenta provocación, Bremer suelta la siguiente andanada: “Los plátanos, los negros y sus bailes son lo más estimulante que he visto en Estados Unidos”. Durante su estancia como huésped de honor en los hogares de Estados Unidos Fredrika oye hablar muy bien de Cuba, y se contagia con la fascinación inexplicable que la isla ejerce sobre unos anfitriones acomodados que, o ya han estado en Cuba, o están locos por visitarla. Mucho antes de zarpar hacia La Habana ya habla de ‘la reina de las Antillas’ como un lugar que uno debe visitar si se siente mal, para recuperar las fuerzas del cuerpo y el alma. Levi Marrero cuenta que entre los meses de octubre y abril Cuba atraía, “desde el segundo tercio del Ochocientos, a centenares y aun millares de enfermos norteamericanos, cuya salud mejoraría considerablemente durante y después de su estancia en lugares altamente sanos, según la experiencia y consejo de médicos de Estados Unidos”. En varios lugares de su libro Fredrika llega incluso a anotar que siente ‘nostalgia’ de Cuba, país que todavía no ha visto. Simplificando un poco, puede decirse que la escritora tiene dos grandes motivaciones para ir a Cuba: la primera es estudiar a fondo la esclavitud bajo el dominio español, para poder compararla con la esclavitud en Norteamérica; la segunda es descansar en un clima benigno y benéfico, comer bien, divertirse y recuperar la salud. O sea, disfrutar de la vida. Cuando la sueca solitaria llega a La Habana a principios de febrero de 1851, procedente de Nueva Orleans, se siente enferma, cansada y prematuramente envejecida. Al principio se hospeda en un hotelito cerca de la Plaza de Armas que le parece extremadamente caro. La Habana, botarate y ostentadora, es una ciudad cara. Un viajero de la época dejó el siguiente testimonio: “La Habana sólo resultaría barata para alguien capaz de vivir a base de dulce de guayaba y tabaco.” (Marrero) Fredrika paga 6 dólares al día con pensión completa. A las 7.30 de la mañana toma su primer desayuno, compuesto por café y un panecillo dulce (la traducción correcta de lo que Fredrika dice que come es un ‘bollo dulce’, pero ya sabemos que esa formulación es imposible en Cuba ya que en la Isla la palabra bollo designa el sexo femenino). A las 9.30 es hora de tomar lo que la viajera llama el segundo desayuno, en el luminoso comedor de mármol del hotel con sus mesas “exquisitamente servidas, en numerosa compañía, mientras el aire y la luz deliciosos entraban a raudales por las puertas y las ventanas abiertas”. (Bremer) La costumbre de la época era, como cuenta
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Fredrika, madrugar y tomar una taza de café. Alrededor de las 10.00 de la mañana se comía lo que hoy sería nuestro almuerzo. La cena tenía lugar temprano, a eso de las tres de la tarde al menos en La Habana, y era la última comida del día. ¿Qué manjares habría en aquella mesa, de la que Fredrika, siempre interesada por la comida pero siempre frugal, sólo toma arroz con un huevo? Oigamos a Leví Marrero: “La tentadora abundancia del menú servido en los hoteles y restaurantes cubanos llevaría a un médico norteamericano [...] a advertir contra la indulgencia excesiva ante los platos condimentados y los abundantes vinos que encontrarían”. Los testimonios de la diversidad culinaria cubana en las clases sociales con medios para pagarla son numerosos. Unos hablan de grandes fuentes rebosantes de arroz ‘color de sangre’, pollos aliñados con aceitunas, almendras, uvas y ciruelas pasas, lonjas de carne preparadas con vino tinto y azúcar, ensaladas varias y frutas tropicales. Cada plato es presentado separadamente, por lo que a veces hay más de catorce fuentes en la mesa [...]. Este suntuoso banquete se riega con clarete catalán, se endulza con frutas antillanas frescas o en conserva y se finaliza repartiendo tabacos y cigarrillos y el delicioso café noir. (Goodman)
Cabe suponer que en aquel mismo año de 1851 el cubanizado cocinero catalán Juan Cabrisas se afanaba entre las cacerolas y los cuchillos de la Fonda de los Tres Reyes. Siete años más tarde y ya retirado, Cabrisas publicaría uno de los libros de cocina más completos de la época: el Nuevo Manual de la cocinera catalana y cubana, o sea completísimo manual de cocina, repostería, pastelería, confitería y licoristas, según el método práctico que se usa en Cataluña y la Isla de Cuba. Se trata de un libro verdaderamente prodigioso, del que sólo se conserva un ejemplar en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. En 1995, la Editorial Planeta lo publicó en Barcelona en edición facsimilar. Leyendo sus recetas el lector asiste, como si estuviera delante de las ollas podridas, los fogones de carbón, las sartenes de los sofritos y los hornos de leña de la década de 1850, a la transculturación viva del boniato y el bacalao, la yuca y los conejos, los garbanzos y las jicoteas, las espinacas y las jutías, los frijoles y los mondongos. Este manual nos ofrece también un panorama deslumbrante de los platos que se preparaban en las cocinas de los ricos y los pobres –ya fuesen blancos o negros–, y de los que se servían en las fondas y los hoteles cubanos. En el momento de su publicación, y a manera de
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presentación del cocinero-autor-recopilador, se nos informa de que Cabrisas fue ‘antiguo’ cocinero de la Fonda de los Tres Reyes, lo cual nos habla de un prolongado proceso de cocción de sus experiencias gastronómicas multiculturales, adquiridas en la brega diaria ante el fogón. Este libro fundamental, publicado en La Habana en 1858 en la Imprenta y Librería de Andrés Graupera en la calle Obispo número 113, indica en la portada que contiene además “una noticia de la limpieza de la cocina y de la cocinera; utensilios y condimentos; cocidos y asados de carne, pescado, volatería y caza; salsas y gelatinas; pasteles y embuchados; cremas y requesones; confituras y almívares [sic]; licores y refrescos, etc., etc.”. Con la ayuda de sus recetas podemos imaginarnos que en las mesas “exquisitamente servidas” de aquella primera comida cubana de Fredrika Bremer habría ‘Riñones de vaca criollos’, ‘Picadillo con tomates habanero’, ‘Quimbombó en ensalada’ y ‘Fufú de malanga y plátano’, amén de yuca frita y ‘Cangrejo a la criolla’ e incluso ‘Ranas con pastelitos’ y algún ‘Ajiaco de monte’, y por qué no el portentoso ‘Cochifrito cubano’, que poco a poco fue desapareciendo de los libros de cocina criollos pero que a la sazón podía ser venado, cordero o cabrito, relleno con una masa picadita de perejil, ajos, jamón, yerbabuena, cebolla, mejorana, tocino, cilantro, especias finas y alcaparras, que se mezclan con las menudencias del venado, cabrito o cordero. Lo que sí podemos asegurar es que aquel día había ‘Huevos perdidos’, que son huevos escondidos en la masa del arroz blanco, pues eso fue lo que Fredrika tomó además de sus eternos bananos. El manual de cocina de Cabrisas vino a completar otro, Manual del cocinero cubano, publicado dos años antes, en la Imprenta de Spencer y Compañía sita en O’Reilly nr. 110. Aun siendo menos ‘cubano’3, este libro de cocina es igualmente importante para entender el intenso proceso integrador, aglutinador e inclusivo de la gastronomía isleña en la época de la visita de la Bremer, ya que contiene “un repertorio completo y escogido de los mejores tratados modernos del arte de cocina española, americana, francesa, inglesa, italiana y turca, arreglado al uso, costumbres y temperamento de la Isla de Cuba”. Esta vocación de transculturación por medio de los saberes del sabor, que no excluye a la cocina turca (!) pero en la que siempre predominaron los elementos españoles y africanos, se inserta en un proceso mayor de intercambio de influencias de todo tipo gracias al cual se fueron fraguando “las costumbres y el temperamento de la Isla de Cuba”.
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Obsérvese la insistencia en el hecho de que los manjares, aunque provengan de Castilla o de Constantinopla, están arreglados al modo que les gusta a los criollos. Cabrisas, el viejo catalán aplatanado, se cuida de advertir que su compilación se ajusta al “método práctico que se usa en Cataluña y la Isla de Cuba”. En el manual anterior se especificaba que las recetas, incluso las provenientes de la gastronomía turca, estaban arregladas “al uso, costumbres y temperamento de la Isla de Cuba”. Once años más tarde, en un librito de cocina “para enfermos y desganados” se informaba en la portada: “Arte de preparar varios caldos, atoles, sopas, jaleas, gelatinas, ollas, agiacos [sic], frituras, asados y dulces, pastas, cremas, pudines, masas, pasteles, etc., dedicado a las madres de familias”. Y a continuación se especificaba que todo estaba tan “arreglado al gusto de la Isla de Cuba” que al describir cómo se hace el arroz blanco, ‘criollo’, el compilador anónimo nos advierte que el arroz debe quedar “granado”, y nos sugiere que “para ese efecto es preferible el arroz cultivado en el país, pues tiene un savor [sic] más pronunciado y sabroso que el del Norte de América.” Fredrika Bremer se relaciona con familias de la alta sociedad colonial, que la hospedan y también la tratan como a una princesa. Como comparación a las cenas agobiantes de Nueva York y del acoso de los odiosos pickles en los estados del Sur, léase este testimonio de una cena con música y baile a la que fue invitada en El Cerro: Las bellísimas mujeres; los alegres y atentos caballeros; la buena música [...] la contradanza cubana, su armonía extraña, tan característica del temperamento criollo (en tanto que expresa una vida juguetona, llena de deleites y sin embargo melancólica, en la que los soplos de la brisa parecen susurrar y moverse); el tono alegre y libre de la conversación; las diferentes lenguas que se hablaban, la belleza de la noche; los suaves vientecillos que soplaban y las estrellas que se asomaban por las puertas y las ventanas abiertas [...] todo eso hizo de aquella velada una de las fiestas más hermosas y perfectas a las que yo haya asistido. Nada era esfuerzo, nada obligación; uno descansaba y se divertía al mismo tiempo.
Fue en el seno de esos hogares donde Fredrika es testigo de uno de los hechos más significativos de la identidad cubana en formación: el papel crucial del negro y su cultura. Escribe Fredrika: Las señoras de aquí no tienen muchas complicaciones con los quehaceres domésticos. La cocinera, siempre una negra (cuando la familia no tiene un cocinero, en cuyo caso es un negro), recibe cierta suma de dinero a la semana,
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con lo cual cubre los gastos de las comidas de la familia. Va a la plaza a hacer las compras y adquiere lo que mejor le parece o lo que se le antoja. La señora de la casa, a menudo, no sabe lo que va a comer la familia antes de que los platos aparezcan sobre la mesa. Y yo no puedo hacer más que admirarme de que las amas de casa puedan dejar este asunto con tanta tranquilidad en manos de sus cocineras, y de que ello les salga tan bien. (Bremer)
Esa imagen vívida de la familia acaudalada y blanca devorando, en compañía de sus distinguidos huéspedes, lo que unas manos negras casi siempre esclavas han elegido y preparado ‘a su antojo’, explica la invasión suave de los saberes y los sabores del negro en la cultura cubana, y por tanto la profusión de recetas con ñame, yuca, bacalao, calabaza, quimbombó, plátanos y malanga –ingredientes apreciados por los negros esclavos– en los recetarios anteriormente mencionados: quimbombó con arroz y a lo criollo; fufú de malanga, de plátano y criollo; plátanos verdes asados, plátanos maduros fritos, plátanos salcochados; pudín de ñame, de malanga y de maíz seco, melcocha, cusubé, etc. Cuando Fredrika deja la capital y se adentra en los campos de Cuba para visitar los ingenios con sus dotaciones de esclavos, es cuando al fin entra en contacto con la comida que los negros consumían en bruto, como combustible para mantener la producción en alto, y que ella había degustado maravillosamente ennoblecidas, también por manos africanas, en las mansiones habaneras. Pero antes de entrar con Fredrika en el barracón asqueroso, es instructivo mencionar su excursión en el Valle del Yumurí, en la que tuvo la oportunidad de almorzar en casa de unos campesinos canarios. Después de mucho andar desde el amanecer, Fredrika y la esclava de mano que la acompaña (y que, por cierto, estaba tuberculosa, cosa que desbarata a la viajera cuando se entera) llegan a un bohío. A eso de las diez de la mañana es hora de almorzar y la señora de la casa llama a los hombres que trabajan en el Valle, soplando “en una caracola que produjo un sonido penetrante y largo, pero melodioso”. Esa comida es importante. Allí aparece un menú similar a los que Fredrika había visto y degustado en los hoteles de La Habana en casa de sus amigos adinerados, pero ahora en compañía de gente humilde, inmigrantes ‘blancos’ que ‘no’ eran peninsulares. Se sabe que en Cuba los canarios constituyeron un grupo atípico de la migración española, por tres razones principales. La primera fue la cantidad de mujeres que emigraron (hacia 1862, el 7 % de la población femenina blanca en edad de procreación era de origen canario, pero en zonas como Matanzas y sus
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alrededores, o sea donde Fredrika vivió su aventura gastronómica campestre, las mujeres canarias llegaron a representar más del 40 % de la población). (Moreno Fraginals 1992) La segunda razón fue la tendencia de los canarios a asentarse y permanecer en Cuba, sin la idea de volver a España, tan frecuente por ejemplo entre los gallegos. La tercera fue la vocación del inmigrante canario por el cultivo de la tierra, lo que llevó a identificar al isleño (al canario) con el campesino criollo. (Jiménez del Campo)2 La presencia de los isleños en los campos de Cuba desarrolló el cultivo del tabaco, influyó en las costumbres culinarias y dejó una impronta muy honda en la música guajira. Al almuerzo, que fue servido en el portal del bohío, asisten siete u ocho personas y comen bacalao y ñame, pan de maíz, plátanos fritos, carne de cerdo “y un tipo de harina, de color amarillo pálido, servida en un gran cuenco”. Fredrika no logra entender qué era aquello, pero cabe suponer que se trataba de algún plato de gofio, muy apreciado por los canarios. El vocablo gofio es voz prehistórica heredada de los guanches aborígenes de las Islas Canarias, y se utiliza para diferencias la harina de determinados cereales previamente tostados y molidos: cebada, trigo, garbanzos, millo, etc. (Sánchez Araña) Probablemente lo que la campesina canaria sirviese fue lo que los isleños llaman ‘escaldón’, que se hace revolviendo el gofio con leche o caldo, que luego se deja cocer. Amasado con plátanos, el gofio se come con queso; amasado con chicharrones en caliente, es muy apreciado como segundo plato; mezclado a fuego lento con manteca y azúcar, es muy apreciado por los campesinos isleños a la hora de merendar. (Sánchez Araña) A manera de choteo, todavía hoy los cubanos usamos el término ‘comegofio’ para decir que alguien es tonto, bobalicón o incluso estúpido. Según Fredrika, “el almuerzo era abundante, pero mal preparado y mal servido. En la comida había también carne cocida y frijoles negros con arroz, pero todo tan mal preparado, tan duro y tan poco apetitoso, que yo no pude comer nada del rebosante plato que la bien intencionada campesina me puso delante”. Aquí sale a relucir la niña mimada de la alta sociedad, que para colmo ha aprendido a distinguir entre el empaque de unos frijoles y otros. El espectáculo del barracón y de la esclavitud en el ingenio deja en ella una huella indeleble. Fredrika corrobora la frase escalofriante de Juan Pérez de la Riva: la verdadera esclavitud comienza en la puerta del barracón. Sin embargo, a diferencia de otros viajeros, la Bremer sí traspasa su umbral, según ella buscando algún tipo de ‘consuelo’, cosa
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que no encuentra: el barracón está formado por un muro ancho y bajo, donde los esclavos viven encerrados bajo barrotes y candados durante la noche. Allí dice que vio “caras de expresión tan sombría, que todo el sol de los trópicos no parecía poder iluminarlas. ¡Qué desesperación amarga, muda, terrible! En especial, nunca olvidaré el rostro de una joven”. Desde su ventana ve todo el día a un grupo de negras moverse bajo el látigo, cuyo chasquido sobre sus cabezas las mantiene trabajando sin cesar, mientras el capataz grita: ¡arrea, arrea! “Quedé tan deprimida –comenta– que no fui capaz de hacer casi nada”. Pero su “instinto educativo”, como ella le llama a su capacidad infinita de aprender, la conduce al barracón a la hora de la comida: En el barracón he presenciado más de una vez la comida de los esclavos, y los he visto ir a buscar sus cuencos de güira, llenos de arroz blanco como la nieve, el cual se cuece para ellos en un enorme caldero y es repartido con un cucharón por una cocinera negra, a mi entender con generosidad sin reservas [...]. Tienen, además, pescado salado y carne ahumada; también he visto en alguna de las habitaciones [del barracón] racimos de plátanos y tomates. Según la ley, el dueño de una plantación está obligado a dar a cada esclavo cierta cantidad de pescado seco o cerdo salado a la semana, y un número determinado de bananos. En esto, el dueño de los esclavos procede, naturalmente, según le parece; porque ¿qué ley puede llamarlo a contar?
La ración mínima diaria , según el artículo 6 del Reglamento de esclavos de 1842, era de 6 u 8 plátanos o su equivalente en boniatos, ñame, yuca u otras raíces alimenticias, además de 8 onzas de tasajo (lo que Fredrika llama “cerdo salado”) o bacalao (el “pescado seco” de Fredrika). Todo eso se completaba con 4 onzas de arroz y de otra menestra, o harina de maíz. (Perez de la Riva) Las cantidades generosas de bacalao y tasajo que mantenían vivos y produciendo a los esclavos se debían a que [...] los grandes comerciantes españoles eran a un tiempo negreros y refaccionistas de los hacendados, es decir que suministraban a la vez al negro y su comida, y ganaban tanto sobre el uno como sobre la otra, y así obligaban al hacendado , su cliente ‘entrampado’, a comprarle grandes cantidades de ‘víveres secos’. (Pérez de la Riva)
Otra gran experiencia de Fredrika es que descubre, dramáticamente, la diferencia entre el llamado ‘negro de mano’, o sea los esclavos de la ciudad o del campo que viven en casa del amo en condición de sirvientes o esclavos domésticos, y que por lo general eran alegres, di-
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characheros, limpios, cariñosos, con ciertas prerrogativas y ‘libertades’ dentro del ambiente hogareño de los amos, en horroroso contraste con el ‘negro de barracón’, siempre angustiado, hediondo, en harapos, exhausto y propenso a hacerse cimarrón o suicidarse. En varias ocasiones Fredrika se asombra de que los negros no se suiciden más a menudo. La generosidad en la comida que Fredrika describe tenía una explicación netamente comercial: “Considerado como equipo, el esclavo perdió significación humana, estaba desprovisto de personalidad. Cuando muere un esclavo, perece un capital.” (Moreno Fraginals 1978) En el ingenio Santa Amelia, Fredrika es testigo de cómo a la dotación se le hace trabajar 20 horas seguidas, y dice que son conducidos a sus labores como bueyes, pero con menos consideración, y se entera de que el propietario calcula que sale ganando si explota a los esclavos por espacio de siete años, hasta que éstos mueren. Luego monta otra dotación con esclavos que adquiere a unos 300 dólares cada uno. Hasta la década de 1840, informa Moreno Fraginals, fue más barato reemplazar a los negros que cuidarlos. De los alimentos que forman la dieta esclava y que Fredrika menciona, hay que destacar, por la importancia que irían adquiriendo en la formación de una gastronomía ‘nacional’ partiendo de los barracones y generando implicaciones lingüísticas aún vigentes, el bacalao, el tasajo, el fufú, la papaya y la yuca. Moreno Fraginals demostró que el dicho ‘cortar el bacalao’ procede directamente de la esclavitud. Siendo el bacalao, tal y como Fredrika lo palpa bien de cerca, uno de los alimentos más importantes de las dotaciones hambrientas, la persona responsable de cortarlo y repartirlo gozaba de un poder enorme, de modo que el bacalao llegó a asociarse a la idea de autoridad. Por eso, ‘el que corta el bacalao’ es persona principalísima que manda, ordena y decide. Hacia la década de 1840, los comerciantes catalanes y vizcaínos invadieron el mercado cubano con bacalao noruego, importado bajo la bandera de España. El consumo de bacalao creció desmesuradamente en los ingenios, pero la mesa del blanco también se ‘bacalizó’. Los grupos de presión política de los comerciantes obtuvieron prebendas arancelarias en Madrid así como un tratado preferencial con Noruega. Parte del desarrollo bacaladero de Noruega se efectuó gracias a las compras millonarias cubanas. El tasajo, muy por el contrario de lo que creía Fredrika, es carne salada de res y no de cerdo. Debido al auge de la esclavitud, la necesidad de comida se hizo enorme en las dotaciones y el tasajo se impor-
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taba de Tampico, pero ante todo de Uruguay y Argentina. Las guerras de independencia en el continente interrumpieron la importación de tasajo; más tarde, varios comerciantes catalanes vincularon la importación de carne salada con la importación de negros esclavizados. Hasta la década de 1860, el tasajo fue considerado en Cuba ‘comida de negros’. Sólo después de la Guerra de los Diez Años el tasajo (con boniato y otras variantes) se convierte en ‘plato nacional’. En el Nuevo Manual de la cocinera catalana y cubana de Cabrisas no hay una sola receta de tasajo. En El cocinero de los enfermos, convalecientes y desganados, publicado seis años antes del Grito de Yara (1868), aparece una sola, con un nombre metafórico y críptico que podría evocar la huida de un cimarrón: “Tasajo ahumado a lo ¡ataja, primo!” ¿Por qué en Cuba se le dice papaya al sexo de la mujer, sobre todo en las provincias occidentales, de modo que allí se les llama ‘fruta bomba’? Las negras esclavas, que veían con repugnancia y con horror la posibilidad de quedar embarazadas ya que sus hijos, en su condición de ‘inversión reproductiva’, podían ser vendidos, alquilados, trasladados y esclavizados, aprendieron a hacer unas pócimas de los frutos y las hojas de papaya como abortivo. Además, ya al segundo o tercer día del parto, las negras tenían que volver a las durísimas labores productivas. Como reacción a esta barbarie la mujer esclava se autoimpuso un duro control de la natalidad, y como los mejunjes preparados con la papaya fueron tan usados en ese contexto, la palabra papaya llegó a hacerse sinónimo de sexo femenino. (Moreno Fraginals 1978) En cuanto al fufú, Fredrika lo come en todas partes, en los luminosos comedores de los magnánimos señores que la albergan, pero también en los bohíos de los libertos que visita en Limonar. Ya casi al final de su estancia en Cuba le hace una verdadera declaración de amor: La mesa de la señora Carrera es una de las más exquisitas. Pero ninguno de los platos selectos me ha agradado más que el favorito de los negros esclavos, el fufú, una especie de pudding duro, pero muy gustoso, que ellos hacen con plátanos aplastados y que comen con una masa de tomates u otras verduras. Es un plato muy bueno y saludable, que hemos comido varias veces en el almuerzo, después de que yo declaré mis preferencias por él. (Bremer)
Cabrisas nos proporciona la siguiente receta de ‘Fufú de malanga y plátano’:
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Se escogen 3 ó 4 plátanos machos pintones cortándoles la cáscara de arriba a abajo; 3 ó 4 malangas grandes quitadas las raíces y mondadas; se ponen a cocer en una cazuela de agua y sal, cuando todo está cocido, se machaca en el mortero, amasándolo con manteca y sal, cuando está a punto la pasta se forman como albondiguillas de tamaño regular y se sirven con el caldo de ajonjolí. (Cabrisas)
Fufú de plátano (Cortesía de Gabriela Ochoa).
El ‘Fufú criollo’, que era el que Fredrika amaba, se diferencia en que las bolitas se cubren con un sofrito de tomates, cebollas, ajos picados, pimientos dulces y zumo de limón al gusto. La yuca, comida obligada de los esclavos, también fue objeto de adoración por parte de la viajera sueca: “Y después de nuestras papas, que son una rareza en Cuba, no conozco ningún tubérculo tan bueno, tan sabroso ni exquisito como la noble raíz de la yuca, que se come – igual que las papas– con mantequilla fresca y que crece lo mismo en la pobre tierra de los negros que en las ricas plantaciones de los cafetales.” (Bremer) Moreno Fraginals encontró que numerosos giros del lenguaje popular cubano provienen directamente del universo oprobioso de la esclavitud, en el que se mezclan alimentos y labores típicas de las plantaciones y del ingenio. Uno de ellos es la expresión ‘echar un palo’, que en Cuba significa hacer el amor ‘una’ vez. Según Fragi-
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nals, en los siglos XVIII y parte del XIX ‘echar un palo al tumbadero’ era depositar la leña que los negros estaban obligados a cargar desde el campo hasta esa parte del ingenio. Y como el tumbadero era un sitio apartado, allí se producían los encuentros sexuales furtivos y desesperados, para satisfacer con urgencia la traumática vida sexual de los esclavos. Otra expresión elocuente es ‘la caña está a tres trozos’, que se usa para hablar de los malos tiempos o de un estado violento de las cosas. En época de crisis, en los cañaverales ‘quedados’ las cañas crecían mucho, hasta alcanzar una altura considerable. Y era un trabajo muy duro porque había que cortar cada tallo tres veces, en tres trozos. Todavía hoy, cuando pasa algo malo, se dice que la caña está a tres trozos. El ‘aguaje’ era uno de los pasos que se daban en el proceso de purga del azúcar. La palabra aguaje vino a significar en Cuba fanfarronería, exageración, guapería y alarde. ‘Amelcochar’ significaba darle consistencia a la melcocha (melado o meladura que, concentrada, es batida hasta cristalizarse en una pasta muy dulce). Amelcocharse significa, ‘en cubano’, enternecerse bajo los efectos del amor. Eso fue lo que hizo Fredrika Bremer en Cuba: amelcocharse totalmente con la sabrosura agridulce de un país en formación, que la sedujo hasta tal punto que le hizo exclamar: “¡Ah esa isla preciosa con sus brisas acariciantes, sus magníficos árboles y sus atardeceres deliciosos, yo siempre la amaré como una de las creaciones más hermosas del Señor, y por siempre estaré agradecida de haberla disfrutado y de haberme ayudado a entender un nuevo cielo y una nueva tierra!” Cuba la libera de su jaqueca, a la hora de partir su delicado estómago jamás ha funcionado mejor, y así lo reconoce: “He gozado y gozo mucho en Cuba, en alma y cuerpo; he engordado y rejuvenecido aquí en comparación con los Estados Unidos, donde había adelgazado y me sentía envejecida”. Pero la escritora lleva dentro de sí, como una imagen muy clara e hiriente, la barbarie de la esclavitud y de la corrupción de la Administración española. Y al decirle adiós para siempre a las palmeras y a las ceibas, a los cocuyos y a las contradanzas, al fufú y a sus platanitos amados, a las guardarrayas y las constelaciones, a la yuca de los negros y la de los blancos, a los tambores africanos, a las canciones y a los bailes de Cuba, no puede dejar de decirle también adiós “a este pueblo feliz y desgraciado, a su infierno y a su paraíso”. (Bremer)
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Notas 1
Para este ensayo el autor ha mencionado las fuentes sin especificar las páginas, de manera que los editores nos limitaremos a referirnos al apellido, eventualmente acompañado del año en el caso de que se citen dos obras del mismo autor. Para los libros de Fredrika, si no mencionamos nada las citas provienen de Hemmen i den nya världen y han sido traducidas por el autor del original sueco de 1854. En el caso de que mencionemos Bremer entre paréntesis se trata de las Cartas, una selección publicada en español. 2 A los canarios se los llama ‘isleños’, como si los cubanos fuesen oriundos de un continente. 3 Véase el ensayo de Efraín Barradas incluido en el mismo volumen.
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Entre lo crudo y lo cocido: las representaciones de la comida en la literatura cubana del Período Especial Elzbieta Sklodowska Este artículo ubica la representación de la comida en la literatura del Período Especial dentro de un marco de la teoría de lo abyecto de Julia Kristeva, apoyándose adicionalmente en los estudios sobre la pureza y el tabú de Mary Douglas, Peter Stallybrass y Allon White. Se analizan textos publicados en el umbral del siglo XXI (Manteca de Alberto Pedro Torrente, ‘César’ de Nancy Alonso, ‘Fricadel’ de Reina María Rodríguez) con el propósito de destacar las diversas maneras en que los autores desestabilizan las fronteras entre lo comestible y lo abyecto y cuestionan la distancia entre lo animal y lo humano en el contexto de la penuria y del desengaño post-socialista.
La experiencia colectiva de la crisis de los 90 en Cuba, conocida como el ‘Período Especial en Tiempos de Paz’, ha dejado una huella indeleble en la literatura dentro y fuera de la isla. Las representaciones del Período Especial se construyen alrededor de las imágenes de carencia –falta de comida, cortes de luz, inexistencia de transporte, dilapidación de la vivienda, escasez de productos de primera necesidad. Si bien es cierto que el caso cubano no alcanza la magnitud de una emergencia humanitaria dentro de la geografía global del hambre, desde la perspectiva local la escasez de la comida marca un parteaguas verdaderamente traumático en la experiencia de los cubanos. El escritor Leonardo Padura describe así el impacto que la situación alimenticia en la isla ha tenido para la psicología de sus compatriotas: “Cuba es un país donde nadie se ha muerto de hambre en 50 años, pero donde casi nadie ha comido lo que quiere en ese mismo tiempo, y la búsqueda de la comida, el sueño de la comida es una constante que nos persigue, y no nos abandona.” (Sierra: s/p)1 Hay, por cierto, quienes dicen que no hay mal que por bien no venga. Así pues, en un informe divulgado por la prensa en septiembre de 2007, un equipo de investigadores cubanos y estadounidenses concluyó que el fenómeno generalizado de
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la pérdida de peso entre la población cubana durante el Período Especial –que se debía tanto a la escasez de alimentos como al aumento de la actividad física por la falta de transporte– ayudó a reducir la incidencia de enfermedades cardíacas y diabetes. En el informe no se menciona, sin embargo, el impacto que el drástico deterioro de las condiciones de vida pudo haber tenido en las enfermedades como la polineuritis o la depresión.2 Como correlato de la privación material, la literatura cubana de los últimos cuatro lustros registra el imaginativo repertorio de estrategias de sobrevivencia –que en el habla popular se conocen como ‘la lucha’–mientras que la propaganda oficial se hace eco de la retórica sacrificial del himno nacional (“morir por la patria es vivir”) y recurre a las lecciones martianas sobre el poder de sacrificio para alentar a los ciudadanos en su contienda diaria contra las adversidades.3 La literatura cubana del Período Especial ha creado todo un registro aparentemente testimonial de las ingeniosas maniobras de ‘resolver’, ‘conseguir’ y ‘negociar’, frecuentemente vinculadas a las actividades ilegales, desde el jineterismo hasta el robo.4 De manera más indirecta, estos textos nos hacen pensar también en el clásico modelo levi-straussiano que distingue tres fuentes de alimentación: la agricultura, la caza y el canibalismo. Por lo general, las representaciones de la comida en la literatura del Período Especial trascienden lo meramente folklórico. Algunos autores hasta usan la comida como pretexto para sofisticados juegos intertextuales y alusiones culturales, remitiéndonos tanto a la tradición de la picaresca española como a las metáforas canibalísticas del modernismo brasileño con el fin de abordar en clave carnavalizadora lo absurdo de la vida cotidiana. Dentro del registro simbólico asociado con la comida se exploran los vínculos con el erotismo, con el ritual (el sacrificio, la antropofagia), con las tabúes y prohibiciones religiosas, con los estereotipos de género (el papel ‘nutritivo’ de la mujer) y de raza (el negro Come-Gente). Muchos de estos aspectos adquieren una dimensión cultural cubano-caribeña muy sui generis como, por ejemplo, en lo referente a los vínculos entre la comida y el sacrificio, tan característicos de las religiones de sustrato africano (la santería, el palo monte, el vodú). Puesto que la comida destinada a las deidades afrocubanas se rige por regulaciones y prohibiciones muy específicas, las carencias del Período Especial han tenido un impacto particularmente profundo en esta esfera de la vida social. Podemos imaginarnos
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que el desafío de conseguir los ingredientes tradicionales para las ofrendas de comida para los santos –miel, codornices, patos, gallinas, palomas– sería casi igual al reto de preparar el famoso ‘almuerzo lezamiano’. Por otro lado, hoy más que nunca Cuba forma parte del ‘menú’ tropical caribeño cuidadosamente confeccionado para saciar los apetitos de los consumidores de los centros metropolitanos. Cuba corresponde al pie de la letra a la afirmación de Celia Britton de que en el imaginario europeo el Caribe está vinculado a productos que “se pueden meter en la boca”. (1996: 15) Si Oswaldo de Andrade lamentaba que Brasil, con todos sus recursos naturales, hubiera sido reducido a un país del postre –café, azúcar, tabaco, especias, ron–, algo similar puede decirse de Cuba y de su dependencia económica, primero del mercado de los Estados Unidos, luego de los países del bloque soviético y, a partir de los años noventa, del turismo canadiense y europeo. Con frecuencia los escritores de los noventa evocan también las delicias de la comida criolla y a las comilonas pantagruélicas de la época prerrevolucionaria. En Las comidas profundas –un ensayo narrativo de Antonio José Ponte perspicazmente estudiado en otra ocasión por Rita De Maeseneer– la cesura que separa el Período Especial de ese ‘antes’ cada vez más irreal y mitificado está claramente marcada por la desaparición de las otrora abundantes exquisiteces culinarias.5 La nostalgia por la ‘prehistoria’ del Período Especial se manifiesta, por un lado, en una mitificación poética –casi a la manera de las Odas elementales de Neruda– de los ingredientes más prosaicos de la cocina criolla (arroz, cebolla, ajo, frijoles, picadillo, plátanos) y, por el otro, en una estetización hiperbólica de los platos más elaborados, como en la emblemática cena de doña Augusta en Paradiso de José Lezama Lima. Según observa Patrick Collard en otro ensayo que integra este volumen, en las novelas de Leonardo Padura –Paisaje de otoño, Vientos de cuaresma o Pasado perfecto– se destaca la figura de Josefina, quien oficia su magia culinaria “como una bruja de Macbeth” desplegando “los sabores, olores, colores y texturas” (Padura 2001: 65) de exquisitos platos criollos: filetes de ternera enrollados y rellenos con tocino y queso gruyère, frijoles negros dormidos, yuca con mojo, plátanos verdes fritos a puñetazos, cebollas rebozadas. La exaltación de la comida criolla es indicativa de un sentido de orgullo por un patrimonio cultural cubano que, al igual que el plato nacional típico, el
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ajiaco, también es una mezcla de varios ingredientes: el europeo, el africano, el chino, el franco-haitiano.6 Sería equivocado asumir que la época republicana se asociase exclusivamente con el refinamiento culinario y la abundancia de víveres. Antes, al contrario, los ejemplos del hambre forman parte integral de la literatura testimonial cuyo objetivo es la denuncia de la miseria de la población en la época prerrevolucionaria. Así pues, en La fiesta de los tiburones Reynaldo González transcribe el abundante menú criollo del almuerzo con que el presidente Machado celebró el Día de Cuba – “Huevos fritos a la criolla, arroz de la tierra, aporreado de tasajo de Camagüey, viandas salcochadas: yuca, ñame y malanga, ensalada de chayote con berro y torrejas en almíbar” (1983 II: 230)– tan sólo para contraponer esta cornucopia a los testimonios de gente común que había sufrido hambre a pesar del cínico dictamen del mismo presidente de que “[e]n Cuba solamente pasan hambre los vagos”. (1983 II: 218) La llamada ‘Libreta de Control de Venta para los Productos Alimenticios’ –conocida popularmente como ‘libreta de la bodega’ o ‘libreta de (des)abastecimiento’– fue introducida por el gobierno revolucionario el 12 de marzo de 1962 y administrada a partir de 1963 por la Oficina de Control y Distribución de Abastecimientos (OFICODA). Este sistema de racionamiento tenía como objetivo acabar con las desigualdades heredadas del período republicano, prevenir la especulación y asegurar la distribución igualitaria de los alimentos básicos con la premisa de que, con el esperado aumento de productividad agrícola, tales medidas pronto se volverían obsoletas.7 No resultó así. Aún hoy, cuatro lustros después de la caída del muro de Berlín, más del 80% de los alimentos destinados a la llamada ‘canasta básica’ en Cuba proviene del extranjero y el sistema de racionamiento goza de la dudosa fama de ser el más longevo en toda la historia. La historia de la Revolución está marcada por iniciativas agrícolas fallidas, como El Plan del Cordón de La Habana de 1968 o la llamada zafra de los diez millones de 1970.8 Como resultado de varios desaciertos, muchos cultivos tradicionales fueron erradicados y algunas de las frutas típicas, antaño abundantes –el níspero, el anón, el caimito, la chirimoya–desparecieron de la experiencia y del vocabulario de los cubanos o se hicieron más exóticas que las grosellas enlatadas de Albania o el zumo de manzana de Bulgaria. Asimismo, con la libreta de abastecimiento y la importación masiva de las insípidas conservas
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de la Europa del Este, se dio una homologación de consumo y un empobrecimiento de la rica diversidad de la cocina criolla. Fue Nitza Villapol, la autora del bestseller Cocina criolla (1954) y del programa televisivo ‘La cocina al minuto’ –emitido todos los domingos a lo largo de casi cuarenta años– la que guiaba a sus compatriotas por los meandros de la nueva realidad culinaria. En palabras de Ivette Leyva Martínez: En la medida en que desaparecían ingredientes básicos de sus recetas, [Villapol] comenzó a inventar, proponiendo tortilla de yogurt, huevos fritos en agua y picadillo de gofio, entre otros engendros, reflejo de una vocación sustitutiva que nos ha acostumbrado a aparentar en vez de asumir la carencia. (s.p.)
Durante el Período Especial el programa ‘La cocina al minuto’ dejó de emitirse. Tal vez la misma Villapol se rindió ante la reducción drástica de los productos vendidos por la libreta que se impuso sin atenuantes tanto en términos cuantitativos como cualitativos.9 Estas medidas resultaron verdaderamente chocantes para la población acostumbrada durante treinta años a tener asegurada la canasta básica de víveres a precios mínimos. Aunque los cubanos habían pasado por épocas de hambruna a lo largo de su turbulenta historia –en particular durante las guerras de independencia y la reconcentración weyleriana (Jiménez Soler 2006: 41)–, el sufrimiento y las humillaciones del Período Especial parecían inexplicables a finales del siglo veinte, treinta años después del ‘triunfo de la Revolución’ y ‘en tiempos de paz’. Recordemos, sin embargo, que a lo largo del siglo XIX la invención culinaria era la madre de la necesidad tanto para los cimarrones apalencados como para los mambises. En palabras de Jiménez Soler: El alimento más preciado del mambí pasó a ser de nuevo la jutía y, a falta de ella, el gato cimarrón, el majá y la tripa de corojo, o sea, aquella parte blanda del tallo de la palma envuelta en la corteza que posee jugo azucarado y normalmente se destina al ganado en tiempo de seca. También componían su frugal menú el ñame cimarrón, la guanábana cimarrona y sobre todo la miel de abeja y la caña de azúcar en los lugares cercanos a los ingenios. Según algunos autores, también consumieron carne de perro, aunque en contadísimas ocasiones […] La imaginación resultaría en muchos casos el mejor auxiliar del ‘mambí’ para sobrevivir, pues experimentaria con los más insólitos nutrientes de la campiña cubana, tales como pajaritos, caracoles, moluscos,
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Elzbieta Sklodowska hierbas silvestres como el bledo y la verdolaga, los palmitos de la palma o los guajacones y bijacas de ríos y arroyos. (2006: 42-43)
Tampoco hay que recurrir a Karl Marx para darse cuenta de que la repetición de los desastres históricos desemboca en su propia desfiguración paródica, o sea, se vuelve una farsa. Así lo percibe, por ejemplo, la protagonista de un cuento de Mirta Yáñez, al comentar sobre una postal enviada en 1902 desde la Ciudad de La Habana a Santa Cruz de Tenerife: “En la misiva puede leerse este breve y sorprendente texto: ‘Quisiera, querida Conchita, decirte mucho, pero he estado muy preocupada en estos días con la falta de guaguas, carne, pan, etc., etc. Ha sido un segundo bloqueo, pero a pesar de todo no te olvido […].” (1999: 17) La perplejidad de la narradora tiene que ver con el hecho de que, si no fuera por la fecha que acompaña la postal, la retórica de la carencia sería perfectamente aplicable a la realidad cubana de fines del siglo veinte. La penuria del Período Especial ha dejado también una huella distintiva en el vocabulario cotidiano de la isla. Más específicamente, el habla cotidiana se ha ido llenando tanto de neologismos inventados para designar los sucedáneos alimenticios como de eufemismos creados con la intención de enmascarar la insospechada –e igualmente sospechosa–identidad de los productos distribuidos por el gobierno. Así pues, cuando a partir de 1992 la siempre cotizada y escasa carne de res fue sustituida por una mezcla de harina de soja, sangre y vísceras molidas, esta fórmula llegó a conocerse como ‘picadillo extendido’ o ‘picadillo texturizado’ mientras que la carne de ave fue suplantada por la misteriosa ‘pasta de oca’. Al lado de los términos inventados por la burocracia, como ‘fricandel’ (un tipo de salchicha), ‘perros sin tripa’, ‘masa cárnica’, ‘producto sazonador’, ‘pollo de población’, ‘pollo de dieta’ o ‘pollo de novena’ (distribuido cada 9 días en vez de cada semana, para escamotear una cuota mensual), surgieron verdaderas invenciones culinarias como ‘croquetas de averigua’, ‘coquicol’ (col con col), ‘chicharrones de macarrones’, ‘arroz saborizado’ a base de cuadritos de caldo, chicharroncitos obtenidos del pellejo del pollo, ‘sopa de gallo’ (agua con azúcar prieta), bistec empanizado de cáscara de toronja, fricasé de zanahorias, aporreado de col, albóndigas de gofio, ‘pollo al bloqueo’, mahonesa de papas o pizzas de yuca y boniato. Mientras tanto, el invencible choteo cubano inventó un acrónimo OCNI –Objeto Comestible No Identificado– para describir los productos de este complejo proceso de imposturas, disfraces y meta-
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morfosis donde nada era lo que parecía. (Jiménez Soler 2006: 37; Díaz Vázquez 2000: 51) Ante la escasez del café los cubanos recurrieron tanto al té negro importado de la Unión Soviética como a los mismos sucedáneos que sus antepasados habían probado ya durante las guerras de independencia, a saber, “la achicoria, la guanina, la brusca, el palmiche maduro, el platanillo o malva té, el maíz y el boniato, todos ellos quemados y molidos o rallados”. (Sarmiento Ramírez 2002: 90) La bien conocida afinidad del cubano con el café –que a raíz de la emigración francohaitiana a Cuba a principios del siglo XIX reemplazó el chocolate como la bebida más popular– queda consignada tanto en las palabras de uno de los informantes de Lydia Cabrera (“El café es un consuelo y una necesidad que Dios le dió a los pobres. ¡Se puede dejar de comer, pero no se puede dejar de tomar café!” 1975: 348) como en la canción inmortalizada por Bola de Nieve cuya letra dice: “¡Ay, mamá Inés, ay, mamá Inés, todos los negros tomamos café!” Por su misma naturaleza surrealista, las invenciones culinarias del Período Especial se convierten en ingredientes obligatorios de la literatura de la época. Tanto los narradores cubanos de la diáspora como los que escriben desde la isla sazonan sus libros con referencias alimenticias para configurar una mezcla sui generis entre el realismo mágico y el realismo sucio. Para dar un ejemplo muy obvio, la novela de Daína Chaviano, El hombre, la hembra y el hambre, dedica todo un capítulo, titulado ‘Donde se revelan ciertos secretos culinarios’ a un archivo de penuria gastronómica. Desde una óptica intertextual, este inventario se lee como una amarga parodia de las exquisiteces trasmitidas de generación en generación por las mujeres de las novelas ‘culinarias’ latinoamericanas bien conocidas, como Afrodite de Isabel Allende o Como agua para chocolate de Laura Esquivel. Al mismo tiempo, en la novela de Chaviano las negociaciones en torno a la comida terminan entrelazándose siempre con el intercambio sexual: la “hembra”, aquejada por el hambre, termina “en la cama con un tipo a cambio de comida”. (Chaviano 1998: 42-43) No es de extrañar que en este ‘mundo al revés’ amargamente carnavalizado un carnicero se convierta en el objeto de deseo no tanto por su atractivo personal como por su proximidad a las fuentes de abastecimiento de carne.10 La presencia de las grotescas creaciones culinarias dentro de la poesía resulta aún más desconcertante que dentro del marco, al fin y al cabo prosaico, de la narrativa. Tomemos a manera de ilustración el
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nada lírico poema de Reina María Rodríguez, ‘Fricadel’, que recoge con dolorosa precisión las diferentes maneras de ‘resolver’. Lejos de poetizar con la magia de la imaginación los ingredientes más crudos de la realidad, el poema es un testimonio de las humillaciones de la ‘lucha’ diaria que acaba esclavizando y doblegando al individuo: Busco como si fueran joyas, como si fueran amuletos o ilusiones... los mandados, las palabras. Me esclavizan y doblegan. Granos Vegetales Leche Huevos Pescado ¿Carnes? No había hígado ni pollo. Sólo, pasta de oca corazón de pollo molleja (pescuezo) perro sin tripa corazón extendido y doliente. Cuando llegó Almelio con la noticia que le dio su madre: —Y ¿dónde consiguió ese bistec? –le pregunto, ilusionada. Pues, en la toronja –me responde con sonrisa infantil–, entre la masa acolchada de la toronja. En el torrente esponjoso de la fruta más ácida, con la corteza de desear algo caliente. “Se adoba y queda igualitico” -dice el poeta y guarda su toronja, confiado.
En este juego de perspectivas truncadas, simulacros y (auto)engaños, los insípidos inventos culinarios del Período Especial acaban alterando el orden de lo comestible y no comestible. Los tabúes culinarios que, independientemente de la cultura, pueden parafrasearse con el bien conocido dictamen de Levítico, “nada abominable comerás”, se ven camuflados bajo las apremiantes condiciones del momento. Esta trasgresión de los límites y de las prohibiciones se vincula directamente con la noción de lo abyecto. En su libro de 1980 Pouvoirs de l’horreur. Essai sur l’abjection (traducido como Poderes de la perversión en 1987), Julia Kristeva define la abyección como el
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sentimiento primordial de rechazo, de náusea, de asco hacia lo que se percibe como inaceptable y, por lo tanto, prohibido. Kristeva distingue tres esferas que se consideran abyectas y que están asociados con los respectivos orificios del cuerpo humano: la comida (vinculada con lo oral), los desechos corporales (lo anal), y los signos de la diferencia sexual (lo genital). Lo que abyectamos, sigue Kristeva, es lo que perturba el orden, lo que se encuentra, de algún modo, ‘fuera de lugar’: las trazas del excremento sobre las manos, los anillos de leche seca en la ropa, el pelo en la sopa y, para agregar un ejemplo de nuestra propia cosecha, el cerdo en la bañera de un apartamento habanero. La abyección acompaña todas las definiciones socio-religiosas del tabú, de la (im)pureza, contaminación, exclusión y prohibición. (Kristeva 1980: 27) Por otro lado, puesto que en la abyección operan los principales mecanismos del absurdo –la “extrañeza,” el “no-sentido”, el “linde de la inexistencia y de la alucinación”, la realidad que “aniquila” (Kristeva 1980: 8)–, en la literatura y en el arte el uso de lo abyecto es un recurso que permite desafiar los parámetros de un ‘orden’ establecido. La abyección cataliza un juego entre la represión de lo repulsivo y la fascinación que lo asqueroso tiende a ejercer sobre nuestros deseos. Las esferas de lo anal (el excremento) y lo genital (el sexo en todas sus variantes) se imponen como las más obvias manifestaciones de lo abyecto en la Trilogía sucia de La Habana de Pedro Juan Gutiérrez, obra emblemática del llamado realismo sucio cubano, cuyo narrador se autodefine en algún momento como “revolcador de mierda”. (1998: 104) Pero la abyección asociada con la comida es igualmente prolija en el imaginario del Período Especial y, en la mayoría de los casos, casi inseparable de las zonas de lo excrementicio y lo sexual. Dada la importancia de la carne en la dieta cubana y su simbolismo como signo de poder y machismo, no debe sorprendernos la preponderancia que en este contexto de penuria y escasez adquiera la temática ‘cárnica’, ‘carnal’ y ‘carnívora’.11 Otra vez, el tema no resulta del todo nuevo. Recordemos que en ‘El matadero’, cuento fundacional hispanoamericano escrito por el argentino Esteban Echevarría hacia 1837 como alegato contra la dictadura de Juan Manuel Rosas, la obsesión carnívora del ‘pueblo’ culminaba en la violencia orgiástica del populacho. Asimismo, en el alucinante relato ‘La carne’ (1944), que forma parte de la colección Cuentos fríos de Virgilio Piñera, el apetito carnívoro desemboca en una serie de actos auto-antropofágicos. El ejemplo
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de Piñera es, por cierto, tanto más significativo que en los años 90 del siglo XX presenciamos su ‘redescubrimiento’ en Cuba y su influencia sobre los ‘novísimos’ escritores de la isla llega a ser tan prominente que acaba eclipsando a los maestros de las generaciones anteriores: Carpentier y Lezama Lima. Piñera describe una comunidad que se niega a subsistir con una dieta vegetariana y acaba saciando sus apetitos consumiendo, poco a poco, trozos de sus propios cuerpos. La autodestrucción individual conlleva también la desintegración de la fibra misma de la sociedad: el bailarín que se ha ingerido los dedos de sus pies no puede seguir ejerciendo su profesión mientras que las mujeres que han devorado sus propios labios son incapaces de hablar o besar. Según el conocido dictamen de Claude Lévi-Strauss, el ser humano es un animal que cocina y el paso de la naturaleza a la cultura es, literal y simbólicamente, el paso por el fuego. El cuento de Piñera, no obstante, acaba desmantelando este eje levi-straussiano entre lo crudo/lo natural, por un lado, y lo cocido/cultural, por el otro, puesto que la noción de que las partes del cuerpo humano pasen a ser filetes y frituras en el proceso de elaboración culinaria acaba deconstruyendo la noción misma de ‘cultura’ o ‘civilización’. En ‘La carne’ Piñera recoge todo un registro de connotaciones culturales, tanto regionales como ‘universales’: desde el mito del canibalismo caribeño hasta la antropofagia de los modernistas brasileños, desde el simbolismo religioso del cuerpo sacrificado hasta el binomio latinoamericano de civilización y barbarie. Unas seis décadas más tarde, los ecos del grotesco mundo de Piñera van a reverberar en el cuento de Rolando Menéndez titulado ‘Carne’ de la colección De modo que esto es la muerte, en el cual dos ladrones, Cirilo ‘Ojo Tuerto’ y Bill, tratan de robar una vaca, pero acaban siendo atrapados por unos campesinos, convirtiéndose en un suntuoso plato para sus antropófagos captores. Al repasar la literatura cubana de los últimos tres lustros, resulta verdaderamente asombrosa, además, la cantidad de textos donde la obsesión ‘cárnica’ se manifiesta a través de un motivo temático que es el epítome mismo de la abyección: la crianza de un puerco en azoteas, bañeras, techos, traspatios o armarios de una casa urbana. Desde una escena en la película Fresa y chocolate, donde vemos a algunos vecinos arrastrando un puerco vivo escalera arriba, hasta la obra teatral Manteca (1993) de Alberto Pedro Torriente (1954-2005), el cuento de Nancy Alonso (1949- ) ‘César’ incluido en el volumen Cerrado por
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reparación (2002) y casi toda la narrativa de Rolando Menéndez (‘Carne’, Las bestias) los escritores parecen haber decantado este elemento del folklore habanero en una metáfora predilecta de toda una época.12 A modo de ejemplo, me voy a detener en dos textos aquí mencionados, la obra teatral Manteca de Alberto Pedro Torriente y el cuento ‘César’ de Daisy Alonso. Manteca sitúa a los lectores/espectadores en un apartamento habanero, compartido por tres hermanos, Pucho, Celestino y Dulce. Ante los apremios del Período Especial, la casa parece haber sufrido ciertos ajustes, transformándose en “una especie de almacén”. (Torriente 2005: 55) En un espacio repleto de “latas de conserva oxidadas, sacos, cajones de todo tipo” (55), entre tragos de agua con azúcar, Pucho y Celestino discuten sobre las ventajas y desventajas de la presencia soviética en la isla, mientras que su hermana, como una Cenicienta, se dedica a contar “ceremoniosamente” los granos de arroz y dividirlos en raciones diarias (61).13 Para Celestino, los años 70 y 80 se perfilan como la época de un relativo bienestar, asegurado por la importación masiva de productos alimenticios de los países del bloque soviético. Ante los augurios de que “[ll]egará el momento en que la base de nuestra alimentación no será el arroz” (61), Celestino recuerda con nostalgia sus experiencias culinarias con la papa y el bortsch. Fue precisamente en los años 70 y 80 cuando la comida tradicional cubana –frijoles negros con arroz, yuca, carne de puerco, plátanos, boniato, malanga– se vio complementada, y hasta cierto punto suplantada, por la carne enlatada de la Unión Soviética, la ensalada de col, zanahoria y remolacha de Bulgaria y la exótica jalea de grosellas de Albania. Con su habitual creatividad, los cubanos sometían estos productos a toda clase de transformaciones con la esperanza de que, metamorfoseados, iban a ajustarse más al paladar criollo: El ‘arroz con pollo a la jardinera’, de factura búlgara, se lavaba antes para quitarle la espesa grasa y se convertía en una especie de ensalada de pollo, o se pasaba por una batidora, convirtiéndolo mediante un hechizo, en una pasta para bocaditos digerible. La sopa de pollo se espesaba con diferentes condimentos como la salsa bechamel, y se presentaba como croqueta. Al ají relleno con picadillo se le extraía este, se enjuagaba y se hacía al estilo cubano. (Jiménez Soler 2006: 39)
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Desde la primera escena el autor de Manteca crea un suspense cuya naturaleza no llegamos a captar hasta mucho más tarde. Aunque Pucho alude a la necesidad de deshacerse violentamente de un intruso cuya presencia se ha vuelto insoportable –“Si no lo hacemos pronto, terminará acabando con nosotros” (56)–, la identidad de este indeseable permanece velada. Más o menos a mediados de la obra nos enteramos, desconcertados, de que los hermanos están criando clandestinamente un puerco y que han decidido matarlo para el fin del año, temporada tradicional en Cuba para celebrar las fiestas con el lechón asado. Un motivo semejante aparece en el relato ‘César’ de Nancy Alonso, donde la crianza del puerco es una respuesta –bien diferente de la que hemos visto en el cuento de Piñera– al imperativo de saciar las “necesidades carnívoras” (Alonso 2002: 12) del patriarca de la familia. Harto de la comida vegetariana suministrada en abundancia por los ingeniosos cultivos de la abuela y desesperado con “la comida como si fuera” (13) inspirada por los simulacros gastronómicos de Nitza Villapol, el pater familias toma la decisión de “criar animales” (13). Lo que une a los protagonistas de ambos textos es la sensación de lo absurdo de esta lucha por la subsistencia que se entreteje con la humillación de tener que ceder a la ley de la jungla. Avergonzado por el retroceso civilizatorio de su comunidad, Pucho anuncia incrédulo: “Estamos criando un puerco en los umbrales del año dos mil, a escondidas, en un edificio de apartamentos, desafiando las leyes sanitarias que han hecho posible el florecimiento de las ciudades del planeta, porque necesitamos proteínas, proteínas y manteca…” (Torrente 2005: 90) Para sobrevivir, ambas familias recurren, pues, a la agricultura urbana o retroceden al antiguo sistema de recolector-cazador. “Era esa la época en que todos criábamos o cultivábamos algo,” confiesa la voz narrativa de ‘César’. (Alonso 2002: 12) Los actos de cocinar y comer no se disfrutan, se sufren, ya que son una culminación de una penosa cadena de labores: conseguir, sembrar, cultivar, cosechar/matar, transportar y procesar. En un gesto desesperado de afirmación de su ‘urbanidad’ puesta en peligro, uno de los protagonistas de Manteca defiende la lógica de deshacerse del cerdo, ya que el animal es un intruso que “vino del campo” mientras que él, Pucho, nació en La Habana. (Torrente 2005: 56) Por muy absurda que parezca, la dicotomía entre la ciudad y el campo establecida por Pucho capta los sentimientos de desprecio y
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recelo expresados por muchos habaneros hacia los inmigrantes que llegaron masivamente a la capital de las provincias orientales a mediados de los noventa y que eran conocidos bajo el peyorativo nombre de ‘palestinos’. Dentro de este contexto, resulta pertinente mencionar un estudio sobre las transformaciones de La Habana en el cual el arquitecto Mario Coyula habla de la ‘ruralización’ del paisaje urbano como resultado de la penuria del Período Especial: El paisaje urbano de los años noventa y principios de este nuevo siglo ha sido marcado por un debilitamiento suicida del control sobre las intervenciones en la ciudad. El resultado es una especie de ajiaco, que ahora se llama caldosa por efectos de la inmigración desde las provincias orientales. […]. Plátanos, gallinas, cerdos, tanques de petróleo usados como depósitos de agua, cercas de malla eslabonada, y carporches de chapa, forman parte del enjaulamiento de un nuevo paisaje urbano oxidado y carcomido donde la tierra apisonada sustituyó lo que un día fueron jardines elegantes. Esto coexiste con las incivilizadas tapias de los pobres-nuevos-ricos, trasplantadas desde una hacienda homogeneizada por las telenovelas, con sus ostentosas portadas inevitablemente rematadas con tejas criollas. (2004: s/p)
Pig in the Street (Cortesía de Andrea Brizzi).
Agreguemos que fue precisamente a partir de mediados de los noventa cuando en el interior de las ciudades cubanas empezó a instalarse a
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gran escala la producción agrícola. Los llamados organopónicos han tenido una suerte desigual y mientras que siguen fascinando a los extranjeros, para los mismos cubanos siguen siendo un mal necesario. Tanto Manteca como ‘César’ recogen también las contradicciones que desde los tiempos inmemoriales han incidido en la dinámica entre el mundo humano y el porcino. Aunque las proscripciones alimenticias, tanto del Viejo Testamento como del Korán, convierten al cerdo en el símbolo de lo impuro y lo prohibido, según Peter Stallybrass y Allon White en el imaginario europeo medieval el cerdo era celebrado como símbolo de la fertilidad y la abundancia y tan sólo con la llegada de la modernidad se convirtió en el emblema de la suciedad. En otras palabras, la abominación por su supuesta falta de higiene creció en proporción directa a la obsesión sanitaria de la sociedad moderna. Eric Smith añade una dimensión interesante a esta perspectiva: The pig is, obviously, a symbol of gross physicality. Its ability to digest human and animal dung, its propensity to lie in its own bodily waste, the human-like color and texture of its skin, and its associations with death all contributed to its marginalization by the ascendant middle-class, whose utopic aims sought to isolate and purge reminders of these distasteful elements of existence from modern urban life. On the other hand, the pig’s literal and figurative nearness to humanity in the pre-bourgeois era made it a fascinatingly hybrid, transgressive figure ideal for appropriation by the carnivalesque tradition. (Smith 2002: 132-33)
Curiosamente, en una de sus frecuentes intervenciones en los medios de comunicación masiva, el mismo Fidel Castro aludió precisamente a los criterios higiénicos en una nota publicada en el diario Granma el 11 de marzo de 2002, donde exhortaba a los habaneros a erradicar los criaderos, ya que “la cría de cerdos dentro de la ciudad constituye una vergüenza, es símbolo de malos hábitos, indisciplina e irresponsabilidades”.14 Desde el punto de vista del líder cubano la presencia del animal en el seno de la familia urbana representa el colmo de la abyección en el sentido de que la inmundicia y la hediondez implican la negación de la civilidad y de la higiene prometidas por el ‘triunfo de la revolución’ modernizadora. Varios estudiosos han tratado de explicar las prescripciones en materia alimenticia planteadas en el capítulo 11 del Levítico que prohíben el consumo de carne impura, incluyendo la carne de puerco. Según el estudio de 1966 de la antropóloga británica Mary Douglas, Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y
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peligro, la impureza de ciertos animales puede ser atribuida a su anomalía con respecto a las clasificaciones establecidas. Según Marvin Harris, quien explica los tabúes alimenticios en términos pragmáticos de costes y beneficios, a diferencia de los rumiantes que comen productos ricos en celulosa, como la paja y la hierba, el cerdo acaba compitiendo con el ser humano por los mismos alimentos (los vegetales). Además, sigue Harris, puesto que el cerdo no tiene otra utilidad sino su carne, su manutención puede hacerse insostenible. En su opinión, cuando un alimento se hace difícil o costoso de conseguir o de preparar o cuando incide negativamente sobre el entorno, se convierte en un alimento rechazado, es ‘malo para comer’ y tachado de pecaminoso, ilegal o repulsivo, resultando en los tabúes culinarios que están compartidos independientemente de las creencias religiosas, como es el caso de la proscripción de la carne de puerco tanto por los judíos como por los musulmanes. Sin embargo, el puerco es un animal más complejo de lo que parece: por su apariencia evocadora de un bebé rosado y su proximidad física al hogar humano, puede convertirse fácilmente en un ‘miembro de familia’. En la tradición literaria mundial basta con recordar la escena de Alicia en el país de las maravillas (1865) en la cual hay un bebé que se transforma en un cochinito. Stallybrass y White concluyen su reflexión sobre la proximidad entre lo humano y lo porcino de la siguiente manera: Not only did the pink pigment and apparent nakedness of the pig disturbingly resemble the flesh of European babies (thereby transgressing the man-animal opposition), but pigs were usually kept in peculiarly close proximity to the house and fed from the household’s leftovers. In other words, pigs were almost, but not quite, members of the household and they almost, but not quite, followed the dietary regimes of humans. (Stallybrass y White 1986: 47)
Curiosamente, en los últimos años los avances en la esfera de la biotecnología han demostrado que la proximidad entre el ser humano y el cerdo puede tener una base genética. Esto llevó a los científicos a contemplar los posibles usos de los cerdos para la producción de órganos para los transplantes. Parece curioso que las observaciones de Stallybrass y White mantengan su vigencia en la Cuba de hoy. En el vocabulario cotidiano el animal es llamado de diferentes maneras, pero siempre con cariño: puerquito, marranito, lechón, cerdito o macho, uno de los restaurantes
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más cotizados de La Habana es ‘El Cochinito’ y todo el mundo conoce una canción de Beny Moré dedicada con ternura a un ‘marranito’ que está a punto de convertirse en chicharrón y jamoncito. Según el testimonio contemporáneo de un habanero: Cuca, La Niña, Cuco, Horacio, Federico, Alfredo, Walterio, Lola, no son nombres ni apodos de personas o niños, sino distintivos de cerditos juguetones, muchas veces amaestrados, obedientes y dóciles como una mascota más. Hay familias que les toman tanto cariño que, llegados los días de la matanza (del 24 al 31 de diciembre) optan por venderlos antes que sacrificarlos.15
Los dos textos aquí analizados reafirman la sospecha de que la línea entre lo humano y lo porcino resulta más fácil de cruzar de lo que parece. En Manteca, Celestino confiesa haberse encariñado con el puerco “como si fuera un familiar” (89), mientras que Dulce, en un lenguaje repleto de diminutivos, capta el amor verdaderamente maternal vertido en la crianza del animal: “¿Tienes valor para abrirle la barriga fríamente a un animalito que llegó chiquitico, metido en un sombrero, erizadito como un osito de peluche? […] Hubo que darle la leche en pomo, como a los bebitos. Estaba acabado de destetar. Lo separaron de la madre antes del tiempo” (98-99). De manera semejante, en el cuento de Alonso los miembros de la familia acaban encariñándose con el animal que están criando. Alimentado con un biberón y adornado con el lazo rojo alrededor del cuello contra el ‘mal de ojo’, el puerco es un gracioso cruce entre un muñeco y un bebé. No es de sorprender, por lo tanto, que a la hora de la verdad César se escape del sacrificio y acabe recibiendo el estatus oficial de “un miembro más de la familia” (20). En conclusión, la representación de la comida y sus correlatos –el hambre, el canibalismo, la abyección– en la literatura del Período Especial va más allá de un picante detalle costumbrista. En su intento de captar lo absurdo de la experiencia colectiva de esta época, los autores y artistas usan la comida como un vehículo tanto satírico como catártico. El efecto es rotundamente deconstructivo: además de desmontar el clásico triángulo culinario de Levi Strauss de lo crudo, lo guisado y lo podrido (lo corrompido), estos textos y actos de performance desestabilizan las fronteras entre lo comestible y lo abyecto y cuestionan la distancia entre lo animal y lo humano en el marco del desolador paisaje de desengaño post-socialista.
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Notas 1
Según observa Megaly Muguercia, los artistas cubanos recurren a sus propios cuerpos marcados por el hambre como el vehículo más poderoso de performance: “I recall, among the dozens of performances of this period, Fast Food, a dance solo by the great artist Marianela Boán. The public was gathered outside a well-known theater, waiting to enter the auditorium. Suddenly, the dancer came through the doorway and displayed her thin body, which seemed to the onlookers to be charged with a strange excess of energy. She carried a dinner plate and a metal spoon, rough, prisonlike utensils, which, of course, were empty. The choreography borrowed something from those sterile objects. Her body, that of a virtuoso dancer, broke up and recomposed itself fleetingly in a minimalist combat that posed strength and assertion against tiny, microscopic movements. And this incandescent body executed at the end the horrendous, impeccable act of eating its own fingers. This final gesture concentrated all our energies, all our greed and our courage, as we watched. Pale, in black leotards, without makeup, her performance said: hunger. We all had different hungers, but we accepted the offering of her vigor and her rigor, played out on the very threshold between street and the stage.” (Muguercia 2002: 181-82) 2 Véase al respecto el artículo ‘Investigadores de EE UU y la Isla concluyen que el Período Especial ha sido bueno para la salud’ en el portal ‘Cuba encuentro’. En línea en: (consultado el 10.11.2009). 3 Esta retórica oficial del sacrificio se presta fácilmente a la parodia, según se puede observar en la novela de Zoé Valdés, La nada cotidiana (1995), cuyo primer capítulo se titula, precisamente, ‘Morir por la patria es vivir’. 4 En términos de James C. Scott, autor de Los dominados y el arte de la resistencia, las diversas formas de economía informal, incluyendo el robo y la adulteración de productos, no son solamente formas de subsistencia, sino que forman parte del discurso oculto (hidden transcript) de la resistencia ante el poder. 5 A la icónica imagen del almuerzo lezamiano conjurado por Diego para David, con la ayuda de Nancy, en la película Fresa y chocolate se agrega la evocación de los legendarios sabores despachados antaño en la heladería Coppelia en contraste con apenas dos –fresa o chocolate– disponibles, con suerte, en el presente. En una frase cargada de simbolismo que va más allá de lo gastronómico, David dice en la película: “había chocolate, pero pedí fresa.” Daína Chaviano, por su parte, así describe la ‘decadencia’ de Coppelia durante el Período Especial: “En esa heladería llegó a haber más de cincuenta sabores, pero todo eso pertenece a la prehistoria. Hoy apenas quedan cuatro o cinco para los cubanos, que tenemos que sentarnos abajo, en las mesitas al aire libre, porque los salones altos son para los extranjeros. Arriba la variedad es mayor, aunque nunca como en la edad de oro del helado cubano.” (1998: 93) 6 De igual manera que la tortilla se ha convertido en el símbolo de la identidad mexicana, la metáfora del ajiaco le ha servido al antropólogo cubano Fernando Ortiz en su acercamiento a la cubanidad. Otro país que ha convertido la comida y la digestión en una poética identitaria es, por cierto, Brasil (‘Manifesto Antropofágico’). 7 El des/control respecto a la comida –incluyendo la distribución de los alimentos por el gobierno a través de la libreta de racionamiento– epitomiza la relación entre el poder y la comida. Viene aquí al caso el siguiente fragmento de El reino de este
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mundo de Alejo Carpentier que, según la perspicaz observación de Alicia E. Vadillo, establece un enlace metonímico revolución-comida-poder: “A golpe de pico se destriparon los barriles de escabeche. Abiertos de duelas, los toneles largaron el morapio a borbotones, enrojeciendo las faldas de las mujeres. Arrebatadas entre gritos y empellones, las damajuanas de aguardiente, las bombonas de ron, se estrellaron en las paredes. Riendo y peleando, los negros resbalaban sobre un jaboncillo de orégano, tomates adobados, alcaparras y huevas de arenque que clareaban sobre el suelo de ladrillos, al chorrear de un odrecillo de aceite rancio. Un negro desnudo se había metido, por broma, dentro de un tinajón lleno de manteca de cerdo. Dos viejas peleaban, en congo, por una olla de barro. Del techo se desprendían jamones y colas de abadejo. Sin meterse en la turbamulta, Ti Noel pegó la boca, largamente, con muchas bajadas de la nuez, a la canilla de un barril de vino español.” (49-50; citado por Vadillo) 8 La idea de crear El Cordón de La Habana llevó a un derribo masivo de huertos para crear plantaciones de café que nunca rindieron frutos. Más o menos en la misma época (1967-1968) la llamada Brigada Invasora Mecanizada Che Guevara arrasó miles de hectáreas de bosques y montes naturales, dejando como secuela la desertificación de varias zonas del país. 9 Durante mi última estadía en Cuba en 2007 las raciones mensuales de algunos alimentos básicos proporcionados cubiertas por la libreta eran las siguientes (por persona): arroz 2,27 kg; frijoles 0,45 kg; manteca de cerdo 0,91 kg; azúcar 1,36 kg; café 115 gr; sal 300 gr; 8 huevos; pollo 0,45 kg; 1 pan por día. La libreta incluye también algunos productos higiénicos (jabón, detergente, pasta de dientes). 10 En 1965 el cineasta brasileño Glauber Rocha propuso el término ‘la estética del hambre’ para plantear, tanto en términos éticos como estéticos, el problema de la representación de la miseria sin convertirla en un producto de consumo folclorizado. 11 El libro de Carol Adams, The Sexual Politics of Meat (1990) vincula la mitificación de la carne con las culturas patriarcales. Comer carne es asociado con la virilidad y muchos de los rituales antropófagos tienen que ver con los ritos masculinos de iniciación. 12 Aunque el título Manteca parece designar la grasa de la carne, el texto nos remite tanto a la pieza clásica del jazz afrocubano de Chano Pozo con el mismo título, así como al término que en la jerga popular de la época designaba la marihuana. 13 Anotemos aquí el perspicaz comentario de Johannes Birringer: “Portraying Cuba's economic and psychic disintegration in a painstakingly exact naturalist manner, with an audience responding emotionally to almost every single scene of (self)recognition, Manteca both questions the mythology of the home and the nation by depicting them as a decaying island ghetto filled with amputated families and broken revolutionary dreams, while at the same time appealing to the ethos of a spiritual resistencia and to the recreation of family unity as the only hope of redemption left for a society that needs to rebuild itself. Perhaps too obvious and stereotypical for my taste, the vision of ‘lo principal es la familia’ is articulated by the nurturing, sweet, and conciliatory female character, icon of self-sacrifice and endurance. Dulce's depressed and aggressive brothers carry the burden of acting out the schizophrenia of a situation in which life itself has become insupportable.” (Birringer 1996: 123) 14 Véase (consultado el 10.11.2009).
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Véase (consultado el 10.11.2009).
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La fonda de Edgardo Rodríguez Juliá: un sancocho literario Jacques Joset La guía gastronómica de Edgardo Rodríguez Juliá, Elogio de la fonda (2001), que presenta las mejores direcciones de restaurantes familiares “fondas, friquitines y lechoneras” de Puerto Rico, es también una especie de registro de los gustos culturales del autor. Su itinerario de los sabores locales cruza una y otra vez sendas literarias mediante la evocación de figuras y obras de Hispanoamérica, de Puerto Rico y del mundo occidental. Entre sus preferencias figuran unos escritores del así llamado “boom’ de la novela hispanoamericana y autores puertorriqueños del siglo XX.
Ahora que hay tanto gourmet en ciernes es importante subrayar que lo esencial a la hora de valorar la comida y la bebida es saber reconocer en un bocado o en un sorbo, aunque sea de pan y de vino, el valor poético y el estremecimiento físico que los convierten en una experiencia del deleite. (Jarque 2007: 14)
Este texto de un brevísimo recorte de presentación del reciente libro de Manuel Vicent, Comer y beber a mi manera parece ratificar la existencia de una ‘gastrocrítíca’ que apenas bautizada sufre heterodoxias epigonales como es la que sustituye nada menos que la terminología bien sentada de la intertextualidad por la precariedad de una perspectiva antes que nada temática.1 Nuestras disciplinas literarias tan apegadas a las imágenes tienen que desconfiar una y otra vez de las metáforas que transforman en espejismo metodológico, o sea en engaño intelectual, los objetos de sus indagaciones. Más legítimos y arraigados en la retórica, la vieja retórica que se remoza entre los postestructuralismos ya antiguos y más recientes subalternologías, son los estudios de la metáfora en tanto proceso que equipara cualquier referente y una realidad alimenticia (o recíprocamente). Nos invita explícitamente a explorar este campo Benjamín Torres Caballero, prologuista de las crónicas gastronómicas recopiladas en Elogio de la fonda, quien titula su texto ‘Historia de un guiso’ duplicando la metá-
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fora culinaria por otra, biológica, en las palabras de encabezamiento: “El tomo que el lector tiene en sus manos ha sido un proyecto colectivo de larga gestación, que además ha experimentado una radical metamorfosis.” (Torres Caballero 2001: 7) Notemos que ambas, la del alimento cocinado (guiso) y la del niño (larga gestación), que tienen como referente el libro que tenemos entre las manos, remiten en estructura profunda a las acciones de preparar (cocinar el guiso / seducir), experimentar un placer (saborear el plato / gozar del sexo), expulsar (los alimentos digeridos / parir), con perdón por estas aproximaciones verbales reñidas con la pudibundez pero el análisis semántico no tiene ni moral ni melindres. Del lado del referente las acciones correspondientes serían escribir, leer (le plaisir du texte) y comunicar lo leído (provocar le désir du texte). La historia de los tópicos retóricos relacionados con la alimentación se remonta, consabido es, a los testimonios más antiguos de la literatura occidental. La erudición de Ernst Robert Curtius puso de manifiesto metáforas alimenticias mediante las cuales Píndaro, Esquilo, Plauto y Cicerón designaban su quehacer literario y nos recordaba que el sentido de satura es ‘guiso de varios vegetales’ o sea, digo yo en castellano, ‘menestra’. El convivio de Dante era un ‘banquete’ para los hambrientos de ciencia y sabiduría (Curtius 1956: 166-167)2, mientras la Divina comedia era una fruta (Inferno, XX, 20) o alimento espiritual (Paradiso, X, 25) para el lector. (Curtius 1956: 400) Pero el libro no hubiera sido posible sin la escritura que Nono de Panópolis, escritor griego de finales de la Antigüedad, autor del poema mitológico Las Dionisiacas, condensó en una gráfica metáfora: “[Cadmo] había aprendido en su patria [Egipto] los misterios de una ciencia divina, la sabiduría egipcia […]. Y ahí había mamado la leche inefable de los libros sagrados; con una mano que inscribía al revés caracteres oblicuos, trazaba curvas complicadas.” (Nonnos de Panopolis 2003: 69-70; mi traducción) Así se transmitía el mito de la invención del alfabeto griego mediante una imagen toda delicadeza en la que se funden (άρρητον αμελγόμενος γάλα βίβλων)3, con quince siglos de anticipación, lo alimenticio y lo biológico de las metáforas de apertura del prólogo a las crónicas de Edgardo Rodríguez Juliá. Pasando el tiempo, las culturas y las religiones, la metáfora alimenticia sufrió traducciones a lo divino, entre las cuales recomiendo la siguiente por su mal gusto, por lo menos a la altura de un paladar actual:
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[…] los letrados y predicadores y aquellos a quien toca proponer al pueblo la doctrina divina y darles los manjares spirituales y a comer aquel celestial Cordero tienen necesidad de dárselo bien guisado y con salsas y saynetes como a enfermos de la salud del alma para que lo puedan comer […]. Y porque unos son aficionados a metro y otros a prosa, quise dar de todos manjares a todos para quitar el hastío, porque los sermones y las escripturas que al pueblo se ordenan han de ser compuestas de muchas yervas como ensalada […].
Este divino menjurje es preparación de un tal Antonio de Espinosa que nos da la receta en unas Reglas de bien vivir, publicadas en Burgos por Juan de Junta en 1552 (fol. sign. Ajv). Los ingredientes, con las “maneras” de guisarlos y aliños, vienen prestados del Desprecio del mundo (Zaragoza, 1546) de Antonio Sarmiento, señas de identidad detrás de las cuales se ocultaría quizá el mismo Espinosa, según Pedro M. Cátedra, a quien debemos la exhumación de esta cocina teológica (Cátedra, 2006). Y hablando de textos áureos resucitados recientemente, no me extrañaría que del sentido etimológico de satura se hubiese acordado Marcos Fernández cuando tituló la suya Olla podrida a la española, compuesta y sazonada en la descripción de Munster en Vesfalia, con salsa sarracena y africana […] (1655) (Vaíllo 2006).4 Este camino de la retórica lo dejaremos en el umbral del Elogio de la fonda por el hecho de que el propio Edgardo Rodríguez Juliá lo transita poco en su itinerario gastronómico de la isla.5 Éste, en cambio, cruza una y otra vez sendas literarias mediante la evocación de figuras y obras de Hispanoamérica, de Puerto Rico y de todo el mundo occidental. La novelística del así llamado boom se estampa desde la primera reseña de nuestro escritor, dedicada a la “fondita puertorriqueña por definición y excelencia” (21), ‘La Casita Blanca’, conocida de todos los nacionales y extranjeros aficionados a la cocina criolla. En esa crónica publicada por primera vez el 23 de septiembre de 1990 en el suplemento dominical ‘En Grande’ del periódico El Nuevo Día6, irrumpen dos ficciones de referencia: La entrada de La Casita Blanca es tan acogedora que parece soñada: desde la Calle Tapia la reconocemos sin pérdida; con su techo de cartón verde a ratos, ¿como la de Vargas Llosa?, es el punto de esquina que nos invita sin falla; necesariamente hubo ahí, en los tiempos del twist, un billar fatídico. Ese gallo enjaulado que está en la puerta es el del Coronel sin apellido, el de las ansias epistolares; el lugar cobra repentinamente un fuerte sabor latinoamericanocaribeño; por un momento nos olvidamos de que vivimos en la patria de
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Jacques Joset Burger King y del Coronel Sanders; nos pensamos, muy exóticamente, en Cartagena de Indias, o, mejor en Barranquilla. (22)
Fonda – La Casita Blanca (Cortesía de Aracelis Rodríguez).
Huelga decir que las novelas aludidas son La casa verde (1966) y El coronel no tiene quien le escriba (1961)7 cuyos títulos entrañan por asociación sendas alusiones al uso anterior algo sospechoso del local y al icono publicitario de los Kentucky Fried Chicken (Coronel Sanders), con insistencia particular sobre las ciudades donde el joven Gabriel García Márquez hizo sus pinitos periodísticos, lo mismo que Rodríguez Juliá como crítico gastronómico de El Nuevo Día. En filigrana de estas líneas se lee también la vigorosa reivindicación de la cocina puertorriqueña tradicional “mucho más nutrimental” que la de los “fast foods”, postura que redunda en el orgullo identitario de que hace gala el autor de La noche oscura del niño Avilés (1984) no sólo en su guía personal de las “fondas, friquitines y lechoneras” (10) de la Isla.8 Hacia la misma actitud ‘puertorriqueñista’ apunta la evocación del poeta Luis Palés Matos que el cronista imagina contemplando un bodegón pintado por un “naif artista del barrio”, Johnny Vázquez, para la fonda de Lalín, que “era uno de los dulces pocitos donde el
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vate curaba su neurastenia tropical con la afelpada euforia de los trinquis” (26). La pintura que representa “todos los temas de la abundante cornucopia puertorriqueña” fue recuperada por Jesús, dueño de ‘La Casita Blanca’, quien por lo tanto recibe su carta de nobleza de “fondero historicista” y “fondero postmodernista” de manos de un irónico Rodríguez Juliá.9 Éste, después de una “segunda botella de vino arzobispal” está a la espera de “la visita –o aparición– de Luis Palés Matos y el enano que veía en grande De Diego Padró, vestidos de dril escrupulosamente percudido, ambos en plan de francachela” (21-22). Como lo apunta Benjamín Torres Caballero, en el trasfondo de esta frase está el recuerdo del libro Luis Palés Matos y su trasmundo poético (1973) de José I. De Diego Padró “y las peñas de la “Mallorquina” y de “Ciro Malatrasi’s”, con su descripción de los espacios y los personajes de la bohemia”. (Torres Caballero 2001: 160) El cronista remata sus páginas dedicadas a ‘La Casita Blanca’ contradiciendo a Lawrence Durell. El autor de El cuarteto de Alejandría aconsejaba que nadie volviera al sitio donde había sido feliz. Yo, dice el comentarista gastronómico que se identifica con “el vate”, “no me puedo resistir a la tentación de volver a la Casita Blanca, es uno de los poquísimos pocitos dulces que nos van quedando” (27). Palés contra Lawrence, la isla eterna colonia contra la Isla colonial. Con más ambigüedad reaparece la tetralogía del novelista inglés esta vez como antítesis de la prensa people leída por un político del patio: “[…] añoremos, sin excesiva nostalgia, a Don Teodoro Moscoso, cuya lectura preferida, y de cabecera, era el Cuarteto de Alejandría…” (100). Pero no cabe duda de que el autor más referido en Elogio de la fonda sea la vedette del ‘boom’ literario hispanoamericano, Gabriel García Márquez, presente como vimos desde la primera reseña publicada en el suplemento de El Nuevo Día. Cuando el propietario de un friquitín del muelle del barrio sanjuanero de Puerta de Tierra retrata al dueño anterior como “un pobre señor tirado en el piso y que dormía entre la basura”, el culto y memorioso gastrónomo no vacila en identificarlo con “un viejo ángel, de los de García Márquez, sin las alas de la euforia o la ilusión, allí varado en el muelle, a veces pestilente” (58). La evocación de ‘Un señor muy viejo con unas alas enormes’ escrito en 1968 y publicado en 1972, es tanto más pertinente cuanto que el desgraciado protagonista del cuento aparece de repente en el
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patio convertido en lodazal de una casa a orillas del mar. Así reza la primera frase: Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos en el mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era a causa de la pestilencia. (García Márquez 1972: 11; mi énfasis)
El adjetivo pestilente de la crónica ‘Un friquitín muellero’es indicio si no de una relación de fuente stricto sensu, a lo mínimo de una reminiscencia bastante precisa. En cambio, la otra mención de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira es algo confusa: Doña Laura, quien se parece a la ayudante de la abuela Eréndira –justo, con abalorios y faldas de calicó–, es la alucinante valet del parking; estaciona los automóviles con la alegre autoridad de Úrsula y una amabilidad que es muy suya. (66)
Esa persona que trabaja en ‘El Gran Café’ de la Plaza del Mercado de Bayamón ¿se parece a la “abuela desalmada” del cuento o a la nieta? Si de aquélla se trata, hay un error de nombre y si de ésta, hay error de sintaxis. Y si hay errata, bajo reserva de verificar el texto tal y cómo apareció en el suplemento de El Nuevo Día, sugiero corregir el de Elogio de la fonda en ‘Doña Laura, quien se parece a Eréndira, la ayudante de la abuela…’ o, mejor, ‘a la ayudante de la abuela de ‘Eréndira’’ con referencia a la abreviación generalmente adoptada del título del cuento de 1972. Y aún así confieso que me sigue opaca la incisa “–justo, con abalorios y faldas de calicó–” que no hacen parte del vestuario de los personajes de García Márquez.10 Tampoco aclara mucho la mención de la fundadora de Macondo. La “alegre autoridad” no es precisamente la característica más destacada de Úrsula, quien permanece en la memoria de los lectores de Cien años de soledad en tanto transmisora de las tradiciones familiares de los Buendía o por su eterna vejez. Tampoco se distingue por la “excentricidad” achacada a doña Laura y, eso sí, a la abuela de Eréndira. Y nosotros achacaremos la poca coherencia de esas comparaciones literarias a la rapidez exigida de un cronista que no tiene siempre la posibilidad de revisar cuidadosamente lo escrito aunque hubiera podido subsanarse a la hora de la recopilación de las reseñas en 2001 como se hizo en otros casos.11
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Antes de volver a la presencia de las obras de Gabo en Elogio de la fonda, no quisiera abandonar las páginas dedicadas a ‘Otro Gran Café’ sin hacer hincapié en la nostalgia de la década de los años cincuenta que empapa el párrafo de apertura que resucita el primer Gran Café, el de la entrada de Arecibo, los “carritos del chicharronero” y “la afamada lechonera de Juan Román”. “Pero eso quedaba muy atrás, en los linderos entre Bayamón y Capara. ¿Ubi sunt?” (65) En latín en el texto para que nadie se equivoque: el crítico gastronómico no puede ocultar su cultura literaria y menciona a las claras el tópico, casi subgénero de la poesía medieval y renacentista.12 La crónica que precede ‘Otro Gran Café’ en el volumen es un canto de alabanza a la lechonera Flores de los montes de Aguas Buenas que dan lugar a otra recuperación de la memoria ancestral y a “la celebración de unas raíces personales y familiares” del autor (61): La casa solariega donde nació mi abuela ha desaparecido, aunque, por estos lares, sea fácil evocar a mis ancestros campesinos: Su padre, Don Francisco Flores, Papito Cico, mi bisabuelo, murió muy cerca de aquí, en los años veinte, a pocos pasos de la lechonera, mi abuela me contaba que en una reyerta de barrio, aunque fuera hombre perfectamente honorable. Murió destazado, como Santiago Nasar en Crónica de una muerte anunciada. (6162; la puntuación es la del original)
Tratándose de lechoneros y lechones, el encuentro de un recuerdo autobiográfico familiar con una ficción cuyo protagonista muere asesinado por matarifes que “tenían un criadero de cerdos, con su piedra de sacrificios y su mesa de destazar” (García Márquez 1981: 65-66) no puede ser más ocurrente. En ‘El fogón del mago Melquíades’ (70-74), Edgardo Rodríguez Juliá juega, como era de esperar, con el nombre del dueño de ‘El Mesón de Melquíades’ y el del personaje de Cien años de soledad, quien “sin duda vendría a comer aquí”. El cruce onomástico del ‘mago’ de la cocina del Barrio Culebras de Cayey y del personaje de la realidad ficticia recorre la crónica de cabo a rabo: asombrado por la tranquilidad de los niños que llenan el comedor, el autor sonríe “ante la posibilidad de que el duendecillo de Melquíades les haya dado un piloncito mágico” (71). El lector de García Márquez relaciona los “secretos” culinarios del mesonero (72) con las claves herméticas que estorban hasta el final de la novela el desciframiento de los manuscritos del “gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión”
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(García Márquez 200517: 83) profeta de la historia de Macondo. El explicit de la reseña también es de doble sentido: “El flan de calabaza es más substancioso que el de coco, la calabaza es de este modo el tic que abunda en el estilo culinario de Melquíades, porque todo buen arte está hecho de esas insistencias bien disimuladas” (74). ¿No serían “esas insistencias bien disimuladas” un buen rasgo de la escritura de García Márquez tan identificable que ya cuando se publicó la guía de Rodríguez Juliá (2001) lograban imitarlo los menos dotados y que ahora hasta el Premio Nóbel de Literatura 1982 remeda sus propios tics? Un último guiño a la obra de García Márquez es la tergiversación de un título famoso (como todos los suyos) que sale como remate de la descripción de los baños del restaurante ‘El Pomarrosas’ atiborrado de antigüedades de toda clase: El de las mujeres tiene una señora de la Hacienda del Siglo XVIII, con regadera en mano cuida su jardín. El de los hombres tiene una chamaca de la playa de El Alambique, la tanga apenas un gesto, el portentoso y “poderoso” trasero espetado al aire. Aquí están los emblemas de lo que una feminista de labios apretados llamaría la “sociedad patriarcal”, o el mal amor en los tiempos de la cólera. (111)
Dejando de lado la reflexión socarrona sobre el vocabulario cliché de moda en un sector de la crítica socioliteraria, llama la atención la distorsión jocosa sufrida por El amor en los tiempos del cólera (1985), con paso emblemático de un masculino a un femenino muy apropiado al caso, cruzado con un eco algo apagado del título no menos sonado de la obra de Juan Ruiz, Libro de buen amor, aunque, consabido es, la antítesis de “buen amor” según el Arcipreste de Hita no es ‘mal’ sino ‘loco amor’. Del feminismo al boom femenino no hay mucho trecho: la misma crónica donde estaba convocado el destino fatal de Santiago Nasar concluye con un título de quien bien supo aprovechar las lecciones de ‘realismo mágico’ de García Márquez: “[Los chilenos] tienen una gran tradición en el asado del lechón, recuerden los festines campestres de La casa de los espíritus [1982]” (64). Empecé esta nómina de los integrantes del boom masculino presentes en la guía gastronómica de Rodríguez Juliá (¡también llaman la atención los ausentes!) por el más joven, Vargas Llosa. La cerraré con la evocación algo críptica del mayor, Julio Cortázar. Visitando la
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fondita ‘El Pacífico’, el cronista de ‘En Grande’ se da cuenta de que el local ocupa el mismo espacio donde había actuado el cantante Daniel Santos venido a menos: “El fantasma de Daniel ronda por ahí, como diría Julio Cortázar evocando a Borges” (87). La memoria ha vuelto a ponerse en marcha junto con la nostalgia, como en muchos incipit de esas reseñas suyas. Son probablemente los mismos mecanismos que indujeron la escritura de La importancia de llamarse Daniel Santos (1988) de Luis Rafael Sánchez cuya sombra se desdibuja detrás de los fantasmas ya lejanos de Cortázar, muerto en París en 1984, y de Borges, que descansa en Ginebra para siempre jamás desde 1986.13 ¿Sería atrevido sospechar que Edgar Rodríguez Juliá colocó a Luis Rafael en la misma situación cronológica al rescatar en 1988 el espectro del músico emblemático de la canción popular hispanoamericana que iba a morir tan sólo en 1992? La evocación siquiera indirecta y posiblemente imaginaria del autor de La guaracha del macho Camacho nos lleva ahora a las sendas de la literatura puertorriqueña bien representada, como era de esperar, en la(s) memoria(s) culinaria(s) de Rodríguez Juliá, quien vuelve a mencionar a Wico bajo las señas del conocido apodo de Luis Rafael Sánchez en un recuerdo del amigo más que del escritor (114). Amiga también es Mayra Montero mencionada en la misma crónica (116) dedicada al ‘Polo Norte Bar and Grill’: “Los champiñones rellenos son de los mejores que he comido, estuve a punto del derrame, según Mayra Montero, el picadillo bastaría para comerlo con cuchara” (116). La puntuación un tanto equívoca no permite decidir si la apreciación de la escritora cubanopuertorriqueña tiene que ver con el estado físico del comilón o con el sabor del relleno. El contexto parece excluir la primera posibilidad: nadie acompaña al cronista en esa excursión gastronómica. Con mayor verosimilitud, Mayra Montero confirmó a posteriori el juicio de Rodríguez Juliá, como lo hace Rosario Ferré a propósito de un plato preparado por Raúl Flores, el de la lechonera, que ya conocemos: “A veces hay ñame brujo y la batata más dulce y primorosa que imaginarse puedan. Rosario Ferré la probó y me señaló, con justeza y justicia poética, que sabe a piña, perfecta descripción de mi exquisita colega” (64). Olga Nolla (“Olguita” así en diminutivo en el texto de Edgardo) es mencionada como la escritora que identificó y bautizó el concepto de “barroco campesino” del que la casa de Melquíades, el del Mesón que ya hemos visitado con García Márquez, es buen ejemplo (70).
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Entre las antiguallas del ‘Pomarrosas’, “en una de las vigas hay dibujos que más o menos representan a Corretjer, [… y] Sylvia Rexach” (108). Aquí se pone de manifiesto la ‘puertorriqueñidad’ de las dos personalidades de la poesía culta y popular de la Isla: así me lo hace suponer el que en el orden del discurso sus dibujos enmarcan otro de Albizu (“y todavía más Albizu Campos”) el héroe de la independencia siempre frustrada de Puerto Rico. Y por si fuera poco, compara Rodríguez Juliá el ‘Pomarrosas’ con una fonda de Río Piedras frecuentada por universitarios nacionalistas demasiado estrechos a su gusto: “Se trata de una especie de El Canario postnacionalista.”14 El poeta de Ciales vuelve a nombrarse y, a todas luces, citarse en un contexto jocoso que no corresponde a la imagen petrificada del vate de la patria puertorriqueña. De hecho en el ensayo agregado a las crónicas periodísticas, ‘Cena navideña’, se lee con sorpresa: “[…] a diferencia de nuestra reciente pasión macrobiótica aconsejada para la presión alta, no es posible la sobriedad o moderación (nombres todos de mujer, diría Juan Antonio Corretjer) con el lechón” (134). Entre los dedicatarios del ensayo añadido ‘Cena navideña’ figuran dos puertorriqueños: el poeta Luis Palés Matos, ya mencionado en la crónica inaugural ‘La Casita Blanca’ y Tomás Blanco, autor de una colección de ensayos Sobre Palés Matos (1950), de novelas y de cuentos, pero sobre todo conocido todavía hoy por su Prontuario histórico de Puerto Rico (1935) que “vendrá a constituirse, junto a Insularismo (1934), de Pedreira, en la otra columna principal sobre la que ha de asentarse por entonces el análisis de las esencias históricoculturales puertorriqueñas”. (Rivera de Álvarez 1983: 345) Dentro del ensayo propiamente dicho, Rodríguez Juliá recuerda la degustación de hayacas (pasteles de maíz) en casa de dos profesores universitarios: “[...]; también estaba de visita pastoral mi obispo favorito, José Luis González” (129).15 La metáfora humorística denota aquí la amistad que unía nuestro autor con el de El país de cuatro pisos, quien, para sellarla, le traía el “delicioso mole poblano” cada vez que de México regresaba a Puerto Rico (129).16 Manuel Ramos Otero es el último escritor puertorriqueño mencionado en ‘Cena navideña’ y, por lo tanto, en Elogio de la fonda. Rodríguez Juliá lo introduce en un paréntesis gráfico que interrumpe las varias recetas antillanas del pernil de cerdo deshuesado y cocinado al caldero, inventando sin saberlo ni mucho menos quererlo una ‘metagastrocrítica’, término de que seguro se burlaría el cronista reacio a la
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pedantería de lo presuntamente ‘nuevo’17: “(Por cierto, el admirado escritor Manuel Ramos Otero nos ofrece, en su libro de relatos Página en blanco y staccato, una variante china de este fino plato criollo, sustituyendo la cebolla con los cebollines)” (133). Al lado de los dedicatarios puertorriqueños de ‘Cena navideña’ figuran los cubanos José Lezama Lima, Severo Sarduy y Antonio Benítez Rojo convocados como testigos de un sistema culinario caribeño. A éste sólo se le recuerda en la misma dedicatoria como autor de La Isla que se repite (1998), pero a los dos exponentes del barroco cubano se les dedica más atención hasta arrancar el texto de una larga cita de Severo Sarduy que comenta una “misteriosa frase de Lezama Lima” (“La piña barroca de Sceaux”), “donde los manjares y frutas de la Península han sido sustituidos por la chisporroteante cornucopia insular” (119). Lezama y Sarduy siguen cruzando palabras y obras de culto en una personal aproximación de Rodríguez Juliá a los orígenes del sistema culinario caribeño, recuperando la imagen de la cornucopia tropical obsesivamente recurrente a lo largo de Elogio de la fonda: En la novela Paradiso la escena fundante del convite se encandila con los ritos alimenticios de la familia cubana, ya sentados todos a la mesa. Esta, mi cena que celebra la Navidad, esa siempre imposible inauguración de la mansedumbre de Cristo en el mundo, se allegará a unos signos más perturbadores: la piña barroca de Lezama es la idea de la cornucopia derramada, de la casa volcada por la ventana, o sea, del cuerno barroco de la abundancia. Pero ¿de dónde son los cantantes? ¿De dónde nos han llegado tantos manjares?, preguntaré aquí. Nos llegan de las distintas constelaciones de la cocina caribeña, en esa sigilosa y ancestral emigración de isla en isla, peregrinación que conforma nuestro Caribe horizontal. (120)
Y Rodríguez Juliá riza el rizo acordándose y recordándonos a la hora del postre que al abrir su ensayo había exaltado “lo ‘abrillantado’ ” de la escritura de Lezama (119): “Los dulces brillantes llamados pastas son parientes del membrillo peninsular, variante criolla de los abrillantados de Sarduy” (135). En ‘El gusto de las tres Marías’, el cronista había remedado lo retorcido de la escritura barroca del cubano al irrumpir con voz propia en el discurso indirecto libre de una cocinera vasca a la que se le pregunta (...) por la ausencia de pasas en el bacalao a la vizcaína nos mira con ese, pues hombre, no faltaba más –tan poco celtíbero–, que nunca ha llevado pasas, que
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Dudamos mucho de que Micaela, la cocinera de la fonda gallega ‘Maruja’, oriunda de San Sebastián, haya oído nombrar al autor de Paradiso y menos leído la novela con la “escena fundante del convite”. Volviendo a la ‘Cena navideña’, ésta como la cocina criolla toda es inconcebible sin el aporte africano. Aquí el crítico gastronómico, casi humilde transmisor de recetas familiares en el ensayo añadido, recurre a la sabiduría del antropólogo brasilero Gilberto Freyre para quien “envolver manjares o dulces en hoja de plátano es casi una seña inequívoca, o emblema, de la fuerte presencia africana en nuestra cultura” (129). Con Gilberto Freyre acabamos de salir del orbe literario hispanoamericano. Ya vimos que, con la mención de Lawrence Durell en la primera reseña publicada, se ensanchaba la biblioteca de Rodríguez Juliá a toda la literatura occidental. Pasemos rápidamente en revista esas lecturas integradas en Elogio de la fonda, empezando por supuesto por la literatura escrita en su propia lengua. Vinculado a los de la “nueva novela hispanoamericana” por la gracia de Carlos Fuentes (1969: 78-84), Juan Goytisolo comenta la pesadez de las alcapurrias de Piñones: “¡Son terribles!”, hubiera exclamado delante de Rodríguez Juliá, quien, comparándolas con las del ‘Mesón de Melquíades’, aligeradas por la yautía de la masa, le contesta medio socarrón desde la reseña de ‘En Grande’: “Se agradece la poca vaselina hispánica, Conde Juan Julián…” (72-73). El contexto de comilona en un puesto de la playa de Piñones le quita todo dramatismo a la cita del clásico Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (“a las cinco de la tarde y sin los tarros que nublaron los ojos de Ignacio Sánchez”, 79). Con perdón por la pedantería de la referencia, nos las habemos con un reciclaje paródico muy postmoderno de Federico García Lorca. Y sin perdón, digamos que es iconoclasta. Los escritores norteamericanos como todo lo que huele a yanquilandia no son del santo del crítico gastronómico Edgardo Rodríguez Juliá, con excepción de Ernest Hemingway posiblemente por la estrecha y vital complicidad que éste sintió por las culturas hispánicas. Precisamente su sombra cruza la madrileña plaza de Santa Ana para
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entrar en “La Cervecería Alemana, un bar de gran notoriedad” (90) sin que esta evocación agregue ni quite argumento a la descripción de la paella preferida de nuestro cronista. También le atribuye a Hemingway una cita divertida para retratar a una “pareja de amigas cuarentonas que, […], “ya no podrían negociar bien las caderas”” (109). Hasta aquí, pues, los ingredientes del sancocho literario de Elogio de la fonda, o sea la memoria literaria de su autor en tanto crítico gastronómico aunque, como vimos una y otra vez, se trata muchas veces de una memoria de amistades o de un uso retórico, ornamental, de su cultura letrada. Pero la memoria es también un problema de vasos comunicantes. No me cabe duda de que esa memoria literaria tiene conexiones con el “paladar memoria” definido por un antropólogo cultural que dedicó sus quehaceres de investigador a la cocina puertorriqueña, como “la formación de una intimidad alimentaria modelada por circunstancias materiales, la cocina de las madres, la reiteración de confecciones, y los ‘principios de sabor’”. (Ortiz Cuadra 2006: 19) La fórmula se parece demasiado al “ceremonioso paladar de los antepasados” (34) de Edgardo Rodríguez Juliá para que entre paladar y paladar no hubiese contacto. Notas 1
Por lo tanto me permito no compartir las aserciones y terminología metodológicas de Morell (2006). 2 Siglos antes, Isaac Casaubon había recordado la etimología de satura en su repertorio De satyrica graecorum poesí, & romanorum, satira libri duo, in quibus etiam poetae recensentur, qui in utraque poesi floruerunt, París: A. y H. Drouart, 1605. 3 Huelga decir que no hay que buscar en este mito ni una huella de la historia verdadera de la escritura ni siquiera de la tradición sobre la misma anterior a Nono. El poeta, nacido en Egipto como el héroe transmisor de civilizaciones por él cantado, deriva el alfabeto griego de los hieroglíficos de su patria con alguna interferencia de la escritura fenicia (véase la noticia de P. Chuvin en Nonnos de Panopolis, 2003: 44-45). 4 Modernizo la ortografía y puntuación del título. 5 Un ejemplo sacado de la crónica ‘Méndez y su sabrosa compañía’: “una verdadera epopeya del yantar.” (Rodríguez Juliá 2001: 43) 6 Véase el prólogo de Torres Caballero (2001: 7) La ‘aventura culinaria’ terminó el 10 de septiembre de 1995. La recopilación bajo forma de libro es una revisión de las crónicas de ‘En Grande’ a las cuales se agregan otras reseñas y ensayos de Rodríguez Juliá (‘El antiguo sabor’, ‘Camino al Polo Norte Bar and Grill’, ‘Elogio de la fonda’, ‘Cena navideña’) así como el prólogo ya mencionado y un epílogo del mismo B. Torres Caballero, ‘Para comer en puertorriqueño: la función de la comida en la obra de Edgardo Rodríguez Juliá’.
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Para la cronología de la génesis, publicación en revista y bajo forma de libro de El coronel…, véase la introducción a mi edición de Cien años de soledad. (García Márquez, 2005: 15 n. 8) 8 Para la descalificación de los fast foods y la defensa de la comida criolla en Elogio de la fonda, véase Ortiz Cuadra, 2006: 282; para la presencia de la comida en la obra publicada de Edgardo Rodríguez Juliá, véase el epílogo de B. Torres Caballero citado. 9 El desprecio irónico de Rodríguez Juliá para con lo postmoderno se nota en expresiones tales como, hablando de ‘El Jibarito’: […] es una fonda algo gentrified; so pena de ponerme paranoico, detecto ya el germen gentilicio wow; hay cierta pavonería postmodernista en el aire” (51). Según Torres Caballero (2001: 165), en materia culinaria, el crítico gastronómico de ‘En Grande’ relaciona postmodernidad y “nouvelle cuisine portoricaine”, objeto de su sorna y pullas repetidas. 10 Lo que más se acerca al “calicó” de Rodríguez Juliá es el “vestido de flores ecuatoriales” que le pone Eréndira a la abuela. (García Márquez 1972: 98) 11 “[…] Rodríguez Juliá escribió versiones más largas de casi todas las reseñas de la serie en las que aborda tanto comida como ambiente. Esas versiones hasta ahora inéditas son las que aparecen en ese tomo.” (Torres Caballero, 2001: 8) 12 Véase el pormenorizado estudio de Morreale (1975). 13 En los comentarios que siguieron la presentación oral de este texto, mi querido amigo Patrick Collard propuso que en el propio título de la guía de Rodríguez Juliá hubiera otra evocación de Borges. De hecho, son notables los ecos fonéticos entre Elogio de la sOMbrA y Elogio de la fONdA. 14 No me parece relevante para mi propósito esa “plancha de vapor que perteneció a la abuela de Corretjer” (109), metáfora por “muy vieja” integrada en un retrato gracioso bajo forma de interrogación retórica. La casi contigüidad con el anterior dibujo que representa al poeta explica la aparición fantaseada de su abuela. Sobre el ambiente “estrechamente ‘puertorriqueñista’”de ‘El Canario’, véase Rodríguez Juliá. (2001: 14) 15 Cito el contexto completo: las hayacas se han conservado “muy significativamente, entre la pequeña y alta burguesía de Puerto Rico, lo que podríamos llamar el old Porto Rican upper middle class. Una vez las comí muy elegantemente en casa de Luce López Baralt y Arturo Echavarría; también estaba mi obispo…” (129). 16 Torres Caballero (2001: 166), cita acertadamente el libro de sociología históricopolítica de José Luis González en su comentario de la hibridez cultural de la cocina antillana. 17 Son a veces despiadados sus ataques a la “nouvelle cuisine portoricaine”, de la que condena menos la creatividad que la presunción. Habla, por ejemplo, del sabor “elegante, sutil, casi nouvelle cuisine, pero sin pretensiones ni títulos rimbombantes” de las patitas de cerdo del “Mesón de Melquíades” (74). Véase también supra.
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El Conde en la cocina de Jose Patrick Collard De las novelas de Leonardo Padura, se examinan las seis cuyo protagonista es Mario Conde y que pertenecen al género policiaco o detectivesco. La comida y su carencia son un verdadero leitmotiv tratado en general con sarcasmo e ironía. De las seis novelas, la que más llama la atención es La neblina del ayer (2005). No sólo por la extensión de algunas escenas de gastronomía, sino por el desarrollo de manera muy insistente de la relación entre el libro (y su consumo) y la comida (y su carencia). En casa de Josefina, madre del amigo íntimo del Conde, se hacen realidad los sueños. La cocina de Jose es el espacio de la maravilla, explícitamente designada como tal, que se hace realidad. Este tipo de contexto culinario, revela la intención de actualizar, irónica y subversivamente, el viejo realismo maravilloso carpentieriano.
Pasado perfecto (1ª ed. 1991), Vientos de Cuaresma (1ª ed.1994) Máscaras (1ª ed. 1997), Paisaje de Otoño (1ª ed. 1998), Adiós, Hemingway (1ª ed. 2003) y La neblina del ayer (1a ed. 2005) son las seis novelas en las que se basa esta contribución. Hasta ahora las seis que en la obra de Leonardo Padura Fuentes (La Habana, 1955) pertenecen al género policiaco o de detective, y tienen un mismo protagonista, Mario Conde, ‘el Conde’. Aunque también La novela de mi vida (2002), que desarrolla en paralelo un drama de delación en la Cuba de hoy y la vida del poeta decimonónico José María de Heredia, tiene un marcado carácter de trama de investigación detectivesca; pero sin la presencia de Mario Conde. Este nostálgico incurable respecto de su adolescencia, era, antes de volverse comprador y vendedor de libros de segunda mano, un policía bastante atípico, experto y apasionado bibliófilo, preocupado por cuestiones artísticas y metafísicas. El Conde es gran bebedor de ron y experto fumador de habanos, y en todo caso “fanático de las mesas abundantes”. (Padura Fuentes 2000: 31) Su único fanatismo, por cierto y eso en un país en que su ejercicio no está al alcance de cualquiera, ni mucho menos del Conde, para quien sólo es posible gracias a la cocina de Josefina –Jose– la madre de su amigo el Flaco Carlos. Leonardo Padura acude al conocido procedi-
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miento de la creación de un mundo familiar para el lector, por la presencia de un núcleo fijo de personajes relacionados entre sí que reaparecen y por las alusiones a episodios y personas evocados en otras novelas. Para Wilkinson, Mario Conde ostenta un notable parecido con Detective Inspector Jack Regan de la serie televisiva The Sweeney producida por Thames Televisión para ITV (1975-1978); entre otras cosas “Regan drinks, smokes and is divorced as well as having this ambiguous attitude forwards the society he is supposed to serve”. (Wilkinson 2006: 165)1 1. Novelas sociales sobre el Período Especial El proyecto inicial contenía una evidente referencia a las Sonatas de Valle-Inclán (y a Vivaldi) ya que las cuatro primeras formaban un ciclo llamado “Las cuatro estaciones”. Quizás sea un poco más ValleInclán que Vivaldi, ya que se pueden rastrear otros momentos intertextuales que apuntan al sarcástico y genial escritor gallego. Por ejemplo: en su primera aparición, el mulato Juan Tenorio está descrito como “feo, amable y latoso”. (2006b: 47) La referencia al marqués de Bradomín –Don Juan “feo, católico y sentimental”– es, por supuesto transparente. Y, para volver al telón de fondo ambiental, efectivamente, en cuatro de las novelas (Máscaras, Paisaje de otoño, Pasado perfecto y Vientos de cuaresma) el desarrollo del argumento está pautado por toques descriptivos de elementos meteorológicos propios del período del año, que en el caso de Vientos de cuaresma y Paisaje de otoño se anuncian desde el título. El tiempo del relato se sitúa, dependiendo de la novela, entre 1989 y 2003 (La neblina del ayer, cuyo título es un verso de Vete de mí, uno de los boleros preferidos del autor), lo que significa que en las cuatro primeras, las que inicialmente formaban ‘Las cuatro estaciones’, dicho tiempo del relato es el del Período Especial. Pero las encuestas criminales del Conde necesariamente implican analepsis cuyo conjunto ofrece un resumen de las grandes líneas de la historia social y cultural de Cuba desde el principio de los años cincuenta del siglo XX, al mismo tiempo que conforma también una biografía de Mario Conde. Es éste un hombre de la misma edad que el autor (nacido en 1955) y de quien el novelista declara entre otras cosas, que en Pasado Perfecto creó al personaje para que tuviera “mis ojos, mi voz, mi modo de ver y entender la
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realidad y muchas cosas de la vida”. (Political Affairs 2006: 6) Y en otra entrevista añadió: “Mario Conde no es mi alter ego, pero sí es en muchos sentidos la forma en la cual yo veo la realidad cubana y veo incluso la interioridad de un persona.” (Wieser 2005: 7) Dice explícitamente algo que cualquier lector comprueba muy pronto: que utiliza los “recursos, formas y estructuras del género policial” para producir novelas en rigor sociales –es decir de crítica social– que sean un reflejo “de lo que ha sido la vida cubana y la sociedad cubana en estos últimos años”. (Wieser 2005: 2) En la larga lista de sus admiraciones y modelos literarios declarados figuran Dashiell Hammett, Chandler, Chester Himes, Jean Patrick Manchette, Paco Taibo II y, cómo no, ese otro gastrónomo compulsivo, extraviado, igual que Padura, en el género policial: Manuel Vázquez Montalbán, además de Salinger, Carpentier, Lezama Lima, Hemingway, Virgilio Piñera, etc.. Desde el punto de vista de la actual generación literaria, el mismo Padura subraya sus afinidades con Abilio Estévez, Pedro Juan Gutiérrez y Jesús Díaz, con quienes comparte “ese sentimiento de desencanto, esa nostalgia por un pasado, esa visión un poco apocalíptica de La Habana y de la sociedad cubana”. (Wieser 2005: 3) “Un poco” son palabras más bien eufemísticas, porque las encuestas criminales (que ponen al desnudo todo un mundo de corrupción, arribismo, abuso de poder, tráfico de influencias, droga, censura, discriminación sexual, mercado negro…) se desarrollan sobre un telón de fondo de miseria, y en particular de hambre, de colas ante las tiendas, de racionamiento, de lucha cotidiana por la subsistencia y de alcoholismo. Por eso me parece que debamos tomar cum grano salis las palabras de Alfonso Molina cuando éste afirma que “no hay en ninguna de sus novelas una frase en contra del socialismo, de Fidel, de un régimen que restringe las libertades y encarcela disidentes”. (2007: 2) Por eso también hay que destacar que las citadas afinidades de Padura, corren parejas con su crítica fundamental de la literatura detectivesca que se practicaba en Cuba en los años 80. El trabajo de Wilkinson pone de relieve el carácter innovador de Padura: “The new times provided a challenge for novelists. In this respect, I suggest that the advent of Leonardo Padura Fuentes’s ‘problematic’ policeman carácter, Mario Conde, marked the realization that the Cuban revolutionary Zeitgeist changed during the 1990s.” (2006: 160) Los personajes de Leonardo Padura parecen buscar compensaciones a todas sus frustraciones –sentimentales, económicas e ideológi-
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cas– en el consumo impresionante de ron de distintas marcas y procedencia (y el subsiguiente consumo de la duralgina del morning after). De los seis títulos quizás sea Vientos de cuaresma el más significativo en cuanto a ese ambiente ‘un poco’ apocalíptico ya que une la intemperie (la espera de un huracán como pronto se entera el lector) con un período de ayuna purificadora. La comida y su carencia son un verdadero leitmotiv con alusiones de contenido a veces dramático, como en este fragmento: “Pero hoy me encontré con uno que fue mayor del ejército y la verdad es que está a punto de morirse de hambre […].” (Padura 2005b: 51) Pero es un leitmotiv tratado en general, precisémoslo, con sarcasmo e ironía. Véase por ejemplo la reflexión filosófica que al Conde le inspira una conversación entre dos mujeres “que habían cambiado el tema de los huevos por el del pollo, que seguía sin venir a la carnicería. Lo mismo de siempre: ¿El huevo o la gallina?” (Padura 2007: 199-200) O el panorama desolador ofrecido por frigorífico del Conde: Desde las tinieblas de sus tripas escuchó una llamada pavorosa. Ir a implorarle a Josefina un plato de comida era injusto a aquella hora de la tarde […] y decidió ganarse otro mérito laboral preparándose su propio almuerzo. […] abrió el refrigerador y descubrió la dramática soledad de dos huevos posiblemente prehistóricos y un pedazo de pan que bien pudo haber asistido al sitio de Stalingrado. En una manteca con sabor heterodoxo de fritadas excluyentes dejó caer los dos huevos, mientras con la punta del tenedor tostaba sobre la llama las dos rebanadas que logró arrancarle al corazón de acero del pan. Puro realismo socialista, se dijo. (Padura 2007: 148)
La cita es una buena muestra de la acumulación de guiños al lector. Se habrá observado la presencia –frecuentísima en Padura– de referencias intertextuales en plan humorístico: primero, los inolvidables huevos prehistóricos del primer párrafo de Cien años de soledad (reforzados por la misma palabra soledad) y la canción Corazón de acero de Mar de Copas. El sintagma “realismo socialista” parece transformar la evocación de la nevera en obra pictórica o en fragmento literario hecho según las consignas de la estética estalinista; pero la lectura que obviamente se insinúa, mejor dicho se impone, implica la sustitución de ‘realismo’ por ‘realidad’. De las seis novelas comentadas, la más interesante desde el punto de vista que nos ocupa aquí es sin duda la más larga del grupo, La neblina del ayer. No sólo por la extensión de algunas escenas de gastronomía, sino por ser la novela en la que Padura desarrolla de manera
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muy insistente, y desde distintos ángulos, la relación entre el libro (y su consumo) y la comida (y su carencia). Los ocupantes de una casa ex señorial del Vedado, ahora “decrépita mansión” (Padura 2005b: 20)2, deciden vender lo que puedan de la valiosa biblioteca que perteneció a la familia aristocrática propietaria de la casa antes de la Revolución. Conde y su compadre Yoyi examinan los estantes, “cataban los libros”; los libros más valiosos son “delicatessen”, mientras que tanto para los dos inquilinos, los hermanos Amalia y Dionisio Ferrero, como para el Conde la primera función de la compraventa de aquellos libros es la de proporcionar comida: “[...] estaba ante veinte, treinta posibles tesoros bibliográficos, capaces por sí solos de matar –o al menos de aturdir por un buen tiempo– el hambre de los hermanos Ferrero y la suya propia” (24). Y efectivamente el Conde nota que con la primera entrega del dinero los hermanos “se habían regalado un banquete excepcional” (66). Especial relieve cobra un tic de la hermana, “la impulsiva necesidad de comerse las uñas y la piel de sus alrededores” (39). Que Padura oriente al lector hacia una relación entre dicha “impulsiva necesidad” y una expresión exacerbada del hambre, lo muestra la escena de la segunda entrega de dinero por los libros: Mientras Dionisio, ensimismado, contaba el dinero, Amalia no sabía dónde posar sus ojos acuosos […] Sin poder contenerse, la mujer se llevó uno de sus dedos a la boca y empezó a morder la piel que rodeaba la uña, lacerada más allá del borde del dedo, y en su rostro afloró una sombra de dolorosa satisfacción autofágica. […] Al Conde le pareció auténtica la expresión de extrañeza e incomprensión con que lo observó Amalia, que de mala gana abandonó su afición caníbal. (73)
De modo irónico se sugiere pues que el canibalismo autofágico podría ser el último recurso contra el hambre en Cuba. La escena recuerda una cita en la primera nota de Elzbieta Sklodowska, en este mismo volumen, acerca de un espectáculo cubano que contenía una escena de autofagia. Por supuesto, también el cuento ‘La carne’ de Virgilio Piñera planea sobre este fragmento. Nótese que en Paisaje de otoño, el Conde también experimenta el fenómeno, “el deseo de tirarse en la cama fue rebatido por el murmullo torpe de sus intestinos, clamantes al borde de la autofagia”. (Padura Fuentes 2006a: 153) Pero toda la atención gastro-bibliófila del Conde se centra de pronto en el descubrimiento de ¿Gusta usted? Prontuario culinario y … necesario “impreso por Úcar y García en 1956, e ilustrado por el gran caricaturista
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Conrado Massaguer” (38). Un libro por supuesto auténtico y que por cierto fue reeditado en Miami en 1999 con el título de: ¿Gusta usted? ¿Cómo cocinan los cubanos?: prontuario culinario y necesario: lo mejor y lo clásico de la cocina cubana. Pensando en su propio interés gastronómico, el bibliófilo Conde decide regalar el libro a Josefina, por supuesto, para que ella aplique su arte a la realización de algunas de las recetas contenidas en el libro, y a base de ingredientes comprados con el dinero ganado por el Conde en su compraventa. Cuando el Conde le enseña al Flaco el libro ¿Gusta usted? Prontuario etc. rinde un bonito homenaje al poder del texto, a la vez que vuelve a denunciar la dramática y vergonzante realidad social del hambre: –Pero para abrirlo la primera condición es tener delante una mesa con bastante comida, porque si no, uno puede morir de hambre en la primera receta. […] –[…] Este libro está lleno de recetas imposibles. –Ése es un libro subversivo, tú – concluyó Carlos. –Casi terrorista. (51)
Se podría decir que aquí Padura subvierte el discurso oficial en cuanto al mismo concepto de subversión. En una novela en que la comida ocupa un lugar tan destacado, aparece pues un libro del que salen recetas preparadas por Jose… Estamos ante un caso como de procedimiento en abismo que no hace sino subrayar la importancia de dicho tema. Tan importante, que cuando el Conde, dormido, tiene un sueño, calificado de “recurrente”, con una vida de pareja, en la imagen de la felicidad van unidas la intimidad sentimental y sexual con la comida: Habría aprovechado la mañana para escribir –claro, una historia simple y conmovedora sobre la amistad y el amor– ahora, con los cordeles bien cebados en el mar, esperaría a que la suerte pusiera en su anzuelo un lindo pescado para la comida de esa noche. En una roca cercana […] una mujer dorada de tanto sol leía las páginas que él había escrito ese día. Con ella haría el amor en la ducha, al anochecer, mientras que el olor del pescado que se cocinaba en el horno invadía el espacio de aquel sueño recurrente. (Padura 2007: 215)
En notable contraste con la miseria cotidiana del mundo exterior, está un lugar de ensueño: la casa siempre abierta del Flaco Carlos y su madre Jose. Es el espacio entrañable de una sorprendente e improbable abundancia gastronómica estrechamente unida al cariño y la amistad: el verdadero locus amoenus de las seis novelas. En cada una de
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ellas vemos al Conde visitando una o más veces a su amigo Carlos, de quien obsesivamente se repite que “ya no es flaco”. Él es el vivo y doloroso recuerdo de la presencia militar cubana en Angola, donde en 1981 una bala le destrozó la médula convirtiéndole en un inválido para el resto de una vida destinada a ser breve. Con él, y eventualmente otros amigos (el Conejito, Andrés, Tamara), el Conde se emborracha de manera bastante sistemática y se entrega a memorables comilonas, productos de las artes casi mágicas –luego se comentará este adjetivo– de Josefina, la cariñosa Buena Samaritana del siempre hambriento protagonista. La comida es como el emblema más característico de su amor materno al hijo inválido: “[…] se dedicó a vivir para su hijo […] y el acto de alimentarlo cada día era tal vez el ritual más completo en que se expresaba el dolor de su cariño.” (Padura Fuentes 2000: 187) Los episodios que transcurren en casa de Carlos y Josefina, le proporcionan al lector, igual que en las novelas de Manual Vázquez Montalbán, descripciones detalladas (unas quince) de menús, con sus ingredientes y a veces sus recetas; por ese detallismo la lista de productos elaborados por Josefina es impresionante. Y por lo opíparas que son las comidas de Jose, ésta aparece, explícitamente, como una contrafigura de la conocida cocinera y presentadora de televisión Nitza Villapol (1923-1998), de quien escribió Manuel Vázquez Montalbán: Para Fidel, una de las principales Marías Auxiliadoras de revolución era la divulgadora televisiva Nitza Villapol, que ya venía de los tiempos de Batista y que durante el periodo especial en tiempo de paz estuvo dos años dando recetas de cocina en las que no intervenía la carne: patatas asadas con cebolla o con ajiaco o con grasa de cerdo y zumo de naranja, mayonesa de papa, postre de papas con corteza de naranja y azúcar, platos que Alina [la hija de Castro] recitaba con voz gangosa, asqueada. (2008: 47)
La poca valoración que les merece Nitza Villapol al narrador de Vientos de cuaresma y a Josefina queda definida sin rodeos: “Por ver televisión digería hasta los programas de cocina de Nitza Villapol, sólo por el placer de enmendarle la plana cuando descubría ausencias o añadidos torpes en ciertas recetas de la especialista” (124). Conde es consumidor de libro, Jose de televisión; se habrá observado el juego con el verbo “digerir” en este contexto culinario en el que la preposición “hasta” coloca sin apelación los programas evocados en la categoría de alimentos indigestos o poco atractivos. A su nivel, la reacción
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de Jose es acto rebelión, aunque humilde, contra el discurso oficial representado en este caso por Nitza Villapol y la televisión. 2. El texto-recetario Me detengo a continuación en el marco, las motivaciones y técnicas descriptivas de estas escenas. Señalo gustoso –sin juego de palabras– que me ha sido muy útil cotejar estas descripciones con las recetas y los comentarios de René Vázquez Díaz en su apetitoso libro El sabor de Cuba. Comer y beber. En Máscaras, el pavo relleno al congrí, “plato compuesto de arroz y frijoles colorados” (Vázquez Díaz 2002: 203) se anuncia como la recompensa que le da Jose al Conde por el cuento que éste había escrito y que le había gustado a ella. La relación entre la creación literaria y la gastronómica es directa y explícita: “Le voy a dar de leer el cuento a la vieja y, si le gusta, prepárate a comer bien. –¿Y si no le gusta? –Arroz y tortilla.” (Padura Fuentes 2005a: 194) Nótese la amenaza; el castigo por el fracaso literario es el plato banal y cotidiano. Una vez más, va unido el consumo de dos alimentos: la comida y la cultura, que es unión de larga tradición literaria y frecuente en Leonardo Padura. A continuación cito excepcionalmente la receta completa de un fragmento típico, para que se tenga cabal idea del sistema descriptivo practicado por el novelista y su manera de integrar dicha receta en la narración: Josefina se sopló la nariz con su pañuelito, y dijo: –Ay, mi hijo, pobre muchacha que la maten así por gusto. A ti se te ocurre cada cosa, chico. Y ese pobre guagüero…Pero me conmovió y como este hijo mío dice que es el mejor cuento cubano pues me inspiré un poco y me puse a pensar qué podía hacerles de comida para que no se tome el ron con la barriga vacía y lo que hice fue una bobería, lo primero que se me ocurrió aunque creo que se me está quedando rico: un pavo relleno con congrí. –¿un pavo? –¿relleno? -Sí, si es muy fácil de hacer…. Miren, ayer compré el pavo y como hoy descongelé el refrigerador, todavía estaba suave para que queden aciditos, como a ustedes les gustan, ¿no? –Sí, sí, a mí me gustan. –Y a mí también. –¿Y qué más? –Bueno, entonces le eché el arroz blanco para hacer el congrí, y le puse laurel, un poco más de orégano, así al desprecio, un tin de sal, y un aguacero de
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cebolla picada en cuadritos. Entonces esperé a que el arroz se secara, pero sin que el grano se ablandara todavía, claro, y lo apagué y con ese congrí rellené el pavo, para que se termine de cocinar allá dentro, ¿verdad? Mira tú, ¿tú sabes lo que no tenía? Palillos de dientes para cerrarlo… Así que le puse unos tallitos de naranja agria, que son bien duros…Y, claro, los metí en el horno, así que no se desesperen, que eso demora un poco. Tómense su traguito tranquilos, que a las nueve y media debe estar ya. Échame aquí un poquito de ron a mí… Así, poquito, ya, ya, Condesito, que me voy a emborrachar… –¿Y cuánta gente come de eso, Jose? –Como el guanajo tenía ocho libras, debe alcanzar para diez o doce gentes… pero con ustedes dos… Bueno, espero que quede algo para el almuerzo de mañana. Voy a echarle un vistazo. –¿Oíste eso, salvaje? Esta vieja está loca. –Y lo que me pregunto es de dónde coño ella saca todo eso… Lo único que no tenía eran palillos de dientes. –No seas tan policía, tú. Dame un trago… Este ron está bueno para agarrar un buen peo y salir volando. –¿Qué te pasa, Flaco? […] (Padura Fuentes 2005a: 195)
Congrí. Foto de Merja Vázquez Díaz. [Vázquez Díaz, René. 2002. El sabor de Cuba. Comer y beber. Los 5 sentidos: Tusquets, Barcelona: 106.]
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La escena contiene tres elementos recurrentes en las escenas similares de las distintas novelas, que contribuyen a la creación de ese universo familiar y reconocible al que he aludido al principio: la insistencia en la insaciabilidad de los comensales, el asombro de los presentes y la pregunta por la procedencia de tantos productos culinarios Luego volveremos sobre dichos elementos. Vemos que aquí la enunciación de la receta preparada a modo de recompensa por un placer producido por un texto literario (el cuento del Conde) se convierte a su vez en cuento, en relato oral, imitador del estilo coloquial, de Jose. La narración incluye la reacción de oyentes, adultos que se vuelven niños maravillados… y hambrientos. Estamos ante una especie de ejercicio de estilo –por cierto muy a lo Vázquez Montalbán– como respuesta a la pregunta de cómo incorporar de manera vívida, en una escena que sigue dialogada, una receta, que suele ser un trozo descriptivo con reglas propias. Dicho de otro modo: aunque el trozo contenga una receta, en rigor no lo es ni podría figurar tal cual en un recetario. Sigue siendo un fragmento en inconfundible prosa novelesca. El capítulo termina con la reaparición de dos temas del relato: la nostalgia de Flaco respecto de Dulcita y el tema de las máscaras (sociales). Con lo que la escena apenas si constituye una interrupción en la trama; queda perfectamente enmarcada en el asunto principal del relato. Sin citar ya de manera tan extensa, señalo a continuación los otros fragmentos más representativos para el asunto tratado. Pasado perfecto ofrece un ejemplo de lo que se podría llamar la frustración producida por la receta in absentia. El Conde llama a Jose para felicitarla por su cumpleaños, ya que su trabajo le impide asistir al almuerzo de cumpleaños de su interlocutora: “–Lo que te pierdes, muchacho. – ¿Something special? –No, nothing special pero muy rico. Oye bien: […]”. Y sigue la tentadora descripción del plato previsto: malangas hervidas con mojo, bistecitos de puerco y ensalada. “¿No te has muerto, Condesito?” (Padura Fuentes 2000: 30-31), termina Jose cariñosamente sádica. La receta in absentia puede ser el placer anunciado; los personajes entonces disfrutan de la sola enunciación de lo que se promete: “¿Tú sabes lo que quiere hacer la vieja por mi cumpleaños? Dice que un asado argentino, con bife de chorizo, chinculines, solomillos, filetes…” (Padura Fuentes 2005a: 232) La descripción del plato también puede articularse sobre la evaluación –encomiástica, por supuesto– en un párrafo en que las comparaciones, las definiciones y
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la adjetivación precisa y variada, motivadas por la mirada analítica del Conde, transforman la lista de los ingredientes en texto: Se acercaron a la mesa y el Conde analizó las ofertas de Josefina: los frijoles negros, clásicos, espesos; los bistecs de puerco empanizados, bien tostados y sin embargo jugosos, como pedía la regla de oro del escalope; el arroz desgranándose en la fuente, blanquísimo y tierno como una novia virginal; la ensalada de verduras, montada con arte y combinación esmerada de los colores verdes, rojos y el dorado de los tomates pintones; y los plátanos verdes a puñetazos, fritos y sencillamente rotundos. Sobre la mesa otra botella de vino rumano, tinto, seco, casi perfecto entre los peleones (Padura Fuentes 2000: 100; mi énfasis).
Otra variante es la descripción de Josefina en plena acción, doble, de cocinera y comentarista de su propia obra. Se transforma en “una bruja de Macbeth ante la olla de la vida” (Padura 2007: 65) o en “la Maga del caldero”. (Padura 2006b: 61) No será casualidad que aquello de “bruja de Macbeth ante la olla de la vida” aparezca en el contexto de la evocación de las virtudes y excelencias de un plato absolutamente emblemático: el ajiaco. Remito a René Vázquez Díaz quien en el momento de emprender su capítulo sobre Sopas y Guisos comienza recordando que según “grandes eruditos como don Fernando Ortiz” El ajiaco representa la cubana más profunda. Según esta tentativa de nuestro carácter nacional (que, una vez más, alía lo cubano a los menesteres de la boca), somos una mezcolanza de ingredientes autóctonos e inmigrados cuyos sabores, al son de una larga cocción, se han ido fecundando unos a otros hasta alcanzar un grado sumo de representatividad criolla. (Vázquez Díaz 2002: 131)
Jose se revela ser además culta comparatista culinaria: Esto lo hacia mi abuelo, que era marinero y gallego, y según él, este ajiaco es el padre de los ajiacos y le saca ventaja a la olla podrida, al pot-pourri francés, al minestrone italiano, a la cazuela chilena, al sancocho dominicano y, por supuesto, al borsh eslavo, que casi no cuenta en esta competencia de sopones latinos. (Padura 2007: 65-66)
Se trata de una cita en la quizás lo político no ande muy alejado de la cultura culinaria; el desprecio por el borsh eslavo suena a recuerdo de la época anterior al derrumbe del comunismo. En La neblina del ayer, la novela de particular interés para nuestro tema, la compra del famoso ¿Gusta usted?, regalado a Jose, da lugar a
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una de los más extensos y memorables fragmentos –seis páginas– de descripción gastronómica. El escenario es la casa de Jose; está reunido el grupo básico de siempre, aumentado con el policía Manolo, Yoyi y Tamara. Están “como esperando la lectura de un misterioso testamento destinado a cambiar sus vidas” (123) delante de la mesa [...] florecida de especies exóticas y hasta considerada por ellos en peligro de extinción, cuando no definitivamente desaparecidas de sus mapas gastronómicos individuales y colectivos: aceitunas rellenas, trocitos de queso manchego, lascas de jamón serrano; ruedas de chorizo gallego, maní y otros granos tostados, foie-gras, rueditas de salpicón, galletas finas y espárragos bañados en mayonesa… (124)
Las seis páginas están ocupadas por recetas que Jose sacó del libro adquirido por el Conde –en lo esencial jigote camagüeño y pavo relleno a lo Rosa María, además de arroz congrí y un postre de helado de chocolate– recetas cuya enunciación está interrumpida por los diversos comentarios de los comensales. El Conde tiene calculado que la operación de compraventa de libros que acaba de realizar le da para vivir tres días como ése. Su filosofía de la vida, una filosofía de lo inmediato y de la amistad se resume en las palabras finales de capítulo: “Pasado mañana vuelvo a la pobreza. Pero valió la pena ser rico tres días, ¿verdad? –Claro que sí, que coño –ratificó Carlos–. A lo mejor así aguantamos con más firmeza y coraje otros cuarenta años de bloqueo imperialista y libreta de racionamiento…” (129) Los encuentros en casa de Carlos y Jose, se caracterizan pues por un discurso de la abundancia; en rigor, una increíble abundancia en contraste bastante violento con la carencia y el hambre que caracterizan el mundo fuera de esa casa (excepto en los restaurantes clandestinos). Y para definir este contraste nos debemos fijar en un triple leitmotiv, –hablo del conjunto de la seis novelas examinadas– que, como ya queda dicho, prácticamente forma parte del modelo de descripción de comilonas, compuesto por (1) la incredulidad y el asombro que suscitan los platos de Jose, (2) la insistencia en la glotonería compulsiva de los tres o cuatro amigos y (3) la reiteración de la pregunta de cómo y dónde ella consigue los ingredientes necesarios. He aquí unos ejemplos de (2) y (3): –¿Y cuánta gente come de eso, Jose?” –Como el guanajo tenía ocho libras, debe alcanzar para diez o doce gentes…pero con ustedes dos…Bueno, espero que quede algo para el almuerzo de mañana. […] –Y lo que yo me pregunto es
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de dónde coño ella saca todo eso…Lo único que no tenía eran palillos de dientes. –No seas tan policía tú (Padura Fuentes 2005a: 196). Ella [Josefina] podía matar el hambre de aquellos depredadores; [y se pone a preparar el ajiaco a la marinera] Da para diez personas, pero con cuatro como ustedes…[…] –Jose, y de dónde tú sacas todo esto? –preguntó el Conde, al borde del infarto emotivo. – No seas tan policía y saca lo platos. (Padura 2007: 65-66) [...] y cada noche el Conde lo [a Carlos] visitaba para escuchar juntos la misma música que oían desde hace veinte años, hablar de lo que pudieran hablar, beber lo que hubiera para beber y tragar, con voracidad y alevosía, los platos de asombro salidos de las manos de Josefina, la madre de Carlos. [..] ¿Cuántos tamales dejamos vivos? –Como diez. Eran más de cuarenta, ¿no? –¿Dejamos diez? Estamos perdiendo facultades. Antes nos los jamábamos todos, ¿no? (58-61, passim).
Véanse también: “–Ya tengo hasta las cosas que me hacen falta para la comida. –¿Y con qué dinero las compraste? –No te preocupes, que ya todo está resuelto” (Padura Fuentes 2006a: 82); en Pasado perfecto después de la recitación por Jose de su receta de bacalao a la vizcaína: “¿Y de dónde tú sacas todo eso, Jose? –Mejor ni averigües, Condesito.” (Padura Fuentes 2000: 187); o Jose a propósito del pollo frito a lo Villeroi: “Es comida para seis franceses, pero con tragones como ustedes… ¿Me van a dejar algo?”(Padura 2007: 220) 3. A modo de conclusión: una revisión sorprendente del realismo maravilloso Como se acaba de ver, en opinión de sus entrañables consumidores, las realizaciones culinarias se definen como platos “de asombro”.3 (Padura 2005: 58) Y hay otras expresiones para calificar no sólo el arte de cocinar de Jose, su mera posibilidad de hacerlo y conseguir lo necesario, sino su capacidad para resucitar sabores y abundancias de una época desaparecida. En La neblina del ayer, la comida hecha a base del libro comprado por el Conde se transforma en “aquel vodevil de la más absoluta e inverosímil fantasía, por una vez convertida en masticable realidad” (124). En Paisaje de otoño: “Hacía falta una iluminación como las de Josefina, capaz de provocar el milagro poético de extraer algo nuevo con la mezcla atrevida de componentes olvidados y perdidos.” (Padura Fuentes 2006a: 27) Jose es “la única persona conocida por el Conde con la capacidad mágica para operar el
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milagro –aún en tiempos de Crisis– de convertir algunos de aquellos platos de ensueño en una realidad comestible” (38); “[...] le pedí a la vieja Jose que nos hiciera hoy una comida de sueños” (2005b:120); en Adiós Hemingway el Conde, el Conejo y el Flaco, devoran pollos al ajillo, una cazuela de malanga, una “montaña de buñuelos en almíbar […] sin que nadie preguntara de dónde podían haber brotado aquellas maravillas extinguidas en la isla”. (Padura 2006b: 182) Resumiendo: en la cocina de Jose se realizan los sueños; su cocina es el espacio de la maravilla, explícitamente designada como tal, que se hace realidad. Ante la reiterada referencia a esta dimensión del contexto culinario, ¿podría el lector medianamente familiarizado con la literatura cubana, no pensar en una actualización, irónica, subversiva, del viejo realismo maravilloso? No olvidemos que en los libros Leonardo Padura abundan –no exagero– los guiños y juegos intertextuales. Sobre todo, no olvidemos que Padura es autor de un conocido libro sobre Carpentier y lo real maravilloso. En cuanto al tema que nos ocupa aquí, el juego amargamente irónico consistiría en decirnos el narrador: Cuba sigue siendo la patria de pensadores de teorías de contextos y de lo real maravilloso. Pero en un nivel un poco más modesto, más cotidiano que antes: el de la lucha por la comida diaria decente y del sueño con bellos imposibles. Porque la buena comida se ha convertido en literatura; y en literatura dentro de la literatura. La verdadera realidad maravillosa sería el tipo de milagro que opera Jose, en su cocina, espacio sin duda más maravilloso –más literario y onírico– que real. Pero claro, ya lo decía el maestro Carpentier: “[...], la sensación de lo maravilloso presupone una fe”… (1967: 116) Notas 1 Existe otra obra importante sobre las novelas de Padura. Me refiero a Uxo, Carlos (ed.). 2006. The Detective Fiction of Leonardo Padura Fuentes. Manchester: Manchester Metropolitan University Press. Desgraciadamente, hasta la fecha, no he podido consultarlo a pesar de mis esfuerzos. 2 Para Neblina de ayer cito en adelante sólo la página. 3 En este apartado todos los subrayados son míos.
Bibliografía Carpentier, Alejo.1967. ‘De lo real maravilloso americano’. En: Tientos y diferencias. Montevideo: Arca, 102-120.
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Molina, Alfonso. 2007. ‘Letras. El rodeo semántico de Leonardo Padura’. Ideas de Babel. En línea en: (consultado el 08/10/2007). Padura Fuentes, Leonardo.1989. Lo real maravilloso: creación y realidad. La Habana: Letras Cubanas. Padura Fuentes, Leonardo. 2000. Pasado perfecto (colección andanzas 397). Barcelona: Tusquets. Padura, Leonardo. 2002. La novela de mi vida (colección andanzas). Barcelona: Tusquets. Padura Fuentes, Leonardo. 2005a. Máscaras (colección andanzas 292). Barcelona: Tusquets. 3ª ed. Padura, Leonardo. 2005b. La neblina del ayer (colección andanzas 577). Barcelona: Tusquets. Padura Fuentes, Leonardo. 2006a. Paisaje de otoño (colección andanzas 345). Barcelona: Tusquets, 2ª ed. Padura, Leonardo. 2006b. Adiós, Hemingway (colección andanzas). Barcelona: Tusquets. Padura, Leonardo. 2007. Vientos de cuaresma (colección andanzas). Barcelona, Tusquets. 2ª ed. Political Affairs. 2006. ‘No son los sospechosos habituales: Leonardo Padura conversa con PA’. En línea en: (consultado el 08.10.2007). Uxo, Carlos (ed.). 2006. The Detective Fiction of Leonardo Padura Fuentes. Manchester: Manchester Metropolitan University Press. Vázquez Díaz, René. 2002. El sabor de Cuba. Comer y beber (fotografías de Merja Vázquez Díaz), Barcelona: Tusquets. Vázquez Montalbán, Manuel. 2008. ‘Las comidas profundas’. En: El País semanal nº1643 (domingo 23 de marzo de 2008): 46–48. Wieser, Doris. 2005. ‘Leonardo Padura: ‘Siempre me he visto como uno más de los autores cubanos’. En: Espéculo. Revista de Estudios Literarios. En línea en: (consultado el 08/10/2007). Wilkinson, Stephen. 2006. Detective Fiction in Cuban Society and Culture. Oxford & Berne: Peter Lang.
Notas biobibliográficas sobre los autores Efraín Barradas es catedrático de literatura y estudios latinoamericanos en la Universidad de Florida. Especialista en literaturas caribeñas y estudios latino-estadounidenes, es autor, entre otros libros, de Para leer en puertorriqueño: Acercamiento a la obra de Luis Rafael Sánchez (1981), Partes de un todo: Ensayos y notas sobre literatura puertorriqueña en los Estados Unidos (1998) y Mente, mirada, mano: Visiones y revisiones de la obra de Lorenzo Homar (2007). Co-editó con Rita De Maeseneer Para romper con el insularismo: Letras puertorriqueñas en comparación (2006). En el presente trabaja en un estudio sobre la historia de los libros de cocina en América Latina. Adolfo Castañón es poeta, ensayista, traductor, editor, co-productor de una serie de programas de televisión sobre maestros eméritos universitarios, gastrónomo autodidacta. Es miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, investigador asociado de El Colegio de México. Es autor de poemas, como los reunidos en la Campana y el tiempo, de ensayos y crónicas como los reunidos en la serie de Paseos – Arbitrario de la literatura mexicana, Los mitos del editor. Trabajó más de 25 años para la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica, donde estuvo al cargo de diversos proyectos editoriales como son las ediciones de Pasado en claro o México en la obra de Octavio Paz. Es lector de Michel de Montaigne sobre el cual ha escrito un libro titulado Por el país de Montaigne. Ha recibido diversos premios y reconocimientos. Diana Castilleja es doctora en Estudios Ibéricos y Latinoamericanos de la Universidad de la Sorbona (Paris III). Fue profesora en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM-CEM, México). Colaboró como investigadora en la Universidad Católica de Lovaina. Ha sido profesora invitada en la Universidad de Lieja, la Universidad de Gante y la Universidad de Amberes. Actualmente es profesora en las Facultades universitarias de San Luis (FUSL, Bruse-
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las) y la Universidad Libre de Bruselas (VUB). En 2008 publicó en L’Harmattan, L'essai: perspectives théoriques et l'exemple hispanoaméricain. Patrick Collard es doctor en Filosofía y Letras por la Universiteit Gent (Gante, Bélgica) de la que es catedrático emérito. Es miembro de la Real Academia Belga de Ciencias de Ultramar. Su principal línea de investigación se centra en la prosa narrativa hispánica contemporánea, en particular las modalidades de las relaciones entre historia y ficción. Con Rita De Maeseneer co-dirigió el proyecto científico del que procede el presente libro. Algunos de sus libros son, como autor, Ramón J.Sender en los años 1930-1936. Sus ideas sobre la relación entre literatura y sociedad, (1980); Cómo leer a Alejo Carpentier (1991). Como editor: La memoria histórica en las letras hispánicas contemporáneas (1997, con la colaboración de M.E. Ocampo y Vilas e I. Jongbloet); con R. De Maeseneer, Murales, figuras, fronteras. Narrativa e historia en el Caribe y Centroamérica (2003) y En el centenario de Alejo Carpentier, 1904-1981 (2004); con M. Norbert Ubarri e Y.Rodríguez Pérez, Encuentros y reencuentros. Flandes, Países Bajos y el Mundo Hispánico en los siglos xvi-xvii (2009). Rita De Maeseneer es catedrática de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Amberes. Es especialista en literatura caribeña sobre la que ha escrito numerosos artículos. Es autora de El festín de Alejo Carpentier. Una lectura culinario-intertexual (2003) y de Encuentro con la narrativa dominicana contemporánea (2006). Ha escrito en coautoría con Salvador Mercado Rodríguez Ocho veces Luis Rafael Sánchez (2008). Ha co-editado varios volúmenes sobre temas caribeños, por ejemplo, Murales, figuras, fronteras. Narrativa e historia en el Caribe y Centroamérica (2003), El escritor caribeño como guerrero de lo imaginario (2004), Para romper con el insularismo. Letras puertorriqueñas en comparación (2006). Dirigió el proyecto ‘Los contextos culinarios en el Caribe y México’ (2006-2010) junto con Patrick Collard (Universidad de Gante). Actualmente dirige el proyecto ‘Los escritores del canon latinoamericano en la narrativa contemporánea del Caribe y del Cono Sur (1990-2010)’ junto con Ilse Logie (Universidad de Gante).
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Carmen de Mora es catedrática de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Sevilla. Entre sus libros figuran: Teoría y práctica del cuento en Cortázar (1982). Las siete ciudades de Cíbola. Textos y testimonios sobre la expedición de Vázquez Coronado (1992). En breve. Estudios sobre el cuento hispanoamericano contemporáneo (2000, 2ª ed). Escritura e identidad criollas. Modalidades discursivas de la prosa hispanoamericana del siglo XVII (2001). Co-editó, entre otros libros, Nuevas lecturas de ‘La Florida’ del Inca (2008). Ha publicado numerosos artículos y editado obras de Arreola, el Inca Garcilaso, Uslar Pietri, Jorge Isaacs, Macedonio Fernández y Roa Bastos. Es directora de la colección ‘Escritores del Cono Sur’ (Universidad de Sevilla). Actualmente dirige un Proyecto de Excelencia sobre: ‘Migraciones intelectuales: escritores hispanoamericanos en España (1914-1939)’ José G. Guerrero es licenciado en Historia, Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) e hizo la maestría en Educación, Fundación Getulio Vargas, Brasil. Es director del Instituto Dominicano de Investigaciones Antropológicas de la UASD y miembro de la Academia Dominicana de la Historia. Ha publicado los libros: Cotuí: villa, palos, carnaval y cofradía: Un estudio etno-histórico (2005); Fradique Lizardo: cultura y folklore en República Dominicana (2005); Carnaval, cuaresma y fechas patrias (2003); Los inicios de la colonización de América: La arqueología como historia (1988), así como los ensayos “Antropología culinaria: el caso de las habichuelas con dulce” (2006), “Historia, saber y poder: 75 años de historia de la Academia Dominicana de Historia” (2006), “El pensamiento conservador dominicano: Bobadilla, Del Monte y Tejada, J. Ángulo Guridi y Galván” (2010). Eugenia Houvenaghel es profesora titular en la Universidad de Gante con un mandato especial del Fondo de Investigaciones Científicas (BOF). Se dedica al estudio de la literatura mexicana. Es autora de Alfonso Reyes y la historia de América. la argumentación del ensayo histórico (2003). Dirigió el proyecto ‘La recepción de la cultura clásica en la literatura hispanoamericana’ (2005-2010) y ha escrito en coautoría artículos sobre la recepción de la filosofía de Heráclito y el mito clásico en Julio Cortázar, sobre la recepción de la tragedia Antígona en Argentina y sobre la cultura clásica en Sor Juana. Ha co-
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editado con Ilse Logie el volumen Alianzas entre historia y ficción (2009) y actualmente se dedica al estudio de la nueva novela histórica en México, prestando atención a A. Muñiz-Hubermann y a la generación del Crack. Actualmente co-dirige el proyecto ‘The ‘Nepantla’ generation: Identity discourse in the essays of the second generation of Spanish exiles in Mexico’ con D. Vandebosch (Universidad de Lovaina). Kim Huyge estudió Filología Románica en la Universidad de Gante y ha sido becario en la Universidad de Amberes en el marco del proyecto ‘Los contextos culinarios en el Caribe y México’ (2006-2010). Se ha especializado en la literatura colonial de México. Acaba de terminar su tesis doctoral, titulada La Nueva España sabe a Europa: los contextos culinarios en Cortés, Fernández de Oviedo y Díaz del Castillo (2010). Ha publicado algunos artículos, por ejemplo, ‘¿La cocina del Nuevo Mundo con una salsa europea? Los cronistas novohispanos del siglo XVI’ y ‘‘El vino es inocente, sólo el borracho es el culpable’: de borrachos y borracheras en Bernal Díaz del Castillo y Gonzalo Fernández de Oviedo’. Jacques Joset es catedrático emérito de la Universidad de Lieja. Sus campos de estudio son la literatura española medieval y del Siglo de Oro, así como la literatura hispanoamericana contemporánea. Es autor de ediciones comentadas y críticas (G. García Márquez, Cien años de soledad (2007, 18ª ed. Revisada); Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, Libro de buen amor (1990); Francisco Delicado, La Lozana andaluza, en colaboración con Folke Gernet (2007)…) y de libros de historia y crítica literarias (Gabriel García Márquez, coetáneo de la eternidad (1984); Nuevas investigaciones sobre el Libro de buen amor (1988); Historias cruzadas de novelas hispanoamericanas (1995); Hacia una novela puertorriqueña descolonizada: Emilio Díaz Valcárcel (2002) …). En marzo de 2010, la editorial Taurus (Madrid, Bogotá, México, Buenos Aires) publicó su ensayo La muerte y la gramática. Los derroteros de Fernando Vallejo. Catherine Raffi-Béroud fue docente universitaria en la Rijksuniversiteit Groningen (RuG) hasta el 1 de noviembre de 2009. Después de una tesis de tercer ciclo, Periquillo Sarniento: du récit au roman, sens et structures (Lille, 1980, no publicada) se doctoró en 1994 en la RuG
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con una tesis sobre el teatro de José Joaquín Fernández de Lizardi, editada algo corregida bajo el título de En torno al teatro de Fernández de Lizardi (1998). Durante doce años fue secretaria del Centro de Estudios mexicanos (CEM) de la Universidad de Groninga y en muchas ediciones co-editó o editó las Actas de los Días de Mexicanistas organizados por el CEM. La colección lleva el título general de México en movimiento. Actualmente está investigando la representación de dos personajes históricos (Maximiliano y Carlota) en diferentes obras y tipos de textos. Elzbieta Sklodowska, de origen polaco, ocupa la cátedra de Randolph Family Professorship en Washington University en Saint Louis (EE.UU.), donde dirige el Departamento de Lenguas y Literaturas Románicas y es co-editora de la Revista de Estudios Hispánicos. Dentro de sus áreas de investigación requieren especial mención la narrativa hispanoamericana contemporánea, con énfasis en Cuba dentro del contexto del Caribe, el testimonio y la teoría literaria. Ha publicado más de sesenta artículos así como varios libros y coediciones, incluyendo La parodia en la nueva novela hispanoamericana (1990), Testimonio hispanoamericano: historia, teoría, poética (1991) y Todo ojos, todo oídos: control e insubordinación en la novela hispanoamericana (1895-1935) (1997). Su libro más reciente, Espectros y espejismos: Haití en el imaginario cubano, fue publicado por Iberoamericana-Vervuert en mayo de 2009. Tiene en preparación un libro provisionalmente titulado Still Lives: Cuban Literary and Cultural Production at the Edge of the Millennium. An Van Hecke es profesora titular de español en el Departamento de Lingüística Aplicada de Lessius en Amberes, e investigadora asociada de la Universidad Católica de Lovaina (K.U.Leuven). Obtuvo el doctorado en Letras en la Universidad de Amberes con una tesis sobre Augusto Monterroso, titulada Espacio e intertextualidad en Augusto Monterroso. Un viaje de Guatemala a México (2005). Ha publicado artículos sobre literatura mexicana, chicana, y guatemalteca. Co-editó con Rita De Maeseneer El artista caribeño como guerrero de lo imaginario (2004). René Vázquez Díaz es un novelista cubano que reside en Suecia desde 1975. En 2007 fue laureado con el Premio Juan Rulfo de Radio
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Francia Internacional por su novela De pronto el doctor Leal (2008). Su libro más reciente es El pez sabe que la lombriz oculta un anzuelo (2009). Las novelas que componen su “Trilogía de la Cuba profunda”, La era imaginaria (1986), La isla del Cundeamor (1995) y Un amor que se nos va (2006) han sido traducidas a varios idiomas. Otras novelas suyas son Fredrika en el paraíso (2000) y Florina (2007). Vázquez Díaz ha escrito cuatro libros en sueco y es miembro de la directiva de la Unión de Escritores de Suecia, así como del Grupo de trabajo de los clásicos de Statens Kulturråd, Consejo Estatal de Cultura.