3ERNARD HARIN
El sacramento
de la reconciliación
BERNARD HARING
SHALOM : PAZ El sacramento de la reconciliación
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3ERNARD HARIN
El sacramento
de la reconciliación
BERNARD HARING
SHALOM : PAZ El sacramento de la reconciliación
BARCELONA
EDITORIAL HERDER 1970
Versión castellana de ALEJADRO ESTEBAN LATOR ROS, de la obra de BERNARD HARINO, Shalom: Peace, Farrar, Straus and Giroux, Nueva York 1967
ÍNDICE IMPRÍMASE: Barcelona, 16 de diciembre 1968 JOSÉ CAPMANY, vicario episcopal
Introducción I.
II.
11
LA BUENA NUEVA DE LA PAZ MESIÁNICA
13
Encuentro con el Señor Poder de la alegría Mensajero del amor de Cristo Pacificador por el Espíritu Santo «A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados» Liturgia de la paz mesiánica . . • Pregoneros de la palabra de Dios La hora de la gracia Gozosa respuesta positiva «Creed en el Evangelio»
14 15 16 17 18 19 21 22 23 24
ENCUENTRO PERSONAL CON EL SEÑOR EN LA IGLESIA .
.
.
Cargas compartidas Pesar y gozo compartidos El pecado; ofensa a Dios y a la Iglesia Reconciliación personal y comunitaria La Iglesia peregrinante Celebración comunitaria del sacramento de la penitencia . © Bernard Hitrlng, 1967-1968 © Editorial Herder S.A., Provenía 388, Barcelona 13 (España) 1970
Es PROPIEDAD
DEPÓSITO LEGAL: B, 743-1970
III.
DIFERENTES
FUNCIONES
DEL CONFESOR
Cristo, como maestro Cristo, médico y juez . . . . Cristo, sumo sacerdote El confesor, otro Cristo
PWNTED m SPAIN
GRAÍESA - Ñapóles, 249 - Barcelona
5
27
29 29 30 32 33 35 39
41 44 46 47
índice
Índice IV.
LA DISPOSICIÓN DEL PENITENTE
«Bienaventurados los que... saben que son pobres» . La ley del crecimiento Un patrón de conformidad Ignorancia invencible Ética de situación Vencer la ignorancia Psicología del aprendizaje V.
VI.
Cuarto principio Quinto principio Sexto principio Séptimo principio
51
.
.
52 55 56 58 62 64 65
CONTRICIÓN
67
Propósito de enmienda Valoración del propósito de enmienda Progreso penitencial
70 71 75
ABSOLUCIÓN
79
Presunción en favor del penitente Presunción contra el penitente Absolución condicional Recusación de la absolución «Perdonados te son tus pecados»
80 81 84 85 86
LA OCASIÓN PRÓXIMA DE PECADO
89
X.
Ocasión voluntaria y ocasión necesaria de pecado . Visión cristiana del ambiente Ocasiones de pecado contra la fe Ocasiones de pecado contra la caridad y la justicia . Ocasiones de pecado contra la castidad El empleo, como ocasión de pecado Una promesa por parte del penitente Concubinato y otras ocasiones de pecado Matrimonios inválidos Matrimonios mixtos inválidos El matrimonio en nuestro tiempo VIII.
.
.
.
.
INTEGRIDAD MATERIAL DE LA CONFESIÓN
Integridad material El cumplimiento legal y el ideal Especie y número de los pecados Proporción entre las diferentes funciones Conclusión IX.
E L CONFESOR Y LA INTEGRIDAD MATERIAL DE LA CONFESIÓN .
Primer principio Segundo principio Tercer principio
89 90 95 96 97 103 105 106 107 111 111
.
.
.
.
XI.
GUIAR LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA
Formación sacramental de la conciencia Formación eclesial de la conciencia Síntesis: El amor de Dios y del prójimo LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA: FE, ESPERANZA Y CARIDAD .
La virtud de la fe Sacramento de la fe La virtud de la esperanza Hábitos inveterados y esperanza Amor de Dios XIII.
LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA: RELIGIÓN
Celebración de la liturgia Obligación de la misa dominical Obras serviles Abnegación Costumbre de jurar Superstición
137
137 139 140 140 141 142 143 144 147
150 151 153 155
155 155 161 165 168 171
172 173 179 180 182 183
113
113 114 116 120 120 123
123 124 125
6
LA FORMACIÓN DE UNA* CONCIENCIA CRISTIANA
Significado de conciencia Principios básicos La conciencia y el Evangelio . . Atención al kairos Responsabilidad personal y comunitaria Signos de discernimiento Fe y oración Profundizar el sentido de la contrición
XII. VII.
126 128 129 130
XIV.
CARIDAD FRATERNA
185
El mandamiento que todo lo abarca Signos de verdadero amor Amor redentor La ley del crecimiento La prueba de la caridad Violación de la caridad fraterna Escándalo y medio social Agresividad
7
185 186 187 188 189 191 193 194
índice
Índice XV.
E L CUARTO MANDAMIENTO
XVI.
195 198 198 200 202 202 203 205 206
EL QUINTO MANDAMIENTO Y LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA .
La guerra moderna Aborto Vida y salud del prójimo Vida y salud personal El confesor de enfermos XVII.
LA CASTIDAD Y LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA .
Una actitud positiva Matrimonio y celibato Ofensas contra la castidad Masturbación o «ipsación» Necking y petting Fornicación Adulterio Pecados contra la castidad en el matrimonio . La pildora XVIII.
.
.
.
.
.
.
LA JUSTICIA AL SERVICIO DE LA CARIDAD
LA VERDAD EN LA CARIDAD Y LA CARIDAD EN LA VERDAD
La verdad, expresión de amor Verdad en pensamientos, palabras y obras Malicia de la mentira Especies de mentiras Mentiras por flaqueza humana Las mentiras de los niños
XX.
209
XXI.
.
291
291 292 294 295 298 299 302 303 304 305 306 311 312
281
281 282 283 284 285 286
SACRAMENTO DE CONVERSIÓN Y CRECIMIENTO
315
Necesidad de crecimiento La segunda conversión Dirección espiritual Recepción frecuente del sacramento de la penitencia . Frecuencia de la comunión XXH.
DIFERENTES
XXIII.
.
316 318 320 . 321 322
ESTADOS DE VIDA
Las confesiones de niños Las confesiones de seminaristas El problema de la castidad de los seminaristas . Elección de vocación o profesión Las confesiones de sacerdotes y religiosos Confesiones de enfermos . . .
271
.
E L SACRAMENTO DE LA^- PENITENCIA Y LA ArMÓSFtRA DIVINA
225
225 226 227 230 237 240 245 247 266 271 272 274 275 277 278 279
.
287 288 288
Proclamación del kairos En este tiempo de separación Pecados que contaminan el ambiente Ambiciones egoístas Contaminación ambiental La purificación del ambiente El penitente aprende a ver Llamamiento a la unión y a la separación Renovación de la Iglesia Dolor y propósito con vistas al ambiente Función de la penitencia La liturgia de la atmósfera divina Situaciones difíciles en vista del ambiente
209 213 217 219 221
Justicia y caridad Egoísmo individual y de grupo Justicia y amor a todos los niveles Justicia social con los trabajadores Justicia con la publicidad Justicia y lealtad con el Estado Restitución XIX.
Cuentos inocentes e inofensivos La verdad y la corrección fraterna Restricción mental
195
Vida de familia La TV y la formación de la conciencia Atención a la vocación Educación en la obediencia La familia abierta Moral cívica Armonía interracial Fraternidad internacional Miembros responsables de la Iglesia
LAS CONFESIONES DE LOS ESCRUPULOSOS
Conclusión
327
.
.
.
327 331 332 334 337 340 345
349
Apéndice
351
índice
353
9
INTRODUCCIÓN
Tanto los sacerdotes y religiosos como los seglares observan cierta deficiencia en la celebración del sacramento de la penitencia, en cuanto que con frecuencia no se refleja aquí la renovación iniciada por el concilio Vaticano u. Pero en ningún caso debe achacarse esto a falta de buena voluntad. El quehacer es inmenso. El autor confiesa sinceramente que no puede prever qué significarán finalmente para el sacramento de la penitencia las consecuencias de la renovación bíblica, litúrgica, eclesial y ecuménica. Este libro no tiene pretensiones proféticas en el sentido de anticipar posibles cambios futuros. Su aspiración es mucho más modesta. Con él se quiere ayudar a sacerdotes, a seminaristas, a los que instruyen a otros* o desean instruirse ellos mismos para hacer el mejor uso posible de las oportunidades que hoy se ofrecen. Sería aventurado, y el autor tendría que limitarse a meras conjeturas si quisiera anticipar cambios importantes, puesto que rebasarían la esfera de su competencia y habría que dejar esta tarea a personas más autorizadas en la materia. No obstante, las actitudes se pueden modificar, si ya no cambiar radicalmente, y en todo caso, siempre es posible introducir mejoras en lo que ahora hacemos. Así pues, el objetivo de este libro consiste en' prestar el mayor servicio posible actualmente, y al mismo tiempo preparar el terreno para futuros desarrollos. Las principales intenciones del autor son las siguientes: dar mayor importancia al aspecto kerigmático del sacramento de la 11
Introducción penitencia y al espíritu del culto; recalcar y desarrollar más ampliamente la misión del confesor como el de «un hermano entre hermanos», como mensajero de gozo y de paz, como alguien que se interesa muy en serio por la formación de la conciencia de cristianos. Este libro va dirigido en primer lugar, aunque no exclusivamente, a los sacerdotes. El autor se sentirá muy satisfecho si la obra puede servir a ministros y laicos de confesiones cristianas, cuyo interés ecuménico los induce a buscar información sobre la manera cómo sus hermanos católicos entienden hoy día el sacramento de la reconciliación. Celebraremos que los conocimientos así adquiridos aporten una recíproca ayuda en la tarea cristiana de una constante conversión. También podrá interesar la lectura de estas páginas a seglares católicos que deseen intervenir como participantes maduros en la celebración del sacramento de la penitencia. La semilla de la que brotó este libro fue sembrada en el Instituto de Pastoral de Concepción, Missouri, con ocasión de unas lecciones dadas por el autor en 1964 y 1966, y en la universidad de San Francisco, en 1966. No le habría venido al autor la idea de escribir un libro sobre el sacramento de la penitencia, a no ser por la respuesta estimulante y la cooperación de numerosos sacerdotes, jóvenes y no tan jóvenes, en aquella ocasión. Por propia iniciativa emprendieron los oyentes la tarea de transcribir las lecciones registradas en cinta magnetofónica. Ejemplares policopiados, destinados a los oyentes, comenzaron a circular entre otros muchos sacerdotes. Profesores de seminarios los utilizaron como base de sus lecciones sobre el sacramento de la penitencia. Todo esto sugería al autor la necesidad de publicar un escrito sobre esta materia. Al mismo tiempo iba adelantando el manuscrito. El autor se da perfecta cuenta de que este esfuerzo no representa la «última palabra» en la materia. Habrá que seguir trabajando. Otros, dotados de más imaginación, abordarán el terreno y propondrán nuevas ideas. B.H. Yale Divinity School New Haven, Connecticut Abril, 1967 12
1 LA BUENA NUEVA DE LA PAZ MESIÁNICA
Para los israelitas, la palabra shalom, o «paz», tiene resonancias mesiánicas. Connota la paz de Dios, paz que fue prometida al pueblo elegido y les sería traída con la venida del Mesías. El pueblo judío sigue teniendo en gran estima la palabra paz, incluso fuera del ámbito religioso. Esta palabra es todavía la expresión más apropiada de todo lo que se puede esperar y que se pueda dar. No puedo menos de recordar algunas ocasiones, en las que el saludo Shalom alecham transformó una situación de suyo difícil en una relación de amistad y de mutua confianza. Estas ocasiones me las proporcionaban por lo regular mis contactos con los judíos. Al presentarme yo mismo, tema que notar la reacción causada por mi apellido, Háring, que ponía de manifiesto mi vieja ascendencia alemana. Pero cuando, apenas presentado, formulaba yo el saludo Shalom alecham, la reacción espontánea se expresaba con un fuerte apretón de mano, y se creaba una atmósfera de confianza que acaba en amistad. El saludo «la paz sea con vosotros», en su sentido verdaderamente religioso, sugiere el gran tiempo, el tiempo mesiánico, en el que Dios traerá su propia paz a los hombres. Esta paz dará lugar a la reconciliación de los hombres con Dios y también entre ellos mismos. La promesa hecha por Dios, de un Mesías que anunciaría la buena nueva de paz, se cumplió en la persona de Jesucristo, que, poco después de su resurrección se apareció a sus discípulos y les hizo la proclamación largo tiempo esperada. Veamos el relato del hecho por san Juan: 13
La buena nueva de la paz mesiánica
Poder de la alegría
«Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, estando bien cerradas, por miedo de los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, llegó Jesús, se pone delante y les dice: "Paz a vosotros." Y dicho esto, les mostró tanto las manos como el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Entonces les dijo Jesús por segunda vez: "Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo." Y dicho esto, sopló y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados, a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos"» (Jn 20, 19-23).
tiempo las llagas de las que había manado aquella paz. Aquel encuentro libró a los discípulos del miedo que los paralizaba y los llenó de gozo. Desde entonces, Cristo viene al penitente como portador de las mismas buenas nuevas. Su «Yo he muerto por vosotros» incluye su triunfo sobre la muerte y llena al penitente de gozo, pues ello marca la liberación del pecador. Sin embargo, el gozo del penitente depende en cierta medida del confesor que representa a Cristo. ¿Anuncia el confesor la buena nueva en el espíritu de Cristo o convierte el sacramento en una inquisición? Más abajo hablaremos de esto más por extenso. En este lugar queremos examinar el papel del confesor, en cuanto iluminado por el Evangelio, y, lo que todavía es más importante, cómo el penitente se encuentra con Cristo.
Es significativo el hecho de que el Señor recalque su proclamación de paz mostrando sus manos y costado llagados. Ello indica que mientras el misterio pascual es siempre el misterio de la resurrección, esta resurrección remite inexorablemente a su pasión y a su muerte. Así pues, la liturgia total no es simplemente la presencia de Cristo, sino la presencia poderosa y activa de Cristo resucitado que muestra las manos y el costado atravesado, señales de su sacrificio. En la liturgia, Cristo proclama todavía el Evangelio. (Cf. Constitución de la Sagrada Liturgia, art. 33.) En el sacramento de la penitencia, Jesús mismo proclama su paz mesiánica.
Poder de la alegría
El sacramento de la penitencia es en primer lugar la proclamación litúrgica del misterio pascual, aplicado aquí y ahora al creyente, tanto al que lo proclama como al que lo recibe. Por medio del confesor vuelve a anunciar Cristo la paz de Dios, mostrando, al hacerlo, las llagas que nos granjearon esta paz y reconciliación. Una vez, en la gran oportunidad (kairos), del Calvario, Cristo desafió los límites del tiempo reuniendo en sí mismo los pecados de toda la humanidad: del pasado, del presente y del futuro. Ahora, en el sacramento de la penitencia, traspasa de nuevo estos límites del tiempo aportando al penitente la acción salvífica de la cruz y de la resurrección. Cuando los discípulos se encontraron por primera vez con Cristo resucitado, él les anunció su paz, mostrándoles al mismo
En el espacio que medió desde el enterramiento del Señor hasta su resurrección se hallaban los apóstoles muy abatidos, presa de una desesperada conciencia de su propio pecado. El más abrumado de todos era quizá Pedro. ¿No había negado a su maestro? «No conozco a ese hombre», habían sido sus palabras. Y el Evangelio nos refiere que Pedro lloró amargamente. Mas cuando el Señor se apareció a Pedro y a los demás apóstoles poco después de la resurrección, los saludó diciéndoles: «Paz a vosotros.» Al oir estas palabras y al reconocer al que las profería, los apóstoles «se llenaron de alegría». Porque aquel saludo, aquella «paz» no era en nada, menos que una reconciliación. El Señor les mostró que les perdonaba; él sanaba al pecador. Un buen confesor es fundamentalmente un hombre que está agradecido por sus propias experiencias de reconciliación. Es un hombre que ha sentido profundamente el shalom del Señor y se ha llenado con ello de alegría, exactamente como los apóstoles. Porque así puede comprender por qué el Señor repitió por segunda vez «Paz a vosotros», añadiendo: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.» Puede también apreciar mejor su mandato de obrar en nombre de Cristo, anunciando, como lo hizo
14
15
Encuentro con el Señor
Pacificador por el Espíritu Santo
La buena nueva de la paz mesiánica Cristo, la buena nueva de la reconciliación. Esta comprensión es la que induce al confesor a desempeñar su misión a la manera de Cristo, trayendo la buena nueva al pecador arrepentido, al penitente desesperado y llenándolo de alegría.
tar la postura de firmeza, que un padre tiene a veces que adoptar necesariamente. El papel del confesor es el de un padre amante. La misión sacramental que le ha sido asignada es la de hacer visible el amor del Padre celestial, haciéndose semejante a Cristo, fiel imagen del Padre, verdadero mensajero de paz.
Mensajero del amor de Cristo Importa mucho que el confesor capte el significado de las palabras de Cristo, «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Reducir esto a un asunto de «jurisdicción» en comparación con el poder de Cristo, sería un grave error. «De tal manera amó Dios al mundo, que envió a su Hijo unigénito» (Jn 3, 16). El amor es, pues, lo que explica la venida de Cristo. Su gran misión no era la de ejercer el poder divino, sino la de dar a conocer el amor del Padre celestial. Cristo mismo, como imagen del Padre que es, es la expresión visible de este amor. Ahora bien, Cristo a su vez encarga a sus apóstoles, a los sacerdotes del mundo, que ocupen su lugar anunciando esa paz que no es nada menos que el amor del Hijo y el amor del Padre celestial a los hombres. San Alfonso de Ligorio, en su Praxis Confessarii, expone que la quintaesencia de las obligaciones del confesor se cifra en reproducir la imagen del Padre celestial. Y, puesto que la fiel imagen del Padre se halla en Cristo glorificado, que pronuncia las palabras de reconciliación, el confesor debe imitar este proceder amable del Señor. La actitud del confesor debe ser, no la de un juez, sino la de «un padre espiritual», de un hermano entre los hermanos, de modo que los penitentes puedan experimentar por él la bondad de Dios. Los penitentes deberían sentirse movidos a decir: «Si los ministros del Señor son tan amables, tan comprensivos, ¡cuan compasivo y misericordioso será Dios mismo! ¡Cuan buena, santa y justa es la ley del Señor!» Los cristianos han recibido un gran mandamiento: «Sed misericordiosos, como es misericordioso vuestro Padre celestial» (Le 6, 36). Al sacerdote y al confesor les corresponde cumplir este mandamiento en medida extraordinaria. Por otra parte, Dios no es un abuelo chocho, que dice a todo: «Sí, sí, está bien, está bien» a todas las faltas, sin atreverse a adop-
Pacificador por el Espíritu Santo «Y dicho esto sopló y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo".» Por el poder del Espíritu Santo, la humanidad de Cristo estaba plenamente sumergida en la luz de su divinidad. Fue el Espíritu Santo el que ungió a Cristo para su doble función de sumo sacerdote y de víctima. También hombres ordinarios han sido ungidos por el Espíritu Santo para desempeñar el doble papel de sacerdote y de víctima. Los «ungidos» reciben abundantemente el Espíritu Santo, y al recibirlo reciben una identificación especial con los otros hombres. Ahora son víctimas que comparten en forma vicaria los sufrimientos y pesares de los pecadores, unidos solidariamente con todos los hombres. Así como Cristo ungido por el Espíritu Santo se hizo a sí mismo responsable, conjuntamente con los hombres, de los pecados de éstos (san Pablo dice que se hizo hamartia, pecado), aunque él mismo no había cometido pecado, así debe hacer exactamente el sacerdote. Los sacerdotes, como hombres espirituales, son liberados por el Espíritu Santo de lo que de otra manera vendría a ser un sacramentalismo, exterior, mecánico. El Espíritu Santo da a los sacerdotes el poder de sufrir con las gentes, y de gozarse con los que tienen razón de regocijarse. Porque los sacerdotes, gracias al Espíritu Santo, son hombres espirituales que han venido a participar de la vida de Cristo de manera especial. Su misión, como la de Cristo, es misión de caridad, de amor. Cristo, por causa de su unción» hizo un sacrificio de sí mismo, un don. Así debe hacer el sacerdote.
17
16 Harina, Shalom 2
Liturgia de la paz mesiánica
«.A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados» Este mensaje de Cristo y de vida. Esto tiene un en el libro de Ezequiel, en especial al sacramento de
a sus sacerdotes es un mensaje de paz antecedente en el Antiguo Testamento, un pasaje que se aplica de manera muy la penitencia:
«Fue sobre mí la mano de Yahveh, y llevóme Yahveh fuera y me puso en medio de un campo que' estaba lleno de huesos. Hízome pasar por cerca de ellos todo en derredor, y vi que eran sobremanera numerosos sobre la haz del campo y enteramente secos. Y me dijo: "Hijo de hombre, ¿revivirán estos huesos?" Y yo respondí: "Señor, Yahveh, tú lo sabes" Él me dijo: "Hijo de hombre, profetiza a estos huesos y diles: Huesos secos, oid la palabra de Yahveh. Así dice el Señor, Yahveh, a estos huesos: Yo voy a hacer entrar en vosotros el espíritu y viviréis; y pondré en vosotros nervios, y os cubriré de carne, y extenderé sobre vosotros piel, y os infundiré espíritu, y viviréis y sabréis que yo soy Yahveh." Entonces profeticé yo como se me mandaba; y a mi profetizar se oyó un ruido, y hubo un agitarse y un acercarse huesos a huesos. Miré y vi que vinieron nervios sobre ellos, y creció la carne y los cubrió la piel, pero no había en ellos espíritu Díjome entonces: "Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre, y di al espíritu: Así habla el Señor, Yahveh: Ven, ¡oh espíritu!, ven de los cuatro vientos, y sopla sobre estos huesos muertos, y vivirán." Profeticé yo como se me mandaba, y entró en ellos el espíritu, y revivieron y se pusieron en pie, un ejército grande en extremo» (Ez 37, 1-10).
Lo que llama la atención en este texto es que ruah, el espíritu de Dios, realiza la obra de resucitar los muertos a la vida. El espíritu es el que restituye la vida. El texto del Nuevo Testamento sobre el perdón de los pecados debería leerse a la luz de este texto del Antiguo. Las grandes profecías del Antiguo Testamento se cumplen en el Hijo del hombre, que es capaz de restituir la vida y de perdonar los pecados. Por Ezequiel vemos que haría esto por el Espíritu. En el Nuevo Testamento, Jesús prueba que él puede perdonar pecados por el mero hecho de tener poder para devolver la vida. «El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para anunciar el Evangelio a los pobres, para proclamar libertad a los cautivos» (Le 4, 18). Jesucristo sacrificó su vida en el Espíritu. Su Padre celestial, 18
para mostrar que aceptaba este don de su propio Hijo, hizo que volviera Jesús a la vida por el Espíritu. El Espíritu Santo ocupa un puesto central en la misión de Cristo. También el sacerdote ha recibido el Espíritu de manera especial, Espíritu que lo ha capacitado para profetizar y para proclamar como Ezequiel, sabiendo que es el Señor el que actúa a través de sus palabras. Porque las palabras del sacerdote que imparle la absolución son más que un mero signo. Son un signum efficax, palabra y signo de la acción poderosa de Dios. Aunque es esencialmente por el bautismo que los «huesos muertos» reciben el Espíritu y son resucitados a la vida con Cristo, sin embargo, la profecía se aplica también al sacramento de la penitencia. El efecto esencial del sacramento de la penitencia consiste en llevar a cabo la transformación de debilidad en fortaleza, de enfermedad en salud. Para algunos significa una transformación, una conversión o vuelta de la muerte a la vida. La penitencia es una gran profecía por el Espíritu, tanto para los que se hallan en pecado mortal como para los que sólo tienen pecados veniales. Para todos los pecadores de buena voluntad, el sacramento de la penitencia entraña una buena nueva. Es la proclamación del misterio pascual, una proclamación que se les aplica aquí y ahora: ellos mueren a sus pecados y son resucitados a una nueva vida
Liturgia de la paz mesiánica Tanto los confesores como los penitentes deben darse plena cuenta de que el sacramento de la penitencia es una liturgia. Es la proclamación eficaz de la palabra de Dios. Por esta razón debemos celebrar el sacramento de una forma que concentre la atención, no en los pecados del penitente, sino totalmente en el Señor que proclama la buena nueva, dando la palabra eficaz de su paz con amorosa atención al penitente. Muchos cristianos dejan de atender en primer lugar al mensaje del Señor, y en cambio dan la mayor importancia a su propio papel en la recepción del sacramento. Expliquémonos. Hace años me dedicaba yo a dar misiones. A veces me tocaba 19
La buena nueva de la paz mesiánica ir a zonas en su gran mayoría protestantes, donde los católicos no siempre tenían fácil acceso a los sacramentos. Al catequizar a aquellas gentes, solía aprovechar aquella ocasión para preguntar acerca del sacramento de la penitencia. «¿Cuál es el elemento más esencial, el aspecto más importante del sacramento de la penitencia?» Una y otra vez se repetía esta respuesta: «Mi arrepentimiento.» Cuando yo replicaba que había algo todavía más grande que la contrición, seguía una granizada de respuestas: «Buenos propósitos», «firme resolución», «examen de conciencia», «que nos acusemos absolutamente de todos los pecados», «cumplir la penitencia». Estas respuestas provenían lo mismo de niños que de adultos, incluso de los más inteligentes de ellos. Y todavía recuerdo la gran satisfacción que experimentaba cuando, después de tantas respuestas deficientes, oía la vocecita de un niño pequeño: «Yo lo sé. La cosa más grande es lo que hace Jesús, que me perdona los pecados, que me limpia el alma.» Aquel niño había sido preparado por su madre para su primera confesión. La madre había desempeñado ciertamente una tarea admirable logrando que el chico se diera cuenta del significado del sacramento de la penitencia. Por consiguiente, cuando celebramos el sacramento de la penitencia, tanto el confesor como el penitente dan gloria al Señor. Es culto, adoración, glorificación de Dios, «cuya ley es justa, santa y buena». Es especialmente glorificación del Señor misericordioso. Y, sin embargo, el sacramento va todavía más lejos. Porque en este sacramento, y por él, Cristo proclama su propio poder que da vida al penitente. Él mismo trae la paz; él mismo glorifica su nombre como Redentor, y esto glorifica el nombre del Padre celestial. Él santifica el nombre del Padre, y porque él lo hace, también nosotros podemos santificar el nombre del Padre que es misericordioso. Nosotros nos unimos con Cristo, y con esta palabra eficaz de Dios, al glorificarlo nos vemos libres de nuestras preocupaciones antropocéntricas y de nuestra concentración en nosotros mismos.
20
Pregoneros de la palabra de Dios Los sacerdotes, a quienes ha dado el Señor el gran poder de pronunciar la profecía de la buena nueva y por medio de los cuales actúa él mismo, son servidores del pueblo. No son primariamente jueces, sino más bien ministros que sirven en el santo ministerio. El sacramento de la penitencia es la proclamación litúrgica de la palabra de Dios, de la buena nueva, es el kerygma sacraméntale. Los sacerdotes estamos como tales totalmente orientados a la obra de redención, al misterio pascual, a la misma palabra activa de Cristo. El breve coloquio entre el penitente y el sacerdote en el confesonario culmina en estas palabras: «Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.» Ésta es una proclamación eficaz y nos complace ver que finalmente se ha traducido ya a las lenguas vernáculas para que pueda entenderla el penitente. No puedo menos de recordar la agitación causada en algunos ambientes cuando se habló de una posible traducción de la absolución en lengua vulgar. Me viene a la memoria una anécdota bastante divertida que ocurrió a mi amigo, el padre Low. Sucedió hace unos diecisiete años. El padre Low, que era relator general de la Sagrada Congregación de Ritos, había sometido un nuevo ritual francés a la sesión general de la Congregación. La mayor parte de los textos del ritual estaban en francés, pero él seguía abogando por su aprobación. Después de la sesión, un monseñor que había tenido noticia de la aprobación, se encontró con el padre Low; entonces no sabía de quién se trataba. El monseñor se puso a denigrar las actividades del relator general que —pensaba él— estaba destruyendo la Iglesia. Es más, sostenía que la posición del padre Low estaba incluso teñida de herejía. Estaba seguro de que si los franceses pedían al padre Low permiso para usar en francés la forma sacramental de la penitencia, el padre accedería a la petición. Puedo asegurar que el padre Low era verdaderamente amable, y hasta algo tímido. Pero hay momentos en que hasta las personas amables y tímidas se excitan. «¿Cree usted, monseñor, dijo conteniéndose, que sería un gravísimo daño para la Iglesia el que 21
La buena nueva de la paz mesiánica
Gozosa respuesta positiva
los pobres pecadores entendieran las palabras de la reconciliación?» Gracias al concilio Vaticano n, puede ahora el penitente oir las palabras de la absolución en una lengua que entiende. Sin embargo, el sacerdote se enfrenta con una dificultad mayor que la de la mera traducción de las palabras. Tiene que traducir el sentido de las palabras de la absolución, tiene que traducirlo en la vida misma del penitente. Tiene que recibir a ese hombre, a esa mujer, a ese adolescente exactamente como se le presentan. Tiene que tomar sobre sí mismo la carga del penitente y simpatizar profundamente con él. Sólo así podrá indicar al penitente el sentido profundo y jubiloso de las palabras que él pronuncia como instrumento de Cristo: «La paz sea contigo. Te son perdonados los pecados. El Señor te ha abierto el camino de una nueva vida.» Esta traducción del mensaje de paz en la situación de la vida del penitente es el primer deber del confesor. Todo lo que se dirá en las páginas que siguen ha de entenderse en relación con esta acción central del sacramento de la penitencia. Esta acción es la que mueve al sacerdote a ser un instrumento humilde de Cristo, que «muestra sus manos y su costado», que da prueba de su amor divino, del poder de la resurrección. El Señor nos dice, y por nosotros al penitente, «shalom, paz a vosotros». El papel del sacerdote es, aunque humilde, admirable. No es el papel de un instrumento muerto, ni el de un inquisidor inflexible. Es el papel y función de un profeta. Porque así como Dios hablaba por el profeta en tiempos pasados, así habla ahora por el sacerdote. Cristo no cesa de proclamar su Evangelio; Cristo mismo es quien continúa predicando la buena nueva de paz y de perdón. (Cf. Constitución de la Sagrada Liturgia, art. 33.)
Cristo «a proclamar el Evangelio de Dios, diciendo: "Se ha cumplido el tiempo (ho kairos pepleromenos); el reino de Dios está cerca; convertios (metanoeite) y creed al Evangelio"». En la predicación de la Iglesia se ponen en práctica estas palabras. Se realizan en su sentido más pleno en el sacramento de la eucaristía, y en una forma muy particular en el de la penitencia. Porque en cada uno de los sacramentos Cristo mismo proclama la buena nueva que viene del Padre celestial. Cada uno de estos dos sacramentos proporciona el kairos, el gran momento preparado por Dios.
Gozosa respuesta positiva
Nuestro enfoque de la práctica de la confesión se basa en el capítulo veinte de san Juan, como hemos indicado más arriba. Podemos desarrollar este enfoque fijándonos en san Marcos (1, 14-15). Aquí hallamos un resumen de la materia y del modo, es decir, de la estructura esencial de la predicación de Jesús: Entonces comenzó
«El reino de Dios está cerca.» Con estas palabras indica Cristo su deseo de guiarnos con su misericordia y su bondad. Su amor misericordioso nos impele a arrepentimos de nuestros pecados, al tiempo que al guiarnos con su bondad nos guía también en justicia y santidad, es decir, hacia una vida que responda a su amor mediante la bondad con nuestros hermanos. La proclamación de la presencia dinámica del reino de los cielos es también un llamamiento apremiante: metanoeite. La traducción de esta palabra por la Vulgata es: poenitemini (Mt 4, 17: poenitentiam agite), que significa: Haced penitencia. No cabe duda de que la palabra metanoeite significa también arrepentimiento y penitencia, pero sugiere más que esto. Es una buena nueva del tiempo mesiánico, en el que Dios cumple su palabra: «Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo... Pondré dentro de vosotros mi espíritu» (Ez 36, 26-27). El llamamiento, «renovaos en vuestro espíritu» forma parte de la buena nueva. Ahora que el Señor hace que su propio pueblo vuelva a su tierra (de él), es decir, a su corazón, el llamamiento vivificante suena así: «Volved al Señor.» En el sacramento de paz Dios mismo reúne a su pueblo y renueva los corazones de los hombres, y así su reino está en verdad cerca de nosotros, entre nosotros. Pero el acto de reconciliación trae también la exhortación y la promesa: «Si por el espíritu dais muerte a las malas acciones del cuerpo, viviréis» (Rom 8, 13).
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La hora de la gracia
«Creed en el Evangelio»
El sacramento de paz es un «sacramento de fe». La recepción agradecida de la buena nueva, «paz a vosotros», puede cambiar nuestra vida. Sólo nos convertimos en la medida en que abrazamos el Evangelio de la paz mesiániea. Si los sacerdotes quieren convencer a las gentes de la naturaleza de este sacramento, si quieren borrar la idea de que la penitencia es una especie de lavado mágico, entonces hay que resolver algunos problemas prácticos. Por ejemplo, supuesto un número insuficiente de confesores, ¿hemos de seguir llevando a la iglesia una vez al mes a nuestros alumnos de escuela primaria y media, obligándolos a despachar rápidamente la confesión? ¿No convendría más bien hallar formas de confesión comunitaria? ¿No sería mejor, aun a riesgo de que algunos niños sólo pongan en práctica cada dos o tres meses su iniciativa personal de confesarse, no sería mejor, decimos, introducir un sistema de rotación, por el que sólo se invite a algunos niños a confesarse mensualmente, dando al confesor más tiempo para la dirección? ¿Hemos de reducir la celebración sacramental al mero acto de dar la absolución? ¿O no deberíamos más bien estructurar nuestra práctica de la confesión de tal manera que no quedase duda de que la penitencia es un «sacramento de fe»? Una celebración comunitaria, de la que todavía hablaremos más abajo, ayudaría a profundizar la fe y a despertar las energías más íntimas de la conciencia cristiana. La celebración del sacramento de la penitencia debe reproducir la estructura de la acción de Cristo en su aparición a los apóstoles abatidos. La celebración debe ser una proclamación evidente de que ahora se presenta la gran oportunidad, un tiempo de gracia y de renovación. Los penitentes sólo pueden renovarse si creen gozosamente en el Evangelio de Cristo resucitado. Entonces se «llenarán de alegría», como los apóstoles el primer día de pascua. Cuanta más satisfacción personal experimente el penitente, tanto más se podrá esperar de él una conversión perseverante. Porque, en definitiva, la perseveranca de la conversión del penitente no depende del esfuerzo
de cumplir con la integridad material de la confesión o de amenazas aisladas con el fuego del infierno, sino del gozo de recibir el sacramento. Después de un retiro que prediqué una vez en el Vaticano, quedé pasmado al oir a un viejo misionero preguntarme con toda seriedad: «¿Ha sido usted fiel a san Alfonso? ¿Ha predicado usted las verdades eternas?» «Naturalmente, padre»; le respondí, «he predicado las verdades eternas. Pero ¿puedo preguntarle qué entiende usted por verdades eternas?». «Pues todo el mundo sabe lo que son las verdades eternas: el infierno, el fuego, la condenación», me respondió. Esta respuesta me pareció a mí una limitación bastante curiosa de las verdades eternas, como si la misión de Cristo consistiera en predicar un desastre inminente, más bien que la salvación. Entonces ¿cómo daríamos razón del encargo de Cristo, «predicad el Evangelio» o la buena nueva? El centro de nuestra predicación debería constituirlo la verdad de que Dios, desde toda la eternidad, es el amor trino y uno, y desde toda la eternidad tenía la intención de enviarnos a su Hijo. Nuestro Evangelio es la buena nueva de la muerte y resurrección del Señor, que garantiza que nuestra propia muerte será la plena realización de nuestra vida. El infierno es un lugar destinado únicamente a los que se niegan a aceptar el Evangelio, a los que rechazan la oportunidad de renovación. El pulpito no es el único lugar de la proclamación de la verdad eterna de la muerte y resurrección de Cristo. El sacerdote debe llevar al confesonario el gozo del Evangelio, y allí debe impartir al penitente, no un mensaje lleno de amenazas, sino el mensaje de la paz de Cristo. En el libro de Nehemías tenemos un prototipo de este enfoque. Cuando los judíos regresaron del destierro se hallaban por una parte hostigados por diferentes enemigos, y por otra, obligados a levantar una muralla protectora en torno a su ciudad al mismo tiempo que combatían a aquellos enemigos. Mientras duraba esta situación angustiosa, el sacerdote Esdras reunió al pueblo en la plaza y comenzó a hablar explicándole el libro de la Ley. Al oírlo las gentes, algunos se conmovieron profundamente y comenzaron a llorar. Pero el sacerdote Esdras les dijo: «Venid, celebremos
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«Creed en el Evangelio-»
La buena nueva de la paz mesiánica fiesta, y mandad parte a los que no puedan venir... no os entristezcáis, porque la alegría de Yahveh es vuestra fortaleza...» Y así toda la gente comenzó a comer y beber y a mandar porciones a los que no podían venir, gozando de gran alegría, porque habían entendido lo que se les había enseñado (Neh 8, 10-12). Este pasaje del libro de Nehemías nos sugiere el procedimiento que hemos de emplear en nuestro papel de confesores y de penitentes. Es la clave de la Praxis Conjessarii. Nada es tan importante como el llevar a las gentes la alegría del Señor. Los que escuchaban al sacerdote Esdras cuando les leía el libro de la Ley, creían que aquel mensaje les venía del Señor. En definitiva, su fe en aquel Evangelio y en la interpretación que le daban sus sacerdotes, fue la que les proporcionó un período de alegría y de conversión. Hoy día, Cristo mismo predica la buena nueva a su pueblo. Nuestra fe nos lo asegura. Y también nuestra fe nos asegura que nosotros, en calidad de sacerdotes, hemos recibido el Espíritu Santo, hemos sido ungidos en cierto modo como lo fue Cristo, y tenemos que tomar sobre nosotros la carga de los pecados de los demás y regocijarnos con ellos cuando se dé el caso. Unidos con Cristo, y uniéndonos así en profunda simpatía con el penitente, podemos proclamar la paz de Cristo como vivos instrumentos suyos y con un corazón que sabe sentir. En el sacramento de la penitencia, nuestro quehacer más noble consiste en anunciar al penitente el gozo del Señor.
II ENCUENTRO PERSONAL CON EL SEÑOR EN LA IGLESIA
«Cuando terminaron de almorzar, dícele Jesús a Simón Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?" Respóndele: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero." Él le contesta: "Apacienta mis corderos." Vuelve a preguntarle por segunda vez: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?" Respóndele: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero." Él le contesta: "Sé pastor de mis ovejas." Por tercera vez le pregunta: "Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?" Pedro sintió pena cuando Jesús le dijo por tercera vez "¿me quieres?", y le respondió: "Señor, tú lo sabes todo; tú conoces bien que te quiero." Dícele Jesús: "Apacienta mis ovejas. De verdad te lo aseguro: cuando eras más joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás tus manos, y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras." (Esto lo dijo para dar a entender con qué muerte había de glorificar a Dios.) Y después de decir esto, le añade: "Sigúeme"» (Jn 21, 15-19).
En este Evangelio pregunta el Señor tres veces insistentemente a Pedro si le ama o no, si Pedro es todavía su amigo o no. No cabe duda de que la triple interrogación responde a la triple negación de Pedro. Porque en tres circunstancias, durante la pasión del Señor, juró Pedro a los enemigos del Señor: «Yo no conozco a este hombre.» Ahora, Pedro confiesa su pecado al Señor, no ya sencillamente protestando que lo conoce, sino profesando su amor a él de la manera más humilde. La escena aquí descrita entraña un encuentro verdaderamente personal entre Cristo y Pedro, un encuentro diferente del primero en el cenáculo la noche de pascua, cuando Pedro estaba allí con los otros diez. ¿Sería demasiado aventurado comparar estos dos acontecimientos, con la celebración comunitaria del sacramento de 27
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Encuentro personal con el Señor
Pesar y gozo compartidos
la penitencia (cenáculo) y con la confesión individual (Tiberíades) respectivamente? En este encuentro personal, nuestro Señor enseñó a Pedro, y por él a todos los futuros sacerdotes, toda la importancia de su quehacer pastoral. Pedro había negado al Señor, pero Cristo resucitado en persona se acerca a Pedro y le da la oportunidad de confesar su pecado, confesión que lo humüla, desde luego, pero que al mismo tiempo lo levanta, lo purifica y lo libra del pecado. Y Pedro, aunque entristecido por esta necesidad de hacerse su propia confesión, aprovecha la oportunidad y responde con verdadera humildad. AI confesar su pecado pasado, su negación, incluía en su confesión una profesión de fe en Cristo y una protesta de fidelidad renovada. San Pedro, en esta triple confesión, es prototipo del sacerdote que se confiesa y oye confesiones. Pedro experimentó el amor redentor del Salvador, del Señor resucitado. Con su penitencia y humilde confesión se hizo digno del cargo de buen pastor. Ahora bien, un quehacer esencial del buen pastor es la predicación del Evangelio, que incluye la administración y celebración del sacramento de la penitencia. Es de máxima importancia para los sacerdotes comprender el ejemplo de Pedro y aprender de él. Porque el sacerdote mismo es un pecador llamado a la santidad. Sólo podrá aliviar a los otros pecadores en la medida en que él mismo haya atravesado el mar Rojo del arrepentimiento, de la contrición y de la humildad. Sólo entonces podrá sentir junto con el penitente y despertar en él un profundo arrepentimiento, así como una profunda adoración de la justicia y misericordia de Dios. Porque sólo el sacerdote que se asimila a la Iglesia en san Pedro, que se humilla, que se da cuenta de su propia debilidad, sólo el sacerdote que habiendo recibido una misión semejante a la de san Pedro, toma sobre sí la carga de los pecados de los otros y está agradecido a Dios por su propia conversión, sólo éste puede ser un buen mensajero de salvación. El confesor que sólo piensa en los penitentes coreo «vosotros, los pecadores», no puede ser un buen confesor. El buen confesor es uno que, dándose bien cuenta de lo que dice, ora con la Iglesia entera: «Perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores.» Pedro, que confesó su pecado, recibió la
promesa del Señor: «Simón, yo he rogado por ti, a fin de que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando luego te hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Le 22, 31-34). Con esta promesa recibió Pedro el poder de fortalecer la fe de], pueblo de Dios anunciándoles la misericordia de Dios.
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Cargas compartidas El sacerdote debe ser un hombre de penitencia, practicando la virtud a un grado cada vez más elevado. Si ha de ser un buen pastor y tomar sobre sí los pecados de todos los hombres, en particular los de sus penitentes, debe responder al llamamiento que el Señor dirige al ungido y completar en su cuerpo lo que todavía falta en el cuerpo de Cristo. Como Cristo, está llamado a sufrir y morir como mártir por los otros, y sólo puede alcanzar su perfección mediante su íntima unión con Cristo que sufrió por toda la humanidad. Su encuentro con Cristo, que es el juez, le obliga a satisfacer las exigencias de la justicia, pidiendo así misericordia para todos los que con humilde adoración reconocen que la ley de Dios es justa, santa y buena.
Pesar y gozo
compartidos
La solidaridad que existe entre el sacerdote y el penitente en el sacramento de la penitencia estaba bien expresada con la nomenclatura de materia y forma de la filosofía escolástica, terminología que fue adoptada por el concilio de Trento. La absolución del sacerdote, nos enseña el concilio de Trento, la proclamación de la paz del Señor, es la forma del sacramento, mientras que la humilde confesión del penitente es la cuasi-materia. La penitencia y el matrimonio son únicos bajo este respecto. En los otros sacramentos, la materia y la forma son administradas por la misma persona. Por ejemplo, en el bautismo, el sacerdote, mientras vierte el agua (que es la materia), pronuncia la buena nueva: «Yo te bautizo...» (que es la forma). En el sacramento de la penitencia, 29
Encuentro personal con el Señor
El pecado, ofensa a Dios y a la Iglesia
el sacerdote y el penitente están llamados a concelebrar el sacramento, cooperando mutuamente. Esta «cooperación» no se limita al hecho de darse allí un encuentro físico entre el sacerdote y el penitente, como lo exige la Iglesia. (Permítaseme añadir aquí que yo creo personalmente que la Iglesia podría permitir sin dificultad que se diera la absolución por teléfono. Porque una conversación por teléfono origina una presencia real o encuentro personal entre las dos partes.) La cooperación significa mucho más en este caso; exige una unidad de confesor y penitente, basada en la simpatía y comprensión, una unidad en la penitencia y en la glorificación de nuestro Dios misericordioso y justo. El mayor esfuerzo del sacerdote se entiende como preparación del penitente para el mensaje de paz. Ahora bien, si el confesor es un hombre profundamente penetrado del espíritu de penitencia mediante la meditación y su propia experiencia penitencial, se hallará en las mejores condiciones para ayudar al penitente a captar más perfectamente la justicia y bondad de la ley de Dios, y tendrá la mayor unión con el penitente en la glorificación de esta ley.
pecados que implican una negativa abierta a la invitación de la gracia. Todo miembro individual de la Iglesia, haciéndose cargo de la riqueza de que ha privado a la Iglesia, debería hacer penitencia buscando el perdón de la Iglesia entera por lo que ha hecho contra ella. En cierta medida, todo pecado significa persecución de Cristo en la Iglesia. Todavía hoy, Cristo sigue sufriendo, no personalmente como víctima en la cruz, sino a través de la Iglesia, que es su cuerpo. Éste sufre realmente, porque ello implica una pérdida real. Ésta es la razón porque la llamada personal de cada uno de nosotros a ser miembro de la Iglesia de Cristo obliga a darse enteramente a la Iglesia, si uno quiere lograr su verdadera realización. Con el pecado no sólo pierde uno su verdadero ser, la perfección personal que se espera de él, sino que hiere también a la Iglesia. Un pecado grave causa una división, una separación, no sólo entre el hombre y Dios, sino también entre el hombre y la Iglesia de Cristo. El significado inmediato y la gracia principal del sacramento de la penitencia consiste en restablecer en nosotros la unidad del pueblo de Dios y, de esta manera, unirnos con Dios. Cuanto más íntima es nuestra unión con el pueblo de Dios, tanto más íntima y profunda será nuestra unión con Dios mismo. No hay más que considerar el hecho de que la Iglesia asume la función sacramental de causar la unión entre Dios y el hombre, precisamente por ser ella la que predica el Evangelio de la reconciliación y explica la ley divina. La Iglesia es quien, poniendo la mira en la ley divina, decide si uno es digno de recibir la eucaristía. La Iglesia nos dice que si uno ha pecado gravemente, con plena libertad y con plena deliberación, trastornando el orden de la caridad, no es digno de recibir la sagrada comunión, el signo más elevado de la unidad del pueblo de Dios. Los teólogos escolásticos de la edad media convenían en que todo pecado mortal era en cierto sentido una excommunicatio, excomunión. Con esto no querían decir que todo pecado mortal acarreaba una sanción jurídica. Más bien querían recalcar el efecto trágico del pecado grave, por el cual el pecador se desliga del sacramento que pone a todos los católicos en unión con Dios y, a través de Cristo, con toda la Iglesia. El pecador debe primero hacer su confesión a la Iglesia, antes de hacerse nuevamente digno de reci-
El pecado, ofensa a Dios y a la Iglesia El sacerdote debe descubrir al penitente los efectos del pecado en relación con Dios y con la Iglesia. Por muy chocante que esto pueda parecer, el pecado es un encuentro con Dios. Es un «no» deliberado dado a la invitación de Dios a la gracia. Cuando una persona es llamada de alguna manera por Dios, peca si rechaza este llamamiento, sea que lo rechace directamente, o que sencillamente descuide hacer lo que conoce que debería hacer. El pecado es un «no» deliberado dado al amor redentor de Cristo, y esta negativa lastima a Cristo. Lo lastimó en la cruz; lo lastima y lo hiere hoy en su Iglesia. Es que todo pecado, además de herir a Cristo, afecta a la familia de Dios. El que dice «no» a Dios, lo dice dentro de la esfera del pueblo de Dios, disociándose él mismo, trastornando la armonía de la familia de Dios. Destruye el debido orden de amor dentro de la creación. La Iglesia experimenta una grave pérdida especialmente por esos 30
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Encuentro personal con el Señor bir el más gran signo de la unidad, de la unión con Cristo y de la unión con la Iglesia. Por cuanto el pecado mortal perjudica a la unión del pecador con Dios y con la Iglesia, el pecador debe recibir la reconciliación con Dios mediante la reconciliación con la Iglesia. Hasta en las recientes ediciones del Pontijicale Romanum (cf. la liturgia del miércoles de ceniza y del jueves santo) se acentúa el aspecto de la reconciliación del pecador con Dios mediante la reconciliación con la Iglesia. En las oraciones y exhortaciones del obispo se llama la atención de los penitentes sobre el gran daño que han causado y cómo han mancillado realmente a la Iglesia con sus pecados. Luego, el jueves santo, día de la institución de la sagrada eucaristía, se supone que el obispo recibe a los penitentes tomando a uno de la mano, el cual a su vez toma a otro de la mano, y así sucesivamente, hasta que todos quedan unidos físicamente. Los penitentes son conducidos luego al altar en el que se celebra el sacramento de la unidad.
Reconciliación personal y comunitaria Uno de los aspectos más importantes de la moral cristiana se refleja en la síntesis de lo comunitario y de lo individual. Cada uno de nosotros, al pecar, rehusa un don individual de Dios, un llamamiento individual de la Providencia, una gracia individual. En este sentido, la recusación es personal, pero no privada. Porque todos estos dones, todas estas gracias son ofrecidas al individuo en orden a la edificación de la Iglesia de Cristo. Aunque debemos confesar nuestros pecados individuales, no debemos cesar nunca de enfocarlos en la perspectiva de la Iglesia entera. Esta visión servirá y aprovechará tanto al penitente como al confesor. El darnos cuenta de los efectos, no sólo personales, sino también comunitarios del pecado, nos estimulará no sólo a evitar el pecado, sino también a ser una fuente de luz para los otros. Por el pecado sufre la Iglesia entera, perdiendo algo que es infinitamente grande. El pecado es la repulsa dada a la invitación de Dios a la gracia. La gracia de Dios nos impele a amar su voluntad y nos repren32
La Iglesia peregrinante de delicadamente por la transgresión de su ley. La ley de Dios, al tiempo que excluye la arbitrariedad, nos invita a conservar, a servir y a vivir conforme a este amor, porque garantiza nuestra realización personal en verdadero amor y, a través de nosotros, garantiza la realización de la Iglesia. El Cristo redentor vino para reintegrarnos en la unidad del Dios uno y trino, unidad que habíamos perdido por el pecado. Pero al mismo tiempo vino para conducir a todos los hombres a la unidad de su propio cuerpo, de su familia, de la familia de Dios, el pueblo de los redimidos. El sacramento de la penitencia es un medio para mantener y para restablecer, si es preciso, la estructura familiar. El buen penitente se hace cargo de que este sacramento lo sitúa cara a cara con Jesús, mediante la gracia del Espíritu Santo. El pecado que él confiesa ha roto, en cierto modo, la armonía del pueblo de Dios; ha pecado contra el cuerpo de Cristo. La justicia exige que repare el daño causado. Puesto que nadie puede pretender amar al Dios invisible si no ama a su hermano, al que ve, el pecador no tiene manera de retornar a Dios si no retorna, mediante la Iglesia de Cristo, a una mayor unidad con sus hermanos. El sacramento de la penitencia nos hace caer en la cuenta de que Cristo tomó sobre sí la carga de los pecados de todos y de cada uno de los hombres. Hizo esto con vistas a la edificación de su Iglesia, y algo semejante se puede decir de la celebración del sacramento de la penitencia: es necesario para la edificación de la Iglesia. La Iglesia entera sufre por los pecados de sus miembros, especialmente por los corazones endurecidos. «Si un miembro sufre, todos los demás padecen con él; y si un miembro es distinguido con honor, todos los demás se alegran con él» (1 Cor 12, 26).
La Iglesia peregrinante Como a san Pedro, a cada uno de los que forman el pueblo de Dios le pregunta el Señor: «¿Me amas?» Y así como el amigo del Señor pidió perdón mediante su profesión de amor, así también la Iglesia, esposa de Cristo, pide diariamente perdón al Señor resu33
Encuentro personal con el Señor
Celebración comunitaria del sacramento de la penitencia
citado. San Agustín dice repetidas veces que la Iglesia entera, al orar con estas palabras: «perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores», confiesa los pecados de los pecadores. Al hacer esto no divide el pueblo de Dios en dos grupos: ovejas y cabras, santos y pecadores. La Iglesia es santa, pero por vocación. Sin embargo, todavía tiene pecadores en su seno, y todos sus verdaderos hijos e hijas, unidos realmente con Dios, reconocen sinceramente su necesidad de una mayor conformidad con su voluntad. Reconocen su condición de pecadores cada vez que se confiesan o pronuncian estas palabras: «Perdónanos nuestras deudas.» Mediante un encuentro con Cristo, nuestro juez y redentor, el sacramento de la penitencia nos proporciona también un encuentro con la Iglesia, que se sitúa a sí misma bajo el juicio salvador de Cristo. Por esto se pide al sacerdote que represente a esta Iglesia humilde, con la plena convicción de que está sujeta al juicio final de Cristo. A través de un humilde confesor, el penitente toma la mano auxiliadora de la Iglesia peregrinante. El confesonario viene a ser el punto de cita de la misericordia de Dios y de la constante necesidad de reforma y conversión del hombre. En el sacramento de la paz redescubrimos nuestra fraternidad. Una celebración comunitaria del sacramento de la penitencia puede servir para poner de relieve el significado de la «comunión de los santos» como peregrinación y conversión: mediante la negación de sí mismos y la penitencia, todos los hijos e hijas de la Iglesia se preparan para soportar la carga de los pecados y sostener el esfuerzo de conversión de todos los demás. Los santos encarnaban este espíritu haciendo penitencia no sólo en reparación de sus pecados, sino también por los pecados de todos los hombres. La proclamación del juicio salvífico de Dios debe por tanto extendarse siempre al entero cuerpo de Cristo. El mandato del sacerdote recibido de Cristo a través de la Iglesia consiste en procurar la reconciliación de sus hermanos con Dios y guiarlos en el seguimiento de Cristo. A Cristo, «que no conoció pecado, lo hizo (Dios) pecado por nosotros, para que en él llegáramos nosotros a ser justicia de Dios» (2 Cor 5, 21). El sacerdote, participando en la economía y redención de Dios, llama al penitente a responder al
favor de Dios con penitencia, negación de sí mismo, humildad, y todo con vistas a fortalecer el cuerpo místico de Cristo. La rehabilitación de Pedro en la gracia del Señor implicaba más que el mero perdón; se contaba con que ejerciera su autoridad fortaleciendo a sus hermanos; «cuando luego te hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Le 22, 32); análogamente: todo cristiano que recibe el perdón debe desempeñar sú papel en el esfuerzo común por la renovación de la Iglesia.
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Celebración comunitaria del sacramento de la penitencia Todo pecado es un «no» dado libremente a Dios, un «no» que esclaviza al hombre sometiéndolo a un monólogo estéril. Al pecador no le pasa por alto que de una manera o de otra lo llamaba Dios a adquirir luz y derramarla sobre el mundo a su derredor. Con todo pecado grave vuelve uno la espalda a Dios en lugar de dirigirse hacia él. Al mismo tiempo, aflige a la Iglesia. El que dice «no» a Dios, lo dice dentro del marco del pueblo de Dios, en realidad dentro del marco del entero plan creador de Dios. Contribuye a la destrucción parcial del orden de la creación redimida. Perturba y trastorna a los miembros de la familia de Dios. La celebración litúrgica del sacramento de la paz nos hace cada vez más conscientes de las dimensiones sociales del pecado y del carácter personal y comunitario de la conversión. La renovación litúrgica tiene mucho que ver con esta dimensión social, especialmente desde el final del Concilio. Hasta ahora la experimentación se ha mantenido acertadamente dentro de los límites de una especie de vigilia bíblica como preparación para la confesión individual y acción de gracias por la absolución. Otros hablan de ritos penitenciales (paralitúrgicos), donde se proclame • la misericordia de Dios en vista de todos los signos de su justicia y perdón. Con frecuencia, algunos o todos los miembros de la comunidad que celebra la liturgia comunitaria van individualmente a la confesión; luego, al final, todos los sacerdotes pronuncian juntos la absolución de los pecados, en cuyo caso queda en suspenso la cuestión de si esta absolución se aplica «sacramentalmente» 35
Encuentro personal con el Señor
sólo a los que se han confesado individualmente aquí y ahora, o también a todos los que, con corazón contrito, han participado solamente en la celebración comunitaria. La celebración comunitaria tiene un significado especial en comunidades de religiosos, en seminarios o en retiros o grupos que trabajan o viven estrechamente unidos. Esto podría reemplazar, por lo menos de tiempo en tiempo, las confesiones mensuales individuales de clases enteras de escuelas de niños que lo desearan. La jerarquía francesa ha dado algunas directrices (insistiendo, sin embargo, en que no se permite la absolución en grupos y se mantiene la necesidad de la confesión personal de los pecados): «Estas celebraciones permiten que el sacramento sea referido una vez más a la palabra de Dios, que es la verdadera fuente de la liturgia. Permiten la celebración de la palabra donde actualmente se eche de menos. Con ello permiten a los fieles ver que este sacramento es, como todos los demás, un signo de fe, pues la fe viene de oir la palabra. Y además inculcan en la conciencia que el arrepentimiento tiene su origen en el llamamiento a la conversión. «Constituyen, además, una de las "celebraciones comunitarias", a las que da preferencia la Constitución del Concilio sobre la liturgia, siempre que se conformen con la naturaleza propia de los diferentes ritos. Porque si el sacramento de la penitencia se administra en privado, muestra menos sentido del que realmente tiene el sacramento. Porque el sacramento es comunitario, causando la reconciliación con Dios en la Iglesia y por la Iglesia. Por consiguiente, estas celebraciones permiten reconocer el papel de la Iglesia en la acción sacramental, así como el de la oración de la Iglesia por los pecadores. «Proporcionan una ocasión excelente para enseñar a los fieles a hacer mejor el examen de conciencia, a establecer una jerarquía de faltas y a reanimar su sentido del pecado. »Estas celebraciones son especialmente oportunas durante la cuaresma, durante retiros, o ejercicios o misiones parroquiales, con ocasión de una peregrinación y así sucesivamente. No deberían presentarse como una institución nueva llamada a reemplazar lo antiguo. No deberían ser para los fieles una ocasión de confesarse con menos frecuencia, sino más bien de confesarse mejor.»
Celebración comunitaria del sacramento de la penitencia del sacramento de la penitencia y de la absolución general. Debería hacerse en una forma que asegurase a todos el perdón de sus pecados en la medida de su buena voluntad. En plena continuidad con el concilio de Trento, se podría imponer esta condición: que los que tienen clara conciencia de haber cometido un pecado mortal fueran absueltos sin previa confesión individual y pudieran comulgar, aunque con la obligación —en cuanto fuera posible — de confesar los pecados mortales por lo menos durante el próximo tiempo pascual. La confesión individual tiene todavía pleno sentido después de la celebración y absolución comunitaria. ¿No recibió san Pedro el mensaje de paz juntamente con los otros apóstoles el día mismo de la resurrección? Después, sin embargo, fue invitado por el Señor a una confesión más individual de su pecado y a una profesión de fe y de amor. Nota: Un plan de celebración comunitaria del sacramento de la paz se hallará en el apéndice, p. 351.
En grandes parroquias con uno o pocos sacerdotes no hay probablemente otro medio de restablecer una vida eucarística normal, fuera de la introducción oficial de la celebración comunitaria 36
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III DIFERENTES FUNCIONES DEL CONFESOR
La acción de Cristo en el sacramento de la penitencia puede servir de faro cuando se enfoca el papel del confesor: Por muy obvio que parezca este aserto, es necesario para poner en guardia contra un moralismo demasiado rígido o contra una psicología demasiado condescendiente. Yo no me siento inclinado a entablar discusiones sobre cuestiones como ésta: ¿Cuál es la función primaria del confesor, sanar al penitente o perdonar los pecados? Y esto por la sencilla razón de que yo enfoco el sacramento como una totalidad, como integración de ambas funciones. Sin embargo, creo necesario detenerme brevemente en cada una de ellas. Hay algunos confesores, en particular sacerdotes ancianos que en el seminario estudiaron muy poca sociología y psicología, que juzgan todos los casos únicamente desde el punto de vista de una moral jurídica. Cada vez que un penitente acude a uno de estos sacerdotes, el confesor se fija únicamente en la responsabilidad humana y en la culpa humana con respecto a la ley. Tal confesor sólo se ocupa de principios objetivos: «¿Cuál es la medida y el giado de responsabilidad de esta persona? Yo tengo el deber de perdonarle en la medida en que reconozca su falta como transgresión de una ley.» En una palabra, estos confesores sólo se fijan en la ley y en los pecados contra la ley. Esto quería decir yo cuando hablaba de moralismo demasiado rígido. Recuerdo el caso de un hombre que se entregaba a la mastur39
Diferentes funciones del confesor
Cristo, como maestro
bación. Preocupado con el problema durante casi treinta años, había tratado durante aquel tiempo con confesores que sólo se cuidaban de informarse del número exacto de pecados mortales para así poder estimar la gravedad del pecado. Entretanto, el hombre se convenció de que no le era posible corregirse. Oró insistentemente, pero parecía que no eran escuchadas sus oraciones. La culpa, juntamente con la vergüenza lo carcomía noche y día. Se avergonzaba de presentarse delante de Dios e incluso le daba vergüenza encontrarse con sus amigos. Finalmente, sus sentimientos de indignidad le llevaron a pensar seriamente en el suicidio. La primera vez que vino a verme estaba ya desesperado. Yo le aconsejé que aceptara como una prueba aquel hábito de masturbación. Yo le aseguré que aunque no había logrado todavía vencer aquel hábito inveterado, todos sus esfuerzos y oraciones eran seguramente una prueba de que sus faltas se debían más a dificultades psicológicas que a mala voluntad. Finalmente le aseguré que aceptara aquella aflicción como una cruz y que tal cruz podía ayudarle a acercarse más a Cristo nuestro redentor. Algunos años después lo encontré por la calle. Se precipitó hacia mí y me dijo: «Padre, no sabría cómo decirle lo agradecido que le estoy.» Se me dio a conocer y acabó su relación en una forma que no sólo me humilló, sino que me conmovió profundamente. «Cuando usted me dijo que podía aceptar mi aflicción como una prueba», dijo, «sentí por primera vez que podía incluso superarla». La falta cometida por el legalista moral con sus penitentes consiste en no saber cuándo se ha de recurrir a la acción renovadora para contrapesar los principios morales. De todos modos, todo lo que se piense, se diga o se haga, ha de enfocarse en la perspectiva de la acción y amor redentor de Cristo. Por otra parte, hay también confesores que todo lo consideran exclusivamente bajo el aspecto de la angustia del penitente. Éstos van al extremo opuesto. Es una nueva tendencia basada en la moderna psicología clínica o psicoterapia. En realidad, en muchos casos los psiquiatras y los psicólogos de profundidades han logrado disipar completamente sentimientos de culpabilidad, explicándolos como meros restos neuróticos de ansiedades reprimidas de la infancia. Una vez, en un tren, me abordó una estudiante y me
dijo que había adquirido una nueva visión de la vida desde que había logrado desentenderse de temores y ansiedades. Añadió que la vida le parecía ahora hasta cierto punto bella. Quedó sorprendida cuando le pregunté cuánto tiempo se había sometido a tratamientos psicoterápicos. Me respondió francamente: había pagado 110 horas de tratamiento. Se había sometido a un tratamiento que no difería en modo alguno de los servicios de psicólogos de pacotilla cuyo objetivo capital consiste en negar la realidad de la culpa. «Es sencillamente ansiedad», decían. «Y la peor ansiedad es la que se hace pasar por culpa.» Entendámonos. Yo no afirmo que un pecador pueda no sentirse infeliz; ni tampoco digo que la ansiedad no pueda a veces confundirse con la culpa. Efectivamente, este último punto puedo ilustrarlo con un caso. Una vez recibí una carta de una mujer joven muy inteligente, en la que me decía que sentía tal ansiedad después de cometer cualquier falta, que se preguntaba si todas sus faltas no eran pecados contra el Espíritu Santo. Evidentemente, confundía la ansiedad con la culpa, y yo estaba convencido de que tenía necesidad de tratamiento psicoterápico. Yo no me opongo a la psicoterapia en cuanto tal, sino a una psicoterapia que niega absolutamente la culpa. Se cuenta con que el sacramento de la penitencia nos proporcione mayor y más profundo conocimiento y deseo de cumplir la ley de Dios; que nos libre de la ansiedad del pecado; que nos juzgue con vistas a evitar la condenación eterna en el juicio final. Finalmente, el sacramento de la penitencia tiene un aspecto litúrgico, a saber, el de culto del Dios todopoderoso, y una expresión de la confianza y amor para con el Padre celestial. A fin de comprender estos varios aspectos de la confesión, vamos a analizar cuidadosamente los diferentes papeles que Cristo desempeña en el sacramento: las funciones de maestro, de médico, de juez y de sumo sacerdote.
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Cristo, como maestro En el sacramento de la penitencia es Cristo el maestro de la ley interior de la gracia. Su estrategia docente depende de la acción
Diferentes funciones del confesor
Cristo, como maestro
del Espíritu Santo que purifica nuestros corazones y proclama la misericordia de Cristo por boca del ministro de la Iglesia. Mediante esta purificación y proclamación el penitente adquiere conciencia de su obligación de amar con un espíritu renovado. Así lo expresa Jeremías: «En aquellos días haré yo una nueva alianza con la casa de Israel... pondré mi ley en ellos y la escribiré en su corazón» (Jer 31, 31ss). Y Ezequiel añade: «Y les daré otro corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo» (Ez 11, 19; cf. 18, 31; 36, 26). Cristo es el maestro de la ley de manera única. Hace que el penitente tenga participación en su propia vida y consiguientemente en la ley del Nuevo Testamento. «Mis leyes pondré en su conciencia y las grabaré en su corazón; y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo» (Heb 8, 10). En una palabra: esta ley es la ley del amor, amor de Dios y amor a nuestro prójimo. Para los que acuden al sacramento de la penitencia con pecados mortales, Cristo es en forma verdaderamente eminente el maestro de la nueva ley, pues una persona que está en pecado mortal no se halla todavía de veras dentro de la ley de Cristo. No está todavía bajo la ley de la gracia. Está más bien bajo una ley amenazadora, que anuncia muerte y destrucción. Por consiguiente, cuando un penitente se reconcilia con Cristo mediante la gracia del Espíritu Santo, la presencia de Cristo regenera el poder de la nueva ley, exactamente como redime y forma al «hombre nuevo». El penitente vuelve a estar en Cristo y Cristo en él. San Pablo lo expresa así: «Porque la ley del Espíritu, dador de la vida en Cristo Jesús, me liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8, 2). Y también: «Porque si os dejáis guiar por el Espíritu, no estáis bajo la ley... Por el contrario, el fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz, comprensión, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza. Contra tales cosas nada tiene que decir la ley. Y los que son de Cristo Jesús crucificaron la carne con sus pasiones y deseos. Si vivimos por el Espíritu, caminemos también por el Espíritu» (Gal 5, 19; 22-25). En cambio, si el penitente que se acerca al sacramento se halla en estado de gracia, es inexacto decir que Cristo le da una nueva participación en la ley de gracia. Más exactamente: enseña al penitente, mediante la acción purificadora y redentora del Espíritu
Santo, cómo ha de progresar en la continua conversión y gratitud a Dios y en el amor misericordioso del prójimo. Para el buen cristiano medio, el sacramento de la penitencia no tiene precisamente por objeto la conversión de la muerte a la vida, sino más bien un continuo desarrollo de la vida. Y con esto venimos a tratar de la función del sacerdote como participante en el poder docente de Cristo. El sacerdote, al preparar a otros para recibir el sacramento de la penitencia, y el confesor que celebra efectivamente el sacramento, han de enseñar a los cristianos lo que los apóstoles enseñaron los primeros a sus penitentes, a saber, qué significa ser cristianos, qué es lo que ellos han de ser:
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«Si, pues, habéis resucitado juntamente con Cristo, buscad lo de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a lo de arriba, no a lo de la tierra Lo repito, habéis muerto. Haced, pues, que mueran los miembros que están sobre la tierra . Como pueblo escogido, santo y amado de Dios, revestios de bondad, de misericordia, de humildad, de comprensión, de paciencia La palabra de Dios habite entre vosotros en toda su riqueza» (Col 3, 1-16).
El confesor, como representante de Cristo que es, debe orientar interiormente la atención del penitente hacia la acción y las exigencias de la gracia. Convendría que el sacerdote recordara al penitente que ha resucitado a nueva vida en el bautismo y que está por consiguiente obligado a morir al pecado. Ahora bien, en el sacramento de la penitencia debe tener el deseo y la buena voluntad de realizar más y más en su vida cotidiana esta muerte al pecado. No hay que negar la necesidad de hacer a veces una exhortación moral. Quisiera poner en claro la importancia relativa de tal exhortación: no debería nunca substituir la instrucción del penitente acerca de los aspectos internos del sacramento. La atención prestada al papel docente de Cristo en el sacramento impedirá que la exhortación del sacerdote se reduzca a puro moralismo y al mismo tiempo ayudará al penitente a tomar más en serio las implicaciones del hecho de poseer en sí la vida de Cristo. Nunca se pensó que el confesonario hubiera de ser un oscuro 43
Diferentes funciones del confesor tribunal de puro legalismo. Ni tampoco que hubiera de ser el incómodo equivalente del diván de un psicoanalista. Porque dentro de su marco tiene lugar la acción redentora de Dios. La enseñanza moral y la psicología tienen, sí, su puesto en el confesonario, pero sólo como complementos de la acción de Dios con vistas al crecimiento en la fe, la esperanza y la caridad; en una palabra, como accesorios de la vida de gracia en el corazón del penitente. Disociar la ley externa, es decir, lo que es de obligación moral, de la enseñanza de la ley interna, a saber, de lo que Cristo mismo enseña mediante la gracia del Espíritu Santo, mediante su acción purificadora, significa una gran laguna en la formación del penitente. En tal caso el confesor dejaría de responder a las exigencias de Cristo tocante al papel de su representante. Por el empeño de poner bien de relieve este punto, vuelvo deliberadamente una y otra vez sobre la primacía de la ley interior, sobre la primacía de la acción de gracia del Dios omnipotente.
Cristo, médico y juez Desde los tiempos más antiguos, los padres de la Iglesia llamaron a Cristo «el médico divino», «el divino sanador», «el redentor». Todos estos títulos tienen algo en común, que hace que se puedan usar indistintamente: todos ellos connotan la idea de salvación. Cristo es el médico, el sanador, el redentor porque nos ha salvado de nuestra miseria. Por Cristo hemos sido restituidos a la vida y a la salud. El papel de Cristo como médico divino está íntimamente ligado con su papel de maestro de la nueva ley. Como maestro, nos reveló la insuficiencia de la antigua ley. San Pablo dice que Cristo nos liberó de la ley y de la esclavitud del pecado en que vivíamos bajo la ley (Rom 8, 2). Sin embargo, Cristo nos enseñó una nueva ley. la ley del amor, que por su misma naturaleza tiene poder de sanar y de redimir. Nos enseñó que esta ley no es una ley impuesta desde fuera, que atenta contra la libertad del hombre. Es más bien una ley interior que Cristo mismo dicta al corazón del hombre al hacerlo participar en su propia vida. Esta participación es la 44
Cristo, médico y juez que nos pone en contacto con la ley de Cristo, marcando el comienzo de la acción salvadora del amor y de la gracia en nuestros corazones. Aquí salta a la vista el entrecruzamiento de los papeles de médico y de maestro. Ahora bien, Cristo es también nuestro juez, papel que sólo se puede comprender en conexión con su papel de médico. Con vistas a salvar al mundo, con vistas a actuar como médico, tuvo Cristo que comenzar por tomar sobre sí el juicio que merecían nuestros pecados. Y así él, que era el Cordero de Dios completamente inocente, consintió en ser juzgado y condenado en nuestro lugar. Obrando así, nos curó y nos salvó del juicio definitivo de condenación. Por esta razón, el creyente puede mirar con gozo hacia adelante, a la segunda venida de Cristo, puesto que él vendrá como juez y a la vez como redentor. En el sacramento de la penitencia, Cristo nos sana y nos salva mediante el juicio salvífico de la cruz. En la cruz fue donde él aceptó la carga de nuestros pecados, y así nosotros sometemos nuestros pecados a la cruz con vistas a un juicio misericordioso. Cristo, nuestro verdadero juez en el sacramento de la penitencia, es el único que nos libra de nuestros pecados. El confesor participa también en el papel de Cristo como juez. Su juicio dependerá de si el penitente desea o no la salvación; a veces no se hallará en condiciones de llegar a una clara decisión en este sentido. En tales casos el confesor proclamará, pues, la absolución y la paz sólo condicionalmente. Sin embargo, en la mayoría de los casos su papel de juez girará en torno al arrepentimiento del penitente. Con el fin de hacer que su juicio sea digno instrumento de la salvación divina, procurará explicar los motivos de un arrepentimiento más profundo. Un medio eficaz de despertar dolor por el pecado consiste en dirigir la atención del penitente hacia la cruz de Cristo, en la que se pone de manifiesto la horrenda fealdad del pecado. E n efecto, la terrible sentencia pronunciada contra Cristo y que lo condujo a la crucifixión fue el resultado de haber tomado Cristo sobre sí nuestros pecados. El juicio de Dios contra Cristo, por haberse hallado a éste cargado con estos pecados, fue tan riguroso, que el mismo Hombre-Dios hubo de clamar despavorido: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Sólo 45
Diferentes funciones del confesor
El confesor, otro Cristo
Cristo, en su humanidad, descubrió todo el horror del pecado en la cruz. Así el penitente, puesto en presencia de la cruz, puede aprender, no sólo a odiar el pecado, sino también a amar la misericordia y bondad del redentor crucificado. Es posible que resulte una plena apreciación de la justicia y santidad de la ley de Dios. Quizá se halle el penitente dispuesto a abrazar esta ley en toda su plenitud-. «Amaos unos a otros como ^ÍO OS he amado.»
nidad de unirse en un esfuerzo común para proclamar la gloria de Dios, la gloria de su amor misericordioso y justo.
Cristo, sumo sacerdote No podemos pasar por alto el papel de Cristo como sumo sacerdote en el sacramento de la penitencia. Cristo nos redime haciéndose víctima por nosotros, ofreciéndose él mismo en sacrificio al Padre. De esta manera preparó un nuevo camino de amor, esperando orientar todos nuestros deseos hacia esta gran petición: «Santificado sea tu nombre.» Cristo, cargando con el peso de los pecados de los hombres, dio gloria al Padre en nombre de la humanidad. Se ofreció a sí mismo como sacrificio para la gloria de su Padre y para nuestra redención. Dar gloria a Dios es la antítesis del pecado. El pecado es egocentrismo; la conversión consiste en reconocer con gratitud que todos nosotros formamos parte de un reino de sacerdotes, que nuestra función más alta es la de glorificar a Dios en todas las cosas mediante el sacerdocio de Cristo. Ahora bien, es imposible un amor de adoración a Dios en el sacerdocio de Cristo, si no ofrecemos a Dios señales de sincera contrición y satisfacción, así como Cristo se ofreció una vez a sí mismo. El confesor, al ejercer este sacerdocio en el confesonario, debe adoptar la actitud de adoración. Difícilmente será ésta la actitud del sacerdote que despacha de prisa la absolución para poder volver al rezo del breviario. El sacerdote ha de comportarse en el confesonario de tal forma que el penitente se dé más cuenta de que la celebración de este sacramento es una de las maneras más admirables de glorificar a Dios, una de las formas más admirables de la oración litúrgica. En este sacramento, el confesor y el penitente tienen la oportu46
El confesor, otro Cristo Al comienzo de este capitulo dejé sentado que la función del confesor es una combinación de perdón de los pecados y curación de las almas. Una vez que han quedado expuestos los aspectos de la función de Cristo en este sacramento: maestro, médico, juez y sacerdote, vamos a tratar ahora más por extenso de la acción del sacerdote. El sacerdote en el confesonario debería tener siempre presente que está realizando un acto de liturgia. Tiene el privilegio de proclamar, en nombre de la Iglesia, las maravillas de la misericordia de Dios: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque su misericordia dura eternamente» (Sal 117). El confesor, como instrumento de Dios, pronuncia palabras que proporcionan paz y renovación al corazón del penitente. Con su celo, que lo induce a hacer todo lo que está en su mano para instruir al penitente acerca de la acción de Cristo como príncipe de la paz, dispondrá al penitente de tal forma que arda en deseos de propagar dicha paz entre los otros. El siglo pasado estuvo dominado por un espíritu legalista tocante al sacramento de la penitencia. A muchas sacerdotes se les enseñó que en el confesonario tenían que proceder esencialmente como jueces. De resultas de esto, la confesión vino a ser una especie de inquisición. L a confesión dejaba así un amargo gusto de boca en los penitentes. Si estos católicos no aborrecían completamente el sacramento, muchos de ellos lo temían y transmitían este temor a su descendencia. Con frecuencia, los sacerdotes mismos se veían desconcertados por la actitud que se sentían forzados a adoptar en el confesonario. Les avergonzaba la manera inquisitorial y el método mecánico de juzgar únicamente a base de números. Recuerdo que un anciano sacerdote me decía que lo que más le encantaría en el cielo sería el no tener que oir confesiones. Poco después se vio sorprendido de que sus superiores, en consideración con su 47
Diferentes funciones del confesor edad, lo dispensaran de la obligación de «meterse en el cajón». Cuando volvió a verme, me expresó su satisfacción. Congratulándome con él, le dije que podía imaginar por qué se encontraba tan bien. Le dije que él era una persona muy amable y que era probable que las más de las veces se hubiera visto en el confesonario con el corazón empeñado en una lucha entre su amabilidad natural y la teología legalista que le habían enseñado. Cuando se rehizo de la sorpresa fue reconociendo poco a poco que aquél era precisamente el caso. En el pasado no pocos sacerdotes llevaron una cruz semejante al ir al confesonario, porque tenían la intuición de que aquel frío impersonalismo, aquel insistir incesantemente en números y detalles exactos violaba todas las leyes de una psicología razonable. Es célebre el caso del gran moralista August Lehmkuhl, que después de haber escrito volúmenes de casos de conciencia, no se sentó nunca en el confesonario y hasta se negaba a oir confesiones aunque se lo ordenara el superior. Estaba tan aterrado... El confesor debe verse a sí mismo en el confesonario bajo una luz positiva. Es representante de Cristo, que enseña las maravillas de su ley mediante la acción purificadora del Espíritu Santo. Uniéndose él mismo con Cristo, el sacerdote se halla en condiciones de enseñar los maravillosos senderos que él abre para el crecimiento en el amor cristiano y en la alegría cristiana. Gracias al sacerdote, el penitente puede experimentar a Cristo como el príncipe de la paz, como el médico divino. A todo sacerdote le aprovecharía meditar con frecuencia sobre el hecho de que en el confesonario él debe representar al juez redentor. El juicio de Cristo sobre nosotros se pronunció cuando él estaba pendiente de la cruz muriendo por nosotros. Fue un juicio ejecutado por su amor a nosotros. Tales meditaciones fomentarán nuestro deseo de ir al confesonario para dispensar el juicio misericordioso de Cristo. Puedo decir francamente que he sentido un gran vacío en mi vida por haber tenido que renunciar estos últimos años, por razón de mi trabajo, a pasar en el confesonario las horas que solía pasar anteriormente. Dispensar el sacramento de la penitencia es una de las más altas funciones del sacerdocio: «Bienaventurados los portadores de paz.» 48
El confesor, otro Cristo En el confesionario se da al sacerdote la oportunidad de proclamar la paz del Señor. Su acción de juez debe ser integrada totalmente con la acción de declarar la paz de Dios. El sacerdote sirve al pueblo enseñándole la ley de amor, la ley del Espíritu, dirigiendo a las gentes y ayudándoles a dirigirse ellas mismas hacia las admirables acciones de Cristo. Hugo de San Víctor dice que Cristo, en' el sacramento de la penitencia, mientras nos suelta de los lazos del pecado, nos ata de la manera más suave con los vínculos de la gratitud. Esta afirmación sólo se puede comprender si el sacerdote considera su función como la de otro Cristo, como otra imagen del Padre celestial. Él debe representar a Cristo, el gran pacificador, el príncipe de la paz, el salvador, el redentor, que con amor de adoración se sacrificó a sí mismo y nos redimió a nosotros. El sacerdote confesor no debe perder nunca de vista que en el confesonario ofrece al penitente la oportunidad de encontrarse con el Príncipe de la paz.
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IV LA DISPOSICIÓN DEL PENITENTE
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Para decirlo brevemente, este capítulo y el siguiente contienen un tratado de la disposición del penitente como condición para recibir la absolución. La penitencia, en cuanto sacramento, sirve para restablecer o intensificar la armonía entre Dios y el hombre. Esto quiere decir que el penitente entra en contacto con la verdad divina a través del mensaje de paz mesiánica. Sería un abuso del sacramento ofrecer este mensaje a personas que habiendo vuelto decididamente la espalda a la verdad, creen que todavía pueden recibir el sacramento, pese a todas sus reservas. Evidentemente, cuando tales personas se acercan al confesonario no se dan cuenta de que para recibir eficazmente este sacramento tienen que estar dispuestas a modificar sus vidas conforme a la verdad de Dios. El confesor no debería escatimar esfuerzos para poner al pecador cara a cara con el Dios omnipotente, pero hay algunos casos en los que el penitente hace imposible toda proclamación de la paz de Dios. Sería conveniente instruir de vez en cuando al penitente, haciéndole comprender que la mejor disposición y la más esencial está expresada en las palabras de la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los que conocen profundamente en sus corazones que son pobres, porque en ellos está el reino de los cielos.» En una palabra, esto significa humildad. La humildad mueve al penitente a abrir su corazón a la palabra de Dios y le infunde sentimientos de gratitud por los dones del sacramento. Dios recompensa al peni51
La disposición del penitente
«Bienaventurados los que... saben que son pobres»
tente proporcionalmente a sus disposiones para recibir los dones. Naturalmente, no toda imperfección tocante a la disposición del penitente justifica el que se le niegue la palabra de paz. Una buena disposición fundamental puede estar afeada hasta cierto punto por una ignorancia invencible, por una contrición imperfecta, por un débil propósito de la enmienda. Tales deficiencias no deben inquietar al confesor, puesto que la buena voluntad de aceptar los dones de Dios como regla de la vida está sujeta a la ley del crecimiento. Más adelante volveré a hablar de estas imperfecciones. Una cosa es cierta. La presencia de los confesonarios en nuestras iglesias es indicio de nuestro estado de peregrinos que todavía aspiramos a la perfección. Cuando el sacerdote entra en el confesonario, lo hace con vistas a animar a algunos a seguir adelante valientemente, a confortar y reanimar a otros que han caído junto al camino. Por muy obvio que esto parezca, los fanfarrones no rodean los confesonarios. De nadie que va a confesarse se ha de esperar que haya alcanzado ya la meta de la perfección.
La primera bienaventuranza nos proporciona una clave para la debida inteligencia del sacramento de la penitencia. El reino de Dios pertenece a los que reconocen que son pobres de espíritu. Consecuentemente, una obligación que incumbe al confesor será la de indicar al penitente no sólo la dirección del viaje en el camino de la santidad, sino también la distancia que hay que cubrir. La mayor dificultad para la absolución de un pecador, la peor disposición que se puede tener es el estar uno satisfecho de sí mismo. El individuo que se complace en sí mismo gravita en torno al eje perpendicular del yo; el doble amor de Dios y del prójimo se ve a través de un falso prisma. La satisfacción de sí mismo pone una barrera a la humildad, que es la apreciación realista de uno mismo en relación con Dios y con los semejantes. Como ilustración de este hecho nos basta comparar el trato que da el Señor al pecador pobre e ignorante y el que da a los fariseos, que hacían alarde de su conocimiento de la ley y condenaban a los que no la
observaban como ellos. Los fariseos sólo recibieron de Cristo reprensiones. Los pecadores que reconocían en sus corazones cuan pobres eran en realidad y cuan necesitados estaban de redención, hallaron su favor y su infinita misericordia. Ninguna virtud es tan necesaria al penitente en el sacramento de la penitencia como la virtud de la humildad. La humildad da al hombre una sana y profunda conciencia de-su pecado. El empeño de todo sacerdote debe por tanto consistir en predicar, catequizar y celebrar el sacramento de la penitencia y en dialogar con el penitente de tal forma que lo induzca a comprender más plenamente la primera bienaventuranza. Este quehacer sólo se puede desempeñar con una paciente dirección e instrucción. En el grado en que una persona reconozca su pobreza de espíritu, reconocerá lo que realmente es el pecado. Porque su preocupación no versará principalmente acerca de la integridad material en la enumeración de los pecados, sino más bien acerca de la gran miseria e injusticia causada ofendiendo a Dios. Su humildad encenderá su deseo de acercarse más a su salvador y redentor, de ponerse en contacto con él. Mi experiencia misionera me ha proporcionado bastantes experiencias que confirman lo que acabo de decir. Permítaseme referir una de ellas. Poco después de la segunda guerra mundial se me destinó a predicar misiones a ciertos refugiados de Alemania oriental, de Rumania y de otras regiones. Muchas de aquellas pobres gentes habían vivido en zonas donde el acceso a los sacramentos era difícil, si ya no imposible. Ahora, oyendo de nuevo las palabras del Evangelio de Cristo, deseaban volver a él. Algunos no habían experimentado la paz del sacramento de la penitencia durante diez, veinte y hasta cuarenta o cincuenta años. A mí no me cabía la menor duda de que la culpa subjetiva de aquellas gentes estaba muy disminuida, debido a su ignorancia de la naturaleza del pecado. Yo trabajaba basándome en su humildad, en su reconocimiento de que eran verdaderamente «pobres de espíritu». En ningún momento esperé yo que aquella humildad básica les proporcionara un conocimiento repentino tocante a la confesión de sus pecados. Aquellas gentes no habían descubierto o no recordaban los detalles de la ley moral. Sólo habían descubierto que su separación de
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Cristo había producido una tremenda laguna en sus vidas. Muchos se confesaban así: «Padre, no he matado a nadie. No he robado. He sido una persona honrada, o por lo menos no he robado nada a pobres gentes. He pecado contra la caridad, pero no he sido muy malo.» Por mi parte me di cuenta de que el reconocimiento de todas las cosas que no habían hecho bien en su vida sólo se produciría gradualmente, que su humildad, que había escasamente echado raíces, estaba sujeta a la ley del crecimiento. Los años siguientes volví a aquellas gentes para instruirlas y oir sus confesiones y pude observar su progreso gradual tocante a lo que está bien y lo que no está bien. En particular observé su profunda convicción de lo triste que es estar alejados del Señor durante largo tiempo. De hecho, no faltaban entre ellos quienes habían recorrido grandes distancias para ir a misa y recibir los sacramentos. El mejor ejemplo de cómo funciona en nuestras vidas la primera bienaventuranza, se puede quizá tomar de lo que sabemos acerca de la confesión de los santos. Con frecuencia, los santos se deshacían en arrepentimiento por cosas que a muchos de nosotros ni siquiera nos parecen malas. Pero su humildad les daba una delicada percepción de lo que significa no seguir con toda el alma el sendero del reino de Dios. Cuando un penitente reconoce cuan pobre de espíritu es, ello es para el confesor una buena señal de que el reino de Dios ha llegado ya a esa persona. Tal persona sentirá la necesidad de esforzarse todavía más por encontrarse más perfectamente con el divino médico. Al confesor corresponde ver de despertar esta humildad en el corazón del penitente. El confesor deberá instruirlo para que se percate del progreso que todavía hay que hacer; deberá darle a conocer que el reino de Dios exige que se utilice hasta lo último la presente oportunidad, que todo don de Dios, natural o sobrenatural, es un llamamiento del reino.
La ley de crecimiento «El reino de Dios se parece a un grano de mostaza que . con ser la más pequeña de las semillas, cuando crece es la mayor de las hortalizas y se convierte en árbol .» (Mt 13, 31-32).
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La ley de crecimiento Nuestra visión del reino es la que en realidad está sujeta a crecimiento. Diferentes parábolas del Evangelio establecen el hecho de que el crecimiento es un fenómeno necesario en la aceptación del reino por el hombre. Esta maduración, si bien bajo algunos respectos se parece al crecimiento de las plantas, es mucho más de lo que puede sugerir una analogía campestre. No es sólo un vitalismo que se desenvuelva sin nuestra voluntad libre. El reino mismo de Dios nos invita a crecer en libertad y en responsabilidad. Pero cada uno sólo puede crecer conforme a la medida de la gracia que Dios le otorga, de acuerdo con la oportunidad presente. La parábola de los talentos ilustra esta verdad: se contaba con que cada uno usara bien lo que había recibido, uno recibió cinco talentos, otro dos, y otro finalmente sólo uno. Cada uno debe estar dispuesto a dar el modesto paso que le permite la presente oportunidad. Sólo así descubrirá uno nuevos horizontes. El cristianismo es vida, y donde hay vida hay necesidad de crecimiento: crecimiento en la superación de obstáculos, crecimiento en la lucha contra los bajos impulsos de la naturaleza inferior, crecimiento en el abandono del egocentrismo. Nosotros debemos aceptar y respetar esta ley del crecimiento en nosotros. Tenemos que aceptar gozosamente la presente oportunidad que se nos ofrece y aprovecharla hasta lo último. El sacerdote, en su calidad de confesor, debe educar a los fieles para la santidad. Esta educación exige que se estimule al penitente a sacar el mayor partido posible de la oportunidad que Dios le ofrece. Esta educación deberá retraerlo de perseguir metas lejanas, proscritas por su condición presente, y lo ayudará a negociar con el don presente de la gracia de Dios. Como en todos los casos, también aquí es nuestro Señor modelo de los confesores por lo que atañe a adaptar su enseñanza a la disposición y a la paz de los penitentes. En el Evangelio, nuestro Señor preparó a sus discípulos con sus numerosos milagros y prodigios, para el día en que les había de preguntar: «¿Quién decís vosotros que es el Hijo del hombre?» Y sólo cuando conocieron que él era el Mesías, el Ungido de Dios, comenzó a enseñarles el gran misterio de su muerte y de su resurrección. Esta última lección exigía la mayor paciencia por parte de nuestro Señor. Sin embargo, aun después de haber55
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Un patrón de conformidad
los instruido plenamente y de haber celebrado con ellos el gran signo de la Nueva Alianza, todavía dijo: «Aún tengo muchas cosas que deciros, pero la carga sería ahora demasiado pesada para vosotros.» Nuestro Señor, hablando así, atraía la atención de los apóstoles, exigiéndoles todavía mayor docilidad, asegurándoles que recibirían el Espíritu Santo con abundancia. El confesor debe, a la manera de Cristo, exhortar a sus penitentes a la vigilancia. Una vez que ha comprobado su disposición, debe ayudarles a dar el paso siguiente, el paso que es posible aquí y ahora. No debe imponerles ideales que vayan más allá de su nivel actual de desarrollo, ni tampoco debe retraerlos de dar pasos valientes y heroicos si tiene la convicción de que Dios los llama a ello. El sacerdote, en su calidad de confesor, puede errar también exigiendo demasiado poco al penitente. Piensa en el confesor que disuade al penitente familiarizado ya con la experiencia religiosa y que siente que Dios le exige mayor generosidad. El confesor de tal penitente se equivocaría si tratara de convencerlo de que no tiene obligación de ir más lejos porque no hay ley que le exija más. El confesor debe estimular a su penitente a avanzar por el camino de la generosidad. En realidad, puede incluso animar a algunos penitentes a hacer penitencia por sus anteriores faltas de generosidad y de vigilancia. Ser confesor exige más que un enfoque legalista de la teología moral. El legalismo satisface la rutina y la conformidad, no las exigencias del individuo.
En la mitología griega hay una célebre figura legendaria que lleva el nombre de Procusto. Quisiera remitir a él como a un patrón de conformidad. Procusto era un mesonero que gustaba de atraer a las gentes a su establecimiento. Una vez allí, los huéspedes eran víctimas de la mayor excentricidad de Procusto: su irrefrenable necesidad de orden absoluto. Esta irrefrenable propensión se extendía a la reglamentación de las condiciones del sueño. Cada huésped debía adaptarse exactamente a la capacidad del lecho en que le tocaba dormir. A los de pequeña estatura los estiraba para
colmar la medida del lecho. Los más altos lo pasaban todavía peor: Procusto les cortaba la cabeza y, si era necesario, también los pies y las piernas para que se adaptara el huésped a la largura del lecho de hierro. El mito de Procusto es muy antiguo, pero la historia no es tan «irreal» como pudiera parecer. Desgraciadamente, en nuestros días, encontramos a veces Procustos en nuestros confesonarios. Ahí está el legalista que ofrece un rígido lecho de moral jurídica estática. Estira los miembros de los penitentes todavía demasiado pequeños y frágiles con el imperativo invariable: «Usted tiene que observar las reglas que he aprendido yo en teología moral. De lo contrario, no puedo darle la absolución.» A los que han traspasado ya los límites de tal teología estática, a los que han recibido un don de cinco talentos y se esfuerzan por duplicarlo, les aconseja que aflojen el paso, o por lo menos que no hagan caso de los sentimientos de culpabilidad con respecto a metas superiores: «Usted no necesita esforzarse tanto.» O: «No necesita esforzarse más; conténtese con lo que tiene.» Hablando así rebaja sus aspiraciones y deja que se extinga su dinamismo. El confesor al estilo de Procusto es un auténtico patrocinador de una ley externa, estática. Falla en su interpretación de la ley de la vida, de la ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús. Se muestra impaciente con los que no alcanzan la medida de su ley estática; es despótico con los que han alcanzado o superado la estatura de su juridicismo. Al decir esto no pretendo negar en modo alguno la necesidad de directrices en la moral. No es imitar a Procusto exigir barreras o límites, pero debemos saber que estos límites no representan todo en la vida, sino que sólo son un aspecto de la ley de Dios. Me refiero al confesor que se fija únicamente en estos límites o leyes. La preocupación del confesor debería consistir más bien en orientar al penitente más allá de estos límites, en ayudarle a aprender a volar de modo que un día pueda remontar el vuelo. Esta orientación es un proceso que se actualiza exigiendo al penitente únicamente lo que le es posible en el momento presente. Todo confesor tiene el deber de reconocer y respetar esta ley de crecimiento. La cuestión que entonces deberá seguir lógicamente es
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Un patrón de conformidad
La disposición del penitente
Ignorancia invencible
ésta: «¿Es esforzado este penitente? ¿Aspira a una vida mejor y a un conocimiento más profundo del Señor?»
Evangelio. Si san Alfonso hubiese juzgado estrictamente a aquellas gentes, conforme a los moralistas de la época, que eran por lo regular rigoristas, habría tenido que negar la absolución a muchos. En efecto, la teología dominante era entonces el probabiliorismo (no como en nuestros días), y después de la supresión de la Compañía de Jesús se hizo particularmente rigorista. En tiempos de san Alfonso, los probabilioristas, en caso de duda, grande o pequeña, de ley natural o de ley positiva, decidían siempre en favor de la ley. No preguntaban si existía la ley o si habían caído en desuso. En todo caso había que optar por la ley y se juzgaba y aconsejaba a las gentes estrictamente en este sentido. San Alfonso se opuso a este rigorismo y sostuvo una posición mitigada y moderada que se designó como equiprobabilismo \ no obstante la tendencia de la época en Italia y en gran parte de Europa. Insistiendo en que se debe tener consideración con penitentes que sufren de ignorancia invencible, san Alfonso recurrió a sus hermanos en religión para que le ayudasen a buscar argumentos de autoridad en favor de sus puntos de vista. Sin embargo, aunque san Alfonso mismo daba buenas razones en favor de sus posiciones y habló una tradición suficiente en su apoyo, muchos, incluso entre sus hermanos, lo tuvieron por revolucionario. El padre De Meo, hermano de san Alfonso en religión, y uno de los hombres más cultos de su tiempo, le escribió una carta que se ha encontrado en los archivos de los Redentoristas, en la que dice que si san Alfonso sigue sosteniendo que puede haber ignorancia invencible aun entre gentes que han sido ya instruidas, corre riesgo de ver suprimida la congregación de los Redentoristas. Dijo a san Alfonso que muchos lo tenían por sospechoso. San Alfonso le escribió por su parte: «Prefiero la supresión de mi amada congregación, por la que estoy dispuesto a
Ignorancia invencible Nuestro Señor mostró la mayor paciencia con sus apóstoles. No les impuso desde el principio un código elaborado para exigirles luego: «Ahora jurad fidelidad a cada punto particular.» Por el contrario, los fue preparando paso a paso hasta en cuestiones tan fundamentales como las de la fe. La Iglesia misma nos propone continuamente el ejemplo de Cristo, el de paciencia, el de progresar fatigosamente paso a paso. Por ejemplo, todavía hoy define dogmas que no eran conocidos explícitamente en tiempos pasados. Sin embargo, la Iglesia es tan ortodoxa como lo era entonces, y entonces era tan ortodoxa como lo es ahora. Los sacerdotes y confesores debemos imitar esta táctica de Cristo y de la Iglesia. A penitentes que vienen a nosotros de ambientes insalubres, contaminados, no se les puede exigir que supriman instantáneamente los rasgos y desórdenes heredados. En este punto quisiera abordar el tema de la ignorancia invencible, materia en la que debemos guiar gradualmente al penitente a la perfección. En este particular me atengo muy fielmente a la tradición de san Alfonso, que ha sido declarado patrón de los confesores. Una de las cosas que más interesaban a san Alfonso en su calidad de teólogo moral era la cuestión de la ignorancia invencible (v„ por ejemplo, Praxis Conjessarii, n. 8). San Alfonso sostenía que no son raros los casos de ignorancia invencible. Hallaba tal ignorancia incluso tocante a la expresión general de la ley de Dios. Cuando comenzó dando misiones a los pastores abandonados e ignorantes de Ñapóles, entró más profundamente en contacto con este problema. Se halló con penitentes que estaban llenos de buena voluntad y suspiraban por la justicia misericordiosa de Dios. Pero muchos de ellos todavía no eran capaces de llevar la apremiante y plena carga de la ley, tanto natural como positiva. Estaban deseosos de aprender, pero aun después de recibir cierta instrucción, no entendían todas las exigencias del
1. Para decirlo con la mayor concisión posible, el sistema de san Alfonso se refiere a dos clases de dudas: la duda de derecho y la duda de hecho. En la duda de derecho, la posición a seguir ha de ser, o la de la libertad, o la de la obligación, según de qué parte estén las ra¿ones más poderosas. Si se trata de una duda estricta acerca de la existencia o de la promulgación de la ley, entonces la libertad tiene más razones en su favor. En cambio, si la duda se refiere a si ha cesado o no la ley, entonces la ley obliga. La duda de hecho tiene dos aspectos: 1) o se refiere al hecho principal, por ejemplo, si he hecho o no he hecho un voto; 2) o a un hecho secundario, por ejemplo, si obré o no con plena deliberación cuando hice el voto. En el primer caso se aplican los principios de la duda de derecho. En el segundo, el principio es el siguiente: si se trata de una duda estricta, se presume que el hecho secundario o accesorio se puso correctamente.
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La disposición del penitente Ética de situación morir, a que se imponga a las almas una carga que no pueden llevar.» Si tenemos presente que en los días de san Alfonso no existía una ciencia como la psicología o la sociología, y que el santo no podía remitirse a estudios científicos que revelaran hasta qué punto el juicio del hombre es influido por el ambiente, nos formaremos una idea clara de su grandeza. Todavía estaban por venir las distinciones del cardenal Newman relativas al conocimiento abstracto que se enseña y a la realización concreta de este conocimiento. La opinión de san Alfonso fue mirada como sospechosa en su mismo tiempo. A algunos les parecía que daba a los penitentes permiso para seguir pecando. Sin embargo, la verdad era que san Alfonso reconocía que a ciertos penitentes que deseaban volver a Dios no se les podía exigir que corrieran antes de poder andar. Y así, con el fin de restituir a aquellos penitentes al orden de Dios, san Alfonso prefirió pasar por alto problemas que el penitente no podía esperar resolver en aquel punto determinado de su progreso. No se trataba de afirmar que lo malo es bueno. Únicamente se trataba de un juicio, según el cual, había mucho que decir a aquel penitente, éste no se hallaba todavía en condiciones de recibirlo precisamente entonces. Un confesor, pues, que se esfuerza por preparar al penitente, educándolo para una vida espiritual más profunda, no es un laxista porque no exige pleno conocimiento desde el principio. A veces, reconociendo la ignorancia invencible del penitente, silenciará alguna o algunas materias particulares. Hace que el penitente se dé cuenta en general de que todavía le faltan algunas cosas, que más tarde podrá conocer y comprender. No le dice: «Está bien. Puede usted continuar así.» Más bien le indica algunas direcciones, en las que el penitente puede hacer progresos. Esto es lo que significa aprovechar la oportunidad presente. La vida espiritual se ha comparado a veces con una guerra. No es que esta analogía me entusiasme extraordinariamente, pero puede ser útil aquí, donde estamos considerando la táctica del confesor con un penitente que no se halla todavía en condiciones de cargar con todo el peso de la ley. Atacar directamente al enemigo no es siempre la mejor manera de ganar la batalla. En la primera 60
guerra mundial, los alemanes atacaron a Verdún, pero los franceses la defendieron valientemente. Cerca de un millón de vidas se perdieron en la batalla y ninguna de las partes pudo atribuirse la victoria. En la segunda guerra mundial se aprovechó la lección. Las tropas alemanas no intentaron tomar a Verdún atacándola de frente. En cambio, bordearon la ciudad bien fortificada, por la derecha y por la izquierda, inutilizando todas sus armas poderosas. Poco después Verdún, hallándose rebasada por el frente alemán, se entregó. Así también, si el confesor instruye en el gozo de la fe al penitente invenciblemente ignorante, atendiendo a los puntos que se pueden acometer en la situación presente verá que no tardará en llegar el día en que el penitente podrá asimilar la doctrina sobre un problema difícil, enseñanza que anteriormente habría rechazado. La táctica que he sugerido aquí no es rigorista ni laxista. Evita un moralismo estático en favor del dinámico. Reconoce la ley del crecimiento, como también la oportunidad presente. Sin embargo, la táctica formula fuertes exigencias al confesor, que tiene necesidad de establecer una profunda simpatía y solidaridad con el penitente. Ya no es simplemente alguien que con la medida en la mano determina las pulgadas y milímetros de culpabilidad y de pecado. Su experiencia le servirá para determinar hasta qué punto puede guiar al penitente hacia una espiritualidad más fuerte, cuándo puede instruirlo efectivamente, y cuándo es hora de cambiar de táctica o canalizar en otro sentido las energías. Este método difiere completamente de la ética situacional. Dada la preponderancia de esta ética en América del Norte, me ha parecido conveniente fijar mi posición con respecto a ella, a lo cual voy a dedicar el apartado siguiente de esta sección.
Ética de situación En nuestro tiempo son corrientes ciertas formas peligrosas de la llamada ética de situación. Grosso modo se pueden señalar dos tipos erróneos de la ética de situación. La forma más moderna está expresada en el libro de Joseph Fletcher, Siíuation Ethics, the New Morality. Fletcher no niega la existencia de leyes morales; de 61
La disposición del penitente hecho aconseja a los cristianos que antes de obrar consideren cuidadosamente estas normas. Sin embargo, va más adelante hasta decir que, puesto que ninguna ley moral tiene valor absoluto, un cristiano, por razón del amor, puede perseguir su propia realización y la verdadera expresión del amor al prójimo de manera opuesta a los principios morales generales. Fletcher subraya el punto de que tal cristiano debe sencillamente cuidar de hacer esto por verdadero amor, un amor que algunas veces se designa como agapeico, desinteresado o altruista, pero generalmente se explica como una forma de pragmatismo o utilitarismo. Fletcher llega hasta decir que una persona, en determinados casos, puede incluso cometer adulterio o estupro, practicar moderadamente la promiscuidad, negar públicamente a Dios y a la Iglesia, con tal que tenga buena intención. La ley del amor, según la opinión de Fletcher, puede hasta justificar que se arroje una bomba atómica sobre una ciudad abierta. A esto respondo yo que el concepto que tiene Fletcher del amor no está estructurado. El principio fundamental de la ética cristiana no es sencillamente el amor en sentido pragmático y utilitario. El principio fundamental de la ética cristiana es «hacer con amor lo que exige la verdad». La forma más antigua de la ética de situación erige sus altares a los preceptos humanos y a las tradiciones humanas, descuidando completamente lo que atañe a los mandamientos divinos fundamentales y con una ceguera total tocante a las exigencias de la ley natural y de las condiciones presentes conforme a «lo que exige la verdad». Consiguientemente, se estima que la «obediencia a una situación legal», una aplicación servil de leyes humanas, justifica la transgresión de la ley de Dios escrita en el corazón y en la mente del hombre. La vieja forma de la ética de situación no distingue entre la letra y el espíritu de las leyes de la Iglesia. Se opone a los principios de la epikeia, según los cuales se trata de cumplir las leyes absolutas de Dios y las variables leyes humanas conforme al espíritu del Evangelio. Se opone a la ley natural, como si ésta no tuviera consideración con las exigencias de la verdadera naturaleza de la persona y de la comunidad. En una palabra, esta forma de ética de situación sólo se cuida de la aplicación mecánica de las leyes humanas. Esto es precisamente lo que condenaba Jesús en 62
Ética de situación los fariseos: «Se acercaron a Jesús unos escribas y fariseos de Jerusalén para preguntarle: "¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de los antepasados?"... Él les replicó: "¿Y por qué vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios por esa tradición vuestra?"» (Mt 15, 2-3). Y también: «Vano es, pues, el culto que me rinden cuando enseñan doctrinas que sólo son preceptos humanos» (Mt 15, 9). Finalmente, Cristo dice a sus discípulos: «¿Cómo no entendéis que no os hablé de panes cuando os dije que os guardarais de la levadura de los fariseos y saduceos, sino de la doctrina de los fariseos y saduceos?» (Mt 16, 11-12). La moderna ética de situación es una reacción contra la forma antigua y legalista de la misma ética. Sin embargo, ambas formas son refractarias a las distinciones. La ética legalista de situación cristaliza las leyes hechas por hombres (leyes positivas humanas) negándose a reconocer: 1) la distinción entre ley eterna basada en la sabiduría divina y la expresión siempre inadecuada de la ley en términos humanos, y 2) la distinción entre leyes humanas positivas y exigencias morales que expresan los imperativos mismos de la naturaleza humana. En cambio, la ética situacional moderna confunde el carácter flexible de las leyes positivas y el concepto inorgánico de amor, en el que ningún principio se estima absolutamente verdadero y siempre valedero. Por consiguiente, la ética de situación en su sentido peyorativo se refiere a una norma de conducta que a una persona que tenga o pueda tener pleno conocimiento —contrariamente a una que se halle en ignorancia invencible —. le permite buscar la felicidad y la salvación fuera del círculo áureo de la ley divina. Es tan «estática» y tan «minimalista» como la moral legalista. En cambio, el enfoque que recomendamos en este capítulo es «dinámico», un enfoque que mueve a la persona a avanzar siempre hacia la plena realización de la vida cristiana. En nuestro caso se refiere a penitentes que se esfuerzan por hallar su debido puesto en el orden de Dios, pero que, por causa del ambiente o de alguna otra circunstancia atenuante son incapaces por el momento de saltar al centro de dicho círculo. Los confesores que observan la ignorancia invencible de una persona, deberán esforzarse por estimular al penitente a una fe más profunda, a una mayor espe63
La disposición del penitente ranza. niodiante las energías del Evangelio del gozo y del amor. Deberán ayudarle a establecer una relación personal con Dios, una vida más profunda de oración, y animarlo a la práctica de la caridad fraterna.
Vencer la ignorancia Lo que hemos dicho más arriba no excluye que convenga sacudir o impresionar fuertemente a una persona que ignora la extensión de la ley divina. Un confesor será especialmente exigente cuando trate con un penitente que ha recibido cinco talentos. Tales penitentes pueden ser sacerdotes o religiosas que han sido negligentes por lo que se refiere a la caridad fraterna, a la paciencia pastoral, o en la actitud fundamentalmente pastoral de la vigilancia. El confesor deberá a veces sacudirlos con vistas a la realización de lo que exige su forma de vida, aun a riesgo de perder su amistad. Pero su motivo debe ser siempre de caridad, procurando actuar en el momento más oportuno y con la más humilde solidaridad con el penitente. En casos en que la ignorancia del penitente represente gran peligro para los otros, cuando su ejemplo pueda quizá contaminar a los demás, el confesor estará obligado a correr todavía mayor riesgo y a sacudir al penitente poniéndole ante los ojos la verdad sin ambages. En tal caso, el confesor mira al bien de la Iglesia entera.
Psicología del aprendizaje El sacerdote tiene verdadera necesidad de estudiar psicología y sociología, si ha de ser un guía eficaz en la dirección de los penitentes. La psicología le ayudará a hacerse cargo de las frustraciones, conflictos y desajustes que predominan en nuestros días. La sociología le hará patente el impacto que ejerce el ambiente sobre las personas. Esto le ayudará a veces a refrenar su propensión a decir: «Usted tiene que hacer esto, y si no obedece, es que tiene mala voluntad.»
Vencer la ignorancia Finalmente, parece que hay cierta necesidad de un común planeamiento pastoral que quizá pudieran llevar a cabo las conferencias episcopales. Las conferencias podrían tener por uno de sus objetivos tratar de reducir las divergencias en la práctica con que las personas tropiezan en el confesonario. No es raro oir quejas de que el padre fulano dice que tal o cual cosa está perfectamente en regla, mientras que el padre mengano halla la misma cosa reprensible y mala. Las divergencias de esta índole inducen a la gente a dudar de que el sacerdote que está en el confesonario represente a la Iglesia. Estas personas no se hallan en condiciones de comprender que en teología haya zonas que se prestan a diferentes opiniones. Sin embargo, todo sacerdote debe procurar explicar a su penitente la doctrina de la Iglesia lo más claramente posible, y hacerle luego comprender que su consejo se basa en una interpretación de esta doctrina. El confesor no lo puede hacer todo. Desgraciadamente, las gentes le piden demasiado; no puede modificar todos los efectos de su ambiente en su mente y en su voluntad, con una exhortación de unos minutos en el confesonario. Con todo, el confesor puede hacer mucho por los fieles si utiliza la táctica dinámica a que he aludido. Con paciencia puede descubrir las posibilidades del penitente, y con una psicología despierta pondrá cuidado en no imponerle demasiado de una vez. Su quehacer consiste en ayudar al penitente para que aspire a la perfección y avance en este sentido. Es una tasca ardua que exige gran paciencia y humildad por parte del confesor. Finalmente el objetivo del maestro en la nueva ley no consiste en formular decisiones por cuenta de otra persona, sino más bien en ayudarle a lograr la mayor madurez que le sea posible, de modo que cada vez esté más capacitada para tomar sus propias decisiones.
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V CONTRICIÓN
Hemos dejado ya sentado que lo decisivo en el sacramento de la penitencia es la acción de Cristo mediante el poder del Espíritu Santo. El anuncio de la paz mesiánica lleva a los hombres a un profundo conocimiento de la fealdad de sus pecados. El mismo anuncio mueve al arrepentimiento. Aunque tenga que repetirme, permítaseme volver al relato del libro de Nehemías: cuando el sacerdote leyó y explicó el libro de la ley al pueblo, que fue comprendiendo gradualmente el mensaje y comenzó a llorar y a arrepentirse. De aquel arrepentimiento brotó el gozo del Señor. El resultado más visible de la acción de Cristo en el sacramento de la penitencia es el arrepentimiento del pecador, que por él se ve renovado interiormente en su mismo espíritu: «Bienaventurados los que íioran, porque ellos serán consolados» (Mt 5, 4). Porque ía buena nueva de Cristo es la que mueve al hombre a arrepentirse, y de este acto de arrepentimiento brota el «gozo del Señor, que es vuestra fuerza». Por esta razón debe el sacerdote celebrar la liturgia del sacramento de la penitencia de tal forma que él mismo venga a ser el instrumento eficaz del Espíritu Santo que renueva el corazón y la mente del penitente. Habrá casos en que el confesor tenga que determinar si el penitente está suficientemente arrepentido, exactamente como nuestro Señor trató de determinar la fe del padre cuyo hijo estaba poseído por el demonio. El Señor preguntó al hombre: «¿Tienes fe?» Y el hombre respondió: «¡Creo! ¡Tú ayúdame en mi falta de fe!» 67
Contrición
Contrición
(Me 9, 24). Los esfuerzos del confesor con respecto a su penitente deben tender a despertar en él este arrepentimiento que conduce a la paz y a un amor más grande. Éste lleva más allá de la simple fórmula de contrición. Ayudar al penitente a reconocer sus pecados recordándole los grandes motivos que brotan de la fe en la buena nueva, es mucho más importante que las amonestaciones morales. La contrición es la disposición básica del penitente para el progreso. No es un estado puramente estático, que una vez alcanzado deja a uno satisfecho. La contrición está sujeta al proceso de crecimiento y desarrollo. Así pues, forma parte del quehacer del confesor ayudar al penitente a alcanzar una contrición más y más perfecta. Como lo recomienda el Ritual Romano, el confesor deberá en todo caso aplicarse a mover a cada penitente a una contrición más profunda, recurriendo para ello a los motivos de contrición: la misericordia y la amorosa justicia de Dios. A los que están en estado de gracia y permanecen en el amor de Dios, es relativamente fácil hacer un acto de contrición. Éstos están dispuestos «ontológicamente», y la gracia del sacramento contribuye todavía a facilitar tal acto. En cambio, para un penitente en pecado mortal, la contrición es cosa de milagro. Cuando tal penitente hace un acto de perfecta contrición nos hallamos en presencia de la acción poderosa del Espíritu Santo que crea luz y vida donde sólo había tinieblas. El penitente que ha vivido en pecado mortal acudirá generalmente al confesonario con contrición imperfecta, o atrición, de la que hablaré a continuación. La manera de celebrar el sacerdote el sacramento ayudará al penitente a disponerse mejor, por lo menos hasta el punto de poder recibir con gratitud y gozo la paz del Señor. En general, la teología considera válido el sacramento de la penitencia si el penitente alcanza la contrición imperfecta, supuesto que retire los obstáculos que pudieran interferir con la acción renovadora del Espíritu Santo. Ahora bien, el fruto del Espíritu Santo es «amor, gozo, paz, comprensión» (Gal 5, 22), no temor servil. Ni el confesor ni el penitente quedarían satisfechos con la atrición. La fe en la presencia dinámica del Espíritu de Cristo cree en la posibilidad de una contrición más profunda, y más liberadora. La
atrición es buena por cuanto hace dar un paso más hacia esa contrición que es motivada por la gratitud, el amor y la paz. Según un antiguo aforismo escolástico, «el sacramento de la penitencia convierte la atrición en contrición» (Sacrameníum poenitentiae ex attrito facit contritum). ¿Se refiere esto únicamente al oculto juicio de Dios, o es una transformación real de la mente y del corazón del hombre? ¿Se trata de una especie de presencia «ontológica» de la contrición y de la caridad, sin una fuerza dinámica de renovación del modo de pensar y de obrar? Yo entiendo que la palabra de Dios reclama un cambio real en la realidad total del hombre, aunque esto tropieza con obstáculos de orden psicológico. Lo menos que podemos nosotros hacer es tratar de quitar los obstáculos que sean eliminables y esforzarnos por alcanzar una fe que esté llena de amor, una fe que halle su expresión en el amor del prójimo. La proposición de motivos amenazadores, tales como la condenación eterna, puede preparar el camino a la contrición únicamente si estas verdades se presentan en su pleno contexto teológico, es decir, que el hombre, con el pecado mortal y la falta de arrepentimiento, rechaza el amor santo y muy verdadero de Dios para con él. El temor del infierno puede convertirse en un grito y una llamada a Dios, en un deseo de asegurarse el amor beatificante de Dios. La humilde confesión en vista de la misericordia de Dios y la confortante palabra de paz manifiesta el poder que tiene Dios de comunicarnos un nuevo espíritu. Así pues, normalmente, cuando la liturgia se celebra correctamente y se comunica al penitente la palabra de paz, se hace él capaz de un acto de perfecto amor de Dios. Si no logra hacer este acto de amor perfecto, no obtiene tampoco el fruto pleno del sacramento de la penitencia. Por consiguiente, con vistas a llevar a los hombres de la atrición a la contrición, el confesor debería eliminar los motivos de temor de índole egoísta e insinuar o acentuar los grandes motivos positivos de gratitud y de alabanza de Dios por razón de su infinita misericordia. La contrición perfecta proviene de k apreciación d e la bondad de Dios que es todo misericordia y ha mostrado su amor en Jesucristo: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porq u e su misericordia permanece eternamente» (Sal 117). Por con-
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siguiente, si el clima de este sacramento es una celebración del amor y de la misericordia de Dios, es fácil alcanzar la verdadera contrición, en la vida real del hombre y con la ayuda de Dios. Es entonces la gracia del sacramento la que transforma el dolor imperfecto o atrición en dolor perfecto o contrición. Sin embargo, esta transformación de la atrición en contrición no se efectúa de manera mágica. De hecho se lleva a cabo por la palabra eficaz de Dios, pero en conexión con la proclamación de la buena nueva por el sacerdote. El papel del confesor es aquí esencial. El sacerdote debe aplicarse a su función de ayudar al penitente a profundizar su arrepentimiento. En la celebración comunitaria del sacramento de la penitencia, la entera comunidad contribuye en gran manera con su participación activa, a que brote el amor de Dios y la contrición.
naza de negar la absolución. Debe tratar más bien de suscitar en el corazón del penitente y en el suyo propio un verdadero dolor del pecado, quizá rezando con él alguna oración espontánea y apropiada. Ésta será la única manera de hacer que en el corazón del penitente madure el fruto de un firme propósito de la enmienda. ) I
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Valoración del propósito de enmienda
El propósito de enmienda en el penitente es la rica mies de su arrepentimiento. Depende completamente de su arrepentimiento, pues es imposible que una persona pase del pecado mortal a la vida en Cristo simplemente por un firme propósito. Si una persona ha contraído cierto número de deudas, no basta con que prometa que ya no contraerá más. Tiene que pagar las deudas que ha contraído ya o, si no está en condiciones de pagar, tienen que serle condonadas por el acreedor. En relación con la salvación, es imposible psicológicamente hacer un propósito firme y eficaz de enmienda sin arrepentimiento. Antes que una persona cambie sus modos de vida tiene que lograr ver cuan inapropiados y pecaminosos eran esos modos, esos caminos, qué malo y desacertado era decir «no» al llamamiento de Dios. Únicamente el humilde reconocimiento de la propia malicia y error invitará a Dios a crear en dicha persona las posibilidades de un nuevo proceder y a abrirle un nuevo camino de vida. Me permito sugerir como un medio práctico para el confesor que cuando encuentre una persona apegada a sus pecados, todavía sin sincero propósito de enmienda, no recurra sin más a la ame-
El confesor, al apreciar el propósito de enmienda del penitente, haría bien en tener presente que también aquí halla aplicación la ley del crecimiento. Se hallará con algunos penitentes que, no siendo muy escrupulosos por la integridad de la confesión, son en cambio muy meticulosos tocante a su propósito de enmienda. Dirán: «Padre, no puedo prometer honradamente que no volveré hacerlo. Me siento todavía muy atraído por el pecado.» Sería injusto concluir inmediatamente que tales penitentes han abandonado el camino del arrepentimiento. Con mucha frecuencia se trata de personas que se sienten perturbadas por el hecho de que su naturaleza inferior busca todavía su satisfacción. Desean de todo corazón poder hacer la necesaria promesa, pero su sinceridad se lo veda. No quieren prometer lo que temen no poder cumplir. San Agustín plantea análogos problemas acerca de cristianos que deseaban con la mayor sinceridad entregarse totalmente a Dios, pero que reconocían su propia debilidad. Decían al santo: «Dios nos pide cosas que nos son imposibles.» San Agustín resolvía sus dudas con el Evangelio del buen samaritano. Él les decía que el buen samaritano llevó a una posada al pobre viajero herido y pagó su habitación, pero que aquel pobre hombre, aun después de los cuidados recibidos, necesitaría un tiempo de convalecencia: «Ten cuidado de él, y lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando vuelva» (Le 10, 35). Así hay que hacer con los penitentes. Los hay que no pueden todavía levantarse de su enfermedad y necesitan aún de cuidados antes de elevarse a la plena justicia. Por esto san Agustín les decía (y lo cita el concilio de Trento) que hicieran lo que pudieran y oraran insistentemente pidiendo lo que todavía no podían hacer, porque Dios no pide lo imposible a sus criaturas.
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Propósito de enmienda
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Valoración del propósito de enmienda
No hay que creer que san Agustín pretendiera que una breve oración basta siempre para obtener un cambio total. Lo que quiere es indicar que si uno es sincero y hace lo que está en su mano, y al mismo tiempo ora, «ayúdame, Señor, cuando falle mi voluntad», aunque no pueda cumplir estrictamente la ley entera, sin embargo, con su actitud cumple un mandamiento de Dios. Por el momento, Dios no le pide más que eso. Yo no creo que un sacerdote vaya a exigir a un penitente que prometa no volver a faltar a la caridad en lo sucesivo. Todos saben cuan difícil es esto. Quizás un santo pudiera hacer tal promesa. Sin embargo, hay confesores que a penitentes que viven en situaciones difíciles les exigen que no vuelvan a caer en un pecado determinado. Por ejemplo, que personas casadas hagan voto o promesa de no ceder al egoísmo en el acto conyugal. Personas honradas vacilarían ante tal promesa, pues se hacen cargo de que será imposible cumplirla. Lo que el confesor puede pedir —es mera cuestión de lenguaje — es que el penitente se esfuerce por no volver a cometer tal pecado. Al aconsejar el confesor al penitente, debe tomar en consideración su entera situación. Volveré a ocuparme de esto por extenso cuando trate de los casos de los pecadores «recidivos» y de los consuetudinarios. La psicología juega gran papel en la dirección de tales personas. Un confesor podrá hallarse con casos en los que no se pueda dar inmediatamente la absolución. Pues bien, aun en tales casos puede todavía el confesor dar al penitente algún consuelo, proclamando la paz de Dios, no en forma sacramental, sino como hermano en Cristo y como predicador del Evangelio: «Haga ahora lo que pueda y ruegue al Señor que le dé fuerzas para hacer lo que todavía no puede. El Señor tendrá misericordia con usted. Acepta su buena voluntad y su acto de alabanza.» Esto, lejos de significar laxismo, es un enorme acicate para que uno siga siendo sincero y ore. En otros casos, cuando el penitente duda de su capacidad de dominar su pecado en el futuro, podrá decirle el confesor: «Si usted procura sinceramente hacer lo que puede, y si sigue orando y pidiendo lo que no puede, esté seguro de que caminará en la paz
del Señor.» No se puede exigir que hijos pródigos que vuelven a Dios desde muy lejos adopten todas las maneras y prácticas de los hijos de Dios. Vuelven a Dios como productos de un cierto ambiente: es imposible que se desenreden y reaccionen totalmente contra las influencias dañosas que habían actuado dentro de ellos durante largos años. Se requiere tiempo. Aun así, el pródigo es bienvenido y acogido sin demora; es bienvenido y acogido por un padre que sale corriendo a su encuentro, lo besa y organiza una gran fiesta en su honor. La amable acogida que se le dispensa lo animará incluso a hacer todo lo que esté en su mano, y ello por simple gratitud, sin necesidad de grandes reprimendas morales. Hay que procurar, como en el Evangelio, que el penitente sienta cuánta alegría hay en el cielo por su arrepentimiento. Esto será para él un gran incentivo para renunciar a sus malas inclinaciones pasadas y para guardarse de poner en peligro esta muestra sincera de amistad y de amor. El penitente comparado con el hijo pródigo está ahora a la vista del padre. Como el hijo pródigo ha recorrido un largo camino y, también como él, ha tenido que vencer no sólo sus sentimientos de gran culpabilidad, sino también un temor proporcionado —-y en algunos casos verdaderamente excesivo — de esa culpabilidad. El mero hecho de volver indica que ha sentido la locura de sus extravíos. Sin embargo, esto no quiere decir que tenga una vista panorámica de todo lo que tiene todavía que hacer para que su retorno sea completo. Estoy convencido de que sería imprudente — por no decir más — recibir a tal penitente con una granizada de exigencias relativas a puntos que están fuera de su actual horizonte. Una vez más insisto en la idea del crecimiento. Primeramente, retirémoslo y mantengámoslo alejado de esas faltas que se pueden percibir con claridad. Un ejemplo servirá para ilustrar el método que estoy preconizando. En algunas partes del mundo, en particular en zonas rurales, hay una tendencia a etiquetar como «nobles» ciertas formas de odio o de enemistad. Muy a menudo las mismas gentes que permiten y hasta ensalzan esta falta de caridad, se mantendrán firmes contra sugerencias contemporáneas tocante a la inocencia de relaciones prematrimoniales y otras inmoralidades. Si tales personas
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Progreso penitencial
cometieran un pecado contra el sexto mandamiento, reconocerían humildemente su culpa y mostrarían sincero deseo de corregirse. Pero tienen una visión muy limitada del cristianismo. Sé del caso de un hombre divorciado que en el lecho de muerte no tenía otro deseo que el de reconciliarse con su esposa por las injurias que él le había infligido. La hermana del moribundo se fue corriendo a casa de la esposa, que parecía ser una católica devota y practicante. La pobre hermana quedó desconcertada al ver que su cuñada le cerraba la puerta de su casa y la obligaba a hablarle desde la calle. La cuñada escuchaba desde la ventana. Su única respuesta fue: «Yo soy una mujer de carácter. No tengo la menor intención de poner los pies en esa casa, y mucho menos de perdonar a ese hombre.» ¿Cómo tratará el sacerdote a tal penitente? Él mismo está plenamente convencido del lugar que ocupa la caridad entre las virtudes. El sermón de la montaña (Mt 5, 43-48) gira en torno al amor compasivo del prójimo, sin tener en cuenta si el prójimo merece o no tal amor. No cabe duda de que el sacerdote en el confesonario tiene obligación de insistir sobre los deberes de la caridad. Ahora bien, el sacerdote que al confesar a la mujer de que acabo de hablar, la oyera contar el hecho que he referido, ¿le diría que a no ser que se resolviera a visitar inmediatamente a su marido y asegurara que le iba a perdonar, sería inválida su confesión? Esta mujer ha llegado a creer en la justicia de su repulsa, y unos breves momentos en el confesonario no cambiarán la actitud de una vida entera. Tal como yo veo el caso, habrá que amonestarla acerca de sus obligaciones de caridad, pero no se la podrá apremiar hasta un punto que es superior a su capacidad actual de comprensión; para su penitente se trata de un asunto emocionalmente cargado, que ofusca su visión. En su exhortación el confesor la invitará apremiantemente a hacer actos de virtud en zonas en que ella se reconoce deficiente y está dispuesta a hacer esfuerzos, la animará, y hasta la obligará, con una penitencia apropiada, a orar pidiendo al Señor mayor prontitud para perdonar. En suma, el principio que estoy invocando es familiar a todos: Festina lente, despacio, que tengo prisa. Para mayor claridad voy a proponer todavía otro ejemplo. Consideremos el caso de una mujer que va a confesarse y se acusa de
una fuerte enemistad personal entre ella y una compañera de trabajo. El sacerdote, con sus preguntas, halla que la razón de este profundo resentimiento se basa en diferentes sospechas: «Nunca me gustó la manera como me da los buenos días.» «Parece que mira siempre por encima del hombro», o «continuamente se desvive por agradar al jefe y porque se fijen en ella los otros. Me pregunto si no está tratando de quitarme el empleo», o «es tan presuntuosa que no lo puedo aguantar». Pienso que este caso se puede tratar de la manera siguiente, teniendo presente lo que he dicho anteriormente sobre la ley del crecimiento:
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SACERDOTE: ¿Estaría dispuesta a aceptar la penitencia de rezar todos los días por esa mujer, a fin de poder saludarla amablemente? PENITENTE: Pero, padre, me es tan antipática que ni siquiera puedo decir que deseo que vaya al cielo. Si me trata debidamente, también yo la trataré debidamente. SACERDOTE: ¿Querría usted por lo menos rezar por ella? PENITENTE: No, padre, creo que no podría rezar sinceramente por ella. SACERDOTE: Bueno, por lo menos rece por sí misma. Quizá tenga usted más necesidad de convertirse que ella. ¿Querría usted aceptar la penitencia de rezar diariamente hasta la próxima confesión: «Señor, perdóname mis severos juicios. Hazme más amable»?
La actitud reflejada aquí es de comprensión, y sugiere al penitente medios para marchar en la dirección de Cristo. El hecho de aceptar o rehusar la penitencia revela mucho acerca del propósito de la enmienda del penitente. Y si el penitente no está dispuesto a dar ni siquiera el menor paso en sentido del amor del prójimo, es difícil ver cómo pueda el confesor pronunciar sobre él la palabra de paz de Dios y de salvación.
Progreso penitencial A un penitente se le puede declarar razonablemente bien dispuesto si quiere aceptar una penitencia proporcionada a su confesión de los pecados. Pero sería un error en sentido psicológico y pastoral mantener inflexiblemente como principio que los penitentes que han estado largo tiempo alejados de la confesión y que 75
Contrición
Progreso penitencial
tienen graves pecados que confesar, tienen que recibir una penitencia proporcional. Siendo joven sacerdote fui enviado a una parroquia donde no me conocían; el párroco me preguntó cómo pensaba proceder en las confesiones de penitentes que hacía un año o más que no se habían confesado. Prudentemente, según recuerdo, retorcí la pregunta y le pregunté qué método seguía él. «Lo primero, me dijo, comienzo con una fuerte reprimenda. Que piensen que estoy disgustado. Luego les echo una buena penitencia.» Me extrañé de aquellas maneras y, antes de ir al confesonario, decidí emplear una táctica muy diferente. Hice todo lo posible para que el penitente comprendiera que lo aceptaba a él juntamente con su humilde esfuerzo. Cuando me convencía de que el penitente apreciaba la afabilidad que le mostraba, le insinuaba que le aprovecharía frecuentar más este admirable sacramento. Luego despedía a cada uno con palabras de aliento y con una penitencia conveniente. La psicología que encierra este método es sumamente sencilla: ¿Quién piensa en volver a un lugar en el que se le ha tratado con aspereza? El padre del hijo pródigo salió corriendo al encuentro de su hijo errante y lo introdujo en casa. Un penitente que, como el hijo pródigo, vuelve a Dios desde muy lejos, tendrá la mayor dificultad en aceptar la idea de la frecuencia de los sacramentos, y en particular del de la penitencia, si recibe los rayos de la ira en lugar del calor de la bienvenida. He dicho expresamente que yo daba a cada penitente una penitencia «conveniente», no por oposición a la «buena penitencia» recomendada por mi párroco de antaño, sino como requisito necesario para ella. Hay ocasiones en que deben imponerse «buenas penitencias», y otras en que esto no es conveniente. El confesor, teniendo siempre presente la ley del crecimiento, procura formarse en cada caso un juicio prudencial acerca de la eficacia de una penitencia mayor o más ligera. En algunos casos el mismo penitente podrá pedir una penitencia «más grande». Recuerdo a cierto penitente que volvió a la Iglesia al cabo de cuarenta años de alejamiento. Había sido comunista convencido. Como había combatido muy de veras para lograr que se mejoraran las condiciones sociales de los otros, había combatido también no poco contra la Iglesia y contra
su propia conciencia. Sopesando el caso en conjunto, opté por una penitencia más bien ligera. El penitente me contestó: «Padre, no puedo aceptar esta penitencia. Yo he traído aquí una buena carga de pecados y culpas. Por eso quiero dar también una reparación conveniente.» Me encantó aquella rectitud y aquella honradez. Evidentemente, yo no lo había valorado como se merecía. Su respuesta revelaba un carácter mucho más sensible influido ya por la gracia de Dios. Yo habría cometido un error si hubiera insistido en que la penitencia que le había impuesto al principio era realmente suficiente. Otras veces, cuando no estoy seguro de la generosidad del penitente, sugiero una penitencia ligera insinuando mi temor de ser gravoso al penitente. Con la mayor delicadeza que puedo procuro hacerle comprender la desproporción entre la penitencia y la culpa. «Si es necesaria una penitencia mayor, Dios mismo se encargará de ello.» Muchos penitentes reaccionan de corazón a mis palabras: «Por favor, padre, prefiero una penitencia mayor.» Para explicar mejor mi posición acerca de la imposición de las penitencias, quisiera remitir al lector al concilio de Trento 1 . El concilio insiste en que haya alguna proporción entre el pecado y la penitencia. Sin embargo, al explicarlo, afirma que también debe tomarse en consideración el aspecto pastoral. Hay que hacer que la penitencia impuesta responda a lo que «es provechoso para esas personas». Y así, algunas veces deberemos descartar la idea de proporción con vistas a realizar el mayor bien pastoral posible. No cuesta trabajo aceptar esto si admitimos la ley de crecimiento y de progreso. Algunos penitentes no están sencillamente preparados para afrontar ni siquiera las exigencias de la justicia, porque habiendo estado largo tiempo alejados de Dios, se ha mermado su conocimiento de éste, se ha embotado su sensibilidad tocante a la gravedad de ofender a un Dios que es todo santidad. Sólo más tarde, una vez que se ha restablecido su sentido del equilibrio, una vez que se hacen cargo de lo que significa la bondad divina, pueden ya reaccionar como es debido. Habiendo hecho repetidas referencias a la parábola del hijo
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Sesión xiv
cap
S Denzinger 905 (ed
de 1962)
Contrición pródigo, quisiera concluir este capítulo volviendo a contar la parábola del pecador inveterado. El hijo pródigo, alejado largo tiempo de su amoroso padre, olvidó, como es obvio, la magnánima naturaleza de aquel hombre. En efecto, cuando el hijo pródigo decidió regresar, contaba con ser recibido, no como hijo, sino como uno de los criados. Podemos imaginarnos su sorpresa al ver a su padre que le salía corriendo al encuentro, lo estrechaba entre sus brazos y lo llevaba a casa. Aquella primera muestra de perdón tan conmovedora fue el origen de una serie de acciones que ayudaron al hijo a apreciar hasta qué punto la separación de su padre había debilitado su recuerdo de aquel hombre tan bondadoso. «Traed el vestido más rico.» «Ponedle a mi hijo un anillo en su mano.» «Matad el becerro cebado.» Cada nueva muestra de cariño hizo comprender más al hijo su locura pasada, y cada nueva amabilidad no pudo menos de acercar más y más al hijo a su padre. Si el hijo pródigo amaba ya a su padre por haberlo acogido sin la menor reserva, ¡cuánto más se iría intensificando este amor con cada nueva señal de afecto por parte del padre! Cada gesto de cariño revelaría una nueva faceta del carácter del padre. Y al pecador arrepentido le dará tiempo para reflexionar y reconocer todo lo que había olvidado acerca de su Padre, el más generoso de todos.
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VI ABSOLUCIÓN
«Tus pecados te son perdonados. La paz del Señor sea contigo.» En el sacramento de la penitencia, estas palabras son más que palabras de hombre. Pertenecen a Dios. Una vez más —como en el sacrificio de la misa—, el sacerdote hace intervenir a Cristo. Porque, diferentemente de las palabras ordinariamente denotativas, que se limitan a «significar» las palabras de la absolución producen realmente lo que significan. Al confesor, agente humano ungido con el Espíritu Santo, Dios todopoderoso le ha confiado su propia dignidad de persona que hace lo que dice. Con objeto de proteger esta dignidad, de evitar que se frustre la acción de Cristo, el confesor debe decidir sobre la dignidad del penitente: «¿Está esta persona dispuesta a aceptar el mensaje de Cristo con todo lo que implica?» El confesor, por su parte, no debe nunca decepcionar a una persona pronunciando estas palabras si sabe que ella no está preparada para tal mensaje. Está obligado por su ministerio a servirse de los medios humanos que tienen a su disposición para ver si esas palabras se pueden pronunciar sinceramente. Para ayudar al confesor a evitar preocupaciones innecesarias por una parte, y negligencias por otra, voy a proponer las directrices siguientes relativas a la absolución: 1) La presunción está en favor del penitente. 2) Si por alguna razón, la presunción estuviera contra él, hay que darle la oportunidad de sincerarse. 3) Si hay que dar la absolución condicionalmente, conviene hacer comprender al penitente por qué 79
Absolución
Presunción contra el penitente
obramos así. 4) Si hay que dar la absolución condicionalmente, conviene asegurarse de que el penitente comprende lo que esto significa. 5) No se «niegue» nunca la absolución; vale más diferirla o posponerla. 6) Ayúdese al penitente a comprender lo que significa la absolución.
hecho ya un magnífico esfuerzo al venir hoy a confesarse. Espero que me permita que le ayude.» Hay que poner especial cuidado con las personas que muestran un mínimum de buena voluntad. En tales casos, y teniendo en cuenta lo que ya hemos dicho acerca de la ley de crecimiento, propongo que el confesor se guarde de exigir una confesión muy detallada. En los Estados Unidos, como también en otros países, las confesiones con ocasión de una boda pueden plantear un problema acerca del principio de que la presunción está en favor del penitente. A veces, es evidente que uno o varios de los que asisten a la boda y que aguarden hasta la víspera misma para ir a confesarse, lo hacen bajo presión sin el menor indicio de buena voluntad. En tales casos cesa la presunción en favor del penitente, el cual debe probar su sinceridad. Ordinariamente, sin embargo, el confesor hará bien en presumir que los penitentes que acuden a él son sinceros y francos. Él mismo no debe olvidar que su actitud contribuirá a que el penitente se forme o no la debida idea del confesonario: la de un lugar en el que la gente puede acudir a un hombre de Dios con la mayor confianza. Por esto, el sacerdote debe saludar a los penitentes con el más profundo respeto y, hablando en general, con la convicción de que merecen su absolución. La principal condición para la absolución es la manifestación de buena voluntad. Si el confesor no tiene razones para sospechar lo contrario, no ha de vacilar en pronunciar la palabra de Dios.
Presunción en favor del penitente En tiempos pasados las gentes iban a veces a confesarse bajo una presión del ambiente. Una persona que no iba a confesarse en el tiempo pascual era tratada como un paria en ciertas comunidades cristianas. Y así cierto número de gentes sólo iban a confesarse para salvar las apariencias sociales, sin tener la menor intención de reformar sus vidas. Consiguientemente los moralistas de hoy llaman prudentemente la atención de los confesores sobre las condiciones predominantes y sobre la posible falta de sinceridad en los penitentes. Casi en todas partes los tiempos modernos han abolido esta forma de presión social tocante al sacramento. Hoy día, si un penitente se presenta al confesor, existe la presunción en su favor de que viene con buena voluntad. No se debe poner en duda su conocimiento de cómo hay que confesarse ni su sinceridad en la confesión, a no ser que haya indicios de lo contrario. No ignoro que en algunas zonas de Europa puede todavía el confesor encontrarse con el caso de maridos forzados a confesarse por sus mujeres, o de hijas obligadas por sus madres. Un confesor experimentado puede generalmente sentir si una persona ha sido mandada por la fuerza al confesonario. Por propia experiencia puedo decir que algunas veces resultaba evidente que una muchacha había llevado la peor parte en una discusión con su madre, puesto que desahogaba su ira conmigo. En tales casos el confesor no debe descartar la buena voluntad, pues ésta puede ocultarse tras una nube de motivos menores. Con un poco de amabilidad y delicadeza se podrá sacar a primer término. En casos semejantes, cuando la persona menciona un asunto importante, un pequeño estímulo por parte del confesor puede dar excelentes resultados: «Usted ha
Presunción contra el penitente Las personas designadas en teología moral como occasionarii o recidivi, o como occasionarii recidivi no tienen en su favor la presunción de buena voluntad. Aunque más adelante trataré de cada uno de éstos más por extenso, señalaré aquí que los occasionarii son los que viven en ocasión próxima de pecado. Recidivi son los que tienen un hábito malo de pecar y recaen una y otra vez. Los occasionarii recidivi son personas que permanecen voluntariamente en ocasión próxima de pecado y por consiguiente no hay nada que
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Absolución
Presunción contra el penitente
hacer con ellas. Este estado de causa revela una falta de voluntad de enmendar su modo de vida, que hace que no sean dignos de recibir la absolución ni estén en las debidas disposiciones para recibirla. Sin embargo, el confesor no debe perder con ellos la calma y la paciencia, dándoles tiempo para pensar y orar. Aunque la presunción está contra ellos, el confesor, con la mayor delicadeza, debe mostrarles que quiere darles una oportunidad para que den prueba de sí y que si tratara de darles la absolución, sólo serviría esto para engañarlos. Pero hay que hacer distinciones y esclarecimientos sobre estas observaciones. Con frecuencia se puede formar un juicio prudente a propósito de personas cuyo modo habitual de vida ha disminuido notablemente su libertad de elección. En tales casos el confesor concentrará su atención en si estos penitentes se esfuerzan o no sinceramente, aun cuando se noten pocos progresos. Debe formarse un juicio prudente acerca de la falta de libertad y de las dificultades particulares que acompañan a cada caso. Al confesor le ayudará a formarse el juicio, la sinceridad del penitente y la frecuencia con que acude al sacramento. En estos casos, mucho depende de la buena voluntad del penitente. Cuando un confesor descubre esta buena voluntad, su problema no será: «¿Puedo absolverlo?», sino: «¿Cómo puedo ayudarle a vencer este mal hábito?» Otros -casos descartan claramente toda presunción de buena voluntad por parte de la persona. Me refiero en particular a casos que implican ocasiones voluntarias y próximas de pecado. Un hombre que comete adulterio y sigue frecuentando voluntariamente la casa de la mujer después de haberse confesado, o también un hombre que vive en concubinato y no hace el menor esfuerzo por separarse de su cómplice en el pecado, apenas si puede reclamar el privilegio de presunción en su favor. Tras uno o dos intentos, una vez que se ha advertido a la persona, el confesor debe reaccionar con firmeza y decisión ante la falta de enmienda. Una vez que han fallado todos los esfuerzos por inducir al penitente a un firme propósito de enmienda, el confesor deberá diferir la absolución. La persona no permite otra opción en este punto. Hay, sin embargo, situaciones en las que el confesor que está a punto de diferir la absolución puede proporcionar a la persona
una oportunidad de mostrar claramente su buena voluntad. Esto me recuerda una confesión pascual que oí en cierta ocasión. Durante tres años consecutivos había yo oído confesiones en el mismo confesonario. El tercer año pude reconocer a una penitente que confesaba ausencia frecuente de la misa dominical, que resultaba ser la misma persona que cada año había venido a confesar el mismo pecado. Una vez que me aseguré de que no me equivocaba, le recordé que los dos años pasados había prometido hacer mayores esfuerzos. Apenas había dicho esto, cuando me interrumpió impertinentemente: «¿Por qué me he de encontrar cada año con el mismo confesor en este confesonario?» Con dificultad me dominé para no decirle que su manera de reaccionar descubría su falta de buena voluntad. Lo más afablemente que pude le dije: «Necesito su ayuda. Si no me da usted una señal de que está verdaderamente arrepentida de su pecado y de que quiere enmendar su modo de vida, probablemente no podré proclamar sobre usted la paz del Señor. En realidad, a menos que me dé usted un signo especial de su firme propósito de la enmienda, tendré que diferirle la absolución.» Para obtener este signo especial ofrecí a la mujer una penitencia más difícil y aguardé su reacción. Mi juicio sobre la presencia o ausencia de buena voluntad por su parte dependía totalmente de aquella reacción. En casos de esta índole he usado las siguientes penitencias: la promesa de rezar una oración.particular o de hacer alguna lectura espiritual todos los días durante un cierto período de tiempo, o de oir misa una o más veces entre semana. Vamos a ilustrar todavía con otro ejemplo esta manera de proceder con personas cuyas buenas disposiciones son dudosas. Algunos manuales de teología moral dicen que se debe negar la absolución a una persona que odia a otra hasta el punto de estar deliberadamente dispuesta a perjudicarla o difamarla. Aun en este caso debe el confesor ofrecer a tal persona la oportunidad de dar buena prueba de sí. Yo propondría al confesor que la invitara a hacer juntamente con él un acto de contrición de los pecados. Después de esta oración viene un segundo paso para probar la buena voluntad. Una vez más, el hecho de imponer una penitencia difícil y de comprobar su reacción servirá para formarse un juicio recto. En este caso particular, yo no vacilaría en pedir a la persona que
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Absolución
Recusación de la absolución
prometiera volver a la confesión lo antes posible si volvía a pecar contra el otro. Evidentemente, no se pueden dar normas fijas e inflexibles ni señalar penitencias concretas para tratar estos casos. El confesor puede decir sencillamente: «No sé si estoy seguro de la buena voluntad de usted.» Esto nos dará la oportunidad de explicar al penitente que la absolución pronunciada sobre uno que no está debidamente dispuesto es absolutamente inútil. Tras esto, puede el confesor inducir al penitente a entablar un coloquio con él con objeto de recoger informes que le sirvan para resolver su duda. A veces, en el transcurso de la conversación, puede darse que una persona diga bruscamente al confesor que no está en modo alguno decidida a reformar su vida. Como también puede suceder que el confesor descubra que tal persona tiene una ignorancia verdaderamente invencible acerca de la gravedad de sus actos. En este último caso hay que considerar los puntos que dejamos expuestos más arriba acerca de la ignorancia invencible. En una palabra, el confesor puede hallar que era infundado el temor de deber diferir la absolución que tenía al principio.
el penitente esté dispuesto a recibirla. Puede instruir al penitente diciéndole que sólo podrá quedar realmente absuelto si tiene la intención, por ejemplo, de evitar una cierta ocasión voluntaria y próxima de pecado, y que si le falta tal intención, la palabra de Dios no le producirá el menor efecto. Puede acaecer que una persona muestre repugnancia a cumplir las condiciones puestas para su absolución. Negar automáticamente la absolución a tal persona sería una injusticia. Todavía se puede lograr una mejor inteligencia entre el confesor y la otra parte, y el confesor hará bien en explorar esta posibilidad. Pero caso que se frustraran todas las tentativas, sería aconsejable decir al penitente que, si en el futuro llegara a decidirse a cumplir las condiciones impuestas, no tendría necesidad de volver a confesarle sus pecados. Le bastaría con presentarse al mismo confesor y decirle: «Padre, quisiera volver a someterle lo que ya le confesé otra vez. Ahora deseo cumplir las condiciones.»
Recusación de la absolución
Si un confesor recibe alguna indicación de buena voluntad por parte del penitente, pero no bastante para disipar sus dudas, todavía podrá absolverle, pero condicionalmente. En este caso conviene que revele al penitente por una parte las condiciones bajo las cuales le da la absolución, y por otra por qué lo absuelve de esta manera. Podrá darse que la clara y amable explicación de las razones por las que el confesor absuelve condicionalmente, sean la verdadera exhortación que necesita el penitente para quitar los obstáculos que impiden la validez de la absolución. Una vez que el confesor ha decidido absolver condicionalmente a una persona, está indicada alguna explicación de la «absolución condicional». El confesor puede, de manera delicada, informar al penitente de que él está dispuesto a darle la absolución en la medida en que tiene poder para hacerlo, es decir, a condición de que
Aunque esto es más bien una cuestión de semántica, será psicológicamente más acertado no decir al penitente que se le niega la absolución. Es una cosa muy diferente oir decir al confesor que va a «diferir» la absolución, dado que este último término está lleno de esperanza. Una negativa brusca puede de tal manera desconcertar a la persona, que no vuelva ya a acercarse más a los sacramentos. En el caso en que el confesor se vea obligado a diferir la absolución, convendrá que al comunicarlo al penitente le dé a entender que tendría sumo gusto en verle volver pronto al confesonario con las disposiciones necesarias para la absolución. No habrá inconveniente en añadir: «Entretanto, yo rogaré por usted. Permítame que le dé la bendición a fin de que el Señor guíe sus pasos y le haga volver pronto.» Un poco de delicadeza en la selección de las palabras puede garantizar una pronta conversión. Veamos un ejemplo relativo precisamente al aplazamiento de la absolución. Reconozco que será un caso raro, pero, con todo,
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Absolución condicional
Absolución no estará de más considerarlo. Si un sacerdote de edad, que no está dispuesto como es debido, porque quizá no quiere renunciar a una ocasión de pecado, escoge como confesor a un sacerdote joven, éste no debe vacilar en diferir la absolución. Desde luego, la dilación será para el bien espiritual de su penitente. En tal caso yo propondría al joven sacerdote que pidiera al mayor que leyera el tratado sobre las ocasiones y luego volviera para recibir la absolución. Caso que el otro le replicara: «Hasta ahora nadie me había puesto la menor dificultad; debería usted ser más respetuoso con un colega de más edad», el joven sacerdote podría hacerle presente que el confesor, independientemente de la edad, es representante de Cristo: «Padre, yo le respeto a usted como corresponde a su edad, pero la cuestión es ahora exactamente si usted desea recibir humildemente la absolución como prenda de nueva vida.» Un confesor no debe nunca confundir la timidez con la delicadeza y suavidad. Él es representante de Dios, el único santo. Su penitente debe sentir que en la confesión se trata de un encuentro con el único santo y que esto implica un cierto compromiso por su parte. Al mismo tiempo, el confesor debe expresar su deseo de ayudarle, Si un sacerdote tiene que diferir frecuentemente la absolución, convendrá que examine el estado de su propia vida sacerdotal. Semejante dilación no es señal de celo apostólico. Si el sacerdote es hombre de oración, si se ve apoyado por las oraciones del pueblo de Dios, si es amable, humilde, y procura siempre suscitar un profundo sentido de dolor de los pecados en su propio corazón, como también en el de los penitentes, raras veces tendrá necesidad de diferir la absolución.
«Perdonados te son tus pecados» fe, si está dispuesta a hacer todo lo que puede y a orar por lo que siente que no puede hacer, puede, independientemente de su flaqueza, estar segura de que la palabra de Dios pronunciada en el sacramento de la penitencia la confortará y le aportará el gozo de Cristo. El gozo es la nota distintiva de la absolución: el gozo originado por la paz. Doy gracias a Dios de que por fin puede,el penitente oir en su propia lengua las palabras de la absolución. Todo confesor, haciéndose cargo de la fuerza y de la belleza de las palabras que pronuncia en este sacramento, habrá de esforzarse por pronunciarlas clara y distintamente. Son las palabras de Dios: «Tus pecados te son perdonados.» El sacerdote habrá de referir estas palabras a la situación actual de la vida de la persona en cuestión, de modo que su conversación con el penitente venga a formar parte de la absolución.
«Perdonados te son tus pecados» El confesor, tanto en el confesonario como en el pulpito, debería dar a su pueblo una plena inteligencia de la absolución. El punto central de la instrucción relativa al sacramento de la penitencia debería ser el sentido de la absolución. La absolución significa que una persona recibe en su interior la paz de Cristo. Si está de buena 86
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VII LA OCASIÓN PRÓXIMA DE PECADO
En el sacramento de la penitencia, la paz de Cristo es un acto redentor que implica la misión de propagar el mensaje de paz y de salvación dentro de la propia comunidad. Cristo dice: «Queda sano.» Difícilmente sería uno sincero si, comprendiendo esta proclamación y la misión consiguiente, se creyera libre para seguir viviendo en circunstancias que inducen a recaer en el pecado. Por esta razón es necesario decir algo más tocante a la relación que existe entre el propósito de enmienda y las ocasiones próximas de pecado. Ocasión voluntaria y ocasión necesaria de pecado El concepto de ocasión de pecado es un concepto relativo. Lo que para algunos es ocasión remota de pecado resulta ser ocasión próxima para otros. Un conjunto de circunstancias o un ambiente se dice ser ocasión remota de pecado si la tentación que de ello se origina es ligera y fácil de superar por la persona en cuestión. En cambio, si fuera fuerte y no fácil de superar la tentación resultante de tales circunstancias y de tal ambiente, entonces habría que hablar de ocasión próxima de pecado. Una persona debe determinar si la ocasión de pecado es voluntaria o necesaria. Es ocasión voluntaria la que puede ser evitada por una persona de buena voluntad. No sucede así en la ocasión necesaria de pecado. 89
La ocasión próxima de pecado
Visión cristiana del ambiente
Humanamente es imposible evitar todas las ocasiones de pecado. Lo que una persona puede hacer es calibrar sinceramente su propia fuerza en relación con las fuerzas que la tientan. Así se sitúa ella misma en una posición en que puede prudentemente determinar el riesgo en que se halla y obrar en consecuencia.
tiene para estar agradecido, tales como el haber nacido en tal familia, el haber crecido en tal vecindad, el pertenecer a tal parroquia. En una de nuestras parroquias de Europa había no pocas familias pobres que pasaban apuros económicos. Una vez que entré en relación con un caballero católico adinerado que no faltaba nunca a la misa del domingo y que pertenecía a diversas cofradías, le pregunté si no le gustaría ayudar a aquellas gentes. Me respondió: «No, padre. ¿Por qué lo he de hacer? ¿Alguien ha hecho nunca algo por mí?» Sentí deseos de preguntarle si había olvidado las oportunidades que le habían proporcionado sus padres, si había olvidado los miles y miles de atenciones y delicadezas de que le habían colmado su familia y sus amigos. Me limité a tenerle compasión. Me daba compasión su ceguera voluntaria para no ver una de las mayores satisfacciones de la vida, la satisfacción de saber que otras personas se interesan por uno. La gratitud de una persona para con su ambiente la moverá a asumir una mayor responsabilidad por ese ambiente. La verdadera gratitud engendra generalmente el deseo de hacer algo por el bienhechor. En nuestro caso, una persona que aprecia a su sociedad desea instintivamente mejorarla. Para los cristianos significa esto elevar su nivel espiritual. Si se desarrolla tal sentido de responsabilidad nacido de la gratitud, entonces las cosas que nos rodean, que habían podido representar peligros, se convierten en incentivos para hacer mayores progresos en el sentido de la responsabilidad. Sin embargo, el enfoque cristiano del ambiente no debe llevar el sello de la ingenuidad. Para que el cristiano pueda actuar eficazmente en la sociedad, tiene que hacerse cargo de sus vicios no menos que de sus virtudes. Sólo así puede inmunizarse contra los males de su tiempo. La inmunización se halla en una unión más estrecha con Cristo y con su Iglesia. Porque la Iglesia de Cristo es el medio o «atmósfera divina», cuyos miembros penetrados de amor, juntamente con sus enseñanzas acerca del amor y de la salvación, preparan al cristiano para una carrera apostólica en el mundo. San Pablo expuso en su tiempo el problema del cristiano en el mundo y lo que la Iglesia podía ofrecer para ayudarle a moverse en él:
Visión cristiana del ambiente Los manuales de teología moral del siglo pasado veían en el ambiente una posible ocasión de pecado. Sin embargo, considerar el ambiente exclusivamente como una amenaza, es algo difícilmente conciliable con nuestra misión de cristianos, de promover en nuestra sociedad la libertad de los hijos de Dios. Tal modo de considerar las cosas es una visión negativa que puede además ser perjudicial en sentido psicológico. Como san Pablo incitaba a las gentes a fomentar motivos de gratitud y de amor para la vida cristiana, también nosotros debemos fomentar los mismos motivos para enfrentarnos con el ambiente. San Pablo nos pone en guardia contra el peligro de presentar al pueblo una colección muerta de prescripciones y prohibiciones: «Haz esto», «no hagas aquello». Así escribió: «¿Qué diremos, pues? ¿Que la ley es pecado? ¡Ni pensarlo! Sin embargo, yo no he conocido el pecado sino por medio de la ley. Porque yo no habría sabido lo que era la codicia si la ley no me hubiera dicho: No codiciarás. Pero el pecado, aprovechando la ocasión, produjo en mí, valiéndose del mandamiento, toda suerte de codicia...» (Rom 7, 7-8). Juntamente con la ley hay que inspirar motivos que induzcan a morir espiritualmente al yo. Si no logramos infundir a un corazón humano incentivos para vivir una nueva vida dedicada a Dios, la ley sólo servirá para despertar su curiosidad acerca de la cosa prohibida. Algo análogo se puede decir acerca de la manera de enfocar el ambiente. El sacerdote, en su calidad de confesor y de predicador, tiene la obligación de enseñar a los hombres una actitud cristiana frente a su ambiente, es decir, una actitud de gratitud y de responsabilidad. Cada uno de nosotros debe aprender a apreciar las ventajas de su ambiente. Cada uno de nosotros debe ponderar las razones que 90
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La ocasión próxima de pecado «Porque vuestra lucha no es contra carne y sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los seres espirituales de la maldad que están en las alturas. Por lo cual, echad mano de la aimadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y, tras haber vencido todo, os mantengáis firmes. ¡Firmes, pues! Ciñéndoos con la verdad, y poniéndoos la coraza de la justicia, y calzándoos los píes, prontos para el Evangelio de la paz; embrazando en todo momento el escudo de la fe, con el cual podáis apagar todos los dardos inflamados del Maligno. Tomad el casco de la salvación y la espada del Espíritu, o sea, la palabra de Dios» (Ef 6, 12-17).
Un cristiano debe comenzar por sentirse como en su casa en el mundo de la fe, de la oración, antes de llevar las fuerzas salvíficas de la luz a una sociedad enferma. Sólo entonces puede ponerse en contacto con la dolencia y salir salvo, en realidad más inmune que nunca. Es, por tanto, indispensable que la educación cristiana produzca hombres y mujeres maduros, que comprendan el valor de la autoridad y de la responsabilidad personal. Porque éstos son los hombres y mujeres que han de encontrarse de frente con la sociedad y, con la fuerza de sus convicciones, han de ayudar a iluminar los rincones y rendijas de la sociedad secular. No podemos preparar a un cristiano para su puesto en el mundo alimentándolo con una doctrina de obediencia ciega. Desde los primeros años debe aprender el niño una jerarquía de valores, y se le debe enseñar a apreciar los valores en su religión, su familia y su ambiente. Este respeto de los valores no puede desarrollarse en un niño cuyos padres temen reconocer sus eventuales abusos de autoridad. «Me he impacientado. Lo siento.» No hay razón para que un padre se retraiga de hacer una confesión como ésta, que sin desfigurar la imagen paterna, ayuda al niño a distinguir entre el buen o mal uso de la autoridad. Con vistas a la formación de la responsabilidad se debe ayudar al niño en su propia iniciativa de contribuir a la vida de familia. No se le debe hacer sentir que tiene que aguardar siempre indicaciones u órdenes de sus padres. Ni si el niño pregunta al padre: «Papá, ¿por qué tengo que hacer eso?», hay que limitarse a explicarle: «Porque papá lo manda.» El niño pequeño no es todavía capaz de comprender razones profundas y serias, pero una razón 92
Visión cristiana del ambiente tan sencilla como esta «Porque necesito que me ayudes» no sólo agradará al niño, sino que le hará comprender su posición en la familia. El quehacer del párroco se simplificará notablemente si los padres desempeñan debidamente los suyos. De la misma manera que los padres animan al niño a desempeñar un papel activo en la familia, el párroco tratará de inducirlo a desempeñar un papel activo en la vida parroquial. La participación de los jóvenes en las organizaciones parroquiales no sólo los protegerá contra diferentes peligros a que sucumben otros, sino que además les proporcionará experiencia en la vida efectiva de la parroquia, a la vez que mayor sentido de la responsabilidad. Este entrenamiento es absolutamente necesario tanto en casa como en la parroquia, porque hoy día los jóvenes y las jóvenes tendrán que resistir el choque de valoraciones discrepantes en el ambiente que rodea a la familia y en el mundo de los negocios. Si se los educa para hacer de ellos conformistas dóciles, cederán a cualquier influencia fuerte, sea buena o mala. Por el contrario, su educación debe encaminarlos hacia una profunda penetración en los valores y hacia una madurez que los capacite para atenerse firmemente a los principios y a las convicciones adquiridas en su formación cristiana. Nosotros deseamos que no se limiten a mantenerse firmes, sino que lleguen a ser guías f
y formadores de la opinión. La sociedad dinámica a la que los enviamos sólo será guiada por personas dinámicas, por personas que pueden tomar sobre sus hombros la responsabilidad. Juntamente con la idea de educar cristianos para la inteligencia de la autoridad y para una mayor responsabilidad personal, el objetivo del confesor ha de ser el de ayudar a sus penitentes a formarse una conciencia madura. El confesor tiene al mismo tiempo una excelente oportunidad para enseñarles las maneras de utilizar su influencia para promover la mejora de su ambiente social. Con ocasión de una misión pueden hacer los confesores que los penitentes adquieran mayor conciencia de su deber de servir a Cristo en calidad de apóstoles. Sé de un caso en el que los misioneros, mediante la acción combinada de la predicación y del confesonario, inculcaron de tal manera el espíritu de apostolado en los corazones de sus oyentes, que cada noche aumentaba visible93
La ocasión próxima de pecado mente la asistencia al sermón de misión. Finalmente se hizo patente que, debido a los esfuerzos de un puñado de trabajadores de una fábrica vecina que empleaba casi un millar de personas, se vio mejorado el entero ambiente de la fábrica. Este puñado de obreros no tenían el menor reparo en invitar a sus colegas a acudir juntamente con ellos a la misión. De esta manera lograron convencer a algunos que habían vivido alejados de la Iglesia y de los sacramentos, haciéndoles comprender cuan felices serían si volvieran a experimentar la paz de Cristo. Cuando los cristianos ordinarios dan testimonio de su fe, el resultado suele ser más eficaz y de mayor alcance. Por esta sencilla razón sería una magnífica iniciativa en un confesor que, después de despertar el sentido de gratitud para con Dios en un penitente que hubiera vivido mucho tiempo alejado del sacramento, lo instruyera acerca de su papel de apóstol de Cristo. Procuremos que los penitentes conozcan que ésta es una manera de «hacer penitencia» y de mostrar su gratitud, haciendo que alguna otra persona vuelva a Dios, o quizá sencillamente informando a otros de que el sacramento de la penitencia es en verdad el sacramento de la amabilidad y de la paz. Si se desarrollara el espíritu apostólico en todos los cristianos practicantes, no tardaría en manifestarse en el mundo una verdadera transformación. Tal transformación tendrá lugar si nuestro objetivo pastoral apunta a hacer que los cristianos, no sólo como individuos, sino también como comunidades, se convenzan de que son la «sal de la tierra» la «luz del mundo» y una levadura en su medio ambiente. La celebración del sacramento de la penitencia, aun sin responder totalmente a este problema de la instrucción, puede desempeñar gran papel propagando esta enseñanza. Sin embargo, sólo en el caso de que el ambiente en que una persona vive esté sumamente corrompido o que uno mismo se sienta inseguro a causa de caídas precedentes, se debe cambiar de estrategia y hay que recurrir a la fuga. Por supuesto, una persona que goce de particulares ventajas materiales o de especiales oportunidades culturales en una localidad, sentirá gran repugnancia a abandonarla. Sin embargo, un cristiano debe estar dispuesto, si es necesario, a renunciar a los placeres de la vida a fin de salvaguar94
Ocasiones de pecado contra la fe dar sus derechos a la eternidad. El Evangelio nos dice que si una mano es para una persona ocasión de pecado, vale más que se la corte; que si un ojo es fuente de pecado, vale más que se lo saque. Excepto en este caso extremo que acabamos de mencionar, esta actitud de «primero el cielo» es siempre compatible con el compromiso en el mundo. Sin género de duda. San Pablo dice que por causa del pecado la creación entera «está gimiendo y sufriendo dolores de parto». El cristiano tiene el encargo de hacer que la libertad y el esplendor de los hijos de Dios vuelva a revitalizarlo todo (cf. Rom 8, 19-24).
Ocasiones de pecado contra la je La fe de una persona ocupa el puesto más alto en la jerarquía de bienes. Antes que exponer la propia fe, debe estar uno .dispuesto a sacrificar hasta sus más íntimas amistades. En efecto, es un hecho que ciertas amistades entre un católico y un incrédulo o un acatólico que es hostil a la Iglesia, pueden ser sumamente peligrosas para la fe del católico. Especialmente vulnerable es un católico que es más bien débil y fácilmente influenciable por otros, mientras que la otra parte es fuerte y dinámica. Lo mismo se puede decir del caso en que el acatólico sea altamente inteligente, esté entrenado en la argumentación y tienda a usar su talento en una forma que represente peligro para la fe del católico. No vale replicar que la compañía de acatólicos no implica amenaza alguna para la virtud de la pureza y que por tanto la amistad está completamente en regla. Un pecado contra la fe es por su misma naturaleza mucho más grave que un pecado contra el sexto mandamiento. Si en una amistad entre una parte católica y una acatólica se trata de amistad entre hombre y mujer, supuesto que se pueda prever un posible matrimonio en el futuro, la parte católica debe considerar ante todo si tal matrimonio constituirá o no un peligro para su fe. Tocante a la fe y al ambiente, es decir, al puesto de trabajo o a la vecindad, quisiera hacer la siguiente distinción. Aunque en un lugar determinado se expresen fuertes sentimientos negativos contra la fe católica, si hay algunos cristianos comprometidos dispuestos 95
La ocasión próxima de pecado a aunar sus fuerzas, es muy posible que mediante un apostolado activo logren un cambio general de actitud frente a la Iglesia. La amenaza ambiental para el católico particular queda minimizada, por decirlo así, a causa del mutuo apoyo que se dan unos a otros. El caso es del todo distinto si el creyente se halla solo en tal ambiente. Si el católico es miembro de una organización que en general es hostil a la Iglesia, como lo son algunas organizaciones masónicas, estará obligado a darse de baja. A veces se dará el caso de que un católico diga al sacerdote: «Veo que no debería pertenecer a este club, pero ¿debo abandonarlo en seguida?» Entonces se le podrá aconsejar que vaya rompiendo gradualmente, por razones sociales o financieras, y que prometa al mismo tiempo no asistir a las reuniones o no leer la literatura del club. Por lo general se le puede permitir que se vaya retirando gradualmente. No tiene obligación de ser un héroe. (En los Estados Unidos, la mayoría de las organizaciones masónicas no son hostiles a la Iglesia.)
Ocasiones de pecado contra la caridad y la justicia El ambiente puede también ocasionar pecados contra la caridad y la justicia. Un ejemplo actual puede ser una localidad donde no se reconozcan los derechos civiles de los negros. Puede darse que uno tenga amigos que opinen que las gentes de color tienen ya bastantes derechos o incluso demasiados derechos y que no los saben apreciar. Esos amigos salen triunfantes por el hecho de insistir sólo en los vicios y debilidades de negros particulares, ignorando completamente los casos de virtud. Ellos mismos se ciegan para no ver las grandes injusticias perpetradas contra estas gentes. Tal ambiente pone evidentemente en peligro el espíritu de caridad y justicia cristiana. Si el cristiano puede, sin sacrificar la vida o la fortuna, formar parte de grupos que traten de convencer a los racistas de que pecan contra estas virtudes, no debe vacilar en hacerlo. Otro ejemplo de violación de la justicia puede ser el caso de una firma que obtiene sus ingresos mediante engaño o fraude. Si a los individuos responsables de tal robo no se los puede indu-
Ocasiones de pecado contra la castidad cir a proceder de otra manera, la única opción para el cristiano podrá ser la de abandonar la empresa. Continuando en ella da a otros la sensación de favorecer prácticas inmorales, o, aunque en un principio pueda oponerse a tales prácticas, corre peligro de comprometer su propia ética y de fomentar la práctica de la injusticia.
Ocasiones de pecado contra la castidad El hombre, por razón de su naturaleza caída y del egoísmo que lo domina y emponzoña el ambiente, puede verse con frecuencia rodeado de ocasiones de pecado contra la castidad. Desde luego, los que buscan únicamente el reino de Dios, por su mismo modo de afrontar el ambiente se ven protegidos contra las influencias nocivas del mundo que los rodea. Sin embargo, quien se exponga innecesariamente a la tentación contra la castidad, sucumbirá casi indefectiblemente. En este apartado voy a limitarme a señalar los rasgos más salientes de nuestro mundo contemporáneo, que ponen en peligro esta virtud. Hoy día, el cambio de las pautas sociales de los jóvenes se refleja en sus propias distinciones entre «verse a menudo» e «ir de veras». En el primer caso los adolescentes ponen cuidado en no trabar alianzas porque están convencidos de que una relación depende de la carga afectiva que pone en ella cada una de las partes. «Verse a menudo» consiste en citas habituales entre dos personas sin el elemento de exclusividad o sin la menor intención inmediata de futuro compromiso matrimonial. Es sencillamente el desarrollo normal de la amistad entre un muchacho y una muchacha, sin intercambio de símbolos de unión entre ellos; los dos están de acuerdo en que cada uno tiene derecho a salir con otros. En nuestra cultura es ésta una situación normal que permite a los jóvenes irse conociendo bien antes de hacer una elección definitiva. En el «ir de veras», la relación es más constante y va acompañada de todas las exterioridades solemnes de un semimatrimonio; implica un grado considerable de exclusividad, y con frecuencia la intención explícita de matrimonio futuro. Los padres y los sacerdo-
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tes no deben eludir sus responsabilidades dejando de señalar a los adolescentes que la compañía constante en esta forma comprometida antes de alcanzar un grado razonable de madurez limita inconsideradamente su libertad interna y externa en la elección del futuro consorte. La compañía constante y exclusiva a una edad demasiado temprana conduce a matrimonios prematuros con todos los consiguientes peligros para la futura felicidad de la pareja. Sin embargo, estas ideas deberían formar parte de la formación religiosa de la juventud. La opinión pública debería configurarse de forma que se inspirara a los jóvenes una actitud sana con respecto al entero problema de las relaciones tempranas; esto sería más saludable que tratar de apretar las clavijas cuando se ha producido ya el daño. En efecto, por lo regular el que la habilidad del confesor tenga eficacia en estos casos dependerá en gran manera de si nuestra juventud ha sido o no formada como conviene y apoyada por sanas convicciones y actitudes de su contorno. En general, si esas amistades y citas frecuentes no han conducido a trabar relaciones sexuales o interpersonales, o a tales familiaridades que descuiden los legítimos deberes, el confesor no exigirá que se rompa la amistad. Ni tampoco eventuales actos superficiales de petting son razón suficiente para que el confesor desaconseje completamente la amistad. (Bajo el término de actos «superficiales de petting» me refiero a todas las formas de lo que comúnmente se llama necking, como también a un cierto grado del mismo petting. Con el término necking se expresan muestras de cariño que accidentalmente pueden originar excitaciones sexuales, como, por ejemplo, los besos y abrazos. El petting se refiere a una acción que por su misma naturaleza e independientemente de la intención del agente tiende a producir el orgasmo. «Petting superficial» llamaría yo a los simples tactos, por oposición a la masturbación mutua.) Sin embargo, si el «ir de veras» entre jovenzuelos de catorce y quince años ha conducido ya a algo más que al petting, el confesor deberá por lo menos intimarles severamente la ruptura de tales compañías. Debido a circunstancias difíciles que pueden estar implicadas, me abstengo de decir que el confesor debe exigir en todos los casos la inmediata ruptura entre los dos. Es un hecho que hay
pudres que animan a sus hijos a cultivar la compañía del otro sexo incluso a una edad muy temprana. La sociedad de nuestros días merece también no poca censura por el hecho de estimular, y en cierta medida hasta forzar a. los jóvenes a trabar relaciones de cierta intimidad. Lo mejor que pueden hacer los sacerdotes en este terreno consiste en educar a los cristianos para que sepan apreciar los valores del matrimonio y de la virginidad. Dé esta manera se echan los fundamentos de futuras generaciones de muchachos y muchachas que han de llegar a constituir una sociedad formada por hombres y mujeres de sólidas convicciones. Entonces será una tarea mucho más fácil, la de tratar con individuos que no sufran de la tensión entre oir una cosa de boca de su sacerdote y ver otra muy distinta en el mundo que los rodea. Actualmente el confesor, reconociendo las dificultades con que se enfrentan los jóvenes hoy día, debe tratar de convencerlos del daño que se hacen mutuamente por lo que respecta a su futura vida matrimonial. Si los mismos vuelven a él una y otra vez con las mismas faltas, debe desplegar la mayor paciencia. En el caso a que me he referido arriba respecto a lo que he llamado «petting superficial», creo que sólo cuando el confesor no observa en su penitente esfuerzos notables por corregirse, debe tratar de inducirlo a dejar de verse con tal muchacho o muchacha. Lo que no recomendaría es que el confesor amenazara con negar la absolución caso que el joven no hiciera una promesa de enmienda. El confesor debe tratar de valorar la inteligencia y el enfoque psicológico de su joven penitente. A veces sucederá que el confesor, aun después de explicar a sus penitentes por qué no son correctas sus compañías o su modo de proceder en las citas, se encuentre con ignorancia invencible por la otra parte. La posibilidad de tal ignorancia no resulta increíble si se tiene en cuenta el ambiente particular en que se encuentra el penitente. En tales casos debe el confesor comenzar por tratar de ayudar al penitente a hacer progresos en otras materias. Sólo así llegará el momento propicio para convencerlo de la existencia del peligro. El baile puede ser otra ocasión de pecado en el ámbito del sexto mandamiento. Es evidente que sería un grave error tachar todo baile de ocasión de pecado. En esta materia debe desplegar el con-
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La ocasión próxima de pecado fesor un fino sentido de las distinciones. Si un penitente confiesa pecados cometidos de resultas del baile, el confesor puede preguntarle corno cree él mismo que tal peligro se puede evitar en adelante, y entonces insistir en que siga el consejo propuesto por él mismo. Si el pecado es frecuente y grave (si, por ejemplo, un joven confiesa que casi después de cada baile en que toma parte acaba por seducir a la muchacha), el confesor preguntará al penitente las razones que le mueven en primer lugar a ir a bailar. Generalmente habrá que hacer comprender a tal joven su obligación de renunciar a bailar por razón del daño real que se hace a sí mismo y a otro. En los Estados Unidos, como también en algunas otras regiones, los jóvenes se verán invitados a ciertas fiestas, en las que el baile ocupa la mayor parte del tiempo. Muchas veces un joven no podrá decorosamente declinar tales invitaciones, por ejemplo, con ocasión de la boda de un amigo íntimo, o del final de carrera. Ordinariamente no deberá el confesor insistir demasiado severamente en que el penitente se abstenga del baile si entra en juego una cuestión de conveniencias sociales. En todo caso, el confesor debe estar pronto (y hasta puede preguntar al penitente mismo) para sugerir al joven posibilidades de disfrutar suficientemente de la vida social, en la que esté implicado el baile. Para algunos el período del noviazgo viene a convertirse en ocasión próxima de pecado. Sin embargo, si el confesor tiene oportunidad de hablar con algún novio, no ha de calificar sin más dicho período como un tiempo de dificultades sexuales. Éste sería un punto de vista muy negativo, que sólo serviría para trastrocar el verdadero valor de un tiempo favorable. El confesor procurará más bien grabar en la mente y en el corazón del novio o de la novia una auténtica idea del noviazgo, como de un tiempo en que cada uno de los dos puede aprender los componentes del amor. Sólo un enfoque que combine una apreciación del matrimonio y una apreciación de la otra persona puede proporcionar una motivación apropiada para resolver con mutua ayuda todo problema sexual. La norma debe ser el respeto mutuo, no el temor. Por otra parte, estas ideas positivas no deben tampoco impedir al confesor dirigir a las partes de modo que aprendan a distinguir entre el cariño genuino y la mera explotación sexual. Finalmente, conviene 100
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que el confesor no confunda el problema de una persona que está comprometida y se acusa ocasionalmente de haber pecado con la otra parte, y el de jóvenes que sin serio propósito de matrimonio futuro cometen el «mismo» pecado con su amiguito o amiguita. En ninguna circunstancia pueden las modernas condiciones de vida justificar una ética de situación que permita, como lo hace Joseph Fletcher, las relaciones sexuales entre prometidos. Un novio no tiene más derecho al cuerpo de su prometida que el que tendría al de cualquier otra mujer. El acto sexual expresa por su misma naturaleza el vínculo irrevocable e indisoluble entre la pareja en cuestión. Con independencia del amor que actualmente pueda tenerse una pareja de prometidos, todavía no están unidos irrevocablemente en matrimonio. Este argumento, que es válido y verdadero tratándose de prometidos, tiene todavía más aplicación contra las ideas de Fletcher acerca de la promiscuidad, y la cosa salta a la vista. Con todo, el confesor no puede suprimir sin más las dificultades de la juventud moderna. La sociedad moderna se halla en un estado de fermentación. Ha habido tremendos cambios de perspectiva y de valoraciones. Las mismas sociedades llamadas cristianas no han desarrollado todavía usanzas nuevas e indiscutibles que puedan ayudar a la juventud. Un contraste nos ayudará quizás a percibir con más viveza la situación. En el siglo xvín, san Alfonso María de Ligorio, reaccionado contra el extremado rigorismo de la época, insinuó la idea de que a los prometidos se les debía permitir verse durante el noviazgo, en presencia de sus padres, por lo menos hasta tres veces, y más a menudo en casos excepcionales. Su idea pareció más bien laxa a algunos moralistas de su tiempo, los cuales consideraban tan peligroso el período del noviazgo, que enseñaban que los prometidos no debían verse más de una vez antes de la fecha del matrimonio. Y aun en aquella ocasión no debían perderlos de vista los padres de la pareja. Aunque no son los moralistas los que deben cargar con toda la censura por aquella manera de ver. Por aquel tiempo los padres elegían el futuro consorte para su hijo o hija. Por extraño que esto pueda paiecernos hoy, aquellos padres temían que si los prometidos venían a verse mutuamente, uno de ellos 101
La ocasión próxima de pecado pudiera negarse a aceptar la otra parte que se le había asignado y frustrar así todos los planes de la familia. Se daba a veces el caso de que una muchacha se casase con un hombre al que veía por primera vez al pie del altar. Naturalmente, semejantes reglas parecen irrisorias en nuestros días. Pero no vayamos a creer que son perfectas nuestras costumbres relativas al matrimonio. Tenemos motivos de agradecer que el siglo xx haya avanzado tanto en la comprensión de las complejidades que entraña la elección del futuro cónyuge. Hoy día es muy buena la práctica de estimular a los jóvenes a conocerse mutuamente, a tratar con personas del otro sexo y a hacerse cargo de las diferencias psicológicas existentes entre los sexos. Los jóvenes deben tener todo el tiempo necesario para observarse unos a otros y para descubrir si la persona con la que ha de compartir la existencia es tal que merezca estima, respeto y amor. El algunas regiones, sin embargo, está muy propagada la idea de que los jóvenes deben tener experiencias premaritales. Visto el influjo que pueden ejercer sobre los individuos las ideas de la sociedad, puede muy bien darse que el confesor se encuentre con personas que sean invenciblemente ignorantes bajo este respecto. El hecho de que él o ella confiesen relaciones sexuales premaritales no excluye necesariamente la ignorancia invencible. Es posible que el penitente confiese tales pecados porque sabe que la Iglesia prohibe esas acciones, pero al mismo tiempo, en otro sector de su estructura psicológica puede estar convencido de que es necesaria la experiencia sexual premarital. Tengo sabido que en ciertas zonas de Europa existe la práctica — a pesar de que el clero la ha combatido durante siglos — de casarse con una mujer sólo cuando está esperando un hijo. En tales regiones quiere el hombre tener alguna garantía de que su mujer no será estéril. En África hay tribus en las que el hombre acepta a una mujer por esposa sólo a condición de que venga a ser madre. El matrimonio no se considera definitivo hasta que la muchacha está embarazada. Si resulta ser estéril, es devuelta a su casa. Estas prácticas plantean graves problemas a la Iglesia. Pero no tenemos necesidad de mirar al África para descubrir estas costumbres. También en América y en Europa existen ideas torcidas acerca de la sexuaü-
El empleo, como ocasión de pecado dad premarital y de la fecundidad, aunque en un contexto más sofisticado. En vista de las presiones sociales, en vista de las variadas y complicadas costumbres matrimoniales que existen a través del mundo, una cosa es evidente: los sacerdotes y los cristianos que contribuyen a formar la opinión pública deben aunar sus esfuerzos para señalar al hombre y a la mujer media la diferencia entre lo que es recto y lo que no lo es en estas materias. El confesor, teniendo presentes estos problemas, no puede menos de ser más paciente con penitentes cuyo ambiente influye notablemente en sus faltas. Finalmente, el confesor que trata con parejas de novios puede contribuir no poco a su felicidad futura ayudándoles a ver la oportunidad que les proporciona el tiempo del noviazgo para crecer en el amor de Dios. Puede también salvaguardarlos contra más de una tentación, enseñándoles que la mutua experiencia de un amor respetuoso durante este período les hará penetrar psicológicamente más hondo en la bondad de Dios y en la belleza de su amor. Lecciones de este género les darán una comprensión más profunda del matrimonio como medio de salvación.
El empleo, como ocasión de pecado En la práctica, las ideas sobre lo que constituye una ocasión próxima de pecado cambian considerablemente con el andar de los años. Si se trata de juzgar sobre si ciertas profesiones son en sí mismas ocasión próxima de pecado, nos hallamos con enormes dificultades. Hace años había moralistas rigurosos que sostenían que las muchachas no podían ser peluqueras porque esto se consideraba como una «profesión peligrosa». Antiguos moralistas prohibían a los católicos servir en casas judías, por temor a que todos los viernes se hallaran ante la ocasión próxima de pecado por tener que comer carne. Sé de un párroco que, todavía hace diez años, negaba la absolución a una mujer si no prometía que no visitaría en viernes a sus parientes no católicos. Hoy día, difícilmente un moralista se opondría a que un católico sirviera en una casa judía. Los mandamientos de la Iglesia sólo nos obligan bajo ciertas
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La ocasión próxima de pecado condiciones aceptadas comúnmente. No obligan en forma absoluta. Con todo, tengo noticia de casos en que sacerdotes han insistido irrazonablemente en el cumplimiento de la ley. Recuerdo el caso de un párroco que se oponía a que unas muchachas de su parroquia frecuentaran una escuela de comadronas, diciéndoles que tal profesión podía impedirles oír misa los domingos. No tomaba en consideración la circunstancia de que ellas no buscaban una ocasión de faltar a misa; en realidad iban con frecuencia a misa los días de labor. Para aquel sacerdote todo se reducía a la cuestión de si dichas muchachas tendrían o no oportunidad de cumplir el precepto dominical cada semana. No le interesaba lo más mínimo el servicio que las comadronas podían prestar al pueblo de Dios si estaban instruidas debidamente en la moral cristiana. Parecía no darse cuenta de que si quería sacar las últimas conclusiones lógicas de su idea del precepto dominical, tenían que prohibir a las gentes enfermar en fin de semana. No obstante, es cierto que hay algunos empleos que representan una ocasión próxima de pecado contra la fe, o la justicia, o la pureza. Así pues, a veces deberá el confesor apremiar al penitente para que renuncie a su empleo. Sin embargo, aunque él crea que debe necesariamente aconsejar en este sentido, no por ello debe negar la absolución si el penitente no está convencido de tal necesidad. Con frecuencia, el penitente no enfoca el consejo del confesor como una cuestión de obediencia o de desobediencia a la Iglesia. Esto sucede particularmente a personas que no tienen confesor fijo y que una vez acuden a un confesor y la siguiente a otro, y así descubren grandes divergencias en la práctica. Tales divergencias tienden a fomentar la llamada crisis de autoridad. Una vez que el penitente saca la conclusión de que el padre fulano no representa a la Iglesia católica, espera hallar un confesor cuyos puntos de vista estén más en consonancia con los suyos propios. Precisamente por esta razón deberían los confesores procurar desarrollar en sus penitentes una mayor responsabilidad personal. En el caso que hemos insinuado, el confesor puede sugerir al penitente que ore y reflexione sobre si es o no aconsejable cambiar de empleo, pero dejándole a él mismo la última decisión. Una actitud respetuosa por parte del confesor dará resultados mucho mejores.
Una promesa por parte del penitente A veces se dará el caso de que el confesor pida al penitente que prometa buscar otra ocupación si continúa cayendo en un pecado determinado de resultas de su empleo. Psicológicamente, un penitente que haya hecho tal promesa pondrá'más empeño en corregirse. Aunque no se vean resultados inmediatos y aunque el penitente tenga que renovar la promesa una y otra vez en las confesiones siguientes, el confesorno debe perder la paciencia. Posiblemente, el penitente no caerá ahora tan a menudo como si no hubiera hecho la promesa. Es también posible que si ve que falta repetidas veces a la promesa, tenga valor para buscar otro empleo. Sin embargo, sería un error por parte del confesor establecer como regla absoluta que si un penitente falta a su promesa, y quizás hasta repetidas veces, se le debe negar la absolución. Tocante a la promesa por parte del penitente, voy a presentar dos casos, el primero de un bebedor ocasional, el segundo de un bebedor crónico. Si un bebedor ocasional, pese a su promesa de no volver a beber hecha en su última confesión, confiesa que se ha emborrachado, esto no prueba que su promesa no fuera sincera. Su compromiso indicaba su intención de abstenerse de la bebida. Ahora bien, la intención y el cumplimiento son dos cosas distintas. El confesor deberá amonestarlo amablemente y pedirle que vuelva a renovar la promesa y que ponga más empeño en cumplirla. En cambio, si se trata de un bebedor crónico, el confesor obrará más prudentemente pidiéndole que prometa, no ya renunciar a la bebida, sino más bien someterse a tratamiento médico. Un bebedor crónico es una persona que no puede vencer su mal hábito a menos que renuncie del todo al alcohol. Muy a menudo, tal persona que va a confesarse está sumamente deprimida en vista de su debilidad y sufre no poco de ello. Por lo que se refiere a la bebida, le falta la necesaria libertad interior para tomar una decisión y ponerla en práctica. Con todo, se le puede convencer de que hay personas que pueden prestarle ayuda. Tampoco en este caso debe el confesor amenazar al penitente con negarle la absolución si no promete
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La ocasión próxima de pecado buscar un tratamiento médico o si, después de haberlo prometido, no cumple la promesa. En realidad, la obligación de convencer a tal persona de que debe recurrir a un remedio técnico, incumbe más bien a su familia, al párroco o a alguna organización caritativa. Si el bebedor crónico es un barman o un expendedor de bebidas alcohólicas, su ocupación representa para él una ocasión próxima de pecado. Probabilísimamente, no logrará rehabilitarse si no renuncia a su profesión. Con todo, la acción más eficaz del confesor con tal penitente consistirá en desplegar gran paciencia y comprensión. Concubinato y otras ocasiones de pecado Otros ejemplos citados por los manuales como ocasiones de pecado son el concubinato y los matrimonios inválidos. Es conveniente, incluso en nuestras conversaciones ordinarias, distinguir bien entre estas dos cosas. Hay quienes, en casos de matrimonios inválidos, hablan de personas que «viven en concubinato». Efectivamente, hace algunos años el celoso obispo de Prato en Italia fue condenado a varios meses de arresto por haber declarado que viven en concubinato los católicos que sólo están casados civilmente. Las autoridades civiles consideraron tal aserción como un grave atentado contra la decencia. El concubinato significa el mantenimiento de relaciones sexuales sin intención de estabilidad. Una pareja que se presenta como casados, aunque quizá inválidamente, expresan su intención de ligarse establemente. Concubinato es un término que en sí mismo se presta fácilmente a malentendidos por parte del seglar medio. Por ejemplo, si un soltero o un divorciado tiene una muchacha de servicio y de vez en cuando peca con ella, esto no hace de su relación lo que se llama propiamente concubinato. En el concubinato, aunque no hay intención de formar una unión que ligue con compromiso a las dos personas, existe una relación sexual semipermanente entre ambas. Si un hombre vive realmente en concubinato, el confesor insistirá en que se separe de la mujer, puesto que su situación es ocasión próxima de pecado. En el caso del soltero y la muchacha de servicio, puede que haya que considerar circunstancias atenuantes. 106
Matrimonios inválidos En esta materia querría yo poner en guardia al confesor contra decisiones inconsideradas. En mi experiencia pastoral me he encontrado con diferentes casos de muchachas que habían llevado una vida de pecado recorriendo las calles en busca de dinero y que finalmente hallaron empleo como muchachas de servicio. De tiempo en tiempo pecaban con sus amos, pero en su vida de servientas asalariadas mostraban notable mejora con respecto a su vida pasada. En estos casos los amos daban prueba de ser en el fondo buenas personas, aun cuando ocasionalmente fueran débiles. Si se hubiera obligado a la muchacha a renunciar a su empleo, probablemente habrían vuelto a la mala vida. Aunque todavía caían ocasionalmente en el pecado, iban mejorando poco a poco y recobrando el respeto de sí mismas. El confesor debe suspender el juicio sin pronunciarse definitivamente hasta estar al corriente de la situación integral. El carácter del penitente, su equilibrio psicológico, las circunstancias en que se encuentra, todo esto debe tomarse en consideración antes de formarse un juicio prudencial. Algunas veces, lo mejor que podrá hacer el confesor será decir al penitente que él mismo no está seguro de si es o no aconsejable renunciar al empleo en cuestión. Pedirá además al penitente que siga orando y frecuentando los sacramentos hasta que ambos puedan decidir el rumbo que hay que tomar. Matrimonios
inválidos
Los matrimonios inválidos representan un problema totalmente diferente. Como acabo de insinuar, tales matrimonios no son concubinatos, por el hecho de que ambas partes se han ligado entre sí formalmente como marido y mujer para el resto de su vida. Un matrimonio puede ser inválido por diferentes razones. Una de las razones más frecuentes consiste en que una de las partes estaba ya casada ya válidamente con otra persona. O, caso que el primer matrimonio fuera inválido, puede darse que, por falta de pruebas suficientes, la parte en cuestión no pueda demostrar el punto que hace inválido el matrimonio precedente. Antes de declarar nulo tal matrimonio se requiere certeza moral tocante a la existencia de dicho punto al momento de contraer matrimonio. 107
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Matrimonios inválidos
Si la pareja implicada en un matrimonio inválido no tiene responsabilidades, no tiene, por ejemplo, hijos que educar, deberán abandonar la ocasión próxima de pecado. Si no son capaces de vivir corno hermano y hermana, es recomendable que se separen, si esto es posible. En cambio, si hay responsabilidades, si la pareja tiene hijos, entonces la ocasión próxima de pecado es con frecuencia una ocasión necesaria. Supongamos una pareja que han vivido juntos durante muchos años y ahora uno de los dos está enfermo. Entonces la parte sana tiene responsabilidad con la parte enferma. Si en este caso insistiera el confesor en la separación de lecho y mesa, ello sería una crueldad con la persona enferma, tanto más que en tales circunstancias hay poca probabilidad de implicaciones sexuales. A veces la caridad y la vida que han llevado juntos les obligará a mirar el uno por el otro. Esto tiene todavía más aplicación cuando hay uno o más hijos necesitados de cuidados. Cuando no hay posibilidad de reconciliación con el primer cónyuge, un hombre o una mujer que vive en un matrimonio1 inválido puede enfrentarse con la obligación de educar a los hijos. Es posible que vivan en paz y, humanamente hablando, lleven una buena vida conyugal. Tengo por cierto que si un confesor insistiera en que esta pareja debe romper sus relaciones, en la mayoría de los casos sólo se seguirían peores males. No sólo hay todas las probabilidades de que se negaran a romper, sino que además se perturbaría más su actitud frente a la Iglesia y aumentarían sus resentimientos con la misma. Su primer pensamiento sería: «¿Y qué será de los niños?» Una alternativa queda, sin embargo, al confesor, la de proponer unas relaciones como entre hermano y hermana. No cabe duda de que esta solución será dificultosa para la pareja, pero se ha probado ya en otros casos que no es imposible. Yo mismo conozco cierto número de parejas que han vivido asi años enteros. Incluso entre jóvenes se han dado casos de esta situación. Mediante la oración, el dominio de sí mismos, la verdadera expresión de amor cristiano y amabilidad, han sido capaces de llegar a una perfecta continencia y de no vivir por tanto ya en «ocasión próxima» de pecado. Aquí surge la cuestión: ¿durante
cuánto tiempo deberá vivir la pareja como hermano y hermana antes de que pueda absolverlos el sacerdote? Hay moralistas que dicen que el confesor debe aguardar algunos meses, durante los cuales la pareja realice la situación de hermano y hermana, antes de aceptar su promesa. Sin embargo, aquí no se pueden fijar límites matemáticos. El juicio del confesor no dependerá de las matemáticas, sino de hechos que indiquen si la pareja tiene o no dicha resolución. Si la autoridad superior no se ha reservado estos casos, el confesor podrá absolver a la pareja, supuesto que ésta dé extraordinarias señales de conversión. Pero aun después de la absolución se debe hacer presente a la pareja que no conviene que vayan a comulgar en parroquias en las que es notorio el caso de invalidez de su matrimonio. Pongamos un ejemplo. Puede darse que durante una misión una pareja se sienta movida por los sermones y comunique al sacerdote que desearían vivir en una situación de hermano y hermana. Yo estoy convencido de que, en tales circunstancias, el confesor obraría por lo regular con prudencia fiándose de su buena voluntad y dándoles la absolución. Pero al obrar así debería notificarles que lo hace por razón de las extraordinarias señales de conversión que habían dado. El confesor deberá decirles además que si vuelven a recaer en el pecado, han de procurar de nuevo obtener la absolución manifestando al confesor las razones por las cuales se les había absuelto en el primer caso: fuertes señales de arrepentimiento y la esperanza de que el sacramento les daría la fortaleza que necesitan. Siguiendo este procedimiento, he observado con frecuencia que las parejas quedaban profundamente impresionadas. La gratitud para con Dios venía a ser una nueva fuente de energía en sus vidas. En algunos lugares puede darse que el obispo se haya reservado esta clase de casos. Entonces el confesor deberá conocer exactamente la extensión de tal reserva. Es posible que el obispo se haya reservado la reglamentación del caso sólo en el foro externo. Esto quiere decir que la parte absuelta por el confesor no deberá ser admitida públicamente a la comunión (si el caso es notorio) en la diócesis sin consentimiento del obispo. Esto tiene relación con el orden público, y los obispos tienen el derecho y la obligación de
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La ocasión próxima de pecado
Matrimonios mixtos inválidos
mirar por el orden público con vistas a prevenir escándalos y habladurías poco caritativas entre las gentes. El obispo puede reservarse también la absolución misma del pecado. Está en su derecho. Esto quiere decir que el confesor debe recurrir al obispo antes de dar la absolución. No obstante, el derecho canónico prevé excepciones en estos casos. Los misioneros durante la misión, como los párrocos durante el tiempo pascual, tienen la facultad de absolver de casos reservados (can. 899). En otras situaciones el confesor debe solicitar esta facultad. Pero, conforme a la admirable sabiduría del legislador, caso que el obispo negara el permiso de absolver del pecado reservado, el confesor tiene automáticamente facultad para absolver al penitente si éste tiene las necesarias disposiciones (can. 900, 2). Pero aun así no puede el confesor infringir las prescripciones relativas al foro externo y, por consiguiente, no tiene facultad para permitir al penitente que reciba públicamente la comunión si su situación es notoria.
y le dijo de forma que todos lo podían oir: «Usted vive en concubinato. ¿Qué viene usted a hacer aquí?» Tal andanada iba dirigida a una mujer que se parecía a mi penitente. La mujer vivía en un matrimonio perfectamente en regla.
A manera de corolario pastoral quisiera observar que si un sacerdote que está distribuyendo la sagrada comunión tropieza en el comulgatorio con alguna persona de la que sabe o cree que vive en un matrimonio irregular, no convendría que le negase la comunión. Un caso sucedido descubrirá quizá la razón de este consejo. Una joven pareja vino a verme en una parroquia en que había predicado yo una misión. La mujer había estado casada anteriormente y, aunque el primer matrimonio era probablemente inválido, no podía lograr que el párroco se interesara por la solución de su caso. La mujer era de unos treinta años y tenía un hijo. Ella y su segundo marido habían vivido ya dos años en perfecta continencia. Durante aquel tiempo habían rezado juntos y habían ido a menudo a misa, no sólo los domingos, sino también entre semana. Una vez bien enterado de los detalles del caso, di la absolución a la pareja y les dije que si deseaban comulgar, era mejor que lo hiciesen en alguna parroquia donde no fueran conocidos. Yo estaba seguro de que serían lo suficientemente prudentes como para evitar todo encuentro con el párroco, aunque yo no les había hecho tal advertencia. El párroco tuvo la mala suerte —para é l — de enterarse de que la joven pareja había estado conmigo. Al día siguiente, mientras distribuía la comunión, tropezó de repente con una mujer 110
Matrimonios mixtos inválidos Aquí voy a limitarme a una consideración sobre la manera de tratar con penitentes que viven en matrimonio mixto inválido. Si alguien se interesa por una exposición más circunstanciada del complejo problema de los matrimonios mixtos, me permito remitirlo a mi anterior publicación El matrimonio en nuestro tiempo1. Conforme a la nueva disciplina matrimonial, un matrimonio mixto contraído sin la forma canónica, es considerado todavía como inválido. Es de esperar que en un futuro próximo se adopte una práctica más suave, como lo han propuesto diferentes padres del Concilio. En tal caso, un matrimonio mixto contraído sin dispensa y sin la forma canónica será considerado, no como inválido, sino únicamente como ilícito. Sin embargo, incluso hoy día, la disciplina vigente hace posible la convalidación de los matrimonios mixtos si la parte católica muestra buenas disposiciones. Un matrimonio mixto inválido ha de convalidarse lo antes posible siempre que las condiciones humanas permitan esperar un matrimonio estable. Sería contra el sentido común y en particular contra el espíritu ecuménico decir a católicos que viven en matrimonio mixto inválido, que deben sencillamente separarse si la parte acatólica no promete educar católicamente a los hijos. La pareja tiene contraído un compromiso natural y cristiano, compromiso entre las dos partes y con los hijos que puedan tener. No obstante, pueden darse casos en que haya que aconsejar la separación, como, por ejemplo, si la parte acatólica impide violenta y persistentemente a la parte católica profesar su fe y vivir conforme a su propia conciencia. La forma normal de convalidación de los matrimonios mixtos 1
B HARING, El matrimonio
en nuestro tiempo, Herder, Baicelona a1968
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La ocasión próxima de pecado será la sanado in radice (cf. CIC, can. 1138-1141). La santa sede se muestra muy generosa en otorgar esta facultad a los obispos. La sanatio in radice significa que se dispensa a la pareja de la forma canónica del matrimonio sin necesidad de renovar el consentimiento, en tanto exista el consentimiento antecedente. Así, mediante una ficción jurídica, se considera el matrimonio como si hubiese sido válido desde el principio. Aunque la parte católica no pueda lograr que la parte acatólica consienta en dar a los hijos una educación católica, aun así conviene dar pasos con vistas a la convalidación del matrimonio. La parte católica debe continuar haciendo lo que le sea posible con vistas a la educación de los hijos, aunque sin violar la conciencia de la otra parte o de los hijos y sin poner en peligro la armonía y estabilidad del matrimonio. Lo mismo se puede decir tocante a la absolución de la parte católica. La absolución no debe depender de que la parte católica obtenga un gesto de aprobación de la otra parte tocante a la educación católica de los hijos. Sólo se debe diferir la absolución a la parte católica que muestre mala voluntad en esta materia y se mantenga «contumaz». Aquí, una vez más, hay que distinguir cuidadosamente entre otorgar la absolución y permitir a la parte católica que reciba públicamente la comunión en una parroquia en que se crea que los hijos estén privados del testimonio cristiano por parte de su padre, o madre, católico. En este caso dicta la caridad que la parte católica, por lo menos en tanto no se rectifique este yerro o la gente conozca su buena voluntad, sólo reciba la comunión en parroquias en que no sea notorio el caso.
VIII INTEGRIDAD MATERIAL DE LA CONFESIÓN
El sacramento de la penitencia se ha convertido en una tortura para muchos sacerdotes y para muchos penitentes, debido a una insistencia desmedida en la integridad material de la confesión. La integridad material es sólo un aspecto del sacramento de la penitencia. Para que se celebre debidamente es preciso armonizar este aspecto con los otros, todavía más importantes, del sacramento. Normalmente, un penitente que ha cometido un pecado mortal debe manifestar la especie del pecado y el número de veces que lo ha cometido. Sin embargo, el confesor debe guardarse de insistir exageradamente en el número y en la especie. Psicológicamente, tal insistencia desmedida puede destruir, o por lo menos mermar, el efecto y el fin para el que Cristo instituyó el sacramento: el gozo y la paz del penitente. Por esta razón voy a tratar en este capítulo de situar la integridad material en su debida perspectiva.
Integridad material La ley de la Iglesia dice con respecto a la confesión: «Una persona que después del bautismo ha cometido pecados graves que no han sido perdonados directamente por los poderes de la Iglesia, debe confesar todos los pecados que recuerde tras un serio examen 112
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Integridad material de la confesión
El cumplimiento legal y el ideal
de conciencia, y debe explicar las circunstancias que cambien la especie del pecado» (CIC, can. 901). Al hablar de la integridad de la confesión debemos distinguir entre integridad material e integridad formal. La integridad material es una meta a la que debe aspirar prudentemente todo confesor y todo penitente. Sin embargo — y la adversativa tiene aquí su importancia—. la integridad material sólo debe perseguirse con vistas a la integridad formal, y no como un fin en sí. Fundamentalmente, el término de integridad material se refiere a una obligación condicional: lo que el penitente está obligado a hacer si puede recordar todos sus pecados mortales, si es capaz de distinguir cosas que son esencialmente diferentes, y si lo puede hacer sin detrimento de los más importantes aspectos del sacramento. A veces la integridad material no es posible o incluso no está permitida. El término de «integridad formal» se refiere a una confesión en la que el penitente de buena voluntad confiesa todos los pecados graves que puede confesar aquí y ahora conforme a su conocimiento y capacidad. Con otras palabras: es la respuesta a la voluntad concreta de Dios con respecto al ser humano limitado. La integridad formal en el caso de un moribundo puede significar que está arrepentido de sus pecados y manifiesta su arrepentimiento lo mejor que puede, quizá sencillamente con una mirada. La integridad formal en el caso de uno que se halla en una gran sala de hospital, donde las camas están muy juntas, puede significar una expresión general de culpa y arrepentimiento, de modo que uno no exponga su vida a los oídos de los otros pacientes que hay en la sala. En el caso de personas escrupulosas, la integridad formal puede significar una confesión sumamente breve.
de vista ideal, movido por el deseo de crecer más y más en el amor de Dios, puede el penitente desear mencionar tal pecado y el estado de duda en que él mismo se halla. Importa, sin embargo, darse perfecta cuenta de lo que es exactamente la obligación legal 1 . El confesor no puede imponer más al penitente. Sería, por ejemplo, un error obligar a los niños a confesar todos los pecados veniales por razón de la integridad material. Ningún sacerdote tiene el derecho de imponer una legislación que no está impuesta por la Iglesia. Puede, sí, decir a un niño que es un hermoso acto de humildad mencionar todos los pecados veniales, pero debe hacerle ver bien claro que no hay obligación de hacerlo y que no hay que ser escrupulosos. Igualmente sería un abuso forzar a ciertos penitentes particulares a hacer confesiones materialmente íntegras. Porque hay un principio que establece: Si el cumplimiento de una ley positiva en una forma determinada ha de ser perjudicial para una persona, esta persona no sólo no está obligada a cumplir la ley en tal forma, sino que le está incluso prohibido. Hay ciertamente casos en los que el penitente está dispensado de satisfacer la ley eclesiástica de la integridad material. No me cabe la menor duda de que éste es el caso de un penitente cuya vida pasada está repleta de pecados contra el sexto mandamiento. Voy a probarlo en concreto con una analogía. Pío XII, considerando sumamente peligroso volver a despertar todas las faltas y fantasías sexuales sentó el siguiente principio tocante a tratamientos de psicología de profundidades: «No es lícito despertar todas las fantasías y recuerdos de pecados pasados si esto ha de dar lugar a nuevas e innecesarias tentaciones» 2. En vista de esta reglamentación que a veces restringe la libertad de un doctor de procurarse una información completa tocante a la vida sexual de un paciente, me parece que se impone a jortiori la conclusión de que tampoco el confesor debe apremiar al penitente para que hurgue en su pasado hasta el extremo de resucitar indebidamente la tentación de pecados pasados. Supongamos que un
El cumplimiento legal y el ideal La ley de la Iglesia presupone que en tanto un penitente es física y moralmente capaz de hacerlo, está obligado a confesar todos los pecados mortales ciertos que no haya confesado todavía. Si duda de si un pecado cometido es mortal o no, desde el punto de vista legal, no está obligado a confesarlo. Por otra parte, desde el punto 114
1 Cf B HXRING, La ley de Cris'o, vol I, Herder, Barcelona 51968, p 512ss 2 Sobre psicoterapia y religión, alocución de Pío XII al Quinto Congreso Internacional de Psicoterapia y Psicología clínica (13 de abril de 1953), art 24
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Integridad material de la confesión
Especie y número de los pecados
penitente no da suficiente información sobre sus pecados pasados diciendo: «Padre, he cometido tantos pecados contra la pureza... Creo que no puedo ponerme a enumerarlos. Creo que ni siquiera tengo valor para descubrirlos todos.» Generalmente el confesor podrá decirse por el tono de voz del penitente que lo que realmente trata de decir es: «Todo el equilibrio psicológico y toda la satisfacción que me queda se vendrán abajo si me hace usted recordar de nuevo todos mis pecados contra la pureza.» Estoy convencido de que procedería contra la ley natural el confesor que persistiera en exigir que el penitente describiera sus impuras fantasías, ocasiones de pecado, tentaciones y acciones con que había violado la pureza.
En general, los teólogos protestantes y ortodoxos consideran más bien absurdas algunas de las distinciones de los moralistas católicos tocante a las especies de los pecados. Uno de los más grandes teólogos de la Iglesia rusa, Vladimiro Soloviev, decía que no comprendería nunca por qué teólogos occidentales insisten en que la fornicación y el adulterio son pecados «naturales», mientras que la masturbación es un pecado «antinatural». Todo pecado, subraya Soloviev, viola la verdadera dignidad de la naturaleza
humana, así como la amistad de Jesucristo. ¿Cómo se puede, pues, decir que ciertos pecados están en consonancia con la naturaleza humana? Algunas veces me he preguntado qué pretenden probar los moralistas entreteniéndose con distinciones bizantinas. Cierto que no pueden esperar que las personas corrientes entiendan semejantes distinciones. Tomemos, por ejemplo, la cuestión que se plantea acerca de la especie inferior del pecado. He leído una obra de teología moral cuyo autor pretende que la masturbación de un hombre casado es de especie completamente diferente a la masturbación de un soltero. De aquí se seguiría que un confesor, con vistas a determinar la especie del pecado, tendría que preguntar a todo el que se acusa de masturbación si es soltero o casado. No me opongo a que se pregunte por el estado civil del penitente con objeto de orientar mejor la dirección espiritual. La masturbación, por cuanto es signo de infantilismo o de una cierta inmadurez, puede ser un impedimento para la felicidad en la vida conyugal. Lo que rechazo es la línea de pensamiento que exige esta pregunta con objeto de juzgar sobre la especie del pecado, una línea de pensamiento que hace que el confesor crea necesario hacer tal pregunta. En forma más realista el mismo moralista dice que no cree que la fornicación sea una especie distinta de pecado por el hecho de usar preservativo. Desgraciadamente, a renglón seguido comienza a vacilar y expresa dudas sobre esta opinión. Conviene que el confesor tenga presente que cuando el concilio de Trento legislaba sobre la necesidad de confesar las circunstancias que cambian la especie de un acto, no podía prever las exageraciones en que incurrirían los moralistas del siglo pasado. El confesor debe procurar enterarse de cómo distinguen los pecados las personas corrientes. Las últimas distinciones científicas hechas por los moralistas no alcanzan al seglar medio. Por esto, si bien el confesor es capaz de apreciar algunas de estas distinciones, no debe por regla general preguntar al penitente que ha cometido el pecado más de lo que éste pueda distinguir. Todos los moralistas están de acuerdo en que el penitente sólo tiene que confesar el pecado conforme a la idea que tenía del mismo al momento de cometerlo. San Agustín, por ejemplo, nos refiere
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Todo confesor debería procurar tratar a su penitente de tal forma que éste, al abandonar el confesonario, glorificara a Dios gozosamente con las palabras del Salmista: «¿Qué pagaré al Señor por todo lo que me ha dado?» En cambio, si el confesor hace demasiadas preguntas, la confesión asume un tono de inquisición, y resulta psicológicamente imposible, tanto al confesor como al penitente, glorificar a Dios. El penitente preocupado ansiosamente por dar una relación exacta del número y especies de sus pecados se ve probablemente privado, no sólo del gozo del sacramento, sino también de una resolución más firme y eficaz de enmendarse, resolución que sigue en forma de agradecimiento al gozo experimentado. Se marchará sólo con la estéril satisfacción de haberlo referido todo explícitamente.
Especie y número de los pecados
Integridad material de la confesión
Especie y número de los pecados
que su madre le decía que tener relaciones sexuales con una mujer casada era mucho más grave que tenerlas con una soltera. Esto, por consiguiente, significaba una diferencia en su caso, puesto que era lo que él había comprendido. Si hoy día una persona escasamente instruida no conoce la diferencia entre el adulterio y la fornicación y por consiguiente no menciona esta distinción, no por eso deja su confesión de ser materialmente íntegra. Tal persona ha confesado lo que sabía. Más importante que la exactitud de la autoacusación del penitente, es la formación de su conciencia con vistas al progreso futuro. El confesor, al tratar de ayudar al penitente a formarse así la conciencia, debe abstenerse de todas las preguntas inútiles o de mal gusto relativas al sexto mandamiento. Ni tampoco debe dejar que el penitente se pierda en detalles innecesarios. Por ejemplo, si un hombre confiesa que ha pecado contra el sexto mandamiento con una muchacha, generalmente por sus palabras, por el tono de su voz o por el conjunto de la confesión se entenderá que se refiere a un pecado grave. Algunos moralistas opinan que normalmente el confesor tiene que saber si el penitente habla de un petting prolongado hasta las últimas consecuencias por las dos partes, o si, en el caso de relaciones sexuales se ha usado un preservativo. Tal opinión no debe tomarse en cuenta. En muchos de estos casos el confesor sólo logrará provocar desconcierto o escándalo con tales distinciones, que en realidad no contribuyen lo más mínimo a la conversión de la persona. En cuanto a confesar el número de veces que se ha cometido un pecado, la Iglesia no dice nada explícitamente. Lo único que dice es que hay que confesar todos los pecados mortales. La psicología moderna nos enseña que a un hombre corriente le es difícil recordar exactamente el número de veces que ha hecho una cosa si pasan de siete. Si el confesor tiene esto presente, será probablemente más comprensivo por lo que hace a los números, sobre todo con penitentes que hayan vivido mucho tiempo alejados de la confesión o que sean pecadores habituales. Si se exige que una persona recuerde el número exacto de veces que ha cometido un pecado contra el sexto mandamiento, tendrá que recorrer experiencias que fácilmente podrán producirle imá-
genes impuras y hasta quizá nuevas excitaciones. Así no tiene nada de extraño que haya penitentes que después de la confesión vuelven a recaer en su viejo hábito de masturbación o que sucumben a nuevas tentaciones. Es, por tanto, absurdo exponer al penitente a tal riesgo con objeto de dar con el número exacto de pecados. En algunos de los antiguos manuales de teología moral se enfoca el caso de una prostituta convertida. Notemos la forma cómo se insiste en la especie y en el número y en la serie de preguntas que se proponen al confesor: «¿Cuántos años ha practicado usted ese negocio? ¿Cuántos clientes tenía usted al día? ¿Cuántos pecados ha cometido usted contra natura? ¿Con cuánta frecuencia eran sus clientes hombres casados? ¿Cuántos eran solteros por término medio?» Tal género de preguntas es precisamente lo que quiero rebatir en este capítulo. Este modo de proceder es perjudicial para el confesor mismo y apenas si aprovecha para la conversión del pobre penitente. Además, en el tipo particular de preguntas que acabamos de mencionar, los psicólogos enseñan que las prostitutas son generalmente frígidas durante el ejercicio de su oficio, pero que tan luego deciden cambiar de vida experimentan gran dificultad para vencer las tentaciones relativas a sus pecados pasados. A mi juicio, la forma de preguntar que sugieren ciertos moralistas no puede menos de perjudicar al penitente. Es sabido que una prostituta convertida siente profundamente la pérdida de su dignidad. Si el confesor le hace preguntas en la forma indicada, destruirá probablemente el último vestigio de dignidad que ella creía todavía poseer. A tal muchacha le bastará con referir su actividad en términos generales. Con esto se entiende todo. No hay que hacer preguntas sobre distinciones legales. El confesor debe más bien subrayar el gran honor que el Señor quiere conferirle, a saber, el de ser hija de Dios y de vivir una vida de gracia. En una palabra, el confesor debe tratar de hacerle comprender, y hasta sentir, que una nueva era comienza para ella.
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Conclusión Proporción entre las diferentes junciones En el pasado existía la tendencia a hacer especial hincapié en la función del confesor como juez. Desgraciadamente, el sentido y la estructura del sacramento de la penitencia como acto litúrgico desaparecía algunas veces en la barahúnda de los aspectos jurídicos. Hoy día son cada vez más los teólogos, que movidos en parte por el espíritu de los tiempos, recalcan la necesidad de que haya mayor concordancia entre las diferentes funciones que tiene que ejercer el confesor. El confesor, como representante de Cristo, que es la quintaesencia de las funciones de sacerdote, juez, salvador y redentor, debe encaminar al penitente a una vida cristiana más plena. Como cristiano que es él también, debe procurar hacer que el penitente se una con él en la alabanza del Dios todopoderoso. Si el confesor se aferra a la integridad material, si insiste escrupulosamente en el número y especie de los pecados, puede menoscabar gravemente los beneficios del sacramento de la penitencia. No cabe duda de que él mismo no tardará en verse frustrado como su penitente. En efecto, de esta manera abdicará de su función de pacificador y, en cierta medida, hasta de sacerdote, cuyo ministerio consiste en promover una actitud de culto y de alabanza de Dios.
renunciar a inducir amablemente al penitente a una vida más alta. Puede, por ejemplo, decir al penitente que procure hacer el examen de conciencia no sólo a la luz de los diez mandamientos, sino también a la luz de la nueva ley del amor del prójimo, a la luz del sermón de la montaña. Enseñar al penitente a abrirse a la ley de la gracia, inspirarle un sentido profundo de conversión continua, es un quehacer nobilísimo del confesor. Sólo 'de esta manera comprenderá el penitente la verdadera malicia de sus pecados y, con verdadero espíritu de expiación, los confesará humildemente aunque sólo sean pecados veniales. Aunque es verdad que a cualquiera le basta con un mínimum de cumplimiento de la ley externa (escrita), sin embargo, este mínimum es sólo un comienzo para los que creen que están llamados a la santidad: éstos ponen la mira en exigencias más elevadas de la humildad, sin atarse sencillamente a una escrupulosidad legal. Estos resultados se obtendrán más fácilmente sí las confesiones individuales son integradas en una celebración comunitaria del sacramento de la penitencia.
Conclusión Espero que no se me haya entendido mal. En este capítulo no he tratado de recomendar que se reduzca al mínimum el cumplimiento de la ley. Pero habrá casos en los que el contentarse con un mínimum en materias legales contribuya al provecho espiritual de un penitente particular. Ordinariamente una persona no preguntará siquiera si debe confesar este o aquel pecado. Desea que su confesión sea lo más fructuosa posible. Quiere ser humilde, sincera, franca y aplicarse a exponer su alma a la acción purificadora de Dios de la manera más completa. Ningún confesor puede imponer como ley a su penitente el crecimiento espiritual. Pero al mismo tiempo ningún confesor debe 120
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IX EL CONFESOR Y LA INTEGRIDAD DE LA CONFESIÓN
MATERIAL
Primer principio: En el sacramento de la penitencia, por lo que hace a la integridad material de la confesión, el papel del confesor consiste en prestar ayuda cuando el penitente es incapaz de cumplir su obligación. Hoy día no debe el confesor seguir mecánicamente las reglas formuladas por moralistas del siglo x v m o xix tocante a la interrogación de los penitentes. Sería insensato aplicar a la letra y sin distinción incluso lo que dice sobre este particular san Alfonso, patrón de los confesores. Las más de las veces tenía san Alfonso que habérselas con gentes sin letras, con pastores y pescadores que tenían muy poca instrucción, si es que la tenían, en materias de fe. Prudentemente aplicaba a las exigencias de su tiempo sus ideas acerca del preguntar a los penitentes. Aplicar a la letra e inflexiblemente las mismas ideas en las circunstancias totalmente diferentes del siglo xx sería casi con toda certeza una grave ofensa para los penitentes. En el sacramento, la obligación de la integridad material afecta principalmente al penitente. El católico medio de hoy, relativamente bien instruido, sabe que debe confesar todos sus pecados mortales. Creo que podemos decir con seguridad que la mayoría de las personas que en América del Norte y en Europa se confiesan con una cierta regularidad (más de una vez al año) están bien convencidas de su obligación de acusarse en forma materialmente completa. De hecho, muchos hacen más de lo que es necesario en este punto. 123
El confesor y la integridad material
Tercer principio
Suponer que la mayoría de los penitentes son ignorantes en esta materia, es causa no sólo de preguntas ociosas, sino también de ofensas innecesarias. Fuera de la confesión tiene el sacerdote la obligación de instruir a los fieles debidamente sobre la manera de confesarse. Al hacerlo deberá referirse al seglar medio con una visión equilibrada entre la integridad material y los otros aspectos del sacramento. A la catcquesis, folletos y hojas que contengan textos más o menos extensos sobre la manera de hacer el examen de conciencia, y cosas por el estilo, se puede añadir un medio excelente de fomentar el pleno conocimiento de la confesión. Me refiero a la vigilia bíblica relativa a la conversión a Dios, o a la celebración comunitaria del sacramento de la penitencia, con lecturas y una homilía que preceda a las confesiones individuales.
diana. Desgraciadamente, no faltan ejemplos de confesores que infringen flagrantemente estas reglas. Un ejemplo de este género me fue referido por un conocido mío, un caballero inteligente y respetable que ocupaba una posición de gobierno. Me decía que, debido a su trabajo abrumador, algunas veces sólo hacía dos confesiones al año. Sin embargo, todos los domingos iba a misa y a comulgar. Una vez, en una de sus confesiones pascuales, el confesor, al oir que hacía algún tiempo que no se había confesado, sin la menor razón le preguntó si había cometido pecados de sodomía. Estoy convencido de que, por lo menos objetivamente, el confesor cometió un grave pecado. Ciertamente había infringido la ley más elemental de cortesía.
Segundo principio: Omne factum praesumitur recte factum. Hay una presunción en favor del penitente, a saber, que al confesar sus pecados lo hace con sinceridad y como es debido.
Tercer principio: En el sacramento, el confesor tiene la obligación primaria de mirar por la integridad formal de la confesión.
Desgraciadamente, la escrupulosidad o una formación inadecuada induce a confesores a cometer, por lo menos objetivamente, el pecado de suspicacia. Al penitente sólo se le debe preguntar acerca de sus intenciones si hay motivos razonables para hacerlo. Esto es cierto sean cualesquiera los pecados que uno confiese, pero se aplica particularmente a los pecados contra la pureza. El año 1943, el Santo Oficio emanó una severa admonición contra las preguntas innecesarias acerca del sexto mandamiento. Incluso si el confesor tiene una ligera duda, la presunción está todavía en favor del penitente; no hay que hacerle preguntas. Un penitente que acude al confesonario con confianza, debe ser acogido con confianza. Hay, sin embargo, que distinguir entre los que se confiesan regularmente y los que lo hacen raras veces. Con frecuencia salta a la vista que estos últimos no están debidamente preparados para hacer una confesión integral. Muchas veces estos mismos penitentes indican a su manera al confesor que les ayude con preguntas. Por evidente que esto parezca, hay que recordar que la cortesía obliga precisamente en el confesonario más que en la vida coti-
Sería un grave error por parte del confesor preocuparse por la integridad material en detrimento de la integridad formal. El confesor que durante la confesión hace excesivo hincapié en la integridad material puede fácilmente suscitar en el penitente resentimiento o vergüenza hasta el punto de retraerse de confesar determinados pecados. Si el confesor teme que la confesión carece de integridad formal, debido a algunas indicaciones dadas por el penitente mismo, podrá preguntarle amablemente si desea que se le ayude. «¿Le parece que le haga alguna pregunta?» «¿Cree usted que tiene necesidad de que le ayude?» «¿Cree usted que ha hecho una confesión completa, o le gustaría que le ayudase con algunas preguntas?» Esta clase de preguntas serían aceptables en el caso concreto. Si el penitente da a entender que no es necesario, el confesor no debe seguir adelante. Generalmente, sin embargo, cuando el penitente se muestra vacilante e indeciso, si se le hace cortésmente una pregunta discreta que muestre que el confesor quiere ayudarle, la oferta es aceptada con agradecimiento. Sería conveniente que el confesor examinara de tiempo en tiempo su método de preguntar. Una pregunta en buenos términos y hecha como conviene suscitará una respuesta dócil del penitente.
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Cuarto principio
El penitente no se sentirá ofendido si el confesor insinúa «¿Se ha visto usted tentado a...?» Por ejemplo, si, debido a la naturaleza de la confesión o por indicaciones hechas en la misma, sospecha que el penitente está silenciando el hecho de un aborto, podrá decirle: «¿Se vio usted tentado a procurar el aborto después del acto sexual a que acaba de referirse?» La pregunta, así formulada, hará que el penitente confiese más fácilmente el aborto, caso de haberse producido, pero al mismo tiempo la manera de insinuarla será lo bastante inofensiva como para no provocar estupor o escándalo en el penitente. De hecho, podrán darse casos de este género, en que el penitente responda: «Sí, padre, tuve esa tentación, pero no consentí.» Y con ello habrá prestado el confesor un verdadero servicio al penitente ayudándole a descargar su conciencia del hecho de haber abrigado tal pensamiento, aunque no fuera seguido del acto externo. Pero, repitámoslo, es de suma importancia mostrar amabilidad y respeto a la conciencia del penitente. El confesor no debe tratar de imponer al penitente lo que éste no puede comprender o no puede sinceramente aceptar. Aunque una determinada doctrina moral pueda estar clara en su mente, no debe imponer su opinión a un penitente cuya conciencia no ha alcanzado la misma claridad o es incapaz de comprender sus distinciones.
El confesor está obligado a asignar su debido puesto a todos los mandamientos de Dios. Debe colocar los mandamientos dentro del debido marco de las obligaciones primarias: fe, esperanza, caridad, y la virtud de religión. Esto constituye la base de la ética cristiana. El sexto mandamiento sólo debe tratarse en relación con estos aspectos religiosos de nuestra vida. En términos generales, es un error del confesor comenzar la confesión preguntando acerca del sexto mandamiento, aunque alguna vez, eventualmente, haya tenido que proceder así. El confesor debe procurar que sus palabras acerca de la castidad estén cuidadosamente relacionadas con las virtudes básicas de la moral cristiana. Al hacer preguntas, la delicadeza debe ser el distintivo
del confesor. Si el penitente pide al confesor que le pregunte punto por punto, al llegar a la materia de la castidad, debe proceder de lo menos grave a lo más grave. Por ejemplo, comenzará preguntando al penitente si se ha visto molestado por malos pensamientos, en lugar de preguntarle de sopetón si ha hecho cosas feas. Si el confesor tiene que hablar de acciones (a veces el penitente, si se le da pie, continúa por sí mismo), comenzará por materias de dificultad bastante corriente, que son relativamente menos vergonzosas. Solamente si descubre que el penitente está profundamente implicado en una vida sexual desordenada, preguntará acerca de otros problemas de naturaleza más delicada, y aun entonces principalmente con vistas a prestarle la ayuda necesaria para perseverar en el bien. A las Juventudes Obreras Cristianas se les pidió una vez que tomaran nota de lo que oyeran decir sobre los sacerdotes a los empleados de una de las mayores fábricas de Munich. Hallaron que en muchos empleados se reflejaba su gratitud para con el clero en el respeto con que hablaban de él. Sin embargo, uno de los cargos oídos con más frecuencia era que los sacerdotes en el confesonario parecían a veces demasiado curiosos, particularmente tocante al sexto mandamiento. La queja procedía por término medio de obreros católicos, precisamente de los más devotos. Posiblemente habría sido más acertado de su parte censurar no tanto la curiosidad de los confesores, sino su falta de formación. En el pasado se instruía a mucha gente, incluso a los seminaristas, en una forma en que se enfocaba la castidad como si fuera el mandamiento principal. El resultado de aquella encuesta entre los obreros de dicha fábrica es sólo un ejemplo de las quejas tan propagadas tocante a cuestiones de pureza. La instrucción del Santo Oficio poniendo en guardia a los confesores contra las preguntas excesivas acerca del sexto mandamiento, fue una de las amonestaciones más necesarias dadas en estos últimos treinta años. ¡Cuántas personas casadas se veían torturadas con preguntas innecesarias en el confesonario! Sólo cuando hay buenas razones de dudar de la integridad formal de la confesión, debe el confesor abordar el tema de la pureza. Si el confesor duda si debe o no preguntar en esta materia, vale más que se abstenga de inquirir. Esto se aplica principalmente a los jóvenes sacerdotes. Las gentes parecen más sensibles y más moles-
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Cuarto principio: El sexto mandamiento no es el puncti».
«punctum
El confesor y la integridad material
Sexto principio
tas cuando son interrogadas en esta materia por sacerdotes jóvenes que cuando lo hacen sacerdotes más experimentados.
de los penitentes varía notablemente de una zona a otra aun en un mismo país. El confesor debe estar pronto a enfrentarse con toda clase de situaciones sociales, ya que la eficacia de su ministerio depende no poco de la manera de reaccionar de la gente. Naturalmente, hay que prestar atención no sólo a las actitudes comunes en una localidad dada, sino también a las de cada penitente particular. La actitud de una persona áe puede con frecuencia descubrir por su manera de hablar —en voz alta, o queda, o titubeando —, y a veces hasta por su modo de respirar. Estas cosas dan al confesor una idea práctica del tipo de penitente con que tiene que habérselas, de si la persona es flemática, sanguínea, escrupulosa, nerviosa, meticulosa. Si el confesor está penetrado de gran amor a las personas, si las horas de confesonario no son para él mera rutina, reaccionará instintivamente a todas estas cosas. Si se encuentra en el confesonario frente a una persona excitable, tendrá buen cuidado de diferir las preguntas hasta que se haya ganado la confianza del penitente. A veces renunciará incluso absolutamente a hacer preguntas si siente que así dará a la persona más ánimos y le inspirará más amor al sacramento. Este caso se presentará especialmente cuando el penitente descuide mencionar las veces que ha cometido pecados veniales o mortales dudosos. Si la confesión incluye (con bastante certeza) pecados mortales y no hay circunstancias especiales que dispensen al confesor de preguntar el número de veces que se ha cometido el pecado, el confesor podrá insinuar cuidadosamente la pregunta en esta forma: «Usted ha confesado humildemente estos pecados, pero quizás haya olvidado que hay que confesar también su número aproximado. ¿Puedo preguntarle si sucedió eso una sola vez o quizá más de una?» Pero con frecuencia convendrá más no preguntar en absoluto.
Quinto principio: Para evitar hacer daño, el confesor puede a menudo estar dispensado de preguntar, aunque tenga buenas razones de dudar de la integridad material de una confesión. Este principio, admitido comúnmente por los moralistas, se refiere a las preguntas acerca de cualquier mandamiento. Si las preguntas han de hacer más mal que bien a la comunidad o al individuo, vale más omitirlas. Por lo que se refiere a la comunidad, parece indispensable un conocimiento de la psicología social y de la situación real predominante en una ciudad o parroquia. A veces se invita a misioneros a predicar en una parroquia, cuyos feligreses, de resultas de anteriores experiencias desagradables con algún sacerdote, son particularmente alérgicos a las preguntas. El misionero tendrá el quehacer de descubrir a tiempo tal actitud y de adaptar a ella su método. Recuerdo haber predicado una misión parroquial con un hermano mío en religión que, sin duda alguna, es un hombre prudente. En circunstancias normales no se puede decir que rebase las normas generales sobre preguntas a los penitentes; les preguntaba, sin embargo, y esto hacía que los feligreses evitaran su confesonario. La gente, por lo que se vio, estaba escarmentada por anteriores y desagradables experiencias, y al cabo de unas pocas confesiones se propagó la voz de que era otro gran inquisidor. Cuando el confesor misionero, o cualquier otro confesor, nota que existe especial tensión entre él y el penitente, hará bien en limitar sus preguntas a lo estrictamente necesario, y aun entonces convendrá que pida permiso al penitente para hacerle preguntas. No me cabe duda de que en ciertas zonas de América del Sur, en las que el sacerdote puede visitar una ciudad quizás una vez al año, deberá —-y expresamente se cuenta con ello— ayudar a los penitentes a confesarse recorriendo con ellos los mandamientos y preguntando punto por punto. Si el mismo sacerdote fuera al norte, a una de las grandes parroquias, y usara el mismo procedimiento, seguramente ofendería a muchas personas. La reacción 128
Sexto principio: Con frecuencia, los pecados internos están confesados implícitamente en la confesión de los pecados externos. El confesor no debe preguntar cosas que están ya implícitas en el contexto. Este principio se aplica en los ejemplos siguientes. Si alguien confiesa que ha ofendido gravemente diversas veces a una persona 129
El confesor y la integridad material
Séptimo principio
diciendo de ella cosas inconvenientes, el confesor puede estar seguro de que el penitente ha tenido también pensamientos poco caritativos acerca de dicha persona. O si un penitente confiesa que ha cometido adulterio cinco veces, el confesor puede estar cierto de que el penitente ha fomentado malos pensamientos todavía con más frecuencia. Hay que confesar los pecados de pensamiento y de deseo, pero éstos pueden estar, y con frecuencia están implicados en la confesión de los pecados externos. El problema se presenta cuando no se confiesan pecados externos. ¿Hasta dónde precisamente puede y debe el confesor extenderse en preguntas sobre pecados internos? Si el penitente es buen cristiano, hecho que por lo regular se revela en la confesión, hay que presuponer que no ha consentido voluntaria y deliberadamente con malos pensamientos. En tal caso será imprudente hacerle preguntas acerca de pecados internos. Si el penitente es un cristiano flojo, cosa que resulta también de la confesión misma, y si hay razones para dudar de la integridad formal, el confesor, una vez que note que no ha confesado pecados externos, podrá a veces recordarle que hay obligación de confesar también los malos pensamientos, deseos e intenciones que se han abrigado voluntaria y deliberadamente. Pero en general vale más abstenerse de preguntar.
Si el confesor se preocupa demasiado por la integridad material, se expone a que se le escape la oportunidad de hablar con el penitente sobre las materias que darían nueva orientación a su vida espiritual, especialmente de interrogarlo sobre la fe, la esperanza y la caridad. La mejor enseñanza tradicional ha insistido siempre en este punto. El padre Francis Connell, por ejemplo, aconsejaba a los confesores que «siguieran una línea justa y moderada, evitando tanto la exactitud exagerada como una laxitud injustificable en la búsqueda de la integridad material» (Spiritual and Pastoral Con-
ferences to Priests). En lugar de perder tiempo y energías en asegurar la integridad conforme a reglas teológicas exactas, y a veces demasiado exactas, sería más recomendable excitar en el penitente sentimientos de profundo dolor y de confianza en la misericordia de Dios, e invitarlo a unirse con el confesor para glorificar a Dios salvaguardando la justicia y la misericordia. La más noble misión del sacerdote, a saber, la de infundir goza y paz, no debe verse obstaculizada por una preocupación meticulosa acerca de una integridad material mal entendida. El confesor debe conocer sus diferentes papeles y responder a las exigencias de cada uno con gran sensibilidad para con el penitente particular. Esto no excluye la necesidad de hacer preguntas, pero los diferentes papeles del confesor como mensajero de paz, como maestro de la nueva ley, como servidor del sumo sacerdote Jesucristo, le harán recordar que su meta suprema es la conversión del penitente y su progreso como ser individual y social. En el caso de un penitente invenciblemente ignorante, al que no se puede instruir en un punto determinado, el confesor podrá recomendarle o señalarle alguna lectura espiritual. Si hay razones de sospechar que el penitente se halla en ocasión próxima de pecado, el confesor podrá decirle: «No tengo la menor duda de que ha hecho usted una buena confesión. Quizá me permita usted hacerle una pregunta a fin de asegurar que está usted en vías de progreso: ¿hay en su vida alguna dificultad especial de la que usted gustaría hablar?» Mucho depende de la forma de hacer las preguntas. En el caso de una persona que se ve que está bien dispuesta, el confesor puede seguir un procedimiento más positivo y directo presentando un plan para el progreso espiritual del penitente. Puede, por ejemplo, preguntarle: «¿Ha hecho usted algún intento, hasta ahora, para mejorar su ambiente? ¿Qué cree usted que podría hacer entre sus amigos y vecinos para ayudarles a formarse una opinión mejor en punto a religión y moralidad?» El confesor puede inconscientemente olvidar de remontarse hasta las raíces de los problemas. Voy a explicarme. Una muchacha de elevada condición social confesó que se había provocado un aborto. Su historia, a lo que pienso, distaba mucho de ser única. Había pecado con un joven que por entonces le parecía que iba a casarse
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Séptimo principio: Si es necesario preguntar, pero se dispone de poco tiempo, las preguntas necesarias y útiles para la contrición, propósito de la enmienda y provecho espiritual futuro del penitente deben prevalecer sobre las relativas a la integridad material de la confesión.
El confesor y la integridad material con ella. Pero la historia cambió de repente de cariz. Cuando la muchacha descubrió que estaba embarazada, corrió a su madre para preguntarle qué tenía que hacer. La madre no le respondió una palabra, limitándose a encogerse de hombros. Esta reacción dejó en un principio confusa a la muchacha, que pensó que su madre no había quizá oído bien lo que le había dicho. Volvió a hacerle la misma pregunta. La madre volvió a encogerse de hombros. Esta vez comprendió la muchacha. Se convenció de que si llegaba a tener un hijo, su madre no tenía la menor intención de ayudarla. En esta situación le pareció que no tendría oportunidades de criar convenientemente al niño. Se marchó y se hizo practicar el aborto. En este caso la madre de la muchacha era ciertamente mucho más responsable del crimen que ella misma. Por esto creo que es más importante aprovechar la debida oportunidad para preguntar a las madres qué clase de consejos dan a sus hijas acerca del control de la natalidad, que hacer a las hijas la misma pregunta. Pero más que preguntar en el confesonario es conveniente procurar instruir a los fieles fuera de él. Tanto la sociología como la teología pastoral modernas, a la luz de la Constitución sobre la Iglesia en el mundo moderno, reconocen la importancia de una sana opinión pública. Todo cristiano debería considerar como su propio quehacer el de contribuir a modificar una opinión pública errónea. Por esta razón es conveniente que el confesor pregunte a veces al penitente si apoya ciertas ideas equivocadas o cómo reacciona cuando oye a otros defenderlas. En general, las gentes no creen que éstos sean puntos que hayan de ventilarse en la confesión. Muchas personas piadosas podrían confesar algo más que el distraerse mientras rezan. A las abuelas y a otras personas de la familia se les debería enseñar la manera de hablar de materias como el matrimonio, las familias numerosas y el sexo. Propendemos a pasar por alto la importancia de una educación apropiada en este sector. Naturalmente, el confesor debe obrar con prudencia al atraer la atención sobre este punto, pero si el penitente es piadoso y tiene respeto al confesor — y muchos lo tienen ciertamente—, éste no tiene por qué temer que la persona se sienta ofendida o que se aleje de la confesión. La regla ha de ser: preguntar a los que muestran que 132
Séptimo principio pueden soportarlo. Pero aun en estos casos deberá el confesor preguntar con el mayor respeto. No pocas veces, cuando estos penitentes, respondiendo a la pregunta del confesor, dicen que han faltado contra la Iglesia tocante a la manera como han hablado, o han dejado de hablar de ciertas cosas, su falta es principalmente de inadvertencia. Entonces el confesor, al recordarles su obligación, les proporciona un nuevo medio de progreso. Este tema me recuerda el día en que me encontré con un amigo, con el que había pasado cierto tiempo en Rusia. Ambos estábamos encantados de encontrarnos, y mi joven amigo se apresuró a hablarme de su buena esposa y de sus tres hijos maravillosos. Mientras me contaba las gracias de sus niños y las cosas que decían y hacían de repente se sintió deprimido y me dijo que su mujer no podía tener más hijos. Le pregunté si se trataba de una cuestión de salud. «No», me dijo, «los dos gozamos de perfecta salud. Ni tampoco se trata de dinero. Estamos en bastante buena posición. Se trata exactamente de mi madre. Le metió tales cosas en la cabeza a mi mujer después del segundo parto y sobre todo después del tercero...». La madre del joven marido había oído algunas con- > versaciones de vecinos que decían que su hijo no sabía dominarse y que así su mujer estaba embarazada casi cada año. Teniendo motivos, como tenía, para estar orgullosa, se sentía más bien avergonzada. De resultas de tales habladurías, ponía en guardia con cierta violencia a su hijo y a su nuera para que no tuvieran más hijos. «¿Es católica su madre?», le pregunté. «Ya lo creo», me respondió, «es muy buena católica. Va a misa y a comulgar varias veces por semana y nunca descuida los primeros viernes». Si mi amigo se hubiese dado al menos cuenta de su obligación de instruir a su madre, o su madre de su obligación de instruir a sus vecinas charlatanas... Recuerdo una historia parecida de otro amigo, pero cuyo desenlace, afortunadamente, fue muy diferente. Aquel joven marido y su mujer tenían seis hijos. Me contó que su suegra armaba un escándalo terrible después del nacimiento de cada hijo, sobre todo a partir del tercero. Llegaba, en efecto, hasta a amenazar con no volver a ver a la familia si volvía a tener otro hijo antes de que pasaran dos años. «Está bien», le dijo, «ya sabe usted que ha sido 133
El confesor y la integridad material
Séptimo principio
siempre bienvenida en nuestra casa. Pero si sigue hablando de esta manera, entonces tendrán que cambiar las cosas. Ésta es mi familia, y si Dios sigue dándonos más hijos, los recibiremos con alegría». Naturalmente, la suegra, molestada por tal franqueza, se mantuvo alejada por algún tiempo. Sin embargo, cuando al fin volvió a reanudar las visitas y se encontró con los nuevos miembros de la familia y sintió cariño por ellos, tuvo que reconocer que de todas las casas de sus hijos que frecuentaba, ninguna le encantaba tanto como aquélla. De hecho se lamentaba pensando, que sus otros hijos e hijas que sólo tenían un hijo o dos, se hallarían mucho mejor si tuvieran familias más numerosas. Notaba que sus otros nietos estaban demasiado mimados. Este mismo amigo me refirió un epílogo bastante interesante de esta historia. Aunque no lo decía él mismo, por esta relación saltaba a la vista cuan bien había formado a sus hijos enseñándoles a apreciarse mutuamente. Varias veces al año recibían las visitas de sus diferentes tíos y tías, con sus respectivas familias. Muchas veces oyó a sus sobrinos y sobrinas hacer alarde ante sus propios hijos de los numerosos regalos que habían recibido en navidad y en sus cumpleaños, como saben hacerlos los niños. Ahora bien, en una visita de navidad, uno de sus sobrinos, hijo único, delante de toda la familia y de los parientes embromaba a uno de los hijos de aquel hombre porque había recibido tan pocos juguetes, mientras que él no acababa de enumerar sus regalos. De repente se lanzó a la liza el hijo mayor de mi amigo. El padre me contaba que nunca podría olvidar lo orgulloso que se sintió cuando oyó decir a su hijo: «Sí, pero nosotros tenemos un Bernardo, una María, y cinco hermanos y hermanas. Esto vale más que un montón de juguetes.» Es cierto que en el pulpito se puede inculcar la obligación que todos tenemos de formar una opinión pública más sana acerca de la doctrina cristiana, con mayor eficacia y amplitud que en el confesonario. Sin embargo, si los sacerdotes, con sus sermones y misiones, han llamado la atención del pueblo acerca de la oportunidad de este apostolado, tanto más fácilmente podrá el confesor recordar sus deberes a los penitentes. Para terminar voy a proponer una regla general, cuyo alcance no querría limitar a los penitentes cuya confesión pudiera ser mate-
rialmente incompleta: si el confesor debe prudentemente renunciar a hacer preguntas necesarias para la completa integridad material de la confesión, deberá compensar de alguna manera esta omisión. Una compensación particularmente provechosa puede consistir en educar al penitente con vistas a una mayor responsabilidad en el apostolado, y especialmente en la formación de una buena y sana opinión pública acerca de la doctrina de la. Iglesia. Si hay buenos penitentes que reconocen y cumplen esta obligación, entonces serán muchos más los que se den cuenta de lo que es pecado y de lo que tienen que confesar. En una palabra, el sacramento de la penitencia desempeñará un papel todavía mayor en la conversión de los hombres a Jesucristo.
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LA FORMACIÓN DE UNA CONCIENCIA CRISTIANA
Vamos a dividir este capítulo en tres partes: 1) una explicación de lo que significa el término «conciencia» juntamente con principios básicos derivados de este concepto; 2) la formación de la conciencia en relación con la fe de una persona; 3) la formación de la conciencia como conocimiento y como fuerza creadora. Significado de conciencia El término «conciencia» tiene hoy un significado más amplio que el antiguo término escolástico de conscientia. En la terminología escolástica, el término conscientia se refería sencillamente al juicio de una persona acerca de cómo debe proceder aquí y ahora si quiere' agradar a Dios. El término moderno de «conciencia» comprende esta noción y también el concepto escolástico de synteresis, es decir, la disposición que capacita, y de hecho apremia, a una persona para que se forme un juicio correcto y obre conforme a él. En este sentido la conciencia se refiere a algo más que al acto individual. Es la capacidad fundamental del hombre, de determinar y experimentar dinámicamente sus obligaciones para con Dios, o una capacidad que permite al hombre comprender la llamada de Dios y responder a la misma. Este llamamiento se percibe generalmente a través de la enseñanza y del testimonio de la Iglesia, de las necesidades de nuestro prójimo, de los dones que Dios ha otorgado a 137
La formación de una conciencia cristiana
Principios básicos
cada uno. Si es ya un mal trastornar un acto particular de conciencia, es decir, formarse un juicio erróneo en una situación particular, todavía es mayor mal trastornar o destruir la conciencia en cuanto disposición o facultad y capacidad moral. Los tomistas enfocan esta capacidad conocida como conciencia desde un punto de vista diferente del de la escuela agustiniana (que incluye a san Buenaventura). Mientras que muchos tomistas subrayan el papel de la inteligencia en la obra de la conciencia, los agustínianos insisten más en el papel de la voluntad. Los tomistas consideran la conciencia como la capacidad o facultad de tener una visión correcta de lo que es bueno, como una serie de principios evidentes por sí mismos. Los agustinianos, que afirman la primacía del amor en su análisis de lo que es el hombre, sostienen que la conciencia es el fondo mismo del alma (la más profunda scintilla animae). Esta facultad del hombre es la que es dirigida y afectada por el ordo amoris, el orden de los valores, del amor. Es el canal por el que Dios, como amor infinito, se comunica con el individuo, deseando hacerlo partícipe de este amor. La diferencia entre estas dos escuelas y corrientes de pensamiento no es tan grande como podría parecer a primera vista. Los buenos tomistas, aunque subrayan la función del intelecto, no quieren negar que el juicio práctico de la conciencia comprenda un acto del corazón y voluntad del hombre. Y los agustinianos, en su mayor parte, reconocen que la conciencia no es un mero acto de la voluntad sola y del corazón. Ambas corrientes ven en la conciencia un acto del hombre entero. La conciencia despierta al hombre, lo levanta desde lo más hondo de su ser y lo impele hacia el bien real. Produce una búsqueda conjunta del bien por el entendimiento y la voluntad, como facultades no meramente yuxtapuestas, sino integradas internamente. El hombre está hecho a imagen de Dios en la mente, en la voluntad y en su capacidad de amar. Pero el hombre refleja mejor y más perfectamente esta imagen cuando el penetrante deseo de conciencia que brota de su ser une la inteligencia, la voluntad y el amor y trata de mantenerlos unidos en el descubrimiento diario del bien. En Dios, pese a la distinción de las personas, hay unidad absoluta entre la Palabra y el Espíritu de amor. El hombre ha sido crea-
do a imagen y semejanza de Dios, y él también goza, idealmente, de esta unidad de su ser, aunque de manera finita, en su búsqueda del bien. No obstante, en el hombre puede haber repugnancia por parte de la voluntad a unirse con la inteligencia moral. Además, el hombre puede ser todavía más desemejante de Dios por cuanto su corazón y su voluntad pueden extraviarse. Por consiguiente, la formación de la conciencia no puede restringirse a la mera instrucción intelectual. La formación de la conciencia implica la personalidad entera, una personalidad que, mediante su unidad interna, dé testimonio del misterio de la unidad en Dios mismo. En esta formación no se pueden descuidar las emociones, la afectividad. La afectividad promueve la unidad entre la inteligencia moral y la voluntad moral. La eficacia del confesor en ayudar al penitente a formarse debidamente la conciencia dependerá, en gran manera, del grado de integración de la personalidad del confesor mismo y también de su comprensión de la necesidad de una actitud integrada. Debe educar al penitente para que busque en su vida una unidad de inteligencia, de voluntad y de corazón. Nunca podrá contentarse con proporcionar sólo un conocimiento de lo que se debe hacer. Debe más bien buscar una manera tal de infiltrar conocimiento, que la voluntad toque la scintilla animae, lo más profundo y recóndito del corazón. Esto lo llevará a cabo ayudando al penitente a traducir la nueva información en términos personales, hallando aplicaciones de los valores propuestos a la vida diaria del penitente. Sólo así se sentirá el penitente atraído por esta verdad.
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Principios básicos Si el confesor desea que el penitente se forme debidamente la conciencia, él mismo debe dar testimonio del amor fundamental de Dios y del prójimo. Una persona que no ama, sufre de una especie de ceguera espiritual. No puede ver ni apreciar la verdad básica de que todas las cosas reflejan el amor trinitario de Dios. El amor es la realidad mágica que devuelve la vista. El confesor que, falto de este amor,
La formación de una conciencia cristiana
Responsabilidad personal y comunitaria
dirige a los penitentes podrá asemejarse a un ciego que guía a otro ciego. Aunque uno conozca todas las soluciones casuísticas de los problemas teológicos, no podrá nunca aplicarlos eficazmente a la vida real si carece de amor. Podrá, sí, instruir la inteligencia de otros, pero no podrá ayudarles a formarse una conciencia en sentido pleno. Si un confesor tiene una conciencia debidamente formada — término que implica la noción de synteresis —, no sólo tendrá un juicio maduro en su propia vida cotidiana, sino que además comunicará a los otros mediante su actitud integral la gran realidad del verdadero amor. Sintiéndose atraído por el bien en lo más íntimo de su ser, aportará al penitente la buena nueva del amor de Dios que todo lo abarca, de tal forma que éste sienta el gozo y la paz del sacramento y se sienta a la vez movido en lo más profundo de su ser.
Para la formación de la conciencia no basta simplemente con conocer principios abstractos. Una virtud típicamente cristiana es la vigilancia y la atención a la oportunidad presente. Este concepto del kairos, de la hora de la gracia preparada por Dios, es uno de los más profundos conceptos bíblicos. Dios revela al cristiano las necesidades de los otros y le otorga dones especiales con que aliviar estas necesidades. Pero sólo con vigilancia puede uno percibir la llamada y la exigencia del momento. Cristo, en su propia vida, habló de su hora como no llegada todavía o como llegada ya. Con frecuencia exhortó a sus discípulos a estar vigilantes y prontos. La parábola de las vírgenes prudentes y de las necias es un llamamiento a esta vigilancia. Para la formación de la conciencia en el sentido más pleno se debe apreciar el hecho de que Dios ha preparado las presentes oportunidades para hacer el bien. Así pues, una conciencia cristiana significa una atención amorosa a las necesidades presentes de la comunidad y del prójimo.
La conciencia y el Evangelio El confesor debe convencer al penitente de la necesidad de seguir buscando una más plena inteligencia de la vida religiosa y moral. Si uno sólo piensa en lo que debe hacer para evitar el pecado mortal, revela todavía una mentalidad de esclavo, de alguien que no ha alcanzado la libertad propia de la ley del Nuevo Testamento. No gozará de los frutos de la libertad hasta que aprenda el nuevo modo de vida contenido en el Evangelio. Este aprendizaje se refiere a mucho más que a reglas aisladas de casuística. Uno debe tratar de comprender cómo puede agradar a Dios, cómo puede expresar su fidelidad a la nueva ley, la ley total del amor de Dios y del prójimo, en todas las cosas, mediante todas las virtudes y mediante el cumplimiento de todos los mandamientos. En una palabra, debe tratar de comprender el sentido de la fe y sus exigencias.
Responsabilidad personal y comunitaria
San Pablo expresa en la carta a los Efesios una actitud fundamental de la conciencia cristiana: «Aprovechad bien el momento presente» (5, 16).
La conciencia cristiana no implica una aplicación mecánica de reglas generales. Significa, por el contrario, que uno trata de percibir en lo más íntimo de su ser lo que actualmente quiere Dios de él en la comunidad de la Iglesia, en la familia, en la sociedad, en los contactos de persona a persona. Se cuenta con que su reacción sea una función de los dones individuales que le ha otorgado Dios. Todos los dones individuales son otorgados para el bien común, para la comunidad o para la vida común, para el logro en común de la salvación. Se puede decir que uno tiene una conciencia cristiana si enfoca sus problemas morales, y sobre todo su relación con sus prójimos, desde el punto de vista de los dones de Dios, dones que procura usar para el mayor provecho de la comunidad. El quehacer constante del confesor debe consistir en educar al penitente para que viva conforme a su conciencia. La gran tentación de nuestros días es la de ceder ciega o instintivamente a las
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Atención al kairos
La formación de una conciencia cristiana normas del ambiente, o al estilo de vida fomentado en la grande o en la pequeña pantalla. Hoy día, el cine y la televisión ejercen un influjo tremendo en muchos de nuestros jóvenes. Se enfrentan constantemente con el mundo del celuloide, que da la preferencia a la belleza y placeres del cuerpo. Y lo que todavía es peor: no pocos de estos héroes del celuloide representados por los actores son, o bien individuos violentos, o bien sencillamente amantes desaprensivos, y las cámaras se arreglan para captar únicamente los efectos cómicos de sus aventuras. Hay, por tanto, apremiante necesidad de ayudar a las gentes a formarse una conciencia madura. La persona que tiene una conciencia cristiana bien formada experimenta la libertad de los hijos de Dios. Esta experiencia lo fortalece contra la mediocridad y el egocentrismo y la ayuda a defenderse para no caer víctima de los descarriados criterios del ambiente. Tal persona reconoce que su aportación a su ambiente servirá al bien común únicamente en tanto conserve su propia personalidad y viva en conformidad con su propia conciencia de cristianismo.
Signos de discernimiento Todos los criterios de verdadera moralidad o de vida verdadera deben en definitiva reducirse a esto: «¿Aporto yo una contribución positiva a la vida común de la comunidad o de la sociedad en que vivo y a la Iglesia en general?» (Cf. 1 Cor 12; Ef 4; Gal 5, 19-24.) Si el confesor desea ayudar a su penitente a formarse una conciencia cristiana, debe enseñarle a distinguir entre un amor egoísta y un amor de Dios y del prójimo que lo lleve a olvidarse de sí. Sólo el que ama desinteresadamente buscará sinceramente la voluntad de Dios. Al crecer en el gozo de la fe y en el conocimiento de la revelación, buscará nuevos medios de dar expresión a este crecimiento en su vida cotidiana, sin arredrarse ante el sacrificio que esto le imponga. Si la fe del penitente en la vida eterna le hace atento a las oportunidades presentes para la práctica de la virtud, entonces el penitente responde fielmente a la descripción del discípulo vigilante. 142
Fe y oración Su singularidad como persona se expresará en una atención más desarrollada y responsable al bien común. .< Fe y oración La formación cristiana de la conciencia está basada en el espíritu de fe. San Pablo escribe: Quod non est ex jide, peccatum est (Rom 14, 23). Estas palabras podríamos traducirlas así: «Todo lo que no procede de la convicción de conciencia, es pecado.» El juicio de conciencia debe brotar de las profundidades de la propia fe. De ahí que los cristianos deban ser gente de oración. Sólo aquel que busque habitualmente la guía de Dios mediante la oración conocerá exactamente lo que Dios quiere de ella: «Vigilad, pues, y orad.» Sólo la oración puede hacernos sensibles a las posibilidades apostólicas de la situación presente. Para recibir ayuda y guía de arriba se requiere la oración. Ahora bien, la verdadera oración no se reduce a la mera repetición de fórmulas o a un culto tributado a Dios con los labios. En la oración se medita sobre la admirable ley de nuestro Dios y sobre la buena nueva de Jesucristo. Una persona entregada a la meditación puede comprender la llamada de la fe en la vida. Por esta razón, una formación típicamente cristiana de la conciencia incluye un esfuerzo por profundizar la propia fe. Recordemos una vez más que no nos referimos a meros artículos abstractos de fe, que se pueden aprender de memoria, sino a una inteligencia real y gozosa de la fe. Gozosa, porque pertenece a la conciencia del hombre entero. Esto presupone la gran importancia de la reacción emocional, pero sólo como parte de una personalidad bien equilibrada. La emoción y la inteligencia llevan adelante el dinamismo engendrado por su mutuo contacto. Pero aisladamente, este dinamismo no tardará en extinguirse. El que tiene verdadera conciencia no sólo comprende, sino que siente realmente su compromiso con Cristo, y guiado por la fuerza de esta convicción inicia un proceso de perpetua acción y reacción, en el que las convicciones inspiran acciones y las acciones fortalecen las convicciones. 143
La formación de una conciencia cristiana
Profundizar el sentido de la contrición
No es ninguna novedad decir cuan necesario es que el confesor sea un hombre de una pieza, que su vida de oración alimente su fe, su fe acreciente su gozo, su gozo sea tan desbordante que influya en la vida de su penitente y de rechazo le mueva a él. Dado que la palabra de la paz mesiánica debe ser comunicada al penitente con una cierta solemnidad, importa también que llegue al penitente inflamada por el calor de un corazón lleno de gozo.
en hacer un acto de contrición, un acto de confianza en Dios después de cada caída, podemos estar seguros de encontrarnos en el cielo.» El papa Juan, en su Diario, escribe en forma conmovedora acerca del inmediato recurso a la contrición. Decía que si, cuando había faltado a Dios en alguna manera, hacía rápidamente un acto de contrición, notaba que podía obrar con alegría como si hubiese recibido un beso de Jesús. Aparte de que esto está en conformidad con la mejor tradición de la espiritualidad de la Iglesia, es una de las expresiones más prácticas de la espiritualidad del papa Juan.
Profundizar el sentido de la contrición «Todavía no he alcanzado la perfección, sino que sigo corriendo por ver si alcanzo a Cristo Jesús, como él me ha alcanzado a mí» (Flp 3, 12). Cuanto más se acerca uno a Dios, tanto más se hace cargo de sus muchas imperfecciones. La condición del hombre es la de un viajero que camina hacia un horizonte de perfección cada vez más alejado. Nadie de nosotros puede asegurar que su conciencia esté perfectamente formada, ni siquiera un moralista con sus miles de páginas de principios y de casos. El conocimiento no garantiza la buena voluntad. Ni la buena voluntad puede tampoco sustituir el conocimiento. Nuestra naturaleza suspira por la perfecta armonía entre inteligencia y voluntad. Cuando hay cisma entre estas dos facultades, se convierte uno en una especie de esquizofrénico espiritual. No se debe tardar en poner remedio a esta situación. En la práctica, el confesor debe urgir al penitente para que cada vez que haya oposición entre su inteligencia y su voluntad, cada vez que el penitente caiga por haber rehusado una gracia, recurra inmediatamente a un acto de contrición. Una verdadera formación de la conciencia implica este profundo sentido de contrición en un humilde encuentro con Jesucristo. No poco se puede aprender acerca del penitente si el confesor le pregunta: «Cuando cometió usted estos pecados ¿pensó siempre en hacer un acto de contrición?» Nosotros mismos podemos estimularnos juntamente con los penitentes: «Si ponemos cuidado 144
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XI GUIAR LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA
A veces, debido a defecto de formación, algunos penitentes parecen preocuparse únicamente por saber si un pecado que han cometido es mortal o venial. Se muestran sorprendidos al oir decir al confesor que no puede darles una respuesta definitiva acerca de la culpabilidad subjetiva de un acto particular. Cuando se presentan tales penitentes debe el confesor aprovechar la ocasión para ayudarles a formarse la conciencia para en adelante. Esta formación incluirá, no sólo la consideración de la gravedad de un acto, sino todavía más una orientación para el futuro a la luz de los magníficos aspectos del sacramento, tales como el perdón de Dios y el amor del prójimo. Sin embargo, la formación de una conciencia madura incluye la presentación de ciertos criterios para determinar la gravedad del acto. Para juzgar de la gravedad de la ofensa, debe el penitente determinar ante todo cuál era su actitud fundamental al momento de cometerla. «¿En aquel momento antepuse yo a Dios consciente y deliberadamente mi propio egoísmo o alguna cosa creada? ¿Sentí que me separaba deliberadamente de Dios? ¿Me di plena cuenta de que resistía a la voluntad de Dios?» Esto puede suceder a veces, aunque el acto externo en sí mismo sea una ligera violación de la ley de Dios, si la actitud interna de la persona es una firme declaración de desprecio de la voluntad de Dios. Tal actitud interior (la opción fundamental) hace que sea grave la ofensa. Si el penitente se declara inocente de una actitud contumaz, 147
Guiar la formación de la conciencia
Guiar la formación de la conciencia
entonces los criterios pueden inducirle a considerar la importancia relativa de la acción misma. De esta manera sólo se puede obtener una apreciación vaga de la culpabilidad, dado que múltiples factores contribuyeron a hacer de tal acción lo que fue en realidad. ¿Dónde está exactamente la línea divisoria entre el pecado mortal y el venial? A esto no se puede dar una respuesta tajante. Los límites entre el pecado mortal y el venial varían de penitente a penitente, y hasta en el mismo penitente varían de una vez a otra. En efecto, el penitente no siempre presta la misma atención ni se da la misma cuenta de la gravedad de sus acciones frente a la santa voluntad de Dios. Una de las glandes tradiciones de la Iglesia sostiene que la razón fundamental de que una ofensa a Dios pueda ser un pecado ligero, no es precisamente la relatividad de la materia, sino la deficiencia de la naturaleza del hombre, de la que se sigue la imperfección de su conocimiento y la fragilidad de su voluntad. Un ángel no puede cometer un pecado venial. Un ángel ve de golpe todo lo que la santa voluntad de Dios le exige o le ordena. En este caso una negativa constituiría una negativa total a la voluntad de Dios. Los padres de la Iglesia enseñan que Adán no pudo en un principio cometer un pecado venial. Su primer pecado tuvo que ser mortal, dicen, a causa de su extraordinario grado de libertad. En una discusión sobre la mentira plantea san Agustín esta cuestión: «¿Puede la mentira de un hombre perfecto ser un pecado mortal?» Él, y tras él otros muchos teólogos, se inclinan a pensar que un hombre perfecto en el conocimiento y en la libertad vería claramente que tal mentira no puede conciliarse con el amor de Dios y sus exigencias. Y así sería una ofensa grave. Sin embargo, un hombre corriente que por lo general tenga buena voluntad no comete un pecado mortal cuando la materia es relativamente leve. También la edad puede ser un factor que determine si un pecado cometido es mortal o venial. El confesor no ha de medir las transgresiones de los niños con el mismo rasero que las de los adultos. Mi opinión personal es que un niño, por regla general, no comete pecado mortal antes de la edad de doce o catorce años. Esto no quiere decir, sin embargo, que todas las acciones morales de los niños hayan de ser ignoradas por el confesor. Con toda pro-
babilidad, estas acciones proporcionarán la pauta para futuras decisiones morales, por lo cual se debería retraer cuidadosamente ai niño de hábitos censurables y darle una dirección que le aprovechara mejor para el desarrollo de la libertad y satisfacción moral. La cuestión de si un acto particular es pecado mortal o venial se suscita con frecuencia cuando el penitente desea saber, no ya si ha pecado mortalmente en el pasado, sino más bien si puede cometer el mismo acto en lo sucesivo sin temor de incurrir en pecado grave. En una palabra, el penitente espera poder eludir las exigencias de la voluntad de Dios sin cometer un suicidio moral. Esta actitud es verdaderamente peligrosa. Esquivar deliberadamente la santa voluntad de Dios equivale a huir de la plenitud misma de la vida. El único refugio de una persona en tal fuga será el puro legalismo. Librándose así de Dios, se esclaviza a la ley. Con amabilidad, pero con firmeza, se debe procurar que tal penitente reforme su estructura mental. Hay que hacerle comprender que la cuestión no debe ser «¿Es esto pecado mortal?», sino «¿Es ésta la debida respuesta a la amorosa voluntad de Dios?». A veces un penitente preguntará si un acto es pecado mortal o venial porque tiene dudas reales y sinceras, y sobre todo no está seguro de si está obligado a confesarse antes de comulgar. Esto no plantea gran problema al confesor. Si el penitente es una persona de buena voluntad, una simple duda sobre si ha pecado o no gravemente no debe retraerlo de recibir la comunión. Se dan ocasiones en que el penitente puede sufrir de una conciencia perpleja. En una situación dada ha podido parecerle que todas las opciones que se le ofrecían implicaban pecado, mortal o venial. En su ansiedad juzgaba que una elección determinada implicaría sólo pecado venial, y así optaba por el menor de los males. Si el penitente no veía solución mejor, no es culpable de pecado alguno en absoluto. Creía, en efecto, que no era libre de elegir sino el pecado. Para ayudar a tal penitente, el confesor debe formarse una idea clara del caso en cuestión y mostrarle que en este caso, como en todos los demás, una persona puede siempre elegir una manera buena de proceder sin verse nunca forzada a elegir el pecado, ni mortal ni venial. Se trata de ayudar al penitente a adquirir una mejor inteligencia de la moral y de la ley.
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Formación eclesial de la conciencia
Formación sacramental de la conciencia La formación de la conciencia por parte del confesor debe ser constructiva. El sacramento, al destruir los efectos de pecados pasados, ha de ayudar también a destruir el afecto a tales pecados mediante profunda contrición y firme propósito de enmienda. Un sentido cada vez mayor de la caridad y de la responsabilidad social ha de reemplazar las aficiones pecaminosas. En efecto, la formación de la conciencia debe ir siempre guiada por el principio de que todos los dones de Dios son otorgados con vistas al bien común, no con vistas a una búsqueda egocéntrica de la salvación o de la perfección. Un confesor que limitara su quehacer a catalogar pecados y obligaciones, practicaría un moralismo de la peor laya. Como mensajero de paz que es, deberá más bien presentar claramente al penitente el admirable interés y actividad de Dios en el conjunto de la vida cristiana: lo que ha hecho en el sacramento del bautismo, lo que lleva a cabo en el sacramento de la confirmación, lo que otorga en el sacramento de la eucaristía, cómo restablece y fortifica la vida de gracia en el sacramento de la penitencia. La gracia de Dios ofrece al cristiano más que una mera ayuda para cumplir los mandamientos. Mediante la acción del Espíritu Santo, esta gracia purifica el corazón y los motivos y la voluntad del hombre, y fomenta una respuesta «sacramental», agradecida, en la vida del penitente. Pero para que la gracia produzca tal respuesta, hay que hacer que el penitente se percate de que Dios lo ha librado de las ataduras del pecado ofreciéndole en su lugar los vínculos libertadores de amor y de gratitud. La formación sacramental de la conciencia debe orientarse especialmente hacia el perdón y el amor de los enemigos. Porque nuestro Señor dice: «Si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? .. Sed perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5, 46-48).
En el sacramento de la paz nos enseña Cristo: «Sed misericordiosos como misericordioso es vuestro Padre» (Le 6, 36). 150
Santo Tomás discute el caso de la absolución de uno que habiendo confesado un pecado de odio o de enemistad contra su prójimo, vuelve luego a su misma actitud pecaminosa que pugna contra su anterior detestación de dicho pecado. ¿Permanecerá perdonado su primer pecado? Responde que lo que Dios ha perdonado una vez, queda perdonado, pero que todo el grave peso de su pecado pasado y hasta el mismo perdón de Dips pesa sobre la renovada actitud de odio 1 . Nuestro Señor ilustró este mismo punto en la parábola del buen rey y del siervo despiadado (Mt 18, 21-35). Hay, pues, que procurar que el penitente se dé cuenta de que su experiencia de la bondad de Dios es la que le obliga a un amor más grande, misericordioso y paciente del prójimo. Lo primero que rige la vida del penitente es la gracia, es decir, la acción graciosa de Dios en el alma, en el corazón y en la mente del hombre. De aquí se sigue que él hace lo que tiene que hacer como respuesta a los dones de Dios, y en vista de la presente manifestación de la bondad divina, así como de su esperanza final, la vida eterna y la plena revelación. No está bien celebrar la liturgia de este sacramento sin llamar la atención del penitente hacia esta realidad. La exhortación del confesor se reduciría a un puro moralismo divorciado de la acción sacramental de Cristo y difícilmente contribuiría a la formación de una conciencia cristiana madura.
Formación eclesial de la conciencia La doctrina que enseñan los sacerdotes no es propia de ellos. El sacerdote no tiene derecho a adaptar la teología moral a su modo personal de ver las cosas. En el confesonario, el sacerdote representa a la Iglesia. Su consideración primaria debe ser la de si él se mantiene fiel a las enseñanzas de la Iglesia, incluso si su dirección de un penitente le humilla a la vista de sus propias deficiencias. El no tener éxito en el confesonario no indica necesariamente un fallo del confesor, una respuesta insuficiente por su parte a la 1. Suma teológica, m, 88, aa. 2-3.
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Guiar la formación de la conciencia plena responsabilidad de su función. Sin embargo, con frecuencia se deberá a la negligencia del confesor en unirse él mismo con la Iglesia para proclamar la «ley del Espíritu». Esta ley obliga al confesor a ayudar al penitente a amar y comprender la doctrina de la Iglesia como doctrina de Cristo y a hacerse cargo de lo que esta doctrina significa para él en el momento presente, aquí y ahora. Un buen enfoque eclesial presupone buenos fundamentos en eclesiología, es decir, conocimiento de lo que la Iglesia es realmente. Todo confesor debería poner empeño en leer cuidadosamente la constitución Lumen Gentium, que expone la idea que la Iglesia misma tiene actualmente de su propia naturaleza. Hay quienes piensan erróneamente que la formación eclesial de la conciencia significa sólo enseñar las leyes positivas de la Iglesia, por ejemplo, la de no trabajar los domingos. Sobre esta base, algunos de los antiguos devocionarios dedican un capítulo entero al examen de la conciencia. En realidad, recuerdo un devocionario de origen irlandés, bastante propagado, que basaba la gravedad de los pecados en un principio un tanto curioso. Entre los pecados mortales catalogaba: comer carne los viernes, hacer trabajos serviles los domingos, no oir misa el domingo o llegar tarde a la misa dominical (es decir, después de descubrirse el cáliz), no contribuir al sustento de la Iglesia, y pecados contra el sexto mandamiento. Luego seguía un catálogo de 72 pecados veniales, entre los que se incluía: no ayunar, no hacer actos de fe, odiar al prójimo, injusticias, y así sucesivamente. En total, el autor de aquel libro parecía suponer que las leyes más importantes eran las que la Iglesia misma se había impuesto. Luego se prestaba alguna consideración a faltas más ligeras, a saber, faltas contra las leyes reveladas por el Dios omnipotente y escritas en el corazón del hombre. Yo caracterizo esto como un enfoque eclesial completamente errado. La misión primaria de la Iglesia es anunciar la palabra de Dios, proclamar el Evangelio como ley fundamental. La tarea del confesor debe, pues, ser poner la ley natural, «los signos del tiempo» y las leyes positivas de la Iglesia en su debida relación con la ley de Cristo. El penitente cuya conciencia se haya formado conforme a la ley de Cristo considerará a la Iglesia como una madre, cuya primera consideración debe ser la del bienestar de sus hijos. La ley de gracia 152
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Síntesis: El amor a Dios y al prójimo que ella proclama no es una ley que mata. Es una ley que da al penitente una visión del corazón de Dios, de Dios que es a la vez padre y madre para su pueblo. Al enseñar las leyes positivas debe el confesor ayudar al penitente a comprender que la Iglesia sólo impone estas leyes movida por su amor y consideración maternal. Uno no debe seguirlas literalmente, si al hacerlo va contra la intención de la ley misma.
Síntesis: El amor al Dios y al prójimo Los diez mandamientos no son la mejor representación de la moral cristiana. Después de la venida de Cristo se cuenta con que los cristianos acepten el Evangelio como la norma capital de su vida. Obrar de otra manera es ignorar el hecho de la encarnación. San Agustín, uno de los primeros padres de la Iglesia que tomó los diez mandamientos como base para una breve presentación de la moral cristiana, expuso cuidadosamente las condiciones fundamentales para utilizar este enfoque. Insistió en que los diez mandamientos han de presentarse dentro del marco de la nueva alianza, que hay que tener en cuenta el sermón de la montaña y la gran ley de Cristo, la ley del amor. Y en todas sus obras subrayó san Agustín particularmente las operaciones del Espíritu Santo como el aspecto esencial de la ley del Nuevo Testamento. Así pues, se cuenta con que cada uno cumpla el mandamiento del amor a Dios y al prójimo, «conforme a la medida del don de Cristo» (El 4, 7) mediante la acción del Espíritu Santo. En regiones donde las gentes estén acostumbradas a hacer el examen de conciencia a base de los diez mandamientos, el confesor deberá poner el mayor empeño en proporcionar al penitente una plena inteligencia de la vida cristiana. En mi obra, La ley de Cristo. he tratado de responder a las diferentes regiones mediante dos planes distintos. En la edición inglesa, por ejemplo, en el volumen n, i la vida de comunión con Dios se relaciona con los tres primeros mandamientos. En el volumen m se desarrolla el amor del prójimo mediante una consideración específica de cada mandamiento, que mira a nuestra comunidad en Cristo (in-x). En cambio, la 153
Guiar la formación de la conciencia edición francesa sigue un plan completamente distinto por razón de la diferente tradición catequística predominante en aquel y otros países. Convenimos en que el plan externo en la presentación de las obligaciones morales no es en modo alguno la consideración más importante. El espíritu con que uno debe responder a estas obligaciones, a saber, la insistencia en la primacía del amor de Dios y del prójimo, es la consideración más importante. Y juntamente con la fe y la esperanza, el amor debe reconocerse como uno de los fundamentos de la vida cristiana. Dios ha comunicado al hombre una revelación y promesa de amor. La fe y la esperanza impelen al hombre a responder a esta revelación. E incluso cuando el hombre responde, su respuesta no proviene de su amor humano y débil, sino más bien del amor de Cristo que lo impulsa desde dentro. Éstos son algunos de los magníficos aspectos que hay que presentar al penitente en la formación de su conciencia. Cuanto más logre el confesor que el penitente se haga cargo de la bondad amorosa de Dios, tanto mayor incentivo le dará para responder a este amor.
XII LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA: FE, ESPERANZA Y CARIDAD
La virtud de la je La fe, no el sexto mandamiento, es el punctum puncti en la formación de una conciencia cristiana. Es doctrina de la Iglesia que la fe es el fundamento, la fuente y la raíz de la justificación. De aquí que, si nuestra praxis confessarii ha de ser ortodoxa y fiel a la doctrina de la Iglesia, hay que dirigir la mayor atención a la profundización y purificación de esta virtud en el penitente.
Sacramento de je La confesión contrita no es simplemente una relación de los propios pecados, sino también una profesión de fe. Importa atraer la atención del penitente hacia este punto, especialmente si hace bastante tiempo que no se ha confesado. En efecto, si se logra que el penitente se dé especialmente cuenta de las implicaciones de su confesión, el sacramento adquirirá mucho más sentido para él. Y así el confesor debe asegurarle que, contrariamente a la inclinación al mal expresada por sus pecados, su relación humilde de estos pecados ha dado una vez más expresión a su fe. En efecto, su confesión equivale a un renovado reconocimiento de la bondad, santidad y justicia de la ley de Dios. Además, manifiesta su fe en el poder del Señor, que por el ministerio de la Iglesia lo libra de sus pecados. 154
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Fe, esperanza y caridad El penitente debe ahora aprender a mantener esta profesión de fe haciendo que informe su comportamiento en su vida de familia, en su trabajo, en sus diversiones. Para decirlo en términos concretos: esto significa el empeño en incorporar a su vida cotidiana ese humilde reconocimiento de la voluntad de Dios, sin vacilar en proclamar la verdad ante los que, por una razón o por otra confunden lo verdadero y lo falso, lo que es justo y lo que no lo es. Tal fortaleza da a otros ocasión de reaprender su propia fe y las normas de moralidad. A veces tendrá el confesor que llamar la atención del penitente hacia la necesidad de profundizar su conocimiento de fe. Un medio verdaderamente práctico a este objeto podrá ser, supuesto el consentimiento del penitente, imponerle como penitencia una breve lectura diaria de la Sagrada Escritura o de algún libro espiritual, o del boletín diocesano, suponiendo que sea apropiado. Ahora bien, el crecimiento en la fe no es mera cuestión de conocimiento. Aun antes de que el penitente abandone el confesonario, debe el confesor hacerle percatarse bien del significado de su absolución, como gran mensaje de fe y de esperanza. El confesor puede hacerlo celebrando el sacramento de tal forma que su propia fe halle resonancia en el corazón del penitente. La fe de la entera comunidad contribuye a fortalecer la de cada miembro con ocasión de una celebración comunitaria del sacramento. La formación de la conciencia en la fe se lleva a cabo con éxito si el penitente reconoce que su vida ha de ser una gozosa respuesta a la revelación de la salvación de Dios. El confesor, teniendo esto presente, puede animarlo especialmente a fijarse en los aspectos de su fe que le proporcionan satisfacción, por ejemplo, los aspectos relacionados con su vida de familia. Por la fe es llamado el cristiano a ser una luz que brille en las tinieblas del mundo. No basta con que el cristiano no reniegue de su Maestro o lo desconozca. Tiene la obligación de conducir a otros a la felicidad que él mismo ha hallado. Este deber es especialmente perentorio por lo que se refiere a su contorno próximo. El sacramento de la penitencia, como sacramento de fe que es, lo invita a cumplir esta obligación como reparación por sus pecados. ¿Qué contorno podría ser más próximo al penitente que su pro156
Sacramento de fe pia casa? Sin negar la necesidad de exhortar de vez en cuando a los casados acerca de materias concernientes a la castidad conyugal, pienso que los confesores obtendrán mejores resultados — incluso tocante a la castidad -^ si concentran sus mayores esfuerzos con vistas a profundizar la fe de la pareja. Ayudemos a las parejas a mirar su vida de familia como una vocación, un llamamiento a crecer juntos en la fe. Si llegan a comprender que tienen una responsabilidad mutua de elevar los acontecimientos de la vida cotidiana a las alturas y a la luz de la fe, crecerán seguramente en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo y en una inteligencia más profunda del misterio del matrimonio. Los padres tienen la admirable vocación de mirar por la educación sacramental de sus hijos. Mediante el bautismo introducen al niño en el ámbito de la fe. Con su ejemplo enseñan al niño cómo ha de vivir la fe. El confesor ordinario de un buen matrimonio que está para tener un hijo puede animarlos a celebrar el bautizo de una forma que dé edificación al resto de la familia, como también a los vecinos. Una vez oí de un sencillo labrador que se dirigió a su párroco y le dijo: «Padre, he venido para preparar el bautizo de mi octavo hijo. Después del bautizo de los otros, sentí cada vez que algo no estaba en regla. La ceremonia se había celebrado casi en secreto, algo así como si nos avergonzáramos de dar un nuevo hijo a Cristo. Querría que este bautizo fuera lo más alegre posible. ¿Podrían repicar las campanas? ¿Querría usted invitar a los parroquianos a asistir si les agrada? De esta manera podría yo compartir mi alegría con todos. Deseo que la gente cante y alabe a Dios porque ha nacido un nuevo hijo a la parroquia.» La sinceridad del hombre conmovió tanto al párroco, que de todo corazón apoyó sus propuestas. En realidad, el párroco confesó que en aquel mismo momento decidió examinar su conciencia acerca de la práctica del bautismo en su parroquia. Su reflexión acerca de lo que le había dicho aquel sencillo labrador le hizo comprender que no había cumplido con sus parroquianos tocante a la celebración de este gran sacramento de la fe. Yo no digo que haya que repicar las campanas a cada bautizo. Lo que sí quiero señalar es que párrocos que tengan un poco de imaginación darán con medios de hacer que el sacramento tenga más sentido para toda la parroquia. En una cierta 157
Fe, esperanza y caridad
Sacramento de fe
localidad el párroco felicita a los niños que han sido bautizados, incluyendo sus nombres en la oración de los fieles que es rezada por toda la asamblea dominical. El confesor mismo debería considerar atentamente los medios apropiados para desarrollar su propia fe tocante al bautismo, y así de esta manera ayudar a los fieles a desarrollar la suya. Si él mismo tiene ocasión de bautizar a un niño, puede aprovechar la ocasión para recordar a todos los presentes que la palabra de Dios que se va a pronunciar en esa ceremonia fue pronunciada una vez sobre ellos en su bautizo. Puede recordarles la gracia que se ofrece a los que asisten a esa ceremonia: la gracia de dar testimonio de su propia fe recitando gozosamente todos juntos el credo, y finalmente de traducir esta renovación en sus propias vidas. En su calidad de confesor puede inducir al padre y a la madre a asistir a la ceremonia y a meditar sobre las implicaciones del mensaje transmitido por la liturgia tocante a la educación cristiana de su hijo. En el bautismo, el Padre celestial, mediante el ministerio de la Iglesia, reconoce su título tocante a este niño: «Ahora ha venido a ser mi hijo muy amado.» Los padres de ese niño no pueden ya limitar su responsabilidad a educar al niño en la formación de buenos hábitos: «Haz esto, no hagas aquello.» Tienen el privilegio de explicar continuamente de palabra y obra el sentido total de esta proclamación sacramental de la buena nueva. Hay padres que creen que si envían a su niño a una escuela católica, cumplen con su obligación de procurarle una educación cristiana. En realidad no es así. San Pío x, que fijó los siete años como la edad corriente para recibir la primera comunión, expresó con toda claridad que los padres deben asumir la tarea sumamente meritoria de preparar al niño para la recepción de la sagrada eucaristía. Si el niño es instruido únicamente por el sacerdote o por las religiosas, si los padres abandonan su deber totalmente, entonces el niño, en las profundidades del subconsciente, tenderá a asociar estas cosas más con la escuela, con las monjas y con el párroco, que con la vida de todos los días. El niño es por naturaleza admirador de héroes, y sus primeros héroes son su propio padre y madre. Si éstos desempeñan un papel de primera importancia en la preparación de su hijo para el en-
cuentro sacramental con Cristo y van a la comunión con él, no sólo periódicamente, sino a menudo, entonces su niño se grabará en el corazón la buena nueva de este sacramento central de la fe. La religión vendrá a ser para él una forma de vida, no algo impuesto durante las horas de la escuela. El confesor debería aconsejar con frecuencia a los jóvenes matrimonios tocante a su vocación de ser los primeros heraldos de la fe para sus hijos (cf. Lumen Geníium, art. 11). Puede recomendarles buenos libros y revistas que los guíen en la formación espiritual del niño. Debe darles a entender que él mismo está dispuesto' a esclarecerles todas las dudas que puedan tener. Ayudando a los padres a ayudar a los hijos fortalecerá la fe de todos los interesados. Este esfuerzo pastoral ayuda también a los padres a vencer toda tentación de practicar el control de la natalidad en su mal sentido. Una vez que los padres se percaten de las cosas tan valiosas que pueden proporcionar a su hijo, cosas que no se pueden procurar con todo el dinero del mundo ni con todos los colegios, no preguntarán ya tan fácilmente: «¿Por qué he de tener más hijos? ¿Qué es lo que puedo darles?» Esta misma pregunta, quizá de su colega o de algún vecino, hará que pasen por su mente como un relámpago algunos de los mejores momentos de su vida. Se acordarán del día del bautizo de su hijo, del gozo con que seguían la liturgia y la respuesta que ésta les sugería: «¿Qué pides a la Iglesia?» «La fe.» «¿Y qué te da la fe?» «La vida eterna.» Se acordarán de los días tan emocionantes de la preparación de su hijo para la primera comunión, y de la alegría que brillaba en los ojos del niño y que llenaba sus propios corazones la mañana que se acercaron con él al altar. Estos pensamientos disiparán rápidamente la tentación de practicar un control egoísta de la natalidad. Porque tal género de egoísmo proviene en gran parte de falta de fe. Son los materialistas los que dicen: «No puedo darle nada.» Para los padres que han estado implicados vitalmente en la educación sacramental de sus hijos, es la fe mucho más que un conocimiento abstracto. Es una experiencia real.
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Fe, esperanza y candad Habrá momentos en que el confesor tenga la oportunidad de proponer a los padres la manera de educar a sus hijos para una conveniente vida de oración. Deberá advertirles que eviten dar a los niños la impresión de que la oración es un ejercicio maquinal al que se nos llama con la campana: «Ahora es el momento de rezar las oraciones.» Los padres deben más bien iniciar al niño en la vida de oración hablándole primero de la bondad de Dios y de todo lo que Jesús hizo y no cesa de hacer por los hombres. El padre, como jefe de la familia, puede proceder a consagrar los acontecimientos del día en su familia mediante una oración personal hecha en presencia de los otros, dando gracias a Dios por los favores que les ha otorgado y pidiendo perdón por sus ofensas y las de la familia. Tal oración será una profunda vivencia para los niños. La costumbre de cantar himnos en familia está íntimamente relacionada con la oración familiar. Muchas familias han comenzado a resucitar la costumbre de cantar juntos las alabanzas de Dios. San Pablo, en la carta a los Efesios, antes de hablar del misterio del amor conyugal, exhortaba a los fieles: «Recitad entre vosotros himnos y cánticos espirituales» (5, 19). Hay aldeas católicas en las que uno que recorre las calles por la noche oye resonar cánticos religiosos que le llegan de las casas de la circunscripción. San Alfonso puso especial empeño en promover esta costumbre en sus misiones. Compuso himnos con las tonadas populares de la época y enseñaba a los fieles a cantarlos, no sólo en la iglesia, sino también en casa y en los campos. Hoy día se está reanimando el espíritu y la costumbre de cantar himnos, especialmente gracias al movimiento de los cursillos, que han suscitado una reacción muy favorable. Cantar puede ser una expresión admirable de fe gozosa, y Dios quiere que nuestra fe sea vivida gozosamente. El plan pastoral de todo sacerdote debe adaptarse al crecimiento de su pueblo en la fe. Este plan será incompleto si su expresión se limita a la predicación y a la catequesis. Una sugerencia personal para fortalecer la fe, hecha al penitente en el sacramento de la penitencia, será el mejor medio de elevar al máximo la eficacia del ministerio de la predicación y de la catequesis.
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La virtud de la esperanza El capítulo quinto de la constitución conciliar sobre la Iglesia, Lumen Gentium, que lleva por título: «La vocación universal a la santidad», expresa el ideal de la esperanza cristiana en forma verdaderamente admirable. Cada uno de nosotros, se nos asegura, ha sido llamado por Dios a la santidad, y el camino para llegar a esta santidad consiste en la fiel aceptación de todas las circunstancias con que podamos encontrarnos en nuestra vida. El confesonario da a los sacerdotes más de una oportunidad de exhortar al penitente a creer y esperar en el llamamiento general a la santidad, pero también de ayudarle a comprender su particular llamamiento y vocación. El penitente, animado por esta doctrina, renovará más fácilmente su firme resolución de aspirar a esta santidad. Si un penitente camina todavía por la senda del legalismo, el mejor consejo que podrá a veces darle el confesor será recordarle que la promesa de Dios de salvar al pecador no se limitaba al hombre que trata simplemente de evitar el pecado mortal. Más bien, Dios ha llamado a todos los hombres a la santidad y ha prometido su asistencia a los que se fijan esta meta. El confesor, después de instruir así al penitente, podrá continuar, imponiéndole esta penitencia: rezar todos los días para pedir una fe y esperanza más robusta tocante a su vocación a la santidad. Otra penitencia puede ser también, para variar, pedir al penitente que examine su conciencia sobre este punto al final de cada día, preguntándose: «¿Me he dejado guiar hoy por la fe y esperanza que profeso? ¿Han sido mis pensamientos, palabras y acciones propios de un hombre que está llamado a la santidad?» La esperanza cristiana se pone a prueba con el sufrimiento. En el capítulo octavo de la carta a los Romanos nos dice san Pablo que hemos recibido en nuestros corazones al Espíritu que clama «.Abba!, ¡Padre!» y que da testimonio de que somos hijos de Dios, herederos de Dios juntamente con Cristo, con tal que estemos dispuestos a sufrir con Cristo. La exhortación a confiar en Dios es, pues, apropiada cuando el penitente revela sus aflicciones y difi161
Fe, esperanza y caridad
La virtud de la esperanza
cultades. Que el confesor explique al penitente, en una forma apropiada a su inteligencia, que Dios lo está probando, y que aceptando esos sufrimientos se acercará él más a Dios. Como lo explicaba san Pablo:
todavía no puedes hacer, puedes estar seguro de que estás en gracia de Dios. Podrá ser una larga y dura batalla, pero acabarás por triunfar.» No hay que extrañarse de que un penitente como aquel muchacho comience a dudar de si todavía tiene buena voluntad. Para disipar tal duda puede el confesor explicarle que una prueba de buena voluntad será ésta: la fidelidad en confesarse, la jovialidad con los otros, la oración cotidiana, y un serio esfuerzo en poner en práctica los medios que le indique el confesor para vencer tal hábito. Con frecuencia se fortalecerá también su virtud de esperanza, así como sus energías psíquicas, si el confesor lo invita a comulgar sin confesarse previamente. Este procedimiento se recomienda especialmente si el muchacho está en una escuela o seminario, donde todos van a comulgar y donde su ausencia frecuente de la mesa del altar o sus frecuentes confesiones antes de comulgar pueden causarle apuros. La misma táctica se puede seguir también con personas casadas que luchan y oran fervientemente para poder practicar la castidad conyugal, y sin embargo vuelven a recaer. En tanto muestren buena voluntad, se les puede absolver; esta opinión se basa en principios tradicionales. Pero, aparte la cuestión de la absolución y de la actual discusión sobre ciertos aspectos del «control de la natalidad» en casos difíciles, prefiero decir una palabra sobre la posibilidad de que se acerquen a la comunión sin confesarse. Voy a ilustrar esto con dos casos reales. En un mismo día recibí dos cartas franqueadas en dos diferentes ciudades de España. La primera carta era de un señor anciano cuya hija y yerno tenían seis hijos. Los padres habían educado a estos hijos en la fe, y a los dos mayores les habían preparado personalmente para la primera comunión. Después del último parto, un doctor católico dijo a la madre que por lo menos durante algún tiempo no debía tener más hijos. En concreto le dijo que si no dejaba pasar algún tiempo antes de tener un nuevo hijo, su familia se encontraría sin madre. El firmante me aseguraba que la pareja se esforzaba por arreglar su vida conyugal de modo que pudieran vivir conforme a las enseñanzas de la Iglesia. Aunque los dos se querían sinceramente y oraban sin cesar, no habían logrado observar completamente las normas de la Iglesia sobre la castidad
«Y si somos hijos, somos también herederos: heiederos de Dios, y coherederos de Cristo, puesto que padecemos con él y así también con él seremos glorificados» (Rom 8, 14-17)
El confesor deberá asegurar al penitente que aceptando su cruz profundizará su espíritu de esperanza y se asegurará una prenda cierta de las promesas y de la fidelidad de Dios. Ningún momento es quizá más propicio para que el confesor hable de esperanza al penitente, que cuando éste acude a él deprimido por un hábito de pecado. Recuerdo a un adolescente que me decía: «Padre, explíqueme cómo Dios puede ser amor. ¿Cómo puedo yo creer que Dios me ama si no puedo conservarme en estado de gracia una sola semana, aunque rezo y quiero realmente ser bueno?» Afligido por su impotencia para vencer sus dificultades cuando tanto deseaba avanzar en amistad, su corazón se extrañaba de que Dios lo rechazara a pesar de su buena voluntad. Vacilante en su creencia de que Dios es amor, el muchacho estaba en peligro de sucumbir a la tentación de perder la esperanza. Se esforzaba por evitar la masturbación, que hoy día molesta bastante comúnmente a los muchachos. Su confesor había acentuado una y otra vez la gravedad de aquella ofensa del Dios omnipotente. Aunque el chico deseaba sinceramente acercarse a Dios, se iba alejando más y más de la comunión. No tiene nada de extraño que se desanimara. Yo vi con toda claridad que el confesor ordinario del muchacho debía haber seguido otra táctica en aquel caso. En lugar de recalcar la gravedad de la ofensa, habría podido insistir en la importancia de vencer aquella dificultad temporal. Podía haberse congratulado con el muchacho por su admirable despliegue de buena voluntad. Era el momento oportuno para instruirlo acerca de la ley del crecimiento: «En tanto puedas decir sinceramente que haces esfuerzos, en tanto sigas rezando y pidiendo ayuda para hacer lo que 162
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Hábitos inveterados y esperanza
conyugal. No se atrevían a ir a confesarse y menos todavía a comulgar. De resultas de esto, los niños se extrañaban y comenzaban a preguntar a los padres por qué no se acercaban ya con ellos al altar. El pobre padre preguntaba qué se podía hacer, si es que se podía, por su hija y su yerno. La segunda carta trataba de un caso muy semejante a éste. Contestando a estas cartas dejé de lado las discusiones teológicas sobre la materia y me limité a una analogía. Dije a mi corresponsal que aunque un sacerdote se percate perfectamente de que el precepto de la caridad es el mayor, a veces falta a esta virtud. Sin embargo, el sacerdote no vacila en comulgar, y hasta en celebrar la misa, sin ir primero a confesarse. Renueva su amor de Dios con un acto de contrición y sigue aspirando a la perfección. Yo no veía por qué un matrimonio, en la situación arriba descrita, no podía ir a comulgar haciendo antes un acto de contrición, supuesto que tuvieran la misma buena voluntad que tenía el sacerdote con respecto a la caridad. Quiero, sin embargo, llamar la atención hacia los detalles del caso que he presentado, como también recordar al lector que aquí aplico el principio de la ley del crecimiento explicada ya más arriba, especialmente en el capítulo cuarto. A las personas que tienen buena voluntad, que se esfuerzan, incluso con la oración, por ser mejores, hay ante todo que inspirarles esperanza. Es un principio psicológico umversalmente reconocido que un hábito no puede destruirse de la noche a la mañana. Por consiguiente, si una persona de buena voluntad hace lo que le es humanamente posible por el momento y pide a Dios que sostenga sus esfuerzos, ¿qué más se le puede pedir? ¿Cómo puede un confesor decir con certeza: «Cada vez que haga usted eso comete un pecado mortal»? Cristo dijo que el mayor mandamiento es el de amor a Dios. ¿Puede verdaderamente un confesor fomentar el amor de Dios en los corazones de las gentes si continuamente condena sus esfuerzos y ahoga su esperanza? Naturalmente, la esperanza debe presentarse en tal forma que no fomente la tibieza o el laxismo. Pero el confesor no debe temer fomentar la tibieza y el laxismo de su penitente si pone empeño en fortalecer su fe y su buena voluntad. Si un penitente cree de todo corazón que Dios es amor y que a él, por muy débil que sea, le es
posible permanecer en estado de gracia, seguramente crecerá en todas las virtudes. La esperanza cristiana es una virtud escatológica que estimula al hombre a aprovechar la presente oportunidad que Dios le ha preparado. La educación en la esperanza cristiana significa, pues, una educación en la vigilancia y en la atención: ¿cómo puedo yo sacar el mayor provecho posible de la presente oportunidad? Un confesor fomentará la esperanza asegurando a su penitente que si aprovecha generosamente la presente oportunidad de gracia tocante a otros mandamientos y virtudes, seguramente se verá libre de aprietos y apuros con respecto a un mandamiento determinado, el cual, debido al hábito o a algún problema especial, se le hace tan difícil.
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Hábitos inveterados y esperanza Conforme al moralismo legalista, un pobre penitente sólo tiene necesidad de buena voluntad y de oración para romper instantáneamente con los hábitos más inveterados. Prácticamente, tal teología no hace distinción entre una persona habituada a la incontinencia, a la blasfemia, a la masturbación o a la sodomía, con otra que puede verse ocasionalmente tentada en estas direcciones. Si el hombre tuviera una libertad absoluta, entonces podría observar en cualquier momento cualquier imperativo moral, supuesto que tuviera buena voluntad. Salta a la vista que tal clase de libertad es un mito, algo propio únicamente de un hombre-Dios. Pero, por muy extraño que parezca, no han faltado en el siglo pasado quienes suponían esta clase de libertad en todo individuo corriente. Los moralistas jurídicos aceptan esta postura errónea, por lo menos en la práctica. Si bien es cierto que el hombre es libre moralmente, la psicología nos enseña que no pocas gentes sufren bajo el influjo de perturbaciones afectivas o patológicas. Tales personas no disponen de plena libertad de elección. Sin embargo, no faltan confesores que dicen devotamente a los penitentes sin la menor discriminación: «Si usted ora y recibe los sacramentos, puede estar seguro de no 165
Fe, esperanza y caridad volver a cometer esa acción.» Ahora bien, esto sólo es cierto cuando se da el caso de situaciones y penitentes «normales». Si en todo el ambiente que rodea a una persona hay un hábito de pecado o una tendencia general hacia la «anormalidad», en no pocos casos equivaldrá esto a una enfermedad, a una falta evidente de suficiente libertad psicológico-moral. Si el confesor adopta las nociones del moralismo jurídico, sólo logrará destruir el amor divino y la esperanza en su penitente. El rigorismo no se basa en la verdad y no> puede aportar alegría, valor ni fortaleza a penitentes sumamente necesitados de ello. Dios es todopoderoso. No cabe duda de que puede, por un milagro, librar inmediata y completamente a una persona de la influencia de un hábito. Pero ordinariamente prefiere Dios dar al hombre la buena voluntad de orar y de aspirar a la perfección conforme a leyes psicológicas. Quisiera que quedase completamente claro que lo que vamos diciendo aquí no se opone en modo alguno a la enseñanza de la Iglesia, según la cual el hombre, si bien no puede sin una gracia especial evitar durante toda su vida todos y cada uno de los pecados veniales, puede, sin embargo, sin tal gracia evitar todos los pecados mortales. Notemos, sin embargo, que aquí estamos tratando de un individuo concreto que sufre de un hábito inveterado de pecado y ahora quisiera romper con dicho pecado. Si esta persona tiene buena voluntad y recurre a la oración, aunque objetivamente pueda cometer el mismo acto pecaminoso, estoy plenamente convencido de que es por lo menos dudoso que tal acto sea una culpa subjetivamente mortal. Si se tienen en cuenta los descubrimientos de la psicología tocante a los hábitos y a la libertad de la voluntad, los moralistas no pueden ya sostener en bloque que una persona que pide ayuda a Dios puede evitar en concreto todos los actos que objetivamente son pecados mortales. Tocante a la capacidad del hombre de evitar el pecado mortal, el concilio de Trento cita a san Agustín: Deus itnpossibilla non iubet, sed iubendo admonet faceré quod potes et petere quod non potes. «Dios no pide cosas imposibles, pero al ordenar algo te advierte que hagas lo que puedas y que pidas lo que (todavía) no puedes.» El Concilio se hacía perfectamente cargo del contexto de esta cita (De Natura et Gratia, cap. 43, CSEL 50, 270; PL 44, 271). San 166
Hábitos inveterados y esperanza Agustín usaba la parábola del buen samaritano y escribía que el samaritano condujo al herido a una posada y pagó por los cuidados que eran todavía necesarios para que se repusiera aquel hombre. El herido no se curó inmediatamente. Lo mismo se puede decir de los que quieren romper con una vida de pecado. No pueden elevarse a la justicia tan rápidamente como cayeron de ella. Pero se les pide que hagan lo que puedan y oren pidiendo lo que no pueden todavía. Una persona que se esfuerce sinceramente por vencer un mal hábito de pecado, no pecará en modo alguno gravemente si su acción procede del mal hábito más bien que de un deficiente propósito de enmendarse. Se le debe, pues, animar a examinarse en tres puntos: «¿Tengo buena voluntad? ¿Oro y hago todo lo que está en mi mano en esta materia y en otras en que gozo de más libertad? ¿Renuevo e intensifico mis esfuerzos cuando caigo?» Tal examen de conciencia saldrá al paso a la tentación de decir después de cada caída: «Ya he cometido un pecado mortal. Ya no importa si cometo más. En la próxima confesión me los perdonarán todos.» El hecho de que dicha persona pueda creer que se halla todavía en estado de gracia, pese a su evidente flaqueza habitual, es un gran incentivo para no renunciar al esfuerzo. Dios recompensará su buena voluntad. El penitente vuelve a mirar a Dios como amigo, como un aliado que comprende y que ayuda. El confesor, en su calidad de representante de Dios, deberá animar al penitente que, aunque oprimido por el peso de un mal hábito, lucha por mantener los ojos fijos en Dios, como un gesto de esperanza cristiana. No debe vacilar en consolar al pobre hombre diciéndole: «No podemos decir definitivamente si usted ha cometido un pecado mortal o no, pero hay todas las razones para ponerlo en duda en tanto usted tiene buena voluntad y se encomienda a Dios. Será para usted un gran alivio conocer la doctrina de la Iglesia en este punto: mientras no esté usted seguro de haber cometido un pecado mortal, puede ir tranquilamente a comulgar. Además yo, que soy su confesor, no veo razón de que no vaya usted a comulgar sin confesarse, si puede usted asegurar que hizo lo que estaba en su mano. Haga un sincero acto de contrición y acerqúese confiadamente al altar.» Tal penitente abandonará el confesonario maravillado de la paciencia y proximidad de Dios para con él. 167
Amor de Dios Amor de Dios Formar una conciencia cristiana en el amor de Dios implica que el confesor haga que algunos aspectos del gran mandamiento del amor adquieran más significado en la vida del penitente. El aspecto primero y básico del mandamiento del amor dado por Cristo es éste: «Permaneced en mi amor. Vivid en mi amor como yo vivo en el amor de mi Padre celestial.» Si alguien está en pecado grave, pese a sus buenas obras, ninguna acción suya redunda en gloria de Dios. Ésta es una dura realidad sobre la que hay que instruir a las gentes: la esterilidad de una vida fuera de la amistad de Dios. Vivir en el amor de Dios es la exigencia más fundamental de la caridad. Sin ello, el hombre se enajena de su Creador y Redentor. Son asombrosas las consecuencias de tal enajenamiento. Si falta el amor de Dios, no se pueden ver los sentidos y valores profundos en los quehaceres ordinarios de la vida. Por lo que se refiere a la fe, en esta situación se procede a tientas y a ciegas dejando pasar las oportunidades de amor que la Providencia pone en el camino. El confesor debe, pues, informar al penitente de lo mucho que importa que haga un profundo acto de contrición después de cometer una falta que es, o puede ser, grave. Habrá de ponerlo en guardia contra el probabilismo en esta cuestión capital de la existencia: «¿Vivo en el amor de Dios?» Tocante a los pecados dudosos, puede uno atenerse a la ley que establece que no hay obligación de confesar tales pecados. Pero aquí no se trata de eso. Por ley divina, por esta ley suprema de permanecer en el amor de Dios, el cristiano está obligado a seguir el camino que mejor le garantice que se halla en amistad con Dios (par tutior). Por esta razón no debe dejar pasar un solo día sin procurar borrar sus culpas con un acto de perfecta contrición. Siempre que una persona dude de si se halla en estado de gracia, deberá hacer inmediatamente un acto de perfecta contrición. Esta obligación de hacer un acto de perfecta contrición proviene, no de alguna ley escrita que estatuya que hay que confesar un pecado grave lo antes posible, sino de la apremiante invitación de la nueva 168
alianza a vivir en el amor de Dios. Cristo no cesa de ofrecer al mundo la buena nueva que proporciona a los pecadores su gracia de hacer un acto de perfecta contrición o de confesar los pecados con corazón contrito. La confesión sólo es obligatoria si uno sabe con certeza moral que ha cometido un pecado mortal. Todo confesor debe hacer comprender a sus penitentes la necesidad fundamental que tienen de hallarse en estado de gracia cuando reciben la eucaristía, el gran signo de la Alianza del amor. Luego, la entera celebración de la liturgia penitencial reforzará y profundizará todavía más su sentido de contrición de los pecados y aumentará su amor de Dios. El confesor debe también formar la conciencia de su penitente de forma que se haga cargo de su obligación de crecer en el amor de Dios. El gran mandamiento es un mandamiento dinámico. Para permanecer en el amor de Dios no basta con que el penitente se limite a evitar lo que probablemente destruye el amor de Dios en él. Debe hacer constantes y positivos esfuerzos para crecer en este amor: «Amarás al Señor con todo tu corazón y con toda tu mente.» Se le debe ayudar a hallar maneras de incrementar su gratitud por todos los dones cotidianos de Dios: por proporcionarle el sustento para él y para su familia, por el alivio y la satisfacción que le procura la oración, por las delicadezas de que es objeto por parte de otros. Cuanto más se percate de las cosas por las que debe estar agradecido, tanto más aumentará en él el amor de Dios. El papel del confesor consiste en guiar al penitente a la santidad por sus variados caminos, en iluminarlo en su marcha hacia Cristo ayudándole a desarrollar una vida más plena de oración. Sólo puede reivindicar el título de «Padre espiritual» en la medida en que se toma tiempo para animar a sus penitentes e inducirlos a realizar mejor lo que es la fe, la esperanza y la caridad y a apreciar mejor la oración personal y comunitaria. Gran parte de la Praxis Confessarii de san Alfonso está consagrada a estos puntos concretos. Actualmente teólogos que sólo conocen de san Alfonso la Theologia Moralis lo consideran como un legalista. En realidad no lo es. Su manera positiva de tratar la teología moral aparece en su obra que lleva por título El gran arte de amar a Cristo, escrita como comentario al capítulo trece de la carta primera a los Corin169
Fe, esperanza y caridad
tios. Comienza con las palabras de san Agustín: Ama et quod vis fac, «Ama y haz lo que quieras». Su táctica espiritual está indicada expresamente en su Praxis Confessarii, que insiste notablemente en la obligación del confesor, de fortificar la vida de oración del penitente y en ayudarle a seguir su vocación a la santidad. Aparte sus obras de moral, san Alfonso escribió diferentes libros acerca del amor de Dios. Es interesante recordar que publicó también un pequeño opúsculo sobre el amor de Dios titulado Dardos de juego, que le fue inspirado por ideas que san Alfonso rescató de un libro incluido en el índice de libros prohibidos. El santo modificó algunos puntos discutibles y dio la obra a la prensa. La entera vida cristiana debe enfocarse a la luz de la Alianza de amor. En el sacramento de la penitencia, Cristo asegura al penitente su participación en esta alianza. La acción purificadora de los otros sacramentos continúa la obra de conversión, llevando al penitente a una unión cada vez más estrecha con Dios. Los sacramentos se cuentan entre las más grandes manifestaciones del amor de Dios. Acercándose a ellos, el penitente confirma su sumisión a Dios y manifiesta su deseo de realizar su parte de la alianza con él. Es un grave error considerar el sacramento de la penitencia meramente como una especie de castigo del pecador arrepentido. La penitencia lleva a cabo o acrecienta la conversión a la alianza de Dios. Esto difícilmente se puede llamar castigo. Convendría que los confesores insistieran en este hecho, sustituyendo el disgusto que los penitentes puedan sentir hacia el sacramento, por una verdadera comprensión de sus ventajas. La dirección espiritual y las penitencias impuestas por el confesor influirán notablemente en la actitud del penitente frente a la confesión. El ideal de todo confesor debería ser el de inspirar a sus penitentes motivos de gratitud. Su meta como confesor debería ser hacer que los penitentes volvieran al mundo haciéndose esta pregunta: «¿Qué pagaré al Señor por todo lo que me ha dado?» Esta actitud del penitente será un testimonio de su buena disposición para crecer en la fe, en la esperanza y en la caridad, y de la debida formación de su conciencia.
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XIII LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA:
RELIGIÓN
La fuente de todo pecado y de toda perversión está en la negativa del hombre a adorar a Dios: «Habiendo conocido a Dios, no le dieron gloria como a tal Dios ni le mostraron gratitud; antes se extraviaron en sus varios razonamientos, y su insensato corazón quedó en tinieblas Por eso los entregó Dios a la impureza de sus torpes deseos» (Rom 1, 21-25; cf. también Gen 3-4).
La conversión significa la restitución a la dignidad de adorar a Dios. En este sentido, el sacramento de la penitencia puede considerarse como restaurador, por cuanto reaviva la actitud del hombre tocante a la glorificación de Dios. Es un sacramento de fe, que asegura al penitente la verdad más fundamental de la salvación, a saber, que Cristo es su salvador. En cuanto liturgia, el sacramento de la penitencia es un acto por el que Jesucristo, Sumo Sacerdote, incorpora la oración del penitente a su propio sacrificio, a su propio amor, adorador y redentor, del Padre. Así se magnifica la misericordia de Dios. En consideración de la acción de Cristo, el penitente que recibe el sacramento de la penitencia con fe, esperanza y amor queda unido con Dios en Cristo. Así unido, ensalza perfectamente el nombre de Dios. Dado que la debida celebración del sacramento de la penitencia consiste en un acto de religión, el confesor no sólo debería sensibilizar la conciencia del penitente tocante a esta virtud, sino que ante todo debería unirse con él en la glorificación de la misericordia de Dios. 171
Religión
Obligación de la misa dominical
En este capítulo voy a tratar de diferentes aspectos de la vida cristiana, en los que el hombre puede dar mayor gloria a Dios mediante la práctica de la virtud de religión.
externos, mientras que manifiestan públicamente su oposición, deben ser amonestados severamente por el confesor. Si estos sacerdotes buscan otro confesor que piense como ellos y los absuelva, es dudoso que la absolución pueda salvarlos. No ignoro que esta posición sorprenderá a algunos, pero los sacerdotes, por razón de su profesión, están más obligados a guiar al pueblo a través de este período, más bien difícil, de transición. Esos- sacerdotes cuya mala voluntad les impide cooperar inteligentemente a la renovación, se oponen a la autoridad de la Iglesia y, en cierta medida, predican el falso mensaje de la teología de la «muerte de Dios».
Celebración de la liturgia El apremiante amor de Cristo y de la Iglesia invita a todo el pueblo de Dios a participar de manera cada vez más profunda en la celebración de la liturgia. La urgencia de este llamamiento se hizo patente con la promulgación de la Constitución sobre la sagrada liturgia, primer documento emanado del concilio Vaticano n. Como lo ha dicho Pablo vi en diferentes ocasiones, la liturgia es una de las mayores fuentes de renovación espiritual y pastoral de nuestro tiempo. No se puede ser buen católico si no se está dispuesto a poner en práctica principios tan importantes como los que se hallan en la obra del Concilio. El papa Juan, al final de la primera sesión del mismo, dijo que era obra de la Divina Providencia el que comenzara sus deliberaciones por la renovación de la liturgia. Los confesores deben abrir los ojos a los penitentes que ponen impedimentos a la renovación mirando atrás y echando de menos una liturgia muda o muerta; esto sólo sirve para perturbar la paz de su espíritu y para poner en peligro la unidad de la acción pastoral de la Iglesia. Naturalmente, se comprende la resistencia de la gente de cierta edad a aprobar los cambios. Los confesores deben, con la mayor paciencia, procurar hacer comprender a estas personas las razones en que se fundan los cambios. Es de lamentar que también sacerdotes y párrocos hayan puesto trabas al movimiento de renovación. Aunque podamos simpatizar con las dificultades personales halladas para adaptarse al cambio, los sacerdotes tienen el deber incuestionable de no impedir y de apoyar los cambios patrocinados por el Concilio. Por consiguiente, los confesores de párrocos y miembros del clero que se muestren negligentes en poner en práctica la Constitución sobre la liturgia, deben hacerles constar que si se oponen de manera inflexible a la reforma recomendada por los obispos, no merecen recibir la absolución. Los sacerdotes que desobedecen o que sólo hacen cambios 172
Obligación de la misa dominical Un confesor que desee grabar en su penitente la importancia de la misa del domingo no logrará gran cosa si presenta el valor de la misa bajo la forma de una amenaza: «Si falta usted deliberadamente a la misa del domingo, comete un pecado mortal. Quiere decirse que si muriera usted antes de confesarse o de hacer un acto de perfecta contrición, se iría al infierno por toda la eternidad.» Este método logrará a lo sumo que algunas gentes vayan de cualquier manera el domingo a las iglesias, pero difícilmente las instruirá sobre los provechos que pueden reportar de la misa. Tanto en el confesonario como desde el pulpito se debe dar más instrucción destacando la belleza de la misa, presentándola como una carga deseable, aceptada no meramente por deber, sino también por amor. ¡Qué situación tan desoladora cuando los sacerdotes dicen a niños de siete u ocho años que están obligados bajo pena de pecado mortal a no faltar a misa los domingos! Yo opino que a esa edad los niños son incapaces de cometer pecado mortal. Ahora bien, aparte de esto, el método es contrario a toda buena psicología: se habla acerca del sacramento de la eucaristía y se presenta el sacrificio de la misa como un test peligroso de obediencia más bien que como símbolo dinámico de unidad y de amor. ¿Cómo pueden los sacerdotes esperar que los niños crezcan con un verdadero deseo de la misa si lo único que han oído acerca del culto dominical es: «Tenéis que ir; si no...»? 173
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Religión
Obligación de la misa dominical
Es por tanto difícil a los adultos apreciar la misa del domingo si no han oído nunca hablar de la misa como de un signo visible de una comunidad unida en fe, esperanza y gozo. Y aun después de habérseles expuesto esta doctrina, ¿cómo se los puede convencer, si sus sacerdotes celebran la misa en forma chapucera? Después de todo, estos mismos sacerdotes son los que les hablan de lo valiosa que es la misa. Hace algunos años comencé a prestar ayuda los fines de semana en una parroquia de Roma. Mi primer sábado en el confesonario me encontré con bastantes penitentes que comenzaban la confesión diciendo que daban gracias a Dios por haberlos preservado de pecados graves. Luego se ponían a enumerar sus deslices menores. Me llamó la atención oir confesar como «ofensa menor» el haber faltado a la misa una o dos veces. En realidad, en cierto número de casos el penitente reconocía que era más bien una falta habitual. Al principio pensé que aquellos penitentes tenían razones plausibles para faltar a la misa, pero casi cada vez que preguntaba, me contestaban: «No, padre, ha sido por pura pereza.» Algunos me explicaban incluso por qué no podían comprender que fuera grave la obligación de ir a misa el domingo. Algunos confesaban que no creían estar realmente invitados a la misa en tanto que el sacerdote, vuelto de espaldas musitaba unas palabras en una lengua que no entendían. Continuaban su lista de cargos diciendo que evidentemente la misa no debía significar gran cosa ni siquiera para los sacerdotes, puesto que la decían precipitadamente y el párroco predicaba desde el Evangelio sin parar hasta la consagración. Los temas de la predicación, por lo menos en gran parte, alternaban pasando del dinero a la política, y luego... vuelta otra vez al dinero. Finalmente, acababa el penitente diciendo: «Yo puedo rezar mejor y pasar mejor el domingo quedándome en casa.» Al día siguiente me dijo el párroco que no me preocupara por el sermón que iba a predicar durante la misa. Aquel primer domingo predicó desde el Evangelio hasta la consagración. En mi segunda misa no dejó el pulpito hasta el momento de la comunión. Y, lo que es peor, sus sermones aquel primer domingo y los siguientes tenían muy poco o nada que ver con la liturgia. Antes de despedirme del párroco para regresar a casa le dije
en privado que me distraía mucho el sermón durante la misa. Se rió y me dijo que ya me acostumbraría. El domingo siguiente volví a cogerlo aparte y le dije que me daba escrúpulos aquello de las distracciones durante la misa. Se extrañó al oir esto y me respondió que, puesto que yo era moralista, podría fácilmente dominar los escrúpulos. Una vez más me aseguró que ya me acostumbraría al barullo durante la misa. Finalmente, el tercer domingo le expuse mi caso sin rodeos: «Padre, como usted sabe, yo soy moralista. Creo que celebrando misa aquí falto a los principios de la teología moral y además me estoy desacreditando. Aquí me ve usted celebrando el sacrificio de la misa delante de esta gente, mientras que usted atrae sus miradas hacia el pulpito obligándolos a escuchar algo completamente incompatible con la liturgia del día. Si cree usted que necesita mi ayuda los fines de semana, con mucho gusto se la prestaré, pero yo mismo tengo que predicar la homilía después del Evangelio de la misa.» El párroco me respondió, como disculpándose: «Mire, padre, yo creo que puesto que obligamos a la gente a oir misa el domingo bajo pena de pecado mortal, nosotros tenemos la obligación de entretenerlos.» Me dijo que realmente le hacía falta un sacerdote los fines de semana y que me agradecería que siguiera yendo como antes. Desde entonces yo mismo prediqué en mis misas, mientras que el párroco siguió, como antes, predicando en las otras. Posteriormente el párroco fue trasladado a otra parroquia, y desde entonces desaparecieron la mayor parte de las quejas relativas a la misa en aquella iglesia. Así vemos hasta qué punto el ejemplo de los sacerdotes puede contribuir a deformar la conciencia del pueblo... No se puede dudar de la gravedad del precepto de la Iglesia de oir misa los domingos y los días festivos de obligación. Pero no basta con presentar la intención legal del legislador; hay que instruir acerca del valor de la misa. La instrucción mantenida al puro nivel verbal carece de vitalidad. Se aguarda de los sacerdotes que lo que predican acerca de la misa lo proclamen con su manera de celebrarla. Procuremos que el pueblo experimente por sí mismo el gozo y la unidad de su misa. Procuremos que oigan que se les predica la liturgia, y pronto cesará su oposición, su aburrimiento, y su desidia espiritual. Si el sacerdote y la comunidad colaboraran en
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Obligación de la misa dominical
celebrar la misa como lo exige la constitución conciliar, seguramente abrirían el corazón y la mente de aquellos cuya fe en la misa se tambalea. Una instrucción apropiada, de índole verbal y experimental, convencerá a todo cristiano de inteligencia corriente de que ofende gravemente a Dios si falta a la misa los domingos sin razón suficiente. Reconocerá la oportunidad que le ofrece el domingo como lo que realmente es, una invitación del gran Rey a asistir a su banquete. El ejemplo más hermoso de la misa como banquete fue dado quizás en la última cena, cuando Cristo, Hijo de Dios, Señor de toda la tierra, invitó a su porción escogida a ser sus comensales. El discurso que hizo como presidente de aquella cena, fue el discurso más condescendiente y humilde que un Dios puede dirigir a sus criaturas: «Ardientemente he deseado comer esta cena con vosotros.» Luego les ordenó a ellos — y a nosotros — repetir una y otra vez aquella cena... «en memoria mía». La insistencia exclusivista en el aspecto puramente legal de la misa ha ido acompañada de negligencia en la formación litúrgica y en la celebración del sacrificio, lo cual es una de las razones de que muchos católicos falten con frecuencia a misa, lleguen tarde, asistan al culto de manera distraída, por cumplir, o por temor del pecado mortal y del infierno. La tarea de formar una verdadera conciencia cristiana es a veces una obra de romanos, debido a que algunos de los llamados «moralistas de primera fila» han infundido en la Iglesia su pensamiento legalista. La misa del domingo y el descanso dominical han asumido un cariz de algo jurídico, descarnado. Hace unos veinte años asistía yo a una conferencia del célebre moralista, padre F. Hürth, al que el cardenal Ottaviani llamaba «el pilar del Santo Oficio». El padre Hürth examinaba el siguiente caso: «Un sacerdote en una zona de misión sólo puede visitar una vez al año los puestos extremos de su territorio. Pide permiso a su obispo para binar caso que la visita caiga en día de labor. Si no se le permite binar, grupos enteros de la población se verán privadosde misa durante todo el año. ¿Puede el obispo acceder a tal petición?» Nunca podré olvidar este caso. La respuesta del célebre consejero del Santo Oficio y maestro de miles de futuros sacerdotes y moralistas fue increíble. Dijo solemnemente: Respondendum est:
Negative! Quia nunquam et nusquam in Ecclesia fuit lex assistendi Missae die jeriali. Ergo, nulla est ratio iterandi Sacrijicium Missae. En español: «Puesto que nunca ni en ninguna parte en la Iglesia ha existido ley que obligase a ir a misa en días de labor, no hay razón para binar en tales días.» En aquella ocasión había en el aula unos seiscientos seminaristas y sacerdotes de todas las partes del mundo. Yo pensaba que iban a poner el grito en el cielo clamando que se había ultrajado su fe, pero nadie se dio por aludido. Lo que habían oído se aceptaba sencillamente como una cosa normal. Tenemos aquí un ejemplo típico del enfoque jurídico de la teología moral. La respuesta del padre Hürth no tenía en cuenta el hecho de que el cristiano, por el bautismo, está totalmente orientado hacia el signo de la Nueva Alianza. A mí me parece que hay que prestar alguna consideración al hecho de que Cristo mismo dijo: «Haced esto en memoria mía», y «El pan que yo os daré es mi carne, por la vida del mundo» (Jn 6, 51). ¿Puede la respuesta del padre Hürth hallar un puesto apropiado en el marco de la fe cristiana, que establece que la celebración de la eucaristía es el gozo más grande de la vida cristiana? Todos estos puntos se pasaban por alto. Se trataba de una ley. La ley dice que eso no se puede hacer. La ley es inflexible. Desgraciadamente, este espíritu jurídico ha reinado durante mucho tiempo en la labor pastoral. Los sacerdotes no lograrán nunca instruir eficazmente a los fieles para que amen su religión si no cesan de subrayar el argumento de que tal o tal ley obliga bajo pecado mortal. Irónicamente, debido a esta excesiva insistencia de tiempos pasados, la misa del domingo ha venido a ser para muchos católicos una especie de trabajo servil, un deber fastidioso, completamente falto de alegría. Hace pocos años, en un viaje de Colonia a Bruselas, me encontré con dos jóvenes soldados belgas. Estaban sentados frente a mí en el tren, y en el transcurso de nuestra conversación, que recuerdo que versó sobre religión, me dijo uno de ellos: «Padre, yo soy católico, pero he perdido la fe.» Su compañero intervino: «Yo todavía creo, pero mi familia y yo no vamos ya a la iglesia.» Le pregunté si tenía alguna razón para no ir a misa. Él me contestó francamente: «Mi familia y yo pensamos que Dios no nos obligaría
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Religión
Obras serviles ininterrumpido tronar desde el pulpito y un insistir constantemente en el confesonario en que faltar a la misa es pecado mortal. Tales son los ingredientes usados para hacer abortar la liturgia, la gran fuente de fe y de gozo. El Código de derecho canónico permite al párroco dispensar de la misa del domingo por justas causas a personas o hasta familias particulares de la parroquia (cf. CIC, can. 1245, 1). En una época como la nuestra, en que escasean los sacerdotes, se multiplican las parroquias de enormes proporciones y se inculca la responsabilidad personal, los fieles decidirán cada vez más por sí mismos si en ocasiones determinadas tienen justas razones para no ir a misa el domingo. Por esta razón, el confesor no debería reprender a un penitente que hubiera decidido por propia cuenta que tenía razón suficiente para dejar la misa del domingo, tanto más si resulta evidente que si hubiere solicitado la dispensa, el párroco se la habría otorgado. A mi parecer, si en el transcurso del año algunas personas, ocasionalmente, faltan a la misa del domingo por alguna razón, aunque no precisamente perentoria, pueden normal y legítimamente ostentar buena conciencia. Esto se aplica especialmente a aquellos que durante el año van a misa varias veces entre semana, pues tales personas muestran suficientemente que no carecen de buena voluntad o de elevada estima de la eucaristía.
a participar en esa clase de misa que tenemos en nuestra parroquia. El sacerdote habla a Dios en un idioma extranjero. Todos nosotros lo vemos de espaldas. Hay una especie de gran secreto entre el sacerdote y Dios. Ellos no tienen necesidad de nosotros.» Continuó diciendo que estaba convencido de que a la mayoría de la gente que todavía iba a misa en Bélgica les disgustaba enormemente la misa. «Sólo van a misa por miedo al infierno.» Y todavía hoy, con la mayoría de los altares vueltos al pueblo, mucha gente se arrastra todavía a la iglesia el domingo más para cumplir una «obligación» que por la satisfacción de alabar a Dios. Todavía hay que despojar a la misa de lo que le queda de pura obligación. Los confesores y predicadores tienen que aceptar el reto y orientar a los fieles hacia una vida cristiana positiva y gozosa. Una de las obligaciones del confesor es ayudar a sus penitentes a formarse la conciencia tocante a la asistencia a la misa. Pero también está obligado, en su calidad de párroco o de simple sacerdote, a fijarse bien en el horario y en la liturgia que se ofrece en su parroquia. Hallará que ciertas reformas estructurales son perentorias. Por ejemplo, en muchas parroquias es demasiado apretado el horario de las misas; hay misas casi a cada hora, lo cual origina graves problemas de aparcamiento. En algunos lugares se ha reducido la duración de la liturgia a treinta y cinco minutos o, a lo sumo, a cuarenta. Semejante horario crea una atmósfera de automatismo en la parroquia: un asiento que queda vacío es arrebatado precipitadamente por el primer parroquiano, mientras que los sacristanes tratan de hacer avanzar a la muchedumbre. No hay tiempo para una verdadera homilía, ni para hacer las cosas como deben hacerse para que la misa sea una auténtica vivencia espiritual para el pueblo, que sirva para incrementar su fe. En tales casos más valdría solicitar del obispo la autorización de repartir mejor las misas entre el domingo y el sábado por la tarde, para hacer más holgado el horario. Si el príncipe de los demonios quisiera instruir bien a sus huestes — para usar una comparación tomada de C.S. Lewis— con objeto de destruir la fe de los católicos, no podría darles mejor consejo que el de inducir al clero a «celebrar» la misa y otros actos de la liturgia con negligencia y maquinalmente. Añádase a esto un
La Iglesia primitiva no prohibía cierta clase de obras serviles en domingo. En realidad, algunos sínodos más severos prohibieron expresamente una casuística meticulosa en este punto: se limitaban a afirmar que los fieles deben mantenerse el domingo libres para oir la palabra de Dios, para celebrar la eucaristía y para orar. La Regla de san Basilio establece que el abad o superior de un
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La Iglesia, con toda razón, da gran valor al domingo como celebración de la resurrección del Señor, y como día de culto público comunitario. Pero esto no excluye que la Iglesia se muestre quizá más flexible en el futuro, permitiendo a los fieles conmutar ocasionalmente la misa del domingo por una misa oída en día de labor.
Obras serviles
Religión monasterio puede señalar algún trabajo los domingos para los hermanos que no saben leer, pues de lo contrario se entregarían a la pereza y caerían en tentaciones. Estas circunstancias históricas deben tomarse en consideración. El padre Huber, de la Academia Alfonsiana, publicó un libro titulado Geist und Buchstabe der Sanntagsruhe ( = Espíritu y letra del descanso dominical, 1959), en el que mostraba que en épocas de gran fervor se subrayaba siempre el domingo, día de la resurrección del Señor, como un día de alegría y de celebración comunitaria, pero que en cambio se insistía menos en el tema de los trabajos serviles. Luego destacaba la insistencia en enseñar que los fieles no deben permitir que la codicia o la avaricia menoscaben la santidad del día. Pero en tiempos de decadencia teológica, los predicadores comenzaron a desarrollar la casuística de los trabajos serviles, lo cual acabó por desplazar inevitablemente el punto de vista. En la temprana edad media, Irlanda y Francia adoptaron una actitud más bien rigurosa bajo este respecto. El rigorismo se propagó luego por el mundo germánico. La Lex Alemannorum y legislaciones similares de las razas germánicas recientemente bautizadas amenazaban con los castigos más terribles a los transgresores del descanso dominical. El cristiano al que se había amonestado varias veces por infracción de dicho precepto, podía incluso ser vendido como esclavo. Gradualmente se fueron propagando leyendas sobre la suerte de gentes que faltaban al precepto del descanso dominical. El verdadero significado del domingo comenzó poco a poco a desvanecerse. El mismo espíritu decadente puede observarse en algunos manuales de teología de los siglos xix y xx. No es, por tanto, sorprendente la confusión nacida en la mente de las gentes tocante a la obligación de no quebrantar el descanso dominical. Por todo lo dicho, el confesor de nuestra era posconciliar debe ser prudente al tratar de esta materia.
Abnegación Una conciencia verdaderamente cristiana distingue entre lo que es esencial en la vida cristiana y lo que no lo es. La mortificación, 180
Abnegación la abnegación, la penitencia en sentido lato son cosas esenciales de la moral cristiana. El peligro de que la abstinencia del viernes pudiera convertirse en una observancia puramente legalista, es decir, de que los fieles obedecieran únicamente a la letra de la ley, ha inducido a los obispos de algunas zonas a suspender esta ley. Abrigan la esperanza de que el pueblo llegue a percatarse de que el compromiso cristiano de la abnegación no se satisface con un formalismo meticuloso. Una cena de langosta el viernes no tendría mucho que ver con la penitencia. Hoy día, que prácticamente no existe la abstinencia de carne los viernes, los cristianos con una conciencia bien formada se verán inducidos a reconocer la necesidad de algunas formas más esenciales de penitencia y abnegación. La antigua ley de la abstinencia del viernes no se equiparó nunca, en cuanto a la obligación y la importancia, con la ley eclesiástica de la misa dominical. La misa del domingo se impone con más fuerza a nuestra consideración por ser algo esencial de nuestra fe, signo de nuestra permanente adhesión a la alianza de amor. No fue nunca una ley meramente positiva. La abstinencia, en cambio, es una ley meramente positiva de la que se ha dispensado a naciones enteras. En otros tiempos la abstinencia tenía mucho mayor significado que en el siglo xx. Originariamente era un acto corriente de religión y un testimonio muy claro del espíritu de abnegación de una persona. La comida del viernes se componía de poco más que pan y algunas hierbas. Según avanzaba el tiempo, el pan y las hierbas fueron sustituidos por infinidad de cosas, particularmente en el caso de aquellos a quienes la cartera o los títulos bancarios les permitían una comida de pescado capaz de saciar el mayor apetito. Hoy día ha quedado prácticamente abolida la abstinencia del viernes, la Iglesia ha dejado a la conciencia de los fieles mismos la responsabilidad de hacer alguna clase de penitencia. En consideración de la pasión del Señor, todo cristiano está obligado a practicar la abnegación durante su vida. El verdadero cristiano considerará como un deber pensar en el «sacrificio» al examinar su conciencia tocante a las exigencias que impone su vocación a la santidad: «¿Qué sacrificios entraña para el cristiano el gran mandamiento del amor al prójimo? ¿Estoy dispuesto a hacer estos 181
Religión
Superstición
sacrificios? ¿Estoy dispuesto a contribuir con mis bienes a aliviar las necesidades en mi país? Estoy dispuesto a hacer otro tanto con los pobres del mundo entero? ¿Me impongo a mí mismo estrictas reglas de templanza tocante al tabaco y a la bebida y a todas esas cosas que pueden poner en peligro mi libertad interior o que pueden escandalizar a mi prójimo?» El miércoles de ceniza y el viernes santo son los únicos días mencionados expresamente allí donde todavía existe la obligación del ayuno. Hoy sería absurdo plantear todavía la cuestión de cuántas onzas de carne se puden comer en día de abstinencia sin violar gravemente el precepto. Tales discusiones tenían razón de ser para una cristiandad que se hallaba todavía en la infancia, pero no la tienen para una cristiandad adulta. El confesor debe, por tanto, poner empeño en formar la conciencia de los penitentes con respecto al deber de la abnegación. En la vida de muchos de estos penitentes la abnegación o mortificación significaba poco más que la abstinencia del viernes, que muchos observaban con la mayor buena fe. Ahora, es posible que les resulte difícil comprender perfectamente el cambio operado en la legislación o las nuevas responsabilidades que les impone este cambio. El confesor puede contribuir en gran manera a darles una nueva idea de su compromiso cristiano.
acerca del cumplimiento de esa pequeña penitencia. En tales casos la penitencia es como un despertador de los motivos que ayudan a vencer el hábito. El confesor deberá, pues, decir al penitente: «Si se olvida usted de hacer lo que le he recomendado, no comete pecado. Espero que esto le ayude a ir disminuyendo y hasta quizás a suprimir definitivamente el hábito de jurar, pero de todos modos le recuerdo que su buena voluntad es lo que cuenta, incluso si se olvida usted de rezar esas oraciones.» Luego se puede aconsejar al penitente que conserve la práctica de rezar esas breves oraciones (que son expresión de su piedad) todo el tiempo que sea necesario.
Costumbre de jurar
Superstición Otro punto que podrá a veces llamar la atención del confesor es la superstición. Esto se aplicará probablemente más en particular a ciertas zonas de América del Sur, pero tampoco se excluye en regiones del Norte. El confesor debe poner empeño en conocer bien la parroquia, de modo que si es necesario, pueda atacar las formas graves de superstición, sin perder el tiempo con otras formas menores que son mero indicio de flaqueza humana. La superstición es una forma de ignorancia que hace aparecer ridículos a los católicos y quita fuerza al verdadero testimonio de nuestra fe (cf. la Constitución sobre la Iglesia en el mundo moderno, artículo 19-21). El confesor debe procurar con delicadeza instruir a la persona supersticiosa y formar o reformar su conciencia.
El confesor deberá a veces advertir a sus penitentes tocante a la costumbre de jurar. A las víctimas de este hábito, o del de blasfemar, que es todavía peor, habrá que exhortarlas a poner el mayor empeño en dominar este mal hábito. Se les debe hacer comprender que tal hábito va contra la vocación de un cristiano, cuya meta suprema es la glorificación de Dios mediante la caridad fraterna y el culto. El confesor podrá preguntar al penitente: «¿Aceptaría usted la penitencia de rezar tres veces el Gloría Patri o "Bendito sea Dios" cada vez que profiere un juramento?» Luego, se debe aconsejar al penitente que se examine la conciencia por la noche 182
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XIV CARIDAD FRATERNA
El sacramento de la penitencia es por su misma naturaleza un signo eficaz de unidad, puesto que sirve para reconciliar al penitente con la familia de Dios. Hace que uno vuelva a la caridad fraterna o que crezca en la misma al acercarse más a Dios. En la formación de la conciencia, la caridad fraterna constituye un punto central, puesto que está relacionada directamente con el mandamiento del amor de Dios. Nuestro Señor explicó el mandamiento «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» cuando, al celebrar la Nueva Alianza «en su sangre», dijo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). El amor a Dios puede distinguirse, pero no separarse del amor al prójimo. No se puede amar al Padre celestial sin amar a Cristo, ni se puede amar a Cristo sin amar al prójimo. «Si alguno dice: yo amo a Dios, y odia a su hermano, es mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y este mandamiento tenemos de él: que quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4, 20-21).
El mandamiento que todo lo abarca En la formación de la conciencia tiene gran importancia para el penitente hacerse cargo de que el amor de Dios debe manifestarse en el amor del prójimo. Si ve en su prójimo la imagen de Cristo amante, debe ver también en él al Dios invisible. El que 185
Caridad fraterna
Amor redentor
ama verdaderamente a su prójimo, puede estar seguro de poseer el amor de Cristo en su corazón. Este mandamiento de la caridad fraterna es el gran mandamiento que todo lo abarca. El confesor dejaría que se formase erróneamente una conciencia si al juzgar la idea del penitente sobre la caridad fraterna, considerara ésta como un mandamiento de tantos. Reinaría anarquía espiritual si la abstinencia del viernes, la asistencia a la misa del domingo y el pago de los diezmos se equipararan con el gran mandamiento del amor fraterno. El confesor debe ayudar al penitente a percatarse de que el doble mandamiento del amor abarca todos los aspectos de la vida; ayuda a practicar todas las virtudes. Si falta una virtud, podrá descubrirse la ausencia, o una notable debilidad, de la caridad fraterna. La caridad fraterna está relacionada con todos los mandamientos, incluye todas las virtudes, penetra todas las potencias o facultades del alma. Comprende a todos los hombres, incluso a los mayores pecadores. La fe, la esperanza y la caridad nos hacen ver la imagen de Cristo en el prójimo, aunque esté desfigurada por el pecado. El amor, anclado en la fe y en la esperanza, lo reconoce como uno que, con nosotros, fue redimido por la sangre del Salvador. Si no fuera por el fruto mismo de la redención en nosotros, ¿cómo podríamos creer en nuestra vocación a la santidad, que presupone plena solidaridad con nuestros hermanos y hermanas en Cristo?
cluye que el orden de la caridad le permite exponerse a tal riesgo y.se lanza al agua. Puede dejar de salvar al otro, debido a este cálculo complicado. Incluso si lograra sacarlo con vida, no habría hecho un acto de amor al prójimo. Se habría servido de su semejante como medio para aumentar sus propios méritos. Lo mismo se puede decir del hecho de dar limosna y de otras obras que se suponen hechas en favor al prójimo. Su valor disminuye si no se tiene en cuenta la dignidad de la persona en cuestión. Puede parecer que, como otros aceptan nuestros dones, nosotros recibimos el mérito, pero en realidad la situación es diferente. Amar a alguien significa mostrarle buen corazón, reverenciarlo como persona. Es ofensivo para el beneficiario de nuestros dones considerarlo meramente como objeto de «lucro» o de méritos, y no como persona creada a imagen de Dios.
Amor redentor
Servirnos de nuestro prójimo como de ocasión para adquirir méritos no es indicio de verdadero amor. Incluso en manuales contemporáneos se pueden hallar ejemplos como éste: Uno que está en un puente ve a otro que se está ahogando. Se le ocurre que podría lanzarse al agua y salvarlo. Pero, según la ley divina, el amor de uno mismo es más fuerte que el amor al prójimo; por eso le parece que no es justo exponer su propia vida para salvar la de otro. Sin embargo, sería meritorio para él exponerse a tal riesgo. Después de detenerse a sopesar los pros y los contras, con-
El amor fraterno es esencialmente redentor si se amolda a la prescripción de Cristo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado.» Él nos ama como a hijos del Padre celestial. Análogamente, la caridad fraterna debe caracterizarse por una mentalidad apostólica y estar animada por un celo misionero. Tal amor no es exclusivo de los sacerdotes y religiosos, sino que se extiende a todos los cristianos por igual. Sería un error concebir el amor fraterno como situado sólo un escalón más arriba de las disposiciones humanas de amabilidad y cortesía. Llamarlo sobrenatural sería introducir una distinción ridicula en el gran mandamiento. Un religioso decía una vez: «Mi amor a este hermano va siendo cada vez más sobrenatural», con lo cual quería decir «apártate de mí»; usaba la palabra «amor» sin el menor matiz de afecto o de cordialidad. Amar a nuestros hermanos en el Señor significa amarlos con la total cordialidad del Señor. Un amor redentor significa que todas las facultades y pasiones se han despojado del egoísmo. La redención no deja de lado la creación, Dios redimió todo lo que creó, incluso nuestras pasiones. El amor redentor significa un amor plenamente humano; debe in-
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Signos de verdadero amor
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Caridad fraterna
La prueba de la caridad
cluir todas las capacidades de amar. Debe abarcar al amado en la totalidad de su ser, de su vida. Si no nos interesamos por sus valores y por sus miserias, sino que únicamente nos preocupamos por evangelizarlo, entonces el Evangelio no significará vida para él. Debemos amarlo en serio, de veras, en todas las facetas de su vida. El amor fraterno no es amor redentor si no es amor servicial, si no es amor humano efectivo. Si su vida diaria no nos afecta, interesándonos únicamente en predicar la vida sobrenatural y el amor de Dios, nuestros oyentes serán sordos a nuestro mensaje. Pensemos, por ejemplo, en una mujer cuya cocina consiste en abrir latas, cuyo contenido es consumido ante la televisión, que descuida la casa; es irritable, pero cada noche da a su marido una conferencia sobre la vida cristiana. Es la mejor manera de inspirar aversión a la religión. Si, en cambio, fuera amable y servicial, creara una atmósfera alegre de familia, preparara comidas deliciosas, entablara conversaciones agradables, se hallaría en una posición más favorable para tratar de la vida cristiana. El amor redentor debe ser también un amor encarnado, un amor que penetre la vida entera. En la formación de la conciencia es necesario recordar una y otra vez al penitente la importancia de la amabilidad. La amabilidad, la delicadeza y la mutua consideración son mucho más importantes para los que viven bajo un mismo techo que cuando se trata de extraños con quienes sólo nos encontramos ocasionalmente. Estar totalmente faltos de amabilidad con nuestro prójimo más allegado, con los miembros de nuestra propia familia, es trastornar el debido orden de las cosas.
tra vida cristiana. Siempre se puede crecer en generosidad y en calor de amor. Si un penitente está satisfecho de sí mismo y cree que todo está en regla tocante a su amor al prójimo, no podemos llamarlo mentiroso, pero sí podemos rogar a Dios que le cure la ceguera y le otorgue la gracia de conocer que su amor es todavía muy imperfecto. Su actitud se asemeja a la de los fariseos. Si una persona no tiene nunca nada que confesar contra la caridad fraterna, es evidente que o no se da plena cuenta de la importancia del mandamiento del amor fraterno, o no se examina la conciencia a la luz de la nueva ley. Si confiesa que come carne los viernes de cuaresma, o que falta a misa los domingos, pero no tiene nada que decir sobre la caridad fraterna, hay razones de creer que el amor al prójimo no desempeña gran papel en su vida. Es buena señal cuando una persona confiesa humilde y sinceramente pecados contra la caridad fraterna. El confesor puede asegurarle que va progresando y que tiene los ojos abiertos a las grandes realidades de la vida. Nuestro Señor mismo trató de arrancar la venda de los ojos de los fariseos y de los doctores de la ley y con respecto al precepto de la caridad. No eran misericordiosos ni amables; descuidaban el mandamiento principal del amor, mientras eran inflexibles tocante a la observancia de bagatelas como el diezmo sobre las cosas más pequeñas.
La prueba de la caridad
Debemos procurar que nuestros penitentes, como también nosotros mismos, se den perfecta cuenta de que nuestro amor al prójimo no es todavía perfecto, y que todavía estamos ciegos frente a muchos aspectos de esta virtud. Puede darse que nuestro amor sea, sí, eficaz y sincero, pero no penetre la totalidad de nuestra vida. La caridad fraterna debe ser el elemento integrador de nues-
El distintivo de la caridad es el amor de los propios enemigos, de los que nos son causa de pena y de aflicción. No podemos contentarnos con el aspecto negativo de no hacerles mal; el amor de los enemigos entraña un amor típicamente redentor. Debemos ayudarles a superar sus dificultades tocante a nosotros mismos. Supongamos que sufren por causa nuestra, aunque nosotros no hayamos hecho nada que pueda provocar tal actitud. Culpable o no, tenemos la obligación de vencer su animosidad. «Si llevas tu ofrenda al altar y te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda sobre el altar y vete primero a reconciliarte con tu her-
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La ley del crecimiento
Caridad fraterna mano» (Mt 5, 23). ¿Se nos prescribe esto sólo en el caso de que nosotros mismos hayamos ofendido a nuestro hermano, a nuestro prójimo? De ninguna manera. Cuando quiera que lo hallemos en tal clase de dificultad espiritual debida a nuestro modo de proceder o a falta de amor por nuestra parte, debemos procurar ayudarle. Si nosotros hemos causado positivamente la molestia, debemos ayudar doblemente y pedir perdón. El Señor nos enseña en el sermón de la montaña que la nueva alianza nos llama a ser todo bondad, como el Padre celestial es todo bondad, y que su misericordia se extiende tanto a los justos como a los pecadores (Mt 5, 48). «Vuestro Padre celestial es bueno aun con los desagradecidos y malvados. Sed misericordiosos, como misericordioso es vuestro Padre» (Le 6, 36). Como san Pablo lo acentúa enérgicamente, el Señor murió por nosotros, aunque éramos pecadores, sin mérito alguno por nuestra parte. Así nuestro Redentor nos dejó el ejemplo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado.» Nuestra caridad se prueba de veras cuando debemos extender una mano amorosa a los que realmente nos odian y pecan contra nosotros. No es raro que los confesores se encuentren en el confesonario con penitentes que abrigan ideas erróneas en esta materia. Tratan de justificarse fijándose únicamente en las injusticias de su prójimo. ¿Cómo debe proceder el confesor en tales circunstancias? Debe comenzar por el mandamiento de amar a los enemigos. Aunque nuestro enemigo proceda mal, debemos amarlo en verdad; esta es una oportunidad que Dios nos ofrece para dar prueba de nuestro amor. Sin embargo, será prudente que el confesor tome precauciones para no confirmar el juicio negativo de su penitente sobre su «enemigo» sin pruebas suficientes. Supongamos el caso de la buena mujer que se imagina que su marido la tiraniza. Se veía confirmada en su creencia por confesores que le aseguraban que su papel consistía en sufrir como «víctima» en manos de su esposo. Ahora bien, se dio el caso de que su último confesor conocía a su marido. Le dijo que nunca daría bastantes gracias a Dios por haberle dado un esposo tan bueno; Dios lo había hecho amable y paciente con sus excentricidades. Naturalmente, esto le causó como un choque, pues venía a destruir la espléndida imagen que se había formado de sí misma como de 190
Violación de la caridad fraterna una mujer perseguida. El marido agradeció, naturalmente, lo que el confesor había dicho. En el caso de aquella mujer, los confesores no la ayudaban al confirmar sus ideas paranoicas y haciéndola creer que era muy paciente. Al fin acabó por confesar que no había vuelto ya a molestar a su marido y que, además, éste era una buena persona. A veces es provechoso indicar a esta clase de personas que también los otros pueden sufrir considerablemente por su causa. Si el penitente se queja de que se ve tratado injustamente por su enemigo, el confesor puede comenzar diciéndole que Dios le ofrece esta situación de prueba para que demuestre su amor al prójimo. Puede señalar al penitente el ejemplo del Padre celestial, que es bondadoso con todos. Podrá tratar de convencer a la persona que se cree justa, de que su actitud se parece a la de los fariseos. El confesor hará bien en no pasar al extremo opuesto de decir a tal persona que sólo ella tiene la culpa de la situación. Podrá comunicar al penitente que la experiencia enseña que por lo regular la culpa está en las dos partes. La experiencia enseña además que quien descuida la oportunidad de hacer bien a su prójimo porque ha sido anteriormente ofendido por él, suele ser también culpable. El enfrentamiento con estas verdades puede con frecuencia enderezar al individuo y volverlo al camino de la caridad fraterna.
Violación de la caridad fraterna Parece ser que muchos penitentes no perciben la relación que tienen con la práctica de la caridad fraterna los pensamientos poco amables, a juzgar por lo raro que es oírlos acusarse en esta materia. A los penitentes les aprovechará traerles a la memoria que el Señor dijo que de la abundancia del corazón habla la boca. Si el corazón es puro, también lo serán las palabras y las obras, y viceversa. Porque, repitámoslo, si una persona fomenta sospechas poco caritativas, no tardará en manifestar también con palabras los pensamientos poco amables. Los malos pensamientos no son del dominio exclusivo de la impureza, y a los penitentes hay que convencerlos de la necesidad de controlar sus pensamientos en relación 191
Caridad fraterna con la caridad fraterna. La práctica de ésta resultará así más fácil y menos penosa. Hay gentes que gastan un tiempo considerable en excogitar medios para vengarse de su prójimo. Están obsesionados por hallar observaciones punzantes y palabras duras. Cuando se presenta la ocasión fracasan miserablemente. Sin embargo, el hecho de abrigar tales pensamientos es verdaderamente reprobable. También sacerdotes, religiosos y religiosas abrigan a veces tales pensamientos y deseos, y hasta puede darse que el tiempo de la meditación se preste como ninguno a tales cavilaciones. No faltan tampoco penitentes que dicen que perdonarán, pero que no olvidarán. Un caso significativo es el de un sacerdote ordenado hace cincuenta años y al que su obispo ofendió cuarenta años atrás. No se cansaba de relatar aquel incidente. A un colega que le preguntaba: «¿Le ha perdonado usted?», contestó: «Naturalmente le he perdonado, pero no lo olvidaré.» Lo cierto es que esto no puede llamarse perdón. Una buena confesión puede ayudar a desarraigar malos hábitos, pero el hombre no actúa en el vacío; los malos hábitos deben ser reemplazados por otros buenos. El capítulo trece de la primera carta de san Pablo a los Corintios puede servirnos para guiar nuestros esfuerzos en este sentido. Proclama las características de la verdadera caridad, las «señales de discernimiento». «El amor, todo lo espera» (13, 7). El cristiano no debe perder nunca la esperanza. Tampoco la paciencia debe tener límites; la caridad puede siempre hacer y sufrir algo por la eterna salvación de los otros. El pensar positivamente engendra esperanza de lo mejor y aprovecha mucho cuando se quiere aportar alegría, consuelo y alientos a los que se ven frustrados. Un cristiano, al examinarse la conciencia, puede preguntarse: «¿Siento yo por los otros y con los otros? ¿Me doy cuenta de los sufrimientos y dificultades de los otros? ¿Me esfuerzo por iluminar la existencia de alguien que está abrumado por las vicisitudes de la vida?»
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Escándalo y medio social La eficacia de un sacerdote que predique sobre la confesión o que oiga confesiones se verá muy realzada si de antemano procura él adquirir buen conocimiento del clima moral de la zona en cuestión. ¿Cuáles son las tentaciones predominantes? ¿Qué actitud adoptan frente a los problemas sociales las llamadas personas piadosas? Por ejemplo, se descubren actitudes torcidas en una encuesta sociológica, en la que, entre otras cosas, se pregunta: «¿Cuál es su actitud frente a las madres solteras?» El resultado bastante unánime era que tales madres eran despreciadas por los que consideraban el aborto como una solución normal; eran también desdeñadas por su ignorancia crasa de los anticonceptivos. El hecho más sorprendente era que las llamadas almas buenas, con su falta de caridad y su desprecio de dichas madres, hacían la presión todavía más intolerable. Tal actitud manifestada por personas mojigatas inducían muy a menudo a muchachas embarazadas a procurar el aborto. En otra encuesta, un sacerdote (párroco) bien intencionado decía que él observaba una práctica útil. «A ninguna madre soltera se le permite ir a la boda vestida de blanco.» Ocurrió que dos hermanas se casaron en una misma ceremonia. Una de ellas iba vestida de blanco; a la otra la obligó el párroco a vestirse de color porque estaba embarazada. Sin embargo, era un secreto a voces que la muchacha vestida de blanco había tenido por lo menos tres abortos. La hermana vestida de color se hallaba en mucha mejor condición. Pese a las ideas conservadoras y estrechas, los excesivamente devotos escandalizan y son causa de que se cometan crímenes. El confesor hará bien en sacudir a tales personas si se le presenta la oportunidad de hacerlo, exactamente como algunas gentes se han sentido sacudidas al darse cuenta de que comparten la responsabilidad de la renovación preconizada por el concilio Vaticano II. Por ejemplo, ¿cómo pueden tales gentes pretender ser hijos e hijas obedientes de la Iglesia si se oponen a sus enseñanzas? Uno de los peores escándalos de nuestro tiempo es la mediocridad de muchos católicos, particularmente sacerdotes y religiosos. 193
» Háring, Shalom 13
Caridad fraterna Por ejemplo, a veces se oye alabar al padre X porque puede decir en quince minutos una misa de día de labor, y en veinte la misa del domingo; no es como esos otros curas que no tienen reparo en alargar las ceremonias en lugar de preocuparse de despejar la iglesia los domingos. Un serio examen de conciencia se impone tocante al culto público. Muchas de nuestras parroquias son un escándalo para protestantes piadosos que hace tiempo tienen aprendido el significado del culto público.
XV EL CUARTO MANDAMIENTO
Agresividad Finalmente quisiera decir una palabra sobre la agresividad y la caridad fraterna. Los educadores, las religiosas, y en particular los sacerdotes deben aprender a apreciar la importancia del dominio de sí mismos, y más aún a dar ejemplo de éste en su comportamiento cotidiano. Los que consagran sus vidas a propagar el Evangelio escandalizan a otros con su impaciencia y falta de dominio. Esto se observa en el confesonario, en el pulpito y en las aulas. Personas seguras de sí mismas se molestan apenas otros se niegan a aceptar sus ideas o se atreven a proponer cambios. No pocas veces, la agresividad que caracteriza a ciertos maestros y predicadores del Evangelio no procede tanto de celo apostólico como de sentirse agraviados personalmente. Descargan su mal humor en los fieles reprendiéndolos con la mayor severidad, siendo así que en realidad son ellos los que han quebrantado la ley de Dios con su falta de dominio de sí.
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Los mandamientos que pertenecen a las relaciones interpersonales van a ser tratados ahora a la luz del amor, que se* encarna y halla su expresión en las diferentes dimensiones y en los diferentes sectores de la vida. En primer lugar nos ocuparemos del cuarto mandamiento, no sólo como imperativo moral, sino primariamente como catalizador de la caridad social. Todo grupo societario: familia, escuela e Iglesia, así como los diferentes subgrupos de la sociedad son comunidades que, de diferentes maneras, deben reflejar la fraternidad de Cristo.
Vida de familia La preparación de los jóvenes para el matrimonio ha sido durante demasiado tiempo una zona gravemente descuidada en cuanto a la formación de la conciencia (cf. Constitución sobre la Iglesia en el mundo moderno, art. 49, 52). Los mayores fallos inherentes a la «carrera hacia el matrimonio» revelan la falta de preparación desde el punto de vista moral y religioso. La elevada proporción de los divorcios y la alarmante inestabilidad de la familia dan prueba de una falta de responsabilidad social cristiana. Nuestra sociedad, tecnológicamente avanzada, puede estar notablemente adelantada en los ámbitos de pulsar botones, pero el perjudicial desnivel en ámbitos como la educación para la libertad, y 195
El cuarto mandamiento la responsabilidad podría dar al traste una civilización entera. Fijémonos únicamente en la relación entre padres e hijos, que todavía se enfoca, en no pocos círculos, en forma victoríana o previctoriana. Hay padres que siguen tratando a sus hijos adolescentes como a niños, y a sus hijos e hijas mayores como a adolescentes. Algunos se niegan a recibir en sus casas a los amigos de sus hijos. Otros obran como si la juventud debiera ser vigilada constantemente. Tales actitudes pueden originar dos reacciones molestas: o el niño obedece a sus padres como esclavo o manifiesta explosiones de rebelión. En el primer caso se despoja al niño de su energía y de su libertad para desarrollar su propia personalidad, y su consiguiente deformación emocional lo hará incapaz de afrontar una vida productiva. En el segundo caso, el influjo y prestigio de los padres no alcanza ya a los niños, que están totalmente impreparados para exponerse a las normas predominantes en el mundo. Las más de las veces, este último grupo fomenta una actitud negativa frente a toda autoridad. Aprovechará a los padres recordarles que una buena educación de los hijos se logrará mucho más con el ejemplo que con meras reglas y restricciones. Los padres son las primeras figuras en que ponen los ojos los niños, y cualquier cosa que hagan y defiendan servirá de base para el desarrollo del sistema de valores del niño. Naturalmente, deben mantener su autoridad, pero ésta debe ser una autoridad amable, que eduque con vistas a la madurez. La autoridad estará al servicio del amor si expresa humildad para con Dios y para con los hijos. Es una autoridad que ha de ayudar a los niños a distinguir entre lo bueno y lo malo, entre la virtud y el vicio. Algunos padres dan por supuesto que el niño los reconoce como «héroes». Parecen ignorar completamente los perniciosos efectos de su inconsecuencia en la disciplina y en otros sectores de la vida cotidiana en general. Pensemos en padres que son sumamente tolerantes tocante a las malas formas, y en cambio se salen de sus casillas cuando se hace una mella o una abolladura en una pantalla. Es triste ver la anarquía que reina en el ámbito de los valores de muchos padres. La buena educación, si de veras ha de merecer este nombre, entraña instrucción de palabra y de obra, con el estableci196
Vida de familia miento de una jerarquía de valores. Es imposible formar la voluntad de un niño si no se forma su sentido de los valores. Por esto aprovechará a los padres el examinar ocasionalmente la naturaleza de sus reprimendas: ¿provienen éstas de irritación y mal humor o más bien de su deseo de ayudar a sus niños a alcanzar la madurez? En ocasiones cometen los padres la falta de contradecirse mutuamente, y a veces de manera violenta, en presencia de los hijos. En cambio, no hay inconveniente en que discutan tranquilamente y con serenidad sus puntos de vista delante de ellos. Los niños tienen derecho a saber que sus padres no son infalibles y que ellos mismos aprenden discutiendo pacientemente. ¿Qué mejor manera de hacer comprender a los niños que sus padres forman una verdadera sociedad, que se propone buscar en común la solución de sus problemas? En cambio, es muy perjudicial que uno de los padres dé una orden al niño y que el otro venga luego a contradecirla; entonces se ven los niños colocados en una situación de conflicto. De estudios sociológicos resulta que la inconsecuencia en la disciplina familiar prepara el camino a la delincuencia, que es un grave problema social. Debido a la estructura de la sociedad de hoy, en la que el padre trabaja ocho o más horas al día, la educación de los niños se deja en gran manera en manos de la madre. No obstante, el padre que, abrumado por el trabajo, renuncia completamente a su propio papel en la vida de los hijos, comete un grave error. Él es el padre y el compañero de su esposa en la educación de los hijos. No puede contentarse con ser el mantenedor de la familia; debe ser un elemento de alegría y de estabilidad dentro de casa. Si para su mujer y sus hijos es el hombre que se oculta tras el periódico o que mira la televisión, si no es más que el hombre que trae dinero a casa, entonces ha fallado en el aspecto más importante de la paternidad. Es realmente una casa muy triste aquella en que el padre está fatigado para poner la firma en una tarjeta postal o para escuchar las experiencias de sus hijos en la escuela; en que un marido no hace caso de su esposa y olvida felicitarla por su labor, por su cocina y no se cuida de preguntarle cómo le va y cómo les va a los niños.
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Atención a la vocación
Otro aspecto de la vida de familia que el confesor podría recordar ventajosamente a los padres es el de la vocación de los hijos. Es importante que los padres se pregunten de tiempo en tiempo si hacen todo lo que está en su mano para guiar y estimular a sus hijos en la elección de su vocación. Los padres debían buscar oportunidades para discutir el valor de diferentes vocaciones, de diferentes profesiones, enfocando su importancia para la sociedad en general y para la Iglesia en particular. Hay que estimular especialmente
al niño cuando pone los ojos en la profesión para la que parece tener mejores disposiciones. Naturalmente, los padres deben también promover vocaciones religiosas, pero en todo caso deben ser sumamente escrupulosos tocante a la libertad de sus hijos: no deben sofocar una posible vocación del niño al sacerdocio o a la vida religiosa; por otra parte no deben tampoco forzarlos a ir al seminario o al noviciado contra su voluntad. Hay todavía otros sectores en los que un confesor avisado puede prestar gran servicio a los padres que acuden al confesonario, atrayendo más su atención hacia los deberes para con sus hijos. Si el confesor conoce el ambiente familiar, estará en mejores condiciones de ofrecer a los padres consejos apropiados. Por ejemplo, si se da cuenta de que en la inmediata vecindad hay muchachos que toman drogas y al mismo tiempo sabe que su penitente tiene uno o más adolescentes en su familia, puede recomendar a los padres que tomen aparte a los niños y los adviertan de los peligros implicados en unirse a tales muchachos, poniéndolos además en guardia contra los medios empleados generalmente para atraerlos o para «pescarlos». Si es el confesor ordinario del padre o de la madre, puede llamar la atención de su penitente haciéndole notar que es demasiado severo y tiende a censurar al niño cada vez que las cosas salen mal. O puede observar que se inclina a pasar por alto las buenas cualidades de sus hijos, desanimándolos y decepcionándolos consiguientemente. El confesor se halla también en condiciones de poder prevenir contra el excesivo prurito de alabar a los hijos, lo cual puede inducirles a creer que son seres extraordinarios, superiores a los demás. No bastan las preguntas para educar la conciencia de los padres. Hay que hacer sugerencias sobre el modo de afrontar situaciones particulares. La confesión da oportunidades para insistir en el tema de una sana educación de la prole. Por ejemplo: imponer a un padre como penitencia hacer examen de conciencia sobre cómo podría mejorar la educación de los hijos. Una de las preguntas más importantes que puede hacerse un padre es la siguiente: «¿Educo a mis hijos para que adquieran una actitud social, con mentalidad amplia, para que se ayuden entre sí, a la familia, a la sociedad?» ¿Educan los padres a los hijos de modo que asuman sus responsabilidades sobrenaturales?
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La TV y la formación de la conciencia El uso tan propagado de la televisión plantea graves problemas tocante a la formación de la conciencia. Naturalmente, los padres deberían dar ejemplo con una prudente selección de los programas, enseñando a los hijos a distinguir y a no aceptar sin más cualquier cosa que ven en la televisión. El impacto de la TV en los espectadores americanos se atribuye a la «intimidad» del ambiente: las estrellas de la televisión vienen a ser huéspedes en la sala de estar. Los padres deberían guiar a sus hijos en la selección de sus huéspedes. Naturalmente, no podemos pretender educar las conciencias en esta materia si ingerimos todo lo que se nos ofrece en la semana, si no nos esforzamos por disciplinarnos nosotros mismos mediante una dieta equilibrada de televisión. Se ha averiguado que en América el niño medio pasa sentado delante de la pantalla de la televisión más horas que en la escuela. Los padres no se preocupan lo más mínimo con tal que a los niños «se les vea pero no se les oiga». La vida de familia sufre por estar dominada por el aparato de vistas y sonido. La TV es especialmente perturbadora porque no deja tiempo para la conversación entre padres e hijos. Se echa de menos ese tiempo para que los padres discutan sobre el valor de los programas, para ayudar a los niños a juzgarlos objetivamente. Los confesores harían bien en recordar a los padres sus obligaciones en esta materia. Atención a la vocación
Educación en la obediencia Educación en la obediencia La educación en la obediencia plantea un problema especial en nuestros días. En una sociedad cerrada, como en el pasado, cuando la sociedad estaba sujeta a un severo control de pautas uniformes, había menos inconveniente en que se educaran los hijos en un tipo externo, casi uniforme de obediencia. Esto no era obediencia cristiana, desde luego; era una formación en la conformidad. Si lo mismo se practicara en nuestros días, en una sociedad abierta, dinámica, pluralista, se producirían efectos desastrosos. Los medios principales con que los padres pueden educar a sus hijos para la obediencia y la responsabilidad consisten en darles ejemplo y en inspirarles buenos motivos; escuchando sus preguntas y respondiéndoles con la mayor sinceridad posible; pero sobre todo, comprendiendo a sus hijos. Por ejemplo, es descaminado que los padres insistan en que los hijos se amolden a ciertas pautas religiosas sin inspirarles un verdadero espíritu religioso. Yo no me opongo a que se enseñen prácticas religiosas, pero la obligación fundamental consiste en instruir a los hijos en la espiritualidad. Todas las virtudes son dones de Dios y han de adquirirse con responsabilidad personal, pero mucho depende de lo que hagan los padres. El confesor, tratando con niños y jóvenes, debe ayudar a fomentar las debidas actitudes para con los padres. Sería fatal querer reducirlo todo a pura obediencia. La primera respuesta de los niños ha de ser de amor, de gratitud y religioso respeto, dado que los padres representan para ellos la autoridad de Dios. Los niños, y en particular los adolescentes, deben aprender a ser respetuosos en su pensamiento y en sus acciones; hay que enseñarles el primado del corazón. Los niños tienden a responder con estas actitudes cuando se ven ayudados por los padres. Con frecuencia, el confesor dirá al joven penitente que si espera mejorar las relaciones con sus padres y hacer más feliz la vida de familia, deberá suprimir todos los resentimientos que pueda abrigar en su interior, así como toda tendencia a juzgar desfavorablemente sus motivos en la manera de tratarlo. La fuente de no pocas diferencias familiares se halla en formas torcidas de pensar y de juzgar. 200
El confesor puede estimular al joven penitente a aceptar incluso en su interior la ocasión que se le ofrece de poner a prueba su respeto. Juzgar en bloque, sin saber hacer distinciones, es una de las grandes tentaciones a que está sujeta la juventud. En la formación de la conciencia de los jóvenes hay que ayudarles a ser humildes en su manera de juzgar, a darse cuenta de sus limitaciones; al mismo tiempo deben aprender a discernir y a pensar personalmente, a desarrollar el sentido de las distinciones dentro de lo complejo de la vida. El confesor puede pedir al joven penitente que se observe durante algunos días y tome nota de su tendencia a formular juicios severos, sin matices, en particular acerca de sus padres. No pocos de la vieja generación deberían reconocer que realmente están anticuados bajo algunos respectos. Yo estoy convencido de esto acerca de mí mismo. La experiencia del concilio Vaticano II sirvió para abrirnos los ojos a muchos de nosotros. Algunos que eran considerados generalmente como «pioneros» y «vanguardistas» tuvieron que reformar sus opiniones retrógradas. Otros, en cambio, a los que se tenía por excesivamente conservadores en algunas materias, eran muy abiertos y liberales tocante a ciertas ideas modernas. Deberían evitarse en general en la vida ordinaria las etiquetas de «liberal» y «conservador», de «izquierdista» y «carca», puesto que la mayoría de nosotros somos una mezcla desconcertante surgida de nuestras variadas experiencias. Los adolescentes muy en particular deben evitar la tentación de ser tajantes y categóricos en sus juicios, pero también los padres deben desplegar paciencia cuando sus hijos proceden así, pues tal actitud representa un empeño de éstos por aparecer maduros. También aquí puede prestar gran ayuda el confesor. Sería una tragedia si los niños crecieran sin el menor entrenamiento en hacer juicios críticos, aceptando sin más como verdadero todo lo que les dijeran los padres, los maestros o los sacerdotes. Deberían más bien tratar sus propios pensamientos como problemas, como hipótesis que hay que verificar, no como decisiones categóricas definitivas. El muchacho necesita ser educado en el ejercicio de la discreción. Es una vieja tradición, tanto en Oriente como en Occidente, la de insistir en la ciencia del discernimiento que analiza los motivos y las acciones, distinguiendo el verdadero amor de sus falsificaciones. 201
Armonía interracial La familia abierta La vida de familia — o el cuarto mandamiento — entraña no pocas cuestiones. Son bien conocidos los deberes con los miembros ancianos de la familia, como son los abuelos. Pero los confesores deben enseñar a los fieles que el «amor al prójimo» no se limita al ámbito inmediato de la familia, aun cuando la familia sea el lugar ideal para formarse en el amor. No vivimos únicamente en familia, sino en un complejo mundo social. Los niños no sólo deben aprender a amarse unos a otros, a ser amables y respetuosos con sus padres, hermanos y hermanas, así como con sus parientes, sino que deben hacerse cargo de que la familia en conjunto es parte de la vida social, de la vida del vecindario, de la ciudad, de la escuela, del estado y del mundo en general. Pertenece al ámbito de la formación de las conciencias hacer que las gentes se den cuenta de sus responsabilidades con respecto a los diferentes grupos de la sociedad.
Moral cívica Dado que la sociedad moderna tiene que enfrentarse con tantos problemas y obligaciones que anteriormente eran de incumbencia de la familia, hoy día la formación de la conciencia debe ocuparse del ciudadano y de su vida en sociedad. Por esto, los confesores no deben seguir repitiendo las máximas de teología moral que respondían a una era pasada, sino que deben pensar en formar las conciencias en términos de responsabilidad social. Se debe enseñar a los cristianos que tienen la obligación de interesarse por los problemas de la comunidad y del país, es decir, por los problemas culturales, sociales y económicos. Sería un error por parte del cristiano que pretende ser «la sal de la tierra», limitar su visión a su propia familia o a los asuntos de su propia clase social o de su vecindario.
bien como para el mal. Así pues, a los sacerdotes, en cuanto predicadores y confesores, les incumbe la responsabilidad de promover la responsabilidad cívica. El sacerdote no puede, naturalmente, en su función sacerdotal, exigir que se vote por una persona o partido particular. Su papel consiste en formar las conciencias de tal forma que un buen cristiano sea un ciudadano consciente que viva a la altura de sus responsabilidades sociales. El 'bien común reclama honorables y capaces hombres de gobierno. No está, por tanto, exento de pecado uno que a sabiendas vota en favor de un funcionario que no es honesto o que busca su prosperidad personal a expensas del bien común. Tal comportamiento electoral contrarrestaría los esfuerzos de la Iglesia por crear y fomentar una atmósfera divina de amor y de justicia. El patriotismo es indiscutiblemente una materia que pertenece a la formación de la conciencia, pero los confesores deben tener cuidado de inculcar un patriotismo que se extienda a la entera familia de Dios, no únicamente a una parte restringida del todo. Según se va estrechando más y más el mundo, nuestras obligaciones con el prójimo tienden a ganar envergadura. Por ejemplo, pocos serán los que nieguen que en la América de hoy los problemas relacionados con la integración social y racial son de suma importancia para la solución de otros problemas concernientes a la vida internacional.
Armonía interracial
La influencia constantemente creciente del gobierno a todos los niveles de la vida afecta al contorno de uno mismo, tanto para el
Es imposible examinarse actualmente la conciencia sin tener en cuenta los asuntos interraciales. «¿Qué he hecho yo para fomentar la integración social y racial en mis propios círculos sociales?» A veces, incluso católicos piadosos reivindican derechos exclusivos para las «buenas cualidades», y miran a todos los demás como inferiores e incapaces de ser incorporados en la gran corriente de vida americana. Tal sucede especialmente tocante a los hombres de color. La parcialidad cierra la mente a los hechos objetivos. No se puede negar que los negros de América, en términos generales, son tradicionalmente un pueblo religioso con gran capacidad
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El cuarto mandamiento de fe. Esto hay que reconocerlo aunque su expresión de la fe difiera del modo como los blancos expresan la suya. Es conocida la extraordinaria paciencia de las gentes de color: los negros eran pacientes cuando eran esclavos, y lo son todavía pese al largo período en que se han descuidado sus derechos de ciudadanos, por no decir que se les han negado. En la formación de la conciencia de los cristianos importa mucho que los confesores induzcan a los penitentes a enfocar las cosas positivamente. Si, por ejemplo, el movimiento de los derechos civiles ha sufrido reveses y obstrucciones de todo género, se debe a la tendencia de muchos a ver sólo lo negativo en la parte contraria. Si un negro se desmanda, se censura a la raza entera. El núcleo de la cuestión está en que gran número de blancos siguen todavía mirando a los negros como intrínsecamente inferiores. Uno no podrá fomentar la justicia social y la integración si ante todo no se decide a admitir la igualdad de los hombres ante Dios. ¿Qué puede en concreto hacer un blanco por la causa de los negros? El confesor, con vistas a la formación de la conciencia en esta materia, podrá, por ejemplo, sugerir lo siguiente: no acudir a bares, restaurantes, teatros y clubs, en los que no son admitidos los negros. Cuando tengan la opción, deben recomendar los locales que promuevan la integración. Una manera de protestar los penitentes contra la segregación podría ser la de probar que los actuales procedimientos y actitudes de los segregacionistas son contraproducentes. Si los padres pueden elegir, darán testimonio de la sinceridad de su fe llevando a sus niños a escuelas integradas más bien que a las otras o, en los casos en que no se haya llevado a cabo la integración, informando a las autoridades escolares locales de que ellos apoyan la causa de la integración. Se puede estimular a los penitentes a utilizar su influencia con amigos y vecinos para inducirlos a la actitud cristiana de aceptar a toda clase de gentes. Se puede añadir que la promoción de la integración social y racial en un país contribuirá inevitablemente a la causa de la paz en el mundo entero.
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Fraternidad internacional No podemos esperar promover la paz y la libertad si patrocinamos la discriminación en nuestro país, o estado o vecindario; esto sería fariseísmo. La paz se edifica con palabras y con obras. Si las naciones, como los individuos, se respetan mutuamente, no habrá más guerras. Los cristianos tienen el deber de promover el entendimiento internacional acostumbrándose y acostumbrando a otros a fijar la atención en las cualidades positivas de otras naciones. Aunque no podemos elogiar el comunismo como sistema, podemos mostrar discreción al juzgar a los particulares dentro del sistema, así como lo que éstos tratan de hacer. No todo es malo en el comunismo. Es que, además, hay clases y clases de comunismo. Por ejemplo, el comunismo en Polonia no es el mismo que el de Alemania oriental. Este último está todavía dominado por el estalinismo y tiende a suprimir bastantes derechos humanos. El polaco, en cambio, ha puesto en contingencia algunos de los principios básicos del sistema, tratando de reconciliarlos con las exigencias nacionales y sociales. En Polonia son muy pocos los comunistas convencidos, mientras que la mayoría no tienen nada de comunistas. Se llaman comunistas a fin de distraer la atención de los otros y de estar en buenos términos con los poderes constituidos. Por otra parte, el comunismo en Checoslovaquia es completamente distinto del comunismo chino. Por lo demás, no debemos confundir la nación con el sistema político. Como cristianos y realistas, debemos aceptar estas distinciones; de lo contrario, no promoveremos la paz y la mutua inteligencia, sino que fomentaremos la discordia y la rivalidad. Como nos lo recordó el papa Juan, debemos distinguir entre el sistema económico-político y el ateísmo, entre el sistema y las personas. Mis cuatro años de experiencia en Rusia durante la guerra no hicieron sino confirmarme en lo que siempre había oído y creído: los rusos son un pueblo de gran corazón, religioso y acogedor por tradición. Como sacerdote y miembro del cuerpo sanitario, tuve ocasión de tratar con muchos rusos. Puedo garantizar que sería un grave error identificar los pecados de pocos con una pobla205
El cuarto mandamiento
Miembros responsables de la Iglesia
ción entera. Tal injusticia no contribuirá lo más mínimo a la deseada paz en la tierra. Hoy día, en muchos lugares no sólo es arriesgado, sino que es cuestión de vida o muerte, expresar desilusión con respecto al régimen comunista. A los cristianos se les debe enseñar que, si tienen que hablar contra el comunismo, no deben en conciencia silenciar su profunda estima de las cualidades religiosas del pueblo ruso. Hay que hacer comprender a las autoridades rusas que abrigamos una actitud sumamente amigable para con su pueblo. Lo mismo se diga cuando se hable de China y del comunismo chino. No debemos darles motivo de quejarse de nosotros, con vistas a la creación de una atmósfera más amistosa. Los confesores deben insistir en que esto es asunto de conciencia no sólo para periodistas y políticos, sino para todos los cristianos, por cuanto contribuyen a la formación de la opinión pública.
decretos del concilio Vaticano. Los confesores, con objeto de que se conozcan mejor los documentos conciliares, podrían insinuar a ciertos penitentes la lectura de alguno de ellos como penitencia. Los de más interés para los seglares son los capítulos 2, 4 y 5 de la Constitución dogmática sobre la Iglesia, el decreto sobre el laicado, el relativo a la Iglesia en el mundo moderno, y el relativo al apostolado seglar. Los confesores no deberían argüir que esta penitencia sea impracticable. «Sólo perturbaremos sus conciencias por no haber todavía leído nada de los decretos»; «la mayor parte de nuestros penitentes no serían capaces de cumplir tal penitencia»; «ni siquiera sabrían dónde encontrar alguno de los decretos». Tales argumentaciones son depresivas para muchos seglares y desaniman a otros induciéndoles a ese tipo de apatía que ha tratado de disipar el Concilio. No me cabe la menor duda de que el ecumenismo promovido por el concilio Vaticano II haría muchos mayores progresos si los sacerdotes y juntamente los seglares se tomaran más tiempo para examinar los decretos del Concilio. El confesor, cuyo interés debe cifrarse en la debida formación de la conciencia, no puede, en su labor de consejero, ignorar los decretos del concilio Vaticano n. Obrar así sería negligencia crasa.
Miembros responsables de la Iglesia A los confesores se les plantea un formidable quehacer en la reforma de las conciencias de los cristianos tocante a su actitud frente a la Iglesia. Son no pocos los que inducen al pueblo a concebir «la Iglesia» reducida a su estructura jurídica, sin percatarse de la importancia de la definición de la Iglesia como comunidad. No han caído en la cuenta de que ellos — el entero pueblo de Dios — son la Iglesia. El seglar que sufra de este malentendido sólo podrá trabajar con apatía y somnolencia. No todos los cristianos han entendido y ni siquiera estudiado las enseñanzas del concilio Vaticano n tocante a la verdadera idea y autodefinición de la Iglesia. Todos ganarán leyendo y releyendo la Constitución sobre la Iglesia. El concilio Vaticano 11 nos ha dado también una clara valoración del papel del laicado. Desgraciadamente estos documentos no han entrado suficientemente en la lista de lecturas de las familias católicas. Si se ha de dar a los seglares una mejor inteligencia de su Iglesia, si se ha de avivar en ellos la responsabilidad que tienen de participar en la misión de la Iglesia, habrá que informarlos una y otra vez sobre las Constituciones y 206
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XVI EL QUINTO MANDAMIENTO Y LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA
Todos los mandamientos promulgados en el monte Sinaí necesitan explicarse y aplicarse a nuestro propio período de la historia de la salvación. Y así, el quinto mandamiento —en la perspectiva de la ley del Nuevo Testamento — es enfocado como consecuencia del gran mandamiento del amor al prójimo. Cuando en nuestros días se trata de dar una respuesta a la vieja pregunta: «Señor, ¿quién es mi prójimo?», asoman a nuestros ojos nuevas perspectivas. La cuestión tiene dimensiones internacionales, por encima de todas las barreras raciales y abarcando a creyentes e incrédulos; todos son mi prójimo. Si bien el veterotestamentario «No matarás» ha evolucionado desde su forma negativa hasta la positiva neotestamentaria del «Amarás», nuestro mundo no ha captado todavía plenamente el mensaje. En muchos casos un odio hondamente enraizado tiene todavía que convertirse en amor, y la violencia en compasión, antes de que se pueda hallar paz en la tierra. Los hombres tienen primero que hallar a Cristo y su amor en sus corazones.
La guerra moderna En la época moderna puede muy bien darse que un joven sincero pregunte al confesor si puede o no servir con buena conciencia en las fuerzas armadas. 209
El quinto mandamiento
La guerra moderna
Tradicionalmente los teólogos morales han sostenido la licitud de una guerra justa. Esto quiere decir que un gobierno puede requerir a los ciudadanos para que combatan y hasta sacrifiquen sus vidas en defensa del bien común y de la libertad del país. En este caso todo ciudadano debe responder a este requerimiento con conciencia clara. Sin embargo, si alguien está convencido de que una guerra es injusta y, no obstante, toma parte en tal guerra y mata a otras personas, es un homicida. Ésta es, además, la opinión tradicional. En el último caso, una persona privada que se pregunta acerca del derecho de su gobierno a exigir el servicio, o acerca de la justicia de la guerra, debe hacer todos los esfuerzos posibles para formarse una conciencia recta en la materia. Acerca de la guerra atómica o nuclear, la cuestión es completamente diferente. Sería sumamente difícil, por no decir imposible, justificar tal guerra. Los daños de la guerra atómica serían en todo caso mayores que el sacrificio de parte de los derechos civiles y políticos de las personas. Cuando Nikita Khrushev era todavía primer ministro en Rusia dijo acerca de la guerra atómica: «...los supervivientes envidiarán a los muertos». Nunca se podrá justificar moralmente el lanzamiento de bombas A o de bombas H sobre las ciudades. Además, yo creo que un soldado que obedezca tales órdenes de su gobierno será millares de veces positivamente culpable de homicidio. Supongo que las gentes que tanto se horrorizaron al oir las atrocidades cometidas por los individuos de la SS en la última guerra, no tendrán dificultad en aceptar este punto de vista. En efecto, nadie puso en duda que aquellos alemanes que obedecieron las órdenes del Führer y sacrificaron a millares de inocentes judíos fueran homicidas en todo el rigor de la palabra, aunque actuaron «obedeciendo» órdenes superiores. En cambio, cuando sólo se trata de una guerra defensiva contra un injusto agresor y el gobierno se limita a objetivos militares, como la destrucción de aeropuertos, de fábricas, de plantas de almacenamiento de bombas, entonces el soldado no sólo puede, sino que debe obedecer. Sin embargo, no dejo de apreciar el testimonio de objetores de conciencia, que al mismo tiempo movilizan todas sus energías de amor en favor de la paz y de la justicia social entre las naciones.
Al tratar este tema no puedo menos de repetir la obligación, antes mencionada, de crear una atmósfera de respeto entre el pueblo. Un país debe hacer lo posible por transmitir a otros una imagen favorable de amor a la paz. Tal imagen pública es imposible si al mismo tiempo todos los esfuerzos van dirigidos a la producción de armas. Hay que subrayar también la actitud de personas que se esfuerzan por conocer las buenas cualidades de otras naciones y por promover una opinión pública conducente a la paz entre todos los pueblos. Al tratar aquí de la guerra, quisiera reafirmar mi opinión tocante al espía que se suicida. Anteriormente traté ya esta cuestión en «Familia Cristiana», revista en la que periódicamente respondía a preguntas de los lectores. Sin embargo, la opinión que entonces expresé ha sido malamente desfigurada por la prensa americana. El punto discutido era éste: ¿Puede un espía obedecer las órdenes de su gobierno que le intima el suicidio, si es éste el único medio de proteger informaciones secretas que, si se revelaran, podrían poner en grave peligro la paz? Mi respuesta era que el suicidio, en sentido estrictamente moral, no es lícito. Sin embargo, yo añadía que se podía discutir si en tales circunstancias la acción del espía sería suicidio en sentido moral. Yo distinguía entre el hecho de quitarse uno la vida y el suicidio en sentido moral, y apoyaba mi razonamiento con varios ejemplos. Tal fue el caso de Sócrates que, condenado a muerte por el gobierno, bebió tranquilamente la copa de veneno. En aquel tiempo, obligar a beber el veneno era el medio empleado para dar la muerte en forma menos penosa. Que yo sepa, ningún moralista ha calificado de suicidio en sentido moral la muerte del filósofo por su propia mano. En el Japón, los miembros de la nobleza no eran condenados a la horca, sino que se les obligaba a quitarse la vida (harakiri) cuando eran condenados a muerte. Nadie llamaría esta acción suicidio en sentido moral. Quienquiera que tenga alguna experiencia de la guerra sabe que en ella hay muchas acciones, en las que uno cumple una orden, aunque prácticamente sabe que obrando así sacrificará su vida. Nadie acusaría a tal hombre de suicidio en sentido moral. Finalmente, después de la Segunda Guerra Mundial se hizo
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El quinto mandamiento
célebre el nombre del padre Kolbe. Aquel sacerdote había estado en un campo de concentración. Cada vez que alguno de los presos resistía a las órdenes, eran éstos conducidos a los patios y uno de cada diez del campo era condenado a una terrible tortura y a una muerte lenta. Sucedió que en una de aquellas ocasiones el padre Kolbe vio a un hombre, padre de varios hijos, que había sido elegido como víctima. Inmediatamente pidió que se le permitiera ocupar su puesto, aunque no podía tener la menor duda de que iba a morir voluntariamente. Sin embargo, ¿quién pensaría en acusar de suicidio al padre Kolbe? Luego, después de establecer la distinción entre el hecho de quitarse uno la vida y el suicidio moral, dije que el caso del espía podía considerarse como una cuestión discutible. Yo no pretendía haber probado que un espía que deliberadamente se quita la vida con objeto de servir a la causa de la justicia y de la defensa de la paz, no comete suicidio en sentido moral. Repitamos la línea de la argumentación: por el hecho de que el espía tiene informaciones secretas de tal importancia, que revelándolas pondrían en peligro la paz de su país, su gobierno le da la orden de sacrificar su vida antes que entregar la información. Se puede discutir si obedeciendo la orden del gobierno, el espía comete suicidio en sentido moral, ya que, al disponer de su vida, depende de órdenes superiores. (¿No es el gobierno el que en tiempo de guerra decide que ciertos individuos han de sacrificar sus vidas para proteger la paz?) El gobierno ejecuta su decisión dando la orden a los que están dispuestos a sacrificar libremente sus vidas caso que este sacrificio sea necesario para la patria. La razón porque menciono este caso es la de mostrar cuan cuidadosamente hemos de evitar enseñanzas apodícticas en casos intrincados. Condenar el suicidio o el aborto como pecados graves no debe ser un motivo que nos retraiga del estudio, sino que más bien debe obligarnos a examinar más de cerca ciertos casos extremos que se plantean en relación con el significado moral de estos actos.
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Aborto Los confesores se ven con frecuencia llamados a iluminar o a fortalecer las conciencias del pueblo en relación con el crimen del aborto. Todo católico debería saber que éste es uno de los pecados más graves, una violación directa del derecho más elemental de una persona inocente. Es un pecado contra la justicia y contra la caridad o el amor, un pecado de desprecio, de burla del don de la fecundidad dado por Dios a la mujer para el cumplimiento responsable de la vocación femenina. En lo más hondo de su ser sabe toda mujer que su consentimiento en el acto conceptivo implica el compromiso moral de llevarlo a buen término; es una cuestión de justicia en relación con el don de su sexualidad y de su naturaleza femenina otorgado por Dios. Todo confesor experimentado sabe que el aborto es un pecado que muchas mujeres no se sienten capaces de perdonarse ni siquiera después de haber sido perdonadas por Dios mismo. Los médicos y los psiquiatras saben también hasta qué punto las mujeres, por su misma naturaleza, están vinculadas a la maternidad, aun cuando al nivel consciente puedan no darse mucha cuenta de esta vinculación. En Flight {rom Wornan ( = Huida de la mujer), el eminente psiquíatra Karl Stern ilustra este punto refiriéndose a cómo el «sentido del tiempo» penetra a un ser femenino: «No pocas veces vemos que en los casos en que una mujer comete un aborto artificial, digamos en el tercer mes de la gestación, este acto parece no tener consecuencias psicológicas. Sin embargo, seis meses después, precisamente cuando el bebé habría debido venir al mundo, el sujeto cae víctima de grave depresión o incluso de psicosis. Ahora bien, acerca de esto se observan dos circunstancias curiosas. La depresión se produce aun sin que la mujer se dé cuenta conscientemente de que "ahora es el momento en que habría debido nacer mi bebé". Además, la filosofía de la paciente no es necesariamente tal que ella desapruebe el acto de interrupción del embarazo. Sin embargo, su profunda reacción de perdida (que no va necesariamente unida con una preocupación consciente por el parto fallido) coincide con el tiempo en que éste hubiera tenido lugar... La mujer, en su mismo ser, está profundamente vinculada al bios, a la naturaleza misma.»
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El quinto mandamiento Se considera como altamente probable que el óvulo fecundado, por lo menos una vez que ha sido implantado en el seno, es un ser vivo dotado de un alma inmortal. Aunque esto no sea un dogma, el aborto de un óvulo fecundado se considera casi universalmente como un homicidio, así como es un homicidio el caso de un cazador que dispara cuando no está seguro de si apunta a un animal o a una persona. Esta duda no lo dispensa del crimen de homicidio, sino al contrario. Las jóvenes, e incluso las mujeres adultas, tienen gran necesidad de instrucción en esta materia. Se debería hacer comprender a toda mujer que al destruir el fruto de su seno, no sólo destruye la dignidad de la maternidad en sí misma, sino, lo que todavía es más importante, su maternidad espiritual. El hecho de que se tenga tan poca conciencia de la gravedad del crimen del aborto, es indicio de la insensibilidad de nuestro tiempo con respecto a lo sagrado de la sexualidad humana, mediante la cual la persona humana tiene el privilegio de verse asociada en la acción creativa del Dios todopoderoso. Muchas jóvenes y mujeres proceden con la presunción de que al primer indicio de amenorrea pueden recurrir inmediatamente al médico a fin de tener la menstruación, aun cuando sospechen que un embarazo ha podido interferir con su período regular. Hay quienes justifican el aborto por razones de mera incomodidad o de ambiciones materiales. Para otras, en cambio, la tentación o la decisión de hacerse practicar el aborto puede ser penosa y difícil, originada por una desesperación psicológica debida a circunstancias poco menos que insoportables. En estos casos, la culpabilidad subjetiva variará de grado exactamente como en cualquier otro pecado. El confesor, al aconsejar a estos penitentes, haría bien en sugerir motivos: la fidelidad a su condición de mujer y a la voluntad de Dios, que llama a la mujer a cooperar con su poder creador. Se les puede hacer ver cómo este crimen atroz es un pecado contra el amor materno, y se las puede estimular a que amen a ese niño que está por nacer de su carne y de Dios. Si se trata de un hijo natural, el confesor podrá ayudar a la muchacha, insinuándole dónde podrá hallar abrigo durante el período de la gestación; podrá 214
Aborto ofrecerse a hablar con sus padres para tratar de reconciliarlos con el hecho de su embarazo y animarlos a tratarla con la mayor caridad. El confesor puede hallarse también en condiciones de tranquilizar a una mujer que duda acerca de una operación prevista, explicándole, si tal es el caso, que se trata de una operación lícita, que no tiene nada que ver con un aborto. Acerca de los casos en que se pueda dudar si se trata de aborto, de «aborto indirecto» o de una operación lícita, me permito remitir a mi libro La ley de Cristo, vol. ni. Con una muchacha o mujer que se ve embarazada por haber sido violada, hay que sentir, y mostrarle, la mayor compasión. Los casos no son frecuentes, pero existen. Éstos reclaman especial consideración, no sólo porque así lo exige todo instinto de humanidad, sino por razón de una circunstancia que no se halla presente en ninguna otra clase de concepción, si se exceptúan, posiblemente, ciertos casos de incesto que pueden llamarse también propiamente violaciones. En los casos de verdadera violación está absolutamente excluido el consentimiento de la muchacha o de la mujer en el evento conceptivo; se da, más bien, extrema aversión y repulsa. Se trata de una situación originada no sólo con violación de la ley de Dios en cuanto expresada en los mandamientos, sino también con violación de la naturaleza en cuanto indicada incluso en las formas inferiores de vida bisexual, en las que el consentimiento de la hembra es condición para el acto. Por razón de la dignidad de la persona humana, de la ordenación del acto sexual a la persona y a la familia, y del destino y finalidad sagrada de la sexualidad humana, este consentimiento — por lo menos en grado mínimo — es un derecho inalienable de la mujer. Por ejemplo, en algunos casos de seducción, es posible que la mujer no dé precisamente su consentimiento en toda regla, pero siempre hay algún grado de asentimiento. Los hombres son la única especie que viola esta regla de la naturaleza en el crimen incalificable del estupro. Hubo tiempos en que la violación de la mujer era punible de pena de muerte; actualmente la pena se ha rebajado hasta tal punto que no puede compararse con lo abominable del crimen. En los casos de estupro es moralmente lícito deshacerse del 215
El quinto mandamiento semen masculino, que se considera como prolongación del acto inicial de agresión. Sin embargo, el aborto no es lícito si ha tenido ya lugar la concepción. Cierto que no se puede decir que el feto, que no se habría formado sin la presencia del semen «agresivo», sea en sí mismo un «agresor». No obstante, tenemos que reconocer que si el feto es inocente, no menos inocente es la muchacha. Podremos por tanto comprender su repulsa, pues siente que ese no es «su» hijo ni un hijo que deba en justicia engendrar. Con todo, debemos tratar de inducirla a mirar al niño con amor por razón de su inocencia subjetiva y a engendrarlo en medio de los dolores del parto, con lo cual puede dar por satisfecha su obligación de maternidad forzada, y puede luego entregar el bebé a alguna institución religiosa o estatal, después de lo cual procurará reemprender su vida con la santidad que sin duda habrá realizado con su gran sacrificio y sufrimiento. Si, debido a los efectos psicológicos de su experiencia traumática, es incapaz de aceptar este consejo, puede darse que hayamos de dejarla en su «ignorancia invencible». Su propia salvación puede depender de ello, debido a su estado de extrema desesperación. Si ha cedido ya a la violenta tentación de deshacerse lo más completamente posible de los efectos de su experiencia, podemos dejar a la misericordia de Dios el juicio del grado de su culpabilidad y tratar de despertar en ella la voluntad de integrar sus sufrimientos y su culpa con los sufrimientos y los pecados del mundo, que Cristo tomó sobre sí mismo en la cruz. En cuanto a los que han cometido el crimen de aborto, los confesores deben generalmente procurar explicarles la gravedad de su ofensa y notificarles que la Iglesia excomulga a quienquiera que autorice tal crimen o participe en él. Puede darse que sus conciencias estén todavía a oscuras tocante a la verdadera naturaleza y gravedad de su acto. Con todo, hay que abrirles los ojos, ya que aquí no está implicada únicamente una cuestión de la conciencia subjetiva. Hay que tener en cuenta el efecto en el contorno, en la creación de la «atmósfera divina», en la que el amor y la bondad da testimonio de la presencia de Cristo. Añadamos que la Iglesia tiene el deber de proteger a los que carecen de protección y están cerca de Dios, los niños que van a nacer. 216
Vida y salud del prójimo El «No matarás» del Antiguo Testamento se convierte para el cristiano en el precepto afirmativo «conservarás la vida». No basta con evitar matar a nuestro prójimo, sino que debemos amarlo y, a la luz de este amor, atender a las cosas que atañen a su salud y a su vida. Una conciencia cristiana formada se pregunta acerca de los deberes relativos a la vida de la familia y de la comunidad. El confesor deberá aguzar en sus penitentes el sentido de la responsabilidad en esta materia induciéndolos a reflexionar sobre puntos tales como éstos: ¿Procuramos a la familia, en nuestra calidad de padres, los debidos cuidados médicos, una alimentación bien equilibrada, la limpieza que fomenta una verdadera higiene preventiva? ¿Proporcionamos escuelas especiales a los disminuidos física o mentalmente? ¿Cómo tratamos a los «viejos»? ¿Procuramos añadir vida a sus años o nos contentamos con añadir años a su vida? ¿Ayudamos, como a prójimos, a nuestros vecinos en las incidencias de la vida? En nuestra calidad de ciudadanos, ¿procuramos con nuestra acción y nuestro voto un tipo de administración pública que actúe atendiendo sinceramente a la seguridad y a la salud de la comunidad entera? ¿Tenemos verdadero interés cívico en mejorar las condiciones de la vivienda, de la higiene, de los servicios sanitarios apropiados, la inspección sanitaria y contra incendios, especialmente en los barrios bajos? ¿Nos interesamos en procurar que los retrasados mentales reciban la asistencia profesional que necesitan? ¿Damos pasos para procurar que se creen institutos de asistencia social para las familias que necesitan de ayuda especial? Nuestra mayor información en psicología y medicina nos ha llevado a darnos más clara cuenta de los problemas psicosomáticos. Éstos nos hacen pensar en la necesidad de considerar las posibles repercusiones de nuestro comportamiento en la salud de los que nos rodean, en particular en nuestra propia casa. Es muy sabido que llevando gozo y esperanza a la vida de una persona, se contribuye también a su salud. Es, por consiguiente, grave pecado menoscabar la salud de otros causándoles continuos disgustos. 217
El quinto mandamiento La triste situación de ancianos abandonados merece especial consideración por parte de las personas de todas las edades. Tanto su soledad como sus necesidades físicas reclaman nuestro don de amor y nuestra ayuda espiritual. No debemos contentarnos en conservar su vida, sino que debemos ayudarles a reflexionar sobre el gozo y la luz que aporta el amor de Cristo. La carretera. La proporción de muertes en la carretera ha ido constantemente en aumento estos últimos años. En los Estados Unidos, sólo el año 1965, hubo 49.000 muertos y 1.850.000 heridos en accidentes de circulación. Teniendo presentes estos hechos aterradores, no se puede dudar de la obligación en conciencia de observar el código de la circulación. Muchos moralistas consideran como pecado venial toda violación de los límites de velocidad indicados en las carreteras. Yo no me atendría rígidamente a esta apreciación, puesto que con frecuencia la velocidad mantenida por otros conductores es una medida de prudencia mejor que los límites indicados oficialmente. La opinión más común es que se puede permitir un margen de cinco millas por hora (8 kilómetros). En todo caso, conducir de modo que se ponga en peligro la propia vida o la de los otros es pecado sin género de duda. Lo mismo hay que decir del hecho de conducir coches que se sabe que sufren de defectos peligrosos. No se pueden nunca diferir las reparaciones necesarias •para conducir con seguridad. Sería, por ejemplo, contra el quinto mandamiento conducir con malos frenos. El creyente debe aprovecharse de toda advertencia sobre las obligaciones en esta materia, hecha en el pulpito o en el confesonario. Evidentemente, los que van a conducir no deben tomar bebidas alcohólicas, o, a lo sumo, el mínimum que no afecte a su capacidad de conducir con seguridad. Algunas personas deberían renunciar en absoluto a conducir, por ejemplo, los que están sujetos a oscurecimientos de la vista y otros que no tienen suficientes reflejos o cuya visión no es segura. Nadie debe intentar conducir si está agitado emocionalmente o bajo una fuerte sensación, así, normalmente, cuando ha muerto un amigo íntimo o un pariente muy allegado.
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Vida y salud personal Un aspecto de la obligación concerniente a la vida y a la salud es la protección de la propia salud. Debemos regir nuestra vida de modo que pueda servir a Dios y al prójimo. Nuestra obligación primordial no es la de no gastar nuestras vjdas, puesto que las hemos recibido para emplearlas. El ejemplo de Cristo puede servirnos aquí de modelo. Pero, precisamente por la obligación que tenemos de consagrar nuestras vidas al bienestar de los demás, no tenemos derecho a quitarnos la vida o a acortarla indebidamente. De san Jerónimo, que, como es sabido, era un gran asceta, se refiere que dijo — y con ello concuerdan santo Tomás y el Corpus Iuris Canonici—: «Hay poca diferencia entre matarse uno de una vez y matarse uno lentamente con penitencias y mortificaciones inconsideradas.» Supongo que todos los cristianos, incluso religiosos y religiosas, darán hoy día la razón a san Jerónimo en este punto. Nadie tiene derecho a acortar tres o cuatro años su vida con mortificaciones externas. El (abaco. Sin embargo, dudo que todos los religiosos y seglares cristianos convinieran con san Jerónimo acerca del acortarse la vida cinco o diez años por fumar en exceso. Si aceptamos el primer punto, debemos aceptar el segundo. El uso excesivo del tabaco hace que la persona pierda parte de su libertad, que, en sentido psicológico, es el elemento más valioso de la salud de una persona. Es muy posible conservar la propia integridad, salud y libertad, y al mismo tiempo practicar la mortificación renunciando a la tentación de fumar inconsideradamente. Muchos estudios, comprendidos los de la Royal Commission en Inglaterra y los referidos por la Surgeon-General en los Estados Unidos, prueban que los grandes fumadores, por ejemplo, los que fuman habitualmente por lo menos quince cigarrillos al día, viven unos cinco años menos que el promedio de personas de su edad. Un estudio sobre siete encuestas que incluyen la observación de 1.123.000 casos llevada a cabo desde 1951, reveló que la proporción de muertes por mil debida a toda clase de causas era del 68 % más elevada entre fumadores que entre no fumadores. Así pues, 219
El quinto mandamiento los cristianos harían bien en inducir a otros, con su ejemplo de abnegación, a despojarse del hábito de fumar inmoderadamente. A los sacerdotes fumadores, su propio hábito puede enseñarles a comprender las dificultades que tienen algunos penitentes para procurar adquirir buenos hábitos en otras materias. Todos los sacerdotes necesitan deducir a veces analogías entre las dificultades o debilidades en su propia vida y las de sus penitentes en las suyas. Esto sirve para ampliar la visión del confesor. Finalmente el confesor, como consejero espiritual, al tratar con penitentes que sinceramente aspiran a una vida espiritual más elevada y que están dispuestos a hacer sacrificios a este objeto, podrá proponerles de vez en cuando que se nieguen el placer de fumar como penitencia por — y en solidaridad con— los fumadores y bebedores inmoderados. Su sacrificio servirá también de estímulo psicológico para cristianos más débiles. La bebida. Lo que acabamos de decir acerca de la moderación se aplica igualmente al exceso en la bebida. Muchos alcohólicos conocidos se habrían ahorrado el estigma y las humillantes experiencias causadas por su debilidad, si hubiesen sido estimulados por el ejemplo de otros que hubieran renunciado voluntariamente a beber. En reuniones de sociedad, algunos se avergüenzan de no beber más. Puede haber grave obligación de ayudar al alcohólico, especialmente para sus parientes próximos o amigos íntimos. Los que gozan de plena libertad tienen, naturalmente, mayor obligación que los que caminan ya por el camino del alcoholismo y han perdido, en cierta medida, el control de sí mismos. El sueño. Hay diferentes maneras de arruinar uno su propia salud, entre otras el no dormir bastante o el dormir demasiado. Hay gentes que se pasan durmiendo no poca parte de su vida, con lo cual conservan la vida, pero tienen muy poco que ofrecer en términos de plenitud de experiencia personal. Dado que estamos obligados a gastar nuestra vida razonablemente en el servicio de Dios y al prójimo, no tenemos derecho a perder la salud por falta de templanza en materias como el sueño y la comida.
El confesor de enfermos Importa extraordinariamente convencer al enfermo de que su enfermedad es una etapa en el camino de la salud, en el sentido espiritual del término. Los enfermos se hallan en una situación redentiva. Si hacen buen uso del tiempo de su' enfermedad, pueden crecer en el amor de Dios y al prójimo. Pueden ofrecer sus achaques como reparación por sus faltas y como satisfacción por los pecados de los otros. Éste es el verdadero sentido de la participación en la muerte redentora del Señor. En este punto, Tomás de Kempis, en la Imitación de Cristo, aseguraba que nadie se hace mejor por la enfermedad. Esto no es cierto. Si lo fuera, lo sería por culpa de los confesores y de los moralistas. Tenemos que enseñar a los fieles el sentido cristiano del sufrimiento. Los cristianos deben percatarse del valor de la enfermedad. Puede ser una bendición para algunas personas el tener oportunidad para reflexionar, para renunciar durante algún tiempo al activismo y consagrarse a pensar en Dios y en su destino y salvación eterna. Es ésta una oportunidad fomentada con frecuencia por una grave o prolongada enfermedad. Precisamente debido a este papel redentor de la enfermedad, las religiosas dedicadas a las tareas de un hospital hallan en su vocación una notable forma de apostolado. Hasta los médicos, como todos los buenos cristianos que despliegan su actividad en los hospitales, podrán sacar provecho si se les hace presente este aspecto de la enfermedad. Todos los que tienen el privilegio de cuidar de los enfermos, tratan de procurar la salud del cuerpo, pero al hacerlo contribuyen a la salud del hombre entero. Los médicos y las enfermeras pueden hacer mucho para colaborar con el confesor bajo este respecto. Hace cosa de doce años traté de prestar alguna ayuda a un sacerdote que había apostatado de la fe hacía unos cuarenta años. Había sido profesor de teología dogmática, pero había perdido la vocación y la fe por causa de una mujer. Cuando lo visité, sus primeras palabras fueron éstas: «¡Cómo!, durante cuarenta años ningún sacerdote ha venido nunca a verme...» Hablamos un rato,
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El quinto mandamiento
El confesor de enfermos
pero en aquella ocasión no estaba él dispuesto a retractar públicamente sus declaraciones pasadas. Algunas semanas después, hallándose en el hospital, se mostró muy preocupado y preguntó a su médico, un joven doctor católico: «¿Qué dirían las gentes si un anciano como yo volviera a la Iglesia católica y retractara cuarenta años de su vida?» El joven doctor respondió: «Profesor, dentro de pocas semanas o meses, puede que le interese más saber lo que dirá Dios.» Aquellas pocas palabras hicieron profunda impresión al anciano, que dijo al doctor que llamase inmediatamente al párroco. El enfermo se confesó y recibió la comunión. Al oir confesiones podemos influir mucho haciendo que los penitentes comprendan que pueden ayudar a los enfermos de esta forma. Los pacientes de un hospital pueden también prestar gran ayuda unos a otros. Los que llegan a hacerse cargo del profundo significado espiritual de su enfermedad deberían procurar ayudar a sus prójimos y compañeros de dolencia a enfocar las cosas bajo la misma luz. Otro punto que conviene notar es que deberíamos tratar de hacer que los enfermos miraran su situación desde un punto de vista optimista y de conformidad. El optimismo tiene gran poder curativo. El optimismo juntamente con el gozo cristiano son poderosos factores que influyen en la buena salud. Uno que ama el trabajo realiza quizá tres veces más que el que no lo ama, y nunca se pone enfermo por exceso de trabajo. Los que se preocupan por su salud están casi condenados a enfermar; son víctimas de su propio enfoque pesimista. Con una prolongada introspección y escudriñando constantemente posibles achaques, acaban por hacerse hipocondríacos. El mejor medio que tiene el enfermo para recobrar la salud consiste en entregarse enteramente a la voluntad de Dios y en aceptar la enfermedad como una gracia y una bendición disfrazada. Otro punto que atañe a la conciencia es la obediencia que se debe al médico. La actitud cristiana ante la enfermedad debe ser la de conformidad con todo lo que Dios tenga dispuesto, incluso la muerte, si es su voluntad. Pero la conformidad cristiana con la muerte no excluye hacer todo lo que sea necesario para cuidar de la propia salud. Uno de los mayores peligros psicológicos que tiene
el enfermo consiste en preocuparse excesivamente por su propio caso. A estas personas les aprovechará mucho verse animadas a ocuparse de otros asuntos y a procurar interesarse por otras personas. Su constante preocupación retarda su curación. Finalmente, una palabra sobre la gratitud durante una enfermedad. El enfermo debería, naturalmente, estar agradecido a todos los que se interesan por él: médicos, enfermeras y otros, especialmente los parientes. Hay verdadero peligro de que el enfermo se vuelva egocentrista. Por esto los confesores deben ayudarle a hacerse cargo de sus responsabilidades con otras personas e instarles para que hagan todo lo que puedan por el bienestar de los que los asisten.
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XVII LA CASTIDAD Y LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA
Una actitud positiva En materia de castidad, una conciencia estrictamente prohibitiva saca de su quicio a la persona humana y obstruye la acción de Dios en ella. Si queremos formar una conciencia que induzca al penitente a la integridad, aunque dejando intacto el amor y el gozo, que son esenciales para la debida comprensión y uso de la sexualidad humana, debemos tender a una apreciación más completa de la bondad y santidad de ésta. Mediante la sexualidad humana encauza Dios la vida y el amor en el mundo. Llama al hombre a participar con él en la formación creativa de su pueblo y en la continua efusión de su amor redentor en la tierra. En la medida en que se ayuda al penitente a lograr el sagrado objetivo de su sexualidad, se le anima también a evitar su profanación. Una actitud verdaderamente torcida y demasiado predominante es la de considerar el sexo como un mal o como una ocasión de pecado, pecado que luego se excusa con el matrimonio. Esto sería algo así como decir que la administración de los sacramentos es pecaminosa, pero cesa de serlo una vez que el sacerdote ha sido ordenado y ha recibido la facultad de oir confesiones. Naturalmente, quienquiera que osase oir confesiones antes de estar ordenado no merecería ser confesor, pues revelaría una lamentable ignorancia de la misión de éste. 225
La castidad
Ofensas contra la castidad
Por la sexualidad humana están todos llamados, de una manera o de otra, a una paternidad o maternidad de los hijos de Dios. La respuesta corriente al llamamiento de Dios está en la vocación del matrimonio y de la paternidad natural; sin embargo, interesarse con amor por el prójimo en la vida seglar, es también un papel de padre, y la total entrega de uno mismo a la paternidad o maternidad espiritual en el celibato consagrado, es una vocación, una forma especialmente bendecida de fecundidad espiritual. Todas las obligaciones de la castidad cristiana fluyen de estas vocaciones, que testimonian, cada una en su forma especial y única, la presencia del reino de Dios. Una vez que uno ha comprendido la castidad a esta luz, sabe por qué debe evitar los pecados contra el sexto mandamiento que contradicen o alteran el profundo significado de su sexualidad y su expresión en su propia vocación. La formación de la conciencia del penitente bajo este respecto significa inducirlo a penetrar el sentido de las profundas verdades implicadas en esta materia. Entonces se percibe lo que significa pecar contra Dios, sumo bien en nuestra escala de valores y revelador de esta jerarquía de bienes.
na para entregarse plena y gozosamente a testimoniar la presencia de Dios mediante el servicio a los hijos de Dios.
Matrimonio y celibato ¿Qué es el matrimonio? Es una alianza estable y exclusiva de amor entre un hombre y una mujer en la presencia de Dios. Por la acción del Espíritu Santo y la aceptación de esta acción por los esposos, su amor personal mutuo refleja el amor de Cristo al pueblo de Dios, que es su Iglesia. Su gozosa colaboración con el grandioso o Amante, Dios Creador y Redentor, profundiza su propio amor hasta que éste se transforma en un don total del uno al otro y de ambos a los hijos nacidos de su unión. Así forman una comunidad de amor, que da gloria a Dios. ¿Qué es el celibato? El celibato es también una alianza de amor, pero de un amor orientado hacia lo más alto, que en primer lugar se da enteramente a Dios y luego refleja su amor divino, en actos y actitudes, delante del mundo. Es una de las formas más elevadas de apertura a Dios y al prójimo, apertura que capacita a la perso226
Ofensas contra la castidad Muchos cristianos piensan, u oyen decir, que todos los pecados contra el sexto mandamiento son ipso jacto pecados mortales. Sin embargo, esto no ha sido enseñado nunca por la Iglesia. Sería de lo más ridículo equiparar el abominable pecado de estupro o de fornicación desdeñosa y desamorada, con las caricias demasiado íntimas hechas a la novia, aunque con ellas se experimenta un cierto grado de placer egoísta. Ni se puede sostener que la falta de control en cuanto a la pasión sexual del amor haya de juzgarse más severamente que el desenvolvimiento de pasiones tan destructivas como la cólera o el odio, de las que hemos tratado en el capítulo precedente. No hay normas especiales de moralidad aplicables al sexto mandamiento; éste se rige por las mismas normas y principios generales que regulan el resto de la moral. Como en los demás casos, sólo se comete un pecado mortal tras la necesaria deliberación y la libertad requerida por parte del individuo. Tres elementos deben estar siempre presentes para que haya pecado mortal: 1) hay que darse plena cuenta de que se toma una decisión acerca de la amistad de Dios y de la salvación, lo cual proviene de la convicción de la importancia que tiene la decisión (o la materia de la decisión); 2) una plena liberación proporcionada, y 3) el grado de libertad correspondiente a la decisión sobre la salvación eterna. Sin embargo, sólo Dios conoce la exacta medida de la deliberación y de la plena libertad que merece condenación eterna. Los teólogos sólo pueden proponer tanteos o reglas aproximadamente de prudencia. Hasta estos últimos años, la opinión más común entre los moralistas era que son mortales todos los pecados en los que una persona busca directamente un placer sexual contrario al orden moral, sea cual fuere el grado de ese placer sexual o desorden moral. Con otras palabras: se enseñaba que todo desorden sexual o toda 227
La castidad búsqueda desordenada de placer sexual era de tal importancia que el cristiano medio tenía que darse cuenta de que con ello destruía la amistad con Dios y consiguientemente era merecedor de condenación eterna. Esto se sostenía aun en el caso de que una persona tuviera la intención de detenerse antes de alcanzar la plena satisfacción sexual, es decir, antes del orgasmo. Sin embargo, moralistas más avisados insistían en que esto sólo tenía lugar si había una voluntad directa, deliberada y plenamente libre de excitar la propia sexualidad hasta cierto grado. Ahora bien, muchos moralistas tradicionales habrían aceptado la siguiente regla práctica de discernimiento: personas que generalmente muestran buena voluntad y, por razones morales, se detienen antes de haber alcanzado el orgasmo, tienen en su favor la presunción de no haber cometido pecado mortal, por lo menos en casos en que se dude de si obraron con voluntad plenamente libre, con suficiente deliberación y con intención directa de abusar de su sexualidad o de excitar hasta cierto grado la de otra persona. Hoy día un número creciente de teólogos rechaza esta posición. Afirman que en este campo se debe abordar y expresar la cuestión en los mismos términos que en las otras categorías morales. Con esto se quiere decir que si hay un grado menor de desorden, tenemos muy buenas razones de pensar que la persona media no tiene la sensación de que en ese caso se arriesga la salvación ni toma una decisión que brote de las profundidades de la voluntad; es un" acto imperfecto de decisión, un pecado venial. Naturalmente, los teólogos modernos reconocen también la gravedad de todo pecado que exprese un acto de decisión plenamente libre y deliberada de transgredir directa e intencionadamente la voluntad y la ley de Dios (el orden del amor), sea cual fuere el punto en que quiera detenerse en la búsqueda egoísta del placer. Independientemente del enfoque teorético, en la práctica se puede aplicar el siguiente criterio: una persona que generalmente muestra buena voluntad y con la más seria preocupación moral trata por lo menos de evitar la satisfacción sexual completa, no ha cometido pecado mortal. Con todo, hay que advertir a los penitentes que quien, con plena deliberación y libertad decide explotar su sexualidad en todos los grados sin llegar al orgasmo, no puede psi228
Ofensas contra la castidad cológicamente no querer ir más lejos; al final sucumbirá a esta tendencia más oculta y desarreglada. La advertencia es todavía más perentoria si está implicada la excitación sexual de otra persona, por razón del pecado contra la caridad y de la implicación mutua en un impulso creciente. Los teólogos de ambas escuelas admitirán que se debe amonestar lo más seriamente posible al cristiano acerca del peligro de jugar con su sexualidad, especialmente si se hace con plena deliberación o con obstinación. Esta advertencia era el objetivo esencial del enfoque tradicional en teología moral, aunque la forma de presentarlo nublaba con frecuencia el punto principal y daba la sensación de que la moral sexual debía tratarse diferentemente de * otras materias morales. Sin embargo, conviene saber que ningún teólogo bien informado enseña que todos los pecados contra la finalidad de la sexualidad sean mortales, incluso desórdenes causados sólo indirectamente o buscados indirectamente. Por ejemplo, no siempre que se cede a la curiosidad o que no se evita una ocasión de pecado, se comete necesariamente pecado mortal. Sin embargo, si uno sabe que caerá en pecado como consecuencia de su curiosidad o de acciones inconsideradas, entonces estos actos «indirectos» son mortalmente pecaminosos, supuesto, naturalmente, que la persona se dé perfecta cuenta de que la situación es para ella una ocasión próxima de pecado, ocasión que hubiera podido evitar, pero no quiso, y de que al obrar así procedía con deliberación y voluntad libre. Es evidente que muchas personas no pueden evitar todas las ocasiones que constituyen para ellas cierto peligro d e excitación sexual. Sería, por ejemplo, ridículo sostener que parejas de prometidos no pueden abrazarse o acariciarse si ello provoca una cierta excitación y placer sexual. Si hoy día se impusiera y se llevara adelante esta restricción, no podría casarse nunca ninguna muchacha que siguiera este consejo. No obstante, una pareja de prometidos debe evitar las ocasiones que saben que para ellos constituyen peligros próximos de experimentar placer sexual completo y de darle libre consentimiento. En la castidad, como en cualquier otra materia d e moralidad, quienquiera que tenga buena voluntad y aspire a realizar plena229
La castidad
Masturbación o «ipsación»
mente la virtud de la templanza, está en estado de gracia y se mantiene en él, aunque a veces tenga alguna debilidad. Lo que importa es que no cese de mostrar buena voluntad. Exagerando los peligros, concentrando demasiado la atención en ellos e imponiendo demasiadas restricciones tocante a las manifestaciones de cariño, nos exponemos a desanimar a las personas y a entregarlos completamente en brazos del vicio. (Sobre el complejo problema de la homosexualidad, véase B. Haring, La Ley de Cristo, m, p. 316ss.)
profana una facultad sagrada, y debe acentuar la necesidad del dominio de sí en todos los aspectos de la vida. En el segundo caso, quizá sea lo más conveniente no llamar la atención hacia el pecado, por el peligro de intensificar las tensiones ya existentes. En cambio, podrá el confesor insinuar en términos generales cómo la confianza en Dios, el abrirse a Dios en la oración y en la comunión frecuente puede representar una ayuda para el penitente; puede hablar también de la virtud de la generosidad en obras de misericordia, como visitar a personas abandonadas. Lo más importante es dar ánimos. Hay que ayudar a la persona a apreciar su propio valor y animarla a empeñarse generosamente en intereses exteriores a ella misma.
Masturbación o «ipsación» Los psicólogos han mostrado una cierta preferencia por el término «ipsación» (de ipse, uno mismo) en lugar de masturbación, porque expresa mejor la naturaleza egocentrista de la tendencia o del acto. Aunque esta inclinación es más común en los jóvenes (y aquí la trataré principalmente desde este punto de vista), esto no quiere decir que el problema se limite a este grupo de edad; no pocos adultos se ven molestados por este hábito. Con frecuencia representa una persistencia de hábitos juveniles que no se dominaron nunca totalmente. En otros casos la tendencia se desarrolla en condiciones de aislamiento de frustración que la persona no puede cambiar o no tiene intención de cambiar. Una persona soltera que se halla en un ambiente extraño, lejos de la compañía de la familia o de amigos muy conocidos, o personas casadas separadas por la distancia o agobiadas por falta de inteligencia mutua, pueden verse tentadas en este sentido. Aquí entran en juego muchos factores psicológicos. Hay gran diferencia entre el género de culpabilidad asignada a un abuso de la propia sexualidad con manipulaciones voluntarias y la que proviene de ceder débilmente a este impulso bajo la presión de una alteración emocional. En todos los casos, el esfuerzo del confesor debe orientarse a ayudar al penitente a superar su dificultad, pero sus consejos deben reflejar las diferentes necesidades y circunstancias. En el primer caso de los dos que hemos mencionado, el confesor debe subrayar la gravedad del pecado, que 230
La juventud está especialmente expuesta a esta dificultad particular. En el ambiente de nuestros días penetrado de sexualidad, la mayor parte de los muchachos y una gran minoría de las muchachas se entregan más o menos a actividades masturbatorias durante el proceso del desarrollo. Pero no es sólo el ambiente; otros hechos nos obligan a repensar algunos de los principios formulados en circunstancias totalmente diferentes. Hoy día, en Europa y en América, se alcanza la madurez sexual por término medio de dos a cuatro años antes que en el siglo pasado, mientras que la personalidad tarda por lo regular más en alcanzar la madurez. Las mayores exigencias de la instrucción someten a la juventud a un período más largo de dependencia de su familia, con la consiguiente dilación en los adolescentes de la asunción de las responsabilidades y decisiones de los adultos. La inmadurez forzada viene a ser una circunstancia atenuante en los problemas de los adolescentes. La extensión del problema de la masturbación pone de relieve el hecho de que la madurez biológica rebasa la psicológica hasta tal punto que los jóvenes, al enfrentarse con el problema, todavía no han adquirido los valores y la libertad necesarios para tratarlo con suficiente conocimiento y deliberación; no están suficientemente maduros para afrontar el impulso biológico. De resultas de la nueva situación y de la importancia dada hoy día a los factores psicológicos, hemos creído necesario reformar nuestra actitud frente a este viejo problema. La doctrina tradicional de la Iglesia conserva todavía su vigencia, pero hay que poner cui231
La castidad
Masturbación o «ipsación»
dado en expresarla e interpretarla de forma que pueda aplicarse a la presente generación y ser entendida por ella. En una sociedad estática, en la que la mayoría de los jóvenes habían casi alcanzado la madurez personal antes de encontrarse con los problemas sexuales, no había tanto inconveniente en expresar principios en forma estática e inflexible, pof ejemplo, afirmando sin más que la masturbación era pecado. Hoy día, en cambio, los principios deben expresarse en términos dinámicos, teniendo en cuenta las tensiones y el grado de madurez actuales. De lo contrario los jóvenes no entenderán lo que queremos decir. Conviene subrayar que el hábito de la masturbación en un adolescente es casi invariablemente signo de una tensión entre la temprana maduración sexual y la maduración retrasada de la personalidad, y el problema sólo puede resolverse si la fuerza resultante es una fuerza de apertura a Dios y al prójimo. Este enfoque reviste particularmente importancia en vista del hecho de que muchos jovencitos caen en el hábito antes de comprender realmente lo que sucede. Una dificultad temporal no tarda en convertirse en una condición permanente, especialmente si se tropieza con constantes reproches o si uno concentra en ello la atención en forma negativa. Naturalmente, sería contra la tradición sostener que la masturbación no es nunca pecado mortal o pretender que casi nunca es pecado. El papa Pío x n decía (AAS 1952, p. 275):
Aunque primeramente debemos observar que la palabra «adolescente» puede tener diversas connotaciones y que hoy día muchos que se enfrentan con problemas sexuales son todavía niños, la declaración del Papa sigue siendo la línea directriz. Es cierto que no podemos sostener que tales «caídas» son inevitables, pues las caídas morales no son nunca inevitables en cuanto son decisiones libres. Además, muchos muchachos y muchachas cuyo ambiente y heren-
cia son sanos, se arreglan para evitar absolutamente esta situación. Ni se puede decir que la pasión sola destruye la imputabilidad moral de los pecados contra el sexto mandamiento, pues si así fuera, ello serviría de verdadera excusa de todos los pecados procedentes de pasión. Entonces sólo un pecado diabólico sería mortal. André Gide, autor cuyos libros fueron puestos en el índice, refiere en uno de ellos cómo él decidió hacer una experiencia única. Decidió procrear un hijo sin tener la menor sensación de amor o de placer. Se preguntaba qué pasaría si dos personas que no se tienen la menor simpatía ni sienten la menor pasión la una por la otra tuvieran relaciones con vistas a la procreación. Él llevó realmente a cabo su plan. Por naturaleza, tal experiencia es diabólica y patológica. Abusar de la facultad sexual sin la menor pasión ni amor revela en una persona normal una mala voluntad empedernida. Una pasión desordenada es menos mala que un abuso calculado fríamente. Aunque la pasión sola no excusa de pecado, en muchos muchachos y muchachas no se trata simplemente de pasión o de un enorme impulso sexual. Hay implicados muchos factores psicológicos. Ceden a la masturbación porque no han sido preparados o instruidos adecuadamente acerca del valor del matrimonio y la dignidad del sexo. No saben lo que son esas fuerzas que están experimentando. En muchos casos la masturbación viene a ser un acto compensatorio con el que los adolescentes dan desahogo a sus frustraciones. Se sienten abandonados y despreciados y a veces ellos mismos se desprecian. Muchachos fracasados están especialmente sujetos a tales tentaciones. Con frecuencia se masturban después de una reprimenda del maestro o de sus padres. Su pecado solitario los convence de su falta de valía, mientras que al mismo tiempo ellos afirman su independencia y buscan consuelo. Ahora bien, incluso cuando un muchacho se entrega a manipulaciones consigo mismo n o se puede siempre concluir que proceda con plena libertad; puede ser víctima de un impulso psicológico incontrolado. A veces su ansiedad o su miedo de sucumbir de nuevo puede crecer hasta el punto de hacerse imposible toda tentativa de resistir al impulso. El muchacho puede tener deseos de resistir, pero no puede. Ésta es la razón por la cual
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«Rechazamos como errónea la afirmación de los que consideran las caídas como inevitables entre los adolescentes, por lo cual no merecen tomarse en cuenta. Aceptan como regla general la creencia de que las pasiones destruyen la libertad necesaria requerida para hacer un acto imputable moralmente.»
La castidad
Masturbación o «ipsación»
es recomendable una táctica positiva que distraiga la atención del acto pecaminoso. Si el confesor invita a un penitente que incurre en este pecado a hacer algo con el fin de ayudar a otros, le ayuda a él mismo a enderezar sus energías canalizándolas en forma constructiva. Algunos confesores, al tratar de ayudar, procuran resolver este problema inspirando a los muchachos motivos de miedo y procediendo como si tales pecados fueran algo verdaderamente extraordinario. De esta manera sólo consiguen suscitar un complejo de culpabilidad que hace que los muchachos se retraigan de confesar estos pecados o caigan en desesperación. Debemos ser absolutamente francos con esta clase de adolescentes y decirles que no todos, pero sí buena parte de ellos, tropiezan generalmente con estas mismas dificultades, y que ellos mismos no deben tener miedo de mencionar este problema o de tratar de él con sus padres o con su confesor. Estas dificultades no son necesariamente señal de mala voluntad y ni siquiera de pecado. Una instrucción apropiada convencerá a estos penitentes de que el hábito se dominará con más facilidad según vayan avanzando hacia la plena madurez de personas. Esta madurez la alcanzarán más pronto si procuran dominar su egocentrismo con vistas a su futuro estado de vida. El matrimonio y la paternidad sólo pueden prospernr si las partes se entregan una a otra totalmente; si se mantienen egocentristas, esto resulta imposible. Puede también darse que Dios quiera llamar al muchacho o a la muchacha a la virginidad. Si se da este caso, uno sólo será capaz de tan alta vocación si se eleva muy por encima de toda satisfacción egocentrista. La vocación a la virginidad reclama completa apertura al amor de Dios y' el don de la propia vida al servicio de la Iglesia y de los semejantes. Será muy provechoso que el confesor pueda mostrar cómo las dificultades en esta materia están relacionadas con la persona entera. La persona entera y no precisamente una parte es la que crece hacia la madurez y la apertura a Dios y al prójimo. Quienquiera que no logre dominar el egocentrismo estará necesariamente expuesto a.-muchas faltas, no sólo contra la castidad. ¿Cómo puede el confesor ayudar de la mejor manera a mucha-
chos y muchachas que presentan un problema de masturbación? En primer lugar debe el confesor tener una idea de la clase de persona con quien trata. Si la persona es tímida, está desilusionada, preocupada, el confesor podrá descubrir un problema principalmente psicológico. Sería un error reprender al penitente o insistir demasiado en este aspecto. Podrá ayudarle recordándole la humanidad y amabilidad de Cristo. El penitente debe notar más que nada que por lo menos el confesor es bondadoso y comprensivo con él, que lo respeta y entiende sus problemas. En cambio, si el penitente es agresivo y muestra una falta general de dominio de sí, el confesor deberá mostrarse más enérgico. Mostrará al penitente por qué la vida cristiana exige dominio de sí y abnegación. El adolescente sólo aprenderá a dominar su egocentrismo si practica la abnegación por el bien común, por el bien de la familia o de los amigos y se consagra a sus propios deberes. El confesor debe a toda costa tratar de integrar este punto en la totalidad de la vida cristiana. Hablando en general, no debe permitir que el penitente tenga la sensación de que esta debilidad es el más importante de sus fallos, sino que ha de esforzarse por dar una fuerte impresión de lo contrario, preguntándole, por -ejemplo, qué progresos ha hecho en la oración y en el espíritu de solidaridad con su familia y sus amigos. Podrá preguntarle si le gustaría que le impusiera como penitencia la intención de practicar algunas gentilezas con su hermana, su madre o alguna otra persona y de examinarse cada noche acerca de su fidelidad en estos puntos. En la próxima confesión convendrá darle pie para que diga si ha cumplido esto o si ha tratado de llevar adelante su intención. Si el penitente acepta esta penitencia, el confesor podrá determinar fácilmente si es una persona de buena voluntad. Además de esto, el confesor debe ayudar a tales muchachos a hacer las debidas distinciones. Sólo deben acusarse cuando se han masturbado dándose plena cuenta de lo que hacían. De lo contrario, no deben considerarse plenamente responsables de sus actos. El confesor puede ayudarle a distinguir entre prácticas voluntarias de masturbación y poluciones nocturnas involuntarias (en sueños), que con frecuencia son causa de grandes ansiedades para los muchachos. Son también fuente de complejos de culpabilidad cuando
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los sueños van acompañados de representaciones eróticas. Si el padre del muchacho ha declinado la responsabilidad de instruirlo en materia de sexualidad, el confesor puede ser el mejor sustituto de los padres, el más calificado para devolver al muchacho la tranquilidad tocante a los fenómenos naturales. Una polución (espontánea, no procurada) cada quince días es lo normal en un muchacho que no tiene relaciones sexuales ni masturbaciones, mientras que la- frecuente excitación erótica mediante pensamientos, conversaciones o pornografía puede dar lugar a poluciones más frecuentes. El muchacho acabará por desanimarse si no se le enseña a distinguir entre lo voluntario y lo involuntario. Con frecuencia se plantea esta cuestión: cuando se trata de penitentes que todavía no han dominado el problema de la masturbación, ¿puede permitirles el confesor que vayan a comulgar sin confesarse? La respuesta dependerá del nivel moral del penitente, de la medida de su buena voluntad y del efecto de tal permiso. A veces sucede que muchachos y muchachas desean comulgar por la necesidad de conformarse a las normas de la comunidad o de la familia que comulga regularmente. Sin embargo, muchos adolescentes se oponen a la conformidad en este punto y desean comulgar por razón de lo que la comunión significa para ellos; su intención es sincera. Entonces sólo se trata de saber si tienen la necesaria buena voluntad. ¿Se esfuerzan por alcanzar el pleno dominio de sí mismos? Si muestran buena voluntad aceptando los pocos remedios que les prescribe el confesor, se puede presumir que en general tienen buena voluntad y se les puede decir esto o algo parecido: «Por ley divina y por la ley de la Iglesia sólo debemos confesarnos antes de comulgar si estamos moralmente ciertos de haber cometido pecado mortal. Ahora bien, en tu caso, puesto que eres tan joven y tienes tan buena voluntad, no me atrevería a suponer que has cometido pecado mortal. El juicio en esta materia podemos dejarlo en manos de Dios. Haz un acto de contrición y un acto de confianza cada vez que caigas y repite estos actos antes de ir a comulgar; luego infórmame de tu progreso en la caridad fraterna y sobre este punto en la próxima confesión.» Insistiendo demasiado en este mandamiento y tratando al penitente con severidad, con frecuencia se expondrá el confesor a des-
truir la alegría y la libertad de la persona. Si ésta muestra generalmente buena voluntad, ni la ley divina ni la de la Iglesia le prohiben comulgar sin confesarse si hay alguna duda en esta materia. Siempre que el confesor crea que esto ha de ayudar al penitente, deberá animarlo a sacar provecho de ello. Si el confesor nota que el penitente no hace progresos en esta materia, pero sí en otras virtudes, no deberá nunca dejar de compartir con él su optimismo. Se hace gran daño si se considera el caso como «desesperado». Aun en el caso de que el penitente caiga con más frecuencia y deje de practicar lo que se le aconseja, el confesor deberá seguir pacientemente tratando de ayudarle con aquella caridad que nunca desespera. Una y otra vez deberá animarlo a hacer nuevos esfuerzos, mostrándole la diferencia que hay entre uno que desespera y uno que sigue esforzándose y esperando. El confesor podrá explicarle el significado de la absolución en esta perspectiva: «Bueno, pues el mismo Jesucristo Nuestro Señor te da la garantía de que confía en ti. Teniendo la buena voluntad de hacer nuevos esfuerzos, una vez más puedes estar seguro de que eres su amigo. Él te ayudará si todavía procuras hacer lo que puedas y, en cuanto a lo demás, pides ayuda a Dios. ¡Ánimo, hijo mío!»
En la vida de la juventud americana, el petting y el necking están tan propagados, que parecen ser una parte integrante de su subcultura. Según el contexto, esto puede significar caricias banales o actos que recorren toda la gama del «juego sexual» sin llegar al coito. En cierto número de casos es una forma de comunicación con la que los adolescentes inmaduros tratan de ponerse en relación entre sí aunque sin tener nada que decir. Con frecuencia se inician tactos exploratorios la primera vez que un muchacho se encuentra con una muchacha. A los jóvenes que están expuestos a estas tendencias, que notan que tienen que entregarse a tales actividades para no ser menos que sus compañeros, habrá que explicarles cuan perjudiciales pueden ser esas prácticas para su futuro estado de casados. El andar jugueteando con el sexo e n ese estadio
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de su desarrollo obstaculizará su progreso hacia la madurez, haciéndolos incapaces de distinguir el juego sexual entre camaradas, el cariño respetuoso entre prometidos y las intimidades inspiradas por el amor entre los cónyuges. Sin embargo, debe quedar claro que no toda expresión de afecto entre jóvenes pertenece a la categoría de necking y petting. Con frecuencia pueden intercambiarse besos entre jovencitos de ambos sexos sin la menor intención sexual, en casos en que esta práctica ha podido comenzar en edad temprana sencillamente porque es uso corriente en su ambiente; raras veces tienen implicaciones sexuales. Si esto tiene significación sexual para una de las partes, no por ello ha de tenerla para la otra; sin embargo, esto es una cosa que se transmite fácilmente del uno al otro. La seducción no es una experiencia infrecuente. El necking y el petting pueden ser causa de pecado y en sí mismos son más bien pecaminosos, porque generalmente se tiene la intención de explotar el cuerpo de otra persona con vistas a la propia satisfacción sexual. A la otra persona no se la ama verdaderamente como persona, sino que sencillamente se usa, o abusa, de ella sólo como medio de la propia satisfacción. Aunque en el necking y el petting es posible buscar la plena satisfacción sexual, por lo regular se evita llegar al coito. Esta manera egoísta e inmadura de abordar el sexo hace que estos jóvenes carezcan de la debida apreciación del significado de su propia sexualidad y del significado del amor. Tales prácticas, si se entrega uno a ellas habitualmente como la cosa más natural, pueden dar al traste con las perspectivas de un matrimonio próspero y feliz e incluso de verdaderas amistades. Amistades simuladas basadas en explotación e indelicadeza fomentan actitudes que no pueden menos de ser destructivas de toda auténtica relación personal. El confesor que se encuentre con casos de este género debe guardarse de dar la sensación de que el placer sexual es en sí pecaminoso. De hecho el placer sexual es realmente bueno cuando forma parte del cariño que los casados deben mostrarse mutuamente cuando «dos se han hecho una carne». El placer sólo es malo cuando se busca sencillamente por sí mismo, sin tener en cuenta el «orden del amor». Las variadas y sumamente íntimas caricias en el matri-
monio pueden ser expresión del don mutuo, de la irrevocable pertenencia del uno al otro, espiritual y corporalmente. Pero el aspecto de satisfacción espiritual se pierde de vista si las relaciones sexuales, perfectas o imperfectas, se reducen al elemento crudamente físico y externo de la mutua excitación. El petting entre adolescentes es todo lo contrario de las muestras de cariño entre los casados. Los matrimonios entre adolescentes que se han entregado a un necking y petting pecaminosos se ven en grave peligro, debido a sus actitudes pervertidas de explotación mutua. Cuando esta actitud se traslada al matrimonio, resulta imposible el respeto mutuo, y el matrimonio prácticamente se malogra. Por esto es necesario que se enseñe a los jóvenes el verdadero significado del cariño y los peligros de las modernas prácticas de necking y petting. Es bueno que el confesor se percate de que la razón oculta del predominio de estas prácticas malsanas puede ser la dura realidad de que los niños no han disfrutado de atenciones afectuosas durante su infancia. En casa, la madre expresa su amor a su niño con diferentes actos de ternura. También el padre lo expresa a su manera. El niño no tarda en darse cuenta de la diferencia y necesita las dos clases de atenciones. Mientras el niño necesita las atenciones de su madre, no aprecia la misma clase de atenciones de un extraño. Ni tampoco puede la madre ocupar el lugar del padre. También los hermanos y hermanas de diferentes edades tienen diferentes maneras de expresarse mutuamente su cariño. Pero hasta el mismo Freud admitía que estos actos no tienen significado sexual. Es un hecho curioso, pero innegable, que los niños expresan inconscientemente su necesidad de afecto y cariño demostrándoselos unos con otros. El pleno desarrollo del niño, el sentido psicológico y hasta moral del cariño en la vida posterior, depende de la clase de amor y de cariño de que fue objeto en sus primeros años. La auténtica afectividad y el calor de una persona madura no son independientes del clima psicológico que la rodeó en su infancia.
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Fornicación Las intimidades y la unión conyugal son, por su misma naturaleza, expresiones del tierno amor de los esposos, de su total e irrevocable entrega mutua. Es la expresión auténtica y legítima del hecho de ser ambos «una carne». Salta a la vista que el significado y la verdad de estos actos varía notablemente si son ofrecidos mutuamente por los esposos, por personas prometidas o por personas que no están en modo alguno comprometidas entre sí y ni siquiera se conocen mutuamente como personas. Por consiguiente, los que se entregan a experiencias sexuales sin estar casados, se entregan a una mentira sumamente trágica. Sus palabras de amor, al igual que su unión corporal expresa algo que para ellos no es verdad. Son embusteros en un sentido tan hondo, que ellos mismos pierden la comprensión de la más expresiva unidad «en un cuerpo». Ni siquiera desean ser los dos uno, irrevocablemente uno, aunque no dejen de decirlo. Es cierto que la unión sexual entre prometidos que están firmemente decididos a casarse y a ser fieles el uno al otro, no tiene el mismo carácter de «mentira» que tiene la promiscuidad. Pero anticipando los derechos de las personas casadas cuando todavía no lo están, se mofan, hasta cierto punto, del significado espiritual del matrimonio. Aunque puedan experimentar profundo amor humano y una fuerte entrega mutua, pasan por alto la santidad del matrimonio, la adoración de Dios. Cediendo a la pasión, dejan de aprender otra cualidad esencial del amor conyugal, a saber, el dominio de sí mismos. Hoy día, debido a los medios de comunicación de masas y a otros canales de la opinión pública, se ha propagado la idea de que los jóvenes no deben casarse antes de haber recogido toda clase de experiencias sexuales con diferentes personas. Theodor Bovet, protestante, psicólogo de profundidades y consejero matrimonial, responde así a esta patraña popular: «Es tan ridículo entregarse a una actividad sexual premarital con el fin de prepararse para el matrimonio, como tratar de saber lo que es la muerte entregándose a un largo sueño.» Desde el punto de vista psicológico, la unión sexual 240
y otras intimidades sexuales en el matrimonio y fuera del matrimonio son experiencias totalmente diferentes. Una es genuina, la otra falsificada. La pareja de casados se une para «darse» el uno al otro; los que se unen promiscuamente lo hacen para «separarse» uno de otro. Los que no están comprometidos sienten el placer físico pasajero, pero nada del gozo profundo e inocente de los que han sellado la alianza de su amor en el matrimonio. El que no está comprometido deja la escena únicamente para volver a la vaciedad, mientras que los casados se quedan para gozar de la realización de su amor constantemente creciente. El mismo deseo de hacer experiencias promiscuamente con la propia sexualidad es en sí señal de tal inmadurez e insensibilidad, que hace dudar de que la persona en cuestión pueda hallar verdadera realización en el matrimonio. Algunos moralistas enseñan que a las personas que tienen relaciones fuera del matrimonio hay que preguntarles si usan contraceptivos. Explican que tal acción añade a la fornicación un nuevo pecado «contra la naturaleza». Es evidente que el aborto sería un nuevo pecado, un pecado contra la vida, pero tocante al uso de contraceptivos no debería haber problema. Las razones dadas por severos moralistas son fragües, pues la fornicación en sí misma es contra la naturaleza de las personas y contra el significado de la sexualidad humana. La sexualidad humana tiene una finalidad definida: el don mutuo de dos personas en un vínculo indisoluble de amor. Va contra esta naturaleza misma de la sexualidad humana el entregarse a relaciones sexuales fuera del matrimonio, aunque la pareja tenga la intención de procrear. El pleno sentido humano de la sexualidad exige que la procreación tenga lugar dentro del matrimonio, único que puede procurar una seguridad familiar a la criatura. El uso de contraceptivos en un acto de promiscuidad no hace que éste sea moral: por una parte, podría manifestar una intención deliberada de pecar; por otra parte, podría expresar un cierto sentido de responsabilidad de no procrear vida fuera del matrimonio. En todo caso sería muy imprudente preguntar a quien se confiesa de fornicación, si ha usado de contraceptivos. Es chocante que en una sociedad que parece permitir las relaciones sexuales extramaritales, predomine una actitud condenatoria 241
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cuando una muchacha queda embarazada fuera del matrimonio. Esto significa absoluta desconsideración, por no decir desprecio, de la madre soltera, y esto precisamente en un momento en que la muchacha tiene necesidad de la máxima comprensión y compasión. La pobre muchacha, y hasta cierto punto también el padre, se ven forzados por todas partes a contraer matrimonio, aunque todos prevean que el matrimonio no ha de ser feliz. Es una manera trágica de subsanar el primer error. Si una pareja espera un niño fuera del matrimonio, necesitan especial comprensión por parte de sus familias, de la comunidad y de su confesor; especialmente este último debe mostrar la mayor delicadeza e interés. Debe explicar a la muchacha que lo que ha hecho no es más pecaminoso por el hecho de hallarse en buena esperanza; más bien, el embarazo le da una ocasión de hacer penitencia preparándose a asumir su plena responsabilidad. Si el confesor tiene razones para temer que la muchacha se vea tentada a procurar el aborto, puede informarla de la posibilidad de que la criatura sea adoptada por una buena familia; hay instituciones católicas de caridad que se ocupan de estos casos. La confesión de pecados de relaciones premaritales puede proporcionar al confesor la oportunidad de dar una breve instrucción sobre el sentido del matrimonio y sobre su motivación; esto ayudará a los jóvenes a resistir más enérgicamente a la tentación. Podrá decir, por ejemplo: «Sé que usted tiene buena voluntad y que sus faltas son debidas únicamente a flaqueza humana. Si usted penetra más profundamente en el sentido de la castidad premarital, seguramente le aprovechará a usted y a su novio (o novia)...» Después podrá hacer esta pregunta: «¿Qué diría usted de un seminarista que se fuera al confesonario y se pusiera a oir confesiones antes de haber sido ordenado sacerdote? ¿Creería usted que ese joven iba a ser buen sacerdote?» Un «no» decidido será la respuesta por lo regular, y ello dará pie para hacer una aplicación obvia. Aprovecha también hacer notar que en el matrimonio no son sólo dos las partes, sino tres: la tercera es realmente Dios, el Amor por excelencia. Él es quien les ha dado el don del amor, por lo cual ellos no deben abusar de este don con relaciones premaritales, en las que el acto sexual tiene un sentido completamente diferente.
También se puede hacer esta otra pregunta (aquí importa mucho proceder con tacto): «¿Sabe usted quién le administra el sacramento del matrimonio?» Algunos sabrán responder, pero muchos no sabrán y se limitarán a decir: «El padre fulano.» Los novios son, naturalmente, los que se confieren mutuamente el sacramento. Por su unión con Cristo y con la Iglesia, son ellos los ministros del sacramento, el uno para el otro; esto significa que cada uno es para el otro un instrumento vivo de la gracia de Dios. Ellos desempeñan una función sacerdotalmente sacramental, que sólo marca el comienzo de un mutuo interés pastoral que ha de continuar a lo largo de su vida conyugal; están llamados a proporcionarse mutuamente la experiencia del santo amor de Dios. El período de su noviazgo es el tiempo oportuno para hablarles de esta manera, puesto que su sincero amor les ayudará a ver el amor de Dios en el suyo propio. Deben mostrarse un amoroso respeto mutuo y de los dones de Dios, que deben preservar fielmente hasta su debido tiempo. La juventud de hoy es sumamente deseosa de sinceridad. Muchos de los jóvenes comprenderán que las relaciones premaritales no son totalmente sinceras porque expresan algo que no está acabado. Al anticipar una experiencia sexual cuando todavía no se han obligado a una fidelidad irrevocable, se exponen a que las relaciones sexuales en la vida conyugal disten mucho de tener su verdadero sentido; pueden incluso ir levantando una barrera psicológica que les impida tener relaciones normales y sanas. El confesor podrá ayudarles diciéndoles que una mejor inteligencia de lo que la sexualidad es ante todo, fortificará su disposición hacia la castidad. De todos modos, el enfoque positivo de estos casos es siempre el más eficaz. A la joven pareja se le puede decir que el matrimonio es el signo de la presencia de Dios, que desea tener asociados en su amor y en su creación. La Sagrada Escritura recomienda constantemente la castidad tanto en el matrimonio como fuera de él. Subraya el lado cultual del matrimonio: ser castos significa ser capaces de glorificar a Dios, de tributar alabanza a Dios en nuestro propio cuerpo. La sexualidad bien entendida inspira respeto reverencial y gratitud por el poder y amor del Creador y Redentor, que comparte este poder y este amor con los hombres.
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Adulterio
La elección de las penitencias contribuirá notablemente a una buena formación de la conciencia. A los penitentes que confiesen sus dificultades de mantener relaciones castas durante el noviazgo, se les podrá preguntar: «¿Querría usted aceptar como penitencia la de explicar a su novio (o novia) lo que le he dicho?» Usted puede hacerlo mejor que yo. Reflexione sobre lo que le ha de decir y procure hallar Ja ocasión oportuna. Dígale: «He confesado este pecado y he reconocido que no es expresión de verdadero amor. Había, sí, amor, pero era sobre todo egoísmo y falta de control.» El confesor puede añadir: «No le eche la culpa a la otra persona. Excúsese y pídale perdón.» Si aceptan esta penitencia, no cabe duda de que son realmente sinceros. Con mucha frecuencia se da el caso de que el penitente ha dicho a su amigo (o amiga) que su comportamiento era verdadera expresión de amor y que por tanto no podía haber habido pecado. Así, si reconoce su parte de culpa y pide perdón al otro, éste responderá casi con toda seguridad: «No sólo tú tuviste culpa; yo también. Tenemos que procurar juntos hacer lo que se debe.» Si están bien dispuestos, el confesor podrá preguntarles todavía: «¿Quiere usted aceptar como penitencia comprometerse con la otra persona a no volver a salir juntos — cuando hayan cometido pecado— antes de ir a confesarse?» Si es que aceptan estas penitencias, entonces ya no cabe duda de que han comprendido lo que significa ser uno instrumento de la gracia de Dios en la conversión de otro. Tales penitencias no se deben imponer en forma autoritaria, transcendentcditer, sino que se debe preguntar amablemente a los penitentes si querrían aceptarlas; casi siempre estarán dispuestos a hacerlo. Algunas veces la otra parte se presentará al confesor y le dirá: «Me gustó lo que le dijo usted a mi amiga. Hemos pensado en ello y creo que hemos emprendido un nuevo camino. Ahora rezamos el uno por el otro.» Pero en otros casos no serán todavía capaces de comprender el alcance de tal consejo. Este modo de tratar a esa clase de personas no tiene nada de artificial. Es sencillamente la aplicación de buenos principios teológicos Las razones que les damos no son meros principios abstractos, sino que se refieren en gran parte de ellos. Las conciencias
no se pueden formar abstractamente: «hay que hacer esto, hay que hacer lo otro». Los penitentes deben tener la sensación de que participan en un programa positivo, de que hacen algo que es esclarecedor y atrayente. De esta manera se les puede ayudar a esforzarse mutuamente con más sinceridad.
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Adulterio El adulterio es ciertamente uno de los pecados más abominables. En la Iglesia primitiva se imponían largas penitencias a los adúlteros. En la edad media, los adúlteros tenían a veces que hacer largas peregrinaciones, de Inglaterra o de Alemania a Santiago, a Roma o a Jerusalén. Debemos predicar la palabra de Dios de tal forma que los fieles entiendan el carácter criminal del adulterio. No conseguimos nada con reñir o sermonear. Si los penitentes confiesan el pecado humildemente, se los debe tratar con respeto y amabilidad. Con todo, al confesor le incumbe el deber de explicar la gravedad de la lesión que uno se ha infligido a sí mismo y a la otra persona, y la magnitud de la ofensa que han cometido contra Dios. Esto les ayudará a comprender cuan grande es la misericordia de Dios cuando sentenciamos: «Este tremendo pecado está perdonado.» Una vez más, aquí también puede ser útil ver si los penitentes están dispuestos a aceptar alguna ayuda. El confesor debe basar su táctica en los motivos, explicando por qué este pecado es tan grave, por qué Dios condena a los que lo cometen, a no ser que se enmienden. El confesor puede recordar al penitente las promesas del matrimonio hechas en presencia de Dios y del pueblo de Dios, cómo las dos personas prometieron guardarse fidelidad mutuamente. Con el adulterio, el penitente ha traicionado a la otra parte y quebrantado una promesa. Esta malicia existe también cuando una persona soltera seduce a otra casada y la induce a romper su juramento. El adulterio es un pecado particularmente grave contra el sacramento del matrimonio, una especie de sacrilegio, dado que el matrimonio da testimonio de la alianza entre Cristo y su Iglesia, mien245
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Pecados contra la castidad en el matrimonio
tras que el adulterio da testimonio en favor del príncipe de las tinieblas. Es un pecado contra la verdad, una señal de desprecio de la bendición de Dios y de su promesa. Los esposos vienen a ser «dos en una carne», mientras que el adulterio ha hecho a uno de los dos una carne con una prostituida o con otro cualquiera. El adúltero vive una mentira contra su estado de vida y contra su consorte. El confesor debe tener mucho cuidado con el tono de voz que emplea, sin mostrar nunca falta de amor o de respeto al penitente. Proclama en nombre de Dios lo que significa haber cometido adulterio, pero lo hace con el amor del Redentor que perdona. Las palabras del confesor deberán ayudarle a estar más agradecido a Dios, al Dios de la misericordia que le dice: «Tus pecados te son perdonados; vete y no peques más.» Éstas son las palabras del Señor misericordioso, que las dirigió personalmente a la mujer sorprendida en adulterio. La mujer en cuestión comprendió que debía haber sido apedreada, por lo cual aceptó sus palabras con gran gratitud. Seguramente no las olvidaría y no volvería ya a pecar. En Rusia, sirviendo como sanitario en el ejército alemán, tenía yo que cuidar de que los soldados no se contaminaran con enfermedades venéreas. Un soldado, un bravo periodista de 25 años, fue infectado por una mujer rusa. A mí me tocaba descubrir cómo había cogido la infección. Él indicó la causa, el contacto con una mujer casada que tenía un hijo de dieciséis años. Todos estos detalles debían consignarse y enviarse al comandante del regimiento. Me fue dada la orden de matar a la mujer, pues había pocas posibilidades de curarla en el frente. El comandante me dijo: «Dispare contra ella.» ¡Bonita orden dada a un sacerdote!... Así me dirigí a ella y le dije: «Tengo orden de disparar contra usted. Usted ha infectado a un soldado y ha habido que enviarlo a Alemania. Pero esté usted segura de que yo no la he de matar; soy sacerdote y no puedo cometer homicidio. Dios perdona. Pero no me ponga usted en un compromiso infectando a otros de mis soldados. Si lo hace, darán orden de que se me mate a mí.» Luego la instruí sobre la clase de medicación que debía practicar cada día para curarse. Regularmente recorría yo los grupos de mis soldados, y cada vez que me veía la mujer, gritaba: «¡No lo haré más, nunca, nunca!» Naturalmente, me estaba agradecida, pero yo no dejé la cosa
así. Le hablé del perdón divino. Esta experiencia me sirvió en gran manera para tratar con penitentes que habían pecado contra la fidelidad conyugal. El gran quehacer del confesor consiste en hacer comprender a los penitentes cuan misericordioso es Dios que los descarga de tan gran pecado.
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Pecados contra la castidad en el matrimonio En la formación de la conciencia de personas casadas, nada importa tanto como hacer que se percaten de lo magnífico de su vocación, y esto principalmente desde un punto de vista espiritual. Ellas mismas deben verse a la luz de su asociación real, tangible, con Dios en su obra creadora y redentora en el mundo. Dios, en su gran sabiduría, ha hecho que la expresión física más intensa y deseada de amor esté centrada en el acto humano con el que se concibe una nueva vida. De ninguna manera podía expresar con más claridad su voluntad de que los niños nazcan del mutuo amor de un hombre y de una mujer y de que se desarrollen en la atmósfera de este amor. Uno y otro, el amor y la vida son sus dones creativos, introducidos en el mundo por el amor de una pareja casada que se comprometen a amarse y estimarse mutuamente durante toda su vida. Esto es realmente el matrimonio, y la comprensión de sus dimensiones dará a los casados gran satisfacción en el cumplimiento de su vocación. Hay necesidad de reformar nuestra enseñanza y nuestra dirección en esta materia. En el pasado fue demasiado frecuente presentar el tema del matrimonio y de la moral conyugal subrayando desmedidamente las leyes exlernas y prestando demasiada poca atención al amor conyugal, que es la esencia de la vocación matrimonial. El mismo concilio Vaticano n prepara el terreno para que se desplace el acento en la labor pastoral concerniente a las vocaciones al matrimonio y a la paternidad. Desde entonces se han ido desarrollando varias corrientes de pensamiento que pueden influir en la dirección que se dé en el futuro sobre estas materias. Voy a señalar aquí dos cuestiones en que se basan las nuevas investigaciones. Las corrientes, sin embargo, son todavía especulativas y aún 247
La castidad
Pecados contra la castidad en el matrimonio
no tienen autoridad decisiva y ni siquiera han alcanzado en nuestros días una formulación bien definida. Primera cuestión: ¿Han de ser los procesos fisiológicos un factor determinante en la solución de problemas morales relacionados con los métodos de control de la natalidad? Hay una corriente creciente de opinión, según la cual, siendo la vocación al matrimonio y a la paternidad lo que plantea los problemas morales de armonizar el amor conyugal con la responsabilidad de un padre, aquella vocación, y no los procesos biológicos, debe ser el factor determinante al juzgar sobre programas y métodos de control de la natalidad. Esta cuestión ha sido abordada desde diferentes ángulos. Desde el punto de vista tanto de la antropogénesis como de la teología, hay mucho que decir acerca de algunos de los argumentos insinuados. El pensamiento sigue en cierto modo esta línea: Los procesos físicos no tienen responsabilidad moral; son meramente parte de la herencia fisiológica prehumana del hombre. Por sí mismos no tienen nada que ver con la teología moral, que trata de la responsabilidad del hombre ante Dios en su vocación. El hombre no existió en cuanto hombre hasta que las facultades de inteligencia, de voluntad libre y de conocimiento espiritual fueron añadidas a su estructura fisiológica. Éstas son las facultades que lo hacen humano y responsable ante Dios. Por consiguiente, afirmar que Dios puede comunicar a los hombres su voluntad solamente, o principalmente, a través de los procesos biológicos, es rebajar tanto a Dios como al hombre, y negar las enseñanzas dogmáticas relativas a la acción del Espíritu Santo mediante las mentes de los hombres. Así la teología aborda los deberes morales del hombre basándose en los procesos de sus facultades superiores más bien que en procesos físicos, que no tienen conciencia ni responsabilidad. El bien y la dignidad de la persona, en sus relaciones con otros, es la que confiere sentido a los procesos biológicos. Desde este punto de vista, la teología considera la sexualidad humana como una expresión de la vocación del hombre a la paternidad, que al mismo tiempo incluye su vocación conyugal. Segunda cuestión: La moral dentro del matrimonio ¿debe estudiarse desde el punto de vista del sexto mandamiento o desde el
punto de vista del «máximo mandamiento» de Cristo, el mandamiento de la caridad? Hay que reconocer que hay una cierta incongruencia en estudiar las cuestiones morales del matrimonio en el marco del sexto mandamiento, si se considera primeramente el acto que tiene lugar fuera del matrimonio y que es contrario al significado del mismo. Los defectos morales que destruyen el matrimonio desde dentro son casi invariablemente pecados contra la caridad, más bien que pecados contra la castidad. Sin embargo, el juicio definitivo sobre si algo es o no contra la castidad ha de pronunciarse sobre la base de una plena inteligencia de lo que es el amor y la caridad. No hay pecado contra la castidad que, en último análisis no sea un pecado contra el amor de uno mismo y del prójimo. En el matrimonio, cada uno de los esposos tiene un derecho sexual al cuerpo del otro. El abuso de este derecho y la manera del abuso, así como otros tipos de pecados que menoscaban o profanan el matrimonio e incapacitan a los esposos para su santa vocación conyugal de paternidad, son ante todo pecados contra el gran mandamiento de la caridad. Son pecados de egoísmo, de satisfacción propia, de desprecio de la persona del cónyuge o de los hijos, nacidos o sin nacer, y de esta manera son pecados contra la castidad. Podemos esperar que se produzca una corriente acelerada hacia la formulación de una teología del matrimonio que aborde los pecados y las virtudes en la vocación conyugal más desde el punto de vista del amor y don de uno mismo, de la caridad de los esposos consigo mismos y con sus hijos, y no tanto por la mera consideración del autodominio sexual o de los actos sexuales aún no plenamente integrados en su vocación a propagar la vida. Su vocación total, tanto de esposos como de padres, será mejor considerada si se enfoca de esta manera, en una perspectiva de crecimiento del verdadero amor. Los valores y las decisiones se enjuiciarán a la luz del verdadero servicio de Dios y de la humanidad mediante el amor mutuo y así también mediante el cumplimiento generoso y responsable de su vocación de padres. Nos hacemos plenamente cargo de la importancia del nuevo enfoque de los problemas y seguiremos su progreso con vivo interés. Sin embargo, a los problemas de hoy no se les pueden dar toda-
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vía más que las respuestas que hoy tenemos disponibles. En vista de la complejidad de la situación, y especialmente por respeto al magisterio de la Iglesia, voy a ofrecer aquí algunas soluciones principalmente pastorales dentro del marco de las doctrinas aceptadas actualmente. Voy a formular algunos principios que se deben subrayar al aconsejar sobre el matrimonio en general, especialmente acerca de los puntos en que ha insistido en particular el concilio Vaticano n. Finalmente, hay que prestar gran atención a la encíclica Humanae vitae y a la evolución de la doctrina y de la práctica pastoral debida a las declaraciones de algunas conferencias episcopales tocante a este documento.
amor conyugal son la raíz de la vocación, la paternidad a base de amor es el árbol y los hijos son el fruto. Sólo si la raíz está bien alimentada con el amor que la sustenta, habrá buenos frutos que ofrecer al Señor. t Toda expresión que alimente el amor conyugal mediante auténtico y generoso amor mutuo, es buena. Sólo un moralista verdaderamente menguado sostendría hoy, por "ejemplo, que caricias, íntimas entre personas casadas sólo son lícitas en el acto conyugal. Maridos y mujeres no deben nunca retraerse de expresarse mutuamente su cariño, y esto especialmente en ocasiones en que, por una razón o por otra, no pueden practicar el acto conyugal.
1. Las relaciones conyugales sólo pueden ser plena y fiel expresión del amor mutuo, si los casados tratan de expresar un amor no egoísta y un respeto mutuo mediante la totalidad de su vida común.
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Hay que ver con toda claridad la relación espiritual entre la vocación matrimonial y la vocación de la paternidad.
El amor entre un hombre y una mujer es una forma específica de amor. Su expresión central y característica está en la unión sexual, pero no se puede limitar a esto. Serán inútiles todos los esfuerzos por educar a las gentes para la castidad y para la correcta comunicación del amor conyugal, si los casados no ponen empeño en expresar el sentido del sacramento del matrimonio como una alianza de amor bajo todos los aspectos de su vida común. Debe haber algo que penetre y dirija todas sus alegrías y pesares cotidianos, y todos los actos y actitudes que les afecten a ellos y a los hijos nacidos de ellos. Esto da una prueba constante de una voluntad mutua de soportar las cargas comunes, de estimarse mutuamente. Los documentos del magisterio eclesiástico no nos obligan en modo alguno a sostener que el amor es una finalidad secundaria del matrimonio, aunque no pocos de entre nosotros enseñaron en otro tiempo que esta posición era obligatoria. No es que ésta fuera sencillamente la doctrina de la Iglesia, sino que era una interpretación errónea de muchos moralistas. Sin el amor conyugal se agota muy pronto la fuente de la vocación total del matrimonio y de la paternidad. El matrimonio y el
El matrimonio es una alianza de amor, pero hay que notar que se trata de un amor orientado, natural y sobrenaturalmente, al servicio de la vida: término que prefiero con mucho al de «reproducción». El amor mutuo de los esposos, fundido con el amor creativo de Dios, trae al mundo nueva vida concebida en su sagrada unión. El amor viene primeramente a un hombre y a una mujer y sólo después los une físicamente en el matrimonio. Por consiguiente, el amor conyugal no es sencillamente un elemento que acompaña al acto conyugal, ni tampoco un telón de fondo. Es la causa directa del acto y por tanto la verdadera fuente de la vida humana, canalizada por Dios, que es el manantial de todo amor y de toda vida. No sólo psicológica y ontológicamente. sino también teológicamente es un error rebajar la importancia del amor conyugal con el fin de acentuar el servicio a la vida. La perspectiva de la teología es la total responsabilidad de la persona ante Dios dentro de su vocación total. En este punto la encíclica Humanae vitae revela un progreso notable en comparación con la Casti connubü de Pío xi. Antes de san Alfonso, muchos moralistas enseñaban que toda relación conyugal era pecado, por lo menos venial, si no había la intención de procrear hijos. Dios Creador ha hecho al hombre totalmente diferente de los animales. En los animales la cópula es so-
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lamente procreación. Entre personas, las relaciones sexuales tienen un profundo sentido espiritual como expresión de amor. Como dice la Biblia, los casados «se conocen mutuamente» de la manera más íntima. No el acto particular, sino la entera vida matrimonial está orientada al servicio de la vida, y si los casados excluyen en su totalidad la vocación a la paternidad, no pueden experimentar el amor conyugal en su sentido más pleno. Su matrimonio es meramente una expresión de egoísmo entre los dos, lo más contrario de lo que debiera ser. El verdadero amor conyugal desea ardientemente los hijos de la esposa querida, hijos que son parte de ambos y son hechos a imagen de Dios.
Los padres deberían saber lo que significa una paternidad responsable. No deben confundir el término con una actitud negativa de «control de la natalidad» que con frecuencia significa la limitación artificial de las familias basada en una decisión previa desde el comienzo del matrimonio acerca del número de hijos que ha de tener la pareja. La paternidad responsable significa que una pareja de casados, durante las varias circunstancias de su vida, hace un juicio prudente y sano con pleno conocimiento de su alta vocación a la paternidad y del valor eterno de cada hijo. Significa una respuesta positiva y agradecida a todos los dones naturales y sobrenaturales que han recibido de Dios. Regulan los embarazos conforme a la perspectiva verdaderamente cristiana: «¿Cómo podemos prestar el mejor servicio a Dios por todo lo que él ha hecho por nosotros? ¿Cómo podemos obsequiarlo con buenos frutos del amor que él nos ha otorgado?» La mera procreación de gran número de hijos no es en sí misma algo digno de elogio; puede deberse a falta de verdadero sentido de la responsabilidad por las almas inmortales que se traen a la existencia. Las grandes familias pueden y deben ser alabadas si los padres tienen la voluntad y la capacidad de criar convenientemente a los hijos. Yo soy el undécimo hijo de mi familia; tres años después nació el duodécimo, mi hermana más joven; ahora es supe-
riora de un hogar que alberga a 360 niños abandonados. Nadie acusará a mis padres de irresponsabilidad. No eran personas adineradas. Fueron sencillamente capaces de educarnos bien, y nada más. Un buen amigo mío jesuíta fue el primer hombre que cayó muerto ante mis ojos en el frente de Rusia el 21 de junio de 1941. Tenía quince hermanos y hermanas. Su padre era un sencillo trabajador, pero todos ellos recibieron la enseñanza media. Su madre era un genio de la economía doméstica. Los niños aprendieron pronto a ayudarse unos a otros y todos tomaban parte en los quehaceres de casa. Sus padres cargaron con una responsabilidad heroica, pero tal heroísmo no se puede imponer a todos. Hay parejas que aun con ingresos de 5000 dólares al mes serían incapaces de educar a los hijos, de ayudarles a crecer, como es debido, «en edad, sabiduría y gracia». La paternidad responsable no mira en primer lugar a los aspectos económicos, sino a las dotes del corazón, al poder de un amor verdadero, al poder de una profunda fe y esperanza, que ayuda a los padres a darse cuenta de lo que significa educar a un niño para este mundo y para la vida eterna. Los padres con paternidad responsable no calculan desde el principio si han de tener diez hijos o sólo uno, y nada más. Una planificación absoluta refleja una actitud torcida. La responsabilidad, en cambio, exige que se mantengan disponibles en oración y vigilancia en consideración de las nuevas situaciones. Tratan de conocer la voluntad de Dios aquí y ahora y de saber cómo pueden servirle mejor en las circunstancias de su vida. Desean tener el número de hijos que, en dichas circunstancias, pueden criar para gloria de Dios. Los confesores no tienen, naturalmente, derecho a decir a los padres cuántos hijos han de tener. Los textos del Concilio no dejan lugar a duda en este punto (cf. la Constitución sobre la Iglesia en el mundo moderno, art. 50). No tienen responsabilidades directas tocante a los hijos, como las tienen los padres, y esto por la sencilla razón de que no pueden conocer todos los factores psicológicos, y otros, que deben tenerse en cuenta. Sin embargo, el confesor puede ayudar a los penitentes a ser cada vez más generosos. Si los esposos tienen dudas acerca de la línea de acción que han
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La paternidad consciente y responsable, y no la procreación instintiva debe ser el ideal de las personas casadas.
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de seguir, pueden pedir consejo; el confesor puede recomendarles que oren cada día hasta la próxima confesión para que Dios los ilumine acerca de lo que deben hacer para cumplir su santa voluntad. El confesor puede ayudarles a tomar sus propias decisiones sin esclavizarse a una opinión pública malsana, pero al mismo tiempo debe poner cuidado en no rebasar nunca los límites de su propia competencia.
La encíclica Humanae vitae vuelve a llamar la atención sobre los aspectos biológicos de la sexualidad, sobre las «leyes y ritmos de la naturaleza». El punto esencial parece ser aquí la advertencia de que el hombre no tiene dominio ilimitado sobre sus facultades generadoras (art. 13). No cabe duda de que el hombre sólo tiene un dominio limitado sobre sus órganos, por lo cual no puede nunca proceder arbitrariamente. Pero, ¿qué significa esto prácticamente? La Iglesia entera está buscando ahora el significado y los límites.
El concilio Vaticano n no trató de dar una plena interpretación de la ley divina. Los obispos no pretendieron conocer perfectamente la ley divina con todas sus implicaciones tocante a las dificultades de los esposos en nuestro tiempo. Esto se desprende especialmente de la nota 14 de dicha constitución y de la recomendación hecha a las diferentes profesiones, de que «se esfuercen por dilucidar más a fondo, con estudios aunados, las diversas condiciones favorables a la justa regulación de la natalidad» (loe. cit.). La encíclica Humanae vitae repite la misma recomendación, pero, como han observado algunos, el documento pontificio parece restringir su sentido. Los obispos de los EE. UU. dan una explicación correcta de la intención de la recomendación papal, afirmando: «El recurso a los ritmos naturales, por ejemplo, presenta problemas para cuya solución el padre santo pide ayuda a la ciencia médica.» En la misma constitución pastoral se dice claramente que la buena intención no justifica toda clase de medios de control de la natalidad. El carácter moral de la conducta no depende sólo de la buena intención, sino que «debe determinarse con criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la procreación humana en el contexto del verdadero amor» (loe. cit.). Es sumamente interesante notar que el Concilio ni siquiera menciona lo que en otra parte se dice ser el criterio capital, a saber, «la inviolabilidad del proceso biológico en relación con el acto conyugal como acto procreativo». Pero no se puede pasar por alto que la Humanae vitae da gran importancia a las «leyes y ritmos naturales», que permiten a los esposos evitar, más bien que impedir, la concepción. Otras formas de regulación de la natalidad parecerían incluir una intervención más directa en las funciones biológicas. En el texto del Concilio se considera la ley natural principalmente desde el punto de vista de la persona, y el acto conyugal como un acto de personas en relación interpersonal. Un medio no es sencillamente malo porque regule efectivamente los nacimientos, pero puede ser inmoral si no salvaguarda el sentido del acto conyugal como entrega mutua y el de la transmisión responsable de la
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4. En los consejos que se dan y en la formación de la conciencia de los esposos hay que insistir en los puntos de la doctrina católica y en las directrices prácticas que han sido reafirmados en nuevas formas para el mundo actual por el concilio Vaticano n. Sin embargo, no hay que insistir especialmente en puntos que están todavía en discusión, aun después de la publicación de la Humanae vitae. Se impone la prudencia tanto a los partidarios de las opiniones más avanzadas, como a ios que sostienen las más rigoristas. Ahora bien, en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno, el Concilio ha propuesto los problemas cruciales del matrimonio, a saber: a) La paternidad responsable, b) reconociendo claramente las dificultades y los peligros cuando «se rompe la intimidad de la vida conyugal» (art. 51) y c) la necesidad de «armonizar el amor conyugal con el respeto de la vida humana».. «No puede haber verdadera contradicción entre las leyes divinas relativas a la transmisión responsable de la vida y las relativas al fomento de un auténtico amor conyugal» (loe. cit.).
La castidad vida en el contexto del verdadero amor. En esta perspectiva, todos los medios de control de los nacimientos, comprendida la ruptura de «la intimidad de la vida conyugal», deben examinarse y juzgarse con los mismos criterios objetivos basados en la naturaleza de la persona y de sus actos. 5.
Todos los medios de control de la natalidad —comprendida la continencia total o periódica — son disolventes peligrosos para el matrimonio y para el amor conyugal si son malos la intención y los motivos.
El sacerdote tiene el deber de poner en claro que ninguna autoridad de la Iglesia católica puede nunca aprobar el uso de contraceptivos si el motivo es egoísta, debido a consideraciones del propio interés. La discusión actual en el seno de la Iglesia afecta sólo a los que desean sinceramente tener el número de hijos que pueden criar y educar como es debido, que quieren espaciar razonablemente los nacimientos, y que se preocupan por los factores esenciales para criar a sus hijos en un ambiente verdaderamente humano y con el espíritu sano.
6. Los sacerdotes deben ser sumamente cautos en la estimación de los hechos científicos tocante a la continencia periódica, dejando que doctores competentes determinen hasta qué punto es cierto el período seguro. Es por lo menos problemático considerar este método como completamente seguro en cuanto a la intención de evitar una nueva concepción, y al mismo tiempo juzgarlo abierto a la procreación. Debemos preocuparnos por la credibilidad de nuestro modo de hablar. El valor y los límites de estos métodos no se conocen todavía perfectamente, pero todos los expertos están de acuerdo en que no pueden resolver todos los problemas matrimoniales y que el método puede incluso ser perjudicial para ciertas parejas en ciertas condiciones psicológicas.
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Pecados contra la castidad en el matrimonio 7. Sea cual fuere el método, la castidad conyugal impone una enérgica lucha contra el egoísmo. La castidad se basa en un amor verdadero, que respeta a la otra persona, proporciona gozo y acepta el gozo con gratitud y está dispuesto a renunciar cuando así lo exige el bien de la otra persona. El amor mismo impone una constante abnegación. El amor conyugal es causa de dominio de sí y lo reclama. Pero el dominio de sí debe estar al servicio de un amor conyugal normal y debe fomentarlo. La abstinencia total o una falta de ternura y de comunicación íntima del afecto puede en la mayoría de los casos poner en peligro la fidelidad y la armonía, tan necesarias para la educación de los hijos «para aceptar los que puedan venir» (art. 51). La amonestación de san Pablo es tan actual hoy día como lo era para la comunidad de Corinto: «No os neguéis uno a otro, a no ser de común acuerdo, por algún tiempo, para dedicaros a la oración. Pero volved de nuevo a vivir como antes, no sea que Satanás os tiente por vuestra falta de dominio de vosotros mismos» (1 Cor 7, 5). Esta tentación del demonio no ha de ser necesariamente una tentación sexual. Un matrimonio puede destruirse tan completamente por falta de comunicación o por excitaciones surgidas de tensiones no calmadas, como por infidelidad sexual. 8. Es un deber fomentar el amor conyugal no sólo en el contexto del acto conyugal completo, sino también, y especialmente, en los momentos en que los esposos no tienen intención de practicar el acto conyugal. Los últimos cuarenta años muchas discusiones de moralistas y predicadores versaban acerca del hecho, o del peligro, de «pérdida del semen por parte del marido». Así, una de las cuestiones era: «¿Qué gravedad tiene el pecado de los actus impudici (caricias íntimas) entre personas casadas si ello constituía una ocasión próxima de "pecado de" pérdida de semen?» (Uno de los padres conciliares llamaba a esto espermatolatría.) Es un error llamar actos impúdicos a las caricias conyugales. Son expresiones de amor que se dan entre sí en la intimidad de la 257
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vida conyugal dos personas que se pertenecen mutuamente con un vínculo indisoluble. Las caricias forman parte del «conocimiento» y del amor mutuo y del gozo del amor. En tanto el motivo y actitud predominante es el amor conyugal y no un egoísmo, no debe inquietarse a las parejas en este punto si se produce un orgasmo fuera del acto conyugal mientras se dan muestras de cariño. Naturalmente, los esposos deben procurar un dominio más pleno de pasiones fuertes en tales momentos, pero no precisamente con ansiedades y miedos. A mi parecer, ésta es seguramente una «opinión probable» y puede ser seguida por todos los esposos que en su propia conciencia lo crean justo. Esto no contradice a las normas formuladas por Pío xi y Pío XII.
En los casos en que la continencia periódica no puede resolver problemas de vida conyugal y de paternidad responsable, algunas conferencias episcopales indican una solución basada en el principio tradicional de la «colisión de deberes». Los obispos canadienses, de los que se hacen eco algunos otros, escriben: «Los que tienen que aconsejar pueden encontrarse con personas que, aceptando la enseñanza del papa, se hallan en circunstancias particulares que les parecen crear claramente un conflicto de deberes, por ejemplo, el de compaginar el amor conyugal y la paternidad responsable con la educación de los hijos que ya tienen, o con la salud de la madre. De acuerdo con los principios admitidos de teología moral, si dichas personas han procurado sinceramente, aunque sin resultado, observar las directrices dadas, se les puede asegurar sin peligro que quien quiera que escoge sinceramente el procedimiento que le parece recto, obra con buena conciencia.» Los obispos franceses declaran: «Impedir la concepción no puede ser nunca un bien. Es siempre un desorden. Pero este desorden no es siempre culpable. Puede efectivamente suceder que un matrimonio se encuentre ante un verdadero conflicto de intereses..., en particular cuando la observancia de los ritmos naturales no les proporciona una base suficientemente segura para la regulación de los nacimientos... Cuando alguien se halla ante una alternativa de deberes, no puede evitar un mal, sea cual fuere la decisión que adopte; la prudencia tradicional aconseja que se considere delante de Dios qué obligación parece ser la más grave en tal circunstancia. La pareja deberá entonces adoptar una decisión después de haber deliberado en común con todo el cuidado que exige lo elevado de su vocación conyugal. Nunca deben subestimar u olvidar una u otra de las obligaciones que están en conflicto.» También los obispos de los EE. UU. hablan de un posible conflicto de valores e indican, como lo hacen otras jerarquías, por ejemplo, la italiana, que el pecado implicado (si es que hay siquiera pecado en la situación concreta de conflicto) en el uso de medios artificiales está en estrecha relación con el grado (o ausencia) de egoísmo. Cuando se trata de resolver un conflicto de valores y debe-
9. Hay que formar las conciencias de los esposos en orden a la obligación de tomar decisiones tocante a la «armonización del amor conyugal con la transmisión responsable de la vida». El Concilio puso en claro que las decisiones tocante a la regulación de los nacimientos incumbe a las parejas mismas. La necesidad de fomentar el amor conyugal como de educar a los hijos a los que han transmitido la vida, es de su exclusiva responsabilidad. Por consiguiente, hay que inducir a todas las parejas a ser generosas en el cumplimiento de esta alta misión y hacerles comprender que la práctica de esta generosidad es un asunto fundamental de conciencia. Debemos, sin embargo, confiar en la buena voluntad de las parejas que tan generosamente han engendrado ya varios hijos, y hay que decirles que si tienen dificultades, la elección de limitar la familia en este punto, o de seguir teniendo más hijos, les incumbe en definitiva a ellos, y a nadie más que a ellos. Tocante a los métodos de regulación de los nacimientos, la Húmame vitae aprueba únicamente la continencia periódica (art. 16), aunque permite el uso terapéutico de medios que, conforme al principio del doble efecto, originan también una esterilidad (temporal). Así resulta evidente que el papa no excluye totalmente el dominio del hombre sobre sus facultades generativas en la medida en que entra en juego la salud. 258
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La castidad res, quienquiera que busque la mejor solución posible, tratando de salvaguardar la necesaria armonía y estabilidad de su matrimonio, no debe tener el menor complejo de culpabilidad. El Vaticano n recalca, como criterio capital, la necesidad de salvaguardar el «sentido pleno de la entrega mutua» en el acto conyugal. Ésta es también una cuestión de formación de la conciencia, puesto que sólo los esposos mismos pueden saber si en su modo de proceder se salvaguarda el pleno sentido de la entrega mutua. En un matrimonio concreto y en un determinado conjunto de circunstancias podrá darse que un acto perfectamente completo no exprese amor en absoluto, mientras que en otro matrimonio y en otra situación un acto incompleto o limitado, podrá expresar el más tierno amor de la esposa y de los hijos. No se trata de una estimación en abstracto, sino de una evaluación efectuada por la conciencia individual. 10. Por lo que se refiere a la cooperación, considero que la opinión de san Alfonso es la más razonable bajo las condiciones de la doctrina tradicional. Acerca de la cuestión de si «es lícito a la mujer prestar el "débito" o acto conyugal o pedirlo cuando el marido tiene la intención de derramar fuera el semen una vez iniciado el acto», comienza san Alfonso señalando las dos opiniones existentes sobre el particular. La opinión más benigna sostiene que la esposa puede cooperar si no le es posible modificar la intención del marido; la opinión más severa lo niega. Luego expresa san Alfonso firmemente su propia opinión: Sed probabilius videtur uxor non sólum posse, uí dicit prima sententia, sed etian teneri. «Es más probable que la esposa no sólo pueda, como dice la primera opinión, sino que incluso deba cooperar, prestar el acto. La razón es que, si bien puede haber culpa por parte de la persona que pide el débito, sin embargo, tiene derecho a éste, y la otra parte no puede rehusarlo sin cometer injusticia, una vez que no le es posible con todas sus advertencias modificar las intenciones que no aprueba. Es también claro que la esposa, al prestar el acto, no coopera ni siquiera materialmente en el pecado del marido, ya que no coopera en su inseminación fuera 260
de su cuerpo, sino únicamente en el acto conyugal que ha comenzado (normalmente antes del abuso del marido), acto que es completamente lícito para ambas partes» (Theologia moralis, liber vi, cap. 11, n. 947). Todavía es más notable el hecho de que san Alfonso, en las circunstancias referidas, reconoce a la mujer el derecho de pedir el débito. Y lo justifica no sólo por la razón de un posible peligro de incontinencia, sino también por una razón que enlaza directamente con la entrega mutua (mutua traditio): «O si de lo contrario se ve ella privada de su derecho de pedir el débito más de alguna que otra vez, con la duda perpetua de si en tal situación la continencia no significará para ella un inconveniente bastante grave» (loe. cit.). No veo por qué esta opinión de san Alfonso no pueda aplicarse igualmente al marido que sabe que su mujer usa un diafragma. La argumentación del santo vale aquí incluso a fortiori. Mayor es la dificultad del caso en que el marido usa un preservativo. Pero aun en este caso opino que la cooperación será más bien material y por tanto lícita si la esposa tiene buenas razones, como, por ejemplo, la de salvaguardar el matrimonio o la armonía conyugal. Al decir esto nos atenemos todavía a los principios tradicionales. 11.
Pablo vi ha reiterado la condena de la interrupción del acto conyugal como medio para regular la natalidad, aunque con un lenguaje pastoral mucho más suave que el usado en Casti connubii (1930). Evita la calificación de «gravemente pecaminosa». El pecado y sus grados dependen del grado de egoísmo y arbitrariedad.
Muchos teólogos, a puerta cerrada e incluso públicamente, han manifestado dudas acerca del carácter absoluto e irrevocable de esta condenación. La doctrina de Pío xi y de Pablo vi, como interpretación de la ley natural, en lo cual hay que tomar en consideración los cambios históricos, obliga a los fieles en conciencia, pero no es una doctrina infalible, por lo cual n o es irreformable en casos en que haya buenas razones en sentido contrario. El Espíritu Santo actúa en la historia de la salud mediante un 261
La castidad desarrollo del conocimiento en la búsqueda más seria de la verdad por el hombre. En esta búsqueda, el «pecado de Onán» en el Antiguo Testamento, en el que se basó ampliamente la condenación de este acto en el pasado desde san Agustín hasta nuestros días, hoy día es interpretado por la mayoría de los estudiosos de la Biblia no como el acto de derramar el semen en la tierra, sino más bien como una infracción despreciativa de la ley en su tiempo y como un pecado contra la caridad y la justicia implicado en su acto. Por el hecho de ser Onán absolutamente egoísta, mostró con su acto el desprecio de su hermano y de la viuda de su hermano, y fue condenado a muerte por aquel pecado. Yo, personalmente, opino que la práctica deliberada de retirarse, aunque no haya de destruir necesariamente la espontaneidad del acto de amor, tiende a hacer que el marido se acostumbre a fijarse demasiado en su propio placer (y en el momento en que lo alcanza) sin la debida consideración respetuosa con su esposa. Esto puede representar una actitud meramente masculina de explotación de la mujer, que rebaja la dignidad del acto conyugal como acto de entrega mutua. Sin embargo, puede darse que algunas parejas, con recta conciencia, o con conciencia perpleja, consideren la práctica de interrumpir el acto sencillamente como la «mejor» solución, aquí y ahora, para evitar el peligro de incontinencia, de desarmonía o de agresividad. En el caso de parejas que viven en regiones de suma pobreza, donde están excluidos otros métodos de regulación de la natalidad (fuera de la abstinencia total), y al mismo tiempo hay gran necesidad de regulación si se quiere librar a los niños de crecer en condiciones infrahumanas, la interrupción podrá parecer el único medio disponible para armonizar el amor conyugal con las responsabilidades que implican los hijos. La práctica sistemática de la interrupción no debe confundirse con la situación del marido que en un principio sólo desea mostrar cariño y fomentar el amor mutuo, pero habiendo comenzado el acto impensadamente, se retira tan luego se da cuenta de lo que sucede. Esta debilidad por lo menos no cae bajo el severo juicio de Casti connubii. Una vez más, san Alfonso dice algo en este sentido: licite interrumpitur actus coniugalis, etsi ex naturae concitatione secutura sit pollutio, dummodo sit iusta causa interrumpendi. «Es lícito in262
Pecados contra la castidad en el matrimonio terrumpir el acto conyugal, aun cuando haya de seguirse la polución por razón de la excitación natural, con tal que haya alguna razón justa para la interrupción» (loe. cit., n. 954). Los motivos que da como ejemplo san Alfonso son serios, como el peligro de la salud; sin embargo, mientras que otros teólogos dicen ex gravissima causa (por motivos gravísimos), san Alfonso se limita a decir iusta ex causa (por justos motivos). En los casos en que los esposos noten que sus motivos y su modo de proceder no han sido del todo irreprochables, aunque fundamentalmente han obrado con buena intención, no deben desanimarse; convendrá que hagan un acto de contrición y confianza como lo hacen los buenos cristianos después de todo pecado venial o imperfección; pero todavía pueden tener la confianza de que se hallan en estado de gracia, supuesto que sea recta su actitud fundamental. Pueden recibir la comunión sin necesidad de confesarse. También al decir esto seguimos los principios tradicionales. 12. Todos los medios artificiales de regulación de la natalidad son inmorales en cuanto son —ciertamente o con alguna probabilidad— abortivos, o ponen considerablemente en peligro la salud de la madre o de la futura prole. Este incluye todos los métodos posconceptivos o drogas usadas para impedir el parto. En medio de todas las discusiones suscitadas tras la publicación de la Humanae vitae, ha aparecido cada vez más claro que entre los católicos no hay discrepancia en este punto. La jerarquía americana expresa la firme enseñanza de la Iglesia: «Una persona humana, nada más y nada menos, está en juego en todos los casos, una vez que ha tenido lugar la concepción.» Sin embargo, los obispos no dicen con certeza que la concepción dé inmediatamente origen a una persona humana. Su argumento se basa en el hecho inconcuso: «La concepción inicia un proceso, cuya finalidad es la realización de una persona humana.» Por consiguiente, si penitentes usan medios como el dispositivo intrauterino que, según la respetable opinión de muchos hombres de ciencia, pueden ser abortivos (expeliendo el óvulo fecundado, o el ser vivo adherido ya al seno materno), el confesor deberá amones263
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Pecados contra la castidad en el matrimonio
tarlos explícitamente, haciendo así todo lo que está en su mano para proteger una vida inocente. Evidentemente, aquí entra en juego algo más que una conciencia subjetivamente buena.
y de consejo contenidas en las declaraciones de tales episcopados — como los de los EE. UU., de Austria, Bélgica, Canadá, Holanda, Francia, Alemania, Italia y Escandinavia—, aunque diferentes en la expresión y en el acento. El desarrollo convergente de las ideas parece ser el siguiente: a) Mucho más importante que la decisión acerca del método de regulación de la natalidad es una cuestión fundamental de conciencia, a saber, si la transmisión de la vida es responsable o irresponsable, aquí y ahora, en el caso concreto. Por consiguiente, el enjuiciamiento moral del uso de anticonceptivos (comprendidos incluso los «métodos» de continencia total o periódica) es totalmente diferente si tal uso está motivado por una negativa egoísta al cumplimiento de la vocación de padres, o si más bien se escoge de resultas de graves dificultades para armonizar las exigencias del amor y unión conyugal con la regulación responsable de la natalidad (es decir, con la legítima y responsable no transmisión de vida). b) La «apertura» de cada acto conyugal particular a la transmisión de la vida, entendida en el sentido de que la concepción puede evitarse sistemáticamente mediante el recurso exclusivo al período infecundo, pero no debe impedirse con medios artificiales de control de la natalidad, es un ideal, o una norma ideal (hablando en abstracto). En situaciones difíciles no puede siempre observarse, pero en los casos difíciles de colisión de deberes se puede, o se debe, ceder a valores más urgentes o más elevados. Sin embargo, la decisión contraria no se debe adoptar a la ligera y sin un esfuerzo general por lograr la meta ideal. Este esfuerzo debe enfocarse a la luz de la «ley de crecimiento». c) Diferentes episcopados reconocen que, por lo menos en el momento presente, el uso de la continencia periódica crea problemas y no pocas veces es absolutamente imposible. Merece tenerse en cuenta que ni el papa ni ninguno de los grandes episcopados enseñan que en este caso la continencia total deba ser una norma absoluta, cualesquiera que sean sus consecuencias tocante a la armonía, paz y estabilidad del matrimonio. Así, la atención debe dirigirse al grado y urgencia de los valores y deberes. d) Ningún episcopado asume la responsabilidad de aprobar o recomendar alguna técnica determinada de control de la natalidad
13.
Tocante al uso de medios artificiales para el control de la natalidad, como también al uso sistemático del método de interrumpir el acto conyugal, el sacerdote debe informar a los fieles sin ambages acerca de la enseñanza de Pablo vi en la Humánete vitae.
Los obispos americanos, que, como también otras jerarquías, reconocen explícitamente la legítima libertad de investigar y de pensar, aunque indicando al mismo tiempo las normas de disentimiento lícito, afirman claramente: «Ni siquiera un disentimiento responsable dispensa de presentar fielmente la auténtica doctrina de la Iglesia cuando uno desempeña un ministerio pastoral en su nombre.» Dado que la encíclica Humanae vitae no sólo ha dado lugar a disentimiento y discusiones entre los teólogos y los seglares, sino que además ha dado origen a explicaciones y directrices pastorales preparadas muy cuidadosamente por numerosas conferencias episcopales, ningún sacerdote puede desechar tales directrices, especialmente las que explícita, o por lo menos implícitamente, hayan sido aprobadas por el papa. Por consiguiente, no debe imponer a sus penitentes su interpretación personal de la encíclica, sobre todo en casos en que una opinión más rigorista perjudicaría a la armonía, paz y estabilidad del matrimonio o a la salud mental de uno de los esposos. Dado que los episcopados no han ignorado u olvidado — ni podían hacerlo— la enseñanza del papa, los sacerdotes particulares no pueden formar ni imponer su propia opinión sin tener en cuenta todos los esfuerzos de los episcopados y en realidad del pueblo entero de Dios. La enseñanza autoritativa de numerosos episcopados, dado que responde a la decisión del papa, está por encima de las opiniones de teólogos disconformes. No se puede negar que la enseñanza de numerosos episcopados constituye una opinión probable. Aunque algunos obispos y algunas jerarquías nacionales han dado directrices más bien severas, no deben dejar de tomarse en consideración las líneas convergentes de pensamiento 264
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La castidad
La pildora
o algún medio terapéutico específico. Los episcopados no han hablado en absoluto de la pildora, sino más bien de la responsabilidad de los esposos en escoger —en casos de colisión de deberes— el medio que les parece ser el mejor tras seria reflexión, información y oración. A la clara conciencia que tienen los episcopados de los límites de la competencia en cuestiones técnicas, debe responder una actitud similar de prudencia por parte del confesor o del sacerdote que debe aconsejar. e) El sacerdote debe poner el mayor empeño en ilustrar la conciencia de los fieles, proponiendo la doctrina auténtica de la Iglesia, pero después de todo debe respetar la conciencia sincera y leal del creyente. El confesor que se encuentre con penitentes que se han formado la conciencia tras seria consideración de la enseñanza de la Humanae vitae, de las directrices dadas por las conferencias episcopales, y de las opiniones de la generalidad de los teólogos, debe guardarse de llamar tal convicción «ignorancia invencible», supuesto que haya buenas razones de creer que tales penitentes piensan y obran de acuerdo con la línea de pensamiento propuesta por grupos mayores de obispos, de teólogos y de seglares expertos en la materia. Sin embargo, si el confesor está personalmente convencido de que esto no concuerda con la doctrina de la Iglesia y es por consiguiente un error, o «error invencible», entonces obrará prudentemente siguiendo los principios tradicionales tocante a la «conciencia invenciblemente errónea». (Cf. san Alfonso, Praxis conjessarii, n. 8, donde insiste enérgicamente en la obligación del confesor de no inducir al penitente a rebelión y a pecado «formal» cuando podemos dejarlo en su opinión o en su ignorancia invencible sin grave daño para él para otro.)
No se habría entendido la encíclica Humanae vitae si se buscara en ella una respuesta a las cuestiones relativas a la pildora de progesterona para el control de la natalidad. No todos los que hallan dificultades en la enseñanza de la Humanae vitae (en particular la
de que todo acto conyugal concreto debe estar abierto a la procreación, incluso en los casos en que no se podría asumir con responsabilidad la transmisión de la vida) son favorables al uso de la pildora de progesterona. El problema de la propagación del uso de las pildoras hormonales como medio para el control de la natalidad es discutido críticamente tanto por adversarios de la encíclica de Pablo vi, como por otros que se han sentido aliviados por la encíclica y la han acogido con gratitud. Desde un punto de vista teológico conviene insistir en que nuestra esperanza de salvación eterna no está en absoluto ligada a pildoras, aunque tenemos gran estima de todas las ayudas médicas en situaciones humanas difíciles. La ciencia médica tiene que reflexionar sobre el problema del control de la natalidad, dado que, sobre todo, debido al progreso de la ciencia médica, se nos plantea un problema de envergadura mundial. Personalmente yo pienso que hay buenas razones para poner en guardia contra la esperanza cifrada en un eventual descubrimiento de una «pildora católica», es decir, de una pildora que regule artificialmente el momento de la ovulación y haga así posible el control de la natalidad mediante la observancia de «los ritmos naturales». No soy yo el único que no ve gran diferencia entre una pildora que garantice una ovulación puntual con vistas a un efectivo control de la natalidad, y una pildora que difiera efectivamente la ovulación hasta que una nueva concepción pueda ser deseada con responsabilidad. La cuestión que se plantea en un enfoque antropológico de la medicina es ésta: ¿Cómo la interferencia con las funciones biológicas afecta al bienestar y a la dignidad de la persona en cuanto ser responsable? La encíclica Humanae vitae ha destruido las esperanzas casi místicas que algunos habían puesto en la pildora, y hay que reconocer que esto ha sido un bien. Por otro lado ha dado nuevos estímulos a discusiones acerca del uso terapéutico de medios que de hecho tienen efectos anticoncepcionales aunque puedan ser usados con intenciones muy diferentes. Así la discusión acerca de los medios de regulación de la natalidad y de la terapéutica en esta materia dista mucho de estar circunscrita dentro de las estrechas perspectivas de la pildora hormonal. La referencia que en la Humanae vitae (art. 15) se hace a los
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La pildora
medios terapéuticos dará probablemente lugar al mismo género de discusiones que suscitó la alocución de Pío xn en septiembre de 1958, a la que se hace referencia en la nota (ibid.). Por esto mencionaré aquí las diferentes soluciones u opiniones probables de teólogos dentro del marco de un concepto de ley natural que presta primariamente atención a las «leyes y ritmos de la naturaleza» (es decir, de la naturaleza biológica), así como de la doctrina tradicional, según la cual la «contracepción» ( = impedir la concepción) es siempre intrínsecamente malo y pecaminoso. Como en otras muchas cuestiones modernas, las opiniones varían entre los teólogos. Gran número de moralistas respetables explicaban la doctrina de Pío xn dentro del marco de los principios tradicionales, concluyendo que será lícito el uso de la pildora, por ejemplo en la mayoría de los trastornos de la menopausia. Si se ha manifestado ya claramente la tendencia de la naturaleza a suprimir la ovulación y, además, un ciclo irregular provoca perturbaciones o está relacionado con dificultades para la salud, y si médicos competentes opinan que estas pildoras son un buen remedio para la mujer, pueden usarse lícitamente. Esta opinión no es reprobable y no cambia por el hecho de que la pildora tenga un efecto secundario, a saber, la supresión de la ovulación, a la que tiende ya la naturaleza misma. En segundo lugar, la mayoría de los doctores y teólogos convenían en que si la pildora es capaz de regularizar el ciclo de la mujer, es lícito usarla. Pero por ahora muchos médicos no fomentan esta teoría, por no ser cierto en absoluto que la pildora pueda tener este efecto regulador. Es una cuestión que han de decidir los doctores. Hay que averiguar si la pildora puede o no normalizar el ciclo. La regularización es el efecto directo, el cual tiende a restablecer el perfecto funcionamiento de la naturaleza, y esto en sí es bueno. La supresión o inhibición temporal de la ovulación es cosa secundaria, ya que para muchas mujeres puede ser un grave inconveniente la falta de un ciclo regular; una supresión temporal de la ovulación implica la imposibilidad de concebir. El tercer punto de la discusión era éste: ¿Se puede usar la pildora durante el período de la lactancia? Es bastante probable que la naturaleza misma inhiba la ovulación mientras la madre da el
pecho a la criatura. Hormonas naturales llamadas progesterona, las mismas que se producen artificialmente y se contienen en estas pildoras (enovid, norlutin, anovlar, etc.), inhiben la ovulación. Ahora bien, si la «naturaleza» inhibe la ovulación durante la lactancia en la mayoría de los casos, podemos considerar esto como expresión de la sabiduría de Dios que quiere permitir a los esposos desplegar su pleno cariño conyugal sin temor de nuevos embarazos durante el período de la lactancia. Por consiguiente, si en algunos casos la «naturaleza» no cumple su función, debido a incapacidad de criar, a las circunstancias de la vida o a otras razones, la ciencia médica tiene derecho a corregir los defectos de la naturaleza biológica. Según muchos teólogos, tal tratamiento médico se justifica moralmente si se tiene la expresa intención de hacer posible la expresión del amor conyugal sin temer nuevos embarazos, que en el momento presente no son deseables por razón de ciertas exigencias materiales o por razón de la salud de la madre. Este deseo es legítimo, pues está en consonancia con el designio del Creador que hace esto posible cuando funciona normalmente la naturaleza de la mujer. Análogamente, la naturaleza hace posible esta misma libertad conyugal durante 24 días de cada ciclo. Cuando las funciones biológicas de la naturaleza están alteradas por falta de salud o por alguna desviación de la norma biológica, es lícito ayudar al organismo a restablecer el perfecto funcionamiento. Otros moralistas son de parecer contrario, sobre todo cuando la madre misma no cría por no poder hacerlo. Pero también en este caso buen número de moralistas aseguran que aunque la madre no críe o no pueda criar, todavía tiene derecho a desear el efecto de la función biológica normal: la inhibición de la ovulación, que permita a la pareja expresarse el amor conyugal sin temer un embarazo en un período en que éste no es deseable, en un tiempo en que la madre normalmente habría de amamantar a la criatura. Estas opiniones se discutieron durante varios años y ambas escuelas estaban convencidas de mantenerse fieles a la enseñanza de Pío xn. A mi parecer, puesto que esta cuestión se ha discutido tanto tiempo a los ojos de la autoridad de la Iglesia, cada cual puede seguir libremente una u otra opinión. Se trata de dos opiniones probables. Quienquiera que esté convencido de que la opi-
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La castidad nión más severa es la que está en lo cierto, debe seguirla en su propia vida conyugal. Pero, aun cuando un moralista esté convencido de que sólo su opinión es la cierta, debe comportarse eclesialmente, es decir, tiene que ser leal con la otra parte de la Iglesia, por lo cual no puede imponer su opinión como si sólo su partido, su facción, fuera la Iglesia. Debe informar sinceramente a las parejas de casados de que hay divergencias de opiniones, de que ninguna de las opiniones ha alcanzado todavía plena certeza, y de que hasta ahora la Iglesia sigue dejando libertad de elección; cada cual puede, por consiguiente, seguir su propia conciencia. En este caso podrá decir: «Mi opinión personal es que eso no es lícito, pero yo no tengo el derecho de imponer mi opinión personal mientras la solución es discutida por teólogos católicos de renombre y dignos de consideración.» Si bien Pablo vi habla de medios terapéuticos únicamente con vistas a la salud del cuerpo (corpus), sin embargo, el entero proceso teológico y especialmente las directrices dadas por numerosos episcopados parecen indicar que la «salud del cuerpo» no ha de entenderse en la estrecha perspectiva de un concepto más o menos materialista de la medicina, que trata únicamente el organismo en sus funciones particulares, sin una idea clara de la persona en tanto que persona. «La salud del cuerpo» habrá de entenderse más bien en la perspectiva de la «medicina antropológica» (tal como la proponen pensadores y doctores cristianos, como Viktor Weizsácker, Viktor Frankl, Igor Caruso). Así volvemos a la idea bíblica del «cuerpo» en una perspectiva de la totalidad de la persona, más allá de la dicotomía helenística entre cuerpo y alma. Una auténtica terapéutica no debe ocuparse únicamente del organismo, sino que en todo caso debe interesarse por el concepto total de salud de un ser personal, que en su vida corporal y espiritual está constantemente en camino hacia una mejor integración y perfección. La clase de cura que ayude a acercarse más y más a esta meta, es una terapéutica auténtica.
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XVIII LA JUSTICIA AL SERVICIO DE LA CARIDAD
Justicia y caridad En nuestra vida entera debe aparecer bien claro que la caridad —el amor— no es puro sentimentalismo. Hay que corresponder al orden del amor (ordo amoris), a la manifestación del amor de Dios revelado en toda su obra. Así pues, para que el amor sea verdadero no ha de restringirse a un asunto del corazón. El amor da prueba de sí cuando penetra la entera estructura de la vida del hombre. El amor se convierte en justicia cuando uno busca en serio el ordo amoris objetivo en la vida social y económica y luego hace todo lo posible para expresar su amor mediante el ejercicio de la justicia en los ámbitos socioeconómicos de la vida. Objetivamente, todas las cosas creadas, sean de orden material, intelectual o psicológico, son dones del amor de Dios. Todos estos dones llevan el sello de la intención del Dador, a saber, el de la orientación social al servicio de la humanidad. Nosotros nos apropiamos todas estas cosas y reivindicamos verdaderamente su propiedad convirtiéndolas en medios de amor fraterno para gloria del único Señor y Padre. Todos estos dones otorgados por Dios están hipotecados socialmente en el sentido de que son dados con miras a la totalidad de la humanidad. Esta hipoteca social no es secundaria; las cosas materiales son ante todo propiedad común. La necesidad de propiedad individual es una función del bien común. Las expresiones y el significado de la propiedad individual o privada pueden diferir al cambiar las situaciones históricas, pero en cualesquiera circunstancias, el objetivo primario de los bienes mate271
La justicia al servicio de la caridad
Egoísmo individual y de grupo
ríales es el de servir al provecho de la comunidad; sólo así están también destinados al individuo para que se le conviertan en fuente de dicha. El hombre halla su verdadero yo, se halla él mismo, usando los dones de Dios para el servicio de la comunidad, para el bien común. Si tratamos de establecer la relación entre justicia y caridad, o amor, hallamos que la justicia es un eslabón en la cadena del amor. La justicia se cuida del orden de los derechos en nuestras relaciones sociales; el amor relaciona a una persona con otra persona. Una justicia sin amor, sin el calor del corazón, es una de las formas más flagrantes de injusticia contra la persona, dado que el supremo derecho de la persona es el de ser amada y respetada como tal. Sin amor está uno ciego incluso para ver las exigencias de la justicia. Pero el amor nos obliga también a aprender la manera «de poner orden en nuestra vida económica, social y cultural».
La formación de la conciencia en nuestra época exige que se dé el golpe de gracia al dragón moderno del egoísmo de grupos. Muchos católicos, mientras condenan la injusticia individual en la forma de egoísmo individual que perjudica a otros, canonizan el egoísmo de grupos. Esta acusación se extiende tanto a seglares como a sacerdotes y religiosos. Algunos sacerdotes, ejemplares en su generosidad tocante a su propiedad personal, son fanáticos tocante su propiedad parroquial. Su interés se restringe a los límites de la parroquia, a la que desean enriquecer; en alguna manera llegan hasta a olvidarse totalmente de la diócesis, o de la Iglesia en su totalidad. Las recaudaciones del sistema de diezmos impuesto a los parroquianos se destinan a veces a cambios prácticamente inútiles en la iglesia, sin consultar a los dirigentes o representantes de la parroquia. Muchos párrocos fomentan su manía parroquial de ladrillos y mortero y prestan poca atención, o ninguna a mejorar y ampliar las escuelas y colegios en la diócesis. Tal comportamiento sólo puede designarse con un nombre: es un egoísmo de grupo, y hay que reconocer que es malo.
Este egoísmo de grupo es todavía peor cuando se observa en superiores y administradores religiosos. Cierto que tienen responsabilidades para con su grupo, pero también deben percatarse de la responsabilidad de su grupo para con la comunidad más extensa y superior. Muchas personas son escrupulosas en la esfera de la justicia conmutativa que regula los derechos entre los individuos, pero en cambio votarán por un partido que fomenta la injusticia en favor de su propio grupo. Tales personas apoyan a un partido o a un político determinado por razón de sus intereses creados. Los sindicatos obreros pueden servir de ilustración de este punto. Algunos pueden ser injustos por el hecho de no hacer nada con vistas a fomentar el bienestar de la clase trabajadora o por negarse a participar en una huelga justa. En cambio, puede darse el caso de que sindicatos fomenten la injusticia social con respecto a otros sectores del mundo del trabajo fomentando así el odio de clases. La participación en tales actividades se convierte en injusticia social. Los obreros que participan en una huelga deben hacer primero examen de conciencia: ¿Es justa o injusta esta huelga? Tal examen de conciencia debería emprenderse por parte del capital y por parte del trabajo, por los superiores y por los inferiores. Los managers y los capitalistas que convienen en negarse a las exigencias de los sindicatos, así como los obreros mismos, deben examinar seriamente la base de las exigencias en términos de justicia. Deberían también examinar su posición con respecto a la integración social y racial: ¿están contentos del mantenimiento de un orden injusto o han dado pasos para promover la injusticia social en el ámbito de la integración? Pueden citarse también no pocos ejemplos de posiciones insostenibles basadas presuntamente en la doctrina de la Iglesia, con objeto de mantener el status quo en favor de clases o razas privilegiadas. Esas personas, con sus explicaciones bastardas y sus tergiversaciones, incurren en la culpa de promover activamente la injusticia. Al confesor incumbe el quehacer de llamar la atención de personas que ocupan posiciones elevadas, sobre la gran injusticia que cometen abusando así de la doctrina de la Iglesia o del Evangelio. Tales injusticias sociales son más y más evidentes hoy día
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Egoísmo individual y de grupo
La justicia al servicio de la caridad
Justicia social con los trabajadores
a la luz de las convicciones adquiridas mediante las ciencias del comportamiento, que proporcionan un conocimiento más profundo de la igualdad y solidaridad humanas. Manipular las variables sociales en una situación con vistas a mantener un cómodo status quo, implica un flagrante pecado contra la justicia. Las personas interesadas en cuestiones sociales como los problemas de clases o interraciales, deberán proceder con amor en sus corazones. Si llevan adelante su obra con odio, no lograrán nunca el objetivo por el que combaten. La reivindicación de derechos debe emprenderse con un espíritu de mutua inteligencia y con la mayor paciencia; éste es el sentido de la no violencia (cf. la Constitución sobre la Iglesia en el mundo moderno, art. 78).
seria consideración por parte de todos los cristianos. Forma parte del quehacer tanto del pulpito como del confesonario subrayar la dimensión eclesial de la justicia y atraer hacia ella la atención de las conciencias tanto individuales como de grupos. El concilio Vaticano II se mostró explícito en los puntos relacionados con los problemas sociales; sin embargo, los documentos conciliares serán letra muerta a menos que los sacerdotes y los fieles se esfuercen por integrarlos en su vida. El confesor tiene especial obligación de formar las conciencias siguiendo las enseñanzas actuales de la Iglesia y no conforme a los manuales del siglo pasado... Los profesores de teología moral, a quienes resulta más cómodo utilizar viejas notas de clase basadas en manuales del siglo xix, descuidan la debida formación de las conciencias conforme a la enseñanza presente y viva de la Iglesia de hoy. Los recientes documentos del Vaticano n tocante a la justicia social reclaman intenso estudio por parte de todos. En estrecha relación con estas enseñanzas, debido a su insistencia en la solidaridad social, se hallan las encíclicas Mater et Magistra y Pacem in Tenis.
Justicia y amor a todos los niveles Las encíclicas sociales del papa Juan xxm y la Constitución sobre la Iglesia en el mundo moderno (art. 63-93) subrayan no solamente que la justicia es una cuestión entre el capital y el trabajo, sino también que la justicia social impone una responsabilidad de amor para con todas las gentes y todas las naciones. Las naciones favorecidas con la posesión de extensos territorios, con abundancia de recursos naturales y con ventajas históricas tienen la responsabilidad de ayudar a las naciones pobres que carecen de tales recursos y habilidades naturales y que por consiguiente no logran rebasar el nivel del subdesarrollo. La obligación se extiende al fomento de la paz y de la mutua inteligencia entre todos los pueblos. Obrando así se hace justicia y se da gloria a nuestro común Padre celestial, que ha destinado todas las cosas al bien común de la raza humana; a él pertenecen todas las cosas. Esta obligación de justicia resulta imposible si pueblos y naciones privilegiadas atienden únicamente a mantener su elevada posición y su poder. La paz entre los hombres se basa en la justicia. Se coopera formalmente en graves pecados de injusticia social si se vota por un hombre o un partido que proclama su oposición a la integración racial o a prestar ayuda a las naciones que se hallan en extrema necesidad. Asuntos sociales de tal magnitud reclaman
El derecho del trabajador a un salario justo es un aspecto de su derecho primordial a ser tratado como persona humana. Nadie puede mostrar amabilidad y delicadeza auténticas al trabajador si se niega a pagarle un salario justo. Se comprende perfectamente por qué el trabajador rechaza la llamada afabilidad y caridad de su patrono: desde su punto de vista, son medios que el patrono usa para explotarlo más eficazmente. La justicia y la amabilidad deben ir de la mano: la justicia en forma de salarios equitativos, y la amabilidad en tratar a los trabajadores como personas. Donde y cuando sea posible habrá que introducir o desarrollar el sistema de participación de los trabajadores en los beneficios de la empresa. Hay diferentes caminos abiertos para el logro de esta meta. Podrían excogitarse métodos mediante los cuales los trabajadores tuvieran voz en la determinación de decisiones concernientes a su propio trabajo y hasta a la vida de su familia. No es justo que un puñado
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Justicia social con los trabajadores
La justicia al servicio de la caridad
Justicia en la publicidad
de hombres en la cúspide de la pirámide decidan todas las líneas y procedimientos a seguir tocante a millones de trabajadores y a sus familiares. Ahora bien, también el trabajador tiene obligaciones correlativas para con su patrono, lo cual exige un examen de conciencia: ¿es él justo y equitativo con su patrono dando el tiempo y la calidad de servicio que se espera de él? ¿Es equitativo con sus colegas y con otros grupos sociales? ¿Cumple, como particular, con su papel de cristiano en la vida social y económica? ¿Cumple con este mismo papel juntamente con sus colegas en cuanto forma parte de un grupo? Estos puntos entrañan serias responsabilidades. Hay individuos devotos que se muestran verdaderamente generosos con su parroquia, pero a los que convendría exhortar a pagar primero a sus empleados y sólo después hacer donativos a la parroquia. Los escritores de catecismos deberían caer en la cuenta de que inducen a los católicos a la injusticia y a la desobediencia al inculcarles que paguen primero el diezmo a la parroquia y que salden luego sus deudas con lo que les quede. Es exactamente lo que prohibe el Señor diciendo que no hable del corbcui — ofrenda sagrada — el que da el diezmo a la Iglesia y descuida a sus padres. El deber de sostener a la iglesia no dispensa de la obligación de justicia que uno tiene con sus acreedores. Obran mal e injustamente los que al recomendar las contribuciones a la Iglesia recurren a tácticas de extorsión como la de proponer el principio de que esas contribuciones pertenecen a Dios y que por tanto deben pagarse antes de pensar en las otras deudas y obligaciones. Millares de catecismos confunden así a Dios con los intereses de la parroquia. Cuando tratan de probar la obligación de los diezmos basándose en el Antiguo Testamento, para ser consecuentes deberían también insistir en la obligación de cumplir otras leyes del Antiguo Testamento, como, por ejemplo, la de la circuncisión. Son más los pasajes del Antiguo Testamento que prescriben la circuncisión que los que prescriben el diezmo en el sentido literal de pagar el 10 % del total de los ingresos. Es injusto imponer el diezmo en lugar de hacer algunas asignaciones para las pobres gentes que tienen que penar para instruir a sus hijos y que desearían enviarlos a escuelas católicas. Es una
injusticia imponer el diezmo indiscriminadamente a los ricos y a los pobres. Tal imposición por parte de las autoridades eclesiásticas hiere los sentimientos del pueblo, tanto más cuando salta a la vista que hasta el Estado en este mundo moderno renuncia a imponer impuestos regresivos que desangrarían a los grupos que sólo disfrutan de rentas bajas. El sistema americano de impuestos de la renta exige un porcentaje mucho mayor a los que perciben rentas elevadas que a los que se hallan en los escalones inferiores; en todo caso, se tiene en gran consideración el número de los miembros de la familia. Por consiguiente, exigir el 10 % de los ingresos globales sin distinguir entre grandes y pequeños ingresos y sin tomar en consideración las responsabilidades pecuniarias de la familia es un pecado evidente contra la justicia.
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Justicia en la publicidad Los teleexpectadores están sujetos a diario a una dosis exagerada de mentiras en los miles de anuncios comerciales que cruzan las pantallas. Aunque ya no parecen llamarse a engaño, puesto que todo el mundo entiende que se trata de vulgares hipérboles. Sin embargo, deberíamos educar la conciencia pública con vistas a modificar la opinión pública, ayudando al consumidor a percatarse de que el criterio ideal en la publicidad debe ser la verdad; un buen anuncio dice la verdad. Es un pecado especial contra la justicia cuando una firma no sólo ensalza los valores de sus propios productos, sino que además niega o rebaja los valores de los productos de otra compañía. Igualmente es un pecado contra la justicia vender un coche de segunda mano sin revelar los defectos ocultos. Si los granjeros que vendían caballos debían informar al comprador sobre los defectos importantes de los caballos, lo mismo deberían hacer los vendedores de coches. Pero ha venido a ser ya práctica corriente vender los coches de segunda mano sin descubrir tales defectos, y el posible comprador debe hacer por su cuenta la investigación sobre las taras ocultas. Debería tratar menos con vendedores sin conciencia y fiarse únicamente de vendedores que revelaran los defectos ocultos. Nosotros no debemos fomentar con nuestra 277
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Restitución
casuística este tipo de injusticia diciendo, por ejemplo, que como es práctica corriente la de no revelar los defectos ocultos, el vendedor no está obligado a hacerlo. Si los vendedores han de hacer honor a su profesión, se requiere que garanticen el objeto que van a vender y que revelen los defectos ocultos del mismo. A veces deberemos recordar a nuestros penitentes que los manejos fraudulentos son pecado. Sabemos por el Evangelio de san Marcos cómo respondió el Señor al rico que le preguntó: «¿Cómo alcanzaré la vida eterna?» Le dijo: «No defraudarás» (Me 10, 19). Después que aquel joven rico dijo que había cumplido todos los mandamientos desde su juventud, pero no tuvo valor para renunciar a todo, dijo el Señor: «¡Qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!»
Por consiguiente, si alguien tiene escrúpulos en estas materias, debemos aconsejarle que consulte a un experto. Podríamos perjudicar mucho a las gentes si no les diéramos esta indicación. A veces tienen remordimientos sin haber cometido falta alguna objetiva. Otros han podido tropezar con abogados desaprensivos; en estos casos hay que proceder con mucha cautela en el confesonario. Hay que pagar los impuestos justos en el verdadero sentido de la ley, tal como se entienden comúnmente las decisiones del Estado. Otra manera de defraudar al Estado consiste en obtener subsidios de manera subrepticia, con mentira o presentando falsamente los hechos. Debemos ilustrar las conciencias de los penitentes, haciéndoles comprender que tales prácticas son contrarias a la justicia.
Restitución Justicia y lealtad con el Estado Hay obligación en conciencia de pagar los impuestos justos al Estado. Es evidente que si el pagar los impuestos acarrea la ruina personal, eso no le conviene al Estado. Es bastante frecuente que si uno no pide consejo en materia de impuestos, probablemente haya de pagar más de lo justo. Por consiguiente es prudente pedir consejo, no para eludir el pago de los impuestos, sino para cumplir el deber responsablemente. Siempre está presente la tentación de encubrir algo cuando uno no conoce todas las leyes y piensa que ha cometido fraude contra el Estado; a lo mejor, la verdad será que ha pagado demasiado en impuestos. Hay que estar al corriente de la legislación y de su interpretación. Las leyes, debido a su vocabulario técnico, son a veces difíciles de entender. Por ejemplo, en Alemania, una sentencia del tribunal obligó a una orden religiosa a pagar impuestos por los derechos de autor de sus miembros. Esto suponía impuestos muy elevados, si un individuo había firmado el contrato personalmente; pero si lo firmaba el superior, no se exigían impuestos. Es un ejemplo de las sutiles distinciones legales; pero si uno conoce estas cosas, puede evitarse muchos disgustos. Tal es el caso del que sufre por ignorancia o se ve tentado a transgredir las leyes.
Si se nos pregunta: «¿Tengo obligación de restituir?», debemos proceder con la mayor cautela. La decisión puede implicar sumas considerables. Si no somos peritos en la materia, debemos responder honradamente: «No lo sé. Consulte usted a alguien versado en materias de justicia económica.» Puede darse que no sea aconsejable en algún caso la compensación oculta, pues uno podría exponerse al peligro de perder la confianza de los otros. Puede suceder que uno no haya pecado contra la justicia porque su patrono no le ha pagado un salario justo. Sin embargo, en la mayoría de los casos deberá el confesor disuadirlo de continuar con ese procedimiento de compensación clandestina, y esto por amor a su familia, por su paz interior y por su buen nombre, como también por amor del bien común. Sin embargo, no debemos imponerle la obligación de restituir si no ha pecado contra la justicia conmutativa. Generalmente deberemos formar las conciencias de los penitentes de modo que se hagan cargo de que no es posible una sincera conversión si se desean conservar riquezas mal adquiridas. Si uno se ha hecho millonario recurriendo a métodos injustos, no puede desear la conversión y al mismo tiempo utilizar tranquilamente sus millones para su provecho privado. De alguna manera debe des-
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La justicia al servicio de la caridad prenderse de lo que a todas luces ha adquirido injustamente. Los grandes millonarios deberían practicar un serio examen de conciencia: «¿He obrado justamente con mi personal?» Y si han sido injustos: «¿Cómo puedo restituirles lo que les debo o, por lo menos, contribuir al bien común?» Naturalmente, con frecuencia es difícil, si no imposible, restituir directamente a los trabajadores lo que se les debe. Una solución posible sería la de darles participación en los beneficios. Muchas personas adineradas hacen generosos donativos para fines culturales y sociales. Ésta es una forma de restitución. Pero si las riquezas han sido adquiridas justamente, tales asignaciones son actos de loable generosidad. No es imposible que un rico se halle en el caso de decir: «Mis métodos eran tan honrados como los de las gentes más honradas.» Sin embargo, sólo fue capaz de acumular tales riquezas por razón de las estructuras corrientes de la economía, que no estaban de acuerdo con la justicia. ¿Qué hace tal persona para lograr mejorar las estructuras y las convicciones? También la injusticia cometida contra el Estado debe repararse mediante restitución. Algunos moralistas afirman erróneamente que sólo las infracciones de la justicia conmutativa obligan a la restitución. Tal aserto se basa en una interpretación incorrecta de un texto de santo Tomás, y hoy día es rechazada comúnmente. Si uno ha faltado claramente a la justicia, tiene que restituir. Sin embargo, cuando se trata de injusticias cometidas contra el Estado, con frecuencia es muy difícil, por no decir imposible, restituir sin exponerse a ir a la cárcel. En tal caso se puede practicar la restitución mediante donativos a hospitales o a otras instituciones públicas, incluso a las escuelas católicas en países en los que el Estado, con la mayor probabilidad, comete injusticia con la doble imposición a católicos que envían sus hijos a escuelas confesionales. Debemos obrar con la mayor prudencia al tratar de estas materias en el confesonario. El confesor no deberá nunca tratar de obtener que alguien restituya en favor de su propia institución o de su propia parroquia. Esto podría causar muy mala impresión e inducir a muy malas interpretaciones. Si alguien desea restituir en favor nuestro, convendrá insinuarle que entregue la suma a otra institución o que la dedique a otro fin social.
El Padre celestial, con un amor infinito, expresa su propia gloria, amor y majestad en su Hijo. Y el Hijo a su vez expresa y revela el amor mismo, el Espíritu Santo. Santo Tomás expresó la misma verdad con estas palabras: Filias Dei non est verbum qualecumque, sed Verbum spirans Amorem. El Hijo no es una palabra cualquiera; es la Palabra que exhala esencialmente al Espíritu, una persona; es la Palabra que expresa este Amor que se da a sí mismo. La verdad auténtica debe ser siempre una imagen del Uno que es la Verdad. Por consiguiente, si uno hace mal uso de un hecho o de una información contra su prójimo, eso no puede ser una expresión de la verdad. Y si pretende ser amante de la verdad, no puede servirse de la información que tiene contra su prójimo sembrando odio contra él. Si alguien sabe lo que es la verdad — y un cristiano debe conocerla en Jesucristo—, estará siempre seguro de expresar la verdad en una forma que promueva el diálogo en una comunión verdaderamente personal, en una forma que contribuya a edificar el Cuerpo místico. Esta expresión de amor se aplica especialmente a las verdades de la salvación. Un sacerdote o teólogo que use la verdad revelada como arma contra otras escuelas de pensamiento, o como medio para realzar su propia gloria, hace mal uso de estas verdades. No está en la verdad, ya que la verdad de la salvación es esencial y
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XIX LA VERDAD EN LA CARIDAD Y LA CARIDAD EN LA VERDAD
La verdad, expresión de amor
Verdad y caridad
Malicia de la mentira
totalmente expresión del amor de Dios. La verdad sólo se puede expresar y entender rectamente si amamos a Dios y a aquellos a quienes está destinada la verdad de salvación. Lo mismo se aplica a cualquier expresión de verdad, puesto que en realidad toda verdad es imagen de la verdad eterna, del Hijo de Dios. A veces convendrá que el confesor sacuda cortésmente al penitente si observa que se sirve de la verdad sólo para su propio provecho, o diplomáticamente. Hay gran diferencia entre una persona que acepta la verdad sin ambages y otra que la enfoca únicamente a la luz de su interés personal. Por ejemplo: Hay teólogos que ante todo se preguntan: «¿Haré buena impresión al afirmar esto?; ¿me proporcionará molestias o me dará noches de insomnio?» La teología no se presta a esta táctica. La fe exige una franqueza total, aunque nos moleste o nos exponga a algún peligro. Nuestra vida entera exige esta manera de abordar la verdad. En nuestra expresión de la verdad debemos siempre tener consideración con el oyente. En definitiva debemos preguntarnos: «¿Con mi manera de expresar la verdad contribuyo a edificar la comunidad de caridad y de verdad?»
redimido por él. Todas sus faltas deben verse en la perspectiva de su redención, porque juntamente con nosotros ha sido llamado a la felicidad eterna, a la comunión de los santos y a la unión con el Dios uno y trino. Cuando tratamos con nuestro prójimo, hagámoslo de manera digna. No siempre somos capaces de hablar de materias profundas, pero por lo menos debemos procurar que nuestras conversaciones enriquezcan a nuestros -semejantes y les proporcionen una mayor inteligencia de la verdad. Esto requiere que nos hagamos escuchar: un arte que, desgraciadamente, se ha perdido. Finalmente, debemos ser sinceros en nuestras obras. Uno de los rasgos que distinguen a la juventud moderna es la sinceridad; su fuerte disgusto por la insinceridad de los adultos influye en el hecho de que éstos los tengan por iconoclastas. En la formación de la conciencia de los jóvenes debemos hacer llamamiento a su sinceridad y mostrarles que la sinceridad de los fines repercute en la sinceridad del comportamiento. Sus acciones deben expresar lo que ellos son; deben expresar también sus nobles ambiciones. La juventud debe ser un testimonio en favor de la verdad.
Malicia de la mentira Verdad en pensamientos, palabras y obras La formulación marcadamente negativa del octavo mandamiento : «No levantar falso testimonio ni mentir» llama fácilmente nuestra atención acerca de la obligación de no dar falso testimonio y de no mentir con nuestras palabras. Pero a la luz del Nuevo Testamento, dado que estamos comprometidos con el Uno, que es la Verdad, la Nueva Alianza nos obliga también a cultivar la verdad esencial en nuestro corazón y en nuestra mente. No debemos entregarnos a charlas inútiles, ni gastar nuestro tiempo leyendo periódicos o delante de la TV, a no ser que se trate de cosas que merecen nuestra atención. Estamos obligados a captar en toda nuestra persona la verdad esencial, la verdad de la salvación, y las ciencias que nos ayudan en nuestro quehacer de desarrollar nuestra entera personalidad. Debemos también pensar con verdad acerca de nuestro prójimo, teniendo siempre presente que es imagen de Dios,
Podemos ver fácilmente la malicia de la mentira si miramos a Cristo, cosa que debemos hacer siempre, ya que él es la Verdad y el testigo fehaciente de la Verdad. Como cristianos que somos, estamos llamados a ser apóstoles; esto quiere decir que debemos ser testigos de la verdad de la salvación. Pero si estos testigos salpican su testimonio con pequeñas mentiras, acaban por perder el crédito. Esto se aplica tanto al sacerdote como a cualquier cristiano. Cada cual debe repetir periódicamente su credo en relación con sus condiciones de vida. Su vida entera debe ser un testimonio en favor de la fe. La entera Iglesia católica, en cada uno de sus miembros, debe hacer creíble este testimonio y procurar que vaya en aumento su credibilidad. Si damos motivo para que no se crea nuestro testimonio, destruimos nuestra más alta misión. En cambio, viviendo con verdad nuestro compromiso cristiano, impedimos que se abra brecha en nuestra credibilidad.
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Mentiras por flaqueza humana Especies de mentiras
embargo, hay también injusticia en la violación de la verdad. Para obtener el perdón en estas materias es necesario restituir, tanto en la esfera económica como en el ámbito de la verdad.
Algunas mentiras van contra la unidad de la Iglesia. Fue triste oir tales mentiras durante las sesiones del Concilio. Si uno afirma, como lo hizo un monseñor, que sabe de un párroco holandés que contrajo matrimonio civil en presencia de sus dos coadjutores y que el obispo, al saberlo, permitió que siguiera desempeñando sus funciones, peca contra la unidad de la Iglesia. Si, además, es una persona que oye cuentos de este género y los repite sencillamente porque le gusta, no sólo falta al octavo mandamiento, sino que peca también contra la unidad de toda la Iglesia católica. Provoca por su parte una especie de cisma en la Iglesia. También, cuando sin conocer los hechos, difama uno a otras escuelas de pensamiento o a otras Iglesias cristianas diciendo que enseñan esto o lo otro, perjudica en gran manera a la unidad de la Iglesia. Peca contra la fe, contra la fe que crea la unidad. Los que critican libros que no han leído nunca, los que acusan a personas a las que no han conocido ni estudiado nunca, ellos mismos son causa de irrisión para la Iglesia. Pecan contra la verdad en cuestiones fundamentales. Si uno afirma que tal o cual obispo o teólogo es hereje, sin conocer la lengua del país, sin tener el menor contacto con dicho obispo o sin haber estudiado en serio los problemas en cuestión, comete grave pecado contra la verdad. Antes de hacer tales acusaciones o de formular aserciones tan especiosas, debe procurar verificar su posición. Mintiendo se puede pecar también contra la unidad de las Iglesias, como, por ejemplo, imputando a los protestantes ciertas creencias sin saber si realmente las profesan. Por el error de uno no se puede pasar a generalizarlo afirmando que todos los protestantes son culpables de ese error. Así se peca contra la unidad de las Iglesias cristianas, lo cual es un mal muy grave. En general, hay necesidad de despertar las conciencias de los católicos en esta materia. Muchos hacen afirmaciones sin u n a base suficiente de conocimientos o sin haber puesto el necesario empeño por informarse. No pocas veces limitamos nuestro concepto de injusticia a las violaciones de la justicia en materias económicas. Sin
La plena deliberación no es siempre un distintivo de nuestros actos humanos. Por esto se da fácilmente el caso de que se nos escape una palabra antes de que nos demos plena cuenta de ello. Si nos damos cuenta de nuestro fallo, debemos confesar sencillamente: «No quise decirlo», especialmente si la cosa era de importancia. Esto nos servirá para estar más atentos en adelante incluso en cosas secundarias. Un problema especial se plantea a los que han crecido en una atmósfera en la que no se cultivaba el respeto de la verdad. A tales personas les es prácticamente imposible ser veraces por algún tiempo. Pero en tales condiciones no perjudican gravemente a los hombres o a la unidad de los cristianos. En general, se trata de mentiras de fragilidad que no constituyen pecados graves. Cuando falta la deliberación, son mentiras debidas a flaqueza. Los católicos no debemos dar la sensación de que las mentiras son cosa de poca importancia, de que sólo son deslices ligeros. Trabajos de investigación llevados a cabo en diferentes países parecen indicar que algunos ambientes católicos tienen más propensión a mentir que los ambientes protestantes. ¿Habrá que decir que la actitud de «salvar la faz» fomentada en las escuelas católicas ha llevado a tales desviaciones? Quizá se deba esto a que los moralistas nos han enseñado demasiado en general que las mentiras sólo son pecados veniales. Había notable incongruencia en afirmar que según el precepto de la abstinencia era pecado mortal comer dos onzas y media de carne en viernes, pero que decir un montón de mentiras entre una confesión y otra no pasaba de materia leve. Es una manera bastante torcida de pensar. Como también es desatinado que con la mayor rigidez pretendamos que una persona que ha comido cincuenta y ocho minutos antes de la comunión no pueda acercarse al altar y en cambio permitamos que vaya a comulgar
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Mentiras por flaqueza humana
Verdad y caridad
Cuentos inocentes e inofensivos
quien no cesa de mentir, con tal que no cometa pecado mortal. Otra cosa muy distinta es que una persona rompa el ayuno eucaristía) durante la hora que precede a la comunión porque le falta buena voluntad o mostrando desprecio de la abnegación y de la ley. El que miente continuamente necesita gran esfuerzo para abandonar su mal hábito. Causa gran menoscabo a sí mismo y a la comunidad. Hablando en general, es tan importante vencer el hábito de mentir como vencer el hábito de la masturbación. Esto no quiere decir que una mentira en particular sea pecado mortal, sino que es gravemente peligrosa la actitud de quien no da importancia a la verdad.
Debemos ayudar a los niños en este asunto tan importante como es el de vencer la mala costumbre de mentir. Podemos decirles que esto es una enfermedad de la infancia, una señal de que tienen que «crecer». Los niños tienen buena voluntad y por regla general aceptan fácilmente las sugerencias que se les hacen. Se los debería animar a confesar su mentira a su madre, y entonces la madre debería mostrar cuánto le agrada la sinceridad del niño.
Las mentiras de los niños Muchos niños mienten porque es cosa admitida en la familia; es como un deporte familiar. Se han contagiado del ambiente. Aunque los niños se crean los cuentos, como, por ejemplo, el de la cigüeña, más tarde les hace daño cuando descubren que los cuentos no eran verdad; su fe y confianza en los adultos puede verse gravemente socavada. La entera atmósfera familiar ejerce fuerte influjo en el niño. Si las mentiras están a la orden del día, si la sinceridad es una magnitud despreciable, mentir viene a ser algo natural para los niños. Pueden incluso temer decir la verdad cuando se los coge en algún fallo. Hay que enseñar a los padres a no castigar a los niños cuando confiesan sinceramente su fechoría. Además, hay que tener muy presente que para un niño pequeño es muy difícil, y a veces hasta imposible, distinguir entre un hecho y una imaginación, entre una vida de fantasía y la realidad. Los padres y los maestros no deben reprender a los niños llamándolos «mentirosos». A un niño de cinco o seis años, o de ocho, tampoco el confesor debe decirle que ha mentido... Deberá decirle más bien: «Eres un chico listo y debes aprender la diferencia que hay entre lo que es verdad y lo que es cuento. Luego serás un hombre. ¿Qué te parece un hombre que miente sin parar, que mezcla lo que es verdad y lo que es cuento?» 286
Cuentos inocentes e inofensivos Cuando contamos cuentos o historietas a los niños deberíamos explicarles que lo que les contamos es una imaginación. Hay que ayudar a los niños a entender el cuento, no en su sentido literal, sino como método para explicar algún aspecto de la vida. Con todo, hay que evitar confusiones cuando se trata de acontecimientos de la historia sagrada. Los niños no deben confundir los cuentos de hadas con los grandes hechos del Evangelio. Los padres tienen cierta responsabilidad en este punto. ¿Son mentiras los chistes? No. No son peligrosos porque sólo tienen por objeto distraer y embromar, y hay personas a quienes gusta que se les embrome. Los chistes se basan por lo regular en un uso peculiar del lenguaje, en juegos de palabras o en cambios de significado. Son una cierta expresión de sabiduría, y al fin nadie se siente engañado o molestado. Las medias verdades son algo muy diferente y con frecuencia no carecen de malicia. Se saca del contexto una parte de la verdad entera, de donde resulta que queda trastornada la verdad total. Ésta es una forma corriente de maledicencia, como también una forma corriente de propaganda. En teología moral importa muchísimo que no suprimamos parte de la acción entera y formulemos la moralidad de sólo una parte. El todo es lo único que sirve para percibir el verdadero significado, y la justicia exige que se presente el cuadro entero.
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Restricción mental
La verdad y la corrección fraterna La corrección fraterna es una de las expresiones más importantes de la caridad fraterna. Ahora bien, no hay que corregir al prójimo a cada momento, ni cualquiera está calificado para hacerlo. Algunos están especialmente capacitados para la corrección fraterna; en su modo de pensar van guiados por la mejor intención y tienen una habilidad psicológica innata para tratar a las personas. Puesto que tienen dotes especiales, tienen también las correspondientes responsabilidades. Sin embargo, si la corrección fraterna puede volverle a uno escrupuloso, no está obligado a practicarla. También, si uno sabe que no está hecho para ello y que la persona en cuestión ha de reaccionar violentamente, cesa para él la obligación de corregir; ya habrá alguien que lo haga.
Restricción mental Ante todo debemos darnos perfecta cuenta de la complejidad del tema. En la primera edición de mi obra, La Ley de Cristo, presenté ingenuamente varios ejemplos de restricciones mentales tomados de viejos moralistas. Esto suscitó enérgicamente reacciones de la crítica, sobre todo por parte de los protestantes. Las restricciones mentales pueden a veces parecer mentiras. Sin embargo, tienen su razón de ser. La restricción mental debe hacerse con espíritu de caridad. A título de ejemplo, permítaseme citar el caso de un comandante de Hitler que se presentó en un hospital alemán. Preguntó a las hermanas si tenían algunos niños deficientes mentales. Le respondieron que tenían algunos. Esto significó la muerte de ochenta niños. Si las hermanas hubiesen dicho sencillamente que no tenían niños deficientes mentales, habrían dicho la verdad, porque en realidad no tenían niños para entregarlos a la muerte. La situación explica el sentido de las restricciones mentales. En este caso una restricción mental habría impedido la ejecución de una mala inten288
ción, habría protegido a los niños y habría salvaguardado la «verdad». El hecho de que los niños eran deficientes mentales era verdad, pero en la situación concreta de la caridad cambiaba completamente de sentido. Es perentorio mirar a la situación total. Las palabras solas dan una apariencia de mentira, pero la situación total les da un sentido completamente diferentes. Sucede con frecuencia que las personas que se hallan en situaciones difíciles no pueden hallar las palabras apropiadas para eludir preguntas indiscretas; sólo saben que no pueden revelar la verdad sin causar graves daños. Saben que deben ocultar la verdad, pero de momento no saben cómo hacerlo. Por tanto dicen lo que objetivamente suena como una mentira. Su buena voluntad los salva de una mentira subjetiva. A veces sucede que damos con soluciones verdaderamente apropiadas sin darnos plena cuenta de ello. Al final de la Segunda Guerra Mundial servía yo como párroco en una iglesia de Polonia. En aquel tiempo sólo tenía pasaporte alemán, aunque debía tener pasaporte polaco. Los soldados rusos habían recibido órdenes de enviar a todos los hombres al trabajo, y a fin de que permanecieran en el trabajo, había que retirarles los pasaportes. La anciana madre del sacristán me insinuó que me escondiese debajo de la cama cuando vinieran los soldados. Yo, en cambio, les pregunté qué deseaban. Yo sabía que me pedirían el pasaporte, y así les dije con gran empaque: «Yo no voy al trabajo; ¿no saben ustedes que soy párroco de esta parroquia?» Y luego, con la misma desenvoltura, les dije, sin saber si era verdad lo que decía: «¿No saben ustedes que el mariscal Stalin ha dado órdenes tajantes de respetar a los sacerdotes?» Ellos se excusaron y se marcharon. Nueve años más tarde me enteré de que Stalin había dado efectivamente aquella orden...
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XX EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y LA ATMÓSFERA DIVINA
El sacramento de la penitencia purifica a la Iglesia en sus miembros, haciéndola así más eficazmente la atmósfera divina en el mundo. La Iglesia misma es la atmósfera divina como comunidad de amor y como comunidad de culto. La Iglesia es un sacramento, un signo visible, eficaz, de la presencia del reino de Dios, un signo que nos impele a esperar la plena manifestación de su reino. La Iglesia, como sacramento del reino de Dios, es semejante a una red de pesca con peces buenos y malos, o a un campo en el que crecen juntos la buena semilla, el trigo, y plantas venenosas. La Iglesia peregrinante, dice el concilio Vaticano n, es consciente de la constante necesidad que tiene de purificación. El sacramento de la penitencia, en un sentido muy especial, mantiene a los miembros de la Iglesia entera conscientes de su necesidad de continua purificación, conscientes de la necesidad de luchar durante el tiempo escatológico de la separación.
Proclamación del kairos El sacramento de la penitencia puede compararse a una proclamación del kairos, de la oportunidad presente. Donde se pronuncia la palabra de Dios, hay una oportunidad de gracia, de purificación o de crecimiento, una oportunidad de constante conversión. El sacramento de la penitencia proclama no sólo una opor291
Eh este tiempo de separación El sacramento de la penitencia tunidad oculta de una realidad invisible; proclama la oportunidad presente para este hombre concreto que vive en esta sociedad, en este contorno, que representa a la Iglesia entera, la cual vive en las realidades positivas de cultura y de sociedad y se enfrenta con las fuerzas peligrosas de este mundo. El sacerdote confesor que celebra el sacramento y proclama la presente oportunidad de conversión, deberá conocer la historia de la salvación y la presente oportunidad que se ofrece dentro de ella. Debe hacerse cargo de que la historia de la salvación no está fuera de la historia humana, sino que en gran manera forma parte de ella. El confesor debe conocer, por lo menos en sus líneas generales, las condiciones sociológicas en que se halla el penitente. ¿Cuáles son las oportunidades, las fuerzas positivas en su contorno? ¿Cuáles son en la parroquia, que es idealmente una representación de la Iglesia entera, del ambiente divino, aunque con frecuencia, desgraciadamente, se asimila no poco del mundo egoísta? ¿Cuáles son las condiciones de vida — la fábrica, las oportunidades de recreo, los medios de comunicación (televisión, prensa, cinematógrafo) — que influyen en él? Para un cristiano, las presentes oportunidades de convertirse, de cambiar de vida no pueden concebirse en términos abstractos, como una mera reforma interior, o como una buena intención. Debe insertar esta buena intención en el mundo real, que es una parte del hombre. Con todos sus pensamientos y deseos, está relacionado con ese mundo y con sus posibilidades, buenas y malas. Él es parte de su contorno, y esto presenta al sacerdote. La Iglesia debe entonces proclamar el tiempo de la salvación, el tiempo favorable, la gran posibilidad, pero en forma realista, sabiendo que si uno no aprovecha la presente oportunidad al máximo, puede sucumbir a los males de su día (cf. Ef 5, 16; Col 4, 5-6).
En este tiempo de separación
mente que el hombre se deja conducir por el amor y la gracia de Dios. Dios mismo es el que dirige, pero no mediante intimidación, sino por su amor misericordioso que se hizo visible en su Hijo unigénito hecho hombre, por el corazón abierto del Redentor, por la Iglesia en cuanto comunidad de amor. Se acepta el reino de Dios cuando, en lugar de preguntar «¿Hasta dónde puedo llegar sin pecar mortalmente?», se dice «¿Cómo podré pagar a Dios todo lo que me ha dado?». Para ello debemos conocer los grandes dones de Dios. El confesor proclama los dones presentes de Dios, dones de conversión, en el sacramento de la penitencia. Aquí quisiera recomendar el solemne rito de la penitencia, tal como se halla en el Pontificóle Romanum. En esta liturgia solemne de reconciliación, la Iglesia expone al penitente los aspectos sociales del pecado. Nuestros pecados inficionan el ambiente, disminuyen la fuerza y el testimonio de la atmósfera divina de la Iglesia y así intensifican las fuerzas del príncipe de las tinieblas. Todos los pecados perjudican a la consumación social de la salvación. El reino de Dios es el gran Estado mundial bajo el único régimen del amor. Es un llamamiento que reúne, que auna. El obispo, en la primera parte del rito (exclusión del pecador de la comunidad del altar) muestra a los penitentes que no son dignos de estar alrededor del altar y de recibir el gran signo del Cuerpo místico, el signo de la eucaristía. Por sus pecados han menoscabado notablemente la unidad de los cristianos, la atmósfera divina, el altar. Por esto, deben mantenerse alejados durante el tiempo de penitencia, de modo que se hagan más cargo de que sus pecados son perjudiciales para la comunidad. Tienen que convertirse y luego contribuir a la edificación del Cuerpo místico. Este rito, en todas sus oraciones, himnos y en la reconciliación pública, muestra el gozo que hay en el cielo y en la Iglesia entera por estos miembros que se han reconciliado y que ya no son perjudiciales, peligrosos o contagiosos. Han regresado, se han reunido en torno al altar, el gran signo de la unidad. Ahora están purificados y son dignos de construir, de expiar con la penitencia y con una nueva vida.
El resumen de la predicación del Señor presentada en el Evangelio de san Marcos (1, 14ss) revela que Nuestro Señor comenzó a proclamar la buena nueva: «Se ha cumplido el tiempo, el reino de Dios está cerca.» ¿Qué entiende por el reino de Dios? Sencilla293 292
Ambiciones egoístas Pecados que contaminan el ambiente Cristo dice que donde dos o tres están reunidos en su nombre, se halla él en medio de ellos. La fraternidad cristiana transmite el llamamiento unitivo del amor de Cristo. Donde los hombres responden a este llamamiento y se reúnen en el amor, sienten la presencia de Cristo. Hacen a Cristo visible mediante su amor mutuo. Hay pecados que expulsan a Cristo, de modo que en una comunidad no hay ya testimonio de la presencia de Cristo, de su amor. Ya no se puede decir de esa comunidad: «Mirad cómo se aman, cómo muestran que son discípulos de Cristo, cómo está Cristo en medio de ellos.» San Pablo habla de los pecados de la carne, del sarx, de una existencia egocéntrica, concentrada en sí misma. Es interesante ver que la mayor parte de los pecados que menciona el apóstol son pecados que destruyen directamente la atmósfera divina, el ambiente de caridad que hace presente a Cristo. «Ahora bien, las obras de la carne están patentes, a saber: lujuria, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, celos, animosidades, rivalidades, partidos, sectas, envidias, borracheras, orgías, y cosas semejantes a éstas» (Gal 5, 19-20). El pecado de sarx es verdadero egocentrismo, en el que el pecador se busca a sí mismo sin reservas. En la fornicación busca uno sus propios intereses y abusa de otra persona, destruyendo la semejanza de Cristo en sí mismo y en el otro, y edificando juntamente una atmósfera de tinieblas. Podrá decir «te amo», pero en realidad lo único que pretende es explotar a la otra persona para su propio placer; así no hay comunidad de amor, no hay presencia de Cristo. Los dos vienen a ser, sí, una carne, pero en forma egocéntrica. Todos los pecados de impureza, de impudicia y de malas conversaciones sustraen gloria a Dios entre esas gentes. En el centro de este catálogo de actitudes egocéntricas vemos algunas que destruyen la atmósfera divina, destruyendo propiamente el testimonio de Cristo que se halla en medio de ellos. Los cristianos hacen esto criticando indebidamente a sus superiores, a sus colegas y a sus semejantes en general, poniendo de manifiesto un 294
espíritu de discordia entre aquellos con quienes tienen que vivir y dar testimonio de la presencia de Cristo. Es muy sabido con qué energía el papa Pablo amonestó a las instituciones y colegios eclesiásticos en su alocución en la universidad de Letrán el año 1963. Severamente exhortó a evitar las competencias y rivalidades que se habían mostrado en el pasado. San Pablo habla de esto cuando dice: «Algunos proclaman a Cristo por envidia y rivalidad» (Flp 1, 15), y así no manifiestan la atmósfera divina, la unidad del cuerpo de Cristo. Con la envidia no persigue uno el bien de los otros o de la comunidad, sino únicamente la idea egoísta que él tiene de la vida.
Ambiciones egoístas Grandes pecados se cometen por miembros del clero, que consideran el sacramento de la diakonia, el ministerio, como un medio de elevarse a una clase social más alta, o de incrementar su prestigio y su poder. Buscando tales ventajas para sí mismos, dan ocasionalmente lugar a disensiones, a intrigas de partido y cosas semejantes. Fijémonos en un monasterio: de suyo debería ser un verdadero testigo de Cristo, un verdadero signo visible de unidad y caridad que fomentara la santidad de cada uno. Pero si en él hay facciones, disensiones e intrigas de partido, el esfuerzo común por aspirar a la santidad quedará oscurecido por un deseo de suplantar al otro partido. Quienquiera que contemple este espectáculo no tendrá la sensación de que Cristo está en medio de ellos. Tales personas expulsan a Cristo de su comunidad, negándose a experimentar su presencia y su proximidad mediante la comunión de espíritus que crea el sentido comunitario. No dan testimonio de la presencia graciosa de Cristo. Lo mismo puede suceder con el apostolado seglar en la parroquia. En las fábricas, en el vecindario, en el Estado, en los Sindicatos es donde los cristianos, con envidias y rivalidades, actúan unos contra otros. Otra cosa sucedería si sus diferencias fueran en realidad diferentes enfoques para llegar a una solución más elevada y mejor, un verdadero y fructuoso diálogo o compromiso; en cambio, 295
El sacramento de la penitencia
Ambiciones egoístas
cada uno quiere afirmar su propia posición. Tales seglares no dan testimonio de la atmósfera divina, de la presencia de Cristo. Las francachelas y reuniones en que abunda el alcohol y brilla por su ausencia el autodominio y el respeto mutuo, no contribuyen ciertamente a crear un ambiente que dé testimonio de la presencia del Señor crucificado. La actitud del sacerdote que ha renunciado al matrimonio y luego trata de disfrutar todo lo que puede de la vida, es completamente desordenada. El exceso en fumar y beber, el entregarse a la comida y al sueño, el disfrutar de la vida desempeñando los ministerios en una atmósfera de campo de golf, todas estas actividades no contribuyen lo más mínimo a crear una atmósfera divina; no edifican el cuerpo místico; no dan testimonio del misterio pascual. Aquí falta la fuerza redentora y unificadora del olvido de sí, que conduce al verdadero gozo cristiano. La atmósfera divina se presenta en forma positiva en la misma epístola de san Pablo cuando dice: «No nos hagamos vanidosos, provocándonos recíprocamente y envidiándonos unos a otros. Hermanos, aun en el caso de que alguno fuera sorprendido en alguna falta, vosotros los espirituales, con espíritu de mansedumbre, procurad que se levante, mirándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado» (Gal 5, 26-6, 1). En la corrección fraterna hay un elemento sacrificial. Creo que es una gran tentación para el indolente la de decir: «Ya se arreglará.» Cristo está entre nosotros si tenemos valor para corregirnos unos a otros con amabilidad. Es evidente que esto no se ha de hacer con «arrebatos de furor» (Gal 5, 20), sino con toda amabilidad sacando fuerzas del amor. Y san Pablo continúa: «Llevad cada uno las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo» (Gal 6, 2). Ésta es la ley de Cristo : solidaridad, esfuerzo común por purificar el ambiente. Se requiere un esfuerzo en común y plenamente solidario para crear un ambiente que testimonie a todos que Cristo está entre nosotros, que Cristo está en nuestros corazones y que nosotros estamos reunidos en su nombre y nos apoyamos unos a otros pacientemente. Hay pecados que tienden muy directamente a destruir la atmósfera de verdad y caridad divina. San Pablo muestra la raíz y fuente del pecado: «Habiendo conocido a Dios, no le dieron gloria como a tal Dios ni le mostraron gratitud; antes se extraviaron en sus
varios razonamientos, y su insensato corazón quedó en tinieblas» (Rom 1, 21). El pecador busca su propia gloria. San Pablo cataloga los pecados que destruyen la unidad y dignidad de la humanidad, y añade: «No sólo hacen ellos mismos tales cosas, sino que hasta aplauden a quienes las practican» (Rom 1, 32). La situación se hace más grave si uno, no contento con testimoniar contra la ley de Dios con sus actos pecaminosos, aplaude también tales prácticas. Nosotros debemos conocer el ambiente social al que servimos si hemos de ser sensibles a las situaciones y circunstancias que aplauden prácticas pecaminosas. Se han llevado a cabo diferentes estudios sociológicos empíricos que se extienden a ciertos aspectos de nuestra moralidad cristiana. Se ha comprobado que en Europa y en los Estados Unidos, aun entre quienes frecuentan regularmente la misa, el petting (véase más arriba, cap. xvn) y experiencias sexuales completas antes del matrimonio, son tenidas por algunos por experiencias humanas lícitas y necesarias. Y no sólo lo afirman de sí mismos, sino que lo predican en público. Puede darse que tales opiniones se proclamen sólo como algo aceptado por otros, sin que necesariamente expresen profundas convicciones personales. Un ejemplo servirá para ilustrar este punto: En una pequeña ciudad había una sección de una organización nacional de seglares que trataba de mejorar las costumbres en todo el país y hablaba de buenas prácticas entre los jóvenes no casados, insistiendo en la necesidad y posibilidad de la pureza antes del matrimonio. Un funcionario de la organización dirigió la palabra a unas doscientas personas, la mayoría jóvenes. Después de su discurso, se levantó el hijo del granjero más importante y fondista de la ciudad y dijo: «Todo eso son tonterías. Cada uno de los aquí presentes ha tenido relaciones por lo menos con diez muchachas diferentes, y eso es necesario antes de que uno pueda elegir su compañera.» Ni uno solo se levantó para contradecirle. Nadie dio testimonio. Había muchos muchachos y muchachas que no compartían sus ideas, pero el joven en cuestión era tenido por un líder. Los asistentes no querían causar mala impresión. Cinco meses después el mismo joven se casó por la Iglesia con una liturgia muy solemne, sin haber dado pública reparación por un pecado que de tal manera había envenenado el ambiente. L a noche misma de la
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El sacramento de la penitencia
La purificación del ambiente
boda la pasó con otra mujer. Con todo, nadie en la comunidad le dio una respuesta valiente. Sin embargo, hubieran debido dejar sentado bien claro que aquel muchacho y otros como él no tenían nada de cristianos.
debe dar testimonio del valor del niño y de toda persona, de la alianza de amor y del matrimonio.
La purificación del ambiente Contaminación
ambiental
Contribuir a crear una opinión pública contraria a la justicia social o a la integración racial es un pecado que envenena el ambiente. Si un párroco aconseja a los fieles que no vendan casas a gentes de color porque la llegada de familias de color depreciará la propiedad parroquial y hará bajar el nivel de la parroquia, nos hallamos con un caso de este tipo. Quienquiera que piense de esta manera o trate de inducir a otros a pensar como él fomentará una neurosis racial. Los fieles que reciban tales consejos mirarán muy probablemente con recelo la perspectiva de vivir con familias de color en el vecindario y así, tan luego llegue una de esas familias, se verán dominados de pánico. Ésta es una forma de contaminar el ambiente. Tal sacerdote habría ciertamente pecado contra la misión de la Iglesia considerada como un medio ambiente divino. La actitud verdaderamente cristiana habría sido ésta: «Si viene a nuestra parroquia gente de color, tenemos la obligación de darles la bienvenida y de mostrarles que somos una comunidad de amor, recibiéndolos como recibiríamos a Cristo mismo. Nos sentiremos dichosos al testimoniar en favor de nuestro Padre celestial y del único Señor Jesucristo que redimió a todos.» Los que defienden la injusticia social y prácticas comerciales reprobables, y quizás hasta las aplauden, envenenan todo el ambiente de nuestra vida económica y social. Lo mismo se diga de los que propagan ideas de control egoísta de la natalidad — uno o dos hijos nada más—; de los que dicen: «Indonesia y el Japón están superpoblados, por eso en los Estados Unidos nadie debería tener una familia numerosa»; o de los que dicen que no importa la forma cómo se limite el número de los hijos, que el fin justifica los medios, etc. Afirmaciones como éstas envenenan el ambiente y perjudican directamente a la atmósfera divina de la Iglesia, que en todas partes 298
El signo visible y la meta visible del sacramento de la penitencia es la unidad del pueblo de Dios. (Res et sacramentum paenitentiae est unitas populi fidelium. Ésta es una fórmula escolástica que revela toda una tradición.) El sacramento de la penitencia manifiesta, y tiene como su gracia primaria y más eficaz, la unidad del pueblo de Dios. Su objetivo es edificar una comunidad que haga visible la presencia de Cristo. Por esto todos los actos, tanto del penitente como del confesor, deben estar orientados a este ambiente. El examen de conciencia y la confesión de los pecados han de estar orientados explícitamente a su ambiente, hacia esas cosas que destruyen y corrompen el ambiente de la Iglesia, que envenenan y contaminan el ambiente humano en la vida social, cultural y económica. Tal sucede cuando se ha enseñado a los fieles a ver todos los actos, deseos y palabras a la luz del gran mandamiento del amor fraterno. No sólo amor de una persona a otra, sino amor fraterno como factor de la edificación de la comunidad de verdadero amor. Los opúsculos que ayudan a los fieles a hacer el examen de conciencia, la predicación sobre el sacramento de la penitencia, la exhortación y la ayuda prestada en el mismo sacramento: todo esto sirve para robustecer la conciencia tocante a la responsabilidad hacia el ambiente. Hoy día, la conciencia cristiana debe hacerse plenamente cargo de que vivimos en una sociedad pluralista, privada de valores cristianos; no es posible evitar sin más el ambiente envenenado del mundo. Con otras palabras: no puede liberarse de la solidaridad con el egocentrismo del primer Adán, a menos que escoja explícitamente la atmósfera divina del amor, de la solidaridad con Cristo y con todos en Cristo. Este gran principio pastoral podría descubrir por qué muchos pecados, especialmente cuando se siguen servilmente las normas de este ambiente envenenado, con frecuencia no están exentos de culpa. 299
El sacramento de la penitencia La purificación del ambiente El pecador parecía no ser libre y ni siquiera deseaba serlo, porque no había puesto verdadero empeño en dar testimonio de su solidaridad con Cristo, en iluminar su ambiente. Nuestra élite social debería hacer un examen de conciencia sobre su gran responsabilidad. En la sociedad existen miembros débiles. La persona que sólo ha recibido un talento no se ha de considerar tan responsable del ambiente como la que ha recibido cinco. El menos afortunado está en gran manera excusado. Comprendemos su confesión, e incluso su ceguera, si comprendemos su ambiente. Pero esto no debe llevar al fatalismo. Sabemos, en efecto, que debemos formar una clara conciencia de la responsabilidad social en los que forman la élite desde el punto de vista sociológico, cultural y religioso. Todos los cristianos deberían estar incluidos en esta última categoría. Pero entre los cristianos, los hay que han recibido «cinco talentos». Si estas personas quieren ser religiosas sólo para su propia salvación, la salvación de su alma, y no se cuidan expresamente de crear un ambiente divino de justicia, pureza, verdad y caridad, deben saber que son culpables, culpables de los fallos de aquellos a quienes habrían debido apoyar con sus cualidades relevantes. Vuelvo a repetir lo que ya insinué en otro contexto. El pecado de los sacerdotes y de los fieles que destruyen el medio divino de la eucaristía es sumamente grave. La celebración debería proporcionar la vivencia más visible, delicada y fuerte de una comunidad fraterna, la presencia de Cristo entre los que se han reunido en su nombre. Los que no obedecen al concilio Vaticano n en este gran tiempo de la Iglesia, y no renuevan la liturgia, especialmente la eucaristía como la expresión de una comunidad de amor, de esperanza y de fe, como una comunidad que alaba a Dios, los que destruyen la liturgia con un sentido individualista y egocéntrico, son responsables de las consecuencias. Son responsables de múltiples y variados pecados en todo el ambiente, en el ambiente económico y social, en el vecindario, en la fábrica, etc. A nuestros sacerdotes y laicos recalcitrantes se les debe enseñar esto en el sacramento de la atmósfera divina. Hay que hacerles caer en la cuenta del daño que se hace si el centro mismo de la atmósfera divina se desvirtúa con individualismo, egocentrismo y formalismo. Si el examen de conciencia y la confesión se deben referir al
ambiente, también el acto de dolor y contrición debe mirar directamente al daño que se ha hecho al ambiente. Esto corresponde perfectamente a las más viejas tradiciones de la Iglesia. El padre Iréné Hausherr, renombrado profesor del Instituto Oriental de Roma, publicó un libro titulado Le Penthos, en el que mostró que los padres orientales reconocían como el principal motivo de sus lágrimas, de su compunción precisamente esto: que por su infidelidad a las gracias especiales de Dios eran responsables de la falta de luz y de calor en el cuerpo místico y en su contorno. El acto de dolor debe mostrar nuestra convicción de que con nuestros pecados hemos lastimado a Cristo, haciéndole sufrir en el huerto de los Olivos y en la cruz, y que continuamente lastimamos y afligimos a su cuerpo místico. «Si un miembro es honrado todos los miembros se alegran con él; en cambio, si un miembro sufre, daña al cuerpo entero, en cuanto éste es afectado por él.» Por consiguiente, el acto de dolor debería extenderse especialmente a los pecados que más claramente dañan al cuerpo de Cristo, a un miembro y al contorno entero, que está llamado a formar parte de la atmósfera divina. Toda infidelidad al llamamiento de Dios a la unidad — y toda gracia representa tal llamamiento — es un pecado contra el cuerpo místico. Por consiguiente, un profundo acto de dolor hecho por uno que se hace perfectamente cargo de las implicaciones sociales de su pecado, contribuye a formar una conciencia social con la correspondiente responsabilidad. El propósito de enmienda no debería formularse así: «Quiero salvar mi alma y dejar el mundo abandonado al diablo.» Un verdadero propósito de enmienda acepta el reino de Dios en todas las dimensiones de la vida y, en cuanto está en nuestra mano, promueve todas las cosas en nuestra vida y en el ambiente entero, que proclama que Dios nos rige por medio de su amor. Hay que hacer un propósito especial de evitar todos los pecados que envenenan la opinión pública y, en sentido más positivo, contribuir con todas nuestras fuerzas, con todo nuestro poder y con todas nuestras capacidades, a crear un ambiente que dé testimonio del amor, con la justicia y la pureza, la sinceridad y la honradez.
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Llamamiento a la unión y a la separación
El penitente aprende a ver El sacerdote en cuanto enseñante, predicador y confesor tiene evidentemente la misión de ayudar al penitente a hacer este claro examen de conciencia, a confesarse en la debida forma y a contribuir a este perfeccionamiento social de la salvación. Tal debe ser su empeño en el diálogo con el penitente. Debe mostrar, hasta cierto punto, su profunda comprensión de las circunstancias atenuantes debidas a las influencias ambientales. Con un ejemplo lo comprenderemos mejor. Una mujer confiesa que aborrece a su marido. El confesor podrá decirle: «Me permite usted que le pregunte por qué lo odia? Quizá pueda así prestarle alguna ayuda.» La mujer responde: «Me ha puesto en estado, y eso que tengo ya cuatro niños.» El sacerdote que conozca el ambiente podrá decirle: «Ya sé que usted es una buena madre y que le gustaría tener hijos. Usted podría ver todavía mejor la grandeza y elevación de su misión, si no fuera por las gentes que la rodean, las cuales la acusan a usted de imprudencia y a su marido de falta de dominio.» La mujer responde: «Eso es lo que sucede. Son especialmente mi madre y mi suegra, que no nos dejan en paz.» Esto da al sacerdote la oportunidad de explicar en sentido positivo esta misión en la atmósfera divina: «Si usted es una mujer de gran fe, que no ignora todo lo que puede dar a sus hijos — la fe y la vida eterna —, si sufre usted por la ceguera de su contorno en forma tan peligrosa que a veces tiene usted incluso dificultad en amar a su marido, entonces podrá usted comprender por qué otras mujeres tienen todavía mayores molestias. En una situación como la suya se verían incluso tentadas a cometer aborto. Ahora puede usted comprender lo importante que es que no tenga usted altercados con su marido ni se queje de él con otras gentes; haga el propósito de profundizar su fe, de aceptar la prueba y de decir a otros que le agrada ser madre. No se haga usted ridicula lamentándose y no exponga a toda su familia al ridículo. Diga usted a los otros: "Tenemos un techo para cobijarnos, tenemos pan para la familia. Mi marido ha dejado de fumar y ha renunciado a otras muchas cosas. Podemos educar a nuestros hijos y no necesitamos la ayuda de nadie." Y así, 302
con prudencia, puede usted contribuir a crear un ambiente mejor.» Otro caso parecido: Una familia católica esperaba el tercer hijo en el quinto año de matrimonio. La mujer se ocupaba en asociaciones católicas. Cuando nació el tercer hijo, habló a todo el mundo de los grandes gastos que le acarreaba aquel hijo, de las grandes restricciones a que le obligaba a aquel aumento de la familia. Las gentes reaccionaron como era de prever: «¡Qué tonta es usted! ¿Por qué tiene hijos si no le gusta?» El marido procedió de otra manera. Sus colegas lo embromaban a veces, pero él respondía: «¿Quiere alguno de vosotros ser el padrino de mi cuarto hijo? Porque ya nos preparamos para tener otro.» Así, con buen humor, mostraba su orgullo de ser padre. Él estaba creando un ambiente luminoso, y su mujer, que parecía desplegar más actividad católica que nunca, contribuía a entenebrecer más y más el ambiente. Tenemos que instruir a las gentes sobre la importancia de sus palabras y de sus obras para la vida del mundo que las rodea.
Llamamiento a la unión y a la separación El sacramento de la penitencia ha de proclamar con insistencia el reino de Dios que nos reúne en una comunidad de amor; este sacramento debe hacer visible la presencia de la Iglesia donde hay una comunidad de amor, y proporcionarnos una vivencia especial de la presencia de Cristo entre nosotros. Este sacramento ha de proclamar el reino de Dios que nos obliga y nos apremia a vivir como hijos e hijas adultos de la Iglesia, a vivir conforme al llamamiento de Cristo y a transmitir este llamamiento a los otros. El «tiempo favorable» de la celebración del sacramento de la penitencia pone al penitente en contacto con la primera venida de Cristo y sitúa su vida en la perspectiva de la segunda venida del Señor, llenándolo así de vigilancia, de esperanza y de energía. E l penitente suspirará por esta segunda venida si le enseñamos a reconocer y utilizar las posibilidades presentes de su vida a la luz de la primera y segunda venida del Señor. El sacramento de la penitencia es el sacramento de la solidaridad en la conversión. Con el pecado entra uno en solidaridad con el 303
El sacramento de la penitencia
Dolor y propósito con vistas al ambiente
primer Adán y sus secuaces. Con el pecado combate uno en favor del príncipe de las tinieblas, aislándose de la atmósfera divina de la Iglesia, integrándose en el ambiente contaminado de este mundo (el «mundo» se toma aquí en el típico sentido joánnico: el mundo que ha tomado partido contra el Señor y contra la atmósfera divina de la caridad). El sacramento de la penitencia es la renovación de las promesas del bautismo tocante a la integración en la atmósfera divina en orden a convertirse uno en miembro vivo del cuerpo místico, y a dar testimonio de la presencia de la atmósfera divina en su ambiente. Es un sacramento de separación escatológica; la firme resolución no es sólo un propósito de la enmienda hecho por un individuo; es un firme propósito de segregarse del príncipe de las tinieblas y de su mundo tenebroso; significa separación, abandono de la actitud de los que viven la existencia egocentrista de Adán y así implantan el colectivismo de Satanás. Es un empeño positivo de dar testimonio de Cristo y de la comunidad de salvación dondequiera que uno se halle y actúe; en su familia, en su oficina, en la fábrica, o en su vecindario.
Iglesia hace un esfuerzo no sólo por renovar a sus miembros en sus corazones, sino también en renovar las comunidades, de modo que éstas sean un testimonio, un signo visible del pueblo de Dios renovado, y un signo de redención para su ambiente. La responsabilidad social del particular se subraya en la celebración de este sacramento. El signo visible de la renovación debe expresarse en todos los actos del penitente y sobre todo en la proclamación de la paz mesiánica. Ya hemos visto cómo debe expresarse esto en el examen de conciencia y en la confesión misma, confesando especial y explícitamente los pecados que han envenenado el ambiente de la Iglesia misma, la parroquia, o que se oponen a la unidad en el apostolado seglar o envenenan la atmósfera de la familia, los amigos, el vecindario y todas las demás estructuras culturales, económicas o sociales. La celebración comunitaria del sacramento (con un examen de conciencia apropiado) nos hace adquirir una conciencia cada vez mayor de esta necesidad de renovación.
Dolor y propósito con vistas al ambiente Renovación de la Iglesia El sacramento de la penitencia fomenta la renovación de una parte de la atmósfera divina. La Iglesia misma es «el pueblo de Dios que peregrina» y que, en cuanto tal, tiene siempre conciencia de la constante necesidad de purificación. La Iglesia se hace más consciente de esto en el sacramento de la penitencia, donde el sacerdote y el penitente, así como el entero pueblo de Dios, confiesan su necesidad de purificación. La Iglesia misma, en sus miembros y comunidades, se renueva, renueva su espíritu; pero esta renovación no sería sincera si no fuera unida con el firme propósito de renovar las estructuras de nuestra vida cristiana: renovación de la familia cristiana, haciendo más visible el reino de Dios; mayor colaboración en la parroquia, en la liturgia, en el empeño por formar una sana opinión pública, en todas las formas del apostolado seglar, implantando así el reino de Dios. Debería hacerse patente que la 304
El acto de dolor no debe limitarse a las heridas infligidas a nuestra propia alma con nuestros pecados. Un profundo acto de dolor de una persona convertida al reino de Dios debe incluir la inteligencia de que sus pecados (pecados de pensamiento, de deseo, y más aún de palabra y de obra) han ofendido y afectado al ambiente terrestre y a la atmósfera divina, la Iglesia. Han disminuido el esplendor y la fecundidad de la Iglesia. Por esto, una persona con un corazón renovado de veras no sólo tiene pesar por su pérdida personal, sino todavía más por la pérdida experimentada por el cuerpo místico entero, por la humanidad entera. Todo el pueblo de Dios debería representar la atmósfera divina de la redención. El sacerdote ha de ayudar al penitente a enfocar de esta manera la penitencia y el arrepentimiento. Nuestro propósito de enmienda debe referirse al ambiente. Si nos confesamos en la oscuridad del confesonario y no estamos francamente dispuestos a declarar las mismas convicciones en las calles 305
El sacramento de la penitencia
Función de la penitencia
y en las plazas, nuestra confesión no es sincera. La confesión en el sacramento se debe continuar en la profesión de fe; parte esencial de la profesión de fe es confesar y profesar que la ley de Dios es santa, buena y justa, y darlo a conocer con el testimonio de nuestra vida. Por consiguiente, el propósito de enmienda ha de ir orientado al-ambiente social y cultural, y especialmente al medio eclesial de las comunidades de la Iglesia, la familia, la parroquia, la diócesis y la Iglesia entera. Este propósito de enmienda ha de integrarse en el medio terrestre, en el que tenemos que testimoniar la presencia de la Iglesia como sacramento de redención para el mundo entero. El sacerdote, en su explicación del mensaje de paz, lo cual incluye la celebración comunitaria o el diálogo que el sacerdote entabla con el penitente, ha de hacer a éste consciente de la gran injusticia de su pecado contra Cristo y contra su cuerpo místico, como también contra la humanidad entera, contra el mundo entero que ansia la redención. Y entonces podrá comprender el penitente cuan grande es la misericordia de Dios, que lo libra de estos pecados y le confiere una nueva misión de dar testimonio de la atmósfera divina en los lugares en que vive y actúa. El sacerdote puede ayudar mucho más si conoce la situación actual en la historia de la salvación, la situación del ambiente tanto eclesial como secular del penitente. Por esta razón el sacerdote de hoy tiene necesidad de sólidos fundamentos de psicología y de sociología religiosa.
Nosotros mismos debemos librarnos de la rutina de los siglos pasados que hacían de la oración esencialmente una penitencia. Es cierto que para muchos sacerdotes el breviario se ha convertido en una penitencia y que para muchos era una decepción el rezo del oficio. Éste da ahora gran satisfacción a muchos sacerdotes que entienden ya el mensaje en su lengua viva, materna. Igualmente es uno de los cambios más esenciales introducidos por el Concilio el que nuestro pueblo vuelva a ser consciente del privilegio de orar, del Espíritu Santo que clama en nuestros corazones: «.Abba!, ¡Padre!» Falsificamos el concepto de la oración si en el confesonario sólo imponemos oraciones como penitencia. La oración no es esencialmente una penitencia. Sólo es penitencia para los perezosos; éstos deben vencer su indolencia y pereza. Podrá darse que el confesor tenga que amonestar a tales gentes exhortándolas a no descuidar la oración y a fijarse durante el día algunos momentos destinados a la oración: por ejemplo, leer cada día tres minutos la Sagrada Escritura y rezar cada noche una breve oración hasta la próxima confesión. Pero todos deberían comprender y sentir que la oración y la lectura de la Sagrada Escritura no son de suyo una penitencia, sino más bien un placer espiritual. Sólo es una penitencia para el que la descuida y cede a su desidia. Supongamos que un niño nos dice en el confesonario que generalmente olvida las oraciones de la mañana y de la noche. Entonces podemos usar el siguiente razonamiento: ¿verdad que eres respetuoso con tus padres, y los saludas al levantarse y al acostarse? Pero lo eres menos con Dios, si olvidas tus oraciones. Si sabemos que el niño tiene un hermano, no le impondremos la penitencia de arrodillarse todas las mañanas y rezar las oraciones, porque quizá le dé vergüenza aparecer tan devoto a los ojos de su hermano. En cambio se le puede proponer que pida a su hermano que rece con él, porque así no tendrán tanto peligro de olvidarlo. Esta penitencia, si es aceptada — y sé por la experiencia de muchas confesiones que con frecuencia la aceptan gustosos — creará la atmósfera divina entre los dos hermanos. Entonces serán más conscientes de su unión en Cristo. Para parejas de prometidos que hayan pecado juntos será una
Función de la penitencia El sacerdote puede dirigir la atención del penitente hacia la penitencia como sacramento de renovación con la clase de penitencia que le imponga. Mediante esta penitencia debe el penitente comenzar a percatarse de la injusticia que ha hecho al mundo de Dios, a su ambiente, el entero cuerpo místico. Luego, con un corazón transformado, deberá intentar la renovación de su contorno, colaborar mejor con todos los hombres de buena voluntad, dar testimonio de caridad y de unidad, de justicia y de amabilidad, de prudencia y de fortaleza. 306
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Función de la penitencia
penitencia apropiada el que, después de haber explicado al penitente por qué tal comportamiento no está en regla, se le pida que con amabilidad y delicadeza explique a la otra parte las mismas razones y le pida que le prometa ayudarle. «Él (o ella) mostrará su amor redentor ayudándole, y usted también le prometerá ayudarle. Y si vuelven a caer a pesar de su buena voluntad, ¿por qué no renunciar a salir juntos hasta que hayan renovado su amor redentor mediante el sacramento de la penitencia?» Esto crearía una atmósfera divina entre los que están llamados a formar la atmósfera divina de una familia cristiana. Supongamos el caso de un marido que es brusco y descortés con su mujer ¿Por qué imponerle como penitencia un rosario? Es posible que no sepa rezarlo; es también posible que le disguste. Puede ser que lo único que se consiga sea que en la próxima confesión acuse un pecado más, el de no haber cumplido la penitencia o de haber estado distraído en sus oraciones. Procuremos más bien convencerlo de que la penitencia más natural en su caso será la de excusarse cada vez que ofenda a su esposa. Por lo menos una vez en su vida se le habrá hecho reconocer que podía ser más amable con su esposa. Recuerdo que una vez una buena señora me decía: «Lo que me molesta no son tanto las indelicadezas y las palabras fuertes de mi marido; estas cosas no me irritarían tanto si al menos una vez me dijera que lo sentía.» Le ayudaría psicológicamente si se impusiera al marido esta penitencia. No es demasiado pedirle que reconozca por lo menos una vez que no tiene razón. Y hasta la próxima confesión podría imponerse como norma excusarse lo antes posible por sus arrebatos y por su trato descortés de su mujer o de sus hijos. Esto ayudaría a crear un ambiente divino de delicadeza y de amabilidad en la familia, y al mismo tiempo a dar buen ejemplo. También, si hay otros pecados que perturben la atmósfera divina de la familia, procuremos que el penitente acepte una penitencia con la que comience a edificar de nuevo. Debería también excusarse ante los niños si los castiga sólo por razón de los daños materiales o por impaciencia, en lugar de hacerlo por interés en su educación. Si se atiene a esta regla, crecerá su autoridad basada en el amor, en lugar de causar temor o violencia en los niños. Ayudará a los niños a distinguir entre la atmósfera
divina y sus falsificaciones. Si conocemos la situación presente de nuestros penitentes, si sabemos dónde y cómo viven, no es difícil obtener su cooperación para hallar penitencias adecuadas. Procuremos hallar una penitencia que cree una atmósfera de delicadeza y amabilidad. En algunos sectores rurales hay la mala costumbre de imponer demasiado trabajo a las mujeres: tienen que ordeñar las vacas los domingos mientras que los hijos y el marido andan holgazaneando por casa. Una buena penitencia sería insinuar a estos jóvenes penitentes que no deberían permitir que sus madres, mujeres y hermanas trabajaran solas en la granja. Aunque los hombres tengan algún quehacer en otra parte, pueden contribuir a las tareas de la familia. Si chicos jóvenes hicieran esta penitencia hasta la próxima confesión, les costaría trabajo dejar de ser amables con su madre. Nosotros podemos cambiar la atmósfera, pero tenemos con nuestros penitentes el deber de saber qué aspecto de su vida discrepa del testimonio cristiano de amabilidad, delicadeza, humildad y solidaridad. Estas penitencias dan buenos resultados si el confesor no las impone en forma autoritaria. No las impongamos de tal forma que demos al penitente la sensación de que tiene que someterse al edicto. En cambio, si celebramos el sacramento juntamente con él, si analizamos con él los motivos, entonces le agradará y estará mucho más dispuesto a cooperar. En realidad, yo nunca he tenido dificultad en hallar penitencias. Mejores resultados se obtendrán si los confesores de toda una diócesis o de toda una zona se ponen de acuerdo sobre el modo de imponer penitencias. Si uno comienza imprudentemente, puede perjudicar mucho a la renovación; en cambio, si todos han reflexionado juntos y han explicado en los sermones cuáles son la razón, el motivo y la finalidad de la penitencia y luego van todos a una, la táctica será mucho más eficaz. Nosotros hemos tenido grandes éxitos en este particular en nuestra labor misionera. Reuníamos a todos los misioneros de la misma zona para ponernos de acuerdo sobre este tipo de penitencia con vistas a crear el ambiente. Por ejemplo, a los que viven alejados de los sacramentos durante muchos años no les daremos como penitencia rezar oraciones. Naturalmen-
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El sacramento de la penitencia te, los exhortaremos a orar, ya que la oración es un medio necesario para la conversión. Pero, como nosotros celebramos con ellos el sacramento de la reconciliación, les preguntamos si gustarían de expresar su gratitud al Señor procurando ganar a otros amigos para que fueran a confesarse o asistieran a los sermones. Mas para ello hay que explicar las razones. Esto debe hacerse porque hasta ahora el penitente ha ejercido en otros un influjo negativo y ha dejado de edificar la comunidad cristiana. Parecía que se sentía contento de vivir alejado del Señor y de su invitación; ahora da testimonio en su contorno. Así se compromete a crear una atmósfera mejor. Finalmente, el sacerdote tiene la misión suprema de proclamar Shalom: la paz del Señor sea contigo. Es anunciador de paz y a la vez pacificador. Nuestro quehacer de oir confesiones lleva la bendición del Señor, y nosotros somos pacificadores en el mismo grado en que inducimos al penitente a sentir que está recibiendo la paz del Señor; así lo obligamos, lo apremiamos a llevar la paz de Dios a su contorno, a dar testimonio de la reconciliación con Dios y de la reconciliación entre los hombres. Debe sentir que no se trata de una penitencia impuesta arbitrariamente, sino que ésta dimana del mensaje de paz del Señor, de la reconciliación con la Iglesia y con su Dios. Él tiene que proporcionar gozo a los demás, como los apóstoles que la tarde de pascua recibieron la garantía de Cristo, «La paz sea con vosotros», tras lo cual alentó el Señor sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo», y repitiendo después «La paz sea con vosotros» los constituyó en mensajeros de la paz. Todo el que es reconciliado con el Señor, si desea conservarse en constante conversión, tiene que ser testigo de la paz mesiánica en su contorno. No es sólo una paz del alma con Dios, con «el dulce Jesús de mi alma». No es así como los evangelios y los profetas predican la paz mesiánica. Tendremos amistad íntima con Cristo si trabajamos por su reino, si edificamos el orden del amor y de la justicia. Así debemos sentir que el mensaje mismo del sacramento, es decir, la palabra efectiva de paz, es lo que apremia al que lo recibe y lo hace capaz de ser transmisor de la paz mesiánica, de llevar la experiencia de la atmósfera divina, de la Iglesia, al ambiente de su familia, de su vecindario, al entero ambiente cultural, económico y social. 310
La liturgia de la atmósfera divina La actual renovación de la liturgia —unos comienzos prometedores— hace de la liturgia un testimonio del Dios vivo, mientras que anteriormente al Vaticano n la liturgia en muchas parroquias y comunidades religiosas era casi un sermón de la teología de «la muerte de Dios». La liturgia del sacramento de la penitencia tiene necesidad de grandes reformas. La obscura garita del confesonario es ya por sí misma un problema. No fomenta el calor de una real «con-celebración» del amor misericordioso de Dios por el confesor y el penitente. No se manifiesta bastante el aspecto comunitario del sacramento. La absolución sacramental en su forma actual no transmite suficientemente el gozoso mensaje de una renovada y profundizada unidad y caridad. El único elemento «eclesial» que todavía se expresa formalmente es la absolución de la excomunión y del entredicho. Sin embargo, estas palabras son un formalismo chocante cuando se proclaman en una lengua viva y se dirigen a niños pequeños, a personas que viven santamente en el matrimonio, a devotas religiosas o a celosos sacerdotes. Cuando se daba la absolución en latín no me chocaba oir a un sacerdote darme la absolución de excomunión y suspensión. Si lo hubiese hecho en una lengua viva — y no faltan quienes lo hacen — me habría preguntado a qué se refería. ¿Pensaba realmente que su penitente estaba excomulgado? La actual renovación en la Iglesia nos permite desarrollar nuevas formas comunitarias del sacramento de la penitencia. Podemos esperar que pronto nos dé la Iglesia una liturgia renovada, y hasta quizá diferentes formas o ritos para diferentes ocasiones. Por lo menos para el período cuaresmal se requieren ritos diferentemente estructurados. Nuevos experimentos dentro de la actual estructura de la liturgia podrían ser sugeridos por la admirable liturgia del sacramento de la penitencia, que todavía forma parte del Pontificale Romanum. En ella se distinguen claramente las dos fases: 1) publica expulsio peccaíorum feria quarta cinerum, una celebración litúrgica de la palabra de Dios, oraciones y admoniciones que, en conjunto, hacen sentir en gran manera el aspecto social de los pecados per311
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sonales; 2) la parte conclusiva lleva por título publica reconciliatio feria quinta, in Coena Domini. La absolución se da en forma de un prefacio cantado. El motivo es la alegría en el cielo y en toda la Iglesia. Como lo hemos insinuado más arriba, los penitentes «son conducidos de nuevo al santo altar», llevados de la mano por el obispo, en un rito sumamente impresionante. En la celebración comunitaria del sacramento \ el rito puede concluirse con la absolución solemne, dada actualmente con la fórmula oficial, pero sin mencionar la «excomunión». Si un penitente está excomulgado, hay que absolverlo individualmente. El conjunto de esta liturgia debería contener himnos y cánticos de arrepentimiento, de confianza y de agradecimiento. Una forma más desarrollada de «absolución» puede en todo caso añadirse como explicación catequética «paralitúrgica». Tal celebración comunitaria en las parroquias, repetida para diferentes grupos, es el único medio pastoral de crear una renovada atmósfera eclesial y contribuye en gran manera a hacer más eficazmente del pueblo de Dios una atmósfera divina para el mundo que lo rodea. Ayuda también a penetrar más hondamente en las dimensiones comunitarias, en la confesión individual que sigue a continuación.
capaces de volver a su marido o a su mujer respectivamente. Personas divorciadas pueden dar un elevado testimonio de la indisolubilidad del matrimonio si viven en caridad y contribuyen a formar la opinión pública en esta misma materia. 2. Personas divorciadas que han vuelto a casarse. Las personas divorciadas que han vuelto a casarse han dado de hecho mal ejemplo. Han obrado contra la autoridad de la Iglesia que había declarado válido el primer matrimonio. Las gentes que vuelven así a casarse contaminan de muchas maneras el ambiente cristiano. Si van a confesarse personas divorciadas que han vuelto a casarse, ¿qué puede decirles el confesor? En las misiones regionales en Europa invitamos siempre a todos a asistir y para todos tenemos una palabra amable. Es posible que una determinada pareja no se hayan convencido todavía de que pueden, o deben, vivir como hermano y hermana. Es posible que hayan comenzado a pensar en esto, pero que todavía no se sientan con las fuerzas necesarias para hacerlo. Si han llegado ya a este punto, podemos comenzar a prepararlos para su confesión, para el día de su reconciliación visible. Deberían decir a las gentes con quienes tratan que saben que no está bien lo que han hecho. No deberán tratar ya de justificar públicamente su segundo matrimonio. Deberían exhortar a otras personas divorciadas a no volver a casarse. Tales personas, aunque casadas ilegítimamente, son seguramente testigos calificados para poner en guardia a otros. Haciendo esta especie de confesión pública, dan testimonio de que «la ley de Dios es buena y santa». Crean una sana opinión pública y pueden preservar a otros de caer en la misma miseria. Si tales parejas vienen a nosotros, debemos ayudarles. Debemos animarlas recordándoles que están ya cerca del sacramento de la penitencia y de la palabra de paz si proceden como acabamos de indicar. Podemos despertar con frecuencia en tales parejas un acto de contrición. Podemos ayudarles a renovar su propósito de enmendarse. Y si a veces faltan a la continencia por el hecho de vivir juntos bajo un mismo techo, mientras educan a los hijos y cumplen con otras responsabilidades, deben tratar de hacer juntos un acto de contrición y de confianza. Y el confesor habrá de darles consejos apropiados. Si comienzan a corregirse de esta manera,
Situaciones difíciles en vista del ambiente 1. Personas divorciadas. ¿No hemos usado hasta ahora un procedimiento equivocado? En algunas diócesis se practica todavía la discriminación contra estas personas. En algunas tienen necesidad de permiso especial para ser admitidas a recibir el sacramento de la penitencia. Hay parroquias, donde el párroco no permite al coadjutor que visite a personas divorciadas. Contra los divorciados se practica la discriminación. Es posible que muchos sean inocentes. No debemos perpetuar el colmo de la injusticia. Es posible que sean pecadores en este punto particular, pero la paz del Señor puede restituirlos a la plena comunidad de vida, aunque no sean 1.
Véase la última sección del cap 2 °
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El sacramento de la penitencia entonces llegará pronto el momento en que sea posible proclamarles la paz mesiánica de Cristo en el sacramento. En tanto hacen lo que pueden y piden al Señor ayuda para lo que todavía no pueden hacer, son amigos del Señor, y el sacerdote tendrá entonces para ellos el mensaje de paz que se da a todos los hombres de buena voluntad. 3. Matrimonios mixtos. Podemos mostrar la atmósfera divina en relación con los matrimonios mixtos. Esto se aplica al caso de matrimonios mixtos tanto válidos como inválidos. Las personas que viven en tales matrimonios tienen todavía la mayor necesidad de ayuda pastoral; deberíamos proporcionarles la experiencia de la atmósfera divina, del hecho de que la Iglesia los ama. Debemos mostrarles que nos interesamos por ellos; aun en casos en que las parejas no hayan vivido conforme a su responsabilidad de educar a los hijos católicamente, todavía podemos prestarles ayuda. De hecho, si muestran buena voluntad, tienen derecho a ser absueltos de excomunión y de los pecados. Es un principio general que si uno no es contumaz, tiene derecho a la absolución. Y si esas personas hacen lo que pueden, se las puede absolver, aunque no se les pueda permitir comulgar inmediatamente en la parroquia en que su caso es notorio. Conviene que comprendan que nuestro procedimiento no es un castigo, sino sólo un punto de gran interés pastoral, a saber, el de procurar que un influjo negativo no se extienda al ambiente. Se les podrá aconsejar que vayan a comulgar en otra parroquia, a fin de que vean que la Iglesia es efectivamente su madre amorosa y que ellos mismos obran así por amor de sus hermanos. Procediendo de esta manera podemos llevar alegría a los corazones de estas personas. Y sólo si son cristianos que viven gozosos su cristianismo, se hallarán en condiciones de ser testigos de la fe católica para la parte no católica y para los hijos. Debemos ayudarles a comprender este mensaje de paz. Y para asegurarse de que reciben esta urgente llamada en ese caso particular de su matrimonio mixto, conviene que sientan el gran amor y comprensión de la Iglesia.
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XXI SACRAMENTO DE CONVERSIÓN Y CRECIMIENTO
El bautismo es el gran sacramento de conversión. Por la fe y el bautismo somos convertidos por Dios mismo de las tinieblas de la incredulidad a la luz del pueblo elegido de Dios. En el bautismo da la persona el gran paso de la vida a la muerte, de una existencia sin vida divina, a la gracia, a la vida en Cristo Jesús. Debemos pensar que normalmente la persona bautizada permanece en la vida de Cristo. Debería considerarse como anormal e infrecuente que un cristiano bautizado, sellado con la sangre del Redentor, volviera a la vida de las tinieblas. Pero aun después del bautismo tiene el cristiano necesidad de una plena transfusión de nueva vida. Debe hacer un esfuerzo constante para desarraigar todas las consecuencias de la vieja actitud egoísta y contrarrestar con el debido antídoto los efectos nocivos del ambiente y colectivismo satánico. Todo el que después del bautismo recae en la muerte del pecado mortal puede todavía recibir «un segundo bautismo» (término usado por el concilio de Trento para hablar del sacramento de la penitencia), no de un bautismo como el primero, sino de un bautismo que invita a la penitencia y satisfacción. Ha de servir de despertador pensar que es horrible que una persona que ha gustado la bondad del Señor y el verdadero significado de la vida en Cristo, vuelva a las tinieblas de los días anteriores al bautismo. En la vida cristiana normal, el sacramento de la penitencia no es un sacramento de conversión de la muerte a la vida o una primera conversión reiterada. La entera tradición de Oriente y de 315
Sacramento de conversión y crecimiento
Necesidad de crecimiento
Occidente llama al bautismo la conversión primera. San Justino lo llama el «baño de conversión». Para los que han pecado mortalmente, el sacramento de la penitencia es el sacramento de la primera conversión reiterada. Para el cristiano que vive en gracia, el sacramento de la penitencia es el sacramento de la segunda conversión, que significa una conversión continuada, un signo de crecimiento en la vida del amor de Dios, signo de una resistencia más decisiva contra el egocentrismo y el pecado. En este caso, cuando se trata de un sacramento de conversión continuada, lo llamamos sacramento de devoción. «Confesión de devoción» no es una expresión adecuada; yo prefiero decir «conversión continuada». Hay diferencia entre las dos, y esta última tiene raíces más profundas en la tradición, remontándose hasta los primeros días de la Iglesia.
examina sus acciones, sino que escudriña sus más profundos deseos y motivos de obrar. Nadie se conoce perfectamente; quien así piense será fariseo, una persona muy necesitada de conversión. Los que hacen progresos, por lo regular comienzan su carrera dirigiendo una mirada objetiva a sí mismos, procurando alcanzar su conocimiento más profundo de su propio corazón. Se requiere humildad para entregarse a una crítica de uno mismo, pero ésta ha de hacerse bajo la mirada misericordiosa del Señor. 2) Un segundo aspecto de este continuado crecimiento y conversión es el crecimiento en sinceridad ante Dios y ante los hombres. El apóstol Santiago exhorta a los cristianos: «Confesaos, pues, los pecados unos a otros; orad unos por otros» (Sant 5, 16). «No os quejéis, hermanos, unos de otros, para no ser juzgados» (5, 9). Uno que no confiesa sinceramente ante los ojos de Dios «soy pecador», es ciego y está en las tinieblas. Y san Juan añade: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1, 8). El mismo apóstol asegura que el que ha sido regenerado en Cristo no peca: «Quien ha nacido de Dios, no peca, porque su germen permanece en él» (1 Jn 3, 9). Esto quiere decir que no vuelve a recaer en pecado mortal. Ahora bien, todo el que crece en la vida divina y en el amor de Dios es cada vez más consciente de profundo egocentrismo y lucha denodadamente contra los bajos instintos de la naturaleza inferior desarreglada. Así confiesa delante de Dios no sólo que ha hecho esto o aquello, sino también: «Soy pecador. Porque mi corazón no está todavía suficientemente purificado, por eso cometo esos pecados sin darme cuenta de lo que estoy haciendo.» Pero si uno se confiesa delante de Dios, debe también confesarse delante de su prójimo al que ve. Esto significa especialmente que debemos confesar nuestras faltas a aquellos a quienes hemos ofendido; debemos confesarles que hemos procedido mal. Ir a confesarnos cada semana será una especie de fariseísmo si no nos «confesamos» a los que hemos lastimado con nuestros desmanes, si todavía pretendemos que nuestra rivalidad es puro celo del reino de Dios. Debemos reconocer cuan radicalmente somos todavía pecadores. Algo tenemos que cambiar en nosotros. Nos confesamos al Dios todopoderoso en presencia de los santos, de los
Necesidad de crecimiento Donde hay vida tiene que haber crecimiento. Si uno comienza a resistir a la ley del crecimiento o se niega a seguir creciendo, se condena a sí mismo a la muerte. El tiempo presente, que comprende parte del período entre la primera y la segunda venida de Cristo, es un tiempo de esperanza y de crecimiento. La esperanza significa suspirar por la venida de Cristo, por su victoria en la batalla decisiva contra Satán, el cual combate «en la convicción de que su tiempo es limitado» (Ap 12, 12). Por esto, el cristiano obra en la convicción de que sólo una firme resistencia en esta batalla contra las asechanzas de Satán mismo, contra las tinieblas del ambiente y contra la esencia misma del egocentrismo, lo mantendrá en vida y le ayudará a crecer. En esta conversión continuada debemos crecer en: 1) El examen de la conciencia. Nuestros ojos deben despejarse con el arrepentimiento y un conocimiento más profundo de Cristo, con un conocimiento más profundo de los fundamentos de una verdadera vida cristiana. El penitente no debe examinar sólo sus pecados contra el decálogo, sino que ante todo debe mirar a la apremiante realidad de la gracia, a la ley proclamada en el sermón de la montaña. Al comparar su vida presente con esta ley de fe, no sólo 316
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Sacramento de conversión y crecimiento
La segunda conversión
ángeles y de la Iglesia. Nos confesamos a la Iglesia. La prontitud para ir a confesarnos y el empeño por confesarnos más humildemente delante de Dios y delante de nuestro prójimo son signos de la constante conversión, signos de crecimiento. La ley general que puede urgir el confesor como obligatoria para todos es únicamente la de confesar los pecados mortales. Puede haber razones especiales de abandonar esta norma; por ejemplo, a una persona escrupulosa se la puede a veces retraer de entrar en demasiadas enumeraciones, si no se le prohibe efectivamente confesarse con frecuencia. Pero si no hay razones especiales, lo normal es que el amor de Cristo nos impela a hacer una confesión cada vez más profunda, más humilde y más aceptable. Esta confesión debemos hacerla no sólo delante de Dios, sino también delante del pueblo de Dios. Tal es la ley del crecimiento en la penitencia. Los que salen de una profunda oscuridad están sujetos a las leyes ópticas de «adaptación a la luz»; no están abiertos de manera tan perfecta a la gracia, que ésta pueda disipar completamente su ceguera. Todavía no están dispuestos para una penitencia completa, una plena reparación y satisfacción. Es señal de crecimiento, señal de que se va avanzando más y más en el camino de la conversión, cuando una persona reconoce la necesidad de hacer más penitencia, la necesidad de una conversión más profunda en pensamientos, palabras y obras.
Sería un error afirmar que el sacramento de la penitencia es el único medio de promover y atestiguar una conversión continuada. El concilio de Trento dice claramente que hay diferentes medios disponibles y que se han de elegir con libertad. Los pecados veniales se pueden perdonar de muchas maneras, incluso sin confesión y absolución sacramental. El mejor coronamiento del perdón puede lograrse mediante la humilde y frecuente recepción de la comunión, que nos purifica de nuestros defectos cotidianos. Mediante la amorosa conversación con el Señor se expulsa del alma esa flojedad que es la fuente de la mayoría de nuestros pecados veniales. La
eucaristía fue instituida sobre todo —enseña el concilio de Trento — como alimento espiritual para la unión de amor con Cristo y con los miembros de su cuerpo. Pero, dado que esta unidad se lleva a cabo mediante el amor, cuyo fervor nos proporciona no sólo el perdón de culpa y pena, sino también la transformación interna, consiguientemente obtenemos el perdón del pecado y la conversión más y más profunda en la medida en que aumenta el fervor de nuestra devoción. Un fervor creciente de devoción exige crecimiento en el espíritu de penitencia. Si falta el espíritu de penitencia, si falta fervor en este empeño por lograr una purificación cada vez más profunda, y si uno es descuidado tocante a sus pecados veniales, no sólo disminuye la eficacia de la eucaristía en cuanto a borrar los pecados veniales, sino que disminuye el fruto de todos los sacramentos de vivos, y todos los medios de salvación pierden algo de su eficacia. No se puede afirmar que la recepción del sacramento de la penitencia sea absolutamente necesaria para los que no tienen pecados mortales. Sin embargo, habrá que entender que la confesión de los pecados mortales es el mínimum exigido por la ley, que obliga bajo pena de pérdida de la vida eterna. La vida eterna de uno depende de la confesión de sus pecados mortales ciertos. Hay que confesarlos por lo menos en el próximo tiempo pascual, a fin de poder cumplir el precepto de la comunión. La conversión, sin embargo, no debe diferirse hasta la próxima pascua. Hay que convertirse inmediatamente. Hay que hacer todo lo necesario para convertirse, ya que no hay mayor mal en la vida que el de permanecer, aunque sea poco tiempo, en las tinieblas del pecado mortal. Quien por desprecio rechace los medios más eficaces ofrecidos por el Señor, no logrará una conversión efectiva. Sin embargo, nadie tiene absoluta obligación de confesarse lo antes posible cuando ha pecado mortalmente. No obstante, debe hacer todo lo posible por recobrar la amistad de Dios mediante un acto de perfecta contrición, y esto lo antes posible. Aún así, no es infrecuente hallar personas que no recobran la paz del corazón hasta que reciben el sacramento de la penitencia. Para todo cristiano bajo la ley de gracia es de la mayor importancia enfocar la vida cristiana en su totalidad. Salta a la vista que
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La segunda conversión
Sacramento de conversión y crecimiento
Recepción frecuente del sacramento de la penitencia
en este tiempo, en el que se desarrollan más claramente tanto la doctrina como la práctica, no puede uno negarse a recibir el sacramento sin disminuir sus posibilidades de continuo crecimiento y de continua conversión. Según la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, mediante la piedad eucarística es como principalmente se alcanza una creciente conciencia de la santidad de Dios y se obtiene el santo temor de Dios. El cristiano sólo puede experimentar el gozo pascual mediante el contacto con el Dios todo santidad. Debe sentir la necesidad de purificación como el profeta Isaías, que no tenía pecado mortal cuando vio el misterio de la santidad de Dios y gritó: «Soy hombre perdido... Tengo que morir, porque he visto al Dios del universo, yo que soy un hombre de labios impuros y que vivo en medio de pecadores» (Is 6, 1-5). Luego fue purificado por el fuego salido del altar del Altísimo. Así, si un católico desea crecer en la piedad eucarística, sentirá también la necesidad de conversión que viene del fuego mismo del amor, del altar, de la cruz del Señor. Así recibirá con gratitud el sacramento de la penitencia como signo de continua conversión. La confesión, como signo de la continua conversión, lleva consigo la bendición de la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los que saben que son pobres, porque en ellos está el reino de Dios.» «Conocer que somos pobres pecadores», como las otras palabras, «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados», se aplican convenientemente a la recepción del sacramento de la penitencia. Con razón afirmó el concilio de Trento que a veces los que reciben el sacramento con fervor experimentan un gozo y consuelo extraordinarios. Dios mismo amplía el consuelo de las bienaventuranzas para atraernos al altar con un temor más filial, con la experiencia de la beatitud de Dios.
tente. No debería proceder como si se tratase simplemente de dar la absolución. Si las gentes reciben el sacramento como signo de continua conversión, es que desean la ayuda especial de la Iglesia para su crecimiento. El confesor debe ayudar al penitente a conocer más y mejor su conciencia, de modo que logre llevar una vida cristiana integrada más maduramente en el amor de Dios y del prójimo. La dirección espiritual no debería mirarse como un servicio accesorio destinado a unos pocos; la tradición espiritual la recomienda en gran manera como una finalidad especial de la confesión, no como algo artificial y arbitrario. Debe versar sobre el núcleo de las dificultades, ocupándose con los problemas reales de la vida. Tal es el quehacer del director espiritual.
Dirección espiritual El sacramento de la continua conversión es un servicio, y el sacerdote, al aplicarse a este ministerio de la Iglesia, debería considerar su papel correlativo de director o guía espiritual del peni-
Recepción frecuente del sacramento de la penitencia Las prácticas que están dejadas por principio a la libertad del individuo, no deberían inculcarse por vía de corrección y discriminación; sólo un mínimum necesario puede ser urgido por la autoridad humana. Si uno es consciente de haber cometido pecado mortal, entonces se le pueden hacer notar los peligros a que se expone si se niega a confesarse. Pero un párroco no debería nunca inducir a los fieles a la frecuencia de la confesión o de la comunión tronando o fulminando censuras contra el penitente. El único procedimiento viable consiste en celebrar el misterio o el sacramento de la penitencia gozosamente, de modo que todos se sientan invitados a recibirlo. Debemos predicar la buena nueva, los valores, la invitación del Señor por medio de este sacramento. Deberíamos hacer sentir a los fieles que lo que los obliga no es una ley externa, sino el apremiante amor de Cristo, el deseo de crecer en santidad. El confesor mismo puede exhortar al penitente, como lo haría un amigo, a responder más a menudo a la invitación de Cristo. En todo caso, debe evitar reprender al penitente si deja de acudir con frecuencia. Lo que hacen falta son cristianos maduros, que obren con libertad, no bajo presión.
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Frecuencia de la comunión
Frecuencia de la comunión • La mayoría de los cristianos practicantes reciben el sacramento de la continua conversión por lo menos en cada tiempo pascual. La ley de la Iglesia universal no nos obliga a confesarnos por pascua; sólo nos obliga a comulgar. Sólo surge la obligación de la confesión en el tiempo pascual si se tienen pecados mortales — sólo así se puede cumplir con el precepto de la comunión pascual—, aunque creemos que los buenos cristianos no tienen dificultad en recibir el sacramento de la penitencia en este tiempo, aun sin estar estrictamente obligados a hacerlo. Algunos pueden engañarse pensando que no habiendo cometido pecados mortales, no necesitan la confesión anual. Es posible pasar la vida en estado de gracia, pero convendría pensar más en la necesidad de mayores esfuerzos y la necesidad de la acción purificadora del Señor. El episcopado francés, en su directorio pastoral sobre la administración del sacramento de la penitencia (n. 45) dice: «Aunque no se requiere confesar los pecados veniales cada vez que se ha de recibir la comunión, sin embargo, la recepción frecuente de la sagrada comunión nos invita a la correspondiente frecuencia del sacramento de la penitencia, que nos sirve especialmente para obtener la verdadera pureza de conciencia.» El pretexto de que la práctica presente de la confesión de devoción es contraria a la práctica de la primitiva Iglesia, como lo muestran los estudios sobre la historia de la penitencia, es a mi parecer absurdo. La Iglesia primitiva hizo mucho más de lo que hacemos nosotros para mantener el elevado ideal y un espíritu vivo de penitencia entre todos los fieles. Si alguien pretende que la Iglesia primitiva no hacía esto, no tiene más que unirse a la Iglesia primitiva en sus penitencias. Conviene tener presente que hay un aspecto del desarrollo del sacramento de la penitencia que se pasa por alto con frecuencia. Este desarrollo forma parte del desarrollo del rico tesoro de la fe, no sólo al nivel de la doctrina, sino también al de la disciplina y de la práctica. Los sacerdotes deben recibir con frecuencia este sacramento con 322
vistas a su celebración diaria del misterio de la santidad de Dios, la eucaristía. En el Código de derecho canónico no hay una definición exacta de lo que se entiende por «frecuentemente»; no hay ninguna ley acerca de la confesión semanal. Mi experiencia en muchas regiones me ha mostrado que los buenos sacerdotes se confiesan una o dos veces al mes, o cada semana. Si viven a grandes distancias, lo hacen una vez al mes, pero entonces lo hacen más en serio. La legislación actual obliga a los religiosos generalmente a confesarse cada semana; esto es una indicación del Código, como también una regla de la respectiva congregación u orden; pero, a mi parecer, no es una ley que obligue bajo pecado. Es un ideal al que debemos aspirar si no hay razones especiales que lo disuadan. El confesor puede — y a veces debe — aconsejar a religiosos escrupulosos que es mejor para ellos que sólo se confiesan una vez al mes o incluso con menos frecuencia. Puede también recomendarse que sólo confiesen uno o dos pecados, y en todo caso aquellos de que quieran realmente corregirse o enmendarse. La cuestión más importante no es la de la frecuencia con que hay que confesarse, sino la de cómo debemos confesarnos. Si después de cada pecado hacemos un acto de dolor y de confianza en Dios en vista de los signos de su gran misericordia, estaremos mejor preparados a la hora del sacramento de la penitencia. Es más provechoso ir a confesarse dos veces al mes y entonces hacer una confesión verdaderamente seria con perfecta preparación, con un buen propósito de enmienda, que hacerlo cada día o cada semana con menos seriedad y preparación. De suyo no es peligroso la frecuencia del sacramento, pero tenderemos a la rutina si lo hacemos tan superficialmente. Debemos poner empeño en celebrar el sacramento como un encuentro real con el Señor Resucitado, un encuentro con el Señor en su pasión, un encuentro con el Señor que ha de venir para ser nuestro juez. Acerca de la confesión general se hallará una exposición más completa en La Ley de Cristo i, p. 533ss. Es lástima que muchos sacerdotes, especialmente los que predican misiones, hayan dado a veces la impresión de que la mayor parte de las confesiones son indignas o inválidas y por consiguiente la mayoría de los fieles deben hacer confesión general. Hay que hacer notar con toda claridad que 323
Sacramento de conversión y crecimiento Dios dio este sacramento de misericordia en tal forma que quienquiera que tenga algo de buena voluntad lo recibe en verdad dignamente, aunque no sea muy ducho en estas materias o no se confiese conforme a la terminología científica en boga entre los teólogos. Pueden darse, sí, casos de confesiones indignas, inválidas, de recepción sacrilega del sacramento, pero más bien deben considerarse como excepcionales. En tales casos, el penitente está obligado a confesar todos los pecados mortales cometidos desde su última confesión válida. Sin embargo, si vuelve al mismo confesor, le bastará a éste con poder recordar en general lo que el penitente tiene ya confesado en el pasado y podrá decirle que todos esos pecados están incluidos y que por tanto se limite a añadir los que todavía no ha confesado. A veces será saludable la confesión de pecados sometidos ya al juicio de la Iglesia, especialmente si hay alguna duda prudente sobre las confesiones pasadas, y si no se trata de penitentes escrupulosos. A un escrupuloso que dude no se le debe nunca permitir que vuelva a confesar sus pecados. Si no puede jurar sin temor de condenarse que ha hecho una mala confesión, no se le permita nunca que vuelva a confesar sus pecados pasados. Es muy peligroso mirar constantemente atrás y nunca hacia adelante. Por consiguiente, a esas personas que viven constantemente mirando al pasado, volviendo a examinarlo constantemente, hay que ayudarles a encauzar sus energías por canales más productivos. Si los que están obligados a hacer confesión general se preocupan ansiosamente por ser completos, el confesor deberá explicarles el sentido de la integridad, de la buena voluntad y la necesidad de evitar los escrúpulos. Si alguien desea hacer confesión general, aunque no tenga dudas sobre la validez de anteriores confesiones, podrá ser provechoso, con tal que no se trate de personas escrupulosas. Santo Tomás dice que con la frecuente confesión sacramental se obtiene mayor remisión de la pena debida por el pecado, tanto por la humillación en acusarse, que se considera como un acto penitencial, como por el poder de las llaves de la Iglesia. Es bueno hacer confesión general en grandes momentos de la vida, por ejemplo cuando se entra en la vida religiosa, antes de recibir las sagradas órdenes, los seglares antes de casarse, en ejercicios, etc 324
Frecuencia de la comunión La razón teológica es que si uno, por la gracia de Dios, tiene un conocimiento más profundo de lo que es el pecado y de lo que fueron sus propios pecados y los confiesa con mayor humildad y con más profundo dolor y propósito de enmienda, se dispone para recibir el sacramento en forma más consciente. De esta manera muestra que tiene más clara percepción del estado de su vida pasada y de la gracia de Dios, y de que la purificación y la gracia de la perseverancia son sencillamente dones divinos. El confesor, en cambio, no debe nunca fomentar confesiones generales afirmando que las confesiones pasadas fueron en su mayor parte inválidas. El agudo sentido de discernimiento del sacerdote debe hacerle comprender que al comienzo de una conversión o después de largo tiempo de abandono de los sacramentos, las primeras confesiones fueron probablemente imperfectas. No pueden ser tan perfectas como lo serán más tarde de resultas de un tiempo pasado en fiel servicio de Dios. Si uno, libremente, hace confesión general, hay que decirle que no tiene obligación de hacer una confesión completa de todos los pecados mortales absueltos anteriormente, sobre todo de los pecados contra el sexto mandamiento: Como decía san Alfonso a personas que hacían confesión general con cierta escrupulosidad, vale más que empleen mejor su tiempo: potius pus meditationibus tempus impendant.
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XXII DIFERENTES ESTADOS DE VIDA
La proclamación de la paz que exige también el necesario compromiso de un empeño futuro por vivir una vida más plena en Cristo, debe referirse a la situación actual de la vida de las personas, penetrándola toda entera, respetando siempre el sexo, la edad y el ambiente. Importa, pues, que el confesor sepa bien con quién está tratando. Si no conoce al penitente, convendrá que le dé pie para declarar: soy carnicero, tendero, casado con hijos, una buena mujer católica, etc. Tales declaraciones le sirven al confesor para tratar al penitente apropiadamente.
Las confesiones de niños ¿Hay que obligar a los niños a confesarse antes de la primera comunión? No podemos prohibir la práctica. Si el confesor es prudente y sabe cómo tratar con niños, podrá serles de provecho confesarse antes de la primera comunión. Pero no hay obligación en este sentido. Diversas diócesis recomiendan que los niños vayan primero a comulgar. Normalmente un niño debe ser preparado por sus padres para recibir la primera comunión a la edad de cinco o seis años; la razón es sencilla: los padres tienen más tiempo que nadie para ir hablando a los niños sin fórmulas y técnicas especiales, como sucede en la educación «informal». La cooperación de los padres en esta noble tarea contribuye a reforzar la vida de familia, 327
Diferentes estados de vida haciendo que la vida sacramental constituya un importante elemento de la misma. Además, los niños asimilan e interiorizan más fácilmente los valores ejemplificados por los padres —que para ellos son las primeras figuras ideales— que los que les vienen de cualquier otra fuente. Si los padres no se cuidan de los hijos, puede darse que éstos no estén preparados ni siquiera a los ocho años. En todo caso, si se viene a tratar del sacramento de la penitencia, hay que procurar que no aprendan los niños fórmulas estereotipadas. Los padres deben explicarles, en una forma que ellos puedan entender, cómo han ofendido al Señor. Los niños deben confesar más bien unos pocos casos concretos: «Mi madre me preguntó si le había pegado a mi hermana, y yo le dije que no, pero sí le había pegado y sabía que decía una mentira.» «Tengo una hermanita muy buena y le tengo envidia porque le hacen más caso que a mí. Yo no soy tan bueno como los otros, pero no quiero ser envidioso.» Aquí tenemos unos ejemplos en términos adaptados a la inteligencia de los niños. El confesor no debe nunca seguir preguntando en esta forma: «¿Qué más cosas malas has hecho?» Más bien, ayudará al niño explicándole cómo, en los puntos que ha mencionado, agradaría al Señor un esfuerzo mayor por su parte y que entonces el Señor se complacería en ayudarle. Luego puede explicar el confesor lo que el Señor hace actualmente: purifica los corazones, los prepara para que puedan recibir la comunión con mayor confianza. «Te ha preparado cuando te ha dicho: quedan perdonados tus pecados.» ¿Es buena la práctica que existe entre nosotros de que los niños vayan a confesarse cada mes en un momento determinado? En casos en que son rigurosamente vigilados y observados, pueden sentirse forzados a ir a confesarse aun sin estar preparados; puede darse que se sientan rebajados cuando durante las sesiones de confesión general para los adultos, se les dice que deben ir en el momento designado para los niños de escuela. Evidentemente, esta práctica no es buena, puesto que no hay ley divina que los obligue. ¿Cómo podemos, pues, obligarlos y tenerlos en menos si no acuden a confesarse? El párroco puede invitar a los niños a ir a confesarse en días y horas determinadas, pero en todo caso deben los niños sentir que son hijos de Dios y que son libres. No deben tener la 328
Las confesiones de niños sensación de que el confesor o el párroco imponen leyes que no han sido hechas por Dios o por la Iglesia universal. Más bien convendría atraer a los niños celebrando debidamente el sacramento de la penitencia, de modo que adquieran gran estima de la grundeza de la gracia de Dios. Procuremos que vean claramente que todo no se reduce al esfuerzo del penitente por ser mejor, sino que la palabra eficaz del Señor es la que asegura su amistad y hace que uno progrese hacia la plena amistad con él. La acción de Cristo es la que da valor a nuestros propios esfuerzos. Es muy provechoso que se haga comprender a los niños que no están obligados a la integridad material en tanto no son capaces de cometer pecado mortal. Parece ser que la opinión más rígida sostiene que los niños son capaces de pecado mortal pasados los diez años. Como insinuó más arriba, yo dudo de que un niño medio pueda cometer pecado mortal a los once, doce o trece años. Primero deben comprender qué es un pecado mortal que el Dios misericordioso y justo castiga con una terrible sentencia por toda la eternidad. Sin embargo, debemos inculcarles en casa la importancia de su esfuerzo por vivir bien con vistas a su futuro desarrollo. Un niño o una persona mayor no decide su destino en un momento, sino con la totalidad de su vida. Toda exageración es perjudicial para el sacramento de la misericordia. Por consiguiente, es doctrina cierta que los niños no están obligados a confesarse si no están seguros de haber cometido pecado mortal; ahora bien, para un pecado mortal se requiere clara deliberación y suficiente libertad. Los esfuerzos del sacerdote no deben limitarse a hacer que el niño llegue a distinguir debidamente lo bueno y lo malo en términos de los diez mandamientos; el aprendizaje debe centrarse principalmente en la inteligencia de la Nueva Ley, de la ley de gracia, y en cómo pueden expresar al Señor su gratitud por tan gran sacramento, especialmente con un amor compasivo y paciente de los otros. Por una parte, no hay que inducir nunca a los niños a hacer una enumeración escrupulosa de todos sus pecados y deficiencias; por otra, deben aprender a lijarse en sus motivos. Dado que los motivos son sumamente decisivos en el proceso de la conversión continuada, los niños deberán hacerlos objeto de su examen de conciencia y de una humilde confesión. Así estará 329
Diferentes estados de vida
Las confesiones de seminaristas
el sacerdote en condiciones de ayudarles más eficazmente en el camino de la madurez cristiana. Ellos comprenderán también mejor el mensaje de paz que pone orden en la mente y en el corazón del hombre. ¿Con qué frecuencia deben confesarse los niños? Aquí no es posible fijar una regla general; esto depende en gran parte de las circunstancias. Si la parroquia es pequeña y el párroco tiene el tiempo suficiente para ocuparse de los adultos y de los niños, es bueno que éstos vayan con frecuencia a confesarse, digamos una vez al mes si van a misa y a comulgar ocasionalmente entre semana. Pero si la extensión de la parroquia impone obligaciones apremiantes al párroco, no será recomendable que vayan los niños a confesarse cada mes. Esto daría lugar a que se despachara la confesión superficialmente y de prisa por ambas partes, por el confesor y el niño. Esto fomentaría la rutina y un sacramentalismo externo. Yo por mi parte prefiero que no se practiquen las confesiones obligatorias durante las horas de escuela. El ideal sería que los confesores dieran a los niños alguna ocasión de celebrar en forma comunitaria el rito penitencial, o de procurar sesiones periódicas de confesiones en días elegidos por ellos. Convendría invitar a los niños a ir a confesarse con sus padres. Sin embargo, todos deben saber que pueden ir a confesarse cuando quieran. De todos modos, si hasta ahora se había insistido en el tipo de confesiones de clase, en este tipo de transición no convendrá introducir cambios bruscos. Se podrá considerar la posibilidad de reducir a tres o cuatro veces al año las «confesiones de clase», diciendo a los niños que pueden ir a confesarse en cualquier momento. Conviene enseñarles en edad temprana a tomar sus propias decisiones, pues sólo así darán luego testimonio de la libertad de los hijos de Dios y mostrarán un verdadero espíritu de gratitud y de espontaneidad. El recurso a diferentes técnicas de presión que impongan a todos los niños sin distinción la confesión mensual, sólo logrará infundir a los niños disgusto del sacramento y los inducirá a alejarse de él tan luego abandonen la escuela. No se puede cifrar el éxito en que todos los niños vayan a confesarse; el verdadero éxito consistirá en que lo hagan libremente y aprendan a tomar sus propias decisiones. Conviene que se percaten de que la confesión
no es sólo cosa de la escuela, sino que es un derecho y privilegio de los hijos de Dios responder libremente a la invitación del Señor.
Los seminaristas deben tener en gran estima la confesión frecuente, porque la recepción de este sacramento indica en ellos el deseo de ponerse más útilmente en el ámbito del reino de Dios, profesando su gran sumisión a la ley de gracia. La confesión frecuente reanimará las iniciativas amortiguadas por el pecado venial y hará al seminarista más atento a su promesa de responder fervorosamente al llamamiento de Dios y a cada una de sus gracias. Los seminaristas tienen especial derecho a ser ayudados por un director espiritual que pueda animarlos en el camino de la santidad. Pero tampoco aquí debe haber presión legal ni una regla que obligue a confesarse cada semana, cada mes, o a un tiempo determinado. Déseles la oportunidad de confesarse durante las horas del día, pero sin forzarlos lo más mínimo; ellos deben aprender a ser testigos de la libertad de los hijos de Dios. Ayúdeseles a apreciar la liturgia de los sacramentos, especialmente la liturgia de la penitencia, como gran don de Dios. La celebración comunitaria del sacramento es más apropiada para seminaristas, pero no deberá inducir a depreciar la confesión individual. Tenemos especial obligación de no obstruir su gratitud, el gran gozo pascual del sacramento, con un legalismo desacertado. A seminaristas escrupulosos se les aconseja generalmente no confesarse con demasiada frecuencia. Ya que se aconseja a los seminaristas que tengan un confesor fijo, al escrupuloso se le puede indicar que se confiese sólo una vez al mes, o menos, según los casos. Muchos muchachos tienen períodos pasajeros de escrúpulos, de los que se librarán mucho más fácilmente si se les dice que no se confiesen con demasiada frecuencia. El confesor puede incluso aconsejarles que aguarden dos meses hasta la próxima confesión, pero a la vez se les puede recomendar que hagan cada noche un acto de contrición y de profunda confianza en Dios. La celebración del sacramento de la penitencia en el caso de los seminaristas va guiada por lo regular por dos aspectos del reino
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Las confesiones de seminaristas
Diferentes estados de vida
El problema de la castidad de los seminaristas
de Dios: 1) hay que dejarse guiar por el espíritu, por la ley de gracia, por la ley del Espíritu con gratitud; 2) el segundo aspecto es el llamamiento del reino de Dios a la unidad: toda su vida ha de estar penetrada del espíritu de respuesta a Dios, de generosidad para con la llamada de Dios, frente a toda gracia, y ellos mismos deben considerar toda gracia como dada con vistas a la formación del cuerpo místico, mediante el espíritu de responsabilidad con generosidad y solidaridad. Además, partiendo del verdadero significado del sacramento, debería subrayarse esto, de modo que aprendan a enfocar la totalidad de su vida en la perspectiva de la consumación social de la salvación, con espíritu de libertad, de generosidad, y al mismo tiempo con espíritu de responsabilidad para con Dios y con la comunidad.
Lo que es verdad para todos los adolescentes y para todas las personas en general, se aplica mucho más perentoriamente a los seminaristas. Me refiero a la necesidad de integración de la propia vida: los problemas de la castidad no deben aislarse de la totalidad de la vida cristiana. Los seminaristas deben valorar la castidad en relación con el celibato y el matrimonio. Conviene que se hagan cargo de que todavía son candidatos a una u otra vocación; todavía no pueden estar seguros de su llamamiento. Por consiguiente, ambas cosas se les deben presentar, el celibato y el matrimonio, y de antemano deben aprender a respetar su propia sexualidad y los cuerpos de los otros, es decir, la persona de los demás. El sexto mandamiento y la insistencia corriente en su aspecto negativo deben enfocarse diversamente, acentuando la belleza y los grandes valores de la castidad a la luz del celibato con vistas al reino de Dios, y a la luz del matrimonio. Por ejemplo, el matrimonio debe presentarse como en el capítulo quinto de la carta a los Efesios o como en el séptimo de la primera carta a los Corintios, a saber, en el sentido de que los casados han de tener libertad para trabajar por el reino de Dios, análogamente a la libertad de los que no están casados. Hay que mostrar lo primero de todo, que la
madurez de la personalidad es condición de la castidad en cualquier estado de vida. La masturbación es con frecuencia (aunque no siempre) indicio de un desarrollo retardado o detenido de la personalidad. La madurez tocante al desarrollo de la personalidad cierra la puerta al egocentrismo. La masturbación es con frecuencia expresión de egocentrismo: sus víctimas no están todavía suficientemente abiertas a su prójimo y a Dios. -Si desean superar sus dificultades —muchos tienen dificultades en este sentido sin ser por ello «malos chicos» — deben esforzarse por alcanzar la madurez, la plena madurez de la personalidad, aspirando a una forma verdaderamente personal de vida de oración, a una atención verdaderamente vigilante a las formas en que pueden hacer bien a su prójimo: cómo pueden ser buenos camaradas, cómo pueden mostrar espíritu de deportividad y de solidaridad en los juegos y ejercicios físicos, y su responsabilidad en clase y en su vida cotidiana. Su aptitud para el sacerdocio no debe juzgarse sólo atendiendo a este punto, especialmente en los seminarios menores; no se puede formar un juicio contra la vocación por el hecho de que muchachos de 15 a 17 años tengan dificultades tocante a la masturbación. Un juicio sobre su aptitud para el sacerdocio sólo puede formarse a la luz de la personalidad total; su vida de oración, su reverencia y amor de Dios, su propensión a la liturgia, su participación activa en la vida de familia del seminario, y su iniciativa. No es infrecuente sobreestimar la obediencia pasiva a los superiores. Con mucha frecuencia van parejas las dificultades en cuanto a la masturbación y una gran pasividad, aparentemente gran docilidad en la obediencia. Algunos son obedientes porque no poseen voluntad propia. En la mayoría de los casos de masturbación, se trata de personas que desde niños han tenido la voluntad anulada, por lo cual son externamente obedientes — evitan siempre las dificultades con los superiores y con los demás— y cediendo al más fuerte, ceden también a sus deseos sexuales. Por esto los confesores deben fijarse en esta clase de obediencia. Muchachos que a veces manifiestan voluntariedad, que muestran su incapacidad de comprender todas las órdenes de los superiores, dan mayor esperanza que los que son capaces de superar este problema. Si el confesor y todas las demás personas del seminario obran conjuntamente para
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quebrantar la voluntad de los estudiantes, sólo para que sean obedientes y se conformen con una pauta, no se puede esperar educarlos para la madurez y es inútil intentar destruir su hábito de masturbación. A veces, esta clase de dificultades no se pueden resolver satisfactoriamente sólo en el confesonario. Profesores y educadores deben ayudar con amabilidad a los muchachos, dejándoles libertad, educándolos para la iniciativa, etc. Claro que se dan casos en que muchachos de 16 a 18 años se masturban frecuentemente y no cooperan con sus directores espirituales para vencer el hábito; entonces esto es señal de que no están llamados al sacerdocio. En cambio, si cooperan y se esfuerzan por prestar servicios a los otros, tomando la iniciativa de crear mejor espíritu en el seminario, procurando hallar maneras de hacer bien sin que se les haya ordenado, entonces podemos confiar que venzan también sus dificultades en este terreno. La falta de cooperación no debe enfocarse solamente a la luz de sus dificultades presentes. Si a la sazón de entrar en el seminario mayor no da uno señales de dominar la masturbación y al mismo tiempo no muestra buen carácter en otras cosas, el confesor deberá aconsejarle que escoja otra vocación o profesión. Si se hace hombre y viene a ser buen cristiano, todavía se podrá examinar la cuestión de si tiene vocación al sacerdocio.
Los confesores tienen el deber de ayudar a los penitentes en la recta elección de la vocación, puesto que en ello está implicado uno de los juicios más decisivos que tiene que hacer un cristiano, tanto para su propia salvación como para el bien de la Iglesia en general. El confesor debe por tanto tener presente la salvación de la persona en cuestión, su personalidad y el bien común. La salvación individual se ha de lograr en todo caso en el ambiente social. Cuanto más se oriente el enfoque total de un cristiano a la realización social de la salvación, tanto más asegurada estará su salvación individual. En el sacramento de la penitencia, el confesor representa a la
Iglesia. Como director espiritual puede hacer notar a los penitentes que lo que mejor responde a sus capacidades personales es también lo mejor para la Iglesia, pues cada uno debe hallar el nombre individual con que Dios lo ha llamado. El cristiano da su contribución individual en orden a edificar el cuerpo místico en su unidad y variedad. El confesor tiene razón de prestar atención al reclutamiento de vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa en general. ¿Qué sería de los católicos americanos sin las religiosas? Sería imposible el entero sistema de las escuelas católicas. No sólo faltarían escuelas, sino también un testimonio de la verdadera libertad de los hijos de Dios, de la generosidad, de la entrega total al servicio de Dios y del hombre. Por esto, un confesor debe hacer todo lo que esté en su mano para promover vocaciones que Dios vaya preparando, aunque siempre con espíritu de libertad. El concilio Vaticano n enseña que todos los cristianos tienen participación en la vocación de la Iglesia a una santidad cada vez mayor. Cada uno está llamado a la santidad. A la vez afirma el Concilio que cada uno tiene que desempeñar un papel específico dentro de la Iglesia universal. ¿Cómo podemos promover vocaciones? El primer esfuerzo no debe ir nunca encaminado a promover vocaciones a la propia orden o congregación, al sacerdocio o a la vida religiosa. El primer esfuerzo debe ser el de educar cristianos que vivan «no bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom 6, 14). Los que viven bajo la ley, es decir, los legalistas que sólo preguntan qué deben hacer para evitar el pecado, mortal o venial, no están preparados para elegir una vocación. Nunca comprenderán la sublimidad y dignidad de una vocación sacerdotal o religiosa ni tampoco entenderán, verdaderamente la vocación al estado matrimonial. Jóvenes cristianos que en fecha temprana de su vida buscan en primer lugar lo que deben hacer para devolver a Dios todo lo que les ha dado, cómo pueden agradar a Dios y expresar espontáneamente su gratitud por todos los dones que les ha otorgado, esas son las personas generosas que están dispuestas a responder a la llamada del Señor. Una persona, a la que sólo preocupa la cuestión de lo que ha de
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hacer para evitar el pecado mortal, no es capaz de prestar oído al llamamiento de Dios. La invitación de Dios al sacerdocio, y especialmente la vocación religiosa, es un llamamiento a la libertad. Pero la libertad efectiva de los hijos e hijas de Dios comienza cuando uno se entrega totalmente a Dios y se deja guiar por el Espíritu de Dios (Gal 5, 25). Puesto que el Espíritu es nuestra vida, dejémonos guiar por el Espíritu. Éste es el gran principio de san Pablo y debe ser el motivo fundamental del cristiano, a saber, vivir bajo la ley de gracia, vivir conforme a las bienaventuranzas, acercarse cada vez más al gran mandamiento: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado.» Cuando se habla de vocaciones importa mucho hacer hincapié en la libertad de los hijos de Dios. ¿Qué significa esta libertad completa? Significa, por ejemplo, que no hay autoridad humana, sea la de los padres o la del confesor, que pueda forzar a una persona a seguir esta o aquella vocación. La libertad completa significa que una persona no tiene otro motivo o intención que la de agradar a Dios. Tal persona reconoce los dones de Dios, la acción del Espíritu Santo, las necesidades de su prójimo, como regla y medida de su vida. Cuando se habla de vocación se incluye también, naturalmente, el matrimonio. El gran teólogo protestante Karl Barth escribió en uno de sus volúmenes sobre la dogmática de la Iglesia (edición alemana, m-4, p. 164) que la Iglesia católica es sin duda alguna fiel a la Sagrada Escritura en su enseñanza tocante a la virginidad, pero hace una aplicación que olvidan muchos sacerdotes. El matrimonio puede ser una vocación sólo para los que saben que no están condenados al matrimonio, para los que hacen su elección sólo después de haber reflexionado si es en el matrimonio donde pueden desempeñar mejor su papel con vistas al reino de Dios, o más bien en el celibato. Sólo después de haber reflexionado con la intención de hacer lo que Dios quiera, puede ser para ellos el matrimonio una vocación. La predicación de la virginidad en la Iglesia es una condición para una buena vocación al estado matrimonial, de modo que el matrimonio no sea sólo una cosa terrestre, sino una vocación, una función en la Iglesia. Así, finalmente, no sólo la vida religiosa, sino
el sacerdocio y el matrimonio deben incluirse también bajo el término «vocación». Además, un cristiano influirá más en su ambiente si escoge una ocupación o profesión en la vida civil poniendo la mira en la caridad. ¿Dónde puede hacer más por el bien común y dónde puede desempeñar mejor su misión apostólica? Si todos los cristianos miraran sus ocupaciones o profesiones en las-esferas social y económica como un servicio al bien común, entonces nuestra sociedad entera sería mucho más sana. Entonces tendríamos suficientes vocaciones religiosas. Entonces se comprendería mejor la importancia de los sacerdotes y religiosos en la vida de la Iglesia. Hay que procurar que cada uno llegue a esta comprensión.
Vista la importancia de los sacerdotes y religiosos en la vida de la Iglesia, los confesores y los directores espirituales deben adquirir conciencia de su especial papel en relación con ellos. Deben dar generosamente su tiempo cuando se trata de aconsejar espiritualmente a sacerdotes y religiosos y de oir sus confesiones. Como estos hombres y mujeres consagran su vida entera al bien de la Iglesia, merecen que la Iglesia se cuide lo mejor posible de ellos procurándoles no sólo buenos predicadores, sino también buenos confesores. Todo el que es responsable de oir confesiones de sacerdotes y religiosos debe prepararse con estudio y reflexión y preguntarse cómo podrá cumplir de la mejor manera su misión. Los religiosos y sacerdotes deben ser testigos de la libertad de los hijos e hijas de Dios, y por tanto deben ser conscientes de haber sido llamados a la santidad en una forma tan señalada, que para todos los cristianos sean testigos del llamamiento de cada individuo a la santidad. E n la formación de las conciencias de religiosos y sacerdotes merece consideración la importancia de la obediencia al obispo o al superior religioso. Las críticas irreflexivas y poco caritativas de los superiores se les deben presentar como algo que corrompe la atmósfera divina, el ambiente de caridad que debe prevalecer. General-
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mente, los confesores pueden ayudarles no sólo con exhortaciones, sino también con penitencias. Una buena penitencia para los que gustan de criticar al obispo o al superior de la comunidad puede ser rezar un «padrenuestro» por él antes de criticarlo, pidiendo a Dios que sea criticado debidamente por amor de Dios mismo. Si, con todo, critican antes de rezar de la manera dicha, entonces deberán rezar mucho más por él y por sí mismos; podrá eventualmente suceder que se den cuenta de que ellos mismos tienen que convertirse los primeros. Ahora bien, el derecho de discernimiento corresponde a los cristianos tanto como a los que dan testimonio de la vida cristiana, a saber, los sacerdotes y los religiosos. Pueden con justo título hacer esta pregunta: «¿Procede nuestro superior francamente de acuerdo con el Evangelio, o tenemos la obligación de hablar, de observar que no procede así?» Quizá el superior se oponga al espíritu de la nueva ley expresado en el sermón de la montaña, que contiene el entero espíritu del Evangelio, el espíritu de los consejos evangélicos. El Corpus luris Canonici que estuvo en vigor hasta el año 1918, contiene un capítulo especial de peccato taciturnitatis, en el que se inculca una debida corrección fraterna aplicada a los prelados. Se exhorta a los cristianos bajo pena de pecado a tener el valor de dar fraterna corrección a los superiores. Por ejemplo, si en nuestros tiempos difíciles el obispo muestra una actitud vacilante con respecto a los decretos del Concilio, los cristianos de la entera diócesis, y otros obispos, deben con medios apropiados procurar hacerle caer en la cuenta del escándalo que está causando. Éstos son casos excepcionales. Pero no faltan sacerdotes y obispos que manifiestan este espíritu de resistencia a la renovación de la Iglesia y con ello causan gran daño a la Iglesia a la que quieren servir. Si las gentes se expresaran en las debidas ocasiones y los advirtieran acerca de esa actitud malsana y perjudicial, es probable que no cayeran tan fácilmente en ese error. Pero debemos también decirnos a nosotros mismos y a nuestros queridos colegas y hermanos que no hemos de considerarnos infalibles en todas las cosas, como si el obispo y los que lo rodean se equivocaran siempre. Especialmente en el sacramento de la penitencia es donde tenemos obligación de
formar las conciencias de los penitentes en esta materia. Aprovechará recordarles que deben reflexionar antes de formarse un juicio en todas las dificultades en que creen que ellos tienen razón y que los superiores se equivocan.AAsí les ayudaremos a comenzar la crítica por sí mismos. La formación de la conciencia va más allá de la cuestión de la obediencia a los superiores y a la regla. Hay un aspecto más importante que considerar. Ante todo, procuremos formar buenos cristianos. Esto significa enfocar las cosas a la luz de la plenitud de los tiempos, bajo la ley de gracia, usando hasta el extremo la oportunidad presente (el kairos), las oportunidades de hacer el bien ofrecidas por Dios, estando atentos y vigilantes. Con estas virtudes que se elevan tan alto y confieren tanta dignidad al Evangelio, los sacerdotes y religiosos se hacen testigos del tiempo de gracia, de la ley de gracia. Los sacerdotes y religiosos que sean nuestros penitentes se aprovecharán de la dirección en el examen de su conciencia a este tenor: «¿He estado atento y vigilante tocante a la presente oportunidad de practicar la caridad perfecta?» En la consideración de tales materias, lo primero que habrá que preguntarse puede ser esto: «¿Cómo puedo yo expresar mi gratitud a Dios? ¿Cómo puedo yo amar a mi prójimo como a mí mismo?» O uno puede atenerse al Nuevo Testamento, que dice que nos amemos los unos a los otros como Cristo nos ama. Luego pueden seguir los deberes de su estado: el sacerdocio y los quehaceres especiales que tienen que desempeñar el sacerdote, el religioso o la religiosa. No es infrecuente que sacerdotes, religiosos y religiosas olviden hacer un examen de conciencia tocante a sus deberes específicos por no hallar esto señalado explícitamente en el speculum conscientiae general. San Alfonso redactó un Speculum Conscientiae para obispos y lo envió gratis a todos los obispos circunvecinos. Ésta es una regla fundamental para el confesor: ser más positivo que negativo. Quizá sea muy oportuno recordar nuestras muchas obligaciones de seguir nuestra vocación y los quehaceres que tenemos que desempeñar en el cuerpo místico. A este objeto me permito recomendar la obra de Lebret y Suavet, El examen de conciencia para católicos modernos.
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Ya dejamos tratadas algunas de estas cuestiones cuando nos ocupábamos de la formación de la conciencia en relación con la responsabilidad por la salud. Todos y cada uno debemos consagrar nuestra salud al servicio del prójimo y todos estamos obligados a proteger la salud de los otros. Todos los que están llamados a oir confesiones de enfermos deben convencerse de que la enfermedad es un medio especial de salvación. A las personas enfermas se les puede explicar delicadamente cuan próxima está su situación al misterio de la muerte del Señor, el misterio de la salvación. Si aceptan generosamente esta explicación, entonces están próximas al misterio de la resurrección. El confesor puede ayudarles a dar de todo corazón un sí a su situación presente. Esto se aplica aun si los propios enfermos son hasta cierto punto responsables de su mala salud o ellos mismos se han puesto en peligro. Lo que importa es aceptar la situación como un llamamiento e invitación a seguir a Cristo en sus sufrimientos, a hacer penitencia por sí mismos y a hacer penitencia y dar satisfacción por otros, a aprovechar hasta el extremo la presente oportunidad. Lo mismo se aplica a los que sufren de escrúpulos o de algún género de neurosis. Hay que aceptar no sólo la enfermedad del cuerpo, sino también la enfermedad mental o neurosis. Esta clase de enfermedad no se puede superar ni se puede recobrar la salud en sentido pleno si no se acepta el sufrimiento, la limitación y la inquietud. Aceptar con amor su condición presente ayudará al enfermo a hallar más fácilmente sus posibilidades reales de hacer bien, de utilizar en forma constructiva lo que todavía le quede de fuerzas del alma. Al tratar con los enfermos no podemos pasar por alto el papel de la esperanza cristiana. En la confesión debe el enfermo volver continuamente a este motivo: nada está perdido para quien ama a Dios. Todas las cosas redundan en provecho de uno e incluso son para su mayor bien si uno se entrega a Dios y pone su confianza en él. Debemos predicar un auténtico optimismo acerca de la enfermedad, un optimismo nacido de la esperanza cristiana, no un
optimismo artificial. Este optimismo se refiere a la vida eterna y a la plena utilización de la oportunidad presente, aquí y ahora. Este optimismo sobrenatural se extiende a todas las facultades naturales y es una de las grandes fuerzas curativas. Uno está convencido de que «todo está bien» si lo acepta como venido de la mano de Dios. Y, naturalmente, una persona que tiene esperanza cristiana no es pesimista en cuanto a la posibilidad de- recobrar la salud. Tratándose de enfermos graves, el confesor hará bien en informarlos de que no están obligados a esforzarse desmedidamente tocante a la integridad de la confesión. Su esfuerzo resulta imposible debido a nuestro sistema de hospitales, donde diferentes personas comparten la misma sala muy cerca unos de otros. Pero aun caso que se hallen solos, su misma enfermedad les impide entrar en las materias con demasiados detalles. Es posible que aguarden a ser interrogados por el confesor. Ahora bien, sólo lo haremos en el caso en que ellos mismos muestren tal deseo, pero ni siquiera entonces debemos perdernos en los detalles. Al cabo de un rato vale más decirles que no se molesten en buscar lo que han olvidado. Cuando mejore su estado de salud podrán volver sobre los puntos importantes que no hayan confesado. Si un paciente está gravemente enfermo, una búsqueda detallada le perjudicará en gran manera. Para una persona que está gravemente enferma es una experiencia verdaderamente descorazonadora tener que confesarse y verse interrogada punto por punto haciendo un examen de conciencia conforme a los textos de Noldin o Tanquerey. Si el paciente ha mencionado algunos puntos esenciales de la vida cristiana, el confesor podrá decirle que ya ha hecho un esfuerzo humilde y suficiente. A veces se hallan en tan triste condición que tenemos que explicarles: «Le basta a usted con hacer un acto de contrición que muestre que está usted arrepentido, que como humilde pecador delante de Dios desea que se le perdonen los pecados.» Aunque no puedan hablar, oirán que esto es suficiente. En efecto, están seguros de que las palabras del Señor «Tus pecados te son perdonados» son verdad en su caso y ellos no están obligados a hacer más de lo que pueden. Será para ellos un consuelo oir esto formulado explícitamente.
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¿Tenemos obligación de avisar a los penitentes cuando se hallan en peligro de muerte? Esta cuestión la he tratado más explícitamente en La Ley de Cristo, vol. m . Si los penitentes se hallan espiritualmente en bastante buena forma y han vivido como buenos cristianos, recibiendo los sacramentos, etc., el sacerdote no tiene necesidad de comunicarles expresamente la gravedad de su situación. Tal deber incumbe a los padres, al cónyuge, a los hijos o a los parientes próximos, los cuales deben exponer la situación al paciente con la mayor caridad. A veces, el confesor hará bien en recurrir a su ayuda. Pero hasta el mismo diagnóstico del doctor, según el cual no hay ya ninguna esperanza, deja todavía una puerta abierta a ésta, pues al fin y al cabo, los médicos no son omniscientes. Si los pacientes están preparados para aceptar la enfermedad, lo están también indirectamente para aceptar la muerte. No obstante, uno de los mayores quehaceres de los cristianos consiste en aceptar consciente y explícitamente la última llamada de Dios, la llamada a la suprema función sacerdotal del pueblo de Dios, la de unir su muerte con la muerte de Cristo. Un confesor tiene cierta responsabilidad de procurar que la persona enferma se haga cargo de que ha podido llegar esta hora. Por lo menos, en general, en medio de sus conversaciones, puede sugerir este pensamiento: «Si Dios me llama, estoy dispuesto.» Uno de los mayores consuelos del cristiano es el de ser capaz de decir esto. La cuestión se complica si la persona enferma no se da cuenta del peligro y se niega a confesarse. La tarea del confesor es entonces bastante ardua, por lo cual convendrá que pida al Señor ayuda para hallar las palabras apropiadas. Con gran amabilidad podrá abordar al paciente con estas palabras: «Aunque sólo haya alguna posibilidad de que pueda agravarse la enfermedad, ésta ya es una razón suficiente para recibir los sacramentos.» Una vez se hayan confesado podemos explicarles, con amabilidad y delicadeza lo que representa poder confiar en Dios; con ello podemos compensar el choque inicial que pudo ser nocivo para la salud. En todos los casos y tiempos debemos hacer esto con la mayor delicadeza y finura; sin embargo, podrá llegar el momento en que podamos insistir más. Pero si hemos hallado alguna persona que pueda hacerlo, si se puede contar con familiares próximos, vale
más que ellos se encarguen de esta tarea. A veces, sin embargo, tendremos que hacerlo nosotros. Entonces prestaremos uno de los mayores servicios de caridad si lo hacemos con amabilidad y delicadeza, procurando que la persona enferma se percate de que ha llegado el momento de prepararse para la respuesta final: «Aquí me tienes, Señor.»
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XXIII LAS CONFESIONES DE LOS ESCRUPULOSOS 1
La psicología moderna nos ayuda a distinguir diferentes fenómenos, diversas ansiedades o dificultades, y situaciones patológicas que antes se designaban como «escrúpulos». Es necesario que el confesor sepa distinguir por lo menos las principales formas de los llamados escrúpulos. Puede haber un momento de despertar de la conciencia, en el que personas que anteriormente habían vivido a un nivel superficial con una falsa certeza o seguridad, se ven sacudidas por una vivencia profunda — de temor, o de amor de Dios —, de modo que por un período de tiempo pierden toda certeza y firmeza de conciencia, que antes habían tenido a un nivel superficial. En lugar de enfocar la situación como patológica, habrá que ver más bien en ella un síntoma de crecimiento, un tiempo en el que una persona necesita ser guiada hacia una inteligencia más profunda de la llamada de Dios, que la aparte de una certeza superficial o de un temor malsano. Hay también escrúpulos debidos a obsesión neurótica, la cual puede adoptar diferentes formas. Una de éstas es la neurosis angustiosa. Puede tratarse de una angustia o ansiedad general, no limitada a un área, una mera actitud de temor en general. Difiere del miedo por cuanto el objeto del miedo no se ha precisado, no se conoce. En cierta medida es esto resultado de vivencias de la infan1 Cf B HÁRING, La ley de Cristo, vol p 216-227
i, con un extenso capítulo sobre este tema,
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Confesiones de los escrupulosos
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cia; por ejemplo, si un padre era cruel y tiránico, si castigaba al niño demasiado y con demasiada frecuencia, o si la madre mostraba ansiedad y temor frente al padre. Semejante clima familiar da con frecuencia lugar a vivencias psicológicas que atribuyen tales características a Dios mismo, imaginando un Dios que está al acecho para cogerle a uno en cualquier fallo y juzgarlo merecedor del infierno. Esta imagen de Dios, hondamente grabada en la persona escrupulosa como resultado de una vivencia terrorífica en relación con el padre, es prolongada por el catequista, por el sacerdote, y luego por el confesor que dice: «Eres la mejor madera para el infierno.» Tras una confesión ansiosa, excitada, en la que el penitente escrupuloso exagera siempre su situación, nada puede aprovecharle más que presentarle la imagen de Cristo como el buen pastor, como imagen del Padre celestial. El confesor debe de hecho representar la comprensión y amabilidad de Dios; la entera celebración del sacramento de la penitencia es la proclamación de la bondad de Dios. Pero el confesor debe ayudar también a estas personas a comprender más profundamente el origen de su inquietud y a resolverse a aceptar el sufrimiento, aunque haciendo a la vez lo que puedan para cambiar la situación. A menudo la ansiedad va de la mano con una obsesión fijada en un área determinada. Entonces el problema resulta psicológicamente muy difícil y muy diferente del anterior. Hay también gran diferencia si la ansiedad se fija en un mandamiento capital, como, por ejemplo, en la caridad, en la corrección fraterna, en la castidad o en la veracidad. Nos hallamos con un alma que desea lo esencial, pero la educación se ha centrado obsesivamente en un punto y se ha convertido en exclusivismo. La insistencia excesiva en una obligación o en una virtud tiene de rechazo un efecto morboso en las emociones, causa presentimientos ansiosos con respecto al futuro y perturba la entera vida afectiva. En gran medida puede considerarse esto como un problema de integración, de cómo ayudar a tales personas a hallar su libertad, su gozo en otras áreas. Hay que ayudarlas a hacer el bien que puedan en otras materias y decirles que durante algún tiempo no deben prestar tanta atención a este punto. Cuanto más fijen la atención en este punto, tanto más obstrucción hallarán y tanto más contrahecha quedará su vida entera.
Si lo que les preocupa es el sexto mandamiento, esto, juntamente con la ansiedad, puede ser causa de continuas tentaciones e inquietudes. Ayúdeseles a aceptar su cruz, y al mismo tiempo a aprender a desarrollar sus energías y a actuar su potencial en otras áreas, especialmente en la de la caridad fraterna. Pueden concentrarse en el deseo de procurar alegría a otros. Muy diferente de esta neurosis angustiosa' es la escrupulosidad neurótica obsesiva. Con mucha frecuencia se trata aquí de ansiedad por quisquillas legalistas. Esos tales desean a veces en lo más hondo de su alma aparecer como personas de conciencia, y en realidad lo son, por ejemplo, tocante al ayuno eucarístico, negándose a recibir la comunión si han faltado por un minuto al ayuno prescrito por la ley. Una vez el padre Cappello, profesor de la Universidad Gregoriana, dio una conferencia en la que dijo que la ley del ayuno debía interpretarse humanamente, y que no había que estar mirando al reloj para estar seguros de que se había cumplido el tiempo exacto prescrito para recibir la comunión. Después del padre Hürt insistió en su conferencia en que una hora tiene 60 minutos y un minuto 60 segundos, y que si falta un segundo, sencillamente no es una hora. Naturalmente hay que tener verdadera voluntad de hacer un sacrificio, pero no la obsesión por los segundos que tienen algunos. La escrupulosidad neurótica obsesiva puede amargarle a uno la existencia en cantidad de casos. El neurótico obsesivo preferirá morir antes que comer carne en un viernes de cuaresma, aunque esté invitado a comer en casa de un buen amigo protestante que no recuerda o que ha olvidado la legislación eclesiástica relativa a la cuaresma. Esta clase de escrupulosos se negarán a comer carne, aun sabiéndoles muy mal el afligir a unos amigos. Son puntillosos en la observancia de la ley. No tienen ojos para ver las consecuencias morales fundamentales si éstas no les son propuestas en forma legal. Si parecen olvidar los valores y preceptos morales esenciales, esto se debe a su cortedad de vista resultante de no fijarse más que en las reglas y preceptos definidos con precisión matemática. En muchos casos, el individuo ha ido creándose progresivamente esta estructura psicológica mediante repetidos refuerzos causados por una formación legalista.
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Conclusión
Otra forma de obsesión neurótica es la tendencia a estar seguros de sí mismos. Se trata de obsesivos compulsivos, los del ciento por ciento, los perfeccionistas. Una persona de esta clase está constantemente excitada, se acuerda del 100 % en un área y olvida el 99 % en otras. No aspira a la perfección y al progreso cristianos; sólo quiere ser exacta en cosas pequeñas, especialmente si la formación religiosa y moral ha insistido demasiado en ellas. Su naturaleza entera está orientada así, y las condiciones psicológicas le ayudan en el mismo sentido. Esto se convierte en una forma verdaderamente legalista de escrupulosidad, que difiere mucho de otros tipos de escrúpulos que sienten almas verdaderamente nobles sobre los deberes y responsabilidades que pueden compartir con otros. El escrupuloso limitado en forma legalista no piensa siquiera en que la gran virtud del cristiano es la de ser vigilante, de atender a las oportunidades presentes y utilizarlas hasta el extremo. Se detiene en sus pensamientos. Se requiere educación y mucha paciencia para hacerlo volver a los primeros pasos, a enfocar el examen de conciencia de esta manera: ¿he sido vigilante, he aprovechado las grandes oportunidades, he sido comprensivo y sensible con mis prójimos? ¿He procurado ayudarles para su propio bien? Puede haber también una escrupulosidad de compensación, o, como lo califica la moderna psicología, casos de reaction jormation. Tal escrupuloso siente la necesidad de cumplir el gran mandamiento del amor de Dios y del prójimo, pero1 cuando se enfrenta con una situación real de la vida cristiana, es infiel. Faltándole humildad para aparecer pecador a sus propios ojos y a los de sus semejantes, cae en extremos, en detalles insignificantes del derecho canónico; está obsesionado con unas pocas cuestiones de la ley o de la regla religiosa. Más o menos inconscientemente puede ocultar su falta de conciencia tras su «personalidad escrupulosa». Todas estas formas de escrúpulos tienen hondas raíces en vivencias de la primera infancia, en irremediables disposiciones psicológicas o en la errada instrucción moral recibida de un maestro o confesor de mentalidad legalista. Es importante distinguir las diferentes formas de escrúpulos. Si no nos sentimos a la altura en este particular, si nos creemos incapaces de hacer las distinciones necesarias, es recomendable que enviemos al penitente a un confesor
especialmente versado en el manejo de tales casos. En casos verdaderamente intrincados, el penitente puede necesitar el tratamiento de un psicólogo de profundidades o de un psiquiatra. Una auténtica praxis conjessarii, en la que el confesor ve la debida jerarquía de valores, en la que ante todo proclama la paz de Dios, en la que dirige toda la atención del penitente a Dios y le ayuda a liberarse del egocentrismo, tiene en sí gran poder curativo. Uno de los grandes escritores espirituales protestantes, Tersteegen, estaba convencido de que el constante ocuparse de sí mismo pone a la persona enferma, y de que la salud se restablece mediante la contemplación de Dios y el interés por el prójimo. En todo caso, iba por una senda más segura que los confesores y directores de almas que tienen a sus penitentes constantemente ocupados consigo mismos. La formación de la conciencia mediante el gran mandamiento del amor de Dios y del prójimo ayuda a las personas a aceptar sus sufrimientos, a hacerse cargo de sus limitaciones, a hallar, paso a paso, sus reales posibilidades de libertad. Si el confesor, además de haberse asimilado el Evangelio del buen pastor, tiene profunda penetración psicológica, puede hacer mucho bien. Por ello debe procurar adquirir una buena formación psicológica.
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Conclusión La teología y las ciencias modernas nos proporcionan variadas y valiosas convicciones. Sin embargo, el conocimiento sólo nos sirve para transmitir el mensaje de paz si somos hombres de fe y amamos a las personas con quienes tenemos que tratar. No hemos sido enviados para analizar «casos», sino para dar testimonio del amor misericordioso de Dios. Por consiguiente, la fe y el amor es lo que capacita al confesor y lo obliga a percibir y a cumplir su papel y a «conocer» a las personas a quienes es enviado. El confesor, como mensajero de paz, no ocupa el primer puesto; ha de ser más bien como Juan Bautista, que con toda su existencia señalaba a Cristo y manifestaba su amor. Cristo mismo es quien por los ministros de la Iglesia proclama la paz y da a conocer el amor misericordioso del Padre celestial. Él es quien con su 349
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paz trae el orden del amor y de la justicia. Sólo su ley que da vida puede librar al hombre de la esclavitud del pecado. La suprema función del confesor consiste en ocultarse él mismo tras la persona de Cristo, en conducir al penitente a la profunda experiencia de que se encuentra con Cristo mismo, que le pregunta: «¿Me amas?» y le da la paz. Y con esta paz viene la invitación: «Ven y sigúeme.» Entonces comprenderá mejor el penitente lo que significa ser invitado por el Señor a ser su discípulo y amigo y a dar así prueba de una vida semejante a la de Cristo, mediante el cumplimiento del gran mandamiento en todas las cosas, en todas las situaciones que piden que se ame al prójimo como Cristo nos ha amado a nosotros. El amor del Señor vivido en el sacramento de la penitencia es un amor redentor. El confesor que está penetrado del amor redentor de Cristo, puede, con profunda gratitud y con gran humildad, comunicar este amor redentor. El amor redimido puede conducir a la experiencia del amor redentor de Cristo. Todas las demás cosas deben verse a la luz esencial de Cristo, de su admirable presencia, de su poderosa palabra, y del nuevo camino que nos prepara, de la nueva vida que abre delante de nosotros.
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APÉNDICE
CELEBRACIÓN COMUNITARIA DE LA PENITENCIA Y DE LA PAZ
1.
Procesión de entradaHimno de entrada. El celebrante y los asistentes avanzan hacia el altar; reverencia al altar; luego van a sus respectivos puestos en el santuario. PRESIDENTE: «A Aquel que nos ama y nos redimió de nuestros pecados por su sangre, que nos llamó a la penitencia y a la paz para que seamos un reino de sacerdotes ante Dios, nuestro Padre, sea dada gloria y poder ahora y por siempre.» TODOS: «Amén.»
PRIMER ASISTENTE: «Te ruego, padre, tu bendición.» PRESIDENTE: «El Señor esté en tu corazón y en tus labios para que debidamente confieses todos tus pecados juntamente con nosotros. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» TODOS: «Amén.»
2.
Primera lectura: Libro de Daniel, 9, 3-19. Conveniente examen de la conciencia según las especiales necesidades de la comunidad. Después de cada pregunta repiten todos: «Ten misericordia, Señor, porque hemos pecado.» El coro canta el salmo 50. Tras cada versículo repiten todos: «Ten misericordia, Señor, porque hemos pecado.»
3. 4.
350
Segunda lectura: Jn 21, 15-23 (u otro Evangelio sobre el poder de Cristo de perdonar los pecados"). Homilía. Servicio de arrepentimiento. TODOS : «Señor, abre mi boca para que te alabe en humilde confesión; infunde en mi corazón un nuevo espíritu.»
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Apéndice PRESIDENTE: «Hermanos y hermanas: Nosotros somos culpables no sólo con Dios, nuestro Padre, y con nuestro Señor Jesucristo, por haber despreciado la gracia del Espíritu Santo, sino también con la comunidad de la Iglesia. Por nuestros pecados se ha enfriado el amor en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Así pues, confesamos nuestros pecados ante Dios y ante cada uno de nosotros.» TODOS: «Yo, pecador, me confieso a Dios...» (Después de las palabras «por mi grandísima culpa», una pausa para el examen individual de la conciencia.) «Por tanto ruego...» 5.
Confesiones individuales. Todos los que desean confesarse se dirigen a un sacerdote, a su elección. No se usa forma introductoria. Conforme a la legislación litúrgica del país o de la diócesis, el sacerdote da la absolución individual o (antes de dar la absolución más solemnemente) dice: «La paz del Señor sea contigo.» 6. Proclamación solemne del perdón y misión de Dios. Uno de los celebrantes puede cantar el prefacio de la Liturgia de la reconciliación del Pontificóle Romanum (Publica reconciliatio peccatorum feria quinta in Coena Domini). TODOS LOS CONFESORES REZAN JUNTOS:
«El Dios todopoderoso tenga misericordia de vosotros...» «El Dios todopoderoso y misericordioso os conceda » «La pasión de nuestro Señor Jesucristo. »
7.
Todos los sacerdotes que han oído confesiones dan juntos (si lo permiten las reglas diocesanas) la absolución en la forma corriente. Tercera lectura: Evangelio según san Lucas 5, 11-33 (o: Mt 9, 2-8; Mt 18, 22-35). Breve homilía para alabar a Dios. Todos cantan: «Padrenuestro...» PRESIDENTE: «Se os perdonan los pecados; vuestra fe os ha salvado; id en paz. Vuelta de la procesión.
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ÍNDICE ALFABÉTICO
Abnegación 180-182 Aborto 126 132 213-217 Abreacción (Pío xn) 115 Absolución 79-87 condicional 84-85 condición para la 81 diferir la 85-86 en lengua vernácula 21-22 general 37 recusación de la 85-86 172-173 sentido de la 86-87 Abstinencia 181-182 186 257 262 Actitudes 147-157 151 aspectos sociales 193-194 de contumacia 147 véase motivos Adulterio 62 82 116-118 130 245 247 Agapeico 62 Agresividad 194 Agustín, san 34 71 117 138 148 153 166-167 170 Agustinianos 138 Alfonso, san 25 58-60 101 123 160 169-170 260-261 262-263 266 Ambiciones 295-298 Ambiente, visión cristiana 90-95 301303 316 contaminación del 293-294 313
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familiar 198-199 mejoramiento del 131-135 156-160 202 299-303 308-310 viciado 94 141-142 285-286 297299 Amor al prójimo 185s enemigos 189-192 humano 186-188 redentor 187-188 signos 186-187 violaciones del 191s Animar 52 80 Anticonceptivos 193 241 255-256 265 diafragma 261 «la pildora» 266-270 Anuncios 277-278 Apostolado 93-94 Arrepentimiento 45 54 67-70 155 168 Atmósfera divina 91 216 296 308 renovación de 304-305 311-312 Atrición 68-70 Autoridad, actitud hacia la 196 200201 valor de la 92 Baile 99-100 Barth, K. 336 Bautismo 43 113 315 Bebida 105-106 220 296
Índice alfabético Boda, confesión con ocasión de 81 Bombas 210 Bovet, Theodor 240 Buenaventura, S. 138 Caridad 168-170 fraterna 64 72 185-194 288 ocasiones contra la 96-97 Caruso, I. 270 Casti Connubii 261-262 Castidad 225-270 actitud positiva 225-226 conyugal 163-164 255-258 obligaciones 226 ocasiones contra la 97-103 ofensas contra la 227-230 seminaristas 332-334 Celebración (sacramento) 20 43 94 156 171-172 292 309-310 comunitaria 24 27 34 35-37 121 156 303-305 311-312 concelebración 30 rito comunitario 351-352 Celibato 226-227 Cine 142 Comadronas 104 Compensación oculta 279-280 Comprensión 75 Comunidad, abierta 201-203 cívica 202-203 internacional 209 Comunión, frecuente 321-322 Comunismo 205-206 Conciencia, significado de 137-140 el juicio de 143 examen de 121 152 167 192 299300 302 305 Concubinato 82 106 108 Conferencias episcopales 65 Confesión de devoción 316 322 general 323-325 individual 28 integridad de la 113-116 354
Confesor, función del 15-17 39-49 Conformidad 56-58 93 200 Connell, F. 130 Continencia 256-257 261 262 265 «Contracepción» 268 Contrición 67-70 144-145 150 Control de la natalidad 131-134 159 208 252 256 258-261 262-270 Conversión 171 315-321 Cortesía 124-125 Crecimiento, ley del 52 54-56 60-61 73-78 81 169 188-189 316-319 Cuestiones raciales 203-204 274-275 Culpa 40-41 166 214 Charladurías 282 Delincuencia 197 De Meo, padre 59 Derechos civiles 96 204-205 Diafragma 261 Diakonia 295 Diezmos 272 275-277 Difamación 83 Dirección espiritual 117 169-170 320321 Discernimiento, signos de 142 Discreción 201 Divorcio 195 312-314 Docilidad 56 Dominio de sí mismo 194 257 Dones individuales 141 Drogas, afición a las 199 Ecumenismo 207 Educación 195-201 253 Educación, inconsecuencias 195-1% Egocentrismo 46 142 256-257 272273 294 316-317 333 Egoísmo 272-274 Enemistad 73 Enfermedades venéreas 246 Enfermos, confesiones de 221-223 340-343
índice alfabético Enmienda, propósito de 70-75 89 150 305-306 valoración del propósito 71 s Epikeia 63 Equiprobabilismo 59 Error de identidad 111 Escándalo 193-194 Escrupulosidad 124 318 331 en la confesión 345-350 formas, ansiedad 345 obsesiva 347 obsesivo-compulsiva 347-348 obsesión neurótica 345-346 legal 121 Esperanza, virtud de la 161-167 186 316s Espía 211-212 Estalinismo 205 Estupro (violación) 62 215-216 Ética cristiana 62 126 Ética de situación 62-63 101 Eucaristía 23 173 300 318-322 Examen de conciencia 124 Excesos 296 Excomunicación 216 311 Exhortación 43 54 55 70s 84 161
Hábito 165 Harakiri 211 Hausherr, I. 301 Hermano y hermana, vivir como 108111 Hipocondríacos 222 Homicidio 214 Homosexualidad 230 Honestidad 277-279 Huber, padre 180 Huelga 273 Humanae vitae 251 254-255 258 263266 Humildad 51-54 70 144 155-156 189 Hürth, padre F. 176 Ignorancia invencible 52 58-61 84 216 Impaciencia 308 Impuestos 276-279 Incontinencia 165 Inquisición 22 24-25 47 128 Integración 203-204 273 Integridad, formal 114 125 material 113-114 119 123s Interrupción del acto conyugal 261263 «Ipsación» 230-237
Falso testimonio 282-283 Fe 67 143 155-160 164 186 conocimiento de la 156 ocasiones contra la 95-96 sacramento de 24 155 156 Flechter, J. 62-63 101 Fornicación 116 117 240-245 Frankl, V. 270 Fraude 96 Freud, S. 239 Fumar 219-220 296
Jerónimo, san 219 Jurar (blasfemar) 165 182-183 Juridicismo 57-58 177 Justicia 271-280 conmutativa 273 ocasiones contra la 96-97 social 204-205 210 275-280 Juventudes Obreras Cristianas 127
Generosidad 56 Gide, A. 233 Gracia, ley de 41-44 319-320 Guerra, características 209-212
Kairos 14 23 140 291 Kerygma 21 Khrushev, N. 210 Kolbe, padre 212
Juan XXIII 145 172 205 274
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Índice alfabético Legalismo 40 44 47 57 63 161 165 176 Lehmkuhl, A. 48 Le penthos 301 Lewiss, C.S. 178 Ley natural 62-63 Libertad 55 142 195 321 del país 210 falta de 82 moral 149 165-167 181-182 Limosna 187 Liturgia 14 19-20 35 41 46 67 69 172-173 176 311-312 Lów, padre 21 Lumen Gentium 152 159 161 206207 Madres solteras 193 Madurez 65 92-93 141 197 321 falta de 230-238 240-241 333 Maledicencia 287 Masturbación 40 116 117 162-163 164 229 237 333-334 Mater et Magistra 275 Matrimonio 226-227 234 241-243 245 247 inválido 107-111 mixto inválido 111-112 314 pecados en el 247-266 santidad del 226 240 243 Mediocridad, sacerdote y religioso 193 Medios terapéuticos y salud del cuerpo 270 Meditación, necesidad de 143 Mentira 283-287 contra la unidad de la Iglesia 283284 de los niños 286-287 por flaqueza humana 285-286 Misa dominical 83 173-179 Moralismo 39 43 58-59 61 150-151 165-166 Moral nueva 63 356
Mortificación 180 Motivaciones 68-69 93 139 147-148 154 170 242 245 Movimiento de los cursillos 160 Necking 98 237-239 Newman, J.H. 60 Niños, confesiones de los 327-331 Noldin, H. 341 Noviazgo 100-103 242-243 Obediencia 200 ciega 92 196 Objetores de conciencia 210-212 Obras serviles 179-180 Ocasión de pecado 89s el empleo como 103-104 próxima 89 relatividad de la 89 voluntaria 90 Occasionarii 81 Odio 73-74 274 Onanismo 261-262 Opiniones 297 véase opinión pública Opinión pública 131 134 206 210211 254 Oración 71 72 75 143 como penitencia 307-309 Organizaciones masónicas 96 Orgasmo 228 Ottaviani, cardenal 176 Pablo vi 172 264-266 270 295 Pacem in Terris 275 Paciencia 58 65 82 167 204 Parcialidad 203-204 Paternidad 247-248 250-254 responsable 252-255 Patriotismo 203 Paz 274 Pecado interno 129-130 Penitencia 29-30 319-320 Penitencias 75s
índice alfabético función de las 306 310 imposición de las 75-77 244 Periodismo 206 Petting 98 118 237-239 Pildora, la 266-270 * Pío x 158 Pío xi 258-261 Pío xn 115 232 258 268-269 Planeamiento pastoral 65 Pluralismo 299 Políticos 206 Poluciones nocturnas 235-236 Pontificóle Romanum 32 293 Pragmatismo 62 Praxis Confessarii 16 22 24 26 58 155 169-170 266 349 Preguntas 125 128-132 Preservativo 117-118 261 Presión social 80 Probabiliorismo 59 Procusto 56-57 Promesa del penitente 105-106 Promiscuidad 62 101 240 Prostitución 119 Psicología 39 44 65 72 118-119 128 165-166 217 Psicosomático 217 • Psicoterapia 40-41 Recidivi 81 Reconciliación, personal y comunitaria 32-33 Relaciones interpersonales 195s cívicas 202-205 familiares 195-202 Relación sexual 118 240-244 249-252 Religiosa penitente 64 Religioso, confesión del 323 337-339 Renovación 172-173 306s litúrgica 31 ls Respeto 200-202 Responsabilidad 55 142 241 251 253 274 educación de la 195-196 199-200 357
en el apostolado 135 internacional 205-206 personal 92-93 156 social 195 202-203 217 274-275 293 298 Restitución 279-280 Restricción mental 288-289 Ritmos naturales 267 Sacerdote penitente 64 confesión del 322 337-339 Sacramentalismo 17 Salud 216-220 Salud del cuerpo 270 Sarx 294 Satisfacción de sí mismo 52 Segregación 203-204 Semen, pérdida de 257-262 Seminaristas, castidad 332-334 confesiones de 331-334 Sexualidad 132 213-216 225s 257 extramarital 241-242 jugar con la 229 233 premarital 102-103 241-243 Sinceridad 283 Sindicatos 273 Sociología 39 65 132 Sodomía 125 165 Solidaridad 17 30-37 61 141 186 296300 303 Soloviev, W. 116 Sospechas 191 Stalin, J. 289 Stern, K. 213 Sueño 220 Sufrimiento 161 221-22 Suicidio 211 Superstición 183 Synteresis 137 140 Tanquerey, A. 341 Televisión 142 197-198 Testimonio de fe 94 204 Tomás, santo 151 280
índice alfabético Tomás de Kempis 221 Tomistas 138 Trento, concilio de 29 71 117 166 318-319 Utilitarismo 62 Valores 93 196-200 jerarquía de 92 sentido de los 196-198 Vaticano n, concilio 22 172 206-207 247 254-255 258 260-261 300
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Ventas de segunda mano 277 «Verse, el» 97-99 Víctor, H. de S. 49 Vida familiar 157-160 202 Vigilancia 56 141 143 253 Virginidad 336 véase castidad, celibato Vocación 198-199 334-337 Voto 203-274 Weizsacker, V. 270