Enrique Daniel Villalba
Sobre el límite
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Ilustración de la portada: Abstracto 1122, por Víctor Hugo Arévalo Jordán 2003, Enrique Daniel Villalba 2003, Ediciones del Sur. Córdoba. República Argentina Primera edición virtual y en papel, Ediciones del Sur, Córdoba, julio de 2003 Impreso en Buenos Aires, julio de 2003 ISBN 987-20772-9-0 Visítenos y disfrute de más libros gratuitos en: http://www.edicionesdelsur.com
ÍNDICE
Prólogo ......................................................................... Realidad e imaginación (Introito) ............................. Sensaciones .................................................................. Recuerdos del viejo Juan ............................................ La danza de las alteraciones ....................................... Quién soy, de dónde vengo, y hacia dónde voy (cuento) ...................................................................
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PRÓLOGO
DANIEL Villalba nos presenta su primera obra, levantando expectativas de cómo será la segunda, cuando la experiencia de ésta se apacigüe. Es mérito propio del autor llegar al grado de poder expresar sus inquietudes. Lo que lo hace más interesante, es que salió del taller de la Asociación San Jerónimo de Santa Fe. Al igual que un anterior trabajo, de Nora Lamas, se publica para satisfacción de un grupo de aspiraciones por superar el propio medio. Es una obra inquieta, que plantea reflexiones personales, íntimas, con pequeños debates protagónicos entre la personalidad y el pensamiento del personaje que, al no tener una identidad marcada y establecida, se transforma hábilmente en todos, en cada uno de los lectores. La realidad encarada se convierte así en una cuestión de forma y marca algunos aspectos del estilo particular del autor, algo que nos confirmará en el futuro. Es un esbozo, un intento casi tímido de acercarse a esa otra realidad interior, de la interioridad hacia la exterioridad
y, lógicamente, a aquel motor permanente del arte, el asombro de lo descubierto ante cosas tan sencillas de la vida. Devenido santafesino, nació un 10 de mayo de 1971, y después de transitar por la gran universidad de la vida misma, capta una serie de “sensaciones”, percepciones que le permiten comprender mejor su realidad, de la misma forma que lo hacemos a diario. Cabe felicitarlo, y esperar su confirmación de una producción fructífera. VÍCTOR HUGO ARÉVALO JORDÁN Otoño del 2003
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REALIDAD E IMAGINACIÓN (INTROITO)
EXPERIENCIA real, experiencia imaginaria ¿Cuál ha de ser el hemisferio que las separa? El tema pasa por lo práctico, un ejercicio que quizás muchos harán, pero que sin embargo, por no permitirse echar un vistazo sobre las causales, o bien por desinterés de autoconocimiento, hace que no se pueda abrir uno de los tantos senderos del eterno humano, donde lo real y lo imaginario parecen fundirse en una sola sustancia. En el simple acto de leer, por ejemplo una novela o un cuento, ingresamos en un mundo de fantasía que no nos pertenece; no obstante, en lo profundo, sentimos la trama como si la estuviéramos viviendo. Nos despierta rechazo leer la acción de un criminal, o el abuso a un niño, y por otro lado nos despierta ternura y amor cuando en medio de la trama una madre da a luz una criatura tan hermosa —según describen las palabras—, que hasta los mismos ángeles recelan dicha existencia. O por ejemplo, ansiamos que el enamorado bese apasionadamente a la dama correspondida, y en nuestra impaciencia adelantamos algunas páginas para corroborar si el acto se ha consumado. O quizás nos
cae mejor que el amante, por ser pobre, pueda enamorar a la dama burguesa y de esta manera lo imposible se haga posible. En fin, a pesar de estas experiencias imaginarias, sentimos cosas que nos pasan en la vida real —al menos cuando nos concentramos en lo que estamos leyendo—. Nos damos la libertad de introducirnos en esa historia, de seguir leyendo, de rever las páginas, de adelantar las páginas, o de dejar de leer: es el motivo de la voluntad. Concordancia ocurre con aquel que comienza a desarrollar una novela o cuento. Construye con la imaginación el tiempo, el espacio, los objetos, los personajes, las interrelaciones, coincidencias e incidencias, causas y efectos, etc., el autor ingresa en un mundo de fantasía, y lo hace desde su realidad, o sea, exterioriza en algo abstracto desde las experiencias reales. Experiencias reales, en el sentido en que la construcción de la imaginación tiene en su base elementos extraídos de cúmulos de conocimientos logrados en el transcurso de la vida, y que convergen en un estado interior humano. Cuando el estado se activa, salen a la luz los resultantes de la comprensión de todas las vivencias anteriores, y como si fuera un automatismo, se plasma según lo que el deseo se propone. En otro orden de cosas, toda construcción y proyección de la imaginación dejan por escrito nuestra realidad presente, conforme lo aprendido de lo aprehendido. No obstante, culmina este ejercicio imaginario, sea de leer o escribir lo que se nos antoje, y salimos al entorno del mundo al cual llamamos real. Nos dirigimos ahora a contemplar el bello paisaje tan pintoresco como lo es la extensa margen de la playa: con los niños divirtiéndose en la arena; otros dándose sendos chapuzones contra las olas; u otros avanzando en el agua con esos veleros multicolores que al mecerse entre las olas atrapan en forma hipnótica la atención de los paseantes turistas. Lo que estaba imaginado en 9
un paisaje de la novela de manera escrita, lo que el escritor construyó con la imaginación, ahora ha pasado a ocupar otro lugar, otra imagen, con el paisaje, pero sin palabras, mudo, pero tangible. Porque en la imaginación lo que se hace es darle las formas lo más exactas posibles para que el lector pueda dibujar en su mente lo que dicen las palabras, es decir, lo que ha querido transmitir fielmente el escritor. Entonces recreamos con nuestra imaginación lo que antes ya fue imaginado. En otras palabras: re-imaginamos, de acuerdo a nosotros mismos, y esto es algo que vamos a traer a colación más adelante. No podemos entonces olvidar algunos que otros detalles observables. Al igual que la lectura imaginaria, en el entorno del mundo también existen personajes. A propósito en este caso no podemos inventarlo, porque ya fueron inventados. El primer personaje del mundo somos NOSOTROS MISMOS, y nos movemos en primera persona. Hacemos de nuestro personaje lo que se nos ocurre. A veces hacemos bien, a veces hacemos mal, o a veces ni siquiera hacemos. Sí, en la novela imaginaria el escritor tiene dominio sobre los personajes, de sus acciones, de sus destinos, tal vez por eso es que se trata nada más que de ficción. ¿Quién dentro de su propia novela de vida pudiera tener control de sí mismo, de su personaje, de las circunstancias, de su destino? Pero eso es otro tema, dado que pareciera ser que las construcciones imaginarias muchas veces se perfilan en poner al hombre en la jaula de lo inalcanzable. O por qué no, de homenajear el sueño de tantos ayeres ahora enterrados en la tragedia y el olvido. Quizás hemos sido entrenados de tal forma que el uso de la imaginación se ha ido automatizando contra los pilares de los dogmas, hasta perder paulatinamente no tanto el fruto, sino la función esencial. Pero, reitero, ése es otro tema.
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Entonces construimos una historia que comienza a gestarse en el pasado (PRÓLOGO). Iniciamos nuestras primeras expediciones por el mundo (PUNTO DE ORIGEN O COMIENZO DE LA NOVELA). Nos abrimos al mundo y aprendemos de él, sea en las relaciones humanas, como en el estudio de las artes o las ciencias, u otras especialidades (DESARROLLO). Y luego abrimos los ojos en perspectiva hacia el futuro, y lo que hemos de dejar en esa historia; dentro del mundo objetivo ya construido hasta el fin de la vida (DESENLACE). Así, nuestro personaje en primera persona se presenta activo en la vida cotidiana (o novela cotidiana). No obstante, no somos un maniquí que actúa de manera involuntaria. Como lo dicho anteriormente, hacemos de ese personaje lo que se nos ocurre. Lo que resulta atrapante en esta especie de libre albedrío, es que en el caso de Dios, no se aproxima de ninguna manera a lo que hace un escritor, en lo siguiente: más allá de que algún teólogo haya dicho —y esto no da lugar a refutación— que todo lo creado es parte de la imaginación de Dios, se ve que Él no ejerce dominio sobre los personajes de su creación, ni interfiere en los que vienen y los que se van —aunque esto último incomode a algún creyente—, ni tampoco puede pensarse que conoce el final de la novela. Supongamos que Dios conociera el final de la novela, tendríamos que pensar que Él mismo le estaría restando MAGIA y EXPECTATIVA a su propia creación. Pero es posible también que el final de la novela se lo tenga muy bien guardado, en razón de no permitirse romper ese auto-secreto ya pactado por ÉL mismo, para con ÉL mismo. No sería descabellado creer que quizá porque la novela de la historia humana no tiene un comienzo... quizá tampoco tiene fin. Pero lo que nos trae aquí es la temática primera, en el cual la imaginación y la realidad parecieran fundirse en una 11
sola sustancia. Y así nos internamos en el mundo imaginario de una novela y luego salimos al exterior al encuentro de otras imágenes. Lo primero en palabras, y último en representaciones de aquello que llamamos realidad. La búsqueda del personaje que somos tiene su historia al igual que los personajes de ficción, pero existen los demás personajes que si bien no determinan nuestro destino, los elegimos y, a su vez, le damos un lugar en nuestras vidas. Ellos van a ocupar un papel importante en la novela cotidiana. Naturalmente se arma una trama, se generan movimientos, decisiones, conflictos, relaciones, acercamientos, amoríos, despedidas, encuentros, chimentos, etc. Es decir que la acción inherente que nos hace entretenernos con una novela y que luego comentamos en grupos, concuerda con lo que hacemos en la vida cotidiana. Por supuesto que en la novela imaginaria contamos las cosas tal cual son, en cambio en la novela de la vida podemos contar las cosas de acuerdo a nuestra conveniencia. Pero lo que debemos observar es que en ambas experiencias las reacciones se aproximan demasiado una a la otra. Hay que reconocer que el cerebro no distingue lo real de lo imaginario, y esto nos sugiere una pauta más que interesante de la naturaleza de la reacción. De todos modos, hay consideraciones que no se pueden dejar pasar en lo que hace a lo real y lo imaginario. Proponemos entonces la siguiente pregunta: ¿Y que tal si lo que se nos presenta en el mundo como imágenes, que podemos tocar, oler, ver, sentir, no son absolutamente reales? Pues, con esto no se quiere expresar que resolvamos el cuestionamiento diciendo que es lógico que al parecer todo lo creado parte de la imaginación de Dios, y no tengamos oportunidad de analizar otros aspectos. El otro aspecto tiene que ver hasta qué punto las imágenes que vemos son llamadas reales. Si lo real es tal cual y no puede tener otra correspondencia, tenemos que decir que 12
lo real tiene una connotación ABSOLUTA y no puede ser distinta de como está representado. En lo concerniente a lo material, está comprobado científicamente que los cuerpos materiales se van transformando a un nivel atómico. Está claro que este fenómeno pasa desapercibido a nuestros ojos. Quiere decir que los objetos reales nunca tienen las mismas características en cuanto a las formas, o sea que materialmente sufren cambios, transformaciones o modificaciones (Otros autores han propuesto profundizar en el fenómeno, y hoy hablamos de entropía). Ahora, saliendo de la naturaleza o fenómeno de los objetos, hay un hecho humano que no puede quedar aislado. El hombre le ha puesto un nombre a cada cosa, a los objetos creados, sean de naturaleza humana o no; lo ha hecho para identificar cada cosa, y por correspondencia poder trasmitir la identificación de esos objetos a través de palabras escritas u orales. Con esto dicho, debemos convenir que para darle un nombre a cada cosa y su identificación, ha tenido que hacer uso de la inteligencia y sobre todo de la IMAGINACIÓN, de tal manera que al decir por ejemplo árbol, el receptor pueda imaginar el árbol. No es posible que en una transmisión, el receptor no haga uso de la imaginación o pantalla en el transcurso de la charla para corresponder con lo que el emisor le está queriendo decir. Entonces se nos presenta otro cuestionamiento: ¿Es lo real la identidad dada al objeto? Entretanto una flor va a ser siempre una flor. Pero, ¿qué diría un especialista en jardinería y por otro lado un mendigo que pide limosna por las calles si se le preguntase a los dos a la vez qué es lo que ven de la flor? Es probable que vean el mismo objeto, no obstante con otras características agregadas al mismo, por lo tanto para uno y para otro la identidad dada al objeto no ha de reducirse a una simple flor. Nos daremos cuenta que la “realidad flor” intentará salir, en la mayoría de los casos, 13
de los límites de la identificación. Si no es así, sólo será una flor y nunca otra cosa distinta. Ocasión para pedirle a un poeta que vea la “realidad flor”, y percibirá tanta belleza en un simple objeto, que nadie pensará en la flor, sino que se dará cuenta que ese objeto llamado “real”, despide infinitos motivos que inundan la imaginación más allá de las formas. Entonces, ¿por dónde pasa lo real? ¿Es tal cual la manifestación de las formas, o lo que nosotros interpretamos de las formas? ¿Se resuelve lo real: fuera o dentro de nosotros? Según lo planteado, nadie puede ver la realidad de la misma manera, porque siempre dentro de la identificación de un objeto, objetos, hechos o acontecimientos, está el carácter humano que se hace partícipe al interpretar y comprender de acuerdo a sus capacidades el hecho real u objetivo. Nada es posible sin el elemento humano. Es el elemento humano quien configura la imaginación en una novela, y se recrea en los objetos que tiene en el mundo. En la imaginación proyecta el estado (ALFA) conciencia interior, y necesita un grado de concentración para visualizar la imagen; puede, si es su deseo, detenerla, y luego extraer lo que considere mejor de ella. En cambio, en la imagen del mundo, no hace falta ingresar en Alfa, porque ya está representada; no se necesita de concentración, nos ubicamos en el estado Beta, conciencia exterior. Empero para analizar los objetos que tenemos a simple vista, cuando lo creemos necesario, aun estando frente a nosotros, salimos de él un momento e ingresamos en Alfa, porque debemos concentrarnos en todos los aspectos de ese objeto que nos llaman la atención. Quiero decir que trabajamos en las imágenes de la misma manera tanto adentro como afuera. Finalmente, todo lo dicho se resume en este proemio, quedando para todos nosotros esta pregunta inicial: experiencia real, experiencia imaginaria, ¿cuál ha de ser el hemisferio que las separa? 14
SENSACIONES
LAS SENSACIONES vienen y van a cada instante, y hasta nos hacen viajar de lugar en lugar. ¡Cómo es esta existencia, tan plácida, y por momento tan hostil, y a veces navega por las mansedumbres, y de repente se aparece en medio de tempestades! Lo cierto es que las sensaciones nos desplazan hacia lugares inhóspitos. A esto los seres humanos le hemos dado un título: LA INSPIRACIÓN. Hace algunos días, caminaba meditabundo por las calles de mi ciudad. Por supuesto, que el hecho de ir pensando durante el trayecto, no sólo aliviaba el peso del transcurrir, sino que lograba sacar de mí esa sensación de sentirme solo. ¡Dije solo!, ¿acaso estoy loco? No, no estoy loco. En verdad establecemos un íntimo diálogo con nosotros mismos; pero he aquí la cuestión: sin querer generamos dos personajes: el que pregunta y el que responde. ¿Algo más? ¡Sí! ¿Qué entonces? Bueno... cuando nos enojamos con nosotros mismos, uno es el que arma la historia de aquel mal comportamiento, en tanto el otro analiza el hecho y responde con el
consiguiente sermón, de acuerdo a la gravedad del asunto. ¿Está claro? Muchas veces nos sentimos mal con nosotros mismos, porque desoímos a quien responde; creamos nuestra propia guerra. A esto le llamo: estar mal con nuestra conciencia. ¡Bueno, basta hasta ahí...! ¡No! ¿Por qué?, porque hay más cosas en este diálogo. Corresponde darles un lugar a los jóvenes enamorados, sobre todo cuando van al encuentro de sus respectivas damas. Por ejemplo, es más que sabido las ínfulas del galán: mientras va meditando, uno de los que habita en él compone versos elocuentes y maravillosos, en cambio el otro habitante, para no quedar ausente del asunto, se disfraza de doncella quien se deslumbra a lagrimear de ojos, y le devuelve las gentilezas asintiendo con dulces palabras la correspondencia del amor hasta el fin de todos sus días. Ahora: ¡Quién sabe si gustará de esos versos! A esto le llamo diálogo de novelas. No queda ajeno, por supuesto, aquellos grandes enojos con algún vecino; pues en este caso, mientras uno de adentro nuestro pre-elabora un plan para arremeterle en agravios e insultos en el momento en que se le cruce por delante de sus narices, antes de salir el consejero interior, quien se alerta consecuente por la paz, uno mismo en su soberbia crea un prototipo de engañador, el cual se sienta a conversar sobre el plan y, lamentablemente, es quien le consiente y alienta con la fragua el fuego de la ira. A esto le llamo: diálogos de perros. ¡Bah, pavadas tras pavadas, y seguimos transcurriendo en diálogos de nosotros mismos para con nosotros mismos! Harto de estas cosas (sobre todo de lo último dicho), salí por el momento de la palestra de esa costumbre. Perdón, me equivoqué, mala costumbre. Pues, en este transcurrir, dentro del escenario del mundo, fue que de pronto algo hizo que mis pies se clavasen en medio de una vereda desvergonzada de baldosas flojas. Giré mi cabeza en derredor y observé todo 16
el espacio circundante sin entrar en detalles que fueran de importancia. La tarde mostraba un sol radiante, diáfano, y las sombras de los árboles hablaban por sí mismas del aire fresco, y de la manera en que se agraciaba sobre una pareja de ancianos que acomodaban lentamente sus sillones en pos de asegurar ese lugar plácido para su distensión. Por otro lado, el canto de los no tan bien vistos gorriones, se perdían inocentes en medio de ruidosos automóviles que imponentes se hacían saber, dejando una clásica humareda como señal de autoridad, desafiando inclusive a los ocasionales perros vagabundos que, traídos a menos, orinaban árbol tras árbol en reprimenda a la usurpación de un territorio gobernado por monstruos mecánicos. Pero estas imágenes no eran las que colmaban mi atención. Debía experimentar algo distinto a simples disposiciones de las cosas del mundo. Bueno, digo cosas del mundo por no decir ilusiones. En más, debo decir que, por un instante, la pareja de ancianos juntó sus sillones y se fue, los perros vagabundos con más razón todavía, los gorriones volaron hacia quién sabe dónde, y el humo de los automóviles se desvaneció en medio de la ventolina. La imagen había desaparecido, y la escena cambió; sólo quedaron los árboles, las sombras, el viento... nada más. Pero ¿qué podía cambiar en mí? ¿La manera de ver las cosas? ¿Mis sensaciones? Seguí caminando, y todo quedó atrás. No me detuve un segundo. Sólo activé las sensaciones, y para esto necesité de un recurso creado por el hombre: LA VOLUNTAD. De repente... ¡Oh, mi cuerpo! Experimenté una disociación. ¡Sí, algo un tanto espeluznante, un contrasentido, una difamación a las formas simples de las cosas! Como quiera que se lo llame, pero me atreví entonces a que las sensaciones del cuerpo salieran de mí, sin ninguna vinculación, y hasta ver que el cuerpo seguía caminando, pero observado 17
por otra existencia; uno a otros los pasos, comandados sólo por la acción del cerebro para asegurar el movimiento continuo. Aquella existencia parecía situarse en mi cabeza, precisamente a la altura de mis ojos; el resto, como dije antes, no parecía tener alguna vinculación (al menos eso es lo que provocaba conscientemente). No obstante, seguía el trayecto físico, por el espacio y el tiempo. Me sentía realmente raro. Así me sostuve, porque esto no significaba una imposibilidad para pensar. Continué la marcha, a la manera de un solitario peregrino que mientras va de lugar en lugar, se percibe ausente de su exterior para dejar librada su alma a la guía de su santo patrono. Pero, en cambio, debo decir que no tuve más remedio que avizorar el deliberado transcurrir de un grupo de transeúntes, y al observar sus movimientos, dije para mis adentros: —Es posible, cada uno de ellos dispone de una serie de inacabados pensamientos, imaginan acerca del ayer, del hoy, y del mañana. Creo que no hay ninguno con la mente vacía. Y al verlos, me veo. Podría haber sido uno de ellos (me refiero en el momento de haber nacido), y sin embargo estoy dentro de este cuerpo. Ellos experimentan sensaciones, emociones: sienten deseos, pasiones, motivaciones, sueños y fantasías, alegrías y ganas de llorar, tristezas y dolor. ¿Será que todos sentimos exactamente lo mismo? Evidentemente no. Eso sí, podemos decir que los sentimientos tienen grados distintos; pero el sentimiento es único en sustancia. Así con la alegría como con aquello que nos inflige dolor. Me preguntaba por entonces: ¿hemos sido creados desde siempre con toda esta maquinaria sentimental y emocional, o quizás somos fruto de alguna decadencia del mal uso de esos sentimientos y emociones, y ahora son como herramientas utilizadas en complicidad con nuestra exis18
tencia? Pues, a veces nos empachamos de alegría para desafiar a la existencia del dolor, o para burlarnos de él por lo que sentimos. ¡Perdón!... es que a veces la alegría no nos deja razonar que perdemos la razón. Mas cuando se está en plena alegría, y confiamos en que debe prolongarse; ya no pensamos en la tristeza o el dolor. Tratamos de mantenerla lo que más se pueda. Nos preocupamos tanto por ella que ya se fue. Todo se transformó en anhelo, desde el dolor. Porque ganar o perder es la signatura con que se mueve gran parte de nuestra existencia. Ganar para condicionar la alegría; perder para condicionar el dolor. ¡Aquí no hay gobierno de sí mismo, solamente las sutilezas de las ilusiones! No importa —me dije—, soy creyente y por lo tanto creo en ese Dios creador, y debemos reconocer que el dolor puede ser algo más que un simple sentimiento. Seguí caminando hasta que nuevamente dije para mis adentros: ¿Habrá Dios sufrido dolor como la madre sufre en el momento del alumbramiento, como una especie de parto para sacar a la luz toda la vida del universo? Es posible que haya sufrido algo de sí en pos de todo lo que ha creado. Este otro aspecto del dolor se ha transmutado en nosotros, y hay dolores recreados en cuanto a grandes y buenos sacrificios. Los bienaventurados al igual que los mártires lo saben muy bien. Ahora, siguiendo con los sentimientos, me había quedado una pregunta: ¿Tendrá Dios sentimientos como los humanos? Seguro que no —me respondí—, pero seguía la insistencia en este tema, mientras todo lo que estaba a mi alrededor, es decir cosas del mundo, no me importaban un bledo, hacía de cuenta que no había existencia delante de mí. De repente surgió la otra pregunta: ¿Estará Dios desapegado de su creación, así como también de sí mismo, de su inconmensurabilidad? De estar apegado a su creación (por supuesto incluyendo el género humano), y de él mismo —res19
pondí—, quizás renegaría de los desahuciados, los cobardes, los insensatos, los pusilánimes; pues, no soportaría la presencia destructora de la belleza, y los extinguiría con un rayo en medio de sus cabezas. En verdad, creo que gracias a su paciencia es que comprendemos su desapego. Pues bien, seguí ambulando en este cuerpo, e hice un recreo para desapegarme un poco de este tema. Aquel relax no venía nada mal, y me daba un poco de oxígeno para luego retomar la vista nuevamente hacia mis semejantes. Recuerdo perfectamente decir en pensamiento estas palabras: “Los demás entes vivientes que portan su cuerpo, veo que lo llevan de aquí para allá; y como no puedo ingresar a su existencia, ellos tampoco a la mía. Me siento tranquilo, sobre todo por el hecho de pensar en la imposibilidad de que uno de ellos ingrese a mí”. ¡Si supieran las cosas que guardo! Pero había algo que indefectiblemente me sacaba de la idea de pensar en mi exterior. Volví entonces a someterme a la cuidadosa mención del Creador, y dije: “Quizás nadie pueda ingresar a la existencia de Dios, pero si Dios puede ingresar a nuestra existencia y verificar todas nuestras cosillas, ¡madre mía! El temor me invade, y creo que al momento no he realizado cosas tan especiales para mi vida, que el hecho de saber que Él puede ingresar a mi existencia, me atormenta el sólo pensarlo, y sobre todo por todas mis miserias!” ¡Pero qué he dicho! ¿Acaso me estoy olvidando que Dios es el creador de nosotros? Entonces quiere decir que no va a esperar ingresar en un determinado momento; es más que seguro que siempre estuvo, siempre está, y siempre estará, y en algún recóndito rincón de mi universo observándome. ¡Ufa, qué sensación extraña! Seguí ambulando con mi existencia por la vida, y a la altura de mis ojos me veo como único responsable de lo que llamamos autorrealización. Bueno, al parecer las cosas estaban tomando un rumbo bastante interesante. Tan intere20
sante que el que existe dentro de mí, un tanto sugestionado por el tópico que le venía a maltraer, no se calló un segundo, y sugirió seguir con la pregunta que acaso no acostumbraba a realizar en mis momentos de meditación: ¿Puede ser tan dadivoso Dios en traernos a la existencia de manera gratuita? ¿De no ser así, quiere decir que debo pagar caro mi existencia? ¡¿A Él?! ¿Para qué querría Él algo de mí? No lo sé. Lo que sí sé es que debo hacer cosas en el mundo, porque hay algo más por sobre las simples cosas, que no sé qué puede ser, pero que está clamando por el conocimiento. Sé muy bien que hay que hacer cosas buenas ante la condición de pagar por la milagrosa existencia en el mundo, porque es más que un lujo el valor que sale desde nuestro infinito. ¡En verdad no tiene precio! Cada trabajo es una paga, no obstante debemos reconocer que por todos nuestros desatinos se nos adjunta una multa, la cual habrá que pagar con más trabajo, hasta cubrir la demanda. Desde luego, siendo tan perfecta la creación, nada ni nadie puede escapar al factor JUSTICIA. Así pues, la sensación me llevó a ubicarme en el escenario con que el hombre destruye su valor existencial ¡Qué estoy diciendo! ¿Acaso estoy creyendo que el hombre a lo largo del intrincado tiempo ha hecho lo posible por desvalorizar la sublime condición humana, que en el lenguaje tecnológico sería algo así como creer que la maquinaria cibernética físico-espiritual ha caído en devaluación? Yo soy uno de esos hombres, pero si estoy devaluado, quiere decir que con pocas cosas podría pagar mi existencia dentro de esta vida. ¿Por eso será que pocas cosas hago que valgan la pena? Claro..., me olvidaba, es que no me gusta pagar, por lo tanto es más placentero pensar en la devaluación. “Estos pensamientos transformados en acción, son los que corroen la libertad que hemos creado en el mundo, de ver en qué manera los hombres se perjudican unos a los otros 21
para satisfacer sus mutuos malos provechos, de robar o violar la moral para la satisfacción de nuestras miserias, a costa del sacrificio ajeno. Por la paga de nuestra existencia creemos que otro nos salvará, y que abusar de sus bienes va a servir de compensación. No nos damos cuenta que al ser deshonestos con nuestros semejantes, lo somos más aún con el Creador que está en todos los semejantes. Lo que llamamos paga, lo convertimos en vicios raros, e incredulidades, distracciones, faltas a la moral con todos sus alicientes. La sensación, un poco molesta, me seguía empujando deliberadamente, y por momentos me tentaba a salir decididamente en busca de mi realidad del mundo, y reencontrarme con mi cuerpo; pero el eco de las palabras en mis sienes seguían aprisionándome en interrogación: ¡NADA ES GRATIS, EN CASO CONTRARIO, LA CREACION NO TENDRÍA SENTIDO! Entonces dije: —Hay una ocupación necesaria e indispensable, y por otro lado una misión intrínseca que sólo la marca el buen camino. Dios no necesita que la paga sea sustituida por el rezo, la adoración o la prosternación. La paga se hace en el mundo dentro del mundo. Si no hacemos algo por nosotros mismos, es de seguro que Dios reclame por sus deudores para hacer tributo a su dignidad de CREADOR. Eso sí, creo que para ese momento habrá un lánguido rechinar de dientes. En conclusión, cómo habrá sido la experiencia que sin darme cuenta del tiempo y el espacio que llevaba en este transcurrir, alcancé a distinguir que la luz del sol se desvanecía ante la llegada del atardecer. Era una señal oportuna que me obligaba a recoger nuevamente al cuerpo, en este mundo, en las afueras, ambulando por las calles de mi ciudad.
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RECUERDOS DEL VIEJO JUAN
¡CÓMO olvidarme del viejo Juan, si sus palabras me persiguen cual si fuera la sombra al cuerpo! ¿Alguien sería amable al decirme cómo he de olvidarme del viejo Juan? ¿Podría alguien ser honesto y fidedigno en decir: “yo le conocí, y puedo saber cómo y dónde vivía?” Si no lo puede hacer es porque no lo conoce, y aunque intentara convencerme, le digo de corazón que no será bienvenido a mi charla. Si lo pudiera hacer, gracias a que la fortuna del destino lo ha acercado también a él, seré muy cortés en darle buen recibimiento en mi hogar, y habrá un lugar reservado en el fondo de la toldilla, acondicionado con dos sillas construidas con trozos de caña y revestidas con mimbre, y una mesa redonda de por medio, trabajada con mis manos la madera de roble del mejor; el cual recuerdo que en vez de utilizar clavos de metal, me enorgullece decir que utilicé astillas con puntas de otra madera llamada “chonta”, lo cual quisiera aclarar que me costó un pepino terminarlo. Cómo será la concentración puesta en esa mesa, que recién al clavetear la última astilla en la madera, pude desahogarme interiormente en nombre del viejo Juan, diciendo: “Caram-
ba, lo hice en tu memoria, y en tu pedido, y éste es el tributo a tu inefable benevolencia. Aquí está la mesa de tus deseos, y alrededor de ella se sentarán solamente los que serán recibidos por mí con encomiable pleitesía”. Quiero decirles a los curiosos que no inventen nada del viejo Juan, porque les aseguro que yo le conocí muy bien. Y seré precavido en dar precisiones del lugar y de su vida. No quiero decir que voy a ocultarlo todo. Voy a decir lo que creo será de carácter sustancial sobre aquel único encuentro. E insisto, que decirlo todo, podría tentar a cualquier fantasioso a formular un supuesto encuentro con el viejo Juan y poner en boca de él cosas que nunca dijo, mancillando aquel espíritu incólume, difícil de hallar así nomás dentro de la remanida condición humana. Aclarado entonces, me entrego a decirles que mi encuentro con el viejo Juan fue de muy corto tiempo, de unos cuantos minutos, pero que en lo que a mí respecta, parecieron interminables. Es posible que a muchos les incline poner en conclusión que se trata de una experiencia prosaica. Está dentro de los cálculos que en algunos les llame el interés, porque tal vez puedan sentirse identificados por alguna cosa, un detalle, o quizás un pensamiento. Apuesto a que habrá más de lo segundo que de lo primero. En ambos casos, es muy probable que alguien que esté por ahí, y que haya estado con el viejo Juan, venga a mí, que es lo mismo decir: “venir al recuerdo”. Veremos qué pasará después. Me despojo de tanto preámbulo (porque no quiero aburrir a nadie), y me voy rápidamente a internarme en el recuerdo. En un lugar de la periferia de la ciudad de Santa Fe (Argentina), corría el año de Nuestro Señor de 1989, y en una de esas tardes sin nubes, bajo el ojo azul y colosal del cielo, caminaba —quiero decir que no venía acompañado por nadie— por una calle tan espesa de tierra, que no voy a olvi24
dar jamás los saltadizos que debía hacer para transponer un ancho zanjón lateral y guarecerme del negro humo de polvo cada vez que un automóvil cruzaba alborotado por mi costado. Me valí de esa técnica de evasión no por motu proprio, ya que detrás de mí otras personas hacían lo mismo. Esa tarde, salía de un establecimiento luego de hacer mi debut en lo concerniente a la práctica democrática, de ese derecho único y legítimo correspondiente a todo ciudadano, de emitir el sufragio a elección de los postulados. No voy a revelar por quién voté, o a qué lista en particular. Se darán cuenta que el sistema nos ha sugerido guardar secreto; y yo me he acoplado en algo de eso, de entrada nomás. Incluso me parece que he metido la pata. Cuando vayan al padrón electoral (si es que está en existencia el registro de los votantes de ese año), por simple juego buscarán las fechas, y seguramente hallarán el lugar donde emití el voto. Pero ¡qué se le va a hacer...! ya está... en algo iba a tropezar. Y bueno, desde ese lugar ubicado en la esquina, hay cuatro caminos de tierra, o sea cuatro puntos cardinales. No les voy a decir cuáles de esos senderos, o puntos cardinales elegí. Por si alguien me vio salir de algunos de ellos y lo recuerda, será mi deber felicitarlo, tiene buena memoria. Pero soy más listo de lo que imaginan, no voy a decir la distancia que recorrí hasta llegar ya saben dónde. ¡Bueno... está bien...! Caminé alrededor de 40 minutos, ¡y qué! Ya sé que ahora van a sacar la cuenta, tomando como punto de partida el tránsito normal de una persona; de acuerdo al espacio que deja cada tranco, harán un cálculo por el tiempo que dije estuve caminando. No se olviden de que si soy alto de estatura, es posible que mis trancos sean más largos. Si soy de corta estatura —por no decir despectivamente un enano—, mis trancos serán menores. Y, finalmente, si soy de estatura mediana, lo mismo. Me los imagino sa25
cando cuentas y acomplejando al enano amigo al tomar las medidas de sus trancos. No importa, si lo quieren hacer, háganlo. ¡Ah, me olvidaba mencionar que transcurridos 15 minutos aproximadamente, me detuve en el camino! De no decirles eso, iban a cometer un problema grave de cálculo. Me detuve al mirar pasar unos teros, así que pensemos en lo siguiente: los teros aparecieron por encima de mi cabeza a una altura aproximada de 200 metros, y desaparecieron de mi vista en el horizonte a una distancia calculada entre 1500 a 2000 metros. Es decir que preferiría que alguno sea testigo del pasar de unos teros, justo por encima de su cabeza, respetando la altura y la distancia mencionada, y ver cuánto tiempo estuve parado antes de retomar la marcha. Perdónenme, pero es que debo ser exigente en tales detalles. Recuerdo que, al cumplimentarse el tiempo que di a revelar precedentemente, fue que la inercia física estimulada por la sed me arrastró, luego de caminar tan expuesto al rayo del sol, a pedir agua fuera a quien fuera. Torcí la vista de un lado de la calle, y localicé un criadero de cerdos. El olor me espantó de allí. Luego miré sobre el otro costado de la calle, y por detrás de unos yuyos altísimos asomaba el perfil de una casa. Pero entrar allí implicaba cruzar por un pequeño puente hecho así nomás con pedazos de chapas viejas, que hasta ahora sigo pensando cómo hacía para sostenerse en los períodos de grandes lluvias, cuando en general la mayoría de los puentes de las zanjas se ven rebalzados por la cantidad de agua caída. A pesar de todo, me decidí a querer cruzarlo, sin dar juicio a su estado calamitoso. Mis primeros pasos avanzaron meticulosamente sobre el primer trozo de chapa. La argucia consistió en no hacer demasiada presión antes de asegurarme que estuviera firme. Cuando noté que la resistencia era de buena garantía me adentré con todas
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las ganas, prescindiendo así de una triste experiencia que contar. Querer describir la casa, sería dar demasiadas pistas de las que deseo dar. De más está decir que sin querer por ahí mencioné otro detalle. Pero otra ayudita no vendría nada mal a nadie. Eso creo. Y ya que está lo voy a decir: dos perros me salieron al encuentro con una sola intención: expulsarme urgentemente de ese lugar. Uno, el más pequeño, tenía aspecto de ser una cruza de fox terrier, de color negro con manchas blancas en el pecho. El otro, el más grande, y por ende al cual temer, de raza ovejero alemán. Me rodearon sin dejarme mover. Creí que la embestida era ya un hecho. De repente, y gracias al Dios Todopoderoso, se escuchó la supuesta voz de alto de parte de quien hasta ese momento indicaba ser el dueño de la casa. Respiré. Los perros se alejaron de mí, moviendo la cola entre las piernas de aquel hombre. No voy a describir su apariencia física, sino únicamente decir que oscilaba tener 40 a 45 años de edad. Sonriendo me dijo: —¿En qué habrás estado pensando para obviar que en cualquiera de las casas como ésta habitan perros? Quedé avergonzado, porque este hombre tenía razón en cuanto a no prever que antes de entrar a la propiedad, debía, al menos, golpear las manos, inclusive antes de cruzar el puente. —Creo que le debo una disculpa —le dije—, fue muy tonto de mi parte; es que el cansancio de la caminata al rayo del sol me arrastró a no pensar fríamente lo que estaba haciendo, y entré a este lugar sin ninguna otra intención que pedir agua y evitar la deshidratación. El hombre aceptó las disculpas, y con un gesto de buena persona me invitó a entrar a la casa. Yo sé muy bien que se detendrán en la pista del criadero de cerdos, y de los dos perros, y que dirán: “Con los años 27
que han pasado, hay un 90 por ciento de probabilidades que esos animales no estén vivos”. Es verdad, pero es mi deber decirles que ese 90 por ciento va a bajar considerablemente. Hasta me atrevo a decir que puede que estén vivos hoy día. Sobre todo en razón de que los perros no se animaron a morderme debido a que eran cachorros todavía, y no pasaban el año de edad. Así que saquen la cuenta y verán que pueden estar vivitos y coleando ¡Hay que apresurarse antes que mueran de viejos! Después me di cuenta del porqué ese hombre me sonrió. Me di cuenta que lo hizo para relajarme y recobrar el aspecto normal de mi rostro, ya que me imagino habrá denotado un singular espanto... Tuve la primera impresión de extrañeza dentro de esa casa: las paredes, excepto la de la cocina, estaban sumamente pobladas de cuadros. En ese momento pensé —y aún lo sigo pensando— que quizás sin mucha alternativa, a medida que los revoques se iban descascarando de la pared, los cuadros iban disimulando perfectamente la imperfección, sirviendo acaso de una espléndida excusa. O sea, tapar la decadencia con la belleza. Pero de nada servía reojear y criticar esos detalles. No era yo el que vivía allí. No por ello iba a esquivar la mirada sobre los maravillosos paisajes de los ríos, los canoeros revisando el espinel, el gurí de la costa ocultándose entre las totoras, los benteveos reposados cómodamente sobre el lomo de los caballos, mientras que muy cerca de allí, se veía a un cazador esparciendo los señuelos de patos sirirí en un lugar estratégico de la laguna. Por supuesto, como buen santafesino que admira los paisajes de la costa, no me iba a dar el lujo de prescindir de alguna obra de Juan Arancio. No quiero errarle pero conté a grandes rasgos una cantidad de 13 cuadros de este autor. Además, la casa estaba provista de un living-comedor de amplias dimensiones, lindado por dos habitaciones que por estar abiertas ambas puertas, mostraban ser las alcobas, en donde aso28
maban otra multitud de cuadros; y por último, viendo por el vidrio traslucido de una ventanilla de la puerta del fondo de la cocina, aparecía un patio y lo que se advertía allá en ese otro fondo, era lo que sería el baño, todo pintado de blanco por fuera. Otra cosa más, es que cuando uno agachaba la vista, daba la impresión de que los pies pisaban sobre una alfombre roja. Un homogéneo piso hecho con ferrite era el causante de esta falsa sensación óptica. Y cuando uno alzaba la vista, daba la impresión que el cielo hubiera pedido permiso en instalarse en ese lugar. Una tonalidad de celeste se revelaba en los cielos rasos de yeso, que si uno mirase con otros ojos, podía advertir que el habitante de la casa tenía en claro que su lugar debía estar siempre lleno de vida... mucha vida. Me limité en no preguntar nada en cuanto a la extrañeza del interior de la casa. Este hombre vació en una jarra de acero inoxidable el agua fresca de una botella que sacó de la heladera (cuya cubierta exterior denotaba, como era de preverse, dibujos muy interesantes y de gran maestría artística, de animales y plantas de origen autóctono), y me la obsequió con esas ganas con que lo hacen las almas generosas. Puedo asegurar que rato antes, al estar imbuido en la sensación que me producía ese lugar, la sed es como que había pasado a segundo plano. Pues, luego de haberme saciado de beber el agua fresca, fue que le dije: —Ha sido muy gentil conmigo, realmente la necesitaba. El hombre volvió a sonreír, y respondió a mis palabras. —A quien tienes que dar las gracias es al viejo Juan, yo estoy aquí de paso. Resido en la provincia del Chaco, y vine a Santa Fe en busca de trabajo. En el día de ayer mientras pasaba por aquí, sentí también mucha sed, y al igual que tú, dudé en cruzar el puente, pero al final me atreví, y al entrar en la propiedad, también me salieron los dos perros. 29
Te imaginarás el susto que me llevé puesto. Pero el viejo Juan me abrió las puertas y en eso no tengo palabras de agradecimiento. Hubiera querido quedarme en esta ciudad, pero en el día de hoy, al llamar por teléfono a mis parientes, me dijeron que mi esposa estaba internada, así que esta noche me voy. Yo no quería entrometerme en preguntas, pero debí hacerlo, dada las circunstancias. —Quizás si está aquí le pueda dar las gracias a él también. Enseguida me condujo al patio. El viejo Juan estaba sentado en la mecedora hecha de caña y mimbre, dándonos la espalda, porque delante de él los dos perros jugaban entre sí con tanta gracia que no daba gusto dejar de verlos. Al acercarnos a él, lo primero que hice fue estrecharle las manos, a la par que le daba mi presentación oficial, y ya que el contacto lo sugería le di detalles del barrio donde vivía, y de dónde venía. Repentinamente el hombre se fue, y quedamos los dos solos. Mientras observaba el rostro del viejo Juan, de ese aspecto arabesco, de muchos años sobre sus espaldas, me dio la impresión de haberlo visto en una foto, o en la televisión, o en un retrato en la contratapa de un libro. Dejé de lado esa impresión en virtud de que el viejo Juan me refirió lo siguiente: —¿Cómo sabes, joven, si el que has votado es el mejor de todos, el más fiel, el más apto? Suerte que dentro de mi porta-documentos traía unos borradores plagados de escritos de distintos candidatos, y sus frases más significativas. Para mí, anotar las mejores ideas de los discursos políticos era el único medio para hacer un parangón entre uno y otro. Se las leí al viejo Juan, y él me dijo otra vez:
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—Veo que has hecho tus deberes, y quizás dentro de esas anotaciones esté el más fiel y el más apto. —Así es —respondí. —Sólo quedaría esperar y ver si es cierto si se hace lo que dicen tus anotaciones —dijo el viejo Juan, mientras encendía la pipa. Realmente la charla no me parecía entretenida, pero no me rehusé en seguirla. —Espero que gane el candidato por el cual voté —le dije para ver qué me iba a responder. —Es igual a la combinación entre la “Esperanza” y el “Azar” —me dijo de manera cortante para ver lo que yo podía llegar a contestar. Pero me hice el desentendido. —Aunque me esfuerce en contestar no puedo porque no le entendí muy bien —le di a saber. —No importa —contestó—, lo que he querido decirte es que las promesas traen por extensión el código de la “esperanza”, que es la madre de la desgracia humana. De tanta esperanza, el hombre sigue debilitándose en el tiempo, y por eso es que no ha salido a dar el salto por definir su posición en el universo. Muchos desean un mundo mejor, porque no lo tienen dentro de sí mismos. Es mejor jugar y apostar en la vida que decidir construir. Otros quieren mejor que el juego sea superlativo a un simple juego, montando el gran escenario, donde las voluntades se antagonicen por un candidato o por el otro. Con notoria estimulación jugamos al juego que se nos ha propuesto jugar, de elegir, y desear. Más tarde el ganador tendrá que seguir jugando, y comparecer ante los deseos de aquellos apostadores. Esas palabras no me fueron tan claras, lo que motivó a que mi silencio tuviera que convertirse en palabras que el viejo Juan me supo referir. —Eres aún muy joven para entender lo que digo, pero quiero redondearte algo: piénsalo de este modo: de tanta 31
esperanza, el hombre perdió la fe, la fe en sí mismo, aquella que sirve a la regeneración espiritual. La esperanza es antiquísima, por su concepto se ha mantenido de rodillas al hombre, que aún desfila por los aposentos de los templos en procura de que Dios haga por ellos, lo que ellos no pueden por sí mismos. De mi parte, no tenía argumentos para revalidar esos dichos; sentía que me debatía entre la comprensión y la duda. El hecho de no quedar ausente, me llevó a decirle lo siguiente: —Puede que sea un juego en el que el candidato arma sus mejores jugadas para achicar el valor del otro, y nosotros que nos prestamos al juego general. He visto cuando entre ellos debaten, se pelean por ser los mejores jugadores, y nosotros, desde nuestra casa, hacemos fuerza para que gane el de nuestra lista. Lo que ellos hacen, nosotros lo hacemos dentro de la familia, en los barrios, en las vecinales, en interminables discusiones con el vecino porque es de otro partido, y el juego sigue en muchos casos hasta llegar a golpes de puños. El viejo Juan sacó la pipa de su boca y detuvo su miraba en la mía. Mientras tanto, consideré que el hecho de estar parado frente a él, dejaba una mala impresión de superioridad ante alguien que estaba sentado. Entonces me puse de cuclillas, a su diestra, y dejé que él siguiera, por eso mi silencio. —Pareces querer interpretarme —dijo él— entonces quisiera saber cuánto sabes interpretar los ejemplos que nos brinda la naturaleza que nos rodea. Extendió su brazo hacia adelante, para que yo pudiera reconocer lo que él me quería indicar. —Veo que hay dos casas colindantes, y en cada una está cada uno de sus vecinos —le dije. —¿Qué más? —insistió él.
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—Mientras uno trabaja en el jardín, el otro, por su lado, descansa bajo la sombra del paraíso —respondí. —¿Que más? —siguió con su insistencia, luego de volver a llenar su pipa con tabaco nuevo. —No veo nada más que eso —le dije entregado a mi poca capacidad de observación. —¿En dónde se encuentra la metáfora? —dijo él haciendo pruebas de humo con la pipa, luego de ser encendida. Recuerdo haber estado como 10 minutos en silencio, tratando de diagramar una metáfora y consentir al pedido del viejo Juan. Cansado de no hallar nada, descubrí mi incapacidad. —Lamento decirle que no alcanzo a descubrir nada delante de lo que se nos está presentando —dije avergonzado. —No importa —contestó— estás perdonado de antemano, no es una tarea fácil de realizar, pero te voy a ayudar a que puedas ver. —Con todo gusto —le respondí gozosamente. El viejo Juan se puso de pie, y yo hice lo mismo. Él dijo esto: —Dos cosas comunes se disocian dejando claras diferencias entre el uno y el otro. Si pones atención, ambas propiedades están separadas por un alambrado. —De eso no hay duda —respondí. —También se puede apreciar que pegado de un lado a otro del alambrado, cada dueño de su propiedad ha instalado un jardín —agregó. —Mas o menos, eso lo describí anteriormente —le dije haciéndole recordar. —Sin embargo —añadió— no has dicho que los jardines son tan desiguales. —Ese detalle sí que se me escapó como pájaro de las manos —respondí confirmando nuevamente mi falta de concentración. 33
El viejo Juan se tomó una pausa; lo hizo deliberadamente para darme libertad de poner atención a los jardines. La astucia consistió en dejar caer cenizas sobre su camisa, y permitirse unos minutos en limpiarse antes de reanudar lo que estaba diciendo. —¿Por qué crees tú que los jardines son tan desiguales? —preguntó. —Es una cuestión de lógica —respondí súbitamente—, nadie es igual al otro. —No me refiero a los caracteres, sino a la disposición o semejanzas —aclaró consecuentemente. —Entonces —le dije—, creo que el problema no es el jardín, sino los jardineros. —Parece ser que estás comprendiendo —dijo con un cierto tono de admiración. Por momentos, comenzaba a sentirme condicionado a seguirle por el camino que él quería. “Menos mal que no me retire del lugar tan pronto —me repetía a mí mismo—, porque hubiera coartado la posibilidad de entretenerme como lo estoy ahora”. Luego comprendí la importancia de escuchar y aprender y seguir, según el cauce que el viejo Juan me estaba mostrando. —Puedo ver parte del problema —dije—, cuando uno de los jardineros atiende el jardín, el otro prefiere estar debajo de la sombra del paraíso. —¡Dale... sigue, que tú puedes! —exclamó él, dándome aliento. —Quiere decir —continué diciendo— que el que apuesta a la obra, hace que su obra le sea correspondida. En cambio el que deja para otra ocasión lo que la obra le reclama, hace de su obra un desperdicio. —¡Dale, no te quedes que falta poco! —siguió exclamando, como empujándome a definir la cuestión.
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—Es posible que el que espera que su cuerpo se relaje bajo la sombra no sienta el amor por su jardín, que, a la vista, deja mucho que desear, cuando por otro lado, se ve que el otro hombre es fiel, decidido y enamorado de lo que hace. Entonces contempla su jardín reluciente de flores maravillosas, y ése es su premio. —Es suficiente —dijo él con voz cortante—. Supuse desde un comienzo, percibiendo los rasgos de tu rostro, que ibas a llegar hasta aquí. Del resto podrías seguir remasticando en círculo los mismos detalles en otras palabras. Puedes congeniar otras respuestas, porque el orden de las cosas responde a ciertos estamentos que se bifurcan en todos los campos de los actos humanos, sean o no los correctos. Sinceramente, mi posición frente a las palabras del viejo Juan, no terminaba aún de definirse, pese a tratar de seguirle para donde él quería. Incluso llegué a sospechar que me estaba usando de instrumento para que yo pudiera develar lo que por sus propios medios hubiera sido imposible. Tampoco podía culparlo. Para establecer con veracidad el valor o no de mi juicio propiciado desde mi impresión, debía seguir escuchando sus palabras. Así habló el viejo Juan: —Verás que el buen jardinero trabaja silenciosamente. Él sabe de las necesidades; del regado diario, del cuidado especial por la presencia de malezas y de gusanos que atentan contra la integridad de su jardín. Él ha creado las condiciones aptas para que todo sea de acuerdo a su imagen y semejanza. De acuerdo a cómo es él, así es su jardín, y las flores se abren sonrientes mirando al cielo, como reverenciando a la divina providencia. Se puede decir que el buen jardinero es obedecido por las plantas florales, porque él se ha hecho UNO con el jardín; él ha hecho verdadero gobierno. Antes que todo, debió hacer gobierno de sí mismo, llevando esa disciplina como semillas que se esparcen sobre el terreno virgen. Sin promesas, sabio y medido en las palabras, sor35
prendió a su familia al decir: “Mi sueño está a punto de cumplirse porque siento el sonido de las semillas germinando debajo de la tierra, sus diminutos chasquidos se escuchan en mis oídos todas las noches antes de dormir, y eso me hace feliz y dichoso”. ”Pero, como contrapartida, se da ese otro jardinero que, sumido en el ocio, prefiere dejar de lado el cuidado de su jardín, sin darse cuenta que sus flores le reclaman atención. Tristes y apagadas, ellas se marchitan poco a poco, y en vez de elevarse al cielo procurando la dicha, parecen dar una plegaria a las divina misericordia. Sus cuellos se caen y los capullos enfocan sus miradas sobre el mal jardinero, como pidiendo una limosna. Claro que al estar durmiendo, no puede sentir el clamor de las flores que con el poco aroma que les queda intentan llegar hasta su inoperante nariz y despertarlo por socorro. Lo que ellas no se dan cuenta es que este jardinero, al esparcir las semillas, pensaba en el reconocimiento, la compensación, y el renombre delante de su familia y vecinos. Hasta pudo seducir con sus ambiciones a cada uno de ellos, con promesas de lo más disparatadas, diciendo que su jardín llegaría a ser el mejor de todos los jardines conocidos sobre la faz de la tierra. Cuando las primeras plantas salieron a la luz, otras parecieron negarse, ya que las semillas requerían de otro cuidado, y la voracidad y la emoción por desparramarlas —porque quería ser el mejor jardinero—, hizo que se olvidase de las indicaciones correspondientes. Algunas germinaron normalmente, otras se quedaron en el camino. Insistió a su familia que había que “esperar”. Larga fue la espera, el jardín no se veía estéticamente como él lo había prometido, y poco a poco se fue desanimando, hasta perder el amor y el cuidado de las pobres flores que inocentes querían vivir, pese a las contingencias. Desde aquí podía ver cómo entre ellas querían dialogar, y ayudarse recíprocamente, e inclusive se las veía con recelo 36
respecto del otro jardín, del infausto destino de no haber nacido en ese otro territorio. Hoy día, el jardinero, ocioso y desamorado, deja que los gusanos y las malezas hagan su trabajo. Cuando terminé de escuchar estas palabras, dejé de dudar del viejo Juan. Supe de una vez por todas que desde hacía tiempo iba siguiendo el proceso. Yo, por mi lado, tomé el papel borrador donde tenía las anotaciones de los discursos políticos y lo destrocé sin pena ni gloria. El viejo Juan me notó preocupado, y él se preocupó también. —¿Qué te ocurre, muchacho?— dijo mirándome a los ojos. —Ahora creo que la promesa es una flor que se abre, pero un aroma que se contiene. La flor por ende sufre por su aroma contenido, pierde la fe de entrega y apertura —respondí malhumorado. El viejo Juan no quiso que siguiéramos mirando los jardines y mientras nos retirábamos de allí, me iba hablando de la diferencia entre un sabio y un charlatán. Él vio la oportunidad exacta para decírmelo. —Supongamos dos candidatos: un sabio y un charlatán. ”El sabio aventaja al charlatán por su sabiduría. ”El charlatán aventaja al sabio por su capacidad de persuadir a través de palabras una realidad que no existe. ”El sabio no puede emplear la demagogia para verter la verdad, porque dicha verdad no encaja en el paroxismo de las masas. ”El charlatán usa la persuasión como un vehículo de captación de la atención de las mentes débiles. ”El sabio puede transformar su imagen, y quizás puede emplear un recurso de persuasión; pero todo cae en balde dado que hay algo que el sabio tiene dentro de sí mismo: las
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reglas fundamentales, las cuales no podrá transformar, para no ir en contra de sí mismo. ”El charlatán, sin reglas, más que su propio interés de llegar a la cúspide del gobierno, hace de su arma más terrible pero efectiva un poder absoluto: las promesas. ”El sabio es quien no promete en su sabiduría. La sabiduría no transita en futuras promesas, sino en la luz del conocimiento que se erige paso por paso, objetivizando en cada circunstancia. ”El charlatán no soporta los pasos, sino que construye en la imaginación lo que no tiene en la realidad. Más adelante no sabe a qué atenerse. Esa tarde culminaba para mí. Antes de despedirme de él, me reveló algunos secretos, entre otras cosas, el de hacer la mesa de madera que tengo en el patio, y de recibir con pleitesía a los hombres de bien. Me despedí del viejo Juan. Quisiera decirles que no inventen una historia acerca del viejo Juan; pero si el destino hizo que alguien se haya contactado con él, bienvenido es a mi hogar, donde tengo un lugar reservado en el patio de mi casa, debajo de la toldilla para charlar. Yo sé, porque lo presumo así, que dirán: ¿Habrá tenido nuevas visitas para con el viejo Juan? A todos ellos les digo, que al día siguiente intenté llegar a ese lugar. No lo encontré. Cientos de veces fui a ese lugar y no encontré nada, ni la casa, ni los perros, ni los jardines, ni el criadero de cerdos, ni el puente. Quisiera decirles que si saben del paradero del viejo Juan, doy como recompensa una rosa sacada de mi jardín, y un sitio muy cómodo y fresco debajo de la toldilla.
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LA DANZA DE LAS ALTERACIONES
TODO comenzó segundos antes de que mis ojos se abrieran a la luz del amanecer de un día distinto. En uno de esos cuantos segundos para que un brote de pensamiento pudiera atraparme con notable resistencia. Y debido a esta fuerza, y sin oponerme a ella, fue que dejó que se librara en su modo de manifestación. Por lo tanto, sentí la necesidad de decodificar esos destellos. “...No existe un día igual a otra día. Ninguna noche es igual a otra noche, ni las que pasaron, ni las que pasarán. Al alba, acompaña el silencio, semejante a la flor que se abre por la oscuridad. Luego, durante el transcurso del día, la misma vida sale a la apertura en busca de resolución ni bien se acerca la noche; y así la luz se cierra por la oscuridad. Desde la apertura hasta la resolución, así es la manera en que se nos presenta la vida. Esta especie de domesticación no es sino una forma, o carácter natural, enraizado en lo cotidiano, en las formas hermanadas de los opuestos: día-noche, luz-oscuridad, fríocalor, nublado-diáfano. Pero las variables de las repeticio-
nes, aunque pasen desapercibidas, hacen que no todos los días sean estrictamente iguales, en el más profundo sentido. Si pensáramos detenidamente que, en cada ciclo de traslación, la tierra no surca por el mismo andarivel, sino que hay un leve, ínfimo, e imperceptible desplazamiento dentro del campo orbital, sacaríamos cuentas. Y ni hablar, porque en cada movimiento de rotación, y por la inclinación del eje terrestre quien motiva el cambio de las estaciones (eclíptica), la tierra no repite por igual el mismo giro, sino que hace un corrimiento diario, y de continuo...” Fue con este pensamiento que desperté en la mañana, saliendo con la premisa de que ese día iba a ser distinto a todos los días conocidos, y por conocer. La primer ocurrencia fue hacer algo para lo que antes hubiera jurado ser incapaz: abrir la ventana de par en par y dejar que el reflejo de luz invadiera mi rostro somnoliento. Voy a decir que mis párpados se cerraron de forma involuntaria, debido a la brusca claridad. Enseguida, una ventisca se adentró por la ventana, provocando en mi cuerpo un escalofrío tan desgraciado, que dio lugar a una incontrolable temblequera, pronunciándose desde las puntas de los dedos de los pies hasta la cabeza. Peor, el canto del gallo de un vecino terminó por despertarme tan violentamente, que entré en retrospección hasta la edad infantil. Aquellas celebres películas de ultratumba; donde unos huéspedes habían elegido el castillo embrujado para pasar la noche, todo por culpa de la cruda tormenta que reinaba en las afueras. En el lecho, la bella mujer duerme como un ángel a la luz de la vela, a la par de una musiquita suave e inofensiva. De pronto, la sombra de un intruso se plasma mefistofélicamente sobre la pared de la alcoba. En ambas manos se dibuja una daga mortal en punta haciendo saber su malévola intención. Del último respiro al último suspiro, el suspenso yace cuando la sola nota de orquesta se precipita sobre la escena, 40
y de forma tan brutal, que no voy a olvidar los espasmódicos sobresaltos que se precipitaban en pos de mí a causa del susto crónico e indeseable. Llevaba las manos abiertas a mis oídos y cerraba fuertemente mis ojos. Lo primero era para no escuchar los gritos desgarradores de la víctima. Lo segundo, a fin de evitar ver la sangre derramando muerte. Pero, la odisea aún seguía su curso, puesto que delante de mí, ni siquiera el perro guardián supo reconocerme. La adrenalina hubo de subirle tal alto, que su cuerpo comenzó a corcovearse al igual que una hiena, y los pelos del lomo a erizarse como el del puerco espín. Mucho peor, un incesante gruñido hizo las veces de orquesta, mientras que, desde su boca entreabierta, los amenazadores colmillos parecían estalactitas y estalagmitas, escenificadas todas ellas dentro de una cueva mordaz, acechante, y terrorífica. El animal se parecía más al legendario lobisón que aquel que venía cuidando desde que era una tierna mascota. Entonces cerré la ventana, como quien cierra el telón del escenario. En mi interior yo sabía que no podía culparlo de nada. El haber alterado su costumbre, fue motivo de su repulsa. Es más, de haber sido yo el perro, probablemente hubiera actuado de la misma manera. Capítulo aparte, tuve que dejar debajo de la alfombra todo lo sucedido. El siguiente paso era la práctica del aseo. Y no voy a mandarme la parte que en esto propicié una alteración, y menos por un alocado capricho. Además, no tenía sentido cambiar esa formalidad. Mientras mojaba mi rostro, venía preparando una idea para cuando llegase el momento de entrar en la cocina, y dije: “En vez de tomar mate, tomaré té, sin que nadie impida este atrevimiento...” Fresco, renovado, y lúcido, ingresé al sector de la cocina. Debo decir cuán grande fue mi disgusto al contemplar la desagradable disposición de los objetos. ¿Y por qué el mis41
mo mantel tendido sobre la mesa? ¿Y mediando qué razón el frutero siempre debía de estar en el mismo lugar, o sea en el centro? ¿Acaso podía ser lógico el distribuir así las sillas? ¿Y bajo qué protocolo con imperativo de ley los adornos florales y otros decorativos colgando de la pared; la cesta de basura tener que estar necesariamente ubicada a un costado de la cocina, la elección de dejar fija la alacena en el lugar de siempre, o la de resignarme a la misma cortina en la ventana? Tema aparte el de la tulipa que cubre la bujía eléctrica, pues mil y tantas veces me arrepentí de haberla comprado. La verdad es que el poder de la tentación excedía toda capacidad de renuncia. Los hábitos de las formas lejos estaban de condecir con la manía de dejar las cosas así porque sí. De hecho, di vuelta el mantel, y de siete sillas distribuidas alrededor de la mesa, dejé cinco. En el lugar ocupado por el frutero, coloqué un florero con rosas amarillas y blancas. Cambié algunos adornos florales y decorativos en otro lugar de la pared. Respecto a la cesta de la basura, la alejé algunos centímetros de donde siempre estuvo. Y ya que estaba, cambié la cortina de la ventana por otra que dormitaba hacía años en un armario destinado a trapos viejos. Pues, hecho esto, acerqué una banqueta a fin de hacer altura, y disloqué la tulipa del cielo raso, hasta transformarla en un misérrimo florero, poblado con flores de plástico y de papel rancio, perdiéndose luego en el rincón superior y alejado de la pobre alacena. Y ya que nombré a la alacena, debo decir que, por causa del tiempo, fue lo único que se salvó. Al laborioso trabajo se le sumó atender a una sagrada costumbre. Por lo general, antes de desayunar, siempre tenía por adicción encender el televisor e informarme de las noticias, mayormente negativas del día. En este caso no atendí a esta estricta adicción, y de bronca desenchufé cuantos
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cables amordazaban a este decrépito aparato, por las dudas que se encendiera solo. Promediando e1 desayuno, recién cuando las últimas gotas de té se fueron deslizando por el interior de mi garganta, no sé cómo, pero algo me dijo que prestara suma atención en el perro. Pegué tal cabriola de la silla, que terminé por parapetarme a un costado de la ventana. Cuidadosamente, y sin hacer un minúsculo ruido, fui abriendo la celosía. Esta estrategia la hacía nada más que para que el perro no pudiera detectar que lo estaba observando. ¡Maldito animal, tenía las orejas en forma de radar justo por donde yo lo observaba! Infortunadamente, la experiencia con el perro no colmó una de mis memorables expectativas: ser más listo que él y no en lo que hace a la razón, sino a la capacidad del instinto. Así, cabizbajo, caminando a paso de anciano, salí de la ya extraña cocina y, usando como pretexto lo ocurrido, fui a visitar el living. No va que al ingresar, se escucha, desde afuera, el sonido del campanario de la iglesia. Podía poner las manos en el fuego que eran las 7:00 horas en punto, porque haciendo uso de razón, nunca la campana había sonado antes o después de esta hora. Y para dar crédito ante esta declaración, giré mi cabeza hacia una de las paredes laterales, a fin de corroborar la exactitud horaria de un aparatoso reloj de más de 50 años de antigüedad. ¡Sacrilegio! El reloj marcaba las 7:03 horas. Con el orgullo herido, corrí al dormitorio, camino al placard, y me hice al horario de un lujoso reloj de bolsillo al cual siempre adulaba su precisión. Si de irritación se tratara, puedo aseverar que el hecho no daba para frivolidades. Las agujas apuntaban en el horario exacto de las 7:03 horas, con lo cual esto sugería una rápida intervención en aras de resolver el enigma presentado.
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Tres fueron las evaluaciones seguidas a golpe de una simple corazonada: Primero: se trataba de una simple casualidad. Segundo: se reducía a lo fantástico; de la posible rebelión de mis relojes en contra de una campanada tan precisa como el tiempo mismo. Tercero: se excedía un trecho más todavía en lo fantástico. Pues tomando como cierto que el toque de campana fue realizado en el horario exacto de las 7:00 horas, era posible que el sonido se hubiera demorado tres minutos en llegar. 0bviamente, dada la poca distancia que separa la iglesia de mi domicilio, el retardo era imposible de ser sino por la locura de un científico desconocido, quien estando en secreto, dentro de su habitáculo cerrado, hubiera estado realizando pruebas de irrupción y/o suspensión del sonido en el orden de espacio-tiempo a través de ciertas posiciones angulares vía el primer impacto del badajo en la campana. Mientras, puedo y debo decir que el sonido del repiqueteo resultaba muy agradable. Tan es así, que le di la categoría de músico maestro; con sus manos descalladas pulsaba elegante las cuerdas de mis tímpanos, penetrando en el cuerpo, vibrando en la sangre, en medio del éxtasis, susurrando al espíritu, pretendiendo el alma. Y no sé, y lo digo con natural admiración, como logré salir de esa distracción. Lo cierto es que hice un rápido y certero abandono, debido a una incómoda sensación, un tanto femenina con eso de ser pasivo-receptivo. Un abandono en cuyo propósito me encomendaba a tomar la sartén por el mango. De ahí, que al notar que el sonido de la campana no menguaba su fuerza, aproveché los espacios que dejaba entre cada tintineo, introduciendo allí un improvisado pero apropiado tarareo. Y por si esto fuera poco, fui marcando los ritmos y compases, ayudando este ejercicio mediante golpes de pie en el suelo. E inclusive, me daba el lujo de arre44
meter con algunos contrapuntos hasta sentir al tintineo verse arrodillado en lo profundo de la vergüenza. Todo esto porque yo estaba convencido de mi superioridad, y nada más débil que un sonido tosco, y de una sola nota deslucida, saliendo de un miserable trozo de metal de forma cónica, embarrado con estiércol de gorriones y palomas, y carcomida la superficie por la vejez del tiempo, junto a la lenta raspadura del viento, el sol del verano ardiendo en toda su faz, y la lluvia llorosa ofreciéndole consuelo. Créase o no, todo el ímpetu fervoroso del dominio estaba bajo mi control. La fortaleza y la debilidad no dependían sino en la actitud que yo había adoptado. Ahora cabe decir que el tintineo comenzó a menguar cada vez más, que sentí su necesidad de querer ingresar nuevamente a mis oídos y dejar allí su último aliento. Yo, estúpido, al sentir lástima por el tenor de sus súplicas, acepté su requerimiento, a tal grado, que hice de mis oídos un adornado panteón en donde acoger al difunto sonido. Pero como dice la frase: “La confianza mata al hombre”, así el sonido, aunque la campana había cesado, producía pinceladas de zumbidos intermitentes, y en cuya insistencia se ponía de manifiesto su querer revivir, pese a estar encarcelado, estrechado, y renegado en la oscuridad. Ahora bien, de varias maneras intenté expulsar al sonido, y de la forma más graciosa y disparatada. Por ejemplo, recuerdo haber inspirado una bocanada de aire hasta dejarlo contenido en los pulmones, a la par que dejaba cerrados no solamente los orificios de la nariz apretándolos con el dedo pulgar y el anular, es decir, como si fuera una tenaza, sino además la boca, para asegurar que el aire no se escapase a su voluntad. Claro, ¿quién me había mandado a traer como colación vivos recuerdos de los dibujos animados, donde alguno que otro personaje solía expulsar de sus oídos desde piedras preciosas hasta minucias baratijas! Más aún, tener 45
que asumir la realidad de los seres humanos animados, muy y tan lejos de esa fantasía; y desde ya, no hace falta decir cuáles fueron los resultados obtenidos. Entonces busqué una forma distinta a la anterior. Tras recordar a un eminente cazador de vizcachas, inundando con agua la cueva, y provocando que el animal tenga que salir de allí a ignorancia de las redes del trampero, o del inevitable azote de palo pesado, fue que acordé en hacer exactamente lo mismo. Entonces derramé un poco de agua dentro de un embudo colocado primero en un oído, y luego en el otro, atento a poder atrapar el sonido entre mis manos como si fuera una red, o azotarle con una palmada ni bien se asomara hacia el exterior. No obstante, y en estos casos, el éxito o el fracaso dependían del objetivo propuesto. Por eso mi rostro de desahuciado lo decía todo. Ante la apariencia de un sonido que estaba a punto de morir ahogado, no sabría decir de dónde, ni cómo, pero lograba sobreponerse ante la adversidad, grandemente, hasta hacerse fuerte. En definitiva, dejé el sonido en ese lugar, asumiendo de hecho la adopción, haciendo de cuenta que el acto de irresponsabilidad venía por el lado de la campana, todo por dejar a su criatura abandonada en el umbral de mis oídos, sabiendo de antemano que nadie podría negarse a esa sensación de enternecimiento, y menos frente a una tierna molicie. Pero, hilando fino, ¿adónde estaba escrito aquello de obligarme moralmente a aceptar y atender las cosas sí o sí? Debo insistir en decir que esta especie de criatura, traviesa de por sí, se entretenía paseándose de un lado a otro de cada oído, y en su recorrido acariciaba las cuerdas de mis tímpanos como si fuera un arpa. Pero este juego, divertido para ella, por otro lado lograba ocasionarme un cosquilleo alto insoportable. En verdad, no sabía ya que hacer con su indisciplina. Por lo pronto tuve que sacudir la cabeza, de la manera en que los perros lo hacen con todo su cuerpo una vez 46
que salen de un chapuzón en el lago. No recuerdo bien, pero detuve la acción recién cuando el cansancio ganó mi fuerza. Eso sí, rato después, y como premio al esfuerzo realizado, fue que repentinamente se produjo un milagro; pues, el sonido desapareció, porque al parecer la criatura —y esto sí merecería un brindis—, había dejado sus travesuras a cambio de irse a dormir para siempre. Y así fue, por cierto, que quedé en silencio, vacilante, dubitativo, en medio de una mezcla extraña entre la relajación y el pesar de una culpa ajena. Y esto último se debía a que alguien se tenía que hacer cargo de la fuga de un sonido que, por habérsele dado de alta fuera del hábito de su tiempo, viajó en la incertidumbre, sin rumbo fijo, encontrando por azar un refugio de difícil aceptación. Ante semejante situación irresoluta, una elite de suposiciones agregó mas leña al fuego; todas ellas se vestían de elocuentes especulaciones, y de las más fantásticas. Entonces, a fin de evitar más confusión, acordé en dejar abierto un sensor interior para que pudiera activarse cuando la mente detectase una imagen única y correcta. Por el sensor desfilaban cuantas imágenes se podían suponer, y se disparaban dentro del espectro de luces multicolores, unas con las otras entremezclándose en busca de coincidencias, actores, casualidades, hasta de experiencias sobrenaturales. Sin embargo, la respuesta se hacía prepotente por querer salir. Y de tanto encontrar negativas por hallar el modus operandi, hizo que de golpe comenzara a sospechar del funcionamiento de este sensor interior; decía ser una fantochada creada con el solo hecho de augurar una posible respuesta. Entonces retomé las imágenes, como el estudiante que repasa sus apuntes antes de rendir el examen, analizando una por una de ellas las causas. Y cómo será que suceden las cosas, que por las causas de una de ellas fue que un ¡ya sé! retozó sobre todas mis emociones juntas. Tan 47
es así, que comencé a temblar entero por la jura de una verdad, que a la postre, parecía incuestionable. El paso siguiente se correspondió con la deserción de la duda, ya que hubiera sido un gran pecado mantenerla de pie frente a la poderosa competencia de la convicción. El influjo mismo de la experiencia me llevó a poner al descubierto el motivo del presentimiento. Por entonces, el cura párroco mandó al sacristán a tocar la campana, siendo las 6:59 horas a.m. —o sea un minuto antes del horario programado—. Aconteció que en el trayecto en que iba subiendo, y dado que venía pensado en tonterías, tropezó en uno de los primeros escalones, y con tan mala suerte que se torció el tobillo. A fin de evitar que el cura párroco le sermonera por lo necio que había sido al no mirar por donde tenía que pisar, este servidor omitió el llamado de ayuda, siguiendo la marcha cuesta arriba, a pesar de prescindir del normal movimiento de un pie. Pero como debía ir gateando, cada vez se demoraba aún más por llegar hasta donde estaba el campanario. Cuando llegó a la terraza, ya habían transcurrido tres minutos de las 7:00 horas a.m. Con dificultad apenas si pudo erigirse con un solo pie, conseguir alzar uno de sus brazos, halar de la soga y, en efecto, activar el meneo de la campana. Pero, nada podía remediar las cosas... ya era demasiado tarde... Tras haber cerrado el caso, un poco más tranquilo, mejor relajado, miré la hora. Eran las 7:35 horas. Por poco creí estar alucinando. Automáticamente friccioné mis ojos con ambas manos, como queriendo desperezar la conciencia antes de entrar en contacto con la realidad. Una conciencia que pronto entró a cuestionar seriamente al paso del transcurrir; de un tiempo que llamaba a creer ser coautor de su propia lentitud, deliberada, por supuesto, en su atrevimiento de curiosear impertinente sobre cada uno de los sucesos conocidos. Porque muchas cosas fueron las que sucedieron, 48
y pocas las que el reloj guardó para sí. Y, por consecuencia de esto, que un interrogante sobrevoló por encima de mi cabeza, presentándose así: “Acaso el tiempo transcurre a través de mí, o soy yo el que transcurre a través del tiempo”. En el reloj observaba los pasos del segundero, con un cierto aire de resquemor, y por querer saber de alguna otra malicia del tiempo, en querer atrasarse, o adelantarse, según su antojo. Sin moverme de allí, también propuse mirar de reojo la forma del espacio creado en la cocina. Enseguida, una risa nerviosa se me soltó de la boca: “Tiempo y espacio alterado por un simple capricho; un perfecto juego con tal de salvaguardar la premisa...” Pues, a veces, cuando las cosas comienzan con un juego, se ponen en evidencia otras cuestiones. A esto lo aprendí luego de haber experimentado aquello de jugar con el tiempo y el espacio; del reloj a la cocina y viceversa. Aquel aparente recreo, hubo de transformarse en un nuevo e inesperado presentimiento. Y éste se hizo carne cuando tras volver a temblar, casi de miedo, pude sentir también un extraño sacudón en el perro seguido de un desmesurado aullido de trompeta. Así mismo, este reflejo producido en el animal, revelaba una especie de sensor instaurado en lo profundo de su secreta naturaleza, y que, al detectar la densidad de la ruptura, se activó con toda potencia. Éstas fueron mis palabras: “Maldito sacristán, de aquí en adelante hasta perecer en el tiempo final...!” Con excelente gratitud hubiera yo aceptado las palabras de un consejero, diciéndome: “Ve, sin escatimo, y pídele las explicaciones correspondientes al Sacristán”. Pero, a tal efecto, habría complicado algunas que otras relaciones personales. ¿Qué excusa justificaría dejar plantado a mi socio, habiendo de por medio una infaltable entrevista de nego49
cios? Conociéndole, diría ninguna. Por ende, tuve que asumir el advenimiento de dos fuerzas dentro de mí pugnando por su supremacía: el impulso y la razón. Lo primero contestaba al fragor de una mente inestable. Lo segundo, a los estamentos morales e inequívocos de la responsabilidad. Yo, en medio de las dos fuerzas, ponía en la balanza los pesados movimientos... Siendo las 7:56 horas, jamás me hubiera imaginado antes poder estar sentado sobre el descansillo de una pequeña rampa de ingreso a la iglesia. Y mientras mi cuerpo seguía con eso de darle la espalda a la Galilea, masticaba rabia a más no poder tras un irrefrenable deseo por irrumpir en el interior del templo. La misa ya había culminado, así que la muchedumbre de feligreses comenzó a abandonar la iglesia, en un lento caminar, cruzando por ambos lados de mi cuerpo encogido, una mezcolanza de palabreríos baratos y comentarios disímiles, abriéndose hacia el espacio infinito, que todo lo absorbe, y que todo lo recicla. Cuando las condiciones así lo requirieron, sobre todo luego de que las voces de la muchedumbre se acallaron, fue que di la vuelta en dirección al templo. Quería ingresar a toda costa. Poco antes de hacerlo, eché una moneda en un cajón cilíndrico puesto a la entrada del pórtico, en el cual había un cartel sujetado con una cinta en todo su alrededor, y que reclamaba lo siguiente: “Ponga aquí su limosna, se agradecerá su colaboración”. La moneda era falsa. Por si acaso no se abría la puerta de ingreso, tenía otras verdaderas. Suerte que se abrió. Entonces di mis primeros pasos, apenas apoyando los zapatos sobre un descomunal piso de parqué en virtud de no inquietar al silencio, ya que por la acústica hubiera alborotado a las palomas mensajeras que estaban durmiendo arriba de las claraboyas. Ahora bien, ese camino directo al altar, rodeado de principio a fin por una larga hilera 50
de bancos, creaba una escenario inmensamente fantástico. Aunque parezca una locura decirlo, por un instante sentí ser el mismísimo Moisés abriendo las aguas. Abría los brazos como si fueran alas, e imaginaba la punta del báculo produciendo el fenómeno; y ya que había tomado prestada la figura del héroe, alimentaba la fantasía de ver pasar por delante de mí centenares de niños, hombres, mujeres; en el camino fangoso los pies descalzos de aquellos peregrinos, saliendo de la opresión a la gloria, de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la resurrección. Con toda franqueza, cada vez que recuerdo aquel desliz de la conciencia, pongo en consideración algo de vergüenza. Aunque si vamos al caso, me encontraba solo. ¿Qué tanto bochorno decir que mi cuerpo se parecía a un maniquí, o una estatua torneada a priori de semejar a una figura alada? Lo que no puedo negar es la experiencia siguiente: luego de quedar sin imágenes que siguieran avivando la llama de la fantasía, una aguda soledad contrajo sociedad conmigo, tan es así, que muy poco, o casi nada, podía hacer una preciosa música de órgano saliendo de las fauces del recinto, a la sazón de ayudar a mitigar semejante soledad. Tal vez si me hubiera controlado... Quiero decir que habría ganado mucho terreno en un acto seguido de la razón, sumado a la posibilidad de haber podido descubrir parte de la naturaleza del templo. Empero, cuando los hechos han sucedido, cualquier excusa viene como anillo al dedo; cualquier juicio es capaz de revertir lo ya hecho. Pero hay una frase que resigna a uno a tomar las cosas tal como son: “Lo hecho, hecho está”. Más bien debería sacar toda deducción posterior al caso y asumir de una vez por todas la realidad de lo ocurrido en aquel momento. Pues, aquella soledad hizo que apichonara mis raras intenciones dentro del recinto. El ponerme en calidad de visitante, más la lectura de mi ego
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subestimado, dejaba una agria señal por salir airoso de allí adentro. Ocasionalmente, y por causa de un gran defecto arrastrado desde mi niñez, el ser porfiado ayudaba a querer seguir adelante, pese a todas las contras. Y cuando se me soltó una leve alegría, no fue sino al sorprender a la conciencia —más que nada porque ella estaba en otra cosa—, el escuchar, dentro de un lugar tan armonioso, un desordenado ruido, algo así como objetos revoltijeándose quién sabe por qué razón. La naturaleza de este ruido —lo recuerdo como desentonado con el ambiente—, fue cambiando de color, dado que en primer lugar rompía la armonía, cosa que favorecía por mi lado; pero, las repeticiones, lejos de detenerse, generaban una monotonía por demás de fastidiosa para el flácido sopor de mi paciencia, quien no puso reparo en dar a conocer su capacidad de resistencia. “¡Quién se cree que es este mentecato!” —refunfuñaba entre dientes la calentura de creer ser vigilado por algún personaje misterioso. Sobre todo, sospechaba del sacristán ocultándose en algún lugar secreto del recinto. De más está decir, que así como un granito de arena es también parte del universo, un insignificante bollo de papel catapultándose detrás del altar fue también parte del secreto. Ahora quedaba saber qué hacer delante del secreto. En una rápida toma de decisión, sin discutir con la conciencia por lo que hacía, aunque para los normales fuera una situación embarazosa, o escandalosa, igualmente me arrojé por uno de los espacios que generalmente dejan las hileras de bancos, convirtiéndolos ocasionalmente en una sofisticada trinchera. No recuerdo bien, pero habré estado unos cuantos minutos cuerpo a tierra antes de tratar de hacer ojos vista por una de las aberturas que dejan las dos tablas horizontales y que hacen las veces de respaldar de los 52
bancos. Por mi parte, obedecía a la firme decisión de develar el misterio de saber quién se ocultaba detrás del altar. Por su parte, o sea, la supuesta persona, simulaba tener la misma intención. Al menos una nueva señal hubiera tranquilizado a una paciencia ya doblegada por el afán de saber la verdad. Esa verdad que tanto retumba en el vacío, o en el olvido, como si fuera una memoria trastornada por el tiempo y el espacio, y en cada suceso ver al artista haciendo proezas con sus manos, innumerables sombras chinescas que se distorsionan, se agregan y desagregan, se resuelve y se corrompe; y esas formas que van armando esos dedos, y una verdad escondida detrás de las formas, en la sombra, en las manos del artista, y en el artista en sí... Lejos de toda posibilidad de descubrir el misterio, y esa disposición de formas que devenía desde el primer ingreso al templo, es por lo que la verdad que tanto fastidiaba mi yo interior tuvo que salirse a la vista, y por sí misma. Realmente, lo recuerdo como una larga abyección saliendo de mi tragedia; de un cuerpo tendido al suelo e innoble por enfrentar al misterio. De cualquier forma, llámese regalo del destino, o quizás por misericordia que por Justicia, inesperadamente se escuchó una voz reveladora: —¡Padre, encontré lo que tanto se buscaba! Esa voz, un tanto juvenil, revelaba dos misterios en uno solo. Y debo decir que, por la acción del automatismo, fue que mi cuerpo dio un respingo, no pudiendo entonces prescindir de ver lo que pasaba: mientras el monaguillo extendía sus manos, haciéndolas portadora del objeto extraviado, guardando la prolijidad de dicha postura en el acto de entregársela a su dueño, el cura párroco —en quien ya no tenía dudas de tal identificación— salía contento al recibimien-
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to de su pequeño escudero, apareciéndose gran parte de su desnuda figura por sobre le cúspide del altar. Por supuesto, una de las cosas más desagradables que podía pasarme era la de caer en la ridiculez, y peor delante de otras personas. Recordé enseguida aquella frase tan en boga escrita por Maquiavelo: “El fin justifica los medios”. Así que decidí ponerme en posición de fanático religioso, hincado de rodillas al suelo, los dedos entrelazados, con la cabeza al cielo, la boca simulando una plegaria, en medio de la herida que vierte un rostro deprimido, en la ausencia de misericordia, los ojos enrojecidos, una verdadera pantomima, una virtual parodia, y luego transformada en un rezo lacrimoso. Todo un excelente simulacro. Ninguno de los dos —o sea, el cura párroco y el monaguillo— supieron darse cuenta de algo fuera de lo común. Ambos seguían ocupado en el objeto antes perdido. Se trataba nada más ni nada menos que de un insignificante mantel de lienzo color blanco, el cual ambos tomaban de ambas puntas en virtud de poder distenderlo. De hecho, ¡qué gran oportunidad!; ninguna mejor para salirle a increpar al cura párroco por la presencia del sacristán iba a tener durante el transcurso del día. Así que me puse de pie, en dirección al altar, sin inhibiciones de ningún tipo, sino con la convicción de un ganador en batalla. En la medida en que mis pasos avanzaban sobre el terreno, el cura párroco —quien no desviaba su atención hacia mí—, deslizaba el mantel sobre el altar y, de tal manera lo hacía, que lograba desplegarlo libremente, dibujando una caída leve por el lado de la cara frontal. Por si acaso que algo fallara, aceleré la marcha, sin importar siquiera el ruido de tropel de mis zapatos contra el piso de parqué; porque en resumidas cuentas el fin debía justificar 1os medios, y no había más remedio que congeniar con esa premisa.
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Antes que todo digo que por desgracia, el destino, a veces se ensimisma en negar al hombre perseverante la consecución de sus fines, y a veces lo hace cavilar en medio de caminos insondables, sacándole lo poco que le queda, dejándole en la miseria; con la boca limpia pero sangrando palabras irreproducibles, la lengua amarga de la blasfemia, sin el aliento futuro, la desgracia asomando a flor de piel, los ideales bajo los escombros de la ruina, evitando la mirada esquiva del sepulturero, sintiéndose el alma golpear en la fosa, y los vientos que se llevan las memorias; así, la desgracia se abrazó a mí, sin dejarme respirar. Porque faltando nada más cerca que seis malditos metros para llegarle al altar, veo aparecer en el lienzo unas hermosas letras de color rojo vivo amalgamando una frase inmortal, lo que originó que clavase los zapatos en el piso, como si de golpe me hubiera encontrado parado sobre la delicada margen de un precipicio. La frase decía: “AL QUE TE HIERA EN UNA MEJILLA, PRESÉNTALE TAMBIEN LA OTRA; Y AL QUE TE QUITE LA CAPA, NI AUN LA TÚNICA LE NIEGUES”. San Lucas 6-29. ¡Vaya qué problema, una ley suprema, de orden primordial, estaba protegiendo los cánones y los reglamentos instaurados en las entrañas del templo! De ahí que por mis extrañas y no muy buenas intenciones, todo por cuanto se soltaba una acción, hiciera que saliera la ley en su rápida captura, siendo capaz de torcer la voluntad del destino en su justa medida, y hasta de provocar el retorno del efecto hacia el lugar de origen ¡Y adónde habrá estado mi cabeza para descreer enseguida de la presencia de Dios en el templo! Pensar que quedé inmóvil a causa de un placer que se daba Dios para conmigo... A propósito, no pasó más de minuto y medio cuando tras rebobinar los hechos precedentes pude darme por enterado 55
de todo lo que vino ocurriendo desde que había pisado suelo dentro del recinto. Pues, no había dudas que pudieran contrarrestar tantas evidencias. El Ser Supremo, al detectar algo sospechoso, hizo una estricta vigilancia para conmigo, debido, entre otras razones, a que mi sola presencia áurica generaba una alargada incomodidad. Aprovechó el sonido armónico del órgano, y ÉL mismo se hizo música, para mitigar la disonancia producida por una mente oscurecida. ¡Sí, en efecto, la brillante melodía fue la causante de aquella insoportable soledad! Dios, muy vivaracho, procuró primero la fantasía, luego la desvaneció deliberadamente para que yo quedara solo, enclavado en el silencio, tratando de asimilar la suave y retórica melodía. ¿Con qué motivo? Muchos. Entre ellos el más evidente: poder quedar cara a cara el humilde con el soberbio, el noble con el infame, el amor con el odio, y el paciente con el desesperado. Era lo más parecido a una especie de batalla de guantes blancos, la cual comprendía una ingeniosa finalidad: poder rever los asuntos internos que tanto me superaban. Luego, como no dio resultado su plan, abusó con su poder para fragilizar la memoria del cura párroco, quien buscaba detrás del altar aquel mantel de lienzo blanco; pero, en realidad, lo hizo para trasmutarse dentro del cuerpo del cura párroco, con el propósito de rastrear mis movimientos, sobre todo, de ver qué carajo yo hacía entremedio de unas hileras de bancos. La aparición del monaguillo con el mantel le sirvió de pretexto para no evidenciar su visible presencia. Mas no se quedó en los laureles, sin permitirme juguetear una y otra vez, porque el juego de las escondidas es su mejor juego. A ÉL nadie lo ve, pero ÉL nos ve a todos. Y ahora que lo recuerdo, exploté de bronca por habérseme escapado. ¡Sí, por poco que casi lo agarro con las manos en la masa! Lo digo y lo afirmo, pues era ÉL y no la frase puesta en el man-
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tel de lienzo... era su juicio, era su autoridad, era ÉL mismo transformado en palabras... Pues, al considerar que la derrota era un hecho cierto, comencé a desandar el camino, acompañando con un suave silbido aquella música de órgano, por demás recurrente, parecida a una marcha fúnebre. De todas formas logré, ya que eso era lo más importante, salir como de adentro de una burbuja en virtud de contemplar la mañana en toda su esplendorosa belleza. Nuevamente retorné al mundo... De frente a la Galilea, como el borracho que es sacado a borbollones desde adentro de la cantina, propiné palabras de desafío al templo; de una posible revancha en el futuro inmediato, pero con testigos presenciales. Yo sé lo mucho que cuesta decirlo, pero todo fue una gran ridiculez, ya que desde el templo no llegó ninguna respuesta. Yo porfié más de la cuenta por querer definir el famoso duelo. Como si fuera el paciente leopardo, cobijado entre los matorrales, en la prolongada vigilia, y en mansa espera que promete la llegada de alguna manada de ciervos, o emúes, o cebras, utilicé como lugar el mismo descansillo donde antes había elegido sentarme, acudiendo a esperar y esperar... Entretanto, salía de mí esa voracidad de querer armar mentalmente los futuros planes de ataque. Entre todas las ideas sobresalía una en particular: todo pasaba por sorprender a Dios, dado que entraría al recinto tomando prestadas las vestimentas propias de algún cardenal, o sacerdote, o un diácono, o un simple monaguillo. Sin que se diera cuenta, buscaría alcanzar el altar, porque ése es el lugar donde se dan las condiciones para el descenso del poder divino. Una vez allí, “un risita burlona se soltaría de mi garganta llena de gozo, donde el personaje histriónico —llamado así aquel que habita en la resaca del interior— haría una danza en
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medio del recinto ¡Qué más poder que humillar el rey en su propio palacio! En realidad, la espera contribuía a darme ese recreo. Pero, desde ya, dado que la demora cantaba por sí misma, poco a poco mi paciencia de saber acerca del duelo se fue apagando; y en lo que hace a la idea, la dejé archivada, ¡pero ojo!, bajo la norma de “in péctore”. En un momento dado, y por la demanda de una conciencia distraída, casi emprendo una retirada del lugar, olvidando claro está, el motivo de mi presencia. Es que la experiencia dentro del templo, tan fuerte por cierto, puso un velo delante de mis ojos para borrar la imagen del sacristán. “Es que si vamos al caso —decía para mis adentros—, más que grandes son las posibilidades de que este servidor haya permanecido en el interior del templo, aunque de ser así, tampoco se va a ocultar por toda la vida”. En ese instante, y sin levantar la cabeza, comencé a acalorarme por dentro tras notar cómo mi cuerpo se ensombrecía levemente. Creí que se trataba de una nube pasajera, y tan oportunista para distraer lo que venía pensando. No por eso la nube iba a estar cerca de cinco minutos tapando la luz del sol. “¡Qué está pasando!” —exclamé, aún permaneciendo en la misma posición. En verdad, el problema no estaba arriba, sino abajo. —Creo poder ayudarte, si tú lo deseas. La voz denunciaba ser conocida. Sólo bastaba con levantar la vista, nada más. Lo hice. En concreto, descubrí su imagen. Era el monaguillo. No pude contener la posibilidad de decirle, aunque fueran unas pocas palabras: —¿Acaso eres tú, o es ÉL viniendo al encuentro? Esta pregunta resbaló de su interés, y lo deduje enseguida por cuanto a que sólo se limitó a querer prestar su ayuda. —Estoy aquí porque creo verte muy mal. 58
Siguiendo el juego de él, o de ÉL, en insistir agregarse en mi ayuda, no hice sino intentar llegarle con un pedido especial. —Llévame, si tu corazón lo desea, adonde está el sacristán, y no te molestaré de por vida con otra cosa. —Por favor, si no existen condiciones para ayudar; si se trata del sacristán, estoy dispuesto a llevarte hacia él. El monaguillo me condujo por un largo pasillo que seguía la paralela con respecto al costado exterior de la iglesia. Hacia el fondo, podía apenas divisarse un departamento adornado a la entrada por un precario cantero, penosamente provisto por algunas plantas, y abriéndose parejamente en dos partes, para dejar un angosto camino hecho con adoquines desembocando contra el umbral de la puerta. Antes de preguntar si era allí donde se hospedaba el sacristán, el acólito pareció anticiparse deliberadamente en la respuesta. —Ahí es donde vive la persona que tanto te obsesiona. Su olfato de previsor cada vez aumentaba más la sospecha de que era Él quien estaría a mi lado dirigiendo la guía de mis pasos a la zaga de sus pasos; y dado a que el sol pegaba en nuestras espaldas, acudí en hundir la vista en el suelo y observar así la sombra de ambos cuerpos. Decía en mi interior que si este compañero fuera una figura holográfica creada por ÉL, no provocaría de ningún modo la sombra, por lo que lo sorprendería con las manos en la masa. Pero, contrario a toda presunción, luego de seguir la sombra en el lugar correspondiente, tuve que rechazar de plano la idea primera. Seguí entonces con otra estratagema. Para ser preciso, detuve la marcha del monaguillo al sujetarle con las fuerzas de mis manos su antebrazo. Esta manera de prorrumpir, demás de extraña, no contestaba a ningún patrón normal, por lo que debía de atender vigilantemente y con elogiable cuidado por lo que pudiera hacer el monaguillo; y 59
desde ya que no podía caber ningún motivo de contención, dado a la demanda de mis más hondas especulaciones acerca de la presencia de Él. Entretanto él o Él, se detuvo. Yo también me detuve. Él o ÉL “invirtió” la posición de su cuerpo hasta quedar mirándome de frente. Yo pude captar la forma en que realizó la “inversión”, y también quedé mirándolo de frente. Él o ÉL actuó de la forma más natural del mundo. En cambio yo, reaccioné de la forma más extraña del mundo. —¡De una vez por todas deja las tonterías de lado, revélate, y no sigas con tus fantochadas! Él o ÉL se pronunció como obligando al pensamiento. —No dudes de mí, siendo que soy el indicado para ayudarte a encontrar lo que buscas. No es mi deseo exagerar, pero nunca jamás he de olvidar aquella expresión, que si bien salía en forma de comunes palabras, se amoldó como notas musicales que se corresponden con la figura de un rostro compasivo, humilde, amigable; y analizando las cosas a la distancia, aseguro que consiguió sazonar mi extraño comportamiento. Enseguida me di cuenta que el desorden, al menos, tenía que ser sustituido con algo. Distinto hubiera sido que, delante de él, o ÉL, nada hubiera importado quedar como un loco. Pero sí que me importaba, y por la luz de las estrellas, nada peor para mi ilustre ego querer permitirse caer en la locura. Mejor fue hablar antes que ruborizarlo todo. —Es que no creo que seas Tú, sino ÉL, quien tomando prestado tu pesado cuerpo y la lumbre de tu espíritu, ha venido hábilmente en mi ayuda. Estas palabras lograron poner una primera reacción, lastimosamente humana. —Por lo que quieras, no logro entender eso de “ÉL, quien tomando prestado tu pesado cuerpo y la lumbre”...
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...¡De tu espíritu! —interrumpí a ultranza—, el Omnipresente, e ilustre autodidacta de todo cuanto está creado; y en virtud de ser el gran protagonista de toda existencia conocida y desconocida, se conduce en hacer lo que se le cantan las ganas. ¿Me entiendes? Como mínimo, al menos esperaba un asentimiento. —Perdóname, es que denotas estar tan excitado por quizás alguna mala experiencia, que se hacen confusas todas tus palabras. Fue la gota que rebalsó el vaso. Sentí, por un lado, un ligero complejo tomando gobierno dentro de mí, y por otro, como una reacción nerviosa para contrarrestar dicho síntoma. Así y todo salí a poner las cosas en su lugar. —Quisiera interpretar que verdaderamente no entiendes, ya que ése es mi deseo. De todos modos, de ser así, tendría yo que ser precavido de emitir algún descontento contigo, ya que dejaría de lado el interrogante de pensar que estarías actuando subrepticiamente. Ahora bien, por esto también quisiera decir que, en función al llamado “amor al prójimo”, confío en que tú puedas sustraerte de juzgar lo que siento, porque sería de mal gusto que te empeñes en mi contra. Ya que eres un simple y joven monaguillo que tan pronta como ocasionalmente tienes el quizás afortunado privilegio de llevar a ÉL muy adentro, aunque no estuvieras impedido de entendimiento, tampoco ameritarías culpa alguna, eso sí, irremediablemente y por causa de tan holgado privilegio, tendrás que pagar derecho de piso: mi enojo hacia ÉL; palabras que ocasionarán repugnancia, rechazo, o indiferencia, o irritabilidad, dado que se estrecharán contra ti, aunque sólo serás un vehículo, o un instrumento, dentro de tu envoltura humana, nada más conformable que eso. Pues, no quiero arisquear, ni regatear las cosas, por lo tanto ir en desventaja, sino hablar sin pelos en la lengua por esta única vez, y decirte que el Omnipresente, por ser artífice 61
ejemplar de la creación, puede hacer lo que se le canten las ganas, y no hay motivo alguno en contrarrestar dicha osadía. Pero figúrate: ¿qué tanto puede intranquilizarle un insignificante desafío salido de una criatura que aquí puede ver, infinitamente desvalorizada en comparación a su infinita grandiosidad? ¿Acaso podría sentirse agraviado por eso? ¿Es que se ha olvidado de todas las complejidades por las que atraviesa la criatura humana que ha creado? Veamos si hay algo que decir a lo siguiente: si queremos alcanzar la máxima plenitud de nuestro Ser Superior, tan brillante, tan sublime, tan perfecto, ¿acaso no pecamos contra ÉL por pretender igualarle? Si enterramos la posibilidad de encumbrarnos en la cima de la sabiduría bajo el oscuro terreno de la ignorancia, porque debemos diferenciarnos de ÉL, ¿no estamos pecando de inútiles, inservibles, y estúpidos? Conclusión: sea que nos quisiésemos parecer, o diferenciar, hay algo que nada concuerda con la premisa: “Dios nos creó a su imagen y semejanza”. Y ya que embarramos la torta, por entre las pobladas páginas de algunos que otros libros de historia oficial y no oficial, se imprimen con tinta viva las más horrendas y sanguinarias persecuciones, donde la sola lectura produce tal sensación de malestar, que en una oportunidad hube de preguntarme acerca de quién las escribió. Con esto quiero referirme a que hubo un tiempo en el cual hombres y mujeres hicieron de su innato acto de sanar enfermos una dicha para su desdicha; y si fuera esto nomás olvidaría lo sucedido a unos nobles caballeros, en cuyo temple podía verse resplandecer las moradas del éxito, el mítico sudor trasvasado de catedral en catedral, encaramándose en lo alto su investidura, siempre presente la siembra de su símbolo, todo para que otros pudieran elaborar la encíclica del perdón mucho antes guardado que la primera hoguera; y de lo mismo por aquellos hombres de las tierras altas, de inconmensurable saber, reviviendo los cielos de Ara Murú, 62
cuando las olas del flamante océano hacían presagiar la llegada del salvador, sólo aparecieron unas barcas llevando el logos de la intolerancia de lo de arriba con lo de abajo. ¡Ahí está el celo del Dios!, ¿y sabes una cosa?: los servidores volcados a su sentir justificado, congeniaron el apreso de los humildes como su norte reverencial, y las acciones contra los endemoniados como una servil justificación histórica de los actos, bajo un decir inobjetable: “Pobres de ellos, con sus almas endemoniadas, tuvimos que redimirlos en nombre de Dios y su verdad”. ¡Maravilla, ahí lo imagino, al asqueroso demonio haciendo causa de otra causa de otra coronada reputación! ¡Ufa, buen amigo!, ¿no será que Dios hubo de lavarse las manos para que otros las manchasen con sangre? ¿Tan errado es decir que por ser el dueño de todo el milagro que ha hecho, la misma obra universal le haya generado recelo, mezquindad, y algo de egoísmo, otrora vicios humanos? ¿Por qué entonces el hecho de dejar tantos tendales de víctimas inocentes en manos de las persecuciones, enfermedades, tragedias, vejaciones, para luego mostrarse misericordioso y tener que recoger como si fuera con una cesta los cardúmenes de almas, todas ellas malogradas de experiencia y realización en un mundo creado? ¿Con qué razón entonces conceder vidas en vano? ¿No será que Dios, luego de culminar su etapa de milagrosa creación, no ha sabido cómo sostenerla, llevando ese peso infinito de responsabilidad a canalizarse en una especie de locura? Realmente para hacer semejante obra tendría que haber estado loco, muy loco, extravagantemente loco, infinitamente loco. Tan loco como vivaracho al haber creado un demonio fantasmal, entre otras cosas para ver hasta dónde el ser humano es capaz de inclinar su libre albedrío, como la prueba universal, de elegir el bien o el mal, no importa cómo, ni mediante qué condiciones, se trata de elegir, independientemente de toda noción de libertad; y yo elijo ponerme en enemistad con Dios, y 63
también con el demonio, porque no me gusta su feota cara, no me gusta el instrumento de la prueba, no me gusta lo que han dicho de él, un rumor de que ese ser apesta en la insubordinación de quien lo creó... Aunque días atrás pensé así: ¿No será que Dios hizo de ese ángel un perfecto discípulo, y que su rebelión no fue otra que la obediencia a una estricta regla, pasando a la perpetuidad la subordinación de la insubordinación? Lanzado en el mundo, como soldado sobre el campo de batalla, el demonio ha sobrevolado una época para olvidar, como un gigante tormentoso, puerco, horrendo y nauseabundo, el rey de los placeres, el generador de los desórdenes carnales, el ladrón de almas, el antiestético, el antiDios; y estas denominaciones encolerizadas sobre este “pobre diablo”, que siempre ha aparecido como una creación externa, con toda libertad se ha trasmutado en la creencia popular y fantasmagórica de generación en generación; mientras que el gran Dios que tenemos vela por las noches, su omnivigilancia se abandona a sí misma, a pesar de los clamores de los que están en el mundo. Sinceramente, da que hablar semejante endurecimiento de su corazón, de quedar inmóvil frente al visible vicio que corroe de alma en alma; y otra vez el pobre diablo en su salsa, que se engrandece ante los ojos de los que salen a la captura de los pretenciosos, mortificándose el valor de los nobles, la audacia de los fuertes, la posible pretensión humana por creerse superior, aunque sea por fantasía... ¿o no será que tal vez el hecho de salir de un estado de postración hace del hombre una criatura potencializada, realizada, completa en felicidad, y en su plenitud divina? ¡Bah, qué joder, si toda la culpa la tiene el diablo...! ¡Ah, menos mal que no he dicho nada del infierno eterno!, y no es sino porque prefiero callar que decir directamente que por la obtusa sensación emanada del soplo de la imaginación, nada mejor para los fanáticos que sujetarse de los supuestos brazos de Dios, como quien viéndose sorprendido 64
por una terrible tormenta, suelta todos sus instintos de huida en pos de hallar un albergue más próximo donde apaciguar el miedo y la salvación. Y si se requiere más precisión, la tormenta es la recreación del infierno; el que huye es aquel que sugestionado por la imagen no tiene más remedio que creerla en su grandilocuencia, espantosamente hablando; y el albergue es la casa del placer celestial, donde poder sentirse seguro, protegido, y comprendido, que con el solo hecho de pensarlo no darían ganas de salir nunca de allí. ¡Ajajay! Cuando mientras todo transcurre así, queda claro una cosa fundamental: “De no ser por el miedo a la tormenta, nadie podría escoger el albergue”. Y si lo digo en otras palabras, sería así: “De no ser por la imagen desolada de un averno de fuego y oscuridades, pues menos serían los adeptos al albergue celestial”. Me lo imagino a Dios, abrazando a los miedosos que ÉL mismo ha creado, tan miedosos para parecerse a esos niños que se aferran a los pantalones de sus padres, previamente condicionados a temer al fantasma que amenaza un espantoso castigo. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué tanto, si Dios sí que se debe reír a carcajadas de nosotros, y cuán grandes esas risotadas que todavía se prescriben en el tiempo, hasta este siglo XX, el tiempo de los derechos y la libertad, jurando a pleno la reivindicación del libre albedrío para todos! ¡Aleluya, aleluya! ”Ahora el demonio tormentoso se ha hecho sutil y silencioso; ha salido del ostracismo a la penitencia, pero, sin embargo, voy a descubrir un secreto, pues sigue siendo la misma serpiente horripilante del génesis, y como tal anda serpenteando invisible por las colinas de las libertades y la ignorancia, ¡ah...!, y por las oficinas del FMI. Ahora, pon mucha atención en esto que te voy a decir: los sabios se han enmudecido, porque saben del riesgo que corren el decir verdades, y ten plena seguridad que en lo más profundo claman sus palabras diciendo: “Mi sabiduría es tal que a la vista del 65
mar que me rodea he de parecerme más a un loco suelto sin remedio que a un hombre de bien”... ¡Bárbaro; un aplauso! Los sabios deben ocultarse, sus palabras, que muchas veces navegan más allá del sentido común, se hacen demoníacas, porque no es común; y al parecer no hay cosa peor que la rareza. Y ya que llegamos a este punto: ¿nadie se atreve a decir como yo lo raro que es Dios? ¿Tan raro que se lo idolatra por eso? ¿Es tan raro para hacer que el creyente se abuse de su gratuita hospitalidad? Presta aguda atención en esto: el esposo fiel al que su mujer adúltera se le ha ido con el amante, se persigna de rodillas y, mirando al cielo, implora por un poder superior que cambie el doloroso destino; mientras que el desposeído de circunstancias materiales se acomoda en la sala del oratorio, y tras repetir afanosamente la lista de necesidades comprende que es escuchado y bendecido, pero a cambio de un afinado acuerdo: “Estoy contigo en mis profundas oraciones, con lo cual merezco ser considerado. ¡Y no va que el débil pide fortaleza; el pecador, santidad; el ignorante, comprensión; el asfixiado, oxígeno; el desesperado, serenidad; el culpable, inocencia; el injusto, justicia; el despechado, consideración; y el perdido en espíritu ser transformado como por arte de magia! Y así el gran Dios, que quizás no ha calculado de antemano que sus creados serían capaces de ponerlo a diarios compromisos de decisión; y ¿sabes a qué apunta todo esto? “A dársele pan al que no tiene dientes”. ¿Sabes por qué? Es muy simple de deducir: a pesar de su Poder, nadie parece darse cuenta que cuanto más le joroban con pedidos, más lo desmerecen, desprestigian, y presionan a tener que dar; porque repiten entre ellos que ÉL es bueno, pero bueno de bondad, en cuya profundidad se escucha un leve zumbido de misericordia, aquella sobre la cual se excusan los injustos. ¡Ay Dios querido, pensar que gracias a tu extrañeza diría que eres muy venerado! ¡Pensar que si tú te presentaras delante de toda la humanidad, a 66
la larga terminarías como tu hijo prodigo! Empero te digo que tu misterio infinito es lo que hace contener todo el universo, de una inviolable privacidad guardado en un silencio insoportable para nuestra ansiedad de conocer, nos haces esto adrede, total apenas si somos unos animalitos dando vueltas como el caballo alrededor de la noria. Estoy seguro que eres más raro de lo que mi desgastada imaginación puede hacer ya; y pensar cualquiera debe creer que Tu opinión hace al sentido común, ¡ja, ja, ja! ¿Sabes una cosa, Dios?: en este mundo muchas religiones dicen al unísono lo siguiente: “Aquí, en este templo, está la única verdad; lo demás es falso”. ¿Qué haces?, ¿complaces a cada uno de los dominios religiosos que proclaman lo suyo, y la pobre verdad convertida en parcelas, en tu dignísimo nombre, te hace caer en su trampa, la trampa de tus creados? ¡Ay Dios mío, mira, nos has dado el don más terrible: LA CURIOSIDAD. Y por ella nos vamos a la perdición, puesto que la curiosidad por la verdad está efectivamente desechada de hace tiempo, en consecuencia resta poner los ojos, el cuerpo, y el espíritu en lo falso, lo prohibido, en la suave y seductora sensación de posesión, toda una maquinaria de salvaje egoísmo y conquista, de desesperada salvación, de imposición y atosigamiento, de placer inagotable, de ceguera aceleración, mezclando el amor con el odio, la venganza con la misericordia, la paz curada en la guerra, y todo se divide, se estrangula, como un rompecabezas sin armar; y se pierde el deseo de vivir, y se vive por el deseo, en un proceso continuo, vagando en la curiosidad de los acontecimientos, en el nombre del ángel del Apocalipsis, hacia el desastre de tu obra, en el lamentable fracaso humano en tu mundo creado ¡Todos lo sabemos, y le somos indiferentes a las cosas, cuanto que el mundo que nos ha creado está como está por obra de los seres humanos que se han adueñado de él; antes era tuyo, ahora ya no lo es; antes acercabas la comida al perro, y éste 67
comía a tu lado sin recelo; ahora la comida sigue estando servida, y el mismo perro no deja que se acerque nadie a su banquete, ni siquiera su dueño! ¡Ay Dios mío, mira! ¿Acaso puede molestarte un desafío salido de una criatura tan insignificante y desvalorizada en comparación con tu tamaña grandiosidad? Yo sabía pues que una suerte de reacción intransigente tenía que ocurrir, y justamente porque ÉL, junto al monaguillo, después de todo tampoco se tenían que tragar semejantes palabreríos por un derecho que yo me había atribuido sin la convención de ambas partes... o terceras partes. La cuestión es que, llegando a mitad de la arenga, todo lo humilde que a su momento hube admirado en su rostro, sentí cómo de pronto comenzaba a cambiar, hasta el punto de tornarse frío, desapacible, dubitativo, y cuando mis emociones por seguir ametrallando palabras hubieron de perderse del control, un brusco enojo contenido impactó sobre la pasarela de su entrecejo, poniendo en evidencia una fruncida señal de incomodidad y rechazo. Consideré entonces continuar con lo mío y atender a lo que pasara, sobre todo no aflojar el ritmo, para evitar un posible sosiego y, por ende, estropearlo todo. Para sostener el ritmo, ahora que lo pienso se me pone la piel de gallina, no tenía alternativa mejor que agudizar los planteos directamente a ÉL, cosa que por intermedio del monaguillo pudiera retrucarme, o escupirme, o sacarme a empellones, o patearme en la zona más débil. Pero, la gota de sudor que emergía por sobre el costado de su cara, la boca formando levemente una O, y sus ojos que irritábanse como si le hubiera llegado una sorpresa sin igual, hablaban por sí mismos. En resumen, era ÉL forcejeando con su criatura para saltar furiosamente contra mí; era ÉL cual león herido dentro de la jaula sin alimento; era ÉL, y no yo, quien desafortunadamente hizo que el débil e inde-
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fenso monaguillo tuviera que salir huyendo descontrolado de mi humilde presencia. Así pues, la situación daba para fraguar mi ancho ego. Mas, no lo entendí así luego de reflexionar acerca de la poca participación del monaguillo en el asunto. Pude comprobar, y no a medias, la audacia de ÉL al poner al pie del cañón a un joven indefenso. Utilizó una criatura débil, inexperta, sin porte, con escaso entendimiento conforme su corta edad, para que yo, el renegado desafiador del templo, pudiera ablandarme por no decir derretirme como lo hace una vela encendida en la noche. Naturalmente, gracias a que me puse firme en la duda, evité la cortedad de mi capacidad de atención, o de ser perseguido y observado consecuentemente. Hasta entonces yo no quise moverme de allí sin antes espiar al pensamiento. “Qué hago ahora” —dije, luego de sentar nuevas dudas. Había tambaleado tras pensar en una virtual emboscada si yo llegara a aproximarme al supuesto departamento del sacristán. El pasillo denunciaba ser demasiado estrecho y largo, y peligroso para facilitar un escape. Lo malo de todo es que yo debía ser muy preciso en la toma de decisión. Si me retiraba corría el riesgo de caer en la fosa de la cobardía y en la fatigosa e inquietante anchura de la intriga. Si ponía el pecho a lo que pasara en el camino y en el destino, no corría otro riesgo más que la derrota y la vergüenza irreparable de mi ego. Como el punto medio convertía esto en un infierno de indecisión, apreté los dientes contra mis labios unos segundos, y tras desencadenar gritos parecidos a los practicantes de artes marciales, no contuve más tiempo en decidir qué hacer... Fuera de toda actitud remisa, ligeramente liberé de mi cabeza la diabólica idea de una emboscada, a fin de no aventajar de primera mano en mi contra, y también dejar las 69
cosas en la incertidumbre. Lo que no resistía en quedarse dentro mí era la actitud pasada y presente del sacristán. Cuanto más me acercaba a esa habitación, se podría decir que veía como una gigantesca fragua expedía vientos sobre una llamarada de cuestionamientos, algunos pueriles y engorrosos, y otros de llamativa ocurrencia. Y sobre la base de esto último, es un hecho normal cuando en un grupo de ideas suele resaltar una en particular por sobre las demás; quiero decir que toma fuerza aquella afirmación dejando a las restantes al margen de las circunstancias. Deseo expresar que estaba archiconvencido de que el sacristán, de estar allí, estaría obrando conforme a su premisa. “¿Y qué tal si su premisa era igual a la mía?” —me preguntaba repetidamente, y no salía de esta pregunta. Es que recordaba aquel aullido del perro, lejos de ser un accidente, sino como una revelación tan poderosa para condicionar la dirección de mis convicciones. No hacía falta decir el porqué de mi enojo contra el sacristán. Era por demás evidente. Y en cuanto me acerqué a su puerta, luego de sortear el pequeño y escueto cantero, y el dentado camino de adoquines, estallé como se dice: “a tiempo”, a la manera de una pólvora tras una chispa, y que giraba en torno a un cuestionamiento cargado, por el momento, de inmejorable genialidad: “¿Qué tal si le propongo una alianza, y en vez de rivalizarnos nos hacemos fuertes en nuestras propias premisas?” Cómo habrá sido el entusiasmo que ni siquiera pude darme cuenta que la puerta apenas si estaba abierta... A fin de no ser imprudente en mirar, o espiar por entre la rendija, acomodé ambas manos de manera tal de prepararme para dar palmadas y llamar al dueño del departamento. Era lo correcto. Pero, aun siendo lo correcto, no obstante, no pudo concretarse en tiempo y forma; sobre todo es de no olvidar aquella voz que salía desde el interior del de70
partamento, acaso para no interrumpir, y la vez para darme una nueva lección. La voz decía esto: “Puedo sentirte, y mi alma se estremece, como si escuchara una alborada bajando del cielo. ”Puedo escucharte, contento, y viajar con tus palabras a otros mundos de cuentos y poemas. ”Hasta puedo imaginarte, cual admirable niño aplicado, el adolescente en su loable plenitud, el adulto lleno de honores, y al anciano Maestro lleno de vida. ”Incluso puedo contagiarme de tus sueños y atesorar la belleza que emana desde toda tu aura eterna. ”Y ahora puedo encontrarte, detrás de la lontananza, allí, donde asoma la luz de tus ojos para decir ‘aquí estoy’. ”Porque sé que tú estás conmigo, es porque estoy contigo hasta el último aliento. ”Estamos juntos, y juntos como náufragos se agita nuestra balsa al compás de las olas; nos perdemos en el ocaso, cuando muere el horizonte. ”Y en la penumbra de la noche, un perdido celaje corre su telón para dejar que nos sonría la luna. ”Y Tú me dices: ‘Ten fe decidida y verás el infinito bajo tus pies’. ”Entonces puedo decirte: ‘Todo lo que quiero lo tengo, y lo tengo porque te quiero en la fe’. ”Es la inspiración por Tu inspiración que recorre la vía láctea, y saluda a los cometas solitarios. ”Una pléyade de anillados planetas hacen una ronda, nos ven pasar, y agradecen nuestra visita. ”Mientras tanto una estrella distante nos guiña un ojo, a lo que contestamos por igual. ”De pronto una luz viajera surca el espacio oscurecido, y nos pide permiso para descansar un momento en nuestros brazos. 71
”Y a lo lejos, enjambres de asteroides van formando distintas posiciones; combinan interminables configuraciones ante el disfrute de nuestras miradas. ”Pero es el diseño de la creación lo que maravilla mis ojos; como si fuera una imagen surrealista de colores perfectos. ”Ahora es mi mano Tu mano; en la forma Tu creación; es mi mérito por Tu mérito. ”Soy quien comienza; eres quien termina. Dejo mi humanidad; Tú corriges esa humanidad. ”Soy porque Tú eres; y porque siempre has sido. Donde voy, Tú vas. ”Y gracias a que Tú eres, todos podemos ser. Sin Ti nada ni nadie podría ser. ”Y allí estás, detrás de la lontananza, un brillo imperceptible que se asoma, y una grata sorpresa que se escurre en mi corazón. ”Gracias, mil gracias; fueron los últimos retoques y los ecos invisibles del principio han brotado del alma inspirada”. Esa expresión de la voz, sin exagerar, fue como un Big Bang desencadenándose en lo más recóndito de mi ser. Cada partícula parecía corresponderse con cada una de las incorregibles exaltaciones de estupor frente a otras similares situaciones. Era el caro precio de la premisa. Se mezclaban muchas cosas, muchas de ellas ajenas a ese presente. Todo circulaba alrededor de la voz; una voz en cuyo recuerdo se ponía de manifiesto que los sonidos y las imágenes no se borran jamás del archivo cerebral. Y vaya paradoja, pues al abrirse el archivo, es como si el pasado se hiciera presente, el tiempo dejase de ser lineal, para tenerlo allí, a flor del recuerdo... como si todo surgiera desde un punto. El pasado ya dejaba de ser el pasado; y como si ese viaje que uno hace para ir atrás en el tiempo no fuera necesario hacerlo. A mis 72
doce años de vida los tenía cara a cara, como si fueran mundos paralelos. Fue uno de los doce veranos, allá, en el año preciso de 1982, sobre la orilla del Río Salado. En aquellos días, mientras agitaba la caña de pescar a ras del agua con el propósito de llamar a las mojarras, se apareció, de la nada, en medio del río torrentoso, un hombre bregando con los remos el difícil control de su canoa. Casi me desmayo del susto, cuanto que dos segundos antes había echado un vistazo por todo el río, y solamente por la curiosidad de divisar a unas barulleras gallaretas escondidas por entre los selváticos camalotes librándose al curso del río. Desde ya, tenía más que suficientes argumentos para afirmar la inexistencia de un canoero dentro del margen de observación. El excéntrico pescador, de unos cuarenta años de edad, tras conseguir llegar a la costa, ancló su canoa muy cerca de donde yo me encontraba, y luego de amarrarla con una soga gruesa a una estaca clavada en lo profundo del barro, se allegó a mí, con ese aire de paisano entrador, típico de aquellos que tienen la humana simpatía de hacer amistad con algún ocasional forastero. No obstante, lo importante de este contacto no fue sino lo que transmitió a mis oídos. Quiero decir, que la apariencia de canoero, o de pescador que vive al día, se desmoronaba ante el alza de un espíritu manifestado en la cordialidad, y una atípica predisposición y paciencia de haber gastado tantas horas en contarme una larga historia de vida. ¡Y qué historia! Pero, independientemente del recuerdo, no quería abrir el paraguas antes que lloviera; ya traía con antelación una reciente experiencia, y eso quería decir mucho. Debí ser cauteloso, porque las cosas ya no eran como antes de llegar a la puerta. En realidad, estaba algo confundido. Se me entrecruzaba el pasado con el presente. Mi cabeza parecía dar vueltas como un trompo. Por sobre todas las cosas, al momento
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ya no sabía pues si el habitante del departamento podía ser aquel amigo pescador, o el sacristán, o ÉL auto-alabándose. “Quizás —decía—, puede ser el pescador ahora convertido sacristán, o ÉL nuevamente transmutado en uno de ellos, o ambos a la vez”. Seguro estaba de una cosa, que de ser el sacristán, conforme me lo había asegurado el monaguillo, su premisa separaba una amplia gruta con la mía... Era una situación extraña, diferente, y a la vez no; por momentos desagradable, y harto inquietante. Mayor aún del hecho mismo por el cual yo había aterrizado en ese lugar. Todos los sucesos se habían acomodado por la gracia de un capricho mío de enfrentar al sacristán conforme su osadía de haber torcido el destino al tocar la campana fuera de hora. Pero, ¿se trataba de una casualidad? Entonces golpeé la puerta tres veces, aun sin mirar por la rendija. —¿Qué quieres? —preguntó el habitante, como si supiera algo. —Deseo saber si eres el sacristán —contesté, con un cierto aplomo en la voz. —Sí, lo soy —afirmó rotundamente. Enseguida fui en busca del segundo interrogante. —¿Acaso eres pescador? —pregunté temerosamente. —También lo soy —aseguró. Pero, un indicio no tenía por qué aseverar una verdad. Eso sí, no me quedé quieto, por las dudas. —¿Podrías situarte en el pasado, específicamente en el verano del año 1982? —pregunté deliberadamente. —Claro que sí; pese a los años que han transcurrido, puedo revivir aquel momento —contestó sin hacer esfuerzo de memoria.
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—Entonces ¿podrías recordar a un niño de doce años, sentado a la orilla del Río Salado, al que le hiciste grata compañía? —insistí en preguntarle, a fin de revelar el misterio. —Claro que sí, recuerdo con qué atención escuchaba la historia que le iba narrando —respondió, acusando una voz plagada de nostalgia. Juraría con Biblia en manos que casi rompo en llanto. Si no lo hice fue por la presencia de la tercera y última incógnita. —¿Podrías contestar fidedignamente si en verdad eres Tú o ÉL quien, tomando prestado tu pesado cuerpo y la lumbre de tu espíritu, ha venido a mi engaño? —pregunté, haciendo fuerza con mi estómago, y conteniendo la respiración. —Quienquiera seas, creedme, soy aquel pescador, a la vez el sacristán, y no es ÉL quien ha tomado prestado mi pesado cuerpo y la lumbre de mi espíritu, sino a ÉL mi cuerpo, a ÉL mi espíritu, a ÉL toda la ofrenda por darme tanta humanidad en esta vida. Y ya que has escuchado mi diálogo con ÉL, alterando la ley de la privacidad, deberías haberte dado cuenta que no es ÉL dentro de mí, sino que es ÉL trabajando dentro de mí. Y a propósito, lamento decir que ÉL no ha venido a tu engaño, sino que quizás ese engaño es un amigo que has creado para ti mismo, trabajando dentro de ti mismo. Fue la peor cachetada recibida por parte de un viejo amigo. Y de más está decir sobre aquello que ese día iba a ser distinto a todos lo días conocidos y por conocer. A la distancia digo que ese día no solamente iba a ser distinto, sino único. Recuerdo perfectamente la manera con que tuve que asimilar la cachetada recibida. Mi obstinación, so pena de un inequívoco complejo de resentimiento, enseguida de entrar en funcionamiento repitió otra vez el mismo círculo vicioso. La duda. Y monté en guardia, sacado de mí, sobre todo porque quería resolver las cosas a mi modo... 75
Al clavar los ojos por la rendija de la puerta, hice un fragmentado bosquejo del interior de la habitación, aprovechando el silencio prolongado de aquel habitante. Pese a la imposibilidad de sondear el lugar a mi mejor modo, debido a que la habitación estaba semi-oscura, conseguí acertar en ángulo un objeto casi abandonado en un rincón: un enorme jarrón de cerámica esmaltada, y que estaba colocado sobre una pequeña pero segura banqueta. Por supuesto que no se me pasó por alto que este habitante prescindía de mascotas. De ahí en más mis ojos consultaban el lugar a fin de receptar más objetos. Estuve varios segundos monitoreando el lugar, pero fue inútil, ya que sólo pude descubrir las blancas paredes, el techo, y el piso de mosaico granítico. Después pude deducir que la ambientación, aunque a cualquiera le hubiera causado una sensación de ser demasiado excéntrica, tenía en su espíritu sus buenas razones. El habitante no quería sino un lugar cómodo, propicio, adentrado en el corredor, lejos de todo, y de todo ruido. Al dar la construcción de la iglesia mediante una medianera al costado del fondo del departamento, creaba un hilo umbilical, o puente energético, desde la madre nodriza —o sea la iglesia— hasta la habitación donde se encontraba el habitante. Éste se nutría de las propiedades vitales que emanaban directamente desde el templo. Por otro lado, siendo un lugar pequeño, dado que no me costó deducir su tamaño pese a haber echado un simple vistazo, se afirmaba algo que tal vez, o por alguna causa conocida por el habitante, tenía que ver con crear un ambiente armónico de meditación y proyección, de oración, penitencia y purificación, o de estar en contacto con otras potencias que en su soledad sólo él podía hacer esto posible. Ahora: ¿qué hay del jarrón? No lo sé. Sí sabía, pues, que la curiosidad por ventilar todo el resto de lo que allí se encontraba, incluyendo el habitante, no me dejaba en paz un segundo. 76
“Si tan sólo pudiera introducir la cabeza por la rendija” —decía para mis adentros, mientras empujaba mi pie izquierdo contra la parte inferior de la puerta entreabierta, con toda la meticulosidad que hace del ladrón un experto para pasar por inadvertido. También debo decir, y dado que no se pudo dar marcha atrás luego de haberse consumado el hecho, que logré robar la privacidad de aquel habitante, de ver la totalidad de lo que allí se encontraba, y por fin desembarazarme de la tormentosa intriga que, de no haberlo hecho, no sé que hubiera sido hoy de mí... El habitante se hallaba sentado —verificándose una especie de bonete puesto en su cabeza semi-reclinada, y dando la espalda a la puerta—, sobre una especie de butaca de madera cilíndrica, sin respaldar, de cuatro pies, y de aproximadamente un codo y medio de altura. Respecto de la tapa de apoyo de las asentaderas, creo acusaba tener forma de huevo. No alcancé a distinguir perfectamente lo que había en el suelo, sino por una ínfima luz que se proyectaba desde algún pequeño rincón, el cual no tuve oportunidad de distinguir si provenía de una vela, o de una linterna, sobre todo porque la posición del cuerpo —mirando hacia el este de donde provenía la luz— se oponía a tal observación; pero me pareció extraña la presencia de tierra diseminada abrigando agua esparcida, sobre la superficie del suelo, alrededor de la silla, en donde apoyaban los pies de aquel habitante. Por un momento creí que iba a encontrar crucifijos colgando de la pared, o retratos, o imágenes, o siquiera una mesa, un tocadiscos, o una decena de ánforas. Fuera de toda presunción, nada de lo creído, o imaginado, hube de encontrar. Esperé entonces que el habitante hiciera algún movimiento. Cuando lo hizo, fleché mis ojos en él, a saber de una prolongada irritación por la fuerza y el afán de penetrar en la 77
escasez de luz. Pude fugazmente distinguir su mano izquierda asiéndose a una especie de palillo largo; pero lo más espectacular fue el momento en que alzó con su mano derecha un cuadro de mediano tamaño que, presumiblemente, tenía reposando sobre su regazo, y que luego acomodó sobre una tabla horizontal embutida en la pared a la manera de una repisa. En realidad, estuve atontado varios días después de ver ese cuadro. Porque el habitante prendió un velón, y por la luz que de él fluía hizo que se pusiera en evidencia el diseño del dibujo; de lado a lado movía la vela, sin cesar, en un perseverante vaivén, provocando en mí un desplazamiento hacia esa figura, sin precisar cómo, ni cuántos minutos; sólo que, por primera vez, creí realmente desfallecer en la vastedad del universo. Porque la figura era el universo. Por lo tanto, el habitante no sólo era un mero artista. “Realmente —me dije—, si es el pescador, carajo sea el secreto que escondía”. Desencajado, no sabía qué hacer ya para quitarme de la cabeza innumerables razonamientos que tuvieran que ver con que el habitante tenía poderes. No obstante, era mi mente que, siendo movida por el deseo imperioso de la impaciencia, y cuyo ímpetu no dejaba un hilo de paz para mi pobre alma, se correspondió en favor de la intriga más que en la paciente sobriedad de la inteligencia que tanto da salud al espíritu. Y dije: “Oh, ¿quién pudiera tener la escandalosa virtud de pintar en la oscuridad?” Y por los peldaños de una alta escalera de preguntas, supuse, a medio camino, que había más que un gato encerrado. De repente se me soltó otro disparo del pensamiento. La ocasión no ameritaba otra posibilidad. 78
“Lo mas razonable —decía en silencio—, es quedarme quieto y ver que pasa”. El habitante se desentendió del juego de pinturas y el palillo largo —que no era otra cosa que un alargado pincel—, hasta parecer que no podía sacar nada más de su regazo. Pero me equivoqué. Otra vez, desde su mano derecha alzó otro objeto: un pequeño espejo que, dada la orientación del vidrio, ayudado por la luz de la vela que sostenía de su mano derecha, tradujo la mitad de su cara. Es decir, que este habitante se percató muy bien en orientar la luz en el espejo para conseguir ver lo que había detrás de él, prescindiendo torcer parte de su cuerpo junto con la cabeza. Con su táctica, él pudo ver mi rostro abierto en el espejo. En cambio yo, apenas alcancé a divisar un hemisferio de su cara. En tanto que mi mente trabajaba a una velocidad sideral, soltaba la luz de mis ojos hacia el objetivo como si fueran rayos láser. Cuando la mente logró dibujar el hemisferio faltante, dije en silencio lo que mi corazón sintió en ese y no otro momento mejor: “¡Rayos; era él, era él!” Efectivamente, era el mismísimo pescador; el destino convino en hacernos encontrar, en el momento menos pensado. Por el hecho de haberlo conocido alguna vez, más allá de una duda imprevista, confié en serenar mis nervios un poco. Quise interrogarle, pero convine en esperar más de él hacia mí, que de mí hacia él. Él dejó el espejo sobre la repisa y no dijo ni mu. Pero ese mutismo resquebrajó las ya acostumbradas formas de reacción humana, sobre todo luego de haberse dado cuenta que en su habitación había un espía. “¡Acaso puede ignorar así nomás mi intromisión!” —me repetía a mí mismo a la sazón de tanta extrañeza.
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Porque en vez de propender a ejercer el natural cuidado de su propia privacidad, expulsándome con razón de justicia ante la legítima valía que le da ese derecho, se entregó al silencio, a la par que bajaba el velón al suelo, junto a la luz, abandonando el tan recordado rostro del pescador, como si el recuerdo hubiera sido tomado por asalto. Me sentí mal, y no a menudo había sentido una cosa así; comparable a esa sensación de ausencia cuando un gran amigo se despide del barrio, y mientras el camión de la mudanza ronronea el motor varias veces a causa de la fuerza que uno hace para que no arranque, pues así, pero multiplicado por siete, fue como me sentí por la salida de escena de aquel rostro. Sinceramente, no encontraba de dónde sacar fuerzas para recomponer la última expresión, o gesto, hecho por el habitante, a fin de perpetuar esa imagen en mi cerebro. Es que no creí que iba a acometer un acto tan imprevisto. En una milésima de segundo como si se escabullera de mi vista. Le echaba la culpa al destino... pero era parte de las múltiples circunstancias que pueden ocurrir en una ínfima fracción de tiempo. Y según mis hipótesis acerca del sendero del destino, uno puede tomar dos caminos ciertos: quedar en un lugar determinado, o salir consecuentemente. Ahora, intrínsecamente está presente aquello del porqué, y del para qué, y de un inacabado arsenal de impulsos y/o estímulos sensoriales que motivan ciertas tendencias. Mayormente decidimos por estímulo de repetición, generalizando un hecho particular por la similitud con otros hechos circunstantes. Y algunas otras veces la decisión nace de una compatibilidad, en el contexto en que giran ciertas experiencias precedentes del individuo, así como su vida, antes y durante el proceso experimental. Un minuto, o un segundo, o una milésima de segundo, la vida llama a una decisión: “lo tomo, lo dejo; me voy, me quedo”. El destino, ese destino convertido en un automóvil, marchando por una senda que noso80
tros mismos construimos. Nosotros vamos al volante llevando nuestro vehículo por la senda infinita de la vida. Quizás, no sé, si fuéramos sabios tendríamos el mapa por donde seguir el verdadero trayecto. Sin embargo, como seres humanos comunes y corrientes que somos, damos vueltas y vueltas por la senda inacabada de la vida; algunas veces doblamos la esquina y la repetimos cientos de veces porque creemos que nunca pasamos por allí; damos vueltas y vueltas como dentro de un laberinto sin salida. A veces perdemos el control al volante y nos torcemos hasta chocar contra la banquina. Detenerse es peor que dar vueltas. Acelerarse es más peligroso aún. Cada giro de la rueda son corpúsculos de nuestro destino siguiendo la marcha incesante. El automóvil tiene tantas susceptibilidades en su mecanismo que casi no alcanza una vida para estudiarlo completamente. Estos mecanismos son tan complejos que a veces saltan las barreras de velocidad y aerodinámica; pueden hacer girar al vehículo sobre su eje, doblar en una curva cerrada sin bajar la velocidad, puede incluso pegar un brinco en el aire, como reabastecerse de combustible sin detener la marcha. Estas cosas, e infinitas cosas más, hacen de este vehículo un verdadero divertimento. Quizás ese laberinto no existe, sino que perdemos tiempo en dar vueltas y vueltas, que le damos al vehículo un alocado destino; entonces nos dejamos seducir por las sensaciones que produce al doblar las curvas, hacer acrobacias sobre una superficie empinada, apretar los frenos a gran velocidad, e inclusive realizar trompos en el aire, y otras maniobras prohibidas para los neófitos. En síntesis, estamos tan preocupados por encontrar la forma más paradisíaca para nuestro vehículo, que nos hacemos esclavos de él. En vez de gobernar la maquinaria de nuestro destino, el destino parece querer gobernar nuestra maquinaria, día a día, por la senda, en la noche, allá, donde ya no hay luz...
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Y no había suficiente luz... porque poco a poco fue como si las circunstancias no ayudaran para hacer otra cosa. Como a lo largo de mi vida jamás había tenido la animosidad de dialogar con alguna persona en la oscuridad, no por eso tenía que poner en riesgo mi estima en cuanto a que fracasara la comunicación. Estuve así, pero así de cerrar la puerta e irme sin pena ni gloria. Pero el olor a pintura removiéndose fue la excusa perfecta para evitar que no fuera otro destino. Decidí, por entonces, seguir atornillado en ese mismo lugar. Mientras tanto el olor se acrecentaba por doquier, a tal punto que tuve que llevar un pañuelo a la nariz como si fuera un barbijo. Pues bien, afirmativamente algo nuevo se “veía” venir, o mejor se “sentía” venir. Primero fue un sentir del olfato, a lo que luego se le sumaron los oídos. Por experiencias anteriores aseguraba ser el pincel lamiendo sobre un objeto. El típico sonido del desplazamiento de la cerda lo decía todo. Ahora: ¿qué cosa era lo que se estaba pintando? Yo creía a pie juntillas que se trataba de un universo paralelo, o acaso el rostro de Dios. Esto me provocó un entusiasmo febril, una impaciencia sin límites, una incontrolable emoción, como cuando el caballero es sorprendido por la bella dama, quien deliberadamente deja caer sus prendas íntimas, en la habitación semioscura, en la primera noche de primavera, en la silenciosa y venerable desnudez. Y ya, a esas alturas, no tenía control de mí mismo. El pincel hacía rato que había detenido su marcha. Sólo quedaba por saber el resultado de la inspiración. “¡Maldición, que mil estrellas se derrumben sobre la faz de la tierra!” —grité en mi interior. El asunto fue que de pronto el artista bajó el cuadro al suelo, mostrándolo de manera tal que yo, tras la pequeña luz de la vela que se consumía allá abajo, me fijase en lo que había hecho. 82
La sorpresa que me llevé al observar el cuadro no la olvidaré jamás. Como si se lo hubiese vestido con un manto negro, el cuadro quedó reducido a la penumbra. Y no sé por qué, pero lo hizo. No sé para qué, pero ese color negro íntegro consiguió enardecer mis ansias. “Posiblemente —decía delante de semejante sorpresa—, se haya sentido mal por mi intromisión...” Más tarde sostuve que se trataba de un natural enojo de Dios, dado a que yo no tenía por qué acceder a un desplazamiento hacia el universo, cuando de antemano lo había desafiado consecuentemente. Y cómo será la oleada del miserable destino, que estando a punto de azotar la puerta, alcanzo a notar cómo una gota de sudor del artista cae sobre la llama de la vela, y en el natural chisporroteo que hubo de provocarse, ayudó a que un margen de luz pusiera en evidencia lo que se descubría en su pie derecho. “¡Qué significa todo esto!” El resplandor de luz reveló una envoltura en su tobillo derecho. Se trataba de una bolsita con pequeños trozos de hielo que uno se coloca luego de haber sufrido un golpe. O sea que rato antes de ponerse a pintar, el sacristán había sufrido un accidente en el tobillo. O sea... cerré la puerta, y me fui rápidamente de allí, por el largo y angosto pasillo, bajo una idea fija: no regresar por el resto de mi vida en la Tierra... Tras pasar por el costado de la iglesia, a mitad del trayecto de salida, pareció ser que el mismísimo destino se encontró consigo mismo. Pese a estar con mis oídos apabullados por el aturdimiento que significaba el haber contraído un fuerte estado de nervios, y mis ojos cegados por la misma causa, pude escuchar y ver como de pronto la coincidencia de la vida abría sus fauces con increíble proximidad. La primera señal dio luz cuando la voz del monaguillo salió al aire. 83
—Padre, ¿qué haremos si nos topamos con ese demente? A través de la ventanilla abierta, que comunicaba al interior de la iglesia, se dejaba ver al cura párroco tratando de contener a su servil monaguillo. —No hay que preocuparse, son muchos los casos de enfermos mentales, que ante el menor descuido de los guardias, logran escapar del manicomio y entre otros lugares eligen las iglesias como virtual refugio. Pero mantén la calma, enseguida vienen a buscar a quien merodea por los corredores. Me hice el desentendido, haciendo del oportunismo una buena razón para torcer mis pasos en aras de toparme contra la ventanilla. Esto provocó un sacudón en las entrañas del monaguillo. —Padre, véalo, ¡ahí está, ahí está! El cura párroco, movido por un acto reflejo del instinto, abrazó al monaguillo quedando el rostro de éste aprisionado contra su sotana, y con el ya consabido propósito de esquivar su mirada de mi ingrata presencia. —Joven hermano, —dijo el cura párroco—, ¿qué te trae por aquí? ¿Quisieras confesarte? Enseguida alcancé a notar como poco a poco iba llevando sus manos a los oídos del monaguillo. Cosa juzgada. El sacerdote había estado bien informado. —No es a mí a quien deberías temer —exclamé—, sino quizás sea a ÉL. ¿Acaso conocemos la verdadera cara del temor?, ¿o hay tan holgada distancia en conocer al temor de Dios cómo principio de sabiduría? Por supuesto, es entendible que el concepto común de temor es quizás un poco desgraciado, intemperante, y asustadizo, muy alejado de los preceptos de la teosofía, reducido al diccionario de la Real Academia Española. Entonces es el AMOR de Dios la sustitución perfecta, la proposición adecuada, de un Amor superior a todo los amores, donde la existencia del temor es bo84
rrada de la faz del cosmos. Empero, de acuerdo a mis deberes, a veces el Amor que uno dice sentir aparece como... algo abstracto, siempre y cuando no haya vestigios de temor. Ahora bien: habiendo Amor: ¿a qué temer? ¡Amor a él...! ¿Temor de mí? ¡Ufa! No quiero pensar fríamente en el curso que toma el temor dentro del temor humano. Pero, por más que me negara, no puedo obviar el hecho de que el temor conlleva al miedo y la alienación; de la alienación la cobardía; la cobardía genera fobia; la fobia carcome el poco silencio; del desequilibrio un paso al autismo; el pensamiento redunda en el acto; la desgracia en su advenimiento; todo es asfixiante, calamitoso, e hipertrófico; se retuercen los sentidos; la mente se cansa rápidamente; el Yo pugna en salir del cuerpo. Ahora, habiendo amor, no hay por qué prescindir de su inefable cualidad. Dios es Amor. ¿El amor como mansedumbre, como serenidad, como la irremediable fuente infinita del perdón? Y decimos: “Rayos, estoy hasta la coronilla de pecados, y Tú que necesitas explicar los mecanismos para que el perdón sea elevado, correspondido, y considerado como tal, porque se dice que Dios es bueno, bondadoso, y paciente”. ¡Carantoñas por doquier! Y de pronto pides mi confesión, sí, es verdad que apacigua nuestra negatividad, relaja nuestra pobre conciencia, y tampoco puedo negar que se da oportunidad a nuestro prototipo pecador para revertir los malos pensamientos y las malas acciones. No sé, pero pareciera ser que nuestra adaptación al mundo carece de un elemento sutil que haga despertar las latencias más profundas, otra de tantas pruebas de ensayo y error que ni tampoco por asomo supera las expectativas de un conocimiento superior, y de una cosmovisión capaz de llevar al hombre a encaminarse en una verdadera misión universal. Pareciera ser que el hombre necesitara de una metodología, o de un ritual, o de un intermediario, para descargar sus propias bajezas, sus malas palabras, sus bajos instintos. Como 85
si sus problemas existenciales fueran parte de una programación de neta creación; como que no hay forma de salir de la rueda de causas y efectos. Y de pronto me llamas a la confesión, otra más entre los miles de relatos negativos, y esos cables eléctricos que se entrecruzan por las hendeduras de tu cerebro, y esas palabras que se descargan como corrientes eléctricas, en la blasfemia, en las heridas del corazón, en la podredumbre de la mentira. Todo cae de rebote, bajo la premisa anticipada de la absolución y la penitencia; el Ser renovado se retira del confesionario, arrastrándose en el arrepentimiento, la salvaguarda del perdón destilándose en el desagravio, con la reflexión que pondera la tranquilidad, llega lo hermoso de la noche con la esperanza de que nunca venga el día. ”Ahora sí creo poder decir que mereces admiración. En tu semblante se desnuda una vida resplandeciente, y no es por otra cosa sino merced de haber hecho votos por ÉL, con lo cual no me resulta difícil señalar que eres inmune a los virósicos relatos de los inferiores. Eso sí, quisiera confesarte que una vez quedé atónito cuando fui informado de que los pecados necesitaban de intermediarios. Dije por aquel entonces: “Qué extraño suena imaginar a Dios como si fuera una especie de basurero, esperando que los camiones que reciben la basura humana puedan descargar allí libremente”. ¡Ah, seguramente en este momento esté haciendo funcionar un poderoso alambique, y hasta me lo imagino reciclando materiales inorgánicos y/o putrefactos! ¡Estupendo... Estupendo! ¡Aquí los humanos, devolviéndole las escorias del mundo, al igual que la ama de casa que va a la tienda y compra una medida de leche, y estando en su cocina advierte el olor de la nata, entonces se apresura en retornar a la tienda para devolver lo que ha comprado! Así de practico y repetitivo, hacemos largas colas en la fila de los desahuciados, sabiendo que con un rezo mágico se resuelve la 86
problemática inherente del pecado. Se resuelve una parte; nos vamos tranquilos a nuestros hogares, renovados emocional y psicológicamente. Oramos, y a la vez maldecimos; proclamamos el amor al prójimo, y a la vez nos enzarzamos en batalla con el vecino; y hablamos de la moral religiosa, y a la par mentimos para salir de un apuro moral; damos, pero pedimos tres veces recompensa por lo dado; enseñamos el bien de la familia, y de pronto los hijos reclaman por la ausencia de un padre o una madre; y está mal aquello de codiciar la mujer del prójimo, y de pronto ahí está el señor con la mujer de su amigo, saliendo de la hostería, en una noche de placer. Y de pronto aparecen todos ellos, sin que se los llame, en la fila de los pecadores, ocupando un amplio espacio en la Iglesia salvadora, se los ve cansados y fastidiosos porque al parecer la culpa no es sino del mal-parido Adán que tuvo que comer del fruto prohibido; y se camina por los terrenos borrascosos, de aquí para allá, en un ir y venir, en un toma y traiga, en un “Dios nos perdona, en su eterno amor, en su eterna misericordia”. Y de repente, cuando nadie lo esperaba, ni yo lo soñara, estoy aquí, ayudando al destino a erigirse en este sitio, con lo cual, siendo de carácter de importancia todo acontecer, y que las cosas no suceden así porque sí, voy a enemistarme con mi propia contumacia y conceder consecuentemente a tu honorable pedido, y a su vez congraciarme con la posibilidad que me da la vida. Pues, de acuerdo a las concomitancias referidas al pecado, y según la información previa que tengo del tema, debería convenir que he pecado en gran manera, lo cual quiere decir que he de confesarme ahora mismo, irremediablemente, de la forma más libre y sincera. He aquí soy el confeso: “¡Este día es distinto a mí, a todos los días conocidos que pasaron, y que pasarán, por lo tanto, este día mío es el señor de los pecados, porque he hecho que lo ruti-
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nario, lo calculado, lo esquematizado, o lo establecido, sea diametralmente distinto en mí!”... Hasta entonces, conociendo la metodología religiosa, esperaba que el cura párroco diera señales de perdón y absolución. Quizás hubiera sido el final de la premisa. Ahora bien, diferente de lo pensado, no hizo sino inmutarse de toda acción que tuviera semejanza con mi convencimiento. Automáticamente pude advertir en él una afinada inquietud en su rostro, y en el preciso instante en que clavó los ojos en su reloj de mano. Es por ello que no me hice esperar, sino que, por el natural apremio del tiempo, salí velozmente de allí antes que ir a parar al manicomio. También quisiera decir que a lo lejos, y por el infortunio del caso, el sonido de una sirena ayudó bastante sobre lo que ocurriría después. Tampoco estaba en mis planes hacer lo que hice. Y en cada ocasión en que me retrotraigo a semejante episodio, siento los vellos de mis brazos erizarse por la natural acción psicosomática Por entonces, traigo a la memoria la patente escena en la cual, por la misma desesperación, y sin la adecuada previsión que se corresponde en eventuales casos, doblé velozmente la esquina de la iglesia, cosa peligrosa porque podía chocarme con alguna persona, un objeto, un animal, o lo que fuera. Y no es que haya sido casualidad lo que la suerte del destino deparó en mi contra. Quiero decir que, repentinamente, la noche pareció llegar más rápido de lo convenido. Mas el impetuoso movimiento de mis pies claudicaron repentinamente al trastabillar por causa de la colisión que hube de dar contra la humanidad de un humilde pordiosero. Es que el mencionado estaba pidiendo limosna, y porque su cuerpo estaba en posición de yoga, y justo en medio de la vereda, hizo imposible poder esquivarlo. El asunto es que terminé por despatarrarme en el suelo bajo un terrible dolor, y mi cuerpo con una prolongada incapacidad de efec88
tuar algún movimiento. Enseguida, el pordiosero, quien portaba un sombrero al igual a los que suelen tener los quinteros —con la natural diferencia de su estado lamentable de conservación—, un pantalón extremadamente deshilachado, y una camisa roída por la mugre y la malaventuranza de su dueño, salió en mi ayuda, porque mis quejidos de dolor parecían evocar una súplica de sanación. La desagradable situación parecía embarcarse hacia un futuro cierto: el manicomio. Sin embargo, miré a todo mi alrededor sólo por el anhelo de dar con algún conocido que tuviera la gentileza de ayudarme a escapar. Todo fue en vano. Los eternos segundos peregrinaban en mi contra, y lo más próximo a mí era el pordiosero que se sentenciaba a sí mismo ser el culpable de mi caída. En un momento le insulté feo, hasta el extremo de la injuria. Me molestaba su presencia, y también su olor nauseabundo, lo cual hizo que estirara mis manos hacia él para hacer distancia. Afortunadamente para mi deseo, su obediencia fue muy parecida a la de una mascota cuando su dueño le reprime para que se ausente de donde está. De más está decir que sentí por este hombre muchísima pena, porque a fin de cuentas, ¿qué culpa podía cargársele luego de tan malogrado destino? Esta clase de sentimiento, casi incorporado desde otra esfera de mi Ser, salió al pedido de disculpas, y al grado tal fueron las disculpas que terminé por darle las gracias el haberse cruzado en mi camino. Porque le vida a veces nos trae cosas asombrosas; cosas que si uno le prestase debida atención, probablemente comprendería en conciencia otras facetas de la realidad. Algunos lo saben, y dan cuentas de ello. No hay que asombrarse, en un libro de Arévalo, leí esta frase: “Como se ve que nosotros no somos sino que todo estaba dispuesto para que podamos ser”.
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Cuando le sonreí al pordiosero, dándose éste por aludido y respondiendo casi con un aire de extrañeza por mi brusco vuelco en la actitud, no fue precisamente a él a quien dirigí mi gesto, sino a la vida. —Quisiera ponerle precio a tu sombrero —le dije al pordiosero a la par que hurgueteaba disimuladamente parte del dinero que contenía mi billetera. —¿Cuánto tienes? —preguntó, luego de abrir los ojos como huevos fritos. —¿Qué te parece la suma de diez pesos? —propuse en objeto de persuadir la compra. —Trato hecho —exclamó con alegre asentimiento. El pordiosero sacó de su cabeza el caro sombrero. Resistió dármelo puesto que no asimiló bien que los diez pesos estuvieran ocultos dentro de mi billetera. Entendí su temor. Por ello, inmediatamente acerqué hacia él una de mis manos con el billete del valor convenido a fin de barrer su entera desconfianza. El sombrero y el dinero se cruzaron de mano en mano, casi simultáneamente, y ambos nos quedamos satisfechos, porque habíamos realizado un increíble negocio. Mientras tanto, no quise perder más tiempo, sino tener las cosas resueltas a mi modo, de la mejor manera posible. Seguidamente, y sin la mínima conciencia de darme cuenta que no estaba solo, comencé a lanzar la voz al aire, y nada más ni nada menos que dando los principales detalles de un gran propósito: querer transfigurar mi imagen. Esta revelación hubiese alterado a cualquier persona dentro de los cauces normales, sean éstos morales e intelectuales. No ocurrió lo mismo con el pordiosero que, de acuerdo a su corto entendimiento, lo único que atinó fue a reírse, como si fuera una criatura gozando de las espectaculares morisquetas que hace el payaso. Entonces, aprovechando el camino libre, inicié la práctica con la picardía que significaba el te90
ner que hacer fuerza con las manos golpeadas, para cercenar todo aquello que tenía puesto encima. El pantalón nuevo quedó tristemente despedazado desde las rodillas hacia abajo, y los zapatos prolijamente lustrados corrieron con la misma suerte. Inclusive la camisa, de costosa adquisición, quedó maltratada por no decir dividida en no sé cuantos pedazos; además de los botones prácticamente diezmados a causa de tal irascibilidad. Acto seguido, me acomodé el sombrero en la cabeza, me arrastré como una serpiente hasta salir del límite de la vereda, rasguñé la tierra, y lo que pude juntar lo estreché contra la impulcritud de mi lamentable imagen. Estaba convencido que la práctica había salido al pie de la letra, mejor de lo meditado con la voz al aire. Claro que, por haberlo hecho delante de otro, y es más, a sabiendas de haber mostrado abiertamente mi anterior apariencia, tampoco iba a pretender que el pordiosero “siguiera tomando las cosas a las risas”, sobre todo luego de tan terrible transfiguración. Es por ello que quedé solo, convertido también en un yogui, en medio de la vereda, con mi nueva imagen, dejando al silencio actuar como él lo sabe hacer, mientras que, a corta distancia, sentía un ruido semejante al de un tropel acercándose cada vez más. Y desde ya, luego de avizorar la parte de abajo de aquellos guardapolvos blancos, entendí que no debía moverme un centímetro, y dentro de lo posible tampoco respirar. Enseguida los guardias pasaron de largo, a tranco abierto, se perdieron allá, a los lejos, en la malograda búsqueda de lo inexistente. Entonces elegí la soledad de establecerme allí, con ese sentimiento adverso de haber ocupado un territorio ajeno a mí. Pero como no había tenido la directa intención de provocar la huida del pordiosero, fue como si el peso de mi conciencia hubiera disminuido considerablemente, hasta casi desaparecer. En realidad, me quedé con las ganas de char91
lar con este nuevo amigo. Tal vez en esa charla hubiera comprendido a la doliente humanidad. Tal vez, en la pobreza de aquel hombre hubiera encontrado un puente para cruzar hacia el otro mundo. O bien, tal vez, o quién sabe, hubiera comprendido más de mí mismo, puesto que hubiera estado cara a cara con la miseria, porque aunque no parezca, o no lo creamos, existe, tiene forma, peso y, si lo deseamos, puede ocupar un lugar en nuestro espacio. Pero había que convenir que la ausencia del pordiosero denegaba el acceso a quizás otras fuentes. Mientras tanto, me las tuve que rebuscar con mi propia y auténtica soledad. Y aseguro que, cuando la soledad se combina con el silencio, se produce una sensación algo así como de una emigración hacia el fondo de nuestro Ser buscador. Es allí que aun prescindiendo de la presencia del pordiosero, saltó sobre mí esa intriga de saber a fondo si esta persona, en su silencio, podía sentir el peso del sufrir diario, o sino de una forma de felicidad distinta a la forma en que comprende el resto de la civilización. En un momento traje a colación el comentario de un amigo, cuando en una de sus repetidas visitas, y mate de por medio, me dijo: —¿Cómo se comprende que estos hombres, estando inmersos en la pobreza, sin educación, sin casta, ni cultura, y con todo lo que implica el vivir de la manera en que viven, no tengan problemas de estrés, y una cuarentena de problemas psicológicos que salen de estos síntomas? ¡Incluso ingieren alimentos extraídos de los recipientes de las basuras, duermen en el suelo, se alcoholizan a toda hora, y sin embargo no enferman así nomás! Por supuesto que de algún modo este amigo no estaba tan errado en sus palabras, empero por el hecho mismo de no importarme entrar en ese tema, le contesté de una forma muy despectiva: —Pues, entonces si tú lo crees así, ve, hazte como ellos... 92
A propósito de casualidades, hay una frase que se repite constantemente en el ámbito social, y que resulta de la ausencia en el tiempo de una conocida persona, que de repente, cuando uno menos lo imagina, se aparece misteriosamente, como de la nada, y uno dice para sí mismo: “¡QUÉ PEQUEÑO QUE ES EL MUNDO!” Mas cuando extendí las manos hacia adelante emulando al pordiosero, aquel amigo —quien se fuera enojado por la manera despectiva con que respondí a su irritación respecto de los mendigos—, pasó por delante de mí, sin reconocerme; yo lo reconocí, y precisamente por un corazoncito tatuado en el envés de su mano derecha. Este recordado amigo sacó una moneda, la acercó a mis manos abiertas, y finalmente la depositó allí, y se fue, seguramente pensativo, analizando de la forma más visceral el atroz despojo, la ausencia de una correcta educación, y la calamidad de estar enajenado de la propia vida, con todo lo que significa la vida humana, que como humano no prescinde de cuerpo y espíritu, y que tiene vida como cualquiera. Quizás se fue sollozando, implorando a Dios no caer jamás en ese mundillo de miseria que oprime el alma infortunada. También, seguramente, haya estado elaborando la hipótesis de que ese hombre, en otras circunstancias, quizás hubiera sido un doctor, un abogado, un idealista, o un ingeniero, o presidente, pero que las circunstancias de la pobreza hereditaria, o la desgracia de no superar la prueba de la vida, pudieron más que cualquier otra esperanza. Pero, conociéndole, digo que está en su pensamiento la idea de la superación humana por el saber, del estudio de sí mismo desde su propia historia de vida, y la asimilación, práctica, interacción de valores, y superación de las circunstancias que le rodean independientemente de la naturaleza de tales circunstancias. Él me decía que logrando establecer un vínculo de la mente-cuerpo con la conciencia maestra, el hombre sería otro hombre, y que los impulsos e instintos se verían 93
reducidos considerablemente ante la permanente enseñanza y corrección del Yo, el cual, así mismo, haría las veces de mentor de su propio destino. Claro que por ser yo extremadamente desconfiado de estos tópicos, le insistía sobre los riesgos de la búsqueda desenfrenada y voraz en los antros de las literaturas baratas, o la vinculación con escuelas teosóficas de sospechoso origen, de sectas que por su naturaleza se refriegan en antagonismos con otras fuentes, o de ciertos grupos secretos erigidos por un líder de manos negras, con sus doctrinas, sus prácticas, dentro de un cúmulo de información, miles de estructuras instituidas en el mundo dividido, proclamando la verdad suprema, el permanente futuro de felicidad, y quién sabe si habrá un mañana, ni aun qué será de tales cimientos. ¿Quedarán en pie?... Mientras tanto, delante de mí, y por causa de la visera del sombrero, sólo podía distinguir un espacio bien reducido. Quiero decir, que en el temor por elevar mi vista, por lo tanto el rostro, y por consecuencia ser identificado, y quizás apresado, hacía resignar el derecho de una visión total de las cosas que me rodeaban. Ni siquiera el soplo del viento me visitaba con algo de oxígeno. El terreno se hacía tan angosto que apenas se distinguían los cuerpos de los transeúntes allí a lo lejos. Penosamente, desde “allá abajo”, y de tanta ausencia, corría el riesgo de sucumbir en pánico. Las piernas hermosas de algunas mujeres ayudaban bastante a la distracción y a despojarme de esa sensación de estar como en penitencia. Eso sí, yo no quería distracciones ni aburrimientos, sino aprovechar todos los alicientes de mi nuevo prototipo e instalarme en el territorio espiritual de aquel pordiosero. Entonces cerré los ojos, y abrí la mente, y dije esto: “Aquí, desde lo llano, se disipa el HACER y el REHACER. Las cuerdas son tiradas con frenesí gracias al engaño de la ilusión, donde se piensa que al final se arrastra la eterna esperanza. Mientras, la vida crea un violento litigio en razón 94
de la existencia, y se acalambran los brazos enjutos que se amarran a la soga y hacen de ella sus propias cadenas. Es la libertad marchitada en la pesadumbre de la soledad; triste soledad como la parsimoniosa llama resignándose en la punta de la vela, cuando su luz cae en balde ante la indiferencia de un libro sagrado. Sobre la mesa de madera refinada se desvanece la luz, se silencian las palabras, se deforma la vela moribunda, sin que nadie sepa nada. Entonces la noche se vuelve fría, desagradecida, sin estrellas brillar; la luna se esconde al paso de unos cumulolimbus, como si de golpe la vida se hubiera vuelto mezquina. Todo porque el hombre ha creado la libertad en el seno del mundo en que vive, y vive en razón de esa libertad, pero es la libertad del mundo, por lo tanto se ha hecho mundana; y he aquí que el hombre se ha vuelto esclavo de su propia libertad. En la miseria encarnada, enterrada en la ciénaga, donde no hay lumbrera, las más profundas nociones del bien y del mal permanecen en el súmmum de oscuridad, como esqueletos bajo la superficie del sepulcro. Emerge en el tiempo, sin silencio, el pordiosero del mundo, acurrucado sobre la vereda de las circunstancias, extiende sus mugrosas manos, y la limosna que sugiere la bienaventuranza del día. Porque no hay comprensión del ayer, y con la falsa escuadra se elevan los bloques de piedras sobre la monumental pirámide llamada “civilización”. Se espera con gran expectación la última piedra, el punto límite de la piedra angular. ¿Y que será el después? ¿Cuál será el limite? ¿Acaso se derrumbaran los bloques de piedras dejando los cimientos originales? ”Aquí estoy, en lo llano; creo sentir que soy pero no sé si soy... sé que existo y que hay una vida dentro de esta existencia, incluso puedo sentir cómo ella retumba en gritos el pedido de libertad y salvación. En verdad, son los ecos de esta soledad vacía e intolerada, retumbando dentro de la imagen pordiosera que de pronto he creado para mí. El mun95
do, la gente, parecen alejarse paulatinamente, como si no tolerasen a la desdicha, lo impúdico, o todo lo que no tuviera posibilidad de adaptación al medio. Entonces se erigen las estatuas de las limitaciones, y contra ella azoto mi frente hasta provocar un sangrante estigma. Yo viajo con la herida, por todas partes, sonriendo ante el paso de los estigmatizados, me acomodo en sus filas, tomo bocanadas de aire irregular, los exhalo con prepotencia, y despido barbaridades en contra de las premisas cotidianas; como un alimento indigestible, alguien abre mi boca y me lo hace tragar sin el consentimiento previo, pero son los intestinos los que rugen ante tanta insalubridad, y de pronto me vuelvo loco, tan loco que pienso que los demás están más locos que yo; porque pareciera verlos en el mismo lugar, como la estatua en el medio de la plaza, o el árbol al costado de la acera, o el campanario en el techo de la iglesia. Es un poder, de dimensiones gigantescas, de notable resistencia, que se abate contra los insurgentes, conminando a la resignación y la sutil entrega. Y yo que les explico a mis amigos, los estigmatizados, con una rabia que motiva, que no hay salida, que las llaves abren la misma puerta, que una vez abierta una puerta hay otra puerta más grande, quizás de acero mezclado con metal pesado imposible de abrir sin la templanza de cuerpo y espíritu; y entonces lanzo escupitajos por sobre la primera puerta, entierro la llave de la inmortalidad, alboroto a los estigmatizados, y todos juntos arrojamos huevos podridos sobre la puerta, en el espantoso olor que arrastra el viento, se contamina el ambiente, las razones fundamentales, y se ve pasar al ciego que se sostiene del bastón, saluda a los suyos, con su dedo pulgar hacia arriba, vanagloriando una victoria, en ese caminar lento y fatigoso, se aleja a la distancia, en su mundo, dejando tras de sí todo lo prosaico, junto a las manoseadas huellas de la podredumbre...” 96
Tras la llegada del silencio interior, experimenté una sensación de paz, que según se dice, proviene del alma. Al tomar contacto con mi mente, la encontré en completa disipación. Fue allí cuando mis párpados se abrieron, permitiéndome examinar con sumo cuidado aquellas cosas que se descubrían a mi alrededor. Antes que todo, lo primero que hice fue sacarme el deshilachado sombrero de la cabeza. Mis brazos seguían extendidos y mis manos estaban abiertas, y sobre ellas rebalsaban unas cuantas monedas. Me costó mucho entrar en razón del porqué se habían juntado tantas monedas en un espacio de tiempo tan reducido. Lo que cambió el eje de la cuestión fue aquel instante en que miré hacia arriba. El astro rey avanzaba en dirección del atardecer, y esto sugería una transmisión horaria. Eran como las 17,30 horas, o sea que hubo un amplio espacio de tiempo en el que permanecí dormido. Para matar el aburrimiento, y ya que tenía bastantes monedas que contar, comencé de una por una hasta llegar a veinte unidades. Para afinar la atención, me entretuve un rato contabilizando el número de transeúntes, llegando sin error, y a juzgar por la sorpresa, al número de veinte. A continuación, un coche estaba estacionado frente a mí y los dos últimos números de la patente eran el dos y el cero, es decir, el veinte. Cuando elevo la vista al cielo me encuentro con una bandada de pájaros, y desde el primero al último sumaban veinte. “¡Cómo puede ser!” —dije, sobre todo luego de darme vuelta para leer el número del domicilio que estaba a mi espalda, sorprendiendo a mi mente la lectura de 2020. “Esto es pura casualidad” —exclamó mi interior. Con algo de dificultad me levanté del suelo al percatarme del paso de una multitud con bombos, pancartas, pitos, y palmadas. Y de la misma manera en que un ladrón se adentra en la densidad del bosque cuando es perseguido por la justicia, hice lo mismo al convenir el oportunismo de la multi97
tud a fin de pasar inadvertido. Casi inevitable fue el haberme entrometido en la manifestación, dado que de no hacerlo corría peligro de ser expulsado. Así que de pronto me vi invadido por la sugestión de la masa desenfrenada, e inconscientemente un grito incesante se lanzó de mi garganta en medio un coro multitudinario. —¡Tenemos hambre! ¡Tenemos hambre! A duras penas puedo recordar aquel episodio, porque jamás creí que dentro de mi querida ciudad de Santa Fe podía desarrollarse una premisa tan horrorosa. Es que la multitud, como si fuera un monstruo, se abalanzó sobre comercios, almacenes, supermercados, en una especie de guerra sin cuartel con los guardias de infantería, en una singular “danza de las alteraciones”. Sobre el pavimento corrían la sangre y los gritos; las mujeres, que desesperadas soltaban las hogazas, se arrojaban llorosas sobre sus hijitos desmayados, mientras que una anciana se arrodillaba suplicante a los pies de los guardias de infantería que sin piedad sazonaban con bastones los cuerpos de los caídos, junto al humo de los gases “lacrimógenos”, un solo llanto, se ahogaba la danza, la premisa, y el monstruo. Y yo estaba allí, torcido al suelo por el efecto de los gases, escuchando el estruendo de los perdigones golpeando en el cuerpo de los manifestantes; y entre ellos sobre la humanidad de una niña, quien habiendo caído a mi lado, dijo con voz sollozante: —Señor, tengo hambre... mucho hambre. No sé qué pudo haber pasado con esa niña, puesto que en el intento por ayudarla a salir de la locura humana, una cantidad indeterminada de manifestantes, que huía de forma irregular, cayó sobre mí sin dejarme hacer algo por ella. Y cómo debió ser la estampida sobre el asfalto, que el miedo a la muerte me rondó tan de cerca que estando a punto de sucumbir asfixiado, alcancé a decir: “¡Dios mío, no me lleves!” 98
Tras volver en mí, mi cuerpo estaba arrojado sobre la acera, doblado como un bicho bolita, y lleno de marcas de piedras, y algunos chichones en la cabeza. Enfrente de donde yo estaba, se descubrían los vestigios que quedaron en el campo de batalla. Una decena de curiosos limpiaban el asfalto convertido en un basural, y murmuraban a ton y son, con sus rostros preocupados, miraban la cantidad de sangre vertida en el lugar y otros detalles de la barbarie. Mientras tanto, los fotógrafos apuntaban pacientemente sus cámaras para dar el mejor plano de imagen. Ahora bien, no sé si fue más por la impresión que por la fuerza, pero logré ponerme de pie y alejarme a paso lento, hacia el norte, donde se encuentra mi morada... Durante el trayecto, veía cómo la tarde se despedía en el horizonte, respetando cada fase, de acuerdo al programa hecho por Dios antes de la creación del mundo. —¿Qué fecha es hoy? —pregunté a un canillita. —Hoy es veinte de diciembre del año dos mil uno —contestó el canillita. Siguiendo por el mismo trayecto, me crucé con un hombre de mediana edad, quien mirando al cielo, trataba de contestar a un niño de aproximadamente diez años una pregunta desconcertante. —Señor, ¿por qué la luz de las estrellas nunca se apaga aunque sea un ratito? Mientras este hombre trataba de inventar una respuesta quizás algo fantasiosa, yo le hice una señal para que viniese a mi encuentro. —¿Qué quieres? —dijo el hombre, con cierta incomodidad, porque por mi imagen de pordiosero no ameritaba atención alguna. —Sólo quiero que le digas la verdad —contesté enojado. —¿De qué verdad me hablas? —preguntó nuevamente este hombre. 99
—Quisiera explicarte una cosa sencilla —respondí, y añadí lo siguiente—: Todo lo que se contempla en el firmamento es ilusión. Las estrellas han perecido a su tiempo, y su luz pródiga sigue viajando por el espacio infinito, que ni bien llegue a nosotros, encontrará cenizas, y volcanes erupcionando, y una atmósfera inexistente. El autor de esta obra se llama “Dios”, y ÉL jamás permitiría que el hombre viera llegar la luz de las estrellas para que luego se vayan apagando una a una desconsideradamente. ¡No se puede apagar la ilusión del hombre en aquello que hace a la eternidad! Ahora, quiero que guardes este secreto: en su intimidad, cuando llegue el momento en que comiencen a apagarse las luces de cada una de las estrellas, será la señal de que esta creación ha cumplido ya su ciclo. En tanto quisiera decirte que mientras las cosas suceden tan libremente, se rumorea de la posibilidad de que Dios esté trabajando en pos de otra creación. Con tal razón, quiero que seas lo bastante sutil y modesto con el niño, y que le digas las cosas sin tantos rodeos y sin tantas mentiras... Al llegar a mi morada, bebí agua fresca, y antes de acomodar las cosas de la cocina conforme los días anteriores, me despojé de todo lo que tenía puesto, menos la prenda íntima. Observé, luego, por la celosía, al perro que no dejaba de parar las orejas hacia la dirección desde la que yo lo observaba. Seguidamente tomé asiento, inspiré aire fresco, cerré los ojos lentamente, y sin oponerme a mi último deseo del día, dije así: “Este día fue distinto a todos los días vividos, y los que viviré, por lo tanto este día no lo olvidaré jamás”.
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QUIÉN SOY, DE DÓNDE VENGO, Y HACIA DÓNDE VOY (CUENTO)
Un hombre salió de su casa maravillosa. Antes, cerró la puerta con una llave de oro, y se alejó, a sabiendas de que nadie, por más que quisiera, tendría el fácil trabajo de forzar la cerradura e ingresar. Y a favor de tanta emoción y confianza por dejar la casa sola, fue que en el trayecto se dispuso a jugar con la llave de oro, arrojándola por el aire y haciéndola caer sobre sus manos abiertas. De repente, y por el hecho mismo de distraerse en su juego más que mirar el camino por donde debía seguir, va que se tropieza con una piedra y pierde el control de su cuerpo, y con tan mala suerte que golpea su cabeza sobre otra piedra, lo que le provoca un profundo desmayo. Rato después abre sus ojos, y se encuentra en la noche, en el mismo lugar. Pero fue tan terrible el golpe que este hombre perdió la memoria. Apenas unos parpadeos de imágenes de una casa maravillosa, de algunos objetos y adornos, y otros rasgos de algunos cuadros de pinturas sobre las
paredes de una alcoba; imprecisos para conformar a un hombre en busca de su realidad. Obnubilado salió en dirección del viento, perdiéndose aún más en los confines de la noche, sin medir tiempo, ni distancia. En cuanto se cruzaba con alguien en el camino, le preguntaba: “¿Alguien me puede decir quién soy, de dónde vengo y hacia dónde voy?” Pero por tratarse de un forastero, y dado el grado de sugestión con que transmitía el interrogante, nadie se atrevía a complacerle con alguna ayuda. Así, sus más íntimas intenciones terminaban con los mismos resultados. Pero, en uno de esos días, se cruzó con un anciano que venía arreando una mula. Al salirle al cruce, le dijo: —Quiera Dios que las arrugas que se bifurcan en tu rostro sean la guía para responder a mi pregunta: ¿Quién soy, de dónde vengo y hacia dónde voy? El anciano, al ver a este hombre desesperado por encontrarse a sí mismo, le respondió: “Mucho de TI puedes saber si logras escalar aquella montaña. ”Desde la cumbre verás tan grande el paisaje que localizarás el territorio de donde vienes. ”Por lo tanto sabrás a dónde ir, porque mucho será todo lo que experimentarás en las alturas”. Nada más que estas palabras dijo el anciano, retirándose de la presencia de este hombre, siguiendo su camino junto a la mula, y junto a la parsimonia de sus años. Entonces, este hombre, sin alternativa alguna, obedeció a lo dicho por el anciano y se dirigió hacia la montaña.
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Estando allí, la vio tan descomunal en comparación con su pequeñez, que antes de intentar dar los primeros escalados, dijo en pensamiento: “Arde el demonio que inflige mi pobre alma, ahogándose ante esta pared gigantesca de piedra sepulcral. ”Maldecido soy en esta tierra, la tierra que ha levantado el polvo embravecido sobre mis ojos que no ven. ”Y por la iniquidad con que mi vida se hace agria y pesada, sin remota fuerza de donde sacar. “De este rayo que sacude mi vida, y que ahora me arrastra pendenciero a someterme en la gloria sin parar”. A este pensamiento se agregó otro: “Quizás aquel anciano, tan frágil en sus palabras, se ríe de mí, junto a su mula. ”Al ver en mí, a un ser que merece compasión por encima de cualquier ayuda. ”En querer que mis ojos iluminen todo el horizonte, para luego perecer en las alturas”. ”Quizás aquel anciano, tan frágil en sus palabras, se ríe de mí, gozoso, junto a su mula”. Decididamente se alejó de la montaña, repartiéndose de lugar en lugar, y siguiendo con las mismas preguntas a todo aquel que cruzaba en el camino. Es innecesario decir que nadie le podía resolver el problema. Es más, trataban de evitarle como si fuera un loco escapado del manicomio. Como eran muchos los días que permanecía perdido, fue que montó en cólera, dado la desgracia de no hallar la respuesta por sí mismo, sumado a la indiferencia de los demás. Se echó a maldecir a todos con quienes se encontraba a su paso, e incluso a atacar a golpes de puño a aquellos que se negaban a responder su incansable cuestionamiento. Pronto sentía que ese vacío no podía sostenerse más tiempo. Para fagocitar esa sensación de ausencia, entregó triste103
mente su vida a la práctica del pillaje, a la diversión, a los placeres carnales, y al crimen de personas que pensaban distinto a él. Su vida, también estaba perdida. Hasta que un día se cruzó imprevistamente con el anciano junto a su mula. Empero como este hombre venía de cometer un delito, tenía en sus manos un cuchillo bien filoso. Al ver el anciano el cuchillo, le dijo a este hombre: “Bienaventurado el cuchillo que corta las cuerdas de los apegos y las ilusiones. ”Es porque has comprendido al fin la metáfora de la montaña que has sabido escalar. ”Porque a la larga ibas a entender lo malo de esas cuerdas que obstruyen toda comprensión” ”Esas cuerdas que una vez oprimieron tu libertad de saber quién eras, de dónde venías, y hacia dónde ibas”. El hombre miró al anciano con rabia, creyendo se le estaba burlando por segunda vez. Entonces el anciano viendo tanta malicia escondica en aquel rostro, le dijo: “De cierto te digo que si no has conseguido subir y bajar de la montaña, ese cuchillo será quien decidirá mi vida en suerte”. Cuenta la historia, que una noche, en medio del camino, un anciano yacía a los pies de una mula. Mientras que el hombre del cuchillo, ciego y desdichado, hubo de partir hacia otros confines, en busca de su origen, de su pregunta, de su respuesta, y de su destino, allá a lo lejos, donde la puerta de su hogar aún permanece cerrada.
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