DEL SIGLO XVIII AL XIX Estudios históricos-literarios
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DEL SIGLO XVIII AL XIX Estudios históricos-literarios
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DEL SIGLO XVIII AL XIX Estudios histórico-literarios
René Andioc
FICHA CATALOGRÁFICA ANDIOC, René Del siglo XVIII al XIX : estudios histórico-literarios / René Andioc. — Zaragoza : Prensas Universitarias de Zaragoza, 2005 824 p. ; 22 cm. — (Humanidades ; 51) ISBN 84-7733-770-5 1. Teatro español–S XVIII-XIX. I. Prensas Universitarias de Zaragoza. II. Título. III. Serie: Humanidades (Prensas Universitarias de Zaragoza) ; 51 821.134.2-2«17/18» No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, ni su préstamo, alquiler o cualquier forma de cesión de uso del ejemplar, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.
© René Andioc © De la edición española, Prensas Universitarias de Zaragoza 1.ª edición, 2005 Ilustración de la cubierta: José Luis Cano
Colección Humanidades, n.º 51 Directora de la colección: Rosa Pellicer Domingo
Editado por Prensas Universitarias de Zaragoza Edificio de Ciencias Geológicas C/ Pedro Cerbuna, 12 50009 Zaragoza, España
Prensas Universitarias de Zaragoza es la editorial de la Universidad de Zaragoza, que edita e imprime libros desde su fundación en 1542.
Impreso en España Imprime: INO Reproducciones, S.A. D.L.: Z-1573-2005
Pour Jean-Michel et Vincent, qui m’aidèrent un jour à recouvrer l’énergie perdue
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ADVERTENCIA PRELIMINAR […] il m’a moins importé de «faire savoir» que de tenter de faire comprendre. Le seul péché majeur est de juger sans avoir compris. Pierre VILAR
Los trabajos reunidos en el presente volumen se refieren a la segunda mitad del siglo XVIII —en el sentido lato de la voz, que incluye los años inmediatamente anteriores a la guerra de la Independencia— y a los primeros decenios de la centuria siguiente, en que prosiguió o, por mejor decir, se clausuró, la carrera literaria de varios autores, entre ellos Leandro Fernández de Moratín, sin que sus producciones dejasen de influir en las nuevas generaciones. Los más se publicaron de treinta y tantos años a esta parte en distintas revistas o misceláneas españolas o extranjeras dedicadas al mundo hispánico que no siempre se tienen todas a mano, ya sea por haberse agotado algunas o por ser difíciles de conseguir a veces otras por los conductos habituales. Unos cuantos se redactaron en francés y se reproducen aquí, naturalmente, vertidos al castellano por el firmante de estas líneas. Ocioso es agregar que siempre que ha parecido necesario, esto es, en la mayoría de los casos, se han enmendado los textos con arreglo a investigaciones, mías y ajenas, realizadas con posterioridad (o incluso, tal cual vez, con anterioridad...) a la primera publicación. Uno solo, relativo al estreno del Don Álvaro, podrá juzgarse a primera vista algo ajeno a mi propósito; sin embargo, además de que se dedica una parte relativamente importante de este libro al arte dramático, e incluso un artículo a los arreglos sucesivos de La Estrella de Sevilla, entonces atribuida a Lope, hasta mediados del XIX, la obra del duque de Rivas, cronológicamente la más tardía de las ori-
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ginales que aquí se estudian, pero cuya ficción se sitúa en pleno setecientos, no supone ni puede suponer, como es sabido, una ruptura total con el teatro anterior y, por otra parte, conviene tener presente que sorprendió a no pocos críticos de su tiempo, suscitando unas reservas o reparos fundados las más veces en criterios estéticos y éticos no muy distintos a los que regían el «buen gusto» dominante desde decenios atrás. En cambio, otros se han desechado, generalmente los más antiguos, por haberse aprovechado en publicaciones ulteriores más largas, entre ellas mi edición del epistolario de Moratín y mi tesis doctoral sobre el arte dramático en la segunda mitad del XVIII, traducida al castellano en 1976,1 o, en el caso de varios poemas inéditos, por resultar ocioso reproducirlos y comentarlos después de la reciente edición de las poesías completas de aquel escritor.2 En cuanto al relativo a informes de la policía francesa que vigilaba con los medios habituales a don Leandro como significado —y ¡presuntamente peligroso!— exjosefino,3 creo que el contenido de dichos textos administrativos, no exento de errores y a menudo reiterativo, puede ahorrarse los honores de una reimpresión. Y quedan algunos estudios más que tampoco se incluyen en esta miscelánea o colección, ya que tratan más bien de historia del arte y me propongo reunirlos por lo tanto en un librito aparte, pues también he efectuado en ellos no pocas enmiendas y adiciones imprescindibles. De manera que la cuasi totalidad de la presente publicación versa sobre distintos aspectos —relacionables todos, pues contribuyen a aclararse mutuamente de forma ya sea directa o indirecta— de la actividad literaria y, más generalmente, cultural en la segunda mitad del setecientos, lato sensu. Dicha actividad comprende la producción de textos, poéticos o en prosa, satíricos, dramáticos o también periodísticos, cuyo estudio abarca también las circunstancias de su aparición, esto es, su contexto estético, económicosocial e incluso político, sus modos de difusión y la recepción cualitativa de las obras por el público de lectores o espectadores, a través de los sucesivos exámenes censorios, de las críticas publicadas en la prensa o recogidas en epistolarios o memorias íntimas. En cuanto al arte escénico propiamente dicho, se analiza un abanico completo de los géneros acre1 René Andioc (1976). 2 Leandro Fernández de Moratín (1995). 3 René Andioc (1963).
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ditados en los teatros contemporáneos: tonadillas, comedia áurea original o arreglada (Sancho Ortiz de las Roelas), zarzuela (El barón), comedia heroica (El sitio de Calés), comedia neoclásica (El sí de las niñas), tragedia (Munuza, Raquel, Doña María Pacheco), drama (El día Dos de Mayo de 1808, Don Álvaro), sus fuentes nacionales o extranjeras cuando las hay evidentes o confesadas, con la particularidad de que, para apreciar mejor su impacto, disponemos en la mayoría de los casos de un medio de valoración cuantitativo que viene a sumarse a las tiradas, las reediciones y las copias manuscritas asequibles: me refiero a la participación más o menos importante del público, mejor dicho, de los públicos, que dan a conocer con exactitud las entradas diarias conservadas en la contaduría de las compañías y, por lo mismo, permiten aclarar mejor y matizar eventualmente los juicios formulados por los críticos contemporáneos, no siempre concordantes y en los que entra también una parte de subjetividad, los de las siguientes generaciones, hasta los de ciertos estudiosos actuales, así como las polémicas que pudieron suscitar tanto en su tiempo como en el nuestro. Porque una cosa es el valor estético que nosotros concedemos a tal o cual obra del pasado, el lugar que le adjudicamos en la historia literaria gracias a la perspectiva de que disponemos y también en función de unos criterios provisionalmente «definitivos» adoptados por una mayoría (relativa, y que se puede convertir en minoría), y otra cosa, no menos importante y que se tiene que atender antes que nada, la acogida que sus contemporáneos le reservaron acudiendo o dejando de acudir a los coliseos, por medio de lo cual podemos comprobar en qué medida responde su «mensaje» a la expectativa de una determinada fracción de la población. Estas polémicas a que me refería, y que opusieron entonces a admiradores o negadores de la «belleza» de una determinada obra o, sobre todo, a partidarios y adversarios de estéticas divergentes con implicaciones consciente o inconscientemente ideológicas, y cuyos ecos repercuten en particular en varios artículos aquí dedicados a García de la Huerta, habían de desembocar en un intento gubernamental de reforma autoritaria del teatro, por ser tenido éste entonces, con el púlpito, y más que la prensa, aún en vías de desarrollo, por uno de los medios de comunicación o difusión, diríamos hoy, más apropiados para modelar la opinión. Por ello se hacía necesario un capítulo relativo a dicha reforma, destinado a complementar los trabajos ya antiguos realizados sobre este mismo tema, y cuya presencia explico con más detenimiento en una nota.
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En algunos artículos se trata también, ya sea en el texto propiamente dicho o en las correspondientes notas, de resolver problemas de atribución o datación, los cuales me han llevado lógicamente a dedicar unas páginas a otros ya resueltos por medio de mis propias investigaciones, concluyendo con los que siguen pendientes o, según suele decirse, con el estado último de la cuestión: se trata de la identificación de «Ramón Fernández», que se venía considerando seudónimo de Pedro Estala, amigo de Moratín, Melón y Forner, y que fue en realidad el nombre de un modesto mecenas, cirujano de oficio y amigo de las buenas letras, que costeó la edición de unos primeros tomos de poesías antiguas por el escolapio; de las Cartas Turcas de Meléndez Valdés, a las que, por ahora y por faltar pruebas fehacientes, no creo que puedan vincularse dos epístolas supuestamente rescatadas de la perdida colección; y, por útimo, de varios «enigmas» en vías de aclaración o ya aclarados, como son la fecha de redacción de la Raquel de García de la Huerta, una dudosa cuarta parte del Carlos XII de Zavala y Zamora, la identificación, gracias a una carta de Goya, aunque con pocos detalles, del popular cantante Pacotrigo, corruptor de jóvenes aristócratas según la Sátira a Arnesto, de Jovellanos, y el hipotético texto anterior a la que se intitulaba Continuación de las Memorias Críticas por Cosme Damián, de Samaniego. Agregaré que la aparente disparidad de ciertos estudios no debe ocultar su complementariedad. Así, por ejemplo, en el capítulo dedicado a Leandro Moratín, el examen de la densa documentación de carácter económico relativa a la familia del tío paterno y primos hermanos del escritor, además de facilitarnos nuevas informaciones biográficas sobre don Leandro, e incluso sobre una obra del padre de éste, don Nicolás, permite formarse una idea bastante exacta de cómo debía de vivir diariamente, y en qué ambiente casero, parte de la llamada «clase media» a la que iban dirigidas, según el dramaturgo, las comedias neoclásicas y a la que también pertenecían los protagonistas de dichas obras y el propio escritor. Los «bienes y posibles», la casa, la despensa y la batería de cocina del rico don Diego de El sí de las niñas, sólo brevemente evocados por doña Irene para engolosinar a su hija y animarla a que se case con su anciano pretendiente, todo lo podemos imaginar —y casi se podría reproducir el interior en que se hospedó el autor en los años de las vacas flacas— gracias a los dos inventarios pormenorizados del mobiliario y a la descripción del piso hechos por don Miguel, o Nicolás Miguel, joyero acomodadísimo, con
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motivo de su viudez y segundo matrimonio. Un matrimonio desigual en la edad, adviértase —entonces inseparable del candente problema de los límites de la autoridad paterna y la libertad de elección de los hijos en asuntos matrimoniales—, cuya frecuencia en las clases acomodadas llamó la atención del gobierno, lo que llevó a legislar varias veces al respecto, y que se evoca en no pocas obras literarias de la época, siendo tema central de la obra maestra y última comedia original de Moratín, la más concurrida de su tiempo, amén de la ulterior traducción, por el mismo autor, de La escuela de los maridos, de Molière. Dada la importancia concedida por los ilustrados a la educación y a la función educadora de la literatura, tampoco quedaba fuera de propósito una ojeada al funcionamiento de las escuelas de primera enseñanza en Madrid, máxime tratándose de un informe pormenorizado redactado tras una inspección general de ellas y de sus maestros, que se efectuó en presencia de dos intelectuales allegados a Moratín, uno de ellos futuro juez de imprentas y director de un periódico oficial, editores los dos de textos clásicos, y que reaparecen en otros artículos. Este trabajo se ha colocado en la primera parte, que intitulo La escuela y la calle, y sirve en cierto modo de capítulo introductorio, pues en él se trata del aprendizaje del idioma castellano por los niños de Madrid con arreglo a distintos métodos de lectura y ortografía no siempre compatibles, y, en el que le sigue, de cómo lo hablaban, o refieren los españoles que lo hablaban —mal, por supuesto—, los extranjeros, muchos de ellos franceses, a quienes por su parte imitaban los naturales, ya sea en son de broma o también cantando sus canciones los personajes del teatro breve. Desde un punto de vista más técnico, este segundo estudio sobre la figura del francés en las tonadillas no sólo trata de captar, gracias a la naturalidad y desenfado coloquial de las letras dialogadas, la índole de las reacciones del pueblo madrileño frente a los buhoneros y vendedores callejeros procedentes de tras el Pirineo —una variedad de costumbrismo avant la lettre, podríamos decir—, sino que examina también las deformaciones lingüísticas en que suelen incurrir éstos al chapurrear el castellano —teniendo en cuenta la necesidad de cargar algo las tintas para mayor comicidad— y que se explican por el sistema fonético y gramatical propio a un tiempo de su época y, al parecer, cuando menos en parte, de la zona meridional del país vecino, el Languedoc, que es de donde llegarían en su mayoría. Pero, en la medida en que suelen éstos cantar además tonadas de su tierra, tienen los
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libretistas españoles que valerse ya a su vez del sistema vernáculo y de la grafía que le corresponde, para que canten los actores las letras redactadas en distinto idioma, que no entienden o entienden mal; y en este caso también se dan distorsiones en la transcripción meramente fonética de las palabras o, con frecuencia, de los grupos sintácticos, resultando a veces imposible identificar la canción. Sin embargo, de las identificadas puede inferirse con cierta seguridad que debían de proceder no directa sino indirectamente de Francia; quiere decirse, no por transmisión oral, sino por mediación de las obras teatrales no trágicas que cruzaban la frontera para venir a inspirar nuevos enredos o lances y satisfacer, ya traducidas o adaptadas, una demanda apremiante debida a veces a la relativa escasez de las españolas. En aquellas obras, a menudo «de segundo orden», según la calificación francesa de entonces, los autores galos utilizaban las canciones para amenizar los diálogos y conferirles más variedad, con la interesante particularidad de que solían modificar las letras originales para adaptarlas a los enredos de sus comedias, conservando solamente la música, de todos conocida, de los aires populares. Dos de los casos más llamativos son el de una cancioncita que se canta en la tonadilla Los españoles viajantes, de Ferandiere, y que procede, casi sin modificar, de Le Barbier de Séville, de Beaumarchais, y otra, celebérrima entonces —y hasta mis años mozos—, intitulada Malbrú o Malbruc (el general inglés Marlborough, héroe de la guerra de Sucesión), cuya letra viene ya traducida con algunos añadidos no desprovistos de gracia. Asimismo se justificaba la presencia del breve estudio sobre el estrafalario don Benito, retratado en un grabado de Juan de la Cruz, hermano del sainetista, pues fue un tiempo repartidor del Duende de Madrid, publicado por uno de los editores del Memorial Literario, periódicos ambos en que aparecían artículos literarios o de costumbres. Este personaje, a diferencia de los gaceteros y gaceteras, los cuales vendían no solamente la Gazeta de Madrid, sino también el Catón y la Guía de Forasteros, no pertenecía a la cofradía de los ciegos, sino que andaba al parecer de calle en calle llamando la atención y suscitando la risa de la gente con su cara de inocente, su rara indumentaria y sus ademanes afectados, lo cual, adviértase, supone ya una forma de incipiente técnica publicitaria algo más elaborada que la de los tradicionales pregones callejeros o los anuncios de los tenderos o grabadores, entre ellos Goya, en la prensa diaria. Los redactores del periódico hacen pasar incluso a don Benito por gracioso colabora-
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dor; de manera que por medio de esta «figura», entre imaginaria y real, conocemos mejor no sólo un método original de difusión de la prensa, sino también, de rebote, una modalidad peculiar de la utilización del humor, o de la «locura», como medida cautelar, esto es, como medio de atenuar a los ojos de la censura la posible «heterodoxia» de unos textos satíricos o simplemente críticos; eso no impidió, por supuesto, que algunos sonaran desapaciblemente a los oídos de los calificadores, entre ellos el que trataba de las presiones familiares sufridas por la juventud para ingresar en órdenes religiosas, siendo la otra forma de tomar estado el contraer matrimonio, también generalmente por voluntad de los padres, actitud que denuncian, como queda dicho, no pocos escritos ilustrados, tanto periodísticos como dramáticos, entre ellos El sí de las niñas, en que se equiparan y critican las coacciones ejercidas en ambas circunstancias. Y a modo de conclusión, me ha parecido oportuno reproducir una puesta a punto, entre metodológica y crítica —sobre todo crítica, pero de la que no reniego, ni mucho menos—, publicada hace unos años en el homenaje al eminente hispanista Robert Jammes, el cual fue hace más de medio siglo mi joven maestro y también se vio un día en la precisión de hacer constar ya que ciertas interpretaciones traídas y llevadas del gran poeta áureo a quien dedicó la mayor parte de su carrera de investigador pecaban de anticuadas, cuando no rayaban en fantasiosas. Por mi parte, la conformidad con que suelo acoger —sin excesivo júbilo, como es natural— las críticas fundadas, que obviamente no admiten réplica (por lo que incluso trato de anticiparme a ellas aprovechando cualquier oportunidad para señalar las equivocaciones en que me consta haber incurrido en publicaciones anteriores), no es extensiva ni llega hasta el acatamiento de refutaciones parcamente argumentadas o meramente formalistas, cuando no caducadas o, incluso, aunque en contadas ocasiones, malintencionadas. Resumiendo pues: esta colección de artículos trata de abarcar una mayoría de aspectos de la actividad cultural del período considerado, empezando por el aprendizaje de los dos idiomas neolatinos, prosiguiendo con lo esencial, esto es, la producción y difusión de textos literarios pertenecientes a los géneros más diversos, las condiciones y circunstancias de su producción, así como su recepción por sus destinatarios cultos o por el público en general, y concluyendo con las medidas gubernamentales destinadas, como las inquisitoriales, por supuesto, a controlar en lo posible
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los que hoy llamamos medios de comunicación, tratando de definir cuando hacía falta el método hasta aquí observado y dejando al cuidado de una nueva generación de investigadores la comprobación o rectificación, si cabe, de los resultados conseguidos, así como la solución de los problemas aún pendientes, lo cual no es ilícito interpretar como una forma de despedida. El más arduo de éstos que he tenido que resolver ha sido finalmente el del orden de presentación y sucesión de los distintos trabajos aquí reeditados. ¿Era más conveniente observar, al menos cuando era posible, una estricta cronología, fundándome en las fechas de aparición de los textos y las de los acontecimientos estudiados? ¿O importaba ante todo tratar de respetar y sugerir una relación o afinidad, esto es, cierta continuidad temática, entre los mismos estudios? Todo bien mirado, he optado por un término medio entre cronología y parentesco o complementariedad de éstos, dividiendo el libro en varias partes o capítulos: al primero ya me he referido; a continuación vienen los intitulados «De Moratín», «De García de la Huerta», «Tragedias y dramas», «La reforma teatral de 1799-1803», reservando para el final los «Problemas resueltos o pendientes» y para el «epílogo», el artículo relativo a metodología y errores o aciertos en las interpretaciones. Pienso que el lector podrá orientarse sin grandes dificultades, a pesar de una cronología no siempre uniformemente lineal, ni mucho menos, y comparar si hace falta dos o más estudios algo arbitrariamente separados por la ordenación que he adoptado. Además, este libro no requiere una lectura seguida, sino que, por el contrario, cada artículo es a un tiempo independiente y relacionable con otros afines, en función del tema de investigación que se haya elegido. Octubre de 2003
I. LA ESCUELA Y LA CALLE
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NOTAS A LA PRIMERA ENSEÑANZA EN MADRID A FINALES DEL XVIII* El Censo de la población de España de el año de 1797 executado de orden del Rey en el de 1801, comúnmente llamado «censo de Godoy», arrojaba para Madrid las cifras de 33 escuelas de primeras letras para niños y 79 para niñas, con 65 maestros que enseñaban a 5776 alumnos, por una parte, y, por otra, 92 maestras que se dedicaban a la educación de 3145 alumnas;1 esto, sin contar las Escuelas Pías, ni los distintos colegios también más numerosos para las educandas —si bien, a la inversa, el personal docente era en este último caso muy inferior al que impartía clases a los varones (13 para 387, frente a 26 para 114)—, ni las escuelas que podríamos calificar de «profesionales» o prácticas, patrocinadas por la Junta de Damas unida a la Sociedad Económica, en las que, no sin alguna razón, venía sólo al final, si es que venía, la mención del aprendizaje de la lectura, escritura y cálculo elemental en la lista de asignaturas.2 A * Primera publicación en: El siglo que llaman ilustrado. (Homenaje a Francisco Aguilar Piñal), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1996, pp. 73-85. 1 Aunque se ha puesto en duda su fiabilidad, tiene la ventaja, antes del de 1831, de separar los tres niveles educativos: véase Jean-Louis Guereña (1987); aprovecho la oportunidad para expresar mi agradecimiento al autor de este artículo, así como a Antonio Viñao Frago, Jacques Soubeyroux, Jean-René Aymes y François Lopez, por la suma amabilidad con que me han sacado de varias dudas. 2 Véase Ángel Valero y Chicarro (1796), pp. 50 y ss.; en 1793-1794, las pupilas de la escuela de educación de niñas dirigida por la condesa viuda de Torrepalma aprenden costura y sastrería de las 8 a las 12 por la mañana en verano, y por la tarde desde las 3 hasta ponerse el sol; y en invierno, desde las 9 hasta la 1 por la mañana y desde las 2 y media hasta el anochecer. En cuanto a leer, escribir y contar, «dan sus lecciones» por las noches en sus habitaciones… (AHN, Consejos, 1527-3).
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pesar de la precisión, al menos aparente, de los distintos cómputos, resulta muy incómodo, cuando no imposible, formarse una idea exacta de la tasa de escolarización de los niños, ya que los dos primeros estratos de edad apuntados tanto en los censos de Aranda y de 1787 como en el de Godoy van de 0 a 7 años, es decir, que los párvulos incluidos en éste constituían necesariamente una minoría, y de 7 a 16, y en este caso se abarcaba un determinado número de jóvenes que ya habían dejado la escuela para ingresar en la vida activa (incluso había algunos ya casados).3 Como quiera que fuese, lo cierto es que, al menos principalmente durante el reinado de Carlos III y el siguiente, bajo el impulso de los ilustrados, para quienes la educación era una preocupación prioritaria, el gobierno adoptó una serie de medidas encaminadas a alfabetizar a los niños pobres para sacarlos del abandono y vagancia y orientarlos luego eventualmente hacia tareas «útiles». El establecimiento, en 1778, de la Junta General de Caridad y de las diputaciones de barrio no tardó en desembocar a partir de abril de 1780 en la creación de una serie de escuelas gratuitas para niños de ambos sexos, aunque sin dotación estatal al estilo moderno;4 y en 1791 se nombró a Ramón Carlos Rodríguez para cubrir el puesto de «celador general» encargado del control de aquellos centros docentes o «escuelas de caridad». Entre tanto, la arcaica Hermandad de San Casiano, que agrupaba hasta entonces a los maestros de primeras letras, solicitó permiso para que éstos también pudiesen admitir a varios niños pobres y se convirtió en Colegio Académico del Noble Arte de Primeras Letras, cuyos académicos serían los veinticuatro «que por entonces regían escuela abierta en Madrid, los que tendrían veinticuatro discípulos, que serían los veinticuatro leccionistas» que impartían clases a domicilio,5 y, naturalmente, hizo confirmar su monopolio sobre el nombramiento de maestros en toda España el mismo año de 1780, publicándose sus nuevos estatutos al año siguiente.
3 A. Viñao Frago (1988), p. 289, la calcula, a nivel nacional, en un 23,3 por 100 para la población de 6-13 años. 4 Me fundo principalmente, para el resumen que sigue, en los trabajos de distintos historiadores, entre ellos F. Aguilar Piñal (1973 y 1987); A. Viñao Frago (1988); Julio Ruiz Berrio (1986); las distintas publicaciones colectivas de la Universidad de Tours, realizadas bajo la dirección y con la participación de J.-R. Aymes, E.-M. Fell y J.-L. Guereña; Paloma Pernil Alarcón (1989); Lorenzo Luzuriaga (1916); etc. 5 J. Ruiz Berrio (1988), p. 178.
Notas a la primera enseñanza en Madrid a finales del XVIII
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Los intentos de renovación pedagógica que se manifiestan paralelamente a las actividades de la Junta General de Caridad han sido bien estudiados por varios historiadores, de manera que me contentaré con un brevísimo aunque necesario resumen: en junio de 1788, la Primera Secretaría de Estado fundó la Escuela de la Real Comitiva, destinada a educar gratuitamente a los hijos de la servidumbre real en los distintos sitios en que residía sucesivamente la corte, y el método pedagógico que se impuso fue el de Juan Rubio, con lo que se difundió el llamado «movimiento de San Ildefonso» iniciado ocho años antes por José Julián Anduaga y Garimberti en las escuelas de primeras letras de aquel real sitio; Anduaga ideó un método nuevo de enseñanza de la escritura, más racional y menos uniforme que el hasta entonces fundado en la simple imitación de muestras, que expuso en su Arte de escribir por reglas y sin muestras (1781), más tarde reducido a Compendio, y llegó a constituirse bajo su dirección en 1791 una Real Academia de Primera Educación que trató de oponerse al método y al corporativismo del ya citado Colegio, con el que sin embargo no consiguió acabar, como escribe atinadamente Ruiz Berrio contra lo afirmado por algunos autores y queda confirmado por el documento que voy a analizar a continuación. En 1789 se fundó en Madrid la Escuela Modelo de San Isidro bajo la protección de la Primera Secretaría de Estado, y pronto siguieron las ocho escuelas reales de Madrid, creadas por la misma real orden que fundaba la Academia, y destinadas a los ocho cuarteles en que estaba dividida la villa desde la época inmediatamente posterior al motín de Esquilache. Como era natural, se nombró a Juan Rubio visitador o inspector de ellas y de las que siguiesen su método, y la real orden nombró los ocho maestros que la habían de regentar, de manera que no tardó en surgir una rivalidad entre las distintas instancias afectadas, hasta que otra real orden acabó con ella y con el monopolio gremial del Colegio creando el 11 de febrero de 1804 una Junta de Exámenes para suplir dichas instancias. El documento a que acabo de aludir —y que me atrevo a suponer aún inédito a pesar de los muchos y valiosos estudios a que ha dado lugar la primera enseñanza de algunos años a esta parte—6 se refiere precisamente
6 Lo descubrí hace unos cuarenta años, mientras andaba buscando documentación sobre los amigos de Leandro Moratín (en este caso, Juan Antonio Melón y Pedro Estala) para editar el epistolario de «Inarco», es decir, en una época en que muy pocos se preocupaban por la historia de la educación, por lo cual no me pareció oportuna su publicación
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a una oficial e interesantísima «Visita general de escuelas»7 efectuada, en virtud de una real orden del Consejo de 13 de octubre de 1796, por la Junta General de Caridad y, por comisión de ésta, por varios de sus individuos: José Vegas y Quintano, Miguel de Manuel, catedrático y bibliotecario de los Reales Estudios de San Isidro, Ramón Carlos Rodríguez, a quien ya conocemos, y Miguel Burriel, más tarde promotor fiscal de Obras Pías y abintestatos según las Guías de Forasteros, quienes nombraron para que les acompañasen, según prevenía la orden, a dos amigos de Leandro Moratín, Juan Antonio Melón, «encargado de la colección de autores clásicos que se imprimen en la R.l Imprenta», y Pedro Estala, bibliotecario de los Reales Estudios, y, por último, a Francisco Xavier Saborido, director (nombrado por el Consejo) de las escuelas de primeras letras de Jerez de la Frontera, y Manuel Trabeso, catedrático también en San Isidro. Además, se designó a varios «profesores de medicina y arquitectura» para que informasen sobre las aulas que se habían de visitar, «con respecto a la comodidad y salud de los niños», pues según estipularía un año después el título XIV del reglamento de la Academia de Primera Educación, «la salud, las costumbres y los progresos de los niños en la enseñanza se interesan en el arreglo de los edificios de las escuelas».8 Si tenemos en cuenta el tiempo que debieron de tardar las distintas gestiones destinadas a componer la junta o comisión de «inspectores» —compuesta por el celador, un fiscal y los censores— y nos fijamos en la fecha del informe final, redactado y firmado el 26 de noviembre de 1796,9 la visita debió de efectuarse presumiblemente en la primera quincena del mismo mes. Fueron treinta las escuelas inspeccionadas, aunque no sé si el orden adoptado en el informe, el cual obedece al parecer a cierta lógica, ni era suficiente mi información para llevarla a cabo; pero, siendo entonces profesor adjunto de la Universidad de Burdeos, dirigí una tesina de licenciatura por cuyo tema sentía interés la autora, señorita Marina Carrasco (1963), y que lleva por título Aspects de l’enseignement primaire à Madrid sous les règnes de Charles III et Charles IV (1759-1808); algunos elementos de mi artículo proceden de este trabajo. 7 AHN, Estado, 30221 n.º 18, 50 folios; todos éstos (recto) llevan puesto el sello de Consejos, pero en el primero está tachada esta mención. 8 Luzuriaga (1916), p. 271. 9 Las firmas observan el orden jerárquico, en este caso también cronológico, del nombramiento para la comisión: primero los miembros del Colegio y debajo, los «acompañantes»; y éstos, mejor dicho, sólo los tres últimos, Melón, Estala y Trabeso, se dejan el «Don» en el tintero…
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coincide exactamente con el cronológico: la de la Real Comitiva, las ocho escuelas reales correspondientes a sendos cuarteles, diecisiete de número del Colegio Académico (antes Hermandad de San Casiano) y, por último, cuatro particulares de Madrid; y el número de alumnos concernidos alcanzaría los 2500, ya que en el recuento, fácil de realizar sumando las cifras apuntadas para cada escuela, y que llega a 2374, faltan los del primer establecimiento visitado o, por mejor decir, mencionado en el informe —el cual, como queda dicho, observa un orden jerárquico no desprovisto de interés— y es la escuela de la Real Comitiva, contigua a San Isidro, que seguía regentando Juan Rubio con un cuerpo docente compuesto por tres maestros: José Sanz y Francisco y Joaquín Díaz. Ésta fue la que con mayor detenimiento se examinó, tal vez por ser la más importante, o también porque el método pedagógico vigente en ella era el moderno en todos sus aspectos, del que era principal enemigo, según Ruiz Berrio,10 Ramón Carlos Rodríguez, quien, como ministro de la Junta General de Caridad y celador de todas las escuelas gratuitas de la corte, y por encima deseoso de conseguir —objetivo que había de lograr unos pocos años más tarde— el control de las escuelas reales, de las que era visitador Juan Rubio, era rival directo de éste. Rodríguez se mostró particularmente puntilloso, por no decir a veces insidioso, haciendo leer a los niños en un libro desconocido para ellos y preguntando —y se lo demostraron los escribientes— si los principios de Anduaga «podrían aplicarse a la letra del S.or Palomares», esto es, del conocido calígrafo, pues sabido es que entre los adversarios del método de Anduaga figuraban precisamente los calígrafos (y los que vendían sus muestras a las escuelas…), llegando incluso el más célebre, Torcuato Torío de la Riva, a replicar en 1798 a la segunda edición del Arte de aquél publicando un Arte de escribir por reglas y con muestras. Los niños estaban divididos en tres clases, según preconizaba Anduaga, en función de sus capacidades «por lo perteneciente a leer», y en otras tantas «por lo respectivo a escribir». En el primer caso, más que deletrear, se procedía a comparar las letras (es de suponer que las «uniformes», «mixtas» e «irregulares», a partir de las tres básicas, esto es, la i, la r y la c)11 en unos abecedarios sueltos y móviles colocados en las paredes, pasando luego al silabeo por medio del «silabario adoptado en las escuelas 10 Ruiz Berrio (1986), p. 9. 11 Véase P. Demerson (1986), p. 34.
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R.s». En cuanto a la escritura, los escribientes notaron los defectos de las letras que se les escribieron en el encerado después de explicar las reglas de escribir por principios; hicieron ejercicios prácticos de ortografía, gramática y aritmética los alumnos de la tercera clase, y quiso «probarlos en la inteligencia de la substracción» el celador Rodríguez, poniendo un ejemplo en el encerado. Por último, leyeron y aprendieron a un tiempo la buena crianza los de las clases segunda y tercera en varios libros: el de la Urbanidad, que debía de ser un Catón, el «libro de [o sea: Tratado de] las Obligaciones del hombre», traducido por Escoiquiz,12 y el «compendio del [Catecismo histórico de] Fleuri» [sic]. Ocioso es agregar que el Fleury y el Ripalda, esto es, el Catecismo y exposición breve de la doctrina cristiana, constituían la base de la enseñanza de la religión, y que los de la tercera clase supieron recitar los «diálogos o capítulos» de ambos, abiertos por el fiscal de la comisión en las páginas que le pareció, mientras que los más pequeños mostraron que se sabían las oraciones, todo ello favorecido por la «mucha freqüencia» con que, según aseguró el director, se les explicaba (se hace particular aprecio de este método a lo largo del informe) «el importantísimo punto de nuestra Sagrada Religión». Los niños solían tardar como promedio un año escaso en aprender a leer, lo cual se pudo comprobar gracias a la fecha de ingreso de cada uno apuntada en el libro de entradas, y se podía ahorrar la mitad de tiempo —afirmó el director— en las «lecciones de casa particulares», y una tercera parte en las escuelas donde se enseñaba solamente a leer. Luego vienen las ocho escuelas reales, de creación más tardía, interesa advertirlo, que las de número del Colegio Académico, y son: la de Francisco Zazo, destinado al cuartel de Palacio y, también, individuo del citado Colegio en 1796 y, a un tiempo, al menos en la fecha de su creación en 1791, de la Academia de Anduaga, como los siguientes13 (118 niños); la de Vicente Na[ha]rro, para el cuartel de Maravillas (83); la de Sebastián Tato Ariola (Afligidos, 88); la de Plácido Huarte (Barquillo, 86); la de José [de] Candano (Avapiés, 150); la de Antonio Cortés [Moreno] (Plaza, 103); la de José de la Fuente (San Jerónimo, 135); en cuanto a la octava escuela, falta el maestro, Luis Hermanque y Polo, por motivos que exami12 Véase Ruiz Berrio (1986), pp. 9 y 16. 13 Ruiz Berrio (1986), p. 8; Luzuriaga (1916), pp. 134 y 136; Valero y Chicarro (1796), pp. 47 y ss.
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naremos más adelante, de manera que resulta imposible en este caso saber cuántos niños quedan sin escolarizar. Estas ocho escuelas, que tienen «obligación de recibir […] los niños pobres que les envíen las respectivas Diputaciones de Caridad, según el Real Decreto de 25 de diciembre de 1791»,14 efectivamente todas enseñan a «niños de Diputaciones [de barrio o «de caridad»] y pudientes», y todos sus maestros pertenecen naturalmente a la Academia de Primera Educación, pero, como en el caso de Zazo de Lares y queda dicho ya, todos menos uno, el último nombrado en el informe, son también individuos del Real Colegio Académico de Primeras Letras, como maestros que son, los más con título de revisor; por otra parte, otros dos miembros de la Academia fundada por Anduaga, que son Manuel Prieto y Antonio Roldán, según veremos, regentan sendas escuelas del Colegio Académico, al que también pertenecen en 1796, lo cual parece dar a entender que, después o tal vez ya antes del traslado de Anduaga a otro puesto administrativo en 1794, habiendo cesado Floridablanca en el ministerio dos años antes, la fusión de la Academia y del Colegio, solicitada y finalmente conseguida en 1800 por el celador Rodríguez, estaba ya iniciada. Lo cierto es que si nos atenemos sólo por ahora a las ocho escuelas reales, resulta difícil calificar de perfectamente homogénea la pedagogía que en ellas se pone por obra y la enseñanza que dispensan. La de Zazo «sigue en todo el método de la R.l de S.n Isidro y en todos los ramos están los niños en una medianía más que regular», de manera que se reduce el informe a unos ocho renglones escasos, no sin resaltar que, debido al número importante de 118 niños y a pesar de ser la situación del aula «de las mejores», éstos asisten en su mayor parte «azinados» e incluso se quedan los demás en un pasillo, fuera de la vista del maestro y pasantes. Los cuatro maestros siguientes de la lista, vale la pena destacarlo, no se avienen a vivir en el cuartel popular que les corresponde, lo cual se considera «perjuicio bastante considerable», mientras que los de las escuelas de número del Colegio Académico, si comparamos sus direcciones personales, dadas por Ángel Valero y Chicarro, con las de sus respectivas escuelas, viven en cambio prácticamente todos en las mismas calles (y a veces parece que puede inferirse que dan las clases en sus propias casas) o tal cual vez en una calle 14 Valero y Chicarro (1796), p. 49.
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vecina. La escuela de Na[ha]rro, a pesar del inconveniente de vivir éste en el cuartel de la Plaza, no merece más que elogios: progresos rápidos en la lectura (un alumno sabe ya bien, «aunque no con rapidez, en sólo dos meses de tiempo»), «particular gusto» en los enlaces y caídos de varias especies de letras enseñadas por el método de Anduaga (es decir, por principios o reglas y no por muestras uniformes), «silencio y compostura» en el aula, y un joven de catorce años, discípulo del maestro, «que en quatro años había aprendido lo suficiente para examinarse de maestro, a cuya profesión aspira», si bien no merece tanto aprecio el aprendizaje de la gramática, ortografía y aritmética. En cuanto a la doctrina cristiana, se enseña con el Ripalda y el Fleury, «con alguna explicación», particularidad también fundamental a los ojos de la comisión, la cual considera insuficiente la mera decoración del texto. Conviene agregar que Naharro fue un pionero en la nueva metodología de la lectura, oponiéndose al método del deletreo, más útil para aprender a escribir, y propugnando un «método orgánico» basado en el silabeo, por medio de unos silabarios a modo de carteles ante los cuales se reunían los niños, ya que, según él, el aprendizaje de los sonidos era más natural que el conocimiento del nombre de las consonantes aisladas de las vocales, sin las que no pueden pronunciarse; en 1802 publicó en Madrid una Recopilación de los varios métodos inventados para facilitar la enseñanza de leer, de la que el Memorial Literario hizo una reseña.15 Antonio Cortés observa también «puntualm.te» la ortodoxia, dividiendo «las clases de leer y escribir», enseñando a silabar «con buen método» y valiéndose de tarjetas para la enseñanza de la lectura, cuya práctica resulta bastante satisfactoria. La escuela de Tato Ariola (o Arriola)16 sigue también el método de la de San Isidro, pero la sordera del maestro no le permite corregir los defectos de «poca crianza» de sus educandos. Los mayores elogios se los merece José de la Fuente, el cual «está perfectam.te organizado en todas sus partes», pues divide y subdivide las clases de leer «con el mejor orden», de manera que los principiantes leen «con más perfección q.e los de la clase suprema de las mejores escuelas» y los más adelantados leen «con la mayor perfección»; ocioso es agregar que apren-
15 Memorial Literario, n.º XXIV, 1 de septiembre de 1802, p. 186. 16 No siempre se corresponden perfectamente las ortografías de los apellidos en las fuentes antiguas, impresas o manuscritas, ni tampoco en las modernas, según se podrá observar en tres o cuatro casos.
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den a escribir por el método de Anduaga «y aprovechan mucho»; las demás asignaturas, enseñadas por principios, dan los mismos excelentes resultados y, naturalmente, se explica la doctrina; en cuanto al comportamiento de los niños, se nota en ellos «muy buen modo y compostura», y se les estimula de modo «juicioso» con algunas «distinciones prudentes» alternadas con «un castigo muy suabe y moderado». En cambio, muy distinta es la apreciación de la pedagogía de Plácido Huarte: además de vivir fuera del barrio, no observa el método de las escuelas reales, pues, en lugar de enseñar las letras «por cartones ni cartulinas», se vale de una cartilla que él mismo ha compuesto —y eso que si el otro era sordo, éste es «quasi ciego»…—, con el agravante de haberla «usado surrecticiamente» [sic]; el atraso general también se debe a que no se enseña a silabar, ni se corrigen los vicios de la pronunciación, ni se explican las reglas de la escritura, y se admiten libros que no se usan en las escuelas reales; un ejercicio en el encerado confirmó que la ortografía y gramática estaban prácticamente desatendidas, así como que el catecismo se reducía, o poco faltaba, a saber de memoria el Ripalda. Poco más alentadora es la impresión causada por Candano (Candamo o incluso Cándamo, escribe algún historiador), pues, si bien sigue el método de San Isidro, es «con medianía», dando por excusa que los alumnos más adelantados ya han salido de la escuela, por lo cual los 150 restantes no saben «con perfección leer, escribir, contar, gramática ni ortografía» y por lo que hace a la doctrina cristiana, se contentan con decorar el Ripalda «y algo de Fleuri», sin explicación, ya que el mismo maestro, se nos dice, «no la entiende». Pero la oveja negra es sin duda alguna el último nombrado en el informe, Luis Hermanque y Polo («Hermano», según Valero y Chicarro, «Hermang», según Ruiz Berrio): éste, destinado al cuartel de San Francisco, aún no regenta escuela alguna desde su nombramiento en diciembre de 1791, primero por ser maestro de los niños del duque de Medinaceli, en cuya casa vive con su «ración competente», y después porque a pesar de sus repetidas gestiones, al menos según dice, cerca del alcalde del referido cuartel, no se le ha dado «casa competente», contra lo estipulado en el real decreto,17 lo cual no es óbice, por lo 17 «[…] se encarga al Superintendente de Policía proponga los parajes más proporcionados para la colocación de las nuevas escuelas en casas en que haya disposición para formarlas con las condiciones necesarias […] pero entretanto que esto se arregla continuarán los maestros su enseñanza en las escuelas que actualmente regentan» (real decreto de 25 de diciembre de 1791, en Luzuriaga, 1916, p. 247).
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visto, para que siga cobrando «sin hacer nada» los seiscientos ducados anuales (6600 reales, un sueldo, digamos, decente, «crecido» según el informe) que le tiene asignado el rey como a sus colegas, cosa que la comisión ha mirado «con bastante sentimiento y no pequeño dolor», pues quedan sin escolarizar los niños de diputación del barrio; en cambio, enseña «sin interés alguno» a las pupilas de la casa de educación de niñas dirigida por la condesa viuda de Torrepalma en la plazuela de la Cruz Verde, esquina a la de Segovia, casa n.º 4.18 Siguen las escuelas de número del Colegio Académico: la que fue de Blas García (¿muerto durante aquel año?) y que regenta Tomás Ortega (plazuela de Santo Domingo, 85 niños); las de Agustín Díez (c/ de la Manzana, 73); de Manuel Romuralo, o, mejor dicho, Rumeralo19 (c/ de Atocha en los Desamparados, 98 «sin contar los de la casa»); de Manuel del Monte (c/ de la Cruz, 84); de Manuel Prieto (c/ de Cuchilleros, 54); la de la calle de la Concepción, antes regentada al parecer, si nos fiamos de la dirección dada por Valero y Chicarro, por Manuel de [sic] Monte y Puente, ya pasado a la calle de la Cruz, cuyo suplente era entonces ¡un «sustituto de un pasante»! (12); las de Antonio del Olmo (c/ del Mesón de Paredes, 100); de Diego Narciso Herranz (c/ de Santa Isabel, 74); de José Damián Gómez (c/ del Baño, 46); de Jerónimo Romeralo, o Rumeralo (c/ de los Jardines, 157); de Lorenzo Aramayo (c/ de Hortaleza, 92); de Francisco Rozas (c/ de la Ruda, 83); de Teodoro Cortés (c/ de la Palma, «junto a S. Pedro», 115); de Antonio Roldán (c/ de Jacometrezo, 98); de Ramón Fernández20 (c/ de la Ballesta, 73); de Guillermo Jaramillo (c/ de las Minas, 22); y, por último, la de José Guevara (carrera de San Francisco, «en los Doctrinos», 104). Del primer maestro se nos dice que enseña el conocimiento de las letras por medio del abecedario de la cartilla de Valladolid, deletreando 18 AHN, Consejos, 1527-3, citado por M. Carrasco (1963), p. 94 (14 de los apéndices). 19 Éste es el apellido peor tratado por los contemporáneos de la «Visita» y los nuestros; dos maestros llevan el mismo, y el propio Luzuriaga (1916), p. 134, escribe sucesivamente «Rumeralo» y «Rumarelo»… 20 Éste nada tiene que ver, al menos creo yo, con el profesor de cirugía, autor por otra parte de un interesante libro sobre su arte, y que fue mecenas (otros dirían «sponsor») de Estala cuando éste empezó en 1786 a publicar su colección de poetas castellanos (no lo escribo en cursiva porque la referida colección no lleva tal título general).
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«según el estilo antiguo» (este calificativo se va a reiterar ahora a lo largo de los sucesivos informes individuales), de manera que los niños, después de más de cuatro meses, si bien nombraban las letras, «de seguido no las conocían», tardando más de un semestre en este ejercicio sin poder pronunciar las sílabas; después de un año, se aprende a leer «por un mismo libro, dando las lecciones todos de una vez», esto es, a coro; consecuencia: ninguno sabe aún leer «de corrido»; nada de reglas para los que aprenden a escribir, corrigiéndose las planas de una cuarentena de alumnos en tres cuartos de hora; nada de gramática; la ortografía, meramente teórica, por medio de un librito impreso de preguntas y respuestas; la aritmética, «sin más método que la rutina»; en cuanto a urbanidad, se usa El santo temor de Dios, lo cual manifiesta «la escasez de luces del regente», causa de la falta de respeto, silencio y compostura en los educandos. Como en todas las escuelas anteriores, el Ripalda y el Fleury constituyen la base de la enseñanza de la doctrina cristiana, con la particularidad de que en este caso sólo aprenden los que saben escribir, con ejercicios exclusivamente los sábados; los demás se contentan con oraciones. Por ser el primero dedicado a las escuelas del Colegio Académico y, quizá por lo mismo, algo más largo que los siguientes, este informe nos suministra algunos pormenores acerca del horario de las clases: son tres horas por la mañana y otras tres por la tarde; antes que nada, media hora para cortar las plumas, las dos horas siguientes en dar «lecciones de leído» y lo restante (esto es, la última media hora al parecer) en corregir las planas; ortografía sólo los jueves, aritmética un día sí y otro no, pero la comisión no sabe qué tiempo se destinó para estos dos ejercicios; en conclusión, ésta supone que se deben de omitir ciertos días algunos «de los más esenciales» y advierte que hay alumnos que llevan más de seis años de escuela, aunque no se apunta en las matrículas la fecha de su entrada. De la de Díez se advierte en primer lugar que «no está clasificada» (esto es, no dividida en distintas clases según el nivel de los educandos), y el método observado es el mismo que el anterior: deletreo con la cartilla de Valladolid (que la catedral de dicha ciudad podía imprimir por antiguo privilegio), 21 lectura en el libro que quiera cada uno, «siendo místico», de manera que se lee individualmente, aunque ayudan los más adelantados,
21 F. Aguilar Piñal (1987b), p. 444.
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escritura no con reglas sino con las muestras de Palomares, al menos según el maestro, pues en cada plana que se vio la letra era de distinto carácter; dice el maestro que se necesitan cuatro años para que un niño aprenda a leer, escribir y contar, pero uno de ellos, de diez años de edad y tres de escuela, no ha pasado aún a leer. No sé si de esta información se puede inferir que la edad media del ingreso en las escuelas eran los siete años, ya que en lo que se suele insistir sobre todo no es en la edad sino, como es natural, en el tiempo pasado en la escuela, pero en 1797, es decir, poco después de la visita, la edad mínima se había de fijar en los estatutos de la Academia en los cinco años; ni ortografía, ni gramática, ni explicación en el catecismo, algo de aritmética. Por primera vez en el informe se hace referencia a la lectura «en proceso de letra antigua», que aquí no se practica, así como tampoco en la mayoría de las escuelas que siguen: tal vez se trate de los caracteres cancillerescos, cuyo estudio aconsejaba también Anduaga, y, por lo mismo, podemos suponer que se usaba en las escuelas reales. Finalmente, lo único positivo es el silencio y buen modo que observan los alumnos. Manuel Rumeralo representa todo lo contrario de lo que se espera de un buen pedagogo: en su aula «se enseña a leer por el método común [también llamado antiguo, lo cual permite apreciar el carácter novador y aún minoritario del método de Anduaga, Rubio, Naharro, Fuente y otros], esto es, la cartilla, deletrar [sic] y leer cada uno en su libro», el escribir es por muestras sin reglas, «y así cada plana es de distinto carácter y no hay arreglo en nada»; «rutina», «decorar», «sin explicación»: estas palabras, y «arbitrario», «rutinalmente», «antiguo», etc., van ahora a menudear bajo la pluma del redactor del informe, el cual lamenta ya una ausencia casi total, como se acaba de ver para las clases inmediatamente anteriores, o una enseñanza defectuosa, de la ortografía, ortología, gramática y aritmética. Para más inri, de buena crianza y de reglas de bien vivir ni siquiera se preocupa el tal Rumeralo. Pero lo más interesante en este caso es que la división de clases no se hace con criterios pedagógicos, sino económicosociales, de manera que asisten los pobres «separados de los demás a los pies [esto es, en el fondo] de la escuela, y están en cierto modo abandonados». Manuel del Monte ocupa su escuela desde hace poco tiempo y, si enseña también por el método «antiguo», tiene intención de variarlo en adelante. Su colega Prieto —y lo más sorprendente es que formaba parte del grupo de personas que con Anduaga solían reunirse frecuentemente para discutir de las
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mejoras teóricas y prácticas que necesitaba según ellos la enseñanza, y que fue individuo de la Academia de Primera Educación— lo enseña todo, observa la comisión, por el método antiguo «y muy mal», a unos niños «muy atrasados en los conocimientos»; él se disculpa diciendo que antes observaba los principios de las escuelas reales, pero que en diez meses no ha tenido tiempo de establecer ningún método; pero «lo peor de todo» es que, si se niega a explicar la doctrina cristiana, es por no exponerse, explica, a ¡decir herejías! Tampoco se preocupa por las reglas del bien obrar, ni se sale de la rutina en aritmética. Tiene al menos, sí, el mérito de expresarse sin rodeos, pues el redactor, al referir sus propias palabras, concluye escribiendo que no tiene más objeto que dar gusto a los padres de los niños, que «los estatutos no dan pesetas; que ni él ni nadie los observaba y que no quiere hacer nada sino lo que le produce utilidad», palabras éstas que suenan como un eco de las que en 1791 escribía en un memorial al Consejo Vicente Naharro, entonces segundo director del Colegio Académico, acusando a la institución de no cumplir sus estatutos y a los maestros de ignorantes e interesados;22 como se ve, tampoco había mucha homogeneidad en el propio grupo de reformadores de la pedagogía… Algo parecido ocurre con Roldán, también miembro de la Academia de Anduaga y que enseña sin embargo a leer por el método antiguo, «bien que mezcla algo del de las escuelas R.s, como son las targetas para el conocimiento de las letras y el dar lección por clases; pero los más adelantados leían muy mal»; la escritura, con muestras, al modo antiguo; definiciones de ortografía y gramática aprendidas de memoria; aritmética por rutina, «pero con bastante extensión». Ramón Fernández también observa un término medio entre lo antiguo y el nuevo método, tanto en la lectura como en la escritura: los niños leen «medianamente pero sin sentido», es decir, sin entender lo que leen. En cuanto a la escuela de la calle de la Concepción, vacante por haberse mudado Del Monte, como queda dicho, a la de la calle de la Cruz, dejándosela a un substituto de un pasante, «es tan mala que no tiene comparación ni se puede dar censura»; afortunadamente no pasan de doce los alumnos concernidos. Todo es también negativo en la escuela de José Damián Gómez, a quien se despacha con ocho líneas: «todo se hace en esta escuela según el método antiguo y muy mal. Leen muy mal los
22 F. Aguilar Piñal (1987b), p. 442.
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niños y escriben peor». Lo mismo se dice de la de Francisco Rozas, aferrado a la rutina, cuyos alumnos «más adelantados apenas son comparables con los que empiezan a leer en las buenas escuelas», y también de Teodoro Cortés, quien lo «enseña todo como en la anterior, pero mucho peor», y ¡ni siquiera sabe la doctrina! Todo en un local que «es de lo peor que se puede ver», es decir, parecido a una de aquellas granadinas «mazmorras en que tienen a los pobres niños encarcelados siete horas al día», según escribía unos cinco años antes Juan Rubio al ministro Floridablanca.23 Aunque Antonio del Olmo ha tomado de las escuelas reales «todo lo bueno» que hay en la suya, dividiendo en clases a los niños para el aprendizaje de la lectura y valiéndose del «método regular» y de la cartilla de las referidas escuelas, limitándose a examinar diariamente «quatro o seis letras» (Francisco Mariano Nifo, unos quince años antes, proponía sólo tres),24 enseña a «silabar y deletrear todo junto», de lo cual resulta mucha pérdida de tiempo, pues ningún niño sabe silabar bien; además, se lee en libros distintos, de manera que ninguno tampoco lee con perfección, adoleciendo todos de un tonillo desagradable que el citado Nifo consideraba ya consecuencia directa del deletreo y difícil de erradicar; la escritura, dice el maestro, por el método de Anduaga, pero en realidad no da reglas ningunas, y esta falta se observa en las planas; también afirma que explica la doctrina, pero la comisión no advierte en los alumnos prueba alguna de tal explicación, así como tampoco de la urbanidad y reglas de bien obrar, por la sencilla razón de que el propio Olmo ni tiene idea de lo que es, según apunta el redactor; aprueba el haberlos acostumbrado, «con el pretexto de estimularlos, [...] a ser delatores unos de otros» y a desafiarse «a azotes, con lo que fomenta el odio, las venganzas y el orgullo de los niños». Éstos necesitan seis años para aprender lo que enseña el maestro, y uno por lo regular para aprender a leer. Más favorable es el informe concerniente a Herranz, pues tiene clasificados a los muchachos, aunque la lectura a coro (y gritando...) produce en ellos, leyendo cada uno separadamente, un «tonillo vicioso»; se vale de un término medio en la escritura, aplicando las reglas tomadas de Anduaga a la letra de Palomares, y no puede por menos de confesar la comisión que hay niños adelantados, así como en los ejercicios de gramática (pero de ortografía no se trata); la personalidad de 23 J. Ruiz Berrio (1986), p. 11. 24 P. Demerson (1986), p. 32.
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Herranz se manifiesta también en la utilización de algunos libritos elementales compuestos por él mismo, y enseña bien la aritmética. Buen orden y silencio en el aula. Pero vale la pena resaltar que el al fin y al cabo buen maestro «se quejó agriamente de los insultos que le han hecho los padres de los niños», tal vez por haber intentado innovar, a diferencia de su colega Prieto, deseoso más bien de darles gusto, y por aprender los alumnos a leer en un mismo libro, es decir, por no «contemporizar con los padres», según se escribe más adelante a propósito de Lorenzo Aramayo, de manera que el «buen celo» de este «hombre de talento, muy aplicado», se halla «entibiado por culpa de los padres […] y por el espíritu de partido del Colegio que, según insinuó, le impide dar más extensión a su enseñanza». José Guevara tiene «bien clasificada en todo» su escuela, y la comisión observa «aprovechamiento en los niños por este método de las escuelas R.s», pues leen bastante bien; el maestro, como su colega Herranz, enseña a escribir «por reglas acomodadas a la letra de Palomares», aunque no se hace ningún ejercicio en el encerado ni se les hace aprender a los niños dichas reglas, así como tampoco gramática; en cambio, las pruebas de aritmética que vieron los inspectores les convencieron de que se enseñaba bien dicha asignatura; idéntica satisfacción en cuanto a doctrina cristiana, pues se contestó bastante correctamente a las preguntas que se hicieron. El citado Aramayo, como queda dicho, «contemporiza», cediendo probablemente a la presión de las familias pobres, deseosas de ahorrarse algunos reales, dejando que cada uno venga con su propio libro de lectura; a pesar de valerse de las reglas de Anduaga en la lectura y escritura, están «mal entendidas» y «mezcla mucho de arbitrario», de manera que reina un atraso casi general, de que no se libra la aritmética rutinaria, de lo cual se disculpa el maestro alegando que lleva medio año escaso en la escuela y por consiguiente no ha podido arreglarla a su gusto. Paradójicamente, Jerónimo Rumeralo, el de la calle de los Jardines (y probablemente hermano o pariente del de la de Atocha), produce una impresión relativamente favorable en la comisión a pesar de seguir el método antiguo, con deletreo y sin uniformidad en los libros pues se lee «medianamente» en libros «y en procesos», aunque «con poco sentido», y se escribe «bastante bien» aunque con muestras, esto es, según las de Palomares o de otro, además del catecismo, que es el Ripalda, pero «con alguna explicación»; por último, el local es el mejor de todas las escuelas particulares (es decir, no reales), y los niños, a pesar de llegar a 157, muy quietos y bien educados; algunas reser-
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vas, casi podríamos decir que habituales: la aritmética «por rutina» y la ortografía prácticamente ausente. La comisión no puede formular ningún juicio acerca de la pedagogía de un maestro recién llegado, como antes Aramayo, y por lo mismo tiene que contentarse con lo afirmado por éste: tal es el caso de Jaramillo, solamente dispuesto a seguir el método de las escuelas reales, pero que ofrece sin embargo el interés de haber puesto a punto un «método nuevo», según afirma, «que se contiene en un libro» entregado a la comisión, sólo que ésta no pudo conocer sus efectos «porque no lo tenía establecido aún en esta escuela». Siguen a las escuelas de número del Colegio Académico cuatro particulares de Madrid, tres de las cuales ejemplifican bien el atraso desalentador denunciado incesantemente por los pioneros de la nueva pedagogía antes, y también después, de la fecha de la visita que vamos acompañando. Una es la de Manuel Torronteras, ubicada en la iglesia de San Marcos, en el barrio a que ésta da su nombre (cuartel de Afligidos): se trata ni más ni menos que de una de esas «mazmorras» ya aludidas, calificada aquí de «cobacha que formaba un rincón de una q.e fue cocina, con su chimenea y vasares», a tal punto que «no es posible que en la aldea más miserable haya una escuela más indecente»; para colmo, el maestro ni siquiera entiende las preguntas que se le hacen, pues ostenta juntas las dos cualidades de «idiota» (más que él tampoco es posible que lo haya, escribe el relator) y de sacristán de la iglesia, entre las cuales, si nos fijamos en la forma de referirlas, establece la comisión una relación causa-efecto, o viceversa; de manera que los mismos visitadores entienden por su parte con dificultad lo que se les dice (al parecer no hay ninguna exageración en este juicio o, por mejor decir, en su formulación, pues escribe Domínguez Ortiz que «en muchos pueblos pequeños solía ser el sacristán quien ejerciera de maestro de primeras letras»);25 «ningún método ni arreglo en la ense-
25 A. Domínguez Ortiz (1995), p. 173. Compárese esta apreciación con la de Olavide en El Evangelio en triunfo, t. IV, carta XXXVII, p. 142 de la 4.ª ed. (1799), que poseo, a propósito de un maestro de pueblo: «[…] lo que nos afligió más que todo fue ver al maestro, que conocimos que era un idiota, que apenas sabía leer, menos escribir y que sólo sabía la Doctrina por rutina sin entenderla». Según Gérard Dufour, editor de las Cartas de Mariano a Antonio, esta frase, que se puede leer en el manuscrito original de La Carolina, se suprimió en la primera edición (Valencia, 1797-1798), siendo sustituida por otra más edulcorada (Dufour, ed., 1988, p. 10): «una de las cosas que nos afligieron más fue que, entrando un día en la escuela, no
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ñanza», ni un niño que sepa leer medianamente; las planas examinadas dan alguna idea «de la total ignorancia del Maestro y del ningún aprovechamiento de los niños»; de las demás asignaturas no se trata; en cuanto a la doctrina, el Ripalda sin ninguna explicación. La conclusión («En suma…»), ya la conocemos, pues consiste, según queda apuntado, en una ecuación entre el nivel mental del maestro y la otra profesión que ejerce. La segunda escuela es la del Hospicio, establecida en el mismo edificio (calle de Fuencarral), pero el maestro que la regenta no está aprobado por el Consejo y, por lo mismo, la enseñanza dispensada, dada la procedencia de los niños, pobres o hijos de pobres o de vagos y delincuentes, es de escasísima calidad, «porque los sacan pronto para las fábricas»; la tercera, a cargo de Antonio Peñalver, en la calle de Toledo, dependía de la diputación del barrio (de La Latina, supongo), y quizás convenga recordar aquí que el «zelador» Ramón Carlos Rodríguez dirigió una en el barrio de la Comadre (de la que era también diputado);26 naturalmente, «paga la casa y maestro la diputación del barrio, cuya casa —prosigue el largo y desusado título— hubiera sido mejor destinar [esto es: darle mejor destino], aunque incómoda, para dar el debido cumplimiento al R.l Decreto de S. M. de 25 de Diciembre de 1791, y no haber protegido a un maestro cuyas circunstancias son las siguientes» (aquí concluye el título, enumerándose luego las referidas «circunstancias»): enseña según el método antiguo, «y como pudiera hacerse en una aldea»; los más adelantados leen «muy infelizmente» y los niños aprenden a escribir «por los renglones que les hecha el maestro, y
vimos en ella más que un corto número de muchachos a quienes se les daba una enseñanza muy imperfecta»; no tengo a la vista la edición de Valencia, pero en la mía vienen las dos frases, y la última citada precede a la otra, de manera que parecen concatenarse lógica y gramaticalmente: «que nos afligieron más» - «que nos afligió más que todo». 26 El Memorial Literario de abril de 1785 refiere, con el tono emotivo tan propio de la época, unas «Muestras de virtud» de Floridablanca y del monarca, quienes, a petición («humilde») de Rodríguez, a la sazón no sólo director de la escuela gratuita de niñas de su barrio, sino además «Individuo de la Real Sociedad de Amigos del País y Curador de la Escuela de Lanas de la Parroquia» (¡con no poca razón escribe Ruiz Berrio que le gustaba acaparar control y poder en sus manos! A principios del XIX era individuo de… las 64 diputaciones de caridad de Madrid, según las Guías de Forasteros), concedieron un socorro destinado a vestir decentemente a 58 niñas desvalidas, hijas en su mayor parte de jornaleros de Lavapiés de avanzada edad o parados, que concurrían a dicha escuela, favor que se celebró con una serie de actos y festividades solemnes durante varios días, cuyos pormenores son a mi modo de ver de indudable interés pero que no es del caso referir aquí.
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como éste escribe muy mal, no hay uno q.e sepa formar la letra medianamente»; nada de gramática; de aritmética no saben más que empezar a sumar; la doctrina, sin explicación, como era de temer, y «por rutina». Y la última frase, redactada aparte, lo resume todo: «Usaba de una enorme palmeta que recogió el S.or Zelador», en las mismas fechas, con cortísima diferencia, en que Goya, como muchos ilustrados, denunciaba semejante método en el Capricho «asnal» n.º 37, intitulado «¿Si sabrá más el discípulo?», perfecto equivalente gráfico a la escuela de Peñalver. En cuanto a la cuarta y última, la de Alonso Canel, sita en el barrio de las Vistillas y cuesta llamada de los Ciegos, la estableció el duque del Infantado para los hijos de sus criados y los niños de la diputación del barrio «por no haber Maestro R.l en el quartel de S.n Fran.co», pues, según queda dicho, se negaba Hermanque y Polo a enseñar en él; el tal Canel sigue el método nuevo «más que medianamente» y parece capaz de ser muy buen maestro «si tubiere estímulo para aplicarse más», porque, a pesar de tener «muy buenos principios», los niños no están muy adelantados en ninguno de los ramos. Y remató la inspección —o al menos la remata en el informe— una visita a la sala del Colegio Académico de Primeras Letras, cuyas escuelas distaban mucho de haber satisfecho globalmente a los miembros de la comisión, es de creer que con algún disgusto del «Zelador nombrado por el Rey nuestro Señor de todas las Escuelas gratuitas», «Ministro de la Real Junta General de Caridad» y, por si fuera poco, «Secretario de la Inquisición» don Ramón Carlos Rodríguez. Se enteraron del modo y forma con que los 24 leccionistas de número ejercían las funciones de su oficio, del desarrollo de los exámenes destinados a recibir de maestros a los eventuales candidatos y también de en qué consistían los actos o ejercicios académicos; se examinó a unos siete leccionistas, los cuales seguían el método de las escuelas reales en leer y escribir, pero por ser el «principal esmero» de sus maestros el arte de escribir, los discípulos leccionistas sólo mostraron «alguna maestría» en este ramo, quedando «en todo lo demás muy atrasados»; no fueron capaces de decir nada sobre las reglas de bien obrar cuya enseñanza se preveía en los estatutos, «y lo más vergonzoso —escribe el redactor— es que no supieron explicarnos ninguna cosa de la doctrina christiana»; uno de ellos confesó que en las escuelas «nada se enseñaba acerca de la explicación» y que no había tiempo para ello, de lo cual quedó persuadida la comisión por habérselo dicho ya Manuel Prieto, aquel que no se atrevía a explicar la doctrina por no exponerse a formular proposi-
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ciones sapientes haeresim cuando se visitó su escuela; habiendo causado escándalo esta imprudente confesión entre maestros y leccionistas, salió uno de estos a probar que él sabía explicarla, mostrando «mucho orgullo, pero tan poca instrucción» que se le juzgó incapaz de hacer una explicación conveniente para la instrucción de los niños «en este ramo el más esencial». En cuanto al examen de maestros, si el candidato se presenta personalmente, se reduce a llevar varias planas «de pensado», y «a vista de todos le hacen escribir para cotejar lo que escribe con lo q.e ha presentado»; se le hacen además varias preguntas del Ripalda, pero «por rutina y sin ninguna explicación» (lo cual confirma lo dicho anteriormente), y lo mismo por lo que hace a la gramática y ortografía; se les hace sacar «quatro qüentas» sin pedirles explicación, pues basta que las saquen bien, «y se concluye el examen»; cuando no se presenta personalmente el aspirante, se examinan las planas que ha enviado, «y estando conformes como la letra sea gallarda, se le da el título de Maestro para todo el Reyno, excepto Madrid, sino lo es sólo para las Aldeas». Cabe preguntarse en tales condiciones si todos los que fueron aprobados sin presentarse fueron los verdaderos autores de las planas que mandaron; ni debieron de enterarse los pobres aldeanos… Los ejercicios académicos, a pesar de lo altisonante de la expresión, se reducían a corregir dos leccionistas una oración con varios defectos que se escribía en un encerado y, si erraban, intervenía uno de los maestros de número que, por turno, hacía «de catedrático»; y concluye el informe con esta frase: «se preguntó por uno de los Censores varias preguntas tocantes a la buena educación, y no dieron razón ni el Catedrático ni Leccionistas». La práctica, como se ve, distaba bastante de coincidir con la teoría y los estatutos o, incluso, podríamos decir, con los programas de las «academias» de los jueves que se ponían en conocimiento del público.27 Esta visita, que, si exceptuamos las más regulares del visitador y del celador, es la única de este género que yo conozco («salvo meliori», según solían decir en forma abreviada los censores), tiene el interés de mostrar lo que iba del programa —o de los programas— de los reformistas a su realización efectiva, el peso de la costumbre, así como el de los «intereses crea-
27 Véase Miguel A. Pereyra (1988).
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dos», y por otra parte la fe de los pocos que sustentaban, incluso contra los mismos padres, que la letra no entra con sangre aunque tampoco debe entrar más allá de ciertos límites impuestos por el medio ambiente; pero, si bien no abarca todas las escuelas y, por lo mismo, nos permite solamente formamos una idea parcial e incompleta de adónde había llegado al finalizar la última década del siglo el lento proceso evolutivo de la escolarización y de los métodos pedagógicos, tampoco nos presenta ya un cuadro totalmente aflictivo ni una situación irremediable, aunque sólo fuera por la posibilidad cada vez mayor dada a los niños pobres de asistir mal que bien con los pudientes en una misma escuela, en medio del «conocido desprecio con que se mira en la villa de Madrid la enseñanza pública de los maestros de primeras letras».28
28 Nota del Colegio Académico, 1792 (AHN, Consejos, 965-20, citado por M. Carrasco, 1963, p. 59).
LA FIGURA DEL FRANCÉS EN LAS TONADILLAS DE FINALES DEL SIGLO XVIII* Según se puede colegir de distintos censos de población, de carácter económico como el de 1764-1765 o más decididamente político como el de 1791, la colonia francesa de Madrid estaba a finales del XVIII bastante bien representada;1 se ha podido calcular el número de extranjeros en tiempos de la Revolución en poco menos de un dos por ciento de la población de la capital, mientras que ascendía al ocho por ciento el de los residentes en Cádiz, por un vecindario inferior en la mitad al de aquélla: se estima en unos 2700 individuos, frente a 6400 en el gran puerto mercante. Pero eran los franceses, con más de 1500 entre los 2700 registrados, o sea, más de la mitad, los que alcanzaban la cifra más importante en la Villa y Corte, la cual contaba con unos 150 000 habitantes; después venían los italianos con 750 individuos, o sea, algo más de un 27 por ciento; y el que ambas nacionalidades, la francesa y la italiana, constituyesen el elemento dominante, alguna relación debe de tener con el lugar privilegiado que ocupan como tales entre los «personajes, personas y personillas» que pueblan el mundillo del teatro breve contemporáneo. No cabe duda de que disponemos de más informaciones sobre los naturales de allende el Pirineo dedicados a actividades comerciales o bancarias que acerca de la gente menuda; pero, en fecha relativamente reciente, Didier Ozanam2 ha des* Publicado en el Bulletin Hispanique, t. 96, n.° 2 (julio-diciembre de 1995), pp. 353-375, con el título «Les Français vus par les ‘tonadilleros’ de la fin du XVIIIe siècle». 1 Didier Ozanam (1968) y (1991). Se podrá leer también con provecho, del mismo autor, otro trabajo (Ozanam, 1990), en un volumen colectivo que no por versar en parte sobre el XVII carece de interés para el dieciochista. 2 Ozanam (1991), pp. 182 y ss.
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cubierto el recuento pormenorizado del censo de 1791 relativo al cuartel de Maravillas, uno de los ocho en que estaba dividido Madrid desde 1768; su estudio, por otra parte, evidencia que mis compatriotas eran mayoría entre los inmigrantes extranjeros de los distritos populares y artesanales, como el ya citado cuartel de Maravillas, y los del Barquillo, Lavapiés, San Francisco, Afligidos, pero también en los de la Plaza Mayor y San Jerónimo, ocupados por clases acomodadas, que separaban los anteriores en dos bloques. Y si prescindimos de los miembros de las profesiones liberales y artísticas así como de los comerciantes al por mayor y los financieros, digamos unas setenta personas, la mayor parte de los franceses registrados ejercía actividades relacionadas con el servicio doméstico y sobre todo la artesanía, y resulta interesante para nuestro propósito advertir que en el solo cuartel de Maravillas, de 416 individuos, 40 pertenecían al ramo de la confección y de la moda, a los cuales pienso que Ozanam pudiera haber agregado los 16 peluqueros y peinadores, entonces muy solicitados. Con esas categorías el español de la calle estaba diariamente en contacto, fuesen avecindados o simplemente transeúntes, según la terminología de la época; y convendría añadirles toda la cohorte de buhoneros, vendedores ambulantes y temporeros procedentes de la otra vertiente del Pirineo, algunos de los cuales no se distinguían mucho de los artesanos, si bien no pertenecían a los gremios, y que, al recorrer las calles tratando de despachar sus mercancías, tenían un comportamiento idéntico al de aquellos hombres y mujeres del pueblo madrileño o venidos de otras provincias, que andaban pregonando sus géneros más variados, desde los comestibles hasta la ropa (no siempre muy sana), los utensilios de cocina, las sillas compuestas o por componer, o los libros y la Gazeta. Aquel proletariado urbano, tanto el natural como el de fuera, lo recogen no sólo las obritas del teatro breve, sino también las series de grabados contemporáneos intituladas Gritos de Madrid o Bendedores de Madrid,3 cuyas leyendas son los pregones, deformados en función de la procedencia de los vendedores, así como la Colección de trajes de España, del hermano del sainetista Ramón de la Cruz, o, en menor medida, la de Antonio Rodríguez,4 varios decenios después.
3 Valeriano Bozal (1982). 4 La reedición de estas dos obras se debe a V. Bozal (ed.) (1988) y (1982), respectivamente.
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Y es de suponer, si concedemos algún crédito a esas distintas obras, que el ejercer unos oficios afines los naturales y los extranjeros no debía de facilitar las relaciones entre unos y otros; además, era actitud notoria, igual que en nuestros días, la consistente en considerar al extranjero como diferente y, por lo mismo, en alguna manera ridículo (recuérdense la etimología y las distintas acepciones de la voz «extraño»), o incluso como un indeseable venido a España a medrar a costa del país: todos nos sabemos de memoria, por no citar más que éste, el «suceso» o cuadro XXXI de La Hora de todos quevediana (o quevedesca), intitulado «Los tres franceses y el español», en el que un amolador, un vendedor de fuelles y ratoneras y otro cargado de alfileres y peines aguantan una rociada de insultos de un español que sale, cómo no, para Flandes a servir al rey, porque contribuyen a transferir en cierto modo a Francia el oro procedente de Indias.5 En él se dan ya unas cuantas expresiones que ayudarán a caracterizar a los galos en el teatro breve del XVIII: «per ma fue», «hui Monsiur», «mon Diu». Si bien esa «antipatía de franceses y españoles» no había desaparecido aún en la época que estudiamos, ni que decir tiene que en unas piececitas en parte musicales y con «libreto» esencialmente divertido, la francofobia, caso de haberla en los tonadilleros, no podía manifestarse más que bajo una forma atenuada, llamémosla, sin juego de palabras, francofonía, si es que de tal se puede calificar un chapurreo hispanofrancés no muy distinto, todo bien mirado, del que siguen exportando hoy día con emocionante ingenuidad los turistas veraneantes de mi tierra. Pero conviene no confundir la simple sonrisa que se quiere provocar por medio de ese lenguaje mestizo, con la crítica, más profunda y de muy distinto alcance, que no pocos ilustrados dirigen a sus contemporáneos, esencialmente de la buena sociedad y por lo mismo más influyentes, que hacen del galicismo una moda o que, aque-
5 Francisco de Quevedo (1980), pp. 258 y ss. Consúltese también el libro de Asensio Gutiérrez, La France et les Français dans la littérature espagnole. Un aspect de la xénophobie en Espagne (1598-1665), que permite comprobar que ciertas particularidades evocadas aquí concernientes a los buhoneros eran ya corrientes en el siglo anterior, tanto la animosidad que suscitaban por razones económicas como su jerga y pronunciación defectuosa, los productos que vendían o sus menudos oficios, según los autores literarios o los cronistas. Daniel Alcouffe (1996) advierte que, a pesar de la hostilidad de los naturales, algunos extranjeros, minoritarios, podían ingresar entonces en los gremios sin previa nacionalización, y cita a uno de ellos que, poco más o menos como los indeseables descritos por Quevedo, ejerce el oficio «de hacer rastrillos, ratoneras, fuelles y peines». Pero eran los panaderos los que se habían llevado la tajada del león en la Villa y Corte, conservándola hasta el XIX.
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jados de «mal francés», según decía el padre Isla, perjudican también al idioma castellano y en particular a la lengua literaria en sus traducciones, las cuales más huelen a la de Molière (o Voltaire) que a la de Cervantes, aquellas «traducciones que necesitan traducción», en palabras de Leandro Moratín. Como quiera que fuese, según el testimonio de varios autores de la época, un Cadalso, por ejemplo, esa degeneración del lenguaje no es fundamentalmente distinta a la que le contagian sin quererlo, por conducto de sus pregones o de su vocabulario, los franceses que han venido a vender sus baratijas por las calles españolas: el autor de las Cartas Marruecas escribe sarcásticamente, en efecto,6 que «esta mudanza dimana en gran parte o en todo de los caprichos, invenciones y codicias de sastres, zapateros, ayudas de cámaras, modistas, reposteros, cocineros, peluqueros y otros individuos igualmente útiles al vigor y gloria de los estados», a pesar de confesar que no pudo por menos de dedicarse en sus años mozos a la «petimetría», o sea, que se dejó atraer por la moda difundida por aquel pueblo vecino tenido por inestable y ligero. El caso es que encontramos en las obritas de los tonadilleros (y, naturalmente, de los sainetistas), con una frecuencia suficiente como para llamarnos la atención, varias alusiones a esa nota de parasitismo en que incurrían desde el siglo anterior los buhoneros «gabachos», «futres» o «bugres», según decían también con menos amabilidad;7 así el denominado «Monsiur Liendres» o «la Liendre»,8 que, como es sabido, es el huevo del piojo, e incluso, según el Diccionario castellano de Terreros, el mismo piojo; y este apellido tan gráfico como simbólico no deja de recordar la comparación 6 José Cadalso (1966), p. 89. 7 «Bugre», «voz puramente Francesa», era sinónima de «puto» según el Diccionario de Autoridades, el cual agrega: «[…] de oír esta palabra la gente común, vulgar y licenciosa, a los mismos Franceses, sin saber su significado, los llaman Bugres» (me permito añadir una coma, pues me parece defectuosa la puntuación, y por ello menos clara la definición). Se trataba primitivamente, o sea, antes de que obrara la erosión a un tiempo fonética y semántica, de los herejes «boulgres», búlgaros, a quienes atribuía la vox pópuli costumbres homosexuales. Desde el siglo anterior, ya no eran éstos, sino los italianos, quienes simbolizaban lo que su santidad Juan Pablo II tiene a bien condenar como satánica perversión (véanse P. Alzieu, Y. Lissorgues y R. Jammes, 1975). También se les llamaba «monsiures» y, durante la guerra de la Independencia, debido a que parte del ejército invasor entró en España por el valle de Baïgorri con objeto de «regenerar» a los españoles a cañonazo limpio, se les dio el nuevo apodo de «baygorrianos». 8 El francés, el italiano y los majos, o el triunfo de las mujeres, en J. Subirá (1932a), Tonadillas teatrales inéditas (en adelante, TTI), pp. 75 y ss.
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infamante, por el ya citado valiente español de Quevedo, de los inmigrantes de tras el Pirineo a unos «piojos que se comen a España por todas partes». En Las mormuraciones del Prado, tonadilla a solo con música de Laserna (1779),9 la actriz María Mayor Ordóñez advierte, entre otros tipos, a «aquel francés que viene. / Vende el ajo para las madamas [esto es, las petimetras] / y como ellas le consumen tanto, / con el ajo coge mucha plata»; aproximadamente en los mismos años, La potajera o la callera10 nos presenta a otro francés que confiesa con cierto cinismo: In Francha tenemos muy pocas pesetas; pero hay grandi modo con qui ganar orro y juntar tesorro a la picarrón. Venimos a España, traemos patrañas, pulvi, modas, flores e cabos di olores. Tuto lo vendemos, y a Francha volvemos con mucho doblón.
Y le contesta la Juana, ya en prosa, o sea, en «parola»: El primer francés eres tú que ha dicho la verdad.
Un poco más lejos, el mismo individuo prosigue con este tema bajo una forma levemente distinta y, ya era hora, en un castellano perfectamente correcto: Yo soy un francés, claro está, sí pues, que vine de Francia desnudo y sin blanca. Traje dos camisas sin mangas ni tiras, y hoy tengo galones
9 TTI, p. 98. La mayoría de las tonadillas se atribuye a músicos, pero no se olvide que los libretos los solían redactar a menudo dramaturgos o miembros del gremio de la carátula, cómicos inclusive. 10 TTI, p. 161.
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La escuela y la calle y muchos doblones que tontos me dan. Larán, larán, larán.
Volveremos a examinar más adelante algunas de esas particularidades lingüísticas, de las que como mínimo podemos decir que no siempre son de una autenticidad propiamente científica, como se supone, así como también las distintas «patrañas» vendidas a los madrileños. Pero prosigamos nuestra investigación; se oye el mismo cantar en El lance de la naranjera, tonadilla a tres, también de 1779,11 pero en este caso el francés se muestra más prolijo, aunque su elocución entre tanto en el sistema fonético italiano como en el de su lengua materna, cosa frecuente en ese tipo de obritas y que debe relacionarse en alguna medida, como he dicho ya, con el predominio en la inmigración madrileña de las dos nacionalidades latinas, en comparación con la alemana y la inglesa, también evocadas, aunque en más contadas ocasiones, en nuestras tonadillas: Yo he venuto a Ispaña quatrini a sacar con estas figuras de yeso y de cal. hechurra barati; venid a comprar, que hasta que li rompan no se han de quebrar.
Y prosigue, «canturreando sin compás»: A li gati, li perri, li burri, li bueyos, que menean li oqui, li orequi, la boca, li barbi, li denti, li pati, li rabi, li corni e tuti li menean.
De un colega suyo vendedor de «santi boniti e barati» nos queda un retratito en el grabado 52 de los Gritos de Madrid, y uno de los «santi» se parece curiosamente al Goya del Capricho primero… Más tarde, en Un loco hace ciento (1801), de María Rosa de Gálvez, se tratará de un piamontés —ya no francés: recordemos lo apuntado más arriba— que despacha «santibarati». Y prosigue el del Lance de la naranjera, reanudando el «cantado»: 11 TTI, pp. 227 y ss.
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Hechurra barati. Con qüesto comercio al país tornar, rico de pesetas que en Madrid ganar. Hechurra barati, retrato di cal, que nunca si rompen si enteros estar.
Al bueno de «don Pierres» —así se llama, y sus tocayos son muchos desde el siglo anterior— le maltrata un soldado («¡Ay mi perri, que se me han roto!»),12 pero nos da preciosas informaciones, cuya exactitud no cabe a priori poner en duda; a petición de la maja, también ella vendedora ambulante, pero de naranjas, y menos prolija en su pregón que Pierres, al que se muestra por supuesto esquiva, el francés anuncia los precios de sus distintos géneros, al parecer juguetes: Li perri, tre riali; li buey, otros tres; li burri quarenta; li gato otros seis. Li boqui, li lengüi, li denti, li rabi, li barbi, li corni, doscientos valdrán. Y por le meneo dil gato e del perro y por las pinturas y tuti la hechurra, otros ciento más, que tuto sumato partito e restato e multiplicato importa trescientos y cincuenta real.
Pero el tonadillero no ha terminado aún con él; al uniformado que le pregunta por qué viene a España «a vender cosas de yeso», nuestro buhonero
12 Esta obra tiene mucho parecido con El estrangero ridículo que vende figuras de yeso, de Esteve, fechada en mayo de 1774, y en la que el papel del soldado lo hace una vendedora de espárragos (BNM, ms. 1406271).
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contesta: «Porque el yeso aquí nosotros / lo convertimos en pesos»; y, más adelante, reconoce que lo que rinde más ganancias a los extranjeros es «...vender para las feas / botes, color y barnices»; y para concluir, se le pregunta: «¿Por qué de fuera de España / viene tanto peluquero?»; y él contesta: Porque ya se peinan todas las damas de medio pelo,
lo cual significa que la buena sociedad contamina a las clases medias, e incluso populares. En la medida en que todo debe concluir cantando, según las reglas del género, el trío coincide en reconocer que no sólo los franceses, sino todos los de fuera, «…toditos vienen / al olor del oro». En otro lugar,13 un gabacho afirma que es de oficio estañador («e yo far cucharras / e derrito estaño»), pero es hombre de muchos recursos: a una maja, también naranjera y que declara rotundamente que no le gusta «la fruta / que no es del reino», esto es, su galanteador de tras los montes, le declara que vende Coletes postices de poco diñier per le poco pelo san le conocer; bolses per l’archento. Ma usted no va bien, ¡alón!, per fer rizos sans le perruquier.
Y, para concluir con este tema, no estará de más citar precisamente la Noticia de los peinados del peluquero francés, de Esteve (1787), en la que ese especialista en cosmética capilar evoca a todos sus colegas juntos del gremio de la moda, y el concepto en que los tenían tal vez incluso los que consideraban imprescindibles sus servicios: También a sastros, modistas, sapatier y peluquier, estar la moda gran cosa q.e a todos da de comer, y se ríen de los tontos y le sacan los deniers (bis) 13 Naranjera, petimetre y extranjero (1774), en Subirá (1928-1930), La tonadilla escénica (en adelante, TE), III, p. 49.
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Es sobre todo por el lenguaje, según hemos visto, y, naturalmente, por las divertidas deformaciones que imponen al idioma castellano (esto se llama hablar «en chapurrao») como suelen caracterizarse los extranjeros en general y los franceses en particular en el teatro breve. Concretamente, se trata de unas deformaciones como las oyen e intentan reproducirlas los españoles con más o menos acierto y exactitud por medio de su propio sistema fonético y de la grafía que le corresponde. Aunque son a veces demasiado caprichosas para justificar cualquier seguridad al respecto, parecen tener algunas de esas deformaciones cierta relación con el habla de la región francesa más próxima a España, esto es, las tierras de Languedoc; se oye por ejemplo a un buhonero que trata de españolizar la voz occitana sinónima de «hermoso» o «lindo» bajo la forma «pulido», con terminación castellana masculina (que allá suena —de ortografía no se trata— femenina); también ocurre que a la primera persona verbal, según veremos más adelante, se le ponga una desinencia en «i» («quierri», por «quiero»). El caso es que, según Ozanam, los bearneses, lemosines, gascones, auverneses que se dedicaban a modestas actividades laborales eran numerosos, en Cádiz pero también en Madrid, durante la segunda mitad del siglo. El amolador de Un calderero, un amolador y una rabanera, de Marcolini,14 dice por ejemplo: «De Gascuña vine. / Yo soy español, / puesto que aquí gaño / muchísimo doblón»; en El desengañado, de Laserna,15 el cómico Espejo, al que le preguntan si es francés, contesta: «¿Francés? Muá estar español, natural de Languedoc». Se advertirá también otra particularidad del castellano que hablan, o se considera que hablan, los galos, y consiste, por saber ellos poco de conjugación, en no saber expresarse apenas más que por medio del infinitivo, como hacen aún en la actualidad no pocos visitantes extranjeros, como hacían, no mucho tiempo ha, los naturales de las colonias, cuya educación tenía sin excesivo cuidado a los gobernantes de la metrópoli, y como siguen haciendo los indios de las películas del Oeste; leemos por ejemplo: «¿moa qué escuchar?»; «los albricios te donar»; «oh, Monsieur, fort bien estar» («estar», y no «ser», es el verbo que con mayor frecuencia se emplea, por parecerse más al francés «être»); «si querrerme por marrito»; «yo la querrer mucho»; «O Monsiur, votr orden / obedecer moa»; etc.16 En otros textos, la identi-
14 TE, II, p. 314. 15 TE, I, pp. 433-434. 16 TTI, pp. 41-45.
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ficación queda facilitada por unas cuantas expresiones corrientes, de las que se volverá a hablar, y, sobre todo, por tres características fonéticas, que hallamos precisamente reunidas en la palabra «pacarro»,17 por «pájaro». Se trata en efecto en primer lugar de la dificultad que experimentaba —y sigue experimentando— el francés medio (e incluso superior) para pronunciar correctamente las palabras esdrújulas, calificadas para más elegancia de proparoxítonas. La protagonista de La francesa, de Laserna, escribe Subirá,18 afirma: «Yo estar una comíca / de gran habilidad», refiriéndose luego a su «publíco». Sin embargo, que yo sepa, y a diferencia de lo que suele ocurrir con frecuencia en la actualidad, no se les distingue por la tendencia a convertir casi siempre las voces en oxítonas, o, dicho en cristiano, agudas, lo cual puede corroborar la idea de que el languedociano fue el elemento determinante en las deformaciones observadas por los españoles; pero si se tiene presente la escasa exactitud de la ortografía de la época, y más aún la de la acentuación escrita, no puede descartarse completamente, después de todo, la posibilidad de que se advirtiese ya el fenómeno; lo único cierto es que no se nota en las rimas. El que se representase El matrimonio de Figaró antes de adoptar Larra «Fígaro» como seudónimo no constituye ninguna prueba, ya que se trata de la simple transcripción del francés, de un neologismo, en cierto modo. No deja de sorprender que en la España del XVIII, igual que en la actual, en que algunos locutores de radio o televisión, particularmente en los spots, hacen vibrar con enfático redoble la «r» final de palabra o de sílaba (o sea, implosiva) como si se tratara de una duplicada o inicial («Nenuco, el primerr placerr del recién nacido»; «Reloj Cerrtina»; «Reloj Duward, reloj perrfecto»,19 no deja de sorprender, decía, que los tonadilleros distingan a los franceses con esta misma particularidad de la «r» intervocálica, es decir, colocada en la única posición en la que a ningún español se le ocurriría pronunciarla doble: algún buhonero come «perras» que son «peras»; ya hemos oído a uno de sus congéneres que encarecía la «hechurra» de sus juguetes; otro visitante siente indudable inclinación por la gran 17 «Aquesta española / estar mal pacarro» (La maja alegre, 1796, en Subirá, TTI, p. 119). 18 La francesa, en TE, II, p. 314. 19 Ruego disculpen la elección de estos ejemplos, que datan de varios decenios; la época actual debe casi seguramente de suministrarnos otros igual de convincentes, cuando no para el comprador, sí al menos para el lingüista.
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cómica «La Carrambo» [sic], esto es, María Antonia Vallejo y Fernández,20 por otro nombre «La Caramba»; ya se habla dos veces de «alfilerres» un siglo antes, en Las travesuras de Pantoja, de Moreto, uno de cuyos personajes aparece en la jornada segunda fingiéndose «buhonero gabacho» llamado Juan Fransué —pronunciado, adviértase, con arreglo a la fonética gala de aquellos tiempos—; varios tocayos de éste, llamados Juan Francés, intervienen en algunos entremeses, como el Entremés del gabacho, publicado en la segunda parte de las comedias de Tirso de Molina en 1635 o en el Entremés nuevo de Juan Francés, de Quiñones de Benavente;21 y ya hemos observado de pasada otra característica consistente, al menos a primera vista, en españolizar por medio de una «o» un sustantivo que de ninguna manera lo necesita: «zambombo», «culebro», «albricios», «arracados» (ya en Moreto), «encajos», «violinos».22 Pero se trata también, según creo y he sugerido ya más arriba, de una desinencia femenina languedociana, o, por mejor decir, de su transcripción fonética (la «a» final átona se pronuncia «o»: «Tolosa» —«Toulouse»— se pronuncia «tulúzo»); «potometres» o «Madrido» suponen el mismo tratamiento, francamente caricaturesco sobre todo en el primer caso (en El aguador, de Moreto, un personaje dice que viene «de Fransio / a ver el reino de Españo»). Volviendo a esa curiosa «r» con redoble, se puede citar a una maja que quiere imitar a las «grisettes» parisienses y afirma: «Moi ser la Tirrán», o sea, «La Tirana», la célebre María del Rosario Fernández, retratada por Goya;23 hasta un italiano califica tal actitud de «disparrati» (con la «i» final de cajón, por añadidura). Se dan docenas de ejemplos que ilustran esta particularidad: «Vosté, señorrita; / estar embusterra»; «muchas figurras»; «la quierri»; «Parrís», cómo no. Topamos incluso con una interjección que una película norteamericana ha inmortalizado en su versión francesa y que se convierte, «en buen romance chapurrao», pues ofrece las dos características antes citadas, en «¡torrototó!», por «¡taratata!».24 Ese lenguaje, aunque convencional, se fundaba en unos hechos concretos. 20 El lance de la Carrera, en TTI, p. 121. 21 Colección de entremeses, loas, bailes, jácaras y mojigangas, NBAE, 1911, vols. 17 y 18. 22 La madama chasqueada y francés de los violines (septiembre de 1774), BNM, ms. 1406280. 23 El francés, el italiano y los majos o el triunfo de las mujeres, en TTI, p. 77; y canta el francés: «Tirrán que tirrán, / tirrán que tirrí». 24 TTI, p. 76. Me refiero a Lo que el viento se llevó, de V. Fleming y David O. Selznick.
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Pero ¿cómo se pronunciaba efectivamente ese fonema «r»? La explicación parece, una vez más a primera vista, relativamente sencilla: la «r» llamada «roulé» en francés, cuyo punto de articulación descubría maravillado monsieur Jourdain, el «burgués gentilhombre» de Molière, y que era muy parecida a la española, fue desapareciendo paulatinamene a partir del siglo XVII, esencialmante en el medio urbano, particularmente en París, si bien llegó a conservarse hasta nuestros días en varias regiones, más bien en zonas rurales, y particularmente en Languedoc, en el sentido lato de la voz; oigamos la lección del maestro de filosofía en la conocida escena de Le Bourgeois gentilhomme: Y la R [se pronuncia] levantando la punta de la lengua hasta arriba en el paladar; de tal manera que, al rozarla el aire que sale con fuerza, no para de ceder ante él y volver a su lugar, produciendo una forma de vibración: R, RA.25
Se trata de la «r roulé» (las letras francesas han llegado a ser, desde hace tiempo ya, del género masculino) e incluso larga, redoblada, es decir, de la dental-alveolar con unas pocas vibraciones seguidas, que permite diferenciar en la actualidad al palurdo meridional del francés distinguido a nativitate de París. Basta con haber oído hablar a la gran escritora Colette (que era borgoñona), o más simplemente cantar a un artista lírico, para formarse una idea aproximada de cómo podía pronunciarse en tiempos de Molière aquella «r» intervocálica, algo más «roulé» que su homóloga castellana. Pero que yo sepa, ni un gascón, ni un languedociano, ni un provenzal —los había en Madrid— «redoblan» así ni redoblaban una «r» simple en posición intervocálica, mientras que, según los tonadilleros, ésta era una de las «señas de identidad» del francés aprendiz de hispanohablante; se propendía más bien a caracterizar a los alemanes, y sobre todo a los vizcaínos, por medio de esta pronunciación: así, por ejemplo, en una comedia algo tardía de Simón de Viegas, El Rábula, estrenada y publicada en 1803, coexisten los apellidos Gorris, Zurriburriaga, Zamarramurdi, que suenan como el del antipático don Roque de Urrutia, protagonista del primer intento dramático de Leandro Moratín. ¿Cómo explicar, pues, aquella grafía y la pronunciación que se considera representada por ella en ese teatro breve? Creo que puede tratarse, en realidad, de una convención heredada del siglo anterior, en el que los franceses hablaban aún como 25 Acto II, esc. 4.ª La traducción es mía (y, por lo tanto, inmejorable…).
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contemporáneos de monsieur Jourdain, o incluso, posiblemente ya, de una «r» velar, también llamada «parisina» («parisien»), aquejada de lo que el filólogo Émile Littré califica de defecto, a saber, un «grasseyement» gutural, y ya no alveolar, cuyo carácter «vicioso» solía considerarse divertido en la época que venimos estudiando. Hoy en día, los «transpirenaicos» que no disponen del sistema fonético castellano siguen pronunciando de manera idéntica la «r» en este idioma, sea simple o redoblada, al tratar de hacerla vibrar, y con toda evidencia debía de resultarles graciosa dicha particularidad a unos oídos hispanos por más insólita en el caso de una «r» simple, máxime intervocálica, pues en esta posición no emite el español más que una sola vibración, y a nivel alveolar. Pero se puede hallar, como se verá, la grafía «rr» en unas voces francesas, si bien transcritas fonéticamente por el tonadillero, como «lombrro» («l’ombre», i.e.: la sombra), «sombrro» («sombre», i.e.: sombrío, oscuro), etc., en las que la referida consonante no viene entre dos vocales, lo cual podría conferir una mayor viabilidad a la primera de mis dos hipótesis. Pero, se me dirá, ¿por qué no se generaliza el fenómeno ni hay sistematización? ¿Por qué muchas voces francesas, o españolas pronunciadas por franceses, siguen escribiéndose con una sola «r»? Pues simplemente, creo yo, para no despistar y fastidiar al espectador con una acumulación excesiva, y permitirle, a pesar de tantas deformaciones, captar al menos a grandes líneas el sentido de las frases pronunciadas por los protagonistas. Por otra parte, los cómicos deseosos de divertir al público ¿la pronunciaban, sabían siquiera pronunciarla, a la francesa, es decir, gutural, o bien no emitían más que una «r» doble, o inicial, española? No resulta fácil saberlo, pues faltan testimonios precisos, aunque es lícito creer que, con algunas excepciones, debían de mezclarse primorosamente ambos sonidos…26 Luego viene la pronunciación de la jota; su estudio en el teatro breve permite comprobar que aquella «r» parisina, hoy ya francesa «distinguida», a que me he referido antes, no debía de haber conseguido una difusión suficiente como para captarla ya la gente igual que un equivalente sonoro de la jota, y que tal vez no fuese tampoco totalmente ajeno al fenómeno el predominio de la «r» meridional, la cual era también la de los inmigrantes de Languedoc. En aquel entonces, no pronunciaba la jota un «transpirenaico 26 Agradezco al prof. Bernard Moreux, de la Universidad de Pau, el haber prestado un oído atento —y crítico— a mi argumentación.
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medio», al menos uno de la capital, como hace en la actualidad su descendiente, pues para éste lo mismo suena, o poco falta, «corrida» que «cogida», convirtiéndose la jota, o la g ante vocal palatal (así como también la «r» castellana), en una «r» parisina (= «coguida»). El sonido más propio para «traducir» dicha jota en el XVIII era, con la mayor naturalidad, el fonema velar, también sordo, aunque no fricativo (por faltar en el sistema francés), con punto de articulación más próximo, esto es, «k». Beaumarchais, autor del Barbero de Sevilla, hizo un viaje a España en 1764 para restaurar la honra algo marchita de una de las dos «Caronas», hermana suya residente en Madrid, cuyo seductor fue el escritor José Clavijo y Fajardo, un lance que, como es sabido, habían de celebrar varios dramaturgos cada cual a su manera; y al evocarlo en su cuarta memoria contra Goëzman, dice el francés lo siguiente: «Esta palabra, que se escribe “Clavijo”, se pronuncia más o menos como “Clavico”: lo mando estampar así para facilitar la lectura». Abramos ahora el diccionario de Littré, o incluso el actual de Robert, en la entrada «Xérès» (esto es: «Jerez»), y veremos que la voz debe pronunciarse «kérès», siendo la «x» simple supervivencia de la grafía anterior de la jota; y en cualquier caso, ésta es la pronunciación propuesta por la Academia Francesa, si prestamos fe al segundo diccionario citado o a Le bon usage, de Grévisse. En la actualidad, la transcripción catalana de «majo» como adjetivo es «maco» (aunque no figura en el diccionario de Pompeu Fabra ni en uno bilingüe que tengo a mano, recuerdo perfectamente que, al verme ir endomingado en mis años mozos, había quien se dignaba amablemente considerarme incluso «molt maco»). En El estrangero ridículo que vende figuras de yeso (1774), curiosamente parecido a El lance de la naranjera, evocado más arriba, una vendedora de espárragos trata con aspereza a un antepasado mío diciéndole —por no infringir las reglas de la cortesía—: «a la jota márchate corriendo»; a lo cual contesta el otro: «e por lo mismo, cantar mí cota» («... voy a cantar yo una jota»). Citemos, sin ningún orden de enumeración, «moquieres» o «muqueres», «trabacar», «ánquel» (designando a una belleza femenina), «tiqueras», «nabacas» o «agucas» que se afilan en la tonadilla Los ciegos y el amolador, de Laserna (1779),27 con bastante frecuencia la voz «maca», ya que muchas veces contrastan las majas con la figura del extranjero como garantes de la autenticidad española; ya se han mencionado los «oqui» móviles de los animalitos de yeso; «por sus oquillos me morro», dice uno que se muere 27 BNM, ms. 1406394.
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por una maja, tratando al competidor correspondido de «macadero»,28 y se podrá advertir a este propósito la dificultad, real sin duda alguna, que experimentaban los franceses, igual que hoy, ante los verbos con diptongación (también se lee «mostran» por «muestran», «no te morras […] no morras por mí»), lo cual induce a veces al libretista a atribuirle a la inversa una graciosa hipercorrección al autóctono que se dirige burlonamente a un francés: «españuelo» en lugar de «español», «cuernucopias» por «cornucopias». Si no se tiene absoluta seguridad acerca de cómo se identificaba por su aspecto exterior a uno de aquellos buhoneros franceses («un francés», o «de francés», o bien aún, «de militar ridículo», siendo entonces el «traje militar» el más corriente, también llamado «francés», el cual se distinguía en los años setenta del español, más oscuro, por sus coloridos vistosos, según refiere Bourgoing),29 su galimatías bastaba y sobraba para denunciar su procedencia. Sin embargo, el tonadillero no siempre se mostraba exigente en lo relativo a autenticidad de aquel lenguaje, siendo lo principal para él crear un personaje que pudiese pasar por galo; así es como en tal o cual obrita interfieren varios idiomas, a pesar del predominio de uno de ellos; en La gallega y el zorongo, de Pablo del Moral,30 un paisano mío se expresa con lo que Subirá califica, no sin razón, de trilingüismo, incluyendo la ortografía: «O mon Diu, che mon per / madoné con el fu et; / elás, elás, perché esta matine / non cherrer moa traballé»;31 incluso se lee una frase entera en italiano declamada por un gabacho: «… siete un furbante, / un asino, un maladeto»; se da a veces el caso de un extranjero políglota, de cuya nacionalidad «francesa» nos enteramos con no poca sorpresa. Pero,
28 TTI, p. 117. 29 El español —se nos dice— «sigue mostrando gran predilección por el gran sombrero gacho, y nada más llegar a un país en que no se prohíbe su uso, se quita con satisfacción el de tres picos, según suele llamarlo, o sea, francés […] su color preferido en el vestir es el negro. Cuando deja el traje español por el militar (que es el nombre que dan en España al vestido francés), elige los colores más vivos; no es infrecuente ver a un simple menestral de cincuenta años de edad vestido de tafetán rosado o azul celeste; no se advierte en esto ninguna distinción de clase» (Nouveau voyage en Espagne, fait en 1777 et 1778, publicado anónimo en Londres, P. Elmsly, 1782, 2 vols.; de venta en casa de Théophile Barrois en París, vol. II, pp. 148-149. La traducción es mía). 30 TE, II, p. 314. 31 «¡Ay Dios mío!, que mi padre me ha dado con el látigo ¡ay qué pena! porque esta mañana no quise yo trabajar». Se advertirá la grafía «italiana» (que también fue un tiempo hispanohelénica) destinada a representar el sonido «k»: «che», «cherrer» (querer).
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además de las deformaciones que por ellos sufría el idioma castellano, proferían con frecuencia un cierto número de interjecciones que llegaron a convertirse en lugares comunes en aquellas piececitas; la más corriente era «alón» («vamos»), a veces «alondón» («vamos ya»); luego venían «fort bien» («muy bien»), «san fasón» («sin cumplidos»), «par ma fua» («a fe mía»), «votre servitor» y, naturalmente, «güi, güi»; la primera llegó a ser tan usada que la utilizan unos individuos perfectamente hispanófonos y de ninguna manera ridículos, para quienes equivalía, salvando las distancias, a nuestro moderno «go», y así también con el vasco «agur» o «abur», por «adiós». A esas interjecciones se agregaban unos cuantos juramentos o injurias, en cuyo uso, como se comprende, no se propasaron los autores: «coquén», a veces «co quien» («pícaro»), y el «yerni» o «yarni», también pronunciado y por lo tanto ortografiado «charni», vacilación debida a la falta del fonema francés «“» en el sistema castellano («jarni», o sea; «je renie —reniego de— [Dieu]»), «yerni cotón» o, con una «s» en lugar de la «y», mejor dicho, de la «j» francesa, por la misma razón fonética: «sarnicotón», de origen auvernés, según se cree. Al sobrevenir la guerra de la Independencia, oiremos en la tragedia El día dos de mayo de 1808 en Madrid, de Francisco de Paula Martí,32 los insultos corrientes o, cuando menos, los que pudo retener el comediógrafo de entre los dirigidos por la soldadesca invasora a sus víctimas: «Anda al Prado, futre, anda»; «alóns, al Prado, fripón», «bugre español fripón», así como las deformaciones que ya se han evocado («él no estar francés de verras, / que estar un pobre polaco»). Conviene hacer una salvedad, y es que puede ocurrir en contados casos que por entre los buhoneros acierte a colarse algún francés de distinta condición, a juzgar por las propuestas que le hace a «La Caramba» uno de ellos en El lance de la Carrera,33 fechada hacia 1780 por Subirá; enamorado de la actriz, «yo la querrer mucho», le confiesa, «e gustar de verla / e darle palmadas / desde la luneta», una localidad de las más caras, situada delante del escenario y que elegían entre otras personas adineradas los jóvenes de la buena sociedad en busca de lances faranduleros, pues ayer como hoy una «dama» cristalizaba en su persona los múltiples papeles de heroínas que había representado; pero el hombre va más lejos: rechazado, naturalmente, por «La Caramba», le propone a pesar de ello: «¿quierre 32 Véase mi artículo «El Dos de Mayo, de Martí» (Andioc, 1991a). 33 Se trata a todas luces de la carrera de San Jerónimo (TTI, p. 121).
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usted ir al Sitio / a ver las Parrecas? / La llevaré aunque gaste / treinta piesetas» (ciento veinte reales, una suma equivalente al sueldo de diez jornadas de trabajo del aprendiz de joyero Leandro Moratín): se trata de las famosas «Parejas Reales», recogidas en un cuadro de Luis Paret, detenidamente descritas por Bourgoing en su Tableau de l’Espagne moderne,34 en que las califica con cierto humorismo de «baile de centauros» y que eran un suntuoso espectáculo ecuestre, siendo el «sitio» aludido casi seguramente Aranjuez. Por último, los franceses traen con su pacotilla —y con el beneplácito de los dramaturgos, ocioso es decirlo— una serie de canciones de su tierra, que en una obra musical podían tener su natural cabida y cuya autenticidad no siempre pueden garantizar mis modestos conocimientos en este ramo. Pero lo gracioso del caso es que ahora quedan trastocados los papeles, y es el mismo tonadillero el que pone a prueba sus dotes de francófono, y esto con dificultades no muy distintas a las de sus personajes enfrentados con la lengua de Cervantes. Resulta en efecto bastante divertido tratar de reconstituir la letra original a través de lo que también es un «chapurrao» asociado con aberraciones ortográficas debidas a la transcripción fonética, igual que en el caso del castellano hablado por un extranjero, porque ni que decir tiene que el resultado no es apenas más convincente, sólo que la comicidad, tal vez, si es que la había efectivamente en este caso, debía de ser, mediante la actuación de los actores, de distinta naturaleza; un visitante entona por ejemplo una «canzoneta francesa» (el término tiene clara resonancia italiana, y nos trae a la memoria los que suele usar generalmente el veraneante medio de tras el Pirineo, camino de la «plazza» donde se dispondrá a vitorear a los sucesores de «Luis Migüel Domingüín», o el inglés Richard Twiss dirigiéndose hacia el teatro madrileño de «la Croce», por otro nombre, la Cruz): Charmant amour, roi de monciur, ye sui, ye sui de ma metrese le conquérant larán, larán, larán.35 34 3.ª ed., París, 1803, III, pp. 70-71. 35 La tía burlada, TTI, p. 41. («Amor hechicero, rey de mi corazón, yo soy, yo soy de mi querida el conquistador.»)
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En otro lugar, en La maja alegre, de 1796, podía oirse otra, a todas luces satírica y cuyo estribillo (al menos parece serlo), así como el ritmo del conjunto, no dejan de recordar los del Cadet Rousselle, anterior en cuatro años escasos e inspirado por su parte en la no menos célebre Jean de Nivelle, cuyo héroe posee, como su antecesor, tres caballos, tres hermosos perros, tres gatos y, no casualmente, tres hijos como la Jeannette cuya memoria vamos a evocar: Janet a Pier son marié, a les troi moa ella cuché troi bel sanfans sanfans. Le troa a Janet la apel sa mer, mea son mari ni un le di, perque bien heriux es Monsieur Pier. Me cependan, me cependan, la bel Janet es a bon anfan.36
A este propósito —dos pruebas palmarias de ello hemos de ver más adelante—, pienso que, al menos en su mayoría, las letras de aquellas canciones no todas eran las originales, sino otras que los dramaturgos galos redactaban para que estuviesen más adaptadas a los enredos de sus comedias y aprovechando naturalmente los mismos aires populares; puede afirmarse en efecto que en un notable número de obras teatrales francesas no trágicas se utiliza este procedimiento con impresionante frecuencia; menudean, incluso en una sola obra de un Favart, un Vadé, un Lesage, también de Beaumarchais, esos tipos de textos, por lo general bastante breves, sistemáticamente precedidos de la mención en cursiva: «Air» («aire» o «música»), seguida de dos puntos y del título de una canción de todos conocida; Vadé utiliza por ejemplo, entre otras, La Belle Diguedon, y solamente en el tercer volumen de las obras del primero citado, publicadas de 1750 36 La maja alegre, TTI, p. 117; «Juanita y Pedro están casados, / a los tres meses ella dio a luz / tres hermosos niños. / Los tres a Juanita / la llaman madre, pero a su marido / ninguno le dice / por qué muy afortunado / es Monsieur Pedro. / Y con todo / la hermosa Juanita / es buena chica». Sólo entiendo a medias el verso sexto y su puntuación; pero parece tratarse de una paternidad insegura… (¿«ni uno se lo dice [esto es: «padre»], / porque es un bendito…»?). Convierto, para mejor inteligibilidad, la conjunción «cepedán» en «cependán[t]» («con todo»).
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a 1757, se pueden identificar, entre otros que ya no me suenan, ciertos títulos que siguen siéndonos familiares —al menos a los de hace un siglo—, y son: en L’Amour impromptu (1756), La Bonne Aventure ô gué y J’ai du bon tabac dans ma tabatière; en Le Mariage par escalade (1757), Sur le pont d’Avignon y Elle aime à rire, elle aime à boire, la cual fue rescatada con algunas más, durante la última guerra mundial, por las que podríamos llamar juventudes del gobierno de Vichy («Compagnons de France»); y tal vez no carezca de interés advertir que el título del aire Les Filles de Montpellier, con letra nueva de Favart, en la ópera cómica Les Nymphes de Diane, en 1755, recuerda El enfermo burlado por el practicante, de Esteve, donde se afirma que «Las niñas de mon Pellé / por un diné / mostren el pe, / y también la camiseta», porque las letras de aquel teatro francés suelen ser generalmente algo más libres que las de las tonadillas y sainetes en lo que a pasión amorosa se refiere. Fue, pues, por conducto de las comedias de los dramaturgos galos de segunda categoría, las más numerosas, como debieron de ir penetrando en España aquellas canciones, debido a la frecuente utilización de aquellas obras por sus contemporáneos de la vertiente sur del Pirineo, a veces escasos de inspiración. Por ello creo que sería empresa vana cualquier intento de acertar, en medio de tan cuantiosa producción, con el origen de todas las letras de que venimos hablando. Citemos otra «canción francesa», de origen aún desconocido, que se nos ofrece en La peregrina viajante,37 anónima, de finales de mayo de 1776; 37 TTI, p. 154. El texto de Subirá es algo más corto y ortográficamente menos incorrecto que el del original conservado entre los papeles de Barbieri (BNM, ms. 1406315), pero creo preferible reproducir éste. Tal vez tuviese a mano el gran musicólogo otra versión de la tonadilla; y si no, debió de querer devolverle al texto francés, como ya queda dicho, más autenticidad. Intento, algo irrisorio, de traducción del texto «original»: «El matrimonio [¿el o los casados?] es algo / que hay que verlo bien primero. / Hay que hacerlo sin pensar / hay que hacerlo ahora mismo./ Todos van muy contentos. / Tened cuidado para volver [¿a?] casaros, Señora / […] Vamos, vamos, / a casaros, muchacho». Resuelto a llevar más lejos la crueldad, dejo al lector benévolo la responsabilidad de descifrar mejor que yo (y, caso de ser posible, volver a encontrar en su obra de origen) el siguiente aire francés que cuenta presuntamente la «historia como pasó de unos calzones de ante que Serrallonga compró»: Note dame sele adit laula donc Madama (bis) yan sui re yo sui [¿«réjoui»?] la marietut satisfé dit la done mafeme (bis) onbua das son eme que bien fe lui fe.
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después de una alusión a que, contra lo que se suele creer, Francia no es muy diferente de España, y un leve alfilerazo a las tragedias representadas en París, nunca bien aclimatadas en la península, y a cuyos espectadores, «cuando hay pasos de sentir, / se les caen los lagrimones / como huevos de perdiz», Lorenza Santisteban, por otro nombre «La Navarra», canta: Set un chos le marié (bis) quil fo bien, quil fo bien, quil fo bien voar premiermán, premiermán. Il fole fair sans pansé, il fole fer a presán, toule mond va for contán. Prené gard: pur retourné, (ter) pur mu marié Madam, larán, larán, larán. Alón don, alón don a vu marié garsón, (bis) lan larán (etc.) lo ron lo ron (etc.)
El último verso antes del «larán» ejemplifica otra fórmula de compromiso: la que se halla entre las dos sintaxis; por ello reaparece frecuentemente esa preposición «a» después de un verbo de movimiento: Venez, venez a prendre un pris tabac rapé. Nous irons a la taberna a boire une bouteille du vin.
El amor y el matrimonio son, como se ha advertido, temas socorridos e incluso, si hemos de creer a La maja y el amolador,38 el período posma(«nuestra señorita ha dicho / [?] Señora / me alegro de ello; / el marido muy satisfecho / dice […] mi esposa, / se le ve en el alma / qué beneficio le hace [¿le hago?]»). Se trata probablemente de una copia bastante tardía de la parte primera de Los españoles viajantes (BMM, ms. 1-199-10), puesto que son el conde de Casillas y el corregidor Motezuma, en el poder después de la derrota del ejército napoleónico, los que conceden la licencia de representar la tonadilla. 38 TE, II, p. 315, y BMM, ms. 221-90. Fechada en 1783. Reproduzco la ortografía del original. Traduccion: «Después de casados / tendré mucho gusto en hacer / lo que hace quien sigue el uso / de las coquetas de tu tierra. / Bailaré con los abates, / cantaré a menudo el amor, / por lindos oficiales / siempre me haré besar».
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trimonial, necesariamente de escasa ortodoxia, habida cuenta de la tonalidad de esas obritas: Apré notre mariage je feré ave gran plesí se que fé qui sui lu sage de coquet de ton peí. Danceré a velos abates, chantaré suvanda mur; de charmán ofisieles me feré besé tu jur. (bis)
El sonido de la «j» francesa (así como el de la «g» ante vocal palatal), sin equivalente en castellano, se restituye ortográficamente, según queda dicho, ya sea, en el primer caso, por la misma letra, que debía de pronunciarse ya, y sigue pronunciándose hoy, como una «yod» algo «comprimida»: «tuyur» (a no ser que, más probablemente, se trate de una simple transcripción de la ortografía francesa, a menudo combinada con la ortografía fonética española, para conseguir un compromiso o término medio), o bien, y en ambos casos, como una «s» o una «ch» (véase la etimología de los mejicanos «mariachis», y la elegante que viste «a la neglisé» en Silencio, patio mío, grabada hace unos años por el Grupo Lírica XVIII y la editora de discos Etnos); pero el que se encuentre con la misma frecuencia la grafía «x», que competía entonces con la jota para representar el sonido de ésta, parece indicar que se aprovechaba también el fonema que se fue convirtiendo en esta fricativa velar sorda: «Vien oblixé»; «vu set charmán exo li come il xur» («Ud. es encantadora y bonita como [la luz d]el día»); se encuentra en el sainete de Cruz Las foncarraleras39 prácticamente la misma frase, en la que las «xx» quedan sustituidas por unas jotas, probablemente ponunciadas como arriba se indica: «Ell e joli com le jour»; también se da la grafía «cholí»; y la presencia de dobletes como «ja» y «cha» (son gatos, que de noche son todos pardos) en una misma frase musical repetida, o «moxié» y «mossié» con una o dos «ss», es indicio visible de una vacilación entre la «s» castellana y el sonido francés «ch» (∫). Y resulta perfectamente comprensible que, a pesar de indudables esfuerzos, José Subirá, al intentar, después de los tonadilleros,
39 Sainetes, Madrid, Bailly-Baillière, II, 1928, p. 41. El mismo francés pronuncia «pacáro», sólo que en este caso no hay más que una «r».
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transcribir aquellos fonemas «bárbaros», no lo consiga más que en parte, incurriendo incluso y a su vez en errores. Por otra parte, en determinadas tonadillas, la transcripción de tal o cual frase francesa se efectúa reduciéndola a una sola palabra extraña, como si los distintos términos se pronunciasen en una sola emisión, lo cual no deja de recordar la célebre pregunta de la Zazie de Raymond Queneau, o, por quedarnos en los límites de lo hispánico, los grupos sintácticos ininterrumpidos que pronuncian los indios del peruano Ciro Alegría; se oye por ejemplo, o, mejor dicho, se lee: «¿Quisquidomán?» («Qu’est-ce qu’il demande?», «¿qué es lo que pregunta?») o un batiburrillo franco-italiano: «¿Quisquilá, quisquilá, qui volete?» («qu’est-ce qu’il y a?», «¿qué pasa?», y no «¿qué es esto?», según interpreta, con no menos trabajo que yo, Subirá);40 además, algunas canciones francesas debían de favorecer esta corriente: un aire aprovechado por Favart en La Coquette sans le savoir lleva por título Tatitaté tes tétons? (= «T’as-t-y tâté…?», col., por «As-tu tâté...?», «¿T’has tentao tú tus tetas?»). Pero también se habrá observado, o se observará leyendo las letras de dichas obritas, que si ese fenómeno de «aglutinación» de varias palabras se da con frecuencia, aunque la mayoría de esos grupos no alcanza la dimensión excepcional de los que acabo de traer a colación, se produce aún más a menudo el fenómeno inverso, esto es, la disociación de una palabra en varias partes gráficamente autónomas, también debida a una captación meramente fonética de ellas. El ilustre musicólogo cita otra obra, de Ferandiere, intitulada Los españoles viajantes, en la que se cantan unas «seguidillas en francés» supuestamente traídas de Holanda, según dice un protagonista, y que se habrían oído durante las exequias de un dramaturgo fallecido mientras se estaba representando el último acto de su tragedia: Ve tu ma Rosineta fer ampleta du rue des marí? Se ne sui poen Tircis, me la nuy, dans lombrro, se sui ancor le mem, 40 El mundi novo, de Rosales (1777), en TTI, p. 107, y El recitado, anónimo (h. 1775), TE, III, p. 57, respectivamente. En el segundo caso, es un tuno el que chapurrea el francés y el italiano por darle gusto a una elegante. No conozco ningún estudio sistemático de esas deformaciones que afectan al castellano o al francés en el teatro breve.
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e cantil fe sombrro, le plui bo ja son gri, le plui bo cha son gri. Se ne sui poen (etc.)
He acertado afortunadamente, y sin mucho trabajo, gracias al nombre de pila de la niña, el origen de esta canción: en la escena 5.a del acto III de El barbero de Sevilla (1775) de Beaumarchais, Bartholo entona «un de ces petits airs qu’on chantait dans [sa] jeunesse et que chacun retenait facilement» («uno de aquellos airecitos graciosos que cantaban en mi juventud y que cada cual retenía fácilmente en la memoria»), limitándose a sustituir, para adaptarla —dice— a las circunstancias, «Fanchonette» (i.e.: Frasquita) por «Rosinette»; el texto tiene un solo verso distinto, aunque de sentido análogo: Veux-tu, ma Rosinette, faire emplette du roi des maris ? Je ne suis point Tircis, mais la nuit, dans l’ombre, je vaux encor mon prix; et quand il fait sombre, les plus beaux chats sont gris.41
Los tres primeros versos los vuelve a declamar Figaro al recordarle a Bartholo su talento musical, en la escena 2.a de una, digamos, loa de fin de fiesta o despedida («compliment de clôture») con que había de concluir el estreno de la comedia. Ésta fue adaptada al castellano por Laviano en 1780, y se representó en Madrid la ópera bufa de Paisiello en 1787; el tonadillero —y no es ninguna excepción— leyó la obra de Beaumarchais en el texto original, y esto entre 1775, que es también la fecha de impresión, y 1778 como muy tarde, ya que el manuscrito de la «segunda parte» de la citada tonadilla, también de Ferandiere, custodiado en la Biblioteca Nacional de Madrid, es de octubre de aquel año.42 Conozco un solo caso, pero debe de haber más, con no ser muchos, de una transcripción perfec-
41 TE, II, p. 225, y BMM, ms. 1-199-10 («¿Quieres, Rosinita mía, / hacer adquisición / del fénix de los maridos? / Yo no soy ningún Tircis, / pero en noche cerrada / aún soy hombre que vale, / y en la oscuridad / todos los gatos son pardos»). 42 Esta segunda parte se custodia en la BNM, ms. 1406374. Otro ejemplar, en la BMM, ms. 221-5.
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tamente correcta del texto de una canción francesa: se trata de un aire, pronto seguido de letra española, que canta un amolador en la tonadilla de Laserna Los ciegos y el amolador, de septiembre de 1779: Du vin, de la gaîté, ménagère gentille, surtout de la santé c’est par où Blaise brille; de la tranquillité; tout le reste est vétille.
Esta obrita procede también de una comedia francesa en un acto adornada con arietas, música de Philidor, pero sin nombre de libretista, intitulada Le Bûcheron ou les trois souhaits (El leñador o los tres votos), de 1763, y sacada, se nos dice, de un cuento de Charles Perrault.43 Pero el que podríamos llamar, anacrónicamente y de manera muy poco académica, «hit» de la época fue la famosa canción burlesca del general inglés Marlborough, pronunciado «Malbrug», vencedor del ejército francés durante la guerra de Sucesión de España, que los de mi generación aprendieron de sus padres, y que debía su popularidad a la reina María Antonieta, la cual en 1781 la aprendió por su parte de la «dame poitrine», o sea, la nodriza, del primer delfín; con música del Marlbroug (sic) canta su pena Chérubin en Le Mariage de Figaro (El matrimonio de Figaró); en España se componen incluso tonadillas de título análogo; así la de Jacinto Valledor, La [de]cantada vida y muerte del general Malbrú,44 escrita en 43 Traducción: «Vino, alegría, / criada gentil; / sobre todo salud, / que en eso se luce Blas; / tranquilidad; / lo demás son pamplinas». He tenido la buena fortuna de dar con la obra francesa en una colección facticia conservada en la BM de Toulouse (Fa D 3047); al parecer no está en la Bibliothèque Nationale de France (es de Gastet y Guichard, con la misma fecha, según Soleinne, III, 3231); la arieta es más larga que en el texto español, y empieza con cuatro versos: «Reprenons gaîment, reprenons / le chemin de notre chaumière; / consolons-nous: ces bras sont bons; / ils écarteront la misère»; esta misma cuarteta se vuelve a cantar después del texto que nos interesa. En la Noticia de los peinados del peluquero francés, tonadilla, como queda dicho, de Esteve, Fermín ha de cantar una «sirridilla fransesa» intitulada Se tatuá mon camarada («tuyo es…», o «a ti te toca, compañero»), cuyo texto no se reproduce, probablemente por ser conocido, pero que por mi parte desconozco. 44 TE, I, pp. 427 y ss. La reprodujo ya Pedrell con su partitura a fines del XIX en Teatro Lírico Español, vol. 1.º, La Coruña, Canuto Berea y Comp., s.f. (h. 1897). Otro testimonio de la popularidad del personaje nos lo da «La despedida de Mambruc de su dama, la batalla que tuvo, el orden del testamento y disposición de entierro y acompañamiento,
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1785 (también se decía «Malbruc» o «Mambrú), y cuyo éxito, según José Subirá, es solamente comparable al que alcanzaron un siglo después La verbena de la Paloma, del maestro Bretón, o La Revoltosa, del maestro Chapí; dicho éxito tuvo por consecuencia la introducción del antepasado de sir Winston Churchill, sobre todo bajo forma de alusiones, en una serie de obritas, como Los payos del Malbrú, en que se le llama «Malbruto», y no pocas más, como El Malbrú, en que el valiente general viene a Madrid para dar muerte a «La Tirana», El desengaño, de Laserna, el sainete El sombrerito, de Ramón de la Cruz, hasta tal punto que el mismo personaje podía pasar por francés: así en la tonadilla El desengañado, de 1786 y también de Laserna;45 en ésta, uno de los protagonistas usurpa la identidad del militar, diciendo: «Muá estar monsieur don Malbruc», y le contesta su oponente: «¿Conque usted es francés?»; y el otro entona entonces a petición del concurso las tres primeras coplas, que son las más conocidas: Malbruc s’en vat en guerre, mirontón mirontón mirontela; Malbruc s’en vat en guerre, ne sai quand reviendra. Il reviendra la Pasque, .................................... Ou a la Trinité. La Trinité se pase, .................................... Malbruc no revien pas.
Esas coplas, adaptadas al castellano en la famosa tonadilla de Valledor que, según queda dicho, lanzó la moda, merecen a mi modo de ver reimprimirse a continuación, al menos las últimas, ya que además son muy breves y concluyen con una nota cómica original; helas pues, sin distinción de personajes: Malbrú quedó difunto, mirontón, tontón, mirontela, Malbrú quedó difunto, llevémosle a enterrar, con vistosos fuegos artificiales y bailes», todo lo cual pudo admirarse en Madrid en forma de sombras chinescas en 1788, de manera que J. E. Varey (1959), p. 13, puede hablar del nacimiento de «todo un ciclo folklórico de la figura de Marlborough». 45 TE, p. 433.
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La escuela y la calle como le pertenece, mirontón (etc.), como le pertenece, con pompa y majestad. Encima de la caja, mirontón (etc.), encima de la caja, puesto el romero va. Y un pajarito dice, mirontón (etc.), y un pajarito dice que ya descansa en paz. No vendrá más al campo, mirontón (etc.), no vendrá más al campo, ni comerá más pan. Ni beberá más vino, mirontón (etc.) ni beberá más vino…
Entonces, no pudiendo conformarse con tan horrible perspectiva e incorporándose en su ataúd, el valiente general exclama, «empinando la bota»: «¡Más vino beberá!», exhalando ya el postrer suspiro y a un tiempo —¿quién sabe?— un sutil buqué de Peralta o Frontiñán, cosa que el autor no dice.46 La canción gozaba aún de popularidad en 1830, al menos entre los inquisidores, pues mandaron éstos modificar en el texto de El sí de las niñas, de Moratín, publicado oficialmente por la Real Academia Española, un pasaje en el que un tordo domesticado estorbaba el sueño de sus piadosísimas dueñas cantando toda la noche el Gloria Patri y la Oración del Santo Sudario, de manera que el pobre animalito no tuvo ya más remedio que mudar de repertorio, cantando en adelante «el Malbruc y la jota»… Quedaría aún por evocar —pero excederíamos los límites del presente «divertimento», y ya he tratado el tema en otro lugar—47 la moda fran46 Se oye un eco a las palabras francesas en la estrofa del «romero»: «A l’entour de sa tombe […] / romarin l’on planta». Traducción de las tres primeras coplas «francoespañolas»: «Malbruc se va a la guerra […] no sabe cuándo volverá»; «Volverá para Pascua […] o para Trinidad»; «Pasada Trinidad […] no vuelve Malbruc.» 47 René Andioc (1991b).
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cesa adoptada por muchos jóvenes, y que indignó a no pocos contemporáneos, para quienes contribuía a afeminar la tradicional virilidad española, o que los dramaturgos, siempre dispuestos a seguir la corriente a la opinión dominante, trataron simplemente con humor, por proporcionarles un medio original de entretener al público: me refiero naturalmente a los petimetres, pero también a sus sucesores, que aparecieron hacia 1795 intentando aclimatar en su tierra la indumentaria y modales provocativos de los «incroyables» y «merveilleuses», es decir, a aquellos currutacos y currutacas o «madamitas del nuevo cuño» cuya forma de vestir conocemos gracias a algún dibujo de Goya,48 y sobre todo a los que me han suministrado la materia de este breve análisis, los tonadilleros madrileños, algunos de los cuales dedicaron libretos enteros a retratarlos. Nadie extrañará, después de lo dicho anteriormente, que una copla de la época afirme sin ambages, aunque con alguna sorna: A tomar aires franceses quiere marchar «la Tirana», pues sabe que sólo gusta lo que es francés en España.49
«Sanfasón»; «sete el hunior a vuset el bon soar».50 Entienda quien pueda… 48 Véase Pierre Gassier (1975), pp. 489 y ss. 49 Laserna, El hospital del desengaño (s.a.), en TE, p. 437. 50 El desengañado, TE, I, p. 433 («sin cumplidos»; «tengo el honor de desearles buenas noches». Y ya que hemos hablado con algún detenimiento de aberraciones lingüísticas, no quisiera concluir este modesto trabajo sin evocar el título de mi contribución al Hommage à Robert Jammes (Toulouse, 1994), que, según el decir de las gentes, dio (me refiero al título, claro está) y seguirá dando probablemente escalofríos, disimulados tras una sonrisa compasiva, a unos eminentes conocedores galos de la lengua castellana, y es: Justa repulsa de iniquas acusaciones. Se me aconsejó amistosamente in extremis que advirtiera, y advertí de entrada, por si acaso, que se trataba del título dado por el mismo Feijoo a una de las críticas que dirigió a sus detractores, y cuya ortografía no tenía yo por qué traicionar, en particular, naturalmente, la del segundo adjetivo, si bien me exponía a que se me tachase no tanto de retrógrado como de analfabeto. Quisiera recordar a este respecto dos cosas: la primera —y resulta bastante burlesco el tener que justificarme ante mis paisanos hispanistas, sea cualquiera su ramo de investigación—, es que esta ortografía es la más corriente, según me enseñaron, no sólo en el siglo XVIII, sino en los anteriores (véase el Diccionario de Autoridades, o el Tesoro de Covarrubias; Jovellanos es autor de El delinquente honrado, una obra que, aun sin diéresis en la «u», que le es lícito agregar al purista escrupuloso, no vale menos que otras muchas); la segunda, que, si bien no puedo alardear, «hélas!», de perfecto bilin-
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güe (ya va la diéresis), nadie me puede quitar el ser antiguo alumno de la escuela de párvulos de Cerbère y, por si fuera poco, licenciado en Lengua Española, lo cual sale al paso —al menos, me atrevo a creerlo— de cualquier insinuación sarcástica. Para más inri, una reciente bibliografía dieciochista me ha convertido el malhadado título en Justa repulsa de iniquias [sic] acusaciones. Todo bien mirado, ha corrido esta voz la misma suerte que la típicamente huertiana: «transpirenaico», convertida por un cajista algo despistado en «transpireico». ¡Vaya iniquidad!…
II. DE MORATÍN
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NUEVOS DOCUMENTOS SOBRE LA «FAMILIA MORATINESCA»* Mi alejamiento —provisional— de la familia calificada de «moratinesca» por su más ilustre miembro duraba ya desde hacía demasiado tiempo, cuando unos hallazgos recientes me permitieron reanudar mis relaciones con ella, no solamente con don Leandro, cuyo primer testamento, otorgado al poco tiempo de cumplir los cuarenta, publiqué hace poco,1 sino también con su entorno, en particular con su tío Nicolás Miguel y los hijos de éste, varios de los cuales, como es sabido, recibieron al igual que el padre, anciano ya indigente, una notable ayuda financiera del escritor, que la guerra de la Independencia no llegó a interrumpir a pesar de las dificultades que tuvo desde entonces el autor de El sí de las niñas para cobrar sus rentas con la suficiente regularidad. Son los documentos esencialmente relativos a dichos familiares los que quisiera citar y comentar en este artículo, ya que la extensión de algunos de ellos no me permite transcribirlos íntegros, aunque son de indudable interés en la medida en que contienen una lista muy detallada de los bienes de don Nicolás Miguel y de su primera consorte, de manera que se puede esbozar, gracias a la descripción del piso y mobiliario que poseía la pareja cuando el tío ejercía su oficio de joyero, el cuadro completo de un hogar típico de aquella «clase media» tantas veces representada por los dramaturgos neoclásicos.
* Primera publicación: «Nouveaux documents sur la “familia moratinesca”», Mélanges offerts à Albert Dérozier, Annales littéraires de l’Université de Besançon, 1994, pp. 137-149. 1 René Andioc (1993a).
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Empezaré paradójicamente por el final, es decir, por aquel aciago año de 1808 en que la vida regalada del autor quedó de repente, y para largo tiempo, trastornada. Vicente Vignau, hace más de un siglo,2 nos dio ya a conocer una súplica dirigida al rey el 8 de noviembre por el tío, entonces venido a menos e incapaz de trabajar debido a su edad, y en la cual rogaba se suspendiese en beneficio propio la subasta de los bienes de su sobrino embargados los días 4 y siguientes, y se le adjudicase una parte de ellos para remediar sus necesidades por ser él su pariente más cercano y no permitir ya las circunstancias el cobro del subsidio que le abonaba don Leandro hasta entonces a él y a su hija Mariquita, concretamente María Josefa,3 hospedada en casa de los padres de Francisca Muñoz. La petición fue desatendida, y el infeliz setentón no tardó en redactar su testamento ante el notario Jacobo Manuel Manrique el 21 de enero de 1809,4 manifestando que las circunstancias y «otros varios acahecimientos fatales que le ha[bía]n sobrevenido de algunos años a esta parte» y nos son desconocidos le dejaban prácticamente arruinado, obligándole incluso a hacer una «declaración de pobre». Nombraba «por tutores y curadores ad bona» de sus cuatro hijos sobrevivientes (Antonia había muerto nueve años antes)5 al primogénito Manuel y dos personas más de confianza. La firma al pie del documento la puso una mano visiblemente torpe y trémula, por lo que forma un contraste conmovedor con las de los papeles anteriores que he examinado: había de fallecer don Miguel aquel mismo año de 1809, tras dos enfermedades sucesivas (la primera de las cuales, fechada en enero por don Leandro, debió de motivar el testamento), separadas por la muerte de Manuel.6 2 V. V. (1898). 3 Éste es su nombre de pila completo en un recibo de María Ortiz de 16 de agosto de 1816 (BNM, ms. 7064), y el que en su último testamento también le da su padre, o más bien el notario, el cual escribe aún más escuetamente «Josefa» en su segunda referencia a la joven prima hermana de don Leandro (AHPM, protocolo n.° 21883, Fernando Escobar y Miñón, «por indisposición de Jacobo Manuel Manrique», 24 y 25, 21 de enero de 1809). La «tasación de bienes, pinturas y librería [de don Leandro], sin incluir la casa que es de su propiedad», ascendía el 9 de octubre de 1808 a 71 723 reales, tres veces más que la de los muebles del amigo Melón (AHN, Consejos, 51540, n.° 29). 4 Véase nota anterior. 5 «Obiit Antonia» el domingo 26 de enero de 1800 (Moratín, 1968). Otorgó su propio testamento el 20 de agosto de 1798 ante el notario Antonio López de Salazar (AHPM, protocolo n.° 22841, f. 246 y ss.). Era esposa de Vicente Sarria (¿o Sarriá?), a quien se refiere varias veces el diario íntimo de su primo hermano. 6 BNM, ms. 18666/13, p. 9 (1809). Documento publicado, con varios otros, por Pablo Cabañas (1943), p. 273.
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Extraño y triste final de vida aquél para un hombre que, como «joyero del Rey» o —escribe el notario— «artífice de platero de oro y diamantista», tuvo una posición realmente desahogada, a juzgar por los dos inventarios de sus bienes conservados en el Archivo de Protocolos de Madrid y a los que antes me he referido, y también hojeando el diario íntimo de don Leandro, quien trabajó de joven bajo su dirección, se hospedó en su casa sita en la calle de las Veneras después de la muerte de su madre en septiembre de 1785, y ocupó más de una vez gracias a la generosidad del tío un palco en el teatro, en lugar de contentarse, cuando sus escasos medios se lo permitían, con una localidad más barata. Nicolás Miguel Fernández de Moratín contrajo dos veces matrimonio y, todo hay que decirlo, no tardó mucho en poner fin a su primera y, sin duda alguna, molesta viudez, trayéndonos a la memoria, salvadas las distancias por supuesto, al gracioso héroe del sainete de Cruz intitulado El viudo, máxime si prestamos fe a Melón, según el cual solía entonces don Leandro mimar, para diversión de sus amigos, algunas escenas de las segundas nupcias del tío con una joven menor de edad (la mayoría legal era de veinticinco años para las mujeres) a la que su virginidad, según reza un documento contemporáneo, hacía aún más atractiva.7 Habiendo fallecido la primera esposa, Eugenia López Ballesteros, el 6 de febrero de 1785, o sea, siete meses antes que la madre del escritor, después de darle tres hijos, Manuel, entonces «mayor de catorce años y menor de veinte y cinco», Antonia y Aniceta Fernández de Moratín, ambas «en la hedad pueril»,8 el viudo provisionalmente inconsolable aguardó menos de tres semanas para redactar, el 26 de febrero, un testamento en el que instituía por herederos a los tres.9 Prescindiendo —sin ninguna dificultad— de la acostumbrada e interminable letanía acerca de la inquebrantable fidelidad del testador a la Iglesia católica, apostólica y romana, sin olvidar a la Virgen María ni al ángel custodio, a los santos de su particular veneración «y demás de la Corte del Cielo» cuya lista se deja afortunadamente en el tin7 AHPM, protocolo n.° 20280, Manuel Antonio Ochayta, f. 103r. Este documento es con toda probabilidad desconocido a John C. Dowling (1976), pp. 120-121, n. 17, el cual menciona solamente el poder dado por don Nicolás Miguel, conservado en el mismo registro, eso sí, pero en los fo. 46r-47v. 8 AHPM, protocolo n.º 20279, Manuel Antonio Ochayta, f. 56r-57r. Documento igualmente mencionado por Dowling (1976). 9 AHPM, protocolo n.º 20279, f. 44r-49v; desconocido hasta la fecha.
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tero, el testamento propiamente dicho empieza encargando la celebración de cien «misas rezadas», el pago de veinticuatro reales «por iguales partes» en concepto de «mandas […] que comúnmente llaman forzosas de que gozan los Santos Lugares de Jerusalén, Redempción de Cautibos Christianos, R.s Hospitales General y de Pasión de esta Corte»; luego por fin se evoca a los herederos: en primer lugar, la madre, Inés González Cordón, que aún vivía —cosa que al parecer ignorábamos por haberse perdido los folios de 1782 a 1792 pertenecientes al diario íntimo de don Leandro— y a la que se le atribuyen tres mil reales «si me sobreviviese»; al hermano aún no fallecido, el enfermizo Manuel, que siempre tuvo que vivir a expensas de su familia, se le daba la seguridad de cobrar «hasta tres reales de vellón diarios» gracias a los intereses producidos por un capital que se había de constituir. Leandro Fernández de Moratín había de recibir por su parte mil doscientos reales a cambio de una oración. También se nombra a dos mujeres mucho menos conocidas, si bien aparecen furtivamente en el diario del dramaturgo; se trata de las dos hijas de Victorio Galeoti, esposo de doña Ana Fernández de Moratín, tía de «Inarco», esto es, Jorja y Rita, a cada una de las cuales se legan seiscientos reales «para lutos»; en cuanto a la madre de éstas, se le había de entregar la misma suma que al sobrino. A los criados, los que cobraban «salario y no ración», el de seis meses. A cada uno de los doce pobres elegidos por sus testamentarios mandaba don Nicolás cien reales, a cambio de encomendarle a Dios. Entonces ya se instituía a Manuel como tutor y «curador ad bona», responsabilidad que compartía con el tío Victorio; luego venían los nombres de los albaceas. Los tres hermanos hijos del testador habían de heredar, en definitiva, después de efectuados los legados y mandas que se acaban de enumerar, todos los «bienes, muebles, rayces [esto es, las «haciendas de campo»]; d[e]r[ech]os, acciones o futuras succesiones» del padre, a todas luces acomodadísimo, como antes decía. Y en efecto, una escritura notarial de 8 de marzo de 1785, evocada en 1976 por John C. Dowling10 y que viene a continuación del referido testamento, muestra que disfrutaba de una envidiable posición: los consortes se habían otorgado ya recíprocamente poder, el 8 de febrero de 1776, para testar cuando falleciese uno de los dos, de manera que don Nicolás, unos 10 Véase n. 8; leve equivocación de Dowling (1976), p. 120, n. 15, en lo relativo a la fecha («19 de marzo»).
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diez días después de redactar el testamento, mandó hacer inventario general de los bienes del matrimonio para determinar la parte de la difunta y, por consiguiente, la que a cada uno de los tres hijos tocaba heredar. A la niña Anicetita, nacida con posterioridad a los acuerdos firmados por sus padres, le dejaba la madre una mejora de doce mil reales, suma no escasa, de la que había de cuidar «el otorgante, como su Padre legítimo, imponiéndosela en el Banco Nacional, Fondo vitalicio o en otra parte segura y cierta». El «cuerpo de hacienda» ascendía a 300 353 reales, 68 275 de ellos en dinero contante y sonante (lícito es prescindir de los maravedíes…); descontadas en particular la dote de doña Eugenia, que correspondía naturalmente a sus herederos, y las «arras o donación propter nupcias», no restituidas al marido sobreviviente, puesto que se destinaban al principio a «más aumento de dicha dote», alcanzaba los 135 991 reales la suma que a cada esposo le tocaba y que se habían de repartir, al menos al conseguir la mayoría de edad, Manuel, Antonia y Aniceta, quedando la última, como se ha visto, favorecida con relación a sus hermanos, por su tierna edad; a dicha suma se debía añadir el importe de la dote (23 570) y el de las arras, con lo cual se llega a un total de 162 861 reales —con poca diferencia, «lo aportado al matrimonio» en 1781 por la actriz La Caramba—,11 de los que se habían de separar los gastos del entierro y misas para reposo del alma de la difunta (4550: envidiables funerales) y la mejora de 12 000 reales otorgada a Aniceta. La legítima de cada hijo ascendía por lo tanto a 48 770 reales, suma entonces equivalente a más de diez años de sueldo del aprendiz de joyero Leandro Moratín; sólo faltaba conseguir esta suma a partir de los bienes muebles del domicilio debidamente valorados; así se hizo. Y en ello reside precisamente el interés de semejante inventario, primero considerado en sí mismo, y también si se compara con el que se efectuó un año después durante los preparativos para las segundas nupcias: unos cuantos cuadros sin gran valor, pero menos en 1785 que un año más tarde (volveremos más adelante a examinar esas diferencias, a veces importantes), pocos libros, varios de religión (unos treinta), otros técnicos (cuatro, con los nombres de los autores), pero muchos muebles y, sobre todo, asientos, «maltratados» algunos de ellos y de precio regular (curiosamente, los colchones valían más que las camas), lo cual permite inferir que la vivienda del tío Nicolás, situada en un piso de la casa, tenía una superficie 11 Véase E. Cotarelo y Mori (1897a), pp. 267 y ss.
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relativamente importante; había un despacho adornado con cortinas de raso listado, también llamado gabinete, como solía tenerlo cualquier comerciante o artesano de un cierto nivel económico, una sala, una antesala con su puerta vidriera y varias habitaciones, todo ello alumbrado por medio de «cornucopias» y también adornado con numerosas cortinas de tafetán azul o carmesí, o de «arrati» (?) de idéntico color; la rúbrica Muebles de cozina12 permite formarnos una idea exacta de los utensilios que doña Eugenia, o, más seguramente, su sirvienta, tenía a su disposición para mantener a la familia, desde las tinajas para agua y aceite y el fregadero de pino hasta la vajilla, compuesta en particular de «doce docenas de platos de piedra ingleses», las soperas, los cubiertos, valorados en función de su peso igual que los recipientes de cobre, la típica chocolatera, llamada aquí «chocolatero», la cafetera, las tenazas, los fuelles, los trébedes, las parrillas, el almirez, la romana, el brasero y las planchas, éstas casi fuera de servicio. En cuanto a las Provisiones de casa,13 se componían de dos docenas de chorizos, tres arrobas y media de abadejo, cinco de garbanzos, tres de aceite, una de vino tinto y media de vino de Peralta, y cuarenta de carbón: ¡lo suficiente para aguantar un asedio! Ello nos permite imaginar con mayor facilidad cuál sería la batería de cocina del don Diego de El sí de las niñas, aún más impresionante si nos fiamos de la buena de doña Irene, tan encandilada por los «bienes y posibles» del marido entrado en años que destinaba a su hija. Pero lo más atractivo lo constituyen las rúbricas o partidas relativas a los trajes de hombre y de mujer14 (aquí disponemos de un vocabulario —en particular el de los tejidos y de sus colores— con el que estamos poco familiarizados, exceptuando lo más corriente), así como también de los aderezos, impresionantes por su número y valor, del ama de casa, al fin mujer de un joyero y, como tal, más mimada que otras en ese aspecto, y por otra parte las sumas imponentes que suponían los distintos lotes de piedras preciosas que manejaba don Nicolás para ejercer su oficio, entonces uno de los más respetables en el mundo gremial. La difunta poseía, entre otros muchos atavíos, varias batas con briales, una en «estofa de francia» (Francia, como en la actualidad, exportaba sus modelos), otros tantos «desevi12 F. 63r y ss. 13 F. 70v. 14 F. 65r y ss.
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llés» (sic), una polonesa, dos basquiñas, que se vestían para salir de casa, una de «muer» (muaré) y ambas de color de porcelana, y también las no menos típicas mantillas, usadas en las mismas circunstancias, varias manteletas para verano e invierno, y todo bien adornado con los distintos perendengues de cajón, la imprescindible «cotilla» de color de rosa, antecesora del corsé, contra cuya nocividad clamaba un Ignacio de Merás, mitones y varios pares de guantes de seda blanca, como los llevan no pocas «petimetras» inmortalizadas por los mejores grabadores de la época, y, por último, varios pares de zapatos de seda «sin estrenar», a dieciséis reales cada uno. En cuanto al viudo, disponía, en varios ejemplares, del clásico vestido «de militar», compuesto por su «chupa», su «casaca» y sus «calzones»: uno de camelote para el verano, otro con chupa y calzones de ante, supongo que para ir de caza o de viaje, uno más de color morado, otro azul, otro verde y el último, completo, de rizo de seda con «chupa de tela para Semana Santa» (mucho más caro: 450 reales), el cual hacía juego con el jubón y peto de terciopelo que vestía doña Eugenia durante el mismo período. Dos capas completaban la indumentaria, una «con su embozo de tafetán de aguas», otra «con su embozo de terciopelo negro», y un «espadín» denotaba el nivel social del interesado. Dejemos la ropa interior: camisas de hombre y de mujer, enaguas, medias de seda o algodón, «calcetas» que se ponían debajo de las medias, y examinemos ahora la dieciochesca cueva de Alí Babá —máxime si tenemos también en cuenta las «pedrerías sueltas» utilizadas por el joyero en el ejercicio de su arte—; me refiero al pequeño tesoro que poseía solamente con sus joyas de toda clase la —poco tiempo— llorada doña Eugenia López Ballesteros:15 las piezas más hermosas eran un collar de oro y plata adornado con brillantes valorado en 26 000 reales (el sueldo anual de un alto funcionario del Estado), un aderezo compuesto por un «collar, arracadas, pulseras y sortija, de diamantes Rosas y topacios, engastados los diam.tes en plata y los topacios en oro, en doce mil rr.s de vellón», otro aderezo de «diamantes rosas» y esmeraldas, «una cruz de la Concepción, de diamantes rosas de Olanda, engastada en plata», un pectoral también adornado con idéntica pedrería, la cual debía de gustarle particularmente a la difunta, y con amatistas, otro pectoral, una buena quincena de sortijas con una de un valor de hasta 16 000 reales, pendientes, un par de hebillas de calzado adornadas con los inevitables diamantes, 15 «Alajas de plata, oro y diam.tes», f. 72r y ss.
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un camafeo, un «relox de oro ginebrino» que hacía juego con otros dos de hombre, firmado el primero por Alin Walker, de Amsterdam, y el segundo por David Hubert, y algunas fruslerías más, valorándose el conjunto en 150 000 reales, o sea, real más real menos, la mitad de los bienes muebles del matrimonio. La hijuela que correspondía a Manuel16 se formó con facilidad: el collar de 26 000 reales contribuyó notablemente a la operación; se le adjudicó además una partida de 71 quilates de esmeraldas procedente de las existencias paternas, una bandeja de plata de escaso valor y 16 092 reales de «dinero en especie q.e se halla puesto en el Imbent.o p.r última partida de él», esto es, en «dinero efectibo». La de Antonia comprendía los dos espléndidos aderezos maternos y dos sortijas de brillantes, algunos objetos de menos valor, con un complemento de unos 9000 reales. Por lo que hace a la legítima de Anicetita, cuyo porvenir debía asegurarse mejor que el de sus hermanos mayores, se resolvió formarla con la sortija de 16 000 reales, el camafeo y el reloj, más algunos objetos menudos y, por último y sobre todo, se alcanzaron los 60 000 que le correspondían adjudicándosele una suma de 40 745 reales. Pero no era la soltería forzosa el estado que mejor convenía a un maestro joyero aún en la plenitud de sus facultades físicas (se iba acercando a los cincuenta), máxime teniendo a su cargo una familia relativamente numerosa. El buen hombre formó por lo tanto el proyecto de contraer segundas nupcias nada más concluido el tiempo del luto: como sabemos, en efecto, puso los ojos, o le aconsejaron que los pusiese, en una joven huérfana de Segovia, Isabel de Carvajal, «de estado honesto», natural del real sitio de Valsaín, en que residieron su madre y su ya difunto padre, y el casamiento se hizo por poderes.17 Buen «argumento» éste para una comedia de Leandro Moratín, a la sazón hospedado en casa de su tío, aún desconocido al público como dramaturgo, y que estaba a punto de esbozar sus primeras obras teatrales, entre ellas la que nos cuenta precisamente las desgracias de otra Isabel; además, la madre de la joven segoviana futura tía política de don Leandro se había casado también por segunda vez, aunque sin alcanzar, naturalmente, el récord de doña Irene en El sí de
16 F. 82v y ss. 17 Véase n. 7, in fine.
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las niñas, y menos aún el de la infeliz corresponsal española del viajero marroquí ideado por Cadalso… Y, según se acostumbraba, don Nicolás mandó hacer un nuevo inventario,18 firmado por los testigos y el notario el 1 de abril de 1786, para poder calcular el importe de la quinta parte del valor de sus bienes, pues la ley le otorgaba la libre disposición de dicha cantidad sin posibilidad de recurso por parte de sus herederos. De esta parte de su patrimonio había de sacarse una determinada suma en concepto de «donación propter nupcias» (sic), en aumento de la propia dote de la novia. Ésta, digámoslo ya, recibió de su pretendiente algo entrado en años 20 000 reales, a los que se sumaron otros 5000 bajo forma de joyas, vestidos «y otras frioleras de adornos mujeriles […] para que sean para la susodicha y su adorno». Pero no dejan de extrañar los cambios, a veces importantes, que se advierten en varias partidas de ese nuevo inventario, al año escaso de firmado el anterior. Si se tiene presente que el conjunto de los bienes de la pareja don Nicolás-doña Eugenia se valoraba en 1785 en unos 300 000 reales en números redondos, se puede comprobar que en un año el tío de don Leandro había duplicado, y aun más, su caudal, de manera que éste ascendía —y eso sin contar los numerosos impagados de los clientes de la tienda—19 a 722 129 reales; sin embargo, de dicha suma se habían de restar también el «haber legítimo» de la difunta (162 821), los gastos del funeral (4550), los 12 000 de la mejora de Aniceta y, por último, la mitad de una suma de 20 000 legada a doña Eugenia por su hermano, Manuel López Ballesteros, fallecido en 1777, y que don Nicolás «por herror» había puesto el año anterior en la «partida de dinero» de su primer inventario «por haverse persuadido ser gananciales como adquiridos constante el Matrimonio», por lo que consentía en «indemnizarles [a sus hijos] de este perjuicio»… Así y todo, le quedaban al tío nada menos que ¡650 511 reales! ¿Cómo se puede explicar semejante incremento en tan poco tiempo? Una comparación entre las partidas correspondientes de los dos inventarios permite advertir un determinado número de adquisiciones, algunas de las cuales parecen relacionarse con la próxima instalación de la nueva esposa: en primer lugar, se han comprado más cuadros, algunos con las firmas de los autores (Antolínez, Nani), más chucherías piadosas, como dijera la doña Irene 18 AHPM, protocolo n.° 20280, Ochayta, f. 62r-107r. 19 «Deudas cobrables», f. 98r y ss.
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moratiniana, pero también bodegones con flores, tres paisajes flamencos que se suman a las dos copias «del Corezo» (¿Correggio?) ya desde tiempo atrás en poder del tío, diez grabados que no estaban en 1785, otros más, ingleses, con su marco aún sin dorar; en cuanto al mobiliario propiamente dicho, don Nicolás ha adquirido dos nuevos espejos, cuatro «rinconederas» (por rinconeras) a nueve doblones cada una (total: 2160 reales), «ocho taburetes y un camapé [ortografía frecuente en la época, por influir la «cama»] nuebos de Nogal hechos a la moda que se hallan en el Gavinete, cubiertos de raso azul matizado y listado», dos mesas de juego, «una con tablero de Damas y la otra de chaquete», una mesa grande de nogal, un cofre más, «un espejo grande de vestir de dos lunas» con su mesa; se deben añadir a ello cuatro figuras de yeso imitando el mármol, cuatro cabezas de «las Nioves» (¿Niobe?), dos tibores de China, etc.; y, para concluir, «un relox de sobremesa, su autor Salvator Micalef», colocado sobre cuatro columnas de mármol adornadas con bronce dorado (3300 reales). La ropa blanca y la de cama también se aumenta con varias piezas, pero el ahorrativo don Nicolás incluye en su inventario todo el guardarropa que perteneció a doña Eugenia, ¡incluso la cotilla! El novio, por su parte, se ha comprado tres «bestidos» completos, uno de paño negro, otro de camelote morado y el tercero de «paño de S.n Fernando» sin estrenar, amén de las medias y algunas cosas más. También aumenta la vajilla, así como el número de planchas, pues las anteriores estaban demasiado «maltratadas» (¡ya son siete!). Por delicadeza, don Nicolás —y una vez más surge el recuerdo de la doña Irene moratiniana— ha comprado dos jaulas nuevecitas con sendos canarios para amenizar el ambiente del futuro hogar, y, probablemente en previsión de la fiestecita familiar destinada a celebrar la llegada de la novia, tiene en su despensa veintisiete botellas de «vinos generosos a ocho reales cada una», sin duda alguna de buena calidad, ya que, según el Memorial Literario de enero de 1785, lo que calificamos hoy de vino de mesa costaba un real y seis maravedíes cada cuartillo (tercio de litro), el de Peralta, al que se refiere el primer inventario, 2 reales y 28 maravedíes, la botella de Bordeaux (Burdeos), 9, igual que la de Frontiñán, pero ya 20 la de Borgoña y 24 la de champán; ciento ocho libras de chocolate a 8 reales cada libra permiten inferir que la bebida típicamente española de la época tampoco dejaba indiferente al amo de casa, el cual, presumiblemente para educar a su nueva consorte, había enriquecido (digámoslo así) su reducida biblioteca con un libro de medicina casera y otro de historia
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de España… Resumiendo, pues: en un año, el mobiliario ha pasado de 24 000 a 52 000 reales. Por lo que hace a las joyas, valoradas en unos 125 000 en 1785, alcanzan ya los 214 000 reales, y hacen falta seis folios, frente a los tres del año anterior, para enumerarlas, aunque la letra del primer inventario, también conviene decirlo, estaba más apretada que la del segundo; la «pedrería suelta», por su parte, es ya prácticamente doble de lo que fue: 159 000 frente a 83 000 (en cambio, el dinero en efectivo ha caído de 68 000 a 40 000); es que el hermoso collar de doña Eugenia, destinado al hijo, lo ha sustituido ventajosamente un suntuoso aderezo de 48 000 reales, y los que han de heredar las dos hijas se han multiplicado; don Nicolás se ha obsequiado a sí mismo, por la módica suma de… 19 000 reales, con una soberbia cadena de oro para reloj guarnecida de brillantes, la cual hace juego con el «relox de París de repetición sorda, su autor Baltasar», que cuesta por su parte diez veces menos. Queda una partida original, que no figuraba en el documento de 1785, y es la de las «deudas cobrables» y las otras, que ya no se espera cobrar. Entre las primeras se advierten nombres de oficiales, de miembros de la servidumbre de los grandes (duquesa de Alba, conde de Fernán Núñez, etc.) y del infante don Luis; incluso aparece el ayuda de cámara de su majestad, también aristócratas, por cierto, y bastante bien representados (entre ellos el marqués de Tolosa), el abogado Nicolás Lamiel y Benages, que asistió en calidad de testigo a la redacción del testamento de 26 de febrero de 1785 y a quien se refiere también el diario de don Leandro, y no pocos miembros del gremio de don Nicolás; con alguna sorpresa se descubre incluso el nombre del «tío Miguel el prendero que vibe en el quarto vajo de la casa». Pero lo que nos permite enlazar con la historia literaria de la época es esta breve mención de una deuda particular, redactada en la siguiente forma: Ídem se halla existente sin vender el canto épico de las Naves de Cortés que imprimió el D.n Nicolás Fernández, que vale mil quatrocientos ochenta y tres r.s v.
Sabido es que esta obra póstuma del padre de Leandro Moratín fue editada en 1785 por la Imprenta Real, acontecimiento éste de que se hizo eco la Gazeta de Madrid del 1 de noviembre del propio año. A todas luces, el «Nicolás» de quien aquí se trata no puede ser el mismo autor, fallecido en 1780, pues se puntualiza que tomó a su cargo la impresión («impri-
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mió»). Se debe concluir por lo tanto lógicamente que, si bien fueron don Leandro y su amigo Loche los que prepararon la edición,20 quien facilitó los fondos necesarios para la realización del proyecto fue el tío Nicolás Miguel; así queda, pues, clarificado un corto detalle cuyo interés, sin ser capital, tampoco es despreciable. Y hora es ya de preguntarnos cómo fue posible que tan envidiable bienestar llegase a convertirse en una indigencia que a don Nicolás le cuesta confesar en los dos textos de 1808 y 1809, esto es, recordémoslo, la súplica al monarca y el último testamento. Lamento confesar que no me es dable contestar por ahora de manera satisfactoria. Un documento, único, también conservado en el Archivo de Protocolos de Madrid, en este caso una escritura de obligación (!) fechada en octubre de 1794,21 se refiere a la venta, por un tal Bartolomé Martínez, «vecino de la ciudad de Murcia y residente en el lugar de Barqueros», de «quatro carretas con sus bueyes» a don Nicolás, por un valor cuyo resto, de 2800 reales, se había de pagar «para el dia Tres del mes de Junio del año próx.mo venidero de mil setecientos noventa y cinco»; en caso de impago de dicha cantidad en el plazo fijado, se comprometía el deudor a no oponerse al embargo de sus bienes, «assí Raíces como muebles presentes y futuros», todo lo cual deja sospechar que ya empezaban a escasearle los fondos; poco más de un mes después de esa última fecha, el 16 de julio, el referido Martínez declaró ante el notario madrileño (por lo cual tendría que hacer el viaje de Murcia a la Villa y Corte) que había cobrado su crédito y, por no saber escribir, rogaba tuviesen a bien firmar por él dos de los tres testigos presentes.22 ¿Acaso significa dicho documento que en el tiempo de sus vacas gordas compró el joyero una finca en la provincia de Murcia? Las «rayces» a que se refiere el testamento de 1785, así como el documento que se acaba de citar, no correspondían entonces necesariamente a una realidad precisa, pues el término formaba parte de una fórmula habitualmente utilizada en esa clase de escrituras; pero bien parece, sin embargo, que en este caso particular el tío Nicolás Miguel invirtió efectivamente en un momento determinado parte de su hacienda en bienes de ese tipo. Lo cierto es que a partir de 1797, a los dos años escasos de acabada de pagar la deuda, Leandro Fer20 Véase el Epistolario de Leandro Moratín (1973), p. 50, n. 2. 21 Protocolo n.° 19336, Pedro Joseph Martínez, f. 107r-v. 22 Ibídem, f. 96r-97r.
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nández de Moratín empieza a abonar con regularidad cuantiosas sumas de dinero a los hijos del tío, que a la sazón eran cinco, y al mismo don Nicolás desde 1800 hasta la muerte de éste;23 sabemos además que cuidó particularmente de sus dos últimos primos hermanos habidos en el segundo matrimonio, Gume[r]sindo y Mariquita, costeando su mantenimiento, el del primero antes y después de su salida para la Universidad de Salamanca, el de la segunda hasta que se casó en 1816: en esta fecha, el total de las sumas abonadas al efecto ascendía a 118 960 reales; el 31 de marzo de 1809 había perdonado y dado por «satisfecha y recibida» la cantidad de 91 763 reales que le debían los hijos y herederos del ya difunto don Nicolás… después de aceptar en 1804 la administración y cobro de lo que fuese produciendo el beneficio eclesiástico de que disfrutaba el joven Gume[r]sindo en Linares (Jaén), para compensar en parte las cantidades que pagaba para gastos de su familia.24 Queda por examinar un pormenor al parecer sin importancia, pero que, unido a otros, nos podría proporcionar tal vez, ya que no la clave para aclarar ese «misterio» de la suma y bastante repentina pobreza final del anciano don Nicolás, viudo ya por segunda vez, sí al menos un indicio de pista para conseguirlo. Me refiero a la frase inicial de la súplica de 1808 al rey, en la que afirma el tío de don Leandro que «ha tenido el honor de servir al Rey nuestro Señor Don Carlos III […] por espacio de ocho años en el exercicio de Platero de Joyas en nombre de su hermana política Doña Ventura García». Es de suponer que después de muerto el monarca siguió ejerciendo su oficio de platero, y que aquí se refiere solamente a los años que trabajó en la entonces llamada, según el biógrafo de «Inarco», Manuel Silvela, «Joyería del Rey»; tal vez tuviese ésta que suprimir, al iniciarse el nuevo reinado (no se nombra a Carlos IV), la parte más halagüeña de su letrero… Pero ¿qué significa, por otra parte, «en nombre» de Ventura García? Esta señora era viuda, desde 1777, de Manuel López Ballesteros, hermano de la primera esposa de don Nicolás, doña Eugenia, y ella fue la que se encargó de entregar, como hemos visto, 20 000 reales entonces legados por testamento a sus tres sobrinos carnales por el difunto, cantidad que el bueno de Nicolás, cuñado suyo, había ingresado «por herror» en los bienes gananciales de su matrimonio y de la que tuvo que restituir la mitad. 23 V. n. 6. 24 BNM, ms. 18666/13, pp. 9-12.
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¿Quién sabe si ese birlibirloque del joyero, unido a la brevedad de su viudez (y al impago de no pocas deudas de los clientes), no alteraría sus relaciones con la hermana política, la cual, por lo visto, era dueña de la tienda o, cuando menos, titular de la distinción real? 1786-1809, o más bien 1786-1797, fecha del primer subsidio abonado a don Nicolás por su sobrino: son once años escasos, y probablemente menos aún los que separan, como reza un Capricho de Goya, el «subir» y el «bajar» de «Michaelitus» —así le llama Leandro Moratín en su diario íntimo— por culpa de «varios acahecimientos fatales» que le dejaron arruinado y sobre los que, por ahora, más no sabemos.
EL PRIMER TESTAMENTO DE LEANDRO MORATÍN Y EL ÚLTIMO DE JUAN ANTONIO MELÓN* De todos conocido es el testamento que Moratín redactó en Burdeos el 12 de agosto de 1827, día de la mudanza a París de la familia Silvela, en cuyo colegio para españoles había vivido hasta entonces y con la que se había de reunir otra vez después de unas pocas semanas; de él sacó una copia certificada el cónsul de España en la capital francesa, a los dos días de fallecer el escritor, para los albaceas de éste, y dicha copia es la que se reproduce en el tomo tercero de las Obras póstumas, publicadas de orden y a expensas del Gobierno en 1867,1 quedando ahora custodiado el original en la biblioteca del Institut del Teatre de Barcelona. En este documento, después de enumerar los «bienes, créditos y acciones» que pudiesen resultar a favor suyo al tiempo de su muerte, entre ellos varios atrasos de pensiones eclesiásticas y un empréstito forzoso de 1809 que probablemente, como exiliado, ya no abrigaba mucha esperanza de recobrar debido a la mala o ninguna voluntad de las distintas autoridades españolas, civiles y religiosas, concernidas,2 mandaba repartir entre sus amigos y favo-
* Primera publicación en De místicos y mágicos, clásicos y románticos. Homenaje a Ermanno Caldera, Mesina, A. Siciliano, 1993, pp. 46-67. 1 Tomo III, pp. 307-310. 2 Véase Epistolario (Moratín, 1973, pássim). En un pedacito de papel algo rasgado que debe de ser de principios de los años veinte (BNM, ms. 18666/70), se refiere ya Moratín a su crédito contra la Real Hacienda de España en razón de un empréstito de igual cantidad en dinero efectivo, verificado en Córdoba por mano de su apoderado Rafael Cabezas con obligación de reintegro, según se escribe en el testamento de 1827: «La Hacienda
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recedores, casi todos afincados en Francia, las obras de arte que poseía y las literarias propias y ajenas, publicadas o por publicar, menos el primer retrato por Goya, destinado a la Academia de San Fernando, instituyendo por única heredera del remanente de sus bienes a la nietecita de su amigo Manuel Silvela, de cortísima edad. Curiosamente, a su mejor amigo Juan Antonio Melón y a la sobrina de éste ni siquiera se les nombraba, a pesar de haber mantenido los dos hombres una correspondencia regular, y a Francisca Muñoz, digamos el más sincero de los pocos «amores» de don Leandro, se la desposeía del cuadro antes citado a cambio de cincuenta duros, a pesar de lo especificado en una carta de 1817 en la que le cedía el usufructo de él hasta su muerte.3 De entre los «bienes» legados a la niña María Francisca Figuera, hija de Victoria Silvela y, como queda dicho, nieta del exalcalde de casa y corte del Madrid josefino, falta la finca de recreo de Pastrana, que don Leandro compró en la época de su prosperidad, siendo secretario de la Interpretación de Lenguas, el 6 de marzo de 1798, pagando 17 000 reales, aunque en su diario íntimo no lo apuntó con precisión; esta finca, en cuyas reformas sucesivas se gastó unos cien mil reales,4 casi equivalentes al sueldo de cuatro años que cobraba como secretario de la citada oficina,5 se la dio primero en dote a su prima hermana Mariquita, hija del tío Nicolás Miguel, cuando casó con el orientalista José Antonio Conde el 15 de agosto de 1816, o, por mejor decir, después de cumplirse el decreto de desembargo del 12 de mayo de 1815, al año y medio de haberlo dado el rey;6 en junio pública está debiendo a D. Leandro Fernández de Moratín desde el año de 1809 la suma de 58544 r.s y 24 mrs. que de orden de la Junta de Gobierno establecida en Córdoba entregó el Administrador de Moratín en dos ocasiones en dinero efectivo y bajo la calidad de empréstito que había de reintegrarse en la primera oportunidad. Hasta ahora no ha entregado el interesado el cobro de esta deuda…». Se trata de la misma suma en ambos documentos. Por Córdoba se debe entender el beneficio eclesiástico de Montoro. 3 Manuel García de la Prada, apoderado general de Moratín en Madrid, escribe en carta a Manuel Silvela (4 de septiembre de 1828, en Moratín, 1867, III, p. 373) que doña Francisca enseñó la de don Leandro en que éste le daba el retrato por los días de su vida, y fue preciso prometerle una copia para que consintiera en entregar el original. 4 Véase carta a García de la Prada, 8 de septiembre de 1823 (Moratín, 1973, p. 567): «Por la compra de ella [la casa de Pastrana] pagué en Madrid al Deán el día seis de Marzo de 98 […] 17.000» (BNM, ms. 7664). En la apuntación del diario íntimo que corresponde a aquel día se puede leer: «[…] ici Deán Paternianae», esto es, de Pastrana. 5 Cerca de 29 000 reales (Moratín, 1973, pp. 226-227, n. 3). 6 Cartas de 13 de mayo de 1816 y 1 de febrero de 1817 (Moratín, 1973, pp. 338 y 356).
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de 1817 piensan ya los recién casados, de acuerdo con Moratín, vender la casa, pero la muerte en el parto de doña María el 12 de septiembre estorbó el proyecto, volviendo a ser dueño de ella el propio don Leandro después del fallecimiento de Conde, ocurrido el 12 de junio de 1820. Entonces la alquiló, trató de enajenarla a renta vitalicia y, ante la dudosa honradez o despreocupación de su primo y apoderado pastranés, Lázaro Franco Serrano, y la del arrendatario de la huerta contigua a la casa, le pide a su apoderado general y amigo Manuel García de la Prada, excorregidor de Madrid y adinerado negociante, vuelto a España durante el Trienio Constitucional, que se vea con el director de la Casa de Expósitos de la Villa y le participe su intención de hacer donación gratuita de toda la finca a este «establecimiento piadoso»…7 con la condición —escribe en la carta siguiente— de que «no tenga que gastar un quarto, porque sería albarda sobre albarda», en una escritura de donación, a no ser que «paguen los chiquillos ese gasto»; una copia del documento acreditativo de la referida donación, fechado a 15 de enero de 1826, se custodia en la Biblioteca Nacional de Madrid.8 Por fin conseguía, pues, Moratín «ganar en tranquilidad lo que perdía en opulencia»; y, para justificar su intención de no cargar la segunda «albarda», agregaba: «en mi testamento se la dejo a ellos, y esto creo que puede ahorrar toda escritura».9 Este testamento, poco o nada conocido, lo otorgó el escritor en Burdeos el 28 de agosto de 1823, y firmó dos años más tarde (23 de noviembre de 1825) un poder para legalizar el encargo hecho a Prada en agosto y octubre relativo a los expósitos.10 Pero, curiosamente, a éstos se refería ya don Leandro en un primer testamento, hasta hoy inédito, fechado en los años anteriores a la guerra de la Independencia. Dicho documento es el que ha llegado a mis manos11 y creo conveniente transcribir íntegro, a pesar de 7 Agosto y 3 de octubre de 1825 (Moratín, 1973, pp. 641 y 644). 8 Ms. 18666/20 (es copia). 9 3 de octubre de 1825. 10 J. Fauqué y R. Villanueva Etcheverría (1982), pp. 305-307. 11 AHPM, protocolo n.º 22332, f. 78r y v (Antonio de Pineda). Debo a las indicaciones de mi colega y amigo Guy Bourligueux el hallazgo de este documento y, de rebote, el de otros más, a algunos de los cuales me refiero de pasada en este artículo y que se publican y comentan en «Nuevos documentos sobre la “familia moratinesca”». Quede, pues, constancia de mi deuda y mi agradecimiento. Me atengo a la ortografía de la época, aclarando por medio de una nota, cuando me parece necesario, tal o cual abreviatura difícil de entender. Así también para el testamento de Melón. Naturalmente, sólo la firma de Moratín es autógrafa.
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la semejanza que ofrecen tales documentos en todo lo que antecede a la transmisión propiamente dicha de los bienes. Está redactado en papel sellado («sello quarto, quarenta maravedís») de 1804, y es como sigue: Testamento del S.or D.n Leandro Ferñz. de Moratín, del Consejo de S. M. su S.rio y de la Interpretación de lenguas. Instituye heredero al Hospital de Niños Expósitos de esta Corte
En 24 de Abril de 1804
En el nombre de Dios Amén. D.n Leandro Ferñz. de Moratín, del Consejo de S. M., su S.rio y de la Interpretación de Lenguas, natural y vecino de esta Corte, hijo de d.n Nicolás Ferñz. de Moratín que fue de la misma naturaleza, y de d.ª Isidora Cabo, de Aldeaseca en Castilla la Vieja, difuntos, de estado soltero, Católico Apostólico Romano, baxo de cuya fe he vivido y protexto vivir y morir. Hallándome por el favor de Dios con buena salud, en mi juicio, habla y memoria, deseando disponerme para quando llegue mi fallecim.to, ordeno mi testamento en estos términos: Quiero ser sepultado en la Parroquia en donde falleciere, y que mis testamentarios a su arbitrio dirijan la formación de mi funeral y entierro. Que se digan diez misas rezadas por mi intención, pagando la limosna que parezca a mis testamentarios. Que se dé a las mandas llamadas forzosas la limosna de costumbre. Que una memoria que dexaré relativa a esta disposición se guarde y cumpla puntualm.te como parte esencial, uniéndose y protocolizándose con ella.12 Nombro por mis testamentarios con calidad de in solidum a d.n Juan Antonio Melón, Presbítero, y d.n Vicente González Arnao, vecinos de esta Corte, para que cumplan este mi testamento, confiriéndoles el Poder de dro.13 con la prorrogación del término necesario. Y cumplido enteramente, y la Memoria de que va hecha expresión, del remanente que se verificare de todos mis bienes, dros., créditos y acciones que me correspondan y puedan pertenecerme en lo sucesivo, instituyo por mi heredero único y universal al Hospital de Niños Expósitos de esta Corte para que en él se invierta todo seg.n laudable14 instituto. Por éste revoco qualquiera otra disposición testamentaria anterior para que no sirva judicial ni extrajudicialmente, pues así es mi última voluntad, y lo otorgo y firmo ante el infrascripto Es.no de S. M. y tgos. en esta Villa de Madrid a veinte y quatro de Abril de mil ochocientos y quatro, y lo fueron Féliz Sanz, Dámaso Marañón, Juan González, Salvador Santa María, y Pedro Masa, residentes en esta Corte. Y el s.or otorg.te, a quien conozco, lo firmó. Leandro Fernández Ante mí, de Moratín Antonio de Pineda 12 No queda huella de dicha memoria, que yo sepa. 13 Esto es: «derecho». 14 Así pienso que debe leerse, pues en el texto están unidas las dos palabras, con un garabato que supone un intento de corrección.
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Una nota marginal agrega: «En dho. día di Copia en pliego del sello tercero; doy fe, Pineda». La lectura del documento suscita una primera pregunta: ¿por qué eligió don Leandro esa fecha de 24 de abril para redactar paradójicamente un testamento que debió de ser el primero —porque la referencia a la revocación de «otras disposiciones testamentarias» era mera fórmula jurídica— pero que ni siquiera se menciona en el diario íntimo del escritor? Aquel día,15 después de un último ensayo, se repuso en el teatro de la Cruz, en presencia del autor, la comedia El viejo y la niña. Además, la sinecura de que disfrutaba desde su regreso de Italia le permitía vivir desahogada y cómodamente y disponer de un horario flexibilísimo, de manera que ni una sola vez se refiere a su presencia en la Secretaría de la Interpretación, ocupando el tiempo en callejeos, visitas a amigos y conocidos, asistencia al teatro, paseos, frecuentes entrevistas con José Antonio Conde, es decir, las más veces con Paquita Muñoz, en casa de cuyos padres se hospedaba el orientalista, etc. Pero entre febrero y abril de aquel año ocurre una serie de infaustos acontecimientos que indudablemente debieron de afectarle y darle que pensar acerca de la fragilidad de la existencia, incluso en un individuo de unos cuarenta y cuatro años escasos: antes ya, el 29 de diciembre de 1802, había muerto Vicente Sarriá, esposo de su prima hermana Antonia, hija de don Nicolás Miguel; el 16 de noviembre muere otra persona, llamada sólo por su nombre de pila, Catalina, y, por lo tanto, familiar de don Leandro o perteneciente al círculo de sus amistades; el martes 14 de febrero de 1804, una prima política, Baltasara García, esposa de Manuel Fernández de Moratín (no el hermano de don Nicolás, sino el hijo del primer matrimonio de éste), le viene a anunciar, acompañada de un tal Ignacio (¿hijo o hermano suyo?) que acaban de sacramentar a su tía paterna doña Ana, a quien profesaba don Leandro particular cariño a juzgar por la frecuencia con que menciona el diario íntimo del escritor las visitas a su domicilio; la fue a ver el domingo anterior, presumiblemente por estar ya enferma, y también el Miércoles de Ceniza, 15 del mismo mes, por la mañana y por la tarde; el último apunte de aquel día es: «Tía Anita obiit», subrayado para expresar la gravedad de la noticia. Dos semanas después, el 1 de marzo, menciona en la misma forma el fallecimiento de una Loren-
15 Véase Moratín (1968).
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zita a quien desconozco, y que no es la actriz Lorenza Correa, pues si bien ésta deja de formar parte de las compañías teatrales madrileñas en la temporada de 1804-1805, ello se debe a su salida de Madrid a consecuencia de un conflicto con el gobernador del Consejo.16 El 3 asiste al entierro del teniente general Ignacio de Lancáster, creo que esta vez sin mucho dolor, pues no por ello deja de ir a la comedia… Y llegamos al mes de abril, en que también se tiene que sacramentar al amigo Juan Tineo Jove Ramírez, sobrino de Jovellanos, el 16, después de enfermar el 12 de la peste amarilla venida de Cádiz, que también causó muchas muertes en Madrid; y todos los días, solo o en compañía de Conde, va Moratín a visitarlo, incluso tres veces sucesivas el 20, «nam pis», por haberse puesto peor; al día siguiente, presencia una «asamblea medicinal, nam pericolo», y hasta finales de mes continuarán las visitas con la mayor regularidad, a pesar de encontrarse «mieux», mejor, el enfermo a partir del 23. Y precisamente el 24 es cuando resuelve acudir nuestro autor al notario para redactar el testamento al que me he referido. Ésta me parece, al menos provisionalmente, la única explicación posible de tan paradójica decisión en un período de vida fácil y mundana (comidas en la embajada de Inglaterra) y sobre todo de intensa preparación, como queda dicho, de la reprise de «Muñoz», esto es, El viejo y la niña, y a continuación inmediata, del estreno de La mojigata. El otro interrogante lo plantea la ausencia de los familiares de Moratín entre los herederos, digamos lógicos, de sus bienes: me refiero al tío Nicolás Miguel —en cuya joyería había trabajado de joven oficial— y a sus hijos, aunque no fuesen más que Mariquita y Gume[r]sindo, nacidos del segundo matrimonio de «Michaelitus» (así se le llama en el diario íntimo) con Isabel González Carvajal,17 pues son los que más aparecen en su correspondencia y de cuyo mantenimiento cuida con regularidad debido a la pobreza en que ha caído el padre a consecuencia de «varios acahecimientos fatales que le han sobrevenido de algunos años a esta parte», según declara éste en su propio testamento fechado el 21 de enero de 1809.18 En 16 E. Cotarelo y Mori (1899a), p. 500, y (1902), pp. 546-547. 17 Véase John C. Dowling (1976), pp. 120-121. Afirmo equivocadamente en mi edición del Epistolario moratiniano (Moratín, 1973, p. 430, n. 5) que Aniceta fue fruto del segundo matrimonio de Nicolás Miguel; en realidad lo fue del anterior, del que nacieron tres hijos, Manuel, Antonia y Aniceta. 18 AHPM, n.º 21883, f. 24r-25r (Jacobo Manuel Manrique). Véase n. 11.
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efecto, si bien pasó don Leandro a vivir en casa de Nicolás Miguel después de la muerte de su madre, ocurrida el 21 de septiembre de 1785, volviéndose a hospedar en ella algunos días al regresar a Madrid el 6 de febrero de 1797 de su viaje por Italia, tomó posesión de una «casa nova» unos quince días después en la calle de Silva el recién nombrado secretario de la Interpretación; y a partir de entonces va a apuntar —o, por mejor decir, recapitulará más tarde, a finales de marzo de 1809— año tras año las cantidades de dinero adelantadas al tío y a sus hijos con expresión de las recibidas «en descuento y satisfacción de dichas cantidades». En esta Razón,19 que empieza con unos 3000 reales de vellón para sufragar los gastos de las «nupciae ex Manuel y Antonia» celebradas conjuntamente el 7 de noviembre de 1797,20 y a los que se añaden a los pocos días otros 6000 cobrados por el tío, se mencionan naturalmente el nombre de don Nicolás, con las numerosas ayudas mensuales, o plurimensuales —¡una el mismo día de la redacción del testamento!—, que le concede con regularidad su sobrino o que el otro viene incluso a pedir, si prestamos fe al diario, y los de sus dos citados hijos, con el de la menor, Aniceta, habidos todos en la primera esposa de éste, Eugenia López Ballesteros; pero Antonia, «muger de D.n Vicente de Sarriá y Sarriá», otorga testamento el 20 de agosto del año siguiente de 1798,21 y fallece el 26 de enero de 1800,22 por lo cual no se nombra más que a Manuel y Aniceta en el testamento de don Nicolás Miguel como fruto de su primer matrimonio. Para Mariquita se apunta cada año de una vez el total de los gastos a partir de 1800, con una cruz de Malta en el margen para destacarlo mejor, aunque creo que la fecha es equivocada, pues, por una parte, el tío, setentón ya e impedido, afirmaba en una súplica de 1808 al Gobierno que don Leandro «le tenía una hija pequeña de trece años, y acía ya siete que corría por su cuenta»,23 lo cual hace remontar a 1801 la generosa decisión de Moratín, confirmada por su propio diario, en el que se apunta el 17 de octubre de aquel año que vinie-
19 BNM, ms. 18666/13. Agradezco al director de la sección de Manuscritos de dicha biblioteca, don Manuel Sánchez Mariana, el haberme facilitado la copia de dicho documento. Éste es el segundo publicado con algunos más por Pablo Cabañas (1943). 20 Como es sabido, Moratín se vale en su diario, además de abreviaturas, de un lenguaje quinquelingüe y a menudo macarrónico. 21 AHPM, protocolo n.º 22841, f. 216r-217v (véase n. 10). 22 Moratín (1968), p. 234. 23 V. V. (1898), p. 221, § II.
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ron a visitarle «Michaelitus and Baltasara cum Mariquita, ad quam duxi chez Conde», lo cual parece significar que la llevó a casa de la familia de Paquita Muñoz para que, como Conde, se hospedase ya en ella, aunque el domingo 24 de enero del año siguiente viene a verla toda la familia de don Nicolás a casa de Moratín; así se explican, creo yo, las cuentas anuales de los «gastos» de la prima, correspondientes al vencimiento de la pensión pagada de una vez a doña María Ortiz, madre de Paquita; de todas formas, tenemos la prueba irrefutable de que, al menos después de exiliado su primo, sí vivió Mariquita con los Muñoz, pues don Leandro especifica que manda entonces el dinero de la pensión a la misma doña María Ortiz, lo cual explica por otra parte que acabase casándose Conde con la hija del desgraciado don Nicolás. No está de más, en efecto, resaltar que «Inarco» siguió abonando, mal que bien, durante sus años negros y hasta el casamiento de Mariquita en 1816, el importe de los gastos de su prima, costeando incluso las compras de lo que fuese más necesario para este último acontecimiento.24 No fue peor tratado el hermano de la joven, Gume[r]sindo (17901860),25 pues a Manuel, supongo que por ser hermano mayor, le abona Moratín por regulares entregas a partir de 1803 varias sumas «para ayuda de gastos —escribe— de mi primo Gume[r]sindo», hasta el 19 de noviembre de 1804, día de la salida del joven para la Universidad de Salamanca («Gumesindo ivit Salmanticam»). A partir de entonces queda encargado
24 «1816. / En 8 de Mayo remití letra de 1000 r.s, q.e con 172 q.e tenía d.ª María de un resto de c.ta, mandé q.e se invirtiesen en comprar lo más necesario p.a la boda de mi prima…». 25 Acerca de dicho personaje, véase Alfonso Morales y Morales (1980) y Moratín (1973), pássim. Nació el 11 de enero de 1790 y fue doctor en Farmacia, por lo que Moratín se refiere a él llamándole «el boticario» en sus cartas, y fue catedrático de dicha asignatura en el Real Colegio de Santiago a partir del 6 de noviembre de 1819, de Física en la nueva Universidad de segunda enseñanza de Cáceres desde febrero de 1822 «hasta su extinción p.r la invasión Francesa y R.l decreto de 1.º Octubre 1823», siendo también desposeído de su primera cátedra al instaurarse otra vez el absolutismo. El 25 de agosto de 1841, obtuvo la de Química en el Real Conservatorio de Artes de Madrid, llegando a ser «Decano o Gefe» el 9 de noviembre del mismo año, jubilándose el 28 de abril de 1845 (AHN, Fondo Nuevo de Hacienda, 2656/518; Moratín, 1973, pp. 569-570, n. 5). A los 18 años, en 1808, se había incorporado, según Morales, al regimiento de Castilla, pero no debió de guerrear mucho tiempo, pues don Leandro paga en 1809 doscientos reales para que se le haga «alguna ropa a Gumesindo»; llegó a ser procurador en Cortes en 1836; entretanto, contrajo matrimonio en Santa Cruz en 1826, naciéndole una hija, Isabel, en 1831.
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Manuel de sufragar los gastos de su hermana Aniceta gracias a la generosidad del escritor; y hasta 1808 quien atiende al joven estudiante es Julián Gregorio Melón, hermano de su gran amigo Juan Antonio Melón, pagándole a éste don Leandro las cuentas remitidas por el salmantino. Entre tanto, «Inarco» había conseguido para su primo un beneficio eclesiástico en Linares (Jaén), grata noticia que llegó el 15 de octubre de 1804, por lo que fue a darle las gracias al día siguiente el tío en compañía de Manuel y su esposa, no pudiendo reprimir un «planctus laetitiae». Pero el desinterés de Moratín tenía sus límites, y el 20 del propio mes le otorgaba poder su tío para que pudiese administrar el beneficio simple «que el Rey confirió a su hijo Gumesindo con percepción de productos e intereses y facultad de substitución». Y puntualiza Moratín en su nota final: Como se hallaba mi tío en extrema pobreza me encargué de atender a los gastos que se originaron con Gumesindo y de irle dando a mi tío algunos socorros mensuales, a cuyo efecto convino el dicho mi tío en que yo retubiese en mi poder q.to el expresado Beneficio fuese produciendo a fin de ir pagando en parte con estas cantidades las que yo habría de invertir en ambos obgetos, no hallándose con medios suficientes ni esperanza de adquirirlos para satisfacerme lo que hasta entonces me debía ni lo que en lo sucesivo habría de gastar con él y con sus hijos, puesto que él y dos de ellos se mantenían a mis expensas.26
Con todo, distó mucho el escritor de recobrar la totalidad de las cuantiosas sumas que gastó para ayudar a sus familiares: en 1809 ascendían dichos «préstamos» a 102 098 reales, y el beneficio no había producido más que 10 335, de manera que le quedaban debiendo los hijos y herederos del ya difunto don Nicolás (1809) 91 763, y en abril de 1804, que es la fecha que nos interesa particularmente, se puede calcular en unos 23 000 reales la deuda contraída con Moratín por la familia del tío Nicolás Miguel, lo cual, comparado con el sueldo anual de 28 000 que cobraba en 1797 como secretario de la Interpretación de Lenguas, equivalía a diez mesadas de éste. Y conviene recordar que el 31 de marzo de 1809 concluía don Leandro sus cuentas especificando que En atención a la pobreza en que han dado los hijos y herederos del expresado D. Nicolás Fernández de Moratín mi tío y más que todo a el mucho cariño y particular estimación que le profesé, perdono a los dichos sus hijos y here-
26 Razón de las cantidades de dinero que he dado a mi tio, f. 5v. (Véase n. 19.)
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De Moratín deros la mencionada cantidad de noventa y un mil setecientos y sesenta y tres r.s que me deben, y la doy por recibida y satisfecha.
Esto se escribía después de las recientes y sucesivas muertes de Manuel y de don Nicolás, al que hizo atender por el médico Rafael Costa, costeando los entierros de ambos el mismo año de 1809.27 De manera que no sólo en 1804, sino también a posteriori, quedaba ampliamente justificada la decisión tomada por Moratín de favorecer a quienes padecían aún mayor necesidad que los de su propia familia. Ocioso es agregar que los testamentarios nombrados por don Leandro fueron el presbítero Juan Antonio Melón (1758-1843), amigo de toda la vida, o al menos desde 1781, fecha en que se conocieron, y el abogado Vicente González Arnao (1766-1845), a quien llamaba «el causídico», «el rabulilla» o «el leguleyo» nuestro escritor en su diario y sus cartas. El primero era entonces doctor por la Universidad de Salamanca y fue vicerrector del Seminario Conciliar de dicha diócesis a principios de la década de los ochenta; en 1787 le encargó el Gobierno la constitución de una colección de autores latinos, y diez años más tarde se publicaban por la Imprenta Real las obras completas de Cicerón; nombrado individuo de la Dirección del Fomento en 1797, desde agosto del año anterior cuidaba ya de la redacción del Semanario de Agricultura, órgano oficial de dicha entidad;28 poco le faltaba para hacerse con el juzgado privativo de imprentas, que se le concedió el 11 de abril de 1805.29 En cuanto a González Arnao, nacido el 27 de octubre de 1766, y no en 1776, según se viene escribiendo (de ser así, ¿cómo pudiera haber publicado su primera obra en 1788 e ingresado en la Academia de la Historia en 1794?),30 doctor en ambos derechos y catedrático de la Universidad de Alcalá, mantenía también relaciones de amistad con Moratín, creo que por mediación de Tineo, quien fue uno de los padrinos de la boda del jurisperito y convidó a nuestro autor, según el diario íntimo de éste, a participar en la comilona destinada a celebrar el feliz acontecimiento el 1 de enero de 1803. Como Melón y Moratín, se había de afrancesar en 1808, ocupando puestos políticos y administrativos 27 Ibídem, f. 5r. 28 Moratín (1973), p. 135, n. 1. 29 Antonio Rumeu de Armas (1940), p. 106. 30 Véase F. Aguilar Piñal (1981-2001), t. IV, p. 277, quien da la fecha exacta: 27 de octubre de 1766.
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hasta su emigración a Francia, donde sus capacidades de jurista puestas al servicio de los españoles le garantizaron una existencia más que acomodada, llegando algunos a acusarle de usura. Regresó al parecer a España en 1831, sin abandonar por completo sus negocios internacionales.31 Éstos fueron, pues, los testamentarios elegidos por «Inarco» en 1804, pero los hados, según solía decir el escritor, no les dieron afortunadamente la oportunidad de justificar tanta confianza, y hasta el final de su vida en 1828 siguió manteniendo el impresionable dramaturgo las mismas relaciones de amistad con ellos, cediendo incluso al adinerado Arnao la propiedad de su teatro y poesías sueltas contra el pago de 5500 francos en metálico el 3 de abril de 1824.32 A la muerte de Moratín, les quedaban aún a Melón y Arnao unos quince años de vida por delante, y ambos, a diferencia de su amigo, tuvieron el consuelo de acabar su larga y azarosa existencia en su patria. Poco antes de que —según solía decir jocosamente Moratín— le tocasen el gorigori, o le cantasen el nunc dimittis, Juan Antonio Melón tomó también la prudente decisión de dejar definitivamente arreglada su sucesión y otorgó su propio testamento.33 El documento que nos queda es una copia certificada, redactada en papel sellado («sello 3, 4 R.s») con fecha 1840, y es del tenor siguiente: En el nombre de Dios amén. Yo D.n Juan Antonio Melón, Presbítero, vecino de esta Corte y natural de la Villa de Mogarraz, Provincia de Salamanca, hijo de D.n Antonio Melón que lo fue de San Martín de Frailes y de D.ª Ana María González Bonilla, de dicha Ciudad de Salamanca, difuntos; hallándome en el uso de mis potencias y sentidos, protestando morir como he vivido en el seno de nuestra Santa Madre la Yglesia Católica apostólica Romana, ordeno mi Testamento en esta forma:
31 A. Gil Novales (dir.) (1991), s.v., y Moratín (1973), pássim. 32 BNM, ms. 18666/14 (véase Moratín, 1973, p. 627, n. 5.) 33 AHPM, protocolo n.º 24939, f. 183r-186r, notario: Raimundo de Gálvez Caballero («Protocolización de la memoria presentada por Da Luisa Gómez Melón con la copia del testamento otorgado por el Pbro. D. Juan Antonio Melón en virtud de la provid.a del Sr. Juez de 1.a instancia D. Benito Serrano y Aliaga»). En el presente artículo, que tardó bastante en publicarse, no pude aprovechar a tiempo el trabajo de Fernando R. de la Flor (1990), en el que se examinan los documentos —poco conocidos o inéditos pero de indudable interés— que se conservan del amigo de Moratín. Se reproducen su partida de nacimiento y un breve extracto de la primera copia del testamento, que se encuentra entre los papeles del archivo de la Fundación Juan Antonio Melón, incluidos en el Archivo Parroquial de Mogarraz.
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De Moratín Que mi entierro se haga como al más pobre, conduciéndose mi cadáver al Cementerio por cuatro pobres de los de San Bernardino. Que si es posible sea conducido desde mi casa, porque no quiero que baya a corromper a los que asistiesen a la Yglesia, sin perjuicio de pagar los derechos parroquiales, y a cuyos pobres satisfará mi heredera. Mando que en la Capilla del Cementerio se diga una misa por mi alma, su limosna de veinte reales. Nombro por mis albaceas y testamentarios al Ylustrísimo Señor D.n Pedro Alfaro y Remón, del Consejo de Ordenes, al Señor D.n Pedro Sainz de Baranda34 y a mi heredera D.ª Luisa Gómez Melón,35 juntos e insolidum con cuantas facultades les son competentes. Nombro e instituyo por mi heredera usufructuaria mientras viva de mis bienes a la citada D.a Luisa Gómez Melón, mi sobrina adoptiva, que me ha cuidado36 cerca de cuarenta años con el mayor cuidado y desinterés, mediante a no tener herederos forzosos, sugetándose la suso dicha a las disposiciones que luego espresaré en este mi Testamento y en las adicciones que pueda hacer a él en memorias firmadas de mi mano. Los bienes que poseo y de que la dejo heredera usufructuaria a la D.a Luisa son primero: Una Casa en Madrid, Calle de Fuencarral, número cuatro biejo y ochenta y uno nuebo, con los bienes que en ella me corresponden. Segundo: Una inscripción en el Gran Libro de la deuda pública de Francia de quinientos Francos de renta al cinco por ciento, señalada con el número siete mil doscientos nobenta Serie quinta; y tercero: Otra inscripción de ochocientos Francos de renta al cuatro por ciento, señalada con el número seis mil trescientos diez y ocho, una y otra a mi nombre, espresado así: «(MELON) Juan Antonio».37 Después de la muerte de la D.ª Luisa pasarán dichos mis bienes en toda propiedad a la Escuela de primera enseñanza que he fundado en dicha Villa de
34 Del comercio de Madrid (49 años en 1823, según M. Núñez de Arenas, 1963, pp. 222-223); tuvo gran influencia en los años liberales; antes fue regidor de la villa con mando universal después de una evacuación de los franceses, escribe Mor de Fuentes, calificándole de «monarca accidental» (Bosquejillo de la vida y escritos de…). A los pocos meses de ser elegido por testamentario de don Juan Antonio, había de formar parte de la Junta Provisional de Madrid cuando el pronunciamiento de 1 de septiembre de 1840. En cuanto a Pedro Alfaro y Remón, era miembro honorario del Tribunal Supremo de Justicia y, al menos en 1837 (Guía de Forasteros), caballero procurador general de las órdenes por las de Calatrava y Alcántara. Debo esta última noticia a mi colega y amigo Claude Morange. 35 Se trata de Luisa Gómez Carabaño, a la que se refiere tantas veces el epistolario de Moratín (véase más adelante). 36 Moratín se vale de la misma palabra en muchas cartas a Melón y en las pocas dirigidas a Luisa en persona, deseando que ésta «cuide» bien a su tío. 37 Moratín recurrió a algunas operaciones del mismo tipo para cobrar una renta (véanse, en el Epistolario, las cartas 228, 230bis, 244, etc.). El «grand livre de la dette publique» fue creado por la Ley del 24 de agosto de 1793 para liquidar los atrasos de la Monarquía; se trata de la llamada deuda consolidada, por la que se cobraba una renta al 5 % producida por un capital a fondo perdido.
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Mogarraz mi patria, y mando que sea Patrono y Administrador de dichos bienes D.n Gerónimo González, Párroco de ella, en compañía del Alcalde primero y el anciano más respetable del Pueblo q.e no bage de sesenta años. Mando que si dicha D.ª Luisa se casase, pase en el acto la propiedad de la primera inscripción de quinientos Francos a favor de dicha Escuela. Mando que de las rentas que a mi muerte me falten de cobrar de mi pensión sobre la mitra de Sigüenza se hagan lotes de a mil reales y se repartan por suerte entre los Labradores de dos Mulas de aquella Diócesis y no de la Ciudad, cuyo cargo desempeñará mi apoderado D.n Tomás de Santiago y Fuentes, con los dos Párrocos más antiguos de aquella Ciudad. Mando que lo que se cobre o tenga cobrado a mi muerte mi apoderado D.n Agustín Morales de mis rentas en Salamanca38 se le entregue a Teodorita, nieta de mi primo D.n Andrés González. Mando que D.ª Luisa mi heredera reparta las ropas de mi uso (que por cierto no son muchas) entre mis primos D.n Gerónimo González y su hermano D.n Andrés, no entendiéndose la ropa de Cama. A dicho D.n Gerónimo se le darán dos Cubiertos de plata renovados, un Cucharón antiguo que se renovará también, mi pupitre y veinte duros en pago de sus servicios en la fiesta que hizo de mi orden en dicha Villa de Mogarraz.39 Mando que a Manuela Toledano, vecina de Pastrana, que me ha servido, se la den veinte duros. Y por este mi testamento reboco, anulo, doy por nulos de ningún valor ni efecto todos cuantos antes de éste haya hecho poderes para hacerlos y demás disposiciones, que ninguna quiero valga ni haga fe en juicio ni fuera de él, escepto el presente que quiero y mando se tenga y estime por mi última deliverada voluntad en aquella vía y forma que más haya lugar por derecho. En testimonio de lo cual así lo digo, otorgo y firmo en esta Villa de Madrid a once de Abril de mil ochocientos cuarenta, ante el presente Essno. de S.M. y testigos, que lo son D.n Domingo López, D.n Fermín Vals, D.n Juan de España, D.n Manuel del Río y D.n Pedro Sánchez, residentes en esta Corte; y de conocer yo al Señor otorgante, yo Escribano doy fe. —Juan Antonio Melón— Ante mí: Raimundo de Gálvez Caballero. Yo el infraescrito Essno. de S.M., del ilustre Colegio de esta Corte, presente fui al otorgamiento de este testamento, en fe de lo cual signo y firmo su copia original a trece de Abril de mil ochocientos cuarenta; entre líneas: «en», vale. Raimundo de Gálvez Caballero40
En el folio siguiente viene, de puño y letra del testador, y fechada unos días después del testamento, la siguiente adenda: 38 Melón poseía fincas en aquella provincia y había adquirido bienes nacionales durante la «francesada». En cambio, no queda huella, al parecer, de don Juan Antonio en el Archivo Catedralicio de Sigüenza; agradezco las investigaciones que ha tenido a bien efectuar por mí el R. P. Felipe Pérez Rato, canónigo archivero. 39 Véase, más adelante, adenda del 24 de junio de 1841 al testamento. 40 La rúbrica constituye por sí sola una verdadera obra de arte…
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De Moratín Memoria a que me refiero en mi testam.to firmado en 11 de abril 1840, que se paguen de mis bienes Es [sic] mi voluntad, todas las contribuciones impuestas sobre los testam.tos Mando que a mi muerte no se dé aviso a nadie ni se impriman esquelas, ni se den manuscritas: mi cadáver no necesita incomodar a nadie. Mando la escuela de Mogarraz entre en posesión de mi legado, mando que se den cuentas todos los años en el día 30 de marzo y que las intervenga un individuo del ayuntam.to de la vecina villa de Monforte, y en caso que se distraigan los fondos del servicio de la escuela, pasará mi legado a dicha villa, en cuyo caso deberá tener la misma intervención la de Mogarraz p.a que vuelva a ella el legado, si faltase Monforte a lo que dexo prevenido. No se ponga en mi enterram.to lápida ni in[s]cripción alguna: échese mi cadáver en la hoya común. Madrid, 15 de Abril 1840. Juan Ant. Melón Revoco el nombram.to de d.n Pedro Saenz de Baranda p.a mi testamentario, y nombro en su lugar al S.or d.n Juan Antonio Almagro, antiguo Magistrado. Si a mi muerte no se hubiese pagado a d.n Jerónimo González, Párroco de Mogarraz, el coste de la fiesta a la Paz y amor al próximo, de que soi mayordomo en este año de 1841, se le abonarán quin.tos reales vellón, y además mil reales vellón, y a Lucas Calama quatrocientos. Dense a Josefa Mena, pobre y anciana viuda, resid.te en Almendros (Mancha), trescientos veinte reales. Al establecerse la escuela que quiero que se funde en Mogarraz, Mando, digo en mi testam.to, que administre los bienes de la escuela el Párroco de la villa, el alcalde y un anciano; debo añadir que es mi voluntad que el alcalde ha de tener sesenta años, sin cuya circunstancia quiero que se elija otro individuo del ayuntam.to que tenga dicha edad. Al establecerse la escuela, se edificará ésta en los términos q.e tengo indicados al Párroco, añadiendo en ella una estufa p.a el abrigo de los niños en invierno. Habrá en ella dos piezas, una p.a niños de más de 6 años, y otra p.a niños y niñas desde 3 a 6 años; de la prim.a se encargará un maestro que quiero que sea Lucas Calama, a q.n se le pagarán dos pesetas diarias, y de la segunda, su hija teresa, a la que señalo cinco reales diarios. Madrid, 24 de junio de 1841. Juan Ant. Melón Lo que sobre de estas dotaciones se empleará en premios a los niños y niñas, en utensilios y demás gastos necesarios en la escuela. Juan Ant. Melón He reflexionado sobre el nombram.to de calama p.a Maestro, y que acaso no se hallará dispuesto p.a el
Dense a telesforo seis mesadas si está
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desempeño de este encargo, y por eso mando que el cura en casa [las cuatro del pueblo elija maestro y maestra a su gusto. últimas palabras, Mad.d, 20 de mayo de 1842. con tinta distinta]. Juan Ant. Melón
Rúbrica
Podemos estar casi seguros de que éstas fueron las últimas voluntades de Melón, puesto que al año escaso había de fallecer, concretamente el 17 de abril de 1843. Se conoció primero esta fecha gracias a la litografía de un dibujo perdido que Goya debió de realizar por los años 1820, según suponen Gassier y Wilson, y que ostenta la leyenda siguiente: «D.n Juan Antonio Melón, / Docto, Erudito y digno Español, / Consejero de Hacienda. / Murió el 17 de Abril de 1843, / Llorado por sus numerosos amigos», y que, según los citados autores de la Vida y obra de Francisco Goya,41 se custodia en la Bibliothèque Nationale de París (existe otro ejemplar, no mencionado por los dos historiadores, en la Biblioteca Nacional de Madrid, sección de estampas);42 el nombre del grabador, o litógrafo, Gillivray, según se afirma en la página 329 del citado libro (convertido en Gillaug en la página 378 y en Gilliang por Elena Páez Ríos en su Iconografía Hispana, y a la verdad no fácil de descifrar), podría inducir a suponer que el mejor amigo de Moratín murió en Francia y más concretamente en París; además, la leyenda del ejemplar madrileño lleva en cierto modo por firma: «AMORÓS, / a su buena memoria»; se trata indudablemente del coronel Francisco Amorós y Ondeano, pionero de la gimnasia (la enseñó en el colegio de Silvela para españoles en París después de fundar el «Gymnasio Normal»),43 que no sólo fue josefino sino que pidió y obtuvo más tarde la nacionalidad francesa, muriendo en 1848; por otra parte, la presencia de don Juan Antonio en dicha ciudad en 1829 y 1831 está comprobada por varios documentos;44 también escribe Mesonero Romanos en sus Memorias de un setentón que fue a visitar en su compañía a Manuel Godoy45 («Monsieur Manuel», según le llamaban los chiquillos que conocían al
41 Gassier (1974), pp. 329 y 378 (n.º 1637). Es traducción de la edición francesa, o, por mejor decir, suiza, de 1970. 42 N.º 5774. 43 Prospecto publicado por Manuel Silvela para su colegio parisino en 1828 (véase Moratín, 1973, pp. 492-493, n. 2). 44 AHN, Estado, 5309-160. 45 Mesonero Romanos (1975), pp. 37-38.
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De Moratín
anciano paseante) unos treinta años después de los acontecimientos de 1808, y el mismo exvalido afirma en sus Memorias46 que seguía residiendo en la capital francesa en 1836. Pero la poca anterioridad del testamento con relación a la muerte de Melón, la mención «vecino de esta Corte» en dicho documento, la de los pobres de San Bernardino, el nombramiento de los albaceas y más que nada la identidad del escribano permiten concluir que falleció en la capital de España, como su amigo Vicente González Arnao, también exalto funcionario del rey José refugiado en París, y elegido como él por albacea en el testamento que otorgó años antes Moratín en Madrid el 24 de abril de 1804, según queda dicho arriba. Efectivamente, el libro de Defunciones de enero a junio de 1843 custodiado en el Archivo Municipal de Madrid (L. AD. 7350) nos confirma, bajo el número 1586, que en la ya citada fecha murió en Madrid Juan Antonio Melón, «natural de: Mogarraz, provincia de [aquí se dejó sin rellenar el impreso], de edad de: ochenta y cuatro a.s, de profesión: presbítero, su enfermedad: apoplexía, testamento: hizo, vivía en: Fuencarral, 81». Otro elemento interesante que nos proporciona el documento es la mención de Luisa Gómez Carabaño, a la cual se viene teniendo por sobrina y querida de Melón: nos enteramos en primer lugar de que fue sólo sobrina adoptiva, por lo que se la llama en el testamento Luisa Gómez Melón y ya no Gómez Carabaño como en todas las cartas de Moratín; además, si don Juan Antonio especifica que ésta le cuidó durante cerca —es decir, poco menos— de cuarenta años, es que empezó a hacerlo a principios de siglo, o sea, que presumiblemente era ya entonces, cuando no mayor de edad, sí al menos capaz de desempeñar algunas tareas caseras, a no ser que don Juan Antonio le cuente los años a partir de la fecha de la adopción; pero de cualquier forma no podía tratarse de una criatura; un documento del Ministerio del Interior francés atribuye 29 años a la sobrina y acompañante en octubre de 1827, lo cual es equivocación manifiesta del funcionario galo, como suele ocurrir por cierto no pocas veces con los extranjeros, empezando por el mismo Melón,47 pues hace remontar la 46 Biblioteca de Autores Españoles, LXXXVIII, p. 205. 47 Archives Nationales, París, F7 12065. De Melón escribe el funcionario francés que tiene 64 años en la misma fecha de 1827; sin embargo, el propio Moratín —al que le quitan diez en 1824— afirma en carta de 5 de diciembre de 1817: «…Tú [Juan] eres viejísimo; yo [Leandro] nací seis meses después que tú…»; de manera que debería de haber nacido en 1759. En realidad, en el libro de bautismos de la parroquia de Mogarraz (Salamanca)
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fecha del nacimiento de Luisa a 1798; si fuera cierto, no la trataría de usted don Leandro en su primera carta conocida a la sobrina, fechada en 1822 (aunque no es argumento suficiente), ni le preguntaría a su amigo en carta de 11 de enero de 1818 si ella se acordaba aún «del estado floreciente y próspero en que [le] halló el domingo 9 de Agosto de 1812», es decir, la víspera de la huida de Moratín para Valencia; además, y aunque se denote una indudable exageración jocosa en su forma de expresarse, el autor aconseja a propósito de ella en junio de 1821 que cuide de su persona, que ya es vieja y débil y enfermiza, y que dege que las flores [Luisa asistía a las clases del Jardín Botánico] hagan lo que les dé la gana, puesto que todos sus pétalos y corolas, cocidos o machacadas, no serán bastantes a sacarla viva de la primera zangarriana que la dé. Ella está hecha un cartón, los huesos le rompen el epidermis, ya no ve de provecho, no digiere […] En la edad que tiene, y con la estropeada salud que la asiste, no se hacen excesos sin peligro inmediato de soltar la piel.48
Esta clase de bromas se va reiterando al menos cinco veces en las cartas de Moratín a Melón.49 Si era entonces una «niña» de unos diecinueve o veinte años escasos, estas frases no se justificaban, ni siquiera tenían la más mínima gracia. Pero, por otra parte, al evocar la posibilidad de un casamiento de Luisa después de 1840, es decir, a una edad que podríamos suponer de más de cincuenta años si fuera válida mi primera hipótesis, don Juan Antonio suscita cierta perplejidad; bien es verdad que él había alcanzado ya los ochenta, y que su sobrina era indudablemente más «joven» que él…50 Además, se refiere indudablemente a Luisa la carta de Moratín fechada en Venecia a 5 de octubre de 1794,51 en la que escribe:
consta que don Juan Antonio nació el 29 de marzo de 1758 y fue bautizado el 7 de abril. Ya que conocemos a sus padres por el testamento, agregaré que su progenitor era «Médico titular de dicha villa de Mogarraz», que sus abuelos «por parte de padre» eran Francisco Melón y Cathalina de Accosta, «Vezinos y Naturales de San Martín de Frailes, Diócesis de Tuy, Reino de Galizia», y por parte de madre «Blas González y Thomasa Bonilla, Vezinos de la Ziudad de Salamanca y Naturales de el lugar de Morille, Diócesis de dha. Ziudad». Quedo muy agradecido al R. P. Mikel Echezarreta, párroco de Mogarraz, quien tuvo la suma amabilidad de mandarme copia del folio correspondiente. 48 Moratín (1973), p. 441. 49 Véase ibídem, pp. 595, 630, 638, 663, 667. 50 La marquesa de Pontejos tenía unos cincuenta y tantos cuando contrajo su tercer matrimonio… 51 Moratín (1973), p. 181.
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De Moratín Iba a cerrar esta carta; pero un amigo (una Baylarina que hace de mezzo carattere en el Theatro della Fenice), cansada de no hablar, dice lo siguiente: «Signor Vicario (porque la he hecho creer que eres cura de Parroquia y que estás amancebado con tu sobrina)…».
No puede caber mucha duda de que se alude a la misma persona; añádase a ello que en las cartas del exilio la llama «sotana» y «sierpe» o «víbora», lo cual parece corresponder a la «monja» a quien saluda años antes por medio de Melón en varias cartas desde Inglaterra e Italia tratándola de «picarona, desvergonzada, golosa, respondona», aconsejándole a don Juan Antonio que le dé «un mordiscón a la Monja maldita, renegada, picarona, bribona, marimacho, cotorrera, golosona» y que mire si puede «hurtarla un tarro de dulze» para hacerla rabiar. En cambio, contra lo que yo pensaba al editar años hace el epistolario de don Leandro, podemos estar seguros ahora de que la broma relativa al amancebamiento de Melón con la sobrina no pasa de ser lo que es: broma, pues Luisa nació en Pastrana el 19 de agosto de 1788; de si llegó más tarde a hacerse efectiva una relación íntima entre los dos —que no es ningún pecado—, no tenemos prueba incuestionable. Debió de sacar Melón a Luisa de algún convento de niñas pobres, o simplemente criarla en su casa —es de suponer que con un ama—, tal vez por no estar en condiciones de hacerlo los propios padres; y, caso de ser así, en ello obraría exactamente de la misma manera que Moratín cuando se encargó éste del mantenimiento de Mariquita, hija del tío don Nicolás Miguel: en su correspondencia, se refiere varias veces el dramaturgo al padre de Luisa, el cual parece vivir en Pastrana, patria, por otra parte, de la sobrina (adoptiva) de Melón.52
52 La partida de bautismo de la niña, en la iglesia de la Virgen de la Asunción de Pastrana (Libro de Bautismos B 16, p. 346). Mis investigaciones para dar con el documento oficial de adopción han salido vanas. A continuación de las últimas voluntades de don Juan Antonio aparece (f. 188) una carta en papel sellado firmada por «Luisa Gómez Melón» el 4 de mayo de 1843 (sólo la firma es autógrafa), que acompañaba la copia del testamento y la memoria del «Señor tío» para pedir copia de ésta. Sigue el auto, firmado por Benito Serrano y Aliaga y Nicolás de Ortiz. Se dio copia al Ayuntamiento de Mogarraz el 21 de junio del mismo año. El 10 de diciembre de 1924 se expidió primera copia del conjunto a instancias de don Isaac Pérez Sánchez, «Cura párroco de Mogarraz, Patrono de la fundación creada por el testador». En el AHPM se conservan también cuatro documentos, fechados de 1829 a 1835, consistentes en poderes otorgados por Melón a varios corresponsales de Madrid y Salamanca por medio del consulado de España en París.
El primer testamento de Leandro Moratín…
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Como se ha podido comprobar, éste tuvo que enfrentarse con los mismos problemas que su amigo, el cual alude a menudo a la mala voluntad del «Segontino», es decir, el obispo de Sigüenza, que se hace de rogar para pagar a Juan Antonio los atrasos de la pensión sobre la mitra. Las medidas benéficas tomadas a favor de la escuela de Mogarraz, lugarcito situado a unos seis kilómetros al este de La Alberca, en los confines de la provincia de Salamanca, y la que concierne a los labradores de dos mulas, es decir, según creo, de mediana pasada, pueden compararse en cierta medida a la donación de la finca de Pastrana a la inclusa por «Inarco». En lo que se diferencian sin embargo los dos amigos es en la reducción de las diez misas moratinianas a una sola en el testamento de Melón (las costumbres habían evolucionado indudablemente en poco menos de cuarenta años y en pleno liberalismo, y también ya en 1827, pues don Leandro no pide ninguna en su último testamento), en la voluntad manifestada por el otorgante de conseguir el entierro más humilde posible, como pobre entre los pobres, decisión evangélica si la hay, como también lo es —aunque entraña un concepto más moderno de la muerte, pues va más allá del proyecto ilustrado de acabar con los entierros dentro o alrededor de los templos para trasladarlos fuera de las poblaciones— la de preferir una simple misa en la capilla del cementerio sin pasar por la iglesia, para no «corromper» a sus semejantes. Estas pocas palabras, que denotan un carácter original e independiente, nos hacen lamentar aún más la pérdida (¿definitiva?) de las cartas de Melón a su amigo, que debió de recoger en 1828 después de la muerte de Moratín.
El 23 de enero de 1850, «Luisa Gómez Carabaño, de estado honesto, mayor de edad, vecina de esta Corte, natural de la villa de Pastrana», redactó su propio testamento «hallándose fuera de cama con salud cumplida» (ibídem, 25870, f. 170-173); es de escaso interés. Por él nos enteramos de que tenía un hermano llamado Antonio Gómez Carabaño (los dos apellidos eran del padre).
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UNA ZARZUELA INÉDITA: EL BARÓN, DE MORATÍN* Como es sabido, la comedia El barón, estrenada el 28 de enero de 1803 en el teatro madrileño de la Cruz, era hija de una zarzuela de 1787 destinada a una función casera en el palacio de la condesa viuda de Benavente, doña Faustina. Ésta poseía, como su hija, la célebre condesa duquesa, un teatro particular, para el que Ramón de la Cruz, muy vinculado a aquella familia, había compuesto en particular El día de campo; a doña María Josefa, Tomás de Iriarte le había escrito por su parte otra zarzuela, Los baños de Sacedón. La obra primitiva, que he rescatado del olvido, se la encargó a Moratín Francisco Cabarrús, a quien, por mediación de Jovellanos, acompañaba el autor en calidad de secretario durante su viaje a Francia. Si nos fiamos de una carta dirigida a «Jovino» el 9 de abril de 1787, parece que el joven dramaturgo empezaría a poner manos a la obra poco después de su llegada a París: «En fin —escribe—, libre ya de este grave asunto [la puesta a punto de su diario], voy a […] disputar la corona melodramática al Poeta quadrillero: dura y repugnante ocupación en la qual me metió el mayor amigo de V.S.»;1 no sentía efectivamente mucho atractivo por ese género, según se podrá comprobar más adelante. El caso es que le bastaron poco más de dos meses para llevar a cabo su tarea: el 18 de junio anuncia a su corresponsal y amigo que ya tiene concluida la «zarzuelilla en dos * Primera publicación: «Une “zarzuela” retrouvée, El barón, de Moratín», Mélanges de la Casa de Velázquez, I, 1965, pp. 289-321. 1 Moratín (1973), p. 59. El «poeta cuadrillero» es Ramón de la Cruz.
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actos intitulada El Barón», lo cual, si tenemos presentes las muchas solicitaciones de la vida parisiense, supone una incuestionable facilidad.2 Sin embargo, la aprensión que ya manifestaba en esta última carta se realizó: la obra no llegó a representarse en casa de los Benavente;3 por lo que hace al mismo texto, puede suponerse que Moratín, fiel a sus principios, cuidaría probablemente de destruirlo después de terminada la redacción de su comedia, también ella en dos actos. Para ésta, sabíamos tan sólo que el autor había suprimido «todo lo añadido por mano agena», toda la letra para cantar (la música se debía al organista José Lidón); diole también «a la fábula mayor verosimilitud e interés, a los caracteres más energía, y alterando el primer acto y haciendo de nuevo el segundo, de una zarzuela defectuosa compuso una comedia regular».4 Era de lamentar la desaparición de un texto primitivo al parecer tan distinto al más tarde publicado y, por lo mismo, indispensable no solamente para conocer mejor la génesis de la obra, sino también, y sobre todo, para poder comparar dos formas diferentes de desarrollar un mismo argumento, dos maneras de tratar un mismo tema, ya sea con arreglo a las leyes de la zarzuela o a las de la comedia neoclásica, así como también en función de distintos destinatarios. Hasta la fecha no disponíamos más que del famoso plagio de Andrés de Mendoza, La lugareña orgullosa, representada en el teatro de los Caños del Peral el 8 de enero de 1803, esto es, veinte días escasos antes del estreno de El barón (se tomaban un desquite los de la Junta de Hospitales que patrocinaba aquel teatro, con cuya autonomía había tratado de acabar la ya difunta Junta de Reforma, de la que formó parte Moratín algún tiempo). Pero Mendoza no se contentó con aprovechar descaradamente el texto de la zarzuela, sino que añadió muchos pasajes de propia cosecha con objeto de redactar una comedia en tres actos y, por lo tanto, suprimió, igual que don Leandro, todo lo cantable; el desenlace, distinto al que Moratín propone en su comedia de 1803, parecía emparentarse en alguna
2 Ibídem, p. 81. 3 Cito por la edición («en todo conforme» a la de 1825, «única reconocida por el autor») de París, Coniam, 1826, propiedad del amigo Vicente González Arnao: Advertencia a Moratín (1826), I, p. 197. 4 Ibídem, p. 198.
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medida con el de Los menestrales, de Trigueros, en el sentido de que el delincuente, aquí llamado Luquillo y disfrazado de marqués, queda públicamente desenmascarado. Resultaba por lo tanto difícil formarse una idea, siquiera aproximada, de lo que fue la obra destinada por «Inarco» a los Benavente y que prefirió por su parte olvidar. Afortunadamente se conserva una copia de dicha zarzuela en el Fondo Saavedra, que primero perteneció a la residencia de los padres de la Compañía de Jesús de Sevilla y se ha trasladado a la Facultad de Teología de la Cartuja de Granada.5 Además, hay muchas probabilidades de que esta copia sea más fiel al original de lo que dejarían suponer las afirmaciones del autor, el cual lamenta que sus admiradores hayan ido alterando el texto con su poco cuidado mientras viajaba por el extranjero, de 1792 a 1796, pues la que he tenido a la vista pertenece a la colección constituida por Arias de Saavedra, gran amigo —y, durante un breve período, de 1797 a 1798, colega ministerial— de Jovellanos (el legajo lleva la mención: «Del tiempo del Ministerio y otras materias»); las confidencias de Moratín el Mozo a «Jovino» acerca de su obra en su correspondencia de 1787, las relaciones ulteriores de ambos y, por último, la amistad de los dos estadistas, todo induce a pensar que Saavedra no disponía de una copia cualquiera. La letra es muy esmerada; el formato, el de un cuadernillo de 220 × 160 mm, sin paginar, pero cada uno de los dos actos ocupa exactamente 38 páginas, con 1275 y 1311 versos respectivamente, todos octosílabos, menos los de la letra para cantar, en distintos metros. El título: El Varón / Zarzuela en dos actos. En la medida en que mi propósito es ante todo dar a conocer en estas páginas un nuevo texto moratiniano bastante largo, no va a ser posible poner de manifiesto ni estudiar con el suficiente detenimiento todas sus diferencias o variantes con el de la comedia de 1803, también en dos actos, que de él procede, y menos aún las que con relación a esta edición presenta el texto de la parisina por Bobée en 1825, última aprobada por el autor, dejándolo a la eventual iniciativa del lector curioso. Atengámonos pues por ahora a las que me han parecido más notables. Se advierte de entrada —y lo mismo puede decirse de sus demás obras teatrales— que Moratín
5 La signatura sigue sin modificar: leg. 39.
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está dotado de una gran soltura; como escritor acostumbrado a ejercicios poéticos de toda clase (recordemos tan sólo su talento de repentista, su habilidad para reanudar la intriga de una tragedia cuando uno de los amigos del pequeño cenáculo de Estala había intencionadamente «matado» a todos los personajes al concluir el acto primero, etc.), da la sensación de escribir a vuela pluma, sin que el ritmo octosílabo, por ser el que más afinidad tiene con la lengua coloquial, parezca oponer el menor obstáculo a esa afluencia: basta con un encabalgamiento, abrupto o no, y sigue la frase con renovado impulso, aunque, por tratarse de una copia, no aparezcan por supuesto las muchas enmiendas o supresiones que median entre el primer esbozo y el texto definitivo, o, por mejor decir, provisionalmente definitivo, fruto de la llamada por el mismo escritor «difícil facilidad». El reparto de la zarzuela tiene dos personajes más: Antón, oficial de sastre, y un alcalde, necesario para el arresto del fingido barón en el desenlace. Por otra parte, la generalización del verso de romance en toda la obra permite advertir fácilmente, debido al cambio de metro, los pocos pasajes destinados al canto, generalmente al final de una escena, los cuales, naturalmente, fueron suprimidos al convertirse la zarzuela en comedia; al menos hasta hoy, no se ha recobrado la partitura de Lidón. Tampoco carece de interés observar además —el caso no es infrecuente en obras teatrales reestrenadas después de transcurridos varios años o decenios— cómo repercute indirectamente en la ficción la realidad del alza del coste de la vida en las sumas evocadas por los personajes: en la comedia de 1803 (acto primero, escena 4.a), la tía Mónica le pide a su hermano cien doblones, o sea, seis mil reales, la mitad de los doce que tiene éste en su poder; unos quince años antes (escena 5.a), la misma, o, por mejor decir, la entonces «doña» Mónica —un gradito más en la escala social—, le pedía la misma parte del capital, pero se trataba de una suma tres veces inferior, esto es, dos mil reales. En quince años, también pueden evolucionar unas modas: a Mónica la tildó primero don Pedro de «petimetra» en la misma escena; pero no tardaron los petimetres, sin dejar de existir por supuesto, en quedar desbordados años después por una nueva variedad de elegantes estrafalarios, los currutacos; y puede suponerse que en parte por ello resolvería Moratín sustituir el término por el de «peritiesa», o sea, terca, matando dos pájaros de un tiro, pues se trata, según Ruiz Morcuende,6 de una «voz tole6 Ruiz Morcuende (1945), II, s.v.
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dana no recogida en los diccionarios», y la población de Illescas, como es sabido, está cerca de Toledo; pero además, la paletina y el brial evocados en 1803 en lugar de las anteriores «arracadas guapas» son prendas que, por anticuadas (estaba «de moda» la paletina en 1762, y la llevaba precisamente una «petimetra», según El hospital de la moda, de Ramón de la Cruz), contribuyen a «envejecer» la figura de la madre, distanciando más aún a su generación de la de la joven amante víctima de su autoritarismo. La escena 6.ª del mismo acto concluía de manera netamente distinta a la de la comedia: después de ofrecerle el barón a Mónica su famoso palacio quimérico o castillo en el aire («château en Espagne», suelen decir los galos…), la madre parece —digo solamente parece— víctima de un equívoco, como si creyera que la futura «baronesa» había de ser ella y no su hija; de ser así, este lance estaría en contradicción con el final de la escena anterior e incluso con los últimos versos del parlamento del pícaro; además, el procedimiento consistente en afirmar la superioridad de un pretendiente de edad madura frente a otro más joven, si bien aquí, insisto en ello, no se llega exactamente a tanto (Moratín debía de tener presente L’Avare, de Molière), lo utilizaría con mucho acierto el dramaturgo al principio de El sí de las niñas, concluida como muy tarde en 1801. No creo sin embargo que la supresión (no total, pues le hace eco brevísimo un monosílabo interrogativo de la tía Mónica en otra escena, la 10.ª) de esa ambigüedad en la comedia de 1803 se deba a que surtía entonces más efecto en la última obra dramática, aún manuscrita, de don Leandro, pues ya se menciona una lectura de El barón ante unos amigos en el diario íntimo del autor el 11 de febrero de 1799, unos diez días antes de la destitución del ministro Saavedra; verdad es que no sabemos, ni sabremos probablemente nunca, si el texto manuscrito de la comedia que aprobó el censor el 25 de noviembre de 1802, tres meses antes del estreno, según la misma fuente, permaneció sin modificar desde tres años atrás… Lo cierto es que en la comedia queda sustituido este pasaje litigioso por un diálogo entre los mismos personajes a propósito de Leonardo; dicha supresión permitió además a Moratín engolosinar en el acto segundo a la viuda Mónica con la perspectiva de segundas nupcias con un supuesto prócer y ridiculizarla más. De ahí también que se añadiera en la escena 7.a un breve monólogo inicial de la madre antes de llamar ésta a la criada Fermina. La escena 10.ª presenta bastantes diferencias con la de la edición de 1803, sobre todo a partir de la segunda carta fingida, cuyos apellidos son tan raros y altisonantes como en la comedia, tal vez más, lo cual podría explicar
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su relativo aligeramiento ulterior: Castillo de Sant Angelo, más tarde «de las siete torres»; Violante de Claramunt Pérez de Quiñones, luego «Violante de Quincozes»; Adolfo de Remestein Bramburg, reducido a «Wolfango de Remestein», el duque de la Península rebajado a conde, e, incluso, en la carta anterior, Dublín convertido en Cacabelos, menos «escapista», pues está cerca de Ponferrada, y la duquesa de Mostagán ya solamente vizcondesa, a lo cual se podría añadir la tendencia bajista, digámoslo así, de los supuestos despilfarros inmobiliarios del barón en la segunda versión. La 11 la constituye un largo monólogo de éste, en parte cantado, y que había de reducirse a once versos no cabales. Y, por último, el acto primero tiene una escena más, la 16, con Fermina, Isabel y Leonardo, la cual empieza con unos versos que se habían de añadir al final de la anterior en la comedia. En total, 16 escenas frente a 15, y 13 en la edición de 1825. En cuanto al acto segundo, no sólo varió Moratín «en gran parte el enredo», según advierte en su prólogo de 1803, y suprimió, naturalmente, la música, sino que también modificó el orden de algunas escenas, pasando éstas de 20 a 18. Este enredo en la zarzuela inicial se funda sobre todo en la coincidencia, la peripecia, el golpe de escena: el elemento determinante es en este caso el ya citado Antón, personaje ajeno al drama familiar, cuya llegada inicia un proceso irreversible que lleva al desenlace; primero (escena 8.ª), el descubrimiento fortuito de la sortija y la cadena antes robadas, que induce a sospechar al fingido barón y permite poner a doña Mónica y luego al impostor en una situación graciosamente incómoda (escenas 12 y 13); después, la identificación (en cierto modo, una variedad de agnición o anagnórisis) del barón, por otro nombre Luquillas (escena 15), la cual le obliga a darse a la fuga. En 1803, Antón ya no aparece: Moratín ha desechado esta intriga; ¿por qué? Al parecer por dos razones, estrechamente relacionadas una con otra. La zarzuela es ante todo una diversión, y, en este caso particular, una diversión destinada a una familia de la alta aristocracia. La necesidad de observar las leyes de ese género híbrido, a un tiempo dramático y lírico (y que por lo mismo no le gusta), lleva al autor a subordinar el «provecho» al «deleite», la doctrina a la amenidad del espectáculo; por otra parte, deseoso de gustar y de darse a conocer —acaba apenas de abandonar el taller de joyería, y no se le conocen más que algunos poemas—, sabe que a los Benavente no les importa nada una lección o enseñanza que no concierne a su clase y que impartirá mucho más claramente la futura comedia. Por ello, según confiesa el mismo don Leandro, se concede menos atención
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a los caracteres que a la puesta en escena y al espectáculo propiamente dichos: canto y música, cambios repentinos, acentuación de ciertas actitudes (Isabel no piensa más que en morir, trata de conmover con la evocación del padre difunto, etc.), comicidad de situaciones; la aparatosa llegada del impostor codo con codo con el alcalde y los alguaciles (escena 19) da ocasión para reunir a todos los personajes, los cuales van a contestar a coro a las modulaciones del arrepentido Luquillas. En pocas palabras, movimiento y variedad; acatamiento a una moral sencillota: queda castigado el malvado, se humilla la madre tonta, el pretendiente injustamente rechazado la reprende con aspereza por su conducta, dos actitudes las últimas, por otra parte, no convenientes entonces «para todos los públicos»… A todas luces, como queda dicho, es género por el que Moratín no siente inclinación; concluida El viejo y la niña, se ha avenido «con la mayor repugnancia y fastidio» a hacer una zarzuela solamente por complacer a sus valedores. Escribe, en efecto, en carta a Jovellanos fechada en 1787, pero en realidad redactada más de treinta años después, lo cual supone en todo caso una indudable constancia en el credo estético: «Es género que no me gusta, y no sé quién será el valiente que podrá excusar la inverisimilitud continua que trahe consigo. Si le he de decir a Vmd. con franqueza lo que siento […], mi opinión es que el arte de añadir por medio de la música energía y belleza a la declamación sin perjuicio de la verisimilitud todavía no se ha descubierto».7 Ésta es la voz fundamental: la verosimilitud, regla 7 Carta de 28 de agosto de *1787. Por enésima y desgraciadamente no última vez, repito que, como demostré en mi edición del epistolario moratiniano, las cartas en él publicadas con asterisco ante el año de la fecha (*1787 y *1788) las redactó don Leandro, por motivos que allí se explican, más de treinta años después, y que, por lo tanto, las tiene que manejar con suma prudencia el que quiera conocer al Moratín joven, si bien son en cambio de mucho interés para captar la personalidad de un sesentón deseoso de dejar a la posteridad una imagen idealizada de su juventud; estas supuestas cartas del primer viaje a Francia son al Moratín de finales del XVIII más o menos lo que el retrato de 1824 por Goya al de 1799. Me parece sintomático que, sin haber llegado a olfatear la —emotiva— superchería del autor, opine el poeta Luis Felipe Vivanco (1972), p. 69, que «en estas cartas empieza el mejor Moratín, que escribe una prosa de calidad humana inmediata, al mismo tiempo suelta en la palabra y precisa en el concepto. Es también, por su entusiasmo idealista, prosa de ilustrado que cree en el porvenir y en la eficacia de los medios que hay que poner en práctica para mejorar el presente. En este momento, Moratín es un escritor comprometido y al servicio de algo. Pero muy pronto, a lo largo ya de su segundo viaje [el de 1792-96], Moratín va a estar de vuelta y va a abandonarse a su indiferente temperamento de bromista» (cursiva mía). De aquello es exactamente de lo que quiso persuadirnos Moratín, y me temo que a la leyenda le queden aún muchos años por delante…
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de las reglas para Moratín; por valernos de un caso límite, digamos que le parece absurdo, en efecto, que un tenor de ópera herido de muerte exhale el último suspiro lanzando un do de pecho. Y es que para el teórico, o simplemente el espectador que no admita ese convenio tácito entre el público y el escenario, la transposición musical de las pasiones o el simple acompañamiento de una parte del texto convertida en letra para cantar estorba en cierto modo la ilusión de la realidad que un «buen» diálogo puede e incluso debería mantener, de tal forma que la ficción suscite en el espectador impresiones, si bien no totalmente idénticas (pues entra en ellas consciente o inconscientemente el placer estético provocado por la feliz imitación), al menos análogas a las que puede o podría experimentar en la vida real. En otros términos, la lección que en el transcurso de la representación se va desprendiendo e insinuando en la mente del público tiende a atenuarse, a esfumarse, en la medida en que, al pasar los personajes con regularidad del diálogo al canto, esto es, al convertirse otra vez en actores que son, denuncian con este cambio repentino de registro el carácter ficticio de la situación; esa alternancia contribuye a debilitar la relación inmediata y espontánea que se establece entre el comportamiento de los protagonistas y los criterios habituales de juicio: es obvio, por ejemplo, que si Luquillas tenía buena voz, la impresión desfavorable causada por su embuste la debía de contrapesar ampliamente el gusto de oír su arte de vocalizar. Tal elemento de diversión se daba también bajo otra forma en la pareja galán-gracioso de la comedia áurea, o, mejor aún, en la representación del sainete por los propios actores de la obra dramática principal, sucesivamente pillos y «personas decentes», durante una misma función, costumbres éstas que suscitan igual desaprobación de los reformadores de la escena. Por todos esos motivos, no podía Moratín mirar con satisfacción su primera —y última—tentativa en el teatro lírico; la iniciativa, además, no fue suya, ni sentía el menor atractivo por el género. El texto de su zarzuela convenía menos aún para el gran público, aquel «pueblo» al que los ilustrados se esfuerzan por otra parte en educar, entiéndase, adoctrinar, en beneficio de las clases dirigentes. Para convertirse en comedia regular, la obra primitiva tenía que sufrir metamorfosis, modificaciones importantes; simple consecuencia de un cambio de enfoque: el acto segundo de la comedia va a organizarse ya más claramente en torno a una idea directriz, a una tesis en cuya ilustración
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deben concurrir todos los elementos, y que en la zarzuela apenas se esbozaba. Los versos cantados, naturalmente, quedan suprimidos. Pero, desde el principio del acto, una nueva escena 2.ª opone al barón y a Leonardo; este careo o enfrentamiento, en el que se afirman con mayor nitidez algunos rasgos de los caracteres de ambos personajes, prepara el desenlace de manera más lógica que las revelaciones inopinadas del oficial de sastre; Leonardo se nos muestra aquí fogoso y firmemente resuelto a defender su dicha insegura: sólo un duelo podrá poner fin a la rivalidad de los dos pretendientes. Durante un diálogo que no deja de recordar, a modo de parodia, la entrevista de Rodrigo con el padre de Jimena, el barón, ocultando su temor a las consecuencias de un desafío, trata de disuadir a su competidor, so color de generosidad. Y esta cobardía, que revela más claramente, tras la aparente magnanimidad, la verdadera personalidad del impostor, le inspirará, a partir de entonces, su futura conducta; de ahí la necesidad de una escena tercera, en la que lo piensa bien y resuelve huir. Dicho de otra forma, la progresión del enredo está ya más vinculada a la interacción de unos caracteres mejor definidos; ya no hace falta ningún Antón para resolver la trama. Por último, las explicaciones dadas a Mónica por el barón, deseoso de justificar su prudente retirada, brindan al autor la posibilidad de engolosinar a la aldeana pretenciosa con la perspectiva de unas segundas nupcias con un archipámpano; así pues, cobra un suplemento de ridiculez el personaje de Mónica, cuya funesta mentalidad se denuncia en la obra; pero, además, la lección se captará con mayor facilidad por recibir la responsable de ese drama familiar un castigo entonces más apropiado a su falta: el derrumbamiento de sus propias ilusiones —y no ya solamente de las que abrigaba para su hija— va a destacar mejor por contraste la dicha de las víctimas de su ambición; la «justicia» del desenlace resulta en cierto modo más evidente, y por ello puede prescindir ya Moratín de las recriminaciones finales de Leonardo a su futura suegra, madre al fin. Esa actitud algo atrevida, o, cuando menos, esa salida de tono del galán, era en efecto bastante poco compatible con el tipo de relaciones familiares defendido por los reformadores, tanto en las tablas como en la vida pública. Ver a una madre aldeana humillada ante sus hijos, poco debía de importarle a un Benavente; pero semejante espectáculo no podía convenir para el gran público mientras por otra parte se intentaba fortalecer la autoridad de los padres en su hogar a imagen y semejanza de la autoridad monárquica en el reino, y la Inmaculada Concepción, es decir, la
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Virgen Madre exenta de mancha original, prestaba oficialmente su auxilio a esta ofensiva ideológica o, si se quiere, dicho con perdón, a esta simple medida de política interior. Por ello tampoco veremos en la comedia a la tía Mónica arrojarse a las plantas de don Pedro, réplica masculina, en cierto modo, de la molieresca madame Jourdain; por el contrario, tras sacar aquél la moraleja de la comedia, se arrodillan los hijos ante la madre culpable, todos se abrazan efusivamente y, si bien sermonea don Pedro a su hermana, lo hace con ternura. Indudablemente fue ésta ridícula, suscitó una risa desaprobadora, pero esa escena final, en la que la familia desasosegada acaba de recobrar por fin su carácter de familia ejemplar, devuelve a la madre la debida respetabilidad con el puesto que le corresponde en la jerarquía casera. Ocioso es agregar que en esta comedia las acusaciones las formula casi exclusivamente don Pedro, y ya no Leonardo ni la misma Isabel, a diferencia de lo observable en la zarzuela. Por lo que hace al barón, la supresión de la parte cantada hace inútil su arresto; por otra parte, un castigo corriente carecía de interés en una obra que pretende antes que nada afear no tanto la actitud del embustero como la de la lugareña orgullosa: una eventual reaparición del barón arrepentido pudiera haber supuesto una diversión capaz de atenuar el verdadero alcance del desenlace. Moratín deja pues que se dé el hombre a la fuga; pero en ello mismo se manifiesta su habilidad: haciéndose eco del pensamiento de no pocos reformadores (de ninguna manera caducado, nótese, en la época actual), pone en boca de don Pedro el siguiente discurso: Que se vaya Enhorabuena… ¿Quién sabe? Tal vez el susto que acaba De llevar será su enmienda. Así el infeliz se salva De un presidio, en donde lejos De reprimirse las malas Inclinaciones, se aumentan, Donde los delitos hallan Castigo, no corrección.
Por último, y ésta es la diferencia fundamental entre las dos obras, basta con examinar las modificaciones efectuadas en determinadas escenas de la zarzuela al convertirse ésta en comedia para comprender que la nueva destinación de la obra traía necesariamente un cambio radical de óptica o,
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cuando menos, un desarrollo muy significativo de ciertos elementos simplemente esbozados —y con motivo— en la zarzuela; dicho de otro modo, esta comparación confiere a El barón su pleno sentido, que se ha podido a veces interpretar de manera, a mi entender, equivocada. En la escena 2.ª del acto segundo de la zarzuela, que es la del diálogo entre don Pedro y el barón, aquél se preocupa sobre todo por el «decoro» de su sobrina; la noticia de su proyectado matrimonio con un prócer desatará, según opina, el menosprecio del vecindario: tras esto, nadie ha de querer tomarla ya por esposa. En la comedia, en cambio (escena 4.ª), el mismo personaje opone al casamiento desigual la sencilla felicidad de los esposos de idéntica condición: el mejor marido para Isabel no es el elegante corrompido de la ciudad, sino el honrado joven de su propio medio lugareño; esta variación sobre el tema de la alabanza de aldea no viene por mera casualidad, naturalmente. Su alcance se precisa en la escena 6.ª, que es en cierto modo una refundición de la 5.ª y la 11.ª de la zarzuela: en ésta, don Pedro censura el ansia de promoción social de Mónica en términos bastantes generales; en la comedia ya es otra cosa, y las réplicas de don Pedro, hombre sensato, esto es, como vamos a ver, portavoz de la ideología dominante o, al menos, oficial, constituyen la clave de toda la obra; en primer lugar, las causas de la ambición de la tía Mónica se descubren perfectamente: simplemente un sentimiento de inferioridad frente a la clase privilegiada, la de la «aristocracia» del lugar; envidia su posición acomodada, el tratamiento de «doña» que se da a las hidalgas (en la zarzuela, acto II, escena 2.ª, si bien es «doña» la más tarde «tía» Mónica, declara don Pedro que la sobrina «ni es princesa ni aun hidalga»), el lugar destacado que se les reserva en la iglesia; la lucha de clases (que no es lo mismo que antagonismo) está en el origen de esa disconformidad con la propia suerte, de esa ansia de ascenso. No hay más que un «remedio» para ese mal: convencer a la gente de que los privilegiados a quienes se aspira a asimilarse no merecen tal honor; y lo que don Pedro no podía decir más que en términos generales y con un lenguaje velado en una obra destinada a los Benavente, ahora lo expone sin moderación: los nobles se casan no por amor, sino por interés, sea como sea la novia, jorobada, roma o tuerta, manco el novio, viejo o aquejado de gota; además, su supuesta grandeza disimula mal una depravación incalificable: la vida en la ciudad constituye la suma de todos los vicios. Verdad es que los testimonios de los moralistas contemporáneos contribuyen a autentificar en cierta medida ese cuadro poco alentador, pero lo que importa al autor es sobre
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todo halagar algo demagógicamente la mentalidad antinobiliaria de los pecheros, que envidian y a un tiempo critican —ambas actitudes son complementarias— a los privilegiados. Y es precisamente el amor el que hace a nuestros lugareños superiores a aquéllos; se trata de una inclinación natural y no del fruto de un cálculo; de ahí que la culpa de Mónica sea su empeño en contrariar la elección de los jóvenes; pero en esto no hay nada «revolucionario», ya que la libertad de elección (si es que la hay verdadera y efectiva) se admite sólo en la medida en que obstaculiza un proyecto de casamiento desigual; prueba de ello, la ridiculez que sanciona la resolución tomada por Mónica de contraer segundas nupcias, pues ella, en cambio, ha puesto los ojos —ahí está el problema— en un individuo que se supone miembro de una clase superior. No se puede por menos de identificar el eco de una propaganda que se va difundiendo por todo el siglo (por si molestara a algunos oídos sensibles la voz «propaganda», a pesar de muy española y de su área semántica más extensa, por ejemplo, que la de la correspondiente francesa —aparte de tener ambas el mismo origen religiosamente correcto—, digamos simplemente «enseñanza», «corrección de las costumbres» o «modelación de la opinión»). Frente a una preocupación por mejorar la suerte, por adquirir mayor dignidad, que anima de manera cada vez más clara y preocupante al llamado estamento popular, traduciéndose en particular por la paulatina despoblación del campo y el abandono de numerosos oficios «mecánicos» en provecho de actividades no todas productivas pero más desahogadas, más remuneradoras o más «honradas» (desde el ingreso en la servidumbre de los nobles o en la Iglesia, hasta la adquisición de títulos por los negociantes adinerados que tarde o temprano llegan a convertirse en terratenientes),8 los gobiernos sucesivos se esfuerzan en frenar un proceso notablemente perjudicial para la economía, cuya intensificación depende entonces esencialmente, por ser aún insuficiente la mecanización, del incremento del ejército laboral y de su explotación. De la «honra legal» de los oficios a la crítica de una determinada nobleza hereditaria, todo concurre a convencer al pueblo de que no hay dignidad, cuando no felicidad, más que en su propia condición; esa conformidad que no paran de predicarle de cualquier forma, la califica don Pedro de «moderación», ele-
8 Véase aún, para el caso de Cádiz, un estudio reciente de Lidia Anes (2001).
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vándola, cómo no, al nivel de una virtud.9 Pero ya es hora de pasar a la lectura del texto rescatado.10 9 Lo cual no significa que se le niegue toda ambición; pero don Pedro, en los versos 850 y ss. del acto II, expresa claramente hasta dónde se le permite ascender, esto es, en qué consiste en tal caso la «prudencia»: …cada qual en la clase en que se halla debe procurar ser más…
Argumentación ésta de rancio abolengo; el Mendo de El cuerdo en su casa, de Lope, enriquecido por el trabajo de su padre y el propio, decía: El que nació para humilde mal puede ser caballero. Mi padre quiere morir, Leonardo, como vivió; carbonero me engendró, labrador quiero morir, que al fin es un grado más.
En Los Tellos de Meneses, primera parte, del mismo Lope, Tello el Viejo, labrador rico, dirigiéndose a su hijo: ¡Ay Tello! La perdición de las repúblicas causa el querer hacer los hombres de sus estados mudanza. En teniendo el mercader alguna hacienda, no para hasta verse caballero, y al más desigual se iguala.
A lo cual contesta el hijo, como si dijéramos, la nueva generación: El que su casa no aumenta y la deja como estaba, no es hombre digno de honor…,
casando al final con una infanta. A tanto no aspiraba la tía Mónica para su hija. Y el también rico Pedro Crespo a su hijo, en El alcalde de Zalamea, de Calderón: Por la gracia de Dios, Juan, eres de linaje limpio más que el sol, pero villano; lo uno y lo otro te digo: aquello porque no humilles tanto tu orgullo y tu brío que dejes, desconfiado, de aspirar con cuerdo arbitrio a ser más; lo otro porque no vengas, desvanecido, a ser menos; igualmente usa de entrambos designios con humildad…
Acerca de este tema, véase el clásico libro de Noël Salomon (1965). 10 Se respeta la ortografía del manuscrito, suprimiendo solamente las mayúsculas caprichosas y corrigiendo las erratas evidentes, señalando las últimas en sendas notas; las abreviaturas se completan entre corchetes cuando resulta difícil la comprensión del texto;
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El Varón Zarzuela en dos actos Personas: D.n Pedro, viejo, herm.o de D.a Mónica, madre de D.a Isabel Luquillas, bajo el n[omb]re de Varón de Montepino
Leonardo, amante de Isabel Fermina, criada Antón, oficial de sastre Pasqual, criado Un alcalde
Acompañamiento La escena es en Illescas, en una sala de casa de d.a Mónica
Acto 1.°, escena 1.a Leonardo y Fermina. Leon.°
Sí, Fermina, yo no sé qué extraña mudanza es ésta, ni acabo de persuadirme que en tres semanas de ausencia se haia trocado mi suerte de favorable en adversa. Sólo sé que como teme tanto quien ama de veras, inquieto mi corazón alivio ninguno encuentra. ¿Qué misterio[s] hay aquí? ¿Por qué su vista me niega Isabel? ¿Por qué su madre, que me ha dado tales muestras de estimación, se disgusta de verme? ¡Oh, quánto recela un infeliz! Pero dime: este Varón que se hospeda en vuestra casa…
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también entre corchetes se suple alguna que otra falta; como es natural, se modifican la acentuación y puntuación en función de las normas actuales.
Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín Ferm.a Leon.o Ferm.a Leon.o Ferm.a Leon.o Ferm.a Leon.o Ferm.a
¿El Varón? Sí. ¿Qué pretende? ¿qué ideas son las suias? ¿El Varón? Dime todo lo que sepas. Yo no sé nada. ¡Ah, cruel! ¡Así mi pesar aumentas! Es que nunca me ha gustado ser nuncio de malas nuevas. Pues ¿qué ha podido ocurrir? Nada; una gran friolera: bien sabéis que hace dos meses, si la memoria no yerra, que el Varón de Montepino se nos presentó en Illescas; tomó un quarto en la posada de enfrente; estando tan cerca, desde su ventana hablaba con nosotras…, vagatelas: el tiempo va refrescando, buen sol hace, me molestan las chinches que es un horror; anoche estube en las eras, baylaron todas las mozas, hubo una famosa horquesta y el barberillo cantó unas tonadas mui buenas…; en fin, por quí empezó… Vino hasta media docena de vezes a casa, y luego fue la amistad más estrecha; hablaba de sus vasallos, de su apellido y sus rentas; de sus pleitos con el rey, de sus mulas, et cetera. Doña Mónica le oía
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con tanta bocaza abierta, y todo cuanto él decía era un chiste para ella; hizo el diablo que a este tiempo se os pusiese en la cabeza ir a ver a vuestro primo, que, a la verdad, no pudierais haber ido en ocasión más mala… Estando tan cerca de Toledo, estando enfermo de tanto peligro, ¿hubiera sido justo…? Yo no sé…; dejadme acabar mi arenga: prosiguió nuestro Varón sus visitas con frecuencia, siempre al lado de mis amas, siempre haciéndolas la rueda, mui rendido con la moza, mui atento con la vieja, de suerte que la embromó; la ha llenado la cabeza de viento, ni ella sosiega sin el Varón, y él, valido de la estimación que encuentra, quejándose de muchas veces de que la posada es puerca, de que no le asisten bien, que las pulgas no le dejan dormir, que no hai en su quarto ni una silla ni una mesa, lo ha ponderado tan bien y ha sido tan majadera mi señora, que ha embiado por la trágica maleta del Varón, y ha dado en casa eficazes providencias
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para que su señoría coma, cene, almuerze y duerma. En efecto ya es el amo: se le han cedido las piezas de arriba, viene a comer, se sube a dormir la siesta, baja a divertirse un rato o sale a dar una vuelta con las señoras; después vienen a casa, refrescan, cena sin temor de Dios, vuelve a subir, y se acuesta. Ésta es su vida; el motibo de haber venido a esta tierra ha sido, según él dice —¡para el tonto que lo crea!—, no sé qué lance de honor de aquellos de las novelas: persecuciones, embidias de la Corte, competencias con no sé quién, que le obligan a andarse de zeca en meca…, en fin, mentiras, mentiras mal zurcidas todas ellas. Esto es lo que pasa en suma; no sé más, y aunque pudiera pronosticar… pero no: Isabel es muy discreta y os quiere mucho; su madre, aunque tiene la cabeza perdida por el Varón, no imagino que pretenda contra el gusto de su hija… aunque Patillas lo enreda muchas vezes… Sí; su madre es tal que podrá vencerla, y usando de su autoridad
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De Moratín en lo que menos debiera usarla, hará que Isabel a su pesar la obedezca… ¡A su pesar! Pero ¿quién me asegura su firmeza? ¿Quién sabe si, ya olvidada del que la quiso de veras, a un hombre desconocido dará su mano contenta? Sí, puede ser, que no bastan muchos años de finezas, no basta el amor más puro, las más sagradas promesas, para evitar que en un día todas mis venturas pierda. Tú, Fermina, tú que sabes quánto mi amor interesa, haz que yo la pueda hablar; dila mi inquietud acerba y que no hai amante alguno, por más infeliz que sea, que, si no merece afectos, desengaños no merezca. Dila que amando muero, a su desdén rendido, que de su lavio espero alivio a mi dolor; Que un pecho fementido que olvida quando quiere, nunca lograr espere las dichas del amor.
Escena 2.a Fermina sola. ¡Pobrecillo!, mucho temo que el tal Varón te la pega,
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín y al cabo de tantos años de esperanzas lisongeras, tantos suspiros perdidos, tanto rondar a la puerta, tanto acechar y pasar al fresco noches enteras, tus proyectos amorosos te los deshace una vieja… ¿Y esto es querer? Esto es una continuada guerra. Ciego Cupido, dios inhumano, fiero tirano, ya he conocido tu crüeldad. En vez de gusto, dolor y susto das solamente; tu llama ardiente devora impía a quien se fía de tu deidad.
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Escena 3.a Fermina y D.a Mónica. D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a D.a Món.
Fermina, ¿diste el recado de que mi hermano viniera al instante? Sí, señora. Mucho tarda. Si es un pelma Y es para una cosa urgente. ¿Para qué? ¡Cierto que es buena la curiosidad!
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De Moratín Ferm.a
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D.a Món.
Ferm.a D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a D.a Món.
¡Señora! (Repara en las arracadas que tiene puestas d.a Món.a) ¡ay, ay! ¡qué guapas! ¡qué piedras tan relucientes! ¡caramba! quiero verlas, quiero verlas; ¿a ver una? Calla, loca. ¡Válgame Dios! Si las viera el difunto. ¿Qué difunto? El que está comiendo tierra11 ¿Quién? Mi señor, que en su vida pudo lograr que os pusierais una cinta, y os llamaba desastrada, floxa y puerca, cochistrona y…12 Si no callas, te he he de romper la cabeza. ¡Habladora! ¿cómo es eso, tratarme así? ¡picaruela! ¡a mí! Señora… ¡Bribona! Si… ¿Qué palabras son esas? ¡qué modos de hablar! Si yo… ¡Atrevida, mala lengua! ¡oigan la niña! ¡a su ama hablar[le] de esa manera! ¡Desvergonzada!13
11 Ms.: «[…] la tierra». 12 De «cocho», cochino, o sea, «puerca». En la comedia: «andrajosa». 13 Ms.: «[…] de esa manera! / desvergonzada […]».
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Escuchadme… ¡Insolente! Yo… ¡Parlera! Señora, si él lo decía y los vecinos se acuerdan. ¡Válgame Dios! que yo no lo saco de mi cabeza. Por cierto que muchas vezes daba unas vozes tremendas, que alvorotaba la casa, y os llamaba majadera, porcallona y… Calla. y bruto
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Escena 4.a D. Pedro y dichas. n
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14 Ms.: «estaba».
¡Hola! ¿Qué vozes son éstas? ¿quién es bruto? Mi señora me está14 llamando embustera porque digo la verdad y porque… Vete allá fuera. Porque digo que mi amo ¡Vete! Ya me voi. No vuelvas sin que te llame, y si alguno viene, dirás que estoi fuera.
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De Moratín Escena 5.a D. Pedro y d.a Mónica. n
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Y bien, mi señora hermana, asunto de consecuencia debe de ser el que ocurre, que ha venido tu doncella mui temprano a despertarme y decirme que viniera corriendo corriendo; yo, que conozco tus vivezas, no me he dado mucha prisa, la verdad, pero se enmienda todo con haber venido, ya lo ves; vaya de arenga (Siéntase.) No, no hai arenga ninguna que decir; sólo quisiera que me dieras unos quartos. ¿Para qué? Para una urgencia. ¿Urgencia tú? Bien está; ¿como quánto? Si tubieras dos mil reales… Sí los tengo, pero ajusta bien la cuenta, que se acabará el dinero a pocas libranzas de ésas. Tú me diste quatro mil; si la mitad se cercena, quedan dos mil nada más. Ya lo sé. Pues bien: rezeta; ello es tuio, si lo quieres todo, allá te las avengas. No, todo no, la mitad me darás
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¿Conque, hay urgencias? ¿Urgencias? Lo siento mucho, lo siento mucho de veras. Sí señor, lo necesito, y no quiero darte cuenta de cómo y quándo y por qué; no, no quiero que lo sepas. ¡Hai tal gana de saber! Pues yo tengo mis sospechas de que tú quieres decirlo. ¿Decirlo yo? No lo creas. ¿No? Pues bien, yo te prohíbo que jamás de esta materia me hables palabra, ¿lo entiendes? Sí. Pues cumple tu promesa. Sí señor; la cumpliré. Está mui bien. ¡Bueno fuera que siendo el dinero mío, cada vez que se ofreciera gastar de él fuera a pedirte el dinero y la licencia! Lindamente. ¿Pues tú quieres tenernos como en tutela… ¡Oiga el diantre! y dirigirnos y mandar casas ajenas? ¡Buena aprehensión! Sí por cierto; y a fe que es mala incumbencia querer mandar a una viuda, y a una viuda petimetra que tiene arracadas guapas. ¡Eh!, ya reparaste en ellas. Pues, para no repararlas, era escusado ponerlas.
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¿Y cómo, cómo han venido a parar a tus orejas? ¿ha sido regalo o compra? Dos cédulas de a peseta que eché en Madrid a una rifa quando fui por la Quaresma, y por suerte me han cahído. Mucho siento que no sea verdad. ¿Cómo? Que no es cierto eso de las papeletas y la rifa. ¿No? No: quiere un poco de inteligencia esto de urdir un embrollo, porque hai cabos que se sueltan… y las mentiras de prisa no suelen salir bien hechas. ¿Conque yo…? Sí; tú no tienes ni memoria ni experiencia para esas cosas, hermana; y supuesto que lo niegas, sábete que esos pendientes los tubo la panadera empeñados; que el Varón pidió prestados a cuenta no sé quántos pesos duros; que dijo que los vendieran (porque el tal Varón andaba estreñido de pesetas); que a mí me los enseñaron y los vi vezes diversas, y no los quise comprar; que después hizo la buena
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suerte que el Varón hallase no sé qué mina secreta y pudo desempeñarlos; y obligado a las finezas que te debe, no es extraño que alguna expresión hiciera; eso no me admira a mí, porque tú le manifiestas tal cariño, le regalas, le mimas y le cortejas de tal modo… Sí, señor, ya entiendo tus indirectas; sí, señor: le tengo en casa; ni un solo ochavo le cuesta comer y dormir aquí; le regalo, y le quisiera regalar en tal extremo, que mientras aquí estubiera, no echara menos su casa, su fausto y sus opulencias. ¡Sus opulencias! ¡El pobre Varón! ¿Y qué mala estrella redujo a su señoría a ser vecino de Illescas? ¿de qué enfermedad murieron sus lacayos? ¿en qué cuesta se le atascaron las mulas y se rompió la litera? ¿qué gitanos le robaron el bagage? ¿dónde queda el mayordomo? ¿en qué zarza se le enganchó la venera? ¿cómo un hombre de su clase se ha presentado en calzetas? ¿No podrás satisfacerme estas dudas?
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Si quisiera, no hubiera dificultad. ¿Pero en efecto me dejas con la misma confusión? Sí; piensa de él lo que quieras; nada importa. Y en efecto, hermana, hablando de veras, ¿es un caballero ilustre? De la primera nobleza de España, mui estimado en las Cortes extrangeras, primo de todos los duques. ¡Oiga! Y es por línea recta nieto de no sé qué rey. ¡No es cosa la parentela! Si le trataras, verías qué conversación tan bella tiene, qué cortés, qué amable, qué obsequioso con qualquiera, y qué desinteresado. ¿Sí? Vaya, lo que él quisiera es tener dinero a mano, que esplendidez y franqueza no le falta; ya se ve: eso la sangre lo lleva. ¡Oh! no hay duda. Pero el pobre… ¡Válgame Dios! cuando cuenta sus desgracias… ¿Qué desgracias? Hará llorar a las piedras: ha sido gobernador… yo no sé si de Ginebra… ello es, en Indias; y un conde,
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que hereda toda su hacienda si muere el Varón sin hijos, el picarón mala lengua le ha puesto mal con el rey. ¡Haia bribón! Y por esta calumnia se ve obligado a disfrazar su grandeza de la manera que ves; pero puede ser que quiera Dios aclarar la verdad, y entonces… Pero ¡si vieras quánto favor le merezco al buen señor! Él me enseña todas sus cartas, y algunas que vienen en otras lenguas de Francia y de más allá de Francia, para que sepa lo que dicen, las explica en español todas ellas. ¡Pero qué cosas le escriben! ¿Qué cosas? Cosas mui buenas. Ya. Le dicen que se vaya a Londres o a Inglaterra, que el rey de allá le dará mucho dinero y haciendas; pero él no quiere salir de España. Si yo estubiera en su pellejo, pillaba mi sombrero y mi maleta y un pie tras otro marchaba a tomar esas monedas. ¿Qué puede esperar? que un día ahí en una callejuela
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me lo agarren, y después le rebanen la cabeza sobre si fue, si no fue. No, que según las postreras noticias van sus asuntos mejorando, de manera que precisamente el rey conocerá su inocencia, y al que levantó el embuste quizá le echarán a Ceuta. Eso es regular; y dime, hablando de otra materia que nos interesa más y es menester tratar de ella, ¿que tenemos de tu hija? Nada. ¿Nada? ¿Estás resuelta en que Leonardo ha de ser el que se case con ella? Yo, no. ¿Conque de esta suerte se ha mudado la veleta? Pues bien; yo siempre te he dicho que el hijo de d.a Elena, nuestra vecina, es un hombre de talento y buenas prendas; que si la casas con él, ella será mi heredera, y además la doi la dote; conque, la cosa está hecha, ¿no es esto? No. Pues ¿qué?, ¿quieres hacerla morir doncella? ¿Qué prisa corre el casarla? ¡Hola! no es mala la idea: ¿qué prisa corre? ¡ay´ es nada! Tú, hermana, ya no te acuerdas
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de que también fuiste niña; ¿qué prisa corre? ¡es mui buena la especie, por vida mía! Digo bien. Vamos, ya empiezas a delirar, y estas cosas se han de mirar con prudencia: es menester que se case. Pues yo no quiero que sea con ninguno de los dos Bien; pero de esa manera tendrá otro novio. Ninguno. ¡Válgame Dios, qué cabeza tienes! Pues no ha muchos días que te encontré mui dispuesta a casarla con Leonardo; tuvimos nuestra quimera corriente, porque te dije que era una cosa mal hecha no procurarla mejor fortuna; pues aunque tenga buena conducta ese mozo, que ninguno se lo niega, el otro no le va en zaga; es hombre de combeniencias, y con lo que yo daría, era una boda mui buena; pero ya… Sí; ya he mudado de parecer. ¡Qué tal fuera que nuestro Varón te hubiese ofrecido protegerla y te la quiera casar allá según sus ideas con algún petimetrillo de la Corte! ¡Fuera buena
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resolución! Pero en fin tú harás lo que te parezca; yo te he propuesto una cosa que a todos nos tiene cuenta; 495 si no lo quieres hacer, como luego no me vengas a llorar necesidades ni a referirme tragedias, haz tu gusto. Sí, y espero 500 hacerle de tal manera que no necesitaremos ir a contarte miserias ni tendrás que consolar nuestros males, no lo temas. 505 Bien, me alegro; algún proyecto (Se lev[an].ta) tenemos de consecuencia; celebraré que se logre del modo que lo desea Vuesarced, Señora hermana, 510 y me dará su licencia; voy a contar los dos mil y haré que el muchacho venga conmigo para traherlos; a más ver. (Vase d.n Pedro.) ¡Qué mosca lleva! 515 Obstinado mi hermano en su tema, se consume, se irrita, se quema si las cosas no van a su modo, porque en todo ha de ver el mandón. ¿Y qué importa que grite, que clame, 520 y loquilla y tronera me llame, o enfadado se vaia o me riña, si a la niña la quiere el Varón?
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Escena 6.a D. Mónica y el Varón. a
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D.a Món. Var. D.a Món. Var. D.a Món. Var.
D.a Món. Var. D.a Món. Var.
Señora, mui buenas tardes. Estoi a vuestra obediencia, señor Varón. Mui temprano habéis dejado la siesta. Hace un calor en mi alcoba tan grande que me molesta muchísimo; sudo, sudo de modo que me desvela y no puedo sosegar. Aquí faltan unas piezas de verano…; ya se ve, estas casas tan mal hechas… ¿Estubisteis mucho tiempo en Madrid? Mui poco, apenas estube un mes. De ese modo es casualidad que vierais mi casa. ¿En qué calle está? Es un caserón de piedra disforme. ¿En qué calle? Tiene muchísimas combeniencias, eso sí, pero es antiguo, y acá tengo mis ideas de echarle al suelo… ¿Por qué? Para hacerle a la moderna. Será lástima. No tal; además, que se aprovecha mucho material, y entonces
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De Moratín
D.a Món. Var.
me puede tener más cuenta; he visto el plan que me han hecho, y por una friolera se hará nuevo; diez millones es todo lo más que cuesta, sí señor, pero la casa, así como está es muy buena; su gran fachada, dos torres, un relox, catorce puertas, patios, fuentes, galerías, habitaciones diversas para verano e hi[n]bierno, un jardín con arboledas, quadros de flores, estanques, cascada, casa de fieras, surtidores, laverintos, cenadorcillos de yedra, estatuas, grupos, jarrones, en fin, quatro vagatelas que adornan. Dos años ha, se empeñaron [en] que hiciera un gabinete chinesco de mármoles de Florencia con bóvedas de cristal en medio de una plazuela de naranjos del Perú, y es regular que le tengan acabado. ¡Qué bonito será! Sí; yo di la idea en borrón, y es mui gracioso: así para una merienda en verano o un almuerzo, para poner una horquesta de noche; en fin, un juguete… no por el valor que tenga en sí, que me habrá costado
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
D.a Món.
Var.
D.a Món.
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siete mil duros apenas, pero por lo singular; tiene mérito; quisiera que le hubiereis15 visto ya, pero querrá Dios que sea mui pronto, sí, yo lo espero y entonces veréis la prueva maior de mi gratitud; viviréis en la opulencia, gozaréis de las delicias de la Corte, las primeras damas serán venturosas en llamarse amigas vuestras. De vuestra benignidad no lo dudo; pero es fuerza conocer que ya pasó mi tiempo, y por más que quiera, los años… ¿Los años?, ¡ah, qué talento, qué modestia, qué virtud! Cada vez más me edifica, me embelesa este modo de pensar. ¡Los años! ¿qué más dijera una muger fatigada de vivir? Esa prudencia, es verdad; mui pocas vezes en la jubentud se encuentra, pero produce portentos también la naturaleza… Y bien, decid: ¿quántos años podréis tener? Serán treinta lo más, lo más, ¿eh? Lo más.
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De Moratín Var.
D.a Món. Var.
Y al cabo ¿qué edad es ésa? La mejor, la más feliz de la vida, quando muertas las locuras jubeniles y las pasiones turbulentas,16 triunfa la razón, y unidas las gracias y la belleza al talento y la virtud, el corazón más revelde a su dominio sugetan. Mil gracias, señor Varón. ¡Éstas son mugeres, éstas…! Ya se ve, yo no me admiro: educada en tal escuela, ¿qué milagro que la hija un vivo retrato sea de su madre? ¡Ah! quiera el cielo, apiadado de mis penas, que esa unión apetecida efecto dichoso tenga. Si mi ventura cumplirse veo y el himeneo una hermosura me da querida que agradecida premie mi fe, toda mi pena daré al olvido, y envanecido de mi cadena, seré constante, feliz amante me llamaré.
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16 La conjunción, visiblemente añadida delante del artículo. Tal vez fuese la lección del original moratiniano: «y las pasiones violentas».
Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
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Escena 7.a D. Mónica y Fermina. a
D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a
D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a D.a Món.
¡Fermina! Señora ¿En dónde está Isabel? En la pieza de comer. ¿Sola? Solita. ¿Y qué hace allí? Se pasea de un lado al otro, suspira, llora un poquito, se sienta, se queda suspensa un rato, vuelve a llorar, se levanta, está afligida o inquieta, no quiere salir de allí ni que ninguno la vea. ¿Y a qué vienen esas cosas? A que no está mui contenta. ¿Por qué? ¿Por qué? Yo no sé por qué: locuras, rarezas, jubentudes. ¿Y no sabes tú…? No, señora. ¡Qué buena maula me pareces! ¿Yo? Tú. Puede ser que lo sea. Conque no quieres decirme a qué viene esa tristeza, ese lloro y ese encierro.
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De Moratín Ferm.a
D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a
D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a
Yo no quiero ser parlera, ni bribona, ni atrevida, ni que otra vez me suceda veros tan alvorotada; las verdades os molestan, cuando digo la verdad decís que soi embustera; conque más vale callar. Pues ¿a qué viene la tema de no decirme su mal? La dolerá la cabeza. ¿Conque tú no sabes nada? Yo, sí. Pues dilo, ¿qué esperas? Que me prometáis oírme con mucho amor. No me tengas impaciente. Que si digo alguna cosa que escueza, después no me regañéis ni me llaméis picaruela, ni trasto, ni deslenguada. Vamos. Que no haia quimeras y… Despacha. y venga yo a pagar culpas ajenas. ¿Has acabado? Ya empiezo, puesto que me dais licencia: el mal que tiene es amor, y ya que explicarme deba con claridad, vos tenéis la culpa de que la tenga.17
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17 Sic; debe de referirse a la «tristeza», cuya causa quiere conocer Mónica en el v. 673.
Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín D.a Món. Ferm.a
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¿Yo? Sí, señora; Leonardo ha venido con frecuencia a casa, y en todos tiempos os mereció mil finezas, tanto, que corrió la voz de ser ya cosa resuelta la boda con vuestra hija; esta vez pasó por cierta, viendo que no os opusisteis a que Leonardo siguiera como siempre, y al contrario, todos os vieron contenta; prosiguió el trato, y el mozo, que tiene buena presencia, que es entendido y amante, y sabe explicar sus penas, prendó a la niña; esto es cosa mui regular y mui puesta en razón, y el que lo extrañe poco entiende la materia. ¡Ay´ es nada! Jubentud, discreción, obsequio, prendas estimables, repetidas expresiones de terneza, repetidos juramentos de amor y constancia eterna. ¿Y esto no ha de enamorar? pues, digo, ¿somos de piedra? Vino después el Varón: a Dios, se acabó la fiesta; Leonardo se fue a Toledo, y en tres semanas no enteras que estubo ausente, se han vuelto sus venturas en tragedias; ha venido, y no queréis hablarle; él se desespera
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De Moratín en tanto que su querida ni más ni menos reniega de la fortuna; los dos ignoran la causa cierta de tal mudanza; el Varón las atenciones se lleva solamente, y como hay tantos bribones y malas lenguas, dicen que…., pero chitón: no quiero ser picotera. ¿Qué dicen? Esta mañana, ahí al lado de la iglesia, cierto conocido vuestro… (el nombre nada interesa para el caso) me pilló y me dijo: «picaruela, que no nos has dicho nada…»
D.a Món. Ferm.a
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Escena 8.a D. Mónica, Fermina y Pasqual con un cucurucho de papel en la mano. a
D.a Món.
Pasq. D.a Món. Pasq. D.a Món. Pasq. D.a Món.
¿A qué vienes tú? ¡no es buena la gracia! Sin que te llamen ya te he dicho que no vengas ¿lo entiendes? Mui bien está (Hace que se va.) 760 Para eso tienes la pieza de los perros. Bien está. Y que nunca te suceda venir quando esté hablando con alguien; cuenta con ella. 765 Bien está. ¡No es mala maña!
Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín Pasq. D.a Món. Pasq. D.a Món. Pasq. D.a Món. Pasq. D.a Món. Pasq. D.a Món. Pasq. D.a Món. Pasq.
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Está bien. Oyes,18 ¿qué llevas? Un rebujo. ¿Qué? Un papel. Oyes, ven; dile que venga; (Ferm.a lo detiene.) ¿qué es eso? Es un cucurucho 770 de papel. ¡Mira qué flema! ¿A ver? Me voy con los perros (Hace que se va.) Yo he de perder la paciencia; ¿no te le ha dado mi hermano? Sí, señora. Pues ¿qué esperas? 775 Dámele acá y vete. Voime. Escena 9.a D. Mónica y Fermina. a
D.a Món. Ferm.a
¡Qué sosón es, y qué pelma! Prosigue. Pues, me decía: «¿Conque la boda está hecha del Varón e Isabelita? ¿Quánto va que me lo niegas? Pues mira que yo lo sé». «Yo, señor, de esa materia no sé nada», dije yo. «¿Que no sabes? A tu abuela. Tú callas porque conoces el disparate que intenta
18 Forma coloquial del imperativo (véase v. 769).
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De Moratín doña Mónica; lo mismo en todo el lugar se suena: todos dicen que a su hija la esclaviza, la violenta llevada del interés, que ha perdido la chaveta y piensa hacerse señora creyendo ser verdaderas quantas cosas la ha querido decir ese calavera, tunantón, gato de playa. ¿De dónde la vino a ella, la locona, emparentar con duques y archiduquesas?, ¿de dónde?, ¿no han sido siempre en toda su parentela alta y baja labradores? Pues ¿qué más quiere? ¿qué intenta? ¿Por qué no casa a Isabel con un hombre de su esfera, que la pueda mantener con estimación, que sea hombre de bien, que el honor vale por muchas grandezas, y no entregarla a un bribón que nadie sabe en Illescas quién es ni de dónde vino, ni adónde va, ni qué espera? ¡Galopín!, que ha de ser él Varón como yo abadesa. ¡Desarrapado!, que vino sin calzones y sin medias, y, heredero de tu amo, con poquísima vergüenza, de galas que no son suias, adornado se presenta por el pueblo. ¡Badulaque! ¡Ah!, ¡si alzara la cabeza
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a D.a Món.
Ferm.a D.a Món. Ferm.a
el que pudre, y en su casa tales desórdenes viera! ¡Pobrecito!, no murió de gota, murió de aquella maldita muger que fue su purgatorio en la tierra, ridícula, fastidiosa, atronada, tonta y vieja… Vamos, calla, dejaló,19 y que digan lo que quieran; eso es embidia y no más. ¡No has llevado mala felpa!20 Ya se ve, todo es embidia. Yo haré lo que me parezca. Ya se ve. No necesito que ninguno de ellos venga a gobernarme. Seguro. Si están que se desesperan los embidiosos, no pueden sufrir que ninguno sea más afortunado; en fin, querrá Dios que yo los vea confundidos, que me aparte de ellos y que nunca vuelva a este maldito lugar. ¡Válgame Dios, y qué buena determinación, señora! Y ¿adónde iremos? ¡Qué lerda eres! A Madrid. ¡Qué gusto!, ¡a Madrid! Conque, ¿de veras a Madrid?, ¿con el Varón?
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19 Además de ser acentuación coloquial, permite conseguir un octosílabo cabal. 20 Aparte.
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De Moratín D.a Món. Ferm.a
Pues ya se ve. ¡Qué contenta se pondrá la señorita!, ¡qué felicidad la nuestra!, ¡a Madrid! Pobre Isabel,21 ya está dada la sentencia. El Varón… Déjame sola. A pensar en la defensa, que, si no, todo se pierde.22
D.a Món. Ferm.a
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Escena 10.a D. Mónica y el Varón mui pensatibo con unas cartas en la mano. a
D.a Món. Var.
Vaya, me alegro; ¿qué nuevas tenemos?, ¿no respondéis?, ¿suspiráis? Mi muerte es cierta: ésa es la carta de mi hermana; si queréis, podéis leerla.
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Lee D.a Mónica: «Mi querido herm.o; he recibido la última tuia y la sortija de diamantes que me embías de parte de esa s.ra, que, aunque no tengo la fortuna de conocerla, este rasgo de generosidad y, más que todo, tus informes, me dan idea de quién es, me obligan a estimarla, y deseo infinito verla para mostrarla mi afecto y quánto quisiera honrarme con su trato y amistad. La darás mil gracias de mi parte diciéndola que no la embío nada, porque no juzgue que aspiro a pagar sus expresiones; las agradezco, y mi gratitud vale más que todo lo que 21 Estas dos palabras, y el verso siguiente, aparte. 22 Aparte.
Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
D.a Món. Var. D.a Món. Var.
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pudiera embiarla. Nuestro primo el arzobispo de Andrinópoli ha escrito desde Dublín, y parece que dentro de poco llegará a su diócesis. Mil expresiones del condestable y del marqués de Famagosta23 mi cuñado. Ya puedes considerar quánta alegría nos habrá causado ver aclarada tu inocencia y castigados tus enemigos. El rey desea verte, lo mismo todos tus parientes y amigos, y más que todos tu querida herm.a, La duquesa de Mostagán». ¡Válgame Dios, qué fortuna! 870 Os doy mil enhorabuenas; gracias a Dios. ¡Ay, Señora! ¿Qué pesadumbre os aqueja en tanta felicidad? La maior, la más funesta 875 para mí; ved esa carta y veréis mi muerte en ella. Lee D.a Mónica: «En efecto, amado sobrino, tus cosas se han compuesto del modo que deseábamos; antes de ayer se publicó la resolución del rey; reconoce por injustos quantos cargos se te han hecho, y el duque de Península,24 tu acusador, está sentenciado a prisión perpetua en el castillo de Sant Ángelo. Estoy disponiendo a toda prisa los coches y criados que deben conducirte, y entretanto no puedo menos de recordarte que tu casamiento con doña Violante de Claramunt Pérez de Quiñones, hija del marqués de Utrique, está ya resuelto; y concluido este asunto que le retardó, no tiene al presente ninguna dificultad. El caballero Adolfo de Remestein Bramburg, gefe de esquadra del emperador, que se
23 Ms.: «tamagosta». 24 Debía de ser «de la Península», igual que en la comedia.
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De Moratín
D.a Món.
Var.
D.a Món. Var.
D.a Món. Var. D.a Món.
halla de vuelta de los baños de Trillo, será el padrino, y todos deseamos ver efectuadas tus bodas que tanto interesan a las dos familias. Recibe por todo mis enhorabuenas, y manda a tu tío que te estima, El príncipe de Siracusa». En efecto, estas noticias os causarán mucha pena si es cierto que a Isabelita 880 la habéis querido de veras. ¿Si la he querido? ¿Tan poco mi pasión se manifiesta? ¿Si la he querido? Y la quiero, y si conjurado viera 885 todo el mundo contra mí, no dejaré de quererla. ¿Que me importa a mí adquirir más honores, más grandezas, si pierdo mi libertad 890 y pierdo mi amor con ella? Vaya, si no puede ser. ¿Y qué pensáis? Si pudiera resolver…, y ¿por qué no? ¿Quién puede hacer resistencia? 895 Nadie… ¿No soy absoluto?, ¿no puedo hacer lo que quiera? Ya está resuelto… Mi tío piense lo que le parezca. Doña Mónica, es preciso 900 hacer estas diligencias al instante, desposarme con Isabel, y que venga lo que viniere después. ¿De veras, señor? De veras. 905 Permitid… (Doña Mónica quiere arrodillarse y besar las manos al Varón, y éste la detiene y la abraza.)
Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín Var. D.a Món. Var.
D.a Món. Var. D.a Món.
Var.
D.a Món. Var.
D.a Món.
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¿Qué hacéis? No sé, no sé, porque una sorpresa tan agradable… Ya véis, señora, que el tiempo vuela; no perdamos un instante, 910 por Dios… Sólo me atormenta…, no sé qué hacer…, yo no sé de qué arvitrio me valiera… ¿Para qué? Yo necesito algún dinero, y la urgencia 915 es tal que… ¿Y os da cuidado eso, mientras yo le tenga? Dos mil reales hay aquí; tomadlos. No, que ya fuera cansaros con demasía 920 después de tantas finezas que os he merecido; no, eso no; me da vergüenza y es abusar… ¡Qué locura! ¿Abusar? Sólo quisiera 925 que fuese más cantidad. Tantos favores me llenan… (Toma el din.o) de rubor; pero decidme: si vuestro hermano quisiera, puesto que ha de dar el dote, 930 darle de contado, fuera algún alivio. Mi hermano tiene allá ciertas ideas estrambóticas, y dice que cumplirá su promesa 935
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De Moratín
Var. D.a Món. Var. D.a Món. Var.
D.a Món. Var.
D.a Món.
quando se case Isabel a su gusto; son rarezas suias; en fin, yo no cuento con él. ¿Sí? De esta manera ¿no lleva a bien esta boda? No, señor, su resistencia no es por eso; si él no sabe nada. ¿No? Mucha extrañeza me causa. ¡Válgame Dios, qué descuido! ¿Qué os altera? ¡No habérselo dicho! ¡Vaya, vaya, yo no lo creyera de vos, a un hermano, a un hombre de su mérito y sus prendas!, ¡a un hermano! En fin, en esto no habéis andado discreta, doña Mónica. Si tiene un genio… Y bien, que le tenga, nada importa… ¡Vaya!, haber callado de esa manera…, no hay disculpa…, ¡una muger tan entendida la yerra! Vamos, es cosa increíble, me ha sorprendido, me llena de disgusto, no me puedo persuadir…, en fin, la enmienda es precisa: yo estaré con él y haremos que sepa el caso; le pediré su aprovación, que sin ella fuera una temeridad. Yo temo que su respuesta ha de enfadaros.
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín Var.
D.a Món. Var.
¿Por qué? No señor, esa sospecha no es fundada; vuestro hermano podrá tener su rareza como todos, pero es hombre de muchísima prudencia y atento, y sabe tratar con las gentes… A mi cuenta queda el hablarle, y en tanto disponed lo que combenga sin perder tiempo. Está bien. ¡No haberle dicho siquiera por atención…! ¡qué descuido!
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Escena 11.a El Varón, solo. Pues si el tal viejo se empeña en que no ha de dar la dote, todo mi proyecto vuela, y entonces, salto de mata; a bien que poco se arriesga; ¡cáspita!, yo no crehí que el tal hombre nos saliera con esta majadería, pero a bien que aunque se pierda todo, yo no pierdo nada; esto solo me consuela. Pues, señor Varón, venzamos la dificultad que resta: a sitiar al viejo, a darle asalto y batirle en brecha. Si se resiste, esta noche me ceno mis cinco leguas, a bien que hai luna, y si cede…, si cede…, lo mismo queda
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De Moratín que hacer…; en viendo el dinero en mi mano, a Dios Illescas; mañana dispongo el hato y sin que nadie lo sepa (por no darle pesadumbre con mi apresurada ausencia) me marcho de aquí, y entonces yo seré señor de veras. Por más que resista haré que desista y el dote me cuente. Llegaré obediente, llamándole tío, y al cabo confío que le embromaré. Con este dinero seré caballero, seré venerado, será celebrado mi genio bendito; amable, bonito, discreto seré.
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Escena 12.a El Varón y Fermina con varios vestidos que pondrá sobre un taburete. Var. Ferm.a Var. Ferm.a
¡Ferminilla de mis ojos! ¡Ay, qué expresiones tan tiernas, señor Varón! ¡Qué cargada vienes!, ¿qué galas son ésas? Son vestidos de mis amas que con suma diligencia se han de achicar, alargar, aforrar, tapar troneras,
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
Var. Ferm.a
Var. Ferm.a Var. Ferm.a
guarnecer, desfigurar de tal modo que parezcan nuevecitos; los encargos de mi señora me queman; y aprisa, al instante, ahora; y yo soi la cocinera, la doncella de lavor, la sastra, la camarera, el page y el mayordomo todo junto en una pieza. ¡Pobre Fermina! Cuidado, que me ha puesto la cabeza perdida a puros encargos. ¡Pasqual!; nada considera esta señora; ¡Pasqual!, ¡eh!, se estará en la bodega estudiando a Carlo Magno. ¡Pasqual! ¿Le digo que venga? No, señor, yo iré. Si voy a salir, nada me cuesta decírselo. Muchas gracias.
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Escena 13.a Fermina, y después Pasqual. Ferm.a
¡Buena va la danza, buena! Esto es hecho; si Leonardo algún arvitrio no encuentra, todo se pierde, ¡y mi ama, tan grave y tan reverenda, sin conocer las resultas del disparate que intenta!
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De Moratín
Pasq. Ferm.a Pasq. Ferm.a
Pasq. Ferm.a Pasq. Ferm.a
¡Válgame Dios, los que dicen que los años dan prudencia! Viejecitos, viejecitos, cascaditos, curtiditos, curtiditos, con arrugas, y verrugas, yo os confieso la verdad: que no es todo seso lo que es gravedad. ¿Me llamabas? Sí; al instante, aprisa, de una carrera, has de ir a casa del sastre. Allá voi… (Hace que se va.) Oyes, tronera, si no te he dicho el recado que le has de dar, ¿a qué es esa locura? A que no me digan que soi sosonazo y pelma.25 Dile que venga al instante, al instante, que le esperan mis amas, ¿estás? Estoy. pues corre, no te detengas.
25 Ms.: «[…] que no soy […]».
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
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Escena 14.a Fermina e Isabel. Isab.
Fermina, Leonardo viene; le he visto desde la reja, y va a subir; quiero hablarle quizás por la vez postrera. Querrá ver qué determina; mi madre está ya resuelta: no sé qué cosas la ha dicho el Varón, y todas ellas la inducen a apresurar este enlace que detesta mi corazón, que apresura mi muerte si a efecto llega; pero él viene; vete tú por allá dentro y observa a mi madre; ten cuidado de avisarnos con presteza si la ves venir acá.
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Escena 15.a Isabel y Leonardo. Leon.o
Nunca imaginar pudiera, bella Isabel, conseguir en situación tan adversa la felicidad de verte, pues olvidando que sea la que fuese tu intención, lo estimo como fineza. Sí; que aunque pudo acabarse aquella pasión primera y el tiempo ha dado por falsos juramentos y promesas, un poco de ingratitud
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De Moratín
Isab.
sienta bien a la belleza, y mal pudiera exigir, por mui querido que fuera, que una muger tan hermosa tubiese la diferencia entre las demás de ser en sus pasiones eterna. Este desengaño tardo que tu proceder me enseña me servirá de escarmiento ya que consuelo no sea; pero siempre agradecido a tu bondad o a mi estrella que en otro tiempo me hizo digno de que me quisieras, yo conservarte prometo la más justa reverencia; y aunque, faltando el amor, tivios los favores sean y en un amante ofendido ya de ser favores dejan, yo, de mi injuria olvidado, idólatra de tus prendas, miraré tus atenciones como si fuesen finezas… Esta ilusión bastará a dar alivio a mis penas, si ya que me has despreciado logro que no me aborrezcas. Leonardo, no es ocasión de que los instantes pierdas burlándote de mi fe con dudas que son ofensas; no es ocasión; si lo fuese, mucho decirte pudiera, pero donde el tiempo falta, están por demás las quejas.
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
Leon.o
Yo te he querido y quiero… Dios sabe quánta violencia padezco al decirlo y quánto sufre una muger honesta si lo que debe al silencio tiene que decir la lengua. Te quiero, y aunque mi amor tan ofendido se vea que, yendo a buscar alivio sólo pesares encuentra, no podré, no, desmentir una pasión verdadera, ni sabré dejar de amarte por más ingrato que seas. Pero ¡ay Leonardo! Tú ignoras quánto mi dolor aumentas quando oprimida me veo, de mil sobresaltos llena y que sólo espero en ti, si alguna esperanza resta. Y tú, cruel…, mal conoces las mugeres que desprecias; poco sabes quánto puede una inclinación en ellas… ¡Ah!, si no fueran constantes, menos infelices fueran; si a la hermosura y las gracias que el más injusto venera uniesen un corazón capaz de menor firmeza, nunca el hombre se cansara de gemir en sus cadenas. Pero, Isabel, ¿tan feliz he de ser yo que te crea? ¿Podré juzgar que en tu pecho aquel ardor se conserva que en otro tiempo formó toda la delicia nuestra?
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26 Ms.: «ardidides».
¡Ah!, si es cierto, ¿qué peligro hallaré que me detenga, qué ardides26 que no discurra, qué enemigos que no venza? Si el amor te da osadía, mucha es menester que tengas; son preciosos los instantes; el punto fatal se acerca que me separe de ti y para siempre me pierdas. Sí, Leonardo, no han podido ni mi llanto ni mis quejas enternecer a mi madre; la boda está ya dispuesta con el Varón; yo, oprimida del temor y la vergüenza, hija y amante, procuro en vano aliviar mi pena; tú, si merece mi amor alguna correspondencia, tú me saca deste riesgo; a ti te doi la defensa de mi libertad, Leonardo: no me abandones, que fuera pérfida acción no servir a una muger que te ruega, a una muger que, primero que tal enlace consienta, sabrá morir. Isabel, no con tu ruego me ofendas, que yo prometo, aunque todo el mundo lo resistiera, dar alivio a tu pesar; no entregada a la tristeza
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
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me quites todo el valor, que mal tenerle pudiera viéndote desconsolada y en triste llanto deshecha. Veré a tu madre, y si tienen las pasiones eloqüencia, yo la sabré reducir, o quando burladas viera mis esperanzas, amor muchos arvitrios encuentra, y nada me detendrá, como tú, Isabel, me quieras. Si llevo en el pecho tu imagen querida, sabré con mi vida la tuia librar. Verás quán en vano vencer ha crehído quien no ha merecido tu afecto ganar.
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Escena 16.a Fermina, Isabel y Leonardo. Ferm.a Isab. Leon.o
Isab. Leon.o
Mi señora os llama.
(A Isabel.) A Dios,
Leonardo. No, que no fuera justo perder un momento quando tu quietud se arriesga; voi a hablarla. ¿En fin, resuelves? ¿No quieres que lo resuelva? Es mucho lo que me importa para que vacile y tema; vale mucho mi Isabel para exponerme a perderla.
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De Moratín Isab. Leon.o
Isab.
Ferm.a
Todos
¡Ay!, que no has de conseguir, Leonardo, lo que deseas. Siempre fue de los osados la fortuna compañera; el cobarde, que la teme, siempre la ha tenido adversa. Amor da valentía al pecho más cobarde; por él en iras arde el que temió algún día; al peligro le guía, victorias mil le da. De amor lloro la pena que turbó mi sosiego; ni dócil a mi ruego, de timidez me llena, ni el corazón serena que vacilando está. Si viene mi señora y os halla de ese modo, por enmendarlo todo todo se perderá. La suerte que hasta ahora causó disgusto tanto quizá de nuestro llanto se compadecerá.
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Acto 2.° Escena 1.a El Varón solo. ¡Válgate Dios por el hombre! Quando no nos hace falta, a las quatro de la tarde está metido en la cama, y hoy que yo le necesito,
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín ni parece por su casa ni saben quándo vendrá. ¡Si este dinero pillara, qué felicidad la mía, qué gran papel en la farsa del mundo pudiera hacer! Fortuna, que, siempre grata a los pícaros, colmaste de dichas mis esperanzas, favoréceme esta vez; no me entregues a la garra de un alguacil y me dés el premio de mis hazañas. Fortunilla, taimadilla, caprichosa, poderosa, si tu rueda nunca queda puede estar, si la vuelves y resuelves humillarme y olvidarme ya del todo, dame modo de escapar.
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Escena 2.a El Varón y d.n Pedro. D.n Ped. Var.
Señor Varón, buenas noches. Si os ha dicho la criada que os fui a buscar, sería mejor que a mí me avisaran, y hubiera pasado allá,
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De Moratín
D.n Ped.
Var. D.n Ped.
que no que os incomodarais, Señor d.n Pedro, por mí. ¿Si? Pues no es ésa la causa de venir: sólo he subido a preguntar a mi hermana una cosa que me han dicho, que por más que la afirmaban, no la he querido creher. Una especiota de tantas que corren por el lugar… Es la gente mui bellaca, y sobre una friolera miente, desatina y fragua cosas que nos incomodan muchas vezes y nos causan mil desazones, por más que uno quiera despreciarlas; en los pueblos reducidos es cosa mui arriesgada dar un motibo, aunque sea pequeño, porque levantan caramillos y… Y en fin, ¿qué ha sido? Nada en sustancia, nada, pero que pudiera tener resultas mui malas; mi hermana no considera estas cosas, tiene en casa una muchacha que al fin ha de pensar en casarla hoy o mañana, y permite que así su crédito vaya de boca en boca; la pobre chica, que ni sabe nada ni ha dado ocasión jamás de decir una palabra
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
Var. D.n Ped. Var.
D.n Ped. Var.
D.n Ped. Var. D.n Ped.
contra su conducta, pierde por su madre lo que gana por sí… ¡qué cabeza tiene esta muger!, ¡qué atronada es y qué loca!… (Hace que se va y el Varón le detiene.) Quisiera hablaros en confianza sobre un asunto. Decid. No sé si hallaré palabras para disculpar un yerro que la inadvertencia causa de doña Mónica; yo he ofrecido disculparla con vos… Muy bien, y ¿es el caso? Es el caso que, prendada de algún mérito que juzga hallar en mí, de la hidalga sangre que corre en mis venas, de lo antiguo de mi casa, en fin, habiendo crehído que en mí calidad no falta para merecer su agrado, después de algunas semanas de meditación, resuelve coronar mis esperanzas con la mano de Isabel, vuestra sobrina. ¡Ah; eso es chanza, señor Varón! No por cierto; ni era justo os engañara con una cosa que… Vamos, señor Varoncito, vaya,
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De Moratín
Var. D.n Ped.
Var. D.n Ped.
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27 Sic: falta una sílaba.
vaya, que para juguete me parece que ya basta. ¿Juguete llamáis…? No hablemos 105 de eso; vamos, que me cansa ciertamente, y aunque tengo el genio alegre, me agrada mucho la formalidad. Don Pedro, ninguno gasta 110 más formalidad que yo. (Con mucha grav.d) Don Varón, no importa nada el gesto y la gravedad, (Imit.º el tono del Varón.) que a serio nadie me gana, y seriamente os repito 115 que no gusto de esas chanzas, ¿estamos?… Por eso mismo vengo a reñir a mi hermana; yo no sé quién ha extendido por el lugar que se casa 120 Isabelita con vos, y cierto que si juzgara ser vos quien lo ha divulgado, yo os supiera dar las gracias. He perdido. (Aparte.) ¿Y no sabremos 125 a qué viene tan estraña aversión…? A que el decoro de una muger honrada27 es cosa mui respetable, y si alguno le profana 130 con un embuste, y el vulgo da crédito a sus palabras, pierde su opinión, la qual, una vez amancillada en el concepto común, 135
Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
Var.
tarde o nunca se restaura. Isabel no necesita para ser afortunada viznietos de emperadores. No es princesa ni aun hidalga, pero es mui honesta, tiene mucha virtud, muchas gracias y no mui poca hermosura, con las quales circunstancias hai muchos en el lugar, muchos, muchos que juzgaran ser felizes con su mano; pero si corre la fama de que, olvidando quién es, estubo ya perdigada para varonesa, entonces ¿quién la mirará a la cara? Cásese la señorita, dirán, con un par de Francia, o escoja el que más le guste de los príncipes de Italia, que bajar desde un Varón de tan ilustre prosapia, tan noble, tan sumamente noble, y de prendas tan altas, a ser esposa de un pobre labrador, fuera afrentarla. Y dirán bien… No dirán bien, no, señor, si se casa conmigo, no dirán bien. Si faltase a mi palabra o desmintiendo el amor que me fuerza a idolatrarla fuera yo capaz de ser tan vil que la despreciara, entonces dijeran bien;
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Var.
pero si la unión sagrada del matrimonio la hiciese mi muger, y… ¡Pataratas…! Pero decidme: ¿juzgáis que tengo tan rematada la cabeza, que tan necio soi, que me han dado estas canas tan corto conocimiento que al instante me persuada a tal disparate? ¿A mí venirme con eso? Vaya, señor Varón, que me hacéis mui poco favor. Extraña tenacidad es la vuestra, y cierto ignoro la causa que podéis tener; yo pienso que el amor todo lo iguala, y las prendas que decís de vuestra sobrina bastan a darla maior fortuna de la que conmigo alcanza; por mi parte… yo no sé… quizá la pasión me engaña… pero no sé en qué he podido desmerecer; si pensara que otro más digno podía gozar ventura tan alta, era capaz de cederle el triunfo, por que lograra Isabel mejor destino: tan generosa es mi llama que por hacerle feliz supiera dejar de amarla. Pero ciertamente ignoro qué defecto os desagrada
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Var. D.n Ped. Var. D.n Ped. Var. D.n Ped. Var. D.n Ped. Var. D.n Ped.
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en mí, si mi nacimiento, mi fortuna, o… Nada, nada… (Con ironía.) Señor Varón, yo no pongo en vuestros méritos tacha, 210 eso no, fuera faltar a la justicia; las claras prendas del s[eñ].or Varón merecen mil alavanzas. Ya he ganado. (Aparte.) Yo no puedo 215 dignamente celebrarlas sino con la admiración y el respeto, y si pensaran todos los demás así no se oyeran mil infamias 220 por el pueblo que vulneran vuestra opinión o la manchan. ¿Cómo así, pues…? Son hablillas de la gente. Mi venganza… ¿Qué venganzas? No, señor. 225 ¿Por qué no? Si así me agravian, yo haré… Si son unos necios. No importa. Lenguas bellacas que no pueden ofender lo limpio de vuestra fama. 230 Bien decís; como Isabel premiar quiera mi constancia y el dulce nombre de tío… ¡Oh!, señor Varón, mil gracias, mil gracias; pero hasta ahora 235 aún no está determinada cosa ninguna.
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De Moratín Var. D.n Ped. Var. D.n Ped. Var. D.n Ped. Var. D.n Ped.
¿Qué escucho? No, señor. Pero ¿qué falta?28 Falta persuadirme a mí, y es cosa bien arriesgada el intentarlo. ¿Por qué? Porque… si os digo la causa os dará enfado. Decidla. Ya he perdido. (Aparte.) En dos palabras la diré: nadie en el pueblo os conoce; si no falla lo que habéis dicho de vos, mui pocos hai en España que os igualen; sois en suma un gran señor. Si son falsas las noticias que tenemos, sois un bribón, un canalla. Siendo un señor, otras bodas merecéis, la suerte os llama por otra parte, dejad a Isabel, señor, dejadla, que aun quando fuese verdad esa pasión extremada que la mostráis, y a tal punto una locura os arrastra, nosotros no estamos locos. Si sois —y muchos abrazan esta opinión— un tunante que ha venido a sonsacarla por chiste y fingir con todos grandezas desmesuradas a ver si puede quitarnos
28 Ms.: «Pero», añadido en el margen izquierdo.
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín con astucias y patrañas el dinero y el honor, será burla mui pesada; pero yo estoi mui de aviso: cuidado con lo que trama el señor Varón, cuidado, no se exponga, que le aguarda un mal rato, y esos chistes en Ceuta y Orán se pagan.
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Escena 3.ª D.n Pedro e Isabel. D.n Ped.
Isab.
No le ha gustado el sermón; fuese sin hablar palabra. ¡Qué bueno fuera, qué bueno! En fin, puesto que mi hermana ha perdido la chabeta, no contemos para nada con ella, pero estas dudas es menester aclararlas. ¿Isabel? Señor, si puede moveros mi suerte infausta, si valen algo con vos estas lágrimas amargas, procurad desvanecer el riesgo que me amenaza: mi madre por un capricho tiene mi boda tratada con el Varón; vos podéis tan sólo desengañarla; en vos hai autoridad que en todos nosotros falta; si me abandonáis, si llega a efecto, mi vida acaba,
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De Moratín
D.n Ped.
Isab. D.n Ped.
que a un precepto tan crüel ninguna prudencia basta. Vos la sabréis reducir, y habiendo salido vana toda nuestra diligencia, en vos tengo mi esperanza; en vano quiere Leonardo persuadirla, que, obstinada en su parecer, ninguna reflexión con ella alcanza. Yo muero en tanto, y… ¡Morir! ¡Morir por eso, muchacha! Tú tienes un corazón más chico que una avellana. Sabes que te quiero tanto que siempre he sido en tu casa tu protector y tu amparo, que no hai cosa, por extraña que fuere, que me detenga quando de tu bien se trata. ¿Te acuerdas que quando eras chiquitita me llamabas «el otro papá»?, ¿que has sido alivio de mis desgracias?, ¿y te me quieres morir? ¡Morir!, y ¿qué me quedaba para consuelo después, si mi Isabel me faltara? No, señor; yo necesito que vivas, y afortunada, y mui contenta; ¡eh!, dejemos esas locuras, que nada se consigue con llorar. ¡Ay, Señor! Pobre muchacha; vamos, vamos serenando
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín esa aflicción, que me enfada ciertamente verte así; ten segura confianza, que, por más que lo procure tu madre, verá burlada su pretensión; voy allá, y verás qué función anda con ella; dame un abrazo (La abraza.) y a Dios.
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Escena 4.ª Isabel, sola. Confusa, agitada, llena de temor estoi. Todo el cielo me amenaza, y ni puedo resistir mis penas ni remediarlas. Oprimida de mi suerte, nada aguardo, nada intento, ni aminora mi tormento la esperanza del favor. El descanso de la muerte sólo busco y sólo pido, que en mi pecho llevo unido de las furias el horror.
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Escena 5.ª Isabel y Fermina. Ferm.a
¡Ay, señora, qué bohína anda allá dentro en la sala entre la madre y el tío! Las puertas están cerradas pero tales vozes dan,
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De Moratín singularmente mi ama, que las vecinas se asoman por troneras y ventanas, escuchando el alvoroto, y como ignoran la causa, juzgan que los dos hermanos se repelan y se arañan. ¿Leonardo? Pero aquí viene.
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Escena 6.ª Isabel, Fermina y Leonardo. Isab. Leon.o
Isab. Leon.o
En fin, ha salido vana tu esperanza, ya lo ves. No lo he visto, mucho falta que hacer… Quando yo te animo, Isabel, ¿así desmayas? ¡Válgame Dios!, ¿no ha de haber en ti valor y constancia? Tu tío está de tu parte, dice que al salir me aguarda aquí mismo, que esta noche han de quedar aclaradas las mentiras del Varón; que busque al punto me encarga a la justicia; con ella hemos de venir a casa; subiremos a su quarto, y si luego no declara quién es y no justifica lo que ha dicho veces tantas, por impostor sufrirá el castigo que le aguarda. No me detengas; a Dios. ¡Oh, quánto recela el alma! ¡Oh, quánto valor infunde el cariño de una dama!
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín Isab.
Leon.o
Ciegos errores, falaz deseo, eternas creo mis penas ya. No más temores, que a mi deseo, amor, te veo benigno ya.
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Escena 7.ª Fermina y Pasqual. Pasq.
Ferm.a Pasq. Ferm.a Pasq. Ferm.a Pasq. Ferm.a Pasq. Ferm.a Pasq.
Pues, señor, ya fui allá y dije que le esperaban al instante, que viniese corriendo, porque importaba muchísimo que viniese corriendo, porque mi ama le necesitaba y porque… en fin, porque le aguardaban y era menester que a toda prisa y sin pararse en barras viniese a todo correr. ¡Qué bellísima retayla de sandeces! ¿Y qué dijo? Dijo… si él no ha dicho nada. Pues, ¿no le has visto? Yo, no. ¿No le has visto? ¿qué, no estaba? Sí estaba. Y ¿qué?, ¿no le dieron el recado? La Colasa se le dio. Y bien, ¿quándo viene? Si no viene.
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De Moratín Ferm.a Pasq. Ferm.a Pasq.
Ferm.a Pasq.
Pues di, acaba, ¿por qué no quiere venir? Él bien quiere, pero falta que pueda. ¿Por qué? Porque parece que esta mañana el pobre sastre… no, ayer… yo no sé… no, ayer estaba en las eras… hoi ha sido; subió a poner unas tablas al palomar, y una red para tapar la ventana, y estando allí se le fue la cabeza porque andaba clavando clavos y el pelo se le enredó en una escarpia, y desde allí se cayó sobre el palo donde enganchan la garrucha quando quieren subir los sacos de paja, y desde allí se cayó al texado de su hermana, y desde allí cayó al suelo, y desde allí por la trampa de la cueba se cayó a la cueba porque estaba sin cerrar y desde allí se cayó en una tinaja de aguardiente, y de allí le llevaron a la cama; y mientras esté acostado no quiere salir de casa; conque no puede venir. ¡Para dar una embajada eres singular! Yo sí, eso ya lo ha dicho el ama.
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín Ferm.a Pasq. Ferm.a Pasq.
Pero ¿por qué no ha embiado al oficial que tomara la medida? Ya vendrá. ¿Quándo? Esta noche sin falta. Ya viene…, sí, … ya está aquí: mira si yo te engañaba.
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Escena 8.ª Fermina, Pasq.l, y Antón mui pensatibo. Ant. Pasq. Ferm.a Ant. Ferm.a Ant.
Ferm.a Ant. Ferm.a Ant.
Él es sin duda.
(Aparte.) ¿Me voy? Vete y no vuelvas. (Vase Pasqual.) Jurara (Aparte.) que es él. ¡Fermina! ¡Oh!, señor Antón, conque ¿esa desgracia le ha sucedido a tu amo? Tiene el pobre magulladas las costillas bravamente, la cabeza entrapajada, y entablilladas las piernas; se escurrió, bajó en volandas, cayó en duro, no avisó antes que se desplomara, y esto fue todo su mal. Y bien, ¿a qué es la llamada? Tienes que tomar medidas de vestidos a mis amas. ¡Ah, sí!, ya caigo, ¿y no hai también para ti una gala? No por cierto. Pues es mucho que el novio no te regala un buen vestido.
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De Moratín Ferm.a Ant.
Ferm.a Ant.
Ferm.a Ant.
¿Qué novio? Ese señor que se casa con la señorita: dicen que es una boda mui guapa; ya se ve, si es un marqués, ¡qué buena vida te aguarda! ¡qué vestidos te pondrás de tafetán!, y ¡qué gasas por la cabeza!, ¡qué cintas!, ¡qué plumas!, y ¡qué peinada de peluquero! Y el novio, ¿es algún viejo fantasma? No, por cierto, que es buen mozo. ¡Oiga!, mucho me alegrara de verle; ¡qué fortunón habéis logrado, bellacas!, ¡qué fortunón!, pobrecillo de mí, como yo encontrara alguna moza de Sión ricota, que me sacara de estas agujas malditas, al instante me casaba, y entonces tiraba al pozo dedal, tixeras o plancha. ¡Ah!, toma, no se me olvide: has de enseñar a tus amas esa sortija que ayer, sabiendo que se casaba la señorita, me han dado por si quisiera comprarla. Mira qué guapilla que es, cómo reluce, y barata; aquí viene en el papel el precio. (La da un papel.) ¡Ay, ésta es hurtada! ¿Hurtada?
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín Ferm.a Ant. Ferm.a Ant. Ferm.a Ant.
Ferm.a
Ant. Ferm.a Ant. Ferm.a Ant.
Ferm.a Ant.
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Sí; la conozco 515 mucho, mucho; si es de casa esta sortija. ¿Qué dices, muger?, mira que te engañas; si no puede ser. ¿No puede ser? Sobre que es de mi ama. 520 ¿De doña Mónica? Sí; no hay duda, es suia. ¡Caramba! ¿Suia?, pues bien, lo habrá dado a vender: estas alhajas corren de una mano en otra. 525 ¡Sí, vender!, ¡pues la estimaba poco!, no puede ser eso… Vamos, alguna de tantas de estas venerables tías se la ha llevado enredada 530 entre los dedos, no hai duda. Mi señora está ocupada allá dentro; esperarás un rato, y así que salga se la enseñaremos. Bien; 535 a mí no me importa nada. ¿Tienes prisa? No por cierto. Pues espera. No te vayas (Hace q.e se va y la det.e Ant.n) Fermina, dame un poquillo de conversación; aguarda, 540 escucha, dime: estas piezas de arriba, ¿están ocupadas? Sí, es el quarto del Varón. ¿Qué Varón?
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De Moratín Ferm.a Ant. Ferm.a
Ant. Ferm.a Ant. Ferm.a Ant. Ferm.a Ant.
Ferm.a Ant. Ferm.a
El que se casa con la señorita. Pero ¿quién vive con él? La gata negra, que se sube arriba y de noche le acompaña; nadie más. ¿Y su criado? ¿El criado? No los gasta. Pues ¿cómo? La varonía está mui deteriorada. Es que yo he visto una cosa y quisiera averiguarla. ¿Qué cosa? Quando venía, en una de las ventanas de arriba vi un personage… puede ser que la distancia me engañase, pero ¿qué?, ¿qué engañar?, aquella cara la conozco, no hai remedio. Como la luna le daba de frente, yo me paré a la sombra de esa tapia, le miré, le remiré…, yo no sé, pero jurara que le conozco. Pues nadie puede ser el que allí estaba sino el Varón. Adelante; será aprehensión. Pero acaba de decirme qué crey´as que fuese.
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín Ant.
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Es cosa mui larga de contar.
Ferm.a Ant.
No importa, dila. Pues va de cuento: yo estaba en Segovia con un cura extremeño que le llaman d.n Juan de Pedro Chinchilla. Éste me llevó a su casa, me puso a oficio, y en fin me mantubo con extraña caridad, hasta que supe hacer chalecos, casacas, chupas, botines, calzones y juboncillos y sayas. Entretanto, aparecióse cierto sobrino del ama, estudiante vivaracho y enredador, que tiraba por clérigo; supo hacer el bribón tales gatadas que mi buen cura le dio hospedage; le pagaba los estudios, le vestía con decencia, le engordaba, y en suma el pobre señor, sin recelarse de nada, se persuadió que sería Luquillas, mi camarada, andando el tiempo, el honor de la Iglesia segoviana. Yo, viéndome ya mocito, sin padre, madre ni hermana, con tal qual habilidad, quise ver qué tal andaba en Madrid de sastrería, y al fin resolví la marcha. Llegué a la Corte, encontré
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De Moratín la facultad despreciada, miserable, hice mil cuentas, y hallé que multiplicaban los sastres de tal manera que no son más dilatadas las familias de langosta en los campos de La Mancha. Vine a Illescas, y ya vi la cosa más moderada; respiré, me acomodé con el pobre Juan de Mata, el que se cayó a la cueba, y como en estas jornadas andube tan agitado, no tube buenas ni malas noticias de mi país; habrá dos o tres semanas que escribí al cura, y ayer, amiga, tengo una carta en que me dice que el tal Luquillas, sin decir nada a nadie, tomó soleta, que se ha llevado en las garras una caja, una cadena y unos pendientes del ama, que rompió una papelera en que mi cura guardaba el dinero, y se llevó para gastos de posada unos mil y tantos reales, que no saben dónde para, et cetera; esto es en suma lo que escriben, y me falta añadir que, si no tengo en los ojos telarañas, el suso dicho Luquillas en propia persona estaba en las ventanas de arriba
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
Ferm.a Ant. Ferm.a
Ant.
Ferm.a Ant. Ferm.a Ant. Ferm.a Ant.
Ferm.a Ant. Ferm.a
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cogiendo el fresco; jurara que es Luquillas y no otro, pero tú estás empeñada en que ha de ser el Varón; siendo así, no hablo palabra. 650 Mira, Antón, quizá ninguno de nosotros dos se engaña. ¿Ninguno?, no puede ser. Tú no sabes lo que pasa, no lo sabes; pero dime: 655 aquella cadena hurtada ¿la conocerás? Y mucho; y conozco una medalla de Santa Elena que tiene colgando. ¡Fuera chulada 660 que yo la tubiera! ¿Tú? Yo, sí, señor, ¿qué te espanta? Pues ¿por dónde la has podido adquirir? Estas alhajas corren de una mano en otra. 665 ¿Es ella? (Saca una cadena y se la enseña a Antón.) Pintiparada, la misma…, a ver…, sí, la misma, no hai duda; pero, muchacha, ¿por dónde…? Antón, no es ya tiempo de detenernos en nada; 670 ¿tienes la carta del cura? Aquí no; la tengo en casa. Pues al instante, al instante, por Dios te ruego que vayas por ella; no sabes tú 675 lo que importa que la traigas; corre, que luego sabrás…
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De Moratín Ant. Ferm.a
Pero ¿a qué viene…? Despacha, ve por ella.
Ant. Ferm.a Ant. Ferm.a Ant. Ferm.a Ant. Ferm.a
Pero ¿estás loca? Por Dios, ve a buscarla 680 y vuelve volando. (Empujándole acia la puerta.) Pero… Hombre, ¿qué pero? Si tardas en ir por ella nos pierdes. Pero… Corre. Si yo… Marcha. Escena 9.ª Fermina, sola. Yo estoi loca, yo estoi loca; ¿qué es esto que por mí pasa? ¡Señor, haber descubierto sin querer tales infamias! Apenas llego a creher fortuna tan no esperada. ¡Qué dicha, qué gozo! De puro alvorozo estoi agitada, dudosa, turbada y fuera de mí. Ya el cielo piadoso alivio, reposo nos da favorable. Varón miserable, ¡ay triste de ti!
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
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Escena 10.ª Fermina e Isabel. Ferm.a Isab.
29 Sic; por: «sólo».
¿Y qué tenemos de nuevo, señora? Que mi desgracia no tiene remedio, no; ya está visto, nada alcanza a persuadirla; en el mundo no hai muger más desdichada que yo; ¡separarme así de quien fino me idolatra!, ¡romper los nudos de amor con indiferencia tanta!, nudos que solamente29 la muerte debe romper; ¡inhumana ambición, que así nos ciegas y a delitos nos arrastras y a la injusticia!, ¿qué importan las riquezas a quien ama? Donde hai verdadero amor, las demás pasiones faltan. ¿Qué me sirve la fortuna si así de mi bien me aparta? Ni es fortuna la que turba la tranquilidad del alma. Un amante que adora constante, ¿no procura más alta ventura si cupido a su ruego vencido la victoria que espera le da? No hai tesoro que temple su lloro si carece del bien que merece, ni el despecho que abriga en el pecho extinguir la fortuna sabrá.
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De Moratín Escena 11.ª D.ª Mónica, d.n Pedro y los dichos. D.a Món.
D.n Ped.
D.a Món.
D.n Ped. D.a Món. D.n Ped.
D.a Món.
Siempre en consulta los dos; ¿qué negocios de importancia tendrán que tratar? ¿No he dicho, Fermina, que me deshagas la bata azul al instante, que es menester ensancharla de talle? ¿Por qué no vas? Ya sabes que no me agrada tanto palique. (Vase Ferm.ª) Pues hija, no hemos conseguido nada con tu madre, ni es posible reducirla: está empeñada en que has de ser varonesa. Como yo mando en mi casa, como soi su madre, como debe estar subordinada a lo que disponga yo, no es la pretensión extraña, señor hermano, y lo mismo fuera que me predicaran quantos hai en el lugar. Se casará. ¿Sí? Sin falta. Bien está; ya lo veremos. Pero mira que te engañas: la chica no ha de casarse con el Varón. No me hagas desesperar otra vez; ¿a qué has venido?, ¿a inquietarla?, ¿a llenarla de ilusiones la cabeza y que no haga cosa que la mande yo?
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín Isab.
No, señora, no es fundada esa sospecha; yo he sido, yo, la que ha dado la causa; que mal puedo tolerar el disgusto que me mata, mal puedo contradecir a lo que padece el alma. Yo no sé, querida madre, en qué os ofendí, en qué falta la triste Isabel, que así con tanto rigor se le trata. Si fue delito el amar a un hombre que destinabais para mi esposo, la culpa es vuestra, en vos castigadla, que en mí, señora, no fue inclinación declarada; obediencia fue; mi padre, mi padre no repugnaba estos enlaces; Leonardo era sólo el que juzgaba digno de mí; ¡quántas veces me dijo sus alavanzas!, quántas me dijo: querida Isabel, tengo tratada tu boda, serás feliz si con Leonardo te casas. Sus prendas, su edad, su genio, me dan justas esperanzas que esta elección ha de ser la fortuna de mi casa; no es rico, pero su hacienda para sostenernos basta sin empeño ni estrechez; no es rico, pero casada con un hombre virtuoso, de una conducta embidiada en el pueblo, tú serás
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De Moratín
D.a Món.
D.n Ped.
dichosa… ¡Ay, desventurada Isabel!, ¿quién te diría que este golpe te esperaba? Padre de mi corazón, ¿cómo así desamparada me dejasteis? Si él viviera, si él viviera, ¡ah!, no llorara yo la violencia que lloro,30 no me viera abandonada y oprimida. Padre mío, ¿cómo tarda, cómo tarda la muerte? ¿cómo no rompe estos lazos que me apartan de vos?, que los infelizes en el sepulcro descansan. Hola, ¿qué es esto, atrevidilla? ¡Qué habladorcilla conmigo estás! Quítate presto de mi presencia, que la paciencia ya se me apura, y la blandura sirve de poco. ¡Lindo descoco tiene la niña! Ni paz ni riña con ella basta; ¡qué humillos gasta la picaruela! Tal es la escuela que tú le das. (Vase Isabel.) Yo no le di tal escuela, pero tú quieres casarla
30 «Yo», añadido al principio del verso.
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
D.a Món.
D.n Ped. D.a Món.
D.n Ped.
contra su gusto, y no es mucho que se aflixa. Si mirara la tonta lo que la importa esta boda, no pensara de ese modo. Desatino. ¿Desatino? ¿Y a qué llamas desatino? ¿Por ventura te parece cosa mala aspirar a más, querer mejorar en quanto alcanza nuestro ingenio la fortuna en sus caprichos tan varia? Quando hallamos favorable la ocasión, ¿aprovecharla es malo, señor hermano? No es malo, señora hermana, si todos esos proyectos los dirige y acompaña la prudencia; cada qual en la clase en que se halla debe procurar ser más; pero con desatinadas ilusiones olvidarse de quién es, y en la esperanza de lograr maiores dichas que jamás ha de gozarlas abandonarse a la suerte y juzgar que le prepara el cielo en otra carrera lo que en la suia no alcanza, mui poca prudencia argüie, y si para mejorarla espera de los acasos dichas mal imaginadas que, si no son imposibles, están sólo reservadas
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De Moratín
a
D. Món.
D.n Ped.
a una alma grande que sabe merecerlas y buscarlas, es locura el pretenderlo; quando los auxilios faltan, quando la distancia es tal… Y ¿quál es esa distancia? ¿Será la primera vez que un hombre ilustre se casa con una muger humilde? ¿Quién ignora lo que arrastra una pasión? Las pasiones de nuestros tiempos, hermana, son en todo diferentes de aquéllas tan celebradas de nuestros abuelos. Sí, los años hacen mudanzas en las costumbres; por eso aquellos prodigios faltan de iniquidad y virtud, que en esta edad ilustrada (si así se puede decir) son más pequeñas las almas; y no hai héroes ni malvados porque no hai exceso en nada. No es ya el amor un afecto violento que nos inflama, es una galantería o un deleite, y en las varias combinaciones que admite, y según las circunstancias que ocurren, o es un comercio que a la fortuna nos llama o es una razón de estado. Pero tú no miras nada; te imaginas que el Varón está que se despedaza por la muchacha; el Varón
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín es un tunante que aguarda una ocasión oportuna para dejarte burlada; los que nacieron ilustres y poderosos no gastan ese género de amores; con sus iguales se casan; los pícaros que no tienen que perder andan a caza de viudas tontas, se hacen caballeros, fingen cartas, verbigratia, como esa que me has enseñado, engañan, pillan y se van.
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Escena 12.ª Fermina y dichos. Ferm.a D.a Món. Ferm.a
D.a Món. Ferm.a D.a Món. Ferm.a D.n Ped.
Señora. ¿Qué quieres?, ¿ya estás cansada de coser? Quiero enseñaros una sortija mui guapa por si la queréis comprar. 925 (Enseñándola la sortija que la dio Antón.) A verla; p[er].º muchacha, ¿no es ésta….? La vuestra. Sí. No hai duda, no hai que mirarla: es ella misma. En efecto, es ella; pero la hermana 930 del señor Varón escribe con fecha de ayer que para en su poder; yo no sé
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De Moratín
D.a Món. D.n Ped.
D.a Món.
D.n Ped.
Ferm.a D.a Món. Ferm.a D.n Ped. Ferm.a
estas cuentas ajustarlas; aunque sí, bien puede ser. ¿Cómo ha de ser? Siendo falsa la tal carta, siendo falso que hai tal muger en España, hermana del tal Varón; siendo falso que tu alhaja haia salido de Illescas; siendo cierto que, empeñada o vendida, de una mano en otra corrió borrasca y ha venido a tu poder; mira la historia bien clara, posible y fácil. ¿Ya vuelves al darme cordel? Mal haia tu pico. Sin duda ha sido que alguno de sus criados se ha descuidado con ella y después… Sí; pero falta saber cómo desde ayer que estaba en Madrid, se escapa la sortija y vuelve acá con presteza tan extraña que es menester que viniese por el aire. Yo apostara que el Varón… ¿No callarás? Yo, señora, bien callara, pero… ¿es el Varón? Él mismo. ¡Qué puntualidad que gasta a las horas de refresco! Pero esta noche no hai nada.
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
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Escena 13.ª Varón y dichos. D.n Ped. Ferm.a D.n Ped. Ferm.a D.n Ped. Var.
D.n Ped. Var.
D.n Ped.
Var. D.n Ped. Var.
Señor Varón, a buen tiempo venís. Como si os llamaran con campanilla. Una duda se ha suscitado mui rara entre nosotros. Y sólo sois vos quien puede aclararla. ¿Conocéis esta sortija? Es mui bonita, me agrada mucho, cierto; si no fuera tan pequeña, la compraba para hacer algún regalo. Pero… Está bien trabajada, ciertamente; así a este estilo tengo en Madrid mis alhajas hechas con todo primor; las hice venir de Francia y… Buen pensamiento, pero lo que aquí se deseaba saber de vos era sólo si por dicha os acordabais de haberla visto otra vez. No por cierto; he visto tantas que… Sí; pero pocos días ha que os regaló mi hermana… Ah, sí, ya caigo; en efecto, tiene mucha semejanza con ésta, mucha; las piedras de aquélla son más opacas y el anillo es más estrecho.
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De Moratín D.n Ped. Var. D.a Món.
Ferm.a D.a Món. Var.
D.a Món.
¡Haya, diantre!, pues jurara que… Sí, señor, se parecen, y es fácil equivocarlas. ¡Qué!, tampoco: si en la mía las piedras no son tan claras como en ésta, y la lavor es mui diferente; vaya, no hai que hacer… Pero, señora… ¡Quieres callar! No, dejadla; por vuestra parte supongo que estáis bien asegurada de que… ¡Toma si lo estoi! Por eso mismo me enfada que esta bachillera…
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Escena 14.ª Leonardo y dichos. Leon.o D.a Món.
Leon.o
El sastre está ahí fuera y aguarda licencia de entrar. Fermina, trahe los vestidos que estaban 1010 sobre las sillas; escucha, y aquella guarnición blanca de mi brial, corre; y tú, (Vase Ferm.ª) Leonardo, mientras en casa haia criados, no vengas 1015 por Dios a suplir sus faltas, que aunque lo estimo, no quiero que te molestes en nada. Yo no he venido por vos, y si no sabéis la causa 1020
Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
D.a Món. D.n Ped. D.a Món. D.n Ped. Var.
de mi venida, D.n Pedro me dijo que me esperaba; por eso vengo. Mi hermano el señor D.n Pedro manda en su casa, no en la mía. Y haré lo que me dé la gana en una y en otra. Pero… Pero sí, señora, en ambas haré lo que quiera, y tú no hagas caso. (A Leon.º) ¿Quién extraña que venga? Señora, al pobre hartas penas le acompañan; dejadle, no le casquéis, pobrecillo. Ve burladas sus esperanzas, se ve despreciado de su dama, afligido, miserable, celoso, y después de tantas lacerias ¿le regañáis así? Pues no le faltaba al infeliz otra cosa para morirse de rabia.
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Escena 15.ª Antón y dichos. Ant.
Var.
Señoras, dos horas ha que estoi haciendo antesala… ¡Luquillas!, ¡hombre!, ¡Luquillas!, ¿tú aquí, vestido de gala, hecho un petimetre?, ¿en dónde dejaste las hopalandas? ¡Caiga el cielo sobre mí!
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De Moratín Ant. Var. Ant.
Var. Ant. Var. Ant. Var. Ant.
Var. Ant. Var. Ant. D.a Món. Ant.
31 Aparte.
¿Ni aun me miras a la cara 1050 siquiera? ¡Que este maldito31 estaba aquí! ¿No me hablas, hombre?, ¡un abrazo, un abrazo! ¿Sabes que he tenido carta y me escriben que te fuiste? 1055 Si este loco no se aparta, le mato. Matarme, ¿cómo?, ¿matar a tu camarada, Luquillas? Yo no entiendo, dejadme. ¡Hai cosa más rara! 1060 ¿No me entiendes?, pues escucha lo que me han escrito… Calla hombre, o diablo, no me apures la paciencia. ¡Que se escapa, (El varón quiere Señores! irse y Antón le va deteniendo h.ta el fin de la escena.) Quita… Que importa 1065 mucho que no se nos vaya. Quita. Que ha robado al cura. ¿Qué es esto, Antón? ¿En mi casa tal exceso? Que se va… Sí, señor, y quitó al ama 1070 unos pendientes… Luquillas…
Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
D.n Ped. D.a Món. Var. Ant.
que se escurre, …y una caja y una cadena y… Leonardo, detenle. ¿Qué bufonada es ésta? ¡Qué atrevimiento! ¿De esta manera se trata a un hombre de honor? Señores, que se me escurre, que se marcha, ya se fue, ¡válgame Dios!, ya se fue.
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Escena 16.ª Los dichos, menos el Varón. D.a Món. Ant. D.a Món. Ant.
¡Que tal infamia 1080 haia de sufrir! Señora, si yo… ¿De este modo tratas a un caballero, a un Varón? Que me guinden en la plaza, que me tuesten, que me guisen 1085 con manteca y alcaparras si es Varón; ¿qué ha de ser Varón?, pues sólo faltaba que me lo dijera a mí; un picarón que se escapa 1090 de Segovia, que se lleva en las uñas enredadas… (Saca una carta y se la da a d.n Ped.o que lee mientras dicen estos versos.) pero aquí está; ved si tengo razón, ésas son sus gracias.
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De Moratín D.a Món.
D.n Ped.
Ant.
D.n Ped. Leon.o Ant.
Todo es mentira, mentira 1095 y calumnias inventadas contra ese pobre señor; pero teme mi venganza, bribón, si no te vas luego. No tan luego, que hace falta, 1100 señora hermana; las cosas que dice están confirmadas en esta carta. Fermina tiene una cadena hurtada que él ha dado, y ésas son, 1105 ésas son las arracadas (Reparando en los de la señora Lucía, pend.tes de d.a Món.a) ellas son, y si no basta lo que digo… Basta y sobra. Y una sortija que anda 1110 por aquí, ¿quién te la dio? Ésta la dejó empeñada en la botica, y quería por qualquier dinero darla: ahora mismo me ha contado 1115 el caso mui a la larga el boticario. Escena 17.ª Pasqual y dichos.
Pasq. D.a Món. Pasq. D.a Món. Pasq.
Señora. ¿Qué quieres tú? Si os enfada que venga… ¿Qué quieres? Yo, como siempre me regañan quando vengo, sentiría…
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín D.a Món. Pasq. D.a Món. Pasq. D.a Món. Pasq.
D.a Món. Pasq. D.a Món. Pasq. Leon.o Pasq. D.n Ped. D.a Món.
Vozes dentro. D.n Ped.
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Di lo que quieres, acaba. ¿Lo digo? Dilo; ¿qué esperas? ¿Yo esperar? No espero nada, que sólo vengo a avisar… 1125 ¿Qué? que por esta ventana de arriba, no la grandota donde están las alcarrazas, sino la de más allá… Y bien, ¿qué? se descolgaba 1130 el Varón poquito a poco. ¿Qué dices? Eh, ya se enfada. ¿De veras? No, que son flores. Pues, al punto… Nada, nada, no hai que asustarse; pondría 1135 qualquier cosa; ¿a que es falsa la noticia y que…? ¡Ladrones, (Vanse Leonardo, ladrones! Antón y Pasqual.) ¿Lo ves, hermana? Corred. Escena 18.ª Fermina, Isabel, d.n Pedro y d.ª Mónica.
Ferm.a Vozes dentro. Ferm.a Vozes dentro. D.a Món. D.n Ped.
¡Señora, Señora! ¡Ladrones! ¡Ay, qué desgracia! ¡Ladrones! Pero, ¿qué es esto? ¿Aún no estás desengañada de lo que es?
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De Moratín Isab.
Vozes dentro. D.n Ped. D.a Món. D.n Ped.
Que la justicia se nos ha metido en casa con un hombre que parece que salió desde las tapias de nuestro corral. ¡Ladrones! Ésta es la postrer hazaña del Varón. Aunque lo viera por mis ojos, lo dudara. Pues ya lo ves: ahí está.
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Escena 19.ª Los de la escena anterior, Leonardo, Antón y un Alcalde; los Alguaciles trahen al Varón atado, en chupa y con una capa vieja; Antón con una maleta que deja en el suelo. Ant. El Alcalde.
D.n Ped.
No hai que dudar, se escapaba Luquillas; esta maleta y este trage lo declaran. Ha sido casualidad pillarle, porque llevaba tal portante que juzgamos nuestra diligencia vana; pero al saltar un arroyo dio tan fuerte costalada que no pudo levantarse; le cogimos, y en volandas le trahemos a que diga si gusta quál es la causa de fuga tan repentina. Señor Alcalde, mil gracias; la causa no la ignoramos; ya os informaré mañana de todo; llevadle ahora a la cárcel, que es alhaja
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
Var. D.n Ped.
Var. D.n Ped. Var.
Leon.o D.n Ped. Var.
D.a Món. Ferm.a Var.
Todos. Var. Isab. Var. 32 Falta un verso.
mui preciosa el tal Luquillas e importa mucho guardarla. ¿A la cárcel? Pues, ¿en dónde pensaste dormir, canalla? A la cárcel, y de allí a galeras; ¿qué esperabas? ¿No te lo dije? Llevadle. Advertid… No advierto nada. Confieso el delito, merezco grillete, azotes y brete, que he sido maldito; pero ya contrito pido compasión. ¡Picarón! ¡Picarón! Señora viudita, mi suegra futura, si tanta ventura el cielo me quita32 lugar al perdón. ¡Picarón! ¡Picarón! Ya veis malograda mi fuga indiscreta, tomad la maleta, yo no quiero nada, y quede anulada cadena y prisión. ¡Picarón! ¡Picarón! Dulce dueño mío. (A Isabel.) Me ruegas en vano. Venerable tío. (A d.n Pedro.)
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De Moratín D.n Ped. Var. Todos.
Echadle la mano. Señor escribano, Ferminilla, Antón. ¡Picarón! ¡Picarón!
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Escena 20.ª D.n Pedro, D.ª Mónica, Isabel, Leon.o y Ferm.a D.n Ped. D.a Món.
Leon.o D.a Món. Leon.o
Y bien, ¿qué tal?, ya lo has visto. Ya lo he visto; avergonzada y confusa reconozco mi ceguedad; ¡cómo engañan las apariencias! Leonardo, hoi te cumplo la palabra que te di: tuia es mi hija. Yo, señora, lo aceptara, pero… ¿Qué dudas? No es mucho que dude, quando burladas mis esperanzas, he visto la ingratitud más villana que me llena de dolor y despecho al acordarla. Yo fui digno de Isabel mientras faltó en esta casa un competidor, y apenas en ella disteis entrada a ese impostor quando vi la fortuna declarada contra mí; ni tantos años de amor, ni vuestra palabra, ni la pública opinión, nada fue bastante, nada, a reduciros, y ahora, quando, por inesperadas casualidades, el cielo
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Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín
Isab. Leon.o
Isab.
una verdad nos declara tan funesta para vos, juzgáis que a templarme basta una dicha que el acaso, no vuestra elección, me guarda. ¿Qué?, ¿tan poco mereció una pasión confirmada por los años?, ¿tan común fue mi amor, que así lo agravian? ¡Ay, Leonardo! Mi querida Isabel, mi idolatrada Isabel, di si no es cierto lo que digo, si no es causa bastante para un despecho la ceguedad obstinada de tu madre… ¡Ah, si no fuera tan verdadera, tan rara esta pasión! Si tú fueras menos bella o más ingrata, supiera con más desvío dar a mi dolor venganza. Pero tú, digna mil vezes de mi amor y mi constancia, tú me rindes, y esos ojos todo mi furor desarman. Tuio soi; otros pudieran darte fortuna más alta, bien la mereces, y sólo esto me divide el alma; pero un corazón amante por ningún precio se paga. Si nos queremos los dos, Isabel, esto nos basta. Sí, Leonardo, la fortuna o favorable o contraria nada importa; la virtud
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De Moratín
D.n Ped.
D.a Món. Leon.o e Isab. D.n Ped.
Leon.o e Isab.
maiores dichas prepara… También hai felicidad 1270 donde las riquezas faltan. Vaya, muchachos, callad, callad, que ya se me saltan las lágrimas sin querer. Yo soi un pobre Juan Lanas, 1275 que no puedo ver a nadie llorar sin que me dé gana de llorar a mí también… Si os queréis de veras, nada os aflixa: aquí estoi yo. 1280 Mañana mismo, mañana os casaréis; ¡eh! ¿qué tal, Isabelita?, ¿te agrada? El dote está prevenido: mi hacienda es vuestra, y mi casa; 1285 tomadlo todo, y queredme mucho, mucho, y Dios os haga mui venturosos. ¡Hermano! (Echándose a sus pies.) ¡Señor! ¡Oh!, son excusadas ceremonias. Abrazadme, 1290 muchachos, que, ya acabadas vuestras penas, sólo es tiempo de dar al cielo mil gracias, y olvidemos para siempre nuestras disputas, hermana. 1295 33 No turbe la dicha presente el antiguo temor y la pena, que ya el cielo sus iras serena, y promete la felicidad.
33 Sic; falta una sílaba.
Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín D.a Món. y Ferm.a
Grato amor os dé ventura en unión honesta y pura que no alteren ni moderen ni los celos ni la edad. Isab. Ni de amor a la antorcha luciente los ardores apague Himeneo. Leon.o Logren ambos el digno trofeo, siempre unidos en dulce amistad. D.a Món. y Ferm.a Grato amor os dé ventura en unión honesta y pura. Todos. Que no alteren ni moderen ni los celos ni la edad. Fin
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LECTURAS INQUISITORIALES DE EL SÍ DE LAS NIÑAS* Veinte años después del estreno triunfal de su última comedia en enero de 1806, Leandro Moratín, entonces exiliado en Francia, evocaba aún el notable revuelo que provocó de rechazo en ciertos sectores de la corte en los que se reclutaban sus enemigos literarios, y también entre aquellos a quienes tilda globalmente de alérgicos a las Luces y, por lo mismo, con toda lógica, de oscurantistas.1 El aplauso del público, agrega, fue tal que disuadió a los folicularios de dar a la imprenta sus abundantes críticas; omite solamente puntualizar que, a la sazón, su álter ego Juan Antonio Melón dirigía, desde el 3 de mayo de 1805, los servicios de censura gubernamental (el llamado Juzgado de Imprentas); que, por otra parte, recurría si llegaba el caso a la competencia del propio Moratín; que otro censor, José Antonio Conde, era amigo de ambos; y que los dos le manifestaron entonces su solidaridad. En esas condiciones, no les quedaba más remedio a los adversarios que tratar de cortocircuitar el servicio oficial denunciando la obra al segundo organismo censorio, la Inquisición, única habilitada para dictaminar sobre asuntos de dogma y moral cristiana; y así se hizo. Pero —prosigue Moratín—, por ser El sí de las niñas una obra de insospechable ortodoxia, no poco trabajo les costó a los califica-
* Primera publicación, en Critique sociale et conventions théâtrales. (Colloque international, 1, 2, 3 décembre 1988), Pau, Université de Pau, 1989, pp. 145-164, con el título «Lectures inquisitoriales de El sí de las niñas». 1 Advertencia a El sí de las niñas (Moratín, 1825; cito por la 2.ª ed.: Moratín, 1826, II, pp. 147-148).
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De Moratín
dores formarse una opinión a propósito de los trozos que les habían denunciado por presuntamente pecaminosos o reprensibles. No afirma sin embargo, adviértase, que fuese inmune a la crítica: en el párrafo siguiente, ya se aviene a admitir que «la tempestad que amenazaba se disipó a la presencia del Príncipe de la Paz». La primera edición de la comedia iba encabezada, en 1805, por una epístola dedicatoria al poderoso Godoy, y ésta fue sin duda alguna la verdadera razón de la benevolencia del Santo Oficio, como más adelante se verá; concluía el autor diciendo que la única salida para «los ignorantes y los malvados hipócritas» era «remitir su venganza para ocasión más favorable». Esta oportunidad se la había de brindar naturalmente la restauración del absolutismo y la reacción clerical a partir de 1814. Los problemas de El sí de las niñas con la Inquisición alrededor de esas fechas son los que quisiera volver a evocar —«volver», digo, pues los documentos que aprovecho son conocidos desde hace tiempo—,2 para examinar cuál fue la lectura de la obra por los devotos y por otros que a lo mejor no lo eran. En noviembre de 1806, un tal Bernardo García,3 de quien sólo puede decirse que estaba al tanto de la actualidad literaria, solicitó, aunque sin conseguirlo, permiso para imprimir una Carta crítica de un vecino de Guadalaxara, en la que se analizaban sin complacencia no solamente la come2 AHN, Inquisición, 4484/23. Paz y Meliá los menciona ya en 1914 en su Catálogo abreviado de papeles de Inquisición, bajo el n.º 292. En 1961, John C. Dowling contó las peripecias de este asunto; en fecha más reciente, Manuel Fernández Nieto (1970) se limita a reproducir el expediente, no sin un cierto número de erratas, anteponiéndole una breve introducción; una nota me parece minusvalorar injustamente el trabajo efectuado por Dowling. Los dos últimos estudiosos parecen ignorar que, años antes, el padre Miguel de la Pinta Llorente (1953), pp. 142-144, tras una lectura a todas luces rápida, reprodujo varios extractos de esos papeles en su libro sobre La Inquisición española y los problemas de la cultura y de la intolerancia. Por último, también utilizo yo parte de la referida documentación, particularmente en Andioc (1970). La sección Inquisición de Corte del AHN conserva más documentos, relacionados con los anteriores, bajo la signatura 2543, núms. 3 a 6. 3 El expediente García se custodia en la BNM, ms. 9724; una copia de la BN de París la reproduce Jaime Asensio (1967). Mucho antes que Asensio, J. Pérez de Guzmán (1905) evocó extensamente ese «affaire», sin indicar la procedencia de su información. F. Aguilar Piñal (1981-2001), t. IV, pp. 68-69, conoce un tercer ejemplar manuscrito, el de la BMM (C-18893), atribuyéndoselo a un abate llamado Bernardo García que publicó varias obras teatrales en Italia a finales del XVIII; éste, según la Biblioteca valenciana de Fuster, citada por J. Herrera Navarro (1993), p. 201, era un exjesuita avecindado en Venecia y murió, se nos dice, en 1800, de manera que no debe de tratarse de la misma persona.
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dia moratiniana, sino también dos odas publicadas con motivo del combate de Trafalgar, por Arriaza la primera y la otra por Quintana, también censor éste como Moratín y Conde. En la segunda parte de su carta, intitulada De la Moral, García profiere la acusación que había de pesar sobre la carrera de El sí durante un cuarto de siglo: citando la famosa diatriba de don Diego contra la educación conventual opresiva que infunde a doña Francisca y a las jóvenes de su condición «el temor, la astucia y el silencio de un esclavo», y, como consecuencia, una aceptación «perjura y sacrílega» del casamiento ordenado por la autoridad paterna, opina que por haber situado el autor en Guadalajara el establecimiento en que vive internada doña Francisca, «directamente satiriza a este convento de Monjas, el único de Guadalaxara en que se da educación a Señoritas», y, por lo mismo, ofende a un cuerpo entero de casas de educación»,4 exponiéndose a las sanciones establecidas por la ley. Recoge además otro pasaje en el que la madre, irritada por la prudencia del anciano pretendiente que se empeña en averiguar si, como fuera normal que ocurriese, no tiene ningún competidor más joven, y por ende más dichoso, exclama dirigiéndose a su hija: «Respóndele una vez que quiere que hables y que yo no chiste. Cuéntale los novios que dejaste en Madrid cuando tenías doce años, y los que has adquirido en el convento al lado de aquella santa mujer». Curiosamente —y ésta había de ser también la actitud de los censores de la posguerra—, García parece no entender que Moratín hace hablar a su personaje por antífrasis, y escribe: «Esta pulla va derecha a la Madre Circuncisión [volveremos a hablar de este nombre de la monja, tía de la «niña»], a quien hace pasar plaza de… qué sé yo…»;5 pero no por ello deja la madre de enunciar, sin saberlo, una verdad, pues su hija tiene efectivamente un amante (en el sentido clásico de la voz, ocioso es decirlo), y esto debió de ser lo que chocó o incluso indignó a algunos contemporáneos. Y precisamente parece que la actriz que hacía el papel de la niña durante la primera representación cargó algo la mano en su forma de interpretar, de tal manera que se pudo dudar de la inocencia de la protagonista cuando, al despedirse de su madre y del anciano pretendiente, dice Francisca: «Para usted una cortesía, y para mi mamá un beso»; y comenta García, confesando implícitamente que asistió al espectáculo, a no ser que se lo hubie-
4 Asensio (1967), p. 175. 5 Ibídem, p. 175.
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De Moratín
sen descrito: «Quando se representa la comedia por la actriz que hace el papel de Doña Paquita, bien recargado según se ensayó, desaparece la niña inocente. La mosquetería del patio conoció la chuscada de Inarco, y con grandes risotadas celebró la burla del viejo y la truhanería o picardigüela de la niña dándole a entender que el ósculo no era para él».6 Según se acostumbraba al ser denegada la licencia, García recibió copia de la crítica desfavorable, redactada en aquel caso por Conde, para que le fuese posible a su vez rebatir los reparos del censor; y lo hizo desarrollando la argumentación de su Carta crítica, aunque sin abrigar muchas ilusiones acerca de la utilidad de su diligencia ante semejante coalición de adversarios. Afirma entonces «que no ha havido persona en Madrid ni fuera de él que haya leído o visto representar esta comedia, que no haya creído y crea firmemente que toda ella es una sátira contra la educación que se da en los conventos de monjas, señalando y nombrando el de Guadalaxara que está destinado precisamente a este objeto»; muchos decían —recuerda— cuando se estrenó la obra: «Buena ha estado, pero qué tal pone a las monjas, y cómo las ridiculiza»; y agregaba que aquellos asilos de piedad y virtud (es, con muy poca diferencia, la expresión que usa don Diego) «son poco a propósito para sacarlos al teatro, y menos para ridiculizar a sus individuos con nombres poco comunes, como la Madre Circuncisión»;7 ésta no es más que una parte de los reparos hechos a la obra por un contemporáneo algo quisquilloso en materia de religión. El referido crítico esperó cerca de dos meses y recurrió la decisión ante el rey por conducto del ministerio de Gracia y Justicia, y también ante Godoy; al cabo de más de ochenta días, se desatendió la petición; pero, a pesar de todo, su obstinación no resultó infructuosa: el inquisidor general, Ramón José de Arce, «privado del privado», oficialmente consultado, mandó examinar El sí por cinco calificadores eclesiásticos, los cuales, según escribió en junio al ministro Caballero, no hallaron en ella nada reprensible. Las 6 Ibídem, p. 193. 7 Ibídem, pp. 194-195 y 197. Reparos análogos en un crítico anónimo cuyo texto transcribió Moratín (BNM, ms. 18666/2): «Las comunidades religiosas son siempre dignas de nuestra veneración […] Los nombres poco usitados de que se vale para nombrar a ciertas monjas manifiestan sus deseos de hacer ridícula la buena práctica de los conventos en la adopción de los sobrenombres de santos». Un Juicio imparcial del juicio antecedente, de idéntica procedencia, replica: «¿Dejaría de ser santa y buena la monja que se llamara Juana, Antonia o Catalina, sin añadir la cola de Circuncisión, Angustias, Dolores o Tentaciones?».
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censuras de los cinco, significativamente, faltan en el expediente formado sobre el asunto, pero añadía el prelado que, si bien estaba la comedia «autorizada con la respetable dedicatoria que la exorna», la carta de Bernardo García hubiera merecido el imprimatur, con el fin de hacer «más cautos a los autores cómicos […] para que se abstuviesen de mezclar en ellas [sus obras] asuntos equívocos e inconsiderados que coincidiesen en algo con los puntos religiosos»; se adhería finalmente al dictamen desfavorable a la Carta emitido por Melón unos días antes, pero dejaba claramente traslucir su íntima convicción o, cuando menos, la que convenía abrigar oficialmente: […] sería muy conveniente se expidiese Real orden al Juez de Imprentas para que no permita la impresión de piezas teatrales ni qualesquiera otras obras que se hallen intempestivamente exornadas con asuntos eclesiásticos u otros equívocos e inconsiderados que por las circunstancias de los tiempos, del teatro, de los cómicos o de los espectadores, puedan dar margen a profanaciones irreligiosas, a interpretaciones malignas y a sugestiones eversivas del orden público, de la armonía entre el altar y el trono, o entre la educación cristiana y diversiones autorizadas por el Gobierno.8
Unos diez días después se publicó una real ordenanza cuyo texto reproducía literalmente esta sugerencia. Habiéndola leído, infirió García de ella, al parecer no sin razón, que «esta Real resolución está por sí manifestando la mala moral de la comedia el sí de las niñas y la justicia con que el autor de esta crítica la combatía»;9 se comprende por consiguiente en qué medida exacta no molestaron entonces a Moratín, pero me parece revelador que su obra no se repusiese en los teatros durante los dos postreros años del reinado de Carlos IV, y que permaneciese en la oscuridad hasta 1813, es decir, hasta los últimos tiempos del efímero régimen napoleónico. El episodio «josefino», durante el cual Madrid suprimió la Inquisición y las órdenes religiosas mientras Cádiz decretaba, al final de una larga polémica, la incompatibilidad del Santo Oficio con la Constitución promul-
8 Fernández Nieto no sabe dónde está el expediente; éste se custodia en el AHN, Estado, 3242/37. Desarrollo las abreviaturas; en adelante, las cursivas son de los autores y, cuando no, se puntualiza. El inquisidor dice que también se ha recogido poco antes El falso nuncio de Portugal (de Cañizares). 9 Asensio (1967), pp. 152-153.
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gada poco tiempo atrás, dio pie para que los adversarios, y las víctimas, del odiado tribunal se tomasen un breve desquite: Moratín, por su parte, reedita —con prudente seudónimo— la relación del auto de fe celebrado en Logroño en 1610, dando rienda suelta a su numen satírico en el prólogo y notas que le adjunta, y redacta otro prólogo particularmente cáustico para una edición del Fray Gerundio que no saldrá a la luz pública, y ese compromiso bastante eufórico —y cuando menos imprudente— permite justipreciar el alegre y sano anticlericalismo que expresaba El sí de las niñas. Pero el 21 de julio de 1814, con la restauración del absolutismo, queda restablecida la Inquisición y se inicia uno de los períodos menos gloriosos de la historia de España. Un año y un día después, el inquisidor general, el obispo de Almería Francisco Xavier Mier y Castillo, mandaba fijar carteles en los lugares públicos y de culto con la lista de los libros que se habían de recoger para proceder a examinarlos y calificarlos, y se advierte que El sí figura entre ellos, y eso que se trataba en su mayor parte de escritos, de periódicos, de discursos políticos liberales, desfavorables naturalmente muchos de ellos a la Inquisición.10 El principio del edicto permite captar bastante bien el estado de ánimo de los que acababan de restablecer el antiguo orden «moral» momentáneamente vacilante: Sabed: que a nuestra noticia ha llegado, y a toda España es notorio, que entre los males que nos atrajo la invasión enemiga de 1808 y la ausencia y cautividad de nuestro amado Monarca, no ha sido el menor la libertad de pensar y escribir con tal desafuero que por el espacio de cinco años se vio nuestra piadosa y católica nación inundada de folletos, periódicos, papeles volantes y escritos perversos que andaban en manos de todos con ruina de sus almas…
Moratín, tras arruinar las almas de miles de madrileños y forasteros, vive desterrado en Barcelona cuando se produce, en septiembre de 1815, la primera alarma: de resultas de la denuncia, por un beneficiado de la catedral, de una edición local de la comedia, la Inquisición de la Ciudad
10 BNM, Varios Especiales, C.a 649/43. Ocupan un lugar distinguido el Diccionario crítico-burlesco de Gallardo, el célebre discurso de Ruiz de Padrón en las Cortes sobre el Santo Oficio, publicado en Cádiz en 1813, los Anales de la Inquisición de España, de Llorente, las Noticias históricas de Don Gaspar Melchor de Jovellanos, de Antillón, y otras más, pero también, al lado de la comedia de Moratín, La viuda de Padilla, de Martínez de la Rosa, Roma libre, de Saviñón. Al final de la lista, una promesa: «Se continuará». No deja de sorprender sin embargo que en tan buena compañía se halle una modesta Defensa del pedo…
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Condal entrega un ejemplar para examen a dos censores, carmelitas descalzos, los cuales afirman al poco tiempo: «juzgamos puede permitirse por no contener cosa contraria a la santa religión Católica de la Iglesia, aunque en él [el papel] se hallan algunas expresiones algo libres en materia de honestidad y que suelen ser bastante freqüentes en semejantes papeles».11 Aquí, de anticlericalismo no se habla, como se ve; tan sólo parece que se alude al comportamiento de Francisca, como permiten inferirlo las censuras ulteriores. En Madrid tampoco se estaban de brazos cruzados: el 3 de agosto de 1815 se daba ya la orden de calificar todas las obras que encajaban en el edicto del 22 de julio, «con advertencia de que sean preferidas para su censura y calificación las comedias con el título el sí de las niñas, el No de las niñas, La Mogigata, sin embargo de que estas dos últimas no están comprendidas expresamente en el mencionado edicto».12 Así lo hicieron el 14 de noviembre José García y Carrillo y Gabriel Mesquida, de la orden de los mínimos. Más meticulosos que sus predecesores, empiezan exponiendo, como si lo aprobaran, el mensaje pedagógico de la obra, pero, burla burlando, o, por mejor decir, manejando la atenuación, no les cuesta mucho poner al descubierto la socarronería del autor, el cual —escriben— «no dexa de herir alguna cosilla a las corporaciones Religiosas» y «mezcla algunas cosas sagradas con las profanas, y por medio de sátiras y bajo el velo de un celo aparente, desacredita alguna cosa a los cuerpos religiosos, de donde se infiere, y muy bien, no son éstos santos de su devoción»; por último —concluyen—, y se oye la misma canción, «se burla y mofa algún tanto de las cosas santas y de las virtudes Christianas, aunque por el estilo prefixado y en medio de no tener cosas contrarias a nuestra santa fe, no dexa de mezclar algunas palabras bastante excitativas a la luxuria [recuérdese la censura anterior] y malsonantes, ofensivas de los oídos piadosos, por algo indecentes aunque no a las claras».13 No puede decirse con mayor claridad que Moratín sabía, o cuando menos creía saber, hasta qué punto podía excederse; es en efecto la ridícula doña Irene, madre autoritaria y poco sospechosa de «ilustración», la que por interés, y de ninguna manera en nombre de la utilidad social, pondera ante su hija la superioridad del 11 AHN, Inquisición, 4484/23, sin foliar; la censura es del 24 de noviembre. 12 Ibídem, f. 1r. 13 Ibídem, f. 3 y ss.
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matrimonio sobre la vocación monástica que supone en ella y cuya esterilidad denuncian entonces los economistas: «En todos los estados se sirve a Dios, Frazquita»; pero Carrillo y Mesquida, por otra parte poco sensibles al humor, se atienen, y con motivo, a un primer nivel de lectura predeterminado por su cometido, viendo el pasaje incriminado como una sarta de «palabras y proposiciones malsonantes, ofensivas a los oídos piadosos y erróneas [vocabulario al uso] diciendo que la primera obligación de los hijos es complacer a su madre, &a., escandalosa proposición, errónea, temeraria, impía, contraponiéndola a la primera obligación del hombre que es servir a Dios», como nadie ignora. Y el insinuarle don Diego a Francisca que como alternativa a la vida conventual hay «una vida más…» es otra proposición —ya lo habrá sospechado el lector— «falsa, malsonante, piarum aurium ofensiba y indicativa con su suspensión de una indigna comparación». Ya criticada por Bernardo García, aunque por razones totalmente distintas, esa imitación por Moratín de las elipsis del lenguaje coloquial la interpreta aquí un portavoz del rigorismo moral como una insinuación inconveniente (sabe Dios en qué indignidad estaba pensando el buen hombre…). Y lo mismo puede decirse de los dos (en realidad, tres: Carrillo debe de transcribir mal) renglones de la página 66 de la edición de 1806 por Villalpando, utilizada por los censores, que éstos no comentan pero cuya supresión exigen por no entender su verdadero alcance: informado de la presencia de su competidor, el joven don Carlos exclama dirigiéndose a la niña: «Si me dejase llevar de mi pasión y de lo que esos ojos me inspiran, [haría] una temeridad»; es ésta una frase clave de la obra, por medio de la cual se autodefine el personaje frente al tipo de galán legado por la comedia aureosecular, el cual, en cambio, al menos según la óptica neoclásica, se dejaría llevar por su pasión cometiendo «temeridades», particularmente en semejantes situaciones. Carrillo y su colega no vieron más que la «pasión», necesariamente culpable a sus ojos, cuando don Carlos, por el contrario, la está dominando, y tanto es así que otros, no menos conservadores que la referida pareja censoria, le tildaron por ello de «gallina». Son de parecer, por lo tanto, según solía practicarse a menudo, que no se prohíba la representación de la obra, previa supresión de las «varias cosillas» antes enunciadas, a las que se habían de añadir las siguientes, entre las más significativas: todas las alusiones a la colección de piadosos talismanes, a las «chucherías» —dicho con palabra de doña Irene— traídas del con-
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vento por Francisca, como son el rosario de nácar, la campanilla de barro cocido para los truenos, la Santa Gertrudis de alcorza; la broma bastante gorda acerca del obispo de Mechoacán, un santo varón cuya biografía se está escribiendo a razón de un volumen por año de vida y que murió a los ochenta y pico («exageración injuriosa y burlesca»);14 la mención del tordo domesticado, símbolo de la beatería en que está inmersa doña Irene y que no paró en toda la noche de salmodiar el Gloria Patri y rezar la oración del Santo Sudario (no se ha de escribir «rezar» hablando de un pájaro, escribe Carrillo, sino «quitar», o sea, «gritar», pero debió de transcribir muy distraído el borrador de su compinche…).15 Caso curioso, el nombre de pila de Circuncisión no le llama la atención, pero ni que decir tiene que el famoso alegato de don Diego contra las funestas resultas de la educación de las niñas, ya criticado por Bernardo García, no podía granjearse la simpatía de nuestros censores, los cuales lamentan que Moratín saque una consecuencia universal de un caso particular, objetándole que, por el contrario, la perversidad de Caín no permite desacreditar la estupenda pedagogía de Adán y Eva (de la que la Biblia, dicho sea de pasada, no dice palabra). Proponen por lo tanto que se califique de «mala eduación», lo cual, sin que lo adviertan, lleva agua al molino moratiniano sin modificar el sentido de esa «sátira injuriosa a los Regulares a quienes parece haber tomado por su blanco para desacreditarlos en la educación que en sus claustros se dan [sic] a sus educandos». Eran bastantes «cosillas», como se ve, de manera que el inquisidor fiscal, «en consideración de lo mucho que tiene que expurgar», se inclinó lisa y buenamente por la prohibición de la obra. El Consejo de la Suprema se adhirió a su dictamen el 19 de febrero de 1816. Pero el 15 de marzo se acuerda una nueva calificación, que se desea encargar ya a unos individuos competentes en materia de teatro. Habrá que esperar cerca de dos años para que el expediente, momentáneamente traspapelado o archivado como tantos otros, vuelva a salir a la superficie; tal vez contribuyese a ello el de Barcelona, que mandaron a Madrid en julio de 1817, pues la Supre-
14 «No es de lo más pío y benévolo aquella entrada de D.a Paquita con el pañuelo lleno de Stos. de alcorza, estampas y demás que en la comedia se llaman chucherías de monjas, con cierto tono que maldita la cosa me gusta […] Se critica la extensión de las vidas de santos de un modo bastante insolente e inepto… (papel anónimo citado en la n. 7). 15 Covarrubias, en su Tesoro…, escribe ya que puede a veces imitar la voz humana.
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ma resolvió sumarlo en agosto al que tenía guardado. Por haberse declarado incompetente el primer censor entonces sondeado, se nombró el 24 de enero de 1818 al jesuita Juan José Tolrá, biógrafo del padre Isla, el cual eligió por colaborador al padre Francisco Xavier Bouzas. A los seis días escasos, dieron por concluido su informe. Los dos jesuitas desechan las fruslerías señaladas por Carrillo y, por regla general, todo lo que no denote indiscutiblemente irreverencia hacia la religión y sus servidores; y por ello les llama además la atención, como a García unos doce años antes, la irrisión que suponen los nombres de las monjas: Circuncisión, Trinidad, Candelaria y Angustias, con cuya gordura y abundante sudor no se conforman (pequeña incomodidad fisiológica de la que había de librarla Moratín en la edición de sus obras en 1825, no por temor a la Inquisición, como se ha dicho, sino probablemente porque no entraña ninguna vis comica irresistible); al difunto «electo obispo de Mechoacán» tampoco le podían mirar con indulgencia, pero los censores opinan además que esa broma es injuriosa «tácitamente a las elecciones para Obispados de Indias», aunque no me parece tan claro. Agregan —y éste había de ser el primer homenaje indirecto a Moratín—: «…pudiendo fácilmente hacerse como proverbio el de Mechoacán». También como García, escriben, contra lo afirmado por la criada Rita, que Francisca recibe a su amante en el convento y —deformación profesional— que lee libros «sin licencia» (según Moratín: «a hurtadillas»), no viniendo a ser todo ese «libertinaje» más que mero pretexto para la conclusión general «de que no es buena ni segura la educación de las niñas en los Conventos». La mención de la gula de un hermano en religión tampoco les hace gracia, pero también en este caso recuerda más la actitud del «vecino de Guadalaxara» que la de Carrillo la negativa a considerar mera antífrasis la alusión de doña Irene a los muchos amantes que tuvo presuntamente su hija en el convento; la frase, se nos dice, es equívoca. Por último, era lógico que se leyera una vez más con escándalo el parlamento de don Diego, «a quien en toda la comedia se le atribuye un carácter decidido de probidad y prudencia», sobre la pedagogía contraproducente de las monjas; en este caso, los buenos religiosos intentarán incluso —y una vez más recordamos a García— sugerir que el autor está en contradicción con sus propias teorías estéticas, de aristotélica prosapia («no es de nuestra inspección esta incoherencia cómica y oposición de un carácter consigo
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mismo»); pero la conclusión se fulmina, sin matices: «todo el fondo, conducta, episodios y objeto de esta comedia se dirigen a ridiculizar personas eclesiásticas, usos y prácticas de piedad, y a desacreditar la educación de Niñas en los Conventos de Religiosas. Por cuyos graves motivos no sólo sería perjudicial la pública representación de dicha Comedia, sino también la libertad de su imprenta». El 3 de marzo, El sí fue prohibida «en primer edicto».16 Pero el Santo Oficio, igual que el Consejo Real, respetaba en asuntos de censura los derechos del «sospechoso»: el 28 de marzo se dio orden de mandar copia del texto de Tolrá y Bouzas, «suppressis nominibus», al tribunal de Barcelona, donde se suponía que vivía Moratín, para que éste pudiera eventualmente preparar la defensa. Y entonces se produce un lance bastante divertido, al que quizás debiera don Leandro la libertad… si no hubiera tenido con mucha anterioridad la elemental prudencia de abandonar España: el chupatintas encargado de la transmisión del documento consideró más elegante escribir «Moratín» con doble «t» (esas duplicaciones de consonantes eran bastante frecuentes, y no sólo en determinadas abreviaturas, como son «Ill[ustrísi].mo», «SS[ecreta].rio», etc.); pero el buen hombre se las arregló de tal manera que el astil de la segunda «t», cortísimo, su barra horizontal colocada por lo mismo en la extremidad superior y la «i» siguiente, podía leerlos como si formaran una «a» un monje desganado ante una tarea no muy exaltante.17 El caso es que al recibir la copia, mandada el 14 de abril, se anduvo buscando en la Ciudad Condal a un tal Leandro Moratán, al que, ocioso es decirlo, fue imposible encontrar, y tanto menos se pudo cuanto que un año antes ya, el 12 de mayo de 1817, pidió que le recetaran los baños termales de Aix y se hallaba en mayo de 1818 en París, notorio balneario… Hasta agosto no se fijaron en la equivocación,18 pero pensaban que seguía en Barcelona, lo cual fue desmentido, habiéndolo manifestado fuentes oficiales (la autoridad civil que extendió el pasaporte), por la sucursal catalana del Santo Oficio, con el siguiente comentario escalofriante: «del quantrario [contrario] le sería de mui malas resultas».19 Con perfecta ortodoxia jurídica, la Inquisi16 AHN, Inquisición, libro 1320, letra «S». 17 Él mismo escribe en otro lugar: «notticias». 18 F. 17. Ello no impide que el escriba transmisor, y responsable de la equivocación, siga utilizando cada dos veces la elegante ortografía: «Morattín». 19 F. 18v; en este caso se ortografía «Fernández» a la húngara: ¡«Fernándesz»!
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ción de corte nombró un defensor de oficio: el calificador fray Rafael Muñoz. Éste tardó algún tiempo en redactar su réplica a la censura de Tolrá y Bouzas y disculpó su retraso el 1 de julio de 1819 pretextando —nótese la rara coincidencia— que no pudo concluir antes su tarea «por tener que salir a tomar fuera de Madrid baños minerales»; pero tal vez convenga invertir la relación causa-efecto, porque el desdichado, puesto a todas luces en una situación «corneliana» si la hay, consideró prudente adjuntar a su defensa de don Leandro un segundo documento en que exponía su «verdadera opinión sobre la tal comedia», opinión diametralmente opuesta, ni que decir tiene, a la anterior.20 Léase, pues, a continuación, en su elocuente integridad, dicho alegato pro domo sua, interesante por más de un concepto: Illmo. Señor: Habiendo cumplido con el cargo de Defensor de oficio q.e V.S.I. me encommendó, no puedo menos, en descargo de mi conciencia, de hacer presente que la comedia el Sí de las Niñas es sumamente perjudicial y en grande manera denigrativa del Estado Ecc[lesiástic].o regular, abusando, como abusa, de las prácticas y cosas piadosas aprobadas por la Iglesia, trayéndolas para q.e sirvan de Hazmereír a un público por lo común poco piadoso qual es el que asiste a las Comedias. Si en las 5 foxas q.e componen la Defensa he dicho algo que pueda efectivamente defender al Autor, sólo lo he echo para cumplir con lo q.e se me mandó, pero pongo en noticia de V.S.I. que en un todo me conformo con la Censura Núm.° 2,21 pues de lo contrario obraría contra mi conciencia. Esta Comedia es tanto más perjudicial quanto el lenguage y las grac[ia].s de q.e abunda están tomadas de lo más puro de la lengua castellana, acompañándole una naturalidad encantadora en las personas q.e hablan. Yo mismo he oído citar algunos dichos de esta comedia, y he sido testigo del efecto que produxeron en los concurrentes, por lo q.e infiero quál será el que produzca el todo de ella, acompañado del aparato e ilusión teatral. Queda de V.S.I. su Serv[idor]. y Capp[ellá].n que a V.S.I. B.S.M. F. Rafael Muñoz Madrid y Julio 1.° de 1819
Disfrute el lector ese notable homenaje —dudo si calificarlo de involuntario— rendido a Moratín, a un tiempo maestro del lenguaje «difícil-
20 F. 23 y 24. 21 La de Tolrá y Bouzas.
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mente fácil» y creador de la comedia moderna. Pero pasemos a la defensa del dos veces llamado por Muñoz «Leonardo Martínez de Moratín» (con una sola «t»), lo cual podría considerarse claro índice de una escasa información cultural si no fuera más bien, según sospecho, una forma indirecta de desvincularse de su nada recomendable cliente.22 No es fácil saber si Muñoz cumplió lealmente —por decirlo así— su tarea a pesar de su íntima convicción, o si les hizo hábilmente el juego a Tolrá y Bouzas, pues no ignoraba que ellos habían a su vez de examinar, y eventualmente refutar, la defensa, como hicieron, y muy detenidamente, el 28 de agosto. La verdad debe de situarse a media distancia de ambas hipótesis. Aquí nos rozamos en efecto con las sutilezas de esas justas forenses cuyo desenlace es ya conocido de ambas partes mientras éstas parecen afrontarse noblemente y sin cuartel, y no carece de cierto interés, más de siglo y medio después, asistir a una de ellas, aunque sea menos espectacular que un duelo oratorio. El defensor empieza avanzando con cautela por medio de un largo preámbulo teórico («dilatado exordio», dirían los jesuitas en su réplica del 28 de agosto) sobre el tema de «agradar e instruir», admitiendo que es «conocido de todos»; expone luego la tesis desarrollada por Moratín a través, dice, de los tres protagonistas, que son doña Irene, doña Francisca y don Diego, pero el interés de este apartado reside sobre todo, en mi opinión, en el juicio que forma acerca de la niña, y que no deja de recordar el que expresaba antes de la guerra, si bien más escuetamente, el «vecino de Guadalaxara»; a diferencia de éste, sin embargo, no ha visto representar la obra y no se puede por lo tanto imputar ya su juicio a la interpretación exagerada de una actriz. ¿Acaso misoginia monjil? Lo cierto es que se podría resumir diciendo que Muñoz se vale, al referirse a Francisca, de unos calificativos que me parecen convenir mejor para la doña Clara de La mojigata, lo cual nos permite percibir, aunque la devota fingida, a diferencia de la «niña», es censurable según su propio autor, cómo el comportamiento de Francisca, también él determinado por una educación opresiva, hace como un eco atenuado al de su antecesora teatral; ella es, dice Muñoz, «una hija artificiosa que abusa de la demasiada credulidad y ridiculez de su Madre», «disimulada, sumamente artificiosa, que con una naturalidad hasta cierto punto encantadora encubre sus verdaderos sentimientos, manifestando un exterior sencillo y virtuoso, no siéndolo en rea22 F. 25 y ss.
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lidad». Otros pasajes insisten también en esa diferencia entre el ser y el parecer, de manera que no es aventurado preguntarse si a través de la recurrencia de esta imagen poco halagüeña de Francisca no es al mismo Moratín a quien se apunta, así como Carrillo, en 1815, criticaba el «celo aparente» de éste, sus «palabras […] indecentes, aunque no a las claras» (la cursiva es mía); adoptando en cierto modo el comportamiento que reprende en Francisca, acusa en realidad indirectamente al autor cuando finge justificar la actitud de éste alegando que en los mismos libros sagrados «se hallan algunas veces impiedades en boca de los necios e impíos», o que en la Ilíada o la Eneida se dicen cosas «que les estaban prohibidas en su Teología pagana», o también que el Tasso, Milton y Camoens tienen algunos pasajes que, considerados aisladamente, «parecen anti-christianos», y que en el Paraíso perdido, del segundo, algunas palabras, leídas en idénticas condiciones, «parecen perjudiciales a la pública honestidad». Muñoz, en sus cinco folios (cifra superior a la de la censura de Tolrá y Bouzas, pero netamente inferior a la de la réplica de éstos: ya era hora de concluir la polémica), no dedica más que dos a la refutación propiamente dicha, y se acoge una vez más a la historia literaria, aduciendo, como queda dicho, los ejemplos de Homero, Virgilio, el Tasso, Milton y Camoens, cuyas comedias, según habían de contestar sin dificultad Tolrá y Bouzas, no abultaban sobremanera el repertorio de las compañías madrileñas… Pero aquí no concluye exactamente el alegato de Muñoz, pues el calificador no puede resistir la tentación de añadir a modo de apéndice «dos reflexiones que le parecen de alguna consideración», en las que luce su arte de argumentar y que no van a ser del gusto del dúo censorio, por lo que éste necesitará más de tres folios para tratar de refutarlas, y con las mismas armas, naturalmente; y no deja de ser revelador a la par que, una vez más, divertido comprobar que, tras siglo y medio, su hermano en religión, Miguel de la Pinta Llorente, las considera aún solas «dignas de reproducirse» íntegras; helas, pues, a continuación: 1.a Esta comedia se imprimió el año de 1805 y se imprimió con todas las licencias necesarias; a lo menos, existiendo de echo el Sto. Oficio en aquel tpo., no se habría concedido su pase sin una seguridad de su buena moral, a lo menos así debió ser. Si se prohíbe ahora sin haberle añadido nada su Autor, se sigue por una conseqüencia forzosa: 1.°, o que no hay motivo ahora para su prohibición, 2.°, o que si lo hay, éste mismo existió en un principio, debiendo el Tribunal haberlo conocido en su primera representación al público, avisando los Revisores el efecto q.e producía en los expectadores. Qualesquier miembro de
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esta disjuntiva que se admita es contra el honor, buen nombre y recto proceder del Sto. Oficio, pues en un caso se le acusará de omiso y culpable en esta omisión, y en el otro se le puede argüir de nimiamente escrupuloso en asuntos de trascendencia p.a el Autor. 2.a Según las censuras que esta Comedia ha merecido, se ve que la primera, Núm.° 1.°, después de un maduro examen resuelve q.e con algunas supresiones V.S.I. puede permitir su representación, por ser su argumento bastante instructivo. La segunda, Núm.° 2.° dice abiertamente que se debe prohibir. Habiendo, como efectivamente hay, diferiencia igual en ambas censuras, el S. Moratín tiene un derecho de posesión que no se le debe alterar, según las reglas establecidas en el Derecho.23 Además, esta prohibición en el caso presente iría directamente contra los intereses y buena fama de D. Leonardo Martínez de Moratín, el q.e, si se halla expatriado de España, es por asuntos puramente políticos q.e no están sugetos al juicio de V.S.I.
Tolrá y Bouzas pusieron manos a la obra y contraatacaron en todos los frentes,24 dando a entender que la esquiva y la diversión, lejos de disimular la flojedad de la argumentación muñocense, la hacían por el contrario más palmaria; invocando también, reiteradamente, a Horacio, recuerdan como él que «lo que no desdice leído perjudica muchas veces representado», y que en su célebre «Arte Poética o Carta a los Pisones» se aconseja aún, «en atención y respeto debido a sus Dioses, que ninguno de ellos intervenga en la escena a no ser que sea indispensable para el desenlace de la acción».25 Queda un pasaje acerca del cual, a modo de llamada de advertencia al joven imprudente, creen conveniente «ahuecar la voz»: en él disculpaba Muñoz la «acre invectiva», la «calumnia», de don Diego a propósito de la educación conventual; «sorprende y asombra —escriben, y estos dos verbos permiten por sí solos justificar la palinodia preventiva del abogado de Moratín— lo que añade el Defensor, que este pasage, lejos de ser infamatorio, es de mayor instrucción para las cabezas de familia. No quiera Dios que éstas piensen del mismo modo». Por último, como ya queda dicho, los dos revisores, probablemente heridos en su amor propio, intentaron zanjar el dilema jurídico en el que pretendía encerrarlos el «presentado» Muñoz en su apéndice, aunque sin dejar de sugerirles, gracias a algunas reservas u omisiones, el medio de replicar con ventaja: la mayor
23 F. 29; argumento análogo unos años antes en el Juicio imparcial… citado en la n. 7. 24 F. 31 y ss. 25 Q. Horati Flacci de arte poetica liber, 180 y ss., 191 y ss., respectivamente. En cursiva en el texto por ser cita.
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severidad de los censores de 1819 con relación a la de sus antecesores de 1805 se explica —objetan— por la difusión en España, entre ambas fechas, del «licencioso desenfreno de deprimir, motejar y ridiculizar acciones, prácticas y costumbres unidas con la Religión»; en suma, admiten implícitamente que las circunstancias les indujeron a supervalorar el anticlericalismo de Moratín, pero a sus ojos son naturalmente los censores de 1805 los que lo minusvaloraron, porque «los conocimientos humanos y juicios que se fundan en ellos son progresivos y van por gradación y aumento de ciencia experimental, adquiriendo siempre mayores luces para decidir y descubrir como cierto lo que antes podía comparecer dudoso». En cuanto a las licencias de impresión, no las menciona la edición príncipe, de manera que se puede dudar legítimamente si las tenía… Esa teoría de la relatividad de los juicios no excede sin embargo ciertos límites, ya que «los fundamentos de la censura son justos y sólidos, y no son tales los de la Defensa»…, y asunto concluido. El punto segundo da pie para una nueva argucia que bien pudiera prohijar el don Hermógenes moratiniano.26 En conclusión: En fuerza pues de la ninguna satisfacción que da la defensa a los errores observados, de sus interpretaciones arbitrarias, tergiversaciones y siniestra aplicación de los lugares tópicos de instruir y deleytar que se aducen y quedan ya disueltas [sic], no nos es lícito deponer nuestro primer dictamen, antes bien lo ratificamos calificando a esta Comedia, según está, de contraria al respeto que merecen y con que deben tratarse las cosas santas y pertenecientes el culto religioso, indecorosa y ofensiva al estado Eclesiástico, e injuriosa a la Christiana y pía educación de las Niñas en los Conventos de Religiosas.27
26 «La 2.ª reflexión del Defensor supone ser también diferentes y aun opuestas entre sí las dos censuras de la Comedia que cita por sus números 1.° y 2.°, por que una la permite con algunas supresiones, la otra (añade él mismo) dice abiertamente que se debe prohibir. Habiendo especificado esta censura uno por uno los pasages que desaprueba, no por eso dice que se prohíba lo demás, y por consiguiente entiende sólo su prohibición según se halla actualmente estampada la misma Comedia; y si antes no se expresó de este modo por parecer inútil, se expresa ahora que, suprimiendo los pasages censurados puede permitirse lo demás. Por consiguiente, las dos expuestas censuras no se diferencian específicamente sino sólo en el más o el menos, conviniendo ambas en que deben hacerse algunas supresiones…». «Distingo: poco, absolutamente hablando, niego; respectivamente, concedo; porque nada hay que sea poco ni mucho per se, sino relativamente», decía el pedante moratiniano (La comedia nueva, II, 2). 27 F. 41v.
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El fallo no dejaba lugar a dudas: a propuesta del inquisidor fiscal fechada el 11 de septiembre de 1819, se prohibió «en primer edicto» el 9 de noviembre tanto la lectura como la representación de El sí de las niñas. Vano intento, pues todo se mudó al año siguiente, aunque para corto tiempo; y había de transcurrir un decenio hasta que se repusiera la comedia en un teatro madrileño, mal recuperada de su demasiada y forzosa frecuentación de la «tétrica hipocresía monacal», según decía Cabarrús, de manera que Larra28 podía entonces exclamar: ¿Es posible que se haya creído necesario conservar en esta comedia algunas mutilaciones meticulosas? ¡Oprobio a los mutiladores de las comedias del hombre de talento! La indignación del público ha recaído sobre ellos, y tanto en La Mogigata como en El sí de las niñas los espectadores han restablecido el texto por lo bajo: felizmente, la memoria no se puede prohibir.
28 Obras, BAE, CXXVII, p. 346. La obra se representó a partir del 6 de febrero de 1834 en el teatro de la Cruz; La mojigata se repuso unos días antes. La publicación, en 1830, por la Academia de la Historia, de las Obras de Moratín ayudó a levantar la prohibición (véase AMMC, I-93-41). La actriz Josefa Virg realizó en abril de 1827 una gestión oficial para conseguir la licencia de representar El sí; el 2 de mayo, el censor Caballer Muñoz redactó al respecto un informe, nada desfavorable, por el que nos enteramos de que la comedia se representó excepcionalmente, con real permiso, en 1825 en Aranjuez y al año siguiente, en El Escorial, estando a la sazón «recogida para su examen» desde el 15 de julio de 1815; no carece de interés ver que el censor se refiere a esta última fecha y no a la prohibición ulterior de la obra (Pérez de Guzmán, 1905, p. 52). Sin embargo, el 22 de julio de 1827 le fue denegada por real orden a la Virg la licencia de representar la comedia «ni textual ni modificada» (E. Larraz, 1988, p. 186, n. 57).
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MORATÍN, TRADUCTOR DE MOLIÈRE* «Actualmente tenemos un Molière en la persona de Don Leandro Moratín». Esta frase elogiosa —tal vez demasiado y no exenta de alguna sorna— escrita ya en 1794 por Pedro Estala,1 el cual no vacilaba más adelante en considerar La mojigata superior a Le Tartuffe, sorprendió la prudente modestia del joven «Inarco»: eso de calificar de Apeles a un pintamonas y de Vitruvio a un simple albañil, decía, le parecía, todo bien mirado, trivial y sobre todo incompatible con una sana concepción de la crítica.2 Si bien tenía ya compuestas cinco de las seis obras teatrales que constituyeron su contribución original al arte dramático, sólo eran conocidas del gran público El viejo y la niña y La comedia nueva. Estala, por su parte, también pudo leer, además de La mojigata, la zarzuela El barón, que se convirtió más tarde en comedia, y El tutor (o, cuando menos, el borrador de ésta), que el autor debió de rasgar probablemente al finalizar el año de 1793; por lo mismo, estaba en condiciones de apreciar mejor que nadie la deuda de su compañero con el gran modelo francés, y, más concretamente, la parte que había tomado ya don Leandro en los intentos aún recientes de instaurar un nuevo tipo de comedia que Tomás de Iriarte acababa de ilustrar y al que Ramón de la Cruz, relativamente y al decir del propio Moratín (y, antes, de Munárriz), se había acercado por medio de su graciosa imitación de las «modernas costumbres del pueblo».
* Primera publicación: «Moratín traducteur de Molière», en Hommage des hispanistes français a Noël Salomon, Barcelona, Laia, 1979, pp. 49-72. 1 Pedro Estala (1794a), p. 43. 2 Carta a Melón, 18 de junio de 1796 (Moratín, 1973, p. 203).
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El caso es que la admiración de Moratín por Molière no se desmintió en toda su vida, de manera que se han rastreado minuciosamente todos los elementos que en la obra dramática del escritor español pudiesen testificar, de manera más o menos convincente y con las ventajas innegables y también los inconvenientes que tiene toda polarización, una influencia directa del clásico galo. No deja de ser revelador, en cualquier caso, que al finalizar su carrera de dramaturgo, y tras un silencio de varios años, volviese Moratín al teatro con la «traducción», es decir, adaptación, de dos comedias de Molière, L’École des maris y Le Médecin malgré lui, representadas respectivamente en 1812 y 1814. Cabe preguntarse, en primer lugar, no por qué el autor eligió a Molière, puesto que entonces le seguía situando en una de las cumbres inaccesibles ocupadas por Cervantes, Ariosto y Homero, sino por qué motivos procedió sólo en aquel momento a traducirlo y, por otra parte, por qué prefirió estas dos obras a otras no menos famosas de su antecesor. La respuesta a esta pregunta, si bien resulta a veces no muy fácil asentarla en una base documental indiscutible, no parece demasiado ardua. Tratemos de evocar brevemente algunas circunstancias capaces de aclarar ese punto. En julio de 1806, al poco tiempo del estreno exitoso de su última obra original, El sí de las niñas, don Leandro manifiesta, en carta a Napoli Signorelli, su intención de realizar una «edición magnífica» de sus cinco comedias, anotadas y precedidas de un prólogo en el que se relatarán las vicisitudes de la poesía dramática durante el siglo XVIII, ilustrándola con varios grabados que se han de encargar a Manuel Albuerne a partir de unos dibujos de Antonio Rodríguez.3 Sabemos que las notas, concluidas como muy tarde en mayo o, más bien, octubre de 1807,4 no se publicarían hasta después de su muerte, en las Obras póstumas de 1867, y que el primer prólogo conocido, el de las Obras dramáticas y líricas editadas por Bobée en París en 1825, no abarca la totalidad del siglo en lo que a historia del teatro se refiere, a diferencia del que había de figurar en la edición póstuma de 1830 por la Academia de la Historia, sino que se limita a evocar bastante brevemente a los que podríamos llamar pioneros del neoclasicismo a 3 BNM, ms. 16666/14. Don Leandro pagó su deuda con Albuerne en nueve plazos escalonados de 1807 a 1809. 4 Son relativas a El viejo y la niña y La comedia nueva. Véase su Diario (Moratín, 1968, 16 de mayo y 17 de octubre de 1807).
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partir de Montiano, o sea, solamente a partir de la mitad de la centuria. Por otra parte, Manuel Silvela, biógrafo de Moratín, afirma que vio a éste, y, como puede inferirse de su frase, después de 1819, trabajar en el prólogo de la edición de 1825,5 el cual, como es sabido, se había de completar en 1830 con una adición manuscrita de don Leandro legada por testamento a Vicente González Arnao el 12 de agosto de 1827.6 Sin embargo, nuestro autor se refiere explícitamente, en una de sus notas a La comedia nueva concluidas en 1807, al prólogo anunciado unos meses antes a Napoli Signorelli, más concretamente, a la parte de dicho prólogo que evocaba («se dijo ya en el prólogo…») las vicisitudes de la Junta de Reforma de los Teatros creada en 1799. ¿Dónde está el paradero de este texto? No lo sabemos.7 Moratín no vuelve a mencionarlo en todo caso al escribir el 11 de mayo de 1822 a Melón acerca de una edición por suscripción de sus comedias y poemas en España.8 Y no se dice palabra sobre la junta ni en 1825 ni en 1830: en ambas fechas, el texto concluye, en lo relativo a la historia —al panorama— del teatro del XVIII, con la teoría moratiniana de la comedia. La Academia de la Historia, en 1830, no dejó de advertir la extrañeza de un pasaje bastante agresivo acerca del gobierno, el cual, al decir
5 Vida de Moratín, reeditada en las Obras póstumas de éste (Moratín, 1867, I, p. 51); un pasaje del prólogo se ha considerado como una respuesta a las teorías desarrolladas por Silvela en un párrafo del que encabeza su Biblioteca selecta de literatura española, publicada con la colaboración de Pablo Mendíbil, Burdeos, 1819. 6 Moratín (1867), III, p. 309. Este prólogo aumentado estaba destinado en realidad a figurar en una nueva edición proyectada por Moratín poco antes de su muerte, como induce a pensarlo su ejemplar personal de las Obras dramáticas y líricas de 1825 conservado en la BNM (R/2571-3), y que contiene en particular muchas enmiendas manuscritas que afectan en su mayor parte a la colocación de las didascalias —Moratín las prefería a pie de página—, a veces también a varios pormenores del texto de dichas notas, incluso del de sus comedias (con excepción de la traducción de Hamlet). Por lo que hace al prólogo, tachó el autor la primera parte (pp. XI a XVI) hasta llegar a la frase que precede a la mención de El delincuente honrado, de Jovellanos («Así han seguido, y así continuarán…»); fueron las páginas legadas a González Arnao las que se imprimieron en 1830 sustituyendo a las que ya no satisfacían a Moratín. En cuanto a la Advertencia del editor que precede al prólogo, una nota manuscrita puntualiza, en previsión de la nueva edición, que «[En el prólogo da el autor una noticia histórica y crítica de] el teatro español desde principios del siglo pasado hasta la época en que él empezó a publicar sus obras dramáticas». 7 Moratín (1867), I, p. 143. Una nota del editor precisa —es un decir— que se trata del prólogo de Moratín «a sus Obras»… 8 Moratín (1973), p. 501. Ha conservado, sin embargo, las láminas para la edición proyectada en 1806; quedan por realizar, dice, las de La escuela de los maridos y de El médico a palos.
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del autor, se desentendía en particular del teatro y no premiaba el amor a las buenas letras: «No se puede designar con absoluta seguridad —reza una nota— la época a que se refieren las expresiones que preceden, aunque parece natural que se hable del tiempo en que se escribió el prólogo para la edición de París del año 1825».9 El deseo de no herir la susceptibilidad del monarca, el cual había permitido la edición, me parece explicación insuficiente para esta advertencia de la Academia; la frase de Moratín y su mal humor, aunque fuera en 1825, reflejan muy imperfectamente, en mi opinión, el estado de ánimo de un exiliado cuya principal preocupación no era entonces, si nos fiamos de su correspondencia, la reforma del teatro de su tierra; por otra parte, las censuras que apuntan a los críticos mal informados o malintencionados de la escena española, La Harpe, cuya cita data entonces de un cuarto de siglo atrás, pero también Caimo, Bettinelli y Quadrio, suenan a anacrónicas, si se recuerda que en 1778, en su Theatro Hespañol, fustigaba ya García de la Huerta a los dos italianos por las mismas razones; además, el uso del presente de indicativo en estas réplicas, si bien puede considerarse, después de todo, simple recurso estilístico, tampoco deja sin embargo de suscitar alguna sorpresa. Por último, si tal o cual pasaje relativo al éxito de sus comedias está redactado enteramente en pretérito, así como la conclusión y las frases introductorias («Consideró Moratín…»; «Creyó en efecto Moratín…»; «Concibió Moratín…») de distintos párrafos de su «arte nuevo» —por no poder éste exponerse sino en un presente que lo desliga de cualquier relativismo—, en cambio, en otro lugar en que se evoca el mismo éxito de sus obras para oponerlo a la opinión extranjera poco favorable acerca del gusto del público español, se nos dice que éste, «aplaudiendo las comedias de Moratín, responde a tan atropelladas censuras»; «El público español —leemos aún—, que tiene por muy nacionales las comedias de Moratín, ha visto en ellas la pintura fiel de nuestros usos y costumbres…».10 En cuanto a la última parte del prólogo, relativa a las solas poesías sueltas que don Leandro ha consentido por fin en reunir y anotar por primera vez en 1820-1821 y que concluye refiriéndose a las tendencias poéticas seguidas por Cienfuegos, Quintana, Mor de Fuentes y otros, todo, como era de esperar, está de nuevo en pretérito. 9 Parte primera, II, p. LVI. 10 Moratín (1826), I, pp. XXX y XXXI. Cito por esta segunda edición, idéntica a la de 1825 y, como ella, propiedad de González Arnao, por tener a mano un ejemplar que debo a la generosidad de mi amigo Robert Marrast.
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¿Qué se puede inferir o, cuando menos, conjeturar, de ese empleo de tiempos distintos a propósito de un mismo tema, tan importante para «Inarco», el del teatro? ¿Que a veces olvidó, al redactar el prólogo, que habían transcurrido veinte años desde El sí de las niñas, su última comedia, y revivió, evocándola por lo mismo en presente, aquella época de creación y de polémicas? No es imposible. Lo que en cambio lo es a mi modo de ver, es que pudiese transcribir un determinado pasaje del hipotético prólogo primitivo, del que no queda huella y cuya próxima redacción solamente anunciara a Napoli Signorelli: don Leandro no hubiera cometido la torpeza de dejar el texto en presente; podemos estar seguros de ello si tenemos en mente que el hombre no carecía de experiencia en este ramo: precisamente en la década de los años veinte, fabricó de la cruz a la fecha, entre otras, una carta a su amigo y corresponsal italiano valiéndose de una nota de 1807 a La comedia nueva, poniéndole la fecha del 7 de junio de 1787, y contentándose con poner en presente todos los verbos necesariamente en pretérito, pues se refería dicha nota al estado del teatro «veinte años hace».11 Como se ve, pues, el fracaso de su proyecto de edición de las
11 A este respecto, John C. Dowling, en su edición de La comedia nueva (Dowling, ed., 1970, pp. 63 y 203), entiende que, siendo la obra de 1792, esta nota es —y naturalmente también las demás— con toda lógica aritmética, de «hacia 1812». De ser así, por haberse suprimido los entremeses en 1780, el evocarlos Moratín en su nota nos llevaría a fechar ésta en 1800 como muy tarde… Esta forma de cálculo, al menos en este caso, es inadecuada, y todo ello resulta imposible, por los motivos que expongo en mi edición del Epistolario moratiniano (Moratín, 1973, pp. 79 y 80). Precisamente veinte años antes, en 1786, fue cuando Moratín inició su carrera de dramaturgo tratando, en vano, de hacer admitir a los cómicos, al igual que Iriarte, un tipo de comedia al que no estaban acostumbrados. Pero la fecha de los acontecimientos a que se refiere su nota es simplemente aproximada («veinte años hace» = «hace una veintena de años»). Debo sin embargo añadir dos precisiones: en primer lugar, conviene modificar levemente el terminus ad quem que entonces proponía, esto es, 1809; siguiendo a Cotarelo (1899a, p. 575), pensaba yo que el gracioso Querol se había jubilado aquel año, pero al parecer fue sólo al finalizar la temporada teatral de 1809-1810, concretamente, el 30 de mayo de 1810 (Querol actúa aún en un sainete el 19 de noviembre de 1809, según el mismo Cotarelo, 1902, p. 74). Por otra parte, dichas notas no son «posteriores a 1807», pues afirmo contradictoriamente más adelante que Moratín, si nos fiamos de su diario íntimo, las tenía concluidas aquel mismo año; mi redacción defectuosa debe, pues, enmendarse como sigue: «estas notas […] o al menos algunas de ellas, parecen anteriores a junio de 1810 […] y fueron redactadas como muy tarde en 1807». Importa además advertir que Moratín, si bien observó el orden de las páginas de la primera edición para la redacción de sus notas, sintió después la necesidad, a partir de la que corresponde a la p. 54, de añadir otras nuevas al texto ya anotado; entonces, las referencias
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comedias antes de la guerra de la Independencia no fue totalmente vano: Moratín supo reutilizar ulteriormente parte del trabajo efectuado en aquella época. Pero no se contentó con mandarle a Napoli Signorelli una carta cuyo texto se redactó… treinta años más tarde. No se ha advertido, al parecer, que la edición de las Obras dramáticas y líricas de 1825 se ha beneficiado mucho más ampliamente que su correspondencia antedatada de aquellas notas manuscritas sin utilizar durante muchos años, pero preciosamente conservadas; y, en efecto, en la citada edición, única reconocida por el autor, la Advertencia a La comedia nueva se compone de dos textos añadidos uno a otro: el de la primera nota manuscrita de 1807 a la misma obra, seguido de la Advertencia que también entonces se le destinaba; sólo quedaron suprimidos unos breves trozos sin gran interés. El prólogo a El viejo
a la paginación se vuelven irregulares y llegan incluso a desaparecer; se puede, pues, suponer que esos «arrepentimientos» son posteriores a 1807, aunque no poseemos ninguna prueba fehaciente. Y, para concluir, cómo «se copió a sí mismo» don Leandro en su nota de 1807 (Dowling, ed., 1970, p. 203, n. 79), no pudo ser a partir de una carta de 1787 a Napoli Signorelli (pp. 238-239), ya que en realidad fue a la inversa, copiando el autor la referida nota para formar dicha carta, abusivamente fechada por él en 1787 pero escrita en realidad en los años 1820 (véase mi edición del Epistolario). Y de nada sirve afirmar, o cuando menos suponer, sin el más mínimo asomo de prueba, que dicha carta espuria a que me refiero, y diecisiete más con ésta, se escribieron a partir de supuestos originales desaparecidos, o sea, que dichos originales «fantasmas» se «retocaron», sobrentendiéndose naturalmente que los rompería luego el autor después de «retocarlos»… Imaginar no es argumentar, y viceversa. Díganme, si no, por qué arte de birlibirloque pudo estar Moratín en posesión, por ejemplo, de la carta dirigida a Signorelli en aquella fecha de 1787, ya que copiador de cartas no tenía, según confirma él mismo, y difícilmente pudiera conservar uno durante su vida de fugitivo ligero de equipaje a partir de 1808. Creo, sin excesiva inmodestia (y bromeando apenas), poder afirmar que se suele proclamar a menudo la culpabilidad de un reo a partir de un haz de elementos concordantes menos apretado que el que aduzco yo para poner en legítima duda la autenticidad de dichas cartas moratinianas. La advertencia debería valer para más escritores del XVIII que publicaron cartas escritas y mandadas, según dicen (o no dicen y dicen otros), con anterioridad a hermanos o amigos, tal vez con excepción de las de Juan Andrés. Curiosamente (a no ser que me engañe la vista o me despiste alguna involuntaria ambigüedad), en su citada edición de La comedia nueva publica el investigador norteamericano bastantes documentos, al parecer como si los considerara inéditos: comentarios de Moratín a su comedia, carta de Comella (25 de diciembre de 1789), informe de Díez González (5 de enero de 1790), solicitud de Comella contra La comedia nueva (27 de enero de 1792), consecutivos informes de Díez y de Miguel de Manuel, minuta del corregidor Armona, ya publicado todo lo relativo al dramaturgo catalán por Cambronero, a quien sólo se cita a propósito del memorial de Díez sobre reforma de los teatros.
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y la niña es también simple transcripción del que Moratín conservó desde la época de su proyecto sin realizar, y en este caso tampoco se tomó prácticamente más trabajo —las correcciones son de su puño y letra, contra lo afirmado por el editor de las Obras póstumas—12 que el de modificar algunos tiempos verbales: por haberse jubilado el actor Mariano Querol al final de la temporada teatral de 1809-1810 y haber pasado a mejor vida en 1823, era preciso escribir en 1825 «que pudo —y ya no «puede»— quitar al más atrevido la presunción de competirle»; asimismo, por haber perdido la vida Napoli Signorelli en 1815 y, por lo mismo, en buena lógica cartesiana, su cargo de «actual secretario del Ministerio de la Marina de Nápoles» conseguido en 1806, desapareció esta última mención y se manifestó que sus obras le habían granjeado —y ya no «le han adquirido»— la estimación de los entendidos. Pero en la medida en que ese fallecimiento permitía que pudiera más la objetividad que la amistad, don Leandro prefirió finalmente sustituir esas frases elogiosas por una crítica de la traducción de su comedia por el italiano.13 Por último, extraña que el prólogo a la primera edición (1812) de La escuela de los maridos, vibrante elogio de Molière, del que volveremos a hablar, diese paso en 1825 a un texto enteramente nuevo, en el que solamente se incluye la cita de un fragmento bastante largo del anterior. En primer lugar —y es actitud que no deja de recordar la observable en otro escrito contemporáneo, el prólogo al Fray Gerundio, cuya publicación, a pesar de conseguida la licencia en 1811, no llegó al parecer a efectuarse—,14 Moratín aprovecha a menudo el relato de la vida y obras del dramaturgo francés para «vaciar el saco», según diría en 1821 a propósito de las notas a sus poesías sueltas; se espigan algunas expresiones inconfundibles: «los escritores de folletos mensuales, los copleros fríos, los oradores de librerías y plazuelas, los traductores, compiladores, anotadores y detractores de oficio» que criticaron L’École des maris, los «eruditos de polyantea», «la infeliz caterva de periodistas y sabios de tertu-
12 I, pp. 59 y ss. 13 Se puede observar un fenómeno bastante análogo a propósito de la Lisi desdeñosa (h. 1761), de García de la Huerta, que al parecer no debió de editarse, pese a lo afirmado por Moratín, y de la que el autor reutilizó más tarde varios pasajes bajo la forma de poemas sueltos, publicados en 1778 en la colección de sus Obras poéticas (véase también Raquel, Madrid, 2.a ed., 1982, pp. 7-8 [Clásicos Castalia, 28]). 14 Se hizo una edición de la obra de Isla en 1813, pero el prólogo que la encabeza nada tiene que ver con el de don Leandro.
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lia» que se negaba a reconocer en su tiempo el genio de Molière, un poco de familiaridad con los escritos de don Leandro quita cualquier duda acerca de la identidad de aquellos sujetos poco recomendables, los cuales eran en realidad contemporáneos de Moratín y no del admirado modelo. Es más, no pocos elementos de la teoría moratiniana del teatro, desarrollados en el prólogo general de 1825, figuran ya, aunque atribuidos entonces a Molière, en el de La escuela de los maridos en 1812, empezando por la conocida distinción entre «copia» e «imitación», y, sobre todo, la exposición de los temas a que debe ceñirse la «buena» comedia,15 que reaparecerá transcrita casi palabra por palabra, con unas pocas variantes y complementos, en la edición de las Obras dramáticas y líricas,16 y estaba ya esbozada en el diálogo de las primeras ediciones de La comedia nueva,17 lo cual permite probablemente explicar la supresión del pasaje, así como la mencionada desaparición del prólogo primitivo a La escuela de los maridos, en la de 1825. Sin embargo, si se puede pensar que la guerra de la Independencia fue con toda probabilidad causa del fracaso del proyecto de 1806, el que Moratín, a los cuarenta y seis años escasos, trabajase en esta última fecha en una edición de sus comedias, y en una edición no solamente anotada, sino también precedida de un prólogo histórico, confiere a esta empresa un carácter de balance, un balance cuya publicación, en cierto modo, retrasarían en una veintena de años las circunstancias: el autor parece haber alcanzado un punto a partir del cual siente la necesidad de volverse hacia el pasado y ya no hacia el porvenir, como si considerase clausurada su propia producción original; efectivamente, declara en carta a Napoli Signorelli a propósito de El sí de las niñas, unos meses después del estreno: «la llamo última, porque no quisiera gastar el tiempo en componer más obras de esta especie».18 Se podrá objetar que, según sus propias palabras,
15 Prólogo del traductor, p. 4. 16 2.a ed., París, Coniam, 1826, I, XXIV. A este respecto, la biografía de Shakespeare publicada a continuación del prólogo en la primera edicióon de Hamlet traducida por Moratín debería ser mejor conocida, pues sirve también de pretexto para la exposición de ideas y principios caros a Inarco. No se reeditó en las Obras dramáticas y líricas. 17 II, 5. Estala, por su parte, al final del prólogo del Pluto, utiliza con muy pocas modificaciones varios elementos de la argumentación de don Pedro contra los dramaturgos «populares». 18 Moratín (1973), p. 253.
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las obras que pretende editar son las que lleva escritas «hasta ahora» y, por otra parte, que su demasiado complaciente biógrafo, Manuel Silvela, amigo de los últimos años, nos informa de que en 1806 tenía ya pensados los planes de varias comedias nuevas.19 Pero si Moratín renunció a desarrollarlos fue sobre todo, según Silvela, porque el rencor de sus contrarios, a pesar de la protección de Godoy, se había vuelto más peligroso que nunca después de El sí de las niñas; el propio don Leandro evoca en el prólogo de la obra publicado en las Obras dramáticas y líricas de 1825 —y, naturalmente, «olvidado» en 1830— las aprensiones que le inspiraron entonces la Inquisición y un «ministro» particularmente deseoso de perderle (Negrete, hijo mayor del conde de Campo de Alange, según Melón). Parece, pues, lógico que, como pretende también Silvela, considerase entonces necesaria la decisión de renunciar definitivamente al teatro. Dicha decisión la anuncia precisamente en 1812 en el prólogo de La escuela de los maridos, una comedia que, al menos según afirma, tradujo presuntamente antes de la guerra, entregándosela luego a los cómicos por no oponer una negativa demasiado rotunda y áspera a las solicitaciones del gobierno intruso, deseoso de conseguir su colaboración prestigiosa con obras nuevas.20 Sin embargo, si fuera cierto que el cese de la producción dramática original de Moratín se debió exclusivamente a los disgustos que le trajera, particularmente en 1806, lícito es preguntarse por qué, al renunciar a desarrollar los planes de otras obras teatrales, no conservó finalmente más que la adaptación de una comedia de Molière —«una de las más estimadas», eso sí— para representarla en un período muy favorable para él y en el que publicó también el Auto de fe de Logroño y redactó el prólogo a una edición del Fray Gerundio… El autor anónimo del Juicio crítico que encabeza una reedición de las Obras dramáticas y líricas realizada por Antonio y Francisco Oliva, de Barcelona, en 1834, advierte atinadamente que «Moratín escogió sin duda esta pieza de Molière por coincidir su objeto con el que tanto se proponía por blanco en sus piezas originales: es decir, los funestos resultados de un tratamiento demasiado rígido y opresivo, así en los padres como en los esposos».21 Y, efectivamente, el tema de L’École des maris, o, por mejor 19 Vida de Moratín, loc. cit., p. 37. 20 Moratín (1826), II, pp. 251-252. 21 T. I, p. 90.
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decir, de La escuela de los maridos, viene a ser la síntesis de los problemas fundamentales planteados por don Leandro desde su primera comedia, El viejo y la niña, pues los dos tutores-educadores son a un tiempo en aquélla candidatos al matrimonio con la pupila respectiva. Aquí reside otro elemento de la respuesta a nuestra pregunta: Juan de Dios Gil de Lara observaba ya al principio del siglo XIX que La mojigata «muchas cosas tiene parecidas a La escuela de los maridos»,22 pero no es, ni mucho menos, la única. Y ésta es muy probablemente la razón por la que, después de El sí de las niñas, viéndose Moratín en la imposibilidad de superarse, o de renovarse, como le sugería Quintana en 1804,23 no tiene más remedio, para evitar el callejón sin salida, que buscar ya la inspiración en su modelo y repetirse, o, digámoslo así: escribir «en plan Moratín», con la garantía de Molière, aunque sin perder nada de su talento. Por lo que hace a El médico a palos, el mismo destino de la obra traducida justifica y explica la elección de don Leandro: el gracioso de la compañía de Barcelona, Felipe Blanco, a quien el autor «debía particulares atenciones de amistad» —un soneto, escrito en 1816, daría nueva fe de ese agradecimiento—, había de representar el 5 de diciembre de 1814 en una función «de beneficio», esto es, cuya recaudación se le destinaba.24 Blanco necesitaba un papel a medida para lucirse: fue el de Sganarelle-Bartolo, héroe de la farsa médica de Molière. Por otra parte, las condiciones de vida de Moratín eran menos favorables que nunca a la creación de una nueva obra original: llegado a Barcelona a finales de junio de 1814, encerrado en casa debido al temor a que le identificasen, don Leandro no tenía ánimos para invocar a Talía; tampoco dispondría de mucho tiempo para adaptar la obra francesa, estrenada, como queda dicho, el 5 de diciembre: unos meses escasos, quizás unas semanas. En este caso, nada de prólogos. Y, sin embargo, permanecía intacto su talento. Pero ¿no le facilitaron la tarea? Intentaré satisfacer más adelante esta nueva pregunta. La escuela de los maridos se redactaría supuestamente, como dije ya, antes de la insurrección de 1808, si nos fiamos de la edición parisina de las 22 Véase René Andioc (1970), p. 516. Interesa observar que el propio Moratín, al evocar a sus detractores después de a los de Molière, se designa a sí mismo en el prólogo de La escuela de los maridos por medio de la perífrasis: «el autor de la Mogigata». 23 Véase René Andioc (1970), pp. 516-517. 24 Obras dramáticas…, II, p. 325.
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Obras dramáticas y líricas realizada por los tórculos de Auguste Bobée en 1825, con los textos impresos y manuscritos cedidos a Vicente González Arnao por acta notarial el año anterior.25 Pero ¿qué ocurrió exactamente? El diario íntimo del autor, con huecos bastante frecuentes, eso sí, durante los meses anteriores al conflicto, no contiene ninguna información al respecto. Por otra parte, ¿qué interés tenía Moratín en traducir una comedia de Molière, digamos por capricho, por gusto o en testimonio de admiración, y sin que le solicitasen —a diferencia de lo que había de ocurrir bajo el reinado del Intruso— en una época en que, recordémoslo, le tenía ocupado la redacción de sus notas con vistas a una edición de sus obras dramáticas completas, y, según escribe a Napoli Signorelli, después de renunciar al teatro? Verdad es que existe el antecedente de Hamlet, traducida en 1794 y publicada cuatro años después. Pero se trataba en este caso de una auténtica traducción, no destinada a la escena, a diferencia del texto de La escuela de los maridos, notablemente modificado éste, pero además actualizado y adaptado a la España de los años 1800, y tan bien adaptado que —nos dice Moratín— resultaba imposible descubrir su procedencia (merece la pena comparar las dos concepciones radicalmente distintas de la traducción que se exponen en los prólogos de ambas obras). De todas formas, ¿a qué venía esperar hasta 1812 para entregar la obra a la compañía, cuando un año antes se reponían varias comedias moratinianas en el teatro del Príncipe? Volvamos a la edición de 1825: algunas frases pueden dejarnos entrever otro elemento de la respuesta. Afirma don Leandro, en efecto, que en 1808 una «pérfida invasión», perpetrada por unos «ejércitos enemigos», impuso silencio a las musas, y que el usurpador ofreció al «pueblo oprimido» diversiones destinadas a hacerle cantar «al son de las cadenas». En boca (en pluma) de un exalto funcionario del rey José, por amargado que estuviese, que en 1811 ensalzaba al nuevo régimen,26 es mucha ingratitud; este pasaje suena en realidad como las cartas escritas por Moratín desde 25 BNM, ms. 18666/14. El ejemplar T/2587 de la BNM lleva la dedicatoria «A la R.l Biblioteca, el editor, propietario, D.n Vicente González Arnao». La segunda edición, por Coniam, en 1826, menciona el nombre y calidad del propietario, afirmando, como la anterior, los derechos exclusivos de éste sobre las obras de Moratín contenidas en la colección. La tirada de 1825 fue de 1100 ejemplares (París, Archives du Dépôt Légal, 15 de febrero de 1825, n.° 859). Debo esta información a la amabilidad de Robert Marrast. 26 Véase prólogo al Fray Gerundio (Moratín, 1867, III, pp. 209-210).
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Barcelona a sus amigos Melón y Loche en julio de 1814, cuando la desbandada y persecución de los afrancesados le inspiraban un vocabulario patriótico de circunstancias por si le interceptaban la correspondencia. Por otra parte, el escritor, afincado en Burdeos desde mediados de octubre de 1821, es objeto de una vigilancia constante por parte del Ministerio del Interior, el cual tiende a confundir a liberales exiliados de 1823 y sus antecesores, excolaboradores del régimen de Bonaparte, entre los que ocupa Moratín un lugar destacado a juzgar por los informes de la policía, propensa por su parte a considerarle, naturalmente, aunque no fuera más que para aparentar mayor conciencia profesional, más peligroso de lo que es.27 Parece por lo tanto que Moratín, en este pasaje del prólogo de 1825 a La escuela de los maridos, trataba de apartar las sospechas; pero también era innegable que el estreno, en 1812, de esta comedia traducida de Molière, a diferencia de El médico a palos, representada ésta en una Barcelona en poder de los patriotas, era el resultado de presiones más o menos oficiales del gobierno intruso, como confirma el propio autor; entonces, cuando éste agrega que, cansado ya de resistir en cierto modo, consintió por fin en ceder a la fuerza, pero entregando no una obra original, sino una simple traducción que databa por encima de varios años, lo que intenta ¿acaso no es, en realidad, atenuar la mala impresión que podría causarle a un ministro de la Restauración francesa mal dispuesto hacia él aquella prueba de colaboración con el enemigo común, un enemigo doblemente honrado por cierto, pues eligió Moratín un dramaturgo galo? Si tal no fuera la intención del autor, ¿qué interés podía presentar este pasaje, curiosamente inserto en un prólogo exclusivamente dedicado a consideraciones estéticas y técnicas, de manera que suena a autojustificación tardía? Leámoslo con mayor detenimiento: una breve introducción de carácter cronológico que afirma la anterioridad de la obra a mayo de 1808; una copla de circunstancias —la frase más larga— acerca del perverso invasor; la negativa del autor, a pesar de las fuertes presiones ejercidas sobre él, y luego, su gesto de desdeñosa condescendencia; y, por fin, la conclusión, en la que se recuerda como una consecuencia de ello su renuncia definitiva al teatro, la cual se anunciaba en realidad de manera totalmente incidental, entre paréntesis, en el prólogo de 1812; todo se va concatenando, pues, para que acabe recayendo la mayor parte de la responsabilidad sobre el opresor, 27 René Andioc (1963).
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habiendo resistido por su parte el «oprimido» a la coacción hasta donde era razonablemente posible, y atajando, por su decisión de despedirse del teatro, cualquier nueva solicitación incongruente. El mismo año en que se representó e imprimió La escuela de los maridos, otro funcionario célebre del gobierno josefino, José Marchena, había dado a luz, con bastante anterioridad al estreno de la adaptación moratiniana,28 una traducción en verso de L’École des femmes, «de orden superior» y a costa de la Imprenta Real, después de llevarla a la escena en febrero de 1811. El prólogo anunciaba: «se irán publicando las comedias de Molière, cada una de por sí y a medida que se fueren representando»; pero, además, se comprometía a constituir, por medio de varias «disertaciones» destinadas a acompañarlas, una especie de «Poética de la Comedia» que había de tratar del teatro español antiguo —igual que hizo don Leandro después de trabajarlo durante años—, del teatro francés y de la poesía dramática en general. El caso es que Marchena no perdía tiempo: en noviembre de 1810 se representaba en el coliseo del Príncipe una primera traducción de Molière, la de Le Tartuffe, con el título de El hipócrita, y seguía poniéndose regularmente en cartel en 1811, fecha en que la publicó el impresor del ejército francés en España, y en 1812, en alternancia con L’École des femmes. Además, en sus Lecciones de filosofía moral y elocuencia, publicadas en 1820 en Burdeos, donde Moratín había de instalarse al año siguiente, afirmaba Marchena que tenía traducidas todas las demás comedias de Molière, después de editar el año anterior y en la misma ciudad los cuentos de 28 El 12 de marzo de 1812 apareció en la sección de «Avisos» de la Gazeta de Madrid (p. 248) el anuncio de la publicación de «La escuela de las mugeres, comedia en cinco actos en verso de Molière, trad. de D. Josef Marchena. Se hallará en el despacho de la Imprenta Real a 4 rs.». Sólo el 17 de marzo fue cuando se estrenó La escuela de los maridos, y el 20 cuando apareció en la Gazeta (p. 320) el anuncio de la publicación de la comedia, de venta «en la librería de Castillo, frente a las gradas de S. Felipe». La factura del impresor, firmada por Villalpando, lleva la fecha del 14 de marzo (BNM, ms. 18666/14); la obra tuvo una tirada de 2000 ejemplares y su impresión le costó a Inarco 2696 reales y 17 maravedíes; también tiraron 30 ejemplares en papel fino. La licencia de impresión de la obra moratiniana se solicitó el 24 de enero de 1812 (A. Rumeu de Armas, 1940, p. 133). El plazo de impresión fue por consiguiente muy breve, a no ser que se anticipasen al dictamen del censor… ¿Coincidencia o intencionado propósito? Los sainetes que «adornaron» las sesiones del 17 y el 19 de marzo eran, respectivamente, Los vicios a la moda y Los Butibambas, esto es, El casamiento desigual o los Gutibambas y Mucibarrenas, de Ramón de la Cruz, imitado de George Dandin, de Molière.
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Voltaire, cuyo Cándido quiso también nuestro autor poner al alcance de los lectores de su tierra… Tampoco puede descartarse, por lo tanto, la posibilidad de que Moratín quisiese además presumir de ser tenido, ya que no por primer traductor de Molière —otros le habían precedido, con más o menos acierto, en esta tarea—, sí al menos, frente a aquel traductor prácticamente oficial que era en suma Marchena, por el primero de entre los traductores de talento cuya traducción estuviese a la altura del original.29 Con muy poca diferencia, recordémoslo, fue en aquella misma época cuando redactó una serie de cartas antedatadas más de treinta años, destinadas a la publicación y, por ende, a dar de su autor la imagen de un joven intelectual digno de su fama ulterior. El médico a palos plantea por su parte un problema muy delicado, que Cotarelo y Mori no dejó de advertir en su tiempo; el crítico español pensaba en 1899, en su estudio sobre los Traductores castellanos de Molière,30 que la obra era anterior a 1814. Su conviccón se fundaba en que otra adaptación de Le Médecin malgré lui, intitulada El médico por fuerza,31 se representó presuntamente en Madrid aquel mismo año de 1814; por otra parte, esta obra, de la que conozco tres manuscritos distintos, es en efecto curiosamente semejante a la adaptación moratiniana: «en su mayor parte —afirma Cotarelo— responde al texto genuino de Moratín»; en los pasajes que podemos calificar, sin la más mínima exageración, de comunes a ambas obras, los términos —agrega— son idénticos a los de don Leandro, «aun en los casos en que la traducción no es literal, sino libérrima, cosa imposible en dos autores que escriben con independencia sus textos»; y concluía: pudiera creerse que o bien esta segunda forma de traducción [El médico por fuerza] sea la primitiva hecha por Moratín, o bien alguno aprovechó su obra y para disfrazar el hurto le añadió algunos pasajes, unos tomados del original francés, y
29 Digo: «a la altura del original», y no: «fiel a éste»; esa École des maris, «irreconocible» según Moratín, me parece justificar el sobrenombre de «Molière español» al menos tanto como cualquier obra original del autor. En el prólogo de La escuela de las mugeres, Marchena consideraba el estilo de su traducción como un modelo de pureza castellana, al igual que el de Moratín… 30 Cotarelo (1899b), p. 134. 31 Éste era el título con que se solía evocar la comedia de Molière. Precisamente, el título completo de la pieza moratiniana es El médico a palos. Comedia imitada [no «traducida»] por Inarco Celenio de la que escribió en francés J. B. Molière con el título de El médico por fuerza.
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otros de su invención propia. Esto último sería más verosímil, sobre todo atendiendo a lo débiles que son los trozos añadidos, si no pareciese imposible que desde el 5 de diciembre, y antes de acabarse el año, hubiese tenido tiempo de llegar a Madrid la obra moratiniana, sufrir tantas reformas, y aparecer en el teatro.
Tratemos en primer lugar de proceder por eliminaciones sucesivas. En la cartelera teatral madrileña que constituye uno de los apéndices de su Isidoro Máiquez, libro posterior en tres años, adviértase, al citado estudio, no queda rastro de la citada obra en 1814, esto es, según entiende Cotarelo, durante la temporada de 1814-1815 (falta el original manuscrito de dichos programas en el legajo I-25 del Archivo del Corregimiento de Madrid); el resultado es también negativo para los años anteriores y siguientes. Sin embargo, dos ediciones de El médico a palos, la adaptación de Moratín, se realizaron en 1814 en Madrid, según el Manual del librero hispanoamericano de Palau: una sin nombre del editor, en realidad la de Collado, otra por Blas Roca, no confirmado este último dato por Aguilar Piñal, pero los pormenores dados por el primer bibliógrafo (ambas en octavo, 75 y 60 páginas respectivamente) parecen garantizar la exactitud de su apunte. También es cierto que por Antonio Odriozola nos enteramos hace ya más de cuarenta años de que el porcentaje de «ediciones fantasmas» de obras de nuestro autor consideradas auténticas por Palau no era escaso;32 éste atribuye por ejemplo equivocadamente a Moratín una traducción de L’Écoles des femmes posterior a la de Marchena y publicada en Valencia por Ferrer de Orga en 1815, cuando a todas luces se trata de una simple reedición de La escuela de los maridos. Pero un pormenor curioso llama la atención: la Biblioteca Histórica Municipal de Madrid conserva, además de dos manuscritos posteriores a 1815, un ejemplar impreso de El médico a palos, desgraciadamente desprovisto de portada, que Aguilar Piñal atribuye, creo que con razón, a Estevan, de Valencia (1815), y que fue remitido indudablemente a censura con vistas a una representación; ahora bien, si el examen de la obra, fechado el 30 de octubre de 1815 y seguido de un último dictamen del corregidor, conde de Motezuma, firmado el 19 de noviembre (la víspera de la reposición, después de prohibida la comedia desde el día 15 por la Inquisición), está redactado en una cuartilla pegada al final de la obra impresa, la primera frase de dicha censura se escribió en la misma página 60 y postrera: el ejemplar sirvió, por 32 Antonio Odriozola (1960), p. 6.
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lo tanto, para el estreno madrileño, que fue el 12 de noviembre. Pero se da la rara y contradictoria particularidad de que en el breve espacio situado entre el principio de la censura, a pie de página, y el final del texto, que ocupa la mitad superior, se lee la siguiente aprobación manuscrita: «Madrid, 19 de enero de 1815. No ai inconveniente en su representación. El Conde de Casillas». No consta ninguna sesión dedicada a El médico a palos alrededor de esta fecha tan temprana, pero el que tenga 60 páginas el ejemplar, como queda dicho, igual que el de Blas Roca mencionado por Palau, ¿permite suponer que de éste se trataba? El de la edición valenciana de 1815 por Estevan que tengo a mano tiene el mismo número de páginas, o sea, 60, y, sobre todo, su composición tipográfica es idéntica a la del impreso falto de portada de la Biblioteca Histórica Municipal; con escasas excepciones que se reducen a unas letras, todas las páginas parece que se estamparon con la misma forma y los mismos tipos de imprenta; solamente el título y la palabra «FIN», en mayúsculas, son de un tamaño levemente inferior en la edición de Estevan, la cual divide además la comedia no en «scenas», sino en «escenas». Si se admitiera que el conde de Casillas no cometió el error, muy comprensible e incluso frecuente en enero, de apuntar «1815» en lugar de «1816» —la adaptación de Moratín se repuso precisamente el 26 de febrero de este ultimo año—, se habría de inferir que fue como muy tarde a mediados de enero cuando, al menos, se intentaría estrenar la obra en Madrid. Pero la hipótesis de la equivocación de Casillas (¿y también de Palau?) es la que en mi opinión se impone: la lista cronológica de los corregidores publicada por Timoteo Domingo Palacio en su Manual del empleado en el Archivo General de Madrid contiene una extraña laguna entre las páginas 176 y 177, de manera que resulta imposible que entre el 27 de mayo de 1813, fecha de la salida definitiva de los franceses, y el 5 de agosto de 1816, en que, según el citado libro, fue supuestamente nombrado el conde de Motezuma, no hubiese corregidor en la villa. Lo cierto es, por el contrario, que Motezuma estaba ya en funciones en 1815, según distintos documentos de la época, e incluso que su nombramiento databa de 1814, como consta en el séptimo apéndice de El antiguo Madrid, de Mesonero Romanos,33 y que el conde de Casillas [de
33 Véase en particular AMMA, 1-252-10. En 1814 fecha también Carlos Cambronero (1900) el nombramiento del corregidor Motezuma; y, según J. Faraldo y A. Ullrich (1906), se posesionó Motezuma de su cargo de «alcalde» el 1 de enero de 1814.
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Velasco] puso su firma el 14 de julio de 1816 al pie del acto tercero de El viejo y la niña, de Moratín.34 La Gazeta de Madrid, por su parte, no se hace eco de la adaptación de don Leandro ni en 1814 ni siquiera durante el primer semestre de 1815. ¿Acaso equivocaría Cotarelo por inadvertencia no solamente El médico por fuerza con El médico a palos, sino también esta última obra con La escuela de los maridos, varias veces repuesta en la temporada de 1814-1815? Es altamente improbable. El historiador fue inducido a error en 1899, según creo, por uno de los tres manuscritos de la «comedia en prosa en 2 Actos» El médico por fuerza, respectivamente custodiados en la Biblioteca Nacional (signaturas 16107 y 15996) y en la Histórica Municipal de Madrid (1-28-21);35 el último citado lleva en su portada, o página primera, la inscripción: «Año de 1814». Pero entonces, como queda apuntado, no se representó nada en la villa con tal título, y la falta de relación de actores frente a las «personas» tiende a confirmarlo. Sin embargo, se da además la circunstancia de que el manuscrito 15996 lleva en la portada las fechas de «1806», «3 Nobre. 1808» y «30 Mayo 1809»; el 16107, la de «1802», repetida en la primera página del acto segundo, donde se califica la obra de «comedia nueva»;36 y no será aventurado pensar que el original debía de ser aún más antiguo, quizás incluso lo suficiente como para que la reposición proyectada en 1802 se considerase estreno. El caso es que por F. Aguilar nos enteramos de que una «Jocosa Comedia, o pieza chica en dos Actos» intitulada El médico por fuerza se representó ya en Sevilla en junio de 1777;37 además, el que ofrecía la «función de beneficio» al «amable público» (y había por lo tanto de cobrar el producto de ella) era, según el cartel reproducido por el citado investigador, el gracioso Mariano Querol, más tarde intérprete y amigo de Moratín en Madrid, donde haría los papeles de Muñoz en El viejo y la niña, de don Hermógenes en La comedia nueva, de Pascual en El barón y de Perico en La 34 BMM, tea. 1-91-5. 35 Julián Paz, en su Catálogo de las piezas de teatro que se conservan en el departamento de manuscritos de la Biblioteca Nacional, escribe, probablemente confundiéndose, que este manuscrito se utilizó para la representación en 1806, 1808 y 1809. 36 El único actor que conozco (si es que de él mismo se trata) llamado Valenzuela, que hizo el papel de Valerio, sólo formó parte de una compañía madrileña, la de Martínez, en 1786-1787, saliendo luego de la villa, según Cotarelo (1899a), pp. 465 y 604. 37 F. Aguilar Piñal (1974a), p. 279.
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mojigata; los pocos nombres de actores que aparecen en el manuscrito 16107: Hermosilla, Rosales, Rodríguez, la Manuela [Buhil], se corresponden con los de cómicos sevillanos registrados entre 1795 y 1808 por Aguilar, y el apuntador Fregenal, que tuvo a mano el manuscrito 15996, actuaba en 1807, según la misma fuente. Como quiera que sea, este último documento tiene la particularidad de ser obra de dos copistas distintos: el principio del texto del acto primero, redactado en unos folletos de tamaño más reducido que el de los demás, presenta una letra carente de soltura y algo anticuada, que es también la del acto segundo; para lo restante del primero, y a pesar de usarse varias tintas, se identifica la mano del que hizo la portada. ¿Se representó la obra en Madrid? La respuesta es una vez más negativa, igual que para el año de 1814; para ambos casos existe una explicación plausible, a falta de seguridad absoluta: fue el 27 de mayo de 1813, como queda dicho, cuando los franceses abandonaron Madrid, y las compañías se limitaron prácticamente en junio a utilizar comedias del caudal, mientras afluían masivamente nuevas obras inspiradas en la lucha contra el invasor derrotado, por lo cual se debió de renunciar a representar comedias menos adaptadas a las circunstancias durante el resto de la temporada; en 1802, el incendio del Príncipe el 11 de julio, al que siguió poco después la quiebra del empresario, redujo brutalmente los programas a la mitad.38 Así, pues, queda comprobado un claro derecho de primogenitura de El médico por fuerza frente a la adaptación moratiniana. El mismo título aparece aún en la Crónica sevillana de Félix González de León39 el 27 de diciembre de 1807 y el 23 de febrero de 1808; pero en 1810 y en los años sucesivos queda convertido ya, al menos en Sevilla y, al parecer, definitivamente, en El médico a palos. De la «imitación» de don Leandro no puede tratarse, ya que él mismo la fecha en 1814. Aventuremos una conjetura, aunque ya son bastantes: en el citado manuscrito de «1802», el título que encabeza el acto segundo sigue siendo, naturalmente, El médico por fuerza, pero encima de las dos últimas palabras se ha añadido, por mano distinta, la corrección: «a palos», y esta lección se conserva, en el mismo acto, en la copia de 1814; de manera que de la modificación del título observa-
38 Creo que es mera coincidencia la fecha de «813» (1813) en uno de los repartos y la representación, en Madrid, el 22 de febrero del mismo año, de El médico supuesto. 39 Agradezco la copia de los folios correspondientes que me mandó en su tiempo la dirección del Archivo Municipal de Sevilla.
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ble a partir de 1810 en Sevilla no se debe necesariamente inferir que el texto fuera distinto al anterior, pues la sugirió probablemente la frase amenazadora de Bartolo (Sganarelle) a Geronte en el acto segundo: «Pues yo haré que seáis médico a palos, que así se hace en esta tierra». Más elementos tienden a confirmar la anterioridad de la obra con relación a la de Moratín; en primer lugar, el voseo, casi generalizado,40 mientras que «Inarco» se vale invariablemente del «usted»; la falta de localización geográfica española, cuando en don Leandro se trata, podríamos decir, de un principio, ya aplicado en La escuela de los maridos; y esto sólo bastaría en mi opinión para negarle la autoría de El médico por fuerza. El desconocido autor conserva buena parte de la jerga latina de Sganarelle, inventa también alguna cosa en este aspecto y un miembro de su frase («mascula sunt maribus») se descubre en El médico a palos, etc. Por otra parte, ¿es acaso verosímil, si se admite la prudente hipótesis de Cotarelo, que un plagiario de la última obra conservase para sus personajes sendos nombres franceses españolizados de manera elemental, como Jaquelina, o transcritos literalmente, como Geronte, mientras «Inarco» los llamó ya, respectivamente, Juliana y Gerónimo? Extraño proceder además el que consistiera en copiar el texto moratiniano y añadirle después nuevos pasajes traducidos de Molière. De una manera general, el estilo de la obra anónima, a pesar de la identidad casi total de muchos pasajes comunes a ambos textos, no tiene la soltura del de nuestro comediógrafo: alguna deformación del lenguaje («aspacito», por «despacito»), o exageración («darla a cada comida tres arrobas de pan hecho sopa en vino»), un detalle de puesta en escena no previsto por Molière (Bartolo-Sganarelle, tras mandar a Geronte que se siente, se dispone, para curar a la hija interviniendo al padre, a arrancarle el corazón a éste con un cuchillo en lugar de lanceta),41 son otros tantos elementos que evocan más bien el estilo de los saineteros y que Moratín, por supuesto, desecha en su arreglo.42 Por fin, el
40 Las escasas excepciones («Vm.», esto es: «vuestra merced» > «usted») se deben quizás a que el copista actualiza involuntariamente el tratamiento. 41 Moratín conservó la continuación: al médico fingido se le ata en una silla mientras llega la justicia; en Molière, el miedo solo, al parecer, le tenía clavado en el suelo. 42 El manuscrito de 1802 concluye con estos dos versos, torpemente añadidos por distinta mano: Y aquí acaba aquesta pieza; hacedle el favor de siempre.
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texto de El médico a palos, comparado con el anterior, ha sufrido amplias podas, tiene a veces también algunos añadidos y, finalmente, supone una mayor elaboración; en él se pueden espigar por cierto varios giros divertidos, varios procedimientos graciosos que no puede dejar de advertir quien esté acostumbrado al estilo de las sátiras, de los poemas familiares y del epistolario del autor.43 No por ello deja de ser cierto que, según afirma atinadamente Cotarelo, El médico por fuerza y El médico a palos no pudieron redactarse con total independencia. ¿Fue otro autor que don Leandro el que escribió la primera de estas dos adaptaciones? ¿O bien le ocurrió a éste lo que con la zarzuela El barón, utilizada por el plagiario Mendoza para escribir su Lugareña orgullosa antes de que Moratín estrenase su propia comedia? Tal vez sea imprudente una respuesta rotunda dado el actual estado de nuestros conocimientos, pero al recordar aquellas fingidas cartas de «1787», algunas de las cuales compuso «Inarco» treinta años más tarde aprovechando textos ajenos las más veces anónimos, no se puede evitar una fuerte sospecha.44 En vista de la ausencia total de referencia a El médico a palos en la correspondencia de don Leandro hasta el 2 de diciembre de 1816, preciso es reconocer que la primera de mis dos hipótesis es la que parece imponerse: Moratín escribiría El médico a palos teniendo a mano una copia de El médico por fuerza. Tratemos ahora, para concluir, de descubrir las razones que le movieron a modificar, en sus dos adaptaciones, los textos del comediógrafo francés. El propio don Leandro anunció claramente, en el prólogo de 1812 a La escuela de los maridos, y más detenidamente aún en el que encabeza cada una de las dos obras en 1825, las principales alteraciones que sufrieron los
Se conserva la lección en 1814 con una variante: Y aquí acaba la comedia; perdonad sus muchas faltas.
43 Sinsentidos burlescos: «¡y qué falta le hace a usted un poco de ortografía!»; «si usted supiera un poco de numismática […]»; series de esdrújulos: «flores […] dialécticas, pirotécnicas y narcóticas», etc. 44 El 17 de enero de 1816 escribe Moratín a Melón que tiene sus comedias a disposición de un eventual editor, no español, pues están prohibidas algunas, pero no son más que seis; ¿acaso vacilaba en publicar El médico a palos? En Londres, 1820, y en París al año siguiente, fue ésta la que publicaron con las comedias originales del autor, y no La escuela de los maridos; pero el editor no consultó previamente a Moratín.
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originales al ser traducidos. Examinemos las más iluminativas, que son de carácter técnico y estético, o —lato sensu— ideológico. El deseo de actualizar en 1812 L’École des maris vistiéndola con «basquiña y mantilla», según decía, tiene por primera consecuencia la supresión del largo parlamento de Sganarelle, ya llamado don Gregorio, acerca de «los trajes que se usaban en Francia en el año de 1661, entonces y ahora impertinentes en la fábula»;45 y nada más empezar el acto primero, numerosas referencias a la topografía y costumbres madrileñas crean el nuevo ambiente en que se va a desarrollar la intriga: Prado, puerta de San Bernardino, Fuencarral, la Florida, camino de Maudes, etc., lugares todos que solían frecuentar los espectadores y, si prestamos fe a su diario y sus cartas, el mismo autor en compañía de sus amigos, el cual también sentía afición a la «comedia», al «chocolate», incluso a la «lotería», si bien no mostraba demasiada disposición para el «fortepiano»; la plaza pública parisina46 se convierte en plazuela de Afligidos, la cual sirve, como la anterior, de lugar de encuentro y concurrencia perfectamante natural para los protagonistas, cuyas casas están situadas alrededor: así queda observada la unidad de lugar, que, con la de tiempo («la acción empieza a las cinco de la tarde y acaba a las ocho de la noche»), contribuye a la verosimilitud, regla de las reglas a la que deben estar subordinadas las anteriores. En nombre de esa verosimilitud cuida Moratín de justificar «las salidas y entradas de los interlocutores, donde vio que Molière había descuidado este requisito»: Valère-Enrique, natural de Córdoba, vino a Madrid para vigilar la tramitación del clásico pleito, tantas veces evocado ya en el teatro del Siglo de Oro; el mutis del joven y de su criado al concluir el acto primero lo motiva el temor a que les vea don Gregorio, al acecho tras sus persianas, mientras que Molière no propone ninguna explicación; este don Gregorio, en la escena 4.ª del acto segundo, anuncia que tiene que ir a casa del boticario a encargar «aquel ungüentillo para los callos», para que su breve ausencia en la escena 6.ª y su regreso en la siguiente parezcan naturales; en la 8.ª, el tutor se entera por boca de su pupila, la «astuta» doña Rosa, de que durante esa ausencia una voz desconocida, oída detrás de la puerta, le anunció que la habían de raptar, mientras que su homóloga Isa-
45 Moratín (1826), II, p. 250. 46 Cito por la edición de Didot, 1799.
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belle se mostraba demasiado lacónica en opinión del traductor («j’ai su que…»), y los distintos detalles referidos por la joven madrileña acerca de las circunstancias del lance atenúan la «estúpida credulidad», más propia de la farsa, que caracterizaba a Sganarelle (después de todo, tutor, y por lo mismo cabeza de familia, cuya ridiculez importa moderar en lo posible) y satisfacen una determinada lógica exigida por el lector o el espectador, pues parece a menudo como si Moratín contestara las preguntas que él mismo se hubiera planteado como lector o espectador de la comedia francesa y que también podría por lo mismo plantearse cualquiera: así, sabido es que en Molière la joven Isabelle, sorprendida fuera de casa por Sganarelle, pretende que su hermana Léonor también está enamorada de Valère y hasta entonces correspondida, y que […] ayant appris le désespoir Où j’ai précipité celui qu’elle aime à voir, Elle vient me prier de souffrir que sa flamme Puisse rompre un départ qui lui percerait l’âme, Entretenir ce soir cet amant sous mon nom Par la petite rue où ma chambre répond ……………………………………………… Et ménager enfin pour elle adroitement Ce que pour moi l’on sait qu’il a d’attachement. ……………………………………………… Et pour justifier cette intrigue de nuit Où me faisait du sang relâcher la tendresse, J’allais faire avec moi venir coucher Lucrèce.47
Al leer estos versos, lícito es preguntarse con Moratín por qué, si Valère quería tanto a Leonor que quería casarse con ella, también quiere a Isabelle. Molière no da ninguna explicación verosímil, en la medida en que le exime de ello la suma estupidez de Sganarelle. Por eso exclama legítimamente el homólogo moratiniano de éste: «Pero este D. Enrique, o D. Demonio, ¿a quántas quiere?». Y don Leandro, aprovechando el tema clásico
47 III, 2. En traducción de Julio Gómez de la Serna, con algún retoque (Obras completas, Madrid, Aguilar, 6.ª ed., 1973, pp. 233-234): «[…] al saber la desesperación en que he sumido a su amado, viene a rogarme que permita a su ardor aplazar una partida que le destrozaría el alma, hablar esta noche a ese enamorado fingiendo mi identidad, por la calleja a que da mi cuarto […] y aprovechar en fin, para ella, hábilmente, el afecto que por mí siente ese galán, como es sabido […] y para justificar esta intriga nocturna, a la que me movía a consentir la ternura fraterna, iba yo a hacer que viniese a dormir conmigo Lucrecia».
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de los celos, hace que exponga prolija y laboriosamente doña Rosa, su Isabelle, que, al ver Valère-Enrique a un tal Antonio de Escobar muy solícito con Leonor, decidió romper con ésta y, para darle celos, cortejar a su hermana. Pero ¿cómo era posible, por otra parte, que la Léonor gala (con tilde en la «e») se encaminase con tanta facilidad a casa de Isabelle, como pretende ésta —e incluso de noche—, sin que se enterase su propio tutor? De ahí la nueva argumentación tan lógica como falaz de doña Rosa; de manera que esa preocupación por contestar a cualquier pregunta eventual de un Sganarelle menos tontamente crédulo parece que le hace perder de vista a Moratín que su personaje femenino va cobrando un carácter finalmente más astuto, una imaginación más fértil, y por lo tanto más «inquietante», que la Isabelle de Molière. Pero esta impresión desfavorable la atenúa en la medida de lo posible el adaptador, esforzándose mal que bien en contener los actos y palabras de sus personajes femeninos dentro de los límites de la «decencia» que acostumbra a respetar en sus comedias originales. Por ello, antes de ir, como su tocaya francesa, «du beau temps respirer la douceur» («del buen tiempo respirar la dulzura»), Leonor ruega a su tutor don Manuel-Ariste que las acompañe a ella y a su hermana durante ese «desahogo inocente»: es la tan cacareada «decente libertad» —aquí calificada de «honesta»— que, según el autor de El sí de las niñas,48 conviene conceder a las mozas, la que también propugna don Manuel para saborear en el desenlace los «frutos de la educación»49 que ha sabido dar a su pupila. Además, se concreta el motivo del paseo: se irá a merendar a casa de la amiga doña Beatriz50 («si usted quiere», agrega Leonor dirigiéndose al tutor), y, por si después no puede don Manuel volver para recoger a la niña, sabe ya que un criado de la huéspeda la ha de llevar otra vez a casa, como lo confirma la escena 6.ª del acto tercero. A diferencia de Isabelle, doña Rosa,51 aunque conocedora de las «prendas estimables» de Enrique, se ha informado también «de su estado, de su conducta y de su calidad», la famosa «igual calidad», requisito indispensable, según el comisario, junto con el amor correspondido, para legitimar un matrimonio,52 y cuya
48 II, 5. 49 La expresión procede del famoso parlamento de don Diego en la esc. 8.ª del acto tercero de El sí de las niñas. 50 I, 2 y 3. 51 II, 6. 52 III, 5.
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falta, real o supuesta, era fuente de conflictos en no pocas comedias de la época de Moratín. Quedaba por resolver el problema de una «indecorosa desenvoltura»,53 que un neoclásico consecuente no podía tolerar en las tablas: la de una Isabelle que iba «sans crainte aucune / A la foi d’un amant commettre sa fortune» («sin temor alguno / a la fe de un amante confiarle su dicha»), comportamiento éste que recordaba desagradablemente aquellas numerosas visitas de las damas del Siglo de Oro al domicilio de sus galanes, contra las que clamaron indignados en el XVIII, e incluso antes, los críticos de la «inmoralidad» calderoniana. En La escuela de los maridos, doña Rosa quiere con toda honestidad ir a refugiarse a casa de su tío y de su hermana; sólo por interrumpir su marcha la aparición de don Gregorio es por lo que, turbada, se deja convencer por don Enrique de… seguir la lección de Molière, pero después de garantizarle su amante que su ama de llaves, «muger anciana y virtuosa», cuidará de ella y de su honra.54 En este tercer acto, precisamente, se dan las innovaciones más numerosas de Moratín en lo que a pormenores del enredo se refiere; en La escuela de los maridos, Nada hay tampoco de los incidentes violentos que preparan el desenlace; cuando escondida la pupila (sin dejarse ver de ninguno), el galán desde la ventana, los dos hermanos, el comisario y el escribano desde la calle, ajustan el casamiento sin que se averigüe quién es la que se casa, y a la luz de un farol atropellan y firman un contrato de tal entidad; en lo cual no parece sino que todos ellos han perdido el juicio, según son absurdas las inconsecuencias de que abunda aquella situación.55
Y es que en este caso también se prefiere una situación entonces verosímil a la de Molière: el comisario entiende que el único remedio para el desliz cometido por la que, según creen, es Leonor, es el clásico depósito de la joven en una familia honrada, para casarla al día siguiente con su galán.56 Semejante medida no debía de apreciarla apenas Moratín, el cual reprueba precisamente, en La mojigata, la intención manifestada por la «señorita malcriada» doña Clara de acudir a ella como último recurso;57 de
53 54 55 56 57
Obras…, II, p. 250. III, 1 y 2. Obras…, II, pp. 250-251. III, 5. Véase René Andioc (1970), pp. 511 y ss.
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manera que, cuando el comisario declara que la ley no solamente permite, sino que también protege ese tipo de casamiento, suena su frase más a enunciación de atenuante que a verdadera justificación. Pero don Leandro va más lejos: la novia, preguntada por el comisario, el cual le propone su propia casa como provisional refugio, manifiesta su preferencia por la de don Manuel, y éste, creyendo todavía que la joven imprudente es su pupila, accede a encargarse de la operación, entre sarcasmos y bromas de un don Gregorio divertido por el caso aparentemente burlesco de un tutor que acepta a la pupila «en depósito de manos de su amante, para entregársela después tal y tan buena». Y entonces expone don Manuel sus motivos, curiosamente opuestos, pero todo bien mirado análogos, debido al interés que suponen por la salvaguardia de la dignidad parental, a los de la madre de Antonio Alcalá Galiano cuando fingió ella misma el rapto y depósito de su hija para que pareciese opuesto a su voluntad el enlace de la joven con un simple pechero, quedando así intacta la honra familiar;58 el tutor le explica en efecto al tonto de su hermano que, si obra de tal forma, es para que la fama de Leonor quede sin mancilla, «para que no se trasluzca lo que ha sucedido entre la vecindad…, para que mañana se casen, como si fuera yo mismo el que lo hubiese dispuesto…»; y añade esta frase muy moratiniana: «…para confundirla con mi modo de proceder comparado al suyo». Aún no enterado de la verdadera identidad de la delincuente, reprende a su pupila por haberse «atrevido a una acción tan poco decorosa», «impropia de una muger honesta», según se dice más lejos. Tras pedir perdón doña Rosa, ya arrepentida, como la Isabelle de Molière, de haber tomado el nombre de su hermana para salirse con la suya, ésta, con mayor precisión que su homóloga de la comedia francesa, «reprueba» no la elección, pero sí los medios empleados por «Rosita»: «mucha disculpa tienes, pero toda la necesitas». Por fin, a continuación de las imprecaciones de don Gregorio contra el bello sexo viene aquí una moraleja implícitamente enunciada por el maestro de educación, si bien no espiritual, don Manuel: No dice bien… Las mugeres dirigidas por otros principios que los suyos son el consuelo, la delicia, y el honor del género humano.
58 Véase ibídem, p. 293, y A. Alcalá Galiano, Memorias, BAE, LXXXIII.
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E inútil es añadir que la alusión al «sort d’être cocu» (ser destinado a cornudo) se quedó en el tintero de «Inarco» y no la oyeron los espectadores de 1812 poco antes de caer el telón. A este respecto, merece la pena advertir que Moratín, perfectamente consciente de la actitud socarrona del gran público ante los casamientos demasiado desiguales en la edad —y de sus consecuencias previsibles—, se esmeró en eliminar ciertas referencias burlonas de Sganarelle a la vejez de Ariste; éste, o, por mejor decir, don Manuel, sigue siendo, naturalmente, «hermano mayor» de don Gregorio,59 pero no le lleva más que dos años, y ya no veinte, es decir, que, como se puntualiza aún mejor en 1825, tiene cuarenta y cinco en lugar de los sesenta de Ariste, o, recuérdese, del don Diego de El sí de las niñas, cuyo proyecto matrimonial fracasa, precisamente, en provecho del sobrino. Cuarenta y cinco años son aproximadamente los que tenía Moratín en los tiempos felices de su idilio con Paquita Muñoz. Esta manera bastante distinta de tratar el problema inicialmente planteado por Molière trae necesariamente una cierta reestructuración en la obra moratiniana con relación a la original, así como la búsqueda de nuevos efectos cómicos destinados a compensar la supresión de elementos más propios de la farsa que de la «buena comedia».60 Así pues, varios pasajes de la escena 2.ª del acto primero pasan a formar parte de la anterior, sustituyendo el parlamento, ya desprovisto de interés, acerca de la moda indumentaria del XVII, para que al alzarse el telón queden inmediatamente puestas en evidencia las dos concepciones diferentes de la educación de las niñas, de la que va a depender la marcha de la intriga (la prótasis de los teóricos); la refundición de la escena 8.ª (7.ª en algunas ediciones modernas, 5.ª en la adaptación moratiniana) del acto tercero, que ya se ha comentado, hace inútil la intervención de Valère. Por otra parte, tampoco vemos ya a la homóloga de Lisette tropezar con el álter ego de Sganarelle, ni a don Gregorio abrazar a don Enrique, por las mismas razones que inducirán a suprimir varios garrotazos en El médico a palos; en cambio —aunque es lícito conjeturar que pudo inspirarse en una representación de la obra
59 «Monsieur mon frère aîné» (Señor hermano mayor) en Molière. En 1825, Moratín suprime tres veces la palabra «viejo» en las réplicas de don Gregorio (I, 2 y 4; III, 5). 60 Véase Advertencia, en Obras…, II, p. 251.
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de Molière durante sus viajes por Francia—, Moratín insiste más en la mímica de sus personajes, añade actitudes y efectos escénicos, reiterándolos con frecuencia (por ejemplo, la propuesta que le hace doña Rosa de leer a don Gregorio la carta de su amante, las preguntas hechas por el incrédulo don Gregorio ante la evidente inocencia de la joven, etc.), acentúa el defecto físico de Sganarelle, cuyo «mauvais oeil» le hace calificarle ya con insistencia de tuerto para que, según explica Moratín en otro lugar, esta nueva ridiculez se sume a la que ya dimana de su personalidad. En cuanto al estilo, es el que conocemos del autor, nutrido de modismos familiares, coloquiales, pero nunca vulgares (don Leandro prefiere multiplicar eufemismos a escribir simplemente: «cornudo»), y caracterizado por ese «frasear cortado», esas frases sin concluir que confieren mayor naturalidad al diálogo y, por contribuir así a la verosimilitud, dándole a la ficción el peso de la realidad, facilitan la asimilación por el espectador de la lección ilustrada por la comedia.61 Pero dicha lección, o, más bien, dicha moraleja ¿es, todo bien mirado, rigurosamente idéntica a la de L’École des maris? Teniendo en consideración la inevitable dependencia de Moratín respecto a su modelo, fuerza es constatar que el fin de su acto tercero, en particular, totalmente modificado, intenta entre otras cosas atenuar las consecuencias peligrosas para la institución familiar de una educación demasiado opresiva: el depósito ideado por el adaptador, y del que se encarga personalmente el tutor-pretendiente, aparece como un mal menor destinado a salvaguardar las apariencias, es decir, concretamente, la apariencia de la autoridad del cabeza de familia sobre su pupila, de la sumisión de ésta, y la «honra» de los dos. Por ello, y a diferencia de Molière, hace Moratín que insista don Manuel en la necesidad del depósito no ya de Leonor, sino de doña Rosa, ya identificada, y de la celebración del matrimonio, prevista para el día siguiente, a fin de que todo vuelva a su cauce. El desenlace del comediógrafo galo, por su parte, muestra que, como advierte Paul Bénichou,62 Molière, «por tempe-
61 Se tiene a veces la impresión —más que la seguridad— de que Moratín no percibió bien el sentido de alguna que otra palabra del original. Lo que en todo caso le desconcertó fue el afirmar Isabelle a Sganarelle (II, 8) que su matrimonio tendría lugar a los ocho días, mientras que en su carta a Valère el plazo era de seis escasos, según escribía. La solución adoptada por el traductor fue sencillísima: «seis u ocho días»… 62 Paul Bénichou (1948), pp. 192-193.
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ramento, está a favor del orden sólo en la medida en que excluye coacción […]; se trata para él menos de salvaguardar una institución que de hacerla tolerable, abrirla a las exigencias superiores de la vida». Se ve, por consiguiente, concluir la obra con la imagen de un Sganarelle despechado y burlado, al que Isabelle «ne veut point faire excuse» (no quiere pedir disculpas), mientras que las palabras dirigidas por doña Rosa a don Gregorio, si bien son primero acusadoras, se diferencian suficientemente de las de Isabelle como para que discreta, implícitamente, queden aludidas las relaciones de dependencia, ya evocadas más arriba, que unen a la pupila con su tutor.63 Más difícil resulta una comparación entre El médico a palos y la comedia de Molière, en la medida en que se interpone El médico por fuerza, cuya influencia sobre Moratín, según queda dicho, fue a todas luces determinante, y tanto que esta obra, y no Le Médecin malgré lui, fue la que don Leandro adaptó efectivamente; de manera que, si muchas modificaciones del original son observables por igual en las dos obras españolas, quien tiene responsabilidad de ello es a menudo el autor anónimo, y no Moratín. Pero éste no se contentó, ni mucho menos, con transcribir el texto de El médico por fuerza —como ya hemos comprobado anteriormente—, y su aportación personal es precisamente la que quisiera examinar con algún detenimiento, sin desatender, por supuesto, la elaboración emprendida por su antecesor. En primer lugar, el autor de El médico por fuerza, probablemente deseoso de exponer antes que nada la situación al levantarse el telón, colocó al principio de la obra una larga escena64 entre Lucas y Valère (Valerio), en parte inspirada en la escena 4.ª de Molière y que desapareció en la versión de Moratín, de manera que la adaptación de éste empieza, como en la comedia francesa, con el diálogo entre el futuro «médico» y su mujer, pero un diálogo a partir del cual se dan ya los extraños parecidos entre el texto moratiniano y el del anónimo; léase a continuación:
63 «No me atrevería a presentarme ahora a sus ojos […]»; «aunque le disguste […]»; «Tal vez usted me acusará de liviandad […]»; «[…] si yo fuera menos honesta». 64 Los dos actos de El médico por fuerza no están subdivididos en escenas; el término, por lo tanto, se emplea a falta de otro más conveniente.
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El médico a palos
El médico por fuerza
Bartolo. Válgate Dios, qué duro está este tronco. El hacha se mella toda, y él no se parte […] Ahora vendrá bien un rato de descanso y un cigarrillo; que esta triste vida otro la ha de heredar. Allí viene mi mujer. ¿Qué traerá de bueno?
Bartolo. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Válgate Dios, qué duro está este tronco, pues con los golpes que le he dado no he podido partirlo […] quiero descansar un rato y hechar un cigarro, que esta triste vida otro la ha de heredar. Verán ustedes.
Martina. Holgazán, ¿qué haces ahí sentado, fumando, sin trabajar? ¿Sabes que tienes que acabar de partir esa leña y llevarla al lugar, y ya es cerca de medio día? ………………………………………
Martina. Pícaro, holgazán, ¿qué haces ahí sentado sin trabajar? ¿Sabes que tienes que acabar de partir esa leña y llevarla a la ciudad, y ya es más de medio día? ………………………………………
Bartolo. Perdóname, mujer. Estoy cansado, y me senté un rato a fumar un cigarro…
Bartolo. Perdóname, mujer, estoy cansado y me senté un rato a fumar un cigarro…
A diferencia de Molière y del anterior adaptador, Moratín «pasó en silencio la existencia inútil de un amante [se trata de Horace] que no aparece en la scena, y esta omisión le facilitó el medio de dar a la resistencia obstinada de D. Gerónimo un motivo más cómico, y más naturalidad al desenlace». Efectivamente, ya no hace falta, en El médico a palos, «matar» al final al tío heredable de Léandre para que al punto consienta Géronte en conceder al joven la mano de Lucinde: basta con convertir al padre interesado en un matrimonio ventajoso en padre simplemente tacaño, y engolosinarle por lo tanto con la perspectiva de «no soltar el dote»; para ello, ocioso es decir que se dispone de un antecedente famoso, y la actitud final de don Gerónimo negándose febrilmente a confesar que posee la fortuna que, por cierto, desecha su hija,65 recuerda, como un eco apagado pero fácilmente identificable, la de Harpagon en las escenas 4.ª y 5.ª del acto primero de L’Avare. Entonces no hay más que sugerir que el tío adinerado de Leandro tiene una salud precaria para arrancarle el consentimiento inmediato al vejestorio y conservar así, a cambio de unas réplicas más, todas las ventajas del desenlace de Molière sin los inconvenientes. Al igual que en La escuela de los maridos, Moratín simplificó la acción «despojándola de cuanto le pareció inútil en ella. Suprimió tres personajes, 65 «Su dinero de usted, su dinero de usted. ¿Qué dinero tengo yo, parlera? ¿No he dicho que estoy muy atrasado? […]».
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MM. Robert, Thibaut y Perrin… [como hizo su antecesor] para no interrumpir la fábula con distracciones meramente episódicas»66 y renunció por lo mismo, no sin dificultad, a la «graciosa scena 2.ª del primer acto y la 2.ª del tercero». Reduce también a tres los cinco apaleamientos del original y del adaptador anónimo: de manera que Bartolo, valiéndose de la experiencia propia, solamente trata de apalear a don Gerónimo para hacerle confesar también a él que es médico, pero le detienen a tiempo; la eliminación de M. Robert por Moratín y el anónimo permite ahorrar la segunda paliza. Desaparecen también en las dos adaptaciones «las lozanías y expresiones demasiado alegres del supuesto médico, que no se hubieran tolerado en ningún teatro de España»: las alusiones de Sganarelle (I, 1.ª) al estado en que encontró la virginidad de Martine al empezar la noche de la boda; el esputo con que concluye el acto primero; los manoseos del «médico» al «téton» (mama) de Jacqueline y sus tres tentativas —el anónimo las reduce a una sola— por abrazar a la nodriza fingiendo querer abrazar a Lucas (II, 4.ª);67 en este último caso, esas supresiones quedan compensadas por Moratín con ciertos «ademanes y gestos expresivos» y un examen más detenido de los encantos femeninos; pero, ya que no surte mucho efecto, se restablece en cierto modo el equilibrio por medio de una feliz ocurrencia: Lucas, reaccionando como buen español, amenaza con empuñar un garrote, ante lo cual pregunta graciosamente Bartolo «cuántas veces [le] han de examinar de médico»; un nuevo intento en dirección al pecho de Jacqueline tampoco se admite, y Moratín, para ahorrarse la justificación de esta medida y de las anteriores, convierte a la nodriza en una simple «criada de don Gerónimo», librándose por lo mismo de la obligación de caracterizarla con atractivos tan incitantes; muestra el mismo rigor en lo relativo a la sangría y al clister (lavativa) dulcificante que convendrían a Jacqueline (II, 7.ª); conserva, sin embargo, una variante de los varios abrazos de Sganarelle, la de interponerse Lucas antes de que su mujer esté al alcance del «médico» (III, 3.ª), pero, como el autor de El médico por fuerza, Moratín va más lejos, haciendo que se abracen involuntariamente Bartolo y Lucas. No veo bien, sin embargo, qué «expresión demasiado alegre» quiso silenciar Moratín en esta escena, según
66 Obras…, II, p. 325. 67 La distribución de escenas en las ediciones actuales de Molière no siempre coincide con la de las ediciones existentes en la época de Moratín, la de Didot, 1799, por ejemplo, que es la que manejo.
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escribe en su Advertencia de 1825, a no ser que se trate de la breve alusión al deseo de poner Sganarelle a Lucas «quelque chose sur la tête» (algo en la cabeza); pero no descarto la posibilidad de que don Leandro confundiera, sobre todo leyéndolo con arreglo a la fonética castellana, «les petits bouts des petons» (las extremidades de los piececitos) de Jacqueline, que «daría gusto besar», con otra parte de su anatomía (o sea: «les tétons») en la que anteriormente se quiso meter mano… Comoquiera que fuese, la reacción de Lucas sigue siendo igual de «varonil». En cambio, las preguntas de Sganarelle relativas a la «matière louable» (deposiciones) de Lucinde, conservadas por el autor de El médico por fuerza, no podían contar con la indulgencia de «Inarco»,68 ni la otra «imagen asquerosa», también suprimida por el anónimo: «Je m’étois amusé dans votre cour a expulser le superflu de la boisson» (…expeler lo sobrante de la bebida).69 Si aún viviera Molière —agrega Moratín—, hubiera efectuado personalmente esas enmiendas… Para mayor verosimilitud, debió don Leandro de alargar levemente la escena última del acto primero, insistiendo más que Molière en que su Bartolo tiene algunos rudimentos de latín, antes de suscitar con ellos la admiración de don Gerónimo. El discurso burlesco del supuesto médico es —digámoslo así— original, a excepción de «bonus, bona, bonum», que figura ya en Le Médecin malgré lui; y quizás sea Le Médecin volant la obra que le sugirió además lo de «ars longa, vita brevis».70 Es también la preocupación de don Gerónimo ante el estado de salud estacionario de su hija la que justifica las salidas y los mutis del personaje durante el acto tercero. Por otra parte, la observancia de la unidad de tiempo trae la modificación del reparto de las escenas, en particular entre el final del acto segundo y el principio del siguiente: el segundo concluye, en efecto, con un monólogo de Bartolo que teme la otra paliza que le van a propinar si tarda en largarse, actitud que conserva al reaparecer después de levantarse nuevamente el telón, de manera que para el espectador atento no hay solución de continuidad entre los dos actos; y Moratín hace más perceptible esta particularidad por medio de dos frases añadidas, pronunciadas por don Gerónimo una antes y otra después del entreacto, y ambas relativas a la asistencia
68 II, 6. Bartolo prefiere preguntar al padre de la enferma si ésta tiene apetito… 69 III, 5. 70 El dicho célebre figura en la farsa de Molière (esc. 8.ª) bajo la forma: «vita brevis, ars vero longa».
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médica de la supuesta enferma doña Paula. Por fin, aunque la escena es, según Molière, «à la campagne» (en el campo), el traductor confiesa sin dificultad que «esta comedia no admite unidad de lugar», de manera que, si bien puntualiza —pero no hasta 1825— que la acción empieza a las 11 de la mañana y acaba a las 4 de la tarde, toma ya la precaución en 1814 de advertir también que «la escena representa en el primer acto un bosque, y en los siguientes una sala de casa particular»; y el párrafo que dedica entero a este problema en la Advertencia que precede a la comedia en la edición de las Obras dramáticas y líricas de París —exactamente la quinta parte del total— basta para poner de manifiesto la molestia que debió de sentir ante esa infidelidad a una regla para él sacrosanta. A semejanza de lo realizado ya en La escuela de los maridos, la utilización de nombres adecuados,71 las referencias a la toponimia castellana (Buitrago, Miraflores, Lozoya) y a las costumbres populares (se toma rapé, la botella de Sganarelle se convierte en bota de Bartolo, el cual canta un romance, fuma, como en la obra anónima, el cigarro, y luego, médico ya, viste de manera anticuada, «con casaca antigua, sombrero de tres picos y bastón»), así como también ese «aire de originalidad» que Moratín sabe conferir a su traducción, todo eso nos lleva fácilmente a la vertiente meridional del Pirineo. Pero, en compensación a su poda severa, Moratín, como en su anterior adaptación, muestra su indudable maestría en imaginar o renovar divertidas mímicas, concebir o también renovar réplicas cuyo efecto sobre el público pudo apreciar como espectador particularmente asiduo que fue de los teatros y de sus propias obras.72 Por ejemplo, Bartolo interrumpe
71 Lucinde, llamada Rosinda y luego Lucinda según los sucesivos repartos en el manuscrito 16107 de El médico por fuerza, se convierte en doña Paula en la adaptación de Moratín; éste modifica el nombre de Jacqueline, nodriza en casa de Géronte, en «Juliana» en 1814, y en «Andrea» en 1825. El criado Valère, por su parte, queda sustituido por un Ginés más auténticamente —más tradicionalmente— español. En cuanto a Sganarelle, se le nombra Bartolo en las dos adaptaciones. A este propósito, conviene advertir que resulta difícil deducir de los distintos repartos las fechas en que se representó El médico por fuerza, por designarse muchos actores no por sus nombres sino por sus papeles en las compañías («barba», «graciosa», etc.) 72 El Bartolo moratiniano, después de una suficiente dosis de palos, no solamente confiesa, como Sganarelle, que es médico y boticario, sino también «cirujano de estuche, y saludador, y albéytar, y sepulturero, y todo quanto hay que ser» (I, 4); si esa implícita relación causa-efecto entre medicina y muerte del paciente no data de entonces, como es sabido —Sganarelle, al empezar el acto III de Molière, dice que los muertos nunca piden
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inopinadamente su canto para beberse un trago de vino, repitiendo luego entero el verso que dejó sin acabar; mientras que Sganarelle acaba dándole la botella a Valère, Bartolo, prolongando la mímica ideada por Molière, sigue negándose a separarse de su bota: «No, poco a poco; la bota conmicuentas al médico que los mató, frase que reutiliza el adaptador anónimo en el acto segundo y que Moratín prefirió omitir a pesar de una larga tradición atestiguada por Covarrubias, Andrés Laguna y otros muchos—, su formulación, en cambio, nos lleva a establecer un enlace no desprovisto de interés: al final del acto primero de El médico por fuerza, el Bartolo del anónimo, convencido a pesar suyo de sus talentos, se prepara para visitar a su enferma y manda: «Vaya uno delante a prevenir el vestido, y otro que se llegue a la Iglesia y que prevenga la sepultura y el entierro». Esta frase, que quizás inspirase a Moratín su alusión al sepulturero, pero que no figura en las réplicas del Sganarelle molieresco, la volvemos a encontrar precisamente en una traducción muy libre de Le Médecin malgré lui, el sainete de Cruz La muda enamorada (1762), identificado como tal hace unos años (Mireille Andioc, 1976, pp. 138-139): tras el apaleamiento, exclama Blas, es decir, Sganarelle: «…muera el Lugar / y toda su parentela / primero; vamos allá / unos, y otros a que tengan / abierta la sepultura / pueden marchar a la Iglesia». Difícil es, y finalmente poco convincente, comparar un sainete breve y una comedia en tres o incluso dos actos. Limitémonos, pues, a algunas observaciones: a diferencia de lo que había de hacer Moratín, Cruz trata de conservar parte del célebre pasaje de la escena 1.ª del acto primero, en el que Sganarelle replica irónicamente a los reproches de Martine (parece que leyó en sentido propio, y no figurado, la expresión: «j’ai quatre pauvres petits enfants sur les bras» —tengo cuatro niñitos infelices en brazos [= encima, a mi cargo]—, y reduce prudentemente el número a la mitad…). Don Leandro lamentaba, según queda dicho, el haber tenido que suprimir, con M. Robert, personaje episódico, la «graciosa escena 2.ª del primer acto»; Cruz, por su parte, hace intervenir a un zapatero en la riña conyugal, conservando por lo mismo, resumido, lo esencial del texto francés. A Horace no sólo se le evoca, sino que actúa en la persona de un «Novio» bastante lerdo, y Géronte, como era de esperar, se ha convertido en «D. Esteban el hidalgo», mientras le ascenderá a «hacendado rico» un Moratín fiel a un tiempo a sus principios y a Molière. Algunos aciertos: el «chapitre des chapeaux» (capítulo de los sombreros) de Hipócrates pasa a ser el «quarto / tratado de sanguijuelas» de Galeno; por ser Blas, según costumbre, distinguido guitarrista, se canta y baila al igual que en muchos sainetes, y su terapéutica consiste ya no en pan mojado en vino, sino en unas seguidillas impetuosas. Incapaz de hacer pronunciar el «sí» a su prometida, la cual solamente consigue soltar un «sssó», exclama desanimado el Novio: «Canela; / que la llaman acia en Pardo / y ella responde en Illescas». Por otra parte, el amante ya es cirujano, de manera que se ahorra la obligación de disfrazarse, y la muda, pretextando darle el pulso a tentar, le da la mano, ademán equivalente a promesa de matrimonio con validez legal, al menos en las tablas. Por fin, don Ramón, particularmente inspirado, nos ofrece de entrada una serie de endecasílabos pareados a la francesa (cuya simetría no podía sufrir Moratín en el Sancho García de Cadalso), y recupera luego el aliento gracias a una prudente vuelta al romance, más apropiado al género. Comoquiera que sea, el sainete está redactado con brío, provisto de un enredo, lo cual no era tan frecuente en aquella clase de obritas, y de un enredo que, aunque inspirado en Molière, no se reduce, bien mirado, a una imitación servil del original. Quizás explique esta particularidad por qué advierte Cruz, antes de la tonadilla final, que su «Idea […] distintos rumbos estrena».
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go»; a Ginés (Valère), que se encamina hacia Miraflores en busca de un médico que cura en griego, responde Martina: «¡Ay!, sí, señor. Curaba en griego, pero hace dos días que se ha muerto en español…»; Bartolo, al ver a Juliana (antes Jacqueline), ya no se contenta, como Sganarelle, con preguntar quién es «cette grande femme-là» (esa mujer alta); el diálogo de Molière se ha convertido en: Bartolo. …y esta doncella, ¿quién es? Gerónimo. Esta doncella es mujer de aquel.
Por último, aunque ocioso es decirlo, debió de facilitarle la tarea a Moratín el que la joven pareja de Molière confiese que, después de pensarlo bien, desechó la solución del rapto y prefirió pedir el consentimiento al padre; y se va preparando la próxima caída del telón con aquella sucesión de actitudes tan simbólicas y teatrales sin las que no puede concluir una comedia moratiniana: Leandro y Paula se arrodillan a los pies de don Gerónimo, el cual los hace levantar y los abraza; luego, los jóvenes le besan las manos, cuadro edificante de la jerarquía familiar salvaguardada. Ya no le queda más a «Inarco» que enunciar la moraleja, concretamente una moraleja lo bastante general como para permitirle dar un último alfilerazo a sus enemigos de antaño: Muchos adquieren opinión de doctos,73 no por lo que efectivamente saben, sino por el concepto que forma de ellos la ignorancia de los demás.
Si es lícito hacer un balance al clausurar este breve estudio, digamos que ha sido posible levantar, tímidamente, una pequeña parte del velo que disimula algunos aspectos, a veces sorprendentes, de lo que se suele calificar, en el sentido más lato de la voz en el presente caso, la creación literaria, aprehender varios momentos de la génesis de una teoría constantemente subtendida por una polémica; pero, todo bien mirado, es un Moratín ya familiar el que ha aparecido, un Moratín siempre en posesión de su talento, incluso en las peores etapas de su carrera y de su vida, un Moratín, por fin, en su dimensión humana y, por lo mismo, infinitamente más atractivo y próximo a nosotros que algún otro a quien le presta a veces más de lo que conviene «la ignorancia de los demás»… 73 «Doctor» en 1814; es una errata evidente; corregida la «r» en «s» con tinta sepia de época en la suelta de Valencia, Ildefonso Mompié, 1815, que poseo y sirvió al parecer para una representación en fecha imposible de determinar.
MÁS SOBRE TRADUCCIONES CASTELLANAS DE MOLIÈRE EN EL XVIII* Hace unos años, en el homenaje de los hispanistas franceses a Noël Salomon,1 estudié dos adaptaciones españolas de Le Médecin malgré lui, una reducida a sainete, La muda enamorada, identificado por Mireille Coulon como de Ramón de la Cruz, y, sobre todo, otra intitulada El médico por fuerza, comedia en dos actos, de la que se conocen tres ejemplares manuscritos, no siendo el cuarto, custodiado en el Institut del Teatre de Barcelona, más que mera copia de uno de los anteriores, según advierte Francisco Lafarga.2 Y llegaba a la conclusión, no muy halagüeña para Leandro Moratín, de que éste, más que «imitar», según escribe con alguna prudencia, la comedia original de Molière, lo que hizo fue aprovechar en realidad el manuscrito antes citado, dividiendo además, como buen clásico, los actos en escenas y respetando los tres actos de la obra francesa, sin dejar de lucir por cierto sus dotes de dramaturgo ya más que provecto, pues clausuraba su carrera con esta obra, habiéndola compuesto, al menos según escribe, para la función de beneficio del actor Felipe Blanco. El principal problema con el que entonces me enfrenté, sin poderlo resolver de manera satisfactoria, fue el de la autoría y, por si fuera poco, también el de la identificación de la compañía y, por lo mismo, de la ciudad en que se estrenó la anónima comedia. La fecha más temprana que
* Primera publicación, en Teatro español del siglo 1996, pp. 45-53. 1 René Andioc (1979). 2 Francisco Lafarga (1983), II, s.v.
XVIII, I,
Lérida, Universitat de Lleida,
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lleva puesta el primer texto de la Biblioteca Nacional de Madrid (llamémosle A)3 es 1802, y parece añadida para una reposición, ya que en la portada, de mano distinta a la del texto, el número 2 del año, inclinado como en cursiva, es rigurosamente idéntico al que podemos leer en el subtítulo: «Comedia en prosa en 2 Actos»; además, la letra de las nueve primeras páginas del acto primero y la totalidad de las del segundo son de mano a todas luces más antigua que las restantes; otro de los repartos de este manuscrito es de 1813; por la portada del segundo (B),4 nos enteramos de que también se dio en 1806, el «3 de Nobre. 1808» y el «30 Mayo 1809»; el tercero, conservado en la Biblioteca Histórica Municipal,5 fue utilizado el «Año de 1814» (fecha de letra idéntica a la del texto), es decir, el mismo en que don Leandro compuso la obra para la función de beneficio del actor Felipe Blanco, en Barcelona, representada el 5 de diciembre. Pero en ninguna de esas fechas se puso en cartel en Madrid; y poco auxilio podemos esperar de los nombres de actores en el reparto, mejor dicho, en los dos, del texto A, las más veces designados por sus respectivos papeles en la compañía, y con abreviaturas: «G.sa» por «graciosa», «B.a» por «barba», «2.a» por «segunda dama», etc.; sólo aparecen unos poquísimos, a veces ilegibles por haberse tachado y sustituido por otros, como «la Manuela» o «Rodríguez», apellido corriente si lo hay; ¿sería el Valenzuela que encarnó a Valero (o Valerio) Francisco Valenzuela, que ingresó en 1786 en la compañía madrileña de Martínez, perteneció en 1788 a la de Barcelona, cantó luego en el teatro de Valencia en 1791 y regresó al año siguiente a la Ciudad Condal?6 Éste fue más tarde, en 1807-1808, gracioso de la compañía de José Manuel Vallés en Cádiz. En tal caso, el Rodríguez que sucedió a Valenzuela en una representación más tardía, pero de todas formas anterior a 1813, fecha del último reparto, bien podría ser Miguel Rodríguez, apuntador en 1799 según Alfonso Par;7 por otra parte, un tal Averdi (por «Alverdi»), calificado de «3.º» y a quien sustituyó —la cosa no era tan excepcional— «la Manuela» en el papel de Martina, nos trae a la memoria la presencia en Barcelona de Manuel Alberdi en 1784; en cuanto a la 3 Ms. 16107. 4 Ms. 15996. 5 Sign. 28-21. 6 E. Cotarelo y Mori (1899a), p. 604; Alfonso Par (1929), cuad. cuad. LXXX, p. 607. 7 Alfonso Par (1929), cuad. LXXX, p. 613.
LXXIX,
p. 512, y
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Manuela, por ser muchas las de este nombre, resulta imposible identificarla; la «Frasquita», que fue Rosinda (llamada después, como en Molière, Lucinda), pudo haber sido Francisca Morales, la cual trabajaba también en 1784 en la compañía barcelonesa. Estos nombres coinciden precisamente con la fecha de una representación de la obra dada en la ciudad catalana el 28 de diciembre del mismo año y única mencionada por Par.8 Sin embargo, varios elementos convergentes me inducen ahora a pensar que los dos textos manuscritos de la Biblioteca Nacional fueron también representados en Cádiz; en primer lugar, el A lleva en la portada del acto primero, toda de letra más moderna que la del principio e idéntica a la de las páginas 10 y siguientes, la firma «Arenas», y así también en la del acto segundo, en que se repite la fecha de 1802; y se da la circunstancia de que el mismo individuo es quien firma la portada del B, y también la del manuscrito de la Biblioteca Municipal de Madrid, fechado en 1814 (C). Según Ramón Solís en El Cádiz de las Cortes,9 el empresario del Teatro de Comedias de la ciudad sitiada se llamaba Manuel Arenas; más aún: el texto del manuscrito B fue propiedad del «P.er Ap.te Fregenal», esto es, Manuel Fregenal, primer apuntador de la compañía sevillana, procedente de Cádiz, según se apunta en una lista de todas las compañías del reino en 1807-1808 y afirma Aguilar Piñal,10 fundándose en la crónica del hispalense José González de León, pero que no aparece en aquella ciudad en las listas de 1795, 1800, ni de 1804 a 1806, así como tampoco en la de 1808, reproducidas todas por el bibliógrafo del XVIII, por lo que es de suponer que actuaba en otro lugar, aunque no sabemos a ciencia cierta si fue en la misma Cádiz; además, en la página 14 de A, una mano distinta a la del copista, y que es indudablemente la de un director, apunta que debe prepararse para salir por la «yz[quierda]» una tal «Yllot»; digo «una» porque se trata del apellido de la actriz que encarna el papel de Jaquelina; y el caso es que entre las cómicas de Cádiz había una cantante —¿sólo cantante?— de apellido no muy difundido, que yo sepa, llamada [Catalina] Illot, según Solís, al menos durante el período del sitio y antes ya, en 1807; basta consultar las listas reproducidas por Cotarelo en su estudio sobre Ramón de la Cruz11 para 8 Alfonso Par (1929), cuad. LXXIX, p. 509. 9 Ramón Solis (1958), p. 407. 10 Respectivamente, BNM, Manuscritos, Papeles de Barbieri, 140578(2), y F. Aguilar Piñal (1974a), p. 321. 11 Cotarelo (1899a), pp. 440-472.
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advertir que Cádiz abastecía excepcionalmente de actores a la Villa y Corte entre los años 70 y 90, y por la citada lista podemos comprobar la movilidad de los actores, cuya procedencia suele mencionarse en cada compañía; el actor Hermosilla que figura en un reparto bien podría ser Antonio Hermosilla, que vino de la misma ciudad a Madrid como séptimo galán de Ribera en 1778 y reaparece en Cádiz en 1807, procedente de Sevilla, y el «Rodríguez», abreviado en «R.z», tal vez corresponda a Diego Rodríguez, el cual, si prestamos fe a Cotarelo, llegó a la capital en 1781 como «parte de por medio» de la compañía de Martínez, después de ejercer en Barcelona (en donde estaba en 1777), Cádiz, Córdoba y Sevilla. En conclusión, pues: si tenemos en cuenta además la forma de la letra ya aludida más arriba, no parece aventurado pensar que el original de la comedia debió de ser anterior en muchos años, por no decir unos decenios, como vamos a ver, a 1802, y que de él se fueron sacando copias hasta 1814 para distintas compañías. Por otra parte, no podemos considerar exactas, aunque parecen confirmarlas los documentos consultados por Aguilar Piñal, las fechas propuestas, tiempo hace ya, por este investigador en su Cartelera prerromántica sevillana. Años 1800-183612 para las representaciones de El médico a palos, de Moratín, las cuales no pueden haberse efectuado desde diciembre de 1807 hasta julio de 1814, pues el estreno fue, al menos si hemos de creer, como queda dicho, a don Leandro, el 5 de diciembre de este último año, y en Barcelona. El estudioso hispalense apunta la comedia El médico por fuerza, efectivamente representada el 27 de diciembre de 1807, el 23 de febrero de 1808, pero remite a El médico a palos, considerando implícitamente que se trata de una misma obra, o sea, la moratiniana. Pero en fecha más reciente, en el «Repertorio teatral de Sevilla entre 1767 y 1778», que constituye uno de los apéndices de su libro Sevilla y el teatro en el siglo XVIII,13 ya hace constar unas representaciones de El médico por fuerza los días 14, 15 y 27 de junio del 77. Ocioso es decir que no podía ser de «Inarco», y ésta creo que debió de ser la fecha del estreno, al menos en la capital andaluza, pues en los diez años anteriores no aparece en los carteles, o, por mejor decir, en los documentos de la Biblioteca Colombina consultados por el historiador, una obra de idéntico título. El médico por fuerza era además, según la portada impresa de la adaptación libre de 12 F. Aguilar Piñal (1968), p. 22, y, antes, (1964). 13 Aguilar Piñal (1974a), p. 279.
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«Inarco Celenio», el título con que se solía aludir corrientemente a la comedia de Molière, e Il medico per forza, el que se le dio en Italia en el teatro alla Scala, de Milán, donde el dramaturgo, durante su viaje, asistió a la función dedicada a esta comedia en la primavera de 1795.14 Pero, por otra parte, recordemos que, en la portada del acto segundo del manuscrito A, una mano que trataré, algo más adelante, de identificar escribió encima de la expresión «por fuerza» otra equivalente y que había de adoptar Moratín, esto es: «a palos», en conformidad, adviértase, con la frase que pronuncia Sganarelle-Bartolo en el acto segundo de los manuscritos citados al querer aplicar al anciano padre Geronte el tratamiento que él sufrió antes, para que confiese que también es médico: Pues yo os haré que seáis médico a palos, que así se hace en esta tierra.
Escribe don Leandro esta frase apenas modificada y algo más fiel al original francés en su primera edición de 1814: Pues yo te haré que seas médico a palos, que así se gradúan en esta tierra.
Y el título primitivo ha sido sustituido ya por el nuevo, encabezando el acto segundo del texto C, que por lo mismo debe de ser copia de aquél. Pero no anduvo equivocado Aguilar Piñal al suponer que, bien fuese «por fuerza» o «a palos», del mismo médico molieresco se trataba: en efecto, después del 23 de febrero de 1808 y a partir del 3 y 4 de junio de 1810 hasta el 25 de julio de 1814 (prescindo naturalmente de los años siguientes), el título primero de la obra queda sustituido en Sevilla por el que llevaría la comedia de Moratín, con excepción del 30 de mayo y del 12 de septiembre de 1811, en que reaparece, después de representarse El médico a palos el 1 de enero.15 En el Diario de Mallorca de 10 de abril y 26 de octubre de 1812,16 también es el título «moratiniano», digamos, el que se 14 Moratín (1988), p. 548. 15 Crónica sevillana de Félix González de León, Sevilla, Archivo Municipal, sección XIV; 1810 (t. V), 1811 (t. VI), 1813 (t. VII-14), 1814 (t. VII-15). Agradezco a la dirección del archivo el envío de la copia de las páginas. Las representaciones del 30 de mayo y del 12 de septiembre no constan en la Cartelera de Aguilar, pero sí en su estudio anterior citado en la n. 12 (nueva comprobación por José Cebrián en el archivo; gracias por su ayuda); el 12 de noviembre se dio también la ópera La gitana por amor. 16 Debo esta información a mi amigo Manuel Larraz, autor por otra parte de «Le théâtre à Palma de Mallorca pendant la Guerre d’Indépendance: 1811-1814» (Larraz, 1974).
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imprime en los pocos anuncios relativos a teatros… ¿Trátase de la misma comedia con dos títulos distintos? El que no vuelva a aparecer más que dos veces el de la primera después de 1808, la sustitución del de ésta por el de la siguiente en dos manuscritos, al menos en el acto segundo, podría dar alguna verosimilitud a tal hipótesis. Se podrá advertir, sin embargo, que si El médico por fuerza, en dos actos escasos, se suele representar después de otra obra en una misma función, aunque se trate de una comedia en un acto como El esplín, de Rodríguez de Arellano, en cambio El médico a palos viene siempre delante e incluso se representa sola; pero ocurre lo contrario en Mallorca, pues el 10 de abril de 1812 se anuncia en la prensa «El negro sensible, en dos actos, y El médico a palos, de gracioso» (sic), y el 26 de octubre podemos leer: «Las esposas vengadas; seguirá El médico a palos». A pesar de escribir don Leandro en la edición parisina de sus obras por Auguste Bobée en 1825 que su primera adaptación de Molière, La escuela de los maridos, estrenada en 1812, ya estaba redactada antes de la guerra de la Independencia —afirmación que debe acogerse con muchísima cautela—,17 no creo que pueda atribuírsele la comedia de que venimos hablando, aunque no tengamos la absoluta seguridad de que su título haya sustituido al de El médico por fuerza; en efecto, si así fuera, alguna huella quedaría de su censura, y la única conocida dio lugar en noviembre de 1815 al dictamen favorable del conde de Motezuma en Madrid, fundado además en una edición de la comedia moratiniana realizada, es de suponer que en un plazo reducido, no infrecuente en la época, en la Villa y Corte el año de 1814 por Blas Roca, o quizás por el valenciano Estevan en 1815, como explico en otro lugar, pues no se trata en este caso de ninguna edición «fantasma» como las denunciadas hace años por Antonio Odriozola.18 El estreno madrileño, sin embargo, no fue hasta el 12 de noviembre de 1815, y la Inquisición mandó entonces examinarla, dejándola reponer a partir del 22 por no haber hallado nada pecaminoso en ella el censor.19 Además, durante aquel período de casi once meses se representan todas las comedias moratinianas, menos El barón, y, como queda dicho, El médico a palos, de manera que ésta, escrita en tres actos, y no en dos escasos, no
17 Véase René Andioc (1979). 18 Antonio Odriozola (1960), p. 6. Véase el artículo anterior, pp. 235-236. 19 Cotarelo (1902), p. 781. Expediente en el AHN, Inquisición, leg. 4469, n.º 38.
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puede confundirse con la de título idéntico que se venía poniendo en cartel hasta el estreno de Barcelona.20 Queda por saber cómo pudo llegar a las manos de Moratín una copia de El médico por fuerza, o a palos. Aunque no pasa de ser mera hipótesis, sin fundamento suficiente, recuérdese que don Leandro tenía amistad con el actor Mariano Querol, que fue el don Hermógenes de La comedia nueva, y que éste, según Cotarelo y Mori,21 vino a Madrid desde Cádiz como octavo de la compañía de Juan Ponce en 1780, se marchó a la misma ciudad al año siguiente y volvió como segundo gracioso de Ribera en 1783. De lo que no podemos dudar es de que la adaptación anónima de la comedia de Molière anduvo por Andalucía en los dos, o tres, últimos decenios del XVIII, ya que en aquella provincia había en 1778 tres teatros «estables» (en Cádiz, Sevilla y Granada), sin contar los que visitaban las compañías «volantes» en cada temporada. Pero, por lo mismo, no resulta muy aventurado pensar que la representaron también en otras tierras españolas y, como se ha dicho, en la misma Barcelona, donde estuvo precisamente exiliado algún tiempo Moratín al final de la guerra de la Independencia. Y ya es hora de relacionar dicha adaptación, al parecer nunca impresa, con un sainete intitulado El médico a su pesar, el cual es también traducción-adaptación de la obra del comediógrafo galo, que nos ha llegado también manuscrito,22 y del que conozco dos ejemplares —como Fernández Gómez,23 y uno más que Lafarga—,24 custodiados en la Biblioteca Nacional bajo las signaturas 16025 y 16026. Se trata, según la portada del primero, de un «saynete nuebo» que se escribió «para la S.ª Juana Garro / Año de 1776», es decir, al año escaso, o quizá menos, de estrenarse en Sevilla El médico por fuerza. De la actriz Juana Garro, más tarde suegra de Máiquez, sólo sabemos por Cotarelo que vino a Madrid como «parte de por medio» de la compañía de María Hidalgo durante las temporadas teatrales de 1767-1768 y 1768-1769, y de la de Juan Ponce en 1769-1770, fecha después de la cual desaparece de las listas oficiales publicadas por
20 Véase Cotarelo, ibídem, pp. 769-789. Moratín no se refiere a El médico a palos hasta su carta de 2 de diciembre de 1815. 21 Cotarelo (1899a), p. 573. 22 BNM, ms. 16025. 23 Juan F. Fernández Gómez (1993), p. 426. 24 Francisco Lafarga (1988), p. 133.
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don Emilio; pero un sainete, desgraciadamente sin fechar, intitulado La residencia de los solteros, fue representado por —se nos dice— «la compañía de la S.ra Juana Garro»;25 para ella se compuso también otro en 1759, El robo con maña,26 que se repuso en Pamplona en 1767 y 1768 por la compañía de Carlos Vallés,27 a quien volveremos a encontrar más adelante en Barcelona, y un tal Gabriel Terralla le entregó en El Puerto de Santa María, con fecha 20 de abril de 1765, Los hombres grandes del tiempo;28 vuelve a aparecer como actriz en la compañía de Josep Ráfols en Barcelona el año 1777, uno de los pocos con cuya lista de cómicos pudo dar Alfonso Par, pues pasa seguidamente a 1781. Era mujer de Antonio de Prado, el cual actuó sucesivamente como su consorte en cada una de las dos compañías durante las temporadas 1768-1769 y 1769-1770, y desapareció el mismo año que ella, haciendo después papeles de gracioso en Barcelona, también en 1777, al lado de su esposa; el nombre de éste figura en el reparto más antiguo, de 1776, enfrente del papel de Lorenzo (así se llama ya el Sganarelle español), y es de suponer que Juana Garro encarnó ya sea a la mujer de dicho Lorenzo, llamada Martina, que hizo la graciosa, o a una de las dos damas que representaron los papeles de Jacinta y doña Juana; Francisco Acuña, incorporado a la compañía madrileña de Hidalgo en 1769-1770, y que abandonó la villa al final de la temporada,29 encarnó a Geronte-don Anselmo; y un tal «Idalgo», esto es, Francisco Hidalgo, gracioso efímero de Nicolás de la Calle en 1767-1768, fue el vecino Roberto, o, por mejor decir, no lo fue, ya que se suprimió («se ataja») el lance en que éste, por haberse aventurado a apaciguar la riña de los esposos, sólo consigue coligar a los dos contra sí mismo, con las bofetadas y palos de cajón; también se «atajó» la escena en que salen dos «payos» ridículos, Tadeo y Perico, que vienen a consultar al médico, y, por lo tanto, desaparecieron a su vez de la representación los dos personajes y la escena que les corresponde en el original francés; y se advertirá que estas dos escenas molierescas faltan, con sus respectivos protagonistas, en el texto de El médico por fuerza, y también en la versión del propio Moratín, el cual justifica su decisión diciendo, como era natural en un neoclásico, 25 26 27 28 29
BMM, 209-30. BNM, ms. 14517/36. Juan F. Fernández Gómez (1993), p. 569. Ibídem, p. 351. Cotarelo (1899a), pp. 449-450 y 473.
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que fue «para no interrumpir la fábula con distracciones meramente episódicas, sujetándola a la estrecha economía que pide el arte»,30 aunque no cabe duda de que lamenta tal decisión, sobre todo en lo que a la primera de estas dos escenas se refiere, pues la califica de «graciosa»; ni Hidalgo ni Acuña, si me refiero a Alfonso Par, pertenecen ya a la compañía teatral de Ráfols en 1777, al año de redactarse el sainete; pero en un reparto que, vista su colocación, arriba en la guarda, debe de ser posterior (la fecha de 96 ha sido desgraciadamente escrita por encima de otra difícil de descifrar y que me parece ser la de ¿78?), y también anterior al de 79 que viene apuntado en la parte inferior de la página, se menciona a Pujol, o sea, Mariano Puchol (don Anselmo), Prado en el mismo papel de Lorenzo, Ocaña, a todas luces Juan de Ocaña (Leandro), ya miembro de la «troupe» de Ráfols en 1777, Diego (Rodríguez), Concha, es decir José Concha, el actor-dramaturgo, Gerónima, de apellido Rodríguez (Jacinta), y, por último, los dos que tampoco pudieron hacer sus papeles, Paulino (Martínez) y Francisco (García). En el 79, Rafael González, de la compañía de Josep Bayona, a quien sucedió Carlos Vallés, sustituye a Pujol, el cual hace ya el papel de Lucas. De todo lo que antecede podemos inferir que el sainete, calificado de nuevo, se estrenó en Barcelona en 1776, y el que se redactara para Juana Garro da a entender que dicha cómica era en aquella fecha, según decían entonces, «autora», o sea, que había fundado otra vez compañía propia. Desgraciadamente, Par no pudo conocer las listas de aquel año; en cambio, varias notas manuscritas nos informan de que la obra se representó también en diciembre de 1788 en la Ciudad Condal, y en Orihuela en septiembre de 1790, donde le fue concedida licencia de representarse el 1 de este mes por el doctor Mas. Pero el vínculo que relaciona El médico por fuerza con nuestro sainete es el nombre de un tal Juaq.n (sic) Doblado, tachado en la portada del acto segundo en el manuscrito 16107 de la comedia, así como la mención «De Prado», pero del mismo puño y letra que la corrección: «a palos» encima de «por fuerza», y que aparece también en la del sainete en la forma: «Doblado/88», repitiéndose en el segundo ejemplar, que lleva puesta la fecha de «89», lo cual significa que éste actuaba en Barcelona aquel mismo año. Efectivamente, a pesar de las pocas noticias que de él nos facilita Cotarelo,
30 Moratín (1826), III, p. 325, edición idéntica a la de 1825.
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que se contenta con decirnos que se rompió una pierna representando Los bandos de Lavapiés, de Ramón de la Cruz, y que había ingresado en la compañía de Martínez como «parte de por medio» en 1778, sabemos que fue actor de la compañía de Felipe Ferrer en Valladolid en 1783, y pasó a ser el empresario de más fama en esta ciudad prácticamente sin interrupción desde 1784 hasta 1788, fecha en que se le negó la posibilidad de fundar compañía exclusiva de la ciudad,31 por lo cual se fue, como lo prueba el reparto de 1788 publicado por Alfonso Par, a la capital de Cataluña, quedando confirmada su presencia en primer lugar por la firma que estampó en la primera página encima de la mención: «Barna. y D.bre 10 de 1788», y también por una anécdota bastante divertida, de mano desconocida, con la que concluye el manuscrito después del «pase» del censor: Aciéndose este Sainete en Barcelona, dio en el bolsillo Josef Galán a Joaquín Doblado unas cédulas de lotería q.e se traspapelaron, p.r cuia causa no los [sic] pudo jugar, y haviendo parecido después, se vio q.e avía caído un terno.
José Galán, que hizo el papel de Leandro en 1779, entró en 1790 como décimo de Ribera en Madrid, y pidió licencia al año siguiente para regresar a Barcelona, donde —dice— llevaba cinco años de segundo gracioso; además consta su pertenencia a la compañía de la Ciudad Condal en 1788; y ¿quién sabe si la «Bárbara» cuyo nombre se apunta marginalmente en la jornada segunda del manuscrito A no fue la actriz Bárbara Ripa, que actuaba, según Par, en la ya aludida compañía barcelonesa de Josep Bayona y seguía actuando aún en 1784? Si así fuera, tendríamos un elemento más para confirmar que las dos obras —me refiero a la adaptación de la comedia molieresca y al sainete— eran conocidas del público catalán. Y, por lo mismo, que lo fueron de «Inarco Celenio» por medio de Felipe Blanco o de cualquier miembro de la compañía que actuaba en 1814, fecha del estreno, según el autor, de El médico a palos. El médico a su pesar es a todas luces un sainete largo, pues, si prescindimos del tradicional plaudite cives, que consta de tres versos, más tarde sustituidos por otros tantos,32 de la seguidilla picarona que canta Lorenzo
31 C. Almuiña Fernández (1974), p. 94. 32 1.º: Y aquí, amados mosqueteros pide el autor dos palmadas y el perdón de sus defectos.
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cortando leña33 y, naturalmente, de los corchetes de la censura o tal vez también del «director», a veces desaprobados por otro, son en total unos 760 octosílabos los que lo componen; el de Ramón de la Cruz,34 en cambio, no tiene más que 390, si bien empieza por unos endecasílabos, según acostumbraba el autor en su primera época; pero basta con hojear las distintas y ya bastante numerosas ediciones de los sainetes de Cruz para observar que algunos son más largos que El médico a su pesar. Sin embargo, un buen número de ellos ronda los 600 versos, para no exceder de los veintitantos minutos que se les solía conceder en una función corriente con comedia de tres jornadas. Por ello el anónimo censor de nuestro sainete concede el pase con la sugerencia de que «puede acortarse porq.e es demasiado largo». A diferencia de El médico por fuerza o a palos, del anónimo, o de la comedia de Moratín y también de Le médecin malgré lui, de Molière, este sainete, como el de Cruz, está redactado en verso, como era natural, o tradicional, en tales obritas —aunque no parece convenir perfectamente el diminutivo en este caso—, y en versos de romance octosílabo, como queda dicho. Los nombres de los personajes, exceptuando tal vez Valero, se han españolizado todos, como había de hacer más tarde Moratín, y éstos, después de «atajadas» las dos citadas escenas, quedan reducidos de once a ocho, como en El médico por fuerza y más tarde en la adaptación de «Inarco». Además, el anónimo sigue fiel a Molière al iniciar su obra con la riña conyugal, a diferencia del autor de la comedia en prosa, en la que esta escena viene precedida de un largo diálogo entre los dos criados que han de ir en busca del doctor que cure a la niña muda, y en el que se desatan en quejas contra su condición; en cambio, el sainetero —llamémosle así— siente al parecer menos interés por la farsa propiamente dicha, e incluso
33
2.º: Y dando fin, mosqueteros, (tachada más tarde la última palabra y convertida en: «a el intento») pidamos todos rendidos el perdón de nuestros yer[r]os. El hombre que se casa tenga por cierto que ha de sufrir trabajos, penas y… cuernos.
(tachada la última palabra por uno que los temía, y tontamente sustituida por: «bueno», y más tarde: «fuego»). 34 Véase la edición de los Sainetes de Cruz (1985) por M. Coulon.
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toma la iniciativa de modificar tal o cual broma de Molière, por ejemplo la de la receta de sopas en vino para «desenmudecer» a la niña porque así se hace hablar a los loros, contentándose con decir el médico a su pesar «que quien no habla con el vino / no hablará con un tormento», lo cual tampoco carece de gracia y entronca con una tradición cómica fundada en el axioma in vino veritas. Pero, entre todas las obras que acabamos de evocar, ésta es la única en que no usa latinajos el protagonista para asentar mejor su autoridad seudocientífica; el mismo Cruz dedica dos versos y medio, uno de ellos algo macarrónico, a este alarde de ciencia teórica; tal vez le moviese a prescindir de ello al autor de El médico a su pesar la necesidad de acortar un sainete mucho más largo que el de don Ramón; en el desenlace también desarrolla el anónimo una idea que podía estar implícita en el texto de Molière, y esa modificación no resulta inferior en comicidad al diálogo del ilustre antecesor: en vez de contentarse con pedirle las gracias a su marido por haberle hecho médico, Martina le pide que también partan el dinero que él se ganó por la estupenda curación de la muda; y éste contesta: «El dinero no lo esperes, / mas los palos partiremos / que he llevado por tu causa». Bajo otro aspecto, tampoco carece de interés ver cómo viste el fingido doctor en el sainete anónimo y en las demás obras inspiradas en la comedia de Molière. Si Cruz no pasa de apuntar que «sale Blas de Doctor» y en El médico por fuerza pide Bartolo que se le traiga un «vestido de médico», en cambio, tanto en la adaptación de Moratín como en la del sainetero anónimo se describe con suficientes pormenores la indumentaria destinada a identificar al «facultativo», según solían decir también en la época: el «médico a su pesar», llamado Lorenzo, necesita —dice— un «bestido de golilla», palabra ésta que otra mano tachó, sustituyéndola por «militar», es decir, que meses o años después del estreno, entre 1778 y 1816, que es la fecha más tardía que lleva puesta el manuscrito, habían de sacar al médico vestido de militar, como solían ir las personas de la clase media en los años setenta u ochenta, por lo que es de suponer que la enmienda es bastante posterior a la fecha del estreno, pues parece que lógicamente bastaba ya con esta prenda para identificarlo. Pero, por lo mismo, sobre todo si recordamos que el médico moratiniano sale en 1814 con «casaca antigua, sombrero de tres picos y bastón» para que resalte su extrañeza generadora de comicidad visual, el traje militar (del que formaban parte las dos prendas mencionadas por «Inarco»), por caracterizar al médico fingido, debía
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de haber caído ya en desuso cuando se hizo la referida enmienda. Y en 1776, cuando Juana Garro puso por primera vez en escena su sainete, ya era anticuada la golilla: en efecto, en su fábula intitulada El retrato de golilla, anterior a 1782, Iriarte escribe que esta prenda forma parte de los «atavíos a la antigua usanza» y que en la fecha la «viste sólo un alguacil».35 Así pues, tanto en la obra de Moratín como en El médico a su pesar, en vez de exagerar, por ejemplo, las dimensiones de un detalle de la indumentaria, como puede observarse en tal o cual sainete,36 para que el público capte inmediatamente la comicidad de la figura que sale al escenario, se recurre al ridículo generado por el desfase entre el traje que lleva y el modo corriente de vestirse la gente. De la enorme sortija cuya piedra, según decía Quevedo, pronosticaba la losa, no se trata, aunque la lleve el burro médico del Capricho goyesco n.º 40 intitulado «¿De qué mal morirá?», pero el referido pollino sí viste casaca, a finales de la década de los noventa, y por ello se la pone Moratín a su personaje porque ya ha caído en desuso en 1814; y ese bastón que lleva, también lo usa el protagonista del sainete («sale con golilla y bastón»), y merece la pena recordar que el médico pintado por Goya antes de enero de 1780,37 aunque no viste casaca sino capa (a no ser que esté la casaca por debajo de la capa —la cual, como es sabido, todo lo tapa—, ya que se está calentando con sus dos estudiantes, o practicantes, gracias a un brasero), sí tiene también, como el Bartolo de don Leandro, sombrero de tres picos y bastón, sólo que en los años ochenta nada tenían de ridículo por ser de uso corriente. El boticario, también 35 Tomás de Iriarte (1787), I, p. 64 (fáb. XXXIX). 36 Por ejemplo en Los majos vencidos, en el que sale «señor Manuel» «de cofia y montera grande», como «juez» del hampa majesca; o El viudo, en el que el protagonista, supuestamente desconsolado, lleva «un gran pañuelo a los ojos». Por otra parte, interesa ver cómo puede modificarse una acotación relativa al aspecto de un determinado personaje en función ya sea de los trajes disponibles o del aspecto de los actores sucesivos que interpretan el sainete: así, en El médico a su pesar dice Martina que su marido Lorenzo va vestido de negro; una misma mano lo modifica en «berde» y se arrepiente luego, volviendo al color inicial, hasta que otro «director» le pone un traje de «payo»; en El médico por fuerza, primero describe Martina a Bartolo como «un hombre largo, flaco como la quaresma, vestido de paño burdo» (recuérdese el traje de «payo» en la obra anterior); pero más tarde, por ser de estatura menor el otro cómico encargado del papel del doctor, ya queda convertido éste en hombre «bajo, feo», pero no se da cuenta el corrector de que más lejos se dice del «médico, el hombre grande» (en sentido figurado, naturalmente), que «no es muy corto», aunque verdad es que pudo interpretarse esta voz como sinónima de «tímido» o «poco expresivo», lo cual corresponde bien a la personalidad de Bartolo. 37 José Gudiol (1970), II, p. 139.
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fingido, en este caso el amante de la niña, que sacan el autor de El médico por fuerza y el mismo Moratín, no es más que practicante en nuestro sainete, lo cual corresponde mejor a la edad juvenil del personaje, y puede suponerse que llevaba un traje oscuro y un sombrero de tres picos, como los dos «estudiantes», coetáneos suyos, que se están calentando al lado del médico goyesco. Por otra parte, se advierten algunas analogías entre las cuatro adaptaciones de la comedia de Molière, que dejan suponer que el autor de la segunda conocía el texto de la anterior y así sucesivamente; por ejemplo, en la obra francesa, Sganarelle, para poner fin a los palos destinados a persuadirle «malgré lui», confiesa que no sólo es «médecin», sino incluso «apothicaire»; el Blas de Ramón de la Cruz, para aplacar a sus perseguidores, confiesa que es médico en esta forma: «…muera el Lugar / y toda su parentela / primero; vamos allá / unos, y otros a que tengan / abierta la sepultura / pueden marcharse a la Iglesia»; esta frase repercute en El médico por fuerza como sigue: no sólo es médico Bartolo, sino además «cirujano y boticario y todo lo que ustedes quieran», y prosigue más adelante: «más vale que muera ella [la muda por amor] y todo su linaje entero; Señores, vamos allá […] y otro que se llegue a la iglesia, y que prevengan la sepultura y el entierro»; el Lorenzo del anónimo se declara por su parte «médico, barbero, / boticario, cirujano / y aun albéitar»; en cuanto a su descendiente ideado por Moratín a partir del comediógrafo francés, es también médico, naturalmente, pero además «cirujano de estuche, y saludador, y albéitar, y sepulturero y todo cuanto hay que ser». A pesar del parentesco que establece entre el oficio de médico y el de sepulturero la literatura satírica, creo, como tengo dicho, que no se trata de una simple coincidencia. Por otra parte, y para concluir, se observará que los dos títulos de la comedia en que se inspiró, mejor dicho, que aprovechó con alguna frescura don Leandro, se encuentran en el diálogo del sainete El médico a su pesar: después de confesar al joven amante Leandro que tampoco él entiende de medicina, Lorenzo añade: «los criados de esta casa / de mi monte me trajeron / a ser médico por fuerza»; antes, al entrevistarse por primera vez con el viejo don Anselmo, padre de la muda, expresó la misma idea como sigue: «…y sepa que yo no tengo / más grado ni más cartilla / que el que estos criados vuestros / han querido darme a palos», expresión que ya hemos visto empleada en la anónima comedia en prosa; de manera que Moratín, que conocía los dos títulos, pues los estampa en la portada de su
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obra en 1814, no debió de tomarse más trabajo que elegir el que le pareció estéticamente más adecuado, más eufónico. Así, pues, creo que debió de ordenarse, de concatenarse, la serie de eslabones que llevan desde Le Médecin malgré lui hasta la última producción dramática de Leandro Moratín, el cual, si bien plagió —sin dejar de manifestar su originalidad— la comedia anónima El médico por fuerza, también habría tenido a mano, además naturalmente del sainete de Cruz, el anónimo que anduvo por tierras de España y se representó en la misma Barcelona, adonde vino a parar, a finales de junio de 1814, el atribulado dramaturgo.
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UN CUENTO DE VOLTAIRE EN TRADUCCIÓN DE MORATÍN* En su discurso de recepción en el Centro de Cultura Valenciana pronunciado en abril de 1962 y publicado el mismo año en la Revista Valenciana de Filología,1 Rafael Ferreres describía la vida que llevó Leandro Fernández de Moratín durante los diez meses de su estancia en la ciudad del Turia, desde septiembre de 1812 hasta julio de 1813, después de la evacuación de Madrid. Sabemos que a Moratín y a Pedro Estala, según el amigo de ambos Juan Antonio Melón, les encargó entonces el general Mazzuchelli, gobernador de la ciudad, la publicación del Diario de Valencia —«en que no hacían casi nada», juicio algo excesivo—2 para justificar, al parecer, una ayuda económica concedida a los dos refugiados, y que la renovación iniciada por éstos, favorablemente acogida por no pocos lectores, sacó algún tiempo al periódico de su «insulsez» habitual, según escribía uno de ellos: entonces apareció en efecto una serie de artículos variados «sobre poesía, sobre costumbres, sobre el teatro, sobre la agricultura»,3 que contribuyó a elevar su nivel cultural. Se acogieron obras de escritores clásicos, también de contemporáneos, en particular de Meléndez; Moratín, por su parte, publicó cinco de sus poemas, y se comprende por lo mismo que Ferreres se esforzase en buscar, entre aquellos artículos, desgraciadamente anónimos, los que se pudiesen atribuir con alguna proba* Primera publicación: «Un conte de Voltaire traduit par Moratín», en Mélanges offerts à Paul Guinard, París, Éditions Hispaniques, 1990, II, pp. 7-18. 1 Rafael Ferreres (1959-1962). 2 BNM, ms. 1866624. 3 Rafael Ferreres (1959-1962), pp. 20 y 23.
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bilidad al autor de El sí de las niñas. «Nos inclinamos a creer —escribe—4 que varios de ellos se deben a Moratín. Aparecen sin firma y con el título de Sobre o Reflexiones sobre la materia que trata. En el Apéndice recojo los que me parecen más seguros […] teniendo en cuenta rasgos de estilo, temas, posición ante aspectos sociales que se hallaban dentro de sus preocupaciones literarias y humanas», pero confiesa, a renglón seguido, la dificultad de «asegurarse de la identificación del autor teniendo presente los estilos parecidos de los escritores de aquel momento, así como los asuntos comunes a todos, o a casi todos los ensayistas de esa época docente». Si el último artículo reproducido, firmado con la inicial «E», debe de ser de Estala, como piensa Ferreres (varios elementos que analizo en otro lugar5 confirman el acierto de esta atribución), resulta más difícil emitir un juicio favorable acerca de la autoría de los dieciocho restantes, que Ferreres considera «posiblemente debidos a don Leandro F. de Moratín»:6 no se me oculta que la breve exposición sobre los Caracteres de baxo cómico (6 y 7 de abril) y el texto que se intitula Sobre la educación de las señoritas (15 de mayo) enuncian ideas, las expresan en frases, con las que la lectura del Moratín teórico y practicante del teatro nos tiene familiarizados, aunque otros muchos gastasen una terminología análoga. Pero ¿puede considerarse de él un artículo como Sucesos memorables (18 de abril), cuyo tema, la Histoire naturelle de Buffon, y la referencia explícita al traductor de la obra, el propio Estala, parecen más bien apuntar a éste como redactor? Máxime si se advierte por encima que, en una frasecita de una hábil concisión, se atribuye al traductor el mérito de haber adoptado la clasificación de Linneo («En esta nueva traducción se ha clasificado la historia de Buffon según el sistema de Linneo»), cuando en realidad la obra, publicada en 1802 por el editor madrileño Villalpando, se intitulaba Compendio de la Historia Natural de Buffon, clasificado según el sistema de Linneo por Ricardo Castel, traducido e ilustrado por D. Pedro Estala… Otros artículos hay, sobre poesía épica o lírica, por ejemplo, que Moratín con toda probabilidad no hubiera discutido; pero el que más me ha llamado la atención poco tiene que ver con las teorías estéticas o sociopedagógicas predilectas de «Inarco», si bien se nota en él, cuando menos, como se verá, cierta fideli-
4 Ibídem, p. 23. 5 René Andioc (1991b), pp. 66-67, n. 68. 6 Rafael Ferreres (1959-1962), p. 45.
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dad literaria y, mirándolo bien, un rasgo de carácter que las circunstancias no podían sino haber acentuado: me refiero al «discurso» intitulado brevemente Anécdota, que se publicó en el Diario de Valencia de 29 de junio de 1813. Ferreres no advirtió que tras ese título anodino se oculta la traducción de un cuento breve de Voltaire, Les deux consolés, y no es de extrañar, por consiguiente, que no se mencione en la tan documentada obra de Francisco Lafarga Voltaire en España (1734-1835).7 El texto está íntegro, menos un brevísimo párrafo (no llega a cuatro renglones en la edición de René Pomeau),8 cuya falta no puedo explicar. Pero el problema de la autoría sigue a pesar de todo planteado, aunque Ferreres lo considere medio resuelto, como queda dicho. ¿Tratábase, pues, de Moratín? Don Leandro poseía antes de la guerra, probablemente desde su primer viaje a Francia en 1787, las obras completas de Voltaire, «todo el V.», según escribe con cautela en carta de 2 de mayo de 1795,9 pero es lícito dudar que las incluyese en su escaso equipaje de fugitivo. Comoquiera que fuese, y a pesar de la reducida extensión del texto, es posible espigar en él un determinado número de elementos que vienen a confirmar la hipótesis del erudito valenciano; desde el principio, e incluso desde la primera palabra, efectúa el traductor una modificación reveladora: el «grand philosophe Citophile» se convierte en la versión castellana en «D. Hermeguncio, insigne filósofo», lo cual trae inmediatamente a la memoria el único escrito de la época en que aparece, al menos que yo sepa, este nombre, esto es, la epístola en verso A Claudio, en la que Moratín se mete con un «filosofastro» cuyo humanitarismo verboso corre parejas con su glotonería:
7 Francisco Lafarga (1982). 8 Voltaire (1966), p. 157. Algunas omisiones en la traducción de Candide por don Leandro se explican en cambio perfectamente; citemos al azar —o casi…— el «millón de asesinos entrados en filas, que recorre a Europa del uno al otro confín dedicándose a la matanza y al bandolerismo con disciplina para ganarse el pan, por no tener oficio más honrado» (cap. XX), o la anécdota de los «monos que consiguen los favores de las damas» (XVI), la cual, si hemos de creer a Défourneaux (1963), p. 126, no le hizo ni pizca de gracia al calificador de turno del Santo Oficio. El profesor René Pomeau, miembro del Institut de France y editor de las novelas y cuentos de Voltaire antes citados, tuvo la amabilidad de complementar mi información sobre Les Deux Consolés. 9 Moratín (1973), carta 56.
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De Moratín Ayer don Ermeguncio, aquel pedante, locuaz declamador, a verme vino…10
Ahora bien: se da la circunstancia de que, a diferencia de Voltaire, el traductor califica precisamente en dos ocasiones de pedante a su personaje, y, por otra parte, que don Leandro acababa de publicar por primera vez el referido poema en el mismo periódico el día 11 de mayo de 1813, o sea, mes y medio antes, de manera que no se puede por menos de ver en esa discreta alusión un guiño al lector enterado; del mismo procedimiento se valió en 1811 en una nota al Auto de fe de Logroño, firmado, como es sabido, con seudónimo.11 En cuanto a la «H» de «Hermeguncio» —cuya etimología desconozco, si es que la hay—, pienso que se explica por la asociación, natural en Moratín, entre la pedantería y el carácter del don Hermógenes de La comedia nueva;12 en mi edición del Epistolario del escritor,13 trataba, sin conseguirlo, de interpretar una alusión de éste a su enemigo Cristóbal Cladera, cuyo apellido escribía curiosamente: «Cla-de-ra», en carta del 14 de mayo de 1817, y yo emitía la hipótesis de si podía tratarse en ese caso de una especie de acróstico. Y el caso es que la Epístola a Claudio, como se publicó en el Diario de Valencia, no venía acompañada del subtítulo «El filosofastro» que se le agregó en la edición de las Obras dramáticas y líricas de 1825, y las primeras letras del título y de las palabras del primer verso: «Claudio / Ayer D. Ermeguncio, aquel…», componen el apellido de don Cristóbal. Además, «Cla-de-ra pedante» había publicado en el Espíritu de los mejores diarios,14 del que era director, un artículo sobre la trata de los negros, aquel «atezado pueblo» —se escribe 10 BAE, II, p. 586. 11 Citemos, por ejemplo, de la n. 33 (BAE, II, p. 623), la alusión a los amuletos, «que un autor profano llamó chucherías», o sea, el propio Moratín, por medio de doña Irene, en el acto primero de El sí de las niñas. 12 Queriendo ridiculizar, a través de don Eleuterio, a los dramaturgos considerados libres de cualquier sujeción voluntaria a las reglas clásicas, Moratín debió de limitarse a consultar el Kalendario manual para dar con el nombre del nefasto consejero, don Hermógenes, cuyo santo seguía inmediatamente al de su víctima (18 y 19 de abril). Hermógenes es también el nombre de un sofista griego, al que se refiere Forner en Los gramáticos (1782). Resulta bastante divertido observar que Nicolás Moratín, a la hora de bautizar a su hijo, no debió de tomarse más trabajo que éste, ya que, de los cuatro nombres de pila que se dieron al niño, tres (Leandro, Eulogio, Melitón) caían respectivamente los días 13, 11 y 10 de marzo… 13 Moratín (1973), pp. 366, n. 7, y 166, n. 3. 14 1788, n.° 155.
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en el poema— que gime encadenado con «duros eslabones» para que los europeos puedan paladear, al igual que don Ermeguncio, su chocolate.15 Esta terminación «-ncio», que se reitera en otros seudónimos que pone don Leandro a sus víctimas (Geroncio, Pedancio, Venancio), es la misma que la de «Fulgencio [del Soto]», nombre con que firmó con toda probabilidad Cladera, exalumno del seminario de San Fulgencio de Murcia, una crítica de El viejo y la niña en 1790; y, en opinión de varios contemporáneos, se identificó dos años después al pedante don Hermógenes de La comedia nueva con el propio Cladera. Prosigamos; se da en el texto un giro idiomático que, al menos hasta ahora, no he observado más que en un texto de Moratín, cuando «imita» éste el lengaje coloquial en la escena 3.ª del acto primero de El sí de las niñas: evocando una de las menguadas glorias de su parentela, doña Irene exclama a propósito del difunto obispo electo de Mechoacán: «y murió en el mar el buen religioso, que fue un quebranto para toda la familia… Hoy es, y todavía estamos sintiendo su muerte»; y el filósofo de Voltaire retocado por Moratín, al referirse a la imprudencia de la princesa: «hoy día es, y coxea la pobre señora, que da lástima» («de manière qu’aujourd’hui elle boîte visiblement»). Se podrían aducir también cuatro ocurrencias de un notorio «laísmo», de que da fe el epistolario del autor, pero el fenómeno era entonces demasiado corriente para que se le pueda conceder alguna fuerza probativa; en cambio, no carece de interés recordar que esta traducción del cuento de Voltaire fue publicada —y probablemente redactada— el mismo año que la de Candide: la Biblioteca Nacional de Madrid conserva en efecto un ejemplar de la edición de dicha obra realizada en 1838 en Cádiz por Santiponce,16 y su guarda lleva una nota a lápiz redactada por el anterior poseedor, el cual advierte —dice— las «Variantes que con / la copia que del original / de [sic] Moratín hizo en Valencia en 1814 / y posee en la actualidad, ha encontrado respecto de este impreso / Pascual As[¿ens?]io». A pesar de la rudeza de la sintaxis (que induce a veces a desechar en la transcripción el «de» del tercer renglón), no cabe duda de que la fecha de «1814» es la de la copia efectuada por don Pascual; Mora-
15 Cf. el negro de Candide, amputado de una pierna y una mano en el trapiche de Surinam: «C’est à ce prix que vous mangez du sucre en Europe» («Y esto se hace para que ustedes coman azúcar en Europa»; trad. de Moratín). 16 Signatura 1/17522.
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tín, por su parte, según explica él mismo en su correspondencia,17 se fue de Valencia el 3 de julio de 1813 y no regresó hasta el 3 de junio del año siguiente; el 13 del propio mes fue mandado a la cárcel por el valiente general Elío, y le soltaron el 21, embarcándole en una goleta con destino a Barcelona; resulta por lo tanto difícil imaginarle ocupado en traducir a Voltaire durante aquel breve período particularmente poco favorable, de manera que conviene adelantar un año la fecha de redacción del original; así pues, la traducción de Les Deux Consolés y la de Candide eran prácticamente coetáneas; Menéndez y Pelayo,18 fundándose en el tipo de imprenta y el formato de la obra, opina por cierto que la portada de la edición gaditana de Cándido no es más que una superchería del editor valenciano Cabrerizo, y Francisco Lafarga19 está convencido de la existencia de dos ediciones distintas, una de Cádiz y la otra, precisamente, de Valencia, si bien no puede aducir una prueba indiscutible, por lo cual no le parece aventurado pensar que Moratín bien pudo entregarle su manuscrito a Cabrerizo durante su estancia en esta ciudad. Lo que me parece evidente, en cambio, es que esta anécdota, «consoladora o desoladora, según le parezca al lector»,20 publicada en el Diario de Valencia, expresa con Cándido una «filosofía» bastante afín a la actitud que denotan algunas cartas escritas por don Leandro durante el episodio levantino: contentándose, a falta de mejor solución, con «cultivar la huerta» después de la tormenta, sorprendido «al verse de tan buen humor», según escribe Voltaire a propósito de sus dos dialogantes, Moratín deja que obre el tiempo.21 17 Moratín (1973), carta 118. 18 Menéndez y Pelayo (1942b), p. 183, n. 1. 19 Lafarga (1982), p. 193. 20 «Consolante ou désolante, au choix du lecteur» (R. Pomeau, en Voltaire, 1966, p. 155). 21 «Quizá después de este tiempo de calamidad vendrá otro menos funesto, y tendremos placer en referir nuestras desgracias» (9 de marzo de 1813); «Pues en efecto, es menester gastar buen humor y non pigliar fastidio, porque si uno la juega de reflexivo y meditabundo es hombre muerto, y un muerto es un tonto. ¡Si vm. viera qué lindo horizonte se va presentando por aquí! Y ¿quién sabe? Tal vez mirará al soslayo y se irá y no habrá nada. Estamos metidos en la embarcación y distantes del puerto; no hay sino dejarnos llevar del aire que sopla; y si es posible, pasar la borrasca durmiendo» (8 de abril); «Y ¿quién dirá que estoy gordo y tranquilo y contento? Pues lo estoy en efecto, amigo Lázaro, tanto enseña la adversidad a quien sabe sacar partido de las útiles verdades que se aprenden con ella» (11 de junio de 1814).
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La fidelidad del traductor al texto del original admite, según el uso de la época, y máxime en un comediógrafo, algunas leves libertades destinadas a conferir al relato —a la «conversación»— mayor soltura en su idioma adoptivo: una interjección, dos giros interrogativos, algunos presentes narrativos en asíndeton, unos detallitos más, lógicamente suscitados por el texto francés (con Hécuba y Níobe se reúnen Inés de Castro, tan cara a Moratín, y otras damas de antaño), pero un púdico velo, en cambio, sobre «el rostro muy encendido y el ojo que le refulgía» al amante («le visage tout en feu et l’oeil étincelant») y «la gran viveza de los colores» («le teint fort animé») de la dama, una conclusión menos breve, debido a la necesidad de sacar la moraleja del cuento, y, por último —también puede ocurrir—, algún que otro leve contrasentido sintáctico, y ya tenemos a Voltaire preparado para afrontar, sin salir del anonimato, al lector valenciano. Sabido es que Marchena dio a luz en 1819 la traducción de trece cuentos de Voltaire, entre ellos Les Deux Consolés; en la medida en que este texto es en la actualidad fácilmente asequible,22 no creo que sea necesario reproducirlo en apéndice; de todas formas, su brevedad no permite una comparación verdaderamente fructífera con el de Moratín;23 pero no por ello considero desaconsejable una confrontación de los dos Cándidos castellanos, destinada a medir su grado de fidelidad al original francés… A pesar de sus numerosas ediciones, me ha parecido necesario transcribir el texto del breve relato de Voltaire enfrente de la versión anónima que — «salvo meliori judicio», como decían los cultos calificadores del Santo Oficio— creo atribuible, sin aventurarme mucho, a Leandro Moratín, y a continuación se somete al juicio del lector,24 orgullosa de esos dos ilustres parentescos:
22 Voltaire (1984). 23 Marchena, en mi opinión, se muestra más riguroso; Moratín, más personal. 24 El texto francés es el de la edición de R. Pomeau (véase n. 8); F. Suréda tuvo la amabilidad de facilitarme copia de la versión del Diario de Valencia, que Ferreres transcribe con algunas erratas de poca monta.
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De Moratín Anécdota
Les deux consolés
D. Hermeguncio, insigne filósofo, decía en cierta ocasión a una señora que se hallaba en extremo afligida, y tenía muchísima razón en estarlo: «Señora Condesa, la Reyna de Inglaterra, hija de Enrique IV el Grande, fue sin duda alguna tan desdichada como Vmd. La echaron del reyno, estuvo a peligro de perecer entre las tempestades del océano, y vio morir a su augusto esposo en un suplicio». «Lo siento por ella», dixo la señora, y continuó llorando sus propios males.
Le grand philosophe Citophile disait un jour à une femme désolée, et qui avait juste sujet de l’être: «Madame, la reine d’Angleterre, fille du grand Henri IV, a été aussi malheureuse que vous: on la chassa de ses royaumes; elle fut prête à périr sur l’Océan par les tempêtes; elle vit mourir son royal époux sur l’échafaud». «J’en suis fâchée pour elle», dit la dame; et elle se mit à pleurer ses propres infortunes.
«Pero ¡válgame Dios!, dixo el filósofo; ¿por qué no se acuerda Vmd. de la Reyna María Estuarda? Estaba aquella gran Princesa honestísimamente enamorada de un cierto músico, excelente tenor; súpolo el marido, y va y mata al músico delante de ella; y después, su buena amiga y prima la Reyna Isabel, que se preciaba de muy doncella, al cabo de diez y ocho años que la tuvo encerrada en una prisión, la hizo cortar la cabeza en un cadahalso cubierto de terciopelo negro con franjas de oro». «Mucha crueldad fue ésa», dixo la señora, y volvió de nuevo a sumergirse en sus melancolías.
«Mais, dit Citophile, souvenez-vous de Marie Stuart: elle aimait fort honnêtement un brave musicien qui avait une très belle basse-taille. Son mari tua son musicien à ses yeux; et ensuite sa bonne amie et sa bonne parente, la reine Élisabeth, qui se disait pucelle, lui fit couper le cou sur un échafaud tendu de noir, après l’avoir tenue en prison dix-huit années». «Cela est fort cruel», répondit la dame; et elle se replongea dans sa mélancolie.
«Tal vez habrá Vmd. oído hablar, añadió don Hermeguncio, de la hermosa Juana de Nápoles, que se vio aprisionada en un calabozo, y por último murió de muerte de garrote. ¿Se acuerda Vmd.?». «Sí, algo me acuerdo de eso», respondió la afligida.
«Vous avez peut-être entendu parler, dit le consolateur, de la belle Jeanne de Naples qui fut prise et étranglée?». «Je m’en souviens confusément», dit l’affligée. «Il faut que je vous conte, ajouta l’autre, l’aventure d’une souveraine qui fut détrônée de mon temps après souper, et qui est morte dans une île déserte». «Je sais toute cette histoire» répondit la dame.
«Pues ahora la voy a referir a Vmd., prosiguió el pedante, lo que la sucedió a otra insigne Princesa, a quien enseñé yo filosofía. Tenía esta dama un amante, como le tienen todas las grandes y hermosas Prin-
«Eh bien donc, je vais vous apprendre ce qui est arrivé à une autre grande princesse à qui j’ai montré la philosophie. Elle avait un amant, comme en ont toutes les grandes et belles princesses. Son père entra
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cesas, y estando un día con él en su quarto a solas, entra el padre, los halla en una actitud poco de su gusto, alza la mano, y plántale al caballero el más desaforado bofetón que se ha dado nunca a persona humana. Él, ciego de cólera, coge unas tenazas de la chimenea, sacúdele con ellas al padre, y le abre la cabeza, haciéndole una profunda herida, de la qual todavía lleva la cicatriz. La Princesita, llena de temor, se tiró por una ventana abaxo; tuércese un pie al caer, y hoy día es, y coxea la pobre señora, que da lástima; porque en efecto, exceptuando la coxera, tiene un cuerpo que no parece sino que se le hicieron a torno. Pues no paró en esto, porque el airado padre condenó a muerte al enamorado caballero; y bien puede Vmd. inferir quán grande sería la aflicción de la Princesa, quando supo que le llevaban a ahorcar. Mucho tiempo después de habérsele ahorcado, tuve el gusto de visitarla en su prisión varias veces, y la pobrecita no me hablaba de otra cosa que de sus desgracias».
dans sa chambre, et surprit l’amant, qui avait le visage tout en feu et l’oeil étincelant comme une escarboucle; la dame avait aussi le teint fort animé. Le visage du jeune homme déplut tellement au père qu’il lui appliqua le plus énorme soufflet qu’on eût jamais donné dans sa province. L’amant prit une paire de pincettes et cassa la tête du beau-père, qui guérit à peine, et qui porte encore la cicatrice de cette blessure. L’amante, éperdue, sauta par la fenêtre et se démit le pied; de manière qu’aujourd’hui elle boîte visiblement, quoique d’ailleurs elle ait la taille admirable. L’amant fut condamné à la mort pour avoir cassé la tête à un très grand prince. Vous pouvez juger de l’état où était la princesse quand on menait pendre l’amant. Je l’ai vue longtemps lorsqu’elle était en prison; elle ne me parlait jamais que de ses malheurs».
«¿Y por qué no quiere Vmd. que yo piense en las mías?», dixo la Condesa. «Porque no debe Vmd. pensar en ellas, replicó el filósofo; y porque habiendo existido en el mundo heroínas tan infelices, no es bien parecido que Vmd. se aflija y se desespere. Acuérdese Vmd. de Níobe, de Doña Inés de Castro, de Agripina, de Cleopatra, de la viuda de Pompeyo, de la Reyna Doña Blanca, de Hécuba, de…». «Y si yo hubiese vivido en tiempo de esas grandes señoras, dixo la Condesa, y para consolarlas de sus trabajos las hubiera Vmd. contado los míos, ¿piensa Vmd. que ninguna de ellas le hubiera sufrido a Vmd. su sermón pedantesco?».
«Pourquoi ne voulez-vous donc pas que je songe aux miens?», lui dit la dame. «C’est, dit le philosophe, parce qu’il n’y faut pas songer, et que, tant de grandes dames ayant été si infortunées, il vous sied mal de vous désespérer. Songez à Hécube, songez à Niobé». «Ah!, dit la dame, si j’avais vécu de leur temps, ou de celui de tant de belles princesses, et si pour les consoler vous leur aviez conté mes malheurs, pensez-vous qu’elles vous eussent écouté?».
Al día siguiente de haber pasado esta conversación, se le murió a D. Hermeguncio un hijo que tenía, y el hombre se puso a punto de espirar con la pesadumbre. La señora mandó a su secretario que la hiciese una lista de todos los Reyes y Emperadores
Le lendemain, le philosophe perdit son fils unique, et fut sur le point d’en mourir de douleur. La dame fit dresser une liste de tous les rois qui avaient perdu leurs enfants, et la porta au philosophe; il la lut, la trouva fort exacte, et n’en pleura pas
280 a quienes se les habían muerto los hijos, y mandó que se la llevasen al filósofo; él la leyó, vio que estaba exactamente escrita, sin la menor equivocación de nombres ni fechas; pero no por eso cesó de llorar la muerte de su hijo. Pasados tres meses se encontraron un día él y la señora, y uno y otro se admiraron al verse tan consolados y de buen humor. Reflexionaron profundamente acerca de aquella mudanza y mandaron a un escultor que les hiciese una hermosa estatua que representaba al tiempo, colocáronla sobre un pedestal, y debaxo pusieron esta inscripción: Al que consuela.
De Moratín moins. Trois mois après ils se revirent, et furent étonnés de se retrouver d’une humeur très gaie. Ils firent ériger une belle statue au Temps, avec cette inscription: À CELUI QUI CONSOLE.
LAS REEDICIONES DEL AUTO DE FE DE LOGROÑO EN VIDA DE MORATÍN* A principios de 1611, concretamente los días 6 y 7 de «Henero de mil y seyscientos y diez años, digo onze», según reza con escrupulosidad el texto original, consiguió el impresor de Logroño Juan de Mongastón la necesaria aprobación y licencia para estampar la Relación de una de las «cosas más notables q. se an visto en muchos Años», es decir, el auto de fe celebrado en la misma ciudad en noviembre de 1610, relación muy conocida1 a pesar de ser bastantes las que fueron apareciendo a lo largo del XVII, por haberla rescatado del olvido en el segundo centenario de su publicación don Leandro Fernández de Moratín, bajo el gobierno del Intruso. El 21 de octubre de 1811, la Gazeta de Madrid ponía en efecto en conocimiento de sus lectores que en el despacho de la Imprenta Real se vendía a cuatro reales una obra intitulada Auto de fe celebrado en la ciudad de Logroño en los días 7 y 8 de noviembre2 del año de 1610, siendo Inquisidor General el Cardenal Arzobispo de Toledo don Bernardo de Sandobal y Roxas. Segunda edición, ilustrada con notas por el bachiller Ginés de Posadilla, natural de Yébenes.3 Ya he mostrado * Primera publicación, en Anales de Literatura Española, 1984, pp. 11-45. 1 Relación de las personas que salieron al Auto de la Fee, que los Señores Doctor Alonso Bezerra Holguín, del Ábito de Alcántara, Licenciado Juan de Valle Alvarado, Licenciado Alonso de Salazar Frías, Inquisidores Apostólicos del Reyno de Navarra y su Distrito, celebraron en la Ciudad de Logroño en siete y en ocho días del mes de Novie˜bre de 1610 Años. Y de las cosas y delitos por que fueron castigados. Agradezco a mi amigo C. Morange la fotocopia de uno de los dos ejemplares de este documento conservados en la BNM. 2 Y no «6 y 7», como se imprime en la BAE, vol. II. 3 Las iniciales mayúsculas son mías, pues todo el título está en versales y versalitas redondas, menos el nombre del autor, impreso en versalitas cursivas.
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en otro lugar que, si bien usó un seudónimo, añadiendo incluso pormenores biográficos imaginarios (por lo que pudiese tronar, según dijera su «Doña Irene»…), don Leandro facilitó también en sus notas unos poquísimos datos bibliográficos suficientes para permitir la identificación del verdadero autor de ellas por cualquier aficionado a sus obras teatrales.4 El caso es que en su Histoire Critique de l’Inquisition d’Espagne, editada en 1817-1818, Llorente sabe ya que la relación del auto «a été publiée à Madrid en 1810 [sic], avec des remarques très plaisantes, par le Molière de l’Espagne»,5 apelativo que diera a Moratín en 1794 su amigo Pedro Estala.6 Abolida la Inquisición por Napoleón el 4 de diciembre de 1808 y suprimidas todas las órdenes religiosas desde agosto del año siguiente, se encontraba el dramaturgo en condiciones relativamente favorables para contribuir a dejar constancia documental, según escribe en el prólogo,7 de la «calamidad» que fue a su juicio el difunto tribunal, entonces más que nunca blanco de las sátiras de los regalistas y católicos ilustrados, símbolo de oscurantismo y opresión para muchos españoles de ambos bandos, y asimilado por la propaganda del ocupante a la España «retrógrada», es decir, sublevada contra el invasor. Por otra parte, como escritor que era, don Leandro no podía por menos de celebrar una medida que acababa con un enfadoso control del pensamiento ejercido por lo común en su tiempo, según informaba ya Jovellanos en 1798, por unos calificadores carentes de la debida competencia.8 «Vergüenza es referirlo —escribía «Inarco»—; pero también no es pequeño desahogo el poderlo ya referir».9 Estas últi4 René Andioc (1982). 5 Llorente (1818), t. 2, p. 61. 6 Estala (1794a), p. 43. Recuérdese sin embargo que, a raíz del estreno de El viejo y la niña, ya concluía «D. V. R. de A.» (Rodríguez de Arellano) un soneto «en elogio del Sr. D. Leandro Moratín», publicado en el Diario de 5 de junio de 1790, con el siguiente verso: «…que también hay Terencios en España». 7 No está en la BAE. Lo transcribo al final de este artículo. 8 BAE, LXXXVII, p. 334. 9 Moratín (1867), III, p. 207. También la emprende don Leandro con los «nietos de los Infantes de la Cerda […] descendientes de Alfonso el Sabio» que, según la nota 5, se dedican al «vergonzoso empleo» hereditario de alguaciles mayores del Santo Oficio: se trata de los duques de Medinaceli (Bourgoing, 1803, I, p. 384); el primogénito, marqués de Cogolludo, iba al frente de la comitiva en el auto de 1784 en que se sentenció a un mendigo fabricante de filtros amorosos, tal vez representado en el Capricho 23 de Goya. En vísperas de la guerra de la Independencia, se menciona en las Guías del estado eclesiástico como alguacil mayor y teniente, respectivamente, a Medinaceli y Cogolludo.
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mas palabras se extractan de un prólogo que, sintomáticamente, contiene un violento ataque al Santo Oficio y se redactó en 1811 para encabezar una fracasada edición del Fray Gerundio, concediéndose licencia de impresión el 4 de abril de aquel año. Además, a los pocos días de anunciarse en la Gazeta la publicación del Auto de Fe de Logroño, Juan Antonio Llorente leía en la Academia de la Historia su Memoria histórica sobre quál ha sido la opinión nacional de España acerca del tribunal de la Inquisición,10 dándola a la imprenta el año siguiente, en que también se publicaron sus Anales de la Inquisición de España. Como se ve, no se trata, en lo que a Moratín se refiere, de un mero caso aislado, ni en su propia obra ni en la producción de aquellos años, sino de un fenómeno más amplio generado por unas circunstancias muy particulares. Es más, desde Cádiz llegaban noticias a la Villa y Corte, y la Gazeta de Madrid les dedicaba una pequeña sección en la que se publicaban, anotándolos a veces con ironía, extractos de periódicos y títulos de folletos, por los que pudo enterarse don Leandro el 18 de noviembre de 1811 —después de editado el Auto— de que El Redactor General del 13 de octubre anunciaba uno de los muchos «papeles» entonces impresos en contra del Santo Oficio, intitulado Incompatibilidad de la libertad española con el establecimiento de la Inquisición, por «Ingenuo Tostado». Del texto aureosecular conozco dos ejemplares, ya citados por Julio Caro Baroja en Las brujas y su mundo, que se custodian en la Biblioteca Nacional de Madrid; uno de ellos suelto y otro incompleto, incluido en una colección manuscrita de Cédulas reales a favor del Santo Oficio y, por lo mismo, conservado en la sección de Manuscritos de dicho establecimiento.11 Es posible que Moratín leyera uno de los dos en la Biblioteca Real, después Nacional, de la que le habían de nombrar bibliotecario mayor en noviembre de 1811, unas pocas semanas después de su edición
Dos años antes de la reedición del Auto por Moratín, un decreto imperial declaraba al duque de Medinaceli y a otros grandes «enemigos de Francia y España y traidores a ambas coronas» (Artola, 1953, pp. 114-115). 10 Reeditada con un valioso estudio por G. Dufour (Llorente, 1977). Doy las gracias a mi estimado colega por haberme ayudado a aclarar algunas dudas. 11 Signaturas respectivas: V/C.ª 248, n.º 71, y ms. 718, f. 271 y ss. Véase también J. Caro Baroja (1982), pp. 73 y ss. Otro ejemplar en la Bibliothèque Mazarine de París, citado por Joseph Pérez en su reciente y luminosa Crónica de la Inquisición en España (Pérez, 2002, p. 484, n. 29).
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anotada del Auto de Fe. Comoquiera que fuese, la reedición del texto del Siglo de Oro por Moratín es, según queda dicho, de 1811 y no de 1812, como se ha venido repitiendo, con alguna que otra excepción, hasta una fecha bastante próxima,12 y tal equivocación se deriva indudablemente del escasísimo número de ejemplares que de aquella obra han sobrevivido: el único que yo conocí durante años era propiedad del difunto marqués de Valdeterrazo, y se menciona en el catálogo de la exposición en torno a Moratín en el segundo centenario de su nacimiento, que se celebró en la Biblioteca Nacional de 1960 a 1961;13 Francisco Aguilar Piñal, en su preciosa bibliografía del autor, no lo señala, pero en cambio dio con otro en la biblioteca del Hebrew Union College de Cincinnati (Ohio), que es el que utilizo en el presente trabajo.14 Conviene recordar a este respecto que Marcelino Menéndez y Pelayo conocía, hace ya más de un siglo, el año exacto de la llamada por Moratín segunda edición, esto es, la del seudobachiller Ginés de Posadilla, exornada, según frase del erudito santanderino, «con notas sazonadísimas aunque un tanto volterianas»;15 pero unos treinta y tantos años más tarde, Agustín González de Amezúa, en su edición de El casamiento engañoso y el Coloquio de los perros,16 advierte al lector que «la Relación del auto de fe de Logroño [la] reimprimió Moratín bajo pseudónimo en 1812», es decir, que, como muchos, se equivoca doblemente, pues no sólo desconoce la edición del año anterior sino que además atribuye a don Leandro una iniciativa que no tomó en 1812 porque no le era posible tomarla, como más adelante se verá. Por lo mismo, el juicio poco favorable que formula acerca de la que considera primera reedición de la Relación no puede ya sostenerse; escribe en efecto Amezúa que «no merece crédito. Obrando de mala fe, que muy capaz era él de estas cosas, no la reprodujo fielmente, sino con importantes variantes y supre-
12 He mostrado en un trabajo anterior (véase n. 4) que las notas moratinianas no son de 1797, como se ha escrito equivocadamente con el fin de justificar una supuesta influencia de ellas y del texto del Auto sobre los Caprichos brujeriles de Goya; son anteriores en algunos meses a la fecha en que se publicaron por vez primera en Madrid. 13 Valencia, Amparo Soler, 1961, pp. 41-42, n.º 242. 14 Cuadernos Bibliográficos, n.º 40, 1980, p. 35. La entidad norteamericana tuvo a bien facilitarme fotocopia del documento, y R. P. Sebold medió amablemente en la tramitación del asunto. 15 Menéndez y Pelayo (1953), III, p. 391 (la fecha de redacción es 1874-1878, según la introducción al vol. I). 16 Madrid, Bailly-Baillière, 1912, p. 718.
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siones. Acreedora es, por tanto, a que algún aficionado a estos estudios la saque nuevamente a luz en toda su integridad». Me parece lícito pensar que entra en esta formulación parte del concepto poco grato que tenía formado de los llamados «afrancesados» en general la intelectualidad de aquellos años (y que aún perdura entre sus cada vez más escasos seguidores). En efecto, que el texto de la Relación, como apareció en 1812, está menos pulcramente editado que el del año anterior, queda fuera de duda; contiene unas erratas —contadas, por cierto— que denotan la prisa y el consiguiente poco cuidado con que se imprimió: «respuesta» por «reqüesta»; faltan un par de conjunciones que en ningún modo afectan al sentido de la frase; un verbo en plural en vez de en singular, también sin consecuencias, pues el sujeto puede ser único o múltiple en aquel contexto particular; falta, sí, un complemento de dos que se pueden leer en el original áureo, pues el impresor de 1812, partiendo del texto publicado el año anterior por Moratín, se saltó un renglón de éste. Pero donde hay muchas «variantes» y «supresiones» es en las notas (por motivos que también se examinarán en su lugar), no en el texto. Y menos aún las hay en el de la pulcra reedición de 1811, si bien van en cifras las fechas y ya no en letras, se unifican o modernizan unos pocos apellidos o topónimos (de «Cigarramurdi» y «Zugarramurdi», se conserva la segunda forma; «Yriart» se convierte en «Iriarte») y se olvida el impresor de puntualizar que el brazo del niño con que se alumbran los brujos es el izquierdo. Incluso, a pesar de atenerse a las normas ortográficas vigentes o más corrientes en su época, Moratín respeta las formas arcaicas («mesma», «dalde», etc.). No se puede, por tanto, hablar de «variantes importantes» que desacrediten la edición.17 En cambio, sí resolvió suprimir deliberadamente, y al parecer no sin vacilaciones, un pasaje y dos frasecitas que paradójicamente se pudieron estampar en 1611 y hubiera tachado, no obstante, sin la más mínima duda un censor de 1811; y por haberlo sido Moratín poco antes de estallar la guerra, cuando su amigo Melón regentaba el juzgado de Imprentas y le encargó el examen de varias obras, sabía que no se podían exceder ciertos límites, sobre todo en lo escabroso; porque de esto se trata, y no de otra cosa. Ocioso es decir que esas supresiones se reiteraron en las reediciones 17 Se modifica el orden de sucesión de la aprobación, la licencia y la advertencia de Mongastón, y se omite además, por inútil, en la p. 24, el título que en la edición de 1611 encabezaba el relato de las actividades de los brujos.
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sucesivas, hasta la última, que es la de 1846, realizada para la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneira. El mismo autor, mejor dicho, los mismos autores de la Relación áurea, al aludir a «otras [maldades] muy abominables que se dexan de referir»,18 también tenían perfecta conciencia de rozarse con lo nefando, en el sentido etimológico de la voz, por lo que Moratín no hizo más que conformarse anticipadamente con el dictamen de la censura oficial; pero fue indudablemente para él un cargo de conciencia el tener que censurar un texto que demostraba «tan torpe y hedionda estupidez por parte de sus autores»; prueba de ello, la larga nota en que expuso ese debate interior en forma de diálogo entre varias personas, entre ellas el «editor», esto es, él mismo, poco antes de empezar el relato de la misa negra y las travesuras colectivas en que desemboca; en ella se enfrentan tres actitudes: uno es de parecer que no se imprima; otro, que sí; y el tercero elige un término medio, que consiste en publicar el texto antiguo, «pero al llegar a eso de la misa, y lo que se dice más allá, salto, y puntos suspensivos; y ate vmd. el hilo en donde mejor le parezca»; después de un intercambio de argumentos, dos votan la edición íntegra, el otro se abstiene, o más bien opina que debe obrar el editor según su propio criterio; éste se adhiere al último parecer, con la aprobación de uno de los dos primeros, el cual evidencia así, al finalizar la nota, la propia incertidumbre y la de todos ante una solución de cualquier forma no satisfactoria.19 Y, como sabe ya el lector, Moratín imprimió el relato de la misa negra, pero en el de la «gresca obscena» no pudo por menos de practicar unas cuantas podas, sin las cuales no se hubiera publicado el texto del auto, pues lo que importaba era publicarlo; al fin y al cabo, se le planteó a don Leandro el mismo problema que tuvieron que afrontar los escritores e investigadores en una época muchísimo más cercana a la nuestra… Y tanto menos se le puede afear esa conducta cuanto que demostró el máximo de honradez intelectual entonces tolerable, cuidando de señalar con puntos suspensivos los pasajes suprimidos,20 precaución ésta que no se hubiera tomado la censura oficial, ni entonces ni más tarde. En desagravio, pues, de Juan de Mongastón y de los inquisidores del XVII, y también para conferir a la edición moratiniana el «entero crédito» que le niega injustamente González
18 BAE, II, p. 625a. 19 BAE, n. 35, pp. 623-624. 20 BAE, II, p. 625a.
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de Amezúa, transcribo a continuación y en cursiva aquellas frases pecaminosas21 de que se quedaron en ayunas los súbditos efímeros de José Bonaparte, y, con ellos, los lectores de las ediciones sucesivas basadas en la de Moratín: […] la llevavan a la parte donde estava el Demonio, que luego con su mano yzquierda (a la vista de todos) la tendía en el suelo boca abaxo, o la arrimava contra un Árbol, y allí la conocía sométicamente [i.e.: «sodomíticamente»], estándole haciendo el son el dicho su marido Joanes de Sansín, y estando en el dicho acto, ella dava un chillido muy rezio q. le oyan todos, y preguntadas q. formasen el chillido en la forma que lo hazían, es como quando brama un toro. Y luego que acabavan los actos desonestos, haziéndole el son, yendo ella muy ufana y contenta, la bolvían a llevar al puesto donde la avían sacado; y en la dicha forma la dicha Reyna yva señalando todas las que avían de yr a se juntar con el Demonio, y con la dicha música y solemnidad las yvan llevando, y bolviendo a sus lugares dando todas siempre el dicho chillido quando acabavan los actos desonestos. Y la dicha maría Yriart, hija de la Reyna, declara que quando su madre la mandó que fuese la primera vez para el dicho effecto, el Demonio la trató carnalmente por ambas partes, y la desfloró y padeció mucho dolor, y bolvió a su casa la camissa muy ensangrentada, de que se quexó a su madre, y ella le respondió que no importaba nada, que también avía hecho con ella otro tanto. Y Miguel de Goyburu refiere en la forma que se desatacava para el dicho efecto, y otras muchas cossas torpíssimas que le pasaron con el Demonio, que por serlo tanto se dixo en la sentencia que no se referían. Y Martín de Vizcar, Bruxo reconciliado (que en el Aquelarre tenía officio de Alcalde, para regir y governar los niños), refiere que la primera vez que el Demonio lo conoció sométicamente, padeció gran dolor y llevó a su casa mucha sangre, y para dar satisfación a su muger (que le preguntó qué sangre era aquélla) fingió que con un ramo de una mata se avía herido en una pierna. Y luego que el Demonio acaba […] […] y de noche se les aparece el Demonio en espantosa figura y los conoce carnalmente, y a las mugeres por ambas partes y muy de ordinario se les va a las camas […].
Por lo que hace a las notas con que don Leandro adornó su edición del texto del siglo XVII, «volterianas hasta los tuétanos —según Menéndez y Pelayo—22 e hijas legítimas del Diccionario filosófico», se ha escrito que no
21 Caro Baroja (1982), pp. 105-107, reproduce íntegro el texto áureo, pero sin señalar los pasajes omitidos por don Leandro en su edición de 1811. Me atengo a la ortografía del texto original, pero con excepción de la vocal v («vnos»), de la consonante u («lleuaua») y de la tilde, que convierto en n («boluíã»). 22 Citado por Caro Baroja (1979), p. 219. Compárese este juicio, procedente de la Historia de los heterodoxos, con el citado más arriba del mismo don Marcelino.
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se había lucido en ellas y que, al tratar de brujería, «entre el sentido histórico del patriarca de Ferney y los resabios anticlericales de nuestro gran hombre de teatro» había mucha distancia.23 «No resistió la tentación de usar hechos tan extraordinarios para pavonear su dominio del estilo satírico», encarece R. Cueto Ruiz, y en la 52, relativa a los «hechizos» de Carlos II, «no se conformó con la información disponible», llegando a convertir los datos históricos en «farsa vulgar y corriente».24 No sé en qué medida se pueden calificar de «volterianas» las notas de Moratín; basta con que sean moratinianas, que ya es mucho. Lo cierto es que «Inarco» cita varias veces al escritor francés, incluso reproduce en nota una anécdota referida por éste con mención de la procedencia, y que, en cambio, tres años escasos antes no se hubiera atrevido a tanto, a pesar de haber leído, según escribe en 1795, «todo el V.».25 Esta prudente abreviatura, que lo dice todo, supone una constante preocupación por la censura, que había de desembocar fatalmente en el desahogo que se tomó el autor a raíz del cambio de régimen, de manera que el anticlericalismo de las notas resulta más lógico en ellas que la serenidad del historiador, ya que, además, corresponde a la elección, tampoco casual, del texto áureo. Ello equivale a decir que no se deben juzgar las notas moratinianas a partir de criterios que no les corresponden, y que deben acompañarse, por otra parte, de cierto distanciamiento generador de objetividad. De todo ello tiene, por cierto, perfecta conciencia el propio don Leandro, pues el «prólogo del editor» evidencia que no pretendió más que «producir documentos para que otras plumas, sin exageración, sin parcialidad, sin encono, describan el origen, los progresos y el suspirado término de nuestra calamidad»,26 esto es, «el atraso» de España, cotejada con las naciones de Europa a principios del XIX. Por otra parte, no dista mucho de acertar Cueto Ruiz, si bien involuntariamente, al calificar de farsa la versión moratiniana del proceso de Froilán Díaz;27 y es que el autor no debió de conceder
23 Caro Baroja (1979), p. 219. 24 R. Cueto Ruiz (1966), p. 20. 25 Moratín (1973), carta 56. 26 La cursiva es mía. Así en adelante. 27 Lo que importa es que don Leandro lo leyera. Por otra parte, en tres de los cuatro pasajes de la nota 52 (cito por la ed. de la BAE) incriminados por Cueto, la «invención» de Moratín se reduce a una mera broma sin trascendencia. Por último, tampoco están libres de erratas las citas del propio Cueto…
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demasiada importancia a sus comentarios, redactando tan sólo, dice, «algunas notas», en las que «de propósito» desistió de «tomar en consideración lo que hay en él [el auto de Logroño] de repugnante y horrible», prefiriendo «aprovechar las ocasiones que ofrecen a la pluma las ridiculeces de que abunda tal escrito». «Si por este medio —concluye— ha conseguido hacer su lectura menos desagradable, quedará suficientemente premiado el corto mérito que haya podido contraer en solicitar su publicación». Pero, a pesar de su enfoque esencialmente satírico, conviene observar que Moratín no se contentó con hacer alarde de su «facilidad difícil», o, digamos, de su talento, sino que también se tomó la molestia de informarse previamente leyendo el discurso manuscrito redactado en abril de 1611 por Pedro de Valencia a petición del inquisidor general «acerca de los cuentos de las brujas» castigadas en Logroño. Dicho manuscrito, concretamente el Discurso primero, debió de leerlo Moratín, como la relación del auto, en la Biblioteca Real, y permaneció inédito hasta los umbrales del siglo XX.28 La lectura del texto de Pedro de Valencia por don Leandro explica la mención del inquisidor general, Bernardo de Sandoval y Rojas, a quien iba dirigido, en el título de la edición de 1811,29 ya que de él no se trata en la anterior de Mongastón. Por otra parte, interesa advertir que el juicio de Moratín acerca de la histeria brujeril corresponde al de Valencia y de la minoría de escépticos que, en el segundo decenio del siglo XVII, se negaban a castigar «delitos que es imposible cometer». Recuérdese de pasada que, a los dos años de publicada la Relación por «Inarco», se empeñaría fray Francisco de Alvarado en defender en las Cortes la creencia en las brujas…30 En cambio, el autor de El sí de las niñas no tuvo noticia de la actividad incansable de Alonso de Salazar y Frías, el más nuevo de los tres inquisidores logroñeses, nombrado por su protector Sandoval en 1609 durante el sumario del proceso,31 de manera que la última nota de la edición de 1811 le atribuye sarcásticamente la misma «satisfacción» y «contoneo» que a sus colegas más antiguos Valle Alvarado y Becerra y Holguín. Efectiva-
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O, por mejor decir, a finales del XIX: Manuel Serrano y Sanz (1900). Moratín no se tomó más trabajo que transcribir los títulos de Sandoval. Gustav Henningsen (1983), p. 343. Ibídem, caps. X y ss.
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mente, según escribe J. Caro Baroja,32 los documentos que prueban la discrepancia de Salazar «y su agudo sentido crítico no fueron conocidos hasta mucho después de que su fama y memoria fuese objeto de una parte de las burlas aludidas», es decir, hasta la Historia de la Inquisición española de Lea y los trabajos, más cercanos a nosotros, del mismo Caro Baroja, de Kamen, Bennassar, Henningsen y otros. El último describe con todos sus pormenores la lucha, si bien minoritaria y larga, no del todo aislada, que entabló aquel «abogado de las brujas» contra sus dos colegas, y el consiguiente viraje de la Suprema, que acabó dictando en 1614 nuevas instrucciones para los casos de brujería, lo cual no impidió, sin embargo, en los años sucesivos que las autoridades seglares, presionadas por el vecindario, siguiesen quemando a los adictos a esa herejía, ni que muchos inquisidores continuasen tan aficionados a hogueras como antes.33 Pero el auto de Logroño, según advierte Henningsen fundándose en la documentación reunida por Salazar, supuso una ruptura en la tradición inquisitorial de no quemar brujos; habla incluso el historiador danés del «increíble escepticismo» manifestado en casos semejantes por la Suprema durante el siglo XVI, en comparación con el modo de proceder de otros jueces de Europa.34 El caso es que los autores35 de la Relación impresa en 1611 sólo conceden unas pocas líneas a los acusados de herejía ordinaria (luteranos, apóstatas, judaizantes, etc.), dedicando la mayor parte del folleto a la «Relación de las cossas / y maldades que se cometen en la seta de los Bruxos / según se relataron en sus sentencias y / confesiones»,36 lo cual confirma el asombro de la concurrencia al oír esas «cossas tan horrendas y 32 Caro Baroja (1979), pp. 220-221. 33 Henningsen (1983), p. 342. 34 A la «prudencia» del procedimiento inquisitorial se refieren también Caro Baroja (1979), p. 197, Bennassar (1981), pássim, y recientemente J. Pérez (véase n. 11), quien propone una interesante explicación de las divergencias entre teólogos y letrados, miembros todos del Santo Oficio. 35 Henningsen (1983), p. 187, califica a Mongastón de «testigo ocular» e, implícitamente, de autor de la Relación. Los autores verdaderos, al menos si prestamos fe al mismo texto del Siglo de Oro, fueron «algunos curiosos» que iban sacando notas durante la celebración del auto y que encargaron a uno de ellos la redacción de una síntesis («[…] pondré también una breve relación de algunas de las cosas más notables que apuntamos […]»). Mongastón sólo dice que la relación «ha llegado a sus manos» (BAE, II, pp. 618b y 61a respectivamente). 36 Moratín (o su impresor) no transcribió este subtítulo, separando la referida «relación» del texto anterior.
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espantosas quales nunca se han visto»,37 y por ende el carácter marcadamente excepcional de aquel «auto público general», celebrado once años después del inmediatamente anterior y al que se mencionó significativamente largo tiempo en los círculos inquisitoriales como «auto de las brujas».38 De manera que, si en algo pecó Moratín, fue en generalizar implícitamente a partir del contenido del auto de Logroño. Pero en modo alguno se considera, al menos expresamente, «historiador erudito y filósofo» al reeditarlo.39 Se trata, sí, de un miembro de la intelectualidad ilustrada, buen conocedor —dentro de los límites impuestos por la época— de la historia de su país y de los problemas políticoculturales en los que, volens nolens, anduvo mezclado como escritor, como alto funcionario y también por estar vinculada su suerte a la de los poderosos durante el reinado de los Borbones y el de José Bonaparte. El plan de futuras investigaciones que propone don Leandro a los «más acreditados escritores» supone una previa y honda reflexión que le lleva a incluirse —¿retóricamente?— en el número de los frustrados historiadores de la «Santa».40 ¿Quién sabe, por lo tanto, si no abrigaría la intención de dedicarle algún día un trabajo? Lo cierto es que, debido a las circunstancias, a su dedicación casi exclusiva a otro tipo de actividad, a la falta de tiempo y serenidad, también a la edad, el autor de los Orígenes del teatro español no estaba en condiciones de emprender entonces una obra de esta clase, a diferencia de un Llorente, que poseía desde tiempo atrás la experiencia y documentación imprescindibles. Moratín eligió, pues, un término medio, que fue publicar un documento histórico y, por medio de notas apropiadas, convertirlo en panfleto, para él más fácil de redactar por tener mayor afinidad con su genio satírico y con la «extraordinaria revolución»41 recién importada de tras el Pirineo. El año siguiente de 1812, en Cádiz, entonces capital de la resistencia al invasor, la imprenta Tormentaria realizó, con escaso cuidado, por cier37 P. 618a. 38 Henningsen (1983), p. 176; cf.: «Este Auto de la Fe es de las cosas más notables que se han visto en muchos años…» (p. 617b). 39 Edición de Madrid, 1811, p. 4 (véase apéndice). Pero añade a renglón seguido: «¿Quién de nosotros había de escribir en tiempo de tinieblas y opresión?» (acerca de la Inquisición, se entiende). 40 Véase nota anterior. 41 Prólogo para el Fray Gerundio (Moratín, 1867, III, p. 209).
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to, al menos en lo estrictamente tipográfico, la reedición que, como queda dicho, hasta una fecha reciente se ha venido considerando como primera reimpresión del texto de Mongastón con las notas de Moratín.42 La portada contiene ya una errata importante, pues al impresor gaditano, menos mirado que el madrileño, se le quedó en el tintero, y mejor dicho en la caja, la mención del número de la edición, de manera que el que no conozca la portada de 1811 no alcanza a qué se refiere el participio femenino «ilustrada con notas…» en un título que trata de un «Auto de Fe»; se pueden espigar varios descuidos más en las notas, como «entrando» por «encontrado»; «rodeo» por «regodeo»; «atenciones» por «anotaciones»; «viages» por «visages», etc.; el gaditano parece además reñido con los diminutivos («pantalón» en vez de «pantaloncito»; «sobrino» por «sobrinito»); dos referencias a la página 97 se han copiado mecánicamente de la edición anterior y, como es natural, no corresponden a la nueva foliación.43 Del texto propiamente dicho, ya se ha hablado; añádase que el nuevo editor se ahorra muchas iniciales mayúsculas, quizá no en todos los casos sin segunda intención («…la santa cruz verde, insignia de la inquisición…»; «… que es calificador del santo oficio…»). Pero esta serie de imperfecciones y algunas más, que contrastan con la pulcritud de la impresión realizada antes por los tórculos josefinos, no se debe tanto a la desidia de la bien llamada «Tormentaria», según parece, como al apremio de las circunstancias, las cuales requerían, como vamos a ver, una pronta publicación del texto y notas por el «editor», más concretamente por el anónimo que, sin anuencia del ausente editor, o sea, Moratín, deseaba intervenir lo antes posible en la encarnizada polémica iniciada meses atrás, en julio-agosto de 1811, es decir, tal vez antes de que don Leandro pensase realizar en Madrid su propia edición.44 El contexto de la aparición del Auto de Fe en Cádiz es, en efecto, el de la lucha entre adversarios de la Inquisición y partidarios de su restablecimiento, y viene a constituir el texto del XVII con las notas moratinianas un folleto más entre los muchos que aparecen a favor o en contra de la incompatibilidad del 42 A. Milhou ha tenido la amabilidad de mandarme fotocopia del impreso 1/3997 de la BNM. 43 En cambio, aparece ya generalizada la ortografía moderna «cu-», que sustituye a «qu-» («cualquiera», «cuanto», «cuadrilla», etc.), con una sola forma todavía híbrida, debido a la conservación de la diéresis, en «cüestión». 44 Véase Ramón Solís (1958), pp. 332 y ss.
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tribunal con la Constitución promulgada el 19 de marzo de 1812. Una nota final de la edición gaditana nos informa acerca de los móviles de sus realizadores y permite a la vez fecharla con alguna aproximación: en ella se denuncia a los «apologistas del tribunal de Inquisición», a los que «procediendo de mala fe desean el restablecimiento de este tribunal de horror», y por último a quienes «prestan sus nombres para restablecer tan criminal institución»; en esta última frase se alude indudablemente a la campaña organizada por los serviles para reunir firmas no sólo yendo de casa en casa, sino también solicitando a prelados y oficiales de alta graduación, cuyas identidades fueron conocidas en junio-julio de 1812.45 El 22 de abril,46 la comisión nombrada para informar sobre la oportunidad de reponer el Santo Oficio hizo público un voto positivo amañado en condiciones al parecer no muy regulares (¿serán los que procedieron «de mala fe», valiéndose de «medios capciosos y subversivos»?), aunque se consiguió, con no menor habilidad maniobrera, hacer pasar el expediente a la comisión de Constitución con el encargo de informar sobre la incompatibilidad de la «Santa» con dicha Constitución,47 de lo cual resultó un aplazamiento de la discusión por los diputados hasta el 8 de diciembre, en que se propuso la abolición; el 4 de junio se había votado ya en comisión el principio de la incompatibilidad, que se había de confirmar en el artículo segundo del decreto de abolición de 22 de enero de 1813, publicado el 22 de febrero. Al principio de incompatibilidad se refiere expresamente la frase de la advertencia final en que se afirma que «este instrumento de la tiranía […] no existe, o no puede existir la Constitución que hemos jurado». El que esperen los gaditanos «anciosos [sic] el día memorable en que el Soberano Congreso Nacional declare que no existe aquel monumento de degradación del género humano» permite inferir que la publicación del Auto de Fe debe de situarse a finales del año de 1812; lo confirma una frase de la intervención del diputado a Cortes Ruiz de Padrón en la sesión del 18 de enero de 1813: «El de Logroño del año de 1610 se ha reimpreso en estos días…».48
45 Solís (1958), pp. 342-343. Resulta bastante difícil captar la cronología de los acontecimientos en este libro. 46 F. Martí Gilabert (1985), p. 105. Modesto Lafuente (Historia general de España, vol. 13, p. 117) habla del 22 de mayo. 47 Actas de las Cortes de Cádiz, Madrid, Taurus, II, 1964, p. 1030. 48 Actas…, p. 1151.
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No debe extrañar la publicación en el Cádiz de las Cortes de un texto editado con poca anterioridad en Madrid por un funcionario del Intruso, pues liberales y afrancesados, como es notorio, no carecían de afinidades ideológicas, particularmente en lo que a la Inquisición se refiere, de manera que la utilización de un folleto del bando de enfrente por un «insurgente» distaba mucho de constituir un caso aislado. Según se ha demostrado hace poco, se aprovechó en efecto por la comisión de Constitución el texto de la Memoria histórica sobre quál ha sido la opinión nacional de España acerca del tribunal de la Inquisición, que Llorente leyó en la Academia de la Historia el 15 de noviembre de 1811,49 y, por otra parte, ya hemos visto que se publicaban en la Gazeta de Madrid noticias procedentes de Cádiz.50
49 Véase más arriba, n. 10. 50 A este respecto, me parece interesante advertir que el citado Ruiz de Padrón, diputado por Canarias y miembro de la comisión, no sólo estaba al corriente de la publicación del Auto de Logroño en 1812, sino que —al igual que sus compañeros (y sus adversarios) con la Memoria… de Llorente— supo aprovechar por su parte en su discurso el texto de la relación e incluso el prólogo, y más aún la advertencia final añadida por el editor gaditano. Además de las coincidencias argumentales entonces corrientes (oscurantismo, usurpación de la autoridad episcopal, autoridad ilimitada), se advierten ecos textuales procedentes del prólogo moratiniano: «ha creído los mayores absurdos y castigado delitos que no es posible cometer» (Actas…, p. 1156; escribe Moratín: «propagaba errores absurdos […] castigaba delitos que es imposible cometer»); «recordarnos lo que hemos sido y advertirnos lo que debemos ser en adelante» (p. 1186; «se ignora mucho lo que fuimos, lo que somos ahora y lo que pudiéramos ser»). En la «fastidiosa difusión» de la intervención del diputado destacan dos temas utilizados en la breve conclusión de la edición de Cádiz que no aparecen en el prólogo de don Leandro: el de la contradicción de los métodos inquisitoriales con la doctrina evangélica y, naturalmente, el de la incompatibilidad de la Santa con la Constitución. La terminología ofrece también indudables semejanzas, habida cuenta de la enorme disparidad cuantitativa de ambos documentos: ¿Y se ha podido llamar a este tribunal el Santo Oficio? (p. 1185)
El tribunal llamado Santo Oficio (p. 143)
el tribunal llamado Santo Oficio (p. 1198) la respetable decisión de las Cortes que espera con esperamos anciosos el día memorable en que el Soberano Congreso Nacional declare… (p. 143) ansia la nación entera (p. 1151) Acaso unos hablarán de ignorancia o estupidez Los que por su ignorancia, su preocupación y su zelo indiscreto… (p. 141) […] aquéllos por un celo indiscreto. (p. 1157) El pueblo español ha jurado solemnemente la la Constitución que hemos jurado y que debemos Constitución…; está pronto y dispuesto a defen- sostener hasta derramar la última gota de nuestra sangre… (p. 143) der y sellar con su sangre… (p. 1163)
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Dada la situación de beligerancia y la propaganda que afeaba la conducta de los afrancesados, secuaces del «Anticristo», no convenía mencionar en Cádiz los nombres de los «traidores» e «impíos» cuyos argumentos se aprovechaban para arremeter contra la «Santa» o lo que de ella quedaba, aunque tampoco sería inverosímil que el editor gaditano no tuviera ni idea de quién se parapetaba tras el seudónimo de Ginés de Posadilla. Para precaverse contra la acusación obligada de impiedad o herejía esgrimida por los ultramontanos,51 el gaditano dedica al menos la quinta parte de su advertencia final a justificar su empresa por medio de la no menos corriente cantinela de «los sacrosantos principios de una religión», con la que se hallan en «absoluta contradicción» los que sirven de fundamento a la institución inquisitorial, y en nombre de las «santas máximas del evangelio» por las que Jesucristo, lejos de persuadir a los hombres «con el cuchillo, la
Demos —con precaución— un paso adelante: sabido es que después de votarse el 4 de junio de aquel año por la comisión de Constitución el principio de la incompatibilidad del Santo Oficio con la Constitución española (Dufour, en Llorente, 1977, p. 27), se acordó, ante la discrepancia de dos de sus miembros, reunir todos los documentos necesarios para un debate sobre el particular, a los que convenía añadir las obras de todos «los escritores nacionales que, por incidencia o de propósito, han hablado de la Inquisición». Además, la advertencia de 1812 se refiere a «la Constitución que hemos jurado y que debemos sostener…», es decir, que su autor se expresa como diputado y no como un simple particular. Se podrá objetar que en el discurso de Ruiz de Padrón se escribe (p. 1164) que «el pueblo español no ha jurado ni jurará jamás sostener la Inquisición; antes al contrario en el mismo acto de jurar la Constitución ha jurado virtualmente la abolición…»; pero en este caso, el orador habla como representante y en nombre de ese «pueblo» (el ejemplo cuarto es iluminativo a este respecto). En la advertencia final de la edición del Auto se concibe en cambio difícilmente que un gaditano cualquiera pueda hablar en nombre de una determinada comunidad; a quien se refiere el sujeto plural es, pues, lógicamente, a los diputados, por expresarse, creo yo, uno de ellos. ¿No serán una misma persona Ruiz de Padrón y el editor gaditano? O, al menos, ¿no fue el diputado canario el que redactó o ayudó a redactar la advertencia final de la edición de 1812? Se evoca también en su discurso la relación del auto de 1680 por José del Olmo, que se había de reeditar en 1820 como la del auto de Logroño. Por su parte, Antoni Puigblanch escribe en sus Opúsculos gramático-satíricos que Ruiz de Padrón, según le confesó gustoso, aprovechó su obra anterior La Inquisición sin máscara (1811) para el texto de su intervención en las Cortes. La misma imprenta gaditana Tormentaria publicó en 1813 el dictamen de Ruiz de Padrón sobre la Inquisición, que figura entre los libros «prohibidos aun para los que tienen licencia», según el edicto de 22 de julio de 1815. 51 «Que nos vengan ahora con la rancia y hedionda cantilena de que los que impugnan la Inquisición hasta exigir su total abolición son profanos, impíos, herejes, ateos, judíos, francmasones, jansenistas…» (Ruiz de Padrón, en Actas…, p. 1189).
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hoguera y la infamia […] se inmoló en el ara de la cruz para redimir al género humano, cuyo exemplo fuera mejor que hubiesen imitado los inquisidores».52 La cautela con que maneja tan vidrioso asunto y la necesidad de acomodarse al contexto gaditano dan pie, por otra parte, para varias supresiones o alteraciones en las notas, pasando las sesenta de la edición moratiniana a cincuenta y cinco. En el prólogo, que sigue siendo el de don Leandro, desaparece ya la mención de la «Silla Romana», por lo que se silencia la procedencia de «la protección y el favor» de que gozó la Inquisición, y resulta además incomprensible el final de la frase. Queda también suprimida la breve nota 7.a correspondiente a los dos embusteros que «fingiendo ser Ministros del Santo Oficio habían cometido grandes maldades» («Procurarían imitar bien lo que fingieron»),53 tal vez por insinuar sarcásticamente que sus desmanes eran consecuencia lógica de una perfecta asimilación. En la 16 se censuró el final de la frase en que se evoca jocosamente a un ánima en pena «pidiendo pesetas a los circunstantes para que le digan misas», y también en este caso resulta coja la frase por haberse truncado sin consideración a la sintaxis, debido sin duda, según dejo apuntado más arriba, al deseo de replicar sin demora a los partidarios de la «Santa». Por otra parte, el hacer burla de la excesiva devoción popular a María relacionándola con la «ignorancia» y calificando incluso de «numen» a la Virgen, aunque todo ello fuera volver por los fueros de la trastrocada jerarquía celestial, era del todo improcedente en aquellas circunstancias en que, mientras los serviles habían elegido a Santiago el de Clavijo como patrono de España y los liberales sentían predilección por Santa Teresa,54 la Virgen en sus distintas advocaciones acaudillaba a los defensores de la patria: la de Atocha,55 la «Verge pura» de Montserrat,56 la del Pilar, que, como es notorio, no quería ser francesa sino «capitana de la tropa aragonesa», la de los Dolores, a quien la madre María Rosa de Jesús proponía nombrar en Cádiz generalísimo de las tropas,57 la de Covadon-
52 53 54 55 56 57
No inmolándose, por supuesto, sino ayudando a redimir al género humano… La numeración que utilizo es la de BAE, para que le resulte más fácil la tarea al lector. Solís (1958), p. 298. E. Sarrablo Aguareles (1964), p. 289. Cotarelo y Mori (1902), pp. 292-293, n. 1. Solís (1958), p. 309.
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ga,58 etc. Y ésa fue la causa de la desaparición de la nota 18. Una chanza análoga en la 20 a propósito de la eficacia del nombre de Jesús para conjurar a los demonios tampoco pasó a la edición de Cádiz, pero el resto de la nota se desechó por razones que examinaremos más adelante. En cuanto a la 45, en que se bromea acerca de los pasados verdores y actual apocamiento amoroso del demonio, «ese personage del qual todavía no tenemos noticias bien seguras, después de tanto como se ha dicho en las Leyendas áureas de los Santos y en los Autos sacramentales de Calderón», parece probable que el nuevo editor —aunque a primera vista sea paradójico— se negó a reimprimir un texto que «desprestigiaba» demasiado al ángel malo, pero también, por cuanto negaba implícitamente su existencia, resultaba ofensivo al dogma católico y no estaba en línea con la propaganda patriótica que proclamaba la naturaleza diabólica del emperador. En la nota 10 tampoco se le había escapado al gaditano una frasecita entre paréntesis que manifestaba la misma duda de don Leandro acerca del príncipe de las tinieblas; e igual suerte le cupo. No tenía más garantías de ser admitida en Cádiz la alusión a la supresión de los conventos por Napoleón («[…] ya no hay padres que la administren […]»), ni la formulación sarcástica de la esperanza de una vuelta a la situación anterior. Al final de la nota 13, que no es más que un largo extracto del Diccionario filosófico de Voltaire, se tuvo por conveniente omitir la mención de la obra y del autor —a los que Moratín podía en cambio referirse sin temor en 1811—, pues ocupaba el escritor francés un lugar eminente en el Índice expurgatorio desde decenios atrás; por lo tanto, la cita, que tampoco venía entrecomillada en la edición de don Leandro, pierde gráficamente su calidad de tal en la de Cádiz; en otra nota, la 53, queda convertido Voltaire en «un Filósofo», prudente eufemismo si tenemos presente el a la sazón bajo crédito de la «falsa filosofía», origen de todos los males en opinión de los serviles. Este mismo contexto es lo que permite explicar el corrimiento de la primitiva «intolerancia» inquisitorial hacia el «despotismo» en el Prólogo del editor gaditano: la voz «tolerancia» y otras semánticamente afines eran poco gratas a aquellos españoles para quienes la lucha contra el ocupante era también una guerra de religión; en el Despertador christiano-político del padre Simón López,59 más conocido por su Pantoja, se lee, por ejemplo, el diálogo siguiente: 58 Mesonero Romanos (1975), p. 67. 59 Sabino Delgado (ed.) (1979), p. 351.
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De Moratín P[regunta]. —¿De qué armas se vale el imperio francés para amplificar sus estados […]? R[espuesta]. —De la tolerancia religiosa; ésta es ley fundamental; con esto se lisonjean sofocar la única verdadera Religión, que les incomoda, que es la católica romana.
Esto lo escribía cuatro años antes en Murcia un presbítero del oratorio de San Felipe Neri a quien sus paisanos habían de elegir para que los representase en las Cortes de Cádiz.60 Además, al sustituir la «intolerancia» por el «despotismo», el editor andaluz mataba dos pájaros de un tiro, pues renunciaba a una voz entonces sospechosa para los ultramontanos quisquillosos, en beneficio de otra no menos expresiva, pero de connotación ya más política que religiosa, patriótica, mejor dicho; una voz, pues, más apropiada para las circunstancias, y por ende de más general aceptación. Donde las podas o enmiendas son más radicales es naturalmente en aquellos pocos pasajes en que don Leandro manifestaba implícita o explícitamente su adhesión al régimen del Intruso, pues en lo que más se diferenciaban afrancesados y «doceañistas» era en lo político. La primera frase del Prólogo del editor de 1811, en que desea el autor que se estudien las causas del atraso de España a principios del XIX tan pronto como se recobre la «tranquilidad que turbaron las pasiones y la ignorancia», equivale ya a una toma de postura política por su misma formulación, por cuanto las «pasiones» y la «ignorancia», a pesar de la aparente abstracción y generalidad de las voces, apuntan al partido opuesto a la «razón» e «ilustración», al menos según los josefinos, es decir, a la España insurrecta, en poder, según éstos, de la «plebe» embrutecida y amotinada con la bendición del clero retrógrado. Las dos características de los presuntos factores de disturbios aparecen con mayor claridad en otro texto moratiniano levemente anterior,61 en el que se censura a los oradores cristianos que aseguraban desde el púlpito que «una mudanza de dinastía era un conflicto de la religión», al predicador que «aprovechándose de la estupidez del vulgo la adula y la excita, pone en movimiento las inclinaciones feroces que es de su cargo reprimir […] y sacrifica a la destemplanza de sus pasiones tantas víctimas cuantos son los infelices a quienes su elocuencia infernal persuade y acalora». «Tantos años de igno60 «Se ha visto proclamar ya la tolerancia religiosa, y estos males…» (Benito Ramón Hermida, diputado por Galicia, en Actas…, p. 1149). 61 Prólogo para una edición del Fray Gerundio, en Moratín (1867), III, p. 209.
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rancia y de opresión —añade— no prometían mejores frutos», pero ha llegado el tiempo en que ya no se ha de ver a un «Tribunal de tinieblas» que castigue la censura de errores funestos para la sociedad. Es análogo el enfoque de la situación por el general francés Sebastiani en su carta de 1809 a Jovellanos,62 pues aconseja al asturiano que abandone «un partido que sólo combate por la Inquisición, por mantener las preocupaciones, por el interés de algunos grandes de España…», una España que vio próxima ya su total disolución a consecuencia de «los vicios y desórdenes de su gobierno» y en cuya «regeneración» está trabajando «el héroe que admira el mundo». El editor gaditano tacha, como era de esperar, tan poco halagüeña alusión a sus compañeros de lucha, afirmando por su parte que quien despojó a España de su tranquilidad fue «la perfidia del más ambicioso de los tiranos Napoleón Bonaparte» y deseando que renazcan las letras «mediante el benéfico influjo que proporcionan las sabias instituciones demarcadas en la Constitución que han establecido, a costa de afanes y fatigas, los representantes de esta gran nación, congregados en Cortes generales y extraordinarias». Tampoco se admite el segundo apartado de la nota 60 y última, prácticamente desconocido en la actualidad, pues ni siquiera el concienzudo Aribau se atrevió a reproducirlo en 1846 en el tomo segundo de la Biblioteca de Autores Españoles:63 y es que en él indudablemente se ha propasado «Inarco»: deseoso de asestar el postrer golpe al odiado tribunal, evoca al «gran Caudillo que al frente de cincuenta mil hombres acabó en Chamartín con las bárbaras leyes que dictó la ignorancia», es decir, con el Santo Oficio, el 4 de diciembre de 1808, pero añade a renglón seguido que «en Uclés, Medellín, Almonacid, Ocaña y Tarragona se refrendó el decreto Imperial», exaltando a través de la abolición de la «Santa» cinco victorias de las fuerzas invasoras conseguidas entre enero de 1809 y junio de 1811.64 Por último, el editor liberal no podía cerrar los ojos a la aso-
62 M. Lafuente, Historia general…, 12, p. 389. 63 En la edición de la BAE se reproducen todas las notas de la de 1811 o de la de principios del trienio liberal, menos el final «napoleónico» de la referida nota 60, de manera que la decisión de suprimirlo, como hizo antes el gaditano o el mallorquín, debió de tomarla a su vez Aribau con pleno conocimiento de causa. 64 El último párrafo de esta nota postrera es el siguiente: Si de hoy en adelante hemos de carecer de estos devotos y entretenidos espectáculos, la culpa tiene el gran Caudillo que al frente de cincuenta mil hombres acabó en Chamartín con las bárbaras leyes que dictó la ignorancia, en oprobrio de la humanidad y de
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ciación, simbólica para un afrancesado, de la Inquisición y de las «juntillas» —así se llama despectivamente en el texto de Madrid a las juntas locales o partidas de guerrilleros—, o sea, según queda dicho ya, a la asociación de la «ignorancia» y de la «pasión» propias de la España rebelde. Por estar convencido de que las referidas juntillas no andaban «por esos montes acabando de aniquilar a la infeliz España», según escribe Moratín,65 prefirió el gaditano ajustar las cuentas a los enemigos de dentro de casa, y particularmente a los portavoces de la ideología reaccionaria, «Filósofos rancios, Censores, Abates diarreas y otros de este jaez que trabajan incesantemente por impedir que se ilustre la noción [sic], para que la infeliz España siga como hasta aquí baxo la opresión y fanatismo más vergonzoso»: fray Francisco de Alvarado, de la orden de predicadores, alias el «Filósofo Rancio», que comenzó a publicar sus Cartas críticas… en 1812 y ya era conocido en Cádiz en 1811;66 el Censor general, órgano del partido antirreformista y que se había declarado a favor de la Inquisición; y otro periódico intitulado Diarrea de las Imprentas, calificado de «furiosamente antirreformista»67 por Ramón Solís y redactado, según éste, por un fraile; este último folleto, que debía su título a una epidemia, señalaba como primer requisito para curar la enfermedad el respeto al santo tribunal de la Inquisición. Y si se tienen en cuenta las acaloradas disputas acerca de la soberanía, de si residía en el rey o en la nación (por lo que «cada particular individuo de ella es soberano; luego el hijo es soberano del padre y los esclavos de sus amos; luego hay un número infinito de soberanos»),68 no habrá de extrañar que los hechizos del «soberano» Carlos II evocados por Moratín en la nota 52 lleguen a conformarse con el artículo tercero de la Constitución, aquejando ya al «monarca» en la edición gaditana. Esa influencia del entorno político y religioso no es la única que se manifiesta en las modificaciones sufridas por las notas moratinianas al aco-
la razón. En Uclés, Medellín, Almonacid, Ocaña y Tarragona se refrendó el decreto Imperial; y todo ha sido menester para desterrar de una nación obstinada e ilusa tan absurdas opiniones, tan inicuos tribunales, tan groseras y feroces costumbres.
65 Nota 35 (de la BAE, según apunto en la n. 54). 66 Arremete contra él un tal don Silvestre Canuto Cirilo ahí me las den todas, en el Diario Mercantil de 29 de octubre de aquel año, sin perdonar tampoco a los «Diarreas» (Solís, 1958, p. 282). 67 Solís (1958), p. 491. 68 El Censor General, n.º 8, en Solís (1958), p. 281.
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modarse al gaditano modo; varios pormenores de la vida diaria de Madrid, que Moratín introducía en su texto para hacer más amena y persuasiva su lectura, dejan necesariamente de tener interés para el público de la ciudad andaluza, y el nuevo editor resuelve por lo tanto suprimirlos o adaptarlos: así, por ejemplo, en la nota 25, la referencia a la tienda de vestidos de Castillo, cuyo dueño desaparece a cambio de un simple plural («las tiendas»); según la 57, también en Cádiz se usan hábitos de San Francisco, pero ya no se puntualiza que los venden «los cereros»; en la 27, los «caxones de la plaza» se convierten en «canastos de la pescadería», y la típica «guardilla» en simple «casa»; la 20, que principiaba con una breve frase sarcástica acerca de la eficacia de la invocación a Jesús y santa María, tampoco podía subsistir, porque en ella se enumeraban unas nueve comedias taquilleras de las que sólo tres se representaron en Cádiz durante el período que estudiamos;69 en cambio, en la 55 se convierten «los teatros de la Corte» en «el teatro de Cádiz», y las «gradas» madrileñas en «tablillas», que efectivamente eran unas localidades propias del teatro antiguo de la calle Novena;70 del tramoyista Baus ya no se podía hablar, pero la crítica generalizadora de Moratín a los actores de la villa («los cómicos quedarán ricos, y por consiguiente querrá Dios que no vuelvan a representar en su vida») se atenúa notablemente en la edición gaditana: «…querrá Dios que los malos no vuelvan…», porque si no faltaban comicastros, según la prensa de aquellos años, también había representantes muy buenos refugiados allí, como el gran Mariano Querol o Coleta Paz, la «Coletita» del diario íntimo de Moratín de antes de la guerra, y por otra parte las Cortes acababan de solventar el concepto de indignidad profesional que pesaba sobre el oficio de cómico, por lo que éstos colocaron una lápida conmemorativa en la puerta del teatro el día 25 de junio de 1812.71
69 Solís (1958), pp. 395 y ss. 70 Solís (1958), p. 403; por estar demasiado expuesto al fuego de las baterías enemigas, se edificó en el campo del Balón un teatro nuevo, el de San Fernando, cuya inauguración fue el 26 de agosto de 1812. Pero de la lectura de distintas obras dedicadas a aquel período no he conseguido deducir que ese acontecimiento supusiese el cese de la actividad del teatro antiguo, de manera que no se puede considerar dicha fecha, al menos por ahora, como terminus ad quem para la nueva redacción, por el anónimo gaditano, de las notas del Auto (véanse E. Quintana Martínez, 1910, pp. 50 y ss.; Solís, 1958, pp. 381 y 403; A. Alcalá Galiano, Recuerdos de un anciano, BAE, LXXXIII, p. 89b). 71 Solís (1958), p. 406.
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Por último, no estando ya los tiempos para «discursos académicos», como se explica en la advertencia final de 1812, de nada servía entonces, pues se trataba de alcanzar al mayor número posible de lectores, la nota 17, reducida a una cita latina, es decir, a un mero adorno. Otra cita, de la Biblia (Levítico, XX, 15-16), mejor dicho, de la Vulgata, relativa al pecado de «bestialidad», falta en el texto de la nota; se dejó subsistir otra en la 49 (Reyes I, IV, 13), tal vez por ser más inocua, pero el caso es que, tratándose sobre todo de citas, no siempre se dejan percibir claramente los criterios en que se fundó el editor gaditano para conservar unas y censurar otras, o para dejar, por ejemplo, «sub Jove frigido» en la nota 27 y quitar «tacto pectore» en la siguiente; ¿se omitió la frase proverbial «vous êtes orfèvre, Mr. Josse», sacada de L’Amour médecin de Molière, por estar formulada en el idioma de los que bombardeaban Cádiz, o por ofensiva a los dominicos? La edición que realizó la Imprenta Real (la legítima, naturalmente, no la josefina) de Mallorca el año siguiente, 1813,72 se funda como es lógico en criterios parecidos a los que supone la anterior, aunque no coincide totalmente —me refiero al texto de las notas moratinianas— con ella. El editor, que sustituyó el prólogo de don Leandro por otro más breve de propia cosecha en vez de modificarlo como hiciera el gaditano,73 conocía las dos impresiones de 1811 y 1812, por lo que, partiendo del texto, más correcto, de las notas de la primera, rectificó las erratas contenidas en el de Cádiz, algunas de las cuales dejé apuntadas en su lugar. Tampoco parece que conozca el mallorquín la verdadera identidad del «Bachiller Ginés de Posadilla», cuyo nombre falta en la portada con toda la parte del título gramaticalmente incorrecta de 1812, a cambio de lo cual se menciona en el pie de imprenta que se trata de una nueva edición. Según el prologuista, las de 1811 eran unas notas «marcadas con el tributo que exige de sus esclavos el orgullo francés, y de las cuales se tomaron en la edición de Cádiz, hecha en 1812, solamente aquellas que manifiestan el ridículo de este escrito cómicamente, y que por lo mismo son capaces de dulcificar con sus sales lo que hay en él de repugnante y horrible»; extraña frase que no sólo reproduce, como si fueran del editor gaditano,
72 Agradezco a la Houghton Library de la Universidad de Harvard el haberme mandado fotocopia del documento. 73 El final lo constituye, sin embargo, una cita del texto del «editor de Madrid».
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los términos empleados por Moratín en su prólogo de 1811, sino que queda en cierto modo refutada por la advertencia final de la edición de 1812, en la que, se nos dice, «no se ha tratado […] de ridiculizar […] los abusos […] del más monstruoso de los tribunales», nueva prueba, conviene advertirlo, de la prisa con que se realizó la edición de la imprenta Tormentaria. Sea comoquiera, esta «4.ª edición […] va todavía menos adornada que la de Cádiz», en primer lugar porque se ha considerado «agena de este asunto la mucha erudición». Se trataba en efecto ante todo, ya «derribado el sanguinario coloso», de «hacer vulgares los datos en que se fundó la determinación, la acertada determinación de las Cortes, y hacer fijar al público la vista sobre un principio casi puesto en olvido, a saber, que unos cuantos hombres ilustrados valen muy poco a una nación sujeta a un gobierno sin responsabilidad que descargue sobre quien se le antoje la mano misma que estendió la ley»; estas palabras muestran que la nueva edición del texto del Auto tenía la misma finalidad que la publicación del Manifiesto en que las Cortes expusieron los motivos del decreto de abolición expedido el 22 de febrero después de aprobado el 22 de enero por 90 votos a favor frente a 60 en contra.74 En marzo, también el 22, envió el ministro de Gracia y Justicia a los obispos una circular en la que les mandaba «imprimir y circular a todos los pueblos de su Diócesis» ambos documentos,75 por lo que debió de realizarse la edición mallorquina en la primavera de 1813. Menos «erudición», se ha dicho; a consecuencia de ello, se suprime desde el principio el epígrafe procedente del libro III de las Odas de Horacio: «Hoc fonte derivata clades / in patriam populumque fluxit»; de las notas que subsistían en la edición anterior salta la segunda,76 que pertenece —exceptuando la tonalidad irónica— al género poco grato al mallorquín, pues se refiere a una alabanza dirigida por Esteban Manuel de Ville-
74 Martí Gilabert (1985), pp. 257 y 258 en particular. Algunas expresiones («Trabajamos en un tiempo…»; «…no tenemos que prevenir el juicio de nadie […] sobre nuestra conducta…» —mía la cursiva—), el ser obra de la Imprenta Real la nueva edición, son elementos todos que parecen conferir a ésta cierto carácter semioficial. El que las Cortes mandasen hacer un tomo especial con los discursos de los que intervinieron en el debate sobre la Inquisición demuestra por otra parte la importancia excepcional del decreto que lo remató. 75 Martí Gilabert (1985), p. 254. 76 Recuerdo que sigo la numeración de la BAE.
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gas al impresor Juan de Mongastón, no sólo editor del Auto sino también de las Eróticas; no se consideró en 1813 que venían «como de perlas cuatro versos del buen Camoens» para adornar el relato del canibalismo de los brujos, y desaparecieron también con la nota 58. A la 3.ª, mero alfilerazo sin mucho alcance, le cupo la misma suerte que a las anteriores, pero estas supresiones quedan contrapesadas por otras tantas reincorporaciones, o, por mejor decir, conservaciones,77 de manera que el número total viene a ser el mismo que en 1812, esto es, 55 notas,78 de las 60 iniciales con que don Leandro comentó el texto del Auto. Las que el mallorquín resolvió conservar son la 7.a, poco compasiva con la persona de los inquisidores; la 17, lo cual contradice, adviértase, el propósito declarado de evitar los comentarios meramente eruditos, a no ser que se trate de un simple descuido; y por último la 19, en que se comenta con sarcasmo el culto a la Virgen, si bien no se llega a transcribir por completo la frase de Moratín, quien, como hemos visto, calificaba a María de «tanto numen», pues «llamaban así los Gentiles a qualquiera de los Dioses fabulosos que adoraban», según puntualiza el primer diccionario de la Academia Española. Además, con el indudable fin de evitar prolijidades, el mallorquín abandonó la forma dialogal de la nota 35 en que disputan varios lectores de la relación del auto acerca de si conviene o no imprimirla íntegra o desistir de publicarla, de manera que queda escamoteado el problema entonces candente de la expurgación de los textos. El editor de 1813 no alude a la posible expurgación, por lo que la determinación que manifiesta en su nota, reducida a compendio, parece más rotunda que la de don Leandro; pero la desmiente el pasaje del Auto a que se refiere, totalmente idéntico al publicado en 1811 y 1812, es decir, con las supresiones que ya he mencionado más arriba. En cambio, sí juzga necesario puntualizar con Moratín que de la descripción de la misa negra no ha de resultar ningún perjuicio para «el más digno sacrificio que han ofrecido los hombres a la divinidad», y añade, ya de cosecha propia, que «de ser posible, hubieran tenido buen cuidado de no tramarla [aquella «farsa»] los que siendo, accidentalmente, inquisidores, no podían desprenderse del sublime carácter de Sacerdotes del Altísimo». No ofrecía mucho interés el párrafo relativo al 77 Con relación al texto de 1811. 78 Para facilitar la impresión se colocaron todas, numeradas de la 1 a la 55, al final de la obra.
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caso del alcalde Ronquillo, ánima en pena, pues se limitaba Moratín, al final de la nota 57, a decir que por no ser prolijo dejaba de contarlo. Y desapareció, quedando por lo mismo suprimida la referencia a una página anterior, causa de equivocación para el editor de Cádiz. Tampoco se volvió a imprimir en 1813 la nota 20, ya desechada por el gaditano, pues consistía esencialmente en una lista de comedias representadas en Madrid en los años anteriores, aunque cinco de ellas, como mínimo, se pusieron en cartel en Palma durante los años 1812-1813;79 ya no se expresa el lugar ni la fecha de la representación de la estupenda tragedia de magia, parto del menguado ingenio del «sobrinito»; se omite asimismo la mención de la «grada», según la versión madrileña, o de las «tablillas», según la de Cádiz, que se destinaban a las «señoras mujeres» para presenciar la función; del «tramoyista» no se trata, ni de los «malos» cómicos, seguramente por sentir el nuevo editor menos interés que su antecesor y que el comediógrafo Moratín por esa clase de pormenores, al fin y al cabo ajenos a su propósito,80 porque del estudio de Manuel Larraz sobre el arte dramático en Palma por aquellos años se colige por el contrario que las preferencias de los mallorquines, las preocupaciones de los aficionados del recién reformado teatro, eran muy parecidas a las de los madrileños.81 Por último, huelga recordar que también dejó de imprimirse en 1813, y no por ocioso, el final de la nota última, ya borrado desde el año anterior, por ofensivo a los ejércitos entonces derrotados por el invasor. Esta tendencia a la retirada o al arreglo de lo tenido por superfluo se advierte asimismo en la nota 10, en que se suprime el último párrafo con la larga cita del Tasso, aunque también debió de influir en la resolución del editor el excesivo desenfado con que trata Moratín al demonio, quiérase o no se quiera persona de alta categoría. La cita bíblica de la nota 41, relativa al pecado de bestialidad, ya borrada en 1812, tampoco la saca a relucir el editor de Mallorca, y en este caso también cabe cierta ambigüedad en sus móviles. Es que si quedaba entonces abolido el tribunal de la Inquisi-
79 Véase Manuel Larraz (1974), pp. 345 y ss. La lista de comedias que figura en el apéndice no es completa, según el mismo hispanista. 80 Por la misma razón que la expuesta en mi n. 78, se ponen seguidos casi todos los nombres de los actores de la «tragedia» y sus correspondientes papeles en la n. 51 (55 en BAE), en vez de venir aparte como en las ediciones anteriores. 81 Véase n. 79.
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ción en la España insurrecta, como «incompatible con la Constitución» por el artículo segundo del memorable decreto, el artículo primero estipulaba para tranquilizar «las conciencias más escrupulosas», según escribe Lafuente, que la religión católica había de estar protegida por la ley, y se trasladaba a los obispos la facultad de prohibir los escritos que fuesen contrarios a ella; por otra parte, en aquella «guerra teológica»82 importaba tener presente la fuerza del arma religiosa contra el invasor. De manera que tampoco en 1813 se pudo atribuir a su legítimo autor la larga cita procedente del Dictionnaire philosophique del «impío» Voltaire, que constituía en 1811 la nota 13, y se siguió aludiendo a un anónimo «filósofo» en la 53 en vez de nombrarle. No sabemos si fue verdaderamente intencionada la conservación, en la nota 10, de la breve frase escéptica relativa a la existencia del demonio, pues no se atrevió el mallorquín, siguiendo en esto a su antecesor, a imprimir la 45, por atentatoria, digámoslo así, a la dignidad de aquel «maldito de Dios»: era en efecto preferible no atizar el fuego proporcionando un argumento más a los que seguían asimilando abiertamente, incluso en las Cortes, la oposición al Santo Oficio o el anticlericalismo a la impiedad. Esas precauciones, tomadas a veces sin el suficiente detenimiento, y por lo mismo no exentas de algún formalismo, pueden llevar a ciertas contradicciones: en la larga nota 56, en que Moratín evocaba una oración para las lombrices que «declamaban» los monjes bernardos, «de feliz memoria», esto es, antes de la supresión de los conventos por decreto de Napoleón, se ha convertido naturalmente en presente de indicativo en las dos ediciones de 1812 y 1813 el imperfecto original, pero sin quitar la especie de despedida sarcástica de don Leandro a una orden que ya había dejado de existir, al menos en la parte ocupada de España. La Inquisición, como es sabido, fue restablecida por real decreto de 21 de julio de 1814, unos meses después del regreso de Fernando VII, hasta el 9 de marzo de 1820, en que un nuevo decreto, fundándose en el de 22 de febrero de 1813, la volvió a suprimir. Entonces apareció otra vez, coincidiendo con el inicio de un nuevo período de liberalización, el Auto de fe de Logroño de Moratín.
82 La expresión es de Dufour, en Llorente (1977).
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De esta edición madrileña de 1820 por Collado no hay prácticamente nada que decir, pues es en todo conforme a la de 1811,83 llegándose incluso a publicar la totalidad de la última nota, en que se celebran las victorias de Napoleón sobre el ejército de los patriotas. No la llevó a cabo el mismo don Leandro, pues llegó a Barcelona, procedente de Italia, el 10 de octubre,84 y dos años más tarde encargaría desde Burdeos un ejemplar a su apoderado y amigo García de la Prada. Pero, si se publicó entonces íntegro el texto de las notas fue indudablemente porque a consecuencia del alzamiento victorioso de los constitucionales ya no había necesidad de guardar miramientos a los serviles, como ocurrió en Cádiz ocho años antes. La paginación es idéntica a la de 1811, y también la composición, aunque ésta presenta a menudo, a partir de la página 73, unos leves desajustes con relación al modelo inicial, cuyas consecuencias se consigue atajar varias veces. Pero interesa destacar que aquel mismo año en que triunfaron los constitucionales se reeditó por el mismo Collado otra relación, impresa a fines del XVII por José del Olmo,85 la del Auto general de Fe celebrado en Madrid en 30 de junio de 1680. El ejemplar de la sección de Raros de la Biblioteca Nacional de Madrid está encuadernado con el del Auto de Logroño publicado por el mismo impresor, y no es mera casualidad, pues desde la portada nos enteramos de que se publicó «ilustrado con notas por un Aficionado a esta clase de diversiones», a imitación de Moratín; el prólogo no deja lugar a dudas, pues afirma que dicha «función» excede «en tercio y quinto a la que setenta años antes se había dado a los vecinos de Logroño por los inmortales inquisidores de Navarra. ¡Oh, quién me diera que este auto que yo publico hubiese sido anotado por el divino Ginés de Posadilla, natural de Yébenes!», y aclara la nota correspondiente: «El inmor83 Como en 1812, se omite puntualizar el número de la edición, por lo que también queda gramaticalmente incorrecta la expresión: «ilustrada con notas». Salió el anuncio en el Diario de 16 de junio de 1820, y en la Gaceta del 29 del mismo mes (n.º 100); se vendía el tomito a 6 reales en rústica «en las librerías de Orea, calle de la Montera, y de Sojo, calle de las Carretas». Contra lo afirmado por Priscilla Muller (1984), p. 119, no consta en el primer periódico citado que se prohibiese la obra; por el contrario, se le dedica un comentario de unos diez renglones inspirado en el estilo de las notas moratinianas. Interesa advertir que poco antes se reimprimió también la Memoria histórica de Llorente (Gaceta de 20 de abril). 84 Moratín (1973), carta 184, 11 de octubre de 1820. 85 Miguel del Olmo se le llama en la reedición.
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tal Don Leandro Fernández de Moratín, gloria y honor del teatro español, y mengua de un injusto gobierno»,86 palabras las últimas corrientes en aquella época y que ejemplifican el acercamiento operado por los años negros entre exafrancesados y liberales,87 es decir, entre dos familias antes políticamente divergentes de partidarios de las Luces. De aquel auto de 1680, «el auto de los autos, el auto de fe por excelencia, y que ha merecido la aprobación de todos los fanáticos», se trató ya, según vimos, en la sesión de Cortes de 18 de enero de 1813 y, merece la pena advertirlo otra vez, después de referirse el orador al de Logroño reimpreso al finalizar el año anterior: en un pasaje del discurso que leyó en su lugar el diputado secretario Florencio Castillo, Ruiz de Padrón resumió y comentó el relato de «José Olmo», entre indignado y sarcástico, añadiendo que antes de la guerra tuvo la oportunidad de leer en la biblioteca de San Isidro de Madrid un trozo del sermón «gerúndico» que se predicó en aquella solemnidad.88 Ésa fue, pues, la posteridad de la Relación de 1611, al menos en vida de Moratín, ya que, como es sabido, después de la muerte de Fernando VII y de la supresión definitiva de la Inquisición al año de fallecer el rey, se publicó suelto por última vez el folleto en 1836 por un editor de Barcelona. 1811, 1812 y 1813, 1820: las cuatro reediciones sucesivas del texto áureo con las notas del autor de La mojigata coinciden perfectamente con unos momentos de la historia decimonónica en que vaciló el poder de la monarquía absoluta y de la institución que compartió con el Estado el control ideológico del pensamiento. Lo que fue al principio relación de solemnidades, literatura más o menos edificante y a un tiempo homenaje indirecto a los campeones de la ortodoxia católica, se convierte dos siglos después en pieza de convicción esgrimida contra el símbolo del oscurantismo por los herederos de la Ilustración, momentáneamente desavenidos en lo político. Si el texto del auto permaneció íntegro —exceptuando el pasaje escabroso arriba mencionado—, en cambio las notas moratinianas sufrieron algunas vicisitudes que reflejan bastante bien las distintas cir-
86 P. XII. Se identifica ya al autor en el anuncio de la Gaceta citado en n. 84. 87 «Miran algunos —escribe el editor— como un desdoro de la magestad el que las Cortes tomen juramento de fidelidad a los Reyes…» (p. 50). 88 Actas…, II, p. 1186. Inmortalizó aquel auto el pintor Francisco Rizi en un cuadro conservado en el Museo del Prado.
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cunstancias en que se reeditaron hasta el trienio constitucional. Abolida definitivamente la Santa el 15 de julio de 1834, apareció la «quinta edición» por Verdaguer en Barcelona, dos años después, como tardía despedida; el mismo título supone ya un enfoque más distanciado: Arte de brujería y relación del auto de fe […].89 Media un cuarto de siglo entre la publicación del texto del Siglo de Oro por Inarco y la del impresor de la Ciudad Condal; han transcurrido tres lustros desde la de Collado. Que pasen dos más, y se llega al año en que Aribau da cabida al Auto de fe de Logroño entre las obras del escritor clásico Leandro Fernández de Moratín, en el volumen segundo de la no menos clásica Biblioteca de Autores Españoles.
Apéndice Prólogo del editor90 Cuando cesen los estragos de la guerra y la nación adquiera la tranquilidad que turbaron las pasiones y la ignorancia, restituidas ya las letras a nuevo esplendor, será oportuno estudio de sus más acreditados escritores investigar cuáles hayan sido los orígenes de la general depravación de ideas y costumbres y del atraso en que se ha encontrado nuestra nación a principios del siglo XIX, cotejada con las demás de Europa. Apenas aplicarán su atención a este examen cuando hallarán en el establecimiento del tribunal de la Inquisición y en la ilimitada autoridad que ha ejercido por espacio de tres siglos en la península una de las causas más poderosas de donde por necesidad se han derivado tan funestos males.
89 Caro Baroja alude alguna vez a una posible edición de 1833, que al parecer no ha visto. Yo la desconozco, ni consta en ninguna bibliografía moratiniana. Por otra parte, el único ejemplar actualmente conocido de la edición de Barcelona, 1836, custodiado —valga la palabra— en la Library of Congress de Washington, ha desaparecido y no ha vuelto a aparecer, a pesar de los esfuerzos de mi buen amigo John H. R. Polt. 90 El de Moratín, que encabeza la edición del texto del Auto por la Imprenta Real, Madrid, 1811 (véase n. 7). Transcribo el texto según las normas actuales. El prólogo empieza en la p. 3; en el medio de la p. 2 está el siguiente epígrafe: Hoc fonte derivata clades In patriam populumque fluxit
Horat. lib. III. Se trata, como es sabido, del libro tercero de las Odas.
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Copiosa materia presentarán al historiador erudito y filósofo aquellos siglos bárbaros en que se manifestaron los primeros furores de la persecución religiosa, continuada en lo sucesivo con sujeción a método y formas, y erigida por último en tribunal de intolerancia y error. Él dirá por cuáles méritos supo adquirir la protección y el favor de la Silla Romana, y qué fines se propuso lograr aquélla en sostener un establecimiento tan contrario a la prosperidad de las naciones. Qué pudo inducir a los Reyes de España a permitirle una autoridad que, embruteciendo al pueblo y usurpando la jurisdicción episcopal, amenazaba al trono mismo. Cómo pudieron mirar con indiferencia las ilustres víctimas que sacrificó en el exceso de su frenesí. Cómo no advirtieron que detenía los progresos de la ilustración, propagaba errores absurdos, atropellaba la formalidad de las leyes, los derechos más sagrados de los hombres, castigaba delitos que es imposible cometer, y oponía obstáculos invencibles a la gloria, al poder y estabilidad del grande imperio que gobernaban. Algunos extranjeros se han anticipado a tratar de estas materias; pero siempre que han querido contraer las ideas generales a nuestro carácter particular, nuestras instituciones y costumbres, lo han hecho por lo común con menos acierto que cuando han hablado de los pueblos más ignorados y remotos. Sea ligereza suya, sea culpa nuestra de no haberles podido suministrar los documentos que son necesarios para ello, lo cierto es que abundan de errores los escritos que han publicado sobre este propósito, y que todavía se ignora mucho lo que fuimos, lo que somos ahora, y lo que pudiéramos ser. Pero ¿quién de nosotros había de escribir en tiempo de tinieblas y opresión? ¿Quién había de obstinarse en ilustrar a un Gobierno que condenaba las verdades y los errores, la sabiduría y la superstición, el vicio y la virtud a una misma hoguera? Es tiempo ya de producir documentos para que otras plumas, sin exageración, sin parcialidad, sin encono, describan el origen, los progresos y el suspirado término de nuestra calamidad; y entre los que pueden darse a la luz pública, tal vez no habrá ninguno que reúna en menos volumen más decididos rasgos de ignorancia, de atrocidad, de torpeza y ridiculez que el presente opúsculo. Por él se verá lo que dos siglos hace creía el vulgo, castigaba el tribunal de la Inquisición, toleraba el Gobierno; viviendo Mariana, los Argensolas, Góngora, el conde de Villamediana, Quevedo y Cervantes. Cualquiera de estos y otros muchos sabios de conocido ingenio y doctrina, si no hubiesen temido la prisión, la tortura, la afrenta y la muerte, hubieran sido capaces de pintar en todo su horror o de escarnecer con el azote de la sátira tan inicuos procedimientos, que no siempre el silencio es señal segura de complicidad ni de aprobación. Pedro de Valencia, insigne literato de aquella edad, se atrevió con temeraria resolución a dirigir un discurso crítico a don Bernardo de Sandobal y Roxas, manifestándole sus opiniones acerca del abuso escandaloso que hacía la Inquisición de la autoridad que se la con-
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fiaba, y de los errores absurdos que promovía cuando pensaba reprimirlos. Existe manuscrita esta obra: ni se imprimió, ni se estimó; y harto fue que su autor no perdió por ella la vida ni la libertad. Hoy, que es lícito hablar el idioma de la razón y abominar los desaciertos de nuestros padres, sale otra vez al público el Auto de Fe celebrado en Logroño el año de 1610, exornado con algunas notas en que de propósito ha querido el editor no tomar en consideración lo que hay en él de repugnante y horrible y aprovechar las ocasiones que ofrecen a la pluma las extravagantes ridiculeces de que abunda tal escrito. Si por este medio ha conseguido hacer su lectura menos desagradable, quedará suficientemente premiado el corto mérito que haya podido contraer en solicitar su publicación.
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III. DE GARCÍA DE LA HUERTA
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UNA «FAZAÑA» MÁS DE GARCÍA DE LA HUERTA* Entre la multitud de escritos satíricos que suscitó la publicación, a finales de marzo de 1785, del Theatro Hespañol de García de la Huerta,1 y en particular la del famoso prólogo que apareció en el volumen primero de la Primera parte de dicha colección de obras dramáticas, se vienen considerando como los más importantes y representativos los dos romances de Jovellanos y el de Forner dedicados todos a las hazañas del mal llamado «Antioro de Arcadia», mal, digo, pues la Academia de los Árcades de Roma dio al extremeño el seudónimo de Aletófilo Delíade, y el otro se lo debía a la de los Fuertes de la misma ciudad, aunque se puede admitir que suena mejor, máxime en una obra épicoburlesca, la combinación ideada por «Jovino» —otros dicen que por Forner, según veremos más adelante, tratando de arrojar alguna luz sobre esta interesante, aunque no muy grave, cuestión. El contenido de los tres poemas lo conocen todos los estudiosos, pues tanto la BAE como las dos magníficas ediciones sucesivas realizadas a unos veinticinco años de distancia por José Caso González,2 éstas al menos para los de «Jovino», son de fácil consulta y, por otra parte, como es natural,
* Primera publicación, en Revista de Literatura, LVII, 113 (1995), pp. 49-76. 1 La Gazeta anuncia la publicación de la Parte primera (tomos 1 y 2) el día 5 de abril de 1785. 2 Nueva relación y curioso romance en que se cuenta muy a la larga cómo el valiente caballero Antioro de Arcadia venció por sí y ante sí a un ejército de follones transpirenaicos, y Segunda parte de la historia y proezas del valiente Antioro de Arcadia en que se da cuenta cómo venció en singular batalla al descomunal gigante Polifemo el Brujo. Llevan respectivamente los núms. 40 y 41 en la edición de las Obras completas del asturiano (Jovellanos, 1984, t. I,
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ningún lector deseoso de apreciar las reacciones producidas en su época por el Theatro Hespañol puede prescindir de ellas, lo cual me exime de la fastidiosa tarea de resumirlas, es decir, de restarles al fin y al cabo buena parte de su originalidad. Todos saben, pues, que el romance primero de Jovellanos empieza: «Cese ya el clarín sonoro / de la fama vocinglera / mientras que mi cuerno entona / de Antïoro las proezas». Entre las varias introducciones a romances de ciegos citadas por Joaquín Marco a partir de los Romances vulgares de Durán,3 dejan algunas bien patente la intención que tuvo el asturiano de adoptar una estructura popular: citemos el n.º 1311 («Suene el clarín de la fama…»), el 1313 («Resuenen multiplicados / los clarines de la fama…»), el 1293 («Resuene el clarín dorado…»). Pero se advertirá además que la sustitución del clarín por el cuerno o la corneta no es casual en el poema de «Jovino», pues los dos últimos instrumentos eran menos nobles que el primero y solían usarlos principalmente los cazadores, lo cual corresponde perfectamente al «ronco fagot» de Huerta, que conviene mejor, se nos dice, para entonar las hazañas del extremeño (versos 83-86 de la ed. de Caso); la misma idea se repite más claramente aún en la Jácara en miniatura a don Vicente García de la Huerta (ed. de Caso, p. 217, versos 125 y ss.): cuando «del vientre materno / bajó este señor», la musa Erato «en vez de su lira / le dio un guitarrón. / “Clarín y trompeta / no te daré yo, / dijo doña Clío / con tono burlón; / mas para que cantes / al gran Barceló, / zampoña y corneta / te daré por Dios, / y para otros dropes, / un ronco fagot”». Forner, en su «segunda parte», escribe que su corneta emula a la trompa, instrumento militar, para cantar las proezas de «Antioro»; menos académico, pero igual de claro, se muestra al hablar «de aquel ingenio de culo / que ventoseando exhala / pedos y versos, que todo / es uno en los que él dispara; / del que a la infeliz hebrea / cantó con voz de guitarra», instrumento que entonces se solía asociar a la figura del barbero y del majo. En cuanto a los títulos, el catálogo del Romancero popular del siglo XVIII realizado por Aguilar Piñal,4 fuera de las segundas y más partes que se pp. 202-215). También se pueden consultar en el t. XLVI de la BAE, pp. 15-18, editados por Cándido Nocedal. La «segunda parte» del romance de Forner está en el tomo LXIII de la misma colección, pp. 334-336, precedida de la «primera» de «Jovino», acerca de cuya autoría manifiesta Cueto alguna perplejidad. 3 Joaquín Marco (1977). 4 Aguilar Piñal (1972).
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daban a dichos poemas, apreciados por el público, recoge una larga serie de ellos, bien absolutamente parecidos, o análogos, a los dos que eligió Jovellanos para convertir a Huerta en héroe «popular» o «legendario»: Nueva relación y curioso romance en que se declara la noticia que da Roldán al Emperador Carlo Magno […] y cómo Roldán quedó por vencedor de todos los Príncipes (n.º 28); Quinta parte. Nueva Relación y curioso Romance en que se da cuenta de los hechos y atrocidades del valiente Francisco Estevan, natural de la ciudad de Lucena (n.º 449); Nueva Relación y curioso Romance en que se finalizan los sucessos y nunca esperadas fortunas de este mancebo [el hijo del verdugo], natural de la ciudad de Córdoba […], como se verá en esta Segunda parte (n.º 958, pero además, por ejemplo, del 1708 al 1721), etc., empezando también algunos de ellos por «Resuene el clarín sonoro», «Suene el clarín sonoroso» o «Suenen caxas y clarines», según el índice de primeros versos de la citada edición. De tanto interés como los anteriores dedicados a Huerta me parece un largo romance anónimo, y, que yo sepa, aún inédito, análogo por su inspiración a los de los dos citados autores, y de fecha (o, digamos, aparición) posterior a la del primero del asturiano (1785 o principios de 1786, según Caso),5 de la Continuación de las Memorias críticas por Cosme Damián, seudónimo, según se cree, de Samaniego (anunciada por la Gazeta del 17 de mayo de 1785), de El loco de Chinchilla, de Huerta, que corrió manuscrito, como solían entonces muchos papeles, antes de ser publicado en la segunda edición de las obras poéticas de éste por Aznar en 1786, y, claro está, de El Pedo dispersador, del mismo escritor, aludidos todos en el referido poema. No es obra desconocida, pues la cité ya en Sur la querelle du théâtre au temps de Leandro Fernández de Moratín,6 y también mencionan su título Palacios Fernández y Ríos Carratalá (éste con equivocación en el nombre);7 por otra parte, la copia manuscrita conservada en la Biblioteca Nacional de Madrid, que era hasta ahora la única conocida por la crítica, es más incorrecta que la contenida en un volumen de la biblioteca de Rodríguez-Moñino, de donde proceden también otros poemas que publiqué en un artículo de Dieciocho (Andioc, 1993b), y por lo tanto no la
5 De 1785, según Ceán Bermúdez (1814), p. 295. 6 René Andioc (1970), p. 335, n. 365. 7 Emilio Palacios Fernández (1975), p. 362, n. 34; Juan A. Ríos Carratalá (1987), p. 273 («…el sabio Ligardeo»).
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conocen los estudiosos, aunque la cito también en mi trabajo antes mencionado.8 Como los romances épicoburlescos contra «Antioro de Arcadia», este nuevo poema convierte a Huerta en paladín antiguo. Los dos de Jovellanos, como es sabido, llevan un título de romance seudocaballeresco, paródico, adoptando la estructura de los que recitaban los ciegos9 sobre toda clase de temas —por ejemplo, de bandoleros—, y arrastraban un lenguaje que Joaquín Marco califica de «barroco y desmesurado»; y como tales en efecto pensó algún tiempo difundirlos el editor Ibarra, pero finalmente no se atrevió. El que publico a continuación se presenta, aunque también calcado en la misma forma popular y en verso octosílabo, como el capítulo XXXXIX [sic] de una novela de caballería, y de una novela famosa, a cuyo héroe rendía culto maese Nicolás, barbero de un lugar de La Mancha: me refiero al Espejo de Príncipes y Cavalleros (El cavallero del Febo), de Diego Ortúñez de Calahorra, dada a la imprenta a mediados del siglo XVI,10 y no será muy aventurado pensar que esta elección del anónimo autor se debe, al menos en parte, al uso de la voz Phebo, o Phebus, que hace don Vicente en el prólogo del Theatro Hespañol, como sinónimo de «inspiración», de «estro poético», por ser Apolo dios de la poesía. En aquella novela, de la que ni Clemencín ni Menéndez y Pelayo hacen mucho aprecio, el caballero del Febo, protegido por el «sabio Lirgandeo», mágico y «señor de la ínsula Rubia» (la cual, como nadie ignora, se situaba por el lado del «Mar Bermejo»…), participa en una larga serie de aventuras excepcionales, siendo no pocas de ellas, como es debido, unos combates singulares. Lirgandeo, con Artemidoro, es el «autor», o sea, el cronista, de esta historia; de ahí el título del nuevo romance, en el que se refiere el anónimo no sólo a dos personajes más, citados en la novela, sino también a otros del Amadís de Grecia y del Amadís de Gaula, lo cual ofrece el interés de mostrarnos que si muchos
8 René Andioc (1970), p. 341, n. 406, y también en René Andioc (1976), p. 340, n. 81. El manuscrito de la BNM lleva la signatura 4004 (f. 143 y ss.); el de la colección Rodríguez-Moñino forma parte de un volumen de Papeles varios, siglo XVIII, signatura E 39 6690, f. 44r a 104r. El artículo a que me refiero, intitulado De estornudos, flatos y otros modos de «dispersar» (Huerta y los fabulistas: un nuevo poema satírico), ocupa las páginas 25 a 48 (René Andioc, 1993b). 9 Véase J. Marco (1977), pp. 104-105. 10 Edición moderna en Clásicos Castellanos, núms. 193 y ss. Agradezco los consejos de mi amiga Sylvia Roubaud.
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ilustrados aplaudían el Don Quijote como debelador de dicho género literario, no por ello dejaban —al menos algunos de ellos— de conocer bien, esto es, de haber leído, las obras más famosas de su repertorio. Ocioso es decir, en cambio, que la adopción de una forma popular por Jovellanos, Forner y el anónimo tiene su justificación en el desprecio que le profesaba la mayoría de los ilustrados. Ahora, pues, se opone Huerta, por otro nombre «Caballero del Phebus», al «incógnito de la corneta» —que, como se verá, no puede ser Forner, sino el Jovellanos del romance primero— y al escudero de éste, «Cosme Damián». Leamos ahora, con la puntuación modernizada y a veces reconstituida o levemente modificada, el relato de este nuevo lance que protagonizó a pesar suyo el irascible zafreño, poniéndole las notas aclaratorias que convengan, y… confesando eventualmente su ignorancia el abajo firmante cuando no haya más remedio. Capítulo XXXXIX En que da cuenta el Sabio Lirgandeo de la descomunal y extraordinaria defensa que hizo el Caballero del Phebus contra el incógnito de la Corneta y su Escudero Cosme Damián, con otras cosas que hacen más que medianam.te agradable esta Aventura.11 Para la mayor hazaña de las que el mundo celebra desde que Caín se armó con el hueso de una bestia, desde que colgadas iban de los hombros las ballestas, se inventaron las espadas, las picas y bayonetas, llamo, convoco y excito con mi cervatana luenga12 a todos los Adalides
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11 En este caso también se imitan los títulos que encabezan los capítulos de El caballero del Febo. 12 Aquí no se trata del arma, sino de una «trompetilla», según el diccionario de Terreros. Conviene notar ya las numerosas figuras retóricas destinadas a conferir una tonalidad grandilocuente a un discurso que debe corresponder a la personalidad —y al estilo— del «magnilocuo» Huerta: anáforas («desde que…»; «contra aquel…»; «Yo…»), verbos duplicados o triplicados («llamo, convoco y excito…»), arcaísmos, unos de uso aún corriente en la lírica («luengas»), otros ya no y, por lo mismo, burlescos, según se podrá observar conforme se vaya leyendo el poema.
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De García de la Huerta de la mar y de la tierra, que no es razón se toleren en el Orbe de las letras cartas críticas, discursos, por más que al pueblo diviertan, contra aquel héroe inmortal que en pos de las Musas Celtas,13 armado de todas armas, Paladín sale a la guerra; contra aquel de cuia Musa retumbante y estupenda los versiblanquistas huien,14 los versinegristas tiemblan; contra aquel cuio livor 15 del Báratro y sus cabernas Deidades, Furias y Diablos desamarra y desenfrena.16 Éste, pues, saliendo un día a enseñar a los Poetas y a rendir a Mariblanca17
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13 Se burla el autor, como todos los que tomaron parte en la polémica, del vocabulario huertiano: los «celtas» (o «transpirenaicos») son los franceses, y los «hispanoceltas», por lo tanto, los imitadores de aquellos, o, digamos: «afrancesados» en literatura, partidarios de las reglas. 14 Los que escriben en endecasílabos blancos; de sueltos los califica Huerta en la Advertencia a la Xaira (1784, pp. 3-4); varios neoclásicos, Montiano, Juan José López de Sedano en su Jahel (1763), Nicolás Moratín, Olavide y otros los preferían a la versificación tradicional que tenía a sus ojos el defecto de «gobernar el concepto», según escribía el primero (véase René Andioc, 1970, p. 586); Moratín padre, eligiendo en sus tragedias un término medio, usa «de asonantes y consonantes según ocurren, sin buscarlos ni desecharlos» (prólogo de Ignazio Bernascone a la Hormesinda, s. p.). La «huida» de los versiblanquistas es alusión a uno de los siete críticos antihortenses desbandados por El Pedo dispersador (1785). 15 Uno de los muchos neologismos —en este caso es latinismo por «envidia», «malignidad»— usados por Huerta en sus obras críticas. Prácticamente todos sus contrarios hicieron mofa de ellos; véase el capítulo dedicado a don Vicente en mi libro Sur la querelle du théâtre… (René Andioc, 1970) y en su versión española, Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII (René Andioc, 1976), y más adelante, n. 49. 16 Parece parodia de cuatro versos (41-44) del Elogio del Excmo. Sr. D. Antonio Barceló con motivo de la expedición contra Argel en julio de 1784 (Madrid, Sancha, 1784); del teniente general se dice en efecto que …al mismo Bárathro asusta, haciendo que se consternen Harpías, Furias y cuanto monstruo encierra pestilente.
17 Este nombre se daba a la estatua de Venus que adornaba la fuente churrigueresca situada en la Puerta del Sol, enfrente de la hoy desaparecida iglesia del Buen Suceso; la
Una «fazaña» más de García de la Huerta su acostumbrada obediencia, oyó con risa oriental18 algunas coplillas sueltas que contra sus nuevos libros eructaban los Poetas; despreciolas así como a los perrillos de teta los Mastines grandes miran, alzan la pata y los mean.19 Supo que se murmuraba en prosa y por las imprentas diciendo de su Teatro todos que era una comedia. Los Epigramas leió y otras Decimillas sueltas con que los de S.ta Engracia a Hermano Mayor le elevan;20 una Memoria de molde de un Cosme que le solfea,21 de la raza de otro tal,
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Puerta del Sol era un lugar de cita para muchos escritores y, según refiere Ceán (1814), p. 25, Huerta solía disparar sus escritos a sus competidores desde las tiendas de aquel sitio. 18 «A un Español, a un Oriental, a quienes la sublimidad y pompa de sus Poesías encanta justamente, sería insoportable una Poesía Francesa…» (Advertencia a la Xaira, p. 5). En su Desengaño III al theatro español escribía ya Nicolás Moratín: «¿Quién ha dicho que los Asiáticos no tuvieron aquel estilo pomposo que aún hoy dura?». Véase también más adelante (versos 158 y ss.). 19 Aquí se alude casi seguramente a una poesía del padre Butrón, que cito ya en mi otro artículo sobre Huerta, y en la que un dogo, despreciando a los gozquecillos que «se le llegan al trasero / […] alza la pata y los mea / y prosigue su camino» (BNM, ms. 10924, p. 34). 20 No puedo interpretar esta alusión. Santa Engracia sufrió el martirio en Zaragoza, y lícito es preguntarse si no la habrá confundido el autor con Nuestra Señora de Gracia, que dio su nombre al hospital de la misma ciudad en el que se encerraba a los locos (recuérdese el famoso epitafio de García de la Huerta por Iriarte). 21 Se trata de la Continuación de las Memorias críticas por Cosme Damián (Samaniego), con que empezó verdaderamente la polémica suscitada por el Theatro Hespañol y que se anunció en la Gazeta de Madrid del 17 de mayo de 1785, al mes escaso de aparecer la Parte primera de la colección de Huerta, que se menciona, como queda dicho, en el mismo periódico el 5 de abril. El título de la sátira de Samaniego no deja de plantear un problema: si se trata de una Continuación, es que con anterioridad debieron de redactarse unas primeras Memorias; además, contra lo que se escribe a menudo (y se escribió ya en la época), se trata de una continuación por Cosme Damián, no de unas memorias críticas de éste. Hasta ahora, que yo sepa, no se ha hecho hincapié en esta particularidad, y por lo mismo no se ha intentado resolver la duda que suscita.
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De García de la Huerta afectador de advertencias;22 y otra que satirizando por la vida sempiterna, en prosa y en Metro osó apretarle la lanceta.23 Apenas las escuchó las pidió, cargó con ellas, los sus24 persiflantes labios fulminando esta sentencia: A morir vais a la horca en la copiniana tienda,25 donde de un cordel colgados26 con los pies haréis corbetas. Esto dixo,27 y al instante por entre gentes diversas, con sus dos bucles flotantes28 y su faz verdimorena marchó fiero y denodado, y al humbral29 apenas llega, contra su Teatro sabe que otro Moro hay en la escena,30
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22 Presumiblemente T. de Iriarte. 23 Se trata de las hasta hoy perdidas Cartas del Flebotomiano de Calatayud, atribuidas a Iriarte por el redactor de la copia de El Pedo dispersador perteneciente a la colección Rodríguez-Moñino (véase René Andioc, 1993b). 24 Otro arcaísmo, para subrayar lo anticuado de los valores estéticos defendidos por «Antioro». «Persiflantes» es galicismo (= rechiflantes). 25 La del librero Copín (o, por mejor decir: Michel Copin, ¡un «Celta»!), sita en la cercana carrera de San Jerónimo y «cuartel general» de Huerta, desde donde éste disparaba sus críticas a los neoclásicos. En la misma librería se vendían los tomos del Theatro Hespañol. 26 De ahí los llamados «pliegos de cordel». 27 Típica expresión de la epopeya antigua, acorde con el relato de las hazañas del héroe. 28 Véase el retrato de Huerta, por Carnicero y Selma, que encabeza el tomo primero del Theatro Hespañol, y también el de las Obras poéticas, anterior en unos siete años, idéntico pero más logrado por el grabador. En la Carta a D. Vicente García de la Huerta en la que se responde a varias inepcias de sus impugnadores y se proponen dudas al señor colector, fechada en Sevilla a 16 de septiembre de 1786 y publicada en Madrid, 1787, P. D. I. D. L. C. (yo creo que «Por Dos Ingenios De La Corte») y no por Sánchez o Iriarte según aventura Gallardo en una nota manuscrita (BNM, R 2851), se mencionan sarcásticamente los cinco retratos sucesivos que Huerta lleva publicados hasta la fecha gracias a la «manu amica» (sic) de los dos artistas. 29 ¿Hará mofa, como los demás, de la ortografía particular de Huerta, «preñada de HH y XX», según escribe Jovellanos en la Segunda parte del romance contra «Antioro» («Hespaña», «Hespañoles», «ahunque», etc.)? 30 Por decirse: Moros hay en la costa, para referirse a un peligro.
Una «fazaña» más de García de la Huerta otro Moro que saliendo al ruido de una Corneta, de su gran Protagonista viene haciendo vurla y media; léenle varios retacillos, mas quando oye q.e le espeta aquellos versos31 que dicen: «clava el retrato de Huerta a guisa de ombligo en medio, y pon debajo esta letra: Diome cuna Zafra, Abuelos me dio Castilla la Vieja, diome fama Orán, y diome Carnicero vida eterna», y los otros32 que llamando a su Angélico Mecenas aprendiz de tal, suponen que por darle las pesetas hizo su fama mendiga, con las otras chanzonetas de decirle «Patroncito de las Musas xacareras», y más abajo el «Andante Limosnero de Poeta, por quien España con H cantó victoria completa», olvidado del desprecio con que asusta la caterva de aquellos postpirenaicos33
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31 La cita que sigue procede del romance primero de Jovellanos contra «Antioro» (versos 190-196). Como queda dicho, Carnicero dibujó y Selma grabó el retrato del autor, con la siguiente leyenda: Ortum Zafra dedit, proavos Castella, labores Nomen; at aeternum vivere amica manus.
La traducción de «labores nomen» por «diome fama Orán» es, como advierte Caso, pérfida alusión al destierro de Huerta a Orán a principios de los años setenta, jugando con el doble sentido del vocablo «trabajos». El autor publicó en la p. 247 del t. II de sus Obras poéticas una traducción castellana de este «distichon». Si el anónimo autor del romance respeta la cronología, la primera sátira de Jovellanos empezaría a difundirse después de la temprana aparición de la Continuación de las Memorias críticas…y de las Cartas del Flebotomiano de Calatayud. 32 Ibídem, versos 216-227, con alguna que otra modificación. 33 Huerta se vale del neologismo «transpirenaicos» (el cajista no lo entendió y estampó: «transpireicos»…). A éstos se opone, como se escribe unos versos más adelante, el «Cispirenaico athleta». Forner, en sus Reflexiones sobre la Lección crítica que ha publicado Don
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De García de la Huerta que quieren morder sin muelas, revolviendo los sus ojos,34 dando una patada en tierra, prorrumpió... pero no es dable que la Neutoniana Escuela anatomice una chispa del fuego de la sobervia con que lo impreso y lo escrito lo ahorca y desjarreta.35 Sabio Alquife,36 tú Arcaláus,37 que a Merlín con mi asistencia al desencanto ayudasteis de la sin par Dulcinea,38 amparadme en esta cuita; y si darme culta vena no podéis naturalm.te, mágicamente suceda para imitar yo las voces del Cispirenaico athleta con que arredrando Malsines así feroz parlamenta: «¡Vive Apolo que no es fácil hallar alma tan serena, tan de mazapán, que sufra semejantes insolencias! ¿Yo39 acosado de petates, de rapaces Poetuelas40
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Vicente García de la Huerta (principios de 1786), escribe por su parte que no nació «para versificador, ni para reimpresor, ni para escritor de prólogos cispirenaicos»; no es ésta la única expresión o crítica común al poema que estudiamos y a los folletos o poemas entonces publicados por don Juan Pablo. 34 Además del arcaísmo, será parodia de la reacción de Dido al anunciarle Eneas su inmediata salida, según Virgilio. 35 Anatomizar es diseccionar; alusión burlesca al descubrimiento de la descomposición de la luz por Newton. 36 Personaje del Amadís de Grecia. 37 Personaje del Amadís de Gaula. En El Caballero del Febo hay un Arcalús, «caballero de España […] de los principales de los godos» (III, 24 y ss.). 38 Los cuatro fingidos personajes aparecen en los capítulos XXXIV y XXXV de la parte segunda del Quijote por voluntad de los duques, y Merlín propone desencantar a Dulcinea a cambio de que Sancho «se dé tres mil azotes y trecientos / en ambas sus valientes posaderas». 39 De este mismo tipo de anáfora se vale el rey en la Raquel (véase mi edición en Clásicos Castalia, 28, Jornada segunda, versos 553-556). 40 Esta voz despreciativa, con otras análogas, como «autorzuelos», «polluelos», etc., expresa la actitud de superioridad prácticamente constante de Huerta en sus controversias.
Una «fazaña» más de García de la Huerta que hacen Novillos porq.é llevarlos quiero a mi Escuela? ¿Yo ferido en mis dos Tomos41 por los tres que chinchillean,42 y otros quatro que apestados de mi fábula se cuentan?43 ¿Yo tengo de serlo ahora de gentes traduccioneras,44 del Galicismo volátil45 tan trágicam.te infectas? ¿Yo agraviado en mi retrato? ¿Yo expuesto con mi Mecenas? ¿Yo sufriendo la rechifla de mis justas Advertencias?46 ¿Yo condenado a morir con mis obras Anticeltas47 por los siglos de los siglos que amigas manos me prestan?48 ¿Yo que nací adredem.te p.ª acrisolar la lengua, ensancharla e ingerir frases cultas, voces nuevas?49
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41 Los de las Obras poéticas (1778), a no ser que se trate de los dos primeros tomos del Theatro Hespañol. Nuevo arcaísmo («ferido») que recuerda adrede el lenguaje de don Quijote. 42 Alusión al poema satírico de Huerta El loco de Chinchilla. 43 Alusión a El Pedo dispersador. Tres y cuatro son siete, y éste es el número real de los «apestados» en esta «fábula medio verdad y medio mentira». 44 Voz despreciativa usada por el autor en el poema citado en la n. ant. 45 La expresión es de Huerta (1785), Prólogo del colector, p. XXXIV, n. 1: «…trágicamente contagiados de un galicismo volátil». 46 «Del traductor de la Xaira / feridos de la Advertencia…» (El Pedo dispersador). 47 Véase n. 13. 48 «…at aeternum vivere amica manus» (véase n. 31). 49 Los muchos neologismos rimbombantes del autor —algunos de los cuales se han incorporado a la lengua—, esos «vocablos de su nuevo cuño», o «nuevas y exóticas voces», según escriben varios contemporáneos, desataron, como es sabido, la risa de sus contrarios («transpirenaicos», «innocuidad», «espontaneidad», «pusilidad», «fastidiosidad», «livores», «soporoso», «despreocupado», «impuntualidad», «capciosidades», «intranscendental», «philo-galo», «hispano-celta», «garrulidades», etc.). «Antes no sabíamos cómo expresar las palabras sofisma o cavilación, visita, congreso, coloquio, fastidio, sin sustancia, poca puntualidad o exactitud, nada oportuno, entrometerse, nacional, sin transcender, enredo o maraña, embidia, grandiloquo o eloqüente, desapasionado, odio o pusilanimidad…»; ahora conviene sustituirlas por «capciosidades, entrevista, fastidiosidad; es necesario desterrar el sin y decir insustancial, insustancialidad, impuntual, intranscendental; debemos decir indigena, intriga, livor; se ha de procurar ser magniloquo, despreocupado; y aunque
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De García de la Huerta ¿Yo que vine a desterrar la platitud, la llaneza de Ruedas y de Malaras, de Argensolas y Villegas50 y de otros tales a cuias venerables calaveras en Madrid los Calderones y los Lopes dieron tierra?51 ¿Yo que el Oriental estilo52 hoy instauro con aquella Autoridad tan debida
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se incurra en odiosidad, es menester salir de la pusilidad» (Tentativa de aprovechamiento crítico en la Lección crítica de D. Vicente García de la Huerta que dio a los lectores del Papel intitulado Continuación de las Memorias críticas de Cosme Damián. Dala a luz en defensa del inimitable Miguel de Cervantes Saavedra D. Plácido Guerrero, esto es, Joaquín Ezquerra, Madrid, 1785, p. VI; anunciada por la Gazeta del 15 de noviembre). Manuel Rubín de Celis, en su Diálogo Céltico, Transpirenaico e Hiperbóreo en defensa de la Escena Hespañola con Apostillas de Don Vicente García de la Huerta, elogio irónico de La Escena hespañola defendida… (reedición del prólogo del Thentro Hespañol y de la Lección crítica…), que anunció la Gazeta del 17 de octubre de 86, trata de «imitar al Leccionista» en lo que a neologismos se refiere, proponiendo en la p. 7: instrenuos y obsoletos, inyucundamente, dentifrangíbulos (los puños, con los que se rompen los dientes), nucifrangíbulos (los dientes, de que nos valemos para romper las nueces)…, y exclama más adelante (p. 16): «¡Oh dichosos y bienaventurados términos! y ¡oh dichoso y bienaventurado cerebro donde se forjaron!». Y, por último, merece la pena recordar, para comprender mejor aún la elección del metro octosílabo por Jovellanos, Forner y otros en sus sátiras contra Huerta, que don Juan Pablo, en su Fe de erratas del Prólogo del Theatro Hespañol que ha publicado D. Vicente García de la Huerta (BNM, ms. 9587), afirma burlonamente que el referido prólogo es lectura de todos los españoles, «y hasta los ciegos de esquina lo leen con un placer imponderable y han tomado sus gallardas frases y expresiones magníficas [esto es, barroquizantes] ya para modelo de sus romances y jácaras» (p. 129). Y supongo que el copista que caligrafió las obras de Forner destinadas a Godoy, al transcribir la frase: «instruid Arrieros y Cabreros en los íntimos Gavinetes de los Palacios», no debió de entender o de leer bien el verbo «intrusad», que fue probablemente la lección correcta, pues escribe Huerta una vez «intrusarse» (Lección crítica…, p. XVIII) con el sentido de «introducirse», «meterse» (véase «entrometerse» en la citada frase de Ezquerro), y esta introducción o artificial mezcla de clases o estamentos en las concurridas «comedias de teatro» era uno de los «defectos» más condenables de dichas obras para los neoclásicos. 50 Lope de Rueda, Juan de Mal Lara, Bartolomé y Lupercio Leonardo de Argensola y Esteban Manuel de Villegas. «De sólo Juan de Mallara (sic), que floreció mediado el siglo décimo sexto, afirma Juan de la Cueva que escribió mil Tragedias» (Huerta, Lección crítica…, p. XVI). 51 Huerta era gran admirador del «ingenio sublime» y de «la extensión marabillosa de [los] estudios y conocimientos» de Calderón (prólogo al Theatro Hespañol, p. CXLVII) y se rastrean ecos del estilo y metáforas de éste en la Raquel. 52 Véase n. 18.
Una «fazaña» más de García de la Huerta a mis años y a mi Ciencia? ¿Yo a quien el vulgo proclama Visir en las Academias, Oráculo en las Tertulias y Kaulicán en las Tiendas?53 ¿Yo a quien deben mis sequaces (los de las justas ideas) haber destrozado tantas tristes escabrosas reglas quantas tétricos54 prescriben los Drammáticos de Athenas, los de Roma y los Flamantes Corifeos de Lutecia,55 aquellos usurpadores de nuestros bellos Poemas, por la insipidez de darles el orden y la belleza?56 Yo al fin..., pero ¿qué?, ¿no han visto que sin sugeción a ellas por mis hermanos de lauros
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53 Huerta pertenecía a las academias de la Lengua y de la Historia. «Porque en las plazas y fondas / por oráculo me vendo» (Forner, «segunda parte» del romance contra «Antioro»). Kaulikán, o Kouli-kan, fue un rey de Persia que protagonizó una tragedia intitulada El restaurador de la Persia, Tamás Coulicán, representada en 1742; Camacho Martínez publicó una “compuesta”, esto es, probablemente modificada o reescrita (¿a partir de la anterior?), intitulada: Más que el influxo de el astro estimula el mal exemplo; Koulikán, rayo del Asia, y anunciada en la Gazeta del 21 de enero de 1749. Un año más tarde, el mismo periódico oficial la llama Vida y muerte de Thomás [sic] Koulikán, según Ada M. Coe, Catálogo bibliográfico y crítico de las comedias anunciadas en los periódicos de Madrid…, p. 147. Hubo una segunda parte. 54 «…Gritando un triste sectario / de la frigidez francesa…» (El Pedo dispersador); es leitmotiv del prólogo por ser las tragedias francesas «lánguidas»; «Cosme Damián» afirmaba con fingida convicción que «los poetas no son unos miserables vasallos de la triste y severa razón». Ocioso es recordar que, para Huerta y los que comparten su estética, las reglas constituyen un freno, unos grillos insoportables para el libre juego de la inspiración. 55 «Los de Roma» son indudablemente «los Quadrios, los Tiraboschis, los Betinellis y otros de la misma raza», entre ellos, Pietro Napoli Signorelli, autor de una Storia critica de’ Teatri antichi e moderni, Nápoles, 1777, que se critica detenidamente en el Prólogo. El «Coripheo de los Philósofos flamantes» es Voltaire, editor de las obras de Corneille (Theatro Hespañol, prólogo, p. LXII). 56 Corneille «trasladó de otros Poetas nuestros lo más digno y sublime de sus Tragedias» (Theatro Hespañol, prólogo, p. LXXXVI).
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De García de la Huerta en Roma y aquí me llenan?57 No como otros que hay también en la península nuestra, imitadores de Galos,58 Trovadores de la legua, que entre nuestros Autorzuelos siervamente cascalean, (1) se Aluzanan o alucinan, se Salifican, se encuevan, se Burrielizan; mas ¿dónde la ir[r]esistible afluencia del estro o del Phebus mío tan puerilm.te me lleva?
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(1) Quiere significar a los que leen a Cascales, Luzán, José o Jusepe González de Salas, a Juan de la Cueba y al P.e Burriel, que todos escribieron sobre las reglas Drammaticales.59
57 Se refiere a Rachele. Tragedia spagnuola di don Vicente García de la Huerta, tradotta in versi italiani da don Pietro García de la Huerta, publicada en Bolonia (1782), de la que formaron «un juicio crítico», se nos dice en la n. 1 del prólogo del Theatro Hespañol, los editores de las Efemérides Literarias de Roma, n.º LII. Las Cartas sobre la Ytalia, del otro hermano (hay quien piensa que tal vez fuese el mismo), José García de la Huerta, exjesuita, quedaron manuscritas (BNM, 6482-83; otro ejemplar en la Biblioteca de Menéndez y Pelayo, Santander) y el autor quiso enviárselas a don Vicente para que las enmendara antes de publicarlas (t. I, f. 2r), pero murió éste el mismo año de la carta última (1787); en la carta cuarta, escrita en Plasencia (Piacenza), 3 de junio de 1784, se evoca también la Raquel, que leyó el marqués Albergati, mandando «mil elogios al Autor y gracias al Traductor por haber puesto a la Italia en estado de gustar las bellezas que en dicha pieza se contienen» (f. 88r); de la Mérope de Maffei agrega don José que tragedias hay en España que pueden, «ya que no excederla, competirla en la perfección […]. Tal es también la Raquel referida, pues aunque D.n Pedro Napoli Signorelli no hace de ella en su Historia Crítica más elogio que de nombrarla, ha merecido los mayores de los primeros sabios de España, Francia, Italia y Alemania, Portugal y las Américas, y después de impresa en Madrid en 1778, varios respetables cuerpos de inteligentes en la Poesía la han juzgado modelo perfectísimo de estas composiciones. Este es el parecer de los sabios de Averdon, de los Árcades de Roma, de la Academia de los Fuertes de dicha ciudad, de varios de la de Roboredo y otras varias de Italia» (f. 88v). Contra lo afirmado por el romance, Huerta, aunque enemigo de las reglas, y también y sobre todo por serlo, trató de sujetarse a ellas en su tragedia mejor que sus contrarios neoclásicos para vencerlos en su propio campo, según afirma en su prólogo, y lo consiguió. 58 «Gallos» en el manuscrito Los «trovadores de la legua» y «autorzuelos» de los versos siguientes son primos hermanos de los «siete sabios de la legua» de El Pedo dispersador y de los «poetuelas» despreciados por Huerta. 59 Una llamada remite a una nota marginal derecha, bastante antigua a juzgar por la ortografía, y redactada con tinta oscura: «1) Debe tratarse del famoso humanista Francisco Cascales, natural del Reyno de Murcia y que escribió la Carta Philologica. V. Soriano: F. de C. (pub. R.A.E.). 2) Don Ignacio de Luzán, autor de una Poética famosa. 3) Jusepe Antonio González de Salas. 4) Juan de la Cueva, dramático y autor de una famosa Poética».
Una «fazaña» más de García de la Huerta ¿No han visto que yo, guiado de mi Numen indigéna, sin otra Ley que la ley de un suelo que centellea,60 rompiendo del hondo Abismo las horrísonas cadenas y la panza de Piracmon,61 lanzo sapos y culebras? ¿No han visto que al arrancar los cíclopes a docenas, del foróstico Vulcano dejé la fragua desierta;62 que he regalado victorias,63 que he alborotado la pesca,64
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60 Los «Hespañoles» tienen disposición natural para el «entusiasmo Dramático, cuyas centellas se han explicado en todos tiempos ahun en sujetos de pocos estudios…» (prólogo, p. LXXIV). En la «divina Pharsalia» del cordobés Lucano «resplandece tanto fuego poético que una sola chispa suya sería bastante a dar espíritu» a las desmayadas musas de allende el Pirineo (p. LXXII). 61 Véase n. 63, in fine. 62 Así también en el ms. 4004. ¿Será errata por el helenismo «fotóstico» = «adecuado para alumbrar»? Tratándose de Vulcano, no parece aventurada tal hipótesis. Si Huerta «deja desierta» la fragua de Vulcano es porque la Envidia «convoca del hondo Averno / quanta inmunda Furia y Peste / de atormentar a infelices / forma su infernal deleite». (Endecasílabos…, citados en la nota siguiente, versos 209-212). 63 En el romance primero de Jovellanos (vv. 225-228) se dice que gracias a Arizcun, favorecedor de Huerta, «…Hespaña con H / alcanzó tan estupendas / victorias como hoy publican / los eruditos horteras»; pero creo que se trata más bien de una alusión a los Endecasílabos con motivo del bombardeo de Argel […] en el presente mes de agosto de 1783 (Madrid, Sancha, 1783), en que se exalta la que a pesar de todo se consideró victoria del teniente general Barceló —el «capitán Tempesta» del citado romance— en su primera expedición, y / o (según suelen escribir hoy para ahorrar tiempo) al Elogio del Excmo. S.r D. Antonio Barceló con motivo de la expedición contra Argel en julio de 1784 (Madrid, Hilario Santos Alonso, 1784), y quizás mejor aún al Oráculo de Manzanares, recitado el 17 de julio del mismo año en un acto oficial y, por lo tanto, durante la batalla de Argel, en que el autor (o, por mejor decir, el río) pronostica la estupenda victoria del teniente general, agregando ingenuamente en la segunda edición de sus Obras Poéticas (1786) que «la Relación inserta en la Gazeta de Madrid de 20 de julio de aquel año confirma el acierto del oráculo»… (p. 158, n. 1). En el segundo poema citado, de tonalidad tan pomposa, por no decir delirante, como los demás, se nos dice que «…el móvil Vesubio [¡la armada española que hace fuego!] /…por cien bocas desprende / el fuego que Pyracmon / encerró en su horrendo vientre», y una nota benévola informa a los beocios que el tal Pyracmon es «uno de los Cyclopes de Vulcano» (véase Eneida, VIII, v. 425). 64 Alusión al principio de la Égloga piscatoria, 28 de agosto de 1760, en Obras poéticas, 1778, pp. 140 y ss., a no ser que se trate de los Endecasílabos…, en que el autor escribe que «el miedo del incurso del corsario / desvela al pescador en su cabaña» (vv. 121-122).
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De García de la Huerta y quál de los Baharíes pintiparé la sorpresa?65 ¿No han visto que furibundo entenebrezco la Esfera, Plazas y Naves quemando con el fuego de mi hiesca?66 ¿No han visto que sin auxilio de Máquinas ni de cuerdas he retorcido el pescuezo a dos Montañas enteras, las quales de mar a mar Hablaron, y de manera que a los vaxeles amigos dieron mil enhorabuenas?67 ¿No han visto el furor que abrigan mis obras de faltriquera, Versos Lyricos, Heroicos, Elisios, Noches, Endechas, endecasílabos,68 Cartas, Coplas, Cantos, y en las Fiestas de Coronación y Entradas, de Príncipes y Princesas, Epigramas y Motetes en buenas y gordas letras69
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65 El «vaharí» es, según el diccionario de Terreros, una especie de halcón, y el propio Huerta, en su Registro de algunas de las innumerables Mentecatadas… enunciadas según él por Vargas Ponce, dedica una página entera a la definición, etimología, etc., de dicha ave rapaz de categoría inferior (véase Guillermo Guastavino Gallent, 1950, Apéndice V, pp. 131 y ss.: se trata del examen de la «mentecatada 18», pp. 145-146). En el Elogio de Barceló, don Vicente los califica «de bastardos baharíes / que los escollos guarnecen». 66 Nuevas alusiones al segundo Elogio; en los dos manuscritos se ha subrayado la palabra «entenebrezco», eco, sin duda, de los versos 191-192 de Huerta: «…Y el humo denso y las llamas / la atmósphera entenebrecen», contradicción aparente de la que se burló Vargas Ponce y que Huerta, en su respuesta, justifica acudiendo a Las Troyanas, de Séneca, y a su traductor Jusepe Antonio González de Salas (Guastavino Gallent, 1950, p. 148). Alecto y Chronos a un tiempo 67 los erguidos cuellos tienden, a saludar las vanderas de los amigos vaxeles
(Elogio…, vv. 89-92; por una nota del autor nos enteramos de que se trata de «dos montes de Cartagena, así llamados de los antiguos Geógrafos».) Las «máquinas y las cuerdas» son alusión a las contemporáneas comedias de magia, en las que se producían semejantes «portentos» gracias a la habilidad de los tramoyistas. 68 «[…] en decasílabos» en el ms. Rodríguez-Moñino. 69 En el texto de las poesías de circunstancias suele Huerta escribir los nombres de reyes y príncipes con letra mayúscula.
Una «fazaña» más de García de la Huerta con que a Macedo70 y a Lope(F) pienso esceder en la cuenta? ¿A Raquel no han visto en fin ni a Xaira ni la Advertencia?71 Pero yo... si... quando... donde... ¡O qué turbación, qué pena! Mas por diez72 que hoy atribuio en medio de tal afrenta el tener juicio a que yo he perdido la cabeza. Pero ¿por qué me acovardo yaciendo en la misma arena, malferido Fierabrás,73 que no acudo a la receta, y después restablecido, con mi furibunda diestra no hago trozos el Retablo de enemigos Melisendras?74 Mas no será mi venganza más Platónica qual eran del amante Beltenebros75 las patéticas finezas. Ea pues, afuera libros, Impresiones vayan fuera, Arcadia mía,76 buen viage,
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(F) Fueron los del prim.º 150 Epitaf.s, 500 Elegías, 110 Odas, 212 Dedicatorias, 500 Cartas, 1600 Poemas Épicos que serían Sonetos tal vez, y enfín 150 000 versos; y los del segundo 21 316 000. 70 Francisco de Macedo, jesuita portugués, después franciscano (Coimbra, 1596Padua, 1681); el recuento que hace de sus escritos la Enciclopedia Espasa es tan impresionante como el de la nota correspondiente del manuscrito, aunque no hay perfecta concordancia entre ambas: son 60 discursos latinos, 53 panegíricos, 32 oraciones fúnebres, 2600 poemas heroicos, 3000 epigramas, 48 poemas épicos, 132 elegías y 700 cartas… 71 La Advertencia a La fe triunfante del amor y cetro (traducción, como es sabido, de la Zaïre de Voltaire) dio pie para el inicio de la polémica que sostuvo el autor a partir de 1784; El Pedo dispersador va dirigido a los críticos de dicha Advertencia. 72 Debe leerse: «pardiez». 73 Héroe del ciclo carolingio; recuérdese el bálsamo de Fierabrás, del que afirmaba don Quijote tener «la receta en la memoria». 74 Como don Quijote hizo trozos el retablo de maese Pedro, dando tajos y reveses a «la titerera morisma» para favorecer la huida de Melisendra en las ancas del caballo de don Gaiferos (Parte segunda, cap. XXVI). 75 Beltenebros fue el nombre que dio a Amadís de Gaula el ermitaño de la Peña Pobre. 76 La Accademia degli Arcadi, de Roma, según queda dicho, en la que tenía por nombre Aletófilo Deliade.
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De García de la Huerta buenas noches, Academias77 (Esto lo dixo llorando), y pues cedamos es fuerza a su estupidez (estotro con un poco de impaciencia) ¡dexemos que la ignorancia, tremolando sus Vanderas, arrastre con mi Teatro, con mis Obras y mis Rentas!78 Antes quemaré mis versos y de mi pródiga vena no regarán sus raudales la ingrata y estéril tierra. Aquí ya, perdiendo el tino, siguió entre burlas y veras diciendo: «¿No soy Mercurio?79 ¿No soy la Diosa Minerva?80 ¿No mando en Gefe, no soy Príncipe de Gaya Ciencia81 con derecho a conculcar82 Trans Alpinos, Transpierenas?83 Juro por la Estigia,84 juro de principiar mi Defensa haciendo añicos la Hespaña». (1) Aquí, la rodilla en tierra,
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(1) Alude a la Tragedia que está trabajando el mismo Cab.º del Phebus con este título. 77 En este caso se trata de las españolas, en las que ingresó en fecha temprana. 78 «empobreciendo su fama / por enriquecer a Huerta», escribe Jovellanos en su primer romance contra «Antioro», refiriéndose al mecenas del poeta. 79 Mercurio, como mensajero o portavoz de Júpiter. 80 La cual presidía la actividad intelectual. 81 «¿Quién se ha coronado Príncipe de los Poetas líricos después del fallecimiento de Huerta? ¿D. León de Arroyal? ¿El clérigo Salas?…» (L. F. de Moratín, carta a Jovellanos de 9 de abril de 1787, en Moratín, 1973, p. 60). 82 Verbo empleado varias veces por Huerta (y por los que se burlan de sus escritos); debía de ser entonces un arcaísmo más, pues, si se documenta en Autoridades, ya no lo menciona Terreros en 1786, o, por mejor decir, veinte años antes. 83 Sic; «transpirenas» en el otro manuscrito; la palabra correcta —cuyo sentido es, por otra parte, fácil de entender— debía de ser «transpirineas», pues la encontramos (corregida y convertida por mano ajena en: «Galo-modernas») en el sainete inédito de Cruz Los despropósitos (BMM, 111-14). La asonancia en e-a en los tres textos permite afirmar que la forma femenina («frases transpirineas» en el sainete) no es equivocación del copista, aunque le sobra una sílaba al verso; pero, tratándose de un neologismo, tal vez lo escribiese el autor de la sátira para respetar mal que bien a un tiempo el ritmo octosílabo y la asonancia: «transpiréneas»… 84 La laguna, naturalmente.
Una «fazaña» más de García de la Huerta todos los que le atendían clamaron: «¡Señor, clemencia, suspended vra. justicia, ved que no son culpas nras.!» Entonces, ya reparado, añadió con faz serena: «Amigos y defensores, yo hablaba de mi Tragedia, perdonad»; luego, aplicando la mano sobre las cejas, fue por sus doce minutos una Estatua hecha y derecha. Mirándole en esta guisa le fablan desta manera85 los estantes y havitantes86 de la venal Biblioteca:87 «Ánimo, Padre y Señor de la ciencia Apolinea, depósito y Relicario de las Musas Quixotescas;88 ved que toda la Nación casi a media luz se queda y en vras. lamentaciones escuchando las tinieblas, por los delitos de pocos no ha de pagar la caterva de los despreocupados89 que así os siguen y veneran; por mí protexto (dixo uno de pelicana mollera)(1) (1) Salas que si otra vez mi Panteón de Estremadura a la Prensa vuelve en que vivos y muertos coloque porque tuviera
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85 Además de lo arcaizante de las voces, se imita aquí el verso, o una variante del verso, que en los poemas épicos y el romancero viejo llama la atención del auditorio sobre lo dicho por un personaje. 86 Véase n. 87, in fine. 87 Si es venal, se trata de la «biblioteca» reunida por Huerta en su Theatro Hespañol, a no ser que se refiera el autor al Ensayo de una biblioteca…, de Sempere y Guarinos, que empezó a publicarse en 1785. «Los estantes y habitantes» es expresión corriente en los edictos, según Terreros; pero en este caso se juega probablemente con el vocablo, pues los «habitantes» son los libros colocados en las «estanterías». 88 Estos versos recuerdan los 221-224 del romance primero de «Antioro». 89 Es decir, sin prejuicios; neologismo de Huerta a partir de «preocupado».
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De García de la Huerta un Prócer Aragonés aun allí la Presidencia, te he de elogiar por Lucero de las Glorias Estremeñas90 junto a un Mro. de Saulas y otro que hizo unas tixeras,91 grandes ingenios, y amar te he de hacer quatro docenas de quintillas donde apuro92 conceptos y cuchufletas, te vengue de quatro chulos que sin pasar de quarenta a ti y a mí nos insultan con el Arte y con las reglas». «Pues yo te juro (otro quídam prosigue con facha seca) no comer pan a Manteles ni folgarme con la Reyna93 hasta que un soneto frío, o cálido (según venga), que pienso hacer al Teatro donde mi numen se adiestra, a paz y salvo te saque; y a falta de Pluma y lengua en mí tendrás un rejón
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90 Francisco Gregorio de Salas publicó en Madrid unos Elogios poéticos dirigidos a varios héroes y personas de distinguido mérito en sus profesiones y de elevados Empleos así antiguos como modernos y algunos de ellos que actualmente viven, todos naturales de la Provincia de Extremadura / Por Don —, Capellán Mayor de la Real Casa de Santa María Magdalena de Recogidas de Madrid y natural de la Villa de Jaraycejo en dicha provincia, Madrid, Andrés Ramírez, 1773. Entre las «personas de distinguido mérito» figuraba García de la Huerta. 91 No puedo explicar estas alusiones. El «prócer aragonés» calificado de presidente debe de ser «el esforzado y Excelentísimo Señor Conde de Aranda», quien sucedió en 1763 al oficial general extremeño Nicolás de Carvajal y Lancaster como comandante en jefe del ejército (ibídem, p. 72). 92 Debe leerse: «a puros…». 93 Don Quijote, naturalmente, no ignora esta expresión, bastante frecuente en los romances viejos, que demostraba pesar o intervenía en los juramentos (parte primera, cap. X: «no comer pan a manteles ni con su mujer folgar»). En un romance del Cid, citado por Rodríguez Marín en su edición del Quijote, Madrid, Atlas, 1947, I, p. 302, y que reproduce íntegro Menéndez Pidal en su Flor nueva de romances viejos (Buenos Aires, Austral, p. 136), le dice Jimena al «Rey que no face justiçia» que no debiera «…Ni con la reina folgar / Ni comer pan a manteles».
Una «fazaña» más de García de la Huerta de dos varas y una tercia;94 lo tendrás, pero procura antes de meter la tienta sacar diestro las espinas para no dejar materias»;95 otro añadió: «a S.n Antonio daré dos libras de cera por si acaso los de Vmd. a bienes perdidos llegan. También diré luego al punto (porque ya Sancha sanchea)96 a Gaiguer no dé los suios menos de siete pesetas».97 «Yo prometo retratarte (dixo el de la vida eterna)98
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94 Diego Ventura Rejón de Silva y Lucas, a quien Forner, en la «segunda» parte de su romance contra Huerta, denomina Macro-Longo, según Cueto (BAE, LXIII, p. 335, n. 9). Confirmada la identificación por la nota marginal de una copia manuscrita del mismo poema, datable a finales del XVIII (BNM, ms. 22425). Dicho escritor, «que de estatura y de versos / tuvo siempre lo que sobra» (ibídem), es probablemente el aludido en nuestro romance, pues, además de su «facha seca», constituye un «rejón» de 1,95 m poco más o menos. Huerta hizo una censura favorable del Poema didáctico de la pintura de uno de sus hijos, Diego Antonio Rejón de Silva, en 1785; pero que se trata del padre en el poema permite inferirlo la referencia al teatro «donde su numen se adiestra», esto es, se ejercita: poco antes, en enero de 1782, se estrenó en el coliseo del Príncipe su tragedia Gabriela, traducción de Gabrielle de Vergy, de De Belloy. 95 Vocabulario de cirujía: se mete la tienta en la herida, y la materia es la «sangre corrompida». Sospecho que estos tres versos tienen un sentido figurado, que no alcanzo bien; existe una expresión proverbial que dice: «no saques espinas donde no hay espigas», para disuadir a uno de que siga empeñándose en pedir lo que no se le quiere dar; debe de aconsejarse, pues, a Huerta que siga peleando con tanto denuedo como antes después de bien «limpiadas» las heridas. 96 El editor Sancha. Quizá signifique «sanchear» que hace lo que la «Pekadora de Sancha: kerría bever y no tiene blanka», según Correas, es decir, que el editor ya no quiere soltar dinero para otra impresión, o que no responde a las solicitaciones de Huerta, pues «al buen callar llaman Sancho». Lo cierto es que a partir de 1783 ya no vuelven las «forjas sanchinas», según expresión de Jovellanos, a estampar ninguna obra de Huerta. En el manuscrito viene la palabra «sanchea» con S. 97 Lázaro Gaiguer, administrador de la Imprenta Real (Lucienne Domergue, 1982, p. 143, n. 44); intentó en vano intervenir en la polémica suscitada por el artículo «Espagne» de la Encyclopédie méthodique de Masson de Morvilliers. Las distintas «partes» del Theatro Hespañol, editadas por la Imprenta Real, y que se iban publicando de dos en dos tomos, se vendían a 12 reales en pasta cada tomo, 10 «a la rústica» o en pergamino, y 9 en papel. Supongo que se le quiere pedir por lo tanto a Gaiguer que venda las partes sobrantes cuatro reales más caras que las ya vendidas: 7 pesetas, o sea, 28 reales – (12 x 2) = 4. 98 Carnicero (véase n. 31).
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De García de la Huerta si otra vez a imprimir vuelves, con espada y con rodela, y si el diseño te enfada, de Mro. con Palmeta99 en haz de sacar a todos de su cuero las correas».100 El último, trepidando, prorrumpió: «Mi insuficiencia que acaba de hacer ahora Cautiva la Magdalena y al Teatro le va dando como paja las Comedias101 contra los émulos tuios, o vates a la Francesa, te dejará airoso luego que pueda dar a la Imprenta otro soneto elegante qual a tus elogios era el en que yo renunciaba, por ser su autor, las riquezas de Creso y Midas, amén de Tiaras y Diademas.102
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99 Férula del maestro para castigar a los alumnos. 100 Además del sentido primero, tiene uno figurado «con que se significa y da a entender que alguno que hace galanterías con otro de quien tiene caudales e intereses, las executa a costa del que las recibe, o más propriamente, que de lo principal sale lo accesorio» (Diccionario de Autoridades: «del cuero salen las correas», s.v. «correa»). 101 Antonio Valladares de Sotomayor, dramaturgo fecundo, poco apreciado por Moratín y por Forner, el cual se burla, en un fragmento de La Pedantiada (BAE, LXIII, p. 343), del «formidable parto de sus monstri-comedias». La obra aludida es la Magdalena cautiva, estrenada el 29 de enero de 1785; el anuncio de la obra impresa apareció en la Gazeta de 8 de febrero, coincidiendo con el último día de la representación y de la temporada. También arremete Forner contra Valladares en la «segunda parte» del romance contra Huerta, cuando alude a los «malditos cómicos que honran / con cruces a vinateros» (se trata de El vinatero de Madrid, estrenada el 12 de noviembre de 1784). 102 He buscado en vano el primer soneto de Valladares a que se refiere el poema. A él parece aludir un tal «Pedro Mártir» en la Carta III de El Corresponsal del Censor (1787), poco favorable en general al dramaturgo: «Estoy tan aburrido —escribe— que quisiera más verme en la precisión de leer dos veces el Prólogo del Theatro Hespañol y otras tantas el insípido elogio que hizo a su autor un Marmitón de la Cocina de Phebo, que, siendo pobre, haberme casado con Muger rica» (p. 47). En sus Reflexiones sobre la Lección crítica…, anunciadas en la Gazeta del 24 de marzo de 1786, Forner apunta que «el buen Valladares imprimió pocos días ha una estrafalaria inscripción para el retrato de [Huerta] que dice, […]: De Huerta esta es la copia verdadera, De Huerta por el qual solo debiera No hacer Masón a España tanto agravio,
Una «fazaña» más de García de la Huerta Plegue a Dios que pues viniste a defender las Guapezas, las Magias y las Diabluras, y otras cómicas miserias,103 que pues para contrastar estas Máximas perversas104 fuego bajaste del Cielo, como dice una novena,105 vivas edades tan largas qual mis versos te desean, qual Libreros te apetecen, qual reclaman los Orteras.106 Así hieras, livorices107
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Pues aunque en ella sólo haya este sabio Y en otros Reynos muchos, son trasuntos De éste, y él vale más que todos juntos, etc.»
Masón es, naturalmente, Masson de Morvilliers, el del sonado affaire; pero estos versos, pareados, no pueden proceder de un soneto. Es que sólo ha llegado a nosotros parte de los folletos y poemas, impresos y manuscritos, que entonces se publicaron; un ejemplo: Forner, en la sátira antes citada, se afirma poseedor de una serie de «coplillas» de Huerta parecidas a la de El Pedo dispersador. 103 Hay alguna exageración en esta crítica, pues, fuera de los autos sacramentales, Huerta no aboga, que yo sepa, por las comedias de magia ni por las de guapos. El propio Valladares sí había representado ya varias comedias de magia: El mágico de Eriván (diciembre de 1782), El mágico del Mogol (enero de 1782), El mágico de Astracán (diciembre de 1781). 104 Las del clasicismo, las odiadas reglas. 105 El pecador que soy —aunque confeso y arrepentido— no dispone de una referencia única para interpretar estos dos versos, sino de un surtido de ellas; pero no por ello debe de andar descaminado. El uso de «dice» permite inferir en primer lugar que la novena no es aquí el ejercicio de devoción propiamente dicho, sino más bien el libro que contiene sus oraciones y preces. El autor cita sin duda un versículo del Antiguo Testamento, y se da la circunstancia de que el uso del fuego como argumento contundente es tan frecuente en Jehová como el del rayo en su homólogo griego. Sin embargo, creo que la situación de Huerta, hostigado por sus enemigos, presenta alguna analogía con la de Elías frente a los hombres del quincuagenario, los cuales quedan exterminados por la cólera divina en el libro segundo (cuarto en la Vulgata), parte primera, de Reyes (10-14), en que se reitera la expresión: «descendat ignis de caelo»; «descendit itaque ignis de caelo»; «descendit ergo ignis de caelo»; «ecce descendit ignis de caelo». No creo que sea necesario recurrir a 2 Paralipómenos o a Job. 106 Mejor dicho: «horteras», como se lee en la copia de la BNM; así «llaman por desprecio a los Fatores o Mancebos de los Mercaderes», según Terreros. También Jovellanos, en su romance primero contra «Antioro», zahiere a los «eruditos horteras», y la voz aparece en no pocas sátiras neoclásicas. En cierta medida, son los referidos horteras del mismo nivel intelectual que el ingenuo Pipí de La comedia nueva moratiniana. Para colmo, «hortera» suena como derivado de «Huerta»… 107 Véase n. 15.
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De García de la Huerta (Calderón me favorezca), destroces, denigres, sajes, destripes, rompas y venzas a la manada de viles polluelos que cacarean, salga uno, salgan dos, salgan tres o salgan treinta». Aquí el Sabio Lirgandeo concluió, mas con gran flema, como si enhiesto mirara el fin de tanta pelea, exclamó: «Si no has vencido, allá, Antioro, te lo avengas, y si buen Teatro acabas, buenos azotes te cuesta». Después se fue como un sacre en una alígera Bestia, penetrando los espacios de las cerúleas Esferas, diciendo: «De Montesinos volando voy a la Cueva a acompañar la encantada, triste y mísera Belerma».108 Fin
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Una cosa es cierta: el autor había leído la Nueva relación y curioso romance en que se cuenta muy a la larga cómo el valiente caballero Antioro de Arcadia venció por sí y ante sí a un ejército de follones transpirenaicos, que se ha venido atribuyendo en general a Jovellanos aunque algunos piensan, como he dicho antes, que su verdadero autor fue Forner; de todas formas, el llamarle «incógnito de la corneta» supone que aún no se había penetrado el anónimo del satírico, pero no cabe duda de que los versos 79-97 del «sabio Lirgandeo» son unas citas, incluso entrecomilladas, si bien con alguna que otra variante, del primero de los dos romances contra Huerta; en éste se puede leer, en efecto:
108 Téngase en cuenta que, como queda dicho, Lirgandeo es mágico. Todos saben que Merlín, «aquel francés encantador que dicen que fue hijo del diablo», tenía encantada a Belerma en la cueva de Montesinos, y que este paladín de Carlomagno le había traído a la «sin ventura» el corazón de su amado Durandarte, «mal ferido» en la de Roncesvalles (Don Quijote, parte segunda, caps. XXII y XXIII).
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……………………………. pon el retrato de Huerta a guisa de ombligo en medio, y por debajo esta letra: «Diome cuna Zafra, abuelos me dio Castilla la Vieja, diome fama Orán y diome Carnicero vida eterna ……………………………. podrás entrar sin embargo por las calles de Lutecia, donde si acaso topares con aquel joven badea que prestó su bolsa a un loco como un tieso, y con afrenta de la razón y el buen seso, se hizo aprendiz de Mecenas, empobreciendo su fama por enriquecer a Huerta, dile… Pero, musa, ¿qué le dirás que bien le venga? Dile: «Salve, oh patroncito de las musas jacareras; salve, limosnero andante de las Piérides iberas, por quien España con H alcanzó tan estupendas victorias…
Tratemos ahora, antes de concluir el breve examen de este romance —breve porque lo suplen las notas—, si no de resolver totalmente el problema de la autoría del primero de «Antioro», al menos de aportar algún argumento más a favor de la tesis «jovellanista» y contra la «forneriana». En primer lugar, Caso González reúne los distintos elementos que corroboran aquélla: existen borradores autógrafos del asturiano;109 Ceán Bermúdez, en sus Memorias para la vida del Excmo. Señor D. Gaspar Melchor de Jove Llanos, afirma habérselos visto redactar a su biografiado, citando los primeros versos, así como los de la segunda parte,110 agregando que, por no acertar nadie con la identidad del verdadero autor, tuvo un «usurpador» la desvergüenza de prohijarlo, y que él le «tapó la boca en Sevilla pocos 109 Jovellanos (1984), I, p. 202. 110 Ceán Bermúdez (1814), pp. 297 y ss.
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años después al que se suponía autor de estos romances», esto es, Forner, entonces fiscal en la ciudad andaluza (Ceán no confunde en 1814, fecha tardía de la publicación de sus Memorias, la segunda parte del «Antioro» de su amigo con la de Forner: tanto él como «Jovino» afirman que no sólo la primera parte, sino también la segunda del asturiano se atribuyeron a don Juan Pablo); el propio Jovellanos, en su diario —al parecer no destinado a la publicación— del 24 de septiembre de 1795,111 es decir, posterior en unos diez años a los acontecimientos, escribe indignado que ¿cómo tiene Forner la osadía de acusar de plagio a Vargas Ponce, pues «se dijo y dice autor de los Romances contra Huerta, que trabajó ésta? Violos hacer Ceán; violos el viejo Ibarra […] el conde de Cabarrús, Batilo (o Meléndez Valdés), todos mis íntimos amigos lo supieron. Entre mis libros hay un manuscrito de letra de Ceán que los contiene, con otras frioleras de aquella época, y con la divisa sic vos non vobis, que aludía a estar atribuidos a Forner, Samaniego y otros»; por último, la segunda parte del romance de Jovellanos se refiere explícitamente a la primera.112 Otro elemento, hasta ahora no traído a colación, viene a confirmar la paternidad de don Gaspar sobre el romance primero: en una carta del 9 de abril de 1787 mandada desde París a Jovellanos, Leandro Fernández de Moratín escribe a su favorecedor113 que «la benignidad del cielo» le ha otorgado «saludar humildemente al patroncito andante de las musas Jacareras», es decir, al mecenas de Huerta, Arizcun, y estas palabras, así como los versos que se transcriben en el romance del «sabio Lirgandeo», son una cita del mismo pasaje del romance primero de «Antioro de Arcadia»: fuera inconcebible que don Leandro, en deuda con Jovellanos, pues le debía su reciente empleo de secretario de Cabarrús, tuviese la descortesía (y la imprudencia) de soltar
111 BAE, LXXXV, p. 236. Ya citado por Cotarelo (1987b), p. 341. Dime tú, chuscante musa, 112 tú, que la pasada riza cantando, supiste el cuerno henchir de flatos y chispas; tú, que en la parte primera, con tan pomposa armonía, de los gálicos pendones pintaste la triste ruina, y de mi campeón el triunfo a las celestes guardillas encaramaste ingeniosa…
113 Moratín (1973), p. 59.
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una cita de Forner, amigo íntimo suyo pero poco grato a «Jovino», en carta a éste, debiéndose considerar por el contrario dicha cita como muestra de connivencia y modesto homenaje al talento de su corresponsal. Y de nada sirve aducir que el mismo Moratín, escribiendo a Conti el 26 de junio del mismo año, parece contradecir la tesis de la participación de Jovellanos en la contienda al afirmar que «Llaguno, que respira concordia y paz», quisiera poner fin a las infecundas guerrillas literarias de Madrid y que «Jovellanos le acompaña en los mismos honrados deseos»,114 porque simplemente, como demostré hace treinta años en mi edición del Epistolario de «Inarco», esta carta, como las demás del supuesto copiador que las contiene, se redactó en realidad, antedatándola, por los años de 1820;115 de ahí la aparente antinomia advertida por Caso González116 entre esta frase y la participación del asturiano en la contienda: como muchos lectores, por no decir todos, de la citada edición, mi añorado amigo Caso utilizó ésta, creo que sin leer con el suficiente detenimiento la introducción… ¿Acaso no le
114 Moratín (1973), p. 86. 115 Ibídem, pp. 22 y ss. Se me ha opuesto un par de veces el argumento —sin ninguna prueba que lo respalde— de que bien pudo redactar don Leandro estas cartas en 1787 y retocarlas decenios más tarde, como solían hacer otros —¿quiénes? vengan ejemplos…—, y que, naturalmente, algunos, en estas condiciones, podían cometer tal o cual anacronismo, como le ocurre a Moratín. Resulta curiosísimo que no se haya descubierto ni una sola carta «inicial» de ese conjunto… No es del caso reproducir aquí mis propios argumentos, que son muchos; pero léanse detenidamente no sólo las aludidas páginas, sino también las distintas notas dedicadas a este problema para cada una de las cartas relacionadas, y recuérdese que el mismo don Leandro afirma que nunca ha tenido copiador, y se verá si puede aún sostenerse la referida refutación, o, por mejor decir, mera hipótesis gratuita. ¿Cómo es posible considerar como carta de 1787 retocada en los años 1810 ó 1820 una que se limita, o poco menos, a transcribir un artículo anónimo publicado en una revista de ¡1805!… ¿Se conoce, por otra parte, pongamos por caso, una del duque de Rivas fechada equivocadamente en 1935 en lugar de 1835, u otra de la generación de Machado con fecha de 1998? Pues «Inarco» incurre dos veces seguidas, solamente en el grupo de cartas a que me refiero, y después ya nunca más, en semejante tipo de «descuido». Y ¿cómo se las arreglaría para recuperar las supuestas cartas cuando ya habían muerto los no menos supuestos destinatarios de éstas, con excepción de Ceán, y con la vida que le deparó la suerte al «abate viajante», según decía Estala? Lo que pasa, sencillamente, es que las más veces, por falta de tiempo, se desatiende mi introducción al Epistolario moratiniano, de donde se sigue que, desde hace seis lustros y pico, pasan inadvertidos los asteriscos destinados a distinguir de las demás las fechas de las cartas espurias antedatadas por el autor, cuyo contenido debe leerse por lo mismo con la mayor cautela. Algo tiene esto de vox clamantis in deserto, con la notable diferencia de que a aquél, contra lo que deja suponer hoy la expresión, le oían muchos… 116 Jovellanos (1984), p. 207, in fine.
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aconsejaba el mismo Moratín a Forner, en otra carta supuestamente escrita el 12 de mayo de 1787, en realidad unos treinta años más tarde, que dejase ya en paz a Huerta (¡fallecido desde hacía dos meses, de lo cual estaba perfectamente enterado don Leandro!),117 siendo así que su verdadera y conocida reacción fue escribir la Huerteida? Fuera de que el mismo Forner, en su Epístola a Mirtilo (entonces primer seudónimo de don Leandro), escrita en tercetos entre la aparición del prólogo del Theatro Hespañol en 1785 y la muerte de don Vicente, exclama: «¿Que replique, Mirtilo, me aconsejas / de Morión [el loco Huerta] a la hinchada algarabía…?», prefiriendo dedicarse a «tareas pacíficas»,118 es decir, que tanto la carta citada como este poema le predican al amigo o corresponsal lo que no hacen sus autores, e incluso se puede sospechar que Moratín, al redactar su carta antedatada, se acordaría del poema de Forner. Otro argumento: tanto en el romance primero como en el segundo, publicados, con razón, según creo, como de Jovellanos por Caso, se alude al entonces y hasta hoy desconocido autor de las Cartas del flebotomiano de Calatayud, que, según reza una nota aclaratoria de la copia inédita de El Pedo dispersador de Huerta perteneciente a la biblioteca de RodríguezMoñino, se atribuyó a Iriarte y que el asturiano (y también, según parece, el propio don Vicente) supone parto del ingenio de Samaniego.119 A propósito de éste, escribe Palacios Fernández en su libro sobre el fabulista que «incomprensiblemente fue atribuido dicho romance [el primero de «Antioro»] a Jovellanos», añadiendo que «no había motivo para que el asturiano atacara tan violentamente a Samaniego, al que le unía una antigua amistad. Un análisis del mismo —prosigue— nos revela que en los versos del romance salen malparados, junto al fabulista, el andaluz López de Ayala, Núñez, Iriarte, Huerta y ¡el mismo Jovellanos!».120 Todo esto es 117 Pp. 72 y 60 respectivamente. 118 BAE, LXIII, p. 344. 119 Romance primero, vv. 133-138; Romance segundo, vv. 129-130 y 153-154, en la edición que venimos utilizando. En el Pedo dispersador afirma un personaje solamente aludido que tiene «cosecha de desvergüenzas / y aunque no letras, barberos / que desde Aragón afeitan»; sabido es que los barberos eran también sangradores, o sea, «flebotomianos». 120 Palacios Fernández (1975), p. 145, n. 170. Aprovecho la oportunidad para rectificar una equivocación de mi amigo Palacios Fernández a propósito de mi estudio sobre el teatro en Madrid, que, como algunos más, tuvo el valor de leer en francés: yo no he parecido nunca «empeñado […] en demostrar que el pueblo gustaba más del teatro neoclásico que del tradicional» (p. 362, n. 39), porque las
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cierto, pero lo que se le oculta a Palacios es que en este romance el «narrador», diríamos hoy, enumera burlescamente, o, por mejor decir, insta a la fama a que cante, las proezas de don Vicente contra el «antihortense partido», pidiéndole prestado para ello al vate de Zafra su «ronco fagot», esto es, el ruidoso y… maloliente instrumento antes citado con que «dispersó» a la «chusma» de sus contrincantes; de manera que tenían que salir naturalmente «malparados», como escribe Palacios Fernández, todos los referidos escritores, incluyendo al propio Jovellanos. Pero se podrá advertir fácilmente que a éste no se le satiriza, aludiéndose tan sólo, en cuatro versos escasos y con mucha moderación, a su comedia «lacrimosa» El delincuente honrado,121 es decir, que para guardar mejor el anonimato, el asturiano no podía por menos de incluirse también entre los «malandrines» combatidos por el héroe. En cambio, si fuera Forner el autor del primer romance, según afirma rotundamente el citado estudioso, ¿cómo se puede explicar que a él se le dediquen unos diez versos (del 100 al 110 en la edición de Caso), y sobre todo que se recuerde la inoportuna ocurrencia que tuvo de acometer en su Carta de D. Antonio Varas no sólo a Trigueros sino a la misma Academia, lo que le acarreó notables disgustos, incautándosele los ejemplares y teniendo el autor que ir a excusarse ante el presidente, marqués de Santa Cruz?122 El que se incluyera el romance entre las obras manuscritas de Forner dedicadas a Godoy no es argumento suficiente, pues esta clase de latrocinios era entonces bastante corriente: por no citar obras neoclásicas representan un porcentaje ínfimo dentro de la abundante producción teatral del XVIII; lo que sí intenté demostrar, precisamente contra cierta historia «tradicional» o equivocadamente patriotera, es que, a pesar de la presencia importantísima de Calderón en los carteles hasta los últimos decenios del siglo, sólo una pequeña parte de sus obras seguía atrayendo al público en la medida en que sus argumentos tenían cierta analogía con las llamadas comedias nuevas o de teatro, «militares» o de magia o patéticas —las más concurridas entonces, por corresponder mejor a las preferencias de los madrileños—, y que una minoría teóricamente más culta parece haberlas apreciado más que el público popular. Digamos que la segunda mitad del siglo equivale a un crepúsculo, lento y majestuoso por supuesto, del teatro calderoniano y al nacimiento del teatro moderno. Pero ocioso es decir que comparto el parecer de Palacios Fernández acerca de que «el nuevo arte escénico [el neoclásico] no caló en la masa» hasta finales de siglo, aunque no noto mucho sabor «romántico» en El sí de las niñas, el mayor éxito de su tiempo. 121 «…ni al otro culto prosista, / lagrimaníaco en melena, / que autorizó el desafío / contra las Musas y Astrea» (vv. 123-126). 122 «…ni te arredre el tal sopista, / que calada otra visera, / quiso desfacer, Quijote, / los entuertos de Minerva, / y echando por esos trigos [i.e.: metiéndose con Trigueros, autor de La Riada] / se desnucó en la Academia» (vv. 105-110).
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más que a un amigo suyo, el propio Moratín aprovechó durante el trienio liberal, o poco antes, como queda dicho, varios escritos de finales del XVIII o principios del XIX, ¡incluso a veces firmados y publicados!, para redactar su falso copiador de «1787», y acabó su carrera de dramaturgo en 1814 plagiando e imprimiendo una traducción anónima de El médico por fuerza, de Molière.123 Lo que creo más verosímil es que, si en el romance segundo de Jovellanos se da a Huerta un escudero llamado Polifemo (esto es, Forner, aunque no «monóculo» ni tuerto, sí magníficamente bizco a lo Sartre o Aranda), es que Jovellanos quiso castigar en él la indebida apropiación del primero por el futuro autor de las Exequias de la lengua castellana, el cual redactó a su vez una «segunda parte» para tratar de sugerir que también era suya la primera. Fue una «corneta» la que le facilitó la tarea; el asturiano daba inicio a su poema con el verso: «Cese ya el clarín sonoro», luego se refería a «los ecos de [su] corneta», concluyendo el romance con «ve limpiando la corneta», de manera que le bastaba a Forner —y así lo interpreta también Joaquín Marco—124 empezar su «segunda» parte con «Ya que limpia mi corneta…» para que la considerasen continuación de la «primera», de la que por lo mismo se afirmaba implícitamente autor. A manera de conclusión, digamos que las «señas de identidad» de Huerta, según puntualizaba más arriba, son en el romance del «sabio Lirgandeo» idénticas, o poco falta, a las que ponen de manifiesto los tres de «Antioro», habida cuenta de la exageración caricaturesca: grandilocuencia barroquizante y apego al pasado, a la «tradición» estética heredada de los siglos anteriores, y dificultad para conformarse con las nuevas tendencias, quizá debido al largo hiato del confinamiento en Orán, orgullo desmesurado y desprecio hacia los contradictores por carencia de argumentos, que se suplen por improperios; todo ello resumido en dos conceptos, ya sea explícitos o implícitos en las sátiras de los «follones» que llegaron a acabar con su valiente resistencia: «quixotismo» y, lo cual viene a ser lo mismo para ellos, locura.125 Esta imagen nos han dejado los contemporáneos más 123 René Andioc (1979), pp. 58-61 y 67-71. 124 Joaquín Marco (1977), p. 105. 125 No estará de más, ya que de la muerte de Huerta se trata, recordar que ésta no inspiró solamente el conocido epitafio de Iriarte, sino que se publicaron también Tres sonetos a la buena memoria de Don Vicente García de la Huerta, por tres apasionados suyos, vendidos
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famosos del vate que unos veinte años antes escribió paradójicamente una hermosa tragedia de estructura hiperneoclásica y, por lo mismo, provocativa, pero sin renunciar en el fondo a los criterios que, después de restituido a su patria, seguiría defendiendo con tesón contra los «hispanoceltas». ¿Cuál de estos fue el que libró aquella nueva batalla singular? Tal vez acertemos a saberlo algún día, a Dios rogando, y más aún con el mazo dando…
en la librería de Escribano a 6 cuartos (Gazeta de Madrid, 20 de marzo de 1787, y Memorial Literario, marzo, p. 379), en los que manifestaban «sus amigos gran sentimiento por la temprana muerte de Huerta». A ellos se refiere Cotarelo (1897b), p. 344, continuación de la nota de la página anterior. Un tal N. N., en una Carta dirigida al señor Apologista Universal por uno de sus clientes natos, con un soneto a la muerte del Señor Huerta, para que le publique con las obras de algunos que esperan su protección haciendo la correspondiente apología (14 de abril de 87), se burla de dos de los sonetos a que me he referido antes y de «catorce versecillos insulsos y ridículos»; en cuanto al tercero, es «el más enfático, ridículo y estrambótico que pueda imaginarse» (pp. 9-10); los reproduce en prosa (!), dejando adivinar unos pocos versos, y concluye con un soneto de propia cosecha, citado íntegro por Cotarelo, que empieza: «Huerta ya se murió; mucho lo siento». El Diario de 31 de marzo (p. 372) puntualiza que los tres poemas en honor a don Vicente los redactaron «Don R. M. de la C. [Ramón de la Cruz, opina Cotarelo, quien al parecer los tuvo a mano; ¿y la M?] y Don C. B.», imitando «el Dialecto de Fernando de Herrera. En el segundo, por boca de un pastor, recomienda Don J. L. a varios compañeros y zagales las exequias y buena memoria de Hortelio, quexándose en el tercero de las parcas». Según el mismo periódico (15 de abril), otro soneto, escrito por D. I. J. D. M. Q. D. L. (probablemente Don Ignacio de Merás Queipo de Llano, aunque sobre una J), también se vendía en la librería de Escribano, calle de Carretas (éste hizo otro a la muerte del duque de Osuna, y lo arregló también en prosa el ya citado N. N. en su Carta…), y el diarista imprime uno nuevo, obra de «Dateo Ormeno» (Tadeo Moreno, dramaturgo menor), que se reproduce a continuación: Mendozas, Garcilasos, Argensolas, Lopes, Quevedos, Góngoras, y quantos con verdes ramas de laureles santos hacéis guirnaldas contra el tiempo solas, y acrecentáis las glorias españolas con dignas obras y prodigios tantos, que a pesar del olvido, en dulces cantos, la fama alaba en vientos, valles y olas, en este coro eterno en que aparecen los más dignos ingenios coronados y con durable fuego resplandecen, preparad un lugar porque asociados estéis (pues que sus versos lo merecen) con Huerta, que ya deja nuestros prados.
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DE ESTORNUDOS, FLATOS Y OTROS MODOS DE «DISPERSAR». (HUERTA Y LOS FABULISTAS: UN NUEVO POEMA SATÍRICO)* Hace poco nos dio a conocer Miguel Ángel Lama dos copias manuscritas de una «jácara tremenda» inédita, aunque famosísima, de García de la Huerta,1 redactada en plena lucha con los «transpirenaicos» que le amargaban los pocos años que le quedaban de vida en este mundo sublunar después de la publicación de La fe triuntante del amor y cetro en 1784 y del Theatro Hespañol un año más tarde: me refiero al poema que intitulaban púdicamente algunos de nuestros mayores El pedo dispersador, y en el cual se explica con qué arbitrio de dudosa ortodoxia pero de indudable eficacia (al menos según quien lo ideó) pensó el acorralado don Vicente desbandar de una vez para siempre a los que sus réplicas en prosa tampoco habían de desanimar. El ambiente de aquellas polémicas es lo suficientemente conocido para que no sea necesario dedicarle siquiera unas líneas; recordemos tan sólo que la inelegante ocurrencia del autor de Raquel no podía quedar sin respuesta —a pesar de que no le iban a la zaga algunos de sus contrarios en lo que a grosería se refiere—, y que a ella se alude en varios poemas de la época, entre ellos el primero de los dos romances de ciego de Jovellanos,2 y sobre * Publicado en Dieciocho, 16, 1-2 (1993), pp. 26-48. 1 Miguel Ángel Lama (1990). Pero si en cantar insistes, 2 pídele prestado a Huerta el ronco fagot con que sus jácaras pedorrea.
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todo la llamada Décima del ¡Puf! de Tomás de Iriarte;3 pero no estoy totalmente seguro de que la referencia de Leandro Moratín al «estornudo» exterminador en el fragmento de su Huerteida tenga el mismo origen, pese a lo que afirma Lama, con alguna precaución por cierto, según se comentará más adelante.4 Del poema satírico de don Vicente se suelen mencionar dos copias, una perteneciente a la Biblioteca Nacional de Madrid5 y otra a la British Library de Londres,6 consignadas las dos en la Bibliografía de autores españoles del siglo XVIII, de F. Aguilar Piñal, y las publica Lama denominándolas respectivamente A y —no sé por qué— PL; ambos textos contienen un buen número de variantes según él, y se podría añadir que no pocas erratas e incluso ripios, empezando por los títulos: El pedo exterminador. Caga siete. Fábula medio verdad y medio mentira, que no extermina a nadie en realidad y El pedo dispertador o… (etcétera), que tampoco «dispierta» —según solían decir entonces— a ninguno («disparador», escribe incluso Forner, tal vez influido por su romance contra Ayala y Huerta, en el que se dice del último que «ventoseando exhala / pedos y versos, que todo / es uno lo que él dispara»), sino que dispersa, pues así se lee en efecto en los versos 48 y 51 del primero, 52 del otro y en el título de la Déci-
(Jovellanos, 1984, p. 203; el editor escribe: «favot»; así también en Terreros: «fabot»). También alude al poema Forner en la «segunda parte» del romance contra «Antioro de Arcadia» y en otro romance contra Ayala y Huerta, valiéndose en este caso de términos francamente inmundos (BAE, LXIII, p. 336). Trato de rebatir en otro artículo publicado en la Revista de Literatura (René Andioc, 1995; en el presente libro, pp. 315-345) la tesis «forneriana» relativa a la autoría del romance primero contra «Antioro»; mejor dicho, intento aportar algunos elementos a favor de la tesis «jovellanista» defendida por Caso. 3 Véase Cotarelo y Mori (1897b), p. 509, n.º 27. Al parecer, Lama (1990), p. 153, n. 8, la considera aún inédita. Conviene agregar, con alguna anticipación, que también existe una copia de dicha décima en el manuscrito de la biblioteca de Rodríguez-Moñino del que proceden los dos poemas que publico en este artículo: está intitulada curiosamente: Décima atribuida a D.n Thomás Iriarte contra el sig.te [tachado, corregido en: «preced.te»] Romance de D.n Vicente Garzía de la Huerta; y puede servir contra el siguiente (f. 54 v); dos llamadas remiten respectivamente a El Pedo dispersador y al segundo poema que publico después, Señas y fazañas del Criticastro Esópico…, en el que, según escribe Huerta, aficionado a esta clase de palabras, se debe pintar con m… el retrato de su contrario. 4 Lama y algunos estudiosos más parecen olvidar también que el fragmento manuscrito de la Huerteida se publicó ya en… 1846, en el t. II de la BAE dedicado a los Moratines por Aribau, y con mayor corrección (Lama, 1990, p. 152, n. 6). 5 Ms. 3804. 6 Ms. Add. 10257, f. 271r-272v.
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ma de Iriarte al Pedo Dispersador de Huerta contra algunos literatos,7 o sea, la ya citada del ¡Puf! Indudablemente, más correcta es la tercera y al parecer desconocida copia que me permitió examinar, con otros poemas de un volumen de Papeles varios, siglo XVIII (actualmente clasificado por doña María Brey bajo la signatura E 39 6690), el generoso y añorado don Antonio RodríguezMoñino, cuando yo no pasaba aún de investigador en ciernes.8 No me pareció entonces publicable este texto, del que muchos tenían noticia y que por otra parte no es de los que han —o habrían— de contribuir a la inmortalidad de su autor, pues los criterios de «decencia» o «moralidad» a la sazón vigentes en las dos vertientes del Pirineo lo hacían inclasificable, si bien permitían clasificar al que se hubiera atrevido a imprimirlo… Lo que me anima a mudar de parecer es, como ya queda dicho, su relativa corrección y la posibilidad de aportar algunas aclaraciones complementarias a las ya dadas por mi colega extremeño. Helo aquí, pues, por tercera y, al menos así lo espero, última vez: El Pedo dispersador. Fábula medio verdad y medio mentira a los embozados Satireros Del Traductor de la Xaira9 feridos de la Advertencia, murmuraban en un corro siete sabios de la legua. 7 BNM, Cancionero del siglo XVIII, manuscrito 3751, f. 108r. citado por Lama (1990), p. 153, n. 8. 8 Quedo muy agradecido a doña María Brey de Rodríguez-Moñino, q.e.p.d., por haberme permitido cotejar la copia de su biblioteca con la que, hace varios decenios, saqué de ella, y, de una manera más general, por su inagotable y sonriente amabilidad. El poemita va del f. 5r al 58r. La biblioteca de Rodríguez-Moñino ha pasado ahora a la Real Academia Española. 9 Nota en el margen derecho: «Huerta». La tinta es azul y, al parecer, poco posterior a la época de la copia. El verdadero título de la obra (Madrid, Pantaleón Aznar, 1784), recordémoslo, era La fe triunfante del amor y cetro, tragedia en que se ofrece a los aficionados una justa idea de una traducción poética, por Don Vicente García de la Huerta, entre los Fuertes de Roma «Antioro», entre los Árcades «Alethóphilo Delíade» (sólo en la 2.a edición —1786— se añadió el subtítulo: o Xayra). De ahí la frase burlona de un tal Ramón Harnero en el
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De García de la Huerta Cada qual se iba apropiando una de las indirectas, mui pagado de no estar comprehendido en todas ellas. Clamaba un Versiblanquista contra el Traductor Poeta, amenazándole hacer pepitoria de sus piezas. Otro Prosador pedante10 ponderaba en larga arenga de todos los Prosadores la atroz inaudita ofensa. Un Anti-Epigramatista de Musa baxa y ratera en mil críticas pueriles fulmina mil anathemas. De un Traduccionero zote atronaban las querellas, concitando a la venganza la chusma Traduccionera, Gritando un triste sectario de la Frigidez Francesa: «Juro hacer con la Raquel, por ser Judía, una hoguera». Del malhadado Linguet otro peroró en defensa, inspirado del furor de cierta sybila renca. Habló en fin una Alimaña,11 de Sátiro facha y señas, y dixo, medio rumiando: «él me llevará otra vuelta, Que para eso tengo yo cosecha de desvergüenzas,
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t. I de El corresponsal del Censor (1787, pp. 9-10), el cual afirma que «las dignas y dignísimas [obras] son v. gr. aquella cosa en que se ofrece a los aficionados la justa idea de una traducción Poética, cuya cosaza está vertida del Español al Castellano [por haber utilizado Huerta la traducción en prosa de Olavide], según queda dicho por uno que, entre los Fuertes de Roma Antioro, entre los Árcades Alethóphilo Delíade, y entre los Académicos de la Academia Española no lo sé […] Su advertencia sólo se puede comparar con el tremebundo, descomunal y truculento prólogo del Teatro Español (sin H, pues tampoco la puso Alethóphilo)». La ortografía «helénica» del seudónimo es del propio Huerta (Aletófilo en italiano). 10 Nota ibídem: «Forner». 11 Nota ibídem en el margen izquierdo: «Yriarte».
De estornudos, flatos y otros modos de «dispersar»… y aunque no letras, barberos12 que desde Aragón afeitan». Descubre Huerta a este tpo. la ridícula asamblea y ocúrresele un arbitrio de burlarse y disolverla. Arrímase poco a poco, y quando ya estuvo cerca, el ruin concilio apestando, un tronante pedo suelta. Aturdidos del estruendo, vuelven todos las cabezas, y al verle más aturdidos, se escabullen y dispersan. Hácese público el caso, y todo el mundo celebra del Pedo Dispersador la ridícula historieta. De suerte que aun los muchachos gritan quando a alguno encuentran: Allá va uno de los siete en que se ha cagado Huerta. Iguales chascos aguardan los Necios de mala lengua, y el que ladra por detrás, que le caguen o le pean.
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En nombre del Barbero de Calatayud corren dos Cartas contra Huerta, tan infames y necias (según dicen) como su Autor. Intitúlanse Cartas del Flebotomiano de Calatayud. Atribúiense a D.n Thomás Yriarte.
En primer lugar, el título de la tercera lección define a los destinatarios del poema como unos «embozados satireros»; de ahí la perplejidad de uno de los poseedores del citado documento, en fecha poco posterior a la de la redacción, según se desprende de las notas 9 a 11, y la necesidad en que se vio, por otra parte, el copista de añadir una nota aclaratoria al «barbero aragonés» (a quien se alude también en el apéndice al romance que Lama reproduce, siguiendo el manuscrito, como obra del mismo Huerta); de manera que no tenemos seguridad de que don Vicente hubiese sacado en 12 En el margen derecho hace el copista una llamada: «(1)», que remite a la nota final, la cual no lleva el número correspondiente.
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claro la identidad de cada uno de los «siete sabios de la legua» (esto es, de categoría inferior, como los cómicos de la legua), cifra que, por otra parte, debe de ser algo arbitraria, pues parece referirse sarcásticamente a los Siete Sabios de [la] Grecia, con asonancia y todo, así como el subtítulo de los manuscritos A y PL, o sea: Caga-siete, es a todas luces trasposición de «matasiete», lo cual corresponde bien a la imagen del paladín flamante y batallador que nos han dejado del escritor las sátiras de su tiempo. El que se trate también de una Fábula medio verdad y medio mentira en los citados documentos puede dar a entender que sus protagonistas son más bien, al menos algunos, personificaciones que individualidades, pues el único identificable con relativa seguridad es, a mi modo de ver, el último, aunque también se podría sin mucho riesgo sospechar la personalidad del segundo, sugerida en el documento, y se dio por aludido un tercer «sabio», el entonces joven Vargas Ponce.13 Comoquiera que sea, de fábula no tiene, todo bien mirado, más que la «moraleja» final, pero por llamarse fábula apunta indudablemente a uno de los dos fabulistas más conocidos en la época. La ortografía «feridos» del segundo verso del texto de Rodríguez-Moñino (en adelante RM), frente a «heridos» en los demás, se hace eco, creo yo, de las voces anticuadas de que se valen no pocos contrarios del autor para caracterizar al según ellos «quijotesco» y misoneísta vate, como es notorio y se verá en el otro poema satírico que publico en el presente artículo. En cuanto al «versiblanquista», al aficionado a versos blancos o, como también les llama Huerta en la Advertencia a la Xaira (o Xayra), sueltos, es decir, que no riman con los demás, varios dramaturgos neoclásicos opuestos a la versificación tradicional, que tenía a sus ojos el defecto de «gobernar el concepto»,14 los preferían al romance heroico, elegido por don Vicente para
13 En el Registro de algunas de las innumerables Mentecatadas que contiene cierta Carta de D.n José de Vargas y Ponce dirigida a D.n Vizente García de la Huerta en 21 de Diciembre de 1784, haciendo Crítica del Elogio del Excmo. S.or D.n Antonio Barceló con motivo del seg.do Bombardeo de Argel, por Gilillo, varrendero de la imprenta de D.n Joaquín Ibarra, manuscrito de Huerta publicado, con algunas evidentes erratas, por G. Guastavino Gallent (1950), pp. 133-156, don Vicente (p. 134) afirma que fue una mentecatada de Vargas Ponce «la vanidad de creer[se] incluido p.r Huerta entre los siete seudosabios ahuyentados por su P. dispensador» (sic; puede ser errata de imprenta, pues no he tenido a la vista el manuscrito). 14 Citado en René Andioc (1970), p. 586. El abate Quadrio, que publicó en 1739 la Storia d’ogni Poesia, dice que no comprende que los españoles puedan gustar de asonantes; y «se le pudiera responder —contesta Huerta— preguntándole: ¿deleyte hallan los versi-
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la Raquel y la Xayra (en el Agamemnón vengado se usa cierta polimetría que, naturalmente, no excluye el romance endecasílabo), porque suponían un compromiso entre la obligada nobleza de la expresión y su no menos deseada verosimilitud en boca de los próceres y príncipes que protagonizaban las tragedias; Montiano abogaba ya por esta forma, López de Sedano la elige en su Jahel (1763) y Nicolás Moratín también adopta un término medio en sus tres tragedias, «usando de asonantes y consonantes según occurren, sin buscarlos ni desecharlos»,15 aunque sin renunciar, por lo mismo, al verso suelto. Pero de los tres habían fallecido ya dos en 1785, Montiano y Moratín padre, de manera que de otro «versiblanquista» se trata, si es que se apunta a uno determinado, lo cual tampoco es seguro, pues no me consta que el superviviente participase en la contienda; por supuesto que la Jahel se reimprimió en Barcelona por Gibert y Tutó, y se editó una «segunda impresión enmendada» también en la Ciudad Condal por Piferrer, pero desgraciadamente ninguna de las dos lleva fecha. En la Advertencia16 se critica a los traductores anteriores de la tragedia Zaïre, de Voltaire, que, «despojándose del auxilio de la rima […] han agregado a sus traducciones la insipidez del verso suelto»: éste es el caso de Pablo de Olavide, cuya segunda edición de la Zayda por Gibert y Tutó en Barcelona, citada por el mismo Huerta, es de 1782; pero sabemos que por aquellas fechas se había fugado el estadista a Francia; lo curioso del caso es que esta versión, por ser literalmente muy fiel al original (lo cual no constituía ninguna cualidad en opinión de don Vicente), fue la que paradójicamente sirvió de modelo para la Xayra del extremeño, según se afirma en la citada Advertencia, donde se transcribe incluso el parlamento de Fátima con que se da principio a la obra. Así pues, a pesar de ser «muchas» las versiones castellanas de la tragedia de Voltaire, la de Olavide es la única que corresponde a la que sufre la crítica de Huerta, pues no se conoce, al menos actualmente, otra versión castellana que presente la misma particularidad métrica. El otro «prosador», esto es: «hablador maligno […], satírico», según el diccionario de Terreros, o «malicioso», según el de Autoridades, bien
blanquistas en los versos sueltos?» (La escena hespañola defendida en el prólogo del Theatro Hespañol de D. Vicente García de la Huerta y en su Lección crítica. Segunda impresión, con apostillas relativas a varios folletos posteriores, Madrid, Hilario Santos, 1786, p. II, apostilla *). 15 Hormesinda, Madrid, Pantaleón Aznar, 1770, pról. de Ignazio Bernascone, s. p. 16 P. 4.
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podría ser Forner, como sugiere la nota marginal, de fecha al parecer algo más tardía que el mismo texto, pues éste había publicado ya su Sátira contra los vicios introducidos en la Poesía Castellana en 1782, El asno erudito aquel mismo año y la Carta de Don Antonio Varas al autor de la Riada en 1784, sin hablar de Los gramáticos, que corría manuscrito desde 1783, del Cotejo de las dos églogas, presumiblemente anterior en un año, del primer esbozo de las Exequias de la lengua castellana, como supone F. Lopez,17 y a las que se alude en las Reflexiones sobre la lección crítica que ha publicado D. Vicente García de la Huerta, editadas en marzo de 1786 como de «Tomé Cecial», amén de algunas cositas más. A la primera obra citada se refiere indudablemente Huerta en una apostilla de La Escena Hespañola defendida en el Prólogo del Theatro Hespañol y en su Lección crítica (reedición conjunta de ambas obras en septiembre del mismo año), cuando alude a «cierto Criticastro que [escribió] una Sátyra contra las Comedias disparatadas» y fracasó en su intento de representar una tragedia.18 Pero si en la Advertencia se critica a los versiblanquistas y antiepigramatistas,19 no aparece en cambio ninguna arremetida contra los satíricos, aunque es verdad que Huerta considera como tales a los siete y que, por encima, el aludido habla en nombre «de todos los prosadores»; además, bien pudo redactar Huerta su jácara en 1785, cuando ya habían empezado de veras las hostilidades no bien aparecieron los dos primeros tomos del Theatro Hespañol a finales de marzo o principios de abril de aquel año,20 y, de todas formas, el didactismo de Forner y la erudición de que se complacía en hacer alarde bien podía calificarlos de «pedantería» un contrario suyo, máxime en este tipo de réplica. En cuanto al «Anti-Epigramatista / de Musa baxa y ratera», esto 17 F. Lopez (1977), p. 589. 18 P. XCVI, apostilla *. 19 «Poco tiempo hace que los Franceses reprendían en nuestros escritores las agudezas y dichos Epigrammáticos, y ahora, quanto ellos escriben, todo lo llenan de fríos epigrammas y de frialdades no sólo Célticas y Tranpireicas [sic: los cajistas estropean el célebre neologismo de cada cinco veces cuatro…] sino Hiperbóreas, a que llaman Calemburgos» (La Escena Hespañola defendida…, p. XLVI, apostilla *). «En la línea 12 de la pág. 71 llama el Prólogo discretos y saladísimos a los Epigramas de Marcial y no habla una sola palabra de la obscenidad que en verdad en este mérito no les van en zaga a los de Ausonio […] en Ausonio, por ser Francés, se vitupera lo que se alaba en Marcial por ser Español. ¡Qué rectitud de juicio!» (Forner, Fe de erratas del Prólogo del Theatro Hespañol que ha publicado D.n Vicente García de la Huerta, BNM, manuscrito 9587, p. 176). 20 Los anuncia la Gazeta el 5 de abril. Cada tomo se vendía en la librería de Copín, Carrera de San Jerónimo.
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es, rastrera, parece tratarse de una mera expresión pleonástica, al menos para Huerta, ya que la «frigidez» francesa ha contaminado en su opinión a no pocos escritores españoles, los cuales, lógicamente, según la Advertencia, también citada por Lama, «llaman atrevido, hinchado y monstruoso […] quanto no está a tiro de las débiles fuerzas de sus ingenios»21 acusación por cierto constante bajo la pluma del vate zafreño, si bien no suponía por aquellos años ninguna novedad. La estrofa siguiente del manuscrito A tiene un primer verso defectuoso por faltarle una sílaba («De un traductor insulso…»), y un tercero gramaticalmente incorrecto («concitando su venganza…»); creo que la lección de PL y la de RM («…traduccionero…», con sufijo peyorativo, igual que en «satireros») se acercan más al original. ¿Quién será aquel fecundo y mal traductor, o «traduccionero», también «embozado satirero» como sus seis colegas,22 al que RM califica de «zote» mientras le achacan su «insulsez» las demás versiones? ¿Será Nipho, traductor impenitente ya, sobre todo de las obras de Caracciolo (de «traductor bambolla» le trata Forner en su romance «segundo» contra Huerta, al menos si no es equivocada la nota aclaratoria de Cueto), o Tomás de Iriarte, traductor oficial, el cual también vertió al castellano un buen número de obras francesas para los teatros de los reales sitios de 1769 a 1772, según afirma él mismo en el tomo V de sus obras, publicadas por Benito Cano en 178723 y que contiene la de El huérfano de la China, de Voltaire, lógicamente anterior a esta fecha y en versos sueltos, mejor dicho: semisueltos, que, cuando se ofrece la oportunidad, como en Moratín padre, tampoco son incompatibles con algunos consonantes? La «insulsez» o «frialdad» era entonces frecuentemente sinónima de prosaísmo, y éste era uno de los defectos que más se censuraban en don Tomás.24 El enfria-
21 Pp. 4-5. 22 «[…] han salido contra este Prólogo [del Theatro Hespañol] un enorme número de folletos, pero tan despreciables […] Un amigo mío daba a estos miserables el nombre de Critiqueros en lugar del de Críticos que se arrogan, denotando así la cacohética manía y el hábito de ladrar y morder a todo viviente» (La Escena Hespañola defendida…, p. CLIV). 23 Tomás de Iriarte (1787), Al Lector, s.f. 24 «Antioro», ganador del combate singular contra Iriarte, por otro nombre «MimiEsopo», en la «segunda parte» del romance de Forner contra Huerta, manda a don Tomás deponer «el renombre de poeta / que a pesar de Apolo logra». Léanse también, del mismo autor, las apreciaciones de Kin-Taiso sobre el poema de La Música de Iriarte en Forner
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miento de las relaciones entre Huerta e Iriarte databa, como es sabido, del lance también famoso de la declamación de La Música, cuyo primer verso le pareció «claudicante» a don Vicente (un sáfico, pero con el acento de la octava sílaba atenuado por el inmediatamente anterior de «aquel»). Pero tampoco me resulta satisfactoria esta hipótesis, ya que de Nipho no me consta que atacase a Huerta, y de Iriarte sólo nos queda la ya citada décima, suscitada por el poema que vamos comentando, y el no menos famoso epitafio redactado a la muerte del extremeño, el cual dejó, se nos dice, «… un puesto vacante en el Parnaso / y una jaula vacía en Zaragoza». Además, lo de la «chusma», o «turba», traduccionera, igual que «todos los prosadores», parece simple generalización facilona o redundancia. «Tristes sectarios de la frigidez francesa» —uno de los leitmotive del prólogo del Theatro Hespañol— eran todos los que admiraban las tragedias «lánguidas» de allende el Pirineo (de «transpirenaicos» los calificaba Huerta) y trataban de aclimatarlas en España; ya escribía Sebastián y Latre en el prólogo de su Ensayo sobre el teatro español que los nostálgicos de la comedia áurea «a la verosimilitud la gradúan de frialdad [una frialdad que en nuestro poema se opone jocosamente al calor de la hoguera…], a la decencia de falta de fuego y a la moralidad de melancolía»,25 y Samaniego afirmaba con retintín en la Continuación de las Memorias Críticas por Cosme Damián, cuya aparición se menciona en la Gazeta del 17 de mayo de 1785, o sea, entre el anuncio de la publicación de la «Parte primera» y el de la «segunda» del Theatro Hespañol por el mismo periódico oficial, que «en fin los poetas no son unos miserables vasallos de la triste y severa
(1970), cap. 12. Según F. López (1977), p. 298, «…depuis près de deux siècles on n’a pas autrement [que Forner] jugé la poésie d’Iriarte. Platitude et prosaïsme sont les défauts majeurs qu’on y a généralement relevés», y cita, entre varios escritores, al Lista de los Ensayos literarios y críticos (Lista, 1844, II, p. 25), el cual censura severamente a don Tomás por el defecto a que me refiero. Se podría agregar el siguiente epigrama de Samaniego, que lo resume todo: Huerta escribe que el Parnaso está cubierto de nieve… —¿la fecha? —el día que Iriarte dio sus obras… Cabalmente. (Samaniego, 1898, t. 23, p. 124).
25 Madrid, P. Marín, citado en René Andioc (1970), p. 354, n. 475.
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razón».26 En este caso, tampoco basta la caracterización para identificar a uno de los aludidos —si prestamos fe a lo afirmado por Huerta— en la Advertencia de la Xayra. En cuanto a Linguet, autor de los cuatro tomos de Le Théâtre espagnol en 1770, Huerta, como subraya Lama, se refiere a él en cambio no sólo en la Advertencia, sino también en el Prólogo al Theatro Hespañol para denunciar su poco acierto («el malhadado») en la elección de obras traducidas en prosa del castellano; lo que llama la atención es la alusión al «furor de cierta Sibila renca»: por ser una de las sibilas más famosas, asimilada a veces a la cumana, la que a los pocos instantes de nacer se puso a profetizar en verso y fue amada —otros dicen que hija e incluso esposa— de Apolo, creo que dicho furor se refiere al poético; ¿no será más bien pérfida alusión a la ya citada «claudicación» del primer verso de La Música, causa de la desavenencia entre los dos escritores, o al prosaísmo de Iriarte? No está de más recordar que Forner se vale de una expresión parecida, diciendo que don Tomás expresa «en prosa su furor»…27 Por último, la «alimaña», al menos según la nota de la copia, sería el mismo Iriarte, presunto autor de las Cartas del Flebotomiano de Calatayud, es decir, del barbero, que también solía ejercer, como es sabido, el oficio de sangrador. Pero ¿le califica de alimaña con intención particular?, ¿por sus fábulas, que ya habían provocado la reacción de Forner en El asno erudito? En cuanto a lo de sátiro, el retrato «oficial» de don Tomás no ofrece ningún rasgo que permita compararle a un sátiro, a menos que se trate de un juego de palabras entre «sátiro» y «sátiras», pues lo son al fin y al cabo las fábulas. Pero en el romance primero de Jovellanos contra Huerta, posterior sin la más mínima duda a El Pedo dispersador y que Caso fecha en 1785 o principios del año siguiente, dos alusiones —una más claramente que otra— hacen eco al contenido de la nota arriba citada: … ni a aquel gavilán Garnacha, archibufón de la legua, perdones que ande adobando las navajas y lancetas, aquel que en lánguidos versos 26 Véase E. Fernández de Navarrete (1886), p. 140. Disponemos ahora de una pulcra edición moderna de las Obras Completas del escritor, por E. Palacios Fernández (Samaniego, 2001). 27 «Segunda parte» del romance contra «Antioro», BAE, LXIII, p. 335a.
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De García de la Huerta zurcidos a la violeta quitó el crédito a Celinda y el buen nombre al mal profeta.28
Fue traductor de una tragedia italiana de Orazio Calini, intitulada Celinda (Pantaleón Aznar, 1784), según Aguilar Piñal —y como consta en una nota final del mismo Aznar en la edición de El padre de familias (1785) por el marqués de Palacios—, y de otra francesa, El conde de Warwick (sic; Barcelona, Francisco Generas, 1778), un tal Xavier de Ganoa y no Francisco de Paula Núñez y Díaz, según opina Caso, limitándose, creo yo, a utilizar la lacónica nota aclaratoria («Núñez») de Cueto en el tomo LXIII de la BAE. Desgraciadamente no dispongo de más noticias acerca de dicho escritor, el cual también debió, al parece,r de redactar una traducción infeliz de una obra teatral relativa a Mahoma, que desconozco y que por otra parte tampoco viene en el libro de Lafarga. Pero si nos atenemos a la obra magna del antes citado bibliógrafo, Núñez, nacido en 1766, no empezaría a escribir hasta cerca de los años noventa y, de todas formas, si fue tal vez «gavilán», no consta que haya sido «garnacha», pues no pasó de ser sacerdote y profesor de filosofía en la Universidad de Granada. En cambio, sí lo fue, como Fiscal que era, Ignacio Núñez de Gaona, académico supernumerario de las academias Española y de la Historia, del que cita Aguilar dos impresos ajenos al teatro; y precisamente la nota correspondiente de la copia del romance primero de Jovellanos que perteneció a Gayangos29 dice que el tal «gavilán Garnacha» era «D.n Ygnacio Núñez». ¿Se tratará de una confusión entre los apellidos Gaona y Ganoa? Más iluminativa, como decía antes, me parece la indudable alusión, confirmada por Cueto y Caso González —y el manuscrito de Gayangos—, de «Jovino» a Samaniego, …aquel follón que con azote y palmeta fabulizó una doctrina digna de niños de escuela;
y agrega a continuación Jovellanos: 28 Vv. 115-122. 29 BNM, ms. 18470, f. 29 y ss. Las notas de este manuscrito (o, por mejor decir, las que trasladó el copista) son contemporáneas del poema, pues a propósito del mecenas de Huerta, Arizcun, dice una de ellas «que viaja ahora en Italia llevando por Ayo a Calderón», y Leandro Moratín, en carta a Jovellanos de 9 de abril de 1787, escribe que ha tenido la oportunidad de saludar en París a dicho personaje.
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a aquel Momo bascongado que al compás de su vihuela, calado el yelmo y cubierto con máscara aragonesa, supo epistolar sus pullas y encartar sus cuchufletas.30
¿No se tratará para el asturiano del mismo personaje a quien el comentador de la sátira de Huerta identifica por su parte con el otro fabulista, con el «Mimi-Esopo» del romance primero, esto es, Iriarte? En el romance segundo de «Jovino», es Forner quien se convierte por arte de magia ante Huerta «en barbero / con guitarra y con bacía», y más lejos, gracias a un nuevo prodigio, desaparecen «el burro, el flebotomiano, / la guitarra y la bacía».31 ¿Pensaría entonces el asturiano que las anónimas Cartas del flebotomiano eran parto ya no de la pluma de Samaniego, sino de la de Forner? Es cuestión difícil de resolver, y también intentaron resolverla los contemporáneos, aunque con no mayor éxito.
Samaniego (B.N., Madrid)
30 Vv. 129-138. 31 Edición citada, p. 212, vv. 129-130 y 153-154.
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De García de la Huerta
De todas formas —y haga cuenta el lector de que tengo la sensación de andar en una maroma, no sé si con pies de plomo o peligrosa ligereza, que en este caso es todo uno—, Samaniego podía ser comparado más que Iriarte, no sin alguna buena voluntad y malicia, y éste era precisamente el caso, a un sátiro (me refiero, claro es, al mitológico). Sabemos que el escritor vascongado, parapetándose tras el seudónimo de Cosme Damián, fue el que rompió el fuego, con no tanta moderación como se ha dicho, por cierto, contra el vibrante prólogo al Theatro Hespañol, que apareció en el primer tomo de la parte primera de dicha colección, anunciada por la Gazeta el 5 de abril de 1785. La Continuación de las Memorias críticas por Cosme Damián no tardó mucho en aparecer, pues se menciona en la Gazeta el 17 de mayo, es decir, antes de que saliese de los tórculos de la Imprenta Real la parte segunda (tomos 1 y 2), de la que da cuenta el mismo periódico en su número del 24 de junio. Una sátira, al parecer desconocida, de don Vicente, conservada en el citado tomo manuscrito de RodríguezMoñino (f. 54v-58r), hace una descripción física de su contradictor, a quien ha identificado ya indudablemente, que corresponde, casi por cada una de las facciones y particularidades físicas, al autorretrato burlesco —y por lo tanto también caricaturesco, como la pintura hecha por Huerta— que dejó inédito Samaniego a su muerte y se publicó en sus Obras inéditas o poco conocidas, dadas a luz en 1866 por Eustaquio Fernández de Navarrete, y que reproduce, añadiéndole una nueva estrofa, Emilio Palacios Fernández en su Vida y obra de Samaniego,32 de donde, como es natural, sacaré mis ejemplos. El poema satírico de Huerta, en endechas reales, se redactó presumiblemente en junio o julio de 1785, es decir, cuando el poeta también estaba escribiendo o ya se disponía a dar a la imprenta su Lección crítica…, que fue su primera respuesta, pues en él se refiere don Vicente al «nuevo Criticastro», «nuevamente aparecido», o quizá poco tiempo después, ya que en la Lección crítica… no parece haberle identificado aún («el crítico pseudó32 E. Palacios Fernández (1975), pp. 103-106. José Berruezo (1945), examina el autorretrato satíricoliterario del fabulista, reproducido en el t. LXI de la BAE, p. 393, comparándolo con un retrato «de pincel» distinto del grabado que todos conocen, y recuerda que Fernández de Navarrete afirma que en dicho autorretrato, don Félix María, «aunque con exageración, pinta sin falsedad sus defectos y cualidades físicas». Agradezco a Emilio Palacios Fernández la amabilidad de haberme facilitado una foto del cuadro pictórico reproducido por Berruezo.
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nimo»). No creo, sin embargo, que el verso 36, por aludir al «papel sobre el teatro», con t minúscula en la copia, apunte al Discurso XCII del Censor sobre este tema, más tardío, fechado por «Cosme Damián» el día de «Año nuevo de 86», remitido el día 4 «del presente mes», según reza una nota del editor, y anunciado por la Gazeta del 16 de febrero del mismo año: si bien se trata en él de una crítica del arte dramático contemporáneo, sólo se alude alguna que otra vez a Huerta, mientras que la continuación del poema que ahora se transcribe muestra a las claras que el motivo de la reyerta es el prólogo del Theatro Hespañol, publicado con poca anterioridad. El texto es el siguiente: Señas y Fazañas del Criticastro Esópico nuevam.te aparecido con el nombre de Cosme Damián. Estas Coplas son de Huerta contra Samaniego, el Autor de lasFábulas, a quien Huerta atribuie la Mem.ª Crítica que se imprimió contra su Teatro con el nombre de Cosme Damián. Si oír queréis las señas del nuevo Criticastro, que hasta los pollinos osan trepar la cumbre del Parnaso, Y aun hasta las Lechuzas, los Búhos y los Grajos como Águilas caudales quieren beber al Sol los puros rayos, Atended su pintura, que juro ha de agradaros, pues por estravagantes suelen tal vez gustar los mamarrachos. Para la insigne copia voi el pincel mojando en el vacín de un Fraile estadizo, relleno y remostado, Que a tal Héroe se debe obsequio y honor tanto como pintar con mierda para blasón eterno su retrato. Al ver su personilla, diréis que anduvo escaso hasta el cielo al formarle, pues poco menos le dexó que enano. Su figurilla sucia es el remedo exacto
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De García de la Huerta de los amoladores que nos entran por vía de Bilbao. (1) A tal vaso es conforme su espíritu tacaño, pues es el hombrecillo insulso, frío, insípido y menguado. Mas con todo hay quien dice ser sus gracias un pasmo: diranlo por lo frías, vervigracia el papel sobre el teatro. Remedando la vieja dicen que hace milagros: más milagros haría en remedar la moza un vegetastro, Pues su estraño gestillo enigma es o acertajo, que ni es pexe ni es ave, y es medio entre sardina y entre gallo. Son sus ojos ojetes hundidos y arrugados, ojos que aun a los ojos aojaran de los culos de los diablos. Su narigueta rara parece garavato de desmotar traseros cascarrientos, mohosos y cagados. Sus dientes volaverunt y en su lugar dexaron un portillo que dice: aquí estuvimos hace algunos años. Su color verdinegro es de un viejo zapato que fue negro y el tpo. en meadero le trocó de gatos. Su voz es voz de grillo que está arromadizado, y por colmo de gracia es gangueta el Señor Escaga-olfatos. Esta pues sabandija es quien tomó a su cargo el vengar los entuertos del partido Glacial Transpirenaico, Por que al tal avechucho estaba reserbado ofrecerse a los manes del glorioso Voltaire en holocausto.
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De estornudos, flatos y otros modos de «dispersar»… Al duelo se previene con furor endiablado, como el de una tortuga quando en sangrienta lid combate un sapo, Porque tales engendros, según dice Elïano, suelen tener por sangre zumo de verengenas o de nabos. Contra el follón de Huerta y el prólogo malvado del Teatro insolente empieza a armarse, bien q.e mui despacio. Suspende una gran obra que estaba remendando, que por lánguida y fría no la pueden tragar ni aun los muchachos; Aquella por exemplo en que lección tomando el Loco de Chinchilla salió tan diestro en dar sus garrotazos, Y después de tres meses en q.e anduvo acopiando frigideces francesas, lógica ruin embuelta en dicharachos, Torpes inconseqüencias, insípidos sarcasmos, necias inconexiones, capciosidades p.ª ingenios chatos, Suposiciones falsas para argum.tos falsos, doctrina de los libros que hacen a tantos Españoles fatuos, Y en fin con cierto estilo, sólo arena y chinarros, propio de los discursos de los graves Demóstenes bracatos, Guerra intima sangrienta al colector nefando. Mas de vergüenza o miedo salió el paladinzuelo enmascarado, Y como spre. hay ruines y pobres mentecatos, y embidiosos de gracia, pues no hay tuerto q.e guste de ojos claros, Se le ofrecen padrinos, y con ellos al lado,
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De García de la Huerta pues para empresas tales hacen liga los necios y los malos, Andaba tras de Huerta con un testillo armado de cierto viejo Zoilo como con un cañón de a veinte y quatro. Hallole, pues, durmiendo, pues nunca le han quitado el sueño Satireros, ni el continuo ladrar de canes tantos; Adviértelo Cosmillo, y el lance aprovechando, le embiste, pero el ruido le despertó en el hecho del asalto; Volvió Huerta la cara, y a nadie divisando, pues es nadie tal gente, sólo vio la Alimaña que he pintado; Y por no incomodarse, alzándose a pisarlo, arrancando una flema, le abismó en el diluvio de un gargajo. Huieron los Padrinos, temiendo igual estrago, al ver que no son menos ominosas sus flemas que sus flatos. Éste el fin triste ha sido del Héroe Bascongado; lamenten su tragedia Hispano-Celtas, Rutulos y Galos.
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(1) Se dice ser Bilbaíno Cosme Damián.
Esta «flema», esto es: esputo, se parece mucho más al «estornudo» evocado por Leandro Moratín en el fragmento de su Huerteida que al maloliente «dispersador», a que también se alude como arma defensiva de recambio, aunque le concedo a M. Á. Lama que también puede tratarse de un eufemismo o atenuación en boca —o pluma— de «Inarco». Pero volvamos al supuesto sátiro; en primer lugar, tanto en El Pedo dispersador como en este nuevo poema se califica de «alimaña» al «criticastro esópico», e incluso de «sabandija», injurias por cierto corrientes en Huerta: «soy animal de cerda», leemos en una de las décimas del Ridículo retrato de un ridículo señor, de Samaniego, quien insiste en su pequeña estatura («en el tamaño gorrión», «Mi cuerpo, por todas caras / pigmea talla promete»), lo
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cual suena muy parecido a la calificación de «enano», «hombrecillo», «figurilla» y «personilla», que el cielo «anduvo escaso» en formar, en el poema huertiano. En cuanto a la «suciedad» del individuo, oigamos cómo sigue definiéndose don Félix María: Lóbrega, oscura y fatal, forma tal noche mi frente, …………………….. negra, arrugada y chiquita, siempre de mal en peor; …………………….. mis negras barbas…
No pasa, por supuesto, de referirse a su rostro el vizcaíno, pero prosigamos: al «espíritu tacaño» de Samaniego le hace eco esta parte del autorretrato en la décima tercera: «Mi cara, si se examina, / verá el curioso en un año / que es page del Gran Tacaño / anuncio de hambre canina»; las «gracias» que algunos le atribuyen, según Huerta, pueden recordar que el vizcaíno, según se autodefine, «según probable opinión / [es] en el ingenio zorra», o sea, socarrón, y, naturalmente, el «papel sobre teatro» es la Continuación de las Memorias Críticas por Cosme Damián. Los versos 37 a 40 de la sátira significan que, más que cualquiera, el fabulista se esfuerza por parecerse a la cuaresma (éste es el sentido de la voz «vieja» en la provincia de Álava, y sabido es que Samaniego nació en Laguardia, en la Rioja alavesa, donde su familia estuvo largo tiempo afincada, pero también usa Goya esta voz en uno de sus dibujos intitulado «Parten la vieja»), o sea, según confirmará él mismo, que se encarece, creo yo, su suma delgadez. La endecha siguiente, que es explicación de lo que antecede («Pues…»), se corresponde perfectamente, incluso en la forma de expresarse, con el autorretrato caricaturesco: éste, escribe el fabulista, «está más feo que [el modelo], más raro, más singular», y agrega: …aunque de todo blasone, siempre en duda se me pone qué especie de cosa soy;
y, más adelante: …y por tu [ilegible] lavado, sería de carne o pescado.
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Samaniego (Museo Prov. de Álava)
A primera vista, la descripción que hace el extremeño de los ojos de Cosme Damián parece contradecir la correspondiente de éste en su décima sexta: en ella declara el autor que son ojos «bellos», pero añade a renglón seguido que Marica, a quien va dirigido el poema, no gusta de ellos «por más que [él se] desceje», y, después de seguir elogiando la misma parte de su rostro, concluye diciendo que de «…nada sirve, porque / nadie repara en pelillos», palabra cuyo sentido propio son los pelos de las cejas, y, efectivamente, el retrato más conocido de Samaniego, que ilustra la edición de sus fábulas, nos lo muestra con unas cejas particularmente pobladas y negras, por lo cual se justifica la referencia de Huerta a sus ojos «hundidos y arrugados», si bien las arrugas están más bien en la frente, según propia confesión del vizcaíno. Su «narigueta» la define así el fabulista: Mis narices son mejores que las echizas de palo, y si algo tienen de malo es el meterse a mayores. Mi cara con mil colores se avergüenza en su presencia, y huye con tal resistencia
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que la deja sin cimientos, mas como soplen los vientos no es obra de permanencia.
Se vale Samaniego para describir su boca del mismo procedimiento que para la pintura de los ojos: buena la tiene, dice, pero «…no le falta otra cosa / sino un dedo por delante», es decir, que, como bien ha observado don Vicente, los dientes volaverunt, expresión entonces corriente (incluso se escribía fonéticamente: «bolaberun») para referirse a lo ausente o desaparecido. En resumen, la estatura del personaje, sus «cerdas» y su rostro con sistema piloso que ocupa una desacostumbrada superficie, y su ambigüedad corporal, podían sugerir a un contrincante tan despiadado como Huerta la comparación de su contrario con un sátiro, máxime si se tiene en cuenta que dicho personaje mitológico andaba con patas de cabra… como el mismo Cosme Damián, quien se describe ante Marica como «cimentado / en piernas de hueso seco», encareciendo luego: Tanta y tal es mi carencia que segura de conciencia en Cuaresma comerías una pierna de las mías sin quebrantar la abstinencia.
Y Samaniego, como el Huerta de varios romances satíricos suscitados precisamente por los «entuertos» causados al «partido Glacial Transpirenaico» en el Prólogo del Theatro Hespañol, se va preparando para un combate singular. No cabe duda de que el zumo de berenjenas y de nabos, sangre de horchata, diríamos hoy, es el que produce «frigideces», obras «lánguidas y frías» y provoca la lentitud de una tortuga en el nuevo campeón; y la referencia de Huerta a Eliano, escritor militar griego del siglo tercero, llamado «El Táctico» y que ha dejado un Tratado de la táctica, nos trae a la memoria que don Vicente fue también autor, en 1760, de una Bibliotheca Militar española y también, según afirma al final del Registro de algunas de las innumerables Mentecatadas… en que, según él, incurrió Vargas Ponce, citado en la nota 13, que, «sin ser soldado ha presentado un plan de fortificac.ón provisional y defensa de una de las más considerables plazas de la monarquía y la Corte adoptándole ha mandado se ponga en ejecución». La «gran obra» que suspende Samaniego por la cercana lid, dice Huerta que la estaba «remendando»: quizá sea errata por «remedando», esto es: contrahaciendo, ya que Samaniego se inspiró mucho en las
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fábulas de La Fontaine, al menos en la primera parte de su obra, publicada en Valencia por Benito Monfort en 1781 (la segunda lo fue por Joaquín Ibarra en Madrid, 1784), a no ser que se refiera a la preparación de la segunda edición, la de 1787, suponiendo que el autor le iba añadiendo «remiendos», y, si no la «pueden tragar ni aun los muchachos» (recuérdense los versos de Jovellanos: «fabulizó una doctrina / digna de niños de escuela»), es que se destinaba a los jóvenes alumnos del Real Seminario Vascongado, según reza el título. Ahora surge otra dificultad de interpretación, la de los versos 89-92, interpretación de tipo gramatical y, por si fuera poco, doble: el Loco de Chinchilla a quien alude Huerta (como también Jovellanos en su romance primero, sin que consiga explicarlo José Caso)33 es el héroe de un poema satírico que el zafreño publicó en la segunda edición de sus obras poéticas por Aznar y que volvió a editar Cotarelo y Mori,34 el cual cita además una versión manuscrita de la Biblioteca Nacional, pero que no está en el volumen de la BAE que contiene las poesías de Huerta, de manera que no me ha parecido ocioso reproducirlo en una nota, a partir de una copia con no pocas variantes procedente del ya tantas veces citado tomo manuscrito de Rodríguez-Moñino.35 Se trata de una «Fábula a la moda, esto es 33 V. 188 («O en Orate de Chinchilla»). 34 Cotarelo (1897b), pp. 262-263, n. 9. 35 F. 58r-58v. Fábula a la moda, esto es insulsa y frívola. El loco de Chinchilla. Es también de D.n Vicente García de la Huerta. Andaba en Chinchilla un loco con la bellaca manía de dar de palos a quantos topaba por su desdicha. Ning.º quedaba libre de su locura maldita: al que no descalabraba, magullaba las costillas. Pero, fuese compasión, mentecatez o desidia, de tantos apaleados nadie acudió a la justicia, Ni ésta pensó en recogerle por estar la policía mui atrasada en los tpos. de que se cuenta esta hablilla; Hasta que uno de Albacete,
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insulsa y frívola», y, por lo mismo, con toda probabilidad se satiriza en ella no tanto al Forner de El Asno erudito, según afirma, sin más explicaciones, Cotarelo,36 como a uno de los dos fabulistas más conocidos de la época, Samaniego, alias Cosme Damián, si no es equivocada mi interpretación de las Señas y fazañas del Criticastro Esópico, o quizás a Iriarte, al menos según Forner (y la nota de Cueto), pues éste, en la «segunda parte» de su romance contra Huerta, escribe que la fama del reto de don Vicente clavado en la puerta de la librería de «Copinzuelo», …asaltando La tranquilidad ociosa De aquel varón que hacer supo Sabios de burros y zorras, Chisméale la insolencia, Represéntale la docta Primacía arrebatada Por las arrogancias locas De un descamisado orate…,
Murciano en las malas tripas, Manchego en lo mal sufrido, a Chinchilla llegó un día. Atísvale el loco al punto, y acercándose le tira tan gran palo en la mollera, que a ir sin montera le virla. El de Albacete, mohíno de la ruin burla, le quita el palo, y con él le vuelve unas tornas bien cumplidas, Moliéndole de manera entre nuca y rabadilla que a no acudir gente allí acaba el loco sus días. Escápase al fin, y como si llevase el palo encima, corre la Ciudad gritando: otro loco anda en Chinchilla. De aquí procede el Refrán y de aquí la Medicina de aquel loco; ¡quántos uno de Albacete necesitan! A muchos parecerá insulsa la Fabulilla, mas ¿q.e falta es ésta en tiempos en que tanta insulsez priva?
36 Cotarelo (1897b), p. 262.
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o sea, que El loco de Chinchilla, como fábula contra los mismos fabulistas, cuya moraleja incita por otra parte a mostrarse más agresivos que éstos para vencerlos (el «Refrán» a que se alude debe de ser, según Correas: «el loko, por la pena es kuerdo»), es superior a las ya publicadas; así creo, salvo meliori, poder interpretar los versos de Forner, y no carece de interés observar que se mantuvo algún tiempo la duda acerca de quién era realmente Cosme Damián. Pero ¿qué significan los cuatro versos antes evocados de las Señas y fazañas…? Supongo que más o menos lo dicho por Forner: «aquella» no puede referirse más que a «obra», y, mejor aún —torturando un tanto la sintaxis y si no hay errata del copista—, a «obra…/…lánguida y fría», es decir, que la fábula del Loco de Chinchilla, calificada por su propio autor de —provocativamente— «insulsa», adjetivo que Huerta emplea prácticamente como sinónimo de los otros dos, la «remeda» el fabulista contaminado por la «frivolidad francesa», pues su doctrina procede de los «Demóstenes bracatos», latinismo equivalente a «galos», los cuales solían vestir «bracas». En cuanto a la «fatuidad», baste recordar que Samaniego, en su prólogo, como Iriarte en el suyo, por cierto, se consideraba iniciador del nuevo género literario en España… y que don Vicente, en suma, invierte los papeles declarando que lo fue él. Y para criticar al «colector nefando» del Theatro Hespañol salió el contrincante «enmascarado», bien sea con el seudónimo de Cosme Damián o, como pensaba Jovellanos, «con máscara aragonesa», esto es, como «flebotomiano de Calatayud». En cuanto a sus padrinos, es posible que la alusión al refrán del tuerto que no gusta de ojos claros apunte hacia el odiado Forner, a quien Jovellanos llama precisamente «el tuerto Segarra» y el propio Huerta trata de «tuerto que ponía notas a cierta tragedia moderna» (la Raquel) en una nota de su Lección crítica…, y en estas condiciones también puede suponerse que los versos «pues para empresas tales / hacen liga los necios y los malos» son eco lejano del folleto de Iriarte contra El Asno erudito de aquél, Para casos tales suelen tener los maestros oficiales, que firmó un tal Eleuterio Geta (considerado generalmente como mero seudónimo de don Tomás, pero que figura entre los suscriptores a las Obras de éste en 1787, y que tuvo al menos un tocayo, si no fue la misma persona, un empleado del Estado después de cuya muerte pidió su esposa que le abonasen la viudedad que le correspondía).37 De la «envidia» («embidiosos de 37 En 1826, una tal María Gallardo, de 61 años, en un memorial dirigido a la Contaduría de Provisiones de Castilla la Vieja, pide, aunque sin éxito, que se le abone una viu-
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gracia») como móvil de los ataques contra Huerta, digamos simplemente que es lugar común en las réplicas de éste, el cual «explica» incluso de la misma manera la crítica de la comedia nueva por Cervantes. Por lo que hace a la retahíla de defectos que va enumerando don Vicente en los versos siguientes, es coincidente con los que achaca a Samaniego en la Lección crítica a los lectores del papel intitulado Continuación de las Memorias críticas de Cosme Damián, publicada por la Imprenta Real en 1785, incluso la adopción del disfraz o seudónimo debido al temor.38 Debe de ser Voltaire el «viejo Zoilo», es decir, crítico apasionado e injusto, supuesto modelo cuyo «testillo», o textillo, sirvió de arma ofensiva al fabulista cántabro, pues denuncia Huerta en la Lección crítica… la «graciosa lógica Volteriana» de su «Volterista» contrario; pero la manera como consigue el extremeño ahuyentar al enemigo, esto es, abismándolo en «el diluvio de un gargajo» por no incomodarse alzándose a pisarlo, e imponiendo silencio por lo mismo al «ladrar de canes tantos», quizá se inspirase —aunque no le hacían falta antecedentes para empresas tales, como dice— en una de las Poesías varias del P.e Butrón, de la Compañía de Jesús, custodiadas en la sección de Manuscritos de la Biblioteca Nacional de Madrid39 y no mencionadas por Aguilar Piñal; en este poema se nos dice que
dedad por haber fallecido en Madrid en noviembre de 1809 su esposo don Eleuterio Geta, con quien casó el 1 de septiembre de 1787, y que «sirvió al Estado el dilatado tiempo de 43 años en el Real Canal de Campos», siendo nombrado por real orden de 8 de agosto de 1806 oficial primero de la Contaduría de Provisiones del Ejército de Castilla la Vieja con ocho mil reales de sueldo (AHN, Hacienda, 574/36). Aunque resulte difícil identificar al referido empleado con el supuesto seudónimo de Iriarte, se puede ver que «Eleuterio Geta» correspondía también, creo que casualmente en este caso, a una persona real, así como «Ramón Fernández», según he demostrado hace algunos años, no era el mismo Pedro Estala, editor de poetas castellanos del Siglo de Oro, sino su mecenas, profesor de cirugía y también editor de varias obras, en el período de la polémica entre Huerta y sus contrarios. La ayudanta de la maestra de la escuela gratuita sita en el barrio de la Comadre se llamaba por aquellos años doña María de los Dolores Geta (Memorial Literario, abril de 1785, p. 473). 38 Madrid, Imprenta Real, 1785, p. III: «Esta sola razón de presentarse enmascarado es una demostración de su timidez y de su mezquindad». 39 Ms. 10924, pp. 25 y ss.; el poema está en la p. 34.
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De García de la Huerta Haviendo predicado el P.e Butrón en un Lugar, le censuraron los vecinos algunas de las cosas que dijo en su sermón, y al partirse dijo la siguiente Décima: Viendo un Dogo Forastero se alegran los gozquecillos, y con saltos, con vrinquillos, se le llegan al trasero; él los desprecia severo y los registra mohíno, y viendo que en torbellino confuso el tropel vocea, alza la pata y los mea y prosigue su camino.
A esta nueva manera de «dispersar» a los importunos, y casi seguramente al poema antes citado, se refiere el anónimo autor de un romance burlesco parecido a los de Jovellanos y Forner y que publico en el artículo de la Revista de Literatura citado en la nota 2. Sea como quiera, el que las «flemas» de Huerta tengan tanta eficacia como sus «flatos» permite afirmar que la sátira de las Señas y fazañas del Criticastro Esópico se escribió después de redactado y dado a conocer El Pedo dispersador, en que también acaba en «tragedia» —la palabra no es casual— el enfrentamiento del autor con los «Hispano-Celtas» afrancesados, los «Rutulos» del Lacio y sus inspiradores galos, o, digámoslo con el entonces famoso entre todos los neologismos huertianos, transpirenaicos…
GARCÍA DE LA HUERTA EN ORÁN: UNA LOA PARA LA VIDA ES SUEÑO* Se sabe poco acerca de la vida de García de la Huerta durante su destierro en Orán de 1769 a 1777, mientras cumplía la condena fulminada contra él por la justicia española a instigación del conde de Aranda. Como fruto de la actividad literaria de don Vicente por aquellos años, destacan dos poemas escasos: la «égloga africana» Los bereberes, redactada para celebrar la erección de una estatua de Carlos III en la plaza de armas del presidio el 20 de enero de 1772, y la loa con que se inició la función de estreno de su Raquel,1 distinta, como es sabido, a la que se declamaría al alzarse el telón ante el público madrileño unos años más tarde, el 14 de diciembre de 1778, a raíz del regreso del autor a la corte. Casi inadvertida queda en cambio otra loa del mismo Huerta que precedió a una representación de La vida es sueño, de Calderón, en el teatro público de Orán,2 pues, por extraño que parezca tratándose de una población de diez mil habitantes, había teatro público; desde hacía poco, por supuesto, pero lo había y, al parecer, bueno. En Orán, pues, reconquistada desde 1732 y rodeada de fortificaciones a las que se refieren las interesantes notas a la ya citada égloga, la inseguridad era el pan de cada día; pero a pesar de ello la autoridad había conse* Primera publicación, en Revista de Estudios Extremeños, XLIV, 2 (mayo-junio 1988), pp. 311-329. 1 Sabemos ahora con seguridad que la Raquel, o al menos una tragedia huertiana subversiva que desarrollaba el tema de la judía de Toledo, estaba redactada con anterioridad al proceso del escritor. 2 García de la Huerta (1779), II, pp. 92-110.
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guido organizar la vida urbana de tal forma que a aquel baluarte aislado en territorio enemigo y unido a la metrópoli por medio de un jabeque que cruzaba el Mediterráneo procedente de Cartagena3 se le dio el nombre halagüeño de «Corte chica». Una Historia general de Orán manuscrita de la década de los 70, custodiada en la Biblioteca Nacional de París4 y de la que procede la ya mencionada loa oranesa de Raquel, nos proporciona una serie de datos inestimables acerca de la vida cotidiana de los españoles en «aquel artificioso / Briareo de piedra cuyos brazos / tantos como Castillos le circundan», según escribe, con algún énfasis, nuestro don Vicente.5 La población de Orán, mejor dicho, la de Orán y Ma[r]zalquivir, distante una legua y de menor importancia, ascendía exactamente, según la Relación… del coronel comandante de Ingenieros Hontabat,6 a 9317 «habitadores», sin contar los moros refugiados, cifra muy inferior naturalmente a la de la población de la «Corte grande» y en cambio muy superior, por ejemplo, a las de San Ildefonso o Aranjuez, que conocemos gracias al censo de 1787,7 pero con la particularidad de que casi la mitad de aquella población la constituía la tropa (unos 4400 hombres) y que los llamados «desterrados», esto es, los condenados a presidio o, como dice Hontabat, el «bajo pueblo», llegaban a 2800, incluidos los que permanecían avecindados después de cumplida la condena. Hay otra particularidad de la que se volverá a hablar, y que salta a la vista, máxime si se maneja el censo de Floridablanca: la escasa proporción de mujeres con relación a los hombres. Comoquiera que fuese, la población, según escribe el cronista, era «muy corta en el orden de nobleza»; se mencionan en 1787 seis hidalgos escasos y «123 con fuero militar», entre los que se contarían los hijos de familias ilustres que, después de devolverles el rey sus bienes, seguían sirviendo «en el Regimiento fixo con excasez por sus obligaciones de madres y hermanos», debido, escribe Hontabat, a la «injuria de los tiempos». 3 Jean Cazenave (1922). Sobre Orán durante la ocupación española se han publicado varios estudios de Nordin Malki (debo esta información a la generosidad de mi colega y excondiscípula oranesa Claude Talahite. También agradezco los valiosos consejos de mi amiga Rachel Arié). 4 Fonds espagnols, número 34. Conocido a Cazenave, Rodríguez Moñino y Jaime Asensio, y varias veces utilizado por el primero; véase más adelante. 5 Los bereberes, en García de la Huerta (1779), II, p. 116. 6 Historia general de Orán, f. 245 y ss. 7 En 1787 había disminuido el número de habitantes (unos 7800, entre ellos 2200 «reclusos»).
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Aquel mismo año había 26 labradores, 17 comerciantes, 149 artesanos, 26 criados, 111 «empleados por el rey» (o sea, funcionarios del estado) y 199 moros de paz o mogataces, los cuales, mandados por jefes indígenas, salían todos los días, escribe don Vicente, «a custodiar el ganado, a hacer la descubierta por la mañana y a batir la estrada a las demás tropas»,8 comiendo constantemente —añade— «el pan bañado de su sangre por la que derraman en las continuas escaramuzas que tienen con los enemigos», yendo disfrazados a veces a los aduares para traer ganado y caballos a la ciudad, pues de lo que se carecía a menudo era de carne fresca en una situación que era prácticamente la de un asedio. Los golpes de mano de los llamados moros de guerra eran frecuentes de día y de noche, y a veces conseguían éstos penetrar en el recinto de la plaza, y, por otra parte, los españoles organizaban emboscadas o batallas de mayor envergadura, tratando en sus salidas de permanecer bajo la protección de la artillería de los fuertes, que a veces no se podía utilizar si se llegaba a la lucha cuerpo a cuerpo; la crónica deja constancia, todos los meses, de los que llama «encuentros de consideración»; de la ferocidad de esos encuentros da fe la costumbre de cortar las orejas e incluso las cabezas a los moros puestos fuera de combate: la esposa del gobernador Alvarado, a quien vamos a evocar, se desmayó un día ante tales trofeos y, según su hijo, no llegó a recuperarse del susto y murió al poco tiempo de regresar a España.9 En 1767 fue nombrado gobernador de Orán y Mazalquivir el comandante general Vicente Atendolo Bolognino Vizconti, que no supo imponer su autoridad ni como administrador ni como militar, llegando incluso unos oficiales a proyectar despojarle del mando, pero interesa destacar que él fue quien tomó la iniciativa de convertir una casa cuartel en teatro público, en el que representó una compañía que a este fin hizo venir de España.10 Y, por fin, llegó Eugenio de Alvarado el 17 de septiembre de 1770, dejando a Jorge Juan la dirección del Seminario de Nobles de Madrid y desempeñando su nuevo cargo de comandante general de las plazas hasta el 12 de mayo de 1774. Descendiente de conquistadores e «igualmente de Belona / que de Minerva alumno»,11 según
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Los bereberes, p. 116, n. 1.a, y p. 117, n. 1.a Errata en el texto («entrada»). Historia general de Orán, f. 125. Ibídem, f. 101v. Los bereberes, p. 122.
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escribe Huerta, no sólo tuvo acierto en lo militar, sino también en lo civil. Mandó edificar varios pórticos en la plaza de armas y la ya mencionada estatua de Carlos III; además —refiere la crónica— «en el Theatro público que dejó su Antecesor formado a costa de los Vecinos que hicieron sus Aposentos en una casa quartel, redimió todos los derechos de éstos a favor del Público. Lo ensanchó y dio otro orden de Aposentos, Bancos y Tablados para los Bailes públicos, todo de qüenta y como propio de la Ciudad, que mui pocas tendrán tan buena pieza…».12 Y, según reza la inscripción que mandó colocar en la portada del edificio en 1772, éste «se perfeccionó y mejoró con el tercer orden de Palcos y otras comodidades». Añade la crónica que «supo aprovecharse de la clase de los Desterrados, pues de ella sacó Artífices y Profesores para el adelantamiento de sus obras. De otra porción de ellos Distinguidos formó Actores en clase de aficionados al Theatro para que se representasen Comedias y Tragedias mui lucidas, sin que nada de estas diversiones costase al público ningún dinero, pues las hacia para celebrar los días y años del Rey nuestro Sor. y de su Rl. familia».13 El interés de la loa de Huerta para La vida es sueño reside en los datos que nos suministra acerca de aquella vida teatral oranesa, en la que intervenía nuestro vate zafreño no sólo como autor sino también, según vamos a ver, como director de escena. Leamos ahora su título: «Loa que precedió la representación de la Comedia de Don Pedro Calderón de la Barca intitulada La vida es sueño, en la qual entraron varios Caballeros y Oficiales de la Guarnición de Orán, en cuyo Coliseo se representó». El tema de esta loa o introducción es el capricho repentino de un cómico aficionado que se resiste a hacer el papel de Rosaura unos minutos antes de iniciarse la función porque le desanima el recuerdo de «haber visto / la gran propriedad y esmero / con que se ha desempeñado / en este theatro mesmo»; unos versos más adelante, nos enteramos de que la «última función» la dieron unos «señores» a quienes Huerta «puso por los cielos», burlándose de la poca habilidad de «Rosaura» y sus compañeros, meros aficionados por su parte, como lo da a entender el título y lo acaba de confirmar la Relación… manuscrita, varones todos, conviene hacer hin-
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capié en ello, y presumiblemente «desterrados», aunque no convenía que don Vicente hiciese constar esa particularidad al imprimir su loa en el tomo II de sus Obras poéticas.14 Ante todo conviene tratar de resolver el problema de la fecha de dicho poemita dramático; varios datos nos permiten conjeturarla con alguna aproximación: uno es la mención del día de San Eugenio, onomástica de Alvarado,15 celebración para la que se ha organizado el festejo, y que caía el 6 de septiembre; por otra parte, no puede ser anterior a 1772, puesto que un personaje se refiere explícitamente a los palcos terceros,16 los cuales, como se ha visto, formaron parte de las mejoras que se concluyeron aquel mismo año y constan en la lápida colocada en la fachada del teatro; y, por último, se tiene que descartar la fecha de 1774 por haber cesado ya en el mando don Eugenio desde el mes de mayo; de manera que aquel 6 de septiembre fue el de 1772 o, tal vez mejor aún, de 1773. Se podrá añadir que refuerza esta argumentación la referencia implícita del texto a una representación que, al parecer, fue la de Raquel, pues al cómico que se niega a hacer el papel de Rosaura le contesta un compañero que cómo es eso, si está acostumbrado ya a fingir primeras damas desde tiempo atrás, añadiendo luego: «Díganlo Raquel, Mariene, / Christerna, Campaspe y…»; a pesar del «entorno» seiscentista, concretamente calderoniano, de la hermosa judía en esta evocación, no parece probable que se refiera Huerta a La judía de Toledo, de Diamante, cuyo título se suele trastocar a menudo con el de la tragedia de don Vicente a lo largo del XVIII.17
14 El actor encargado de encarnar a Astolfo dice que «Huerta es de los nuestros», es decir, creo yo, de los desterrados. …se dirá por esto: 15
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en buen día buenas obras. Cierto que el de San Eugenio será por ti memorable ………………….. Pues siendo tal día, ¿cómo puedo negarme al obsequio de quien lo celebra hoi…? ¿Qué apuesta que por pelota le arrojo a un palco tercero?
17 Pero, si queda fuera de duda que la loa que estudiamos se declamó en 1772 ó 1773, ¿cómo es posible que el cómico renitente se refiera a su papel en la representación de Raquel en Orán como a algo ya remoto? Eso, dice,
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¿Qué configuración tendría el teatro de Orán? Sabemos ya que el «coliseo» en que se puso en escena La vida es sueño era un cuartel habilitado para representaciones teatrales. El caso es que el reparto y denominación de las distintas localidades, a cuyos espectadores se refieren o dirigen fue en otros tiempos, en que reinaba aquel gusto añejo, que él por sí se ha reformado. Ya en el theatro todo es nuevo; todo se ha remodernado, y en fin ya todo se ha puesto sobre el gran tono.
¿No constituyen los últimos versos una clara alusión a las mejoras del teatro llevadas a cabo en 1772 por Alvarado? De enero de este año, fecha considerada hasta ahora como la del estreno de la tragedia huertiana, a septiembre, median ocho meses escasos; parecería, pues, más lógico diferir hasta 1773 la fecha de la loa, pero aunque hubiera transcurrido un año más, o sea, veinte meses en total, desde el estreno de Raquel, ¿podía hablarse ya de «otros tiempos» al evocar enero del 72? No parece convincente, por mucha exageración y humor que se atribuya al personaje. Entonces, ¿tratábase de La judía de Toledo, de Diamante, y no de Raquel? Lo podría dar a entender la alusión del escritor al «gusto añejo» y, a continuación, a «lo antiguo»; pero la comedia del día, La vida es sueño, tampoco era ninguna nueva, sino otra tan antigua como las anteriores, de manera que lo del «gusto añejo» debe de referirse a otra cosa que el Siglo de Oro, es decir, a la época anterior a la reforma de Alvarado. ¿Cómo es posible, pues, que el estreno de Raquel en enero de 1772 se considerase a los pocos meses ocurrido «en otros tiempos»? Conviene en primer lugar volver a la historia de esta datación. Desde el artículo de Jean Cazenave (1951), se viene pensando que la obra se estrenó en Orán el 22 de enero de 1772, o sea, dos días después del cumpleaños de Carlos III, con cuyo motivo se puso en escena según se afirma en la loa que entonces compuso don Vicente («…este día / por ser vuestro natal, oh Rey amado…»). Cazenave no explica ese curioso retraso de dos días en la celebración del acontecimiento, y todos hemos admitido hasta ahora como exacta la fecha que propone. Este artículo es en realidad mero arreglo de un trabajo anterior (Cazenave, 1923) publicado con el título de «Pages d’histoire algérienne: une fête à Oran en 1772» en la revista L’Afrique latine (y no L’Afrique française, como se lee en la reseña publicada en 1923 por el Bulletin Hispanique, XXV, p. 192, por lo que hace años anduve yo buscando en vano en todos los números de ella hasta que por mera casualidad me enteré de la existencia de la otra…). En él se funda ya Cazenave, como en el segundo, en la Hist. gen. de Orán arriba citada, y en ambos reproduce —con signatura errónea— la primera loa conocida de Raquel (de manera que su descubrimiento es anterior al que hizo Rodríguez-Moñino, contra lo que escribí en René Andioc, 1970) y, sobre todo, describe con muchos pormenores (banquete ofrecido por el comandante general, celebración a las dos y media en la iglesia, campanadas, doble hilera de fusileros, colgaduras en los balcones, autoridades en el estrado, ataque de los moros por la noche, etc.) la ceremonia del 22 de enero, pero en este caso, y sólo en éste, sin referencia alguna a la foliación. Después de consultar detenidamente el documento manuscrito, debo confesarme incapaz de confirmar tan realista descripción… En cuanto a la fecha del estreno, pienso en primer lugar que Cazenave simplemente apuntaría «22 de enero» en vez de «20» (también se equivoca en
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los cómicos, como en no pocas introducciones o sainetes, recuerdan los de los teatros de la corte: a los ocupantes de las lunetas se les califica de caballeros; los aposentos están «poblados / de damas», y «Clotaldo», a quien se le apura el sufrimiento, quiere arrojar a «Rosaura» al palco tercero, de lo cual los años de Carlos III: 46 en vez de 56); en cuanto al año de 1772, creo que se explica de la manera siguiente: el documento, compuesto por varios manuscritos reunidos a petición del marqués de Tabalosos, hijo de Eugenio de Alvarado, contiene unas pocas apuntaciones de dicho marqués, de letra fácilmente reconocible, y una de ellas, la nota de presentación de la loa oranesa de Raquel, dice así: «Esta tragedia, compuesta por Don Vicente García de la Huerta que a la sazón se hallaba en Orán, se representó en el teatro que reedificó en la plaza el Comandante general Don Eugenio de Alvarado y para memoria y de la estatua que erigió en ella al S. D. Carlos III se imprimirán también las siguientes poesías…». El poema recitado con motivo de la erección de la estatua, Los Bereberes, es, como sabemos, del 20 de enero de 1772, 56 cumpleaños del monarca, y, si bien no figura en el manuscrito, se halla en cambio en otro, también custodiado en la Bibliothèque Nationale de París y conocido por Cazenave (1923); además, naturalmente, también sabía el historiador que las mejoras efectuadas en el teatro de Orán se concluyeron en 1772, sin indicación de mes, por cierto, y de la aparente coetaneidad, en la nota de Tabalosos, del estreno de Raquel y de la «reedificación» del coliseo deduciría Cazenave el supuesto año de dicho estreno. Pero, de ser así, cabría suponer que a mediados de enero ya estaban concluidas las obras… En lo que no se ha fijado mi antecesor es en que la nota del hijo de Alvarado (f. 142) es posterior a la fecha de la muerte de su padre, pues desea que las poesías que reúne se impriman —escribe— «para la memoria de mi padre Señor (q. D. g.)»; el comandante general —nos dijo antes— murió en 1780, de manera que las notas del hijo son posteriores a este año y es lícito por ende fijar algunos límites a la fidelidad de su memoria; fuera de que la frase que deja escrita bien puede significar simplemente que la obra de Huerta se representó en un teatro que antes o después «reedificó» el militar. Por algo no se atrevió el padre Jaime Asensio (1962), p. 510, que no conocía los anteriores trabajos de Cazenave y Rodríguez-Moñino, a afirmar más que la Raquel se representó «en los años 1770 a 1773» (si bien se equivoca al proponer 1770, pues en enero de aquel año aún no había llegado el nuevo comandante general, a quien se nombra en la loa). En conclusión, pues, nada tiene de aventurada la hipótesis de que esos «otros tiempos» en que se representó la tragedia huertiana en Orán fuesen anteriores un año a 1772, es decir, que se refiera la expresión al 20 de enero de 1771. En este año fechó el estreno —no sé con qué motivo— José Subirá (1932b), p. 21, y además sabemos hoy que la obra era ya conocida por el gobierno antes del destierro de su autor. Más argumentos, en la parte reservada a Raquel en el artículo intitulado «De algunos enigmas histórico-literarios» y, por último, en mi cuarta edición, corregida y puesta al día, de la Raquel, en Clásicos Castalia, 28, 2002, en cuya introducción («La fecha», pp. 22-24) se puntualiza y resume a un tiempo este problema y, de rebote, el de la fecha de redacción de la obra. De esta nueva datación que propongo para el estreno en Orán se podría sacar una consecuencia no desprovista de interés (reservándola naturalmente con la mayor cautela hasta que cobre validez, si es que ocurre, con el eventual y necesario hallazgo de un ejemplar aún desconocido y debidamente fechado de la obra huertiana): F. Aguilar Piñal (1974a), p. 143, fundándose en la fecha, altamente insegura, como queda dicho, propuesta por Cazenave, considera ya injustificada su anterior identificación con la Raquel de don Vicente (en Revis-
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se infiere que se disponía de los habituales tres órdenes de palcos superpuestos y que las señoras —y los señores— de la buena sociedad se acomodaban en ellos; de cazuela, en cambio, no se trata, lo cual, si se recuerda que cada papel femenino aludido fue de la exclusiva incumbencia de un actor, tal vez tenga relación directa con el número relativamente reducido del bello sexo en el presidio, o con su ausencia total entre los presidiarios propiamente dichos. No pienso que deba supervalorarse la, por otra parte natural, desproporción del número de varones frente al de hembras (6570 y 1223 respectivamente en 1787), pues, descontando de los 7800 pobladores del presidio en el censo de Floridablanca los 2200 presidiarios y varios miles de soldados que a la sazón defendían la plaza, el paisanaje ofrece prácticamente características análogas a las del resto de España. Más interesante, en cambio, me parece destacar que unos mil casados como mínimo estaban sin sus esposas, y que de las 581 solteras unas 150 escasas eran mayores de dieciséis años y apenas pasaban de seiscientas las casadas y viudas, es decir, que en 1787 hubiera cabido en las dos cazuelas de los teatros madrileños de la Cruz y del Príncipe toda la femenil casta adulta de Orán, al menos apretándose un poco. El patio, según dice «Astolfo», está «lleno […] por un concurso […] serio / y brillante», pero no se olvide que la descripción del concurso es necesariamente anterior a la función, es decir, meramente hipotética, y que toda loa está destinada a congraciarse con el público, de manera que, igual que la ocupación total de las localidades, la seriedad y brillantez del patio debía de ser más ideal que real, ya que en otro lugar de la loa se menciona a los mosqueteros, público por lo común popular y díscolo, cuya compostura vigilaban, se nos dice, unos granaderos.
ta de Literatura, 1967, núms. 63-64) de la llamada «tragedia» estrenada en Sevilla el 2 de octubre de 1771 con el simple título La Raquel (y no La judía de Toledo), según el manuscrito de González de León. Ciertamente, la heroína de Diamante lleva ya este mismo nombre y en adelante se trocaron más de una vez los títulos en los anuncios o documentos contables, pero, si no me falla la memoria, en tales casos siempre se da el de la comedia áurea a la tragedia de Huerta y no a la inversa; por otro lado, desde enero de 1771 hasta octubre median nueve meses cabales, de manera que le sobraba tiempo a la tragedia nueva, llevada de la fama de su éxito oranés, para pasar de la ribera africana del Mediterráneo a la muy cercana española. Dar con el texto temprano de la Raquel de Huerta en alguna biblioteca o archivo andaluz me parece perfectamente al alcance de quien supo descubrir Solaya o los circasianos, de Cadalso…
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Además de La vida es sueño, y si exceptuamos la Raquel del mismo Huerta, no carece de interés el que éste se refiera exclusivamente a dramas o comedias heroicas aureoseculares, en su mayoría calderonianas, pues los papeles de Mariene, Cristerna y Campaspe, a que ya nos hemos referido, corresponden respectivamente a El mayor monstruo del mundo (o El tetrarca de Jerusalén), Afectos de odio y amor y Darlo todo y no dar nada (o Apeles y Campaspe); una broma acerca del convidado de piedra18 no significa necesariamente que se hubiese representado la obra de Tirso en aquel teatro, pero ese predominio del repertorio calderoniano me parece revelador de su prestigio entre la gente culta o de cierto nivel intelectual, como se podía comprobar en la «Corte grande» aun en aquellos años, o en la Sevilla de Olavide, en cuyo coliseo se pusieron en escena más de cincuenta títulos del dramaturgo del XVII durante la estancia del asistente.19 Y a este respecto importa advertir que la actividad de Alvarado en favor del teatro de Orán es rigurosamente coetánea de la de Olavide en la capital andaluza y de la de Aranda en la corte, cuyo Seminario de Nobles, según se ha visto, dirigía don Eugenio durante los primeros años de la presidencia del conde. Lo probable es que la formación de actores elegidos entre los desterrados en el presidio debió de inspirarse en el programa de la escuela de declamación creada por Olavide al poco tiempo de tomar éste posesión de su mando. A este programa global creo que se refieren los versos de «Rosaura» relativos a la reciente «remodernación» —por decirlo como Huerta— del histrionismo en Orán y el «gran tono» sobre el que se le ha puesto, según don Vicente.20 Sólo que, a diferencia del afortunado intendente, Alvarado no disponía más que de una compañía de aficionados del sexo fuerte, pero de unos aficionados acostumbrados a representar como unos profesionales; parece en efecto que se está a medio camino entre las funciones públicas dadas por cómicos asalariados y las comedias caseras, al menos las protagonizadas en los palacios de los grandes, los Alba, los Benavente, por familiares o amigos del amo. Comoquiera que fuese, el actor que da vida a Segismundo alude a los «sugetos que suele / representar»; al que encarna a Rosaura se le recuerda que ha hecho ya «mil primeras damas / con pasmo del universo», y Huerta, que dirigía los ensayos y puso en
18 P. 95. 19 Véase F. Aguilar Piñal (1974b), capítulo noveno. 20 Véase cita en la nota 17.
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escena la comedia, arma un escándalo porque, como siempre, ese actor se muestra incapaz de saber bien su papel y fingir correctamente una cabellera de mujer.21 ¿Cómo vistió Huerta a sus actores? A pesar de que «Rosaura» amenaza con irse a casa a desnudar, los cómicos disponían de un vestuario, del que van saliendo sobresaltados «Segismundo» y «Clarín» «a medio vestir», y «Clotaldo» «con paños de peinar y empolvada la cara»; no pienso que esta última acotación signifique que el cómico se estaba empolvando la peluca, incurriendo por lo mismo en el anacronismo tantas veces denunciado por los neoclásicos; a Clotaldo se le califica de «viejo» en la comedia calderoniana, de manera que, si sale el actor —según dice— como «Convidado de Piedra / o alma de algún molinero», es que mientras se estaba peinando se empolvaba la cabeza para fingir las canas de un anciano, y con el sobresalto quedó con la cara enharinada. El protagonista principal sale con «sortú de pellejos», al que llama también graciosamente «cabriolé de anacoreta / o frac de galán del yermo», es decir, una prenda que se ponía, según el Diccionario de Autoridades, encima de los demás vestidos, y a la que se le habrían cosido las pieles mencionadas por la acotación de Calderón. El caso más interesante es el de Rosaura; la «primera dama» contesta a sus interlocutores que si uno de ellos quiere suplir su papel le bastará con ponerse «de henaguas» [¡aquella h inicial tan huertiana!] y bisoñé, / cotilla, tontillo y vuelos», lo que significa que en este caso sí viste el personaje calderoniano como señora del XVIII, pues la cotilla, hija del emballenado y precursora del corsé, y el tontillo, nieto del guardainfante, son dos prendas de la época; el bisoñé, naturalmente, como peluca que cubría sólo la parte anterior de la cabeza, acababa de conferir la imprescindible femineidad a la protagonista, aunque, si prestamos fe a las recriminaciones del director, el resto de la cabellera postiza lo tenía «tan gordo como maroma»; pero lo curioso del caso es que, aunque al empezar la jornada primera sale el personaje calderoniano «en ábito de hombre de camino», de este disfraz no se trata nunca
21 Incluso parece que interviene «Rosaura» en una tonadilla: …a bien que para su desempeño cantará usted, como suele, la voz y los instrumentos tan acordes como están los lobos y los corderos.
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en la loa; bien es verdad que, al menos cuando se acataba la ley, la mujer vestida de hombre en las tablas no lo estaba más que de cintura para arriba para no enseñar las piernas «haciendo cosas —según decía un censor del XVII— que movieran a un muerto»; pero la Rosaura de Orán era un varón y, por ende, resulta lícito preguntarse si hubiera encajado en el título de la Novísima Recopilación relativo al decoro de las representantes; lo cierto es que lleva ropa femenil de arriba abajo y que parte de la jocosidad del diálogo procede del contraste entre el traje que lleva y el sexo a que realmente pertenece y queda puntualizado desde el quinto verso de la obrita. «Clotaldo» la llama «muñeco de los diablos»; Basilio, «Señora Rosaura»; el gracioso hace monadas imaginándose revestido —valga la palabra— del papel de su ama; y ésta hace hincapié en que es dama, en el sentido aureosecular de la voz, y reclama privilegios de tal. Es de suponer que la especialización en papeles femeninos de este desterrado oranés debía de suscitar esa clase de bromas también fuera del tablado, y que la mentalidad de la época no debía de ayudarle en su desempeño. Buen testimonio de ello nos lo da por ejemplo el sainete de Cruz La comedia de Maravillas, en el —mejor dicho: en la— que un sastre catalán, representado por el actor Julián Callejo, hace el papel de la Auristela de Afectos de odio y amor y nos dice que un anciano ha de encarnar a Cristerna. Haciéndoles pedir anticipadamente «perdón de sus faltas» a sus actores, García de la Huerta nos permite de rechazo formarnos una idea de cómo concebía la caracterización de los personajes calderonianos, por una parte, y, por otra, la actuación de los cómicos encargados de darles vida, dictando indirectamente un brevísimo cursillo de declamación y, según decían entonces, de pantomima. Se evoca a Molière y a los cómicos franceses Michel Baron, la Du-mení (Dumesnil) y la Clairon «y todo el resto / de Actrices sobresalientes / que de la fama los ecos / preconizan por el orbe», pero es para afirmar que en la actualidad los españoles han logrado superarlos, al menos según el «metteur en scène» Huerta, y por lo mismo alentar a los miembros del equipo. El papel de barba que corresponde a Basilio, calificado, como sabemos, de viejo y caduco por su hijo en la jornada segunda, requiere, pues, «para hacerle perfecto /… la bien fingida / ancianidad del aspecto», por lo que es menester en primer lugar que los movimientos sean torpes, pero siempre
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De García de la Huerta con nobleza; que el extremo de ridículo no toque la voz con el fingimiento de trémula; que el reposo en la expresión, el sosiego en las respuestas e instancias, la gravedad en el gesto, la seriedad en el trage la sencillez del aseo de la persona, y en fin que todo indique el sugeto, la calidad y carácter
que finge el caballero u oficial de la compañía teatral. El cuanto al que ha de hacer el papel de Segismundo y suele representarlos de príncipes,22 lamenta carecer de todas las circunstancias propias del galán, es decir, que no tiene ni persona theatral, ni aquel exterior aspecto heroico, noble y grave ……………………. la soltura de los miembros, el aire de las acciones, la libertad, el despejo, y otras dos mil circunstancias…
«La uniformidad del eco» de su voz tampoco corresponde a la declamación teatral correcta, y se le nota a veces frialdad cuando debería «mostrar ímpetu y violencia» en los sentimientos. Por último, no está seguro de «vestir con propiedad» por más que se esmere, ni a sus afectos los sabe acompañar con «la expresión / de las manos y del gesto», llegando incluso a afirmar que para papel primero es tan propio «como para / Emperador de Marruecos». Estas autocríticas, que sobrepasan en modestia y humildad los tradicionales llamamientos a la indulgencia del público en las obritas de esta
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Veo que mis movimientos no tienen la magestad que requieren los sugetos que suelo representar. (p. 107)
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clase, se explican por la admiración que suscitó la función anterior, en la que también se representó La vida es sueño con general aplauso, dice «Rosaura», pero por una compañía al parecer venida de fuera, y que por lo mismo debía de estar compuesta por profesionales, ya que por otra parte se elogia en ella «el primor, / la gallardía, el despejo, / la finura, la expresión, / las acciones, los afectos; / finalmente todo quanto / hai de gracioso y perfecto / en el arte, como suelen / decir ahora…».23 Recordemos que durante el gobierno del antecesor de Alvarado actuaba en Orán una «troupe» permanente venida de España. Así se explica, creo yo, la fuerte y desusada aprensión de los actores locales al relevar a unos profesionales, exponiéndose a unas comparaciones poco halagüeñas por parte del público. No deja de llamar la atención que, cuando a todos ellos se les designa con el nombre de los respectivos protagonistas calderonianos, sólo a uno se le llama por su nombre verdadero: Luna;24 éste es el que ha de hacer el papel del anciano Clotaldo; ¿será mera casualidad esa distinción? ¿O se tiene que relacionar con el nombre de aquel Joaquín de Luna, padre de la célebre Rita, que, según Cotarelo, hacía barbas y en 1778 dirigía una compañía en Alicante?25 No escribe Huerta que toda la compañía de Orán representó en la reposición de La vida es sueño, sino que en la representación «entraron varios Caballeros y Oficiales». ¿Quién sabe si no aprovecharía el comandante general el paso de unos cómicos de la metrópoli para fomentar alguna emulación en sus «alumnos»? Esto es lo que parece desprenderse de la arenga de Huerta dirigida a «Rosaura», y que suena a elogio indirecto de las compañías españolas modernas, que nada tienen que envidiar a las mejores de allende el Pirineo; dice así el cómico refiriendo las palabras de don Vicente: «En el lugar, a Molière habrá quien note mil yerros. Baron un niño de teta sería si en nuestros tiempos volviera. La Du-mení, la Clairon y todo el resto de Actrices sobresalientes que de la Fama los ecos
23 P. 101; véase también p. 103. 24 P. 96. 25 Cotarelo (1899a), pp. 543-544.
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De García de la Huerta preconizan por el orbe, ya no suponen un bledo para lo que hai en España»; y en fin después de un inmenso catálogo de apellidos revesados y extrangeros, que ni yo sé pronunciarlos ni es posible retenerlos en la memoria, acabó con poner por esos cielos a los señores que han dado la última función, haciendo mofa de todos nosotros…
La tonalidad general de esta loa o introducción,26 dialogada o «entremesada», en verso de romance, es parecida a la de un sainetillo de costumbres teatrales, podríamos decir, divertida y familiar, aunque sin caer verdaderamente en la vulgaridad; por el contrario, si bien empieza como un intermedio con un diálogo animado y réplicas relativamente breves en las que predomina la tonalidad cómica —unos 150 versos—, se va convirtiendo en petición indirecta de benevolencia y alabanza del comandante general, que es la loa propiamente dicha, con tono más pausado y parlamentos generalmente de mayor extensión —de 200 a 250 versos—; los actores interpretan sus propios papeles, como en muchas obras del teatro menor, pero llevan ya puestos los trajes de las «personas» de la comedia calderoniana que ha de seguir, como protagonistas de la obra que anuncian; de ahí que el reparto de La vida es sueño haya sustituido a la lista de los miembros de la compañía en la edición de Sancha (a Rosaura se la trata naturalmente como a mujer en las acotaciones, que no oyó el público, pero como a hombre en el diálogo). Así se crea, pues, o se intenta crear, cierto ambiente de familiaridad y connivencia entre el escenario y el público, a quien se dirigen varias veces los actores, para facilitar por lo mismo la indulgencia de éste. Pero, si lo enfocamos con el rigor de la óptica neoclásica, no cabe duda de que la inevitable anulación del distanciamiento entre la figura y el figurado, según decían, entre el actor y el protagonista que le correspondía, y, por encima, el descenso anticipado, en cierto modo, y desde el principio, de dichos protagonistas al nivel de personajes
26 Se escribe esta palabra en la página 110.
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de entremés o sainete, que dan tropezones o salen a medio vestir, como Clarín y Segismundo, echan «más porvidas y reniegos / que cochero en día de lluvia», como el «gran Basilio», o se quieren expresar a puñetazos y patadas (recuérdense los clásicos palos del entremés), como Clotaldo, quien, si bien se mira, refleja la brutalidad de su discípulo en el drama aureosecular, son elementos todos que debían de surtir un efecto análogo, para un partidario del decoro dramático, al que producía la salida en traje de pillo sainetesco del actor que poco antes hacía de príncipe en la jornada de la comedia heroica o tragedia y había de calzar otra vez el coturno al concluirse el intermedio. Y, por último, tampoco carece de interés el autorretrato mental que dibuja Huerta por boca de «Rosaura» al exponer este cómico los motivos de su desaliento ante las reconvenciones de su «director de escena»; todos sabemos que el autor de Raquel, a partir de su llegada a Madrid de regreso del destierro (e incluso antes de él, con Aranda…), no tardó en manifestar una actitud intransigente que le enemistó con varios autores (conocidísimo es el lance de La Música de Iriarte), iniciando una serie de polémicas que concluyeron con su muerte. Veamos, pues, cómo el académico desterrado García de la Huerta, al parecer no desprovisto de lucidez, se autodefine ya en esta loa: la heroína calderoniana, mejor dicho, el caballero «de henaguas y bisoñé» que se resiste a encarnarla, se queja de ese diablo que con su maldito genio agrio y descontentadizo aburrirá al mundo entero,
a lo cual contesta «Basilio» que eso no es verdad, sino que Huerta «es templado y suave…», aunque «como zarzal en invierno». Bien es cierto, en cambio, que cuando «gruñe y rabia / con todos», según «Astolfo», sólo es para sacar el mejor partido de las dotes de los cómicos. El caso es que esa «cara / de quien no tiene dinero», ese carácter áspero que le hace poner ya como chupa de dómine a los inhábiles intérpretes del admirado Calderón, llegando a tratarles de «zarramplines chuchumecos», anuncia en cierto modo, y con varios años de anticipación, la imagen del solitario y huraño polemista que nos han transmitido los contemporáneos de los postreros años de su vida y ha eternizado la Historia, y que en julio de 1778, poco después de su regreso a Madrid, no podía dejar de exclamar:
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De García de la Huerta Y tú, oh lira, que diste a los albogues De incultos bereberes armonía, Cuando, escuchando desusados tonos, Admiró Orfeos la feroz Numidia, Al peine de marfil el dúctil oro Presta fácil, y pronta resucita Del polvo en que has yacido, infelizmente Envuelta de tu dueño en la rüina.27
27 Endecasílabos recitados en la Real Academia de San Fernando en la Junta general que se celebró para la distribución de premios el día 25 de Julio de 1778, BAE, LXI, p. 219.
LA RAQUEL DE HUERTA Y LA CENSURA* Cuando la Raquel de García de la Huerta se estrenó en Madrid, en 1778, permaneció en cartel durante cinco días escasos, desde el 14 hasta el 18 de diciembre inclusive. Es poco tiempo; menos incluso de lo que duraban bastantes obras del siglo XVII que se seguían representando en los escenarios en la segunda mitad del XVIII. Y, sin embargo, si hemos de prestar fe a las historias de la literatura, la tragedia huertiana debió de alcanzar un éxito notable. El único medio de comprobar la exactitud de esta afirmación, que se remonta al mismo Huerta, sería consultar las cuentas que mencionan las recaudaciones diarias alcanzadas por las representaciones de la obra. Pero tanto éstas como las de las tres primeras semanas de diciembre han desaparecido, con excepción de las relativas al patio, gradas y cazuela, o sea, la parte más popular, o menos «distinguida», del concurso; y esto basta para concluir, provisionalmente, que si la obra resultó atractiva durante los cuatro primeros días, al menos para estas categorías de público, ya se advierte el quinto y postrero algún desvío entre dichos espectadores. Nos quedan las copias y las ediciones: según la Advertencia del autor al tomo I de su Obras poéticas publicado en 1778, se sacaron supuestamente
* Este artículo es, o más bien fue, primero, ponencia leída en el Congreso Nacional de Hispanistas Franceses, Dijon, 1973, publicada el mismo año en las Actas mecanografiadas de dicho congreso, impresas luego con el título Le 18.e siècle en Espagne et en Amérique latine, Dijon, 1987, donde ocupa el texto las pp. 5-32 (sigue un intercambio de ideas sobre Raquel, pp. 33-46). La versión castellana, debida a mi llorado amigo Manuel Martínez Azaña, apareció en la Hispanic Review, primavera de 1975, pp. 115-139, y se reproduce aquí con algunas enmiendas que han parecido necesarias después de tantos años. Puede consultarse además mi reciente 4.a edición, corregida y puesta al día, de Raquel, Madrid, Castalia, 2002 (Clásicos Castalia, 28).
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más de dos mil copias del texto de Raquel. Lícito es preguntarnos de qué fuente provenía la información de don Vicente… Lo cierto, en cambio, es que las copias que se han conservado y las reediciones sí son bastante numerosas. Además —y sobre esto no existe la más mínima duda—, la Raquel produjo un gran impacto en su época, incluso después de muerto el autor. Por último, fue a causa de una orden del corregidor, y no por falta de público, por lo que el 18 de diciembre tuvo la compañía de Martínez que cambiar de programa, con un pretexto a todas luces poco convincente.1 ¿Cabe, pues, inferir de estos elementos relativamente contradictorios que, por una parte, la obra tuvo tanto en 1778 como posteriormente un éxito innegable y que, por otra, dicho éxito no era del agrado de las autoridades de la capital? El texto de la copia manuscrita que obró en poder de la compañía de Martínez en diciembre del 78, a diferencia del que fue publicado poco antes del estreno en el primero de los dos volúmenes de las Obras poéticas del autor, y que, sin duda alguna, no estaba destinado al mismo público, contiene supresiones excepcionalmente numerosas e importantes: 735 versos de un total de unos 2300, o sea, casi la tercera parte de la obra o el equivalente a una jornada, de las tres que componen la tragedia. Sin embargo, no se trata de un ejemplar manuscrito presentado a censura, ya que en la última página no figura la aprobación debidamente firmada y refrendada, sino de una copia en la que, según costumbre, han sido reproducidos en primer lugar los corchetes marginales con los que el censor solía señalar los pasajes que debían suprimirse, y en segundo lugar se han introducido algunas modificaciones de menor importancia debidas más a las necesidades de la puesta en escena que a la censura propiamente dicha.2 Pero estas supresiones ¿se llevaron a cabo verdaderamente en 1778? Sobre este punto me da la sensación de haberme mostrado un tanto lacónico o, lo que para el caso es lo mismo, afirmativo en exceso, en un anterior trabajo dedicado al autor que estudiamos.3 En efecto, si el manuscrito fue utilizado sin duda alguna por la compañía de Martínez en la fecha 1 Véase René Andioc (1970), p. 345. La orden de cambio de programa en el Príncipe, oficialmente destinada a honrar a la corte que llegaba a Madrid, no se aplicó al coliseo de la Cruz… 2 BMM, 1-79-6. 3 René Andioc (1970), p. 347.
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indicada (los nombres de los actores se añadieron entonces, colocándolos frente a los de los personajes que interpretaban, y el actor Robles, que hacía el papel de Garcerán, abandonó la compañía al año siguiente para ingresar en la de Juan Ponce), no es menos cierto que el traslado de los corchetes marginales fue efectuado en 1809, antes de la reposición de la obra, programada para el 11 de diciembre de aquel mismo año en el teatro del Príncipe: el apuntador de la época de José Bonaparte señaló todas las salidas a escena de sus compañeros, que tienen por nombre Máiquez, González, Ortigas, Antonio Ponce, Fabiani; y, por otra parte, estas notas fueron escritas con la misma tinta y por la misma mano que puso los corchetes que prohibían a los actores la declamación de los pasajes afectados. Entonces, ¿no fue censurada Raquel en 1778, sino sólo en 1809? A mi juicio, esto es imposible. En primer lugar, la desaparición de la censura de una obra del siglo XVIII —que no podía ser representada sin este requisito previo— no tiene nada de excepcional, muy al contrario, y el examen de una obra que estuviera en trámite de publicación, como ocurría con Raquel en el momento del estreno, no la dispensaba de ser sometida a la apreciación de otro censor antes de ofrecérsela a los asiduos de los teatros. Por otra parte, y como ya he señalado en otro lugar, todo induce a creer que el hecho de retirar la Raquel de las carteleras al cabo de cinco días de representación en 1778 no fue más que una prohibición disfrazada: será necesario esperar hasta la temporada 1801-1802 para que una nueva tentativa sea hecha por Máiquez para representarla en Madrid, pero tropezará con la negativa de la superioridad. La reposición de la tragedia no se verificará hasta diciembre de 1809; de manera que esta constante desconfianza de las autoridades gubernamentales debilita notablemente la hipótesis de la representación de una Raquel intacta en tiempos de Carlos III. Por último, en la medida en que tampoco parece que exista un ejemplar manuscrito que contenga las anotaciones y la aprobación firmada por un censor de 1809, no será aventurado pensar que en este corto período, aún relativamente turbado pese a una vuelta provisional a una vida normal aparente,4 se trasladaron a la copia manuscrita que databa del estreno de la obra como se solía hacer con bastante frecuencia en aquella época, las señales marginales puestas por el censor de 1778 en el ejemplar que le fue remitido para censura y que no ha llegado a nuestras manos. 4 Sabido es que Napoleón vino personalmente a tratar de enderezar la situación a fines del año anterior.
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De todos modos, como tendremos la posibilidad de ver más adelante, no dejan de llamar la atención en primer lugar la constancia y la semejanza de las críticas a que dio lugar la tragedia de que hablamos, desde 1778 hasta la guerra de la Independencia e incluso más allá de ésta; además, un gran número de partidarios del neoclasicismo, seguidores del Intruso, ejercían aún en 1809 altos cargos (contentémonos con mencionar a Urquijo, primer ministro en aquella época, y a Moratín, el cual, unos meses antes, debió de participar en la redacción de un plan relativo a la administración de los teatros5 y formó parte, a finales del año siguiente, de una comisión encargada del examen de las obras dramáticas, junto con Meléndez Valdés y Estala, principalmente).6 Por último, si la situación de la España de 1809 no se puede comparar a la del primer decenio del reinado de Carlos III, durante el cual fue escrita Raquel, no es menos cierto que la tragedia huertiana enfrentaba a los partidarios de un poder opresor con los campeones de la «libertad», aristócratas aliados con el pueblo, del mismo modo que la guerra de la Independencia enfrentaba a la tiranía —extranjera por añadidura, como la que ejercía la amante de Alfonso VIII— con los españoles que la sufrían. Si bien unas mismas palabras, a treinta años de distancia, no traducían rigurosamente unos mismos conceptos, ello no quita que la terminología de los partidarios y adversarios del régimen josefino ofrece una serie de analogías evidentes con la de sus homólogos de nuestra tragedia o los de la época de Esquilache: para convencerse de ello, basta hojear, por una parte, la muy oficial Gazeta de Madrid, que arremete contra la «revolución popular» y el «furor aristocrático de las clases privilegiadas»,7 y, por otra parte, las proclamas de la Junta Suprema por Quintana o Martín de Garay, quienes rechazan, después de las de Godoy, las «ignominiosas cadenas» de la «tiranía» en nombre del «honor ultrajado».8 Conviene preguntarnos, desde luego, si a Máiquez sólo le importaba el interés dramático, y no el alcance político, de la obra cuando quiso representarla bajo el gobierno de José I. Vemos pues que Raquel, a pesar de los años, continuaba siendo una obra de actualidad, aunque ello supusiese ya un cambio de función, cambio aún más comprensible en 1813, fecha de otra reprise, y, como fácilmente puede concebirse, en 1821. 5 6 7 8
E. Cotarelo y Mori (1902), p. 299. G. Demerson (1962), p. 314. N.o del 26 mayo de 1809. A. Dérozier (1968-1970), II, pp. 165 y ss.
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Después de esta un tanto larga pero necesaria introducción, quisiera tratar de ver si el estudio de los principales pasajes censurados, que podemos clasificar en tres categorías distintas, si bien existen numerosas interferencias en ellos, permite aclarar algunas de las razones que ocasionaron su supresión y la cortedad de la carrera teatral de la obra, al menos en las salas públicas. En suma, ¿es posible llegar a una mejor comprensión del sentido que Huerta dio a su Raquel y del que le dieron sus contemporáneos? Digamos, en primer lugar, que sus 2316 endecasílabos convierten a la Raquel en una obra de duración bastante superior a la media general. Entre las tragedias contemporáneas —en endecasílabos, naturalmente—, la Hormesinda y el Guzmán el Bueno de Nicolás Moratín contienen, en números redondos, 1570 y 2200 versos respectivamente; la Numancia destruida de López de Ayala, 2000; más tarde, El Adriano en Siria, de Zavala y Zamora, sólo alcanzará 1800 versos, y Eurípide y Tideo, de Concha, tendrá la misma extensión que la Hormesinda, es decir, 1570 versos, apenas un poco más que la Raquel amputada en un tercio. El Pelayo de Quintana, estrenado en 1805, contiene menos de 1500. Unas comedias heroicas como Aragón restaurado por el valor de sus hijos, de Zavala y Zamora, o la Emilia, de Valladares, en versos de romance mezclados con algunos endecasílabos, alcanzan 2990 y 2750 versos, lo cual equivale aproximadamente a unos 2170 y 2000 endecasílabos. Así pues, el texto de Raquel debió de sufrir ciertas podas en algunos de los pasajes de orden secundario, cuya supresión no afectaba de manera importante a la comprensión general de la obra; y esto, con el fin de que el conjunto de la función no sobrepasara las tres horas que constituían el máximo de tiempo habitual, y legal, de una representación. A este respecto, me parece significativo que en 1778 sólo un sainete —y no, como en la mayoría de los casos, un entremés y un sainete— fuera previsto como complemento de la obra principal, digo la Raquel (esto, naturalmente, antes de la devolución de la obra por los servicios de la censura, lo cual solía en general hacerse poco tiempo antes de la representación, cuando no el mismo día).9
9 Lo cual, por otra parte, tampoco nos impide considerar la presencia de un solo sainete como un argumento a favor de la hipótesis de una Raquel estrenada sin importantes lagunas en su texto; pero téngase en cuenta que el sainete El triunfo del interés, de Cruz, representado como fin de fiesta, era de los más largos de su género (726 versos), y por algo sería.
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Y, en efecto, desde la primera jornada, y por no citar más que los ejemplos más significativos, un monólogo de 24 versos, declamados por la heroína en presencia de otro personaje (versos 315 a 338, cuya cita no creo útil),10 perdió cerca de la mitad de sus endecasílabos. Los versos que faltan constituyen una glosa parcial de los que les preceden, y de ahí que no contribuyan en nada esencial a la caracterización de Raquel, aunque su presencia no esté desprovista de interés, principalmente en lo relativo al estilo y, por lo tanto, a la personalidad del autor. En la jornada segunda, otro monólogo, perteneciente a Rubén, ha sido cortado en más de la mitad (16 versos de un total de 28) por razones semejantes a las anteriores (versos 169 a 195). Un poco más adelante, el mismo personaje sufre una amputación de su texto por limitarse a repetir en seis versos lo que acababa de decir, y muy bien, por cierto, en ocho. Bien mirado, lo mismo puede decirse de la mayor parte de los pasajes suprimidos en el largo parlamento (97 versos) de Raquel, cuando ésta trata, en la misma jornada, de reconquistar a su real amante (432-528). Y aún hay otro monólogo, el de Alfonso VIII, en la jornada segunda (277-334), del que no quedaron más que 12 versos de los 58 que tenía, monólogo en el que se anuncia el cercano cambio de opinión del monarca: éste desarrolla en él el tema del «beatus ille» para expresar los tormentos que le causa la razón de estado, en cuyo nombre firmó el decreto de destierro de su amada: ¡Oh suerte miserable de los reyes, cuán vanamente el fausto os lisonjea si juzgáis os exime de cuidados el poder, la corona y la opulencia! ………………………………………………. ¿Pues qué sirve el poder en los monarcas ……………………………………………….. ¿Qué sirve a la corona si su engaste ……………………………………………….. ¿Para qué es la opulencia………………. ……………………………………………….. ¡Oh fortuna envidiable del villano contento en la humildad de su bajeza, y libre de los sustos y desvelos que de continuo al poderoso cercan! ……………………………………………….. 10 Remito a la edición de Clásicos Castalia, en la que van señalados los versos censurados.
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¡Cuán libremente sus deseos goza el simple labrador, cuya pobreza ni excita emulación en sus iguales ni en los más poderosos competencia!
En este caso, como en otros muchos, la supresión de las cuatro quintas partes del parlamento responde, en primer lugar, al deseo de acortar lo que en fin de cuentas no es sino una variedad de glosa, aunque esta glosa sirva para informarnos de los sentimientos que van a desembocar en la revocación dramática del edicto de expulsión. Pero en este caso, y la cosa no es tan infrecuente, puede que otras razones hayan llevado a efectuar ciertos cortes importantes: este pasaje, esencialmente lírico (en su mayoría compuesto por exclamaciones e interrogaciones), ha sido considerado indudablemente como un aditamento incompatible con una determinada concepción de la verosimilitud trágica. Meléndez Valdés, en carta dirigida a Jovellanos el 16 de enero de 1778, escribía a propósito de esta tirada que «Alfonso se explica con mucha bambolla y son unas cuartetas muy torneadas las de su razonamiento sobre los cargos de la diadema».11 No vio más que grandilocuencia donde Huerta y sus admiradores veían la marca de lo sublime. Por otra parte, no puede descartarse que este cuadro poco halagüeño de la realeza, descrito por el rey en persona, fuera susceptible de cierta actualización. Y, en diciembre de 1809, lo era con toda evidencia. Finalmente, existe un pasaje al que expresamente se le criticaron sus dimensiones excesivas: el que enfrenta a Raquel con los conjurados que vienen a matarla y a los que vemos, como dice Forner en 1786, «como si fueran a sustentar unas Conclusiones sobre su muerte, ponerse muy a propósito y con gran pachorra a disputar con la que van a matar y andar en dimes y diretes sobre si “has de morir, no he de morir”, gastando en la cuestión más de ochenta versos».12 Precisamente a partir del verso «¿Que en fin he de morir?», pronunciado por Raquel, fue cuando el diálogo empezó a ser aligerado. Una vez herida, la judía todavía llama en su auxilio durante largo tiempo a Alfonso e incluso halla fuerzas suficientes para dirigirse al trono y rogarle que la sostenga durante su agonía. Se ahorró la mitad del parlamento ante los espectadores: ocho años después del estre-
11 BAE, LXIII, p. 79. 12 Forner (1786), p. 125.
no en Madrid, escribía Forner del creador de Raquel que «cual barbero bisoño / la fue desangrando a pausas».13 Pero la crítica del futuro fiscal del Consejo de Castilla no se dirige esencialmente a la prolijidad como tal: juzga, en efecto, que unos sediciosos —la palabra es de él— no se entretienen discutiendo de este modo con su víctima sobre la justicia o injusticia de su acto, sino que matan, como unos asesinos que son, sin mostrar esa «flema» que les caracteriza en la obra.14 Huerta contestará con vigor que en modo alguno son asesinos, y que hay que tener mala vista, como
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En primer lugar, se censura lo que el erudito napolitano Napoli Signorelli, amigo de los Moratines, llamaba en aquel entonces despectivamente «alchimia del passato secolo».15 En la jornada segunda desaparecerá por lo tanto una serie de «imposibles» a los que la poesía del Siglo de Oro nos tiene acostumbrados: Cuando Alfonso otra vez sólo por ellas la guerra declarara al Universo, del Tajo undoso la dorada vena retroceder hiciera hacia su origen, la noche en claro día convirtiera, tanto en tan breve tiempo se ha mudado.
Podemos relacionar con el ejemplo anterior este otro fragmento, cuya declamación se prohibió a Rubén, y en el cual, una vez más, se practica el culto a la imagen por la imagen: …si cuantas perlas el Oriente envía, cuanto oro Arabia tiene, el Catay sedas, púrpuras Tiro, olores el Sabeo, el Turco alfombras, el Persiano telas, cuanto tesoro encierra en sus abismos el hondo mar, y cuanta plata cuentan sudaron los famosos Pirineos cuando Vulcano liquidó sus venas; si todo esto, Raquel, te ofrecieran…
En cuanto a los «vapores que a los ojos ha exhalado / la amante llama que en mi pecho abrigo», tampoco pudieron conseguir benevolencia del censor; esto es lo que Napoli Signorelli consideraba como un «contrabando Gongoresco ridicolo nel secolo XVIII, ed assai più nel genere drammatico».16 Lo de «muriendo vivir en esta ausencia», de que la poesía profana y la religiosa hicieron antes el uso que sabemos y que Huerta utiliza con todas sus variantes, se ha convertido en: «Y a morir desta ausencia me condeno». Y, por último, llegamos ya a la larga lamentación de Alfonso ante el cadáver de la hermosa Raquel:
15 Napoli Signorelli (1790), VI, p. 41. 16 Ibídem, p. 37.
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De García de la Huerta Raquel mía, mi bien, ¿quién de esta suerte de púrpura tiñó las azucenas? ¿Cuál fue el aleve, cuál el fiero brazo que la flor arrancó de tu belleza? ¿Qué tempestad furiosa descompuso tu lozanía? ¿Qué envidiosa niebla abrasó los verdores de tu vida? ¿Qué venenoso aliento, qué grosera planta infame ultrajó tus perfecciones? ¿Quién el cobarde fue que en tu inocencia ensangrentó el acero?………………… ………………………………………. ¿Qué es aquesto, dolor? ¿Qué es esto, ofensas?
Martínez de la Rosa, que no encuentra más que dos palabras para calificar este parlamento: «afectación» y «artificio»,17 opina que no es éste el tono que conviene a la situación. En este pasaje, cuyo patetismo se conjuga con el lirismo y el énfasis, la falta de naturalidad proviene, a sus ojos, precisamente de la intrusión del lirismo y el énfasis en el estilo trágico. Así pues, nos hallamos en presencia de un estilo que los neoclásicos consideraban arcaico, retrógrado, por una parte, e inútilmente ampuloso, por otra, puesto que tal era entonces el sentido que tenía para ellos el culteranismo, cuyos frutos tardíos, confesémoslo, no fueron los mejores, lo cual contribuyó a fortalecer un nuevo interés por cierta sencillez ornamental. Por otra parte, nuestro censor arremete contra los pasajes cuya grandilocuencia tiene sin duda alguna por excesiva, y que se caracteriza por el recurso a la anáfora, la acumulación de sustantivos, en una palabra, por la amplificación oratoria y otros procedimientos que Huerta utiliza abundantemente en su tragedia. Por ello eximieron a Rubén de la obligación de declamar el pasaje siguiente, que corresponde a la jornada segunda: …ni se puede borrar tan brevemente la estampa que en el pecho dejó impresa pasión tan generosa; pues no bastan sustos, temores, sobresaltos, penas, disgustos, amenazas, desventuras, ni cuantos males la naturaleza por mayorazgo repartió a los hombres a retraer a quien amó de veras. 17 Martínez de la Rosa (1827), II, p. 276.
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Casi a continuación, Raquel declaraba a su consejero: …hasta que llegue el lance que meditas, los aires henchiré con mis querellas, molestaré la tierra con mis voces, y aun sembraré en los cielos mis endechas.
Durante la representación, consiguió contener sus «voces» y sus «endechas», contentándose con proferir sus «querellas». En la misma jornada, declara a su rey que ……………………..ni el tiempo, destierro, ausencia, penas ni martirios, recelos, amenazas ni desastres, ni de la muerte el riguroso filo, serán bastantes a borrar del pecho …………………………………. la imagen vuestra………………
Considerando el censor que nueve obstáculos eran demasiados, no dejó más que dos. Citemos también, pero menudean los ejemplos, estas dudas de Alfonso, situadas después de la tirada anterior, y que quedaron reducidas a la mitad: ¿Yo, que Raquel se ausente pensar puedo? ¿Yo puedo proponerlo y consentirlo? ¿Yo, que aliento al influjo de su vista? ¿Yo, que en fe de que me ama sólo animo?
Por último, en el colmo de la desesperación, el rey quiere suicidarse, no sin dirigirse primero a su espada: acero noble, rayo que esgrimido de mi diestra blasones duplicasteis a Marte poderoso, ya os dedico a mejor ministerio: sed piadoso instrumento de amantes sacrificios. Y tú, Raquel…
Ni los espectadores ni la espada del monarca oyeron este apóstrofe; y, medio siglo después del estreno, el clásico Martínez de la Rosa escribía que se trataba de un pasaje «lleno de afectación y frialdad», dos términos que, según ya hemos visto, utilizaba también Meléndez Valdés para calificar el
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no menos patético parlamento de Raquel moribunda. Y añadía: «un retórico presumido usa de esos melindres, no un amante frenético».18 De esta terminología («afectación», «melindres»), retengamos la idea esencial de exceso que pone en evidencia. El mismo Meléndez decía de Alfonso que sus cuartetas estaban «muy torneadas» y que se expresaba «con mucha bambolla». La «bambolla» es principalmente la «pompa», según la define el Diccionario de Autoridades, esa «pompa» que Martínez de la Rosa denuncia igualmente como una «exageración presuntuosa»19 en la tragedia que vamos estudiando. ¿Qué quiere decir esto? Simplemente que ambos críticos, uno en 1778 y otro en 1827, desde luego, pero aún influido por el neoclasicismo, no comprenden ni admiten ya ese estilo que consideran desprovisto de autenticidad («frialdad»). Lo que para Huerta llevaba la marca de lo excepcional, ellos lo denuncian como un exceso. Un estilo, pues, que se define a la vez como excesivo y arcaico. Y ocurre que precisamente en este exceso es donde Martínez de la Rosa ve la marca de la comedia heroica, portadora de valores del pasado. ¿Y no constituye justamente un elemento típico de la comedia heroica del siglo XVIII, si bien se remonta al siglo anterior, este diálogo «jadeante» que viene a continuación, ejemplo de los muchos que Moratín recogió con el único fin de burlarse de ellos? Álvar. Éste es, Alfonso, el bando… Mas ¿qué veo? García. El obsequioso pueblo… Mas ¿qué digo? Álvar. ¿Es ilusión? García. ¿Es sueño?
Pero no se trata solamente de semejanza en lo que a la forma se refiere. La comedia heroica del siglo XVIII lleva consigo, más o menos degradados, los valores caballerescos que seguían entusiasmando a buen número de espectadores madrileños, con gran descontento de la autoridad, para quien la afirmación y exaltación del yo, base de la moral aristocrática, no debían ya manifestarse por el rechazo a la ley común, o, dicho sea de otro modo, para quien un acto excepcional, llevado a cabo dentro de aquel contexto de domesticación de conciencias, se reducía a un exceso y, por lo tanto, a un delito. Y ésta es la razón por la que Forner, según ya hemos 18 Martínez de la Rosa (1827), II, pp. 271 y 276, respectivamente. 19 Martínez de la Rosa (1827), II, p. 271.
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visto, califica de asesinos a esos héroes que, ávidos de excepcionalidad («la mayor lealtad en la osadía»), quieren salvar al rey matando a su amada. Acabamos de evocar la mentalidad aristocrática tradicional. De ella y no de otra cosa se trata aquí. En efecto, vemos dibujarse en filigrana, a través de esta censura de ciertos «excesos» verbales, de ese culto al verbo y sobre todo al verbo altanero, una actitud que desborda el marco de la simple estética dramática. Para persuadirnos, no tenemos más que ver la frecuencia con que se repiten los mismos términos que califican dicho estilo: «hinchado y presuntuoso», «entonación sobrado alta y arrogante», «mucha bambolla», «exageración presuntuosa», y contentémonos con evocar las sátiras contemporáneas que hacen de Huerta un paladín anacrónico, un nuevo don Quijote. Esta «pompa y lujo» del estilo de Raquel, esos versos «ampulosos, floridos y bien sonantes», según Menéndez y Pelayo, son lo mismo que aquellas «valentías, frases, artificios, figuras, primores y sonoras filigranas del idioma nuestro», que, nos dice «Erauso y Zavaleta»,20 caracterizan el estilo de Calderón, el cual simboliza a los ojos de sus admiradores —entre los que se halla el mismo Huerta— la nobleza, el espíritu caballeresco. ¿Y no es ya de por sí revelador el hecho de aplicar la palabra «valentías» a las «proezas» estilísticas? Esa «presunción» en el estilo, esa primacía concedida de hecho a la inspiración, al estro poético, al «acalorado ingenio» que Romea y Tapia atribuye a Calderón,21 no es otra cosa sino la expresión estética de una mentalidad rebelde a cualquier coacción. Así pues, cuando se censura ese estilo que Huerta considera el más apto para expresar la fogosidad aristocrática, la naturaleza fuera de lo común del héroe caballeresco, no es únicamente porque ya se haya dejado de concederle valor estético, sino también —y ambos aspectos están estrechamente vinculados— porque testimonia, en el terreno que le corresponde, la supervivencia de una mentalidad tenida no solamente por caducada, sino también por nefasta por los gobernantes y los escritores que gravitan en las esferas del poder. Pero aún hay más razones: gracias a su propio prestigio, esa estética se ha vulgarizado, en toda la extensión de la palabra, y es precisamente su 20 Discurso crítico… sobre las comedias de España, Madrid, 1750. Dedicatoria sin paginar. 21 Romea y Tapia (1963), p. 13
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«vulgaridad» la que los neoclásicos ponen en entredicho, del mismo modo que constatan, al tiempo que lo denuncian, que los bastardeados herederos de la antigua caballería son en la actualidad los aventureros, los toreros y los majos —a los que algunos aristócratas propensos al escapismo se esfuerzan en parecerse—, gente de baja extracción cuyo prestigio alguna relación tiene con su situación marginal. Ésta es la razón por la que Forner reprochaba a Huerta el haber cantado a Raquel «con voz de guitarra», instrumento popular del que nunca se separa el barbero y que el majo también sabe puntear. Este formalismo grandilocuente, por su aparente distinción, denuncia a los ojos de un neoclásico al hombre del pueblo, «que suele pagarse mucho de lo retumbante»,22 de la «bambolla», decía Meléndez valiéndose de una voz que el Diccionario de Autoridades califica de «baxa». Como podemos ver, se trata, en último análisis, y aunque no se concienciasen de ello algunos contemporáneos, de un problema político. Y ésta es la razón por la que el gobierno se convertirá en varias ocasiones en promotor de una reforma de tendencia neoclásica. Ese problema político es lo que conviene examinar a continuación. En primer lugar, parece que ciertos pasajes fueron suprimidos con el fin de evitar que el público viera en ellos una alusión a la situación interior de España. En todo caso, es muy probable que García de la Huerta, que escribió su tragedia mucho antes de 1772, o incluso de 1771, fecha de su primera representación en Orán,23 se refiriese a la época de Esquilache cuando hacía decir a Hernán García a partir del verso 39 de la jornada primera: Esperemos, sí, a ver con indolencia que en tan enorme subversión prosiga el desorden del Reino y su abandono, del intruso poder la tiranía, el trastorno del público gobierno, nuestra deshonra, el lujo, la avaricia…
El mismo ricohombre —y vale la pena señalar la coincidencia— fue de nuevo censurado cuando exclamaba en la jornada tercera:
22 Forner (1786), p. 89. Esto no es óbice para que un lector de principios del siglo se deje penetrar por el estilo de la Raquel… 23 Véase René Andioc (1988), p. 328, n. 17, y la ed. de Raquel citada en la n. *, in fine.
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[…] (¡Qué necio fuera quien esperara menos que pesares en tan infames días en que reina la iniquidad y están entronizadas la maldad, la injusticia y la violencia!) Di, Manrique, cuál es: nada me asusta, nada me admira ya.
Estos versos, igual que los anteriores, ¿cómo no habían de seguir siendo actuales en 1809? Pero no reside en esto lo esencial. A lo que el censor anónimo ha prestado más atención es, sobre todo, al personaje del monarca y a su comportamiento. En aquel período de absolutismo quisquilloso —Huerta acababa apenas de volver de un exilio que había durado unos diez años, condenado por una justicia a la que poco le importaban los derechos del reo—, había un determinado número de palabras y actitudes que el buen tono oficial no podía consentir en un rey de tragedia. Lo mismo ocurría en los tiempos en que la España sublevada se negaba a reconocer a aquel «rey de farsa», como había de denominarle Moratín, decepcionado por el fracaso del régimen josefino (y también cauto en su correspondencia). No se me olvida, por cierto, que a lo largo de todo aquel siglo XVIII los actores especializados en papeles de monarca no conocieron muchos momentos de descanso; la mayoría de ellos daba del personaje que encarnaba una imagen poco conforme a la que el absolutismo ilustrado se empeñaba en acreditar, y esto, naturalmente, con la complicidad de los dramaturgos populares y el asentimiento de la mayoría del público; las críticas de la prensa literaria, así como las censuras oficiales, nos han dejado abundantes testimonios de este hecho; los partidarios del régimen, como los del neoclasicismo, echaban pestes contra aquellos reyes a los que calificaban de «graciosos» o de «valentones». Pero, si bien se mira, la monarquía ganaba más de lo que perdía con aquellas obras, al fin y al cabo conformistas. Huerta, al contrario, nos presenta a un rey que a todas luces no es el héroe de la obra y que, además, no fue creado para suscitar la adhesión del público. Por esta razón, el actor que interpretaba el personaje de Alfonso tuvo que declamar una versión cuyo texto sufrió varias reducciones. El rey, sometido a dos fuerzas contrarias, razón de estado y amor, no para de gemir, de dudar, de volverse de sus decisiones; en suma, ofrece una imagen poco halagüeña de sus iguales; así pues, en la medida de lo posible, se
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abreviarán o suprimirán esas quejas y dudas. En efecto, el censor madrileño Díez González hacía notar, a propósito de un proyecto de representación teatral en Cuenca en 1802: «el poeta le finge tímido, inconsciente, obstinado, débil, vengativo, piadoso, con otras cualidades mutuamente contradictorias de que pudo libertarle…», y lamentaba que esas «flaquezas, si es que las tuvo [i.e., el verdadero Alfonso VIII], se renovasen al público».24 En lo que a la jornada siguiente se refiere, ya hemos evocado las razones que al parecer habían provocado el aligeramiento del largo desarrollo del tema del «beatus ille», o, dicho de otro modo, del «menosprecio de corte y alabanza de aldea»; todo induce a creer que no se fue insensible al hecho de que se trata sobre todo de «menosprecio de solio» más que de «corte», y esta pintura poco atractiva de su propio oficio de rey por Alfonso no tuvo probablemente la suerte de gustar. Un poco más abajo, el monarca vuelve a dar otra prueba de debilidad: incapaz de zanjar su dilema, pide a Garcerán que le mate. Esta puerta de escape a través de la muerte era condenable no sólo desde el punto de vista de la religión, sino también desde el político; puede decirse que casi es manía en Alfonso, el cual, ante la negativa de Garcerán Manrique, ruega ya a su dolor que ponga fin a sus días, antes de resolver por fin que lo más seguro es matarse él mismo; pero este suicidio fracasa también, lo que no impidió que en un primer momento lo hiciera desaparecer nuestro censor, lo mismo que las demás tentativas anteriores de quitarse la vida, y esto tanto más fácilmente, sin duda alguna, cuanto que va precedido de una grandilocuente invocación a la espada que ha de ser el instrumento del acto, según queda dicho ya.25 Esa debilidad se pone en evidencia en el pasaje —censurado, naturalmente— en que la judía amenaza con substituir al desfalleciente monarca y, cual nueva Semíramis, ir ella misma, con las armas en la mano, a castigar a los rebeldes. No había mejor forma de desacreditar a un hombre, y máxime a un rey, que colocarlo en situación de inferioridad frente a un ser socialmente inferior que le daba una lección de virilidad. Baste, para darse 24 Paula de Demerson (1969). Polémica acerca de la representación en Cuenca de El diablo predicador, de Belmonte Bermúdez. La superioridad solicitó el parecer del censor Díez González. 25 Finalmente se añadirá un verso nuevo: «Tú, Raquel, de mi muerte sé testigo (En ademán de echarse sobre la espada)».
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cuenta de ello, con pensar en la indignación que provocaban en los neoclásicos, muy puntillosos en lo que concernía a la jerarquía familiar, aquellas amazonas cuyas proezas guerreras relataban las comedias heroicas. Por último, un rey no podía, sin desprestigiarse, asesinar, aunque fuera en nombre de un amor cruelmente herido, al anciano Rubén, pechero encima. Santos Díez González clamaba en 1802: «¿Y qué diremos de matar el Rey con sus propias manos al confidente de Raquel?».26 Unos diez años después del estreno de la obra, el italiano Napoli Signorelli, amigo de los neoclásicos españoles, criticaba a Huerta por haber envilecido al rey haciendo que se manchara las manos con la sangre del anciano indigno y desempeñara el papel de verdugo. En 1827, Martínez de la Rosa advertía también que «desdora el carácter del rey verle mancharse con la sangre de un viejo débil y despreciable».27 ¿Se suprimió el asesinato en el estreno de la obra? Parece que así sería, puesto que, en la versión declamada por los actores, se limita Alfonso a arrancar el puñal de las manos de Rubén y a desear que «las lóbregas tinieblas / del infierno sepulten sus maldades», frase que en el texto original acompañaba al ademán homicida del rey y que parece reducirse ahora a una simple imprecación que no cuaja, podríamos decir, ya que el único verso pronunciado por Rubén en el instante de su muerte ha desaparecido también, así como, tal vez, desaparecería el personaje entre bastidores. La frecuencia de esas infracciones del decoro del monarca, lejos de ser fortuita, es, por el contrario, consecuencia de una opción política deliberada y de la necesidad de intentar demostrar lo justo de dicha opción. Aunque no es posible examinar aquí pormenorizadamente el problema político que plantea y resuelve Raquel, digamos brevemente que lo que en cierto modo quiere mostrar Huerta con los medios de expresión de que dispone es que el despotismo, entiéndase el absolutismo enfocado por uno de sus adversarios nostálgicos de la «anarquía» feudal, el despotismo como ejercicio de un poder personal que excluye toda referencia a leyes fundamentales, tiene como único motor las pasiones que esclavizan al que gobierna —pasiones simbolizadas en este caso por el dominio de Raquel sobre su real amante—, de manera que éste es incapaz de realizar una polí26 P. de Demerson (1969). 27 Martínez de la Rosa (1827), p. 276.
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tica consecuente; es un hombre débil, versátil, y ningún súbdito (es decir, en realidad, ningún noble de entre los más poderosos) puede considerarse fuera del alcance de la arbitrariedad real. Como escribía Díez González, la pregunta que se plantea en la obra, y a la que Huerta da una respuesta positiva, es la de «si la nobleza y el pueblo pueden y deben poner en razón a su Monarca valiéndose de la fuerza». En una época en la que Carlos III escribía como perfecto teórico del absolutismo: «el hombre que critica las operaciones del gobierno aunque no fuesen buenas comete un delito», y con más razón aún en un momento en que la España sublevada podía reconocerse en los «Castellanos» rebeldes de la tragedia, esta tesis no podía ser sino sediciosa, como afirman el mismo Díez, Forner, Sempere y algunos más. Muy significativo es que sólo en este punto Martínez de la Rosa, liberal exiliado por la reacción absolutista, discrepe en 1827 de sus antecesores, puesto que no pronuncia ni una palabra de reprobación hacia los rebeldes, así como tampoco oculta su admiración por Hernán García. A partir del verso 96 de la jornada primera, se suprimen todas las alusiones de Hernán García al dominio de aquella que, tratada por el autor de «infame muger prostituida», no conservará, después de censurada la obra, más que la primera de las dos cualidades enunciadas. La descripción, concisa pero sugestiva y obligadamente parcial del despotismo —la palabra es pronunciada por Hernán García—, desaparece porque lleva además consigo la afirmación de la esclavitud del rey y de su incapacidad para reinar. En estas condiciones, es comprensible que a los principales beneficiarios de este régimen, Raquel y su mentor Rubén, también les hayan cortado la palabra o, al menos, les hayan reducido el tiempo de sus intervenciones, cuando evocan ellos mismos la sumisión del monarca a la voluntad de una amante sin escrúpulos. Esta prohibición se concibe todavía mejor cuando los interlocutores son súbditos menos ilustres, como ocurre al principio de la jornada tercera. ¿Y cómo era posible tolerar cuatro versos en los que el propio Alfonso evoca su verdadera dimisión en favor de Raquel? Porque al final de la jornada segunda se trata, ni más ni menos, de una dimisión real, por no decir abdicación. En la escena siguiente (escena fundamental, puesto que va a desencadenar los acontecimientos dramáticos que desembocarán en el ya ineluctable desenlace), Alfonso traspasa los poderes a su amante y la sienta en el trono en su lugar, después de haber hecho aceptar a sus vasallos el silogismo siguiente:
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Alfonso. ¿Soy vuestro Rey? Manrique. Por tal os veneramos. Alfonso. ¿Sois mis vasallos? Manrique. Este distintivo nos honra. Alfonso. Y lo que yo sobre mi trono mandare y dispusiere, ¿no es preciso que todos lo obedezcan? Manrique. ¿Quién lo duda? Nadie debe excusarse de serviros. Alfonso. Está bien; y el vasallo que se opone al gusto de su Rey, ¿no es, decid, digno de la pena mayor, y por rebelde no se hace reo del mayor delito? Manrique. No hay duda. Alfonso. Pues supuesto que no hay duda, y supuesto también que es gusto mío, sabed que hoy en mi trono substituyo a Raquel…
Ésta es una imagen casi caricaturesca o, en todo caso, muy esquemática, del absolutismo, mas era necesario, digámoslo una vez más, que la escena impresionara el ánimo de los espectadores, y la óptica del teatro no permitía al autor utilizar muchos matices. Comentaba Díez González: «Esto, además de ser un hecho escandaloso, es una escena indigna de darse al público en los teatros de estos reynos».28 Y, en efecto, se suprimió dicho pasaje; mas no se podía evitar la entronización de Raquel, de manera que la escena quedó reducida a unos cuantos versos indispensables. Díez añadía en 1802 a propósito de esta peripecia: Es cosa muy ridícula y ajena a la gravedad trágica y carácter de un Rey de Castilla que éste coloque en el trono a su manceba un momento después de haberle representado el poeta en la firme resolución de desterrarla, movido de la razón, alboroto y disgusto de sus vasallos.
A través de estos dos ejemplos —e insisto en que hay más—, vemos cómo el juicio estético y el juicio político están estrechamente unidos. Es también iluminativo, a mi modo de ver, que la primera irrupción de los castellanos armados en el salón del trono, con Álvar Fáñez al fren28 Es sintomático que en dicho pasaje, del que no subsiste, después de censurado, más que la conclusión del silogismo, la voz «gusto», empleada tres veces con evidente intención («al gusto de su rey», «gusto mío», «si es vuestro gusto»), desaparezca completamente.
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te, esté totalmente suprimida. Naturalmente, era imposible evitar su reincidencia, puesto que son ellos quienes obligan a Rubén a que mate a la judía (observemos de pasada, y la cosa no es fortuita en modo alguno, que García de la Huerta, para preparar y justificar la reconciliación final del rey con sus ricoshombres, la reconciliación de las almas grandes momentáneamente desavenidas, ha tenido mucho cuidado en no hacer asumir a los nobles la responsabilidad directa de la muerte de Raquel, es decir, el crimen de lesa majestad; quien ejecuta el triste menester es un personaje genuinamente antipático y cobarde: Rubén). Así pues, la primera irrupción de los rebeldes en palacio fue censurada y con ella la profanación del lugar sagrado por los sublevados, que vulneraba gravemente el principio monárquico. Doce años escasos después del motín de Esquilache, nadie había olvidado todavía la amenazadora presencia de la multitud alrededor de la casa del ministro italiano y del real palacio; al año de estallar los de Aranjuez y del dos de mayo, el recuerdo de la conmoción popular también seguía muy vivo. El censor hizo lo posible por retardar al máximo la aparición de estos rebeldes; por esta razón, las órdenes que entre bastidores da Álvar Fáñez a sus hombres tampoco se oyen. Finalmente, lo que para Huerta, impregnado de aquel pensamiento aristocrático antiabsolutista, a pesar de pertenecer él mismo a la pequeña nobleza, lo que para Huerta, digo, es esencial (a saber: la reconciliación del rey con sus vasallos rebeldes, tras una desavenencia pasajera, es decir, de hecho, el reconocimiento implícito por parte del rey del error político que ha cometido al querer restringir el poder tradicional de la aristocracia), también fue cuidadosamente señalado con corchetes, esto es, prohibido, en el texto utilizado por los actores. De manera que no fueron declamados los cuatros versos siguientes del último parlamento del rey, en el que normalmente se saca la conclusión de los acontecimientos y que sirve en cierto modo de balance: Yo os perdono, vasallos, el agravio; alzad del suelo, alzad. Sírvaos de pena contemplar lo horroroso de la hazaña que emprendisteis en esta beldad muerta.
En el mismo parlamento, otros tres versos que disculpaban a los rebeldes desaparecieron también. Nada más revelador, adviértase, que lo de «Sírvaos de pena»: se trataba para el rey, y más exactamente para el autor de la obra, de hallar un
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medio para condenar, por razones de decoro, la ofensa hecha al principio monárquico con el asesinato de Raquel, o, digámoslo de otra forma, de salvar las apariencias, pero sin que el castigo final fuera ejecutado, so pena de contradecir una proposición constantemente presente en la obra, la de que los nobles y el primero de ellos, el rey, tienen intereses fundamentales comunes y, en lugar de combatirse, deben sostenerse mutuamente (entiéndase que el rey no debe vejar a sus aliados naturales, los aristócratas) contra el enemigo de clase, el pueblo. Se comprende, por lo tanto, que el pasaje más delicado, el de la última aparición de Álvar Fáñez, el más extremista de los ricoshombres rebeldes, así como la de los castellanos, poco antes de que el rey pronuncie los versos que se acaban de citar, fuese «encajonado», o sea, señalado con corchetes; el ricohombre más comprometido en la rebelión ya no tenía nada que decir. ¿Se quedó entre bastidores? Lo más probable es que se limitara a hacer una breve aparición muda junto a sus compañeros, ya que Manrique —y no ya todos los presentes, como quería el autor— pronuncia la oración fúnebre de Raquel, reducida a un solo verso.29 Así se evita también la necesidad de dirigir el rey un endecasílabo vengativo a los «traidores», acompañado de un ademán amenazador con la mano en el pomo de la espada, lo que hacía bastante inverosímil —se trata de verosimilitud e inverosimilitud comunes— el perdón que concede a los mismos traidores cuatro versos más adelante. Díez González, indignado por el rápido cambio de actitud de Alfonso, que pasa «en un momento indeliberadamente de la venganza al perdón de sus vasallos sediciosos», lo advirtió muy bien. Según el contexto, parece que se trata solamente de una crítica de orden estético; mas la presencia de la voz «sediciosos» establece de manera indiscutible una conexión interesante entre la condena estética y la reprobación moral, como diría Díez, política, diré por mi parte, de esta peripecia. La última escena del desenlace se halla por lo tanto considerablemente reducida; ya no queda sino la breve intercesión de Hernán García a favor de los conjurados y, sobre todo, estos cuatro versos de Alfonso: 29 Esta particularidad se omitió involuntariamente en la primera edición de Clásicos Castalia. Y se omitió también en las siguientes un dato al parecer poco conocido: en los Extractos de las Juntas generales celebradas por la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País en la ciudad de Vitoria por setiembre de 1778 (BNM, 5/1124), el catálogo alfabético de miembros de la Sociedad menciona a Huerta en la clase L, que debe de ser la de «Literatura».
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De García de la Huerta Yo tu muerte he causado, Raquel mía; mi ceguedad te mata; y pues es ella la culpada, con lágrimas de sangre lloraré yo mi culpa y tu tragedia.
Por supuesto que tales palabras no eran las más adecuadas para enaltecer al personaje del monarca, pero la responsabilidad de la muerte de Raquel, que el rey se atribuye verbalmente, es en realidad únicamente responsabilidad del amor que sentía por ella; ya no es error político; es error grave, indudablemente, pero de orden sentimental. Es digno de mención aquel manuscrito de la obra que se conserva en Barcelona, en el cual la tragedia termina en el verso 759, es decir, antes de la aparición de Álvar y precisamente en el momento en que se acaban de oír los gritos de venganza de Alfonso, quien, por lo tanto, ya no tiene que perdonar a los rebeldes.30 Las deducciones anteriores están corroboradas por el trato que sufren ciertos parlamentos del ricohombre Manrique, el cual representa el tipo del noble cortesano, colaborador, beneficiario y por ende defensor del régimen, y que por todo ello se opone a Hernán García. Como era de esperar, el autor, deseoso de denunciar su actitud, y teniendo en cuenta por otra parte los límites de la óptica teatral, ha dado tanto de este personaje como de la toma de postura que encarna una imagen elemental y parcial. Los versos suprimidos en las tiradas que corresponden a Manrique no son, naturalmente, aquellos en que se oye el eco de los teóricos absolutistas, si bien tiende Huerta a desviar hacia la lisonja y el servilismo el programa de este perfecto vasallo del monarca absoluto. Aun deformada en apoyo de la causa, la lección sobre la obediencia del vasallo y la irresponsabilidad regia no podía dejar de admitirla un censor que, aunque sólo fuera en apariencia, tenía que ser necesariamente partidario del régimen. Los pasajes que Manrique no pudo declamar fueron, por lo tanto, aquellos que nos dan de su carácter, tal vez más que de su postura, una idea francamente desfavorable; por ello desaparece el parlamento del comienzo de la jornada primera, en el que el autor quiso mostrar que Manrique defiende el absolutismo por interés, y tanto por interés que lo hace con 30 Merece la pena transcribir el título completo de este manuscrito, custodiado en el Institut del Teatre bajo el n.o 82668, pues corrobora perfectamente mi interpretación del alcance ideológico de la obra: Tragedia nueva / El Motín de España, culpa / de Raquel / y Defenza [sic] de la Nobleza.
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plena conciencia del peligro que el despotismo hace correr a la monarquía, de modo que no tiene que haber para el espectador ninguna forma de disculpar la actitud del personaje: Conozco tu razón, veo que Alfonso hacia su perdición se precipita: de Raquel la injusticia considero; pero Alfonso es mi rey; Raquel me obliga con beneficios: fiel y agradecido debo ser a los dos, que ofendería si obrara de otro modo mi nobleza.
Esta tirada fue sustituida por el único endecasílabo siguiente: «Yo obedezco a mi rey, y esto me toca». Como bien se ve, no queda del parlamento del cortesano más que el aspecto positivo; positivo para el censor, claro está. Del mismo modo, al principio de la jornada siguiente se ha considerado necesario atenuar el egoísmo del personaje y su ingratitud para con Rubén, a cuya influencia debe Manrique su envidiable posición, y a quien, a pesar de ello, abandonará fríamente a la hora del peligro en lugar de comprometerse ayudándole. Por último, en el pasaje de la transmisión del poder monárquico a Raquel, del que ya hemos hablado anteriormente, el primero en obedecer y, concretamente, en besar la mano a la nueva «reina» era, significativamente, Garcerán Manrique. Tras el examen de la obra, se le evitaría este servilismo excesivo para con una intrusa; el aspecto desagradable del partidario del absolutismo, este «último punto de corrupción y de bajeza», según expresión de Martínez de la Rosa, quedó, pues, notablemente atenuado. La constante preocupación de señalar sin equívoco alguno a su público los personajes positivos y los negativos de su obra y, como consecuencia, la tesis política por la que él se pronuncia, lleva al autor a hacer que Raquel y Rubén, con una regularidad que nadie parece haber reprochado a Huerta en su época, se acusen ellos mismos. Y es, probablemente y antes que nada, para remediar la inverosimilitud excesiva de esas autocríticas por lo que, sobre todo, se ha juzgado necesario el suprimirlas; así, por ejemplo, la de Raquel hacia la mitad de la jornada tercera: Tomen ejemplo en mí los ambiciosos, y en mis temores el soberbio advierta que quien se eleva sobre su fortuna por su desdicha y por su mal se eleva.
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De García de la Huerta O el parlamento de Rubén en la jornada segunda: Mas ¡ay de mí!, que el cielo acaso quiere dar a mi iniquidad la justa pena, y, cansado tal vez de tolerarla, pretende hacer de su justicia muestra. Escarmienten los malos en mi daño, y en mi desdicha la impiedad aprenda que no siempre se peca impunemente y que si acaso el santo cielo deja correr tras de sus vicios los mortales…
Y también en la tercera: Éstas son las funestas consecuencias que por más que esforzaba el artificio temí de mi ambición y tu soberbia…
El malvado consejero lleva su complacencia hasta el punto de morir haciendo acto de contrición: «Quien con ellas vivió [se refiere a las maldades] muera por ellas». Martínez de la Rosa comentaba: «El público repite (con más verosimilitud que el interesado) esa justa sentencia».31 Sí, por cierto, pero García de la Huerta, haciendo lo más infame posible al malvado consejero de Raquel y atribuyéndole, por un lado, la total responsabilidad de las intrigas de la judía y, por otro, la de la muerte de ésta —la inmediata, en todo caso—, conseguía atenuar en gran manera la culpabilidad de los cabecillas rebeldes, al tiempo que hacía admitir con más facilidad la reconciliación entre éstos y el rey. Además, gracias a una hábil serie de transferencias de responsabilidad (Rubén ha matado por presión de los castellanos que le amenazaban, se nos dice), el autor conseguía designar por fin a los verdaderos culpables de la muerte de la amante del rey: los castellanos, es decir, el pueblo, el enemigo de clase que, aprovechando las desavenencias que enfrentan al rey con sus ricoshombres, osa levantar la cabeza. La demostración estaba terminada; el telón podía ya caer. Y cayó, como sabemos, mucho antes de lo que quisiera el dramaturgo. Vemos, pues, que, ya se trate de algunas prolijidades del texto, ya de los «resabios de mal gusto» que en su tiempo se reprocharon al estilo y a 31 Martínez de la Rosa (1827), p. 276.
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la concepción dramática del autor, ya de las proposiciones contrarias a la ideología oficial, es relativamente fácil darse cuenta de que cada uno de los tres mencionados elementos no adquiere su entera significación más que si deja de considerarse aisladamente. Y el hecho de que un solo individuo los haya censurado al parecer conjuntamente bastaría, si fuera necesario, para acreditar la idea de que un vínculo indudable une a estos elementos y que, por ende, esta conexión existe igualmente entre los distintos niveles o estratos de la ideología que profesa el mismo censor. El evidente parentesco que une todos estos pasajes muestra que el autor de los cortes era, más que un director escénico únicamente deseoso de no exceder el tiempo habitual de la representación, un crítico oficial u oficioso, cuyos corchetes marginales, que impedían la declamación de los pasajes afectados, fueron transcritos a una copia de la obra destinada al apuntador. De todos modos, el caso que acabamos de estudiar es un caso privilegiado, en primer lugar porque se trata de una gran tragedia, escrita por un dramaturgo de talento y, por lo tanto, en mejores condiciones que cualquier otro para vivir su época con plenitud y poder testimoniar de ella; en segundo lugar, porque el trato particular a que fue sometida la obra antes y después de su representación en Madrid nos permite captar mucho mejor su significación profunda, su alcance exacto, y comprender más claramente, por una parte, las preferencias estéticas y políticas de Huerta y, por otra, la ideología oficial u oficiosa, en la medida en que ambas se definen mutuamente por una confrontación casi permanente. En esta misma medida es posible evitar el equivocarnos, dos siglos más tarde, acerca del carácter del compromiso del autor viendo en él, sólo porque escribió una tragedia política, un adepto convencido del neoclasicismo y un portavoz del despotismo ilustrado. Casi podríamos decir que lo que emociona aún hoy día en esta obra, si nos limitamos a adoptar la actitud subjetiva del consumidor y no la más científica del historiador de la literatura, es el inconformismo vibrante de su autor frente a la domesticación de las conciencias emprendida por el absolutismo borbónico.32 Mucho antes de 32 Un buen resumen de la impresión causada por la tragedia en los «bien pensantes» de su tiempo nos lo da el periódico El Juzgado Casero de 1786 (p. 161), en un artículo relativo a las comedias antiguas, aunque parece confundir La judía de Toledo y la Raquel, según ocurría entonces con alguna frecuencia, al menos en lo relativo a los títulos: […] la ponderada Raquel, donde nos pinta su Autor tan al vivo la desordenada pasión del Católico Alfonso Rey de Toledo, constituyéndole en un carácter libidinoso, esclavi-
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nuestra época, la carga subversiva de Raquel, subversiva de puro reaccionaria, fue percibida como revolucionaria: unos treinta años después de su estreno, durante la guerra de la Independencia y durante el trienio constitucional, en un período de rebelión contra la opresión napoleónica, luego fernandina, y tras una época de lucha contra un favorito particularmente odiado. He aquí, pues, cuál fue, según creo, el sentido de Raquel, esa fuente de «máximas que jamás debe oír en el teatro el pueblo que vive bajo el feliz gobierno monárquico que disfrutamos». Y, en efecto —agregaba el inflexible Díez González—, «de todas las obras que tan repetidas veces se han representado en los teatros públicos de estos Reinos, no pueden excitarse ideas más perjudiciales que en dicha tragedia». Por supuesto que el hombre emitió su juicio a partir de un ejemplar impreso y, al parecer, completo de la obra. Pero para volverla inofensiva hubiera sido necesario censurar el texto entero; o bien retirar de cartel la tragedia. Y en 1778, según queda dicho, esta última solución fue la que adoptó, con pretexto falaz, la autoridad municipal tras cinco representaciones.
zado a el amor de una Judía, a quien sienta en su Real Trono y manda obedezcan sus Vasallos. La secreta conjuración de éstos contra dicha Raquel hasta darle muerte violenta con pleno conocimiento de la ofensa y disgusto que causaban a su Rey, ¿es asunto para publicado en los Teatros? ¿Es escuela lícita para el Vasallo ponerle a la vista tales traiciones y el modo iniquo de ejecutarlas?
IV. TRAGEDIAS Y DRAMAS
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DOÑA MARÍA PACHECO, ¿MENSAJE PRELIBERAL?* En una reciente contribución a los Estudios dieciochistas dedicados al añorado José Miguel Caso González, Felipe Rodríguez Morín,1 fundándose en el mismo texto de la tragedia de García Malo y en otras obras de este autor, tanto contemporáneas como muy posteriores, sustenta que mi interpretación de Doña María Pacheco en Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII equivale más o menos a presentarla «como especie de bastión reaccionario, en el que cada uno de sus componentes cantaba las excelencias del absolutismo, con el correspondiente denuesto para cualquier otra forma de gobierno»; dicho planteamiento, agrega, «choca frontalmente con algunos datos que de la biografía del autor nos son conocidos, y, desde luego y primordialmente, con el propio texto dramático».2 No se llega, sin embargo, a afirmar rotundamente que se trata de una tragedia liberal, como La viuda de Padilla, de Martínez de la Rosa, pero sí se nos sugiere que «no sería aventurado en exceso suponer [que la autoridad competente detectó] en el drama una cierta comprensión, un intento de acercamiento a las fuentes que desataron la rebelión»,3 y mandaría poner fin a las representaciones después del segundo día. Lo que se omite, involuntariamente, en el citado artículo, pero no en cambio en la documentada introducción redactada por Guillermo Carnero para su reciente edición de la * Primera publicación, en Ideas en sus personajes. (Homenaje a Russell P. Sebold), Alicante, Universidad de Alicante, 1999, pp. 71-84. 1 Felipe Rodríguez Morín (1995). 2 Rodríguez Morín (1995), p. 278. 3 Rodríguez Morín (1995), p. 283.
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tragedia dieciochesca,4 es que advierto que doña María, a pesar del enfoque oficial —no «reaccionario», según la óptica de la ulterior ideología liberal, ni siquiera, creo yo, conservador, según comentaré más adelante— de Malo, debió de resultar varias veces conmovedora por su fidelidad a la memoria del difunto esposo, por su energía indomable, y que algún comunero también suscitaría cierta benevolencia en los espectadores, lo cual, con la presentación en las tablas de una rebelión capitaneada por unos nobles, y ¡en septiembre de 1789!, aunque declarada incesantemente ilegal por el dramaturgo, ocasionó casi seguramente la interrupción de las representaciones por la superioridad y, más tarde, la prohibición fulminada contra la obra por los editores del Teatro Nuevo Español. Fueron varios, en efecto, los contemporáneos que consideraron vidrioso in se, aunque no como lo trató Malo, el tema elegido para esta tragedia, empezando por el mismo autor, quien lo califica de «tan famoso como sensible»: el Memorial Literario de septiembre de 17895 parece decirnos a medias palabras —a lo mejor es interpretación aventurada mía, y más adelante habré de matizarla— que el tema político más vale no meneallo, porque al parecer no despierta unanimidad, y que se ha de enfocar la acción como «nacida sólo del sentimiento de la muerte afrentosa» sufrida por el amado esposo; el número primero de La Espigadera, en 1790, resaltaba «la delicadeza del asunto» y pensaba que la obra «sería mucho mejor si el hecho histórico en que se funda pudiese hacer amable la protagonista», lo cual se hace eco, por cierto, de las propias palabras de Malo en el prólogo de la tragedia, como suele ocurrir en otras reseñas, al principio de la del Memorial por ejemplo; el mismo Iriarte, en su censura,6 no puede por menos de advertir que la obra «se funda en una rebelión […] en tiempo de las Comunidades de Castilla» y que «habría inconveniente en exponer al Público unos ejemplos de semejante naturaleza» si el autor no hubiese inspirado horror a dicha rebelión. Y cabe preguntarse ya si fueron otros tantos «reaccionarios», valiéndonos de la expresión de Rodríguez Morín, los que, fuera del dramaturgo, consideran «mala» a la heroína, como el Memorial, o «no amable», como La Espigadera, o quienes, como el censor oficial Tomás de Iriarte, dictaminan también que no contiene «este Drama 4 Ignacio García Malo (1996), p. 34. 5 P. 121. 6 Ignacio García Malo (1996), p. 33.
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máxima alguna que se oponga a las buenas costumbres y Regalías de Su Mag.d»… Según comentaré luego, ahora creo menos aún que antes en una voluntad deliberada de convertir García Malo a la Pacheco en personaje políticamente simpático, así como tampoco me parece acertado escribir que «a excepción del breve trance final en ningún momento prevalece la tesis absolutista sobre la comunera». Aprovechemos, pues, la oportunidad que se ofrece para volver a examinar con mayor detenimiento una obra que, en mi citado libro, sólo sirve de elemento de comparación para llegar a caracterizar mejor el ideario político de la Raquel de Huerta, y que indudablemente, por lo mismo no movilizó tanto como ésta mi atención. Y la primera pregunta que surge es, naturalmente: ¿qué podían saber García Malo y sus contemporáneos, incluso los primeros liberales, que no eran otros tantos historiadores, de las causas del estallido de las Comunidades, de su composición socioeconómica y de su programa político, de si fueron homogéneos, por otra parte, o no lo fueron? Por decirlo de otra forma, ¿cuáles eran entonces las fuentes históricas de que podían disponer? Carnero ha demostrado que el dramaturgo se inspiró fundamentalmente en las Epístolas familiares, no del todo fidedignas, como es sabido, de fray Antonio de Guevara, notorio anticomunero, impresas en 1539, contentándose no pocas veces con versificarlas (lo cual, dicho sea de pasada, no arguye mucha originalidad creadora), y ocasionalmente en la Historia de la vida y hechos del Emperador Carlos V, de fray Prudencio de Sandoval (1618); el libro de William Robertson, L’Histoire du règne de l’Empereur Charles-Quint (traducción francesa de 1771 —no 1761, como se lee en el Índice de 1790—, prohibida por edicto de 3 de junio de 1781) era conocido por Forner, insaciable lector, en 1788,7 y más tarde por Quintana y Martínez de la Rosa. Pero ¿lo era por García Malo mientras iba redactando éste su obra? La única coincidencia que advierto entre la tragedia y el libro del escocés, o, por mejor decir, su traducción, es que en aquélla utiliza regularmente el dramaturgo la expresión «Santa Liga» o «liga», que corresponde literalmente en ésta a «Sainte Ligue» o «ligue» (tal vez por influir la denominación del movimiento católico y político francés de finales del XVI), mientras que en el original inglés (Londres, 1769) se vale Robertson de la histórica voz cas-
7 Juan Pablo Forner (1973), p. 151.
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tellana («holy Junta» o «Junta»).8 Tampoco sabemos si pudo tener acceso Malo a documentos entonces inéditos, por ejemplo en la Biblioteca Real, de la que fue nombrado escribiente celador en julio de 1789. Como quiera que fuese, bastante significativas me parecen unas equivocaciones como «Torrelabón» por «Torrelobatón», «Lasón» por «Laso» [de la Vega], incluso «Santa Liga» por «Santa Junta», y, por último, reiteradamente, «Villamar» por «Villalar», mientras que los dos topónimos vienen correctamente escritos tanto en The History of the Reign of the Emperor Charles V como en su versión francesa… Antes de analizar el contenido del texto de la tragedia, dediquemos unas líneas a la cronología y a las consecuencias que se pueden sacar de su estudio: el único ejemplar manuscrito de la obra, custodiado en la Biblioteca Municipal de Madrid (1-47-7), no lleva fecha ni firma y carece del prólogo, argumento y nota con que se abre la edición impresa en 1788; y Rodríguez Morín concluye por lo tanto que «todas las declaraciones ideológicas, explicitadas principalmente en el Prólogo, son posteriores [la cursiva es mía] y por completo ajenas a la concepción artística [?] de la tragedia» y que «tal vez fueron imprescindibles a la hora de poderla imprimir».9 Pero fuera de que tal aseveración la contradice prácticamente en cada escena la fastidiosa y machacona insistencia con que los «leales» denuncian la actitud de doña María, conviene recordar que no se solían trasladar esos aditamentos a las copias que estudiaban los actores, ni al parecer advirtió nuestro joven colega10 que el texto manuscrito lleva en la 8 En cambio, se usa exclusivamente la voz «liga» en la primera traducción española (1821); agradezco la ayuda de mis colegas Jean Canavaggio, François Géal y Joseph Pérez. 9 Felipe Rodríguez Morín (1995), p. 278. 10 Su artículo —escribe— está relacionado con una futura tesis doctoral en preparación. Respeto la cualidad fundamental de su trabajo, que es el entusiasmo y amor al estudio; por ello no es mi ánimo entablar aquí ninguna polémica de las de nunca acabar, agradeciéndole por el contrario el haberme obligado por sus observaciones, muy discutibles en mi opinión, eso sí, a emprender un estudio más detenido de la Pacheco. En un libro reciente, El teatro neoclásico, que se autodefine de entrada, destacándolo incluso en cursiva, como «la primera monografía que se publica en castellano dedicada exclusivamente al teatro neoclásico», J. Pérez Magallón (2001) propone una interpretación de la tragedia de Malo (y de otras) absolutamente idéntica a la mía, lo cual no es óbice para que en la bibliografía califique de «sensata» la discusión, o sea, refutación, que de ella intentó Rodríguez Morín, y a la que repliqué por mi parte algún tiempo después con una serie de argumentos que constituyen el presente artículo y, no sé si con modestia o sin ella, creo más acertados que los suyos (y que por lo visto aprueba, al menos implícitamente, el cita-
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portada de cada acto la mención «Ap.to 1.º», y señaló el copista en el reparto el nombre de los actores que encarnaron a las «personas», es decir, que se trata simplemente de una de las copias mandadas realizar con vistas a una función, la cual no pudo ser sino la del estreno, día 7 (y 8) de septiembre de 1789, fecha, adviértase, posterior, no anterior, a la de la publicación de la tragedia con prólogo, advertencia y nota, ya que no volvió a representarse Doña María Pacheco, ni tendría por lo mismo ningún sentido la mención de los cómicos de Manuel Martínez si se tratara de uno de los años sucesivos, en que sigue sin modificar la composición de la compañía (anterior a la temporada del estreno no puede ser —aunque consta estaba escrita ya antes de julio de 1786—, puesto que entonces se califica de «nuevo» a Vicente García, que hizo el papel de Pedro López, por lo que aún no aparece, naturalmente, en la de 1787-1788); la posterioridad del manuscrito la confirman también las numerosas supresiones que afectan do autor del nuevo libro, dejando por lo mismo de considerar «subjetiva» mi interpretación, según suele calificar en general —supongo que a diferencia de las propias— a las mías; y celebro esta coincidencia). Quisiera a este respecto dejar claras dos o tres cosas en mi opinión no desprovistas de alguna importancia: en primer lugar, si bien no proceden mis insomnios de ninguna preocupación recelosa por la propiedad intelectual, tampoco dejo de apreciar que, a cambio de dar al César lo que es del César, se le dé lo suyo al siervo de Dios que soy, es decir, que se trate de observar, en la medida de lo posible, naturalmente, un mínimo de cronología en asuntos de publicaciones, cuando no fuera más que por simple respeto al trabajo que supone la redacción de un libro, por malo que sea éste; me explico: el que se mencione la fecha de 1987 (u 88) para la —segunda— edición de mi Teatro y sociedad… no debe ocultar, y menos aún «intencional, sesgada y degradadoramente», máxime en una lista o repaso de obras relativas al mismo tema, que el original impreso de este libro apareció diecisiete años antes, en 1970, en francés, por supuesto, lo cual explica que lo leyesen solamente unos pocos valientes, más valientes, por cierto, que yo mismo cuando me toca enfrentarme por ejemplo con una obra en inglés de mayor extensión que un simple artículo, pues necesito entonces acudir a un conocedor de dicho idioma. Yo sé muy bien de quiénes soy continuador, o antecesor, y de quiénes no, si bien ninguno, empezando por mí, tiene la seguridad de no prohijar algún día, por inadvertencia, tal o cual idea ajena, a modo de homenaje involuntario… Por otra parte —y la advertencia vale para otros—, lo que aprecio en el intento de refutación de Rodríguez Morín es que en él, si no me engañan las apariencias, se da la prioridad, por no decir la exclusiva, a la argumentación (de la que yo disiento, pero éste es otro problema), es decir, al esfuerzo racional destinado a elaborar una demostración coherente de las equivocaciones que cree haber advertido. Quiere decirse que su trabajo no se reduce a negar o afirmar, así como tampoco a sustituir la falta eventual de argumentos por unas finísimas indirectas o directas ideológicas de tipo cafeteril (aunque no del Gijón abajo), destinadas a desacreditar en los círculos políticamente correctos lo que no se sabe rebatir. Y en ello estriba la diferencia entre la honradez intelectual y el neomacarthismo.
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al texto de una tragedia relativamente larga, pues consta de más de 1900 endecasílabos, y entre ellas el corte intempestivo que sufrió el soliloquio de doña María en la escena décima del acto tercero («…que destruyan las máximas e intentos [/de tantos enemigos de la patria]…»). No niego, ni tampoco negué años hace, que en la brevísima presencia de la obra en cartel interviniese otro factor que la simple casualidad, pues por el contrario fueron varios, empezando por la suspicacia del gobierno ante la «inoportuna» (y más a fines del 89) elección del tema; tampoco me equivoqué al escribir que, al menos si prestamos alguna fe a un folleto de Marchena escrito en francés,11 el tratamiento sufrido por, según dice, María Coronel (probablemente por confundirla con la segunda esposa de Juan Bravo o la consorte de Guzmán el Bueno) desató la indignación del patio («le parterre»), esto es, del elemento fundamentalmente popular del coliseo, mientras que Rodríguez Morín escribe, citando la traducción de Menéndez y Pelayo, que fue la del «público» en general. Pero, después de volver a leer las páginas criticadas de mi ya demasiado citado libro, en ninguna advierto la «tentación» de relacionar la escasa carrera de la tragedia con «la presunta ofensa a la sensibilidad de un pueblo». El «vulgo» (y no sólo él) tenía sobrados motivos para manifestar su descontento, como el que asistió al estreno de La comedia nueva en 1792: me refiero en particular a la por lo demás tópica «versatilidad» y «brutalidad» de la muchedumbre toledana, reiteradamente denunciadas, a la «afrenta» (II, 8) que supone el haber elegido la Liga sus adalides entre «muchos cerrajeros, tundidores, / y hombres de poco honor y baja esfera» (por menos que esto, es decir, por una simple aunque pérfida alusión a un guarnicionero «y otros de su pelo» que comían pimientos en vinagre, se armó una grita tremenda entre la «claque» choriza durante la primera representación de la obra moratiniana); también le disgustó, según oyó decir un colaborador del Diario de Madrid de 13 de noviembre de 1789, «el que no haya mutación de escenas», lo cual supone, naturalmente, ausencia de mutaciones de decorado y también de lugar, es decir, falta de mayor variedad y más lances espectaculares. «He aquí el gusto de la turba multa», comenta. El caso es que, aun prescindiendo del testimonio de Marchena, ya en Francia en 1792, quien da a entender que al menos parte de los concurrentes discre-
11 Alfred Morel-Fatio (1890a).
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paba de la versión oficial de la historia de las Comunidades, aunque su objetividad pudo subordinarse en este caso a sus convicciones momentáneas y a la grandilocuencia revolucionaria propia de aquellos tiempos (el mismo Rodríguez Morín duda de que acierte en su interpretación de la falta de favor del público), la obra de García Malo fue silbada, según afirma el Diario de las Musas de 14 de diciembre de 1790 (p. 60); parece contradecirlo la «Carta sobre el mal gusto del vulgo…» de un tal J.O.D.T. (iniciales tal vez no desprovistas de alguna jocosidad), también conocida, como es natural, por Rodríguez Morín, publicada en el citado número del Diario y en la que nos dice su autor que, además de la mucha concurrencia en dos días, ha «notado un silencio increíble mientras ha durado su representación»; pero más adelante escribe que no atribuye «todo lo que ha sucedido con la Pacheco al mal gusto del vulgo» (sin referirse antes a lo que efectivamente sucedió, sino solamente a que dicho vulgo no gusta de ese tipo de obras, como opina también escuetamente mi contradictor); dos meses antes, ya advertía el Memorial Literario que la elección de la protagonista, personaje «malo» (aunque «en una colisión de opiniones en el obrar, lo que a unos parece mal a otros parece bien», tal vez prudente referencia a lo que más tarde afirmaría rotundamente el abate revolucionario), restó bastante interés a la obra, cuya acción era, por añadidura, «de las más simples por una parte, y por otra de las menos agradables a quien está poco acostumbrado a ver Tragedias de todo género». Añadía el tal J.O.D.T. a quien me refería más arriba, que había «notado alguna intriga sin duda de algunos pedantes», sin más pormenores; pienso que la identidad de dichos «pedantes» nos la revela la frase inmediatamente anterior, en la que, con disgusto, admite que seguirán representándose «malas comedias, llenas de monstruosidades e impropiedades, se alabarán injustamente por un sin número de pedantones como sus autores». No cabe duda de que los llamados pedantes son críticos partidarios de las «comedias nuevas» a lo Comella, Zavala y otros, ya criticadas en la página anterior; el propio don Leandro (a cuya Derrota de los pedantes se refiere explícitamente J.O.D.T.), poco después del estreno algo movido de su comedia, escribe en carta a Forner que «la turba multa de los Chorizos, los pedantes, los críticos de esquina, los autorcillos famélicos y sus partidarios» abuchearon la obra en la que se ridiculizaba el mismo tipo de pieza;12 dos años antes, en 1790, La Espigadera, ya mencio12 Moratín (1973), p. 126.
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nada, lamentaba que mientras se estrenaba El viejo y la niña en el Príncipe, «para sostener el partido del pedantismo y del mal gusto se represent[ase] en contraposición la ruidosa y descabellada Pieza (intitulada Comedia por mal nombre) de Carlos XII [la de Zavala, cuyo estreno fue en 1786]; y, por último, en La Pedantiada, Forner arremetía contra las «monstri-comedias» de Valladares. Resumiendo, pues: es probable que debió de haber, como supone Rodríguez Morín, y supuse antes por no disponer yo tampoco de pruebas fehacientes, «obscuros intereses» que interrumpiesen la carrera de la Pacheco, entre ellos las «regalías de Su Majestad», según la fórmula censoria; fueron bastante numerosas las obras —y las tragedias— que, como es sabido, no pudieron representarse o prefirieron no representar sus autores, por evocarse en ellas, aunque fuese incidentalmente, una rebelión de los súbditos contra el príncipe, incluso (o peor aún) malo; pero también consta que los madrileños que asistieron al estreno, bien fuese por motivos ideológicos (pero, de atenernos al testimonio de Marchena, tendríamos que admitir que García Malo disimuló tan perfectamente sus preferencias, su «intento de acercamiento a las fuentes» de la rebelión, que entendieron la obra al revés…), o más simplemente por gustar de otro tipo de comedias, que es lo más probable, no manifestaron gran entusiasmo; bien dice J.O.D.T. que «el venirle el castigo [a doña María] de un modo extraordinario o como disposición del Cielo […] es un fin más trágico y moral que el morir en un suplicio en castigo de sus delitos. Quien sepa distinguir la tragedia de la comedia conocerá que su conclusión debe ser muy diferente». El segundo castigo evocado, mucho más espectacular, pero solamente anunciado por Mondéjar en la escena 9 del acto III y no efectivamente fingido en las tablas, fue lo que echarían de menos no pocos aficionados a comedias de teatro, así como tampoco debió de apreciarse sobremanera la derrota y muerte, ideada por el autor, no histórica, de un tipo entonces tan popular como la mujer «varonil», pues así la califica, después de Mariana,13 el propio dramaturgo; los 5000 reales de media que cobraron los cómicos en dos sesiones, una de ellas de noche, y ambas, además, «de entrada alta», suponen una frecuentación poco más que regular comparados con los 8000 y pico que podía producir el aforo en la Cruz, aunque es verdad que en otras circunstancias se hubiera seguido, a no ser que la silba fuese lo bastante disuasiva. 13 Historia de España, Madrid, BAE, XXXI.
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Tampoco llegó la prudencia del dramaturgo al extremo de «refugiarse en la seguridad de un pseudónimo», al menos en este caso, como solían hacer no pocos contemporáneos: contra lo escrito por Rodríguez Morín,14 firma con su verdadero nombre tanto la petición de licencia de impresión de 1787, remitida a Iriarte para censura, como la anterior, de julio de 1786, remitida a López de Ayala; pero es perfectamente lógica la duda que asaltó a mi colega al ver que Ayala censuró solamente las dos piezas teatrales presentadas juntamente con Doña María Pacheco, sin que se sepa por qué no menciona la última; tal vez ya la suspicacia del censor, aunque parece difícil atribuir su silencio a la propia iniciativa, y no se debe descartar la posibilidad de una renuncia de última hora; en cambio, y aunque reivindico el derecho a equivocarme, no creo que las «continuadas fatigas y desvelos» a que alude el procurador de Malo en 1787 sean más que una expresión tópica, o un mero eco al prólogo, en que nos dice el autor que a duras penas encontró un tema histórico que ya no estuviese tratado por «eminentes plumas», y que, «después de fatigar[se] inútilmente», escogió el de la Pacheco. También puede parecer algo raro el que se refiriese Tomás de Iriarte en su censura de 15 de octubre de 1787 a «Gil Cano Moya», ya que dicha censura viene junta con la petición firmada a la vez por el procurador y por el mismo García Malo; la única explicación que se me ocurre de momento es que quizás usase éste el seudónimo en la portada del manuscrito de la tragedia remitido a censura, que no he logrado localizar, si es que subsiste aún, entre los «originales de imprenta» conservados en al Archivo Histórico Nacional. En cuanto a las supuestas «diferencias materiales que, respecto de los dos anteriores, se observan en el tercer acto» del manuscrito de la Biblioteca Municipal, que es el que contiene la «brutal rectificación de María en favor de las tesis absolutistas»15 —«escandalosa» para Rodríguez Morín, aunque el citado artículo del Memorial Literario considera en cambio que doña María se muestra entonces, y por algo será, «tan heroica como antes»—, discrepo totalmente, y con motivo, de la opinión de mi contradictor, expresada, conviene recordarlo sin embargo, «con la mayor reticencia y reserva»: ni está escrito este último acto «con una pluma más fina», ni «reporta una tasa superior de versos por cuartilla», de manera que, 14 Rodríguez Morín (1995), p. 283. 15 Rodríguez Morín (1995), p. 279.
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contra lo que opina, sí es «arriesgado inferir que el autor tuvo que rehacer toda la parte final, si quiso que su creación viese la luz». Primero, sea copia autógrafa el manuscrito o de mano ajena (que es lo probable), no se advierte en él la más mínima tachadura, ni veo por qué necesitaría el autor o el copista, como si le escaseara el papel, escribir más en menos folios que los necesarios para ello; en segundo lugar, como queda dicho, el manuscrito es posterior al impreso; y, por último, incluso sin prescindir de unas pocas páginas en las que vienen ya sea la carta en prosa de Padilla o las acotaciones, por lo general breves, aunque enmarcadas entre dos líneas paralelas horizontales, pero tomándose naturalmente la molestia de contar, forzoso es observar que el número de versos por página oscila regularmente, pues se trata de un texto no en rigor caligrafiado, pero sí redactado con esmero en la letra, entre 23 y 26 en el acto primero, 24 y 27 en el segundo y el tercero, con una sola excepción de 28 en éste, en el folio 4r, pero no así del 9 al 10, los de la «brutal» palinodia de doña María, en que apenas se alcanzan 25 y 24 respectivamente. ¿Y si este cambio, «ideológicamente» necesario a mi modo de entender, pero efectivamente demasiado llamativo, en la actitud de la heroína —y por cierto no único en su género (véase la Raquel, de un dramaturgo infinitamente superior a García Malo)— fuera simplemente efecto de la relativa impericia de un joven escritor de veintiséis años o tal vez menos o, como se escribe en La Espigadera, de «un joven que en su corta edad» aparece como una promesa, diríamos hoy, en el campo de la «poesía heroica»? De esta impericia se dan en efecto no pocos ejemplos a lo largo de la tragedia: por no citar más que algunos, a la «histórica» esclava de los agüeros falsos convertida por Malo, si nos atenemos a la «Nota» inicial, en confidente con nombre de Matilde para no dar pábulo a la superstición (y caracterizada ambiguamente como «esclava y confidente» en el reparto), se la califica paradójicamente al concluir el acto II de «esclava tenaz» y «hechicera» que enreda a doña María con sus «diabluras», mientras que en el pasaje correspondiente del manuscrito, y, curiosamente, a tono con la referida «Nota» del impreso, asciende a «incauta imprudente consejera»; en unos treinta versos de la escena primera, López, padre de Padilla, suelta tres fórmulas casi idénticas («Presagio de algún mal es tu silencio»; «¿Qué funesto / y horrendo vaticinio me predices?», valga el pleonasmo; «¡Qué triste anuncio / me predice esta carta?»), a las que, digámoslo así, «responde» en la escena siguiente doña María: «¿Qué triste arcano encierra tu silencio?», y,
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dos versos más adelante: «¡Ah! Vuestra turbación algún suceso / muy fatal me predice»; más lejos, el corazón le «anunciará un vaticinio» a López; también se muere a menudo figuradamente en reducido plazo: limitándonos a las mismas escenas, topamos con «Yo estoy muerto», «…que yo muero», «Yo estoy sin vida», «¡Posible es que sin ti vivir yo puedo!»; en la escena tercera del mismo acto primero, López da el mismo consejo de estoicismo que a él ya le dio Sosa en la anterior («En las adversidades a lo menos / no muestra cobardía un alma grande…»), etc. Y si «entre tanto ir y venir de argumentos […] parece diluirse la toma de partido del autor»,16 según advierte atinadamente Rodríguez Morín (no sin contradecir implícitamente lo antes por él afirmado), pienso que también a la impericia del autor se debe, y que aquello fue precisamente lo que chocaría —mera hipótesis, desgraciadamente no respaldada por un documento fehaciente— con la ortodoxia política, aunque, como trataré de demostrarlo, la tesis absolutista prevalece sobre la comunera antes de lo que él cree. En cambio no es ninguna impericia, al menos no en todos los casos, la aparente inconsistencia, o incoherencia, que se puede observar en las actitudes de varios personajes, como López, Mondéjar o el gobernador. Mondéjar no «trata de burlar la legalidad y lealtad al rey al tramar, urdir y propiciar» la huida de su hermana, o, por mejor decir, Malo no se la hace burlar, contra lo afirmado por Rodríguez Morín;17 en primer lugar, la tragedia no es ningún tratado abstracto o teórico de política, sino, cuando más, la teatralización de un conflicto político por medio de unos personajes que la sacrosanta verosimilitud invitaba a considerar homólogos de los espectadores, esto es, dotados de sentimientos y humanidad; de ahí resulta que la rigidez de las propias convicciones pueda sufrir, sin que de deslealtad se trate, alguna «flaqueza» o, como dice Haro, un «defecto» grave (confesado, a renglón —o a medio verso— seguido, por el mismo culpable), máxime tratándose de salvar a una hermana querida (III, 12); querida, sí, pues, sin dejar de proclamar ante todo su fidelidad a un ideario que corresponde, como era de esperar, al absolutista del XVIII y considerar delincuente a doña María, negándose, en un momento de clímax, a escuchar «los gritos que le da naturaleza», repito que efectivamente como héroe modelo de entonces, y pidiendo incluso el castigo de la rebelde en con16 Rodríguez Morín (1995), p. 280. 17 Rodríguez Morín (1995), p. 282.
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formidad con la ley, Mondéjar a menudo se refiere o dirige a ella con ternura, le expresa su «pena», incluso llorando (II, 7), y el «amor fraternal» que le tiene: «Aunque sé de mi hermana la perfidia /, todas sus desventuras tanto siento / que el corazón me oprimen y atormentan», confiesa; y por ello, pero sólo cuando ya ha prestado obediencia Toledo, que es lo que importa, es decir, cuando ya ha cumplido él con el deber que le impone la lealtad al soberano, y ha llegado a ser por otra parte inevitable la muerte de doña María debido a su contumacia, trata de organizar la huida de la «hermana del alma», o «de mi vida», según la llama (si bien asimila la vida de ésta y su honra, esto es, de rebote, la propia y la de todo el linaje…). Y se advertirá que el mismo general de las tropas imperiales, conde de Haro —también accesible por otra parte a la humanidad y compasión—, le «perdona» el haber dejado, como hermano, de «dominar sus impulsos naturales», esto es, la excepción, la cual, como es sabido, confirma la regla (III, 12); la misma traza se le ocurre a Pedro López —también después de la capitulación de la ciudad—, quien no por leal deja de ser padre, con la particularidad de que, como anciano que es, por añadidura, se nos muestra «macilento» y con frecuencia presa de la «confusión», pero siempre crítico con los comuneros (por ello no creo que sea casualidad el que lo «resucitase» el autor, ya que el histórico Pedro López murió antes de finalizar el año de 1521). En cuanto a la «deserción ante la adversidad»18 del propio gobernador de Toledo, don Íñigo, es indudablemente «cobardía» para doña María, pero, quiérase o no se quiera, era lealtad —tardía, lo concedo, y tal vez no muy honrosa— en la óptica del partido «legalista» (véase por ejemplo la argumentación de Guevara dirigida a los rebeldes). Que ese oportunismo le planteó un problema a Malo me parece probable, pues despacha don Íñigo la explicación de su mudanza repentina en menos de dos versos; sin embargo, si lo quería afear Malo, ¿por qué lo dejó hablar tan poco tiempo en esta penúltima escena del acto segundo? En cambio, reaparece en la cuarta y la undécima del tercero, en la que López le sigue tratando reiterada y sintomáticamente de «amigo», y luego ocupa solo toda la quinta, y yo pregunto con qué fin, si no es, únicamente, el de sacar la lección política, conforme a la oficial, de la derrota de los comuneros, ya que luego no va a tratarse hasta el final más que de si ha de morir o no ha de morir doña María. En el soliloquio de veintidós versos que declama 18 Rodríguez Morín (1995), p. 282.
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el gobernador, diez, o sea, casi la mitad, vienen dedicados a denunciar el «furor e insolencia», la perversión y versatilidad del «pueblo», de la «plebe», dos voces que en este caso parecen darse por sinónimas; ocioso es (o quizás no lo sea) decir que se trata de la plebe como la pinta en su tragedia un señor llamado García Malo, no del mero trasunto del pueblo histórico de 1521-1522, así como tampoco, conviene recalcarlo, del pueblo bastante mitificado por los liberales, tanto de antaño como de hogaño, pues lo único que interesa es tratar de comprender y explicar el cómo y porqué de la pintura que de él se nos ofrece en la tragedia, pintura que una simple, y, más aún, múltiple lectura permite considerar, cuando menos, muy poco favorable, lo cual concuerda con la idea que tenían formada del pueblo real y verdadero de su tiempo no sólo los teóricos de la monarquía absoluta o los que se hallaban más o menos a gusto bajo dicho régimen, sino también los mismos liberales. Oigamos a este respecto al García Malo ya más que cincuentón en su Política natural o discurso sobre los verdaderos principios del gobierno, publicada en Palma en 1811; en este interesante libro, en cierto modo pedagógico, de ¡228 páginas!, después de declarar, como era natural ya, que la soberanía reside en la nación y no, aunque sin nombrarlas, en las juntas, proclives algunas de ellas al «despotismo» (y por lo mismo sí entonces conservadoras, aunque no reaccionarias, como lo sería la política fernandina a la vuelta del «Deseado»), y afirmar en la «Advertencia» que el pueblo entero ha proclamado su adhesión a la monarquía («templada» o «limitada», se entiende, o sea, constitucional), este «perpetuo adulador del pueblo», como lo califica entonces global y abusivamente, aunque de manera comprensible, un inquisidor algo miope,19 escribe en el apartado «Del pueblo», esto es, «la parte más numerosa de la sociedad», esta importante declaración, que no desautorizara un absolutista, de los de «todo [esto es: poco] para el pueblo pero sin el pueblo», como suelen decir: después de declarar que «los propietarios de tierras» son los únicos que «naturalmente» tienen derecho a representar a la nación (y a ser electores), agrega que es del pueblo […] de quien derivan todos los bienes de la sociedad y es en él en quien reside su fuerza. El pueblo, sin duda, no es a propósito para mandar; y si su libertad fuera demasiado estensa no tardaría en degenerar en anarquía. Que sea pues contenido y preservado de su propia locura o de su inexperiencia. Que su
19 Citado por Rodríguez Morín (1995), p. 278.
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Tragedias y dramas voz demasiado tumultuosa, cuando habla él mismo, se dulcifique por órganos prudentes que hablen por él, y que velen más seguramente sobre sus intereses que las más veces él mismo ignora o exagera.20
La cursiva vale por un comentario… Volviendo al pueblo de la tragedia, veamos cuál es su comportamiento según lo describe García Malo por medio de sus protagonistas de ambos bandos, y, sobre todo, por qué y con qué fin, que es lo único que conviene aclarar para llegar a aproximarnos con la mayor exactitud posible a la función desempeñada por la obra que vamos examinando. Dejemos al «inicuo, aleve pueblo» que capitaneó Juan de Padilla, y consideremos al toledano. Primero, «todo el pueblo», al enterarse de la muerte del caudillo, está dispuesto a vengarlo, y el gobernador sale fiador de su lealtad a la causa comunera; pero, a partir de la escena octava, ya no se usan más que improperios, por parte de los «leales», naturalmente: insano, infame, frenético, indiscreto, soberbio, furioso, insolente, pero, según se anuncia también reiteradamente y luego se verifica, versátil e ingrato con los jefes de la rebelión («el vulgo que hoy te ama, / mañana te abomina y te detesta», «y al fin será de aquel que viva y venza» —II, 7 y 11—; «¿quién hubiera creído que este pueblo, / que amaba a esta mujer tan ciegamente, / tanto la aborreciera en un momento?» —III, 5—; «los mismos que hoy os llaman redentor os pregonarán mañana traidor», escribía Guevara), etc.; y, a pesar de favorecer el alboroto final de la plebe contra doña María los designios de los vencedores, éstos, al ver que «degenera / en tumulto», van «a contener su furia intempestiva» (III, 6)… Bastantes precauciones se toman en cambio no para justificar, pero sí para «explicar» en lo posible por sus móviles, sin dejar de denunciarla, claro es, incluso con vehemencia, la toma de postura de doña María, como actitud que no le corresponde como a mujer de buena sangre que es. Si se nos viene repitiendo desde el principio que Padilla se dejó incautamente seducir por un «traidor, inicuo caballero», y doña María también siguió ciega-
20 Ignacio García Malo (1811), pp. 88-89; «[…] el Pueblo no debe gozar una entera libertad, sino una libertad sujeta a la razón y a la ley […] mas no una libertad que degenere en desorden y en licencia» (Clemente Peñalosa y Zúñiga, 1793, pp. 72-73); «Un pueblo independiente a rienda suelta / corre, según su antojo malo o bueno» (Ignacio García Malo, 1996, III, 2).
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mente las sugerencias de su vil esclava-confidente, verdadera causante de la rebelión y también del «sacrilegio», ordenado bajo su influencia por la heroína, contra el oro de los templos (I, 8), un mínimo de familiaridad con las tragedias «políticas» de aquel tiempo (y también de lógica) nos convence de que no fue más que para atenuar, a los ojos del público o del lector, cualquiera que fuese, la responsabilidad de la pareja rebelde, aunque, repito, se trata de imprimir en los corazones el muy oficial «aborrecimiento a las rebeliones que debe tener todo leal vasallo». Concedo que la argumentación de López y la respuesta de don Íñigo en la escena tercera del acto primero se contrapesan y anulan (así, por cierto, como en la octava del segundo las de la heroína y de sus interlocutores): según aquél, «la Liga se formó por la avaricia / de algunos castellanos caballeros», a lo cual contesta el otro que «no se formó por la avaricia»; pero agrega el gobernador de Toledo que fue «por el bien de todo el reino», y, sobre todo, «por amor a la patria», es decir, por motivos nobles si los hay, y no por casualidad se repite frecuentemente esta última justificación en boca de doña María al referirse ésta tanto a su marido como a sí misma y, sintomáticamente, en el desenlace, al exclamar la ya moribunda esposa del Comunero: ¡Ah patria! Tú ocasionas mi desgracia: por tu amor, por tu causa yo fallezco, pues fuiste sobre todo preferida, siendo de mi pasión mayor objeto.
Y la última palabra que pronuncia es: «Toledo»; con razón, pues, escribe Rodríguez Morín que se insiste «en el móvil desprendido y en la ausencia de ambición» de la heroína (sólo que su «celo», según afirma ella al final, ha sido «indiscreto»). Pero ¿cabe hablar a este respecto de «comprensión de las fuentes que desataron» la revolución de 1520? Disto mucho de estar convencido: aparte de que patriotismo y liberalismo no son reductibles uno a otro, los conceptos recurrentes con que define la heroína sus motivaciones («patria», «estado», «libertad») se hacen eco, claro está, de los atribuidos por Guevara a Juan de Padilla y demás caudillos de la Junta,21 pero es también —y la cosa no carece de importancia— porque la doña
21 «[…] os dirán que vos sois el padre de la patria […], el defensor de la república y el restaurador de Castilla» (Antonio de Guevara, p. 144); «os pregonáis ser los redentores de la república y restauradores de la libertad de Castilla» (ibídem, p. 151).
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María de Malo quiere vengar y sustituir al difunto esposo por fidelidad a su memoria («al sentimiento de la muerte afrentosa» del comunero se refería, como se ha dicho antes, el Memorial Literario); en vista de todo ello, yo diría más bien que, gracias al empleo de esa terminología, noble si la hay, se desdibujan en realidad los móviles políticos concretos (la voz «programa» no conviene, ni mucho menos) de la matrona toledana histórica —si es que los conocía verdaderamente el autor—, o, si se prefiere, que se les universaliza sublimándolos; cítenme un solo rebelde que no apele a la «libertad», a la «patria» e incluso al restablecimiento de la autoridad del «estado» para encubrir apetencias menos confesables coram populo, máxime en una obra de arte en que es falta de gusto el evocar tales menudencias rastreras; «enseñar deleitando», sí, pero no propasarse en la enseñanza… Carnero habla incluso de una preocupación por «privar a la sublevación de entidad ideológica». Y ¿para qué? Recuérdense tan sólo, por ejemplo, los desenlaces de no pocas películas que relatan la guerra de Secesión norteamericana (y que saben a gloria al aficionado firmante de estas líneas), esto es, la reconciliación final de los dos bandos contrarios, o de sus jefes, después de descubrir que en los vencidos del sur alienta, todo bien mirado, el mismo honor y amor a la patria que en los vencedores del norte; o, más cerca de nosotros, la justificación de cualquier cuartelazo por el honor y el amor patrio y, caso de fracasar la intentona, la misma atenuante (cuando no la «reconciliación») invocada por los abogados defensores; por no fastidiar repitiendo lo escrito hace ya varios decenios acerca de que la solidaridad de las «almas grandes» —en cristiano: los poderosos— puede más que sus desavenencias momentáneas, remito a las páginas correspondientes, agregando solamente que en las últimas escenas de la tragedia todos los «leales», pero no el pueblo alborotado, compadecen a «esa pobre mujer», como dice el propio Haro, el cual, a pesar de ser el que fulmina y mantiene en nombre del rey la sentencia de muerte, le deja una posibilidad de salvarse, concretamente, haciendo pleito homenaje al monarca, mientras que «en pandillas las gentes de Toledo / van pidiendo furiosas» su cabeza, sin contemplaciones (III, 6 y 11). Es más: en la escena doce hace una aparición dramática doña María ensangrentada, con el hijo de la mano para mayor patetismo, y apoyada en los brazos de su hermano y del mismo Haro, el cual exclama indignado en dirección a la «mucha gente del pueblo», pues la herida se debe a «un hombre indigno, enfurecido»: «Deteneos, infames; vive el Cielo…»; poco antes, en la escena quin-
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ta, se arrepentía don Íñigo de haber «protegido / el furor e insolencia de este pueblo»; a doña María ni siquiera se la alude. Si se admite con Rodríguez Morín que esta pintura, uniforme con excepción de alguna escena inicial, no supone ninguna «postura negativa hacia el vulgo», tanto entre los vencedores como entre los vencidos (esto es, en el autor), no tendré más remedio que confesar que mi interpretación pecó de anacrónica por influir inconscientemente en ella un prejuicio hostil al pueblo en general y favorable al «integrismo» —como él escribe— absolutista o el que sea… Adviértase que dice doña María, como su creador en el «Argumento», que todo fue en ausencias y, por lo tanto, sin noticia del rey —argumento clásico, tópico, bajo un régimen monárquico, por supuesto, pero para algo se usa—, y por culpa de la falta de libertad e «infame despótico manejo» de los flamencos, a lo cual asiente precisamente el leal Pedro López (I, 3), pues «no hay duda» —dice— acerca del comportamiento de los extranjeros (si bien reparte luego las culpas equitativamente, recordando también aquí a Guevara); aún al acercarse el desenlace reiterará doña María su odio a «los secuaces imperiales» (aunque también se refería antes a los «realistas»), «fementidos extranjeros» responsables del cautiverio de Toledo; todo ello equivale a alegar, insinuar (no digo: «demostrar»), que no se luchó contra el monarca, sino contra sus ministros, contra la degeneración política del desgobierno; no de otra forma se expresaría el mismo modelo de Malo, Quintana, en su Defensa de las poesías ante el Tribunal de la Inquisición (1818-1819), declarando a propósito del «huracán deshecho / del despotismo» denunciado en la famosa oda A Juan de Padilla (1797) que la «proposición alud[ía] no a la entrada de Carlos V en España, sino a la entrada del despotismo, que son cosas diferentes»;22 y se observará que el propio censor inquisitorial, ya citado, de La política natural también sabe distinguir entre «monarquía absoluta» y «despotismo», pues advierte que Malo confunde ambos regímenes, pero sólo en 1811 y por razones evidentes.23
22 Manuel José Quintana (1969), p. 178. 23 AHN, Inquisición, 4468, n.º 10 (Barcelona, 13 de agosto de 1816), citado en parte por Rodríguez Morín (1995), p. 278. En la doble contienda, militar y política, era inevitable que no quedase mucho lugar para matices demasiado sutiles; sin embargo, bien escribe Malo que el «gobierno absoluto […] ha ido degenerando […] en un bárbaro despotismo por su tendencia natural».
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A pesar de los nobles motivos invocados por doña María, ésta, sin embargo, se va desacreditando como personaje dramático cuando deja de oponer argumentos «políticos» a los que Malo pone en boca de los «leales», reaccionando por el contrario de manera pasional, impulsiva (y justificando por lo mismo las acusaciones, reiteradas usque ad satietatem, de ceguera, locura, soberbia, equivalentes todas, en distintos registros, a la de perfidia, o sea, deslealtad, como lo confirma, además, la variante «locura» / «perfidia» en la escena novena del acto segundo), vociferando, ensartando insultos a más no poder (valdría la pena contarlos), profiriendo amenazas y sacando la espada como única respuesta, a semejanza de una de aquellas «amazonas», dijera Moratín, de no pocas comedias de teatro que desmentían su sexo en opinión de un neoclásico, convirtiéndose en «furia infernal y cruel fiera», según declara en la escena undécima del acto segundo. Desde la séptima se puede considerar que se inicia este proceso: en ella amenaza dos veces con apuñalar al hermano, y no lleva a cabo su intento porque detiene López «la insana diestra», pero reincide más tarde; en la siguiente, después de un último intercambio de argumentos, se niega definitivamente a discutir («Ya apuráis mi paciencia y sufrimiento / […] Nada turba mi espíritu invencible») y vuelve a amenazar dos veces más, no sólo faltándole al respeto al «padre», o suegro, que está presente, sino incluyéndolo en la amenaza de muerte; en tal contexto, los versos: «Seguid vuestro partido, defendedlo, / yo el mío seguiré, venza quien pueda» no expresan de ninguna manera la «tolerancia» (!) de doña María;24 sólo significan, y es radicalmente distinto, que, carente ya de argumentos, apela a las armas, pero conociendo, como los espectadores, la superioridad del enemigo, la «cobardía» que se ha apoderado de los toledanos y por lo mismo la inevitable consecuencia de su decisión (o, lo que viene a ser lo mismo, no contando ya más que con «la clemencia / de los divinos Cielos»): política y militarmente irresponsable, se pone ella misma, como personaje dramático, en situación de inferioridad frente a sus contradictores, los cuales, por su parte, como el Guzmán de Moratín padre o el que da título a El vasallo más leal y grande Guzmán el Bueno, adaptación anónima (¿Valladares?) de Más pesa el rey que la sangre, de Vélez de Guevara, representada en 1787, prefieren «ser leales / a costa de quien tiene sangre» suya (aunque no sin dolor); la misma idea expresada en el citado dístico la reiterará más tarde doña María (III, 3), ya detenida, al 24 Rodríguez Morín (1995), p. 280.
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contestar a López, que acaba de humillarse arrodillándose ante ella (actitud idéntica a la de Guevara en Villabrágima) como último recurso para convencerla: «Si es vuestro celo justo o es injusto / a definir aquí no me detengo, / ni si es el tema mío bueno o malo / tampoco persuadiros yo pretendo», pero agregando a renglón seguido que la muerte no la atemoriza, lo cual equivale a una fuga adelante irreflexiva (de obstinada la califica entonces el suegro) que nada tiene que ver con el suicidio «victorioso» de la heroína de Martínez de la Rosa menos de un cuarto de siglo después. Más aún: antes no rechazó la sugerencia de recurrir a la intervención extranjera, deseando ser «una furia infernal» empuñando la espada; incluso (II, 12), «va a dar a Haro con la espada» (actitud entonces típica de comedia de teatro; véase El sitio de Calés), pero no «digna» de una tragedia de corte clásico; a las proposiciones de paz del sitiador opone condiciones inaceptables y provocativas, lo cual equivale a seguir cerrada a toda discusión (II, 12), es decir, se desautoriza como responsable toledana; por último, el primer cambio repentino de actitud de doña María (III, 9), dispuesta, según dice, a fugarse a Portugal con la ayuda del hermano (que se compromete gravemente por ella), no es más que un ardid, como explica en la escena siguiente: su intención verdadera es preparar un regreso victorioso con la ayuda del ejército francés, es decir, traicionar a su país, para saciar entonces su deseo personal de venganza no sólo con los «realistas», sino también con «los mismos vecinos de Toledo» (sin darse cuenta de que ha de resultar imposible sacarlos del «duro cautiverio» impuesto por los extranjeros si antes los pasa a todos a cuchillo, como promete…); una serie, pues, de actitudes lindantes con lo absurdo. Así pues, lo que afirmo no es exactamente que pretendió Malo «defender [¿contra quién?] el poder absoluto de la Corona», ni «condenar [¿frente a quién?] la motivación comunera», ni «prevenir [¿a quién?] sobre el peligro del vulgo»: tales actitudes o enfoques (fáciles de trasponer a la época actual…), contra lo supuesto por Rodríguez Morín, eran entonces los normales y corrientes, y sobre todo perfectamente acordes con la «mesura», la «prudencia» y la «aversión rotunda por toda índole de intransigencias y fanatismos»; «la razón y el buen sentido», cuya voz aspira Malo a transmitir, según el citado investigador,25 son, efectivamente, unas «categorías
25 Rodríguez Morín (1995), pp. 281-282.
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incompatibles con la anarquía y el desorden que llevan aparejados las insurrecciones»; pero parece no advertir que tal afirmación contradice su propia tesis, confirmando de rebote la mía: en efecto, en la tragedia, quienes en nombre de la razón, mil veces invocada (es decir, de los intereses del régimen monárquico vigente —o quizás, mejor y más simplemente, del orden establecido— convertidos como de costumbre en un principio abstracto y universal), critican la «locura» de la insurrección comunera son los defensores del poder real, de la autoridad «legal»; y el que afirma, según la cita aducida por el crítico para ilustrar su afirmación, que no se pueden esperar «buenos aciertos / en lances que, no viendo el precipicio, / gobierna la pasión sin el consejo», esto es, sin la prudencia («os fundastes sobre pasión y no sobre razón», escribía Guevara), ¡es precisamente Pedro López!, al oponerse, en nombre de la misma razón o prudencia, a la rebeldía del comunero aún no convertido en partidario del orden, don Íñigo (I, 7). No es mera casualidad que el típico esquema teórico de las relaciones entre el absolutismo ilustrado y sus súbditos, perfectamente observable también en las tragedias redactadas bajo la égida de éste, y trasladado a las comedias domésticas de corte clásico, rija también la vida familiar en las «anécdotas» de la Voz de la naturaleza, de Malo,26 coetáneas de Doña María Pacheco o levemente posteriores: en estos cuentos, o novelitas cortas las más, que arrojan a cántaros lágrimas, buenos sentimientos y patetismo literalmente hasta más no poder, pero —y esto es lo importante para un historiador— que tuvieron un indudable éxito en su tiempo, como lo prueban las reediciones, el autor se propone «avergonzar a las pasiones viéndose vencidas y sufocadas», pues «la voz de la razón es la que únicamente persuade», y los padres e hijos son meros homólogos respectivamente de la figura del rey y de las de los «vasallos», buenos o malos, en ese estado monárquico en miniatura que es la célula familiar; a la autoridad paterna o marital excesiva y funesta, digamos absoluta o «despótica», en asuntos matrimoniales se le opone sólo como válido el ruego o el «sacrificio», el ingreso en el claustro o la religión (los padres o maridos culpables mueren arrepintiéndose, naturalmente, pero con posterioridad); a la «justa» se le corresponde con la obediencia y la bendición, y el rechazo de cualquier forma de rebeldía o «ingratitud», o se espera que la humildad social, real o
26 Ignacio García Malo (1995).
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supuesta, compensada por la propia virtud y la bondad del cabeza de familia noble o rico (o gracias a la anagnórisis de los dramaturgos), quede premiada; los que desatienden las reglas morales y dejan de controlar sus pasiones, especialmente las mujeres, lo pagan carísimo; en suma, se predica —y el uso de este término se justifica plenamente— el orden y moderación en todos los niveles de la jerarquía. Si nos atenemos a lo que se nos dice en la tragedia, y no a la Historia, no son exactamente «los abusos del estamento social privilegiado» en general los que han propiciado el levantamiento,27 aunque en realidad el movimiento fue, en gran parte, el de las clases medias urbanas contra la alta nobleza, la cual se puso masivamente del lado del rey, «no en gracia del trono —escribía ya Forner—, sino en apoyo de su prepotencia»,28 y los caballeros como Padilla no fueron más que unos jefes militares. Según Malo, fuera del utilísimo chivo expiatorio Matilde, lo causaron la codicia y despotismo de los extranjeros, a los que no tuvo más remedio que oponerse con las armas otra «avaricia» o «envidia», dice Pedro López, no satisfecha, la de «algunos castellanos caballeros», y nos da la impresión de que para él, como para Guevara, se reduce aquel acontecimiento histórico a una simple rebelión popular capitaneada por unos nobles extraviados (un «desacierto», según López, y doña María lamenta al final haber seguido «el partido del pueblo más protervo»); de «caudillo del pueblo» califica doña María a su difunto esposo (I, 2), y de la mismísima expresión se vale al definir su propio papel de sucesora de Padilla (I, 5); a López le horrorizan los furores del «frenético pueblo», de la «plebe alborotada», a cuya cabeza se acaba de poner una «mujer loca y obcecada» (I, 9); sólo he notado dos referencias escasas a los «patricios» y «ciudadanos» de Toledo, y dos a los nobles, pero éstas en una expresión precisamente totalizadora («nobles y plebeyos»), una para tratar de justificar el «sacrilegio» contra los templos (I, 10), y otra, por el contrario, en la que se afean las motivaciones de la rebelión (II, 1); el trauma del motín de 1766 —el pueblo dueño de la calle veinte años escasos antes, mientras manejaba los hilos una fracción de la alta nobleza— no se había desvanecido aún, y el espectro de la democracia —en su sentido etimológico, uno de los riesgos a que está expuesta la monarquía menos imperfecta, la «templada» o «limitada», es decir, constitucional, según el García 27 Rodríguez Morín (1995), p. 282. 28 Forner (1973), p. 151.
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Malo de 1811—29 infundía la misma aprensión en conservadores y progresistas de la época; tanto para los ilustrados como para el más tarde liberal Malo, equivalía pura y simplemente a la «anarquía» («infame behetría», decía Jovellanos), esto es, literal e [ideo]lógicamente, a la privación del poder para los únicos que se consideraban con derecho a disfrutarlo. Así pues, reacción, conservadurismo, liberalismo, son unas nociones en primer lugar globales, sintetizadoras (y por lo mismo no siempre fáciles de manejar), es decir, que un mismo gobierno, y éste es el caso de los que se sucedieron bajo Carlos III e incluso Carlos IV, puede perfectamente promover una serie de reformas que supongan un progreso en determinados sectores, social, económico, científico, docente, y, por otra parte, incluso en los mismos sectores, tratar de moderar la marcha de la historia, sin que quede modificada sensiblemente la naturaleza de las instituciones; en segundo lugar, son relativas, quiero decir que la monarquía de tendencia centralizadora y absolutista vino a constituir un adelanto al poner coto a la llamada por los ilustrados «anarquía aristocrática» medieval, convirtiéndose luego en conservadora y más tarde en reaccionaria al enfrentarse con fuerzas políticas antagónicas de marcado sello «progresista», o al ser desbordada por ellas, las cuales a su vez llegarían a criar su propio conservadurismo. Prescindiendo, pues, de nuestros criterios actuales de enjuiciamiento, Doña María Pacheco no despidió en su época ningún mensaje «reaccionario» (es lectura cuando menos aventurada de mi propia interpretación), pues no abogaba por una marcha atrás, así como tampoco marcadamente «progresista» o liberal (pues ambas voces parece tenerlas implícitamente Rodríguez Morín por sinónimas), sino que se hacía eco, al fin y al cabo, de una ideología, digamos, legalista o conformista —mayoritaria—, globalmente acorde con las prerrogativas del estado y el absolutismo real —«despotismo mitigado» lo llamaría Malo en 1811—, considerado por el mismo León de Arroyal el más adecuado para fomentar en su tiempo las deseadas reformas, a pesar de afirmar este escritor, como es sabido, que las Comunidades fueron el «último suspiro de la libertad castellana», pues, como lo expresó perfectamente François Lopez a propósito de Forner, supuesto «reaccionario»,30 la entonces llamada «clase media», aún políticamente débil, a que pertenecía el dramaturgo, confería la fuerza de que ella carecía a la monarquía absoluta para realizar las 29 García Malo (1811), p. 17. 30 François Lopez (1977), p. 546.
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propias aspiraciones, por medio de una especie de «proyección compensadora». La tragedia típicamente reaccionaria de aquellos años fue la Raquel de Huerta, en la que los ricoshombres, antecesores del llamado «partido español» del reinado de Carlos III, invirtiendo el proceso histórico por voluntad del dramaturgo, salen airosos del conflicto que los opone al «despotismo» del monarca, por lo cual quedó también momentáneamente interrumpida la carrera de la tragedia. El propio García Malo tenía conciencia de la dificultad de presentar en las tablas un personaje histórico, digamos, oficialmente antipático, «por ser la pasión que tiene el mayor y principal movimiento [en la tragedia] el odio y aborrecimiento contra la protagonista», según escribe en su prólogo; pero, por otra parte, como madre enternecedora y como mujer de espíritu «varonil y esforzado», dechado de fidelidad a la memoria y, por ende, a la toma de postura, del difunto esposo, podía interesar doña María al público madrileño; por ello, deseando, como seguidor principiante de la preceptiva clásica, suscitar el «terror» y la «compasión», hizo morir a la heroína, «pues de seguir literalmente la Historia no podría conseguirse» (justificando «científicamente» la extensión del parlamento, o palinodia, de la moribunda, sin duda por recordar que a Huerta le criticaron antes el haber «desangrado a pausas» a su Raquel), y tuvo que idear, además del desenlace, varias escenas patéticas de ternura o desánimo en las que la protagonista se muestra conmovedora, por cumplir con el requisito insoslayable de las dos clásicas «pasiones». Si añadimos a todo ello que, obviamente, como hemos visto con unos pocos ejemplos que se podrían multiplicar, aún no posee el joven García Malo toda la técnica y destreza necesarias ni domina bien el tema de su obra, no extrañaremos que parezca diluirse, como escribe Rodríguez Morín, la «toma de partido» del autor y que, por lo mismo, resulte más difícil que en otra tragedia, teniendo en cuenta además, por supuesto, la imprescindible prudencia o autocensura, percibirla con nitidez. Desgraciadamente, nunca hemos de saber cómo representaron sus papeles los distintos cómicos el día del estreno, ni cómo se dirigió la obra, dos elementos no desdeñables a la hora de tratar de apreciar la forma exacta del «mensaje» que pudieron captar entonces los espectadores. Como quiera que fuese, describiéndole a Forner en carta de abril de 1792 las pocas novedades de Madrid, debía de aludir Moratín, al menos en parte, a Doña María Pacheco al referirse irónicamente a «Malo, altamente persuadido de la bondad de sus obras hechas y por hacer».
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EL EXTRAÑO CASO DEL ESTRENO DE MUNUZA* El Munuza, antes Pelayo, de Jovellanos se estrenó en el coliseo del Príncipe por la compañía de Martínez, en cinco actos seguidos, con una tonadilla nueva y un sainete por fin de fiesta, el 8 de octubre de 1792, sin mucho éxito, a excepción del primer día de los cuatro escasos que permaneció en cartel. Por hallarse a la sazón en Asturias desde dos años atrás, no pudo intervenir el autor en los ensayos y representación de su tragedia. Esta particularidad tal vez no sea indiferente —al menos ahora, como se verá—, pues, a pesar de tener ya corregida y preparada la obra para la publicación, «baxo un nombre supuesto»1 y con prólogo y notas al efecto, unos veinte años antes, en 1773, nunca se atrevió a dar el último paso adelante, ni consintió en entregársela a unos cómicos profesionales, prefiriendo montar una representación de aficionados gijoneses durante una estancia veraniega en la provincia cantábrica, en 1782. Por otra parte, se anunció en la Gazeta de 9 de octubre, al día siguiente del estreno, la publicación de la tragedia suelta, a 2 reales, sin nombre de autor —insisto en ello—, y se vendió también unos meses después encuadernada junto con otras diez en el tomo V de una Colección de las mejores comedias nuevas que se van representando en los teatros de esta corte, en cuya portada viene ya el nombre del impresor: Ramón Ruiz, y la fecha
* Primera publicación, en Hommage à François Lopez. Bulletin Hispanique, n.° 1 (junio 2002), pp. 70-100. 1 Juan Agustín Ceán Bermúdez (1814), pp. 307-308 (utilizo la ed. facs. de 1989, con prólogo de Javier Barón Thaidigsmann).
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de las obras correspondientes: 1792.2 De manera que la edición de la suelta coincidió con la primera sesión, o, más bien, debió de precederla un tanto, según ocurría no pocas veces por aquellos años: por ejemplo, El buen hijo o María Teresa de Austria, de Comella, fue impresa por Blas Román «para representar por la compañía de Manuel Martínez desde el día 7 de diciembre de 1790», y se estrenó en realidad el día 9, aunque ya se podía comprar en varios puestos con alguna anticipación, según se advierte en la última página, con otras obras suyas, salvo Los dos amigos, «esta última quando se anuncie su representación», que fue solamente el 14 de mayo de 1791.3 No se me olvida que también se estrenó en la temporada anterior El delincuente honrado, estando ya ausente «Jovino», el cual salió de Madrid a finales de agosto de 1790; pero ya se había editado el drama en 1787, si bien con prudente seudónimo, para que dispusieran los lectores de un texto más correcto que el publicado primero en Barcelona por uno de «aquellos impresores aventureros que andan siempre a caza de obras expósitas», esto es, de padres desconocidos, probablemente a partir de una copia anónima.4 2 Como es sabido, en las sueltas solía algunas veces puntualizarse, a continuación del título, la fecha completa y la compañía, otras simplemente el año, y no pocas de ellas venían sin ninguno de esos datos; naturalmente, por proceder de unas mismas tiradas las incluidas en ese tipo de colecciones, eran idénticas a las que se vendían sueltas. Entre las obras del tomo V viene una, Buen amante y buen amigo, de Isabel María Morón, que se representó en la Cruz el 7 de enero de 1793, de manera que la fecha de 1792 mencionada en la portada del tomo es la del año cómico de 1792-1793. Agradezco la copia de la suelta de «Jovino» a mi amigo Philip Deacon. 3 Algo semejante se lee en la «portada» de «Los hijos de Nadasti, comedia heroica en tres actos. Por D. Luciano Francisco Comella, que ha de representar la compañía del Sr. Luis Navarro el año de 1795 en celebridad del feliz cumpleaños de la Reyna Nuestra Señora» (9 de diciembre), s.l.n.a. La cursiva es mía. 4 Merecería la pena investigar acerca del origen y la génesis del subtítulo, o más bien prolongación del título, que aparece en algunas ediciones (menos, naturalmente, la cuidada por el autor y las que la siguen), es decir: …caso sucedido en la ciudad de Segovia en el año de 1738. Así en las impresas en Barcelona por Piferrer y Gibert y Tutó, cuyas fechas exactas desconozco, y en la versión manuscrita en verso por González de la Cruz, dedicada a Urquijo en 1800. Esa fecha de 1738, no justificada, que yo sepa, ni por Jovellanos, que no la menciona, ni por ningún documento relativo a la obra, sospecho que sea fruto de una mera equivocación debida a algún copista. En efecto, en la escena novena del acto cuarto don Justo lee la resolución del monarca que confirma la pena capital contra Torcuato por haber matado éste a su ofensor «el día 4 de agosto del año próximo pasado […], singularmente cuando estaba tan reciente la publicación de su pragmática de 28 de abril
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El inconveniente de aquella circulación de papeles, fuesen obras teatrales o de otro género cualquiera de literatura, incluso impresos, era que, por demasiado aprensivos o modestos, quedaban expuestos sus autores a que estuviese al acecho algún «cazador» deseoso de prohijarlos indebidamente: ese tipo de disgusto le tocó al mismo Jovellanos con los dos romances de «Antioro» contra Huerta, que no vaciló Forner en atribuirse, y Leandro Moratín había de redactar más tarde unas cartas espurias e incluso una adaptación de Molière a partir de unos textos de autores sin identificar, al menos en su época. Comoquiera que fuese, aquellas circunstancias del estreno de Munuza, si bien no corrientes, tampoco verdaderamente insólitas, podrían haber pasado desapercibidas si el examen de los documentos de la compañía de Martínez relativos a aquel día 8 de octubre de 1792 no nos hubiera deparado a los redactores de la Cartelera teatral madrileña del siglo XVIII una sorpresa mayúscula; y es que quien cobró los 25 doblones, o 1500 reales, que se pagaban por una tragedia o una comedia de teatro original no fue, por supuesto, Jovellanos, sino, curiosamente, el entonces ya célebre… ¡Comella! El recibo, autógrafo y firmado el mismo día del estreno por el dramaturgo,5 no deja lugar a dudas: Recibí del S.r D.n Man.l Gordón, Adm[inistrad].or del Propio de comedias de esta corte # Mil y quinientos r.s de v.n por la tragedia intitulada el Monuza q. ha executado la comp.a de Man.l Martínez. Madrid, 8 de Oct.re de 1792. son 1.500 r.s Luciano Fran.co Comella
Se dan algunos casos, no frecuentes, en que una determinada persona, un amigo o un apoderado del comediógrafo, cobra con poder de éste y, entonces, se procede a apuntarlo en el recibo firmado ante el funcionario municipal. Pero, que yo sepa, no mantuvieron nunca relaciones el prócer astur y el vate vigitano, y, por otra parte, tampoco me consta que ningún folleto o artículo periodístico se refiriese al autor de la tragedia. Además, en aquella fecha estaban también ausentes de Madrid varios amigos de del mismo año pasado». Dicha pragmática, como ya apunta Caso, no puede ser sino la de 28 de abril de 1757, publicada el 9 de mayo, según la Novísima Recopilación, lib. XII, tít. XX, ley II, que renovaba la de 1716 contra duelos y desafíos. De manera que la fecha de la ficción del Delincuente honrado es 1758, y no 1738; alguien debió de formar mal el 5, por lo que se convirtió luego en 3… 5 AMMA, I-397-2.
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Jovellanos, entre ellos su secretario y más tarde biógrafo Ceán Bermúdez, que salió destinado a Sevilla en 1790, Meléndez, entonces en Ávila, y Leandro Moratín, autor, no muy grato a Comella, de la recién estrenada Comedia nueva, el cual andaba por Inglaterra y, al menos si nos fiamos de su epistolario, no debió entonces de enterarse, limitándose a mencionar mucho más tarde el título de la tragedia en el prólogo aumentado de sus comedias que publicó la Real Academia Española en 1830, así como en el catálogo de obras teatrales del XVIII que le sigue y figuraba antes ya en la edicion parisina de 1825 por Bobée. En cuanto a Cabarrús, seguía envuelto en su largo proceso a pesar de haber regresado del castillo de Batres. De manera que no se puede por menos de dedicar, o, por mejor decir, volver a dedicar, mucha atención a una larga nota de Ceán al texto de sus Memorias para la vida del Excmo. Señor D. Gaspar Melchor de Jovellanos,6 la cual refuerza la impresión de extrañeza provocada por el recibo arriba citado, y es como sigue: Después de escrito esto llegó a mis manos una tragedia impresa, titulada Munuza. No fue poca mi sorpresa quando vi que era la misma que el Pelayo, aunque con mil variaciones en los versos, y con la diferencia de llamar Ormesinda a la hermana de don Pelayo. No señala el autor el pueblo, la oficina, ni el año en que se imprimió, lo que manifiesta haber sido subrepticiamente. Es cierto que sus variantes son más acertadas y correctas que las de la antigua copia que yo saqué en Sevilla y conservo, lo que me hace sospechar que la impresión se hizo por otra más moderna, corregida acaso por el autor antes de representarla en Gijón. Pero nunca podré convenir en que Jove Llanos hubiese mudado el título, ni cambiado el nombre de la dama, porque precisamente sobre uno
6 Ceán Bermúdez (1814), p. 311. El ejemplar impreso que tuvo a mano Ceán, además de no indicar ni el autor ni el año, tampoco menciona el lugar ni la oficina, de manera que queda excluida la posibilidad de que se trate de la edición de Barcelona por Juan Francisco Piferrer (BNM, T 4976), realizada, según supone Caso, «quizás poco después» que la de Ruiz (el 20 de mayo de 1793 se representó en la Ciudad Condal La primera restauración de España y el Munuza, según la Cartellera del teatre de Barcelona, de J. Sala Valldaura). La obra impresa a que se refiere el biógrafo de Jovellanos es, pues, la suelta de Madrid, 1792. Supongo que «las [variantes] de la antigua copia» que le parecen de menor calidad que las del Munuza no son variantes propiamente dichas, sino los pasajes que considera modificados por las variantes del impreso. Que el texto de Piferrer se imprimió a partir del de la edición de Ruiz, exactamente idéntico (incluidas todas las variantes, equivocaciones y lagunas manifiestas, y salvando inevitables erratas de imprenta y leves diferencias ortográficas entonces corrientes), permite conjeturarlo un detalle revelador: en la de Barcelona (acto II, esc. 2.a, in fine) se advierte un desajuste entre una nota que sigue numerada igual que en la edición de Madrid («2») y su llamada, convertida ya en «1» por ser la única nota de la página.
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y otro escribió dos notas muy eruditas quando compuso la tragedia, y porque quando se representó muchos años después en Gijón, la intituló todavía Pelayo, y llamó Dosinda a su hermana. Esto pudiera probar que quien hizo estas mudanzas sin contar con el autor, ausente entonces de Madrid, intentó engañar a los que no la habían leído antes de imprimirla, haciéndola pasar por otra distinta.
Con toda probabilidad se hace eco de estas líneas Emilio Cotarelo y Mori al evocar brevemente en su Isidoro Máiquez el estreno de «la tragedia Pelayo de D. Gaspar de Jovellanos, con no pocas alteraciones, empezando por el título que fue el de Munuza», y al añadir que a su biografiado le cupo el papel del amante de «Dosinda (Hormesinda en Munuza)».7 En cuanto a las dos versiones a que se refiere, implícitamente para una, explícitamente para la otra, son, respectivamente, la publicada, con fines comerciales, por Cañedo en 1832 («Tragedia, titulada El Pelayo»)8 o quizás alguna de las posteriores que han seguido este texto, y la que apareció en el tomo V de la ya citada Colección de las mejores comedias nuevas…, según se indica en una nota del estudio de don Emilio. Por su parte, José M. Caso González, en la magnífica edición de las obras de su paisano,9 analiza detenidamente el precioso testimonio de Ceán y los dos referidos textos, tratando de resolver varios problemas, entre ellos el de «si ambas versiones son de Jovellanos y cuál de ellas es la primera». Y queda «convencido» de que la de Madrid, 1792, esto es, pues, la del Munuza, es la segunda, y reproduce su texto; pero por parecerle que «la edición procede de copias de teatro y no fue cuidada por su autor», efectúa correcciones en «varios lugares a la vista de la ed. de Cañedo», considerando que ésta es la «primera versión», concretamente: «acaso la ya corregida con vistas a la edición» (de 1773 que no llegó a realizarse), pues piensa, no sin cierta lógica, que el haber incluido Cañedo el prólogo y las notas que acompañaban, según también refiere Ceán, al texto de 1773 supone que tuvo a la vista un manuscrito de dicha versión, aunque no puede afirmar si los errores que contiene se deben al copista o al editor.10 7 Cotarelo (1902), p. 33. 8 Véase el prólogo de José Miguel Caso González a Jovellanos (1984), vol. I, pp. 1314. Se publicó en Jovellanos (1830-1832), vol. 6, pp. 289-422. 9 Jovellanos (1984), vol. I, pp. 353-358. 10 Cañedo pudo tener a mano hasta dos ejemplares, pues en una nota final, p. 424, deja apuntado que «después de impresa esta tragedia llegó a nuestro poder un original
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Aprovechando dos manuscritos de la época, a todas luces no conocidos por Caso y custodiados en las bibliotecas Histórica Municipal y Nacional de Madrid respectivamente, a saber, el del Munuza que sirvió para el estreno11 y otro del Pelayo, equivocadamente atribuido (aunque con signo de interrogación) a Quintana en el Catálogo de Julián Paz12 y en el que, además, aún se llama Dosinda y no Hormesinda (o, por mejor decir, Ormesinda) la heroína, y comparando estos textos con los de los dos impresos utilizados por Caso —sin olvidar naturalmente la curiosa intervención de Comella—, quisiera tratar de dar un pasito adelante, si hacerse puede, en la aclaración de algunas de las dudas que suscitan la cronología propuesta por nuestro añorado colega y parte de la argumentación en que ésta se funda. En primer lugar, Caso propone dar a la obra por nuevo título La muerte de Munuza, pues en una de las 22 notas para la proyectada edición de [manuscrito, querrá decir] un poco más correcto, sobre el que hemos formado la siguiente / Fe de erratas» (siguen las erratas). Es de esperar —la esperanza es el sucedáneo que más solemos usar— que aparezca algún día al menos uno de los dos textos, o cualquier otro, a ver si, gracias a los métodos actuales de investigación, se le pueden sonsacar algunos indicios acerca de su fecha, su procedencia, etc., que permitan resolver los problemas insuficientemente aclarados o que sigan pendientes, aunque el prólogo de Caso a las obras completas del asturiano no permite abrigar mucho optimismo a este respecto. 11 Munuza / Traxedia en 5 Actos, BMM, ms. 1-44-17; perteneció al «Ap.to 2.o», esto es, Antonio Capa, según la correspondiente lista de actores del Isidoro Máiquez, de Cotarelo. De mano distinta, pero de letra de aquella época: «De Jovellanos». No viene la lista de «personas», ni, por consiguiente, tampoco la de actores; pero lo suplen las apuntaciones marginales, que corresponden al reparto del impreso de 1792: salen primero el «B[arb].a» y el «Sob[resalien].te» (más exactamente: el séptimo galán con obligación de suplir segundos y terceros), es decir, respectivamente, Vicente García (Suero) y Máiquez (Rogundo); al final de la escena 3.a tiene que prepararse «Rom[er].o» para salir en la siguiente en el papel de Kerim; acto II, esc. 3.a: va a salir en la cuarta el «[galán] 3.°», esto es, Tomás Ramos, alias Acmet Zadé; etc. Se suprimieron en la representación no pocos pasajes previamente «encajonados», o sea, señalados por sendos corchetes marginales. Hay otro ejemplar que fue del primer apuntador (a la sazón Fermín del Rey) y en el que al parecer se aplican las correcciones del anterior, pero que también contiene unos pocos añadidos no desprovistos de interés, según hemos de ver, aunque no lleva ninguna indicación de movimientos de actores ni, en general, de dirección escénica; en él alternan «Monuza», incluso «Momuza» en el título que encabeza el acto primero, y «Munuza». Con estos dos manuscritos viene, traspapelado, el del acto primero de Mal genio y buen corazón (1776), adaptación de Goldoni por José de Ibáñez. 12 Julián Paz (1934), t. I, s.v.; F. Aguilar Piñal, en su Bibliografía de Autores Españoles del siglo XVIII, la atribuye a Jovellanos, pero también a Quintana, aunque le «parece distinta».
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1773, publicadas por su poseedor Cañedo con una copia del texto del Pelayo, el paradero actual de cuyos originales manuscritos se desconoce, escribe efectivamente el autor: «Aunque pudiera intitular esta tragedia la Muerte de Munuza…», a lo cual hace eco la frase del prólogo, también publicado por Cañedo: «La acción sobre que escribí mi tragedia es la muerte de Munuza…». Y no anda descaminado Caso al considerar «que el protagonista de la obra de Jovellanos es el gobernador puesto por los moros», por lo que acertó en el título —prosigue— quien la llamó Munuza.13 Sin embargo, no advierte el historiador que el tercer elemento que, según cree, confirma la «insistencia» de don Gaspar en este protagonismo, o sea, la nueva reiteración de que «el argumento de esta tragedia es la muerte de Munuza…», no procede del mismo dramaturgo, al menos no directamente, pues se trata del principio de un largo párrafo que ocupa nada menos que las páginas 309 a 311 en las Memorias de Ceán y que se limita Cañedo a copiar literalmente, poniéndole simplemente por título: «Argumento» para encabezar con él su edición del Pelayo.14 Ceán, natu13 En cambio, en el prólogo del estreno en Gijón (Jovellanos, 1984, p. 198), escribe Jovellanos —aunque era natural en semejantes circunstancias— que «Los triunfos de Pelayo y sus virtudes / […] serán hoy día / de vuestro gozo y diversión objeto». En Munuza, quien encabeza el reparto de las «personas» es el gobernador, y no Pelayo, el cual viene en segundo lugar, confirmando en cierto modo que el cambio de título en el texto utilizado en 1792 no fue casual. La identidad o, más bien, definición de los distintos papeles es más breve en el impreso de aquel año que en el Pelayo, debido a que era edición barata, con los nombres de los correspondientes cómicos enfrente en un espacio reducido. Cañedo convierte las 22 notas de Jovellanos en unas 33, por numerar curiosamente todos los apartados de cada una, y a partir de los de la introducción; verbigracia: la nota relativa a «Dosinda», que es la tercera, queda dividida en cinco, numeradas de 6 a 10. 14 Que el «Argumento» en Cañedo procede del texto de Ceán lo confirma además (aunque no hace falta) un detalle ínfimo pero interesante: mientras que en la didascalia de la escena séptima del acto quinto se dice que Ac[h]met, «interpuesto entre Munuza y Pelayo, defiende sin arbitrio la vida de éste», que es también la única lección de los otros tres, o más bien cuatro, textos conocidos, en el «Argumento», igual que en el pasaje correspondiente de Ceán, se lee: «[…] defiende sin querer la vida […]», lo cual supone la voluntad, por parte de éste, de sustituir la expresión original por otra más corriente. Cañedo al parecer no entiende bien la frase, algo elíptica, confesémoslo, incluso para quien tiene la obra delante: «[Pelayo] le pregunta [a Munuza] la causa de la reclusión de su hermana y de Rogundo; Munuza se la dice, como premio de sus altos servicios y como prueba de lo mucho que le estimaba»; y transcribe: «[…] Munuza le dice, que como premio de sus altos servicios y…», etc. Munuza no habla en realidad ni irónica ni sarcásticamente; por el contrario, la larga justificación del gobernador, deseoso de llegar a ser esposo de Dosinda (III, 8), empieza con protestas de «cariño» y con la enumeración de las «gracias singulares» y «beneficios» que le deben tanto Asturias como Pelayo por haber templado el despo-
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ralmente, se inspiró por su parte en el prólogo y notas, que conocía, y en el texto y alguna que otra breve acotación de la tragedia, llegando incluso a reproducir al final de su descripción de la fábula de la obra la larga y algo complicada didascalia del quid pro quo coreográfico, llamémosle así, ejecutado por cuatro personajes para que no muera más que el que ha de morir. De manera que las dos —pues ya no son tres— citas escasas de «Jovino» no me parecen suficientes para justificar un cambio de título, es decir, como hace Caso, convertirlo en La muerte de Munuza. De todas formas, el historiador no afirma, como se ha visto, que fuese el mismo Jovellanos el autor de la sustitución del título Pelayo por el de Munuza, así como tampoco, ni mucho menos, de la de Dosinda por Ormesinda, un cambio que se negaba a atribuir a su biografiado el indignado Ceán, pues el prólogo en verso destinado al estreno gijonés de 1782 muestra que seguía fiel a los primeros nombres.15 Se podría añadir que el autor, después de enterarse de la representación de la Hormesinda de Nicolás Moratín en febrero de 1770, tenía menos interés aún en mudar el de su heroína: bastante le incomodaba ya el que dijesen algunos que había mucho parecido entre las dos tragedias, pues además parece deducirse del prólogo y notas que la redacción —y, supongo, las inevitables copias manuscritas a que daría lugar— de la Hormesinda fue levemente anterior a la de su propia tragedia.16 Después de dar acogida a la opinión de Ceán, quien considera, a pesar del trueque del nombre de Dosinda y del título por otros distintos, que el texto impreso de Munuza ofrece variantes «más acertadas y correctas» que
tismo de los conquistadores. Pero los términos de la frase de Ceán parecen más bien hacerse eco de las palabras de Pelayo que provocan el citado parlamento de Munuza: «A la verdad, después de mis servicios / y pruebas de amistad, yo no debiera / recelar que Munuza ha perseguido / el honor puro de un amigo ausente» (III, 6, vv. 342-345 en la ed. de Caso). Por ello, no descarto la posibilidad de que el impresor se saltase una línea, porque el «premio» tendría que ser lógicamente la misma Dosinda, y los «altos servicios», los de Munuza, ya que la «relación de méritos» de éste desemboca en unas quejas, y luego unas amenazas, de pretendiente desatendido. Además, Cañedo escribe «gijoneses», en lugar del arcaísmo «gejionenses» en Ceán, y olvida a Dosinda al trasladar al «Argumento» la frase final que se refiere a «Pelayo, Rogundo, Dosinda, Suero y los demás asturianos». 15 Véase n. 13. 16 Escribe «Jovino» en el prólogo: «Si con esto quieren decir que me aproveché de su [de D. Nicolás] trabajo, se engañan». Y en la nota primera: «[…] me abstuve de imitar al señor Moratín, que dio a la suya el nombre de Hormesinda […]».
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el de Pelayo, Caso saca la consecuencia, ya implícita en la frase del anterior biógrafo, de que este texto es sin «la menor duda» anterior a aquél, es decir, como se ha dicho ya, que «Pelayo es la primera versión, acaso la ya corregida con vistas a la edición [de 1773], y Munuza la segunda versión», fruto ésta, si mal no entiendo,17 de importantes modificaciones quizá sugeridas por la experiencia del estreno de Gijón en 1782 y efectuadas por lo mismo entre esta fecha y la de la salida de Madrid en 1790, aunque no sabe Caso cómo explicar de manera a sus ojos satisfactoria el silencio al respecto de Ceán y, más aún, el del Diario de «Jovino». Además, considera que la edición de 1792, por contener bastantes erratas, «procede de copias de teatro». Si de copias de teatro se trata realmente, el impresor Ramón Ruiz debió de aprovechar una de las que mandó sacar anticipadamente la compañía, según costumbre, con vistas al estreno; en pocos días se podía realizar luego la tirada. Pero ¿de dónde procedía el ejemplar que utilizó el copista? El recibo que más arriba se transcribe permite conjeturar, sin aventurarse mucho (aunque aventurándose un poco…), que de Comella. Sin embargo, no hay coincidencia perfecta entre los dos textos de 1792, debido en gran parte, según parece, a la prisa e impericia del que sacó la copia destinada a la representación, pues se saltó a veces docenas de versos (faltan más de ochenta en total); aun así, sigue sin respuesta la cuestión de dónde halló don Luciano el original, o más bien la copia, que se atrevió a prohijar ante el administrador del propio de Comedias. Porque se trata naturalmente, como ya afirma Caso después de Ceán, de la tragedia de Jovellanos, perfectamente identificable a pesar de sus variantes bastante numerosas, que, al fin y al cabo, las más veces no añaden ni restan gran cosa, de manera que, lejos de modificarla «a fondo», como escribe Caso, no afectan ni a la economía ni al enredo de la obra, así como tampoco al «carácter» de los personajes ni siquiera a lo esencial de sus parlamentos, algo reiterativos (e incluso machacones), aunque sí puede comprenderse a pesar de todo la sorpresa del primer biógrafo de «Jovino». Pero ¿tratábase de la segunda versión, y eran tan «acertadas y correctas» como afirma Ceán —y admite global e implícitamente Caso— sus variantes?
17 Caso se vale a renglón seguido del mismo verbo «corregir» para designar no ya las correcciones de 1771-1772 a que se refiere Jovellanos, es decir, las destinadas a la pensada edición de 1773, sino las que, en su opinión, efectuaría más tarde el escritor para «modificar a fondo» la tragedia, más bien después que antes del estreno de Gijón en 1782.
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No sin razón advierte éste que «aparentemente habría un argumento decisivo contra [su] tesis», pues escribe en efecto Jovellanos en su nota sexta, relativa al lugar de la acción, esto es, Gijón: En el plan original de esta tragedia la escena estaba siempre en el atrio de Munuza; pero después […], deseoso de venir a la verosimilitud, pasé la representación del segundo y tercer acto en un salón del mismo palacio, con lo que no se interrumpe la unidad de lugar, que sólo excluye la mudanza de la escena a largas distancias y diversas poblaciones.
Y comenta el historiador que, al no indicar el texto de Munuza el cambio en las acotaciones iniciales de ambos actos, «parece que sitúa la acción de todos ellos en el atrio del palacio, mientras que en Pelayo se indica efectivamente el cambio de lugar en los actos segundo y tercero».18 Para eludir la consecuencia que se impone naturalmente, a saber, que «de esta forma parece que Munuza es la versión primera y Pelayo la segunda», supone que se trata de «un simple olvido en las acotaciones de Munuza, porque en parlamentos de la primera escena del acto segundo queda claro que se está en un salón del palacio». No tan claro queda, en realidad: los términos que se emplean en dicho acto para designar el lugar de la acción son: «palacio» (tres ocurrencias); «habitación», o sea: «casa o paraje en que se habita», según definición del Diccionario castellano de Terreros; «mansión»; «estas paredes», de sentido análogo; es decir, que los términos son lo suficientemente generales como para que pueda suponerse la escena tanto en un atrio, el cual forma parte del palacio, según se lee en la primera acotación, como en un salón de éste, o, por mejor decir, un «gran salón», que nada tiene que ver con los nuestros actuales, pues era una «sala grande y espaciosa», aunque puede dudarse de que un atrio sea el lugar más adecuado, o al menos tan adecuado como un salón, para colocar en él un sitial, asiento de ceremonia (si bien se llega a calificarlo más modestamente de silla) en el acto tercero de Munuza; tal vez por ello rece la acotación que tiene que haberlo «preve-
18 Sin embargo, no se menciona por medio de una acotación, tanto en la edición de Cañedo como en el manuscrito de Pelayo, que en el acto cuarto se vuelve al escenario del primero, aunque el cambio es evidente. No se puede descartar la hipótesis de haber sugerido a Jovellanos la mutación de salón la «sala del alcázar de Jijón» que mantiene la unidad de lugar en la Hormesinda moratiniana, anterior al bienio 1771-1772 en que efectuó don Gaspar las correcciones de su propia tragedia.
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nido a un lado del teatro»,19 aunque también se lee en la otra versión… Pero se da la circunstancia, no advertida por José Caso, de que en la escena cuarta dice bien Acmeth20 que Rogundo «se dirigió a este atrio» («a este sitio», en los dos textos del Pelayo, y también en los manuscritos de los dos apuntadores), de manera que sigue sin variar el lugar de la acción, lo cual no puede por lo tanto corresponder a una «segunda», o, por mejor decir, tercera y última, versión, ya que la primera —recuerda el propio Jovellanos en su prólogo— fue «escrita en el año de 1769, y corregida en los de 1771 y 72», que fue precisamente cuando efectuó el autor el cambio de lugar (con la consiguiente mutación de decorado) en los actos segundo y tercero, «sin que desde entonces hubiese vuelto a ponerle la mano», al decir de Ceán.21 No puede ser, pues, «primera versión, acaso la ya corregida», según afirma el historiador, la que conocemos del Pelayo, sino segunda. Pero ¿puede inferirse de ello que el texto de Munuza, por no sé qué rodeos misteriosos, procede del de 1769? Ahí está el problema, precisamente, o, más bien, uno de ellos. Que en la tragedia representada en 1792 fue el atrio del palacio el único lugar de la acción lo confirma la «cuenta de lo que ha puesto el tramoyista para la trax.a intitulada el Munuza», conservada entre las papeletas diarias de la compañía relativas al 10 de octubre de 1792: en ella22 se dice escuetamente que «El teatro representa una vista de ciudad y de murallas con una puerta practicable y el foro de mar, que todo vale quatrocientos r.s de v.n», suma muy corta para un «teatro» también limitado a lo míni19 En cambio, al empezar el acto primero del drama sacro Ester, de Comella (1803), «el teatro representa una gran parte del atrio del palacio de Asuero, con escalera grandiosa que figura la salida y baxada de él, con estatuas al pie de aquéllas […]», y en la escena tercera baja por ella la impresionante comitiva de Amán e Idaspe. 20 En los Pelayos se le llama Achmet, con «ch» que sonaba igual que la «c» de Acmet en el manuscrito de Munuza; en la tragedia impresa por Ruiz, y no, como escribe Caso en la n. 59, en el Pelayo de la edición de Cañedo («En la primera versión…»), se «arabiza» más, digámoslo así, el nombre del moro rematándolo con una «h»: Acmeth (incluso en II, 1, se lee: ¡«Actmeth»!). No creo que sea de lo más importante, por lo que tampoco tengo por mi parte la seguridad de no equivocar alguna vez las ortografías. Sólo recordaré que durante aquella misma temporada de 1792, en diciembre, se estrenó [Los desgraciados felices por] Acmet el Magnánimo, de Zavala y Zamora. 21 Sin embargo, posteriormente, en su nota destinada a explicar las variantes del Munuza, evoca la posible existencia de una versión más moderna del Pelayo, «acaso corregida antes de representarla en Gijón»… 22 AMMA, I-397-2. Suprimo las mayúsculas arbitrarias.
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mo, como convenía para una tragedia o comedia de corte clásico. Aun así, la consideró excesiva el «autor» Manuel Martínez, y propuso rebajarla en sesenta reales, pues «esta lista —comenta— está reducida a una sola mutación de vastidores, cada uno diferente, sin más visualidad», es decir, a un decorado único.23 Por otra parte, al referirse a las notas aclaratorias que redactó Jovellanos para el Pelayo, considera Caso que son también «aplicables al texto [de Munuza], salvo algunas de ellas»; pero en realidad son más que «algunas», pues, además de las relativas al título, Pelayo, y a Dosinda (1.a y 3.a), tampoco conviene, por no corresponder a las dos copias utilizadas en 1792 respectivamente por la compañía y el impresor, la 6.a, intitulada «La escena en Gijón», por no figurar en ambos textos esta acotación, y sí en la otra versión; ni la 15, que comenta una particularidad de los astures evocada por Achmet: «Nacidos entre riscos», ya que tienen una variante los Munuzas; ni la 16 («De ella es indigno / quien al buen nombre y fama la prefiere»),24 como advierte ya Caso; ni la 20 («A adorar su sepulcro»); en cuanto a la que concierne a Achmet-Zadé, la ortografía, con «ch», tampoco se da en el Munuza, sino solamente en el Pelayo. Resumiendo: casi una tercera parte de estas notas se refiere exclusivamente al texto de esta versión, y resulta por lo tanto difícil seguir sustentando que no sea coetáneo de ellas, y por ende de todas, el Pelayo corregido en 1771-72 por don Gaspar con vistas a una publicación programada para el año de 1773. A pesar de coincidir las opiniones de los dos biógrafos de Jovellanos acerca de una redacción del Munuza posterior a la del Pelayo, Caso recha23 Recuerdo que la «mutación» no es aquí ningún cambio de decorado, sino, por extensión, la misma «perspectiva» o decoración, la cual, naturalmente, se puede sustituir por otra si llega el caso. En la acotación de la jornada primera de A padre malo buen hijo, de Rodríguez de Arellano (1791), se lee: «Esta mutación dura toda la comedia», y en la del principio de El sitio de Toro y noble Martín Abarca, del mismo autor y año: «Mutación de campo; vista a lo lejos de la ciudad de Toro…», etc. En el Munuza impreso, la acotación inicial es como sigue: «El teatro representará una parte del palacio del Gobernador, en cuyo atrio se supone la Escena; otra un resto de la Ciudad de Gijón, y en él un fuerte que domine la marina, que deberá descubrirse en el fondo de la Escena»; tampoco es gramaticalmente fluida la del manuscrito: «…una parte del Palacio […], a otra un resto…» (unas poquísimas variantes, por lo demás clásicas, en el tiempo o el régimen de los verbos: «representa», «se supondrá», «domine a la marina»). En cambio, sí se entiende mejor el texto de ambos Pelayos, que reza: «… a un lado el Palacio […], a otro un resto…». 24 Y no: «Es de ella indigno / quien al buen nombre y fama le prefiere». Todas las particularidades que se enumeran son comunes a los dos ejemplares manuscritos del Munuza.
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za la hipótesis, formulada por un Ceán algo despistado ante el impreso recién descubierto, de una «corrección» efectuada en el texto del —ya corregido— Pelayo para el estreno de Gijón en 1782, prefiriendo proponer el período que va de 1782 a 1790, si bien le parece por una parte curioso el silencio de Ceán y el del diario de «Jovino» a este respecto, así como, por otra, no concluyente el argumento ex silentio… Efectivamente, de la lectura del prólogo podría sacarse la impresión de que no parece éste rigurosamente coetáneo del texto de la tragedia, digo, del de finales del bienio 1771-1772 o principios de 1773. Esta última fecha, y también la de las notas, proceden de Ceán, por lo que ambos textos parecen dar lógicamente remate a las correcciones efectuadas en la tragedia en el citado período y a las que se refiere el propio Jovellanos en dicho prólogo. Pero ¿tratábase del texto definitivo? Mientras que usa don Gaspar exclusivamente la primera persona del singular en el prólogo y la breve introducción que precede a las notas, en éstas alterna de manera algo anárquica la primera del singular con la del plural mayestático (o tal vez de modestia); tampoco parece ser título definitivo: Notas para aclarar algunos pasajes de esta obra, probablemente de Jovellanos, pues viene seguido de un epígrafe, aunque también lo pudo añadir, o completar, Cañedo. En cuanto a epígrafes, los versículos de los Macabeos con que se pone fin al prólogo no son ninguna nueva cita de «autoridad», sino en realidad otro legítimo epígrafe, el cual, por lo mismo, no está en su debido lugar, pues no tiene su contenido la más mínima relación con las últimas frases de dicho prólogo, y sí en cambio la tiene, y muy estrecha, con el argumento de la tragedia, ya que la ilustra y ennoblece por evocar la lucha de la pequeña tropa de Judas contra el ejército de invasores sirios e impíos. Como era lógico, pues, encabeza la cita bíblica el texto del Pelayo manuscrito de la Biblioteca Nacional, incluso antes de la lista de «Actores» (aquí: personas, sin nombres de intérpretes). Además, como decía, al recorrer algunas frases del prólogo, se podría pensar que ha transcurrido más tiempo del que se viene suponiendo entre la fecha de redacción de la tragedia y la de las correcciones, por una parte, y, por otra, la del mismo prólogo; declara en efecto el autor: «escrita en el año de 1769, y corregida en los de 1771 y 72, sale ahora a ver la luz pública»; «Confieso que antes, y al tiempo de escribirle [el Pelayo], leía muchísimo en los poetas franceses…»; «La acción sobre que escribí mi tragedia»; etcétera. Como máximo, no debió de mediar un año cabal entre la última
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fecha, 1772, y la del frustrado intento de publicación; pero también puede que se refiera Jovellanos a la primerísima redacción de su obra, y en este caso ya son cuatro… De todas formas, si menciona únicamente el autor a «las personas que leyeron el Pelayo en el año de 69», es que aún no se ha dado a conocer, fuera, como es de suponer, del entorno reducido de don Gaspar, el texto corregido y destinado a la imprenta para 1773; tampoco escribiría éste que su juicio «se arreglará al del público», ni que por dedicar su tragedia al héroe de la nación espera que sus «paisanos y compatriotas25 sean los aprobantes de [su] trabajo», si la fecha del prólogo fuera posterior al estreno gijonés de 1782 y a la del prólogo en verso del mismo año redactado al efecto. En cuanto a las variantes de las dos versiones, resulta en cambio a primera vista difícil, por no decir prácticamente imposible, utilizarlas para tratar de establecer la anterioridad de una version con relación a la otra, pues no disponemos más que de unas copias y unos textos no exentos de erratas, algunas de las cuales dificultan incluso la inteligencia del sentido de los versos correspondientes, y, para más inri, no tenemos ninguna seguridad de que todas sean de la cosecha propia del autor, en particular las de la tragedia que se estampó y estrenó anónima (si bien no tal para el administrador del Propio de Comedias…) en el Madrid de 1792, poco menos de un cuarto de siglo después de su primera redacción y estando ausente el autor, y habida cuenta además del escaso respeto con que trataban los papeles tanto los censores como los «autores», cómicos y copiantes de las compañías. De los cuatro textos que poseemos en la actualidad, el más breve es, con mucho, el del estreno, con sus 2333 versos frente a los 2417 del impreso por Ruiz, 2439 y 2428 para los Pelayos, el manuscrito y el de la edición Cañedo respectivamente, en los cuales comienza el acto tercero con una escena de 34 endecasílabos entre Dosinda e Ingunda que falta en los otros dos, y que se habrá de comentar más adelante; además, se suprimieron en la representación, como puede observarse gracias a los corchetes marginales y lo recapitula acto por acto el apuntador en la portada del manuscrito, 602 versos, esto es, más de la cuarta
25 El prólogo en verso del estreno de Gijón va dirigido a los «compatriotas» del autor. Acerca del sentido de estas voces, véase Pedro Álvarez de Miranda (1992).
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parte de la tragedia,26 lo cual, digámoslo de pasada, tampoco cambia gran cosa, de manera que se redujo lo declamado en el teatro a unos 1730 endecasílabos. De lo que sí podemos estar seguros, es de que el himno a la libertad que constituyen, y pudieron haber constituido también en 1808, los cuatro versos de Pelayo: «Y tú, noble inquietud de los mortales, / tú, dulce libertad, ven y embriaga / nuestro fiel corazón en [con] tus dulzuras; / infunde un santo ardor en nuestras almas», si bien sonaba muy exaltante y acorde con la ideología oficial en boca de un restaurador de la patria en los años setenta,27 cobraba en cambio en 1792, en el peor momento de «psicosis antifrancesa» en que le tocó gobernar al conde de Aranda,28 un sesgo no muy grato a unos oídos más que nunca maltratados por el eco de las proclamas de allende el Pirineo; por ello se convirtió la «dulce libertad» en un inofensivo y tan traído como llevado «amable pundonor». Y no puede ser lógicamente Jovellanos el autor de la modificación. No deja de llamar la atención, al principio del acto segundo de Munuza, el cual, como queda dicho, sigue desarrollándose, como los otros cuatro de la tragedia, en un lugar único que es el atrio del palacio, una incoherencia que no se da en el Pelayo y que tampoco puede atribuirse en mi opinión a don Gaspar. En los actos primero, segundo y tercero, es de día (Munuza, en el segundo, quiere que se preparen sus bodas «antes que el cielo / se cubra con la sombra de la noche»; en el tercero dice que todo está preparado para el «próximo himeneo», el cual aún no se realiza ni se ha de realizar); y en el cuarto se apunta que es de «Noche»,29 como confirman por otra parte los primeros versos de Suero en todas las versiones y las hachas que llevan los soldados; queda además fuera de duda que, desde el atrio en que «se supone la escena», se pueden ver la ciudad y la marina: al empezar el acto quinto, poco antes de retirarse los moros que llevaban aún 26 Nos podemos fiar del apuntador; en cambio, ruego se tenga a bien disimularme a mí, como mucho, un eventual margen de error de un 0,5 %, o, por mejor decir, de medio punto… Con excepción del tercero, los actos del manuscrito de Munuza son algo más cortos que los correspondientes del impreso, en particular el cuarto. 27 IV, 2. No se representó la tragedia de Jovellanos en 1808, pero sí una obra nueva alegórica de Zavala y Zamora, intitulada La sombra de Pelayo, en octubre. 28 Véase Lucienne Domergue (2000). 29 Aunque no se menciona en los Pelayos, en los cuatro textos «todos descansan» en el palacio, y Munuza y Dosinda-Ormesinda están en sus cuartos.
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las hachas, pues «este día […] empieza ya a anunciarse / con luz serena»,30 el héroe asturiano se presenta en dicho atrio y se dirige a su «Gigia ilustre» «mirando al Fuerte y a la Ciudad»; de donde se infiere que todo el escenario tiene entonces una iluminación, digamos, «normal», y así también, por consiguiente, en los tres primeros actos. Ahora bien: si resulta verosímil que, al recobrar el conocimiento en el «gran salón» del acto segundo de Pelayo, adonde la han traído desmayada sus raptores, califique Dosinda de «mansión odiosa», sin más pormenores, el nuevo lugar de la acción, no lo es el que en Munuza, esto es, en el atrio, pueda agregar su álter ego: Por todas partes el pavor y el miedo se ofrecen a mis ojos, donde envía la triste luz un resplandor funesto…31
Con toda evidencia, es ya la lobreguez lo que convierte a la «mansión» de simplemente «odiosa» en «horrible», por lo que Ormesinda vuelve a la vida, según repite, para este «nuevo horror», mientras que para Dosinda, en cambio, la emoción no pasaba de simple «susto». Es decir, que se busca más que en la otra versión, por medio del diálogo (pues no disponemos de más indicaciones didascálicas), un determinado efecto destinado a conmover al público (también se repite la voz «funesto»), igual que, por ejemplo, en muchas comedias patéticas prestan apoyo a la mímica determinadas palabras del diálogo que la comentan, para intensificar la emoción del concurso (o, en nuestros días, una banda sonora de risas en off superpuesta a la película televisiva nos indica, por si fuéramos unos bobos, cuándo conviene celebrar la supuesta comicidad de un lance). Digámoslo de otra forma: a diferencia de la correspondiente de Pelayo, esta escena de Munuza trata de provocar una impresión análoga a la producida por un ambiente de tipo carcelario,32
30 Faltan estos versos en el manuscrito del estreno. Se advertirá la observancia de la unidad de tiempo en la tragedia. 31 En el manuscrito del apuntador segundo: «la triste voz». Si las «partes» o papeles de los cómicos contenían erratas tan frecuentes y divertidas como las que adornan este texto, no cabe duda de que debieron de quedarse los espectadores más de una vez «a buenas noches». 32 La «al presente pavorosa cárcel», en las dos versiones, no es el atrio, ni el palacio, sino el castillo, tras cuya puerta está encerrada la flor de la nobleza asturiana. No estará de más recordar a este respecto que en el acto cuarto de El delincuente honrado no se ve la cárcel del reo de muerte, sino la habitación contigua —parcamente alumbrada, eso sí— en la que está don Justo. De todas maneras, no carecía ya de patetismo de por sí la situación de los dos personajes.
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que no puede ser por definición el de un salón, ni lo es, pues del atrio se trata, ni podía por lo mismo fingirse el desarrollo de la tragedia entera a media luz…33 Un ambiente, pues, y, más aún —ya que la lobreguez tenía obviamente que sugerirse más que figurarse efectivamente—, una terminología correspondiente, de que carecen al parecer los demás actos, a pesar de ser idéntico el lugar de la acción, y que en cambio se encuentra, no creo que casualmente, en varias comedias contemporáneas de Comella: la «mansión horrible» (también calificada de «sitio horrendo», «mísero seno del horror», «tenebroso centro», «calabozo funesto») forma parte del decorado de Federico segundo en Glatz, o la humanidad, estrenada unos meses antes que el Munuza, en mayo de 1792, por la misma compañía; al empezar la jornada tercera, se descubre una «pieza horrible de la cárcel, en la qual entrará alguna luz por dos rejas que habrá a la derecha…»; dos años antes, en diciembre de 1790, el Manuel Wolf de El buen hijo o María Teresa de Austria está preso —dice— «en este sitio triste / donde el horror habita, / y apenas le penetra / la luz hermosa del naciente día»; en febrero del mismo año, se clausuraba la temporada con otro estreno, Cristóbal Colón, en cuyo acto segundo estaba preso el almirante en la «lóbrega noche» de una «horrible mansión triste»; al poco tiempo, en diciembre de 1795, el Nicolao de Los hijos de Nadasti y el general húngaro quedan encerrados en un subterráneo, «horroroso sitio», o, dicho con estupendo hipérbaton, «en este de horror abismo», pues «es inútil / buscar luz en estos sitios / tenebrosos», etc.;34 por último, a «la prisión oscura de sus antros», entiéndase: las grutas en que se ponen a cubierto los guerrilleros asturianos en Pelayo, corresponden «sus horribles antros» en la otra versión. Tampoco me parece seguro que los dos versos: «¿Quándo (oh, ciega ambición de los humanos) / triunfará la virtud de tus esfuerzos?», declamados por Rogundo en el acto primero de Munuza y que faltan en Pelayo,35
33 Aunque en los cuatro textos le ruegue Dosinda-Ormesinda a Munuza la deje regresar a su hogar, y «tranquila, ver la luz del cielo» (II, 3). En la Hormesinda de Moratín padre (I, 1), la luz del día produce una impresión análoga: «¡Oh temeroso día! / ¡qué lóbrego amanece! ¡qué funesto / a un alma triste ajena de alegría!». 34 Tampoco manejaba mal a veces don Luciano los endecasílabos de sus tragedias o «dragmas trágicos»: véanse por ejemplo Ino y Temisto, Los amantes de Teruel (1793), Cadma y Sinnoris (1798), El mayor rival de Roma, Viriato (1799), aunque los hay en esta última obra bastante flojos, etc. 35 I, 1, vv. 92-93 en la edición de Caso.
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reflejen, según palabras de Caso,36 «preocupaciones de Jovellanos posteriores [a la que él considera primera versión], que enlazan, por ejemplo, con las dos sátiras A Arnesto (1786 y 1787)»; la idea se repite en una réplica de Ormesinda en el acto tercero bajo la forma: «La ambición vive siempre muy distante / de los pechos virtuosos». En primer lugar, y a diferencia de las diatribas noblemente indignadas de los citados poemas, no se apunta aquí a una determinada categoría social, sino que son máximas o sentencias de alcance mucho más general, por no decir trivial, y, por lo mismo, más impreciso, aunque al parecer se relacionan con el proyecto que abriga Munuza de «elevar un trono soberano / sobre las tristes ruinas de su [la] patria», según refiere Rogundo. En semejante contexto bélico y de opresión, ¿a qué viene invocar a la «virtud», concretamente como remedio a la ambición de un opresor,37 cuando cuatro versos escasos más abajo, además, se vuelve a hablar de «virtud», traicionada por el gobernador?… En el teatro comellano —y de una manera general, por cierto, en el drama sentimental—, abunda ese tipo de quejas o lamentos morales en estilo declamatorio en que se contraponen el vicio y la virtud, en forma las más veces admirativa o interrogativa: «[…] si bien supieran / las ambiciones los daños / que al infeliz acarrean, / contentas con lo que tienen / era fuerza que estuvieran»; «¡Oh!, ¿quándo de la ambición / la tiranía soberbia / escuchará los clamores / de la humanidad…?»; «Si los ricos emplearan / lo sobrante a sus riquezas / en socorrer la virtud, / tan ultrajada no fuera, / y no lograría el vicio / tanta parte de sus rentas» (El buen hijo o María Teresa de Austria); «¡edad de la inocencia! ¡feliz tiempo! / que el fraude y el engaño se ignoraba […]; / que ningún interés movía al hombre!» (Los amantes de Teruel); «¿[…] quién no ha de sentir / ver entronizado el vicio /, y la virtud abatida / por los soberbios
36 Jovellanos (1984), p. 464, n. 67. 37 Pienso que el término medio elegido por Caso entre las dos lecciones impresas de Pelayo y Munuza en lo que a los versos 94-95 se refiere no es conveniente: «Podrás creerlo: este cruel secretario / del común opresor…»; en Pelayo: «¿Podrás creerlo? Este era secretario / del común opresor…»; y en Munuza: «Podrás creerlo: este crüel sectario…». Se da cuenta el editor de que aquello «hace mal verso», pues el adjetivo «cruel» suele ser a menudo bisílabo, con diéresis en la «u» o sin ella; y, por otra parte, a Munuza se le considera «perjuro», «traidor […] al Cielo», «desertor de su iglesia», etc., porque, al menos según una de las fuentes utilizadas por Jovellanos, era godo, como advierte Caso, y, por seguir ya la secta de Mahoma, según solían decir (véase n. 5.a a la tragedia: «todos los sectarios de otras religiones»), no es ningún secretario, sino sectario (así también en el manuscrito de Pelayo); y su ambición, por difícilmente creíble, la anuncia Rogundo con frase interrogativa.
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e impíos?»; «¿Siempre vivirá cautivo / el ánimo, esclavizado / a los infaustos caprichos / de la maldad, del antojo / o del poder?» (La Jacoba); «¡que no lleguen / nunca a conocer los ricos / que defraudan a los pobres / lo que consumen en vicios!» (tercera parte del Federico segundo); «¡Oh, que caro el favor vende la suerte / al corazón que está de virtud lleno!» (Ino y Temisto); «¡Ya se ha acabado en la tierra / la honradez, ya no hay palabra, / ya no hay nada […]» (El hombre singular o Isabel primera de Rusia); etc. Se podría objetar que el iniciarse el acto tercero de Pelayo con una primera escena que, como queda dicho, falta en el correspondiente de Munuza puede argüir en favor de la anterioridad de aquella versión, por no ser infrecuente, sino más bien corriente, la supresión, en el repaso o corrección de una obra, de varios pasajes tenidos por imperfectos o superfluos, máxime si se tiene presente el límite que no debe rebasar su representación en el marco de una función completa. Al parecer, según Ceán, ésta no fue principal preocupación de Jovellanos, el cual se negó a entregar su tragedia a una compañía profesional. Por otra parte, como se ha visto, la diferencia entre las distintas versiones impresas y manuscritas, tal vez exceptuando el Munuza del estreno prohijado por Comella, ronda la veintena de versos, o poco más, y ni siquiera prescindiendo de la citada escena primera de la otra versión quedan sensiblemente modificados estos datos. Curiosamente, donde la desigualdad es algo más llamativa es entre el acto cuarto del impreso y el correspondiente del manuscrito de Munuza, pues aquél tiene 45 versos más que éste (474 frente a 429). Además, la referida escena primera de Pelayo, cuyas únicas protagonistas son Dosinda y su confidente Ingunda, la hace necesaria en cierto modo, como también ocurre al principio del acto anterior, la «mutación» de salón, únicamente ideada por Jovellanos para mayor verosimilitud, pues ya se ha visto la impresión de rareza que en Munuza provoca, como debió de advertir el autor, la colocación y permanencia de la joven raptada y apetecida en el atrio, esto es, a la entrada de un palacio; y, al empezar el acto, a pesar de haberse postergado los intermedios (tonadilla y sainete) para el final de la función, tampoco resultaba ocioso un breve repaso, por Dosinda, a la situación desesperada en que se encuentran tanto ella como Pelayo y Rogundo, aunque no fuera más que para estimular la memoria del público. Y todo ello puede explicar también en alguna medida la ausencia, es decir, probablemente, supresión por superflua e inútil, como contrapartida, de la que en Munuza es escena nona y última del acto anterior, consistente en un mero
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monólogo declamatorio del gobernador en diez versos, el cual queda sustituido simplemente por tres, de mayor concisión, que también definen la disyuntiva que a todos se les plantea, y vienen ya agregados al final de la escena octava —convertida por lo tanto de penúltima en última—, a manera de conclusión del parlamento del mismo personaje, y del acto.38 Y se advertirá, por otra parte, que en Pelayo nunca aparece Dosinda sin Ingunda, menos cuando sale ésta de palacio a cumplir una orden de su señora, como al final de la escena primera del acto segundo, por lo cual es errónea, tanto en el Munuza manuscrito como en los impresos de Madrid y Barcelona, la mención de su permanencia en las escenas siguientes, pues debió de regresar en la quinta con Rogundo, a quien fue a avisar; en el acto tercero de Munuza, en cambio, no se menciona a la confidente durante las cuatro primeras escenas, siendo así que «debería estar presente», según comenta con razón Caso,39 y tiene que estarlo efectivamente, cuando menos al final de la cuarta, pues gracias a una acotación nos enteramos en ésta de que la hermana de Pelayo «cae como desmayada en los brazos de Ingunda», según el impreso, o «se hecha a los brazos de Ingunda», en el manuscrito; de manera que, durante todo aquel acto tercero, no hacía ésta más que un papel de personaje mudo, por no decir de metemuertos, ya que su única intervención consistía en abrirse de brazos; mientras que la versión de Pelayo sí le permite, al iniciarse el mismo acto, volver a desempeñar, como en el anterior, el papel activo de confidente que le destinó el autor.40 Por ello no resulta muy convincente la hipótesis formulada por Caso de que «Jovino», al corregir la que él considera primera versión, olvidase a Ingunda en la versión supuestamente corregida, pues, como se acaba de ver, no la olvidó, a no ser que saliese sin llamar la atención en
38 De la invectiva dirigida a la ya ausente «Ormesinda cruel» se pasa a la invocación del «cruel amor», y en ambos casos se concluye con la palabra clave: venganza. Esta particularidad nada tiene que ver con lo que se puede observar en el manuscrito del estreno: en éste se saltó el copista una quincena de versos por inadvertencia, pasando del segundo del parlamento final de Munuza en la escena octava al tercero de la novena, quedando por lo mismo desprovista de sentido parte de la invectiva del protagonista y, naturalmente, omitida la mención de la escena última. 39 Jovellanos (1984), p. 465, n. 90. 40 En el acto segundo, sus palabras la caracterizaban ya como tal, mejor que en el verso y medio escaso que declama en Munuza: «Templad vuestro dolor, Señora, el cielo / concede a mi lealtad en este trance / el que pueda asistiros. De mi afecto / oíd la voz». En Munuza: «Consolaos, Señora, y de mi afecto / oíd la voz».
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algún momento entre la escena segunda y la cuarta; y quien debió de olvidarla fue probablemente un copista en una determinada etapa de la circulación de la obra manuscrita. En cambio, vemos que en el correspondiente acto de Pelayo, después de la escena primera que falta en Munuza, y en que Dosinda pide a Ingunda que no se aparte «de este sitio» (probablemente para tranquilizarse), la confidente sigue en el escenario («Munuza, y las dichas.»), por lo que, a partir de la tercera, aunque no se menciona ya su nombre, se «supone presente», como apunta Caso, es decir, que la cómica que hacía su papel debió de apartarse a un lado41 y seguir luego a Dosinda cuando a ésta se le ordena que vuelva a su cuarto; sólo que la acotación correspondiente reza escuetamente que Achmet «entra por otra parte con Dosinda», sin que de Ingunda se trate; pero en algún momento tenía también ella que salir de escena: se puede observar en distintos lugares de la obra que faltan más acotaciones relativas a evidentes mutis de personajes, como por ejemplo la de Pelayo al final de la escena octava del acto tercero, o la de Dosinda al concluir la séptima del segundo. Prescindiendo, pues, de estas leves anomalías, repito que probablemente atribuibles a un copista distraído más que al mismo autor, y que por otra parte no podían plantear ningún problema a los representantes, la economía de los actos segundo y tercero en Pelayo parece más equilibrada y más lógica, y resulta, según me parece ya evidente, de una corrección de la otra versión por Jovellanos, y no a la inversa. Por último, y contra lo afirmado por Ceán, las numerosísimas «variantes» de Munuza no siempre son más correctas que las de Pelayo, y resulta dificilísimo saber si en cada versión son obra del autor o de los copistas sucesivos; las evidentes equivocaciones o descuidos que presenta un texto no siempre quedan confirmados en el segundo de una misma versión; incluso se pueden advertir unas pocas coincidencias entre el manuscrito de una y el impreso de la otra; algunas de esas variantes suponen, en un momento imposible de determinar, que tal o cual de los copistas manifestó una información histórica bastante mediocre, comparada con la que tenía Jovellanos acerca de la biografía del héroe astur: a éste,
41 Lo mismo ocurre en Munuza, III, 6 (Pelayo, III, 7), in fine: «Munuza [a Acmeth]. —Pues bien, marcha / y no te alexes».
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Esto, en Cañedo y en el manuscrito afín;42 véase ahora lo que pudo oírse y leerse en 1792: de Vizcaya le avisan que la guerra en sus estados ha vuelto a renacer, que Eudón y Pedro (nobles de aquel país) conspiran ambos por lograr del Ducado las insignias, y aunque los naturales… (etc.)
Ya no se trata de la lección «histórica» de Jovellanos (véanse sus notas 2.a y 10.a); además, lo que viene entre paréntesis, de tipo aclaratorio, supone que el texto va dirigido ya a un público no bien informado de la historia antigua de Asturias y suena un si es no es a comedia heroica de tema extranjero. Lo mismo puede decirse de las que llamaré «niñeces y mocedades»43 de Pelayo y de su educación marcial, evocadas por el «Xefe de la guardia», el cual parece algo menos enterado en Munuza que en la otra versión. Poco antes de concluir el acto segundo de ésta, el último parlamento de Achmet evoca en unos veinte versos, con una aprensión que equivale a un elogio al enemigo, la rudeza y ardimiento varoniles de los asturianos, «criados entre riscos» (expresión que, como queda dicho ya, viene en la versión de la tragedia corregida en 1771-1772, y no en el texto de Munuza); y la evocación, procedente según Jovellanos de Estrabón y otros, es más larga y pormenorizada que la de 1792, y supone además un conocimiento directo del terreno, «lleno de precipicios y angosturas»; la de Munuza, fuera de la dudosa eufonía del «golpe de sus mazas y sus chuzos» y de su brevedad, rebasa los límites de la verosimilitud, pues si bien tiene
42 I, 2. En la Hormesinda de Nicolás Moratín (V, 6 y 10), Pedro tiene ya el título de duque de Cantabria (véanse las notas 9.a y 10.a de Jovellanos). 43 I, 3, in fine.
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Acmeth, por voluntad expresa del autor,44 un papel de consejero prudente, llega a declarar ante su jefe que la causa de los moros es «injusta» y llevan los asturianos «la razón en favor suyo», eco muy imperfecto, al parecer, de los versos: «[…] el miedo / y el horror lidiarán en favor suyo», con los que en Pelayo se prevé acertadamente la superioridad y ventaja de una minoría de guerrilleros sobre un ejército invasor. Y ¿quién sabe si la mayor insistencia en las proezas de los antepasados astures no respondía ya a la intención de representar la obra ante un determinado público, para quien se escribió el famoso prólogo en verso de 1782?… Pienso además que el «patriota fiel» de los dos Munuzas (y el «patrio tan fiel» que se le escapa al redactor del manuscrito de la Biblioteca Nacional…) corresponde menos al vocabulario del dramaturgo Jovellanos que el «patricio fiel» del impreso de Cañedo.45 En cuanto a las simbólicas «colas africanas», opuestas al león de los estandartes cristianos al principio del acto quinto, no son africanas sino turcas,46 como advierte ya Caso en una nota a pesar de conservar esta voz en su edición, de manera que, de los cuatro textos que tenemos a la vista, es la lección del Pelayo de Cañedo la única correcta: «las lunas africanas», metáfora confirmada por la Hormesinda moratiniana («con el rojo pendón de lunas llenas»), garantizada además por una larga tradición literaria (y por la comedia antigua, repuesta con cierta regularidad, La mejor Luna africana) y por el mismo gobernador de Gijón, el cual, por medio de su matrimonio con la heroína, quiere ver «enlazados / de nuevo los leones y las lunas»; fuera de que tampoco pueden haber salido Suero y algunos ciudadanos por la «puerta de la marina» —pues no hay más que una puerta, que es la del castillo—, sino por la «parte» de aquel sector,47 y en este caso la acotación de la edición Cañedo también supera a la de las otras tres versiones. 44 I, 3, in fine. 45 Véase P. Álvarez de Miranda (1992). 46 V, 1, v. 18. «Cola de caballo. s.f. Queue de cheval. Insignia militar que usan los bajaes en el imperio Otomano. Hay bajá de una cola, de dos y de tres, que podremos compararlos a nuestros grados de mariscal de campo, teniente general y capitán general. Cuando marchan a campaña van precedidos de un oficial de caballería que lleva la pica con una o más colas de caballo atadas a su extremo superior, para manifestar a las tropas y a los pueblos el grado del gefe que manda, y los honores y prerogativas que se le deben» (Federico Moretti, Diccionario militar español-francés, Madrid, Imprenta Real, 1828, s.v. «cola de caballo»). 47 En el Pelayo de Cañedo, la lección correcta es «parte», pues hay solamente una «puerta», que es la que sale del castillo al escenario; las demás salidas o entradas se efectuaban por lo tanto por los bastidores, por tal o cual «parte» (en III, 5 ó 6, se va Rogundo por
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A los moros se les califica también de africanos, berberiscos, sarracenos, árabes, alarbes, agarenos, incluso —cómo no— infieles, pero la lección: «moriscos»,48 que se da en los dos textos de Munuza, no puede ser riguroso equivalente, pues dicha voz se considera solamente adjetivo en el Diccionario de Autoridades y en el de Terreros, con la acepción de «perteneciente a moros», y como nombre, naturalmente, designa a los que fueron bautizados cuando la «restauración de España»; de manera que el anacronismo contribuye también, por muy poco que sea, a descalificar esta versión frente a la del Pelayo. Y, a pesar de la admiración que expresa «hacia sí», esto es, aparte,49 el probo Acmeth por las «almas grandes» de los «altivos Españoles», sin dejar de ser fiel a su causa, suena también bastante raro el colectivo «tostado berberisco» con que designa a sus correligionarios, frente al correspondiente «árabe fogoso» de Pelayo.50 Resuelto ya a morir, el héroe astur expresa en esta la puerta, y Dosinda-Ormesinda «por otra parte») o por el «fondo» del teatro. «Palacio» es término general que designa el conjunto a que pertenece el atrio; desde el atrio se «entra al castillo por la puerta que sale a la escena» (IV, 7); y en el mismo castillo debe de estar el «fuerte», a no ser que se trate simplemente de dos voces sinónimas, como en el Diccionario castellano de Terreros, pues dicho fuerte está separado del palacio, si nos fiamos de la primera didascalia y de Munuza («ve al castillo, / arregla [repasa] su custodia, y a palacio / vuelve después» —I, 5—): en V, 3, a Pelayo se le lleva al fuerte entrando por la puerta del castillo; en la 1.a, el castillo «se ha quedado / sin centinela alguna», y en la 4.a salen «todos los prisioneros del Castillo. / Mientras duraba el anterior combate, / todo el Fuerte quedó sin centinelas». El «teatro» del tramoyista, poco costoso y reducido a su mínima expresión, ya que ni siquiera menciona el fuerte de la didascalia, debía de servir más bien de mera referencia (ciudad, muralla, mar) antes que de marco ambiental exacto. Por ello, o a pesar de ello, no resulta tan fácil imaginarlo, o, por mejor decir, imaginar la distribución de sus escasas partes: la mole del palacio propiamente dicho debe de suponerse, creo yo, más o menos «delante» del proscenio, o sea, en el mismo teatro y englobando a los espectadores. En la escena 6.a del acto II y en la 2.a del III, Kerim, con los guardias o soldados, sale del castillo y entra en él por la «Yz[quierda]», según el apuntador de 1792, lo cual no puede corresponder sino a la puerta única, dándonos a conocer su posición en el escenario, y parece confirmado por Suero en la escena 1.a del acto IV: «esta plaza, / por parte del poniente defendida / de un gran fuerte, por otra rodeada / del ancho mar […]»; aunque no creo que nos valga demasiada lógica… 48 V, 1. Así también en Perder el reyno y poder por querer a una muger, o la pérdida de España de Concha, «cómico español», en un acto, en la que Rodrigo (vestido de pastor) y Pelayo, vencidos por Tarif y Monuza (sic), resuelven marcharse directamente desde el Guadalete a los montes de Asturias… 49 La acotación, en Pelayo; no figura en Munuza, pero el parlamento del moro supone esta modalidad. 50 «Entre tostados árabes nacido…» (Nicolás Moratín, Hormesinda, I, 1); en este caso, la heroína expresa su desprecio hacia el «moro vil, infame y atrevido», por otro nombre Munuza.
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obra el deseo de que su «inocente sangre» permita «espiar todas las culpas / de la patria»; en Munuza, y ello se debe seguramente al manejo de un copista, da un alcance más universal a su «sacrificio», pues con no poca inmodestia, y a costa de un giro algo pleonástico y una leve claudicación gramatical, exclama: «Recibe ¡o cielo! / en sacrificio mi inocente sangre./ ¡Ah! pueda ella expiar todas las culpas / que irritan vuestro ceño […]». Y, por último, al final de la escena 7.a del acto IV, la única didascalia a un tiempo lógica y totalmente comprensible de los cuatro textos es la del Pelayo manuscrito: «Munuza se retira por el fondo del theatro, y Kerim entra al castillo p.r la puerta que sale a la escena, dejando en ella alguno de sus soldados, el qual le dará aviso [esto es: yendo a avisarlo por dicha puerta] luego que Suero y los demás parezcan sre. el theatro», o sea, en la siguiente, al final de la cual, por haberle ido lógicamente a avisar el centinela, vuelve a salir Kerim, pudiendo empezar así la escena nona. De esta tragedia, calificada sin más, y creo que con motivo, de «regular» por Caso, pueden retenerse unos cuantos versos, entre ellos un parlamento de Pelayo: El inconstante capricho de la suerte eleva un día lo que al siguiente sin razón abate. Un corazón virtuoso nunca debe ceder a estas mudanzas. Los cobardes se humillan al destino; pero el Héroe sufre inmóvil su alhago y sus embates.51
Pero, al que tenga más inclinación a la lírica que al heroísmo en posición de firmes y con la mirada clavada en el horizonte, quizás mejor le convenga la autojustificación de la actitud, más oportunista, eso sí, de un Munuza lector de Esopo, o, más bien, digamos, de La Fontaine por mediación de Jovellanos: … y como suele doblar la frágil caña a los embates del recio vendaval su dócil cuello mientras un soplo asolador deshace toda la pompa del robusto roble, cedí yo a la invasión de los Alarbes.52 51 «Subir y bajar», como reza la leyenda del Capricho 56 de Goya… 52 Estos versos recuerdan la traducción-adaptación, también perteneciente «con toda seguridad al período sevillano», según Caso (Jovellanos, 1984, vol. I, p. 140), del conoci-
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Un autor de tragedia de corte clásico no podía por menos de tratar de «ennoblecer» el texto de su obra con algún recuerdo de la literatura latina, cuyo patrocinio solicitaron también Nicolás Moratín en la Hormesinda y, más tarde, en Guzmán el Bueno, Quintana en otro Pelayo, María Rosa de Gálvez en Alí-Bek, y algunos más; la versión de Munuza nos brinda por su parte un eco de la Eneida, concretamente de las imprecaciones de Dido abandonada por el héroe troyano, entre las que profiere Pelayo en la escena tercera del acto quinto: …y hasta en el fondo oscuro de tu pecho continuamente asistirá la imagen de la pálida muerte… …………………………………….. …a todas partes te seguirá mi sombra…53
Verdad es que, por «pálida», recuerda más esa muerte a la que «aequo pulsat pede pauperum tabernas / regumque turris»,54 pero la fuente a que me refiero no parece dudosa;55 curiosamente, la «sombra de Pelayo» no se evoca en la otra versión, y sólo queda la muerte, calificada menos alegóricamente de «espantosa». ¿Descuido de un copista, voluntad por
do poema del fabulista galo Le chêne et le roseau, intitulado por «Jovino» La encina y la caña, en el cual se lee: …del opuesto horizonte un recio vendaval se precipita con fuerza tempestuosa. Al punto se encorvó la débil caña, mas la robusta encina resiste a los embates, hasta que al fin, doblando sus esfuerzos el viento asolador, descuaja y troncha al árbol…
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…Sequar atris ignibus absens; Et cum frigida mors anima seduxerit artus, Omnibus umbra locis adero… (Aeneidos lib. quart., 384-386)
«Nuestro Eneas el feroz Pelayo», escribe Nicolás Moratín en su Sátira tercera. 54 Q. Horati Flacci carminum lib. prim., IV, 13-14. 55 Tampoco es casual, naturalmente, la frase de Suero «Ya está echada / la suerte […]» (IV, 1). Algunos datos más a este respecto en la introducción a mi edición de La familia a la moda, de María Rosa de Gálvez (2001), pp. 23-24.
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parte del autor de distanciarse algo más del modelo o de reducir el texto? El caso es que el parlamento del valiente asturiano tiene cuatro versos menos y que, por su parte, el pasaje correspondiente del estreno se declamó sin los ocho que a la muerte se refieren. El mismo autor, en la nota 21 de su tragedia, justifica además «el extremo a que llega [al final de la escena cuarta] el dolor de Dosinda, o el entusiasmo del poeta, que le hace ver y oír las sombras de los inocentes, muertos a mano de Munuza», alegando que «este pasaje tiene a su favor tantos ejemplares en los poetas antiguos y modernos, que nadie podrá culparle sin temeridad»; y cita a Eurípides, Racine, Trigueros y M[onsieur] V[oltaire], cuyos ejemplos prueban —comenta— «que también tiene sus éxtasis el dolor». Exclama Dosinda: ¿No escuchas los gemidos lamentables que se oyen en el centro de la tierra? ¡Oh Dios! Del hueco de las tumbas salen las sombras de los que has asesinado. Yo las oigo, las veo… Mira, infame en las trémulas manos los cuchillos que aún gotean inocente sangre. Revuelven frías los vacíos cráneos, buscando a su verdugo en todas partes. Sobre ti abren las obscuras bocas, y fijando en tus manos execrables la encarnizada y tenebrosa vista, corren despavoridas a buscarte. Ya todas te rodean, y en tu seno van a clavar rabiosas los puñales. Huye, bárbaro… ¡oh Dios! De nuevo se oyen los tristes alaridos (¡duro trance!)…
Esta visión, con algunas variantes esencialmente en la adjetivación y dos versos menos (los de las sombras frías agitando los cráneos vacíos, que, con la «tenebrosa vista», recuerdan al espectro de Banquo en la escena cuarta del acto III de Macbeth), ocupa el mismo lugar en Munuza, pero tanto en esta versión como en la otra se dan algunas curiosas contradicciones, al menos para el que no logra contagiarse del «entusiasmo del poeta»: a dichas sombras se las ve a un tiempo trémulas, despavoridas, vengativas y rabiosas, y, por otra parte, en Pelayo lo hueco de los cráneos no obsta para que fijen en las manos de su verdugo «la encarnizada y tene-
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brosa vista».56 Unos infiernos paganos con algo de danza de la muerte en filigrana, y unas sombras entre almas en pena o manes57 y erinias o furias. Merece la pena recordar, a próposito de éstas,58 que en la copia del primer apuntador, Fermín del Rey, se añadió, en una media cuartillita de papel pegada al folio, la siguiente ampliación del parlamento de Ormesinda: [Huye, bárbaro], huye…, pero en vano, que su furor te sigue en todas partes. ¡Cruel! llegará el día que la afrenta que has hecho a España con tu sangre labes; tiembla este día, tiembla los rencores del justo Cielo y una esposa amante. ¿Aún estás, fiero, aquí? [De nuevo se oyen…]
A estos versos les cupo la misma suerte que a la visión de la heroína, «encajonada» en el otro apunte del estreno y que por lo tanto no se declamó en el escenario. La nota dirigida al «escrupuloso» que pudiera sorprenderse ante semejante reacción de Dosinda muestra que Jovellanos tenía conciencia de haber alcanzado un límite.59 Comoquiera que sea, su evoca-
56 Faltan en los Munuzas los dos versos: «Revuelven frías… /… en todas partes». «Encarnizado» significa también «ensangrentado» («Úsase freqüentemente hablando de los ojos, quando están mui cargados e inflamados», seg. el Diccionario de Autoridades). …tantas víctimas tristes, cuyos Manes 57 Piden sobre estos muros la venganza…» (V, 3)
58 A primera vista, este pasaje no despide ningún eco claramente identificable de la Odisea ni de la Divina comedia. Algún que otro pormenor recuerda a la Eneida. Debieron de gustarle a Comella las sombras hurañas y vengativas de la visión de Ormesinda, porque al año escaso de estrenarse «su» tragedia, concretamente el 5 de agosto de 1793, representó con el «drama heroyco» La escocesa Lambrum una pantomima trágica intitulada Medea y Jasón, en cuya escena segunda y última «salen de las cabernas las furias» excitadas por Medea, persiguiendo «a todos precipitadamente» y quedándose al caer el telón «en varias posturas horrorosas»; y en otra piececita comellana de la misma función, Perico el de los palotes, cuyo papel hizo el niño Pedro López, de siete años, un escolar despavorido ante el castigo que le aguarda tiene una alucinación en la que «qual furias / [le] rodean doscientos Incluseros»… Ni tampoco dista mucho del de Munuza el esquema argumental (aunque más… esquemático) de El tirano de Ormuz, ópera seria del mismo autor popular, estrenada en septiembre de 1793, en la que un tirano musulmán enamorado de la prometida de un valiente guerrero ejerce un chantaje abominable sobre la pareja, entre aria y aria. 59 Probablemente por haberse adherido, según escribe Voltaire, al «dogma de la predestinación absoluta y de la fatalidad, que parece hoy caracterizar al mahometismo», se refiere Munuza tres veces a «la fuerza del destino», y otras simplemente al influjo de éste o al «hado», naturalmente contrario a sus designios, como había de serlo para otro héroe la verdiana «forza del destino», de hispana prosapia.
El extraño caso del estreno de Munuza
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ción de «las sombras de los inocentes, muertos a mano de Munuza» parece fundarse una vez más en el texto de Pelayo, que es la única de las dos versiones en que la heroína ve gotear la «inocente sangre» de los cuchillos. A manera de conclusión, diré, pues, que si la cosecha, todo bien mirado, no es de las más pingües, tampoco ha resultado del todo inútil plantear una serie de problemas suscitados por la edición del para largo tiempo mejor conocedor y editor de «Jovino», pues en primer lugar consta que fue Comella, estando ausente el autor, quien entregó, a cambio de la habitual remuneración, un texto de la tragedia recién editada anónima, intitulada Munuza, para la compañía de Manuel Martínez en 1792, la cual, según costumbre, encargó varias copias no exentas de erratas que debieron de sumarse a las anteriores, como se puede comprobar en las dos que obraron en poder de los apuntadores, así como también en el texto impreso por Ramón Ruiz. Por otra parte, de entre las muchas variantes que presentan los ejemplares del año del estreno madrileño frente a los de la otra versión dada a conocer por la publicación de Cañedo, algunas son lo suficientemente concordantes como para permitir, con la debida cautela, modificar el orden cronológico propuesto por Caso y considerar que Pelayo corresponde a la versión corregida por el autor para la edición de 1773, que no llegó a realizarse, y Munuza a otra versión menos elaborada estructuralmente y quizás también con tantas variantes en su texto por ser la más antigua y haberla por lo mismo desatendido, por no decir desechado, el autor, de manera que, de copia en copia, terminaría su carrera paralela en manos de la compañía de Martínez, con un título que, como advierte Caso fundándose en palabras de don Gaspar, encajaba mejor con su argumento. Lo cierto, en cualquier caso, es que tanto en 1778 como en 1786, seis años escasos antes del estreno madrileño de la obra y cuatro antes del viaje del autor, esto es, respectivamente, en el tomo primero de las Obras Poéticas de Huerta y en el tercero del Ensayo de una biblioteca… de Sempere, el único título de la tragedia «harto conocida, aunque nunca impresa», según palabras de éste —y tenida naturalmente por de Jovellanos— sigue siendo Pelayo, y no Munuza, lo cual refuerza por otra parte la probabilidad de la intervención ajena incluso en la modificación del título, modificación que tal vez sirviese también para despistar —al menos por algún tiempo— a los aficionados a las bellas letras sabedores de la existencia, o ya lectores, de la obra aún inédita desde veinte años atrás.
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El citado recibo de 25 doblones firmado por Comella prueba, indiscutiblemente, que éste no tuvo más recato que algunos contemporáneos suyos en aprovechar la labor de otros (con varios añadidos y correcciones de cosecha propia). Pero, en atención a que no tardó mucho un individuo del mundillo teatral, más enterado que el administrador, en atribuir la obra anónima a su verdadero autor, como se advierte en la portada del manuscrito del estreno,60 conviene, después de tanto tiempo, cerrar ya los ojos ante el desliz del padre de los Federicos; sírvale además de atenuante el no ser de su puño y letra la copia plagada de errores que tuvo a la vista el apuntador segundo el día del estreno madrileño…
60 Véase n. 11. A propósito de atribuciones, quisiera evocar brevemente una interpretación que me hace prohijar indebidamente José Juan Berbel Rodríguez (2001) en un interesante artículo intitulado «La tragedia Ataúlfo y el concordato de 1753», a modo de síntesis de parte de una reciente tesis doctoral que aún no conozco. El autor cita —con un venial trastrueque de palabras— unas pocas líneas que no figuraban en el original francés de mi Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII y añadí en la versión castellana (Andioc, 1976, p. 387), y son las siguientes, relativas a Virginia y Ataúlfo: «Estas primeras tragedias, al parecer, no se representaron, pero tal vez no se deba tanto al temor de someterlas al juicio del público como a la presencia de ciertos elementos tenidos por difícilmente compatibles con la autoridad del gobierno, pues en ambas se da muerte a un monarca, se amotinan [sic: sobra, en efecto, en mi texto la «n»…] parte de los súbditos, y en la segunda quedan airosos los asesinos». La argumentación de Berbel resulta convincente cuando escribe que Montiano concibió sus dos tragedias, más que como obras representables, como teatro leído (aunque muestra mayor seguridad para la Virginia que para el Ataúlfo). Pero se equivoca totalmente al afirmar, o cuando menos dar a entender, que, contra su propia interpretación, veo por mi parte en el Ataúlfo una toma de postura «contra la política oficial de Fernando VI con la que el autor se siente bastante identificado». Ni el texto ni el mismo contexto permiten inferirlo, sino todo lo contrario, pues yo también escribo que la forma de gobierno propugnada por el personaje «positivo» que da título a la obra y es el monarca godo «no deja de recordar el del absolutismo borbónico». Además, tampoco me refiero a una posible representación inmediata a la publicación de la tragedia. Por no tener de perfecto bilingüe la gracia que no quiso darme el cielo, me atengo al Diccionario de la Real Academia, el cual define simplemente la voz «lunar», con que califico a cada uno de los referidos elementos «difícilmente compatibles…, etc.», como «defecto o tacha de poca entidad en comparación con la bondad de la cosa en que se nota». Además, no «afirmo» nada, por carecer de datos indiscutibles, y me limito a formular una prudente suposición («tal vez no se deba tanto a […] como a […]»); exactamente, adviértase, como el mismo Berbel («la propuesta o hipótesis que lanzamos […]») al examinar éste la posible relación entre al Ataúlfo y el concordato de Roma de 1753…
EL SITIO DE CALÉS, DE COMELLA, ¿ES TRADUCCIÓN?* Desde una fecha relativamente reciente —si no peca de escasa mi información bibliográfica—, se viene afirmando que El sitio de Calés, de Comella, estrenada el 11 de junio de 1790 en el madrileño teatro de la Cruz, es traducción de una tragedia francesa de De Belloy, intitulada Le Siège de Calais y representada en 1765 con éxito clamoroso en la Comédie Française de París.1 En la Historia del teatro en España, Emilio Palacios Fernández solamente considera la comedia «posible arreglo» de la anterior,2 manifestando así a un tiempo la suma flexibilidad del concepto dieciochesco de «traducción» (a la que contribuía también el rigor de la censura) y la relativa inseguridad de la filiación literaria de la obra española; y, si bien evoca por su parte Ivy McClelland, en Spanish Drama of Pathos, la tragedia francesa al referirse a la «comedia heroica» de don Luciano, se limita a advertir que en ésta el patetismo del hambre de los sitiados «is sometimes verbally reminiscent of Mercier’s wholeheartedly heroic La Destruction de la Ligue or du Belloy’s [sic] Siège de Calais»; pero fuera de que la cita que aduce resulta muy poco iluminativa (yo no veo más coincidencia verbal que la voz «inmundo», y esto con el texto de la obra de Mercier, no con el del otro dramaturgo «transpirenaico»), nunca da a
* Primera publicación, en Homenaje a Elena Catena, Madrid, Castalia, 2001, pp. 37-46. 1 Así, por ejemplo, en los dos mejores libros sobre traducciones: F. Lafarga (1983), p. 224, y F. Lafarga (ed.) (1997), p. 230. No ha subsistido, que yo sepa, ningún manuscrito de la obra; la única edición conocida es la suelta, s.l.n.a., mencionada por F. Aguilar Piñal. 2 Emilio Palacios Fernández (1988), p. 259.
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entender que la tragedia de 1765 sirviera de modelo para una traducción ni para un arreglo, ni siquiera que fuese mera fuente de inspiración para la obra española.3 Pero, por otra parte, no pienso que la anécdota de los rehenes, los «six bourgeois de Calais», seis ciudadanos de Calais —de «habitantes» se les califica en el reparto de la comedia heroica, y de «caudillos de los más principales» en el texto—,4 que se remontaba al siglo XIV, le fuese tan familiar a Comella como, digamos, a los escolares galos de mi generación (los de ahora ni saben dónde está situada la ciudad), de manera que debió de conocerla ya sea por medio de un relato o también, cómo no, a través de una obra teatral, como solía ocurrir con los argumentos de no pocas comedias de la época, entre ellas varias del propio autor. Pero, si de una obra teatral se trata, ¿fue la de De Belloy el modelo? Al parecer buen conocedor de la producción dramática francesa contemporánea, el redactor del Memorial Literario, en su reseña publicada al mes escaso de estrenarse la obra comellana,5 evoca, eso sí, la tragedia, pero, lejos de poner de manifiesto cualquier influencia de ésta sobre aquélla, afirma por el contrario que el comediógrafo español, a pesar de conocer (al menos parece inferirse de la frase) Le Siège de Calais, no la aprovechó; recordemos sus propias palabras: M.r de Belloy dio en París en 1765 una Tragedia sobre este título. Nunca pieza dramática tuvo mejor suceso ni más alabanzas. Es larga la historia para que aquí se cuente, y más cuando el Autor de la Española no ha querido aprovecharse de ella, acaso por la gloria de ser original. De ella no ha tomado más que los nombres; ha seguido otra trama, con bien pocas situaciones que valgan algo; ha querido dar parte en el valor y en el consejo a las mugeres y aún les ha hecho superiores: cosa bien extraña a la historia, a la verosimilitud y a la misma Tragedia Francesa. Aquellos sublimes pensamientos de ésta faltan en la Española, falta el interés, que no podía ser igual en los Españoles con los Franceses [sic], por ser un hecho propio de su Nación, y en fin falta todo lo que la pudiera hacer recomendable.
3 Ivy Mc Clelland (1970), t. II, p. 545. El «inmundo insecto» de El sitio de Calés se evoca ya, un año antes, por la virtuosa Carlota en el acto primero de Federico II. 4 Después de dudar entre dos traducciones, digamos «clásicas»: «hombre bueno» o «ciudadano honrado», me atengo a las dos más que utiliza alternativamente la Enciclopedia Espasa, en la entrada «Rodin», para designar el grupo escultórico del artista francés que representa precisamente los seis rehenes calesianos: «Los burgueses de Calais», o «Ciudadanos de Calais». 5 Julio de 1790, pp. 394 y ss.; el texto citado, en la p. 396.
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Veamos ahora si confirma o desmiente tales afirmaciones un cotejo de las dos obras. En primer lugar, contra lo afirmado por el periódico, la correspondencia entre los personajes de la francesa y de la española no es total, ni mucho menos: Aurèle, hijo del más célebre de los seis rehenes, Eustache de Saint Pierre (Eustaquio de San Pedro), no interviene en la obra de Comella, así como tampoco el conde de Melun, ni el caballero inglés Mauni, solamente aludido, ni el «burgués» Amblétuse. Otros, en cambio, simplemente mencionados en el diálogo de la tragedia o meros figurantes, se convierten en personajes con pleno derecho: la reina de Inglaterra, el gobernador Jean de Vienne (Juan de Viena), sólo aludido en la obra francesa por haber caído en poder del enemigo, D’Aire (Juan de Airé, o Ayré, e incluso: Aire), los dos «Wissans»,6 plural de «Wissant»7 (Jaime y Pedro Wuisant); el comediógrafo catalán llama Andrés y Joaquín a los dos últimos voluntarios, antes sin identificar; el segundo sólo figura en el reparto, sin participar en el diálogo, pues únicamente lo designa su compañero al declarar: «Y los otros dos que restan / [somos] nosotros dos»,8 y a ninguno le corresponde un determinado actor de la compañía de Martínez, de manera que debieron de hacer sus papeles unos simples comparsas; análogo, por cierto, es el caso de Baset, criado de Ricardo, de no mayor importancia en el drama. Sin embargo, conviene tener presente que las primeras ediciones de Le Siège de Calais9 concluían con unas «notas históricas» destinadas a acreditar la autenticidad y exactitud del argumento (se preció incluso el autor de haber creado un nuevo género: la tragedia nacional), y que la primera de dichas notas reproduce, con la ortografía propia del XVIII, el pasaje de la Crónica medieval de Jean Froissart relativo a los acontecimientos evocados en la obra; y en ella aparecen no sólo los apellidos, sino también los nombres de pila, de los protagonistas, algunos de los cuales no se puntualizan en la tragedia propiamente dicha y sí en la comedia española, ya sea en el reparto o en el diálogo, en particular Gaultier de Mauny o Manny, o también Mauni, Jacques y Pierre de Wissant (Wuisant en Comella), Jean d’Aire; en cuanto al «criado de Ricardo» llamado Baset, que tampoco aparece en la tragedia, es a todas luces versión
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«D’Aire, les deux Wissans, noms obscurs autrefois…» (III, 3). Lo mismo que: «enfant» (niño) > plural: «enfans» (hoy: «enfants»). Comella [1790], acto III, p. 25a. Cito por la edición de París, «chez Duchesne», 1765.
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algo inferior socialmente del «messire Basset» que es compañero de Mauni en la nota de De Belloy procedente de Froissart. Prosigamos; algunas diferencias más que afectan a varios protagonistas merecen particular atención: si, digámoslo así, se «convierte» en cierto modo Aliénor, hija del gobernador creada por De Belloy, en la Margarita comellana, ésta tiene además la particularidad de ser esposa de Eustaquio de San Pedro, mientras que la anterior mantenía por su parte una inquieta relación amorosa con un general francés pasado al servicio de Inglaterra llamado Harcourt, papel que desempeña en El sitio de Calés un tal Ricardo, «general inglés» o, por más señas, francés como el otro, y por encima hermano de Eustaquio. Ambos jefes militares, en sus respectivas obras, piden clemencia al soberano para los seis infelices y sus conciudadanos valiéndose de una argumentación análoga, pero la figura del temido Harcourt, presa del remordimiento y resuelto en el desenlace a acompañar a los rehenes en la muerte (recobrando por lo mismo el amor de Aliénor, como Eustaquio el de su inflexible esposa), está más desarrollada que la de Ricardo. Por otra parte, algún parecido se advierte también entre las dos valientes hijas sucesivas del gobernador: Aliénor, como Margarita, arenga a los sitiados, planta cara al rey Eduardo victorioso, reivindica el derecho a compartir la suerte heroica de los hombres, con el énfasis «trágico» que le corresponde; también se podría admitir que las relaciones tumultuosas de Margarita con su esposo después de descubierta la supuesta traición de Eustaquio traen a la mente, con alguna buena voluntad por parte del lector, las de Aliénor con su amante sitiador. Pero la «originalidad» —como escribe el articulista del Memorial— de Comella consistió en idear, desde el principio del acto primero, el lance del «pliego / que para Eustaquio, un Inglés / le dio esta noche por yerro» a Juan de Airé,10 con la agravante del encuentro nocturno del mismo Eustaquio con su hermano Ricardo, y que va a traer la equivocada acusación de traición, la soledad y tormento moral y, por último, la muerte del honrado calesiano; de manera que un segundo enredo se combina —bien, por cierto— con la acción principal; es la «otra trama», supongo, a que se refiere el periodista. La esposa de Eustaquio, ausente de la tragedia —y ello es lo que explica la afirmación del Memorial—, es el tipo de la «mujer varonil» entonces apreciado por el público madrileño; ocupa en la comedia un lugar más importante que su marido, 10 P. 3a.
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adjudicándose cerca de una cuarta parte del diálogo (unos setecientos versos), tomando la espada y animando la moral de los sitiados, obsesionada por la idea de imitar a los numantinos por todos los medios, incluso, si hace falta, la antropofagia, y negándose con desprecio a traspasarle con la espada y lanzándole una sarta de improperios «épicos» al infeliz Eustaquio al ser éste acusado, como queda dicho, injustamente de traición; y el hombre anda arrastrando su cruz «a la Armoyante», como dijera Ceán Bermúdez, ante tamaña desgracia, tratando a todo trance de morir por la patria, y luego, en el desenlace, olvidando que su homólogo francés fue indultado, muere literalmente porque no muere, como hizo santa Teresa, gracias a Dios en sentido figurado, aunque también en octosílabos…11 11 En Sur la querelle du théâtre… (Andioc, 1970, p. 241), libro, téngase en cuenta, redactado en su mayor parte durante la gran «tragedia para reír» de 1968, doy una prueba más de mi erudición atribuyendo implícita pero indiscutiblemente la conocida glosa de santa Teresa y san Juan de la Cruz (y algunos más) al segundo exclusivamente; peor, sin duda, fuera asignarle la autoría de Las moradas… De esta forma a primera (y también segunda) vista impertinente de describir los problemas patriótico-conyugales de la pareja Eustaquio-Margarita no se debe inferir que hablo, como suelen decir, por boca de ganso, esto es, que no paso de hacerme eco servil, aunque indigno, de Leandro Moratín, lo cual, naturalmente, se opondría a la objetividad que debe o debería mostrarse en asuntos de historia literaria; pero séame lícito tal cual vez dejar que se trasluzca —¿por qué no, por Dios?— lo que siento como simple lector de principios del siglo XXI ante algunos parlamentos o lances de la referida comedia heroica, o, por cierto, ante los de la tragedia de mi estimado paisano, cuya interminable grandilocuencia creo que ya no aguantaría el público actual mejor que yo, lo cual no significa de ninguna manera, repito, que se clasifique a los autores como «buenos» y «malos», otorgándoles ipso facto a los primeros un tratamiento privilegiado; aunque no cabe duda de que la misma elección de un tema de investigación, cualquiera que sea, presupone una inclinación o una actitud favorable, o desfavorable, a dicho tema (por ejemplo, ¿quién ha analizado y descrito hasta ahora el funcionamiento de la caza de brujas de este a oeste mejor que las propias víctimas de ella?); lo que importa es sobre todo estudiar por qué, en su época como en la de las generaciones sucesivas, un determinado escritor suscitó el entusiasmo o el repudio o la indiferencia tanto de determinados espectadores o lectores como de determinados colegas o críticos contemporáneos o ulteriores, entre éstos nosotros mismos, y por qué fueron modificándose o por el contrario no variaron dichas actitudes. Guardémonos, si es posible, de querer imponer a la colectividad unos juicios de valor, incluso compartidos por muchos: el criterio democrático de opinión «mayoritaria» (la palabra de moda es: «consenso») no creo que valga gran cosa en tales casos, fuera de que una mayoría, como enseña la experiencia, puede convertirse en minoría, y viceversa. Y conste que no me creo milagrosamente exento del pecado a que me refiero. Tampoco basta con afirmar que un dramaturgo como Comella (o cualquier otro, Moratín inclusive, naturalmente) es «el dramaturgo más inspirado e inteligente de su generación», según frase de Subirá, o por el contrario un escritor «famélico y proletario», como escribe don Marcelino (si se trata solamente de voces despreciativas, claro está, y no de un elemento más entre los muchos que permitan arrojar
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En vista de los elementos que acabamos de examinar, me parece, por una parte, altamente probable que Comella conoció la tragedia de De Belloy, lo cual nada tiene de extraño dada la notable frecuencia con que acudían los dramaturgos españoles al repertorio teatral extranjero,12 máxime tratándose de las entonces más celebradas y taquilleras, como Le Siège de Calais (conocida ya por el redactor del Memorial Literario); pero, por otra parte, las concordancias no son lo suficientemente numerosas ni evidentes como para que se pueda hablar de «traducción», ni siquiera de «adaptación», incluso lato sensu; yo me referiría, como mucho, a una influencia parcial. Pero algunas particularidades más me inducen a sospechar que debió también de beber Comella en otra fuente que la que hasta ahora hemos ido examinando. Al menos dos obras literarias con título o subtítulo idéntico al de la tragedia de De Belloy, y contemporáneas de ella, evocan el drama de los seis rehenes; son éstas Le Siège de Calais, novela de madame de Tencin (la de la tertulia famosa y, accesoriamente, al menos a juzgar por su comportamiento, madre de D’Alembert) publicada en 1739, y una segunda tragedia, dada a la imprenta en la misma fecha que la de De Belloy, a quien su autor, el joven Barnabé Farmian de Rozoi, acusó imprudentemente de plagio, pagándolo bastante caro, y que llevaba por título Les Décius françois ou le siège de Calais.13 En su prefacio alude Rozoi a la
alguna luz sobre una determinada estética), o un precursor del romanticismo u otro rótulo cualquiera…; hace falta además demostrarlo (es decir, convencer racionalmente) o, cuando menos, llegar hasta donde pueda la demostración; y ésta es harina de otro costal. En un apasionado y apasionante intento de reivindicación de la fama de Comella, Mario di Pinto escribe que la «ilustración» de don Luciano era «de segunda mano» (en su edición de La Jacoba, Comella, 1990, p. 14); creo en efecto —tampoco ha de ser tan fácil— que importaría tratar de diferenciar a los dramaturgos directamente «comprometidos» en el movimiento y que defienden por ejemplo una tesis en su obra, de los que se hacen simplemente eco de las ideas en boga o aprovechan las que flotan en el ambiente, sin ser en rigor militantes o partícipes resueltos y conscientes; algo parecido se puede decir a propósito de no pocos sainetes manuscritos, cuya «ilustración» no se advierte sino en el breve prólogo que los encabeza y que está única y visiblemente destinado a congraciarse con el censor. 12 Véase el último trabajo colectivo sobre El teatro europeo…, citado en la n. 1. 13 Rozoi (1765); «françois» (francés) es ortografía de la época, hoy: «français», pero ya rimaba con «Calais». Los Decios («Decii») fueron tres ilustres romanos que se sacrificaron por la patria. Utilizo el texto de la novela Le Siège de Calais, nouvelle historique, La Haya, Jean Neaume, 1739.
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novela,14 y nombra también a los protagonistas históricos, entre ellos Gautier de Mauny (o Mauni; en el texto declamado lo convierte en Talbot por considerar este apellido, escribe, más propio para el verso…); luego vienen «Jean Daire [sic], Jacques & Pierre Wisan [sic]», que no intervienen en la tragedia, pero que deben de ser los «trois calaisiens», los tres vecinos de Calais, del reparto. Aun suponiendo que don Luciano conociera las tres obras (cuya anterior traducción al castellano no me consta), es probable que debió de inspirarse tanto en la tragedia de Rozoi (en la que es protagonista Jean de Vienne y Eustache no es un anciano, sino un «jeune Héros», un joven héroe) como en la de De Belloy, y muchísimo más en ambas que en la novela, en la cual, como bien advierte el primero en su prefacio, sólo se habla de Eustache al final, concretamente en la cuarta y última parte. Sin embargo, la ortografía del apellido Wuisant, en la Tencin, es idéntica a la de la comedia heroica, y, además, sólo en dicha novela se menciona a dos valientes, Marante y Mestriel, cuyo auxilio está esperando también Margarita al empezar el acto segundo («Marante y Mesteriel [sic]»);15 pero si se inspiró en parte en la tragedia de Rozoi, tampoco dejó en este caso de manifestar Comella su propia originalidad, procediendo en particular a un interesante trueque de caracteres y situaciones, de manera que el de Margarita, lejos de parecerse al de la débil y tierna Julie, esposa de Eustache (una mujer del Calais de Comella también se llama Julia; ¿mera coincidencia?), es comparable al de la madre de éste, Émilie, no histórica sino inventada por Rozoi, mujer también «varonil» («mâle fermeté», viril entereza, le atribuye el autor), enérgica e indomable, dechado de valentía e intransigencia, cuyo papel define su creador como «el de una Espartana que le dice incesantemente a su hijo: o muere o mata»; unos fieles amigos le advirtieron, confiesa, que este papel obscurece el de Eustache, no por valiente menos sensible, como su homólogo
14 Rozoi (1765), pp. XIX-XX; no se nombra a la autora, pero las referencias a «una novela de idéntico título», a una protagonista, madame de Granson, hija del gobernador de Calais, a la tardía aparición de Eustache de Saint Pierre, etc., no dejan lugar para la duda. 15 «La vía marítima, aunque muy peligrosa, era la más practicable. Hizo [el conde de Canaple] venir de [la ciudad de] Abbeville a dos hombres esforzados, llamados Marante y Mestriel, que conocían perfectamente la costa…» (p. 234; la traducción es mía). Debió Comella de escribir «Mesteriel» para que le saliera la cuenta de sílabas sin tener que recurrir a una diéresis en el diptongo final.
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comellano, al que domina, incluso físicamente, la «amazona» Margarita, como dijera Leandro Moratín; para Émilie, el valor «no conoce ni el sexo ni la edad», y lamenta que a las mujeres no se les permita morir por la patria como los hombres: «Pourquoi nous défend-on de mourir pour l’état? / Hommes, vous redoutiez sans doute des rivales / Trop fières pour un jour n’être que vos égales»;16 «¡Que la gloria solamente / para los varones sea! / ¡Que los hombres nos excluyan / de gozar sus preeminencias! / ¡Costumbre inhumana! ¡Abuso / iniqüo! [sic]», exclama por su parte Margarita.17 Pero, al final, la tierna Julie, disfrazada de hombre, como la madame de Granson de la novela de la Tencin, se prestará «dévoué», esto es, voluntario (en masculino, naturalmente), para sumarse a los cinco rehenes antes del indulto general, recordando en cierta medida la anhelante y vana búsqueda del mismo sacrificio por el Eustaquio comellano. Además, el encuentro nocturno entre éste y su hermano Ricardo, sorprendidos ambos por el gobernador y Margarita, que claman contra la aparente traición, tiene algún parecido con la cita, también de noche pero mucho más larga, eso sí, entre Julie y Talbot-Mauny («substituto», en este lance, del Harcourt de De Belloy), descubiertos al empezar el acto segundo por Jean de Vienne y Émilie, los cuales dudan por su parte de la lealtad conyugal y patriótica de la esposa, si bien solía ocurrir este tipo de encuentros con desconcertante facilidad en no pocas tragedias o comedias, empezando por la que Leandro Moratín considera modelo mal imitado de los comediones «populares», esto es, Numancia destruida, de López de Ayala. Y por último, naturalmente, Talbot exculpa a Julie, como Ricardo al Eustaquio de Comella, desatando el remordimiento y lamentos de los respectivos consortes. ¿De dónde procede, en cambio, el nombre del quinto rehén de Comella, Andrés, sin identificar en los autores galos? No deja en efecto de llamar la atención su parecido (habida cuenta de la indispensable españolización) con el de un calesiano histórico, Arnoul d’Andreghen, evocado no por De Belloy ni por los otros dos, y sí en cambio por Froissart en su Cró-
16 «¿Por qué se nos prohíbe morir por el estado? / Hombres, sin duda alguna temíais a unas rivales / a cuya altivez no basta igualaros un día» (IV, 3). 17 P. 29b.
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nica,18 y más aún con el del rehén llamado, según otras fuentes, Andriens d’Ardes o André d’Ardres; si Joaquín —de cuya presencia nos enteramos solamente por figurar en el reparto, y sin nombre de actor enfrente— es probablemente parto, fácil, de la fantasía de Comella (el sexto burgués se llamaba Jean de Fiennes, con F), el general «inglés» Ricardo, en cambio, al reprenderle el rey Eduardo por interceder en favor de los vencidos, le contesta de esta manera: …me es preciso repetiros que mi Padre fue extrangero, y que aunque mi hermano y yo nacimos en aquel Reino [i.e.: Francia], nacimos libres, a causa de estar mi Padre entendiendo de asuntos de las dos Cortes por el Monarca Süeco.
Este argumento algo enrevesado (al menos para mí), ¿es de la cosecha de Comella? Parece, pues, imponerse la disyuntiva siguiente: o redactó don Luciano su comedia conociendo las tres obras francesas, y se deben simplemente a la casualidad, o, por mejor decir, a su propia inventiva, los dos elementos, de escasa importancia, que acabo de apuntar, esto es, el nombre de Andrés y la justificación de Ricardo; o bien así no fue, y entonces, ¿dónde encontró el comediógrafo los pormenores que no figuran juntos ni en Le Siège de Calais ni en Les Décius françois ni en la novela de madame de Tencin? ¿Queda otra pista aún sin explorar y que permitiría tal vez abarcar y resolver globalmente el problema de la fuente de la comedia heroica? Comoquiera que sea, del caso de El sitio de Calés parece desprenderse una vez más la necesidad de no considerar, en primer lugar, invariablemente único, incluso cuando hay correspondencia o identidad (a veces engañosa…) en los títulos, el modelo extranjero «traducido», «arreglado» o simplemente «imitado» por un determinado dramaturgo español, y, por
18 He tenido a mi disposición la edición «revue et corrigée» de la Histoire et Chronique mémorable de Messire Jehan Froissart, París, à l’olivier de Pierre L’Huillier, MDLXXIII, p. 142.
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otra parte, de comprobar si los términos aquí entrecomillados, o cuando menos los dos primeros, merecen total crédito cuando se le ocurre apuntarlos al propio dramaturgo en la portada de su obra manuscrita o impresa, pues el área semántica de dichas voces no siempre es idéntica en todos los autores ni coincide rigurosamente, máxime tratándose de comedias «populares», con la actual de ellas. Para concluir, y aunque parezca digresión improcedente, agregaré que El sitio de Calés consiguió en 1790 unas entradas regulares, y no más, y sólo en los tres o cuatro primeros días de los seis que duró su puesta en cartel, y eso que toda la función era nueva, tonadillas y sainete inclusive;19 fue menos concurrida que El hombre agradecido, del mismo autor, estrenada el mes anterior, y, vale la pena referirlo, no tuvo reposiciones en lo sucesivo; en cambio, El buen hijo o María Teresa de Austria, también de Comella, estrenada con poca anterioridad, en diciembre del 89, se mantuvo trece días, con recaudaciones muy superiores. Además, con su habitual ironía, nos enseña la historia que, un mes escaso antes de estrenarse El sitio de Calés, la primera comedia de Moratín, El viejo y la niña, se mantuvo diez días seguidos, con unas entradas incomparablemente mejores, mientras que La Jacoba, de don Luciano, que exponía el mismo problema matrimonial (por lo cual se ha escrito con alguna imprudencia que de ahí pudo nacer cierto rencor de «Inarco» hacia el dramaturgo catalán, por haberle ganado éste por la mano, llegando por otra parte a oscurecer hasta hoy la sátira de La comedia nueva contra El sitio de Calés la figura del vate vigitano),20 no pasó de seis en julio de 1789, y con unas entradas que —quiérase o no se quiera— muestran, por lo bajas, que a los madrileños les interesó mucho más la obra moratiniana que la otra; no se trató, pues, de un «gran éxito» —convertido incluso luego en «enorme»—, ni siquiera de un éxito a secas, aunque la reseña, única, del Memorial Literario fue en su mayor parte elogiosa. ¿Acaso desanimaría a la gente el «infierno» castellano? Pues véanse las reposiciones sucesivas de ambas obras… «Rehabi-
19 Véase R. Andioc y M. Coulon (1996). 20 Véase «Comella en su teatro», por M. di Pinto, en su citada edición de La Jacoba (Comella, 1990), y otro trabajo del mismo Di Pinto (1988). Otros opinan que la comedia criticada por Moratín no fue la de don Luciano, sino La destrucción de Sagunto, de Zavala (1787)… El caso es que varios ecos de ésta parecen sonar en la del dramaturgo catalán.
El sitio de Calés, de Comella, ¿es traducción?
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litar», o, dicho de otra forma, estudiar más y mejor a Comella, sí; convertir en cabeza de turco o deus ex máchina a Moratín prescindiendo de la demanda y de la oferta en los teatros y de la natural evolución de éstas, es decir, de la realidad histórica, no.21
21 Con el título El sitio de Cáles (sic, dos veces en la misma página), se prohibió la comedia heroica de don Luciano in totum por edicto del 18 de marzo de 1801, según el Suplemento al Índice expurgatorio del año de 1790 (Madrid, Imprenta Real, 1805, letra C, apartado Comedias, p. 11). El catálogo abreviado de papeles de Inquisición del AHN señala (n.º 278) un documento, desgraciadamente sin indicar la signatura, según el cual se prohibió en 1799, «por que el heroísmo que se figura es opuesto a la moral cristiana y por aprobarse el suicidio». Curiosamente, el mismo año de 1801 fue prohibida su «representación» (no su «lectura») en los teatros del reino, según la lista publicada en el t. IV del Teatro Nuevo Español, que algunos, como Cotarelo, atribuyen equivocadamente a Moratín, pues lo que se le encomendó a éste en enero de 1800 fue solamente la corrección y eventual separación de las comedias antiguas, cargo del que consiguió dimitir en julio. De manera que me parece excesiva la indignación suscitada hacia Moratín por esta lista de proscripción (véase René Andioc, 1999). Por último, contra lo afirmado por E. Palacios Fernández, no pudo socorrer Comella, fallecido en Madrid el 31 de diciembre de 1812, a su «antiguo enemigo» Moratín en Barcelona, pues éste, residente en Valencia desde septiembre de aquel año, no pasó a la Ciudad Condal hasta fines de junio de 1814. Cotarelo (1902), p. 377, fecha equivocadamente el óbito del catalán a «fines de 1813»; confirmada la fecha exacta, ya conocida por Cambronero, por el R. P. Matías Fernández García (1995), p. 33. La segunda esposa de don Luciano, Josefa Salas, murió unos meses antes que su marido, en agosto de aquel año de 1812.
DE LA ESTRELLA DE SEVILLA A SANCHO ORTIZ DE LAS ROELAS: NOTAS A DOS REFUNDICIONES O ARREGLOS* No sé si es injusto el Rey; es obedecerle ley… (C. M. Trigueros, Sancho Ortiz de las Roelas, I, 7)
Durante un siglo entero, concretamente desde 1708 hasta 1800 —y si exceptuamos alguna que otra obra de dudosa atribución o con título idéntico al de una de Lope pero posiblemente de distinto autor, al menos según se viene afirmando—, las comedias del Fénix no se representaron apenas en su forma original. Tampoco, por cierto, se puede tener la seguridad de que una pieza antigua se declamase íntegra, debido a la intervención eventual de la censura, del director de la compañía e incluso del capricho de tal o cual intérprete. Comoquiera que fuese, de Lope (y digo «de Lope» porque en el XVIII se le consideraba autor de La Estrella de Sevilla) rondaron las cinco las ofrecidas al público, dos de ellas no una sola vez, sino en una serie de reposiciones a lo largo de la centuria, aunque con una interrupción de dos o más decenios a mediados de siglo: me refiero a las dos partes de Los Tellos de Meneses y a La esclava de su galán. Las demás, también escasas, eran refundiciones por dramaturgos del Siglo de Oro o del siguiente. Pero luego, a partir del año de 1800 (que no es el primero del XIX, sino el último del anterior), se produce un fenómeno bastante sor* Primera publicación, en Criticón, 72 (1998), pp. 143-164.
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prendente, y es que casi de repente aparece una serie de refundiciones de obras del Siglo de Oro, realizadas las más unos quince años antes por Cándido María Trigueros, fallecido en 1798, siendo estrenada la primera, la de La Estrella de Sevilla, el 22 de enero en el madrileño teatro de la Cruz,1 es decir, durante el año cómico de 1799-1800, en el que tomó el Gobierno unas medidas drásticas aplicables a partir de la temporada siguiente por la efímera Junta de Dirección y Reforma de los Teatros, cuya creación daba remate, provisional, a una larga polémica entre admiradores de la producción áurea en su globalidad y los que, las más veces sin dejar de admirarla, la consideraban ya inadaptada, moral y estéticamente, a las nuevas circunstancias, ambigüedad ésta, o aparente contradicción (es «odio-amor», según Ermanno Caldera y Antonietta Calderone),2 no siempre bien entendida por ciertos historiadores de la literatura. Dicha refundición (o, por mejor decir: «arreglo», según don Cándido), intitulada Sancho Ortiz de las Roelas —un cambio de título no desprovisto de significación, por supuesto—, y, por calificarse de tragedia, considerada «de teatro», esto es, con precios de entrada superiores a los habituales, se mantuvo en cartel ocho días seguidos3 con buenas recaudaciones y siguió representándose en diciembre y también, con alguna regularidad, en los años siguientes. Medio siglo después, Juan Eugenio Hartzenbusch la arreglaría a su vez. Estos dos avatares sucesivos de la comedia seudolopesca son los que quisiera examinar. Pero no creo que Sancho Ortiz, así como tampoco las otras tres refundiciones de Trigueros que entonces se representaron, todas en 1803, ni por otra parte las originales de Lope Por la puente Juana (1804), Servir a buenos (1805) o El perro del hortelano (1806), más favorecida ésta 1 Se evoca este tema con mayor brevedad en mi Sur la querelle du théâtre au temps de Leandro Fernández de Moratín (René Andioc, 1970, pp. 446-450). Ya en prensa este artículo, llegó a mi conocimiento (algo tarde, pero ¿qué le vamos a hacer?) el libro de Charles Ganelin (1994), en el cual se dedica el interesante y minucioso capítulo segundo, de unas cincuenta páginas, al mismo tema. Agradezco efusivamente la copia al amigo Philip Deacon, cuya generosidad corre parejas con su erudición, y que también tuvo la gentileza de mandarme otras que me hacían falta. 2 Caldera y Calderone (1988), p. 394. 3 Aprovecho la oportunidad para señalar una errata en R. Andioc y M. Coulon (1996), p. 477: Sancho Ortiz concluye el 29 de enero, no el 30, fecha ésta en que se estrena Misantropía y arrepentimiento, como podía dejarlo suponer ya la entrada anormalmente elevada para una supuesta última representación de la obra anterior, y lo apuntado años hace en la edición de 1987 de Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII (René Andioc, 1976). Rectificado ya en el Bulletin Hispanique, 101 (enero-junio 1999), pp. 111-124.
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que las otras dos —y a las que se puede agregar una refundición de Lo cierto por lo dudoso por Rodríguez de Arellano—, no creo, digo, que la aparición en un plazo algo reducido de todas estas obras justifique los aspavientos de Leandro Moratín, quien, en un prólogo para La mojigata, no impreso entonces y datable, probablemente, en 1806-1807, exclama que Lope «tiraniza el teatro segunda vez y se presentan como nuevos al auditorio los abortos menos informes de su prodigiosa fecundidad».4 Lo cierto es que la elección por Trigueros del «aborto» supuestamente lopesco no fue casual, ni fueron tampoco cualesquiera las modificaciones que sufrió la obra original, ya que se puede incluir a don Cándido en la corriente favorable a un nuevo clasicismo acorde con los valores del absolutismo ilustrado; de manera que esta refundición, así como las demás suyas, ejemplifica y, sobre todo, permite comprender mejor esa ambigüedad o aparente contradicción tan característica de no pocos intelectuales del XVIII a la que antes me refería. Pero una cosa es el intento de acomodar una comedia áurea a la ideología y los cánones estéticos patrocinados más o menos abiertamente por el gobierno, otra cosa el acierto de tal empresa y su apreciación por la censura oficial, y otra distinta aún la reacción de los aficionados al teatro: y, efectivamente, fracasó en 1788 ante la censura una primera tentativa de publicar la obra,5 por motivos que evocaré más adelante, y sólo después de fallecido el autor, como queda dicho, se concedió por fin la licencia, siendo impresa la llamada tragedia de Sancho Ortiz de las Roelas por Sancha en 1800, a costa, vale la pena recordarlo por excepcional, de Manuel García Parra, primer actor de la compañía de la Cruz, dirigida en la fecha del estreno, es decir, poco antes de iniciarse la reforma, por el «autor» Luis Navarro, quien se había mostrado cooperativo antes con el catedrático y censor Santos Díez González, alma de la referida reforma…6 Trigueros fue indudablemente atraído, como indica él mismo en su Advertencia preliminar, por —escribe— «las situaciones excelentes y magníficamente patéticas [reténgase esta última palabra], ya expresadas ya indicadas; expresión digna; y una versificación como suya»; «…la acción
4 Moratín (1867), I, p. 156. 5 F. Aguilar Piñal (1987), p. 238. 6 René Andioc (1970), p. 620.
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—agrega luego— que Lope eligió para este drama, sobre ser una, grande y completa, es también de la mejor calidad y de las más propias para el teatro trágico»;7 se trata en efecto de una «tragedia», si nos atenemos a lo afirmado por el criado Clarindo en el desenlace, y el refundidor considera que esta palabra «está puesta en todo su rigor, significando un drama que presenta una acción grande y sublime, y no está tomada en la acepción más lata y vulgar», o sea, una acción que acaba con desgracia, como lo demuestra, según Trigueros, la feliz catástrofe de la comedia original, consistente, como es sabido, en la separación de los amantes, incapaces a pesar de su pasión mutua de conformarse con la perspectiva de vivir juntos con un cadáver de por medio. Se han conservado dos versiones de La Estrella de Sevilla: una breve, de unos 2500 versos, otra más larga, de unos 3000; en la edición de las obras de Lope por la Real Academia en 1899, tomo IX,8 Menéndez y Pelayo confunde las dos —según demostró años hace Foulché Delbosc—,9 asimilando la primera, suelta, y la segunda, desglosada de algún volumen de comedias varias con numeración de los folios 99 a 120, al parecer sin conocer el texto de ésta, si bien escribe equivocadamente que lo utilizó Hartzenbusch en el tomo XXIV de la Biblioteca de Autores Españoles. El erudito francés, en cambio, antes de publicar íntegro a continuación de su estudio preliminar el texto largo, indica que el dramaturgo romántico debió de tener un ejemplar de la suelta, «probablemente el de Durán», y afirma que a partir de esta edición se realizó además la de la Academia. Y efectivamente se trata en ambas del texto corto. Pero ¿cuál de los dos aprovechó Trigueros para efectuar su arreglo? Afortunadamente, un amigo y corresponsal gaditano de don Cándido, que tenía encargada a éste la búsqueda y compra de comedias sueltas del teatro antiguo español, por lo que reelaboró el escritor algunas de ellas antes de su marcha de Carmona a Madrid en 1785, tomó años después la iniciativa de reunir en un volumen los originales que de dichos arreglos le dejó Trigueros, incluyendo también el impreso de la comedia áurea correspondiente. Gracias a este volumen, custodiado en la biblioteca del Institut del Teatre de Barcelona, nos ente-
7 Pp. 4 y 6. 8 En la edición de los Estudios sobre el teatro de Lope de Vega (Menéndez y Pelayo, 1949, IV, p. 173). 9 Foulché-Delbosc (1920).
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ramos de que el texto utilizado por el refundidor fue el de la suelta, esto es, el más corto.10 Como buen representante de la generación arandina que anheló vivir un «Grand Siècle» español —y, yo diría: por consiguiente como autor ya de un buen número de tragedias, género teatral sublime por excelencia—, Trigueros quiso, pues, modernizar una comedia heroica cuyo tema no carecía de actualidad en su época: el del vasallo capaz de sacrificarlo todo, honor, libertad, dicha, amor y amistad, por lealtad a la persona real (no digo: «al rey»), cumpliendo incluso una orden injusta y negándose a denunciarla por salvar —dice— el decoro del soberano que se la dio. Lo cual trae a la memoria la célebre frase con la que definía el absolutismo el propio Carlos III en carta a su hijo: «El hombre que critica las operaciones del gobierno, aunque no fuesen buenas, comete un delito»,11 y la frecuencia con que se escriben y, en menor grado, se representan o publican tragedias en las que los protagonistas ejemplares vencen las propias pasiones, los impulsos naturales, en nombre del deber. El teórico Peñalosa y Zúñiga, conocedor de Bossuet, escribiría más tarde: «el defecto del Príncipe no exonera al Vasallo de la obligación esencial de obedecer […] Lo contrario,… esto es,… [sic] resistir la ordenación del Príncipe para extraerse del yugo de la ley, atendiendo a sus defectos personales y no a su augusta Soberanía, por otro camino que el de fieles insinuaciones, es crimen abominable, incompatible con el espíritu del Evangelio».12 Por ello, quien da título a la refundición ya no es la protagonista, sino Sancho Ortiz, calificado reiteradamente, tanto por sí mismo como por los demás personajes, como héroe, y como hazaña su actitud («cometí una atrocidad, / mas no cometí delito»). Cansado de leer que tanto el rey como Estrella y el mismo 10 Signatura 59014. En la lista inicial de personas se llama «Bustos» el protagonista, pero «Busto» en todo el texto de la comedia; de ahí seguramente que sea uniformemente «Bustos» en Trigueros (menos en cuatro casos sucesivos en un mismo parlamento —I, 7—, dos por necesidad métrica y otros dos sin ella), y, en cambio, «Busto» en la BAE, en la que además vienen divididas todas las comedias de Lope en actos (y escenas) y ya no en jornadas por Hartzenbusch. «Busto», invariablemente, en la desglosada. Agradezco a doña Ana Vázquez el envío de las correspondientes copias. 11 M. Danvila y Collado (1895), citado por A. Domínguez Ortiz (1955), p. 27. 12 Peñalosa y Zúñiga (1793), p. 399-400. Tampoco escasea este tipo de aforismos en la comedia antigua: «Sancho Ortiz, el rey es rey: / callar y tener paciencia» (I, 9); «…sacras y humanas leyes / condenan a culpa estrecha / al que imagina o sospecha / cosa indigna de los reyes» (II, 5), etc.
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Sancho califican sólo de «desliz» la muerte de Bustos, escribía en julio de 1800 Cayetano María de Huarte: Yo, si hubiera tenido la honra de ser el refundidor de esta tragedia, me parece que la hubiera intitulado El desliz de Sancho Ortiz. Algún malicioso dirá que el haber repetido «desliz» tantas veces hablando del asesinato ha sido por buscar consonante a «Ortiz» y a «infeliz», y que si se hubiera llamado Sancho Hernando, habría dicho el rey a Don Arias: Mas si callar es su intento, de su pecado nefando será público escarmiento. ¡Hombre extraño es Sancho Hernando!13
Y el propio Trigueros parece confirmar la interpretación por él considerada positiva, diríamos hoy, de la actitud del protagonista, al escribir: «¿Executará Sancho Ortiz su encargo? ¿Descubrirá al Rey? ¿Cuál será su suerte? Ved aquí el problema en que se funda toda la acción»,14 aunque con esta frase se refiere ya a su propia obra, en la que deja fuera toda la jornada primera de la comedia y «gran parte» de la siguiente, reduciéndolas a una «narración», es decir: relación, a modo —dice— de «prólogo oculto». La dificultad residía en efecto en que, como era de temer, las tragedias en las que salía un rey o un príncipe perverso, a veces vencido incluso por un motín (el trauma provocado por el de Esquilache en 1766 no llegó a atenuarse), también sufrían el rigor de la censura, empezando por la propia refundición de Trigueros, la cual, si bien consiguió la aprobación eclesiástica en 1788, tropezó, como queda dicho, con el dictamen adverso del entonces «sustituto del corrector», Díez González, indignado por la figura de un rey «hecho un Nerón persiguiendo a un inocente por conseguir el logro de una pasión torpe»,15 frase que recuerda la apreciación del jefe de la policía del Intruso, el cual tardó bastante en conceder permiso en 1810 para representar la tragedia en la que —escribe reserva13 Ms. fechado el 14 de julio de 1800, citado por Menéndez y Pelayo (1949), p. 208. «Mas si callar es su intento, / [decidle] que hoy mismo de su desliz / dará público escarmiento. / Hombre estraño es Sancho Ortiz» (III, 12). 14 Advertencia al Sancho Ortiz, p. 5. 15 18 de abril de 1788, en borradores de las memorias de Armona, BNM, manuscrito 18475 (3), f. 99b. Leve equivocación de Aguilar Piñal, quien atribuye la censura a López de Ayala, mientras que reza el texto de la copia de ésta (f. 98) que la obra fue «examinada por el corrector sobstituto [sic] por [i.e.: «en lugar de»] d.n Ignacio López de Ayala».
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damente— «hace el Rey el indecoroso papel de asesino para saciar sus pasiones».16 En la jornada primera de la comedia venían el intento de seducción de Busto Tabera por el rey Sancho el Bravo, enamorado de la hermana del veinticuatro sevillano, y la corrupción de la esclava de Estrella; y al principio de la segunda, hasta la escena novena inclusive,17 trataba el monarca de colarse de noche y embozado en el cuarto de Estrella —lance éste de comedia de capa y espada, inadmisible para un neoclásico por incompatible con la dignidad real—, y seguían la llegada inesperada de Busto y la retirada poco gloriosa de Sancho el Bravo. Resumiendo: con la supresión de estos lances trató Trigueros, en la refundición, de atenuar en la medida de lo posible la «maldad» del monarca; un monarca que seguirá estorbando, por plantear un problema insoluble a los refundidores, pues si se suprimía su papel se venía abajo todo el arreglo. Veremos con Hartzenbusch hasta dónde pudo llegar ese ejercicio de cuerda floja (que los franceses solemos por el contrario calificar de «tensa»…). A raíz del estreno, escribía el canónigo Huarte: ¡Bendito el Sr. Trigueros que nos ha proporcionado ver en nuestro teatro tragedia tan escelente! ¡Qué modelo presenta a los reyes para que sepan que en negándose un vasallo […] a que prostituya a su hermana, han de mandar que lo asesinen! ¡Qué ejemplo a los vasallos para que entiendan que han de entregar a sus hermanas cuando se las pidan, y si no, estocada y a ellos!
Dicho con frase de Cienfuegos en el Mercurio de España de julio de 1800: «Trató de hacer a Don Sancho bueno en el fondo pero arrebatado, y Don Sancho salió malo esencialmente».18 Además, aquella incursión 16 Cit. por E. Larraz (1988), p. 551. 17 Adopto para mayor comodidad la subdivisión en escenas establecida por Hartzenbusch en su citada edición de la BAE. Ocioso es decir que Trigueros la practica ya en su arreglo. 18 P. 184; la cursiva es de Cienfuegos, entonces director del Mercurio desde 1798. La larga y fogosa reseña del Sancho Ortiz va de la p. 571 (sic, por «157») a la p. 191. Antonio Alcalá Galiano evoca, en sus Recuerdos de un anciano (BAE, LXXXIII, p. 29), «el Mercurio, a la sazón dirigido por don Nicasio Álvarez de Cienfuegos, en su calidad de oficial de la primera secretaría de Estado, pues de ella salía la tal obra, siendo como de oficio y a manera de un aditamento a la Gaceta, que era publicada dos veces a la semana. En el Mercurio solían publicarse —agrega— artículos sobre literatura, entre los cuales dio mucho que hablar uno de la pluma de Cienfuegos, destinado a juzgar un drama, entonces muy aplaudido, cuyo título es Sancho Ortiz de las Roelas, refundición hecha por don Cándido Trigueros, de la Estrella de Sevilla, de Lope».
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nocturna del rey concluía con un duelo, que naturalmente desapareció también, quedando reducido por otra parte a una simple relación el segundo desafío en que muere Busto a manos de Sancho Ortiz, pues los dos cuñados salen fuera del alcázar a pelear («Tened, Tabera, la espada, / que en casa del Rey estamos»), de manera que se armonizaban una vez más la estética neoclásica y la política interior del Gobierno, hostil al duelo como manifestación de la autonomía («anarquía», decían) aristocrática. Más aún: para compensar, podríamos decir, la escasa conveniencia (a sus ojos, claro está) de una situación de la que no puede prescindir, esto es, la de un rey que se venga de un caballero mandándole matar por el propio cuñado de éste, Trigueros le hace arrepentirse repetidamente de dejar que su pasión —dice— avasalle su razón, no sólo después sino tan pronto como se alza el telón, o sea, antes de haber dado la orden de muerte; y en varios monólogos, significativamente colocados uno al final del acto tercero y otro en el desenlace, se alarga la antes breve confesión pública de culpabilidad de Sancho el Bravo, llegando éste a desear que sus semejantes, los reyes, escarmienten en cabeza ajena. De manera que en la censura de la obra por el ya citado Díez González, conservada entre los papeles del corregidor Armona, se puede leer: «Aquí parece que al Poeta se le apuraron todos los recursos para dejar al rey en buen lugar, pues le hace confesar en público sus delitos para que logre la absolución de ellos; y esto lo califica de Heroísmo; yo lo gradúo de imberisímil». Y es fácil ver cómo en esta última palabra se funde con el concepto de verosimilitud un matiz politicosocial, pues expresa el censor en términos de estética dramática una opinión fundada en realidad en un criterio absolutista; tan incompatible era la contrición pública con la realeza como la crueldad del monarca de la comedia. No creo, sin embargo, que Aguilar Piñal ande muy descaminado al opinar que Trigueros trata de ensalzar al rey «por la humillación que significa el arrepentimiento público».19 Por otra parte, en la refundición se recalca mucho más que en la obra antigua, por haberse incorporado al texto definitivo numerosas enmiendas y adiciones marginales autógrafas efectuadas en el manuscrito primitivo, la nefasta influencia del mal consejero Arias: lo hace el monarca, ya sea dialogando con aquél o en sus monólogos.20 Este tipo de personaje era necesario y tópico en obras de esta clase, 19 Aguilar Piñal (1987), p. 238. 20 BNM, ms. 22092. «¡Qué consejo, Arias, me diste» (III, 2); «o consejo mal pensado / pero peor admitido» (III, 3); «un consejo me ofuscó […] cruel consejo, injusta muer-
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en la medida en que servía, diríamos hoy, al menos en mi tierra, de «fusible», o chivo expiatorio, igual que un primer ministro destinado a dejar fuera de alcance al jefe del Estado en caso de producirse, digamos, un «cortocircuito»; y por mal consejero será efectivamente desterrado Arias de Castilla en el desenlace, para «exemplo y escarmiento / de los que en lisonjas tratan», según dictamina Sancho el Bravo. Pero se advertirá que, después de la confesión del rey, tanto en la comedia antigua como en su arreglo dieciochesco, la ideología monárquica impone una deducción meramente formalista, por no decir silogística: «Así / Sevilla se desagravia, / que pues mandasteis matalle, / sin duda daría causa». Pero, por otra parte, no todos vieron en Sancho Ortiz al súbdito modelo conforme a la óptica más o menos oficial, y el mismo año del estreno ya le calificaba reiterada y anafóricamente Cienfuegos de «asesino» en el Mercurio, actitud que supone ya un cambio radical en la concepción de la monarquía, o, por mejor decir, de los deberes del ciudadano, igual que la de Alberto Lista en El Censor del trienio constitucional, quien consideraba que el protagonista era un fanático que «se cree héroe cuando no es más que un asesino», lamentando «las expresiones fastidiosas e inmorales del lenguaje servil [entiéndase: proabsolutista] de que abunda la comedia de Sancho Ortiz».21 Ocioso es decir que el llamado por el rey avasallamiento de su razón por la pasión (de «furor loco» la califica) era el «defecto» que denunciaban los moralistas del XVIII —y también anterio-
te» (III, 6); «acción mal aconsejada» (V, 2); «tú que con tu mal consejos…» (sic, V, 8). Están tachados, y resultan ilegibles, los nombres de los cómicos en el reparto, tal vez los de la compañía de Ribera, solicitada en 1788. Menudean también, a diferencia del impreso, las acotaciones —marginales, esto es añadidas a las pocas del manuscrito primitivo—, relativas al tono, a la elocución y a la mímica, incluso en un solo monólogo («con extrema sorpresa», «toda turbada», «con furia», «más sorprendida», «mui despacio con poco aliento i suma pasión», «esforzándose por grados», «como con furor reprimido»; «Paseándose con serenidad / se sienta / se levanta / se para / se sienta», etc.; iluminativa es a este respecto la lectura por Sancho Ortiz de la carta del rey en la que descubre la identidad de su futura víctima: le quedaría muy facilitada la tarea al cómico encargado del papel del protagonista). Este manuscrito de la BNM lleva una nota que reza: «A.V. B. Borrador […] p.ª copiar en limpio»; la «copia en limpio» (o copia de ella) debe de ser el ms. 59015 del Institut del Teatre de Barcelona, pues ambos textos son idénticos, éste, naturalmente, sin los añadidos y acotaciones marginales del autor, pero con algunas correcciones y tachaduras que no todas parecen rectificaciones debidas al cansancio del copiante, el cual, en este caso, fue también el mismo Trigueros. 21 Citado por Menéndez y Pelayo (1949), p. 201.
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res— en los galanes, y naturalmente más aún en los príncipes, del Siglo de Oro, así como en la juventud acomodada de su propia época, por lo cual era tema recurrente en cualquier comedia neoclásica (así en Los menestrales, del propio Trigueros, premiada en un certamen oficial en 1784, o sea, coetánea, o poco falta, de la refundición). De manera que viene a ser idéntico el esquema que rige, o debe regir, las relaciones entre súbdito y monarca y, en un nivel inferior, el de la sociedad en miniatura que es la familia, entre jóvenes, por definición apasionados, luego no dueños de sí mismos, y padres o tutores, en los dos géneros, tragedia y comedia, que respectivamente les corresponden en el teatro, esto es: por una parte, sumisión de la autonomía del individuo —llámese yo aristocrático, naturaleza, libertad política, vida privada— a la autoridad suprema, de origen divino, o intereses superiores de la patria, razón de estado, etc.; y, por otra, moderación del instinto, en este caso la pasión juvenil, por la tan cacareada razón, principio universal tras el que se oculta, mal, la autoridad del cabeza de familia, garante de los intereses de ella, esto es, digámoslo con una sola palabra, del orden social. Muy de su época son por lo mismo las distintas adiciones de Trigueros en las que la justicia y los jueces, como representantes de dicho orden, se presentan como equitativos y humanos, esto es, infinitamente respetables: No buscan, Sancho, los jueces ni castigos ni tormentos, gotas de sangre les cuesta sentenciar a muerte un reo; y si el reo es como vos es más pesar; pretendemos hallar razón que nos libre del dolor de ser sangrientos…22
«Yo la justicia venero / y sus decretos no impido», declara Estrella ante el alcalde mayor al rogarle que le deje hablar con el preso. El propio Sancho el Bravo, en su largo monólogo de principios del acto V, confiesa: Los Jueces mi orden esperan… su rectitud y sus canas aun a mí me dan respeto; quasi los temo… …………………..
22 IV, 1.
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Justicia, tu nombre aterra, estremece y anonada al que dexa tus senderos y se desliza o se aparta, ora en el trono se encumbre, o le oculte la cabaña.
Y muy regalista y en compensación algo más eufemística, o metafórica, es la transposición de la referencia al «pontífice romano» que «con censuras […] atropella» al rey, y que en Trigueros se convierte en: «y cuando el rayo romano / mi dignidad atropella» (en el arreglo de Hartzenbusch, editor por otra parte de La Estrella de Sevilla, se volverá a la lección de esta comedia). Por último, el mismo desenlace, considerado, recuérdese, «feliz» por el refundidor en la comedia original —así como por el censor gubernamental— (lo cual debe interpretarse, creo yo, como «desprovisto de muerte de algún protagonista»), también se amolda a los convencionalismos de la buena sociedad del XVIII: se insiste mucho más en Sancho Ortiz de las Roelas en el sacrificio de los dos amantes modélicos; estos se niegan, por supuesto, como sus abuelos, a casarse después de la desgracia ocurrida, pero Estrella resalta el dolor, y el valor, que supone tal renuncia triplicando la oración concesiva del original: …mas no es Estrella muger que aunque le adora y le ama, aunque de su tierno amor vive muy asegurada, y aunque su hermano Don Bustos con gran placer lo aprobaba, consienta jamás en ver a su lado a quien le mata.
Además, como esposa bien educada, esto es, como esposa fiel (al prepararse para casarse quería recibir «sumisa» a su prometido), rechaza la eventualidad de un matrimonio con otro caballero, adoptando la solución, digamos, tenida por más decente entonces, formulando el siguiente ruego: …mas permitid que sola y desamparada, en la lobreguez de un claustro, mientras viviere, encerrada, me castigue de querer bien al que a Bustos matara.
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De estas palabras, añadidas significativamente por Trigueros en el margen del manuscrito más antiguo, se hace eco Sancho Ortiz: Tanta será mi desgracia. Señor, contra el fiero Moro permitid que luego parta,
lo cual equivale a buscar la muerte en el combate o, al menos, a elegir una vida más azarosa,23 igual que la decisión de Estrella equivalía, como decían algunos, a «sepultarse en vida» (así lo dice por cierto en el arreglo de Hartzenbusch). Todos héroes, pues: Sevilla, Sancho y Estrella, y, por último, el mismo rey, algo más prolijo que su antecesor del XVII y del primer manuscrito trigueriano, y que exclama, en el texto definitivo: …ya basta; todos, menos yo, son héroes en esta dichosa patria; también yo ser quiero hablando tan héroe como el que calla. Matadme a mí, sevillanos…
«Coge y se mete a héroe», comenta Cienfuegos. Y ya pueden concluir todos a una voz: La heroicidad da principio donde la flaqueza acaba,
lo mismo —escribe don Nicasio— «que si dixeran que donde se acaba el llano empieza la cima de una montaña, o que uno empieza a ser extremadamente gordo quando dexa de ser flaco»…24
23 En un manuscrito de «1804» (BMM, 144-5; se reproduce el pie de imprenta de la prínceps con modificación —¿involuntaria?— de la fecha, tal vez por ser copia preparada para la reposición de febrero de 1805), prosigue Sancho: dejad que en sangre agarena labe mi terrible desgracia [sic]; y cuando la muerte gane, en premio de mis hazañas vos pondréis sobre mi tumba para ejemplo de otras almas: aquí yace un caballero…
24 La frase debió de surtir efecto, pues la cita, entre otras críticas, el periódico El Regañón General de 21 de diciembre de 1803, p. 466.
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El mismo esquema rector de las relaciones entre gobernados y gobernantes, libertad individual y autoridad moderadora, evocado más arriba, subtiende, por cierto, en la esfera de la estética, el siempre difícil equilibrio entre naturaleza y arte, inspiración y reglas de composición (recuérdese la imagen, ideada por Forner, del caballo desbocado, esto es, el talento, que necesita de un freno que le sujete); y nada tendrá de extraño el que Trigueros haya suprimido, además de las modificaciones ya referidas, buena parte de los adornos líricos propios del diálogo amoroso de la comedia original, pues la acumulación de metáforas y, más generalmente, la entonces llamada afectación en el estilo, se miraban como ajenas al lenguaje dramático en la medida en que la intrusión del lirismo en la deseada naturalidad, que no es vulgaridad, del diálogo constituía un elemento de diversión perjudicial para la asimilación de la enseñanza moral de la obra, cuya buena captación por el auditorio dependía, según creían, de la concatenación lógica de los lances. Por haberse suprimido la jornada primera desaparecieron los discreteos sobre sol, estrella, azófar, mármol, fénix y otros («lo que huel[e] a flor, río, peña, monte, prado, astro, etc.», escribía años antes Iriarte), pero también el brevísimo lance del espejo quebrado (que aún subsiste en el manuscrito más antiguo) y los músicos de la segunda que amenizan la espera de Sancho Ortiz en la prisión; las dos soberbias octavas reales del rey en la tercera («Sosegaos y enjugad las luces bellas…») se convierten en cuatro redondillas menos ampulosas, por supuesto, aunque no por ello desprovistas de galantería;25 al pedir nuevos tormen25
Sosegaos y enjugad unas lágrimas tan bellas, que desperdiciáis en ellas lo mejor de la beldad. ……………………. Puesto queda en vuestras manos, no os privo de este consuelo: sed tirana, si en el cielo es posible haber tiranos. Aunque conocido llevo que en vos y en vuestra beldad, bien que parezcáis deidad, el ser muy cruel no es nuevo.
A don Marcelino le gustó particularmente una redondilla del largo parlamento anterior de Estrella, que sustituye los correspondientes cuatro versos de romance de la comedia, y dice, refiriéndose a la muerte de Bustos: Un tirano cazador, vibrando el arco cruel, disparó el golpe y dio en él, pero en mí cayó el dolor.
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tos a los jueces, el Sancho dieciochesco se deja en el tintero el encarecimiento que consistía en evocar a Fálaris y Majencio; en el acto cuarto, Estrella ya no queda cubierta con el manto sino que se descubre en seguida, así al menos en el texto definitivo, para que la conozca Sancho, por lo que se ahorra el refundidor un semidiscreteo de unos cuarenta versos; en cuanto al delirio o visión de Sancho («éxtasis» lo llama él), «tan insulsa, tan fría, tan desatinadamente escrita», según don Marcelino, quien la atribuye no a Lope, sino ¡a Claramonte!, Trigueros la reduce al mínimo y, sobre todo, convierte en monólogo patético lo que en la comedia era un diálogo divertido gracias a los comentarios del criado Clarindo, que le seguía el humor a su amo y adquiere ya mayor formalidad en la refundición para no desentonar en una tragedia, la cual, por definición, no admitía graciosidades. Según Ermanno Caldera, a quien me he de referir más detenidamente, todo ello equivale a «decodificare il linguaggio immaginoso dell’originale e trascriverlo in toni più accessibili e quotidiani».26 El mismo refundidor confiesa en su Advertencia que, después de reducir la comedia antigua a poco más de la mitad y dividirla por otra parte en cinco actos, justificándolos «por la disposición del lugar», le fue forzoso interpolar muchos versos nuevos, añadir escenas y desarrollar —escribe— «algunas excelentes situaciones que en el original no estaban sino apuntadas». Pero no por ello se le debe considerar obsesionado por los entonces tan discutidos preceptos clásicos, los cuales, en frase de Leandro Moratín, «deben ilustrar y dirigir al talento, no esterilizarle ni oprimirle»; y, efectivamente, si bien se respalda don Cándido en la autoridad de los griegos y latinos, es más bien para justificar la estética del autor de la comedia áurea y mostrar que él no la traiciona en su adaptación: la acción es una y sencilla, afirma, y la misma unidad de tiempo, lugar e interés que hay en la presente había en la antigua. Un solo día no completo, y un corto distrito que hay entre el Real Alcázar, el castillo de Triana y la casa de Bustos Tabera son en una y otra el tiempo y lugar de la escena. La única diferencia consiste en que yo he hecho más sensibles estas unidades, y no he dexado ver las distancias sino entre acto y acto.27
De ahí, naturalmente, varias mutaciones en la disposición de las escenas, aunque, como queda dicho arriba, las más importantes nacen de otro
26 Caldera (1974), p. 57. 27 P. 6.
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principio. El caso es que la disposición de actos y escenas tal como la arregla Trigueros no siempre es inferior en calidad a la de la comedia de su antecesor, si bien le resultaba más fácil la tarea al refundidor que al modelo: el diálogo Sancho Ortiz-Fabián, por ejemplo, concebido como un interrogatorio animado del primero por el segundo, es más «teatral» que el que le corresponde en la jornada tercera de la comedia; el monólogo patético de Estrella con que concluye acertadamente el acto segundo tampoco desdice del original, aunque, advierte Cienfuegos, «todos o casi todos [el que se salva es el primero de Roelas] los monólogos de esta tragedia, y tiene buen número de ellos, están demás [sic] como éste, y sólo sirven de transiciones para las escenas siguientes»; finalmente, en el mismo acto («admirable», según don Nicasio, y que es capital en la tragedia), afirma Menéndez y Pelayo, además de los reproches, que no escasean, que «también hay felices adiciones de Trigueros» y que «si bien mucho había perdido» La Estrella de Sevilla al pasar por las manos de éste, «aunque nada tuviesen de inhábiles en esta ocasión, […] algo habían ganado en concentración y efecto ciertas situaciones». Poco menos de tres páginas se dedican en la Advertencia a justificar el empleo del ritmo octosílabo, casi generalizado en La Estrella de Sevilla, con la particularidad de que se evita la mezcla de distintos géneros (por ejemplo: quintillas combinadas con redondillas y romances) en una misma escena para mayor uniformidad, o sea, para no distraer con una modificación repentina de la musicalidad de los versos. Y es, por una parte, que, según Trigueros, «en toda clase de verso puede haber dignidad en la expresión, si se sabe buscar»; y que, por otra parte, el endecasílabo, aunque más armonioso, puede llevar a «la hinchazón de expresiones y superfluidad de palabras», oponiéndose por lo mismo a la naturalidad de una conversación, problema que trataron de resolver mal que bien los autores contemporáneos de tragedias, y el mismo Trigueros como tal años antes, pues no era concebible que le correspondiera un mismo metro o estilo al coturno que al zueco, como sigue comprobándose por cierto en la actualidad según que lleve peplo, corona o pantalón tejano el protagonista de la película en cartel. Y no carece de interés advertir que Trigueros aduce una vez más el ejemplo de los dramaturgos de la Antigüedad, los cuales prefirieron al hexámetro, aunque más armonioso, el verso yámbico, «que es el que corresponde a nuestro familiar de ocho sílabas». Así trata de conseguir, o, mejor dicho, de restituir, la «digna familiaridad» —preferible a la «afecta-
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da magestad moderna»— que halla en la comedia áurea y poseían antes las obras de Eurípides y Sófocles.28 Y prosigue el refundidor explicando con minuciosidad cómo calculó el número de sus versos —2400, equivalentes a los 1750 endecasílabos que, según él, es conveniente que tenga la tragedia— para que la representación no exceda la hora y cuarto u hora y media, pues —escribe curiosamente— «una Tragedia muy larga se hace más molesta cuanto más conmueva, que es decir, cuanto sea mejor; porque el continuo exercicio de los órganos interiores forzosamente ha de cansar si es fuerte y de mucha duración». De todo lo que antecede se infiere fácilmente que ya no se trataba exactamente de la comedia heroica del XVII. Con todo, Trigueros supo conservar una notable variedad estrófica, y acerca de sus propias adiciones, líricas o heroicas, pudo escribir Menéndez y Pelayo que «versos hay en Sancho Ortiz aplaudidos siempre y tenidos por de Lope, que en vano se buscarían en La Estrella de Sevilla. […] Aun en los diálogos en que más a la letra sigue a Lope suele Trigueros intercalar pensamientos suyos, expresados con una facilidad y elegancia que no los hace indignos de andar en tan alta compañía». El público acogió favorablemente la refundición, que se estrenó, como queda dicho, el 22 de enero de 1800 en la Cruz y permaneció ocho días seguidos en cartel con buenas recaudaciones, aunque no alcanzó el éxito de otro drama que se representó a continuación para concluir la temporada, Misantropía y arrepentimiento, traducido del francés y antes del alemán, del que vamos a hablar seguidamente. ¿Cómo se puede explicar la reacción de los espectadores del teatro madrileño ante la obra de Trigueros? Creo que probablemente por la personalidad fuera de lo común de los protagonistas (incluso, en su maldad, la del rey); la pintura dramática del amor desgraciado; la época remota en que se sitúa la acción y los lances «caballerescos» a que da lugar; la creación femenina excepcional del personaje de Estrella, que cobra mayor consistencia gracias a los versos añadidos por el refundidor («la heroína de pasión —escribe Cienfuegos— y la más inocente, la que interesa sobre todos», añadiendo incluso, contra lo intentado por Trigueros: «Estrella es toda la tragedia»); y, naturalmente, el suspense, diríamos hoy, mantenido hasta el final y que resume muy bien 28 Pp. 9-10.
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Trigueros en su Advertencia, agregando que es una acción «llena de aquel no sé qué maravilloso que entretiene, encanta y embelesa, al mismo tiempo que mueve e instruye», dos requisitos inseparables y complementarios para un neoclásico. Pero parece satisfacer mejor y más globalmente nuestra pregunta una frasecita, que puede pasar inadvertida, de una carta semianónima 29 relativa tanto a la refundición de don Cándido como al original del siglo anterior, publicada en el periódico El Regañón General de 17 y 21 de diciembre de 1803; en el número 59, que lleva la última fecha, se escribe que «La Estrella de Sevilla no era una comedia propiamente tal, sino un drama del género que en el día nos quieren introducir los extrangeros como fruto de un ingenio alemán»; y se discute a continuación la interpretación, por el refundidor, de la voz «tragedia», «pues tragedia aquí (y perdóneme la memoria del señor Trigueros) no debe tomarse en su sentido rigoroso (tragoedia); en este caso su autor la hubiera intitulado así, y no lo executó, antes bien la llamó comedia; luego aquella voz en el final30 sólo nos recuerda el lastimoso acaecimiento (infortunata res) que ha excitado las pasiones del héroe». Esta última frase, y más aún la anterior, inducen a pensar que el anónimo se refiere al drama lastimoso o patético de Kotzebue arriba citado, y que suscitó, también al final de la temporada de 1799-1800, un indudable entusiasmo, siendo considerado por algunos historiadores como la cumbre del drama sentimental en España.31 En efecto, si bien son distintos el ambiente y lugar de la acción, e incluso la época, las dos obras tienen en particular desenlaces parecidos: los dos protagonistas de Misantropía y arrepentimiento, un matrimonio separado a consecuencia de un antiguo desliz de la esposa, vuelven a encontrarse y, literalmente ahogados en un raudal de lágrimas, tras el obligado «accidente» o desmayo de la culpable arrepentida, citándose para el día en que les haya de unir la muerte «con el Dios del universo», «mirándose con la mayor ternura, se dicen con voz trémula», según reza la acotación: «A Dios», mien-
29 Firmada «F. A. y G.». 30 En la suelta en posesión de Trigueros, decía el criado al final: «Y aquí / esta tragedia os consagra / Lope…»; en el texto de la desglosada publicado por Foulché-Delbosc en el t. XLVIII de la Revue Hispanique, viene atribuida la obra a «Cardenio». Tampoco le satisface a Díez González la voz «tragedia», al menos aplicada al arreglo, llegando el censor a afirmar que «al bestirla el Poeta la trocó el calzado con humildes zuecos en vez de los grandes coturnos que corresponden a un drama de tan alta clase». 31 Véase María Jesús García Garrosa (1990), pp. 59 y ss.
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tras va ocultando poco a poco el telón el cuadro de los esposos abrazados con los hijos colgados del cuello. Por ello creo que el citado crítico, que relaciona La Estrella de Sevilla con el drama alemán, tiene presente en realidad la refundición de Trigueros, autor ya, recordémoslo, de El precipitado, comedia «lastimosa» escrita, como El delincuente honrado de Jovellanos, en el marco de las actividades de una tertulia literaria en la Sevilla de Olavide a mediados de la década de los setenta, y estrenada en Madrid en 1802. En efecto, para elevar una comedia dramática, como la llama la Gazeta de Madrid en 1811, al nivel de una tragedia, o, según El Regañón General, «hacer tragedia la que no lo era», don Cándido llenó algunos de los enormes claros abiertos en la obra original con varias situaciones y lances patéticos de propia cosecha. En primer lugar, para compensar la desaparición del duelo en las tablas, el refundidor conserva el final de la jornada segunda, desarrollando la escena fúnebre, que constituía uno de los cuadros predilectos del público: ante el cadáver «ensangrentado» de Bustos —pormenor que no figura en la obra original, aunque no sabemos, naturalmente, cómo se puso en escena en su tiempo—, Estrella exhala su dolor en tres largas tiradas de versos, casi enteramente nuevas, intensificando el impacto emocional de la escena con una elocución entrecortada (menudean los puntos suspensivos) y en ademán de arrojarse «sobre el cadáver y besar la herida», mientras pugnan por contenerla los circunstantes: ¡Ay! ya le veo… la herida…, la fiera herida reciente cerrará mi boca… Impía y cruel gente, dexadme; dexad que su sangre fría con mi sangre vivifique…
Las fuerzas la abandonan y tienen que sentarla «en un sillón a un lado; al otro está el cadáver en otro». Lo que no es posible representar lo suple la imaginación del oyente: si puede éste comprobar con el parlamento jadeante que en Estrella «la voz se pega a las fauces», tiene en cambio que fiarse de su palabra cuando agrega que «los cabellos se [le] erizan», ya que a tanto no debía de llegar el talento de la actriz. El caso es que el por otra parte severo Cienfuegos, entusiasmado por este lance, afirma lleno de emoción que también al público se le «erizan los cabellos, el corazón se estremece, la respiración se corta. La imaginación terrible y extremada de
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los espectadores…», etc.; vive como propio el drama de Estrella, llegando incluso a dirigirse a ella (ilusión perfecta, que dijera un neoclásico…), y, al evocar la primera reacción de incredulidad de la noble sevillana ante la tremenda noticia, exclama: «¡Verdad! ¡verdad! ésta es la verdad, ésta es la naturaleza, ésta es la naturaleza bella y bellísima», no sin fustigar a «los insensatos reglistas que, prohibiendo el ensangrentamiento del teatro quieren prohibir la verdad y la naturaleza; declamen —prosigue— los que, preciados de una sensibilidad que no tienen, se horrorizan de ver un cadáver en el teatro y corren a las plazas a ver matar a sus semejantes»; que salgan estos fuera del teatro, agrega: «las almas tiernas se quedan, quieren quedarse, quieren contemplar el cadáver de Bustos, quieren afligirse y deshacerse en lágrimas a su vista y pagar el tributo debido a la humanidad doliente».32 Es que Trigueros suscitó además nuevo interés difiriendo el cruel anuncio de la identidad del homicida hasta el momento en que
32 Se advertirá de pasada cómo parecen compenetrarse íntimamente en Cienfuegos, como dos estratos de un mismo sistema ideológico de tipo, para la época, «progresista», una «retórica [yo diría más bien en este caso: estética] de las lágrimas» y las preocupaciones humanitarias, o, en sentido más lato, politicosociales del por otra parte autor del poema En alabanza de un carpintero. Si me atrevo a citar tan profusamente este artículo del escritor, es porque me parece de gran interés para comprender en primer lugar la reacción «directa» o «epidérmica» que suscitó el Sancho Ortiz, naturalmente, pero también por la crítica literaria minuciosa, pormenorizada, lúcida, a que somete la refundición de Trigueros, y por la teoría que la subtiende; puede leerse buena parte de dicho artículo en Menéndez y Pelayo. Al entusiasmo de Cienfuegos ante el personaje de Estrella y el lance de la funesta peripecia, parece que no correspondió totalmente la reacción de un tal «P. Z.», quien escribe en el Diario de 15 de febrero de 1800 que no debió el refundidor haber hecho llevar «el cadáver de Bustos al quarto mismo de su hermana Estrella, porque esto, y más en situación de cogerla desprevenida, es ya demasiado trágico, es horrible, es inverosímil. Entre salvages sería natural esta escena; pero en los pueblos civilizados…»; a lo cual contesta un contradictor el día 22 que adónde quería que le llevasen sino a su misma casa, fuera de que dudar «que el matador debió llevarse a donde estaba el cadáver para ser interrogado es ignorar las fórmulas judiciales tan generalmente recibidas y apoyadas por las leyes», concluyendo que la tragedia de Trigueros «si no es la única, es a lo menos una de las mejores que se han presentado en nuestros Teatros». Tampoco se dejó arrastrar por la emoción Díez González, pues comenta primorosamente que «los afectos de ánimo» de la noble sevillana «parece que son como los vientos del mes de Marzo por que se enfurecen y luego de repente y sin saber cómo ni quándo se sosiegan y calman serenísimamente». Por lo mismo, no estará de más advertir que, a pesar de su notoria intransigencia, fue capaz de escribir lo siguiente: «siendo nueba [la obra] es preciso que llame la curiosidad del público y despierte la crítica de los Expectadores y aún de los Papeles públicos, como lo hemos visto varias veces, sin que adviertan que es preciso tener indulgencia con los Ingenios para que no se desanimen».
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Estrella llama a Sancho Ortiz para que la venga a socorrer. Después sale el culpable —reza la acotación— «sin armas entre Ministros que le traen preso», como en no pocos dramas heroicos o sentimentales de la época (y ulteriores); y comenta Cienfuegos que la exclamación de la protagonista («¡Ay cruel!… ¡Jesús mil veces!…») y su desmayo «hacen grande efecto a los espectadores»; luego se procede a interrogar al reo en una escena, como he dicho ya, más impresionante que en la comedia antigua; sigue una entrevista entre los dos amantes desgraciados, en la que la emoción llega a su colmo: nuevo desmayo de Estrella («sosténme, que estoy sin brío» […] Vuélveme a sentar, amiga…, / no pueden mis pies conmigo»), llanto de Sancho («¡Gran Dios! ¿hay mayor suplicio? […] leed el interior mío, / que estas lágrimas os dicen / todo aquello que no digo. / El dolor que ellas publican…»). Y ya hemos visto que el refundidor sabe desplazar acertadamente, en función de la nueva división en cinco actos, las escenas clave de la obra; así pasa con la novena del acto tercero de la comedia original, convertida ya en sexta y última del cuarto acto de la refundición, que es la nueva entrevista de Sancho con Estrella, venida para libertarle, y en la cual el honor lucha contra el amor, concluyendo con un anticipo de la separación final de los amantes («A Dios, que la muerte espero. —Yo voy a buscarla, a Dios […] —A Dios y olvidad a Estrella. —No os acordéis vos de Ortiz»). De manera que todas esas innovaciones de Trigueros actualizaban estéticamente la comedia áurea insertándola en la corriente del drama patético (no sólo se enternece y llora el héroe, sino incluso el criado…), llamado aquí «tragedia». Recordemos a este respecto que tanto Díez González como Cienfuegos niegan a la obra en rigor la calidad de tal, pues para el primero «la persona infeliz no es la principal [esto es, Sancho; los subrayados son del autor] como debiera serlo según reglas y a esto se junta el que la infelicidad succede en el Acto 2.º, debiendo succeder en la catástrofe y solución, la que también contra las mejores reglas es feliz»; de lo cual parece hacerse eco el segundo al escribir que de tragedia no se trata, pues el que da título a la obra, Roelas, no inspira compasión; «en suma —agrega— esta tragedia no tiene de tal más que el acto segundo, el qual es admirable». Pero ¿puédese afirmar, por otra parte, con don Marcelino, que con esta obra se «dio y ganó la primera batalla romántica treinta años antes del romanticismo», o, como rectifica atinadamente Aguilar Piñal, medio siglo antes? Por supuesto que, según éste, se repuso medio centenar de veces en
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la primera mitad del XIX, «cuando soplaban ya vientos románticos». El concepto de «romanticismo», sin embargo, ha adquirido en la actualidad alguna «flexibilidad», según que se siga respetando la periodización usual de la literatura o se compartan las ideas innovadoras de Sebold acerca de las primeras manifestaciones del romanticismo en el siglo XVIII y de su evolución hacia el llamado por él «romanticismo manierista» del siguiente. A éste se refiere indudablemente Menéndez y Pelayo, y es cierto que el gusto por el patetismo que se fue insinuando en el enredo de la retórica clasicista fue «abriendo camino a las tonalidades románticas», según expresión de Caldera-Calderone.33 Creo, sin embargo, que lo que le falta esencialmente al nuevo Sancho Ortiz y distingue a las obras maestras de este último período es el desenlace funesto: me refiero a la muerte de los protagonistas (si bien no en todas ellas mueren éstos), no como mero ingrediente espectacular, sino como consecuencia y símbolo de una incomprensión irremediable, de una incompatibilidad con las normas vigentes del entorno, o, digamos, de una «maldición» metafísica (aunque también existe la redención); y, por lo mismo, no me parece más que una simple casualidad la referencia de Sancho a «la desdicha de [su] suerte» y a su «destino» como al único responsable de su llamado «precipicio»; en cambio, conviene observar que, ya desde el año del estreno, Cienfuegos lamentaba que las «moralidades» que no para de soltar Sancho el Bravo nada tuviesen que ver con —escribe— «el idioma de las pasiones», que «es enérgico, eloqüente, delirante, loco», a pesar de ser su amor, que al fin y al cabo no se nota, «el principio fundamental de toda la tragedia». «¿En dónde —preguntaba— o quándo dice una sola palabra que pinte la tempestad deshecha en que su razón y su alma naufragan?». ¿Qué se podía esperar, pues, de un romántico que había de publicar La Estrella de Sevilla entre varias obras escogidas de Lope en la Biblioteca de Autores Españoles, cuando «arregló en cuatro actos» la refundición de don Cándido, remitiendo este nuevo «drama trágico» a la Junta de Censura de los Teatros del Reino, que lo aprobó el 28 de abril de 1851,34 esto es, después de refundir o modificar Juan Eugenio Hartzenbusch —pues de él se trata— por tercera o cuarta vez su propia obra maestra, Los amantes de Teruel? 33 Caldera y Calderone (1988), p. 398. 34 Así se puntualiza al final de la edición que poseo, de Salamanca, 1863.
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Evocando dos años después, en el tomo de la citada colección del benemérito Rivadeneira dedicado al teatro de Lope, La Estrella de Sevilla, cuyas dos primeras escenas, o poco menos, tratara, según se cree,35 de refundir, advertía que «carece de sentido en varios pasajes, mutilados oprobiosamente; supresiones o añadiduras mal hechas embrollan su desenlace de tal manera que apenas se entiende la intención de su autor»; se refería, como queda dicho, a la versión corta, manejada también por Trigueros; de ahí tal vez que utilizara como punto de partida la refundición de éste. Como en ella, el cambio del número de actos impone el desplazamiento o supresión de algunas escenas consideradas por Hartzenbusch de menor interés para su objeto; pero lo esencial está en otra parte. Primero, algunos tintes muy de época: recordando el embozo del rey en la comedia áurea, desechado por Trigueros, el autor romántico lo convierte en antifaz, accesorio obligado de cualquier conspirador de teatro (véanse Hugo, Martínez de la Rosa y otros); el «destino» y la «desdicha de la suerte» se convierten en «suerte maligna» y «ojeriza del destino»; se conserva la digna y noble respuesta de Estrella al rey ideada por don Cándido: «Soy, dixo a mi furor loco, / para esposa vuestra poco, / para dama vuestra mucho»,36 mientras que en la comedia la heroína se enteraba de la real pasión por medio del consejero, al que contestaba volviéndole la espalda. Este pormenor permite de rebote la introducción de varias novedades interesantes: en la escena quinta del acto III, que corresponde a la cuarta de éste en la tragedia dieciochesca, Estrella, al decirle el rey que quiere hablarle de sí mismo, esto es, a medias palabras, de su amor, le ruega que la entrevista se efectúe en otro lugar, «donde yace / cadáver el triste Bustos. / Allí —prosigue— donde le tengáis / que ver cuando me miréis, / allí, don Sancho podréis / decirme quanto queráis»; de manera que Sancho el Bravo se da cuenta, en la escena siguiente, de que la noble sevillana sospecha que él fue el instigador de la muerte del veinticuatro; entonces es cuando, lejos de confesar con tanta constancia su culpabilidad desde el principio como su antecesor, declara airado en un breve monólogo:
35 Según su propio hijo, citado por N. B. Adams (1931), p. 319. 36 Advierte atinadamente Caldera (1974), p. 44, n. 73, que esta réplica debe de inspirarse en la de doña Mencía dirigida al infante don Enrique, en la «escena» séptima de la jornada primera de El médico de su honra: «…pues soy para dama más / lo que para esposa menos» (vv. 305-306).
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Altiva hermosura, mía serás, yo te lo prometo. ……………………… Estrella, yo sentaré mi corona en tus cabellos, y al peso te hará mi mano doblar el erguido cuello. ……………………… y ¡desdichado el rival que me dé con ella celos!
Por lo tanto, no se entiende bien por qué se le ocurre arrepentirse inesperadamente poco después de una vez por todas, es decir, al iniciarse el acto IV, escena que corresponde a la sexta y última del tercero en la obra trigueriana, pidiendo incluso, como en ésta, que escarmienten los reyes con su ejemplo. El efecto conseguido, debido al lugar ocupado por el monólogo, después de la pausa del entreacto, equivale a un golpe de escena, fundado en una ruptura en la continuidad lógica de los hechos. Este tipo de sorpresa lo maneja a partir de aquí con cierta predilección don Juan Eugenio en su arreglo, y tampoco escasea, por cierto, en los dramas románticos: ya antes de la violenta reacción pasional a la que me acabo de referir, el monarca, en un breve soliloquio de tres redondillas, advertía por el contrario que su furor tiránico, sin dejar de ser amor, se iba convirtiendo en respeto. Y después de ella, otra sorpresa también ideada por el dramaturgo: Estrella revela a Sancho Ortiz que el rey la quiere desde el principio, descubriendo así el veinticuatro el motivo verdadero de la orden funesta, a la que califica de «villanía». Y se van sucediendo otras dos hasta el final de la obra. Después de arrepentirse, se entera el rey del amor de Sancho y Estrella, pero en este caso la noticia («¡Se amaban los dos!») suscita una reflexión por fin saludable, que va a desembocar en una actitud aparatosa de que no fueron capaces sus antecesores del XVII y del XVIII. No por elevarse, como decían ellos, a la altura del heroísmo de los sevillanos, sino —aunque viene a ser lo mismo— por salvar el amor de sus dos víctimas sacrificadas a su venganza, Sancho el Bravo se declara públicamente autor, no ya indirecto, sino efectivo, de la muerte de Bustos, afirmando que el que sabemos verdadero homicida sólo se responsabilizó de ella por mandato de su monarca: suma generosidad y grandeza, rayana en la inverosimilitud por llevar la lógica de la actitud hasta el extremo, pero que corresponde a la suma lealtad del vasallo; y también sacrificio, al menos en la óptica cristiana, ya que su caso depende, según dice el alcalde mayor, de
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la justicia no humana, como antes el de Sancho Ortiz, sino de la de Dios, aunque más pedestremente se puede considerar mero arbitrio para acabar con el problema de la atribución de la culpa antes de caer el telón. Y a Estrella, que le ruega la saque de la duda que se apodera de ella, le aconseja que se fíe de su palabra y se case con su amante, pidiéndoles a los dos que le perdonen y sean más dichosos que él. Las últimas palabras las pronuncia la hermosa sevillana, interrumpiendo las protestas del honrado Sancho Ortiz: SANCHO. ESTRELLA. SANCHO. ESTRELLA. SANCHO. ESTRELLA.
Estrella, fuerza es hablar. Callar y huir es mejor. Yo no he de engañar tu amor. Él se quisiera engañar. No; yo de tu hermano fui… ¡Ah! no alces el triste velo; él te perdona en el cielo y yo te perdono aquí.
Este cambio imprevisto, al menos si tenemos presentes las dos primeras versiones, es el único desenlace verdaderamente «feliz», aunque no en el sentido que daba Trigueros a esta voz, pues el amor queda premiado —«romanticamente», según Caldera— a la par que la lealtad, y suscita el abandono de la venganza, o el perdón. Supongo que este final debía de corresponder mejor que el de don Cándido a las preferencias del público medio de los años 1850, aunque, según N. B. Adams, «one cannot say definitely why Hartzenbusch made this change».37 El caso es que, de la lectura de algunas modificaciones efectuadas en el desenlace de cinco ejemplares manuscritos o impresos utilizados por las compañías desde 1805 (?) hasta mediados de la década de los años 1830, y custodiados bajo la misma signatura en la Biblioteca Histórica Municipal de Madrid,38 se 37 N. B. Adams (1931), p. 324. Para más pormenores acerca de las modalidades de la refundición de Hartzenbusch, remito naturalmente al capítulo del citado libro de Caldera. 38 144-5; a la primera, manuscrita, me refiero ya en la n. 22; las tres impresas llevan manuscrita, una, la fecha de abril de 1827 y las otras dos, la de 1834 (se dieron dos representaciones del Sancho Ortiz a finales de junio de aquel año); una de éstas no es la príncipe, sino la editada en Barcelona por Piferrer, s.f.; de las dos restantes manuscritas, una no lleva fecha, y la otra sirvió primero para una representación poco después del estreno, y también más tarde, aproximadamente a mediados de la década de los años 1830, a juzgar por los pocos nombres de actores aún legibles comparados con los de las listas reproducidas en El corral de la Pacheca, de Ricardo Sepúlveda (1888), pp. 472 y ss. (las listas están
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saca la impresión —sólo la impresión, insuficientemente fundamentada— de que andando el tiempo se ha querido ir aliviando en lo posible la «desgracia» de los amantes. En dos textos, en efecto, a diferencia del más antiguo citado, que insiste incluso más que el original en este aspecto, consta, por los corchetes marginales, que se concluyó la obra antes de la alusión de Roelas a su salida para tierra de moros, esto es, todo bien mirado, su búsqueda de la muerte, como queda dicho; en otro, falta la última página del impreso, lo cual surte el mismo efecto, pues una pluma desconocida remite «A la manu scrita» (sic); y en el más tardío, el texto tachado u omitido, como en los anteriores, esto es, después de pedir Estrella el real permiso para ingresar en un claustro y aconsejarle Sancho que le olvide, a lo cual contesta ella que de olvidarle no se trata, queda sustituido por tres versos declamados por el monarca: No, no olvidéis q.e [la] causa de tanto funesto mal fue la pasión de un monarca.
En estos versos, el rey, que en el original aprobaba el alejamiento de Roelas («Id con Dios»), parece dar a entender, con la doble negación aplicada a la palabra clave de la réplica anterior de los amantes —«olvido», «olvidar»—, que tal vez no hayan de sufrir las consecuencias dramáticas de una culpa que no es suya, aunque no descarto la posibilidad de haberme convertido ya en espectador demasiado imaginativo… Comoquiera que fuese, la obra, que por otra parte trae en alguna medida a la mente varios elementos estructurales, por ejemplo, de Las mocedades del Cid, según observaron ya a propósito de la trigueriana Marchena y Lista, más tarde seguidos por el propio don Marcelino, se estrenó poco menos de un año después de aprobada por la censura, el martes 2 de marzo de 1852, en sesión de noche. Y es de creer que se estaba esperando con particular expectación, pues ya la había anunciado el periódico La Época los días 22, 28 y 30 de enero; asimismo, por el Diario Oficial de Avisos de España de 29 de febrero de aquel año nos enteramos, gracias a una «nota» de la sección de «Diversiones públicas» dedicada al teatro del Príncipe, de que «el
incompletas en la Cartelera teatral madrileña de la primera mitad del siglo XIX, Cuadernos Bibliográficos, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, núms. 3 y 9; y, desgraciadamente, también la misma cartelera, como dejo apuntado en un trabajo de hace años).
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martes próximo se pondrá en escena, a beneficio del primer actor de carácter anciano, don Pedro López, el drama trágico de Lope de Vega, refundido por Trigueros, y arreglado nuevamente en cuatro actos por uno de nuestros primeros escritores, titulado: Sancho Ortiz de las Roelas». En la medida en que escasean los comentarios en la prensa de la época que he consultado, no estará de más reproducir el que se dedica a la referida sesión de estreno, y es el siguiente, del domingo 7 de marzo: El martes se verificó en el teatro del Príncipe a beneficio del actor don Pedro López la representación de Sancho Ortiz de las Roelas, drama en cuatro actos del inmortal Lope de Vega y quizá la más perfecta de sus admirables creaciones. La numerosa concurrencia que llenaba el teatro apenas podía contener su entusiasmo por no perder ni una circunstancia de la interesante acción que a su vista se desarrollaba. Al concluir el tercer acto fueron llamados a escena [Julián] Romea y la Matilde [Díez], que interpretaron admirablemente la escena final. También al acabarse la representación fueron muy aplaudidos todos los actores, entre los que se distinguió el Señor [José] Calvo. La graciosa piececita del Pan pan y el vino vino proporcionó un nuevo triunfo a los primeros actores que estuvieron tan felices para reír como lo habían estado en el drama para conmover.39
Y es que, igual que en la época del estreno de la de Trigueros, la de Hartzenbusch venía inmersa en un programa de atractiva variedad, que no siempre facilita la tarea al investigador a la hora de valorar la acogida dispensada por el público a una obra determinada. De manera que resulta particularmente valioso el testimonio que se acaba de evocar: la función empezaba por una «sinfonía» del Nabucco; luego venía el arreglo de don Juan Eugenio, «exornado con todo el aparato que su argumento requiere», al que seguía «el aplaudido baile titulado El Rumbo Macareno, compuesto y dirigido por don Antonio Ruiz», bailarín de la compañía, en el que actuó Petra Cámara, «restablecida de su indisposición»; a continuación, la comedia en un acto El pan pan y el vino vino y, para concluir, unas «boleras nuevas variadas», también obra de Ruiz.40 Siguieron las representaciones del Sancho Ortiz hasta el día 8 inclusive, todas en sesión de noche.41 Y no 39 Correo de los Teatros, domingo 7 de marzo de 1852. 40 Según el citado Diario de Avisos. 41 En el número del 6 de marzo de La España se escribe a propósito del Príncipe que «continúa llamando concurrencia a este coliseo el drama Sancho Ortiz de las Roelas». El 8 y el 9 de marzo se anunció en el Diario para el 10, «aniversario del natalicio del inmortal Moratín», una «función extraordinaria para celebrar acontecimiento tan glorioso para
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desapareció por completo este drama de los teatros hasta finales del siglo. Mientras asistían los madrileños a las últimas sesiones de 1852, anunciaba la prensa el próximo estreno de otra refundición de una obra del seiscientos, Amar después de la muerte, de Calderón. Ésta fue, pues, la segunda carrera de La Estrella de Sevilla después de «arreglarla» sucesivamente el «clásico» Cándido María Trigueros y el «romántico» Juan Eugenio Hartzenbusch, llegando a convertirse, por lo mismo, tal vez mejor que otras refundiciones al menos tan prestigiosas, «en uno de los más interesantes eslabones de la cadena que lleva desde el clasicismo al romanticismo», y también, «en cierto sentido, entre el teatro romántico y el barroco»,42 si bien supuso, en contrapartida, como todas ellas, una forma de traición al texto del modelo por acomodarlo a nuevos principios estéticos e ideológicos. Sin embargo, después de ver la película El perro del hortelano, dirigida por Pilar Miró a partir de la comedia de Lope, y Las mocedades del Cid en el Teatro Español, me parece lícito, aunque naturalmente vano, preguntarme si, de haber visto representar en las tablas La Estrella de Sevilla (que tampoco pudo ver Cienfuegos), se hubiera atrevido Trigueros a efectuar tantas modificaciones como sufrió esta «tragedia».
nuestra literatura. Se representarán la más celebrada de las producciones de aquel eminente ingenio, la comedia en tres actos, joya de nuestro teatro moderno, titulada El sí de las niñas, y a continuación el aplaudido a propósito cómico en un acto, original de don Ventura de la Vega, titulado La crítica de «El sí de las niñas» (en el teatro del Drama). También el día 10, y con igual motivo, se puso La mojigata en el Príncipe. Estos dos periódicos citados constituyen una fuente excepcional de informaciones diarias acerca de los programas de los distintos teatros de la Villa y Corte; el Correo, semanal, menciona incluso no sólo los de los teatros de provincias, sino también los de las principales ciudades extranjeras. El Sancho Ortiz se representó aún en 1857, 1880, 1885 y 1896, según se apunta en Veinticuatro diarios, Madrid, 1830-1900, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1968-1975, t. III. 42 Caldera y Calderone (1988), p. 399.
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EL DOS DE MAYO DE MARTÍ* Y si éste es el bosquejo, ¿qué tal sería el quadro?
Del nueve al dieciocho de julio de 1813, a las pocas semanas de haberse retirado los franceses de la Villa y Corte, se estrenó con éxito en el teatro del Príncipe una obra nueva patriótica calificada de tragedia por su autor, Francisco de Paula Martí, e intitulada El día dos de mayo de 1808 en Madrid y muerte heroica de Daoíz y Velarde. Emilio Cotarelo le dedicó un párrafo elogioso en su Isidoro Máiquez; a mediados del siglo pasado, F. D. Klingender la consideraba «by far the most significant» de entre las entonces representadas,1 y en fecha mucho más reciente Manuel Larraz, historiador del arte escénico durante la guerra de la Independencia, no vacila en escribir que, por su fidelidad a los acontecimientos que en ella se evocan, dicha tragedia se acerca ya a nuestro «teatro-documento» contemporáneo.2 El objeto de esta obra, por propia voluntad del autor, expresada en un vibrante prólogo,3 es «perpetuar la memoria de la perfidia francesa y el heroico esfuerzo y noble patriotismo de los habitantes de Madrid, que supieron los primeros hacer frente al tirano»; incluso desea Martí que «la tragedia de este día» (se refiere a los acontecimientos, no a la misma obra) se mande representar «por ley […] todos los años el día 2 de mayo en todos los teatros de España», anticipándose en cierto modo a la historia, que con* Primera publicación, en Teatro politico spagnolo del primo ottoccento, Génova, Bulzoni, 1991, pp. 125-152. 1 Klingender (1948), p. 142. 2 E. Larraz (1988), p. 319. Extraño que Larraz no haya incluido esta tragedia en su antología de 1987; le agradezco la copia de la obra. 3 S. p. Cito por la edición de Madrid, Repullés, 1813.
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Alboroto delante de Palacio (López Enguídanos, Día dos de mayo…).
virtió aquella fecha en fiesta oficial hasta que se mostró preferencia, como es sabido, por otra más canicular. De manera que la pieza se presenta como un «pequeño bosquejo» cuyos materiales recogió el autor aquel mismo día «en las plazas y calles de Madrid por sus propios ojos»; «¡No me lo han contado! —prosigue— yo, yo mismo presencié la horrorosa escena y noté las medidas adoptadas por el tirano […] Todo quanto se representa en esta tragedia son hechos ciertos y positivos, sin que para su adorno haya tenido necesidad de recurrir a las licencias que permite el arte en estas composiciones». Un Argumento de unas ocho páginas evoca brevemente los antecedentes históricos inmediatos del estallido, acreditando la tesis de la provocación urdida por Murat con el lance del coche delante de palacio para castigar los insultos sufridos el día anterior por parte del pueblo madrileño, luego el consiguiente enfrentamiento del ejército y del «pueblo baxo» en «todas las calles principales y plazas», y por último las represalias, consistentes en detenciones de sospechosos y su sacrificio en El Prado. Examinemos dónde y cómo se representan en la tragedia «los acontecimientos más notables de este infausto día».
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Parque de Artillería (Día dos de mayo…, lám. 2.a).
Los artistas contemporáneos suelen elegir cuatro momentos esenciales, con los correspondientes escenarios, entre los muchos que se sucedieron en tan limitado tiempo: la conmoción suscitada ante palacio por la noticia de la salida inminente del infante (o de los infantes), la lucha en la Puerta del Sol, la defensa del Parque de Artillería y las represalias, cuatro temas, pues, que forman parte «de la iconografía de la guerra de Independencia».4 Un mes antes del estreno de la obra de Martí, Tomás López Enguídanos y otros «profesores»5 pusieron en venta cuatro estampas, anunciadas en el Diario de Madrid de 11 de junio, con el título general de Día dos de mayo de 1808 en Madrid —que es también el de la tragedia—, las cuales recogen esos cuatro episodios relevantes. En noviembre de 18146 se publicó otra serie dibujada por Ribelles, muy parecida a la anterior. A 4 V. Bozal (1983), p. 226. 5 Claudette Dérozier (1976), I, p. 65, y Jesusa Vega (1996), p. 32. Sólo la primera de las cuatro estampas lleva firma. 6 C. Dérozier (1976), p. 65, y V. Bozal (1983), p. 74.
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finales de abril de 1814 se vendía en Madrid7 un grabado de Zacarías González Velázquez y Juan Carrafa intitulado Horrible sacrificio de inocentes víctimas…, en que se describen las distintas etapas o modalidades de la represión en El Prado. Por su parte, Sagardoy y Eusebi representaron con mayor ingenuidad en el diseño las ejecuciones de la montaña del Príncipe Pío, las cuales también aparecen en la parte inferior de una estampa anónima dedicada a la muerte de Joaquín Murat sentenciado en Pizzo;8 y, por último, se ha dicho también, no sé si con seguridad, aunque, cuando el río suena, agua debe de llevar, que el mismo Goya pintaría, además de los dos cuadros célebres de El dos de mayo y Los fusilamientos, otros dos «que representaban el alzamiento ante Palacio y la defensa del Parque de Artillería».9 Martí, a pesar del reparto en tres actos escasos de su tragedia, sitúa los cuatro momentos clave de aquella jornada en los mismos sectores de la villa, casi por el mismo orden que el observado en la serie de López Enguídanos, y con unas modalidades que le impone la intriga, en particular en el acto tercero y último, y son las siguientes: en el acto primero, el teatro representa el Palacio que habitaba Godoy junto a doña María de Aragón, cuya puerta estará en el foro, y a cada bando un cañón y la mecha encendida. Habrá dos centinelas a las puertas y tropa de infantería con las armas arrimadas a la pared.
Este edificio no es de ninguna manera el ostentoso palacio de Buenavista, como afirman Cotarelo y Mori10 y, después, Klingender:11 el de Buenavista (hoy Cuartel General del Ejército) fue comprado por la villa a los herederos de la duquesa de Alba y regalado al príncipe de la Paz efectivamente, pero éste no llegó a ocuparlo, según Mesonero,12 y por otra parte, como es sabido, se levantaba a muy poca distancia de la calle de Alcalá, a la altura de la Cibeles. La fachada —pues de fachada se trata— que describe la acotación de Martí es en realidad la del «elegante edificio que tiene su entrada contigua al convento de doña María de Aragón» y realizó Saba7 Diario de Madrid, 28 de abril, citado por J. Vega (1996), p. 33. Se anuncia también en la Gaceta de la Regencia de las Españas, 3 de mayo de 1814, p. 478. 8 BNM, Bellas Artes, INV 14908. 9 Mayer, citado por Bozal (1983), p. 234. 10 Emilio Cotarelo (1902), p. 347. 11 Klingender (1948), p. 142. Éste confunde además El Prado y El Pardo. 12 Mesonero Romanos (1881), II, p. 89.
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Puerta del Sol (Día dos de mayo…, lám. 3.a).
tini,13 que ocupó el conde de Floridablanca, luego el propio Godoy y, por último, Murat, el cual sale precisamente de él en compañía de Gruchí (Grouchy) y Negrete; por ello dice el héroe Sebastián en la escena sexta que «están cerca / de aquí las caballerizas / de Palacio»; es decir, que el lugar de la acción («La escena se representa en las calles de Madrid», según reza la nota general que sigue al reparto) es la subida de la entonces llamada calle Nueva, hoy de Bailén, más exactamente el chaflán de la esquina a la plaza de doña María de Aragón, actualmente de la Marina Española, a poca distancia del real palacio; ésta es la razón por la cual, al advertir que llega «desde el palacio» un edecán herido, el lugarteniente del emperador mira «hacia los bastidores de su izquierda»,14 en dirección al lugar donde suena el primer alboroto del 2 de mayo; y el moribundo cuenta con entrecortada voz cómo le dio una puñalada un manolo que quería 13 Ibídem, p. 158. 14 Acto 1.o, esc. 2.a
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cortar los tirantes a las mulas del coche del infante y de la reina de Etruria;15 a ese manolo también lo representa López Enguídanos en plena acción, con un jinete que le quiere tirar «un sablazo a la cabeza» como en la tragedia;16 la escena la enfoca el grabador desde la misma calle, la calle Nueva, aunque más cerca, naturalmente, de palacio, y la leyenda que lleva la estampa acoge, como el Argumento de Martí, la tesis de la provocación tramada por los franceses.17 Esta histórica escena multitudinaria representada por López Enguídanos ante palacio, y de la que en la tragedia sólo se tiene noticia indirecta por los numerosos disparos y voces procedentes de entre bastidores, la va a trasladar, o, por mejor decir, extender, el dramaturgo al lugar de la acción de su acto primero, haciendo que llegue «mucho pueblo alborotado» desde la dirección del tumulto,18 para responder a la indudable expectación de un público que desde decenios atrás había mostrado su afición a la representación de batallas en las tablas; y, en efecto, la primera acotación de las varias que rigen la interpretación de los cómicos recuerda una de tantas de Comella o de Zavala, el cual contribuyó con varias comedias a la exaltante empresa patriótica: Manda el exercicio, cuyas evoluciones hará la tropa; y después de la descarga de fusilería, a que corresponden igualmente desde adentro, disparan el cañón de la izquierda del actor por donde inmediatamente sale la gente del pueblo, y arman una reñida pelea sin tiros.
De este pueblo se hablará más adelante, así como de las condiciones de la lucha. El decorado del acto segundo «representa la vista de la casa de Monte León, en donde estaba el Parque de Artillería, que se reduce a una sola
15 En realidad fueron dos coches distintos. 16 BNM, Bellas Artes, INV 43565. 17 Martí: «[…] se determinó Murat lleno de furia a hacer el horrible estrago tan sabido del día dos […] por la mañana para incitar al pueblo, puso en unas de las puertas de palacio […] un coche con su tiro de mulas […] A este efecto cortaron los tirantes a las mulas del coche». López Enguídanos: «Señalado este día para la execución del horrible atentado […] dispone que a las diez de la mañana salga para Francia […] corre tumultuariamente al palacio donde, cortando los tirantes del coche…» 18 Según J. T. Merle, que sirvió entonces en el ejército del ocupante, una multitud furiosa se dirigió efectivamente al palacio de Murat después de estallar la primera asonada (véase M. Núñez de Arenas, 1963, p. 164).
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Represalias en El Prado (Día dos de mayo…, lám. 4.a).
puerta grande en el foro, con un medio punto en la parte superior, el qual tiene una rexa cuyos radios salen del centro, y un gran patio, en que se verán dos cañones»; una vez más, se trata de una escena callejera (los protagonistas están «a la parte de afuera de la puerta»), y la descripción del conjunto arquitectónico corresponde exactamente a lo representado por López Enguídanos en el grabado segundo de la citada serie del Día dos de mayo de 1808 en Madrid. En éste aparece sólo un cañón, si bien reza la leyenda que se situaron cinco, y los artilleros de Martí, por su parte, sacan dos escasos, «con que se enseñó el exercicio / a los soldados y reclutas nuevos», colocándolos como los del acto primero «mirando a los bastidores»; la histórica mezcla de militares y paisanos queda puesta de manifiesto en ambas obras, y a las madrileñas de la estampa que «distribuyen cartuchos y municiones»19 corresponde en la tragedia la Maricona que «lleva cartuchos en el enfaldo y los va repartiendo a los del pueblo al paso que los necesita»;20 en cuanto a la muerte de Daoíz y Velarde, hay alguna discrepancia entre las 19 La de delante lleva un «pañuelo mantón» como la Salerosa de Martí. 20 Sic.
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dos obras, pues, contra lo habitualmente admitido, es el primero quien expira antes en la tragedia a manos de un soldado francés («¡Sacré matin! Bugre español fripón»),21 mientras que su amigo cae inmediatamente después al tratar de castigar el «asesinato fiero» cometido gracias a la alevosía del oficial enemigo; pero la actitud de éste, «con un pañuelo blanco puesto como bandera en la espada»22 (en «señal de paz», agrega por su parte la leyenda), es rigurosamente idéntica en la estampa y en el drama.23 A diferencia de los anteriores, el acto tercero tiene mayor complejidad, ya que en él no se mantiene la unidad de lugar; a partir de la escena segunda, «el teatro representa la puerta del Sol», sin más pormenores, pero no se trata ya de la pelea entre los patriotas y los mamelucos (cuya compañía «ha perecido quasi toda», según el parte de Gruchí),24 sino de los preparativos para las represalias y de la circulación de las patrullas que detienen a los sospechosos; ¿cómo se podía identificar en un decorado aquel típico sector de la corte? Por uno de los dos o tres monumentos que entonces lo adornaban, y eran la iglesia del Buen Suceso, esquina a Alcalá y carrera de San Jerónimo, la Casa de Correos, hoy presidencia de la Comunidad de Madrid, y, aunque más bien ya en la calle Mayor, la iglesia de San Felipe el Real; de manera que puede suponerse que el decorado de la tragedia de Martí era parecido al paisaje urbano del grabado tercero de la serie de López Enguídanos, o de otro análogo de principios del XIX,25 con los dos primeros edificios representados respectivamente al fondo y a la derecha. Sin embargo, en la escena novena y última del acto primero, después de una breve escaramuza que opone al pueblo vencedor y a unos pocos soldados que vienen persiguiendo a Ginesillo, y mientras «suenan los cañones con más frecuencia, a varias distancias», éste enumera los principales focos del tumulto empezando por la Puerta del Sol y se entabla el siguiente diálogo: 21 Además de sus ya tradicionales deformaciones del idioma español, la soldadesca de allende el Pirineo se dio a conocer por su colección de tacos y juramentos, que no debía de escatimar, y suelen ser generalmente lo que se enseña y aprende primero en tales casos: «¡Oh sacré nom de Dieu! / Bugre brigant d’español», exclama un cabo de patrulla. 22 II, 3. 23 Al parecer, Velarde y Daoíz eran de pequeña estatura: 1,43 m y 1,40 m respectivamente, según Montón (1983): «Los madrileños / tenemos corazón valiente y fuerte, / aunque somos, los más, chicos de cuerpo», dice Sebastián en la tragedia de Martí… 24 III, 2. 25 Litografía iluminada del Museo Municipal de Madrid; se ha reproducido en tamaño de tarjeta postal; no es del «siglo XVIII», sino del primer tercio del XIX.
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Puerta del Sol (maqueta de 1830, Madrid, Museo Municipal).
Sebastián Dime, Ginés, ¿dónde suenan tan terribles cañonazos que estremecen a la Tierra? Ginesillo Por todo Madrid, amigo: particularmente en la puerta del Sol, calle de Atocha; en la plaza; en la plazuela de Antón Martín y en el Prado. Las calles y callejuelas todas las tienen cogidas, y al que saca la cabeza por puertas y por ventanas, o al que en la calle se encuentra le tiran una descarga, y patas arriba queda, sin que de ello se liberten viejos, niños ni doncellas, frayles, clérigos ni nadie. Las calles sembradas quedan de cadáveres y gentes que están dando las postreras
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Así pues, por no poder representar, sin caer en una monótona reiteración, la pelea de la Puerta del Sol después de la de palacio (o del epílogo de ésta), Martí sustituye el espectáculo de la lucha por una «clásica» relación —que la llamada «pantomima» del actor debía de hacer muy gráfica—, destacando la importancia de aquel escenario del enfrentamiento entre patriotas y opresores; y digamos de paso que la muerte de los que se asomaban a las ventanas no es invención del dramaturgo, como lo prueba la documentación reunida por Pérez de Guzmán.26 Tras dos mutaciones de calle, a las que nos volveremos a referir, se pasa en el acto tercero de la Puerta del Sol, después de concluida la pelea, como queda dicho, a las escenas de represalias en El Prado; y en este caso conviene tener a la vista el cuarto grabado de la serie de López Enguídanos, intitulado «Asesinan los franceses a los patriotas en el Prado», para que resalte más la sorprendente similitud entre el paisaje estampado por el artista y el decorado de la tragedia como lo describe la larga acotación de Martí; leámosla: Vista del Prado. Al frente, en lo más lejos del foro, se verán los árboles de la subida de San Gerónimo, y entre ellos el canapée [sic] del paseo, delante de cuyas verjas habrá algunas personas de las que van a pasar por las armas, a la parte de la derecha de la scena, en donde irán llevando a todos los que vayan de nuevo entrando en la scena conducidos por las patrullas, los quales los van presentando a la comisión militar, que se compondrá de Lalande y otros tres oficiales, y estarán colocados en pie en medio del teatro junto a la embocadura. Al lado izquierdo de la scena se ve la fuente de Neptuno, y al derecho fusiles puestos en pabellón y algunos soldados franceses, unos con armas y otros sin ellas.
En la estampa de López Enguídanos aparece claramente entre los dos árboles grandes del primer término la extremidad del llamado canapé del Prado, larga paredilla baja que separaba el paseo propiamente dicho y las posesiones reales, y en la que se sentaba la gente, utilizando como respaldo la verja que la remataba.27 Hacia esta verja se dirigen las distintas patru26 Véase más adelante. 27 Véase René Andioc (1993c), n. 55.
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Paseo del Prado. Palacio de Buenavista, arriba, izquierda (maqueta de 1830, Madrid, Museo Municipal).
llas procedentes del casco urbano con los detenidos, a cuyos compañeros de infortunio se está fusilando detrás de ella, en el llamado campo de la Lealtad o de los Mártires, el cual puede verse gracias a la supresión arbitraria de la copa de dos arbolitos; la subida a la iglesia y monasterio de San Jerónimo, sitos detrás del actual museo del Prado (entonces destinado a Ciencias Naturales), empezaba a la altura del ángulo inferior derecho de la estampa. Los «fusiles puestos en pabellón» y los soldados descansando con armas o sin ellas se advierten en esta misma parte, y a la izquierda se levanta la soberbia fuente de Neptuno. La famosa comisión militar, presidida por Grouchy, tenía sus sesiones en el «Principal» situado en la Casa de Correos,28 y por lo tanto, naturalmente, no la representó el artista; por otra parte, si nos referimos al famoso bando bilingüe de Murat, dicha comisión no se reunió hasta la noche («nuit», en francés); Martí, buen conocedor del texto de dicho bando, ya que lo reproduce íntegro al prin28 Pérez de Guzmán (1908), p. 434; según otros, en una de las salas del Retiro: así el militar francés J. T. Merle, en sus recuerdos (Núñez de Arenas, 1963, p. 165).
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cipio del acto tercero, convierte la palabra «noche» en «tarde» («Artículo I: El general Grouchí convocará esta tarde la comisión militar»)29 para soslayar el anacronismo de la reunión de aquel tribunal en la tarde del día dos en su obra; además, también aprovechó, según se infiere de su acotación, todo el espacio escénico disponible para separar al máximo la comisión, colocada «en la embocadura», y las víctimas, que están esperando «en lo más lejos del foro». A cambio de estas precauciones, que trataban de atenuar las distorsiones impuestas a la verdad histórica en lo que a tiempo y lugar se refería, Martí conseguía una mayor intensidad emocional poniendo a la vista en un mismo espacio al alto mando responsable del crimen y a sus víctimas, realizando así una especie de escorzo sintético fácilmente captable por el auditorio, al que por último se le ofrecía un simbólico desquite con la muerte del oficial Lalande, jefe de la despiadada comisión, a manos de la viuda de un recién fusilado. Pero, por otra parte, la lectura, por el ayudante Dovart, en la misma Puerta del Sol y a una hora indeterminada pero posterior a la pelea, del bando de Murat en que se manda convocar a dicha comisión,30 bastaba para la verosimilitud histórica y ate-
29 Escena 3.a 30 El texto bilingüe de la «orden del día» de Murat se publicó en el Diario del 4 de mayo, en francés y en castellano, y algunos historiadores, entre ellos Modesto Lafuente, desconocen al parecer la versión castellana oficial y traducen ellos mismos la francesa, tal vez porque la otra, obviamente, adolecía de bastantes galicismos. J. C. Montón (1983) se limita a copiar la versión de Lafuente; Martí Gilabert (1972), p. 403, reproduce como Pérez de Guzmán el documento oficial (AHN, Estado, 2823), en el que está invertido el orden de los artículos IV y V, con alguna que otra leve modernización. Mesonero, en sus Memorias de un setentón, transcribe sólo la versión francesa. Además de la sustitución de «noche» por «tarde» arriba señalada, Martí, tal vez para suscitar mayor indignación, añade el participio «saqueado» al texto del artículo V: «Todo lugar en donde sea asesinado un francés será saqueado y quemado». Por último, el que parece ser segundo párrafo del artículo VII, que pone fin al bando («Tres soldados se han dexado quitar las armas; ya no merecen estar en el exército francés, y se les ha declarado indignos de servir con vosotros»), procede en realidad de la orden del día del 6 de mayo, apartado tercero, publicada en el Suplemento al diario del sábado 7 de mayo de 1808. Lo habrá añadido el dramaturgo porque contribuye a desprestigiar al ejército galo, y éste es otro ejemplo de anacronismo útil. Interesa advertir que, como señala Martí Gilabert siguiendo a Pérez de Guzmán, la palabra «populace» (populacho, chusma) del francés se tradujo por «población», por lo cual se publicó al día siguiente en el mismo Diario una rectificación. Atribuir exclusivamente al «populacho» la rebelión equivalía en efecto a una exhortación indirecta a la solidaridad entre clases «decentes», la española y la francesa (o sus representantes uniformados), contra el peligro común, y menudean, por cierto, los ejemplos contemporáneos del temor de los burgueses a la manolería. El general Belliard se dirigió el mismo día 2 (publi-
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nuaba en cierto modo anticipadamente las ulteriores distorsiones que hemos puesto de manifiesto, ya que todo el acto tercero es consecuencia lógica de dicho bando. En efecto, al compás de las patrullas que, igual que en la obra de López Enguídanos, se van sucediendo en el escenario a partir de ese momento como consecuencia de lo antes mandado por la autoridad suprema francesa, se va a pasar gradualmente del centro, en que se tomaron las decisiones, a la periferia, en que se ejecutaron, de la Puerta del Sol al Prado, por medio de varias calles sin identificar,31 y el sentido de esta «marcha» nos lo van indicando regularmente los personajes («En patrullas repartida / harás que salga la tropa / con la orden de que a todos / los que con armas se cojan / al Prado se les conduzca»; «Anda al Prado, futre, anda»; «Alons, al Prado, fripón»; «…éste viene conmigo / al Prado a ser fusilado»; «¿Por todas partes has visto / quántos presos hacia el Prado / llevan?») e incluso los movimientos de las patrullas, las cuales —al menos cuando lo menciona la acotación— se desplazan de la izquierda a la derecha:32 este sentido es también el que siguen todos los grupos de soldados y paisanos (jinetes, patrullas con presos) que cruzan el paseo del Prado en el cuarto grabado de López Enguídanos, desplazándose desde una parte ocultada por la mole de la fuente de Neptuno y que no puede ser sino la salida de la carrera de San Jerónimo, por donde se venía de Sol, hacia el lugar del suplicio situado detrás del canapé. Hay más parecidos aún a este respecto entre la estampa y la tragedia; no hablemos de la brutalidad de la soldadesca con los detenidos (malos tratamientos, culatazos, empellones), pues consta históricamente, y era natural que se reflejara en ambas obras, ni de las ejecuciones propiamente dichas, cuyas horribles modalidades son notorias y se describen tanto en el Argumento de Martí como en el grabado y su leyenda: disparos al montón, cadáveres desnudados, etc., y examinemos sólo la escena novena del acto último; en ella aparece una patrulla que saca atado a don Luis, tratamiento que define al personaje como perteneciente a la clase media (al «pueblo medio», escribe el autor en el repar-
cado en el Diario del 5 de mayo) a los «Caballeros, propietarios, comerciantes, fabricantes», instándoles a que usasen «del influxo que [tenían] para evitar toda especie de sedición», considerándolo «un derecho y una obligación de [su] gerarquía en el orden social». 31 «El teatro se muda y representa una calle al telón del segundo bastidor»; «El teatro se muda y representa una calle» (III, 9 y 10, respectivamente). 32 «Otra patrulla sale por la derecha del actor…»; «Mirando a los bastidores de la izquierda, por donde saldrá la patrulla» (8 y 10, respectivamente).
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Fusilamientos detrás del «canapé» (González Velázquez, Horrible sacrificio…).
to, para diferenciarlo del «pueblo baxo»); detrás sale doña Antonia, la esposa, «en trage de casa, pero muy decente, y sin mantilla, algo desaliñada», la cual «se pone delante» suplicando «con sumisión» al cabo que suelte «a ese infeliz», cuya culpabilidad se reduce a llevar, según acostumbra, un cortaplumas en la cartera; unos momentos después reitera su ruego ante el jefe de la comisión, poniéndose «de rodillas y esforzando la expresión quanto sea posible»; en vano, naturalmente. La misma escena se nos ofrece en el medio de la estampa de López Enguídanos: un preso en actitud de llevar atadas las manos por detrás, con casaca (de la que se ve la parte superior) y sombrero de picos; una mujer también «algo desaliñada» y desprovista de mantilla, señal de que el lance la cogió desprevenida y salió a la calle sin la típica y obligada prenda, arrodillada y con los brazos tendidos hacia un militar de la patrulla.33
33 Ribelles redujo el número de figuras y grupos en su grabado, destacando más esta escena central.
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Fusilamiento en la Montaña (Sagardoy y Eusebi, Día dos de mayo…).
Claudette Dérozier34 proponía dos fechas posibles para la realización de los cuatro grabados de la serie: «soit en 1808, pendant les quelques mois, de juillet à novembre, où Madrid se vit libre de troupes françaises, José Molina y Soriano (Pérez de Guzmán, 1908, p. 441, y Montón, 1983, p. 226), que en una memoria a Fernando VII se presentó como el iniciador del alboroto y uno de sus más destacados caudillos (¡además de haberse puesto ya al frente de unos setecientos «locos» —escribe— el día de San José en Aranjuez!), describe su recorrido durante aquella jornada, y que coincide prácticamente, incluso en las modalidades, con el que nos propone Martí por medio de sus héroes: quien lanzó el célebre grito de alarma ante Palacio fue él, pasando con sus compañeros después de la refriega al Parque de Artillería, donde presencia el ataque enemigo, la traición de los pañuelos blancos y muerte alevosa dada a Velarde, y escapa luego por lo interior del parque sin ver matar a Daoíz. Por la tarde se dirige a la Puerta del Sol «pasando por entre la artillería y tropa francesa» que la ocupaba, horas después de concluida la pelea, y cuenta los muertos del patio del Buen Suceso; por último, bajando por la calle de Alcalá hasta la Cibeles (y salvando la vida, de pasada, a un pobre arriero detenido), se encamina «hacia la fuente de Neptuno», presenciando muchas ejecuciones (curiosamente, entre las víctimas conoce a un maestro cerrajero llamado Bernardo Morales, el cual, según tres fuentes citadas por Pérez de Guzmán, pereció en la montaña del Príncipe Pío en la madrugada del 3…). A diferencia del héroe de Martí, que también anduvo mezclado en los lances más destacados de aquel día, Molina Soriano se salva milagrosamente de todos los peligros. 34 C. Dérozier (1976), I, p. 65.
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soit entre mars 1813, date du départ définitif de Joseph Bonaparte, et le mois de novembre de la même année, puisque les répliques35 anglaises de ces scènes pour paysages d’éventails datent de décembre 1813»; la del estreno de la tragedia, recordémoslo, es el 9 de julio del propio año, y la del anuncio de los grabados, el 11 de junio. En tales condiciones, parece probable una leve anterioridad de la serie de López Enguídanos36 aunque que Martí no se contentó con celebrar la retirada de los «futres», como dice uno de sus héroes, con el estreno de su tragedia (y de otras obras teatrales), sino que también grabó, ¡y en 1813!, dos dibujos de Zacarías González Velázquez intitulados Día 19 de Marzo de 1808 en Aranjuez. Caída y prisión del Príncipe de la Paz, y Día 2637 de marzo de 1808 en Madrid. Entrada de Fernando 7.º por la Puerta de Atocha, fechada ésta por los artistas, y la anterior, sin equivocación posible, por Dérozier. Muy sintomática me parece por otra parte la discriminación que establece Martí entre las motivaciones y comportamiento de los representantes de distintas capas de la población madrileña. En el reparto, el título de héroe se concede ya exclusivamente al popular Sebastián («héroe del pueblo»), y entre los llamados «actores españoles» figuran tres «del pueblo baxo» (los bien llamados Periquillo, Ginesillo y el Zurdo, nombres que suenan a protagonistas de sainetes) y otros tantos «del pueblo medio» (don Luis, don Pedro y don Antonio); entre las «actrices», tres «del pueblo baxo», que son la Maricona, la Salerosa y la Roma, a las cuales, sin temor a equivocarnos, podemos imaginar poniéndose «en jarras» a lo maja, máxime si se agrega que los franceses a quienes han detenido ellas y sus compañeros piden clemencia a los «señores manolos»; «la mayor parte son gentes de lo más despreciable de la plebe, los que llaman manolos», reza el parte de Gruchí; y otro «manolo» armado con un puñal fue el que cortó los tirantes de las mulas del coche real, según el edecán heri-
35 Errata de mecanografía: «républiques» (se trata de réplicas, no de repúblicas). 36 Pérez de Guzmán (1908), p. 820, escribe a propósito de las cuatro estampas: «fueron grabadas en Cádiz en 1811 y, en mi concepto, su dibujo lo trazó el arquitecto de Madrid D. Angel Monasterio», pero no aduce ningún documento que acredite esas afirmaciones. 37 Sic, por «24», según advierte con razón Dérozier; la misma equivocación en el Argumento de la tragedia: «…hicieron los franceses su entrada en Madrid el día 23 del Mismo mes […] a los tres días de la entrada de los franceses en Madrid, hizo la suya Fernando VII…».
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do delante de palacio (de «populacho» habla el famoso bando de Murat). Estos protagonistas son los que están presentes en los tres actos de la tragedia y se enfrentan con los franceses en cada uno de los lances más sonados. El lugarteniente del emperador evoca con furor «la insolencia, el descaro y la osadía de esa gente tan perversa» que se atrevió durante el alarde del día anterior a provocar a los temibles regimientos pasando entre las piernas de los caballos o encendiendo los cigarros en las mechas de los artilleros. A pesar de negarse noblemente el cabecilla Sebastián a matar a unos soldados prisioneros, la Salerosa apuñala poco después a uno de ellos que ha tenido la imprudencia de decir que «él no estar francés de verras, / que estar un pobre polaco», es decir, de peor fama aún que los gabachos, y en este caso no se lo estorba Sebastián; pero este lance brevísimo, a diferencia de lo que ocurre en alguna comedia patriótica de Zavala,38 no supone ninguna complacencia para con el público ni tampoco recelo frente a las masas en movimiento, sino, creo yo, la simple conciencia de la cruel necesidad de una lucha desigual (así se ahorran varias vidas españolas, dice la manola). Y es que, como de todos es sabido, las clases modestas fueron las que más se expusieron durante aquella jornada. Donde lo sugiere mejor Martí, por contraste, es en el acto tercero, durante las varias escenas dedicadas a los registros efectuados por las patrullas: el primer paisano a quien van a detener es «un hombre vestido regularmente con levita o frac»; no se le nombra, pero queda identificado socialmente por su vestido de «persona decente». Y, como dijera José Mor de Fuentes,39 «se le encasqueta la curiosidad temeraria de ir a reconocer las fuerzas de los franceses»:
38 Por ejemplo en la segunda parte de Los patriotas de Aragón, en que se corta la cabeza de un francés y se la clava luego en la punta de una espada, o se abre una zanja «terraplenándola en falso» para que caigan en ella los enemigos, ante lo cual se entabla el siguiente diálogo: Don Lope y todos acuden con pistolas y les disparan algunos tiros; los niños y las mugeres tierra (sic), peñascos, muebles y quanto encuentran hasta que figuran haber cegado la zanja. Juan [niño]. —A ver si abro la cabeza a aquel de los bigotes, Antonio [id.]. —Más tino tengo yo, que le he sacado un ojo. D. Facundo. —Sólo así fuera yo sepulturero con gusto. D. Lope. —No saldrán ya, a buen seguro…
Al pueblo se le tiene que moderar tanto en esta segunda parte como en la primera, porque está siempre dispuesto a ejecutar a cualquier sospechoso por fiarse demasiado de las apariencias engañosas. 39 José Mor de Fuentes (1943), p. 39.
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Fusilamientos en la Montaña (Anónimo, Joaquín Murat sentenciado en Pizzo…, detalle).
La curiosidad me lleva después de lo sucedido a ver las disposiciones que estos franceses indignos tienen…40
Más aún: él no fue a mezclarse en la lucha patriótica, sino que salió «a hacer una diligencia» y se está retirando a su casa. Siguen don Pedro y don Antonio, y se entabla este diálogo: D. Pedro Ya cesó el fatal estrago y podemos sin peligro volvernos a nuestras casas. D. Antonio No quisiera en el camino tener algún mal tropiezo. …………………………..
40 III, 5.
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hoy no me hubiera atrevido a salir de casa un paso; mas como esto me ha cogido en casa de mi cuñado desde que tuvo principio, porque no esté con cuidado mi muger me ha parecido irme a casa quanto antes ………………………….. D. Pedro Lo mismo a mi me sucedió: me entré en casa de un amigo, y allí nos hemos estado.
Al irrumpir la patrulla, le contesta al cabo: «Nosotros siempre tranquilos, / jamás de armas usamos», y al encontrar don Antonio a un oficial francés «bueno» alojado en casa de un vecino suyo y que se sorprende de verle fuera cuando hay «por todas partes peligro», le contesta el español «del pueblo medio»: Salí por la mañanita, y quando empezó el ruido estaba con mi cuñado, y ya que se ha concluido me retiro hacia mi casa.
Y mientras acaban de leer el bando de Murat y van pasando unas patrullas que maltratan a los detenidos, la reacción que atribuye Martí a los dos madrileños me parece altamente significativa: D. Pedro ¡Qué infamia!¡qué crueldad! ¡qué bárbaros asesinos! D. Antonio ¡No ve usted a quántos llevan! D. Pedro Vamos aprisa, amigo, que ya no puede sufrirse un proceder tan indigno.
En cambio, a un barbero, un arriero y otro «burgués», don Luis, les cabe distinta suerte, aunque tampoco han tomado parte en la lucha, pero en este caso se trata para Martí de mostrar ya que la represión se abate sobre el vecindario ciega e indiscriminadamente, resaltando más la cruel-
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dad e injusticia de las ejecuciones. A las tres citadas víctimas se les detiene y condena por llevar respectivamente, como si fueran armas, uno las navajas y tijeras de su oficio, otro la aguja de enjalmar y el último su habitual cortaplumas en la cartera. De la autenticidad de estos ejemplos da fe el insustituible libro de Pérez de Guzmán,41 el cual cita el caso de un cirujano a quien se le cogió el estuche de cirugía, el de dos arrieros que, como el de Martí, llevaban las agujas de enjalmar apuntadas en las monteras, el de un cerrajero a quien se le encontró una lima, el de un caballero de Córdoba que llevaba un cortaplumas; un testigo presencial, Molina Soriano, cuenta cómo vio «bajar para fusilarlos cuatro esquiladores que ocupados toda la mañana a esquilar mulas y hacer crines a los mismos caballos franceses del Retiro, salían ya con sus tijeras para retirarse a sus casas», etc. Aunque se tienen que utilizar como documentos fehacientes con alguna e incluso a veces mucha precaución, varias memorias de la época parecen confirmar que el patriotismo de los «burgueses» no siempre se acompañó con una participación efectiva en la insurrección; cuando estalla ésta, el padre de Mesonero Romanos, por ejemplo, detiene al amanuense que se empeñaba en salir a la calle; la pintura del «formidable alzamiento» deja en «congoja extrema» a los familiares del futuro escritor, y la madre añade algunas velas a la imagen del Niño Jesús; la «consternación» se hace general cuando confiesa un inquilino ser el «causante inadvertido» de un disparo contra los franceses, menudeando las recriminaciones contra aquel «desmán»;42 Alcalá Galiano se puso en la calle, pero la «mala traza» de los de la cuadrilla a la que se agrega le infunde «la sospecha de que debía temerla tanto cuanto a los franceses», y «se escurre»;43 conociendo «lo juicioso» de la opinión de un oficial preocupado por la desproporción de las fuerzas y la rabia popular, determinó volverse «a casa a esperar los sucesos, y si llegaba el momento de mezclarse en la refriega la gente decente y juiciosa», según advierte ya J. R. Aymes,44 y allí se quedó, porque «sólo se veía en las calles paisanos furiosos, casi todos de las clases ínfimas».45 «Las gen-
41 Pérez de Guzmán (1908), pp. 439-441. Recuérdense dos Desastres de la Guerra de Goya. 42 Mesonero Romanos (1975), p. 50. 43 Memorias, BAE, LXXXIII, p. 336. 44 J. R. Aymes (1986), p. 18. 45 Así me parece que se explica mejor la «generosidad» y «humanidad» de algunos ciudadanos de la llamada clase media, que, según varios cronistas (Argumosa, Toreno,
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tes de clase superior —prosigue— estaban asomadas a los balcones en los puestos donde no había tiroteo y desde allí viendo y oyendo procuraban enterarse de lo que pasaba. Los de nuestra calle hacíamos lo que en Alcalá Galiano, Marbot, etc.), salvaron de la muerte a algunos soldados franceses aislados. No consta en cambio que recogiesen en sus casas a ningún manolo herido… Ya he escrito en otro trabajo que J. C. Montón reactiva indebidamente algunas patrañas como la del viaje nocturno de Goya con su jardinero a la montaña del Príncipe Pío en la madrugada del día 3 de mayo con el fin de sacar apuntes a partir de los cadáveres de los patriotas fusilados. Una cosa, altamente respetable si la hay, es la emoción patriótica, y otra la objetividad histórica. Quisiera agregar a este respecto unas cuantas observaciones que me sugiere la lectura de su libro sobre La revolución armada del dos de mayo en Madrid. Prescindiendo de la tonalidad a menudo apologética, que, a partir de unas cuantas páginas, por lo excesiva, llega a restar interés a la documentación consultada por el autor, según mi modo de ver sin la suficiente serenidad, conviene decir que dicha documentación no siempre es tan inédita como se afirma: el Plan de los Servicios… de Molina Soriano (véase Bibliografía, p. 327) no es «Manuscrito inédito», sino abundantemente reproducido por Pérez de Guzmán en su todavía imprescindible libro. Los Libros de Gobierno de la Sala de Alcaldes no se han podido consultar en el «Archivo General Central» (p. 326), por la sencilla razón de que hace tres cuartos de siglo que se han trasladado sus fondos desde Alcalá, donde se le daba esta denominación, al Archivo Histórico Nacional; de manera que la referencia a un documento del supuesto Archivo General Central (¡sin signatura!) procede en realidad de una nota correspondiente del libro de Pérez de Guzmán (1908), p. 422, que Montón se olvida de mencionar; tampoco suele éste puntualizar la signatura del documento del Archivo Municipal de Madrid cuando la omite su antecesor (véase el expediente de Cosme Mora, pp. 325-326); etc. En la Relación alfabética y biográfica de los héroes sepultados en el cementerio de la Moncloa (p. 273), declara Montón que «utilizando como fuentes de información los datos registrados en los documentos conservados en [varios archivos, ha] podido completar una lista de hasta 30 muertos de los 45 enterrados en el antiguo cementerio de la Moncloa. Nueve de ellos —agrega— (señalados con un asterisco cada uno) eran desconocidos hasta hoy…». No estoy seguro de que Montón haya llevado a cabo tantas investigaciones en los archivos que enumera, ya que antes que él las hizo, y muy bien, Pérez de Guzmán: los nombres de los nueve héroes «desconocidos hasta hoy» que reposan en el cementerio de la Moncloa los ha obtenido, como yo ahora mismo, sin dificultad; bastaba en efecto consultar la lista de los muertos establecida por el citado erudito; en ella se menciona la identidad de los ejecutados en la montaña del Príncipe Pío, incluidos los tres no catalogados alfabéticamente porque se evoca su martirio con el de su compañero Jacinto Candamo (Pérez de Guzmán, 1908, p. 671) y que son Méndez Villamil, Reyes Magro y Rubio. Y sabido es que, según un documento publicado por Montón en las páginas 271 y 272 (al parecer como inédito, pero también abundantemente citado por Pérez de Guzmán, 1908, p. 450, n. 1), consta que se enterró el 12 en el cementerio de la parroquia de San Antonio de la Florida a los 43 arcabuceados que se hallaron en un hoyo de la montaña, de los que sólo fueron identificados ocho, y que, por otra parte, la lápida de dicho cementerio lleva grabados los nombres de 19 de las víctimas, entre los que figuran los de los ocho antes citados, más los de la heroína Clara del Rey y de Esteban Santirso, sepultados, según Pérez de Guzmán, en el camposanto de Nuestra Señora de la Buena Dicha, que es el mismo. Una simple resta permitía inferir quiénes eran los nueve «desconocidos», sin recurrir a los archivos, los cuales no dicen nada más, naturalmente, que
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todas».46 A pesar del largo recorrido que hace por Madrid durante aquella mañana, Mor de Fuentes tampoco se mezcla con los combatientes.47 Veamos cómo se pueden matizar estos testimonios con las cifras de víctimas identificadas que aduce Pérez de Guzmán. Éste, aprovechando, como es sabido, una abundante documentación, calcula que fueron 408 (en realidad 409) los muertos y 171 los heridos, llegando a un total de 579 (580) víctimas,48 a las que se deben añadir cuatro que se mencionan sin sumarlas a las demás. A partir de este valioso trabajo, sin llegar a vencer, ni mucho menos, las numerosas dificultades suscitadas por la frecuente insuficiencia de las informaciones recogidas acerca de cada una de las víctimas,49 he aventurado, mal que bien, una breve estadística; en primer lugar, como ya escribe Aymes, ese recuento evidencia que la mayor parte de las víctimas identificadas son obreros y criados: de entre 264 de oficio conocido que consta murieron o resultaron heridos en el combate (97) o fueron arcabuceados (37), 134 son efectivamente obreros (50,75 %);50 luego vienen 53 militares (20 %), entre españoles y extranjeros al servicio de España, lo cual demuestra que la orden que les prohibía salir de los cuarteles e intervenir en el alboroto no sólo fue desobedecida por los lo que apuntó ya hace noventa y tantos años el gran historiador del Dos de Mayo. En cuanto a las Mémoires de Castil-Blaze o la Correspondance de Napoléon, resulta extraña la identidad de las citas que hacen Montón y Pérez de Guzmán de estos documentos… 46 Aymes (1986), pp. 336-337. 47 Mor de Fuentes (1943), pp. 38-40. 48 Faltan algunos barrios en la documentación consultada por Pérez de Guzmán. Según el Gruchí de la tragedia de Martí, murieron en la refriega, es decir, antes de las represalias planificadas, unos quinientos españoles (y… cinco mil franceses). 49 En primer lugar, no siempre se saben con seguridad las causas de las muertes o de las heridas (¿accidentales?, ¿en el combate?, ¿ejecución aislada o colectiva?). No pocas muertes se produjeron además días, semanas y meses (¡años alguna que otra vez!) después del dos de mayo, y resulta muy emocionante, a casi dos siglos de distancia, imaginar a través de esos testimonios, a menudo escuetos, todas esas lentas e inexorables agonías. Tampoco se conocen los oficios ni las edades de todos, ni a veces el lugar de su residencia, aunque se puede inferir con frecuencia que viven en Madrid (a un natural de Asturias que vive en una determinada calle lo considero naturalmente vecino de la corte, o al menos no puedo afirmar que vino de fuera ex profeso a reunirse con los patriotas sublevados). Por último, tampoco se libra de la crítica mi clasificación socioprofesional de los muertos y heridos. Fuera de su interés histórico, creo, todo bien mirado, que la otra utilidad de esta larga lista fúnebre de más de quinientas personas sacrificadas es que, rescatándolas una por una del olvido y anonimato, les devuelve la individualidad que les negaron los que trataban de «regenerarlas» disparando al montón. 50 «Vendedores ambulantes» hay en cambio muy pocos. Considero «obreros» a los pequeños artesanos y oficiales, y a los «jornaleros».
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valientes del Parque de Artillería, sino también por otros, y el inválido llamado Esquadrón, que en la tragedia de Martí manda al infierno «cerquita de una docena» de gabachos, es mero reflejo de la realidad;51 los funciona51 Tanto es así que entre las víctimas evocadas por Pérez de Guzmán figura un tal Felipe García Sánchez, inválido como el de la tragedia. El caso de conciencia —muy moderno, por supuesto— que se les planteó a los militares a consecuencia de la orden de Negrete lo expone claramente Daoíz ante el comandante francés, en unos endecasílabos que la emoción deja alguna que otra vez mal parados: Que esas órdenes dieron es muy cierto; pero falta saber si pudo darlas quien las dio, y también si es que tenemos precisa obligación de obedecerlas. Yo en estas circunstancias sé que debo desecharlas, supuesto que me consta que tales gefes, viles y protervos, a la maldad francesa están vendidos. Yo, español, militar y caballero, cumplo con mi Rey y con mi Patria, y en defensa de entrambos con esfuerzo debo morir.
En otra obra teatral de la misma época, intitulada La Constitución vindicada (véase Larraz, 1987, pp. 207 y ss.), Martí, como advierte Larraz, expresa por boca de un alcalde liberal otra reivindicación revolucionaria que acaba de satisfacer, al menos según cree, la nueva Constitución; esta guerra, dice, se hace por la utilidad del pueblo, y sabiendo los motivos, y no como allá en mis tiempos; aquello era cosa dura: marchaban los regimientos a campaña, se batían, era muerto o prisionero el pobre a quien le tocaba la china, sin que a todo esto ni el soldado ni sus gefes supiesen el fundamento de la guerra; allá en la Corte, el Rey, o tal vez aquellos que en su nombre gobernaban, tomando qualquier pretesto, declaraban a su antojo la guerra, y al mejor tiempo hacían también la paz por otro capricho; ¡oh! esto era, qual suele decirse, llevarnos como carneros a donde quiere su amo; ahora será muy diverso; la guerra o la paz que se haga será sabiendo el gobierno y la Nación los motivos.
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rios son 28, y 9 los comerciantes; los campesinos, incluidos los pastores, no pasan de 7 (repito que entre los de oficio conocido). El recuento de las mujeres muertas o heridas arroja la cifra de 75, de las que unas veinte como mínimo lo fueron luchando, y diez más murieron en circunstancias ignoradas; unas 35 resultaron heridas accidentalmente, no pocas en el balcón de su casa,52 particularidad que nos trae a la memoria no sólo el grabado primero de la serie de López Enguídanos, en que unas madrileñas arrojan desde las ventanas de la Puerta del Sol varios objetos a las fuerzas enemigas, sino también la evocación de Mor de Fuentes, el cual escribe, en el Bosquejillo de su vida:53 «Las señoras, además de tener preparadas sus macetas o floreros, iban acercando sus muebles a los balcones para tirarlo todo a la cabeza de los franceses», frase en la que quizás quepa alguna lisonja, ya que el general Gruchí de la tragedia de Martí afirma en cambio gustosamente en un parte a Murat que, por no haber podido ayudar las tropas españolas al populacho, «se ha contenido el resto del vecindario y no han arrojado, como era de presumir, nada que pudiera mal tratar a los soldados desde los balcones ni ventanas, lo que hubiera causado un horrible extrago»; a no ser que intente atenuar la gravedad de la situación… Escribe Aymes en su historia de la guerra de la Independencia que «en la caza a los franceses, los observadores de la época se empeñaron en distinguir, para hacer hincapié en su carácter de cohesión social, a un clérigo, a un arquitecto, a un médico, a comerciantes y oficiales del ejército… Pero en realidad la distribución de los papeles está bien definida: los que combaten y los que incitan a combatir».54 El día dos de mayo de 1808 en Madrid, de Martí, parece, por lo tanto, a este respecto más fiel a la realidad histórica que algunos relatos contemporáneos, aunque tampoco se debe tomar al pie de la letra la parte del prólogo en que se afirma que de todo lo descrito fue el autor testigo presencial (el mito del «Yo lo vi»: véanse algunos Desastres de Goya), pues lo que probablemente no debió de ver
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Y al que saca la cabeza por puertas o por ventanas, o al que en la calle se encuentra, le tiran una descarga… (El día dos de mayo…, I, 9)
53 Mor de Fuentes (1943), p. 39. 54 Aymes (1986), p. 17.
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Crúa-Gamborino, Los 5 religiosos fusilados en Murviedro.
son dos clérigos, uno secular y otro regular, detenidos juntos por las patrullas y ejecutados. Interesa advertir, en efecto, que son seis los eclesiásticos enumerados por Pérez de Guzmán, de los que uno murió accidentalmente, otro peleando, un tercero arcabuceado, y cuatro más (si se incluye un notario eclesiástico) resultaron heridos en la lucha; pero ninguno de ellos pertenece al clero regular…55 Si el cuarto grabado de López Enguídanos parece incluir a un sacerdote (?) entre las víctimas de los franceses, no así el Horrible sacrificio… de González Velázquez, de 1814, ni El tres de mayo de Goya, en los que es exclusivamente un monje el que representa el estado eclesiástico. En el grabado coetáneo del lienzo, la patrulla del primer término lleva sin contemplaciones a varios presos, entre los que se distin-
55 Francisco Gallego Dávila, presbítero, fue el que murió arcabuceado en la montaña del Príncipe Pío a las 4 de la madrugada del día 3. También Molina Soriano vio pasar presos a dos sacerdotes, pero a ningún fraile. Según Pérez de Guzmán (1908), p. 675, un capellán que participó en la refriega fue indultado por Murat.
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gue, en una como síntesis de lo representado por Martí,56 a un hombre del pueblo, algo desaliñado y con la polaina en parte desabrochada (como también suele representarla Goya en algunas escenas plebeyas y en El dos de mayo), un burgués, con casaca y sombrero redondo, y un fraile; fraile es también el que asiste ya a la abdicación de Carlos IV entre la muchedumbre, según lo dibujó González Velázquez y lo grabó Manuel Alegre en 1813; también es monje el que ayuda a los fusilados de la montaña del Príncipe Pío a bien morir —sin mezclarse con ellos…— en la estampa de Sagardoy y Eusebi; y si bien no bastan estos pocos ejemplos para inferir que los artistas contemporáneos se dejaron influir en su elección por los acontecimientos posteriores al mes de mayo, tampoco se puede dejar de tener presente que fue el clero regular el que se mostró durante la guerra mucho más comprometido que no el secular en la lucha contra los «impíos», y supo con su predicación arrastrar a las muchedumbres,57 por lo que tuvo que pagar un cuantioso tributo al enemigo, y me refiero no sólo a la extinción de las órdenes religiosas, sino también a los fusilamientos, individuales y colectivos, con que el ocupante francés trató de contener su influencia, de lo que constituye un buen ejemplo la estampa de Crúa y Gamborino relativa a la ejecución de varios religiosos en Murviedro,58 y que algunos historiadores consideran antecedente inmediato de Los fusilamientos de Goya. Con la sistematización a ultranza propia de las obras de su clase, la comedia Calzones en Alcolea, del afrancesado Antero Benito Núñez,59 canónigo granadino, opone un sacerdote pacifista llamado, como era de esperar, don Justo, a un fanático «Fraile de San Francisco» empeñado en «vigurizar», según decían entonces, a los traidores en nombre de la fe, y que consigue seducir a todo un pueblecito, muriendo al final de un fusilazo disparado por los «buenos» franceses. El liberal Martí, por su parte, parece elegir un término medio entre la realidad madrileña de 1808 y, digamos, la nueva relación de fuerzas generada por cinco años de hostilidades: caben entre las víctimas de la represión de su dos de mayo un representante del clero secular y otro del regular, y el dramaturgo cuida bien de no incurrir en la más mínima nota de parcialidad hacia cualquie56 El cual, como queda dicho, grabó dos estampas ideadas por el artista en 1813 relativas al motín del 19 de marzo y a la entrada de Fernando VII en Madrid. 57 Véase Dufour y otros (1986). 58 Véase Jeannine Baticle (1981), p. 56, y Vilaplana Zurita (1985). 59 Larraz (1987), p. 198.
El Dos de Mayo de Martí
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ra de los dos: Ginesillo cuenta cómo de la furia de los franceses no se libran «viejos, niños ni doncellas, / frayles, clérigos ni nadie»: «…pasarán algunas patrullas —reza la acotación de la escena sexta del acto segundo— que llevan presos, los quales hacen esfuerzos para escapar, y los franceses los maltratan; entre ellos pasarán a un frayle y a un clérigo, pero no uno tras otro, sino alternados; en la escena doce y última se repite el mismo movimiento, en orden inverso: «…habrán sacado las patrullas al Clérigo, al Barbero y al Arriero, y después al Frayle»; y, por último, ambos mueren después de exhortar sucesivamente a sus compañeros a que se arrepientan de sus pecados; sólo que el fraile hace hincapié en dos aspectos de la propaganda ideológica (guerra santa y martirio: «Por defenderle [a Dios] morimos, / y seremos colocados / entre el número infinito / de tanto glorioso mártir / como habita el Empíreo»), mientras que el cura se limita a su papel de pastor, dando la absolución a sus ovejas y cayendo con ellas al disparar los soldados al montón.60 Tal vez se pueda explicar de la misma manera la mención de los frailes en la leyenda del grabado de López Enguídanos, como si se tratara de compensar su ausencia de la obra propiamente dicha. En cuanto a la muerte del héroe popular Sebastián, al que el dramaturgo da un papel destacado haciendo que en su monólogo final lance invectivas a los verdugos y «salga» luego de la ficción «dirigiendo la palabra al público con mucha energía», desgraciadamente desconocemos la mímica del actor que lo encarnó; pero no podemos por menos de considerarlo hermano del descamisado de Goya que, con los brazos en alto, parece dirigirse a sus verdugos entre desesperado y rabioso.61 Goya, que se inspiró varias veces en obras teatrales, ¿asistiría a una de las representaciones de la tragedia de Martí, a pesar de su sordera? Probablemente nunca lo sabremos. Lo cierto es que ambas obras, el «bosquejo» del dramaturgo y grabador y el cuadro del pintor aragonés, coinciden en exaltar la actuación del «pueblo baxo» madrileño, por quien el día dos de mayo memorable ha de ser en todos tiempos.
60 Daoíz, en su «relación» de lo visto por él en las calles de Madrid, no menciona más que al «sacerdote», pero en el sentido lato de la voz («Vi la débil muger, el tierno niño, / el anciano, el sacerdote…»). 61 Sebastián muere sin embargo a bayonetazos.
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SOBRE EL ESTRENO DEL DON ÁLVARO* El Don Álvaro del duque de Rivas se estrenó, como es sabido, el 22 de marzo de 1835 en el teatro madrileño del Príncipe. Varios historiadores han intentado de muchos años a esta parte estudiar su alcance, así como la acogida que le dispensaron el público y la prensa contemporánea. A pesar de ello, la bibliografía sobre el duque deja sin aclarar suficientemente unas cuantas circunstancias que los progresos de la metodología nos llevan a considerar básicas, y cuyo análisis, ocioso es decirlo, no pretendo apurar en esta modestísima contribución, que se limitará por el contrario a lo más obvio. No deja de extrañar la falta de concordancia y unanimidad entre los estudiosos en lo que respecta al número de sesiones que logró la obra a raíz de su estreno. ¿Cuántos días permaneció el Don Álvaro en cartel en la temporada de 1834 a 1835? «Azorín» apunta minuciosamente en Rivas y Larra1 que el drama «se representa desde el 22 hasta el 29 de marzo. El 2 de abril vuelve a ser puesto en escena. Se representa el 2, el 3 y el sábado 4. Nada más. Total, doce representaciones con un intervalo de dos días. Ocho representaciones primero, y luego cuatro»… que en realidad son tres, pues a todas luces se equivocó en la cuenta, a no ser que se trate de una errata de imprenta, cosa a mi entender harto improbable, por cierto, pues, según advirtió ya Boussagol, no son pocas las inexactitudes de que adolece el comentario de «Azorín». Para E. Allison Peers, fueron once las
* Primera publicación, en Homenaje a Juan López-Morillas, Madrid, Castalia, 1982, pp. 63-86. 1 Azorín (1916), p. 69.
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sesiones: ocho del 22 al 29 de marzo, más tres en abril, del 2 al 4 inclusive, según podemos leer en «Rivas: A Critical Study»,2 luego en «The Reception of Don Álvaro»3 y más tarde en una nota de su Historia del movimiento romántico español,4 si bien se añade en ella que con otras seis posteriores —en realidad, durante la temporada siguiente— alcanzó el drama de Rivas diecisiete representaciones en 1835, esto es, de marzo a diciembre. Gabriel Boussagol escribe por su parte que se suspenden las funciones [en el Príncipe] el 23 y el 24 de marzo; se vuelve a representar el drama nuevo el 29 por la tarde en el teatro de la Cruz; hay otra suspensión el 30 y el 31; se repone el Don Álvaro en el Príncipe el 2; no hay función el 3; Don Álvaro se representa el 4 de abril, clausurándose al parecer el año cómico.5
A partir de estos datos, el total a que se llega es de ocho representaciones. Al mismo total llega N. B. Adams.6 Por último, la Cartelera teatral madrileña, I: años 1830-1839, publicada por el CSIC,7 tampoco mencio-
2 Peers (1923), p. 73. 3 Peers (1934), p. 69. 4 Peers (1954), I, p. 414, n. 294. Ricardo Navas Ruiz propone la misma cifra en su introducción al vol. 206 de Clásicos Castellanos, p. XXXII. 5 Boussagol (1927), p. 29. La traducción es mía. 6 Adams (1966). 7 Seminario de Bibliografía Hispánica de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid (Madrid, 1961). Es de lamentar que un trabajo de tanta importancia se encargase, según reza la introducción, a unos jóvenes indudablemente fervorosos, pero poco familiarizados con esta forma de investigación. Faltan en efecto muchísimas referencias a distintas representaciones; se omite, por otra parte, separar la función de tarde de la de noche, de manera que se saca regularmente la impresión de que figuraban juntas varias obras en una misma sesión, e incluso se olvida a menudo una de las dos; a veces también falta la mención de uno de los dos teatros. De ahí, desgraciadamente, que no se pueda manejar esta cartelera con seguridad. En cambio, resultan utilísimos el índice de títulos (si bien tampoco es intachable, ni mucho menos), la indicación de la procedencia de las obras, así como la de las críticas de los estrenos que aparecen en la prensa. En futuros trabajos de esta clase deberían figurar además datos hoy día absolutamente imprescindibles, como son los productos de cada representación, publicados todos en el Diario hasta 1834, pero previo cotejo con las cuentas diarias de los teatros conservadas en el AMM, pues las cifras de recaudaciones impresas en el citado periódico son a veces inexactas (erratas de imprenta o quizá anteriores a la misma impresión). Por otra parte, ocurre con cierta frecuencia que el título que figura en el Diario no corresponde al de la obra que realmente se representó el mismo día; se da incluso el caso de no enterarse a tiempo el periodista del programa de la ópera, cuyo título, se nos dice, se ha de publicar en un cartel de última hora…
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na por su parte más de ocho, una el 22 de marzo, seis del 24 al 29 y la última el 2 de abril, debiéndose inferir que a partir del día 3 de éste hasta el 19, domingo de Pascua de Resurrección, en que empezó la nueva temporada, quedaron cerrados los teatros. En realidad no fueron doce, ni once, ni tampoco ocho las sesiones, sino «nueve muy concurridas todas y acabadas», según afirma un contemporáneo en un artículo de la Revista Española del 12 de abril de 1835.8 Pero, si bien propone implícitamente Jorge Campos la misma cifra en su «Introducción» a las Obras completas del duque de Rivas, sin indicación de fuentes, no coinciden exactamente los días que da con los que constan documentalmente: «Al estreno —escribe— sucedieron otras tantas representaciones los dos días siguientes, el día 29 en el Teatro de la Cruz, repitiéndose el 30 y 31; de nuevo en el del Príncipe el 2, 3 y 4 de abril».9 Así no fue: tanto el Diario de Avisos de Madrid como el Eco del Comercio —consultados por los editores de la ya mencionada Cartelera teatral— permiten confirmar la aseveración del articulista de la Revista española, pues en ambos se indica que el Don Álvaro se mantuvo en cartel desde el domingo 22 hasta el 26 de marzo, con una interrupción el 27 de orden de la superioridad por ser viernes de Cuaresma,10 y se reanudaron las funciones el 28 en el mismo teatro del Príncipe, y el 29 en el de la Cruz; el 30 se cambia el programa, con la tragedia Juan de Calás en el Príncipe hasta el 1 de abril, y en el de la Cruz con un concierto el 30 y la ópera Norma el 31; el 2 de abril se vuelve a poner en cartel la obra de Rivas en el Príncipe, y el mismo día se anuncia en la sección de espectáculos del Eco del Por ello sería finalmente preferible elaborar en adelante las carteleras teatrales del XVIII y del XIX principalmente a partir de los datos suministrados por los libros de cuentas conservados en el Archivo del Ayuntamiento y del Corregimiento de Madrid, sirviendo los Diarios de fuente complementaria. Por último, convendría también adoptar, mejor dicho, seguir observando, como ya hizo Cotarelo y Mori, la clasificación por años teatrales (es decir, desde Pascua de Resurrección de un año determinado hasta la Cuaresma del siguiente), sin omitir sainetes y demás «adornos» de una función. 8 Antonio Alcalá Galiano, amigo del duque, redactó el «Boletín del 12 de abril», del que entresaco lo citado. 9 Rivas (1957), p. L. 10 «Habiéndose dignado S. M. la Reina Gobernadora permitir que sigan durante la Cuaresma las representaciones de ópera y verso en ambos teatros, a excepción de la Semana Santa, de la de Pasión, y de los viernes [subrayado mío] de las demás, se dará principio a ellas hoy domingo a las siete de la noche…» (Diario de Avisos de Madrid, 8 de marzo de 1835, p. 4).
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Comercio, a modo de referencia a la orden antes aludida: «Aviso: mañana viernes no hay funciones», por lo que tampoco lleva mención alguna de teatros el Diario de Avisos del día 3. Aunque, finalmente, omite el Eco cualquier referencia a la función del 4, sí puntualizan en cambio el Diario y La Abeja que la del mismo día en el Príncipe es la «última representación de Don Álvaro o la fuerza del sino». En total, pues, son nueve funciones las del estreno y días sucesivos, si nos atenemos a la temporada de 1834 a 1835,11 ya que, según dejo apuntado, las seis reposiciones mencionadas por Peers a partir de agosto pertenecen a la siguiente, que empezó el 19 de abril. Además, la suspensión de las representaciones de la obra a los nueve días de estar en cartel pierde gran parte de su significación en la medida en que, como suponía Boussagol, coincide con el final de la temporada. Una nota del Diario del 4 de abril anuncia, en efecto, que «se da fin por este año teatral a las funciones de ópera y verso con las de esta noche, y no volverán a darse hasta el próximo domingo de Pascua de Resurrección», ocurriéndole al Don Álvaro lo que a El sí de las niñas unos treinta años antes, por sobrevenir la Cuaresma. De manera que, si no cabe aventurar la hipótesis de que en circunstancias normales se hubieran dedicado más funciones al drama de Rivas, tampoco, ni mucho menos, podemos considerar las nueve conseguidas, como hace Peers, expresión rigurosamente fiel del estado de ánimo de la compañía frente a las fluctuaciones del concurso de espectadores. Ahora bien, para interpretar la acogida entonces dispensada al Don Álvaro, sólo se ha atendido hasta hoy, que yo sepa, al número de representaciones conseguidas por el drama y, como es obvio, a los comentarios que suscitó en la prensa a raíz de su estreno, tomándose en consideración, por otra parte, la duración en cartel de las demás obras teatrales contemporáneas y las reseñas que se les dedicaron en los periódicos y revistas de 11 En el libro 6-311-3 del Archivo del Ayuntamiento de Madrid quedan apuntadas las obras de la temporada y se mencionan los correspondientes días de representación, pero falta este dato para las últimas, entre ellas nuestro Don Álvaro. Sin embargo, el cómputo de la Revista Española y del Diario halla parcial confirmación en el artículo de Campo Alange impreso en la «entrega XIII» de El Artista, que corresponde al domingo 29 de marzo de 1835 (dicho periódico, según el prospecto del primer número —4 de enero—, se publicaba todos los domingos); en él se alude al estreno del drama de Rivas y a las «cinco representaciones siguientes»; fueron seis, por lo tanto, las de la obra desde el 22 hasta el 28 de marzo inclusive.
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los años 30. Son datos por supuesto imprescindibles todos ellos, pero que convendría tal vez matizar con el examen de las recaudaciones diarias que produjeron unas y otras, para formarse una idea aproximada de la concurrencia del público en cada estreno o reposición. Si bien se puede suponer, en efecto, que los críticos y articulistas no expresaron entonces un parecer estrictamente personal, sino compartido al menos por parte de los aficionados, y que tampoco fue ajena a las reacciones de los espectadores la permanencia o supresión de una obra determinada, no cabe duda de que las variaciones de la afluencia del público que traducen las entradas sucesivas constituyen el testimonio menos sospechoso de la conformidad de una obra al gusto de la mayoría. Se conservan en el Archivo Municipal de Madrid (los consulté en su tiempo en el Almacén de Villa, calle de García Morato, hoy, según me dicen, de Santa Engracia) algunos libros de cuentas de los años anteriores al estreno del Don Álvaro, concretamente hasta el final de la temporada de 1833 a 1834.12 Asimismo se mencionan en los números del Diario de Avisos, y hasta la misma fecha, las recaudaciones producidas por cada representación, con la particularidad de que en el periódico se añade el importe diario de los abonos al de la llamada «entrada eventual», o sea, a lo cobrado efectivamente en la taquilla, mientras que en los citados libros se calcula la suma de ambos productos sólo a final de mes; de manera que, aunque convenga descartar la hipótesis de que todos los abonados asistiesen sin falta a todas las funciones, las cifras propuestas por el Diario reflejan mejor la participación diaria del público que las que figuran en los libros de cuentas.13 Desgraciadamente, según se puede colegir de lo antes expuesto, resulta imposible conocer por ahora, siquiera aproximadamente, dicha participación en los días del estreno de dos de las obras más relevantes de aquellos años, La conjuración de Venecia, de Martínez de la Rosa, y nuestro Don Álvaro, ya que no he conseguido localizar el registro del cobrador de la «Nueva Empresa» particular, la de José Rebollo, que sustituyó en marzo de 1834 (es decir, al empezar el año cómico de 1834-1835) al Ayuntamiento en la administración de teatros, por lo que desaparece desde esta fecha cualquier mención de las entradas en el Diario de Avisos.
12 AMMC, libros G 797 a 800. 13 He comparado aquéllas con éstas, y corregido algunas erratas de imprenta.
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Además, aunque consta documentalmente la escala de precios de las distintas localidades (palcos, lunetas, galerías, cazuela, etc.), sólo se apunta en las cuentas la entrada diaria global y no la producida por cada clase de asientos, según solía hacerse unos decenios atrás; por lo tanto, tampoco nos es dable formarnos una idea de las variaciones del atractivo que ejerció una determinada obra sobre los distintos componentes de aquel público, sobre aquellos distintos públicos. A pesar de ello, tratemos de ver en qué medida quedan confirmados, o deben matizarse con los nuevos datos de que disponemos, los estudios anteriores relativos a las preferencias de los aficionados madrileños en los albores del romanticismo, o, mejor dicho, en las temporadas que preceden al estreno del Don Álvaro. Escribe Mesonero Romanos en su Manual de Madrid de 183114 que en el teatro de la Cruz cabían 1318 personas, ascendiendo la recaudación máxima, en números redondos, a unos 10 000 reales; en el del Príncipe podían acomodarse 1236 espectadores, con un producto levemente inferior a 9700 reales. Las tarifas eran prácticamente idénticas en ambas salas. Dos años después, en 1833, dichos datos siguen sin modificarse, según la misma fuente, con la única excepción de que «desde este año [entiéndase: desde el principio de la temporada de 1832-1833] los primeros días de ópera se cobra la tercera parte más en los palcos, lunetas, delanteras y sillones»;15 esta advertencia de Mesonero se funda en el siguiente aviso publicado por el Diario del 24 de abril del 32: …Entre los arbitrios concedidos por el Rey nuestro Señor al Excmo. Ayuntamiento en favor de los teatros, lo es uno la subida de la tercera parte del precio de varias localidades en los días de ópera, y que ésta se fije en uno de ellos. La subida sólo la tienen los palcos, lunetas principales, sillones y delanteras de palco para los que no sean abonados; pero los palcos bajos y principales deben tener el recargo aunque se tomen por abono; los demás asientos del teatro quedan al mismo precio que tenían anteriormente, tanto en las funciones de ópera como en las de verso. En su consecuencia se ha señalado para la ópera por ahora el del Príncipe.
Por ello, la recaudación máxima de 9700 reales que puede conseguir el Príncipe y la de 10 000 que corresponde al de la Cruz sólo podrán servir de punto de referencia exacto a partir del año cómico de 1832-1833, 14 Mesonero Romanos (1831), pp. 271 y ss. 15 Mesonero Romanos (1833), pp. 297-298.
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en el caso de «funciones de verso», es decir, de representaciones no operísticas. El citado aumento concedido a las de ópera permite teóricamente alcanzar una entrada máxima aún superior a estas cifras, como lo prueba el examen de los productos diarios en el Príncipe, el cual, por otra parte, no conservó el monopolio del drama lírico. ¿Cuáles son, pues, las obras que, por su mayor o más constante éxito, permiten definir las preferencias del público de aquellos años? Es indudable que como género destacan primero las óperas, pero no todas las representadas desatan el mismo entusiasmo. En 1831-183216 se imponen La Straniera, de Bellini, cuyo reestreno alcanza una veintena de funciones, no seguidas,17 con un promedio diario de unos 7000 reales; Il Pirata, del mismo autor, también estrenada el año anterior y que en quince sesiones produce una media de 7600 reales: y Bianca e Gernando, nueva, del citado maestro, que dura diez días con buenas entradas. De Pacini, cabe citar L’ultimo giorno di Pompei, ya representada en 1830 (10 días; 8000 reales) y La Vestale; por fin, dos estrenos de Rossini: Semiramide (4 días escasos, pero con estupendas entradas) y Otello. Unas siete óperas, pues, entre las muchas ofrecidas a los madrileños durante aquella temporada, y cuyo éxito nada tiene de efímero, ya que en la siguiente continúan granjeándose los aplausos del público La Straniera e Il Pirata. Además de estas dos obras, el año cómico de 1832-1833 es también muy favorable al estreno de L’Esule di Roma, de Donizetti, que consigue dieciséis representaciones, no seguidas, de las que las seis primeras alcanzan más de 9000 reales diarios; al de Anna Bolena, del mismo autor; de I Capuleti ed i Montecchi, del ya citado Bellini, que se puso unas diecisiete veces en escena aunque con una entrada media algo inferior a las anteriores. Conviene cerrar esta lista con Il Barbiere di Siviglia, de Rossini, cuya «reprise» produjo más de 9500 reales en cada una de las siete representaciones que alcanzó. 16 Juzgo inútil puntualizar el teatro, pues no es infrecuente que una misma obra pase de uno a otro y, además, la diferencia entre las recaudaciones máximas de ambos, que nos sirven de punto de comparación, es poco importante. 17 Omito en adelante mencionar las más veces esta característica, por ser regla prácticamente general. En cambio, sí hago hincapié en los casos en que se dan seguidas las representaciones, o, lo cual viene a ser lo mismo, cuando media una brevísima interrupción (cierre del teatro, por ejemplo, el Viernes Santo) entre dos series de representaciones de una misma obra.
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La temporada de 1833 a 1834 confirma el atractivo que ejerce la ópera seria, pues, a pesar del aumento del precio de ciertas localidades, el estreno de la Norma, de Bellini (13 días, 9000 reales), constituye un éxito innegable. Se reponen la «grande ópera seria» Semiramide, Chiara di Rosemberg, de Ricci, estrenada el año anterior, y L’Esule di Roma; por último, las dieciséis representaciones de L’Elisir d’amore, de Donizetti, compensan en cierta medida unas recaudaciones apenas superiores al 55 por 100 de las posibilidades del Príncipe, en parte explicables por la canícula madrileña. El estreno más importante del año cómico de 1831-1832 es incuestionablemente el melodrama Jocó o el Orangután, traducido por Bretón de los Herreros, en el teatro de la Cruz a partir del 28 de julio; la obra se representó veinte días, con 7600 reales de media, pero no pasó de ocho sesiones en la temporada siguiente, con 5500 reales diarios, y prosiguió su descenso hasta el final del período que estudiamos. Las dieciocho sesiones dedicadas a La expiación, también «de grande espectáculo», traducida por Ventura de la Vega, alcanzan una media de 6500 reales durante el año teatral de 1831-1832; en lo sucesivo, empero, el número de funciones que consigue la obra queda muy por debajo de las cifras anteriores, con la consiguiente disminución de las recaudaciones, incluso de las medias diarias. Ocurre lo mismo con La huérfana de Bruselas (o El abate L’Epée y el asesino), de Grimaldi, estrenada ya unos años antes, y que produce, al empezar el período que venimos considerando, 7100 reales por cada una de las ocho sesiones conseguidas. Pero la obra que destaca soberbiamente durante aquellos años, tanto por el número de representaciones como por las recaudaciones que produce, es el conocido «melo-mimo-drama mitológico-burlesco de magia y de grande espectáculo» de Grimaldi, Todo lo vence el amor o La pata de cabra, ya puesta en cartel en los años anteriores. La obra alcanza en 18311832 doce representaciones, con 6800 reales diarios; en la temporada siguiente se repone con escenificación nueva, logrando desde mediados de noviembre hasta los últimos días veintiocho sesiones, casi sin interrupción las dieciséis primeras y coincidiendo la mayor parte de las restantes con las fechas de particular disponibilidad del público debido al cese del trabajo, es decir, Navidad y Año Nuevo, o con la última semana antes de Cuaresma. No escasean las entradas diarias superiores a los 9000 reales, llegando a producir las veinte primeras sesiones unos 173 000 reales, o sea, un promedio de más de 8600, equivalente a más del 89 por 100 de la recauda-
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ción máxima posible; las veintiocho de la temporada obtuvieron un promedio de más de 8100. Y, si bien mostró el público mucho menos entusiasmo durante el año siguiente, tampoco deja de ser cierto, e iluminativo, que, de 1829 a julio de 1833, 123 representaciones de la obra produjeron 965 876 reales, esto es, un promedio de más de 7850 reales por cada representación (un 81 por 100 del máximo), lo cual pone de manifiesto una regularidad excepcional en la acogida dispensada a la obra por los madrileños en aquellos años.18 Mención aparte merece la tragedia Edipo, de Martínez de la Rosa, que obtuvo en 1831-1832 once representaciones con la importante media de 8300 reales, y seis más, con 6111 reales, un año después, a partir del cual empieza ya un descenso inevitable. Varias comedias originales o traducidas se granjean también el favor del público. Destaca en 1831-1832, con un total de catorce sesiones, aunque con entradas por lo general medianas, No más mostrador, de Scribe, arreglada por Larra, con un argumento que es el de no pocas comedias finas de los decenios anteriores, y que por ende corre la misma suerte que sus semejantes, dejando de interesar de un año para otro; Marcela o ¿a cuál de los tres?, de Bretón, con un total de unas quince representaciones y un promedio diario de 7000 reales, «aplauso que el lector imparcial —según observa no sin acierto Alcalá Galiano— encuentra difícil, pues no encontrará en ella una sola cualidad que justifique el favor del público».19 El caso es que, durante la temporada siguiente, las siete representaciones que se le dedican ya no consiguen llenar ni la mitad del teatro. En cambio, se estrena entonces la comedia ligera Los celos infundados (o El marido en la chimenea), de Martínez de la Rosa; la obra alcanza nueve días con un promedio discreto de unos 6000 reales por sesión, pero su éxito, como el de las anteriores, es también efímero: por siete días en 1833-1834, ya no se cobra más que un promedio de 4800. El fecundo Scribe, al que traducen a menudo Bretón y Ventura de la Vega, si bien con bastante mediano
18 Ricardo Sepúlveda (1888), p. 130, reproduce parte de un documento procedente del AMMC, 6-311-3, ya citado, en el que consta fueron 28 las sesiones dedicadas a la obra durante la temporada de 1832 a 1833, frente a las 24 escasas mencionadas en la Cartelera teatral… cit. en la n. 7. Sobre esta obra, consúltese además David T. Gies (1986) y (1996). 19 En Alcalá Galiano (1969), p. 117.
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aplauso, logra interesar con un vodevil arreglado por Vega, Hacerse amar con peluca o El viejo de veinticinco años (6100 reales por cada una de las once representaciones). 1833-1834: Contigo pan y cebolla, de Gorostiza (11 representaciones con 5500 reales de media), y Un tercero en discordia, de Bretón (8 días; 5700), no llegan al nivel de la anterior. Tampoco carece de interés el que se clausurase la temporada de 18331834 en el Cruz con dos series de representaciones dedicadas a sendas obras moratinianas: La mogigata y El sí de las niñas, hasta entonces «prohibidas por buenas». El 29 de enero, con objeto de destinar el producto de las entradas a la conservación de los establecimientos piadosos fundados por la congregación de actores dramáticos, se repone La mojigata en una función que consta además de un «divertimiento de baile», El payo y el soldado y el sainete Las castañeras picadas. En cinco días, esto es, hasta el 2 de febrero, se cobran 33 266 reales (promedio: 6653); pero las ocho representaciones de El sí, realizadas con el mismo fin el 5 y el 6 de febrero las dos primeras, y en el corto plazo de tres días (tarde y noche del 9 al 11) las seis siguientes, alcanzan la cantidad de 67 200 reales, o sea, una recaudación media de 8400, esto, al parecer, sin menoscabo de las entradas del Príncipe. Por otra parte, tres de las ocho sesiones producen más de 9500 reales; cinco de ellas, más de 9000; y la última del día 11 sobrepasa los 8400. El año teatral de 1833-1834 concluyó, pues, con dos éxitos: el de la Norma de Bellini y el de la obra maestra de Moratín, aunque se habían de dedicar pocas funciones más a la segunda en los meses sucesivos. El panorama de la temporada en la que se estrenan La conjuración de Venecia y Don Álvaro refleja las preferencias teatrales hasta entonces observadas, pero con la liberalización del régimen, que ya había permitido, como hemos visto, la reposición de varias comedias moratinianas, aparecen ciertas obras antes difícilmente representables debido al rigor de la censura ideológica. Ahora nos faltan, como queda apuntado, las entradas diarias, es decir, uno de los elementos indispensables para una valoración relativamente correcta de la reacción global del público frente a los programas de los teatros, pero no parecerá demasiado aventurado considerar que las obras que alcanzan unas diez o más representaciones lograron el favor de los madrileños. No extrañará, pues, que sean las óperas serias las más representadas: I Capuleti ed i Montecchi y la Norma, de Bellini, estrenada la primera dos
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años antes y la segunda, en enero del 34, alcanzan respectivamente diecisiete y dieciséis días; la «première» de La Sonnambula, del mismo autor, con diecinueve sesiones, y la del Guglielmo Tell, de Rossini, con dieciocho, dan testimonio de aquel «furor operístico» tan propio de la época. El arte de conspirar, en cinco actos, de Scribe, traducida por Larra, logra figurar en cartel quince días, de enero a marzo, y sigue interesando al público durante la temporada siguiente. Vienen luego, bastante rezagadas, dos obras que ya nos han llamado la atención: La expiación y La pata de cabra; Marcela, de Bretón, alcanza aún unas diez representaciones, cuatro de ellas seguidas. Por último, de las tres piezas que, en opinión de E. Allison Peers, «se destacan en 1834 como representativas de la rebelión romántica en el teatro: La conjuración de Venecia, de Martínez de la Rosa; Macías, de Larra, y Elena, de Bretón»,20 la última fue retirada después de tres representaciones; Macías se mantuvo cinco días seguidos y consiguió otras tantas sesiones en el resto de la temporada; y, por último, La conjuración duró quince días seguidos y otros tantos con interrupciones hasta la clausura del año cómico, y fue indudablemente la obra que más entusiasmo suscitó. Valiéndonos de los datos que se acaban de reunir, tratemos ahora de formarnos alguna idea de las preferencias tácita y, a veces, abiertamente formuladas por el público que presenció el estreno de Don Álvaro. En primer lugar, según advierten los mismos empresarios, es la «variedad lo que más agrada al público en materia de espectáculos teatrales, y el único medio de contentar a toda clase de espectadores»; así se observa en el anuncio relativo al próximo estreno de Jocó, «melodrama tan extraordinariamente aplaudido en los primeros teatros de Europa», y cuya «novedad» estriba justamente en que reúne en sí no sólo «los tres géneros cultivados en la escena, declamación, música y baile, sino […] la singular circunstancia de ser un mono de los conocidos con el nombre de orangutanes el personaje principal de la pieza». Representaba el papel de mono un bailarín francés, Mateo Alard, y tan agotadora debía de resultarle su mímica que tuvieron que suspender las representaciones el día 4 «para el descanso necesario» del actor. La partitura se debía al maestro Alejandro Pichini 20 Peers (1954), I, p. 403.
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(sic), y ocioso es decir que se había puesto mucho esmero en la realización del «aparato escénico». El 22 de febrero de 1832 se vuelve a aseverar que «ha acreditado la experiencia lo grato que son al público las funciones variadas».21 No se debe, por supuesto, infravalorar lo que dichas fórmulas tenían de meramente propagandístico: hemos podido comprobar que no pocas obras «que tanto han agradado» en anteriores representaciones no confirman tan halagüeño juicio el día de su reposición. Pero es indudable que la variedad atrae a los madrileños, y tal vez sea ésta una de las causas por las que se cambia de programa con mucha más frecuencia que en los primeros años del siglo: el Diario de 11 de octubre de 1831 anuncia que se ha suspendido la representación de la opereta El califa de Bagdad para «dar lugar a la de El último día de Pompeya»; el 3 de enero del 32 puntualiza el mismo periódico que el domingo anterior se suspendieron las de Marcela, de Bretón, a pesar de su innegable éxito, «para dar lugar a la debida alternativa de la ópera». En efecto, es testigo bastante poco objetivo de los acontecimientos el redactor de la Revista Española al afirmar, el 24 de abril de 1835, que «pasó la moda de la ópera», pues lo desmienten los hechos, pero no carece de interés su reflexión acerca de lo que llamaríamos hoy el carácter escapista del drama lírico. Bajo el absolutismo, escribe, el estreno de una de estas obras constituía un acontecimiento importante porque, no pudiendo la gente ocuparse de política, los únicos temas lícitos de conversación que le quedaban eran el frío, la lluvia, las «intriguillas cortesanas» o el teatro; hoy, añade, «hay cosas que llaman seriamente la atención». Esta última frase, al fin y al cabo, resume con bastante exactitud la impresión que produce la temporada en que se estrenó el Don Álvaro, pues entonces, en medio de la producción habitual, surgen unos temas particularmente «serios» cuyo planteamiento en las tablas era difícilmente concebible dos años atrás. Comoquiera que fuese, ni el «bel canto» ni la variedad del espectáculo pierden su atractivo de la noche a la mañana. En dos días, el 3 y el 4 de julio de 1833, la llamada «variada función», compuesta principalmente por una «graciosa comedia» arreglada por Carnerero, La cuarentena, un baile nacional y el número de un grupo de atletas, consigue en el teatro de la Cruz una media de 7350 reales; el 6 y el 7, otras dos representaciones de tipo análogo (dos obritas, La herede21 Diario de Avisos, 27 de junio, 4 de julio, de 1831 y 22 de febrero de 1832. El articulista que presentaba la obra en junio del 31 consideraba inútil «añadir que esta obra no pertenece a la literatura clásica» (esto es, a la del Siglo de Oro).
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ra y La vieja y los calaveras, con las mismas atracciones que antes)22 alcanzan unas entradas de 9660 y 9360 reales (96 y 93 por 100 del máximo). La fórmula, con algunas variantes, va reiterándose durante los meses sucesivos y sólo en contados casos (uno de ellos, sintomáticamente, la única representación en la que entra Casa con dos puertas, mala es de guardar, de Calderón) cae la participación del público por debajo del 50 por 100. Por ello, y aunque tenemos presente que ninguna obra se representa aislada, no podemos considerar sin reservas como uno de los éxitos de aquel período la comedia de Scribe traducida por Vega y titulada Las capas,23 pues las funciones en que figura son verdaderas misceláneas en las que, como en no pocos casos,24 resulta imposible distinguir la obra principal de las secundarias; lo que sí es cierto es que la «variada y escogida función», en la cual iba incluida la referida comedia, atrajo a muchos aficionados de septiembre a diciembre del 33. Era natural, por lo mismo, que al reanudarse las representaciones el 1 de diciembre, después del paro forzoso de dos meses que ocasionó la muerte de Fernando VII, se pusiese en cartel en cada teatro una función tan «variada» como las anteriores; tampoco faltó una en el teatro de la Cruz durante las fiestas de Navidad. El 1 de enero de 1834 el Diario de Avisos se hacía eco de «la predilección que el público manifiesta por las funciones compuestas de varias piezas que en diferentes géneros han sido antes de su agrado», por lo que a los pocos días se iniciaba en dicho teatro una serie de cuatro en las que entraba Hacerse amar con peluca, estrenada en la temporada anterior. La función se componía de una sinfonía sacada de una ópera; una comedia en un acto, El día más feliz de mi vida; la gran sinfonía de la ópera Guglielmo Tell; el primer acto del referido arreglo de Scribe; un «terceto chinesco»; el acto segundo de Hacerse amar con peluca, al que seguía una «sinfonía bailable», concluyendo la función con el sainete de Ramón de la Cruz, La casa de Tócame Roque.25 22 En prueba del interés que suscitaban, el artículo que dedicó Larra al «primer atleta de Europa» Mathevet «y su discípulo el señor Triat, Hércules francés» (Larra, 1960, p. 249). 23 Véase A. Rumeau ([1939]), p. 338. 24 Así, por ejemplo, cuando se representan en una misma función la opereta El califa de Bagdad y El avaro, de Molière (o Los dos sobrinos, de Bretón, El regañón enamorado o El duque de Pentievre), sin contar el baile, los trozos de «bel canto», como ocurre en 1831-1832. 25 Este programa es más o menos idéntico al esquema que propone Larra en su artículo «La vida de Madrid», de 1834: «1.º Sinfonía; 2.º Pieza del célebre Scribe; 3.º Sinfonía; 4.º Pieza nueva del fecundo Scribe; 5.º Sinfonía; 6.º Baile nacional; 7.º La comedia nueva en dos actos, traducida también del ingenioso Scribe; 8.º Sinfonía; 9.º…» (BAE, CXXVIII, pp. 39-40).
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La pata de cabra, inspirada en Le Pied de mouton, de Martainville, pero para Grimaldi «más original que muchas comedias que se venden por tales», simboliza o, mejor dicho, reúne en una sola obra esa variedad tan apetecida del público madrileño, pues se trata, según queda dicho, de un «melo-mimo-drama mitológico-burlesco de magia y de grande espectáculo». La pata de cabra, talismán regalado por Cupido al enamorado don Juan, permite que éste salga de cualquier apuro, suscitando acontecimientos a cuál más portentoso y descabellado, que suponen importantes tramoyas, con lo que se ahorra el autor el trabajo de desenredar las situaciones generadas por el tema clásico de la amante huérfana destinada por un «severo tutor» a un pretendiente aborrecido. El «inalterable genio alegre» del galán contamina toda la obra, a pesar de su intento de suicidio tan milagrosa como graciosamente frustrado. Es que, a diferencia de lo que ocurre en las comedias de magia tan gratas a los madrileños del XVIII y principios del XIX, la tonalidad general de esta obra no es «dramática», sino francamente cómica, e incluso paródica. A Cupido no le cuesta poco trabajo convencer a su protegido de que una insignificante pata de cabra merece «tanto ruido», esto es: relámpagos, «truenos horrorosos», llamas, sangre en la luna y en las aguas y demás manifestaciones de su poder («Pero hombre, ¿a quién se le ocurre?»), y la joven Leonor opina al final de la obra que aquélla fue una «idea extravagante». El nombre de don Simplicio Bobadilla de Majaderano y Cabeza de Buey basta para definir el papel de este figurón burlesco, tan linajudo como cobardón, que queda repetidamente ridiculizado por su valiente rival y por las innumerables malas jugadas de la mágica pata de cabra, provista, digámoslo así, de una imaginación sorprendente. Hay paseos aéreos, se lucha, se baja a la fragua de Vulcano y de los Cíclopes, aparecen un mago, el cancerbero, un monstruo marino, unos seres se transforman en otros, se bailan jotas (los mismos cíclopes ejecutan una danza «apropiada»), surgen de bajo tierra unos músicos, legítimos «virtuosi», a tocar un «concierto», y por fin se ríe el espectador a carcajadas. Obra ideal para una década ominosa. A pesar de la época en que se desarrolla el enredo (principios del siglo XV, váyase a saber por qué), se busca la complicidad del auditorio por medio de inofensivos alfilerazos a los músicos contemporáneos del estreno, a los cómicos, a los cantantes; un supuesto viaje a la Luna, donde «todo está al revés de acá», permite incluso censurar donosamente la afición de los madrileños a lo extranjero «en el comer, en el vestir y hasta en las diversiones
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públicas» y… ¡la necedad de los autores de comedias de magia! Hasta se alude chistosamente a una de las leyes del género, de resultas de la cual no importa, pese a los «escrúpulos geográficos», que se finja un mar en las cercanías de Zaragoza, pues «no hay magia sin su correspondiente marina». La patria potestad, por último, apenas es acatada por una joven, a todas luces simpática en su insolencia burlona y risueña, que se obstina en querer casarse con quien le parezca. La advertencia preliminar concluía con la lúcida y rotunda afirmación: «El autor de La pata de cabra no aspiró con ella a lauros literarios; sólo quiso proporcionar a la Empresa de los teatros medios de llamar gente, y nadie, por cierto, negará que ha logrado su objeto». Efectivamente, en sus Recuerdos del tiempo viejo, cuenta Zorrilla, probablemente con alguna exageración, que, por estar entonces prohibido a los españoles de provincias venir a Madrid sin una razón justificada, se visaron setenta y dos mil pasaportes por «esta poderosa e irrecusable razón, escrita en ellos a favor de sus portadores: “Pasa a Madrid a ver La pata de cabra”».26 Era muy natural, por lo tanto, que la prensa, en los días anteriores al reestreno del Edipo de Martínez de la Rosa en 1832, insistiera dilatadamente en la importancia que se daba en esta tragedia a los coros, a la música compuesta por el maestro Saverio Mercadante, autor de óperas —fuera de la acostumbrada sinfonía con que se daba principio a las funciones—, en el «numeroso y vario acompañamiento» y, cómo no, en la «decoración de forma desconocida hasta ahora en nuestros teatros». Se añade incluso que «la disposición particular de la escena para esta tragedia no permite agregarla los intermedios de baile y sainete que se acostumbra en las demás funciones».27 A primeros de julio del año siguiente, se anunciaba una reposición de la obra «con la grandiosa decoración que se construyó al intento». La ausencia de cuentas relativas a las distintas clases de localidades en los teatros no permite averiguar el crédito que merecen algunos contemporáneos al considerar que los melodramas de Ducange halagaron sobre todo el gusto del «populacho».28 Lo cierto es que Treinta años o la vida de un jugador o Quince años ha no se pueden contar entre las obras más 26 Citado por Nicholson B. Adams (1926), p. 130. 27 Diario de Avisos, 2 y 3 de febrero; citado también por Rumeau ([1939]). 28 Véase E. Allison Peers (1923), pp. 351 y 352.
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aplaudidas,29 ni tampoco, según notó ya Rumeau, las obritas del «inagotable» Scribe. Pero la frecuencia con que acuden a ellos los traductores, si bien se explica en cierta medida por la entonces lamentada escasez de obras originales, también supone una demanda por parte del público. Comoquiera que fuese, por su abundancia no podían dejar de influir en el gusto de los aficionados a espectáculos escénicos; por algo las tradujeron abundantemente algunos de los mayores comediógrafos de aquella década; por algo, también, censura Larra en la actuación de un actor en el estreno de Un tercero en discordia, de Bretón, una manera de declamar carente de naturalidad e impropia de la comedia, y mejor adaptada en cambio a «un melodrama lleno de exclamaciones y asombros».30 El desenfado con que se trata en La pata de cabra el problema del matrimonio, mejor dicho, el de los derechos de la mujer, dejando que ésta determine más o menos libremente su suerte, suena más a entremés o a sainete que a comedia fina. Bien advertía Larra que Bretón, al menos en Marcela y en Un tercero en discordia, colocaba a «las mujeres en una posición en que no están en el día en nuestra sociedad: no son ya las reinas del torneo, como en los siglos medios; nadie se sujeta a esos jurados, a esas competencias…».31 En efecto, la única escena en que Luciana, en la segunda obra citada, se somete a la autoridad del padre en nombre del «amor filial» es donosamente paródica;32 la joven logra su objetivo, que es hacer desistir al padre de su idea de casarla contra su gusto como «esos padres feroces de novelas y romances». Luciana es la que desaira a un pretendiente demasiado celoso, a pesar de haberle dado ya el sí; también rechaza a otro por excesivamente confiado; no admite ni la «esclavitud afrentosa» a que la destina el primero, ni tampoco… la falta de celos o seguridad del segundo, por lo cual se aparta el autor «de la pintura verdadera de la sociedad en que vivimos».33 También es la preocupación por la libertad e independencia lo que determina a la heroína viuda y joven de Marcela a renunciar al matrimonio con un lechuguino, un poeta y un capitán andaluz que aspiran a su mano; 29 30 31 32 33
Diario de Avisos, 8 de septiembre de 1832. Larra (1960), p. 329. (La cursiva es mía.) Ibídem, p. 328. Acto III, II. Larra (1960), p. 328.
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en esta comedia también se rechaza la esclavitud matrimonial y se reivindica el derecho de elegir al consorte. Pero, por otra parte, se muestra el autor en ambas obras partidario de un «justo medio», enemigo de «amores inconsolables» y de reacciones de amantes «de novela». Larra considera que el amante elegido por la joven de Un tercero en discordia, si bien corresponde a «una muchacha bastante fría como el autor nos la pinta», no convendría para «una mujer sentimental, exaltada, romántica, de pasiones vivas».34 Esta frase encuentra un eco paródico que la justifica en Marcela, más concretamente en la exaltada silva del ridículo poeta despechado al que «en llama voraz Amor le enciende» y que se considera «nuevo Macías», menos de tres años antes del estreno del drama romántico del mismo Larra. Paródica es también la comedia Contigo pan y cebolla, en la que Gorostiza pone en escena una de esas «niñas románticas cuya cabeza ha podido exaltar la lectura de las novelas»,35 la cual, al ver que su novio no es pobre como los de las ficciones que ella ha leído, le desama y despide, por lo que éste se finge entonces desheredado por un tío suyo y desairado por el padre de la joven con la complicidad de éste, mostrando una desesperación que despierta la pasión de Matilde. Se realiza el rapto y los amantes, ya casados, sufren todos los inconvenientes de su situación miserable hasta que se descubre la ficción y escarmienta la muchacha. Menos de dos años después se había de producir en el escenario del Príncipe el rapto sangriento de Leonor por el héroe del duque de Rivas… Otra intriga fingida por personajes que desean escarmentar al prójimo es la de Los celos infundados, de Martínez de la Rosa; aquí, gracias a una substitución de identidades, se hace reír a expensas de un marido entrado en años y celoso de una mujer joven, convenciéndosele al final de que su extravagante temor no se justifica. Hacerse amar con peluca, de Scribe, en traducción de Vega, es, como la anterior, una «piececita de costumbres sin costumbres», según definición de Larra, es decir, que en ella las situaciones cómicas no nacen de «la naturaleza de las cosas», sino que proceden de una ficción ideada por algunos personajes; en este caso, un galán se disfraza de anciano, haciéndose pasar por el propio tío momentáneamente ausente, para casar con una muchacha cuyo tutor aborrece a los jóvenes pretendientes.
34 Larra (1960), p. 327. 35 Ibídem, p. 252.
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Por una parte, pues, un teatro cómico por lo general discretamente aplaudido y de espaldas al mundo,36 en cierto modo, con enredos artificiales y gratuitos —cuando los hay—, a veces ideados por los mismos protagonistas, y en los que domina la fórmula. Se divierte al público con el eterno problema, tratado con ligereza, de la libertad de los jóvenes casaderos o de la autoridad paterna o marital, lo cual permite tal vez esquivar u olvidar el más actual de la obediencia y autoridad a más alto nivel. Por otra parte, una boga indudable de la ópera y del «bel canto», escanciadores de ensueño, y una propensión no menos cierta a apreciar, o seguir apreciando, lo aparatoso y efectista tanto en las puestas en escena como en los argumentos, requisitos todos que explican el éxito de las llamadas obras «de grande espectáculo» —incluso tragedias como el Edipo— y el frecuente recurso de los traductores al melodrama de allende el Pirineo, si bien éste, según observa también una nota de la empresa de teatros publicada en El artista (19 de julio de 1835), va perdiendo parte de su atractivo; un melodrama que acaba siempre con el castigo de los malvados y que ofrece al pueblo las emociones de la violencia y crueldad relacionando la desdicha con causas no históricosociales, sino meramente naturales y morales:37 una lección de conformismo moral más eficaz, según Nodier,38 que la del púlpito. Por último, una sed de variedad y novedad que induce a reunir en una misma función, o incluso en una misma obra, distintos géneros teatrales, según hemos observado, y de la que es buen ejemplo el mismo melodrama, pero también la no menos híbrida Pata de cabra. Por tanto, bastante acertado parece el diagnóstico de la empresa teatral, según el cual la dificultad de «acertar con los medios de satisfacer las exigencias del público […] nace principalmente de la inestabilidad de gustos y opiniones que lleva consigo la época de transición en que nos hallamos».39 Tales eran las preferencias del público, o de los distintos públicos, de Madrid cuando sobrevino la muerte de Fernando VII el 30 de septiembre de 1833. La consiguiente liberalización del régimen, la abolición de la cen-
36 Es lo que insinúa Larra, con no poca cortesía, a propósito del teatro de Bretón en el artículo relativo a Un tercero en discordia. 37 A. Ubersfeld (1977). 38 Prólogo a Théâtre choisi de Pixérécourt (1841), citado por Ubersfeld (1977). 39 El Artista, II, 34-35. Véase el índice de la revista publicado por Simón Díaz, Madrid, 1946, p. 107.
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sura eclesiástica y la del juzgado de protección de los teatros ¿modifican el ambiente en que se ha de desenvolver el año cómico inmediatamente posterior, el del estreno de Don Álvaro? En primer lugar, llama la atención la afinidad de los títulos de las dos obras entonces más representadas, El arte de conspirar y La conjuración de Venecia. Después de la «ominosa década» no podía dejar de interesar en las tablas la representación de las intrigas encaminadas a derribar un gobierno opresivo. Y el caso es que, a este respecto, no es inferior la comedia de Scribe y Larra al drama de Martínez de la Rosa, pues son varias en aquélla las facciones de conspiradores, entre los que figuran la misma reina madre40 y representantes de los distintos estratos de la jerarquía social, no todos desinteresados, por cierto, pero sí manejados por un maestro en aquel «arte». Por otra parte, aunque se concede en El arte de conspirar menos importancia a la creación de un ambiente y a lo espectacular que en La conjuración, no faltan ni los sobresaltos, ni las irrupciones del pueblo en armas, ni las escenas de tumulto callejero (en parte relatadas y en parte representadas, es de suponer que con los escasos medios habituales), ni las traiciones. Como en La conjuración de Venecia o en varias óperas serias, se está esperando la ejecución de un reo de muerte con el patetismo propio de tales escenas, y, al final, la pareja contrariada en sus amores por socialmente desigual acaba logrando la dicha que es denegada, en cambio, a los héroes de Martínez de la Rosa, de Macías y de Don Álvaro. Si bien nos sitúa su argumento en una época mucho más reciente que la de La conjuración de Venecia o la del Macías, el drama de Rivas, en cambio, queda menos inmerso que los anteriores en la coyuntura políticosocial inmediata. Los conjurados de Martínez de la Rosa, por muchas precauciones que tome el autor para atenuar las consecuencias ideológicas de la rebelión, denuncian y combaten la opresión política; el héroe de Larra desafía a la autoridad tiránica del maestre de Calatrava; don Álvaro, por el contrario, ejemplifica la obediencia al rey, cuya orden relativa al duelo ha quebrantado a pesar suyo (como el Torcuato de El delincuente honrado), y se niega a deber su libertad a una rebelión de sus partidarios. En cierto modo —si exceptuamos el rapto premeditado de Leonor—, las infracciones del héroe de Rivas, sus homicidios, son cometidos todos a pesar suyo, 40 Mejor dicho: viuda y suegra del monarca incapaz de reinar.
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o, mejor dicho, debidos al «sino» por el que todo le sale al revés;41 La Abeja del 10 de abril de 1835 advertía, por su parte, que el autor hubiera escrito una obra más «filosófica habiendo creado y desarrollado un carácter que produjese más efecto, siendo al cabo víctima de su impetuosidad, que no habiendo inventado lances que siempre compelen a obrar de tal o cual modo al protagonista». Rebelde «malgré lui», don Álvaro busca incesantemente la integración a la clase que le rechaza, primero, por supuesto advenedizo42 y, luego, por homicida, y, durante tres actos, la muerte, bien física o figurada —me refiero al retiro en el convento—. A pesar de la inevitable desgracia final que sufre la pasión del héroe y de Leonor, como las de Macías y del Rugiero de Martínez de la Rosa, el drama de Rivas es más bien la historia de una venganza sufrida por el protagonista que la de sus amores. A diferencia de lo que ocurre en el desenlace de las otras dos obras, en que la muerte de los amantes, voluntaria o impuesta por los «malvados», equivale al fin y al cabo ya sea a un triunfo, incluso a un desafío como en Macías («Es mía / para siempre…») o, cuando menos, a una denuncia de tipo reformista-sentimental como en La conjuración, la de don Álvaro es el postrero de una serie de fracasos: el suicidio, la autodestrucción, es el último acto de un vencido, no el de un rebelde; expresa una falta total de perspectiva. Por otra parte, el drama del duque de Rivas, más que los de Larra y Martínez de la Rosa, cumplía otros requisitos propios para atraer a los aficionados: las quince o dieciséis decoraciones —ya quedan muy atrás las «cinco decoraciones nuevas en un día, y ¡qué decoraciones!», que entusiasmaban a Larra43 el día del estreno de La conjuración— hacen del Don Álvaro una obra de «grande espectáculo»; así se la califica en el Diario Mercantil de Valencia (21 de mayo de 1837).44 Es más; el drama no pudo estrenarse el 21 de marzo del 35, según el Eco del Comercio del mismo día, porque no presentó «el ensayo general que de él se hizo anoche la seguridad que requiere el complicado juego de sus principales escenas». En los días del estreno de La conjuración se advertía que excepcionalmente habían de durar los entreactos más de lo que solían debido a los cambios de unas
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R. Marrast (1972), p. 498, habla incluso de pasividad a propósito de don Álvaro. Véase el interesante trabajo de W. T. Pattison (1967). Larra (1960), p. 387. Citado por Jorge Campos, «Introducción» a Rivas (1957), p. L.
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«complicadas decoraciones»; en el caso del Don Álvaro, se publicó el 22 de marzo una nota en el Diario de Avisos: Cada acto de este drama tiene dos o más decoraciones que deben cambiarse a la vista del público. Sin embargo de estos cambios, el uno en el primer acto y el otro en el segundo, no podrán verificarse sino a favor de un telón supletorio… Esta operación habrá de interrumpir por algunos momentos la acción de los dos actos indicados; inconveniente grave que no hubiera tolerado la empresa a haber encontrado medios de vencer las dificultades que se le han ofrecido en el actual estado de nuestros escenarios.
El drama de Rivas explota sistemáticamente, con la variedad y riqueza de las decoraciones, un medio eficaz de atraer a la multitud.45 Se ofrecía al público una serie de cuadros de género animados, por lo que salían al escenario todas las clases y estados, seglares, militares, religiosos; música popular y sagrada; manifestaciones clásicas, por decirlo así, del más allá (truenos y relámpagos); estrépito marcial; escenas multitudinarias (dentro de los límites de la compañía); escenas enteras propias de una comedia contemporánea, o incluso aureosecular; otras, melodramáticas. Si no se nos ofrece un lance sepulcral o un interrogatorio, no faltan, sin embargo, ni el arresto y encierro del reo en el cuarto del oficial de guardia, ni la muerte aparatosa entre el miserere y los truenos, precedida de cuatro homicidios. La obra es, pues —según el Eco del Comercio, poco favorable, lo concedo—, «una linterna mágica donde se ve de todo».46 Y, no obstante, el Don Álvaro tuvo indudablemente un éxito inferior al de La conjuración o incluso al de la comedia-drama de Scribe, que no se puso en escena con tanto lujo y aparatosidad. «Románticamente romántico», comentaba el Correo de las Damas,47 por cierto no muy aficionado a la obra, que añade a modo de justificación: «los personajes son muchos, los lugares de la escena varios, los géneros distintos de metros en que está escrito tantos acaso como pueden salir de la acreditada pluma del señor duque». Lo que interesa destacar en este juicio contemporáneo del drama es el valor superlativo de la calificación y la leve ironía que entraña, es decir, algo así como la denuncia apenas velada de un formalismo excesivo. Ya obser-
45 Marrast (1972), p. 499. 46 24 de marzo de 1835. 47 22 de marzo de 1835.
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va Marrast que Rivas aprovecha los mismos medios externos de que se valió, «con más moderación y timidez»,48 Martínez de la Rosa. Pero, ¿y La pata de cabra?, se dirá. Esta obra requería en efecto una docena de cambios de decoración —¡menos que el Don Álvaro!— y no pocas tramoyas destinadas a fingir portentos y prodigios; la diferencia, empero, importante en mi opinión, es que en ella la inverosimilitud y exageración de los lances eran un requisito indispensable, adecuado a la tonalidad francamente cómica y burlesca del ambiente en que se producen.49 Los estudios dedicados al Don Álvaro han hecho hincapié en la impresión de extrañeza que cundió a raíz del estreno del drama. Nicomedes Pastor Díaz lo expresa reiteradamente al escribir que el público lo recibió primero «con asombro, después con largos y estrepitosos aplausos. Todos los teatros de España reprodujeron este drama singular, que sigue representándose y excitando siempre la admiración, el interés y la sorpresa»;50 el Diario Mercantil de Valencia lo calificaba de «tan extraña romántica composición»;51 Mesonero recuerda en el Semanario Pintoresco de 1842 que «los inteligentes disputaron sobre su enormidad» y que algunos lo miraron como un «monstruo dramático»;52 la «extrañeza» fue también lo que según Alcalá Galiano caracterizó la reacción de muchos espectadores del estreno, y añade el amigo del duque que, al caer el telón, «fueron más los desaprobadores que los aprobantes» porque dicha «composición estraña […] sorprendió al auditorio, poco acostumbrado a espectáculos de semejante naturaleza»;53 a Cueto le acometió también la «sorpresa» ante las «extrañas formas» de «esta composición singular».54 Lo que sorprendió en particular fue cierta falta de verosimilitud de los mismos lances (la «casualidad» de la muerte del marqués, la vuelta de don Álvaro en disposición de combatir cuando en la escena anterior estaba en peligro de muerte)55 y de su con48 Marrast (1972), p. 499. 49 «Dice el Eco [a propósito del Don Álvaro] que el autor ha llevado el horror en su último acto hasta el punto de repugnar y de tocar en lo ridículo» (Campo Alange, en El artista, 29 de marzo de 1835). 50 Peers (1923), p. 71. La cursiva es mía. 51 17 de octubre de 1835, citado por Peers (1923), p. 72. 52 Ibídem, p. 399. 53 Revista Española, 25 de marzo de 1835. Véase más adelante, n. 69. El subrayado es mío. 54 El Artista, III, pp. 196-108 y 110-114 (véase índice de Simón Díaz). 55 Referencias en El artista, 29 de marzo de 1835, y en el citado índice de la misma revista, p. 57, respectivamente.
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catenación («una reunión de escenas inconexas», dijo uno; «nadie puede inferir de las escenas antecedentes la progresión del argumento», afirmó otro).56 Se reparó además en la multiplicación —incluso, «exceso»— de los incidentes, que Cueto relacionó con la «imaginación fogosa y productiva» del autor, advirtiendo que el argumento del drama de Rivas «es la reunión de los sucesos más interesantes de la vida de un desgraciado»;57 también se censuró a menudo la extensión demasiado importante de la obra, y en particular la de algunas escenas y diálogos, por lo que el autor, según fueron anunciando los periódicos en los días sucesivos, tuvo por conveniente practicar cortes en el texto. En pocas palabras, el Don Álvaro, por su novedad, por su «monstruosidad», resultaba para muchos inclasificable. Por otra parte, de las características que acabamos de exponer se infería que el argumento necesitaba, en opinión del ya varias veces citado Cueto, «para desenvolverse completamente, límites menos estrechos que los de un simple drama»; el periódico La Abeja formulaba esta impresión en términos parecidos, diciendo que era «más propio para la narración que para el movimiento, esto es, mejor para una novela que para un drama».58 Estas observaciones, que recuerdan los reparos de los neoclásicos a las comedias «populares» del XVIII, permiten comprender hasta qué punto perduraba en la intelectualidad madrileña, incluso en los medios relativamente favorables a la nueva escuela, la influencia del «buen gusto», o de las «preocupaciones», según decían otros. Pero, por lo mismo, es lícito pensar que la mayoría de los espectadores, la que no tuvo la oportunidad de expresar sus preferencias por medio de la prensa, aunque lo hizo anónimamente asistiendo a las representaciones, debió de apreciar lo que en otros suscitaba no poca extrañeza e incluso reprobación. Se suele citar a propósito del Don Álvaro la conocida frase de Menéndez y Pelayo que considera el drama de Rivas, «a no dudarlo, el primero y más excelente de los dramas románticos, el más amplio en la concepción, y el más castizo y nacional en la forma».59 Teniendo en cuenta el contenido particular dado por el ilustre crítico a estos dos conceptos, parece en
56 Referencias en La Abeja, 10 de abril de 1835, y El Artista (índice, p. 56). 57 El Artista (índice, p. 56); véase además la n. 69. La representación duraba cerca de cuatro horas, según el Eco del Comercio. 58 La Abeja, 10 de abril de 1835. 59 Menéndez y Pelayo (1942a), p. 269. La cursiva es mía.
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parte acertado su juicio, pues no pocas escenas del drama de Rivas recuerdan, y a veces incluso tratan de imitar, a la comedia aureosecular. No me refiero únicamente a las décimas del famoso monólogo del héroe, que se vienen comparando a las de Segismundo en La vida es sueño, sino más bien a aquellas escenas en que dialogan don Álvaro y don Carlos; también a la octava de la jornada tercera, en la que el monólogo del último, con su lucha entre argumentos contrapuestos y su solución de tipo casuístico, nos trae a la memoria uno de los muchos que se dan en las comedias calderonianas; y, por último, a las escenas finales, en que se oponen don Alfonso y el protagonista. Y no hablemos de la dialéctica desencarnada del honor y de la venganza, como la gastan los hijos del marqués de Calatrava, si bien don Álvaro la califica de «ciega demencia» y Alcalá Galiano de «preocupación», es decir, concretamente, de forma ideológica atrasada. La definición que el amigo del duque nos da de don Álvaro en una página de la Revista Española del 12 de abril, la de un hombre criado entre bárbaros y cuyas pasiones violentas, aún no desgastadas por la vida en sociedad, chocan con las pasiones «frías y raciocinadas e inmudables» de la misma sociedad, si bien evoca el tipo romántico del marginado, no por ello dejaría de convenir para el Segismundo calderoniano, también criado en una «cárcel» y dominado por el «impulso del momento». Y todo esto en una época en que ya no interesan mucho en el teatro las obras del Siglo de Oro, según hemos comprobado al examinar las reacciones del público de 1831 a 1835: a los pocos días de estrenada Lucrecia Borgia, de Víctor Hugo, en julio de 1835, escribía Campo Alange que «las producciones de nuestro teatro antiguo han ido perdiendo su prestigio, hasta el extremo de ejecutarse ya en estos últimos años casi siempre para tan reducido número de espectadores que podían contarse en una ojeada».60 Concluye Alcalá Galiano que el héroe de Rivas es «una idea metafísica…; una idea y nada más»,61 valiéndose de una expresión no muy diferente de la que usó Larra al definir a su Macías: «un hombre que ama y nada más»; es decir, que el amigo del dramaturgo se dio cuenta de que, aun considerando la época —no muy lejana— en que se sitúan las escenas, don Álvaro, a diferencia de un Rugiero, por ejemplo, no despedía un eco lo suficientemente audible a las preocupaciones de los madrileños, en 60 El Artista (índice, p. 107). 61 Revista Española, 12 de abril de 1835.
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cualquier caso de los más cultos, como para que éstos se identificaran por completo con él, lo que equivale a decir que carecía, para ellos, de cierta autenticidad y familiaridad. Escribía Ochoa: «los que analizan el Don Álvaro escena por escena, verso por verso, buscando el pensamiento que ha presidido a su composición, se parecen al cirujano que hace la anatomía del cuerpo para buscar el alma»; «es la realización de algún pensamiento profundo de su autor ¿quién sabe?», añade;62 de ahí a afirmar que no hay ni alma ni pensamiento bien definido, o sea, que la obra es «misteriosa», hay poco trecho: Cueto la consideraba, en El Artista, «hija de una inspiración cuyo origen no se conoce»; por lo mismo, nada tiene de casual que la Revista Española sea incapaz de definir el «concepto poético de que es hija la composición». El 25 de marzo, la misma revista trataba de explicar que el héroe estaba «lleno de ideas poéticas, vagas, ambiciosas, obscuras, personificación de ciertos sueños fantásticos: figura de contornos inciertos y vaporosos como son los cuadros de Scheffer». Esto creo que desorientó a parte del público, más, en todo caso, que las «libertades» que censuraron en la obra varios periodistas o escritores fundándose ya en las «leyes del buen gusto» —según Campo Alange—, en la verosimilitud o en la moral. Fue aquel «carácter enteramente fantástico» —indefinible lo considera Cueto, valiéndose de la misma palabra que emplea Ochoa para calificar el drama— de don Álvaro, la «inspiración o demencia consiguiente a este carácter», aunque, muy significativamente por cierto, el actor Luna no logró en la primera representación interpretarlo bien.63 La rareza del personaje debía de proceder también de su lenguaje, a veces «altivo, figurado», que Alcalá Galiano relaciona con sus orígenes, con su calidad de hijo de una descendiente de los incas, del «tono declamador y enfático» que censura también el Eco del Comercio;64 don Álvaro debería expresarse, en efecto, según La Abeja del 10 de abril, «con más sencillez y laconismo». Críticas basadas indudablemente en el «buen gusto» más o menos clásico, opuesto a la intrusión en la poesía dramática de la pompa lírica que, según los partidarios de la obra, correspondía por el contrario al alma grande —además de exótica— que es el héroe del duque de Rivas. Pero una vez más nos quedamos con la impresión de que, si bien «estamos —según escribe Alca-
62 El Artista, I, p. 177. 63 Campo Alange, en El Artista, 29 de marzo de 1835. 64 24 de marzo de 1835.
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lá Galiano— en 1835 y no en 1820 ni en 1808 ni en 1790»,65 el problema suscitado por el nuevo drama se plantea con términos nada nuevos y que con toda probabilidad no debió de afectar más que a una minoría culta. Don Álvaro no fue, pues, «a stupendous success»,66 pero sí formó parte de las obras originales que descollaron en su época, época de transición e inestabilidad en la que podía escribir Eugenio de Ochoa: «sentimos que nos hace falta algo, pero no sabemos qué; sólo estamos seguros de que esto que nos hace falta no es lo que hemos tenido hasta aquí».67 La liberalización del régimen, sin modificar profundamente las preferencias de la mayoría del público, favorecía, e incluso hacía necesaria para algunos, una renovación dramática. Muchas veces se postula, después de Hugo pero tal vez con más superficialidad, la equivalencia romanticismo-liberalismo o, cuando menos, libertad política. La frecuencia con que se recurría a las traducciones del francés para abastecer los teatros madrileños indujo tal vez a pensar que el género aplaudido a través del Don Álvaro, pero también criticado, era más extranjero que nacional: la empresa teatral publicó el 18 de julio un comunicado en el que afirmaba la necesidad de dar a conocer a los madrileños, por medio de traducciones, las obras maestras de la «novísima escuela francesa», empezando por Lucrecia Borgia, después de observar «con suma atención el efecto producido por Don Álvaro y otros pocos dramas originales escritos en el gusto de la indicada moderna escuela».68 Lo cierto es que la primera redacción del drama de Rivas iba destinada al público parisiense; también lo es que se presentó al Don Álvaro, y se reaccionó después del estreno, como si se tratara de un género «revolucionario» y, al menos en parte, venido de fuera. Por algo parecen disculpar su «rareza» Alcalá Galiano —si es que de él se trata—69 y otros que comparten más o menos sus preferencias, refiriéndose a «sus resabios de espa65 O. c. en la n. 53. 66 «Not precisely, one would say, a stupendous success» (Peers, 1923, p. 73). 67 Crítica de Mérope, de Bretón (El Artista, 1835, p. 216). 68 El Artista (índice, pp. 107-108). 69 Revista Española, 25 de marzo de 1835. Desde la publicación de «Ángel de Saavedra, duque de Rivas: A Critical Study» (véase n. 2), en que Peers, aunque sin mucha convicción y siguiendo a Lomba y Pedraja, «se inclina» a pensar que el artículo del 25 de marzo impreso en esta revista es, como el del 12 de abril, de Alcalá Galiano (p. 75) y no de Larra, como opinaba Azorín con su «impresionismo» habitual, se ha venido considerando acertada dicha atribución. No obstante, F. Caravaca (1961), p. 28, si bien cree «forzoso admitir que fue obra de Alcalá Galiano» el del 12 de abril, pues nadie sino él podía escribir «ayudé
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ñola antigua y sus señales de extrangería moderna»; el amigo del duque añadía que se estaba en presencia de «una cosa en parte imitación de nuestras vegeces, y en parte remedo de estrañezas del día y de tierra estraña»,70 concluyendo con que era, por lo mismo, «una cosa de nuestros tiempos». «Imitación», «remedo»: dos palabras reveladoras, y que lo serían aún más si supiéramos con absoluta certeza que quien las empleó y quien afirma con razón que vio «nacer y crecer» aquel drama fueron una misma persona. Para el público madrileño, en su mayoría, lo que importó al parecer fue la excepcional variedad y el efectismo de los procedimientos empleados por un autor tal vez más deseoso de ensayar una fórmula que de expresar una filosofía, y cuya libertad formal, desde el punto de vista estético, era más aparatosa que el «mensaje» ideológico de su obra, si es que lo hay más que en forma prudentemente general, «incierta» o «metafísica», como dijera Alcalá Galiano. Lo cierto es que el Don Álvaro contribuyó a abrir paso a una literatura dramática que, todo bien mirado, era mucho menos «extrangera» y mucho más «española» —aunque no tan «antigua»— de lo que opinaban algunos contemporáneos, no siempre buenos conocedores de la producción literaria de fines del siglo XVIII71 y separados de ella por las sucesivas conmociones políticas que sufrió el siguiente. a su nacimiento» al referirse al drama de Rivas, se niega en cambio rotundamente a atribuir al amigo del duque las «palabras despectivas» que se imprimieron el 25 de marzo, es decir, a raíz del estreno de la obra. En efecto, el que se trate el 12 de abril de un «segundo artículo» no significa necesariamente que el autor de éste sea también el del anterior. Por otra parte, tampoco es negable que el tono de cada uno sea distinto, pues el 25 de marzo el redactor se expresa a menudo con cierto desenfado, a veces incluso con una leve ironía; además, según vamos a ver a continuación, ¿cómo era posible que un amigo entrañable del duque, que vio «nacer y crecer» aquel drama, según escribe en abril, se atreviera a afirmar el 25 de marzo que una parte del Don Álvaro es «imitación» y otra «remedo»? Las críticas favorables al drama nuevo también contienen algunos reparos, por supuesto, y también aluden a los que formularon algunos espectadores al concluir la representación e incluso antes de caer el telón; a la «idea metafísica» a que se reduce el Don Álvaro, según Alcalá Galiano el 12 de abril, le hace eco la siguiente frase del 25 de marzo: «en ella no está el interés en la trama, sino en la realización del concepto poético de que es hija la composición». Pero carecemos aún de argumentos irrefutables para confirmar o rebatir la atribución a Alcalá Galiano del artículo del 25 de marzo, de manera que no tendremos más remedio que contentarnos con la hipótesis, algo frágil y es de esperar que provisional, de que debió de ser el amigo del duque el que, a raíz del estreno en que «fueron más los desaprobadores que los aprobantes», trataría de disculpar al autor siguiéndoles en cierta medida el humor a sus detractores. 70 Cueto define el drama de Rivas como «eco de nuestro teatro y del romanticismo moderno» (El Artista, índice, p. 56). 71 Léase, entre otros estudios, Russell P. Sebold (1979).
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V. LA REFORMA
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LA REFORMA TEATRAL DE 1799-1803* En su memorial a Godoy redactado el 20 de diciembre de 1792, Moratín enumeraba los obstáculos más aparentes que en su opinión estorbaban la difusión del teatro neoclásico: Para el examen y admisión de las piezas que han de representarse interviene el Corregidor, el Vicario, un Censor que nombra el Vicario, otro Censor nombrado por el Corregidor, otro Censor religioso de la Victoria, y además de éstos, el Autor de la compañía, el Galán, la Dama, el Gracioso; cualquiera de ellos se halla con derecho de juzgar la obra y desecharla o admitirla según le parece. De aquí resulta que no hay obra de mérito que no sea despreciada, que no se tache, altere o desfigure con atajos y correcciones hechas por quien no
* Para publicar la traducción castellana de mi estudio de 1970, Sur la querelle du théâtre au temps de Leandro Fernández de Moratín, bajo el título: Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII, Madrid, Castalia, 1976 (2.a ed., 1988), me comprometí, con escaso entusiasmo y a cambio de la corta ventaja de efectuar algunas enmiendas, a reducir, por razones editoriales, el texto original a unas quinientas cincuenta páginas. Traté de compensar en parte la poda trasladando varias frases o párrafos suprimidos a una serie de notas, que, por estamparse en letra de cuerpo más pequeño, les podían dar cabida sin excesivo perjuicio del volumen global de la publicación. Como consecuencia negativa, podía resultar más difícil seguir el hilo del discurso, y quedar por lo mismo aminorada la eventual capacidad persuasiva de alguna argumentación, porque leyendo no siempre se suele pasar de una llamada a la nota correspondiente (la cual sirve las más veces de mero complemento o aclaración, cuando no de simple referencia), y esto, precisamente —¡es círculo vicioso!—, por no interrumpir la continuidad de la lectura, máxime cuando dichas notas vienen a final de capítulo. Más que otros, el «chapitre X» y último del citado libro francés, intitulado «La réforme», tuvo que sufrir las desventajas de mi discutible subterfugio aplicado a los anteriores, por lo que pasó de «capítulo» a simple «epílogo», y de casi sesenta páginas a trece, quedando reducida la historia de la temeraria empresa neoclásica a un resumen que no permite apreciarla en toda su complejidad. Por añadidura, se comprenderá perfectamente que fuesen pocos los que se animaron a leer hasta el «finis coronat opus» —es
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La reforma tiene la menor inteligencia de esto, y que no cueste imponderables dificultades el hacerla ejecutar en los teatros, cuando, por otra parte, no hay desvarío, indecencia, absurdo ni abominación que no se apruebe y represente.1
Dicho de otra forma, se trataba de motivos de carácter político y religioso, por una parte, administrativo y económico por otra. Empecemos por éstos. Muchos son los escritos de la época en que se denuncia la «tiranía» de las compañías en lo relativo a composición de programas. Directamente afectado por esta situación, pues da a entender que también él es dramaturgo, el anónimo autor del Discurso crítico sobre el estado de nuestra escena cómica, dirigido poco después de 1790 al corregidor Armona,2 escribe voz adecuada en este caso—, un volumen de setecientas páginas escrito en una lengua extranjera (y conste que, por mi parte, celebré la reciente traducción al castellano del Spanish Drama of Pathos, de I. L. McClelland, cuyos capítulos más interesantes para mí me ayudó afortunadamente a entender en su tiempo un colega anglista de mi universidad); de manera que, al referirse a aquellos acontecimientos, siguen utilizando los estudiosos, con razón, desde luego, pero exclusivamente, el trabajo de Emilio Cotarelo —el cual dedica al tema parte de tres capítulos de su Isidoro Máiquez, con documentación de primera mano pero fluctuante serenidad, digamos—, y varios artículos al respecto, también interesantes, entre ellos el de José Subirá (1932b), que aprovecha abundantemente el libro de don Emilio y el de Cánovas del Castillo, con un arte consumado de confesarlo como si fuera de pasada. Si se añade que, como consecuencia de ello, cuando se me hace el honor de citarme es a partir de las ediciones castellanas de mi libro, lo cual tiende, involuntariamente, a acreditar la anterioridad de otros que en realidad vinieron después —me refiero en particular a las notas de bibliografía cronológica sobre un determinado tema relativo al teatro del XVIII—, creo conveniente proponer en las páginas que siguen la traducción del citado capítulo sobre la reforma del teatro, con las eventuales, aunque pocas, modificaciones o complementos que hacen naturalmente necesarios los estudios más recientes, en un intento, normal y legítimo en mi opinión, de dar a conocer mis aportaciones personales al tema así como mis errores (incluso los cometidos aún en Teatro y sociedad…), y reivindicar la autoría de unos y otros. Resulta que son en total más de cuarenta páginas «nuevas», las cuales formaban el núcleo del capítulo primitivo. No se me oculta por lo mismo que con esta traducción me expongo otra vez al riesgo a que antes me refería, y, como suele ocurrir ya con la de los capítulos anteriores, a que se considere en adelante el estudio referido no como de 1970, ni siquiera de 1976 ó 1988, sino de… ¡2005! Sea todo por Dios, y lo que Él quiera… 1 Moratín (1973), p. 142. 2 En Borradores de Armona, BNM, ms. 18475 (1 a 3); publicado en apéndice a las Memorias cronológicas sobre el origen de la representación de comedias en España (1785), del corregidor de Madrid, por E. Palacios Fernández, J. Álvarez Barrientos y M. del Carmen Sánchez García (eds.) (1988), pp. 292-303. En un artículo reciente, J. Herrera Navarro (1996a) aventura, con la debida cautela, la autoría de Gaspar Zavala y Zamora, fundándose en particular en una frase del autor,
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indignado que bastaba con una sola lectura de la comedia, a veces escasamente atendida, para que fallasen los actores; y esto en los casos más favorables, porque la protección de una «parte principal de la Compañía» —difícil de contrariar— podía ser determinante tras una lectura fragmenindudablemente dramaturgo y buen conocedor de los entresijos del teatro, en la que parece atribuirse una obra cuya decoración había de ser un templo con la estatua del dios Brahma que unos tramoyistas poco mirados (o, más bien, escasos de medios) sustituyeron por una de Júpiter. Pero la comedia en que se da esta circunstancia, El imperio de las costumbres, traducida de Lemierre por don Gaspar, no se estrenó hasta unos diez años más tarde, en noviembre de 1801 (el otro título, o subtítulo, era La viuda de Malabar, y se expone en ella el drama y la dicha final de Lanasa, que tiene que seguir en la muerte a su difunto marido, con arreglo a una notoria y piadosa costumbre); además, si la protagonizan también un Joven Bracman y un Gran Bracman e invoca éste una vez al «formidable Bram[m]a», calificado por el otro de «ídolo soez», no aparece en cambio ninguna estatua del dios, pues solamente se menciona la fachada de una pagoda en el foro en el acto cuarto; tanto en el texto impreso, que obra en mi poder, Barcelona, Piferrer, s.a., como en el manuscrito conservado en la BNM, sign. 16367, copia de la edición de Madrid, Ramón Ruiz, 1801, datos éstos a que se refiere. Por otra parte, el recordar el anónimo la propia experiencia («[…] Lo que ha pasado por mí mismo») no significa necesariamente que el ejemplo aducido a continuación, o sea, el de Brahma, corresponda a una obra suya —si bien conviene admitir que no era muy corriente, ni mucho menos—, pues se trata del primero de una serie de anacronismos, evocados por medio de una misma estructura gramatical («[…] pide el drama […] y [el tramoyista] nos presenta […]»; «… pídese un salón […] y […] nos presentará…»), siendo los demás unos reyes godos, unos lictores o cónsules que salen vestidos unos a la chamberga, otros de «simples romanos»; no entiendo bien lo de «si se ofrece un terraplén o unas trincheras»; ¿acaso sustitución inadecuada de éstas por aquél y viceversa? Esto sí, en cambio, suena a comedia heroicomilitar a lo Zavala de 1790 para atrás; me refiero a las tres partes de Carlos XII; en cuanto a godos, se puede pensar en Aragón restaurado por el valor de sus hijos; y en La destrucción de Sagunto, son contemporáneos de los romanos los personajes…; pero no me parece suficiente. Emilio Cotarelo, en su Isidoro Máiquez (1902, p. 123) se refiere brevemente, y sin mencionar el origen del documento, a un plan del referido Zavala, pero los pocos pormenores que da, entre ellos el proyecto de un Gran Teatro para ópera, otro denominado Teatro culto, para tragedias y comedias a la francesa, y otro Teatro antiguo, para las obras del Siglo de Oro, no se corresponden con el texto que estamos examinando. El minucioso análisis textual de Herrera Navarro, tendente a demostrar que el anónimo era, como don Gaspar, un autor profesional que no podía contentarse con la fama, sino que aspiraba a vivir de su trabajo, de su oficio, digamos ya, de escritor (a «la dura constitución de atenerse al lucro de sus obras» se refiere éste), resulta indudablemente muy atractivo, pues en el citado texto se insiste reiteradamente en este aspecto material, financiero, de la actividad del dramaturgo y en la consiguiente necesidad de calcular una remuneración suficiente sin la que no podrá vivir desahogado ni, por consiguiente, adelantar, de manera que se diferencia este enfoque de la visión «aristocrática o lúdica de la literatura». Sin embargo, me parece demasiado rotunda la conclusión acerca de la «vinculación ideológica de este autor con los postulados del liberalismo económico», que «supone considerar el trabajo intelectual de creación literaria como incluido en el proceso económico general de producción
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taria puramente convencional. En su diario íntimo apunta Leandro Moratín unas visitas al domicilio del apoderado Antonio Pinto, con el que mantiene buenas relaciones, para leerle La mojigata y El sí de las niñas en prede bienes». Sin remontarnos al conocido «discurso» feijoniano sobre «honra y provecho de la agricultura» en el Teatro crítico, la idea de que todos anden «en busca del oro o del incienso» (si bien se agrega después que primero es el oro) se halla también, en 1797 y en forma de axioma, en el capítulo del plan de Díez González intitulado Gratificación de los poetas drammáticos («El honor o el interés son los móviles de las accones del común de los hombres»), y antes, casi seguramente por influjo del mismo don Santos, en el examen del plan de Moratín efectuado por el corregidor Morales de orden superior en octubre de 1793 («Dos son los principales resortes del corazón del hombre, a saber, honores e intereses»); en 1769 escribía ya Nipho en su Idea Política y Cristiana para reformar el actual teatro de España…: «Sobre dos polos no más circula el espíritu de los hombres ingeniosos o aplicados: sobre el honor o sobre el interés, y a veces sobre uno y otro, bien que por lo general el interés gana todos los deseos»; además, la palabra «producción» aplicada por el anónimo a la creación literaria se documenta ya en el Diccionario castellano de Terreros. En cualquier caso, la evocación de la «dura constitución…» o «dolorosa constitución…» en que se halla el poeta, el que casi siempre sea éste la víctima de los abusos denunciados, todo apunta, eso sí, hacia la identificación del autor como proveedor de los teatros. Pero la crítica a la «barbarie» de la escena española, el considerar el teatro como «escuela pública de costumbres» frente a los «innumerables fanáticos o idiotas» que lo tienen por «un mero y pernicioso pasatiempo», la denuncia frecuente de la «monstruosidad» de muchas obras dramáticas, el clásico lema de «instruirle y deleitarle» al público los dramáticos «regulares», la inadmisible arbitrariedad de los cómicos en la elección de las obras y el remedio a ese mal, esto es, la necesidad de tratarlos con rigor y severidad, imponiéndoles el comediógrafo su propio reparto de papeles, el arbitrio de aumentar solamente las entradas al patio y cazuela, la defensa de El señorito mimado y El viejo y la niña, «estas dos producciones únicas quizá en el género cómico», la preocupación casi obsesiva por el qué dirán los extranjeros, todo eso me parece, al menos a primera vista, más propio de un ilustrado favorable al neoclasicismo que de un escritor «popular», a no ser que se trate de una terminología interesada y de circunstancias. ¿Podía tratarse de Díez González? No lo creo en la medida en que elogia La Elvira (Dios protege la inocencia, Elvira reina de Navarra) de Nipho y la Raquel de Huerta (años después, el censor de la Junta de Reforma la condenaría sin atenuantes), aunque, curiosamente, censura al vate extremeño por haber defendido apasionadamente el teatro antiguo, el cual no «se vio jamás con las ventajas que en el presente siglo», afirmación efectivamente «sorprendente», según Herrera Navarro, pues «ni siquiera los neoclásicos más radicales habían puesto en cuestión el grado de desarrollo alcanzado ni la altura poética a la que llegaron Calderón, Lope, Moreto o Solís». Tampoco, al menos que yo sepa por ahora, representó don Santos ninguna obra propia con anterioridad a aquellos años. En cambio, no creo que ande descaminado mi colega al observar que el anónimo «confía la valoración técnica, ideológica y estética de las obras al propio “corrector de comedias” que era a la sazón Santos Díez González», partidario de la escuela neoclásica, considerándolo «asequible e incluso favorable»; yo diría además que, por destinar su Discurso… al corregidor, podía suponer que éste se lo había de entregar para examen al que poco antes, de 1787 a 1789, le había remitido informes o memoriales relativos a la reforma de los teatros, esto es, el propio don Santos.
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sencia de los cómicos;3 por otra parte, son fáciles de conjeturar los motivos que le indujeron a dedicar el poema A Rosinda histrionisa a «La Tirana», en 1781, si bien distaba en aquella fecha de darse por concluida su primera El caso es que se da en este texto una particularidad que por mi parte aún no he advertido en otro lugar, y es la benignidad e indulgencia que, contra el habitual desprecio que sufren, se pide a favor de las obras medianas o incorrectas, en virtud del principio de que «las obras defectuosas se mejoran con el premio, y con el premio llegan también a ser perfectas»; «nadie —agrega— llega al fin de una carrera sin vencer antes el principio que es, por lo regular, el paso más penoso. ¿Por ventura un pintor, un escultor, un arquitecto saca el fruto primero de su estudio tan sazonado como el segundo, el segundo como el tercero, el tercero como el cuarto, y así progresivamente?». Unos años más tarde, a pesar de su fama de rígido censor, escribía Díez en la advertencia Al Lector del tomo primero del recién publicado Teatro Nuevo Español (1800): «No deben, pues, oírse las sátiras de críticos mordaces y tal vez mal intencionados, cuyo fruto no es otro que el de infundir en los ingenios una cobardía perjudicial. Un prudente disimulo o una advertencia atenta y juiciosa anima a los Poetas, les abre los ojos, y no los intimida y retrae como una sátira avinagrada, mordaz y aun maligna»; y unos renglones adelante: «Si las esperanzas de los críticos no quedaren muy satisfechas con este Tomo primero del Teatro nuevo, acaso lo estarán con el segundo, o si no con el tercero, o el quarto, o el quinto, y así progresivamente». Aquel mismo año, también opinaba a propósito del estreno de Sancho Ortiz de las Roelas, de Trigueros: «siendo nueba, es preciso que llame la curiosidad del público y despierte la crítica de los Expectadores y aun de los Papeles públicos, como lo hemos visto varias veces, sin que adviertan que es preciso tener indulgencia con los Ingenios para que no se desanimen» (René Andioc, 1998, p. 157, n. 32). Resumiendo: aunque disto mucho de poder proponer una autoría, pues no creo haber adelantado un paso, no me convence totalmente la que sugiere mi colega, a pesar, repito, de su interesante análisis, pues él mismo dice que el planteamiento del anónimo «sin duda lo habrían suscrito todos los poetas dramáticos populares del momento: Comella, Valladares, Zavala y Zamora, etc.», idea que tampoco puedo compartir enteramente. Quedan otros elementos de identificación: esa repulsa sin matices al teatro antiguo; la propuesta de convertir a tres dramaturgos en unos como funcionarios o la solución de recambio consistente en cederle a cada uno «un cuatro, un seis o un ocho por ciento del producto de su obra, según fuese su mérito», idea ya expresada por Díez, el cual también destinaba una remuneración distinta a la obra original y a la traducción; el alfilerazo a los «imaginarios reformadores del teatro», que recuerda la frase sarcástica del corregidor Morales refiriéndose a Moratín: «Todos, Señor, son censores de Teatro; todos se creen con talento suficiente para criticar las piezas que se presentan…» (A. Cánovas del Castillo, h. 1885, p. 164); por lo que hace a los 18 años que, según el autor del Discurso…, le exigió a Nipho la redacción de su Elvira, supongo que se tomaría el dramaturgo algún descanso entre acto y acto… Por último, escribe Herrera Navarro (1996a), pp. 540-541, n. 10, que considero por mi parte el Discurso… «más cercano al estreno, y por tanto, a la redacción, de la Raquel» que levemente posterior, como es, a 1790, lo cual es interpretación, comprensible por cierto aunque no menos discutible, de una frase mía de Teatro y sociedad… (1.ª ed., 1976, p. 259), en que lo considero «dirigido al corregidor Armona unos años después del estreno madrileño de la obra», que fue, como es sabido, en 1778. La verdad es que en el texto francés original correspondiente (1970) decía menos aún: «…adressé au corrégidor Armona»,
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comedia; en cambio, a los pocos años, en 1786 si nos fiamos de la advertencia preliminar a El viejo y la niña, la segunda dama de la compañía de Martínez se negó a admitir el papel de doña Beatriz por considerarlo incompatible con su supuesta juventud; de manera que para la obra, ya bastante maltratada por la censura, vino a ser aquello el tiro de gracia; dos años después, la tragediante María Bermejo, de edad ya madura, leyó la comedia, la aplaudió, la quiso para sí y determinó representarla y hacer en ella el personaje de D.a Isabel.
En este caso recibió Moratín con satisfacción —escribe— la noticia del dictamen desfavorable del vicario, que le eximía de la penosa necesidad de desengañar a la imprudente señora. A este propósito, conviene acoger con alguna cautela, si bien no el mismo relato de las dificultades que tuvo que afrontar el autor en sus tentativas para representar la comedia, al menos su exactitud cronológica: en efecto, en carta a Jovellanos escrita en París el 18 de julio de 1787 o con poca posterioridad,4 la emprende don Leandro con el «autor» Eusebio Ribera, de lo cual debe inferirse lógicamente que éste se había negado ya a admitir la obra del dramaturgo novel en 1786 —es decir, antes de la salida de Madrid para Francia en enero de 1787—, mientras que éste afirma que no se la entregó hasta 1788 («dos años después…») en la advertencia preliminar de 1825; no es aventurado, por lo mismo, pensar que Moratín, antes de dar entonces la obra a la imprenta, redujo intencionadamente a dos aquellas dificultades, para conseguir una graciosa comparación entre las actitudes complementarias de dos cómicas igualmente deseosas de conservar la apariencia de su añorada juventud. El caso es que el autor del Discurso crítico… escribe, refiriéndose a El viejo y la niña, que el escritor consiguió estrenarla «con repugnancia de muchos cómicos» —de lo cual no dice palabra Moratín— «después de varias tentativas que se hicie-
sin referirme siquiera a cronología; pero es que más adelante, en el capítulo último (p. 600), se puntualizaba: «… adressé peu après [poco después de] 1790 au corrégidor Armona»; sólo que dicho capítulo, como dejo apuntado más arriba, quedó reducido a simple resumen, desapareciendo esa datación más precisa con la cuarentena de páginas suprimidas al editarse la obra por Castalia… Pero a ningún estudioso, y menos aún a un aficionado a Moratín, podía ocultársele que si el anónimo se refería a El viejo y la niña en su Discurso…, éste era necesariamente posterior a la fecha del estreno de la comedia, o sea, 1790. 3 (Viene de la p. 573) 5 de abril de 1804 y 15 de noviembre de 1805. 4 Moratín (1973), p. 91.
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ron en el término de quatro años», o sea, de 1786 a 1790.5 Análogas dilaciones, según la misma fuente, tuvo que sufrir El señorito mimado, de Iriarte, pasando «por espacio de tres años de una en otra compañía, siendo el objeto de la irrisión de sus individuos». Durante aquel período, el primer galán de Manuel Martínez, Robles, nos permite formarnos una idea bastante precisa de los obstáculos sucesivos que tenía que ir sorteando una obra antes de alzarse el telón el día del estreno; en un memorial destinado en 1792 a los ediles madrileños, definía su papel en los siguientes términos: […] el cargo de el Galán no se limita a lo material (como algunos piensan) de estudiar y representar su papel, sino que ha de elegir las piezas que en todo el año se han de representar; ha de procurar las que llaman de Teatro y las de la temporada de Verano; las ha de presentar a la Comp.a para que ésta las aprueve o no; ha de repartir los papeles a las respectivas partes, en lo que no tiene pocas dificultades que vencer por la resistencia en unas y por la poca aplicación en otras; ha de cuidar de los ensayos convocando a la Comp.a en aquellos días en que le parece ser preciso ensayar, cargo de los más penosos por la poca subordinación de los Cómicos, pues apenas se verificará que concurran unidos la décima parte de las vezes que con necesidad se les llama, desovediencia nacida de saber que el Galán no puede hacer más que reconvenirles de su maliciosa flogedad.6
Agrega el «mártir primer Galán» que tiene además obligación de «leer en cada un año ciento y quarenta y más piezas Dramáticas que sus diferentes Autores le presentan para que las examine», y confiesa que, si esas observaciones le han parecido necesarias, es porque la gente cree en realidad que todas las actividades que enumera son competencia exclusiva del director de la compañía. Por otra parte, sabido es que en la segunda mitad del XVIII, a diferencia de lo que ocurría en Cádiz o Barcelona, el modo de remuneración de los cómicos era doble y relativamente complejo e irregular, por depender en gran parte del estado de los fondos reunidos por medio de las entradas, descontados los gastos de las representaciones y las cantidades reservadas para los hospitales y obras pías.7 De ahí se infiere, pues, la acogida que 5 Palacios Fernández, Álvarez Barrientos y Sánchez García (eds.) (1988), p. 296. 6 AMMA, 2-463-10. 7 Acerca de las distintas formas de pago, véase Cotarelo, María Ladvenant y Quirante, y La Tirana. En realidad, la remuneración participaba de los dos sistemas. Venga un ejemplo concreto; en 1784 explica el duque de Híjar en su Discurso original sobre hacer útiles y buenos
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reservaban preferentemente, no sólo por gusto, sino también por interés perfectamente comprensible, a las obras capaces de atraer al mayor número de espectadores. Los autores de ambas compañías, escribe Mariano Luis de Urquijo,8 «que se han creído en todos tiempos árbitros de los Teatros, juzgaban que no podrían agradar las composiciones que no se conformasen con sus ideas». Es que sabían a qué se exponían: era inconcebible que los cómicos no tomasen en consideración las preferencias del público, ya que, finalmente, el cobro, en parte fraccionado, de su sueldo estaba vinculado a la suerte de las representaciones, lo que les permitía mantener a su familia y atender a los gastos, a veces importantes, que suponían los trajes escénicos. Porque el vestuario corría por cuenta de los actores, al menos de los mejor dotados; y esto explica en parte las numerosas impropiedades cometidas por los que hacían papeles de Aristóteles, ayo de Alejandro Magno, vestidos de abates, o los de romanos con toga, pero la del XVIII, la famosa garnacha de los altos funcionarios del Estado; su presupuesto les permitía la adquisición de varios trajes necesariamente polivalentes: por El Corresponsal del Censor9 nos enteramos de que, en 1788, el Galán tiene un vestido a la Romana, un par de ellos a la antigua Española, otro Morisco, varios del trage actual que llamamos a lo militar, y uno de aquellos que llaman ropones, vestidura hermafrodita, o por mejor decir, camaleona, pues con ella nos representan un Tártaro, un Persa, un Turco, un Armenio, un Griego y en una palabra, qualquier otro trage que no sea de los arriba mencionados… […] Las Damas tienen dos o tres vestidos que llaman de luces, de hechura y forma ideal, los quales tienen los mismos honores y prerrogativas que los ropones de los Galanes, esto es, que se acomodan a todas las naciones, y aun
los Theatros y los Cómicos en lo Moral y lo Político (Armona, Memorias cronológicas…, Año de 1785, t. 2, RAH, ms. 9-26-8-5043, f. 38v): «… las partes principales de Galán y Dama, su partido es de 30 r.s, de los que sólo perciben la mitad y que a los tiempos de reparto se les completa o no según su fondo, y 8 r.s diarios de ración…». Escribía por su parte al respecto El Corresponsal del Censor en 1788 (t. II, Carta XLVI, p. 772): «Un primer Galán, y lo mismo una primera Dama, gana por lo regular al año unos trece mil reales, pero no los tiene asignados, sino que siempre está temiendo que se le vayan de las manos. El método con que percibe este dinero coadyuva a que no luzca, pues todos los días que hay comedia, le dan acabada ésta quince reales, que es la media parte, y qué sé yo quánto de ración, bien que ésta la suele tomar por meses; y adviértase que mientras están enfermos no hay ración». 8 Mariano Luis de Urquijo (1791), p. 22. 9 T. II, Carta XLVI, pp. 774-775. Esta carta, enteramente dedicada al teatro, abunda en pormenores de ese tipo.
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con más generalidad; pues como la acción no sea entre Españoles antiguos o entre Moros (de lo qual tienen ropages), todas las demás se executan con los dichos vestidos, ora sea en el Indostán, o en el País de las Amazonas. Todo su afán es tener costosísimos vestidos de Corte, o conservar los que las regalan de este género las Señoras.
En cuanto a los comparsas, los viste la misma compañía, que es decir el cuidado con que lo hacen. En tales condiciones, ¿cómo se les había de convencer de la necesidad de una verosimilitud en la indumentaria, tan grata a los neoclásicos? ¿Ni cómo se podía persuadir al público, acostumbrado desde largo tiempo atrás a las impropiedades de esa clase, a que se mostrase más exigente, si por otra parte no disponía prácticamente, en su inmensa mayoría, de ningún elemento de referencia al respecto? Esa connivencia tácita de unos y otros era lo que dificultaba la empresa de los reformadores. De ahí se sigue que, por depender la admisión de una comedia, según escribe Moratín, de la apreciación de los representantes, los cuales daban su parecer «a pluralidad de votos»,10 los comediógrafos tenían necesariamente en cuenta sus preferencias e incluso las aptitudes personales de algunos de ellos. Además, la gratificación de 1500 reales que entregaba el administrador del propio al dramaturgo por una comedia de teatro en la segunda mitad del siglo11 era muy superior a la que conseguía una comedia sencilla, y dicha suma quedó prácticamente sin modificar durante los cuarenta últimos años, mientras que el coste de la vida iba creciendo inexorablemente; por otra parte, al «ingenio» de la primera mitad de la centuria se le abonaban al parecer unos cien reales diarios separados del total de las entradas por cada obra nueva de teatro; de manera que tenían todos interés en que la comedia fuese «duradera», esto es, que se mantuviese en cartel hasta cubrir el importe de la retribución; todo ello explica en parte la fecundidad de los comediógrafos «populares» y, entre otros, el éxito del cañamazo de El gran cerco de Viena, la obra del poetastro moratiniano don Eleuterio en La comedia nueva. La medida que parecía más adecuada para contener la ola de comedias de teatro consistía pues, por una parte, en abolir la diferencia de los pre10 Santos Díez González, Idea de una reforma de los teatros públicos de Madrid que allane el camino para proceder después sin dificultades y embarazos hasta su perfección, AHN, Estado, 3242/13; publicado por C. E. Kany (1929), p. 250. 11 Los papeles de Barbieri conservados en la BNM (ms. 14076) contienen numerosos recibos de la época. Para más pormenores, véase J. Herrera Navarro (1996b).
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cios de entrada entre las dos categorías de obras y, por otra, en pasar a otro modo de remuneración de los autores. Así lo hicieron los dirigentes de la reforma. Los 1500 reales de una comedia de teatro equivalían en 1782 al sueldo de unos tres meses de trabajo cobrado por el oficial de joyero Leandro Moratín, una cantidad que, añadida a otros ingresos, le permitía gastarse para su mantenimiento y el de su madre entre 500 y 600 reales mensuales. Un don Eleuterio, o, por mejor decir, su álter ego Comella, buen ejemplo de la incipiente profesionalización del escritor, tenía primero que componer, y luego conseguir que admitiese una de las dos compañías, como mínimo cuatro comedias de teatro anuales para, digámoslo así, no morirse de hambre con su numerosa familia. Era natural por lo mismo que entre los escritores de su clase se instaurase una competencia y que todos se esforzasen por acomodar sus inspiraciones a las preferencias de los actores principales y, a través de ellos, de la mayoría del público, si bien debemos tener presente que buena parte de aquella realidad ha llegado hasta nosotros deformada, caricaturizada, por el enfoque satírico de sus contrarios, los cuales concebían «aún la práctica literaria como una actividad artesanal y protegida», por beneficiarse del mecenazgo, directo o indirecto, gubernamental, o tener ya un determinado empleo.12 El protagonista de La comedia nueva se refiere a aquella situación nueva con ingenuidad: Pues mire usted, aun con ser tan poco lo que dan, el autor se ajustaría de buena gana para hacer por el precio todas las funciones que necesitase la compañía; pero hay muchas envidias. Unos favorecen a éste, otros a aquél, y es menester una tecla para mantenerse en la gracia de los primeros vocales, que… ¡Ya, ya!, y luego, como son tantos a escribir y cada uno procura despachar su género, entran los empeños, las gratificaciones, las rebajas… Ahora mismo acaba de llegar un estudiante gallego […] y da cada obra a trescientos reales una con otra. ¡Ya se ve! ¿Quién ha de poder competir con un hombre que trabaja tan barato?13
Y se queja de la carestía de la vida, la cual le llevó precisamente a probar suerte en el teatro. El caso es que Moratín advierte en sus notas que, 12 Léase la introducción de Joaquín Álvarez Barrientos a su edición de La comedia nueva moratiniana, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, n.° 12, fruto de trabajos anteriores sobre la condición del escritor, en particular el interesante y novedoso capítulo dedicado a Comella y Moratín como modelos de escritor. 13 I, 3.ª
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algún tiempo después de publicada su obra, «esta ficción se verificó con todas sus circunstancias».14 Con toda verosimilitud, aquel dramaturgo que trabajaba a destajo para abastecer el mercado de la comedia debió de ser Luis Moncín o José Concha, ambos con muchos años de tablas: en el romance A una señora que le pidió versos, proclama Moratín su negativa a escribir un solo verso mientras Concha, haciendo ajustes con Martínez y Ribera, ofrece dar el surtido necesario de comedias, y Moncín, para quitarle el aplauso y las pesetas, hace rebajas, y el pobre don Bruno rabia y patea.
Ya que el poema se refiere al «nuevo Augusto» Carlos IV, es de fecha prácticamente idéntica a la de La comedia nueva, y no se puede descartar la posibilidad de que el parlamento de don Eleuterio fuese profético —Moratín se precia de ello— solamente… a posteriori. A esa dependencia de los comediógrafos se refiere Díez González al escribir que suelen ir de Comediante en Comediante, preguntándoles q. papel quieren q. les ponga en la Comedia q. va a componer para el teatro de tal o tal día, y conforme al gusto de cada un saca su Comedión…15
Urquijo afirma que conoce a varios autores que acogieron esas sugerencias;16 el anónimo autor del Discurso crítico… denuncia también esta práctica; en cuanto al corolario de ésta, la supresión de pasajes tenidos por inadecuados o inútiles por los cómicos,17 el estudio de los fondos de las compañías conservados en la Biblioteca Histórica Municipal de Madrid muestra que no siempre se debía a la censura gubernamental o religiosa, sino también a los representantes, aunque no fuese más que por no exceder la duración máxima autorizada de una función. A cambio de esto, no era infrecuente, según varios testimonios de la época, que un actor añadiese algunas «morcillas» de propia cosecha para saborear durante un rato más el aplauso 14 15 16 17
Moratín (1867), I, p. 110. Plan del 2 de febrero de 1789, AMMC, 1-85-73. Urquijo (1791), p. 68. Ibídem, p. 72.
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del concurso.18 Todo ello permite comprender la poca inclinación de unos y otros a la estética neoclásica, por otra parte antipopular en su esencia. La frecuencia de los cambios de programas impedía por lo general que los cómicos dedicasen más de dos o tres días al estudio de sus papeles. En cuanto a los ensayos, como daba a entender ya Antonio Robles, primer galán de la compañía de Martínez, quedan reducidas al mínimo, según el autor del Discurso crítico…: «¿Qué ensayos hacen? Uno en las piezas ya representadas, y dos o tres en las absolutamente nuevas». Pero los cómicos no intentan compensar la reducción de su tiempo de trabajo con más asiduidad; muy al contrario, la primera [prueba] de una comedia nueva, que ellos llaman ensayar por papeles, se reduce a leerla precipitadamente el primer apunte y cotejar sus papeles los pocos actores que asisten a ella.19
Durante el segundo ensayo se muestran distraídos, declaman su tirada y vuelven a dedicarse a sus ocupaciones o a charlar con los compañeros. Tomemos un ejemplo concreto, el de Moratín preparando los estrenos de sus obras: tras leer El barón ante los miembros de la compañía reunidos el 24 de diciembre de 1802, visita a varios de éstos probablemente para aclarar con ellos algunos problemas de dirección de actores; luego vienen los ensayos individuales en el domicilio de los interesados, designados por la voz «essay» en la jerga propia del diario del autor; en total son siete, a los que conviene añadir dos ensayos colectivos, entre ellos el general («essay dernier»). Para una obra de la importancia de El sí de las niñas, procedió de igual forma: lectura a los cómicos el 15 de noviembre de 1805 en casa del apoderado, según costumbre; tres ensayos individuales, tres colectivos en el coliseo de la Cruz; incluso más para La mojigata: respectivamente, cuatro y seis. Pero una reposición como la de El barón en julio de 1805 no exige ya más que dos, debiéndose considerar mero repaso uno de ellos. Un detalle pone de manifiesto la insuficiencia de la preparación 18 Reflexiones sobre el estado de la Representación o Declamación en los Theatros de esta Corte, manuscrito de la RAH, editado en Palacios Fernández, Álvarez Barrientos y Sánchez García (eds.) (1988), p. 308. Se publicaron en el Memorial Literario de marzo de 1784, pp. 117-129. Si recordamos la frecuencia de los intercambios de saludos y señales de connivencia entre el escenario y la sala, es de suponer que esas iniciativas de los cómicos debían de gustar al público o a parte de él. 19 Pp. 296 y 297, respectivamente.
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de los cómicos en condiciones normales: mientras todo permite vaticinar, en julio de 1799, la próxima victoria de los neoclásicos con el apoyo del gobierno, Moratín, animado por la aprobación del corregidor y la conformidad de la compañía, impone a ésta seis ensayos colectivos y ocho individuales o parciales para la reposición de La comedia nueva; esta actitud recuerda la ya adoptada por el autor en 1792 cuando fueron a pedirle —al menos, según escribe a Forner— esta misma obra los propios cómicos: «los amolé a ensayos y saqué de ellos todo el partido que sacarse puede».20 La principal consecuencia de la discutible conciencia profesional de los actores que algunos, como don Leandro, trataban de estimular mal que bien, es que el día de un estreno y en los siguientes, los que, decía Clavijo y Fajardo, «son los órganos por donde recive el Público las útiles lecciones de los buenos Authores»,21 son víctimas de fallos de memoria, trastornan a veces el orden de algunas escenas, olvidando la muda, y se silba al «ingenio» cuando en realidad la culpa es de su intérprete. De sobra conocido es el papel importante que juegan entonces los apuntadores para compensar la desidia de sus compañeros: alguien dijo incluso, con escasa benevolencia y no poca exageración, que los espectadores oían generalmente dos comedias en lugar de una, por tener el apunte que anticiparse con frecuencia a los actores para estimularlos. Moratín no es el único en dar a entender que a los censores eclesiásticos también les tocaba su parte de responsabilidad en la difícil emergencia del teatro neoclásico. Mientras que el vicario no halla ningún reparo que hacer a varias obras supuestamente escandalosas, advierte Santos Díez González22 que, en cambio, […] Comedias arregladas se han reprobado por el Censor a quien las remite el Vicario, y se han vuelto a reprobar dos y tres veces, o tacharse de modo que se inutilicen, como lo hemos visto recientemente en la celebrada Comedia intitulada El viejo y la niña, y en otras…
Basta con leer la Advertencia a la comedia de don Leandro, y hojear sus cartas de 1787, para comprobar que el profesor de los Reales Estudios 20 Carta de 22 de febrero (Moratín, 1973, p. 125). 21 El Pensador, V, 1767, Pensamiento LXVIII, p. 276. 22 AMMC, 1-163-8; litigio entre Blas de Laserna y el vicario eclesiástico (9 de julio de 1790).
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no deformaba la realidad: Moratín guardaba un recuerdo no muy grato del «revisor de comedias, sainetes, tonadillas y otras piezas» fray Ángel de Pablo Puerta Palanco, «lector jubilado de el orden de Mínimos, Calificador de el Consejo de la Suprema y General Inquisición de España»,23 que había denegado varias veces seguidas la licencia a la primera obra del autor; uno de los manuscritos de El viejo y la niña custodiados en la Biblioteca Histórica Municipal de Madrid24 lleva apuntados los muchos reparos del censor eclesiástico Antonio de Palacio, comisionado por el vicario Cayetano de la Peña y Granda en abril de 1790. He tratado de explicar en otro lugar por qué motivos se mostraban dichos censores mucho más severos con las comedias neoclásicas que con tal o cual comedia de magia, por ejemplo: es que éstas, todo bien mirado, seguían en cierto modo la corriente a una alienación popular nada perjudicial para la Iglesia, pese a las apariencias (se denunciaba en ellas, aunque de pasada pero por si acaso, la falsedad de los prodigios), pues no planteaban problemas concretos de sociedad, no inclinaban, no invitaban a la reflexión, esto es, a la crítica. Dicho con palabras goyescas, mantenían en suma «el sueño de la razón», el cual, como es bien sabido, «produce monstruos», un axioma que aplicaban otros precisamente a aquel tipo de literatura, calificando sus producciones de «monstruos», «monstruosas» o «monstricomedias», opinión ésta que no nos incumbe compartir, así como tampoco refutar, sino simplemente tratar de comprender y explicar. Pero esto no basta, porque fácilmente podía una obra de gran espectáculo soportar la censura y supresión de algún que otro pasaje tenido por ofensivo a la «religión católica, apostólica», etc., con tal que perdonasen las tijeras, o más bien las plumas, de los reverendos padres las escenas de batallas, las evoluciones aéreas o las partituras musicales, al parecer carentes todas de peligrosidad para el orden establecido. Otra razón hay, entre varias, por supuesto, y es la misma que también determinaba la elección de los cómicos: el interés; no debe perderse de vista que varias instituciones piadosas, como el colegio de niñas de San José y los hospitales (el de San Juan de Dios y el Hospicio), cobraban ya sea un ochavo o un cuarto por cada entrada, y que generalmente el anuncio de una comedia, máxime una tragedia, neoclásica no auguraba un lleno total en los teatros, a diferencia, 23 AMMC, 1-160-37. 24 BHMM, Tea. 1-91-5.
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como sabemos, de Marta la Romarantina o de Pedro Vayalarde; no se iba a matar la gallina de los huevos de oro por tan poca cosa, pues además se disponía de un fray Diego José de Cádiz para salvar la cara. Fue un día la superioridad civil la que tomó la decisión. Así, pues, nada predisponía al teatro a convertirse en vulgarizador de la ideología ilustrada para uso de las masas. Y precisamente éste era el papel que los medios dirigentes deseaban asignarle: en todos los tratados o planes de reforma se afirma que el teatro es, o más bien debería ser, la «escuela de buenas costumbres», la «escuela más pública»,25 el «Maestro público de las costumbres»,26 la «escuela del pueblo, en donde al divertirse aprendiese sus obligaciones».27 De la comedia (entiéndase, la «buena») escribía Clavijo y Fajardo que es tanto más necesaria quanto está destinada para el Público que no lee otros libros ni tiene otra educación. Su influxo es poderoso sobre los hombres; y así la buena Comedia es tan capaz de reformar un Pueblo y de mantenerlo reformado como la que presenta malos exemplos es capaz de pervertirlo o mantenerlo corrompido. Por esto todos los grandes hombres han dicho siempre que éste devía ser uno de los principales objetos del Govierno, como que ésta es la educación pública, y la que únicamente puede formar las costumbres de los Pueblos.28
¿Qué telespectador actual, dotado de un mínimo de conciencia crítica, puede dejar de captar, a través de la propia experiencia diaria, la actualidad de estas palabras, que expresan la voluntad de convertir el teatro en medio eficaz de formar, modelar, esto es, controlar la opinión, con arreglo, naturalmente, a los intereses de quienes la quieren controlar? Gracias a una obra «buena», «el buen modo de pensar se va extendiendo y llega por fin a penetrar hasta el ínfimo vulgo», escribe Urquijo; de ahí la necesidad de «formar de este modo una escuela para el Pueblo, en la qual, mejor que en ninguna otra, se puede cumplir el precepto de Horacio de juntar lo útil con lo deleitable».29 Nicolás Moratín escribía por su parte que, después del púlpito, constituía el teatro la mejor escuela del ciudadano, o, digamos, del súbdito de su majestad. En la medida en que la prensa no alcanzaba
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Duque de Híjar, Discurso original…, f. 17v y 9r, respectivamente. Urquijo (1791), p. 19. Pedro Estala (1794b), p. 46. El Pensador, I, 1763, Pensam.to IX, p. 261. Pp. 3 y 4, respectivamente.
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aún más que una relativa minoría de lectores,30 por muy colectiva que fuese su lectura, la predicación y la comedia eran, según diríamos hoy, los dos únicos medios de comunicación de masas realmente eficaces.31 El púlpito, en el sentido lato de la voz, que incluye la simple autoridad del eclesiástico, ejercía una indudable influencia, como sabían, por cierto, los aficionados al teatro privados de su diversión predilecta. La utilización de la escena como medio de acción sicológica podía suponer también para algunos la posibilidad de contrapesar en caso de necesidad los efectos eventualmente divergentes de la predicación. Después de proponer la previa eliminación de todo el repertorio al que se da una «bárbara preferencia», Jovellanos anhela un teatro capaz de dar continuos y heroicos ejemplos de reverencia al Ser supremo y a la religión de nuestros padres, de amor a la patria, al Soberano y a la constitución; de respeto a las jerarquías, a las leyes y a los depositarios de la autoridad; de fidelidad conyugal, de amor paterno, de ternura y obediencia filial.32
30 «Si las comedias fuesen buenas, se aprenderían también los deberes y derechos del hombre en sociedad mucho mejor y más fácilmente que por los libros, que el pueblo no lee ni puede entender» (Estala, 1794b, p. 46). 31 Leandro Moratín, en su Viage a Italia (Moratín, 1988, pp. 235-236), se declara convencido, como no pocos contemporáneos suyos, de que el pueblo de una capital necesita fiestas: «así se le distrahe de la consideración de sus miserias, y tal vez interrumpe el llanto por admirar la pompa de los espectáculos, que le ocupan a un tiempo los ojos y los oídos». Pero ya que el teatro, en Nápoles, no está al alcance del «ínfimo vulgo», «la religión suple a este incombeniente; […] las funciones de iglesia y las procesiones […] consideradas políticamente, contribuyen mucho a la tranquilidad del pueblo». Anticipándose a una frase histórica célebre, si bien a menudo reducida —¿adrede?— a una fría ecuación por separarla de su contexto, don Leandro declara en suma que se trata de dos variedades de un mismo opio. Pero ya que por otra parte se siente la necesidad de reducir a un tiempo el número de días festivos y el de las diversiones populares en aras de la productividad, nuestros reformadores acaban dejándose encerrar en un dilema… 32 Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas… (1796), BAE, XLVI, p. 496. Interesa observar el enfoque «lockiano» de esa pedagogía; prosigue en efecto el escritor unas páginas adelante: «El hombre se reviste fácilmente de los afectos que se le quieren inspirar, y de ordinario la disposición de su ánimo no es otra cosa que el resultado de las sensaciones que producen en él los objetos que le cercan, combinado con su situación y deseos momentáneos. Así que la forma bella y elegante del teatro, la magnificencia de la escena, la gravedad e interés del espectáculo, le inspirarán infaliblemente aquella compostura que exige la concurrencia a toda diversión pública…». Pero el método requiere dos adyuvantes: la posibilidad de sentarse ya todos los espectadores del patio, y la previa eliminación de los más pobres, para quienes «el teatro más casto y depurado es una distracción perniciosa»…
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Durante la década de los ochenta, se preguntaba el mismo autor de dónde le venía a la opinión pública «este espantoso influjo que tiene en la suerte de las sociedades»; y agregaba: […] como diciendo «opinión pública» se dice opinión de la mayor masa de individuos del cuerpo social, es visto que esta fuerza es superior a todas las sumas de fuerzas de que puede disponer la Sociedad y aun todos los medios que pueda emplear.33
Para prevenir los daños que pueda causar la influencia de una minoría sobre esa masa, no hay más remedio, dice, que la instrucción de ésta. En suma, viene a ser la instrucción, según como se enfoque, una prevención, o una variante, de la represión. Queda por saber por qué, partiendo de una premisa correcta, esto es, la concordancia entre el contenido psicosocial de las comedias más concurridas y la mentalidad del gran público, no vieron esos teóricos más que una relación causa-efecto entre el primero y el segundo de estos elementos en lugar de reparar en su evidente interacción dialéctica. Esa forma idealista de enfocar unilateralmente el problema, ¿se explica por la costumbre inveterada de no concebir más actitud en el pueblo que la pasiva, más calidad que la de ser maleable, o, dicho de otra forma, de proyectar en el plano de la realidad objetiva la solución fantástica, e ideal, de —con perdón— la lucha de clases? Puede que así fuera. Lo cierto es que el destinatario y el beneficiario efectivo —es decir, el promotor— de la enseñanza dispensada por el proyectado teatro no se confunden totalmente; un abogado, amigo de Sebastán y Latre, nos permite entreverlo al escribir: …si el Teatro es la escuela del Pueblo, interesa mucho la Nación en que sólo oiga y aprenda en él estas lecciones y las máximas que forman el lazo de la sociedad…34
Escribía Díez González en 1789: Muchos o todos los comediantes y cierta parte del pueblo [i.e.: público] se hallan bien con los defectuosos teatros a que están acostumbrados; […] Hombres de semejante gusto siempre recibirán con mal semblante la reforma que se desea, y si se les debiera atender y escuchar sus gritos, sería en vano el
33 Reflexiones sobre la instrucción pública, BAE, LXXXVII, pp. 412 y 413. 34 Carta de D. Antonio Fortea, Abogado de los Reales Consejos, en Tomás Sebastián y Latre (1773), s.p.
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La reforma pensar en ella, pues ellos siempre la resistirán. No se les debe oír, pues son como los que en esta villa se quejaban teniendo por imposible y por una carga insoportable el alumbrado y limpieza de las calles, y hoy que experimentan y disfrutan el beneficio están muy contentos…35
Se trata, por consiguiente, como en el tiempo de las realizaciones urbanísticas de Esquilache, de imponer al público una felicidad a medida por medio de una reforma autoritaria. Ese tipo de actitud, se dirá, lo entrañaba la misma naturaleza del régimen. Pero la convergencia entre las preferencias del gran público y los intereses de las compañías ofrecía además las mayores ventajas para la autoridad encargada de vigilar el funcionamiento de los coliseos: al Ayuntamiento, poco sospechoso de proclive a situar la literatura dramática entre sus preocupaciones dominantes, le importaba ante todo, y legítimamente, cobrar la parte de las entradas que le correspondía, para destinarla después a las obras de beneficencia. Resulta fácil comprender que los regidores, incluso el mismo corregidor, se mostrasen algo renuentes a colaborar eficazmente con los reformadores. Interesa advertir a este respecto que si el corregidor Morales Guzmán y Thovar elogia en 1797 el plan de Díez González después de haber refutado cuatro años antes el de Moratín, tenido por demasiado radical, las únicas reservas que formula afectan precisamente al capítulo relativo a los «gastos y arbitrios»,36 por haber propugnado don Santos varios recortes en materia de gastos improductivos. Al Estado no le quedaba por lo tanto más solución que sustituir a la autoridad municipal considerada deficiente, para predicar por fin sin trabas al pueblo la nueva moral mediante el arte dramático. En 1763, en la Prefación de su tragedia Jahel, declaraba ya Juan José López de Sedano que el teatro de su tiempo estaba «clamando por la reforma», y agregaba que «a esta formidable empresa sólo [era] bastante el poder y la autoridad del Supremo Magistrado». Para los neoclásicos, globalmente acordes con los medios gubernamentales, sólo un cambio radical conseguido «a la fuerza», es decir, decretado por el ministerio, podía asegurar, o cuando menos augurar, la victoria de una estética minoritaria; declaraba significativamente Jovellanos en 1790: «La reforma de nuestro teatro debe
35 Informe del 2 de febrero, citado por Cambronero (1896), p. 154. Recuérdese que varios actores de las compañías teatrales de entonces eran a un tiempo dramaturgos: Francisco Farelo, Luis Moncín, Fermín del Rey, Dionisio Solís, José Concha, etc. 36 Véase Cánovas (h. 1885), p. 177.
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empezar por el destierro de todos los dramas que están sobre la escena».37 Dicha alianza, deseada a un tiempo por el poder y por los teóricos del arte, y finalmente realizada poco antes de extinguirse el siglo XVIII, ilustra perfectamente el acuerdo, aunque fuese frágil y provisional, de dos sectores aparentemente autónomos de la superestructura ideológica. La idea de la creación de una mesa censoria no era entonces ninguna novedad; no creo que sea útil remontarnos a la conocida página de la parte primera del Quijote en busca de un por lo demás hipotético antecedente, pues, como recuerda el mismo Urquijo en La muerte de César, «el teatro de Atenas estaba al cuidado de los principales Magistrados» y, según Luzán —también favorable a la creación de un jurado de «sugetos eruditos» nombrados por la autoridad municipal—,38 Mariana y, mucho antes, Platón deseaban un control del Estado sobre las representaciones dramáticas. Se trata, en efecto, menos de una reminiscencia literaria que de la simple consecuencia lógica de la concepción del teatro como auxiliar, en parte de la política interior (rogándole al lector tenga a bien perdonar tanta «degradación» de las sublimes ideas estéticas, las cuales, como es sabido, no son en realidad ninguna invención humana, sino divino obsequio del Olimpo…). La existencia de antecedentes no quita que durante la segunda mitad del XVIII se afirme reiteradamente la necesidad de una determinada tutela ideológica en materia de literatura; de manera que es precisamente la frecuencia con que se expresa esta idea lo que importa en tal caso, mucho más que su génesis. No por ello se debe concluir naturalmente que dejasen de aprovecharse las experiencias anteriores: en carta a la dirección del Espíritu de los mejores diarios literarios que se publican en Europa, de Cladera,39 un tal Jacobo Antillana Nuero opina que, a imitación de otra nación —entiéndase: el vecino Portugal—, convendría establecer una «Real mesa censoria» compuesta de «sugetos de conocida literatura, probidad y madurez», para examinar las obras destinadas a la publicación. Es lo 37 Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos, p. 495. 38 «Sería también muy acertada política que los Magistrados de todas las ciudades deputasen sugetos eruditos y entendidos en la Poética y sus reglas, los quales tengan a su cargo el examinar con mucha madurez todas las Comedias antes de darlas a luz y representarlas; y según el dictamen de estos examinadores, se manden quemar las que sean del todo malas, concediendo al teatro solamente las buenas, o a lo menos aquellas cuya utilidad compense abundantemente el daño que de ellas se pueda recelar» (Luzán, 1977, p. 507). 39 10 de noviembre de 1788, n.° 154, p. 553.
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que llamaríamos en la actualidad un «comité o junta de sabios» integrada por personalidades «independientes» e «imparciales»: en la medida en que era impensable que su nombramiento dependiese de otra incumbencia que no fuera la del Estado, ocioso es decir que la «probidad y madurez» se habían de definir implícitamente a partir de criterios oficiales o, cuando menos, de indudable ortodoxia; por ello se eligió a Moratín y no a Zavala o Valladares en 1799. Pero ¿acaso no había ya una censura gubernamental paralela a la eclesiástica? Por supuesto; sólo que el juez protector de los teatros encargaba el examen de las obras a unos cuantos censores «de conocida literatura», para quienes constituía una ocupación secundaria, de manera que el detenimiento de la lectura era no sólo función de la persona sino también del número de las comedias que aguardasen el pase, debiendo asegurarse sobre todo los censores de que no se vulneraba en ellas la moral, las buenas costumbres y las regalías de su majestad; en lo relativo a moral, no siempre se daba una perfecta concordancia entre los pareceres de los comisionados del gobierno y los de la vicaría; el ejemplo más iluminativo de ello, si bien no el más conocido, es el del examen del citado manuscrito de El viejo y la niña, en el que Díez rebate regularmente los reparos del monje dogmático y cerrado de mollera que se le anticipó en la tarea; a lo cual se puede añadir otra muestra, en cierto modo complementaria de la anterior, y es que la Inquisición no mostraba mucho rigor con el enorme caudal de comedias antiguas, cuya «inmoralidad» denunciaba en cambio la mayoría de los reformadores, más preocupados ellos por el influjo que podían ejercer, en su opinión, sobre el público de los coliseos. Pero, además, un buen conocedor de los teatros, como era el duque de Híjar, explica claramente a fines del año de 1784 o principios del siguiente cuáles eran las consecuencias inmediatas y concretas del poco tiempo de que disponían los censores y de la incapacidad de los teólogos para dictaminar en materia de arte dramático: Oy se acostumbra en Madrid remitir las piezas nuevas que han de representarse a la censura de dos Theólogos (que comúnmente son religiosos), uno nombrado por el Vicario, y otro por el Corregidor, y con tan limitado tiempo que mientras una copia la está revisando el Censor, otra está en el copiante que escribe los papeles para que los estudien los Actores, y de aquí resultan dos males (que no pueden negar quantos concurren al theatro), el de no suprimirse lo que el Censor previene, por que ya aprendido por los Cómicos, lo dicen aunque sea sin adbertencia, y el de que como los Censores por su estado no freqüentan
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las representaciones, aprueban lo que escrito no demuestra el daño con que aparece animado sobre las tablas.40
Por ello proponía también el establecimiento de una «mesa censoria compuesta de seis sugetos, los dos Theólogos […] y los quatro restantes sugetos de buen gusto y literatura competente», es decir, un organismo exclusiva y únicamente dedicado —agregaba— a la formación de un repertorio de los teatros madrileños. Pero consideraba además necesario el nombramiento de un Director con amplias facultades, para que no permitiese otras representaciones que las que estubiesen aprobadas. Este Director cuidará también de la conducta de los Cómicos, como juez inmediato de todos ellos, prestándole el govierno […] todo el auxilio que necesitase, debiendo recaer este encargo en persona de instrucción y respeto que le pudiera desempeñar y corresponder a la confianza de cometérsele la superintendencia de este importante ramo de Policía.41
Ya sospechaba el duque de Híjar que, en caso de realizarse tal proyecto, no se conformaría de buena gana el Ayuntamiento con su desposesión; para no herir eventuales susceptibilidades, tenía prevista la posibilidad de confiar al corregidor la superintendencia de los teatros. Algunos de los reparos que esperaba los habían de hacer unos quince años más tarde al plan de Díez González, quien debió probablemente de tener noticia del proyecto de su ilustre antecesor. Comoquiera que fuese, Armona contestó el 25 de febrero de 1785 que le parecía «admirable la institución de una junta censoria».42 Seis años después, Mariano Luis de Urquijo abogaba a su vez por la creación de una «Mesa censoria o Tribunal, a imitación del que hay en algunas Cortes de Europa…»,43 y por la realización del deseo expresado por
40 Duque de Híjar, Discurso original…, f. 15r-15v. Cotarelo (1904), p. 361, reproduce unos pocos pasajes de este texto, sacados del Correo de Madrid, en que fue publicado en abril-mayo de 1788. Por otra parte, por reconocer Jovellanos la deuda contraída con Armona en una nota a su Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos, me abstengo de evocar sus ideas sobre esta cuestión particular; recordemos, sin embargo, que es partidario de una dirección ejercida por dos «personajes distinguidos» dotados de «facultades amplias y sin límites» y, por consiguiente, de la reducción de la competencia del Ayuntamiento a una «jurisdicción contenciosa» (BAE, XLVI, p. 502, n. 18). 41 Ibídem, f. 13r. 42 Ibídem, f. 52r. 43 Urquijo (1791), p. 70.
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Cervantes en el capítulo 48 de la primera parte del Quijote; ya venía en forma embrionaria el futuro plan de Díez en el Discurso… del estadista que había de aprobar oficialmente y mandar poner por obra la Idea de una reforma… de don Santos después de acceder al ministerio de Estado en 1798; no faltaba nada: además del «gobierno político y económico» atribuido a la mesa, la corrección de comedias, el premio a los mejores dramaturgos, la escuela de declamación, la especialización de los actores, la supresión de las sumas separadas en beneficio de las obras pías (Díez se limitaría a disminuirlas), etc.44 Por lo tanto, el memorial dirigido por Moratín a Godoy en 1792 nada tenía de fundamentalmente original; el corregidor Morales, en el examen que le encargó el valido del texto de don Leandro, escribe en efecto que «Todos, Señor, son censores de Teatros; todos se creen con talento suficiente para criticar las piezas que se presentan…»;45 no hay poca exageración en este juicio, pero, por otra parte, la leve irritación que supone nos revela que el problema tenía preocupados más que nunca los ánimos. Mas, si tantos planes se dan a luz en la segunda mitad del XVIII, también se debe a que varias veces los solicitó directa o indirectamente la superioridad. Así, ya en 1770 el de Nipho, redactado a petición del corregidor Pérez Delgado, si bien no se puso en ejecución el proyecto del periodista después de remitido al magistrado.46 44 Urquijo (1791); el autor prevé un turno en la presidencia de la mesa. 45 Reproduce el documento Cánovas (h. 1885), pp. 164 y ss. Con toda evidencia, y según costumbre, Morales encargaría a un «sugeto de conocida literatura» un comentario al plan de Moratín para aprovecharlo luego al redactar la parte esencial de su argumentación en su propio informe; la erudición que en él se manifiesta con complacencia bastaría para dejarlo suponer. Es lícito preguntarse si Díez González no está en el origen de dicho informe del corregidor: el afirmar que Moratín no inventa finalmente más que una palabra al calificar de «director» al que ya está en funciones con el título de «censor»; la alusión a los dos principales resortes de la actividad humana, honor e interés, axioma caro a don Santos; el giro apologético que toma a veces el discurso (sabido es que Díez fue uno de los que participaron en el affaire Masson de Morvilliers); todo esto parece reforzar esta hipótesis, si bien faltan más elementos para convertirla en certeza. 46 Véase J. Herrera Navarro (1996c). La Idea Política y Christiana para reformar el actual teatro de España…, de Nipho, se ha publicado en fecha reciente con introducción y notas por Christiane España y prólogo de Lucienne Domergue, Alcañiz, Centro de Estudios Bajoaragoneses, 1994. El texto se transcribe con arreglo a la ortografía actual, pero, curiosamente, la casi totalidad de las notas, y son muchas, consiste en la restitución de todas las palabras que en el manuscrito llevan las rr en forma, entonces corriente, de «kappa» griega, convirtiéndose dichas letras en unas xx…
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Sin embargo, la personalidad a la que queda ligada la idea de una reforma es incuestionablemente el censor de comedias y catedrático de poética en los Reales Estudios Santos Díez González, cuya larga colaboración con los corregidores Armona y Morales le indujo a elaborar en varias etapas, de 1787 a 1797, la Idea de una reforma de los theatros públicos de Madrid, aprobada por real orden de 21 de noviembre de 1799 para llevarla a efecto al empezar la temporada de 1800-1801. El 24 de octubre de 1787, mientras ejercía en calidad de sustituto las funciones de Ignacio López de Ayala, ausente por enfermedad, remitió al primer magistrado de la Villa y Corte un memorial en el que aparecen ya más que en germen ciertas ideas directrices del que había de conseguir la real aprobación unos doce años más tarde.47 Don Santos expone en él con claridad el mecanismo cuyo funcionamiento regular mantiene los teatros madrileños en una situación a su modo de ver inaceptable: los dramaturgos —escribe— no suelen seguir más reglas que las que les imponen los cómicos, y éstos, por su parte, no tienen más preocupación que agradar al vulgo, de quien depende su suerte; de manera que «en esta cadena hallamos ser el vulgo el que está menos ligado y dependiente; y por tanto es el que da la ley». De ahí la necesidad de educar con prioridad a los espectadores: «Y así la reforma de los teatros debe empezar rectificando primeramente el gusto del Pueblo». ¿Cómo? Publicando con regularidad la crítica de todas las obras puestas en cartel, a imitación del Memorial Literario, pero a escala más amplia que en este periódico, con objeto de ir formando poco a poco el gusto del público. Ya se trata de atribución de medallas a los «buenos» escritores y de la edición de sus comedias o tragedias premiadas por el corrector, esto es, censor. Pero paralelamente abogaba don Santos por la ruptura del vínculo que mantenía a los cómicos —y por ende a los dramaturgos— bajo la dependencia de la mayoría de los espectadores: Las compañías de farsantes tienen una libertad que toca en despotismo para admitir y desechar piezas, representando con preferencia las que son más gratas y proporcionadas al grosero gusto del vulgo, que es el que por su multitud contribuye con más intereses. Este lucro es un poderoso influxo sobre el ánimo de los Farsantes; y si éstos tubieran su salario independiente de la mayor o menor concurrencia del Pueblo, serían más dóciles en sujetarse a representar las Piezas que se les entregaran.
47 AMMC, 1-40-25.
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Por último, consideraba deseable que las compañías corriesen a cargo de unos «Impresarios». Menos de dos años después, el 2 de febrero de 1789, volvía don Santos a la carga; pero en el entretanto se había documentado concienzudamente acerca de una infinidad de detalles que desconocía cuando su anterior intervención, de manera que ya podía presentar al juez protector un anteproyecto de ocho puntos mucho mejor estructurado que el primero,48 si bien confesaba aún la relativa insuficiencia de su información.49 El futuro Teatro Nuevo Español, ya ideado en sus anteriores informes, toma aquí su forma casi definitiva: aún no se le llama más que Teatro español, y no carece de gracia el que tenga por inspirador inmediato «el que publicó D.n Vicente García de la Huerta, p.ra quien solamente fue útil por el mucho dinero que adquirió con él». Ya se practica la división entre «Tragedias originales españolas», «Tragedias q. los modernos llaman Urbanas, también originales Españolas», y «Comedias originales españolas». Los volúmenes publicados unos doce años después por la Junta de Reforma habían de contener menos originales de lo que esperaba el optimista don Santos, y la Celestina, elegida por él «no tanto por su mérito intrínseco como por haber sido la que despertó el buen gusto de los Extrangeros», no encabezaría finalmente la colección… La idea del abono al dramaturgo de un tanto por ciento de las entradas en sustitución de la habitual cantidad fija a tanto alzado de 25 doblones (1500 reales) hace su aparición: se le adjudicará al ingenio el 5 % por una obra original, el 4 por una traducción. Don Santos había de mostrar menos generosidad en 1797… La idea no suponía sin embargo ninguna novedad: inspirándose en las nuevas disposiciones vigentes en ciertos teatros parisienses, José Sánchez (¿Casimiro Gómez Ortega?) proponía ya en 1769, en su Examen imparcial de la zarzuela intitulada «Las labradoras de Murcia», que los actores cobrasen una remuneración proporcional a las recaudaciones.50 En el memorial de 1789 48 Más exactamente, se había carteado en agosto de 1788 con Armona (ibídem), y a este segundo «papel» se refiere al escribir que «verdaderamente le faltan diferentes puntos esenciales que entonces no me ocurrieron por carecer de varias noticias precisas…». El documento de 1789 se publicó in extenso por Cambronero (1896), pp. 154 y ss. 49 «[…] al presente carezco de una noticia puntualísima acerca del mecanismo de las compañías cómicas, de su economía, distribución de caudales, número total de actores, partido o salario de cada uno, gobierno interior y otras cosas […]». Cambronero no indica la procedencia del documento (AMMC, 1-85-73). 50 José Sánchez (1769), p. 44.
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viene también esbozado el proyecto tendente a reducir los gastos improductivos derivados de la obligación de subvencionar las obras pías (las «socaliñas piadosas», decía Trigueros): las gratificaciones de los dramaturgos deberían sacarse del total de las recaudaciones, es decir, con anterioridad a las «separaciones acostumbradas» destinadas a la beneficencia, «pues es justo q. si todos tienen interés en lo q. rinden [las comedias], todos sin excepción alguna concurran a pagarlas», lo cual aliviaría la carga de las compañías y de la villa. Pero antes importaba que la elección de las obras dejase de ser privilegio de los cómicos: fallaría en última instancia el juez protector previo examen del corrector. Así también para la «elección de actores hábiles y aplicados»; efectivamente, si prestamos fe al autor del plan, más enterado de lo que afirma de los entresijos de la vida teatral, los Autores de las compañías son los primeros Intrigantes q. con falsos informes y solicitaciones astutas, logran q. se dé partido a un Actor o Actriz inútil, hechando fuera y quitando el pan a quien mejor sabe ganarle. Ellos exercen una especie de tiranía sobre sus compañías en las quales cada uno teme su ruina si el Autor llega a mirarle con malos ojos. Los Parientes, Amigos y combalachados de los Autores son los q. más medran, los q. mandan y los q. sostienen qualquier abuso perjudicial a la reforma o adelantamiento y cultura de los teatros.51
Con toda lógica, había, pues, que suprimir los «oficios de Autores de las compañías», y la medida era tanto más necesaria cuanto que el juez protector, debido a sus múltiples ocupaciones, tenía que abandonarles parte de la dirección de los teatros, lo cual les dejaba prácticamente el campo libre. El remedio a este mal consistía en la creación de un cargo de director único para las dos troupes,52 en sustitución de los dos autores, rebajados al nivel de sus demás compañeros. Moratín, como vemos, debía 51 Las rivalidades entre cómicos podían tomar un sesgo dramático —o divertido: depende de cómo se enfoque—; cuenta Díez que el año anterior, durante la única representación de la Elmira, traducción de Voltaire por Pisón y Vargas (no hubo más, debido a la muerte de Carlos III), «…en una situación en q. la protagonista debía representar un desmayo, dexándose caer (como era natural y lo pedía el Poeta), en brazos de la Confidenta, se entró ésta en el vestuario, no queriendo hacer lo q. era de su obligación, por deslucir a la Bermejo, cuyos ruegos no pudieron convencerla, disculpando su temeridad con decir q. aquel paso tocaba a una de las q. llaman Partes de por medio». No muy distinta fue la actitud de Rudolf Nureiev quedándose con los brazos colgantes mientras la bailarina terminaba su trayectoria no en ellos sino en el suelo. 52 La Carta XLVI del periódico El Corresponsal del Censor proponía en 1788 (t. II, pp. 779-783) que se nombrase un «sugeto hábil e inteligente» que había de ser en cierto modo el «Gefe científico de los teatros», comisionado por el Ayuntamiento.
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de conocer aquel plan de Díez González cuando remitió a Godoy su memorial de diciembre de 1792; pero, aunque no fuera así, la solución «estaba en el aire», o, dicho de otra forma, muchos consideraban que era la única capaz de aportar una mejora. Díez iba más lejos: deseaba que el «Corrector mismo fuese juntamente Director»; pero esta eventual «dirección de los teatros» merecía, en su opinión, un estudio más detenido: había de meditar en ello durante cerca de ocho años, a partir, probablemente, de las ordenanzas publicadas bajo la presidencia de Aranda para definir las atribuciones del director de los teatros de los reales sitios.53 Por último, también se proyectaba la reforma del «ramo de decoraciones» y la del sistema de cobradores —los cuales se habían de elegir entre los cómicos jubilados para realizar un ahorro, que se volverá a evocar—; retengamos de la segunda la idea de repartir billetes («voletines») según el «estilo de entradas en el Coliseo de las Óperas», en lugar de percibir dichos cobradores el importe de las localidades, y particularmente los asientos, en varias mesas sucesivas. 1797: por fin aparece el plan decisivo, fruto de una larga gestación cuyas etapas esenciales se acaban de enumerar. Necesariamente más preciso y pormenorizado que el anterior, se funda en los mismos principios. Por ser de sobra conocido,54 contentémonos con resumir los puntos principales de dicha Idea de una reforma de los theatros de Madrid que allane el camino para proceder después sin dificultades y embarazos hasta su perfección. Urge la reforma, a un tiempo por razones de política interior, dada la influencia que se atribuye entonces al teatro sobre la sicología social, y por razones de prestigio nacional, pues sirve de «termómetro» —con mayor frecuencia se usa el término «barómetro», incluso por Díez, metáfora muy de época— «con el que se miden los grados de cultura en que se halla un pueblo».55 El autor divide su ponencia en cuatro puntos principales, para tratar «lo primero, de las piezas drammáticas, lo segundo, de los actores, lo tercero, de las decoraciones y aparato teatral, y últimamente, de la policía de los teatros». Se observa el mismo orden que en el plan de 1789, refundidos los ocho puntos de éste en cuatro grandes apartados fundamentales para mayor claridad. 53 «Punto 8.°». 54 Véase n. 10. 55 P. 55.
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«Piezas drammáticas». Por determinar el poderoso influjo de los actores la tonalidad de las comedias de teatro «monstruosas» más taquilleras, oponiéndose a que los «buenos» dramaturgos representen las propias, en adelante no habían de intervenir las compañías en la elección del repertorio, debiendo imponerlo el juez protector, a la sazón el corregidor, tras solicitar el parecer del censor acerca de las nuevas producciones. Éste había de manifestar por escrito los motivos de su juicio desfavorable, y así también el censor eclesiástico, debiendo el último entregarlo además al juez protector, quien podía, si le pareciese necesario, mandar reexaminar los «drammas reprobados» en lugar de guardarlos en el archivo de la vicaría. Don Santos se acordaba a todas luces de las molestias interminables que tuvo que aguantar por parte del vicario la primera comedia de Moratín, y trataba por medio de este artificio de reducir el poder de su colega religioso; tanto es así que la ordenanza de noviembre de 1799, por la que se inició la reforma, había de prohibir que se hiciera cualquier «novedad en lo hasta aquí observado en la revisión de piezas por la Vicaría Eclesiástica».56 Los cómicos habían de cobrar, como en los teatros de Cádiz o Barcelona, un sueldo fijo, independiente del éxito de las obras en cartel y, si fuera posible, superior al que tenían asignado sus colegas de provincias. Así quedaba teóricamente aflojado, por no decir cortado, el vínculo de complicidad que unía hasta entonces a los actores con el público, dando paso su «tiranía» a la de las personas «de buen gusto». Después del consumidor y del intermediario, al abastecedor le tocaba retirarse de la triple alianza: el dramaturgo ya no cobraría una determinada cantidad global fijada de antemano, esto es, 1500 reales por una comedia de teatro (o «de invierno») y la mitad de esta suma por una sencilla (o «de verano»), esto es, sin escenificación dispendiosa, sino un «tanto por ciento» de las recaudaciones diarias durante un decenio y en toda España: la supresión de las dos categorías de obras (exceptuando unas sesiones «extraordinarias», sin puntualizar más) suponía de rebote la unificación de los precios de entrada, hasta entonces más elevados para la primera categoría; el lucro cesante debido a esta medida se había de compensar, como se verá, con el aumento del precio de las entradas, en detrimento, ocioso es decirlo, de las capas menos favorecidas; de ahí la alegría manifestada unos años más tarde por
56 Citada por Kany (1929), p. 246, nota.
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Moratín al comprobar que «el patio» ya ha dejado de dar la ley. Ahora no escribe Díez, como antes, «cinco por ciento», y efectivamente se pagará finalmente un tres por ciento a partir de 1800, «arrepentimiento» éste que deja augurar los futuros disgustos de los reformadores frente a la dura realidad económica. Además, las obras, previa cesión de sus derechos por los autores, se habían de imprimir en una colección oficial, el [Nuevo] Teatro Español, según se proponía ya en 1789. «De los actores». Debido a los muchos y graves negocios del corregidor, que le impiden participar eficazmente en la formación de las compañías, esta tarea queda en realidad, por una parte, a cargo de los regidores comisarios de comedias, sin calificación alguna y que se fueron poco a poco haciendo árbitros de la elección de actores, y, por otra, de los «autores» y galanes, de manera que intervienen todos los criterios posibles y el favor suele propiciar con frecuencia la incorporación de varios individuos totalmente inútiles, lo cual contribuye a disminuir los sueldos de los demás. La solución consiste en crear una junta para la formación de compañías cómicas compuesta por un director, un censor, un maestro de declamación y un secretario, bajo la autoridad del juez protector. El reparto de papeles se hará en adelante conforme a la mayor o menor aptitud de los actores, y no partiendo del puesto que ocupan en la jerarquía de la compañía, sin dejarles posibilidad de excusarse como suelen. Quedan suprimidos los apelativos «galán», «figurón», «gracioso», etc.; ya no hay más que «actores primarios», «secundarios» o «episódicos». Era poca cosa, y la reforma se reducía en este aspecto (fuera de meter en vereda a los actores) a una simple cuestión de terminología: de «gracioso» que era en 1799, Miguel Garrido se convierte en «parte jocosa» en 1800; la «dama» Rita Luna pasa a ser «primera actriz»; el «barba» Vicente García, «anciano»; a través de los papeles tradicionales se pretendía desterrar en realidad los símbolos, el recuerdo, de la comedia popular y de la mentalidad a la que venía vehiculando. Tal vez por esta misma razón tacharía Moratín, en el manuscrito de El barón remitido a censura en noviembre de 1802, los apelativos «viejo», «dama», «galán», que figuraban frente a los nombres de los protagonistas en el reparto de su comedia. «De las decoraciones». A pesar del evidente interés de este apartado, retengamos simplemente que, por no disponer de un local para almacenar las decoraciones, y a diferencia de Cádiz y Barcelona, se tenían éstas que
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alquilar con regularidad, de tal forma que —escribe don Santos— «podrían ya ser de oro, según las innumerables veces que se han alquilado». Sólo para la temporada de 1796-1797 se gastaron 260 000 reales en los dos coliseos. Convenía por lo tanto hallar un depósito (proponía don Santos que fuera el foso del teatro) y un taller, así como constituir un equipo competente dirigido por un maquinista y un pintor «hábil en la óptica». Quedaba también por resolver el problema del manejo de telones y bastidores, incómodo, ruidoso e incluso a veces peligroso no solamente para los oficiales, sino también para los mismos actores. «De la policía de los teatros». Díez puntualiza aquí las atribuciones de cada uno de los miembros de la junta. Después de observar que dos jurisdicciones teóricamente distintas pero en realidad rivales compartían el mantenimiento del orden en los coliseos, considera necesario proceder a unificar este ramo: los alcaldes de casa y corte, que tenían autoridad sobre los espectadores, pero solían «extender su jurisdicción hasta dentro de los telones», volverán a atender los negocios de sus respectivos cuarteles en beneficio de «los pobres que necesitan su audiencia», sustituyéndolos el juez protector, cuya competencia no excedía hasta entonces los límites de «las tablas o el escenario.» El juez protector es quien, como ministro del rey, ha de presidir la junta y asegurar su funcionamiento; por lo que hace a su secretario, no correspondiendo a ningún individuo del Ayuntamiento de Madrid mezclarse en un ramo totalmente literario, subordinado inmediatamente al Rey y a sus magistrados que exercen jurisdicción real, tendrá dicho secretario, y no el secretario del Ayuntamiento, el cargo de asistir a todas las juntas en que se traten puntos concernientes a los mismos teatros, extender los acuerdos, reglamentos, ordenanzas…, etc.
Así, pues, se pretendía desposeer a la jurisdicción municipal en beneficio de la real. Si se prefiere, los teatros de Madrid habían de entrar en la competencia exclusiva del gobierno; sólo que la posición del juez protector, como corregidor y, por lo mismo, alto funcionario real, entrañaba a pesar de todo alguna ambigüedad, pues también era primer magistrado de la villa; y esto permite comprender mejor su exoneración ulterior, llegando entonces a pasar el juzgado de protección a las manos del gobernador del Consejo. El caso es que se admitía implícitamente una divergencia de opiniones entre los ediles de la capital y el poder central en materia de política interior, o, más simplemente, la falta de coincidencia entre sus res-
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pectivos intereses. En vista de que el Ayuntamiento, gracias a su secretario y a los regidores comisarios de comedias precisamente reunidos en junta, había tenido hasta entonces notables poderes en lo que a gestión de teatros se refiere, se podrá apreciar la áspera desautorización que se infligía a un gremio muy aferrado a sus privilegios y no menos propenso a ampliarlos. Sin embargo, por pertenecer a la municipalidad la administración de la beneficencia, no se podía negar a su secretario y a los regidores la posibilidad de asistir «únicamente a las juntas concernientes al ramo de caudal sobrante que pertenece a las sisas». Era poca cosa; pero, a pesar de todo, era suficiente como para permitir que un día se iniciase una reconquista del poder: don Santos había de comprobarlo algún tiempo después a costa propia. En cuanto al director, como «inmediato jefe de los actores y otros oficiales del teatro», acumulaba prácticamente los cargos de los autores de compañías y de los regidores comisarios, pero no creo que se pueda afirmar con la seguridad manifestada por Carlos Cambronero que la enumeración de las cualidades exigidas por don Santos para ejercer de director equivaliese a «señalar a Moratín con el dedo».57 Queda por evocar un aspecto fundamental del plan de Díez al que no hemos concedido toda la atención que se merece: se trata del aspecto propiamente económico, cuya importancia salta a la vista nada más advertir que, de entre las 35 páginas ocupadas por el conjunto en la edición de Kany, 15 se le dedican enteramente. Don Santos se esfuerza en establecer un presupuesto con superávit, teniendo en cuenta las proyectadas creaciones de nuevos puestos, lo cual significa necesariamente que le hace falta, por una parte, realizar ahorros en determinados ramos —son varios los «arbitrios»— y, por otra, acrecentar el volumen de los ingresos, dos series de medidas impopulares si las hay. Cree conveniente en primer lugar una reducción de algunas categorías de personal: los puestos de cobradores (fueron «más de cuarenta y dos» el año anterior) deberían adjudicarse ya a cómicos jubilados, debiendo considerarse en adelante este empleo como intermediario entre la vida profesional y la jubilación propiamente dicha, y por consiguiente convertirse en obligatorio; así se ahorraría la contribución de un cuarto por entrada destinado a alimentar el «Monte Pío» par57 Cambronero (1896), p. 499.
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ticular de los cobradores, ya que los actores jubilados tienen otro, además de su pensión. Díez pretende suprimir éste, o, por mejor decir, suprimir la contribución que lo alimenta, y agregar su fondo a la masa común, «de la qual se deberán pagar las jubilaciones, que de otra suerte no podrán pagarse a causa de no cubrir su fondo el excesivo número de jubilados». Pero —añade— se puede compensar esta supresión, pues no es «absoluta», por medio de dos arbitrios: «cediendo los actores alguna ligera cantidad de maravedises de su salario para este fondo», y aprovechando unos seis días en que «por una costumbre mal introducida, se tienen cerrados los teatros». En otros términos, no solamente ceden, o sea, pierden los cómicos en activo parte, aunque leve, de su salario, sino que tienen que trabajar más. También se proyecta suprimir los comparsas inútiles, lo cual se explica a un tiempo por la voluntad de acabar con las comedias de teatro, muchas de las cuales presentaban escenas multitudinarias (dentro de lo que cabía, por supuesto…) y por la necesidad de crear nuevos empleos, gravosos pero indispensables. A don Santos le parece incluso oportuno realizar ahorros de chicha y nabo, que, todo bien mirado, no lo son, recuperando los residuos de cera que recojen principalmente los músicos, cuando no se llevan las velas enteras sin arder, para uso doméstico.58 Pero faltan aún, en fin de cuentas (pues de cuentas se trata en efecto), 212 463 reales «para el alcance o exceso de la data anual»; bastará con «acudir al arbitrio de alguna moderada subida en las entradas de los teatros», quedando así resuelto este problema y cerrado el presupuesto. Lo que se pasa curiosamente por alto es que esta última medida vulnera no sólo los intereses de los espectadores, sino también, en el caso preciso de los palcos, y más aún de las lunetas, por ejemplo, los de los cobradores (ya llamados «recibidores de boletines»), pues en este último sector del coliseo «las gentes que toman estos asientos tienen regularmente facultades», dejándoles pingües propinas porque «no toman, por lo común, la vuelta de maravedises, ni el real, si dan medio duro»; y si bien un aumento del orden de esta «vuelta de picos» no hacía más que ratificar tan simpática costumbre, llegando a generar un ingreso de 40 000 reales más, no era lo mismo convertirlos «en beneficio de la masa común» que seguirlos cobrando los interesados en dinero contante y sonante…
58 Véase el apartado Ramo de alumbrado, p. 269.
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En conclusión: muy pocos habían de ser los que dejasen de reprimir una mueca de disgusto o, cuando menos, de preocupación. No se crea sin embargo que el plan de Díez supuso una brutal agresión contra el mundillo del teatro unánime. Don Santos recuerda con cierta frecuencia que buena parte de los datos que utiliza y de las sugerencias que formula en lo que a decoraciones se refiere proceden del «autor» Luis Navarro, a quien considera adicto al proyecto de reforma, aunque se pueda pensar que la supresión de la autoría propuesta por Díez pudo mover a Navarro a colaborar. Por otra parte, la modificación en el modo de cobrar las entradas la puso por obra Morales en virtud de un edicto publicado el 24 de marzo de 1799 en el Diario de Madrid, y fueron las mismas compañías, al menos si no hermosea la realidad el texto oficial, las que solicitaron la generalización de aquel nuevo método. El 8 de marzo, el mismo periódico había dado a conocer, como todos los años, la lista de los actores para la próxima temporada dramática, y rezaba una nota: Con el fin de que las funciones teatrales se executen con la propiedad que sea posible, se encargará el desempeño de los respectivos papeles no según el orden de rutina, hasta aquí observado, de primeros, segundos y terceros, &c., y sí con respeto a la disposición que se halle en los Actores y Actrices para los caracteres que jueguen en el Drama quando así lo exija, poniendo en ello el mayor esmero.
Era lo que deseaba don Santos, el cual no fue probablemente ajeno a dicha nota. Pero se ve que el año que precedió al de la inauguración de la reforma fue de transición. Se puede suponer naturalmente que la accesión de Urquijo al Ministerio de Estado en 1798 significaba que tarde o temprano, más bien temprano, iban los neoclásicos a realizar su objetivo; entonces, no hubiera hecho el corregidor más que anticiparse en cierto modo a los hechos por simple prudencia política, aunque es lícito dudarlo: en 1797 ya fue él, según afirma, quien animó a Díez a redactar un plan;59 en el informe que remitió en octubre de 1793 a Godoy sobre el memorial de Moratín al mismo príncipe de la Paz, fechado en diciembre del año anterior, no se limita a refutar a «Inarco», sino que considera en particular que los cómicos cobran sueldos insuficientes y que importa premiar a los «buenos» dramaturgos para ir reformando insensiblemente los 59 Véase Cánovas (h. 1885), p. 176.
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teatros de la villa. Por otra parte, la abundancia de los planes que se sucedieron a partir de 1801, y que no abogaban de ninguna manera por una vuelta a la fórmula antigua, muestra claramente que la idea de un cambio necesario la compartían otros que no tenían particular amistad con Moratín o Díez González. La real orden de 21 de noviembre de 1799 hizo del plan de Díez el código de la reforma, y de su junta el organismo oficial encargado de su aplicación. El parentesco entre las ideas de La comedia nueva moratiniana, ocho años anterior, y el programa de la reforma lo subrayó la —bastante floja— Introducción al año cómico de 1800, de Francisco Burdal, destinada al teatro de la Cruz para la apertura de la temporada de 1800-1801.60 Según costumbre, los cómicos hacían en ella sus propios papeles, así la gran Rita Luna; pero algunos de sus compañeros que les daban réplica se llamaban en aquella ocasión don Pedro, don Eleuterio y don Hermógenes (respectivamente, Navarro, García y Querol): ya habrá identificado el lector al trío de la obra moratiniana. El pedante ponía los gritos en el cielo ante el «proyecto / inadoptable, ruinoso» de la reforma, a lo cual Rita Luna, acorde con el deseo tantas veces formulado por don Leandro, contestaba modestamente: A nosotros no nos toca más que seguir con respeto la senda que nos señala un ilustrado gobierno.
Ocioso es decir que el abogado defensor era don Pedro. Encareciendo los beneficios de la Razón, exclamaba: No ya necesitaremos envidiar sus bellos frutos más allá del Pirineo; [………………………] a más de honesto recreo, será el Theatro la imagen de nuestro deber, y el seno de las virtudes sociales. Sí; entonces en él veremos la escuela de las costumbres.
60 BMM, 1-184-1.
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Treinta años después de la victoriosa aunque efímera tentativa de Olavide en Sevilla y de sus repercusiones en Madrid y los reales sitios (Azéma y Reynaud, director del seminario hispalense de arte dramático, acompañó como tal a sus cómicos reclamados por la corte, llegando a ser director de los dos teatros de la Cruz y del Príncipe),61 podía pensarse que el arte dramático nuevo iba a imponerse. Pero contra la realización de semejante programa se había de organizar una temible oposición, claramente previsible. El Ayuntamiento, desposeído de sus antiguas prerrogativas, no pararía hasta recobrar sus dos coliseos; el de los Caños del Peral, con dirección independiente de la villa, resistiría por su parte a costa de muchas dificultades; en cuanto a los actores, iban a tratar de salvaguardar en lo posible sus intereses, pero una parte importante del personal de las compañías no podía contemplar con agrado el trastorno que se estaba produciendo, porque, si bien podía compensar el aumento de los sueldos la pérdida de ciertos intereses, era con condición de que los pagasen con regularidad los nuevos dirigentes… Por lo que hace al público, el cuantioso aumento del precio de las entradas tampoco le movería a adherirse a la causa de la reforma. Era cuando menos temerario luchar contra semejante coalición, como se había de comprobar en lo sucesivo. No es del caso referir aquí las reacciones del conjunto del público madrileño: ya se ha evocado varias veces en los dos primeros capítulos,62 para llegar a la conclusión de que el relativo, pero indudable, desafecto que manifestó hacia las representaciones teatrales en los primeros años de la reforma se debe ante todo —aunque no exclusivamente— al doble encarecimiento de las entradas y a la prohibición de no pocas comedias de teatro,63 y no a un seudopatriotismo reducido a una xenofobia elemental supuestamente hermanada con un culto no menos imaginario al teatro del Siglo de Oro, calificado de «nacional» por la crítica reaccionaria de las dos últimas centurias. Fue precisamente en determinados medios cultos donde Lope y Calderón, y éste más que aquél, pudieron tomar valor de símbolos, pero la reforma no tuvo más que una responsabilidad indirecta en este 61 Véase Marcelin Défourneaux (1959), pp. 280 y ss. 62 De Sur la querelle du théâtre…, naturalmente, o los correspondientes de Teatro y sociedad… 63 Véase a este propósito René Andioc (1999a).
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fenómeno, porque, si bien prohibió la junta la representación de La vida es sueño o de El mágico prodigioso, siguió autorizada la venta de las comedias del gran dramaturgo; es decir, que el que quedó privado, si es que lo quedó, de estas obras maestras fue el madrileño medio, aquel cuyo sentido crítico, según opinaban, era insuficiente para neutralizar eventualmente los «nefastos» efectos de la moral calderoniana enseñada en los coliseos. Es que, si nos fiamos del comisario de comedias Lucas de San Juan, el público madrileño se dividía unos doce años antes «en quatro partes, de las quales las tres son Jornaleros y Artesanos». Por ello pide Jovellanos que ninguna representación pueda efectuarse sin previa aprobación de la Real Academia de la Lengua, mientras que no expresa prácticamente ninguna exigencia en lo relativo a impresión de las obras representadas.64 Pero si el relativo desvío del público en los años inmediatos contribuyó notablemente al fracaso de las previsiones económicas de don Santos, también se organizó la resistencia activa desde el primer día y no paró hasta que el enemigo mordió el polvo. Bastó un decreto para suplantar al Ayuntamiento, al menos en teoría. Faltaba por imponer la reforma a un teatro cuya independencia podía suponer una amenaza permanente, el de los Caños del Peral. El teatro de los Caños, que se había especializado en la representación de óperas, disfrutaba de un régimen distinto al de los otros dos, como se ha dicho ya. Aunque era también propiedad del Ayuntamiento, éste no lo administraba, alquilaba el local a la Junta General de Dirección y Gobierno de los Hospitales (General, de la Pasión y de la Convalecencia), la cual, por medio de un comité compuesto por dos o tres de sus miembros, entre ellos el hermano mayor (a la sazón el marqués de Astorga), cuidaba de la economía del Teatro, o el Gobierno interior de las partes de que se compone, como son el contrato que hiciere qualquiera Empresario con los Hospitales, las escrituras y convenios del mismo con las partes de representado, cantado, baylado, música y otros sirvientes del Teatro, el examen de las piezas u composiciones, y la decencia de la representación,
según reza el artículo segundo del Reglamento para el mejor orden y policía del Teatro de la Ópera.65 Se trataba por lo tanto, como se ve, de una ges64 Memoria para el arreglo de la policía…, p. 497. 65 Art. II; publicado el 10 de enero de 1787 en virtud de la real orden de 11 de diciembre de 1786 (BNM, Pap.s de Barbieri, 13990/1, y Cotarelo, 1904, pp. 674 y ss.)
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tión prácticamente autónoma, aunque el teatro, como tal, pertenecía al sector público, por lo cual la sala de alcaldes de casa y corte, en particular, representaba en él la justicia municipal durante las funciones, igual que en los coliseos de la Cruz y del Príncipe.66 A todas luces, resultaba imposible aplicar cualquier medida en estos dos «teatros españoles» sin extenderla al tercero de la capital. Cuando se inició la reforma, una real orden del 28 de diciembre de 1799 —o sea, al mes escaso de aprobarse oficialmente el plan de Díez— acababa de poner fin a las representaciones de óperas italianas (con libreto italiano se entiende), licenciando como consecuencia a la compañía extranjera que las interpretaba, y quedando autorizadas exclusivamente las obras líricas o dramáticas escritas en castellano y representadas por naturales. Aquello fue un duro golpe para la Junta de Hospitales, pero lo justificaban al parecer los enormes gastos causados por aquella variedad de espectáculos, que obligaban a la dirección a solicitar regularmente ayudas financieras del Estado.67 No se me oculta que el autor del decreto fue Mariano Luis de Urquijo, cuyas simpatías hacia los neoclásicos son notorias, y el que Cotarelo piense que Godoy obraba por intermedio de aquél no modifica el problema.68 Lo cierto es que la Junta de Hospitales tuvo que luchar contra los reformadores en una época en que le urgía reorganizar la compañía del teatro y contratar a un empresario competente. El segundo golpe lo dio el 23 de febrero de 1800 un nuevo decreto por el que se mandaba que ninguna representación pública Española se pudiese executar en esta Corte sin que la Junta de Dirección de Teatros la dirija y disponga, señalando sus partes, piezas, trages, y todo lo demás q.e executa en los Coliseos actuales, pues la reforma debe ser enteramente uniforme.69
Mientras el músico Melchor Ronzi comunicaba al marqués de Astorga, hermano mayor de la Junta de Gobierno de los Hospitales, su proyec-
66 La dirección de los hospitales era responsable ante el ministro de Gracia y Justicia, jefe supremo de los establecimientos de beneficencia (Cotarelo, 1917, p. 402, n. 1). 67 Ibídem, p. 401. 68 Recuérdese sin embargo que la sustitución de la ópera italiana por una ópera nacional se preveía ya en el reglamento de 1787 (art. XVIII). 69 BNM, Papeles de Barbieri, 13990/3 (documento del 21 de junio de 1800). La «Junta de Dirección de Teatros» es la famosa Junta de Dirección y Reforma que va a regir algún tiempo el destino de los teatros.
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to de empresa relativo a los Caños el 18 de abril de 1800, Luciano Francisco Comella, «exvíctima» de La comedia nueva y tan poco adinerado como antes, redactaba febrilmente un Plan para abrir nuevamente el Teatro de los Caños del Peral con la ayuda de Ramón Lanzarote, marido de la cantante Carlota Michelet, y se lo remitía al hermano mayor el 28 del propio mes.70 Los dos hombres proponían su candidatura para codirectores, y don Luciano, por un sueldo relativamente modesto, se comprometía, como el don Eleuterio de 1792, a proporcionar todas las piezas, escribir y traducir (asociado con el Maestro de Música) ocho Óperas, dos oratorios sacros, y seis fines de fiesta…,
pero también, como Moratín, a enseñar y ensayar a los Actores de las dos Compañías,71 dirigir el vestuario y decoraciones y tener intervención en lo guvernativo con el diario de treinta reales de vellón.
Aquel plan no tenía más que un defecto: el no ir acompañado por un fondo de garantía…, que el bueno de Comella esperaba constituir gracias a la mitad del importe de los futuros abonos. Parece que la pareja dirigió efectivamente algún tiempo el teatro, como induce a pensarlo un documento del 25 de diciembre de 1800, de idéntica procedencia que los anteriores.72 Pero al principio de la temporada siguiente, el 23 de abril de 1801, Comella se queja a Astorga de estar tan necesitado que ni tiene ya para comer y envía a su hija a solicitar la generosidad del escribano del Hospital General, Nicolás de Ochoa, el cual consintió en soltar 200 reales; el 28 de marzo ya le había mandado al tal Ochoa una curiosa carta en la que exponía que el día del cumpleaños de su mujer se hallaba sin una perra, o, por mejor decir, sin un ochavo (céntimo, hablando a lo europeo), que dos personas acababan de hospedarse en su casa, por lo que pedía una ayuda contra recibo en debida forma. Nada justificaba mejor a posteriori el calificativo de «hambriento» o «famélico» aplicado al don Eleuterio de La comedia nueva.
70 BNM, Pap.s de Barbieri, 14055/2. 71 Se trata de «una compañía de Ópera y otra cómica, Nacionales». 72 Cotarelo se detiene poco en este período en su Isidoro Máiquez.
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Zavala y Zamora se unió a su vez a las filas de los pretendientes, proponiéndole al marqués un arrendamiento quinquenal a razón de 60 000 reales por año en febrero de 1801.73 Y no poco iluminativo me parece que dos de los mayores especialistas de comedias de teatro duramente combatidas por Moratín y, durante aquel período, proscritas por la Junta de Reforma, se hallasen en el bando de la resistencia a la empresa de los neoclásicos. El hermano mayor era, como se ha dicho, el marqués de Astorga, conde de Altamira, alférez mayor, de quien fue historiógrafo Juan Pablo Forner; pero ofrecía la particularidad de ser también regidor de Madrid; de manera que la lucha que llevaba como dirigente del teatro «italiano» contra la reforma se confundía con la que desde el primer día emprendió el Ayuntamiento para recobrar sus privilegios vulnerados. Añádase a ello que el comité de patrocinio del teatro de los Caños contaba entre sus miembros, según un documento de 1793, con destacadas personalidades como la duquesa de Osuna o el duque del Infantado.74 El fondo Barbieri de la Biblioteca Nacional de Madrid ha conservado parte de la correspondencia cruzada entre el marqués y distintas personalidades para tratar de salir al paso de las pretensiones de la Junta de Reforma.75 Sin embargo, debe constar que, a pesar de lo escrito por Cotarelo, las presiones no se ejercieron solamente por parte de la junta. Bien dice don Emilio que Máiquez exigió, para ingresar en una de las dos compañías oficiales, un aumento de sueldo considerado excesivo en favor de su mujer Antonia Prado, aunque no menos cierto es que, según dicho historiador, ésta fue versión de la junta. Pero, si bien resulta difícil confirmar o rebatir esas declaraciones, forzoso es reconocer de todas formas que los cómicos no podían por menos de valerse en provecho propio de las disensiones y rivalidad entre las dos juntas, la oficial y la de los Caños. El caso es que los dirigentes de este teatro tuvieron también que habérselas con el chantaje de algunos de sus artistas, los cuales amenazaron con abandonarlos para contratarse con una de las dos compañías controladas por los reformadores; el 6 de febrero de 1801, unos pocos días antes de la apertu-
73 BNM, Pap.s de Barbieri, 14055/4. 74 Ibídem, 13991/6-7. 75 Ibídem, 13990/3.
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ra del año cómico, Diego Godoy participaba a Astorga la noticia de que la cantante Carlota Michelet se disponía a «escriturarse en las compañías Españolas»; «la Puig —añadía— está ya enteramente comprometida».76 La primera se dirigió efectivamente a Astorga unos doce días más tarde, poniéndole claramente sus condiciones: había de ser «Dama de Ópera absoluto [sic] […] bajo las preheminencias, facultades y condiciones que hasta ahora han tenido y tienen las Damas de Ópera Italiano», a saber, elegir ella misma sus piezas y papeles, cantar cuatro días por semana como máximo, ensayar en su casa, disfrutar de un mes de asueto en verano, cobrar un sueldo de 25 000 reales, corriendo por cuenta de la empresa el alquiler de su vivienda y la retribución de su profesor. La respuesta, rotunda, no tardó mucho en llegar: el estado de «decadencia» de su voz hacía perfectamente ridículas sus exigencias, fuera de que una figuranta no podía por otra parte pretender el desempeño de primeros papeles, por lo que quedaba libre de alistarse donde mejor le pareciese. No por ello deja sin embargo de figurar al lado de Antonia Prado como «primera dama de cantado» en junio de 1801, fecha de la apertura del teatro.77 Parece que, por su parte, también se valió la Junta de Reforma de medios de dudosa ortodoxia para imponer su voluntad al teatro rebelde: después de fracasar un primer intento,78 la dirección de los Caños pretendía inaugurar el 16 de noviembre de 1800 una serie de representaciones con Semíramis o la venganza de Nino, música de Bianchi arreglada por Melchor Ronzi, libreto traducido por Vicente Rodríguez de Arellano, pues no se podía cantar ya en italiano. Astorga dio parte de este proyecto al gobernador del Consejo el 28 de septiembre;79 el 12 de octubre le comunicaba éste el dictamen de la junta, de la que era presidente: se prohibía representar la obra, por figurar ya en el repertorio del teatro de la Cruz, donde estaba programado su estreno para el 4 de noviembre, es decir, unos doce días antes del que tenían previsto los de los Caños del Peral. Encargado de la censura de aquel «Melodrama u ópera», Díez González,80 alegando como pretexto que la lista de los actores del teatro de la Cruz elegidos para interpretarlo
76 Ibídem, 14055/4. 77 Cotarelo (1902), p. 540. Y con un sueldo de ¡28 000! 78 Ibídem, pp. 91-92. 79 BNM, Pap.s de Barbieri, 13990/3. 80 Ibídem (copia; el original de la censura, al final del manuscrito de Semíramis, BMM, 1-193-15, según Cotarelo, 1902, p. 92, n. 4).
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ya había conseguido la aprobación del gobernador del Consejo García de la Cuesta, hace aún hincapié en que conviene prohibirlo en el otro coliseo. A todas luces se trataba de una mala pasada jugada a la Junta de Hospitales: en la censura a que me acabo de referir, don Santos contesta a la argumentación de los protectores de la ópera que el teatro de la calle de la Cruz tiene también la carga de contribuir a otras obras pías no menos dignas de atención q.e los Hospitales,
pero aprovecha también la oportunidad para dejar adivinar sus verdaderas intenciones: […] la elección y lista de las Piezas destinadas al coliseo de los Caños no es con arreglo a las R.s Órdenes de 23 de Febrero y 21 de Agosto de este año, pues según ellas es la boluntad del Rey que la Junta de Reforma de Teatros sea sola la q.e elija las Piezas, haga la lista de ellas, y reparta los papeles, informe de los trages y decoraciones y execute todo quanto executa en los teatros de la calle del Príncipe [y] de la Cruz, a excepción de los Ramos meramente económicos; y así es q.e dicha Junta no tiene ni ha tenido noticia de las Piezas del teatro de los Caños ni conocimiento de los Actores […] […] ninguna elección de Piezas en el teatro de los Caños parece legítima no siendo hecha por la Junta de Reforma de teatros…
No cabe duda de que aquello era un disparo intimidatorio destinado a probar, por otra parte, la capacidad de resistencia del contrario. Cuesta consiguió provisionalmente no herir la dignidad de las partes: escribió debajo de la censura de Díez que se concedía la licencia con la reserva de que el director —a la sazón el catedrático Andrés Navarro, sucesor del dimisionario Moratín— y el censor de la Junta de Reforma hubiesen aprobado «el repartim.to de papeles, trages y decoraciones». Mirándolo bien, daba en realidad satisfacción a Astorga. Por ello probablemente, en la fecha fijada para el ensayo, esto es, tres días antes de la reapertura del teatro, anunció el secretario de la Junta de Reforma que su jefe estaba «algo indispuesto» y proponía diferir su inspección hasta el día siguiente. Astorga reaccionó enseguida, contestando el 14, muy diplomáticamente, al secretario Francisco González de Estéfani que «no dejaron de ofrecerse algunas dificultades para convencer a los actores de los motibos q.e imposibilitaron aquél [ensayo]». Cualquier demora en la apertura del coliseo —proseguía— sería gravemente perjudicial para la asociación que representaba. Un día más tarde, mientras Cuesta otorgaba por fin la licen-
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cia consecutiva al dictamen favorable emitido por Navarro y Díez a raíz del ensayo, Astorga tomaba la segunda vía oficial, la que llevaba hasta el ministro de Estado, esto es, Godoy; mandó al valido una carta redundante y obsequiosa para rogarle tuviese a bien aceptar un palco al día siguiente en la sesión de apertura… No conocemos la respuesta del príncipe de la Paz; pero el método elegido no tardó en revelar su eficacia: Elfrida, de Paisiello, fue representada para «solemnizar los días» del estadista, y éste, informado por una nueva epístola, le contestó muy amablemente, declarándose «su más af.o Serv.or y Am.o».81 Así y todo, se estrenó la ópera Semíramis primero en el teatro de la Cruz, con arreglo a lo antes resuelto y notificado a Astorga; la obra permaneció en cartel del 4 al 6 de noviembre de 1800, fecha después de la cual cesaron las funciones en todos los teatros. Pero hay más: el 16 del propio mes, en que se reanudaron éstas, y mientras la dirección de los Caños estaba preparando su propio estreno de Semíramis según lo antes dispuesto, el coliseo de la Cruz anunció el mismo programa; no cabe duda alguna: se trata de la misma «ópera seria» en dos actos, y ya debía de estar bien enterado el marqués de Astorga, puesto que publicó en el Diario de Madrid del 16 un Aviso al público en el que se anunciaba la supresión del suplemento de 4 reales para el acceso a los palcos así como la del aumento de las entradas al patio y a la platea «en las noches de subida». ¿Cuál fue el resultado inmediato de aquella competencia? Las recaudaciones del teatro de la Cruz, en cualquier caso, no fueron muy pingües: si bien asciende la del día 4 a 8625 reales, aproximándose al máximo, no se debe olvidar que hubo iluminación para conmemorar el santo del rey; en los dos siguientes, se pasa ya a 6144 y 5233; y durante la «reprise» del 16 al 20, se recaudan menos de 3600 reales de media en cinco días). No conocemos las de los Caños, pero sí en cambio los días de representación: según el Diario, única fuente asequible, fueron diez del 16 al 30 de noviembre, todas en sesión de noche, más cuatro en diciembre y otra en enero de 1801, datos insuficientes éstos para saber cuál de los dos coliseos aventajó al otro, y más si recordamos que las entradas eran más caras en este teatro; sólo se puede conjeturar que aquella competencia no debió de favorecer a ninguno de los dos. Conviene añadir que el «affaire» Semíramis parece que no fue caso aislado. Es de suponer que el hermano mayor, marqués de Astorga, debió de vivir obsesionado por el temor —justifica81 BNM, Papeles de Barbieri, 13990/3, 3 de enero de 1801, firma autógrafa.
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do— a ver reiterarse semejante faena; una carta de Isidoro Máiquez del 10 de noviembre de 1802 dirigida al marqués de Fuerte Híjar, entonces subdelegado del gobernador en la junta, explica, después de recordar que la compañía de los Caños estaba compuesta en su mayor parte por actores nuevos y por lo mismo no podía ofrecer más que un repertorio reducido: Por otra parte, siendo naturalmente más adictos al Teatro de la Cruz q.e no al de los Caños algunos de los Miembros de la Junta de Dirección, estando ocupado en la contaduría del mismo Teatro el Secretario de la propia Junta, y teniendo comunicación con todos ellos los Individuos q.e manejan los intereses de aquella Compañía, puede muy bien resultar a la de los Caños un notable perjuicio a causa de que teniendo noticia anticipada de las funciones q.e han de executarse en éste, está al arvitrio de aquéllos el hacer o suspender las que les acomode, de cuyo recíproco arvitrio carece la Compañía del de los Caños por no tener iguales noticias.82
De todas formas, el interés de esta escaramuza es mayor de lo que parece a primera vista: nos trae a la mente un episodio particularmente penoso de la carrera dramática de Moratín: me refiero al caso Andrés de Mendoza, que debe considerarse, con el propio don Leandro,83 como un desquite de la asociación patrocinadora de los Caños. Los hechos son notorios: el 8 de enero de 1803, veinte días antes del estreno de El barón en el teatro de la Cruz (cuya compañía, recordémoslo, estrenara la Semíramis a fines del año de 1800…), el coliseo de los Caños del Peral representó una comedia en tres actos, La lugareña orgullosa, la cual era poco menos que un plagio de la zarzuela, convertida ya en comedia por Moratín; quizás para que fuese mayor la sorpresa, se había repuesto El viejo y la niña en la misma sala de espectáculos durante la misma temporada, en noviembre de 1802. Según don Leandro, la «gente poderosa y de grande influjo en la corte» que formaba parte de la Junta de Hospitales se ofendería al ver elegir la compañía de la Cruz en lugar de la de los Caños para interpretar su nueva obra, encargándole a un «buen hombre» el latrocinio. Silvela, en su tardía biografía de «Inarco», agrega incluso que La lugareña orgullosa se redactaría «en cuatro días», lo cual parece dudoso por contradecirlo la afirmación —tampoco muy fidedigna, por cierto— de Mendoza, según el cual se redactó su comedia en 1798, y también el haber leído
82 AMMA, 3-476-5, firma autógrafa. 83 Advertencia a El barón, BAE, II.
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Moratín la propia a los cómicos el 24 de diciembre de 1802,84 sabedor ya del proyecto de Mendoza, puesto que se cita con él el día anterior. Sin embargo, a nuestro autor le hace una visita el actor Antonio Pinto, futuro don Pedro de El barón, el 6 de aquel mes, y el 10 unos «Cómicos» que no pueden ser sino los de la compañía de la Cruz; pero la inquina de los dirigentes de los Caños no estaba tan «mal fundada» como dice Moratín. ¿A qué venía meterse con él sabiendo que había renunciado el cargo de director de la Junta de Reforma antes de la polémica de Semíramis e incluso sin haberlo estrenado siquiera? Moratín, a pesar de ello, era sin duda alguna —juntamente con Díez— el alma de la reforma; tanto era así que su sucesor Andrés Navarro fue a consultarle poco antes de notificársele a Astorga la prohibición de representar su ópera, el 22 de julio y los días 7, 10, y 16 de agosto. Mermados ya los poderes de la junta desde enero de 1802 debido a su patente ineficacia, sus adversarios no tenían nada que temer; no contentos con ganar por la mano a don Leandro, organizaron el día del estreno de El barón, 28 de enero de 1803, una bronca memorable de la que da cuenta el diario íntimo del autor con un laconismo particularmente expresivo; tras aquella representación tumultuosa, Moratín mandó una «letre ad D[on] D[iego] G[odoy]» y fue a visitar personalmente al hermano del valido el 31; es que don Diego era «inspector general de Caballería», y precisamente en la inspección general de esta arma era donde Dámaso Gutiérrez de la Torre, entonces miembro del comité de patrocinio de los Caños y más tarde corregidor de Madrid, había encontrado al servicial capitán Mendoza.85 ¿Fue el mismo don Diego instigador de la cábala? La respuesta no es segura; sí lo es en cambio que admitió la dedicatoria del plagiario, lo cual permite suponer que lo hizo con conocimiento de causa; sabiendo que El barón llevaba por su parte una dedicatoria al príncipe de la Paz fechada el 15 de enero, ¿debe concluirse que la Junta de Hospitales se esforzó en matar dos pájaros de un tiro, esto es, neutralizar por una parte el favor de Moratín y granjearse por otra la simpatía del hermano del valido? Tampoco se puede contestar con seguridad, si bien nada tiene de inverosímil; la carta a Diego Godoy, si se diera con ella algún día, permitiría tal vez decir si así fue.
84 Según su diario, p. 282. 85 Juan Antonio Melón, Desordenadas y mal digeridas apuntaciones, en Moratín (1867), III, p. 387.
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El 20 de junio de 1800, escribía Astorga a Caballero, secretario de Gracia y Justicia, de cuyo ministerio dependían los hospitales86 y que había sido antes individuo de la Junta de Hospitales, según recuerda en carta de 9 de agosto a su corresponsal,87 que el Reglamento de 1787 seguía por lo visto vigente, por lo que le incumbía rendir cuentas solamente ante el rey. Con no poca habilidad, presentaba luego al comité director de los Caños como iniciador del buen gusto y, por ende, de la reforma en curso de realización…; de manera que era inútil, según él, colocar su teatro bajo la jurisdicción de la Junta de Reforma, ya que ésta no había hecho más que extender a los otros dos coliseos de la capital la forma de administración propia de aquél. En efecto —proseguía—, nunca eligieron los actores ni los empresarios las obras del repertorio, por pertenecer dicha decisión desde tiempo atrás al mismo comité, «a quien concedió S.M. exclusivamente esta facultad en virtud del citado artículo», es decir, el XVII del referido Reglamento. Así, pues, la «parte teórica» del plan no concernía al teatro «italiano», ya que, lejos de cometerse en él los abusos que los reformadores pretendían remediar, se venían aplicando desde siempre las reglas nuevamente establecidas. Eso quería decir —y lo dice claramente Astorga— que lo esencial era otra cosa: aunque la ley le concede el derecho de elegir las obras de su teatro, la «Real Junta de Hospitales» consiente, en testimonio de buena voluntad, en que el nuevo censor las examine, con condición de que renuncie a exigir cualquier retribución que redunde en perjuicio de los enfermos, «en cuyo obsequio no duda la R.l Junta lo desempeñará generosamente, como lo haría también la de Dirección de Teatros si S.M. se dignase confiarle colectivamente y en cuerpo esta comisión…». No quiere Astorga que su entidad pague las consecuencias de la reforma en el sentido más concreto de la voz; una vez más en nombre de los pobres de los hospitales, protesta contra el método consistente en distraer de las recaudaciones el premio en beneficio de los dramaturgos (el mejor premio —añade— es… la notoriedad). Aunque la real orden de febrero y la de agosto de 1800 excluyen de la competencia de la Junta de Reforma los «Ramos meramente económicos», sí le confieren en cambio la facultad de uniformar la administración de los teatros (es lo que teme Astorga en varias cartas) y, por consiguiente, de modificar y controlar indirectamente
86 BNM, Pap.s de Barbieri, 13990/3 y 140554. 87 Ibídem, copia.
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la de los Caños;88 el medio más sencillo consistía en prohibir en el último momento la representación de una obra. La conclusión era previsible: se pide la exención de la regla común para los Caños, la suspensión en beneficio suyo de los efectos de la real orden de 23 de febrero de 1800; en pocas palabras, el reconocimiento, o, mejor dicho, mantenimiento de su autonomía, en virtud de un último argumento, muy de época, y que someto a la apreciación del lector: no se puede dudar que hay una electricidad moral, como una electricidad física, y que no obstante sus extremos y naturales divergencias se comunican promiscuamente desde la mano que se aproxima más al globo hasta los cuerpos que están más distantes de su contacto.
Cotarelo y Mori ha relatado, en su Isidoro Máiquez, las peripecias de la lucha entablada por los representantes de los Caños para limitar en lo posible lo que Astorga llama «la oficiosa y destemplada pretensión de la [Junta] de Dirección de Teatros»,89 las presiones que ejercieron sobre los cómicos que se negaban a incorporarse a las dos compañías oficiales, las concesiones que hubo que consentir, por lo que resulta ocioso evocarlas de nuevo con detalles. Queda, sin embargo, un punto en mi opinión insuficientemente abordado en el siempre imprescindible trabajo de don Emilio: los apoyos con que pudo contar el comité director del teatro rebelde. Con toda evidencia, Diego Godoy y el ministro Caballero se valieron de su influencia para hacer fracasar los intentos de los reformadores. En plena lucha, en febrero de 1801,90 el dramaturgo Zavala y Zamora, entonces en tratos con Astorga con vistas a hacerse cargo del teatro de éste, le escribe al marqués que deje de preocuparse por la amenaza que hacía pesar la Junta de Reforma sobre los actores deseosos de incorporarse a la compañía de los Caños, pues, dice, passé a ver a D.n Diego Godoi, a quien expuse el mencionado obstáculo, y después de manifestarme quán fácil era allanarle…
Unos día antes, el hermano del favorito escribía personalmente y en lenguaje velado al hermano mayor acerca de lo que designaba como «nues88 Ibídem, censura de Semíramis por Díez, 2 de noviembre de 1800. 89 Ibídem, 9 de agosto de 1800 (copia). 90 BNM, Papeles de Barbieri, 14055/4.
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tro proyecto», es decir, que hacía causa común con su corresponsal. Otra carta, urgente y confidencial («Reservada / Luego»), del duque de Aliaga, hijo del de Híjar y miembro de la Junta de Hospitales, a Nicolás de Ochoa, transmitida por éste a Astorga pero desgraciadamente sin fechar, anuncia que don Diego ha manifestado el deseo de que le manden una nota p.a quedarse él con ella y activar por sí la cosa, p.a q.e, además de lo q.e haga el Príncipe, ser él un agente. Creo q.e lo q.e se debe pedir es el paso de las correas e inibición de [la] Mesa censoria, p.s con eso solo se consigue el fin.91
El propio príncipe de la Paz, como se ve, no puede considerarse ardiente defensor de la reforma: un político de su nivel no podía tomar en aquel asunto una posición demasiado tajante, pues era por encima regidor de Madrid. El caso es que Moratín, si nos fundamos en una nota a La comedia nueva varios años posterior a los sucesos que refiere,92 no muestra mucha indulgencia con los dirigentes de la Junta de Dirección y Reforma, cuyo fracaso tardó poco en prever. Es que en la misma junta no había unanimidad, ni mucho menos. En otro lugar insistí en la inconsecuencia que supone el haberse publicado en el Teatro Nuevo Español algunas obras que parecen por lo menos contradictorias con la mentalidad que querían inculcar al público los apóstoles de la reforma, empezando por el que parece haber sido desde el principio el más rígido, Díez González. La falta de competencia del gobernador Cuesta no es la causa única, aunque, por ejemplo, la apertura del teatro de los Caños es consecuencia de su negativa a admitir a Máiquez y su mujer en una de las dos compañías oficiales.93 Desde el principio de la temporada de 1801-1802, el director Andrés Navarro y el censor habían dejado de entenderse: entre varias recriminaciones, criticaba Navarro en un informe fechado el 23 de agosto94 el método de Díez en materia de censura de piezas, las cuales eran, según decía, todas mediocres.95 91 Ibídem, 13990/3. 92 Moratín (1867), I, pp. 143-149. 93 Cotarelo (1902), pp. 95 y 120. 94 Ibídem, pp. 120-121. 95 En 1970, siguiendo a Cotarelo, escribí equivocadamente a continuación que en mayo del mismo año María Rosa de Gálvez, autora de Un loco hace ciento, apeló contra el dictamen negativo de Díez y que Pedro Estala aprobó después la obra, la cual se imprimió incluso en la colección del Teatro Nuevo Español; en realidad, no fue don Santos quien no autorizó la representación, sino el censor eclesiástico, negándose además el vicario a exponer los motivos de tal decisión (véase mi edición de La familia a la moda, de la Gálvez, 2001, p. 19).
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Fue bajo el ministerio de Caballero, ascendido a primer secretario de Estado, cuando una real orden de 24 de enero de 1802 puso fin a las actividades de la Junta de Reforma, a excepción de la censura de obras nuevas. Urquijo había dimitido el 14 de diciembre de 1800 y salió confinado a Bilbao el mismo día; el que surgiesen las primeras dificultades durante la temporada de 1801-1802 no es, pues, mera casualidad. En la fecha temprana del 9 de agosto de 1800,96 Astorga había confiado ya al que aún no era más que ministro de Gracia y Justicia, pero, como queda dicho, también fue miembro de la Junta de Hospitales, «el honor de la Real Junta y el propio». El peligro representado por la «Mesa censoria» se había conjurado en menos de dos años. Pero el adversario más tenaz y sobre todo más hábil fue la principal víctima de la reforma, esto es, el Ayuntamiento de Madrid. La junta fue creada, como queda dicho, por real orden de 21 de noviembre de 1799.97 El 28, el Libro de acuerdos del Ayuntamiento de la Villa de Madrid98 menciona la comunicación del acontecimiento por el regidor Juan de Castanedo Herrera a sus colegas. Al final de la sesión, se adoptó inmediatamente una resolución cuyo contenido conocemos gracias a una copia certificada del secretario Vicente Lorenzo Verdugo: Haviendo manifestado in voce el S.or Comisario de Comedias D.n Juan de Castanedo tenía noticia haverse establecido un nuevo Plan […] en que se contemplava quedava el Ayuntam.to perjudicado y desapropiado de los dros. y acciones que le corresponden, se acordó que los S.res Comisarios de Comedias y el S.or Procurador gral. busquen todos los Instrumentos o documentos pertenecientes al asunto […] para que con vista de ellos informen al Ayuntamiento lo que se les ofrezca.99
El 15 de diciembre se mandó al rey una larga «representación»100 en la que se criticaban punto por punto las alegaciones de Díez. Se trataba antes que nada de mostrar que dos de los regidores excluidos de la nueva junta con el secretario del Ayuntamiento por el autor del plan de reforma
96 BNM, Papeles de Barbieri, 13990/3 (copia). 97 AMMC, 10-95-51; copias certificadas cuyos originales se conservan bajo la signatura 4-52-146. 98 AMMA, Libro n.o 229. 99 Ibídem, 2-464-1, f. 1r. 100 Ibídem, f. 13 y ss.
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estaban capacitados, como «regidores comisarios [de comedias]», para dirigir, al lado del corregidor, los teatros de la capital; en la junta de gobierno que constituían con el primer magistrado de la villa, corría a su cargo hasta entonces confiar a unos asalariados la corrección de las obras, mandar efectuar las reparaciones, formar las compañías, etc., funciones éstas que, por cierto, propendían los corregidores a usurparles. Por otra parte, en la medida en que una fracción de las recaudaciones se destinaba desde tiempo atrás a la financiación de varias obras pías bajo la responsabilidad de los ediles,101 la nueva asignación de esta cantidad a la contaduría de los teatros y ya no al fondo de las «sisas» municipales había de plantear un agudo problema económico. Reservando para el final el argumento que él consideraba por experiencia más propio para dar que pensar al Gobierno, el Ayuntamiento manifestaba su temor a que fuese «muy sensible y bochornoso en el público la sensación de verle separado y a sus comisarios de un asunto que siempre ha estado fiado a su dirección». En conclusión, se suplicaba al monarca tuviese a bien devolver a los regidores comisarios, «sin perjuicio de la reforma», su poder decisorio en asuntos de administración de teatros, y al secretario sus responsabilidades en el mismo ramo. Como medida cautelar, y a petición de uno de sus miembros, el Ayuntamiento había nombrado regidor honorario al propio ministro Urquijo una semana antes, el 9 de diciembre, «por su brillantte méritto e infatigable celo» por el bien público, según carta oficial del 16… Sabido es que Floridablanca, Lerena y, en fecha más cercana, Godoy habían obtenido la misma distinción. A este propósito, tal vez no sea improcedente preguntarse si, de entre todas las causas del fiasco de la reforma, no sería la más importante, contra la impresión que puede sacarse a primera vista, la red inextricable de intereses que unían entre ellos, a nivel más elevado, a adversarios y promotores o, cuando menos, responsables oficiales: resulta difícil en efecto imaginar a Godoy totalmente opuesto a los designios de su hermano, valedor del teatro de los Caños, o a los del Ayuntamiento del que era, a pesar de todo, regidor, o pensar que el gobernador del Consejo Real, presidente de la Junta de Reforma,102 era enteramente adicto al programa 101 «… los productos de los teatros de Madrid están aplicados a la sisa de sexta parte; […] esta sisa tiene sobre sí muchas cargas y obliga.s de justicia y piedad, y entre otras la gravísima de 54 mil ducados destinados a los Hospitales y sus casas agregadas…». 102 Esta responsabilidad no se le confió al ser creada oficialmente la junta, sino algo más tarde, según se verá adelante.
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de Díez González; la tentativa de la municipalidad cerca de Mariano Luis de Urquijo es reveladora; el adversario político de éste en la secretaría de Estado, José Antonio Caballero, estaba oficialmente encargado de la aplicación de las medidas que por su parte tenía, cuando menos, por inoportunas, y varios historiadores le achacan la responsabilidad del fracaso de la junta; el regidor Nicolás de los Heros, de quien se volverá a hablar, era hermano del conde de Montarco,103 tercer sucesor de García de la Cuesta en el puesto de gobernador del Consejo y, como tal, jefe supremo del teatro reformado. Por ello, quizás, menciona Moratín en su diario la accesión de Montarco a esta alta dignidad, mientras que la de sus antecesores y sucesores no le merece una nota. De todas formas, si bien denegaba a los regidores la real orden de 21 de noviembre cualquier competencia en materia de gobierno de los teatros, conservaban en cambio, en concepto de compensación, el derecho de asiento en el palco del corregidor, pudiendo sustituirle eventualmente en ausencia de su teniente.104 No era gran cosa, pero ya se ha visto y se ha de ver mejor aún más adelante que los ediles no estaban dispuestos a conformarse. El 14 de enero de 1800, Caballero, aún ministro de Gracia y Justicia, ponía en conocimiento del gobernador que, tras examinar «lo representado por la Villa de Madrid» el mes anterior, el rey mandaba que la reforma siguiese adelante. Sin embargo, una intervención de la recién nombrada Junta prueba que ya olfateaba algún posible manejo: pidió el 22 de enero que se puntualizase oficialmente por decreto que los teatros de la Cruz y del Príncipe dependían solamente de su autoridad, «con absoluta exclusión de la villa de Mad.d». A los dos días, según informó Cuesta al corregidor, se atendió la súplica.105 El Ayuntamiento tomó buena nota de la real resolución el 27, pero no se dio por vencido: se previno una sesión extraordinaria para el 30 del mes. Aquel día «se acordó que por los S.res Comisarios de Comedias se forme la representación a la mayor brevedad».106 Entonces se trataba de hacer hincapié de manera más detenida y pormenorizada que en el memorial de diciembre en las consecuencias 103 Archives Départementales de la Gironde, Burdeos, M 1334 (Espagnols réfugiés); carta al conde Otto, presidente de la comisión de ayuda a los refugiados, Burdeos, 13 de febrero de 1814. 104 AMMA, 4-52-121, y Kany (1929), p. 246, continuación de la n. de la p. anterior. 105 AMMA, 10-95-51. 106 Ibídem, 2-464-1.
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económicas traídas por la puesta por obra del plan de Díez. Al día siguiente, 31 de enero, se notificaba con suma elegancia al corregidor su exoneración: El Rey se halla enterado de las muchas y graves ocupaciones del Corregidor de Madrid D. Juan de Morales, y que por ellas le es imposible asistir a las diarias Juntas que tiene q.e celebrar la de Dirección de Teatros…107
En consecuencia, las sesiones se habían de celebrar en adelante en casa del gobernador, el cual pasaba a ser presidente de la junta. Moratín apuntaba al día siguiente en su diario, después de una entrevista con el secretario de Morales: C[o]rr[e]g[i]d[o].r exp[u]ls[us] ex t[ea]tro
Aquello suponía un primer paso hacia el traslado de las responsabilidades del corregidor al gobernador del Consejo. Morales seguía siendo «juez protector de los teatros del reino», pero en Madrid, era la junta la que poseía ya los plenos poderes; para mayor exactitud, digamos que los dos teatros «españoles» de la capital dependían directamente de la jurisdicción estatal y ya no de la municipal, por cuanto era el gobernador del Consejo presidente de la junta. El último lazo fue cortado unos días más tarde: hasta entonces, el secretario del corregimiento, y por ende del juzgado de protección, Francisco Rodríguez de Ledesma, había hecho las veces de secretario de la junta; por evidentes razones, era ya imposible mantenerle en ese cargo; los pretextos alegados no dejan de recordar en cierta medida los que motivaron la exclusión del corregidor,108 pero la desposesión de Ledesma —a quien sustituyó González de Estéfani—109 iba a plantear a Morales un nuevo problema económico, pues su secretario, y los oficiales bajo las órdenes de éste, cobraban un sueldo del que una parte procedía de la contaduría de los teatros.110 El 20 de febrero manda el
107 Ibídem, 3-470-24. 108 «… no es fácil que una persona sola pueda atender al cabal desempeño de tantas comisiones…» (véase n. 106). 109 Y no a la inversa, como escribe Cotarelo (1902), p. 78, n. 1. 110 En efecto, en tiempos de la presidencia de Aranda, treinta años antes, se hizo una tentativa para dar a los actores un «Director» o «Maestro de los cómicos». Fue el actor francés Azéma y Reynaud (así se le nombra en los documentos oficiales) quien obtuvo el cargo. Cobraba un sueldo conseguido por medio de un gravamen de un «cuarto» por entrada; de ahí su nombre de «quarto del Francés». Cuando Azéma (o Reynaud…) tuvo que dimitir, este
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gobierno que «la Secretaría de la Junta de Dirección corra enteramente separada de la del corregimiento de Madrid».111 Unas pocas semanas antes de la reapertura de los teatros, bien parece pues que Moratín y sus colegas han alcanzado el apogeo de su poder. El 1 de febrero por la mañana, antes de enterarse, al menos oficialmente, de la medida tomada contra Morales, Moratín se entrevistó en palacio con el ministro de Gracia y Justicia, el cual le «suplicó» en favor de aquél.112 ¿De qué se trató exactamente? Puede suponerse que Caballero solicitaba la intervención del dramaturgo cerca de Urquijo para conseguir que a la evicción del Ayuntamiento no siguiese la del corregidor. En cualquier caso, su actitud de suplicante frente a Moratín da a entender que éste gozaba entonces de una autoridad innegable. Ello nos lleva naturalmente a preguntarnos por qué el escritor, tres meses escasos antes, resolvió dimitir nada más enterarse de su nombramiento para director de la junta, sin empezar siquiera a desempeñar sus funciones.113 Importa antes que nada disipar una confusión. Cotarelo y Mori, en su Isidoro Máiquez, escribe que, según el texto de la real ordenanza de 29 (sic) de noviembre de 1799,114 la junta se había de componer de un presidente, a la sazón el gobernador del Consejo, un director, o sea, Moratín, etc. Pero, a los dos años de aparecido este primer libro, transcribe otra vez en su Bibliografía de las controversias…, publicada en 1904, la misma lista de los miembros de la junta, después de advertir que nunca ha tenido a la vista gravamen (al que se sumó otro de un «ochavo») se asignó «a la dotación de la Secretaría del Corregimiento» (Díez González, informe del 15 de febrero de 1804, AMMA, 3-400-7). 111 Véase n. 106. 112 Se lee en su diario (desarrollando las abreviaturas): «… vidi Minister Caballero, suplicaciones por Corregidor, sed nequivi». 113 En junio de 1799, o sea, cinco meses escasos antes de empezar oficialmente la reforma y habiendo sustituido Urquijo a Saavedra en el ministerio de Estado, Moratín se comportaba ya como «director»: en previsión de una reposición de La comedia nueva por la compañía de Navarro, don Leandro redactó una lista de los requisitos —muy inhabituales para la época— que consideraba indispensables para una representación correcta de la obra (elección de los actores según sus propios criterios, ensayos múltiples, decoraciones adecuadas), pidiéndole al corregidor que interviniese para obligar a los cómicos a cumplirlos «sin réplica alguna». Su carta, urbana pero determinada, recibió una respuesta que puede calificarse como mínimo de solícita. De manera que en aquella fecha parece como si nuestro dramaturgo se estuviera preparando para el papel oficial que le va a confiar la real orden de noviembre (véase René Andioc, 1961). 114 Cotarelo (1902), pp. 77 y 78. La fecha es, como queda dicho, el 21; la orden pasó a la Sala de Alcaldes el 23; si la fecha del 29 no es errata de imprenta, debe de tratarse no de la de la promulgación, sino de la de una transmisión a un servicio administrativo.
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el texto de la real orden, «cuya existencia consta por multitud de referencias y documentos oficiales».115 Se da la circunstancia de que la citada orden —reproducida in extenso por Kany en su artículo sobre el plan de Díez González— no menciona de ninguna manera ni el nombre ni el nuevo destino del gobernador general García de la Cuesta, y se refiere solamente a Moratín y a su puesto de director. Y esto, por la sencilla razón de que, por haber resuelto el gobierno poner en aplicación el plan de don Santos y considerar éste que al juez protector de los teatros, es decir, al corregidor, le correspondía presidir naturalmente la futura junta, fue efectivamente Morales, y no Cuesta, quien fue puesto a la cabeza de aquel organismo recién creado, y esto hasta que se le exoneró el 31 de enero de 1800. Efectivamente, en los «Apuntamientos» que redactó a partir de su plan, y que dirigió el 4 de diciembre de 1799 al «Señor Juez Protector»116 (a quien da el tratamiento de «Señoría», y no de «Excelencia», por lo que no se le puede equivocar con el gobernador del Consejo), Díez pone la lista de los integrantes de la que llama «Junta de Govierno de Teatros»: El S.or Juez Protector El Director El Censor El Secretario q.e lo es, o fuere, del Corregimiento
Pero todo apunta a que, antes de remitir sus folios a Morales, nuestro censor, a todas luces, se enteraría de la admisión por Urquijo de la renuncia de don Leandro,117 y añadió entonces entre los nombres de los dos primeros cargos: «El S.or D.n Leandro Fernández Moratín», pues sabido es que, si bien se había salido Moratín con la suya, fue a cambio de la obligación de designar a un sucesor, y también y sobre todo de seguir considerándose vocal de la junta. No cabe duda, por consiguiente: es Morales quien, como juez protector, preside la junta a raíz de la publicación de la real orden de noviembre del 99. Pero ¿acaso no escribe «Inarco» en una nota a La comedia nueva que «se formó una Junta de Dirección y Reforma de los teatros compuesta de el Gobernador del Consejo, como Juez protector 115 Cotarelo (1904), p. 691. 116 AMMA, 2-463-42. 117 Nota marginal a la carta de dimisión del 25 de noviembre de 1799, AHN, Estado, 3242/1 (pero con la inscripción 3242, n.° 2) publicada por Pablo Cabañas (1944) con las del mismo legajo.
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de ellos, de un director…», etc.?118 Cabalmente; pero se trata en realidad de una banal simplificación: la presidencia de Morales no duró más que dos meses, cantidad insignificante, y, por otra parte, fue con García de la Cuesta con quien tuvo verdaderamente que habérselas el autor (todos conocemos el lance del tintero).119 Y léase la explicación dada por don Leandro de su negativa rotunda a seguir reuniéndose con Cuesta: La autoridad residía exclusivamente en el Juez Protector y la instrucción en la Junta: división funesta… Dividida así la autoridad y la inteligencia, resulta necesariamente uno de dos males: o una discordia intestina y funesta usurpación recíproca del mando, cuestiones interminables, resoluciones atropelladas y contradicción en todo cuanto se determina si los que entienden la facultad de que se trata quieren oponerse a la ignorancia de quien los preside, o si no tienen valor para retirarse y dejarle que lo yerre solo, una abatida sumisión…120
Volvamos ahora a lo ocurrido unos meses atrás: la situación, hasta la exoneración de Morales, era prácticamente la misma. Recuérdese que Moratín, en el largo memorial dirigido a Godoy el 20 de diciembre de 1792,121 abogaba por una reforma teatral de cuya dirección quería hacerse cargo personalmente.122 En los principales artículos, se puntualizaba lo siguiente: 1. El Director tendrá el gobierno interior del Theatro, cuidando de quanto es conducente a la perfección de las representaciones y, en consecuencia, todos los ramos que deben considerarse como medios relativos a este fin estarán sugetos a su dirección. 2. Él será responsable al Gobierno de la bondad política y moral de las piezas […] Qualquiera infracción de parte de los cómicos en este punto, hecha presente por el Director al Juez de los Theatros, deberá ser castigada severamente. 118 Moratín (1867), I, p. 144. 119 Podemos preguntarnos si el lanzatinteros fue verdaderamente García de la Cuesta, o si Manuel Silvela, quien evoca este lance veinte años después en su biografía del autor (Moratín, 1867, I, p. 29) no fue víctima de una confusión entre dos recuerdos que le referiría Moratín: Cotarelo cuenta en efecto un incidente parecido que se produjo en agosto de 1802, en la época de tirantez en las relaciones entre el empresario Ronzi y sus cómicos: el tenor Manuel García tiró entonces un tintero en dirección a Ronzi y al profesor de música Reynoldi (Cotarelo, 1902, p. 135, n. 1). 120 Moratín (1867), I, p. 144. 121 Memorial autógráfo publicado como inédito por Cánovas (h. 1885), pp. 153-163, y por Cabañas (1944), pp. 75-81; Hartzenbusch publicó antes una copia in extenso en 1872 en su Memoria leída en la Biblioteca Nacional. El original, en el AHN, Estado, 3242/1. 122 Más exactamente, presentó su candidatura en una solicitud al rey escrita seis días antes.
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Esta larga cita era necesaria para evidenciar bien la idea claramente dictatorial que se formaba Moratín de su futuro cargo: situaba al director a la misma altura que el juez protector, con el que podía, eventualmente, colaborar de igual a igual, pero al que no le sujetaba ninguna relación de subordinación. El corregidor conservaba, en efecto, como juez protector de los teatros del reino, un derecho de fiscalización sobre los de la capital; pero su papel quedaba muy reducido; el verdadero amo de los coliseos del Príncipe y de la Cruz era el nuevo director, el cual, pasando por encima de la villa, no había de rendir cuentas más que ante el primer secretario de Estado, o sea, el primer ministro. Y ¿qué proponía por su parte Díez González un lustro más tarde? Según él, el director había de obrar «bajo las inmediatas órdenes y autoridad del señor juez protector».123 Repitiendo esta misma idea en el apartado relativo al «Gobierno de los teatros», escribía: El señor juez protector, a cuya autoridad deben estar subordinados todos los individuos de los Theatros, de qualquiera clase o condición que fueren…
La definición del papel del director hacía una vez más hincapié en su subordinación al anterior. No quedaba lugar para otra interpretación. Los Apuntamientos de don Santos, redactados, como queda dicho, después de la aprobación oficial de su plan, lo expresan de manera aún más clara en
123 Idea…, p. 256, cap. «Junta para la formación de compañías cómicas».
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la medida en que condensan los apartados de la Idea de una reforma de los theatros de Madrid: son —se nos dice— las «providencias gubernativas» del juez protector, y ya no las del director ideado por Moratín, las que tienen en adelante fuerza de ley.124 Ya no le corresponde a éste, sino a su superior, nombrar todos los empleos del teatro, sean cualesquiera; el director, se nos dice,125 es el inmediato Gefe de los Actores y otros oficiales del Teatro, llevando la voz del S.or Juez Protector, cuya autoridad ha de sostener como q.e hace sus veces.
Tras examinar las obras el censor, dará o negará el juez la licencia de representarlas: otra prerrogativa esencial ésta, que Moratín reivindicaba para su director, y que el plan de 1797 atribuye al corregidor. Ello explica probablemente por qué el autor de La comedia nueva, en el informe oficial que le encargó Godoy aquel mismo año,126 comete —¿involuntariamente?— una leve equivocación al comentar el pasaje del plan de don Santos; mientras éste prevé que el juez protector decidirá sobre la suerte de una obra teatral tras consultar el informe redactado por el censor y, en el caso de una resolución favorable, designará «mediante el informe del Director (y, a falta de éste, del Corrector)», esto es, del censor, la compañía más apta para representarla, Moratín escribe por su parte que los actores no deben intervenir ya personalmente en la constitución del programa, «facultad privativa del Juez protector de los teatros, que procederá en esto según los informes que reciba del Director o del Censor». Se saca la impresión bastante clara no tanto de que don Leandro trate de modificar, por muy poco que sea, la situación en provecho propio, como —y es lo más probable— de que esa leve infidelidad al texto original expresa la persistencia de las ideas que expusiera a Godoy en diciembre de 1792. Según permite conjeturar el diario íntimo de don Leandro, fue el 25 de noviembre de 1799 cuando debieron de llegar a su conocimiento los pormenores de la real ordenanza relativa a la reforma, ya que aquel día se encaminó a casa del
124 Mientras Díez preveía que se podría recurrir las decisiones del juez protector ante el primer ministro, el decreto determina, según Díez, que al ministro de Justicia es a quien le incumbe recibir esos recursos. No percibo claramente el alcance de esta modificación. ¿Maniobra de Caballero contra Urquijo? 125 Punto 13. 126 Cánovas (h. 1885), pp. 178 y ss. Original, en AHN, Estado, 3242/2.
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corregidor, donde se celebraba una «J[un]ta s[u]per D[i]r[e]cción ex téatre».127 Y se da la reveladora coincidencia de que el mismo día dirigió una carta al ministro de Gracia y Justicia suplicándole revocase su nombramiento para el puesto de director. Veamos qué argumentos alegaba: El que no tenga la energía, la fortaleza, la constancia que son precisas p.a luchar con las pasiones de los otros hombres, desarmar sus astucias, corregir los abusos autorizados p.r el interés y la costumbre y hacerles obedecer a lo q.e piden la justicia y el orden, despídase de governarlos…128
Esto significa en buen romance que, por carecer de los plenos poderes que pedía en 1792, limitado su papel al de mero portavoz del juez protector, esto es, del corregidor, jefe supremo del teatro en el sistema anterior, Moratín comprende que, en el supuesto de una aceptación, se expone a quedar aislado y por consiguiente reducido a la impotencia, pero sin dejar por ello de asumir a los ojos del público, como lo da a entender su título de director, la mayor parte de las responsabilidades… En una esquela mandada en aquella misma fecha al ministro de Estado Urquijo,129 don Leandro adjunta copia de esta carta advirtiendo que se limita a exponer en ella parte de las razones de su dimisión, lo cual parece significar efectivamente que hay que leerla entre líneas para captar lo esencial. También debe tenerse presente, naturalmente, que entonces dirigía nuestro autor la secretaría de Interpretación de Lenguas desde su regreso de Italia, y que además atravesaba un período de intensa actividad literaria (El sí de las niñas se concluyó como muy tarde en julio de 1801); este último argumento se alega precisamente en la carta a Caballero, y no creo que sirva únicamente para ocultar lo más importante. Pero de todas formas no tenía Moratín la más mínima intención de representar el papel subalterno que se le destinaba, y, para más inri, bajo las órdenes de un alto funcionario no particularmente adicto, ni mucho menos, a la reforma, y hostil a la desposesión del Ayuntamiento. El caso es que la real orden ponía algunas restricciones al plan de Díez González: por ejemplo, la tentativa de don San-
127 La orden fue comunicada a la Sala de Alcaldes el 23, como queda dicho. Y en este «traslado» se indica que una segunda copia se remite al mismo tiempo al corregidor (Kany, 1929, p. 246, n. de la p. ant.). Es muy probable por lo tanto que la junta del 25 fuese la primera, esto es, una reunión de información. 128 Moratín (1973), p. 237 y ss. 129 Ibídem, p. 236.
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tos destinada a mermar la eficacia de la censura eclesiástica no cuajó; el principio de la unificación de la policía en los coliseos bajo la autoridad del corregidor tampoco se admitió: el alcalde de corte podría seguir manteniendo el orden público, a pesar de prohibírsele la intervención en el «gobierno» propiamente dicho; los regidores, como hemos visto, podían, si llegaba el caso, sustituir en ausencia al corregidor y su teniente. Se puede suponer por consiguiente que Moratín no debió de esperar el nombramiento del gobernador del Consejo en la presidencia de la junta en sustitución de Morales para prever el fracaso de la reforma. Volvamos ahora a las gestiones hechas por el Ayuntamiento para contrariar la decisión del Gobierno. La última, del 30 de enero de 1800, víspera de la evicción del corregidor, consistió, según hemos visto, en exponer las consecuencias económicas previsibles de la instauración del nuevo sistema. Ya desde tiempo atrás, don Santos, igual que Moratín y otros, clamaba contra la utilización para fines benéficos de una parte de las cantidades producidas por las representaciones; de una manera general, se trataba para el censor de la junta de estancar la hemorragia de reales improductivos y realizar los mayores ahorros posibles para poder iniciar los cuantiosos gastos necesarios para la puesta en marcha de la reforma. Los medios principales eran dos: aumentar el precio de las entradas, medida impopular entre todas, y reducir al mínimo las cargas que hasta entonces gravaban la economía de los teatros, es decir, de hecho, la de la municipalidad que los administraba, y que ascendían, según ésta, a 790 000 reales.130 Por ello, en su Plan demostrativo del 8 de febrero de 1800, redactado a raíz de la gestión del 30 de enero,131 solicitó el Ayuntamiento, encabezado en aquella ocasión por el mismo corregidor, el traslado de tan onerosa responsabilidad a la junta, puesto que ella —decía— era la que acababa ya de tomar posesión de los teatros. Ésta, como bien puede suponerse, no tenía el más mínimo interés en ello, ya que de aquella cantidad de 790 000 reales (concretamente: 788 128), 659 928 correspondían a las «consignaciones pías»; la suma por la que Díez consentía en sustituir 130 AMMA, 2-464-1, f. 49r. 131 Plan demostrativo de las cargas impuestas en los dos teatros españoles de la Cruz y del Príncipe que se satisfacen anualmente por la Tesorería de Madrid, cotejadas con las que se hace cargo Don Santos Díez González en su plan de reforma (ibídem, f. 49 y ss.; Barbieri lo transcribe en sus Papeles, BNM, ms. 14057/1).
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la anterior no alcanzaba los sesenta mil (59 329), de manera que la villa de Madrid tenía en adelante que buscar en otra parte los 728 799 reales (¡con 22 maravedíes!) de que la junta se negaba a reconocerse deudora. Además, según la misma fuente, el importe global de los «réditos de censos», es decir, de los intereses que debían pagar los dos coliseos, pasaba de 18 324 reales a 5766 escasos gracias a un plumazo de Díez. Pero al Ayuntamiento le quedaba un último argumento: como advertía amablemente el censor en su plan, el juez protector había emprendido costosas obras de embellecimiento en los dos teatros, y los «crecidos gastos» que habían generado debían de ascender, según una estimación sin duda alguna poco optimista, a la no desdeñable cantidad de 4 millones; con un tipo de interés de un 3 por 100, aquello devengaba una suma de 120 000 reales que la junta debería en adelante separar de sus rentas para indemnizar a la municipalidad; de manera que le esperaba el abono de un total de más de 830 000 reales que hasta entonces pagaba la contaduría de Madrid. Si se calcula, con don Santos, que de 1792 a 1797 habían reportado los dos teatros «nacionales» una media anual de 1 920 355 reales, es decir, apenas más que el doble de la suma anterior, resulta fácil comprender que el equilibrio económico, y por tanto la vida, de la Junta de Reforma estaban finalmente pendientes de un hilo. A modo de conclusión, los regidores y Morales proponían que el derecho de participar en las tareas de la junta se concediese a los antiguos comisarios de comedias, y el de intervención al secretario del Ayuntamiento; caso de no ser así, se contemplaba la posibilidad de elevar el litigio al Consejo, el cual había de fallar en última instancia tras oír las quejas de la municipalidad. El 25 de febrero, el gobernador ponía en conocimiento de Morales la desestimación de la querella comunicada de orden del rey dos días antes por el ministro de Gracia y Justicia.132 Sin embargo, su majestad consentía en que, de entre tres regidores que presentasen la candidatura, fuese nombrado uno miembro con pleno derecho de la junta. Era una primera victoria; importaba saber explotarla. Pero se añadía: «… S.M. quiere no se dexe de pagar por los teatros las cargas que deban».133 La frase venía subrayada, para que constase la importancia de la decisión. A los dos días, el
132 AMMA, 2-52-121, doc. 12. 133 Ibídem, 2-464-1, f. 51-52.
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Ayuntamiento sometía a votación dos actitudes posibles: presentar al monarca la candidatura de tres regidores con arreglo a lo propuesto, o bien advertir al Gobierno que, por durar cuatro años el cargo de comisario de comedias y no tener en él más que dos de antigüedad el entonces titular, Juan de Castanedo, a quien se ha aludido ya, podía éste aspirar a ser vocal de la junta. La mayoría resolvió atenerse a la orden real y tres postulantes se sometieron al veredicto de sus colegas, los cuales, después de observar que Castanedo llevaba ventaja a sus competidores por su experiencia de comisario, emitieron 24 votos a favor de éste; Nicolás de los Heros, a quien conocemos ya, obtuvo 16, y, por último, Guzmán de Villoria, 12.134 El 5 de marzo se nombró oficialmente vocal de la Junta de Dirección y Reforma a Castanedo: el enemigo tenía puesto un pie en la fortaleza,135 y esto puede ayudarnos a formarnos alguna idea, aún muy nebulosa por supuesto, de la lucha de influencias que debía de trabarse entre bastidores en el nivel más elevado de la administración estatal.136 Lo que aguardaba sin duda alguna el Ayuntamiento no tardó en producirse. Desde 1801 empezaron a llegar las quejas y reclamaciones: el 22 de enero, Domingo Sánchez Barrero, «apoderado de la R.l Junta de govier– l. y de la Pasión de esta Corte», recordaba a la no de los R.s Hospitales Gra junta que aún no había cobrado los 13 000 reales «de rédito a el año a 3 por 100 sobre el Coliseo del Príncipe y productos de representación»; el 12 de julio, el prior del convento del «Hospital del V.e P. Antón Martín» escribía que los 9835 reales y 2 maravedíes antes asignados por la villa no se le habían pagado desde el cambio de dirección de los teatros; el 17 de diciembre quedaban por abonar aún 2000 ducados (22 000 reales), así como el alquiler del vestuario de la Cruz, situado en el «cuarto bajo de la Casa inmediata al Coliseo», al «Mayordomo Administrador del R.l Colegio de Niñas de Nra. Sra. de la Paz»;137 el 16 de febrero de 1802 no se
134 F. 62v. 135 F. 82r. 136 Díez González, en un informe que firmó con su colega Andrés Navarro en 1802, advierte la analogía presentada por el conflicto que oponía a la municipalidad y la junta con la situación creada por el nombramiento de «Renó» (Azéma y Reynaud) para director de los teatros madrileños bajo la presidencia de Aranda. Al ser exonerado el conde, «faltándole su protección, levantaron contra él la voz los Cavalleros Reg.res para removerle y suprimir un empleo que, como el S.r Castanedo en el día, creían inútil…» (AMMA, 3-400-21). 137 Ibídem, 4-52-139.
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había adelantado, ya que volvía a la carga la «Junta del Cuerpo Colegiado de la Nobleza de Madrid, encargada por S. M. de la dirección y cuidado de los R.s Colegios de Desamparados y Niñas de N. S. de la Paz»;138 el 9 de marzo se queja otro acreedor, José Ruiz de la Madrid,139 exigiendo el pago del rédito de 2200 reales en concepto de interés de un préstamo de 88 000 reales «impuesto contra el Príncipe»; en mayo de 1800 ya pordioseaba la comunidad de «S. Franc.co de N.ra S.ra de la Rivera extramuros de la Villa de Paracuellos», pidiendo la prórroga de la limosna abonada hasta la fecha por las compañías teatrales.140 El 10 de marzo de 1800, el secretario de la junta pidió a Morales, de orden del gobernador, una «certificación de los censos que tienen sobre sí los Teatros y los quartos concedidos a obras pías». La ilación que parece imponerse la sacó el corregidor: …el Autor del Plan de reforma de Teatros, antes de haberle propuesto, debía tener muy averiguadas y savidas estas noticias que ahora se piden…141
Pero esas notificaciones de liquidación de créditos y obligaciones eran entonces tanto más graves cuanto que la junta empezaba a sufrir las consecuencias de una serie de medidas cuyo grado de impopularidad no supo prever. No sólo se había enajenado a los cómicos, sino también a buena parte del público, al que el aumento del precio de las entradas142 y la prohibición de ciertas comedias particularmente gratas a los madrileños mantenían alejado de los teatros «nacionales»; un contemporáneo anónimo pensaba en efecto que, si durante el mismo período conoció alguna prosperidad el de los Caños, se debía al disgusto y aversión con que se ha mirado la Junta directoria, que tuvo también la imprudencia de haber dejado sin contratar a Antonia Prado, a Querol y a Máiquez, que han contribuido a llamar a las gentes con ciertas piececillas francesas que trajo el último de París.143
138 Ibídem, 2-464-15. 139 Ibídem, 4-52-141. 140 Véase n. 137. 141 Ibídem, 1-499-25. 142 Díez y Navarro, poco sospechosos de parciales al respecto, afirman en un informe oficial de 1802 que el aumento del precio de las localidades «disgustó al púb.co y retrajo a muchos de la asistencia al teatro» (AMMA, 3-400-21, f. 4r). 143 Reflexiones sobre los defectos que se notan en el plan de reforma adoptado en los teatros del Príncipe y de la Cruz (1801), publicado sin comentario ni firma en el Semanario Pintoresco, 1853, pp. 326 y ss; reproduce el pasaje Cotarelo (1902), p. 124, n. 1.
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El director Andrés Navarro escribía también por su parte en agosto de 1801 que la negativa a contratar al gran actor en una de las dos compañías oficiales dio origen a la reapertura del teatro de los Caños, cuyas representaciones habían perjudicado mucho a los intereses de los otros coliseos, porque la pasión de ciertas gentes por aquél, el deseo de la novedad y cierto espíritu de oposición contra la reforma de los otros teatros o los que la han promovido, ha separado a muchos de la asistencia a éstos, y provocado a que celebren con entusiasmo funciones frívolas y de muy poco mérito por darse en aquel teatro, al paso que deprimen sin razón muchas de las que se dan en los otros.144
Estas frases se extractan de un informe dirigido al Gobierno, el cual, preocupado por las primeras dificultades financieras de la junta, incapaz de pagar el sueldo vencido a los actores, pedía aclaraciones al director. Y en efecto, a los seis meses escasos de su instalación, ya tenía la junta un déficit de 200 000 reales;145 la deuda ascendía, según Navarro, a cerca de 235 000 al clausurarse la temporada, y se calculaba que había de llegar a más del doble de esta suma al final de la de 1801-1802.146 El «gobierno económico» ideado por Díez González no era el único responsable; sin embargo, Navarro cargaba la culpa sobre su colega, y esta división no tardaría en facilitarles la tarea a los adversarios de la reforma. En septiembre de 1801, el rey concedió una ayuda —en aquellas circunstancias, irrisoria— de 200 000 reales separados de los «caudales públicos de esta Villa» y reembolsables en cuatro meses a razón de cuatro entregas de 50 000. Pero la Junta de Propios y Sisas no lo vio de la misma manera; el 5 de septiembre hizo constar que su obediencia sería tanto más loable cuanto que la situación económica de la villa distaba de ser floreciente; y bien hizo, porque en fin de cuentas no tuvo que entregar más que la mitad de la suma inicialmente exigida.147 En cierto modo, fue una nueva victoria. Urquijo dimitió el 14 de diciembre de 1800, y con él desapareció del escenario político un defensor de la reforma; y bien lo sabía Moratín, pues apuntó el mismo día la noticia en su diario subrayándola con un trazo de 144 Citado por Cotarelo (1902), p. 121. 145 Exposición elevada a S.M. la Reina Gobernadora por los actores de Madrid, Madrid, 1834, p. 11; cit. por Cotarelo (1902), p. 86, n. 2. 146 Cotarelo (1902), p. 120. 147 AMMA, 10-95-50 (copia).
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pluma, yendo luego a informarse cerca de Godoy. Con Caballero, desembarazado de su rival en la secretaría de Estado, podía conjeturarse que no había de gozar la junta del mismo apoyo.148 El año teatral de 1801-1802 fue el del declive. El 24 de enero de 1802, antes de concluir la temporada, una real orden suprimió las prerrogativas de la junta en asuntos administrativos, dejándole solamente «la aprovaz.n y censura de piezas que se deban presentar, y […] la vigilancia del decoro escénico».149 Ya no le quedaba si siquiera el derecho de elegir a los cómicos, ni el de repartir los papeles o los trajes escénicos, si bien podía denunciar cualquier «exceso indecente» en este ramo. Es que la víspera había aprobado el Gobierno la propuesta hecha por el empresario de los Caños, Melchor Ronzi, de tomar a su cargo durante diez años los tres teatros de la capital. ¿Acercábase la revancha del de los Caños? Ronzi se comprometía a pagar todas las cargas de los coliseos de la Cruz y del Príncipe, y a reembolsar en dos años sus deudas; pero Cotarelo duda mucho que tuviese realmente la intención de cumplir la última promesa: en cuanto a la deuda, que era mayor de treinta mil duros, nunca soñó en pagarla: en los dos años haría él su agosto, y luego saldría como pudiese.150
En cualquier caso, el hombre eligió a los mejores cantantes de las tres compañías para formar la de los Caños. Tomó también la precaución de puntualizar que las cargas de los dos teatros «nacionales» que se proponía pagar eran las antes oficialmente reconocidas por la junta; agregaba que, teniendo los miembros de ésta muchas menos ocupaciones desde la ordenanza de 24 de enero, era legítimo rebajarles los sueldos a proporción, «y aún su número»…151 Sin embargo, el nuevo gobernador del Consejo, José Eustaquio Moreno, pudo conseguir que no se efectuase aquella reducción de plantilla. La junta, recordémoslo, se componía entonces de un presidente, el mismo gobernador, el cual había delegado en permanencia sus
148 Curiosamente, en la advertencia preliminar del tomo primero del Teatro Nuevo Español, cuya aparición se anunció en la Gazeta del 12 de diciembre (p. IX), Díez no le escatima los elogios a Caballero, al que presenta como iniciador de la reforma teatral, mientras que en 1797, en su Idea de una reforma…, no se refería a él, sino a Godoy. ¿Olfato político, o simplemente reflejo de la realidad? 149 Melchor Ronzi, citado por J. Eustaquio Moreno, AMMA, 2-464-15, doc. n.° 2. 150 Cotarelo (1902), p. 125. 151 AMMA, 2-463-15, J. Eustaquio Moreno a Bernardo de Riega, 2 marzo 1802.
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poderes a un asesor, a la sazón el alto funcionario Bernardo de Riega, «subdelegado»; un censor (Díez); un director (Navarro); un regidor (Castanedo).152 Pero conviene añadir que el nuevo secretario, también contador, Juan Antonio Peray, al que nos volveremos a referir más adelante, había sido empresario del teatro de Barcelona.153 Por último, desde el 14 de enero de 1801, la junta tenía bajo su responsabilidad no ya los teatros de la capital, sino los de todo el reino, y los poderes del corregidor en materia de «asuntos contenciosos pertenecientes a teatros» se habían trasladado al gobernador del Consejo;154 era el segundo tiempo del movimiento que se había iniciado el 31 de enero de 1800. El año de 1802 vio reaparecer más o menos a los mismos querellantes en la contaduría de la junta. El 8 de abril, el apoderado de José Ruiz de la Madrid reclamaba los 2200 reales de su censo; la víspera, un tramoyista había solicitado en vano el pago del resto de su retribución; el 1 de abril, varios músicos, entre ellos el célebre Laserna, pedían también lo que se les debía; cinco días más tarde, le tocaba el turno al pintor de decoraciones Antonio María Tadei;155 el 24 del propio mes, el «Tesorero de los R.s Hospicios de esta Corte y Ciudad de S.n Fernando» exigía los 4 maravedíes por espectador que legalmente le correspondían, etc.156 A falta de las cantidades necesarias, el secretario-contador Juan Antonio Peray les hizo librar sendos documentos de crédito.157 A todas luces, no triunfó Ronzi donde sus antecesores habían fracasado: en agosto del mismo año quebraba su empresa. Los cómicos, después de destruir oportunamente el incendio del Príncipe en la noche del 11 al 12 de julio el archivo de la «mesa censoria», tuvieron permiso el 23 de agosto para hacerse cargo de la gestión de sus intereses por medio de unos «comisionados» elegidos entre sus compañeros. El 18 de septiembre, el marqués de Fuerte Híjar sucedió al subdelegado Miguel de Mendinueta, quien por su parte había sustituido a Bernardo de Riega como representante del gobernador del Consejo al frente de la moribunda junta.158 152 153 154 155 156 157 158
«Del Regidor no hay que tratar, pues la Villa le pone y le paga…» (ibídem). AMMA, 1-253-1. Novísima Recopilación, l. VII, tít. XXXIII, ley XII. AMMA, 2-464-15. Véase también Cotarelo (1902), pp. 132-133. «Líbrese a este interesado certificación de su crédito» (véase n. 155). AMMA, 3-470-24.
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A partir de 1801, cuando el fracaso de los reformadores era ya patente, se propusieron distintos planes a la superioridad para tratar de poner remedio a la situación. Uno de ellos, al que me he referido antes brevemente, abogaba por la supresión de la «Junta Directoria» y el nombramiento de un «superintendente» puesto a las órdenes del gobernador del Consejo; incluso hacía una sugerencia al respecto, siendo el más a propósito para este Empleo F., según contestan unánimemente los informes tomados en el particular, pues a más de sus vastos conocimientos en estos ramos, posee la ventaja de representar y declamar con propiedad.159
Cotarelo opina que ese «F.» era probablemente el mismo autor, y por mi parte he tratado en vano de identificarlo a partir de los datos personales evocados; a no ser que se apunte a Fuerte Híjar, pero de sus dotes de actor no tengo noticia… También consideraba necesario el anónimo acabar con el sistema de sueldos fijos inaugurado por la reforma y volver al anterior abonándoles a los actores un sueldo proporcional al importe de las recaudaciones. Por último, y como escribió doce años antes Cándido María Trigueros,160 juzgaba conveniente que se dejase de imponer a la tesorería de las compañías, por una «piedad mal entendida», unas gravosas contribuciones pagadas a los «Hospitales, Hospicio y demás». Estas ideas iban a abrirse camino. El comediógrafo Zavala y Zamora, según refiere Cotarelo,161 puso también manos a la obra y redactó un plan cuyos preliminares manifestaban poca indulgencia por el «ignorante» Díez González. Desgraciadamente, don Emilio no menciona la procedencia del documento, y la descripción que hace de su contenido es muy escueta; reténgase simplemente que Zavala era partidario de la creación de un «Gran teatro», el de la ópera, un «Teatro culto», especializado en comedias y tragedias clásicas, y un «Teatro antiguo» destinado a las piezas del Siglo de Oro. Ocioso es añadir que estaba dispuesto a dirigir él mismo aquel conjunto.
159 Reflexiones sobre los defectos…, p. 327 (véase n. 143). Cotarelo (1902), p. 123, reproduce el final del pasaje. 160 «Mientras la villa de Madrid […] y tantas socaliñas piadosas se lleven la maior parte de lo que gana el teatro…» (censura conservada en los borradores de las Memorias cronológicas… de Armona, BNM, ms. 18475/1-3). 161 Cotarelo (1902), pp. 123-124.
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El 6 de diciembre de 1801 había mandado ya este dramaturgo —uno de los oponentes más tenaces a la empresa neoclásica— una esquela socarrona del tenor siguiente: S.r D.n Santos Díez González Muy S. mío: el premio del tres por ciento asignado por la Junta de Theatros a las piezas dramáticas admitidas por ella es sin duda capaz de llenar las ideas de el poeta y de compensar su trabajo. Pero yo pienso vivir mui poco y quisiera disfrutar el lucro de mis afanes. Para conciliar mi deseo con los intereses de la Junta (si no tiene a bien conceder a todas mis obras los mil y quinientos reales y el derecho de impresión), no creo se niegue a concederme el producto de la quinta entrada, deducidos los gastos de aquel día; pues si la pieza gusta, disfruta la Junta las quatro primeras entradas y las que siguieren a la quinta; y si no gustare, gozará de la primera entrada, y yo habré trabajado inútilmente, con cuio escarmiento escriviré en lo sucesivo con más cuidado. No creo pueda hacerse una propuesta más ventajosa; pero si a pesar de ello no se acomodase por alguna razón a una de las dos, se servirá Vm. debolberme la Comedia original de llegar a tiempo para darle el destino que me conviniere. Ntro. S.r gue. a Vm. m.s a.s … (etc.).162 r
Zavala había elegido el momento más oportuno: según el documento publicado por el Semanario Pintoresco de 1853,163 a 600 000 reales ascendía ya, al año escaso de empezar la reforma, el pasivo de la junta. Don Santos entendió perfectamente adónde apuntaba la solicitud; en una nota marginal, opina que importa cuidarse bien de atender la propuesta del dramaturgo, por ser un exemplar dirigido a trastornar el systema aprobado por Su Mag.d […] y sería desconcertar poco a poco los fundamentos de la Reforma, alterándolos con exemplares de esta y de otras clases…
Y se desestimó. Curiosa coincidencia: su comedia se representó exactamente cinco días un año después, en enero de 1803. Son fáciles de comprender los móviles de la oposición de Zavala o de sus colegas al método de pago fundado en el 3 por ciento de las entradas: puesto que por una comedia «de teatro» en tres actos se le abonaban antes a su autor 1500 reales, era preciso, para conservar la paridad, que cada una proporcionase en adelante como mínimo unos 50 000 a la compañía que acababa de estre162 AMMA, 3-471-12. 163 Véase n. 143.
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narla; en vista de las posibilidades de los teatros «españoles» y de la duración media de las obras de éxito, aquello equivalía más o menos al producto de una obra claramente apreciada por el público; pero, a raíz de la reforma, el aumento del precio de las localidades había causado una relativa baja en la frecuentación de los teatros —ante lo cual no puede contener su júbilo Cotarelo, creyendo equivocadamente que afectó exclusivamente a las obras neoclásicas— y, por añadidura, las comedias que hasta entonces superaban con mucho la citada cantidad quedaban proscritas del repertorio por la junta. Un solo ejemplo basta para evidenciar el cambio que se había producido: el 3 de agosto de 1801, el propio Zavala cobra 1400 reales escasos por una «tragedia», La Elvira portuguesa (en dos actos, eso sí) y una opereta, La niña sagaz.164 Pero un trabajo más interesante que el de Zavala lo emprendió Juan Antonio Peray cuando aún no pasaba de ser, el 1 de agosto de 1801, mero «ofical de la Contaduría y Secretaría». Me refiero al Nuebo arreglo para los Teatros de Madrid q.e facilita los progresos de su reforma y evita el q.e la junta de Dirección sufra los atrasos de caudales q.e en el día experimenta.165 Significativamente, en la página primera del documento se cuela un elogio del ministro José Antonio Caballero, «a quien en Justicia deve llamarse regenerador del Teatro Español».166 Peray se funda en el plan de Díez para formular sus sugerencias y, de entrada, la emprende con el sistema del sueldo fijo: antes —escribe—, resultaba estimulante para los cómicos el que la cantidad que se les abonaba variase en función del éxito de la función; el nuevo método adoptado en este ramo los incita por el contrario a desinteresarse de los progresos del teatro. Es argumento al
164 Recibo del autor, BNM, Paps de Barbieri, 14057/2. 165 AMMC, 1-253-1; el texto, de mano desconocida, lleva anotaciones autógrafas de Peray, el cual firma el documento. 166 Como queda dicho, la advertencia preliminar del t. I del Teatro Nuevo Español, publicado en diciembre y anunciado en la prensa el 12, o sea, dos días antes de la exoneración de Urquijo, atribuía ya a Caballero el mérito de haber convencido al rey de la necesidad de la reforma. En realidad, resulta difícil saber de dónde vino la iniciativa; quiere decirse, de qué personalidad gubernamental. El corregidor Morales afirma en 1797 que animó a Díez a que redactase el suyo, y un año antes, el 2 de marzo de 1796, el obispo de Salamanca, gobernador del Consejo, le mandó al mismo Morales «ordenar un Plan de reformas» (AMMC, 1-117-43). No se puede por menos de suponer que el de Díez fue consecuencia directa de esas dos gestiones.
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parecer convincente; pero, si se recuerda que Díez instauró el sueldo fijo para evitar precisamente la decadencia provocada por la complicidad tácita del gran público y de las compañías, fácil es concluir ya sea que Peray no abrigaba las mismas concepciones estéticas que don Santos, o que el arte ocupaba un lugar reducido en sus preocupaciones; esta última explicación es la que parece imponerse; el hombre piensa no como aficionado culto, sino como «contador» deseoso de cumplir esencialmente la segunda promesa formulada en el título completo de su Nuebo arreglo. Prueba de ello es su protesta contra los sueldos de los cómicos «en el día mui exorbitantes», y que propone recortar recurriendo al método anterior, a saber, precisando a los Actores q.e no reciban otra recompensa de su trabajo q.e los intereses q.e produzcan los mismos Teatros.
Y, en efecto, si se tienen en cuenta los ingresos globalmente más bajos que reportaron las representaciones de 1801 a 1802, el cálculo era acertado; el caso es que Peray prevé poco después que una eventual decisión en este sentido sería «detestada» por los actores, objetando que el sueldo fijo no es más que una seguridad engañosa, porque, si el concurso de espectadores es inferior a lo normal, la junta no podrá abonar íntegras las cantidades debidas a cada uno. Como es sabido, la experiencia confirmó cuán atinada era la previsión, y que fue el fracaso financiero de la junta lo que impulsó entonces a los actores, contra la voluntad de la dirección —al menos según afirma ésta—,167 a reponer comedias de magia y otras obras particularmente rentables. Pero, en tal caso, ya no le quedaba más remedio a la junta que elegir, como antes, «buenas Funciones» capaces de agradar a la mayoría del público, esto es, renegar de sí misma. Peray sabía cómo ayudarla por este camino. En el apartado que intitula Policía del Teatro, propone la creación de dos juntas, una «general» y otra «particular». La primera, en lo que a su composición se refiere, es de todo punto idéntica a la que entonces dirige los teatros madrileños.168 Sólo que el poder está en manos de la particular, cuyos miembros se habían de elegir como sigue:
167 AMMC, 3-400-21; memorial de Díez y de Navarro, septiembre de 1802. 168 Es decir: gobernador (presidente), regidor de Madrid «en representación de su Ayuntamiento», contador, censor, director, secretario.
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La reforma Havrá otra Junta particular, compuesta de los mismos Individuos excepto el S.or Presidente […] y lo serán de ella el primer Actor de cada una de las dos Companyas… 169
Esta nueva comisión se había de reunir tres veces por semana «con el fin de elegir las funciones que deverán hacerse, repartir los papeles […], enmendar los defectos de la scena», etc., y el resultado se sometería a la aprobación del presidente, por fin consultado. Además, le correspondería elegir los actores y dirigir la «parte económica» de la administración. De manera que el director y el censor —el secretario y el contador no tenían voto deliberativo—, o sea, los dos partidarios de la reforma primitiva, Navarro y Díez, tendrían enfrente al representante del Ayuntamiento, Castanedo, y a los dos delegados de las compañías: la eventual, y previsible, coalición de los tres últimos miembros pondría a los reformadores en minoría en su propia institución.170 El papel del director era finalmente más reducido en el proyecto de Peray que en el plan de Díez; incluso se contemplaba la posibilidad de que los dos «primeros actores» le secundasen, «haciendo sus veces en su ausencia y del Censor cada uno en su teatro». A Navarro y Díez se les destinaba a hacer bulto como simples figurantes… Un año más tarde, después del incendio del Príncipe y la quiebra de Ronzi, mientras los actores de las tres compañías, por medio de sus delegados, cuidaban precisamente de la administración de los teatros, dejándole a la junta la sola responsabilidad de «dirigir las compañías en lo técnico y literario»,171 Castanedo juzgó que ya había llegado la hora de acabar con ella. En un memorial dirigido a la superioridad,172 afirmaba que el sistema a la sazón vigente era a todas luces el más eficaz y pedía por consiguiente que
169 Al presidente se le dispensa de esta obligación en consideración a sus numerosas e importantísimas ocupaciones corrientes. Se advertirá, por otra parte, la ortografía de la última voz de la cita: a todas luces fue un catalán el que redactó el texto, pues escribe además: «però». 170 El autor del proyecto sospechaba la objeción que infaliblemente se había de hacer a la asistencia de los dos «primeros actores»; trató de prever una contrapropuesta, la cual deja apuntar mejor sus verdaderas intenciones: «Si no se tuviese por conveniente el q.e los primeros Actores fuesen vocales de la junta, podría suplirse con q.e cada compañía de por sí se reuniese una vez al mes y formasen una lista de funciones p.a el siguiente, quedando a cargo del primer Actor el presentarla a la junta particular para su aprobación, quien podrá variar lo q.e estime conveniente» (f. 14r, nota autógrafa). 171 Cotarelo (1902), p. 136. 172 Ibídem, pp. 139-140.
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la competencia de los actores se hiciese extensiva a los ramos aún reservados para la junta, particularmente la elección de las obras y su puesta en escena. Isidoro Máiquez y Antonio Pinto («primer barba» éste de la compañía de la Cruz) tenían, decía, la debida calificación para «directores de escena»: Éstos, como que conocen el gusto de los espectadores y el mérito de las comedias y tragedias […], pueden elegir las piezas, repartir los papeles y en fin gobernarlo todo, como lo están haciendo, sin quexas de los demás actores, ni recursos del Gobierno…
El pensamiento de Castanedo, como se ve, era muy parecido al de Peray… Navarro y Díez, encargados de informar sobre el documento, redactaron una refutación cuyo interés no hace falta ponderar;173 Cotarelo sugiere que su cólera se debía a que se les denegaba no solamente un derecho de fiscalización en los asuntos teatrales, sino también, como consecuencia, el de cobrar el sueldo de director y censor. Pero es de suponer que esta última explicación, por cierto verosímil, también debía de valer para sus contrarios. Ya desde el 25 de septiembre de 1800 había convencido Castanedo al Ayuntamiento de que solicitara del rey la «dotación» a que se juzgaba acreedor como nuevo miembro de la junta;174 y el astuto Peray observaba por su parte en agosto de 1801 que, por no cobrar ningún sueldo como vocal el «Caballero regidor», o sea, el mismo Castanedo, era justo y necesario que la municipalidad acordara indemnizar a éste «lo menos con cien doblones de sus Fondos».175 El argumento de Cotarelo parece por lo tanto adolecer de alguna parcialidad pese a su indiscutible realismo.176 Examinemos ahora la «defensa» del director y del censor.177
173 La aprovechó particularmente Cotarelo. 174 AMMA, Libro de acuerdos… (1800), fol. 174r. 175 AMMC, 1-253-1, f. 17r. 176 Un individuo como Peray tampoco era desinteresado. Gracias a un documento anónimo datable en 1802, intitulado Estado actual de la contaduría de Teatros con expresión del número y sueldos de sus dependientes (AMMA, 3-474-6), nos enteramos de que el secretario de la junta cobraba como oficial segundo de la referida contaduría un sueldo superior al del oficial primero, lo cual suscita la desaprobación del redactor; pero, además, en la misma lista figuran dos hijos suyos, Juan, «introducido por su influxo y sin necesidad en la contaduría de teatros», y Mariano, «tan inútil como el anterior». 177 AMMA, 3-400-21. El informe de Navarro y Díez viene en dos ejemplares; en el primero, el texto no es autógráfo y la firma está visiblemente contrahecha; el segundo, que tiene interesantes añadidos, parece de puño y letra de don Santos.
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Empiezan recordando «los esfuerzos de los Cavalleros Rex.s y sus repetidos recursos al Rey para impedir se llebase a efecto el plan de reforma», y la habilidad con que Castanedo supo inspirar confianza a sus colegas: […] nos olvidamos de que era un Cavallero Rexidor, cuyos resentimientos estaban disimulados pero no extinguidos. No podía menos de esperar una coyuntura favorable […]178 En efecto, la actual situación de los teatros le ha parecido el momento crítico de realizar sus designios: destruir y reducir las cosas al antiguo estado.
Y destacan la «intención capciosa» de Castanedo, el cual confunde adrede en su memorial el sistema provisional establecido desde la quiebra de Ronzi y el «gobierno» vigente en la época en que el Ayuntamiento y el corregidor dirigían los teatros; el juicio encomiástico que formulaba acerca del actual concernía en realidad al anterior y por lo mismo era una invitación a restablecerlo. Por ello conviene valorar debidamente la aseveración de los dos reformadores —la única formulada con tanta nitidez en el documento— de que «p.r muchas causas no conviene el sistema de sueldos fijos en favor de los Actores». Pero la denuncia se hace más precisa: […] sabemos, y no ignoran las compañías cómicas y una gran parte del Pueblo, su conducta y manejo con varios Autores [esto es: actores] para infundir en sus ánimos cierto espíritu de independencia […] y aún insurrección contra la Junta de reforma…
Y ahora, lo que constaba como una evidencia: […] tampoco ignoramos la del S.rio de la Junta D.n Juan Antonio Peray, con q.n a este fin se ha asociado, y cómo en recompensa le ha proporcionado con los cómicos Diputados de las compañías p.a la administración de caudales un partido diario considerable en calidad de Contador, al mismo tiempo que se han olvidado de los sueldos del Director y censor…
Díez y Navarro pueden por consiguiente convencernos fácilmente de
178 Añaden que la junta insistió para que Castanedo cobrase una pensión destinada a «premiar el zelo que creíamos en él». Parece, como se ha visto, que fue Peray quien formuló primitivamente esta propuesta; pero, naturalmente, formaba parte de la junta…
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la intriga del Sr. Castanedo y el complot que sabemos, y saben otros muchos, de dicho señor, del secretario, de Pinto y de otros cómicos que la hacen al caso para que se levante tumulto contra la Junta.179
En efecto, mientras que antes clamaba el regidor contra la falta de disciplina y las intrigas de Máiquez y Antonio Pinto, trataba ya, se nos dice, de atraérselos, de convertirlos en aliados, engolosinándolos con el señuelo del nuevo cargo de «director de escena». El negocio se dirigía, pues, magistralmente, y este documento no es el único que evidencia la superioridad maniobrera de Castanedo frente a sus colegas. En conclusión, el director y el censor sometían a la aprobación de la autoridad superior un Reglamento conforme al espíritu del plan aprobado por el Rey, a fin de que se examine y se remita a S.M. como lo tiene mandado.180
Un borrador de Reglam.to p.a la dirección de los teatros de M.d se custodia en el Archivo Municipal de la Villa,181 y algunas de sus disposiciones merecen mencionarse; como era natural, la pareja agredida se esforzaba por salvar lo esencial de las estructuras instaladas al principio de la temporada de 18001801, sin dejar de aprovechar, conviene repetirlo, la experiencia adquirida desde entonces, pues se preveía la supresión de los sueldos fijos convirtiéndolos otra vez en «eventuales y dependientes del mayor o menor producto de los teatros».182 Estipulaba el apartado segundo, De la junta de Dirección: […] continuará la junta de dirección y reforma […] presidida p.r el Ex.mo S.r Gobernador del Consejo de Castilla o p.r el Ministro de este Consejo su subdelegado, y compuesta del Director de teatros, del Censor de los mismos, y de un sujeto de conocida literatura […] nombrado p.r S. M., y de un Secret.o sin voto.
Primera observación: ya no se trata de regidor comisario, es decir, que el adversario más temible de los reformadores, Castanedo, quedaría elimi179 Cotarelo (1902), pp. 139-140. 180 Véase n. 177, segundo ejemplar. 181 AMMC, 1-254-13 (¿letra de Díez?); datable en septiembre-octubre de 1802. 182 § XIV, Del salario de los Actores, art. I. «[…] la Junta de Dirección señalará a cada actor o actriz su partido según el método antiguo, o reduciendo éste a otro equivalente, pero más claro y sencillo: aplicará a cada uno según la clase y lugar que ocupe en las compañías un cierto núm.° de acciones de un valor indefinido sobre el producto líquido de los teatros que quedará a beneficio de las mismas compañías, deducidas las cargas, sueldos y gastos […]» (art. II).
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nado. El marqués de Fuerte Híjar, en el examen que hizo de este documento, admite como caída de su propio peso la evicción del regidor;183 quizás cometiese éste una imprudencia al aprovechar todas las oportunidades para declararse vocal de la junta «en representaz.n del Ayuntam.to y P[úblic].o de esta V[ill].a», considerándose por lo mismo superior a sus tres colegas;184 el Gobierno no piensa por ahora exonerar al Consejo de la dirección de los teatros. En cuanto a la sustitución del regidor por uno que Díez y Navarro califican de «sugeto distinguido por sus conocim.tos en la vella literatura», advierte Fuerte Híjar: «el empleo que se le da a éste es ninguno», lo cual parece confirmar la interpretación del intento de despedir a Castanedo como simple medio de conseguir mayoría absoluta. El subdelegado parece que denuncia a medias palabras esta maniobra cuando opina que «por otra parte, es muy fácil que siendo tan pocos, en juntándose dos, todo se haga juego de Compadres», por lo que propone aumentar el número de vocales.185 El caso es que da la impresión de penetrar las verdaderas intenciones de los autores al afirmar que tiene a la vista un «reglam.to particular para el gobierno y dirección de la junta de teatros, no para la dirección y reforma de éstos».186 La segunda disposición del mismo reglamento concernía a los dos teatros entonces activos: Los coliseos de la calle de la Cruz y los Caños del Peral se incorporarán así como lo estavan aq.l y el de la c.e del Príncipe; sus productos se harán una masa común de la q.e se satisfarán las cargas, gastos y sueldos de ambos, y la junta de Hospitales no tendrá más intervención ni derecho sobre el de los Caños q.e a exigir los justos alquileres qe se estipulasen p.a el edificio y sus enseres.187
Pasados dos años, y gracias a unas circunstancias excepcionales, en este caso la situación generada por el incendio del Príncipe, la junta, o lo que quedaba de la de 1800, podía entrever la integración hasta entonces imposible del teatro rebelde. Pero ¿a quién había de beneficiar esta medida, si es que la tomaban? 183 AMMC, 1-254-15, doc. n.° 2, copia en limpio de un borrador conservado bajo la signatura 1-254-16. 184 AMMA, 3-400-21, f. 2r. 185 AMMC, 1-254-15, doc. n.° 2, § X. 186 AMMC, 1-254-16. 187 AMMC, 1-254-15, doc. n.° 2, § III.
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El marqués de Fuerte Híjar, como queda dicho, no escatimó las críticas; pero una sola frase —algo larga, eso sí— nos permite apreciar exactamente el escaso crédito de que gozaba entonces la junta cerca de la autoridad competente; el subdelegado contesta en efecto a propósito de la eventual entrega de premios a los dramaturgos: Quando la Junta haya verificado reformas útiles, quando haya puesto el teatro en un pie brillante, quando se haya grangeado la estimación y la confianza del público, entonces estará bien que proponga y distribuya estos premios. Hasta tanto, los buenos ingenios no querrán pasar por el juicio de este Tribunal y serán ridículas las propuestas de premios […] Las Juntas […] se exponen, queriendo afectar superioridad y aparato, a ofender el amor propio de los particulares e imposibilitar los fines de su instituto. Sólo por esta razón mudaría yo el nombre de Junta de Dirección de teatros en el de Junta de protección.
Esto significa que la dirección tenía que pasar a otras manos. La cosa era tanto más previsible cuanto que los teatros funcionaban entonces de manera prácticamente autónoma; es lo que sugiere Fuerte Híjar al escribir que el organismo instituido por la real orden de noviembre de 1799 «no es más que un conjunto de personas que se juntan sin fin ni obgeto ni necesidad». Navarro ha captado bien el mensaje cuando comunica al subdelegado las reflexiones que le inspira su crítica;188 el profesor de los Reales Estudios sabe, el 29 de diciembre de 1802, que se perdió ya la partida o, en todo caso, que se va a jugar rápidamente: […] un Reglamento, sea éste o el de D.n Santos, pues ya no hay tiempo para trabajar otro, a mi modo de entender, es indispensable pasarlo a la superioridad, pues de otro modo, en el actual estado y desorden de cosas, ni la junta ni cada uno de sus individuos queda a cubierto, y el govierno en semejante inacción de la Junta tomará un partido que tal vez no será el más decoroso para la misma. La cosa sé que urje en términos que puede aventurarlo todo la dilación de un solo día…
El 22 de febrero de 1803 se tomó la decisión; el 1 de marzo pasó al gobernador del Consejo la orden por la que quedaba disuelta la junta; único superviviente del naufragio: el censor, o sea, Díez González, con el mismo cargo que desempeñara antes de entrar en vigor la reforma.189 Después de adverir que en la orden «nada se dice de Madrid», el Ayunta188 Sólo he encontrado la carta que iba con ellas, y de la que reproduzco a continuación un pasaje (AMMC, 1-254-15). 189 Cotarelo (1902), p. 161, n. 1.
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miento pide el 21 de abril que un «regidor, en concepto de Comisario, asista al vuestro Gobernador del Consejo»;190 en vano, según parece. Una de las dos compañías había de trabajar en los Caños en sesiones de noche, la otra por las tardes en la Cruz, para evitar cualquier rivalidad. Pero, además, el primer coliseo pasaba a su vez bajo la tutela del gobernador, a petición de éste.191 Aquello suponía un nuevo paso hacia la unificación, aunque la compañía afectada tuviese obligación de abonar el rédito correspondiente a los Hospitales del capital a que ascienda el valor de telones, vestuario y demás enseres y efectos que le pertenezcan, y ambas las demás obligaciones y cargas que sean comunes.192
Máiquez y Pinto, como era de esperar, fueron encargados de formar sendas compañías con arreglo a la orden anterior. Pero ni don Santos ni el subdelegado parecen haberse conformado con el «estado revolucionario», o «estado de Anarchía (digámoslo así) de los Teatros», según escribe el primero,193 es decir, con la relativa autonomía de los cómicos frente a la autoridad gubernamental; el nombramiento para directores de escena de los dos actores antes elegidos por apoderados entre sus compañeros, y como tales oficialmente invitados a formar su respectiva «troupe», daba a Máiquez y a Pinto unos poderes análogos a los del director, e incluso de toda la junta, como los definía el plan de 1797. Fuerte Híjar advertía el 14 de febrero de 1804 a su superior que Pinto, en calidad de apoderado, abusaba de los poderes que le habían conferido, contratando él mismo el personal de su teatro para la próxima temporada; un mes antes trabajaba con el censor en la redacción de un nuevo plan —que aún no había de ser el último de la serie—194 en el que una parte importante se dedicaba a definir 190 AMMC, 1-254-4, f. 2v; Morales y Castanedo figuran entre los firmantes. 191 «[…] por las razones que expuso en su informe de 14 de febrero último […]» (véase n. 189). 192 Cotarelo (1902), p. 162, continuación de la n. de la p. ant. 193 Ambas expresiones son de don Santos, 15 y 21 de febrero de 1804 respectivamente (AMMA, 3-400-7). 194 Conozco al menos uno que fue sometido a la autoridad competente antes de la restitución de los teatros a la municipalidad: el de José de Cruces Bueno (25 de noviembre de 1806), conservado en el AMMA, 2-468-2. Retengamos una divertida disposición debida a la denuncia del «abuso que hay introducido en los Actores y Actrices que quando se les antoja sea por capricho o intriga, para derribar una función de mérito, tienen por costumbre fingirse enfermos»: el nombramiento de ¡un médico y de un cirujano para examinar a los presuntos pacientes en el acto!
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precisamente las respectivas incumbencias del gobierno y de los cómicos en materia de administración y funcionamiento.195 En aquella fecha, parece que la tesis oficial seguía siendo que los teatros, según expresión de Fuerte Híjar, debían ser «una empresa del Gobierno».196 Así estaban las cosas cuando Godoy, deseoso de poner término a las rivalidades de los actores devolviéndoles el tercer coliseo que habían perdido, intimó al Ayuntamiento la reedificación del Príncipe o, en su defecto, la venta del solar del teatro.197 Se optó por la primera solución, y el 25 de agosto de 1806 el nuevo coliseo abría sus puertas. No tardó mucho el Ayuntamiento en formular su acostumbrada reivindicación: tras una reseña histórica de lo sucedido desde la aprobación del plan de 1797 —del que se dice con cierta gracia que se convirtió «en un beneficio simple de Director y Censor»—, el memorial dirigido al rey el 3 de noviembre,198 fundándose en esta reciente reedificación que costó dos millones de reales a la tesorería municipal, concluía pidiendo el traslado a la villa de las responsabilidades que asumía seis años antes en lo relativo a representaciones teatrales.199 El 20 de diciembre de 1806, el conde de Isla, gobernador interino del Consejo, transmitía al Ayuntamiento la orden del 17 comunicada por el ministro de Estado Caballero, en virtud de la cual se devolvía por fin la dirección de los teatros a Madrid. Durante el mismo mes,200 el beneficiario de la medida acordaba publicar un nuevo reglamento, encargando su redacción a los capitulares Nicolás de los Heros, Rafael de Reynalte, Juan de Castanedo, el marqués de Perales y al procurador síndico general: el 26 de enero del año siguiente aparecía el Reglamen-
Citemos aún el de Juan Antonio Zamácola, redactado en 1803 y remitido dos años más tarde al gobernador del Consejo (AMMC, 1-254-14). 195 AMMA, 3-400-7 y 3-475-6. 196 Ibídem, 3-475-8. 197 Cotarelo (1902), p. 225. 198 AMMA, 2-466-8 (copia). 199 La decisión de dirigir esta solicitud al rey fue consignada el mismo día por el secretario Ángel González Barreyro (ibídem, copia certificada). En ella se dice a propósito del incendio del Príncipe que aquella «desgracia podría haver dimanado de que las personas encargadas p.a su custodia […] no tenían interés alg.o en su conservación, lo que en tpo. de q.e estaban a cargo de Mad.d se vigilaba con el mayor esmero…» 200 AMMA, Libro de Acuerdos de la Comisión de Teatros, n.° 177, p. 1.
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to general para la direción y reforma de teatros, parto de su ingenio.201 En él nada se había dejado al azar, y ocioso es decir que el Ayuntamiento se llevaba la parte del león. Según el artículo primero, le correspondía —y ya no exclusivamente al corregidor, como antes de la reforma con arreglo a la real cédula de 24 de enero de 1793—202 «la dirección, gobierno y manejo total» de los teatros de la capital. El corregidor sucedía al subdelegado para «causas contenciosas de todos los dependientes de los teatros». Volvía a ser presidente de la nueva Junta de Dirección y Reforma, compuesta por cuatro regidores y un censor nombrado a propuesta de éstos;203 por tener solamente voz consultiva los dos miembros restantes, o sea, el procurador síndico y el secretario del Ayuntamiento, los regidores disponían de la mayoría absoluta. Y naturalmente no tardaron en producirse roces entre las dos jurisdicciones rivales: el corregidor Marquina se opuso a la acción de los comisarios, pretextando que se reunían en secreto y se abstenían luego de tenerle informado; el 17 de febrero se quejó —vale la pena advertirlo— de que éstos le hubiesen tenido aparte mientras redactaban el nuevo reglamento, cuando él era —decía— «en todas las cosas […] la cabeza que les debe gobernar, como dicta la ley». Y proseguía, no sin alguna verosimilitud: […] no se me oculta aspira a conseguir alguno el sueldo q.e antes tubo en los teatros y no ha cesado ahora de ver cómo volverlo a percibir.204
Porque, como era de suponer, los cuatro regidores comisarios designados por sus colegas para constituir la Junta de Dirección fueron ¡los mismos que habían redactado el reglamento! Pero eran entonces los más poderosos: cuatro veces en menos de tres semanas denunció el Ayuntamiento las maniobras del corregidor, y el 7 de marzo una orden reproba-
201 Publ. in extenso por Cotarelo (1904), pp. 696 y ss. Don Emilio se inclina a pensar que debe de corresponder el mérito de este reglamento a Quintana, el cual había sucedido a Pellicer, fallecido el 1 de febrero de 1806 y sucesor por su parte de Díez González, a quien se llevó Dios en julio de 1804, y se puede suponer naturalmente que contribuyó notablemente a su redacción. Según varios documentos publicados por Albert Dérozier, fue oficialmente encargado de colaborar con el Ayuntamiento (A. Dérozier, 1968-1970, t. I, p. 151, n. 154 y ss.). 202 Cotarelo (1904), p. 686b. 203 Más exactamente, «en caso de vacante», pues el titular era entonces Quintana. 204 AMMA, 3-470-24, carta de 17 de febrero de 1807.
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ba la actitud de éste, mandándole quedarse quieto.205 Diez días después, el reglamento y la investidura de Castanedo, Heros, Perales y Reynalte fueron ratificados oficialmente «por vía de ensayo hasta que la experiencia acredite la utilidad o reforma de que sean susceptibles».206 Marquina había heredado por lo tanto las modestísimas atribuciones de Fuerte Híjar. El gobernador del Consejo seguía siendo «superintendente de los teatros del reino». Los grandes vencedores eran los vencidos de la víspera, los regidores. Pero no por ello se debe concluir que éstos hubiesen derogado de un plumazo todas las disposiciones anteriores; del plan de Díez conservaban varias ideas importantes: en particular, el pago a los dramaturgos de un porcentaje de los ingresos que produjesen sus obras (un 8 por ciento por una tragedia o una comedia original «de regular duración», un 5 por ciento por un «drama o comedia sentimental», etc., y ese tipo de diferenciación deja entrever, en mi opinión, la influencia de un literato, probablemente Quintana); la atribución preferente a los cómicos jubilados de «todos los empleos de los teatros, como son cobranzas, administración, encargados y demás»; la obligación para los actores de hacer el papel que les asignase el autor de una pieza nueva y original, en lugar de elegirlo ellos; la economía de los teatros se encargaba a un «Administrador» único. Por otra parte, si bien se comprometía la junta a seguir subvencionando las obras pías, el artículo tercero del capítulo XII que se refería a ellas agregaba, aun cuando no se tratara más que de una vaga concesión, cosa que no estoy en condiciones de afirmar ni negar: La Junta propondrá a la piedad del rey algún arbitrio para la más pronta extinción de estas cargas, pues verdadermente no hay relación ninguna entre los tres coliseos y los hospitales de Madrid, los frailes de San Juan de Dios, las niñas de San Josef y el hospicio de San Fernando. Éstos son los partícipes de una buena porción de sus productos, de que procede que los actores sean mal pagados, la decoración ridícula y mal servida, el vestuario impropio e indecente, el alumbrado escaso, la música pobre y el baile pésimo o nada. De aquí que los poetas, los artistas, los compositores que trabajan para la escena sean ruinmente recompensados, y por lo mismo se vean en ella las heces del ingenio.
205 Cotarelo (1904), p. 715a. 206 Ibídem, p. 714b. Las citas siguientes proceden también de la Bibliografía… de Cotarelo.
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Así, pues, los regidores, a pesar de la rivalidad que los oponía a los partidarios de la reforma en 1799-1800, parecen haber aprovechado la experiencia de sus adversarios después de querer estorbarla. Mas no por ello se han conformado con la situación «revolucionaria», «anárquica», que desataba la indignación de don Santos. Subsiste el apoderado, pero ahora es la junta la que lo elige entre los tres candidatos propuestos por la compañía; sigue siendo jefe de los actores, pero no tiene más que voz consultiva en sus relaciones con la junta. En suma, si esta jerarquía recuerda a primera vista la de finales del siglo anterior, el reparto de poderes se ha efectuado ya de modo distinto: la junta de 1807 ha vuelto a ser emanación del Ayuntamiento, pero hereda, al menos en teoría, la autoridad excepcionalmente conferida a la de 1800; los regidores, con una obstinación digna de elogios, no han tardado más que siete años en invertir la situación. Por sobrevenir al poco tiempo los sucesos de 1808, resulta imposible saber si esta nueva autoridad gozó en la práctica de mayor aceptación y, de una manera más general, si llegó a ser más benéfica para el arte dramático madrileño.
EL TEATRO NUEVO ESPAÑOL, ¿ANTIESPAÑOL?* El título que doy a las páginas que siguen, y que a todas luces se inspira en otro, más acertado por cierto, de un definitivo trabajo de Francisco Lafarga,1 no entraña la más mínima disconformidad con las conclusiones de éste, relativas al importante porcentaje de obras extranjeras traducidas que contiene la colección iniciada por la efímera Junta de Reforma en 1800. Ya escribía Leandro Moratín, en una nota a La comedia nueva redactada tres o cuatro años después de fracasado el intento de la junta, que, de las veintiocho obras publicadas en los seis volúmenes del Teatro Nuevo Español hasta 1801, solamente «tres o cuatro» eran originales, «y las restantes, traducciones que necesitan traducción».2 A lo que quisiera dedicar por mi parte algunas reflexiones es sobre todo, aunque no exclusivamente, a la lista de comedias desterradas de los teatros que encabeza el volumen primero de dicha colección y continúa en los cinco sucesivos, tratando de apreciar en qué medida se puede seguir considerando que aquello supuso una especie de atentado contra la cultura nacional o, cuando menos, una barbaridad, y hasta dónde llega la responsabilidad atribuida a Leandro Moratín en la composición de aquella lista negra. Dicho de otra forma: sin convertirme ni en fiscal ni en abogado defensor (pues lo que me importa es acercarme a la escueta verdad histórica, no contribuir por muy poco que sea a la fama o al desdoro de «Inarco», q.e.p.d.), superando en la medida de lo posible los argumentos polémicos,
* Primera publicación, en «Homenaje a John H. R. Polt.», Dieciocho, 22.2 (otoño 1999), pp. 351-371. 1 Francisco Lafarga (1989). 2 Moratín (1867), I, p. 146.
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no por fáciles de esgrimir del todo improcedentes, por supuesto, aunque sí indefinidamente controvertibles, y el desvío que nos inspiren tales hechos en general (a no ser que se crea que hay dos clases de censura: una mala y otra buena), intentaré atenerme a la documentación de que disponemos, insertándola en su contexto histórico. Venga, pues, un poco de historia, y también de cronología. En primer lugar, ¿cuáles fueron las fechas de publicación de los tomos del Teatro Nuevo Español? La Gazeta de Madrid de 15 de enero de 1800 notifica a sus lectores la institución de distintos premios que, como es sabido y refiere Moratín, nunca se adjudicaron (aunque sí, pese a lo afirmado por el escritor, cobraron los dramaturgos el tres por ciento de las recaudaciones en lugar del precio fijo de veinticinco doblones por una obra en tres jornadas, pudiendo elegir también este modo anterior de remuneración); se habían de publicar además, según la misma fuente oficial, dos colecciones: una de obras premiadas y otra de las que, sin premiar, se juzgasen dignas de ser representadas. Se daba un plazo de ocho meses a los aspirantes para entregar los partos de sus ingenios al secretario de la junta. El primer volumen de la finalmente única «colección de las piezas dramáticas nuevas que desde principio del presente año cómico se van representando en los teatros de la calle de la Cruz y del Príncipe de Madrid» se anunció en la Gazeta de 12 de diciembre de 1800; el segundo, en el mismo periódico del 23 de enero de 1801; el tercero —con una necesaria modificación del subtítulo: «…que desde el principio del próximo año cómico se van representando…»—, el 5 de mayo; el cuarto, el 28 de julio; el quinto, el 6 de octubre; y el sexto, aunque fechado en 1801, el 16 de febrero de 1802, añadiéndose, como también se hizo con los anteriores, que se estaba imprimiendo el siguiente, «tomo 7.º de este Teatro», que no vio la luz pública y «en nuestro dictamen —escriben Díez González y el director Andrés Navarro a fines de 1802—,3 contenía las mejores piezas originales y traducidas quando cesó la Junta en esta comisión» en virtud de la real orden de 24 de enero del mismo año.4 Y se observará de entrada que, cuando apareció el tomo primero del Teatro Nuevo Español, a mediados de diciembre de 1800 según queda
3 AMMA, 3-400-21 (respuesta al «punto 4.º» de un memorial del regidor Castanedo de 28 de septiembre). 4 Cotarelo (1902), p. 121.
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dicho, don Leandro llevaba ya más de cinco meses sin ocupar el cargo de corrector que, después de rechazar el de director sin estrenarlo siquiera, se le confió y tuvo por lo mismo que aceptar en enero de aquel año, pues, si prestamos fe a su diario íntimo, se enteró el 15 de julio, o sea, un día antes de la notificación oficial por el ministro Caballero5 de la exoneración que había solicitado; y a los dos escasos ya le preguntaba al irascible gobernador del Consejo, presidente de la junta, a quién había de entregar, según rezaba la real orden, las «piezas de representación y música» que se hallaban en su poder. El documento oficial, o, por mejor decir, su traslado por el gobernador del Consejo,6 mandaba exactamente: «[…] que pase [Moratín] a la Junta las piezas antiguas que existan en su poder […], que la misma Junta, en vista del estado de las piezas de que Moratín se hallaba encargado, haga uso de las que crea son más conformes al fin de la reforma». Se advertirá que a Moratín se le manda devolver las piezas no al contador ni a los «autores», quienes antes, como se verá, las habían puesto a su disposición, sino a la misma junta, es decir, que el escritor —que no había solicitado su nuevo cargo, probablemente creado para justificar el sueldo que, ya como simple vocal, sin papel bien definido, seguía cobrando, y que deseaba más bien guardar alguna distancia con la actividad de sus colegas— no había concluido, ni mucho menos, en tan poco tiempo, la tarea, honorífica y lucrativa aunque a cambio de ello fastidiosa, de corregir o separar las comedias antiguas. En su diario íntimo no se rastrea, durante los seis meses correspondientes, la más mínima huella de dicha tarea entre sus numerosas ocupaciones, no pocas de ellas callejeras. Por otra parte, quien debe a todas luces «creer» si son «conformes al fin de la reforma» las comedias, es decir: quien ha de seguir separando a su vez la supuesta buena semilla de la cizaña, no es Moratín, sino la junta, y de ésta, naturalmente, los vocales más «inteligentes» en literatura dramática, el director Navarro y el censor Díez González, que es el que parece dominar el docto areópago. ¿Qué tipo de intervención fue, pues, la de Moratín primero en la redacción del prólogo «Al lector» del Teatro Nuevo Español, luego en la elección de los dramas «buenos» publicados en la colección y, como antes decía, sobre todo en la composición de la lista de obras que se prohibía representar en los teatros del reino? Empecemos por lo que, al menos a pri5 AMMA, 1-15-85. 6 AMMA, 2-483-103, 18 de julio de 1800.
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mera vista, parece menos discutible: como explico en otro lugar,7 don Leandro debió de enterarse alrededor del 23 de noviembre de 1799 de las modalidades de su nombramiento como director de la junta por la real orden del 21, en la cual, contra lo que él había propuesto siete años antes a Godoy, se le denegaban implícitamente los plenos poderes que él consideraba imprescindibles para llevar a cabo su proyecto, pues estaba a las órdenes del juez protector —a la sazón el corregidor de Madrid, Morales Guzmán y Thovar, sustituido en febrero de 1800 por el gobernador del Consejo—, quedando por lo mismo, según escribe elegantemente unos años después, «dividida la autoridad y la inteligencia», y corriendo ésta el riesgo de asumir, a los ojos del público, la responsabilidad de eventuales decisiones de aquélla. Como reacción inmediata y lógica, dimite el escritor de su cargo sin estrenar, siendo admitida a los pocos días su renuncia y nombrándosele simple vocal de la misma junta, como queda dicho y se lo comunica el ministro de Estado José Antonio Caballero al gobernador el 6 de diciembre de aquel año de 99.8 Y a éste le participa ya Caballero el 14 de enero siguiente9 la nueva orden del rey por la que se crea para Moratín el empleo de corrector de piezas teatrales antiguas, a fin de que examinando las que componen los caudales de ambas compañías y las que existen separadas, pertenecientes a ellas, aparte y remita a su Real Biblioteca Pública las que, en su opinión, deban quedar enteramente prohibidas para el teatro, elija y separe las que convenga representar, y éstas las vaya corrigiendo tanto en lo perteneciente al arte como en lo que toca a la moral, costumbres cristianas y miras políticas que, ya de intento o por incidencia, se traten en ellas…
Y prosigue la orden: El trabajo de que S.M. quiere se encargue Don Leandro Fernández de Moratín es sólo el de corregir, arreglar y reducir a mejor forma las composicio-
7 René Andioc (1970), pp. 636-639. 8 AMMA, 1-15-85. 9 Ricardo Sepúlveda (1888), pp. 115-118; C. E. Kany (1929), pp. 246-247. Traslado de la orden al corregidor por el gobernador, 17 de enero (AMMA, 4-52-123). No sé de dónde saca Cotarelo la noticia de que el instigador de la creación del puesto de corrector fue el propio Díez González; tal vez de la frase de Cambronero (1896), p. 499, quien piensa que las cualidades exigidas en el plan de Díez (1797) para un futuro director de la Junta de Reforma equivalían a «señalar a Moratín con el dedo». Las cursivas son generalmente mías, y cuando no, se advierte.
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nes antiguas de los más célebres dramaturgos españoles, que entre un gran número de bellezas contienen defectos de tal calidad que no deben tolerarse en un teatro bien dirigido. Por este medio tendrán los teatros la abundancia de piezas que han menester: las antiguas suplirán por muchos años a las modernas, y despojadas aquéllas de los muchos desaciertos que tal vez las inutilizan, conservarán la mayor parte de sus primores, y quedarán dignas de presentarse al público, mientras otras de mayor mérito no las substituyan.
«Inarco» se entera del nombramiento el 18 —avisado por el corregidor, a quien comunicó la orden el gobernador del Consejo el 17—,10 y escribe aquel día en su diario íntimo: «nouvelle ex C[o]rr[e]cción de piez[a]s anciennes». De la larga pero, creo yo, necesaria cita anterior se pueden inferir al menos dos cosas: en primer lugar, con la tarea encargada a don Leandro «no se coartan o desmienten las facultades y obligaciones del censor de teatros propuesto en el plan», según advierte la orden, es decir, y debe quedar bien claro, que las obras contemporáneas o nuevas quedan fuera de —digámoslo así— su jurisdicción, pues se solía calificar entonces de antiguas a las comedias del Siglo de Oro y de los primeros decenios del XVIII, entre ellas, por ejemplo, las de Cañizares, Zamora, Salvo y Vela y otros; estas comedias antiguas, recuérdese, son las que ocupan ya un lugar destacado en la crítica de los teatros dirigida desde Londres por don Leandro a Godoy en carta de 20 de diciembre de 1792.11 En segundo lugar, Cotarelo, tras mencionar en su Isidoro Máiquez12 la citada real orden de 14 de enero y afirmar, equivocadamente según creo, que Moratín «se guardó muy bien de aceptar el compromiso de cometer profanación semejante», esto es, corregir las comedias antiguas (¿acaso fueron también profanaciones los arreglos y refundiciones?, ¿o lo fue la tarea del censor gubernamental y del eclesiástico?), y contentarse con separar de los caudales de las compañías las obras tenidas por no representables, prosigue afirmando unas pocas páginas más adelante que el nuevo corrector formó «la lista de comedias prohibidas en número de muchos centenares, cuya lista se publicó en los preliminares de los seis tomos del Teatro Nuevo Español»; de manera que la suma —no totalmente exacta— de 616 títulos, calcula-
10 AMMA, 4-52-123. 11 Moratín (1973), p. 145. Incluso propone ya: «[…] en las antiguas que admitiesen corrección podrá [el futuro director] alterar o suprimir los pasages que le parezcan, y sólo con esta enmienda podrán executarse». 12 Cotarelo (1902), p. 79.
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da en una nota que sirve de complemento a la mención de ocho comedias áureas citadas en el texto como preclaras víctimas del ostracismo moratiniano,13 da a entender, contra la voluntad del historiador, al menos así lo supongo, que las seiscientas y pico son todas antiguas, lo cual tampoco corresponde a la realidad. No siempre, conviene decirlo sin embargo, se refieren explícitamente los papeles relativos al nuevo cargo de don Leandro a las comedias «antiguas», ni siquiera él mismo lo puntualiza en su correspondencia oficial, probablemente por caerse la cosa de su peso; incluso alude simplemente a su exoneración de la «corrección de teatros» en su diario íntimo; pero no dejan lugar para la duda ni la real orden ya citada ni el apunte del mismo diario relativo al nombramiento de enero de 1800, así como tampoco el traslado por el ministro Caballero al secretario de la junta de la real orden de exoneración el 18 de julio. Quede ya, pues, descargado don Leandro de una «culpa» o, por mejor decir, de una parte no desdeñable de ella, que suya no fue, y sí, por simple deducción, de otros miembros de la junta. Y antes de indagar el grado de responsabilidad que le tocó en el traslado de las comedias antiguas a la Real Biblioteca, es decir, en su provisional desaparición de los escenarios, tratemos de resolver el problema planteado por el prólogo, intitulado «Al Lector», del Teatro Nuevo Español. Unos creen que su redactor fue el mismo Moratín, lo cual parece no encajar bien con el escaso entusiasmo, por no decir más, que manifestó, como se ha visto, de 1799 a 1801. Otros opinan —entre ellos Lafarga— que fue Santos Díez González; por mi parte, me incliné también por la segunda tesis, aunque sólo influido por la tonalidad general del texto, sin más argumento que una simple impresión global. Ahora me parece posible confirmar esta impresión con algunos elementos menos subjetivos. En su citada nota manuscrita al texto de la página 56 de la edición príncipe de La comedia nueva,14 don Leandro se desvincula totalmente de la junta, criticando incluso el contenido de la colección de obras impresas en el Teatro Nuevo Español, algunas de las cuales —escribe— «en la eje-
13 Cotarelo (1902), p. 85. Cotarelo habla incluso de «martirio» a propósito de las comedias antiguas corregidas por Bernardo de Iriarte por mandato de Aranda en 1767 (Cotarelo, 1897b, p. 66). Compárese la lista de éstas con la de las prohibidas por la junta (Emilio Palacios, 1998, pp. 104-105). 14 Moratín (1867), pp. 143 y ss.
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cución no se habían podido sufrir»; y prosigue recordando el pasaje del prólogo del tomo primero, en el que «la Dirección» (¿el director, Andrés Navarro, o éste y el censor don Santos, pues obran frecuentemente juntos?) repitió —dice— «lo que antes se había expuesto en el plan de reforma», esto es, el de Díez González, y reproduce el conocido pasaje del prólogo en el que se censuran en las comedias contemporáneas los «sitios de plazas, batallas campales, luchas con fieras, truhanes, traidores, soldados fanfarrones», etc.; luego, refiriéndose a la lista de obras que se prohibía representar, su frase es: «imprimió la Junta de Dirección y Reforma una larga lista de las comedias que había hecho recoger» (palabras de las que parece hacerse eco Emilio Cotarelo), es decir, que se trata para él de todas las obras, tanto antiguas como contemporáneas (y tal vez, por lo mismo, intente atenuar indirectamente la propia, si bien breve, actividad). Por otra parte, Moratín no acostumbra en sus escritos teóricos a poner referencias a pie de página del tipo usado por el prologuista, y sí en cambio don Santos; además, no se puede atribuir a la mera casualidad el que figure en el prólogo del Teatro Nuevo una larga cita de la edición, por Sancha, de la Historia de toda la literatura (sic), de Juan Andrés, relativa a la comedia lastimosa o «tragedia urbana», que Díez, más claramente partidario que don Leandro del nuevo género, parafraseaba unos años antes en sus Instituciones poéticas, con indicación de la misma procedencia, así como tampoco la exacta reproducción, en ambas obras, de una definición de la comedia (o drama) pastoral por Luzán en su Poética, también con su nota al pie (respectivamente: XXI y 112; XXIII y 136); prosigamos: el autor del prólogo contempla la posibilidad de que, «por desgracia», falten piezas buenas y dinero, por lo cual se vería la junta en la obligación de «poner en la Scena alguna Pieza de la clase reprobada por los Maestros del Arte», lo cual está en clara contradicción con la actitud constante y los vituperios de Moratín, quien afea la inconsecuencia de la junta, pues ésta, al poco tiempo de publicar una lista de obras recogidas, presentó «en los teatros de Madrid las piezas más desatinadas y absurdas que pudieron hallarse, con el fin de sacar dinero y dilatar su existencia tan a costa de su opinión»: a finales de septiembre de 1802 confesará el propio don Santos que la junta «se ha visto precisada a dar algunas de estas piezas», del género —dice— a que pertenecían el Carlos XII y Alejandro en Scútaro, «para poder cumplir con sus
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contratas y obligac.es».15 Y reténgase la frase siguiente, cuya exactitud habremos de comprobar más adelante: «Entonces —prosigue Moratín— se vieron en las tablas dramas monstruosos, que en muchos años nadie se había atrevido a poner en ellas, que estaban prohibidos por el Consejo, por el Juez de teatros, por el tribunal del Santo Oficio, y por la misma Dirección que los mandaba representar». A partir de aquí, los tres párrafos sucesivos que aducen ejemplos de lo antes denunciado por «Inarco» empiezan por «Los que [habían acusado la ignorancia y la codicia de los cómicos…]», «Los mismos que [habían exagerado el peligro de poner en espectáculo los pasajes de la Escritura…]», «Los que [habían impreso que las composiciones dramáticas arregladas son el objeto principal de la reforma del teatro]…»; es decir, que al referirse al prólogo, don Leandro afirma implícitamente que no participó en su redacción; más aún: el último subrayado, de Moratín, es frase sacada por él del mismo prólogo. ¿Cómo podía criticarse a sí mismo pocos años después de publicado el tomo primero del Teatro Nuevo Español, en el que viene dicho prólogo? Tampoco se armoniza la actitud del prologuista, favorable a la publicación de traducciones en la colección, con la crítica por «Inarco» de aquellas «traducciones que necesitan traducción». Además, esas notas moratinianas, redactadas poco después del estreno de El sí de las niñas, como muy tarde en 1807, se destinaban a una proyectada, aunque fracasada o diferida, edición del teatro completo del autor, de manera que éste no se hubiera expuesto imprudentemente a que le desmintiesen los acusados. Por último, después de anunciada la publicación del tomo VI en la Gazeta del 16 de febrero de 1802 (y también la próxima aparición del VII…), Díez recibe una carta, fechada a 12 de marzo, del abogado de los reales consejos Francisco Filomeno, autor de la comedia El matrimonio casual, estrenada dos meses antes en la Cruz; y en ella le ruega el dramaturgo 15 Véase n. 3; pasaje no citado por Cotarelo, que conoce el documento. Don Emilio se refiere además (p. 88) a otro de 13 de agosto de 1801 en el que pide Díez (la frase no es de éste, sino del historiador) «que de las comedias desechadas por D. Leandro Fernández de Moratín y remitidas a la Real Biblioteca se habilitasen para representarse las de una nota que envía…»; la signatura, antigua («Archivo Histórico Nacional, Espectáculos, legajo V»), no me ha permitido, a pesar de la amable ayuda del personal, hallar este documento, de manera que no sé si la referencia a Moratín viene de Díez o, simplemente, de Cotarelo; sin embargo, la calificación de «eterno reprobador de toda obra de aparato» aplicada a don Santos por Cotarelo me inclina a acoger como más probable, salvo meliori, la segunda posibilidad, pues a don Leandro no le incumbía examinar las llamadas comedias «de teatro».
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novel tenga a bien incluir su obra en la efímera colección; a lo cual contesta don Santos, en una nota al margen, que pensaba publicarla en el tomo VII «con otras también nuevas y originales», pero que, «habiendo variado las circunstancias», resulta ya imposible.16 Parece evidente, por lo tanto, que el que dirigió efectivamente la colección fue Díez González, y que hay que dejar de atribuirle a Moratín, con precaución o sin ella, un texto que no es suyo, y que muy probablemente redactó el censor. Fundándome en la real orden que manda que «estas ideas [la corrección de comedias antiguas] empiecen a verificarse para principio del inmediato año cómico», traté de comprobar si en la Biblioteca Histórica Municipal de Madrid se custodiaban los ejemplares de las comedias calderonianas con que se iniciaron las temporadas de 1800-1801 y 18011802,17 y, caso de ser así, si aparecía alguna huella del «corrector»; sin resultado: el único ejemplar, impreso en 1766 en Barcelona, que entonces sirvió «Para empezar Año 1801», el de Antes que todo es mi dama, tiene enmiendas y supresiones, pero de mano desconocida; los de las demás comedias no sirven para nuestro intento. En cambio, otro hay (Tea., 13218), impreso en 1765 y vuelto a utilizar, de La niña de Gómez Arias con sello del coliseo de la Cruz, apuntes de varios «directores de escena» sucesivos y un reparto que corresponde a la temporada de 1811-1812, en que se representó dos veces. Las correcciones de puño y letra de «Inarco» no pueden corresponder a este último período, a pesar de haberse publicado en el Diario de Madrid del 17 de enero de 1811 un decreto «que no sabemos si llegó a cumplirse, aunque es de suponer que no», según escribe Cotarelo,18 y que instituía una «Comisión encargada de examinar las obras dramáticas originales o traducidas». Es el único ejemplar que conozco, por ahora, de una comedia antigua «corregida» por Moratín —antes y también después que otros menos mirados, fuesen cómicos o censores—, y lo más probable es que dichas enmiendas daten del período en que desempeñó el escritor sus breves funciones oficiales de «corrector». La obra for-
16 AMMA, 3-471-12. En la actualidad, «bolaberun», según escribían a veces fonéticamente, y fue seguramente el 1 de febrero de 1996, pues esta fecha llevaba la papeleta de pedido que ocupaba en junio (y septiembre) de 1998 el lugar del documento traspapelado. 17 Fueron primero Bien vengas, mal y Dar tiempo al tiempo, luego Con quien vengo, vengo y Antes que todo es mi dama (ésta, con la signatura 1-81-1). 18 Cotarelo (1902), p. 719.
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maba parte en 1799 del caudal de Luis Navarro. ¿En qué consistió, pues, la «profanación» de la obra por el escritor? Pues simplemente, con vistas a su representación (y a su comprensión por la mayoría del público) —pues de eso se trataba, y no de una edición—, en aligerar unos parlamentos (muchísimos menos que los tachados en cada página por la compañía) en los cuales sobraban en su opinión tal o cual discreteo, varias agudezas, los clásicos cañoneos de metáforas, de improperios «épicos», también de repetición, series de figuras de retórica, es decir, lo que para él y otros muchos, que vivían a principios del siglo XIX y no a mediados del XVII (y menos aún a principios del XXI), pertenecía a cualquier clase de poesía menos la dramática, la cual iba dejando de ser poesía propiamente dicha, al menos en las comedias, convirtiéndose paulatinamente en prosa, pues el diálogo requería mayor «naturalidad». Por otra parte, el censor de la conducta de Clara la «mojigata» prefirió, naturalmente, suprimir unos cuantos versos de principios de la jornada segunda en que Dorotea justifica su fuga de casa por el casamiento forzoso a que se la destinaba. Pero también corrigió Moratín las erratas de imprenta; y los versos de cosecha propia con que sustituye los calderonianos no desdicen, mutatis mutandis —digámoslo así—, de los del gran maestro. De todas formas, se evitó luego la «profanación» pública de la obra: lo interesante, en este caso, es en efecto que la comedia, a pesar de las correcciones, que, si nos atenemos a la letra de la real orden de 1800, equivalen a declararla implícitamente digna de ser representada, está incluida en la lista de obras recogidas en el tomo primero del Teatro Nuevo Español, publicado, repito, más de cinco meses después de la exoneración del autor de su cargo de corrector. Por tratarse de un ejemplo único, sólo puede esbozarse con muchísima cautela a este nivel una pregunta: ¿fue verdaderamente Moratín el redactor de toda la lista de las comedias antiguas alejadas de las tablas? Tal vez sea posible aproximarnos a una respuesta. Importa en efecto averiguar qué porcentaje representan en la lista considerada aún incompleta por los editores del Teatro Nuevo Español las comedias áureas o antiguas recogidas (pero, insisto en ello, cuya lectura no se prohibía), si todas seguían representándose en aquella fecha o desde cuándo habían dejado de ponerlas en cartel (la real orden se refiere primero a las obras del «caudal», y luego a las «separadas», esto es, sin utilizar ya por las compañías), o incluso si se habían representado efectivamente en lo que iba de siglo, concretamente desde 1708, que, como es sabido, es
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la fecha a partir de la cual se conocen casi sin interrupción las funciones diarias de los teatros madrileños. ¿Qué tipo de conclusión, pongamos por caso, se puede sacar de la presencia, en las listas, de una larga serie de autos sacramentales, cuya prohibición por el Gobierno se remontaba a 35 años atrás y seguía vigente? ¿O de la inclusión en las mismas de docenas y más docenas de comedias de santos y Escrituras no vueltas a llevar a las tablas, unas desde la referida real orden de 1765 que renovaba la prohibición fulminada por Fernando VI, otras desde tiempos más remotos, y las demás ni siquiera representadas un solo día desde 1708, si bien debemos tener en cuenta, para las últimas, la documentación alguna que otra vez fragmentaria de que disponemos? Ninguna conclusión, en efecto, si no es, quizás, que, de no haberse trasladado los textos a la Real Biblioteca, hubieran ardido, todos o en parte, durante el incendio del Príncipe —y del archivo de la junta— ocurrido en julio de 1802, aunque no por ello se debe considerar a Moratín benemérito «malgré lui» de las letras patrias… Por otra parte, conviene también examinar si todas las obras que figuran en el Teatro Nuevo se las entregaron antes para examen a don Leandro. Así no fue, ni mucho menos. Y, a la inversa, ¿no fueron en realidad más de las que aparecen en las citadas listas las piezas trasladadas de los caudales de los teatros a la Real Biblioteca? Aunque duró poco la actividad de la junta, se puede afirmar rotundamente que sí: después de publicado el sexto y último tomo del Teatro Nuevo y hasta la extinción total de aquélla el 1 de marzo de 1803, e incluso más tarde, es decir, hasta dos años después de cesar Moratín en el cargo de corrector, no paró en efecto la tarea de selección de obras «no recomendables», tanto antiguas como nuevas. Según los documentos que se han conservado,19 el contador Juan de Lavi y Zavala dio parte el 19 de enero de 1800 a los «autores» Francisco Ramos y Luis Navarro del traslado de la real orden que le mandó el día anterior el corregidor Morales, «Protector General» de los teatros y a la sazón presidente, para pocos días, de la junta, advirtiéndoles que pusiesen a disposición de don Leandro «el caudal de comedias que existe de las 2 Comp.s de su cargo para los fines que se expresan en la citada orden»; acusaron recibo el 25 el primero, y el 26 el segundo. Por su parte, don Leandro, desde el vestuario del coliseo de la Cruz, mandó llevar un oficio el
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mismo día 25 por la noche a Lavi, pidiéndole que le remitiese lo antes posible «todas las piezas impresas y manuscritas, de representación y música» que existían en su contaduría, «separadas del caudal de teatros», acompañándolas con una «lista exacta de ellas»;20 el contador contestó al mensajero que no obraban en su poder «más piezas que las de Escritura, Santos y Autos sacramentales», a lo cual replicó el otro que «se entendía por todas las que van expresadas y qualquier otra que hubiese en la Contaduría»;21 sin demora, Lavi dio parte de ello al día siguiente, 26, a Morales, manifestándole que «como en la [real] orden […] se habla sólo del caudal que tienen en sus Casas los Autores», necesitaba su previo permiso para entregar al corrector «todas las piezas que existen en esta Contaduría»; inmediatamente le contestó Morales: Sin embargo de lo que vm. me dice con esta fecha, entregará vm. al S.or d.n Leandro Fernández de Moratín las Piezas de escritura, santos y Autos sacramentales que me expresa vm. se hallan en esa contaduría del Propio de Comedias de su cargo, formando individual inventario de lo que exista y se entregue.
El 12 de febrero, don Leandro acusa recibo de unos legajos de comedias que le envió Lavi, «los quales —escribe— y los anteriores que me tenía ya embiados son en todo diez y nueve legajos».22 Y prosigue: «Quedo enterado de lo que Vmd. me advierte acerca de que recogerá las músicas y me las remitirá quanto antes pueda; y si entonces quiere vuestra merced que le dé un recibo que abraze todas las obras de teatro que me haya remitido, se le daré para su resguardo». Las «músicas», o partituras, de la compañía de Ramos y las de la de Navarro las envió Lavi, según el borrador de una carta de éste que se ha conservado, el 14 (sic) y el 15 de febrero23 respectivamente: 184 obras en ocho legajos las del primero, y 100 «de la misma clase» en siete legajos las del segundo. Fueron, pues, 19, más los 15 últimos, o sea, en total 34 los legajos que tuvo a su disposición el «corrector». De las listas, o «imbentarios», de dichas obras sólo han aparecido 20 AMMA, 1-15-85. 21 Algunas más había efectivamente: entre ellas, de Ramos, la Eugenia, la Celmira, que no se prohibieron, y La esclava del Negroponto, que, con la indestructible Marta la revoluntina (sic), no se libró en cambio de la Parca reformista. 22 Sepúlveda (1888), p. 602. 23 AMMA, 1-15-85; Lavi equivoca las fechas («15 enero 1800 […] en la tarde de ayer…»), apuntando luego: «se embiaron en 14 feb.º 1800».
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hasta ahora las de Ramos, fechadas ambas el 15 por Lavi y firmadas por don Leandro el 17: una de las «músicas […] de Autos, óperas, Zarzuelas y Comedias», la cual contiene, naturalmente, 182 títulos más 2 «que no se han tenido presentes sus nombres», esto es, como queda dicho, 184,24 y otra de las «Piezas Dramáticas, impresas y manuscritas, de representación y Música, existentes en la Contaduría del propio de Comedias de esta Villa…», que corresponde a las obras a que se refieren Lavi y Morales en su carteo y consta, al parecer, de unos doce legajos25 con 233 títulos, y probablemente menos, pues he descontado los que vienen repetidos bien sea por descuido o por duplicados —aunque se da también el caso de que dos títulos idénticos, abreviados como los más, pueden referirse a dos obras distintas—, y una docena de sainetes, no incluidos como género en la real orden. De las «músicas» de Ramos, cuyo número pone una vez más de manifiesto la notoria importancia de ese elemento en el teatro de la época, una cuarentena corresponde a otras tantas comedias apuntadas en el otro inventario mandado a Moratín; y, por otra parte, unas setenta y cinco escasas —menos de la mitad del lote— amenizaron las obras de la compañía que se prohibía representar en la lista del Teatro Nuevo Español, es decir, que, si mal no he contado, el centenar de obras restantes, antiguas todas (con excepción de unas cuatro o cinco zarzuelas y un par de traducciones-adaptaciones de Bazo, tampoco muy recientes), lograron el indulto, incluso no pocas comedias de santos, legalmente proscritas desde 1765. Pero, aunque ninguno de los legajos de comedias mencionados en ese carteo contiene un mismo número de obras (las cuales, además, con excepción de las simples partituras o «músicas», se entregaron en su mayor parte en varios ejemplares, según se indica enfrente), fueron en total cuarenta, de una veintena de títulos cada uno y además con exclusión de las partituras, los prohibidos finalmente por la junta a la hora de su extinción, según se puede leer en una larga Lista impresa —a la que no se refiere Moratín—, indudablemente concluida en enero o febrero de 1803 y publicada suelta y sin fechar casi seguramente después del 1 de marzo,26 24 AMMA, 1-172-13. 25 Ibídem, 1-172-14. Sólo dos legajos, el 1.º y el 3.º, vienen numerados; los demás, con títulos que las más veces identifican el contenido («Autos sacramentales», «Comedias y Zarzuelas»), o, más escuetamente: «Otro legajo». 26 Lista de las piezas dramáticas reprobadas y sacadas de los caudales de las compañías cómicas de Madrid, cuya representación se prohíbe en todos los teatros del Reyno, BMM, M/121-5. Recordemos que la junta fue suprimida el 1 de marzo.
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con dos particularidades interesantes: primero, en ella llegan los títulos hasta finales de diciembre de 1802, o sea, hasta más de dos años, como dije, después de recibir don Leandro la «n[ou]velle ex ex[o]ner[a]ción de c[o]rrección de th[ea]tros», la noticia de haber cesado en sus funciones de corrector, el 15 de julio de 1800, y mientras seguía en las de censor Santos Díez González, que había de ascender incluso a «censor general» el 22 de abril de 1803.27 Dicha lista, a la que me he de referir en adelante como «Lista de 1803» o «segunda lista», contiene muchos más títulos (775, descontando también en este caso los duplicados) que los publicados en los preliminares de los seis tomos del Teatro Nuevo Español, los cuales apenas rebasan los 600. Pero, además, dichos títulos vienen rigurosamente por el mismo orden que en la citada colección,28 sólo que en ésta faltan naturalmente no pocas obras, tanto antiguas como modernas, prohibidas en la nueva lista; es decir, que los redactores de la segunda se fundaron en la anterior, que tenían a mano, ampliándola; y vale la pena subrayar que el legajo XL y último de la de 1803 (exceptuando nueve obras colocadas al final: El hombre de dos caras [sic], estrenada en julio de 1802, Rey valiente y justiciero, de Moreto, repuesta en julio de 1800, y siete estrenos recientes de los Caños) está constituido por la cuasi totalidad (20) de las «Comedias de Santos y Escritura» registradas, también por el mismo orden,29 en un legajo de comedias «Impresas» del inventario de Ramos cuyos cuatro primeros títulos (con El mágico prodigioso al frente) corresponden a los cuatro con que concluye la lista provisionalmente «suspendida» del tomo VI y último del Teatro Nuevo Español, lo cual deja suponer que la interrupción de la lista de obras indeseables anunciada por los editores de dicho tomo no fue por falta de material, sino, como reza la nota, por no tener «un número 27 AMMA, 3-400-7. 28 Algunas desplazadas, otras pocas seguramente olvidadas entre tantas y tantas, como La moscovita sensible, de Comella. 29 Interesa advertir en efecto que, con alguna que otra excepción, explicable, según creo, por haberse traspapelado una de tantas obras, pasando probablemente de su legajo inicial al más inmediato, los títulos de autos y comedias de santos y Escrituras de Ramos no vienen generalmente dispersos en la lista del Teatro Nuevo Español, sino que, por el contrario, se apuntan en distintas series, en las que se observa el orden de enumeración del inventario del contador Lavi, a veces invirtiéndolo e incluso trastornándolo en parte, y quedando separadas dichas series por obras sueltas o por otras series que deben de corresponder al inventario, hoy desaparecido, de las comedias de la otra compañía. Por otra parte, sólo se publican los títulos de dichas obras prohibidas en los tomos V y VI de la colección de la junta.
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suficiente de las nuevas originales o traducidas con que suplir la falta de las antiguas que merezcan desecharse», y también, o sobre todo, probablemente, aunque costaba confesarlo, porque ya había renunciado la tambaleante junta, por falta de recursos o noticiosa ya de la citada orden de cesar en esta «comisión», a llevar a cabo la publicación del tomo VII anunciado, con la aparición del sexto, en la Gazeta de 16 de febrero de 1802, como parece confirmarlo el mismo Díez González. Ahora bien: en conclusión a su respuesta a las acusaciones formuladas por el regidor Castanedo el 28 de septiembre de 1802, Andrés Navarro y Díez sometían a la aprobación del subdelegado Fuerte Híjar, portavoz o sustituto del gobernador en la junta, un nuevo reglamento para la dirección y reforma de los teatros de Madrid;30 y en el párrafo VII, punto III («Del censor de los teatros»), del borrador que se ha conservado, se puede leer: «Si en atención a ser muy corto el núm.º de buenas piezas q.e se hallan en el repertorio de los teatros, la Junta tuviere p.r conven.te habilitar en ciertas temporadas algunas de las antiguas q.e sólo p.r defectuosas en q.to a las reglas del arte se hallan excluidas de [sic] las listas formadas por el censor,31 no necesitará p.ª esta habilitación de más informe q.e el de este censor»; se trata indiscutiblemente de las listas publicadas ya en el Teatro Nuevo Español, cuya prosecución se propone por otra parte en ese reglamento, y el pretexto, ya invocado varias veces por Díez González, es el mismo que justificó la suspensión de la enumeración de obras recogidas al final del tomo VI de la colección. Contra lo que vengo tratando de sugerir —y más que sugerir, si bien no demostrar inequívocamente— se podría aducir un documento oficial: el 23 de febrero de 1800, el ministro Caballero avisa al gobernador, general García de la Cuesta, ya presidente de la junta, que don Leandro «ha solicitado se le releve de la asistencia a las juntas diarias de reforma de teatros para dedicarse más de lleno al reconocimiento y corrección de las piezas que tiene a su cargo y que deben servir para dar principio al próximo año cómico»;32 según la real orden, en efecto, le incumbía desempeñar
30 AMMA, 3-400-21. No pone: «del Reino», como en los encabezamientos de las dos listas, sino «de Madrid», igual que en la nota final de la de 1803; tienen conciencia de la merma de su autoridad. 31 AMMC, 1-254-13. El subrayado es mío. Ocioso es decir que, salvando el lapsus, la frase se refiere a las obras que por excluidas se hallan en las listas. 32 AMMA, 4-52-121.
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ambas obligaciones. Pero, a pesar del interés que ofrece este documento, creo que la súplica de don Leandro poco tiene que ver con su conciencia profesional de corrector novel y es más bien consecuencia en primer lugar del hastío y cansancio producido por una larga serie de sesiones en casa de Cuesta (doce en dieciocho días seguidos, según su diario íntimo), y sobre todo de la escasa amenidad de sus relaciones con el valiente uniformado, quien le amenazó con tirarle un tintero a la cabeza a guisa de argumento contundente el día 18, por lo cual no tardó mucho el escritor en tomar la decisión de renunciar, con distintos pretextos, a servirle de blanco.33 Por otra parte, y aunque tampoco se me oculta la fragilidad de este elemento de apreciación que tengo expuesto ya más arriba, en el rico fondo de obras teatrales de aquella época que posee la Biblioteca Histórica Municipal no queda rastro de enmiendas de puño y letra de Moratín en los ejemplares manuscritos e impresos de las cuatro comedias inaugurales que pudieron haber servido en las dos temporadas de 1800 a 1802. Debe constar en efecto que en la apertura de la de 1800-1801, es decir, cuando aún estaba Moratín en funciones, se representaron, casi podríamos decir que según costumbre, sendas comedias de Calderón en los dos teatros «nacionales», y así también en la de 1801-1802, habiendo ya cesado el escritor en su cargo; pero no en la siguiente. De manera que no se le escapará a nadie la escasa consistencia del argumento tantas veces esgrimido de que aquel respeto a la tradición lo impuso la presión del «pueblo», cuya asistencia no excedió los tres y cuatro días respectivamente, y que acudió en cambio ocho seguidos, al menos en la Cruz, en abril de 1802, a ver la comedia moderna Cecilia y Dorsán, cuyas entradas, excepcionalmente, no se apuntan en la prensa. Exceptuando por una parte los sainetes, bailes, fines de fiesta, etc., es decir, el género calificado de «breve», no afectado por la prohibición, y tratando por otra de salvar mal que bien la dificultad nacida de la incompleta documentación relativa a algunos «años negros», se puede calcular en unas 1570 las comedias, tragedias, «piezas», obras líricas y «dramas» representados desde 1708 hasta finales de 1800 —año de la aparición, en diciembre, del tomo primero del Teatro Nuevo Español—, y en 1670, cien más, las puestas en cartel desde la misma fecha inicial hasta 1802 inclusi-
33 Moratín (1973), 26 de febrero y 14 de marzo.
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ve —que es adonde llega la Lista de 1803—, en los dos (y al concluir el período, tres) teatros públicos madrileños.34 A primera vista, pues, los 614 y 775 títulos de obras recogidas en esas respectivas publicaciones suponen un porcentaje verdaderamente asombroso, y parecen justificar ciertos aspavientos de indignación, sin que valga en este caso lo de la paja y la viga: ¡un 39 y un 46 por ciento! ¡Vaya paja, en efecto! Sin embargo, como se ha advertido ya, entre las obras recogidas figuran primero, y no es poco, los autos sacramentales y las comedias de santos y Escrituras comprendidas en la real orden de 1765, y, por lo mismo, no repuestas desde entonces. En el citado inventario de Ramos, que es el único que nos queda, son ya 22 autos,35 y más de 130 comedias (110 en la primera lista, otras 20 en el legajo último de la de 1803).36 De la cuarentena de piezas de tema profano pertenecientes a la misma compañía que también se hallaron en la contaduría, se recogieron 23; pero lo más importante es que éstas, en su inmensa mayoría, por no decir totalidad, eran, como las anteriores, antiguas o no se habían repuesto desde hacía años o, más bien, decenios: 20 de ellas llevaban de 18 a 78 temporadas sin representarse; El parecido en la corte, repuesta en cambio regularmente hasta entonces, logró el indulto en 1800, aunque no en 1803; y también cayó la inmortal Marta, aún tan «revoluntina» como en 1716, pues alcanzó por su parte el año de 1796; solamente una «nueva», recién estrenada (1798), La esclava del Negroponto,37 compartió la triste suerte de aquéllas. Las listas que encabezan los seis tomos del Teatro Nuevo Español resultan iluminativas a este respecto: de las 614 recogidas, la cuarta parte no corresponde a ninguna obra representada de 1708 a 1800, exceptuando tal vez —mera conjetura, aunque no muy aventurada— algunas que se pondrían en cartel durante los antes llamados «años negros» o, también, las que 34 Con la ayuda de la Cartelera teatral madrileña del siglo XVIII (Toulouse, Presses Universitaires du Mirail, 1997), se llega a 1536 y 1637 respectivamente; al final del período, se suelen estrenar con mayor frecuencia dos obras juntamente en los Caños. 35 Con El pastor Fido, en el último folio, y La divina Filotea. 36 Algunas consiguen salvarse, sin que se sepa con certeza por qué; La vida es sueño no es la de Calderón, sino Si toda la vida es sueño, en el sueño está la muerte, y el asombro de Palermo, como se puede comprobar comparando ambas series, la manuscrita y la impresa. 37 Con la primera parte, menos conocida, de su título compuesto de tres octosílabos: La católica princesa [y joven más afligida…] (Jerónimo Herrera Navarro, 1993, p. 428).
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llevaban títulos que no he logrado identificar.38 A ello se debe añadir un 28 por ciento, o muy poco falta, constituido por obras no representadas en los cuarenta años anteriores, o sea, desde 1760; un 18,7 por ciento sin reponer desde el período 1761-1780 (y unas cincuenta obras —un 8 por ciento— desde el decenio siguiente, 1781-1790). Es decir, que poco menos de las tres cuartas partes de las comedias recogidas en 1800 llevarían sin representarse, como máximo, prácticamente un siglo, y como mínimo veinte años. De las restantes, también ingresaron provisionalmente en el purgatorio teatral unas 40 y tantas comedias antiguas, en el sentido muy lato de la voz, cuyas reposiciones, aunque no siempre regulares, habían conseguido pasar la fecha de 1790, una treintena de obras estrenadas las más en los años ochenta y repuestas en la década siguiente, y unas 25 verdaderamente nuevas, estrenadas durante este postrer período. Una de las conclusiones que se sacan de esta contabilidad (tan poco «literaria»…) me trae a la mente en alguna medida el caso de la supresión de los autos sacramentales, la cual, según la crítica de principios (y mediados) del siglo XX, dejó supuestamente privado al público de unas sublimes lecciones de catecismo o teología. Tampoco creo ahora que los madrileños, tan noveleros según decían —tal vez con excepción de una corta minoría culta—, suspirasen por la reposición de unas comedias que las compañías tenían guardadas como mínimo desde diez o quince años atrás. Durante el trienio de 1800 a 1802, de las veintiuna obras más «rentables» (¡«para todos los públicos»!) a las que, escribe indignado Moratín, no tuvo más remedio que acudir la junta, «olvidándose de los mismos principios que establecía», para diferir la quiebra, fueron cuatro escasas las que llevaban tanto tiempo fuera de los escenarios (de manera que la indignación de «Inarco» falsea la exactitud cronológica);39 pero, sintomáticamente, se trata de dos comedias de magia: El mágico de Astracán y El mágico del Mogol, y dos «de Escritura»: Los trabajos de Job y Los trabajos de Tobías, e interesa advertir que si ninguna de las cuatro está comprendida, naturalmente, en la primera lista,40 y todas, en cambio, figuran en la segunda, las 38 Ruego al lector tenga a bien consentirme un pequeño margen de error en mis cuentas (¡aunque comprobadas con calculadora!). 39 Dos de ellas incluso se representaron en la temporada anterior a la de la reforma, pero ya había empezado el año de 1800… 40 No deja de extrañar que bastantes comedias de magia, entre ellas de las más conocidas, no se incluyesen en la primera lista, aunque sí ya en la segunda.
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dos últimas, «antiguas» éstas a diferencia de las de magia (arreglada, sí, una de ellas con posterioridad), no fueron eliminadas a pesar de conocer bien Moratín sus argumentos, al menos en 1807, y de acudir con notable frecuencia al teatro durante aquellos años de la reforma. Tampoco, de entre la citada veintena de comedias que entonces exasperó al comediógrafo, se recogieron El príncipe perseguido, Las máscaras de Amiens, El feudo de las cien doncellas, El pródigo y rico avariento, y eso que las cuatro se habían repuesto ya durante las dos temporadas anteriores a la reforma; y si también se salvaron Las amazonas de Escitia, de Antonio de Solís, y No hay con la patria venganza y Temístocles en Persia, de Cañizares, con menos miramientos las trataron los redactores de la Lista de 1803; todo lo cual constituye un nuevo argumento a favor del simple inicio de la ejecución del encargo, y no responsabilidad exclusiva ni total, por parte de Moratín, en la redacción de la lista de proscripción. Efectivamente, conviene repetirlo, por no decir machacarlo, a don Leandro se le encargó con exclusividad el examen de las comedias antiguas. Aun admitiendo la hipótesis, pues no es más que hipótesis, de que fuese el único redactor de la lista de las que se mandan recoger en el Teatro Nuevo Español, queda ya notablemente reducido el número de víctimas de su «corrección»: si tomamos la voz «antigua» en su sentido cronológicamente muchísimo más amplio que el que le da el propio escritor en su diatriba de diciembre de 1792 contra ellas (me refiero a la carta a Godoy), considerando nosotros como tales, digamos, las anteriores a 1760 (las debidamente identificadas, claro está),41 y descontando los autos y comedias de santos, recogidos desde hacía más de tres decenios, que ocupan prácticamente los dos tomos últimos sin duda por quedar sellada su suerte desde antes de promulgarse la real orden, se llega a unas 190 obras como máximo. ¡No es cosa!, como dijera admirado el Pipí de La comedia nueva, pero en cualquier caso es mucho menos, indudablemente, de lo que se viene suponiendo, y de ahí se infiere, necesariamente, que las restantes 41 Una obra como La virtud consiste en medio, el pródigo y rico avariento, considerada arreglo o refundición de la de Tirso, se califica de «nueva» en la portada de la edición realizada por el valenciano José de Orga en 1772, y en la censura de Díez González, fechada a 10 de enero de 1800, que lleva uno de los cuatro ejemplares de aquella fecha (BMM, 1-9-7), se manda «no anunciarla al Público como comedia nueva, sino como antigua…»; como se ve, el concepto de «novedad» y, de rebote, el de «antigüedad», eran de una notable flexibilidad…
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antiguas fueron víctimas de otra mano. Las restantes, y seguramente, como hemos visto, también la mayoría de las anteriores, pues, por muy conocedor (como lector y espectador) que fuese del teatro antiguo, y a diferencia de un censor oficial, Moratín no podía llevar él solo a cabo en unos meses, máxime teniendo otras ocupaciones, una tarea de corrector de plena, o casi plena, dedicación. Por otra parte, los editores de la segunda Lista añadieron en un año escaso, esto es, entre febrero de 1802, fecha de la aparición del tomo sexto del Teatro Nuevo Español, y enero o febrero del año siguiente, en que debió de concluirse dicha Lista, nada menos que 136 títulos, a los que se tienen que sumar los 22 del legajo XL y último de ella, que contenía sobre todo, como hemos visto, las restantes comedias de santos de la compañía de Ramos, prohibidas desde 1765, más las siete citadas obras profanas estrenadas poco antes en los Caños del Peral (en cambio, se dejaron en el tintero tres comedias y un auto apuntados en la primera lista, probablemente por inadvertencia). Casi la mitad permanecía alejada de los tablados como mínimo desde veinte años atrás; pero lograron los de la junta echar mano de otras «indeseables» menos olvidadas: unas 16 de la década de los 80, más una veintena de las estrenadas en aquellas fechas o algo anteriores, pero que seguían ofreciéndose al público; de entre las supervivientes antiguas también cayeron unas veinte, acompañándolas unas pocas nuevas. Y es de suponer que, al sobrevenir la extinción de la junta el 1 de marzo de 1803, ya se habían engrosado más las filas de las malhadadas emigrantes a la Real Biblioteca, pues, por una parte, en ambos documentos oficiales «se suspende por ahora la continuación» de la lista, y, por otra, en una Lista de las comedias que de orden del S.r Marqués de Fuerte Híjar42 se han sacado de la R.l Biblioteca, fechada el 3 de abril de 1803, hoy desgraciadamente traspapelada (véase n. 16), entre los 29 títulos que tengo apuntados, de un total de 63 que había, se advierten dos, El sol de España en su oriente y toledano Moisés, de Solo de Zaldívar, y A España dieron blasón las Asturias y León y triunfos de Don Pelayo, de Concha, que no están incluidos en ninguna de las nóminas de proscripción, de manera que entre la fecha de redacción de la segunda Lista y la de la extinción de la junta
42 Según queda apuntado, subdelegado desde el 18 de septiembre de 1802 del gobernador del Consejo, presidente de la junta.
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debieron de incautarse algunas comedias más, a no ser que el redactor, como ya se ha advertido, las omitiese involuntariamente. Por no conocer todos los de las sesenta y tres, no puedo conjeturar por qué se sacaron tantas obras de la biblioteca. Se afirma en ambas listas de comedias recogidas que se suspende la enumeración «hasta tanto que se tenga un número suficiente de piezas nuevas originales o traducidas con que suplir la falta de las […] que merezcan desecharse»:43 lo único que se podría inferir lógicamente de la medida de Fuerte Híjar es que la fecundidad de los comediógrafos no estuvo a la altura de las circunstancias; pero es que fueron muy pocas, al menos de entre las 29 que conozco (o, por mejor decir: 25, pues vienen con ellas cuatro autos), las que se repusieron entre 1803 y 1808. Sin embargo, no creo que sea meramente casual la presencia de seis comedias de magia.44 En cualquier caso, se puede afirmar que la labor «depuradora» de Díez no paró hasta el último instante, e incluso… después: testimonio de ello me parece en primer lugar la presencia, en el legajo XL y último de la Lista de 1803, de El diablo predicador, aún repuesta en los Caños el 22 de febrero del mismo año, en que se dio fin a la temporada propiamente dicha, así como también el equivalente «explicativo» o «analítico», podríamos decir, y en parte equivocado, del título El hombre de [las] tres caras o el proscrito de Venecia (julio de 1802): «El gran vandido, traducida y refundida con el título de el hombre de dos caras» (sic), pues el original era L’Homme à trois visages, de Pixérécourt, adaptado por su parte del alemán Abällino der große Bandit. Parece confirmarlo el que las siete últimas obras recogidas en aquella segunda lista (estrenadas en la temporada en curso y en la anterior de 1801-1802) formen un breve conjunto aparte, no calificado de «legajo», sino a modo de apéndice o complemento de última hora: Piezas representadas en el teatro de los Caños del Peral; y en él se advierte dos veces la misma característica que en el título de la citada traducción del melodrama de Pixérécourt (se observará que todas son traducciones): de El Am-
43 «[…] la falta de las antiguas…» en la primera lista. Creo que en este caso se usa esta palabra en su sentido más lato. 44 Hipermenestra no es la tragedia de Lemierre traducida por Olavide, sino Los dos amantes más finos, Hipermenestra y Linceo, y traición más bien vengada o la mágica Erictrea, recogida; y se le puede añadir La hija del aire; se apunta sólo la segunda parte de La sortija de Venus (El anillo de Giges), que tuvo más reposiciones que la primera hasta entonces.
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phitrión se dice que está «traducida del latín y de éste al castellano», y de La Blanca, o los Venecianos, tragedia (sic, por: Blanca y Montcasín o los Venecianos), que quedará recogida «si su traducción no está conforme a la copia que existe en el caudal de dicho teatro».45 Además, a los dos meses de disuelta la junta, Isidoro Máiquez, encargado de la compañía de los Caños, redactó una carta dirigida al «S.or d.n Santos Díez González» —insisto en ello— para avisarle de que había llegado a su noticia la prohibición de «algunas piezas de las representadas en los teatros de esta Corte de dos años a esta parte» (referencia indudable a la segunda lista, cuya publicación fue por lo mismo algo posterior a la orden de extinción de la junta), pidiéndole «una lista de las citadas piezas, con expresión de las q.e sean prohividas por vmd. y las q.e lo estén por la Inquisición»; a lo cual mandó contestar el censor el 26 de abril de 1803 remitiéndosela «de orden del Exmo. S.or Gobernador del Consejo […], con encargo particular q.e me manda S. E. haga a vm. de q.e cuide no se representen en ese teatro de los Caños del Peral»; otro ejemplar «fue a Pinto, Apoderado de la Comp.ª de la Cruz».46 Como se ve, la desaparición de la junta no suponía ningún cambio oficial en los criterios de calificación de las comedias, pues eran dos cosas distintas, y seguía siendo don Santos el que garantizaba la continuidad del orden estético y moral. Tanto es así que el 2 de enero de 1804, año de su muerte,47 Díez mandaba a Fuerte Híjar una «Instruccioncita brebe de la actual constitución del govierno de los teatros que el S.r Gobern.r se sirvió encargarme p.a su uso y conocimiento», en la que, entre otras atribuciones, se definían las del censor —calificado con toda modestia de «Promotor de los adelantamientos, reforma y cultura de los teatros»— tanto en lo relativo a comedias nuevas como a las antiguas, dán-
45 Creo que por «traducción» se ha de entender en realidad el texto manuscrito corregido por el propio Díez, conservado en la BMM, 1-78-14, segundo ejemplar, con repartos de 1820 y 1824, pero con rúbrica de don Santos, que murió en 1804, al final de los actos I, II y IV: falta el III, y debe de faltar una página después del V ya que a continuación de los últimos versos de éste no viene la censura propiamente dicha. Varias correcciones, o por mejor decir supresiones, a veces con notas al margen, v. g.: diez versos de Capelo relativos al «poder de los tres inquisidores» (I, 1; comentario: «La República Veneciana tenía Inquisidores Políticos o de Estado, diferentes de los q. se llaman así en el Santo Oficio; por lo q. no debe mudarse» —¡sic!—); o la invocación «entusiástica» de Montcasín, de rodillas, a Dios (III, 4; comentario: «¿A qué de rodillas? Nada de eso en el teatro»), etc. 46 AMMA, 2-478-27. 47 AMMA, 3-400-7.
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dosele, igual que a sus antecesores, un «asiento franco en la luneta» para cuidar de que no se declamase lo tachado ni metiesen «morcillas» los actores. Y el 21 de febrero siguiente, en respuesta a un oficio del mismo Fuerte Híjar, el bueno de don Santos manifestaba la intención de redactar los prólogos y notas «en caso de haberse de seguir la impresión y colección de Piezas originales premiadas»… En los borradores del ya citado informe suyo y del director Andrés Navarro sobre una moción de su contrario el regidor Castanedo presentada al Consejo el 28 de septiembre de 1802, don Santos («El Censor») arremete contra «lo detestable de la materia de algunas [comedias], como de la intitulada el Quid pro quo, de la Sofía o Costumbres del día, de la Madre [culpable o esposa] delincuente, y otras muy mal recibidas de los Espectadores o concurrentes de buen gusto»; estas tres obras forman parte precisamente de las siete de los Caños que acabo de evocar. Y a propósito del actor Antonio Pinto, cita, entre las piezas «monstruosas» representadas por el «tenaz empeño» del portavoz de los cómicos en los dos años de la reforma, Los trabajos de Tobías, de Rojas Zorrilla, y El justo Lot, refundición de la de ¿Cubillo? por Bernardo Gil (Los dos amigos de Dios, Abraham y el justo Lot), añadiendo que «por el tenaz empeño de todos los Actores se representaron en esos años el Diablo predicador y las otras comedias de Magia, solicitando licencia superior en vista de la resistencia del Director», esto es, Andrés Navarro (y yo diría además: el mismo Díez); el 3 de enero de 1803, Máiquez intervino por su parte para conseguir la habilitación de la obra de Belmonte, «en atención a que no obstante ser una de las que se hallaban prohibidas, se representó últimamente en el teatro del Príncipe»,48 y 48 Cotarelo (1902), p. 159. Interesa reproducir la frase que escribía Díez el 24 de octubre de 1802 (AHN, Consejos, 9798, documento utilizado por Paula de Demerson, 1969), a raíz de la prohibición de esta comedia por el provisor eclesiástico de Cuenca so pena de «excomunicación mayor» y con redoble de timbales o, por mejor decir, toque de campanas: «Esta comedia, cuyo Autor fue el célebre Padre Cornejo, Chronista de la orden de S.n Francisco, nada contiene contra la Religión ni costumbres christianas. Y habiendo prohivido la Inquisición otra comedia del mismo Título de hombres solos, nunca ha prohivido la del Padre Cornejo, la qual solam.te estaba prohivida por el S.or Presidente del Consejo, Conde de Aranda, quando trataba de reformar los Teatros de la Corte […]. De aquí es que deseando las Compañías cómicas de Madrid representarla en sus Teatros, obtuvieron en el año próximo pasado dispensa del Rey poderla representar alguna vez que lo exijan las urgencias del Teatro…» El 12 de febrero de 1803 se representó con mujeres solas, lo cual, según Navarro, era más a propósito para suscitar la «mofa y escarnio» de los franciscanos que la piedad de los fieles hacia su orden (AMMA, 3-471-12).
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se salió con la suya. La primera de las tres, no mencionada en el Teatro Nuevo Español, sí viene en la lista de 1803; en cuanto a la célebre comedia de Belmonte, que también está en ella, formaba parte de las últimas del inventario de Ramos, de manera que no sabemos si también la quisieron recoger los editores de la colección de 1800-1801; pero el que figure entre las que suscitan la reprobación de Moratín contra la junta (al parecer menos poderosa que la presión de los cómicos y sus valedores, según confiesa don Santos) permite suponer que sí. Por último, gracias al mismo documento que vengo comentando, nos enteramos de que, como censor que era ya antes de la reforma, Díez había tenido muchas oportunidades de manifestar su aversión a otras comedias en su opinión «monstruosas»: recuerda que en la temporada de 1799-1800, en atención a los pocos recursos de las compañías, propuso que «sin exemplar», esto es, excepcionalmente, por no sentar un precedente, «se les permitiese representar las comedias del Pródigo y rico avariento, del Bruto de Babilonia, Sansón y otras piezas disparatadas que con la Misantropía produgeron mucho din.º a costa de la infamia y descrédito de la cultura del teatro, como se puede ver en el informe dado por el Censor que se halla al fin de la primera pieza».49 La primera —también criticada por Moratín en su citada nota, y representada un mes escaso después del nombramiento de éste—, tal vez por ser arreglo (de la de Tirso), salvó los dos obstáculos sucesivos, cayendo en 1805 por edicto de la Inquisición; la tercera (El mayor valor del mundo por una mujer vencido y nazareno Sansón), por quedar ya prohibida en la lista del Teatro Nuevo Español, se recogió también, naturalmente, en la otra; en cuanto a la segunda comedia, que no es la de Matos, Moreto y Cáncer, sino un «drama sacro» de Mas Casellas, Nabucodonosor y profecías de Daniel, representado en los Caños en marzo de 1800, la junta, es decir, el propio Díez, la incorporó a la Lista de 1803. El único elemento discordante es que entre las siete obras de los Caños prohibidas en aquella Lista de 1803 se nombra El Amphitrión, estrenada el 25 de diciembre de 1802, la cual, si prestamos fe al catálogo de Moratín, era obra ¡del mismo Díez! Cotarelo agrega,50 sin aclarar más, que «otros
49 La censura, en el citado ejemplar 1-9-7 de la BMM; Díez, a petición de Ramos, «atendiendo a la necesidad de la compañía, cuya facultad de elegir las Piezas está para concluirse», permite la representación. 50 Cotarelo (¿1929?), pp. 50-51.
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escritores de su tiempo» confirman la atribución de «Inarco» y advierte, aunque no era la primera vez, que, curiosamente, le tocaba a don Santos censurar una obra propia.51 El censor, pues, «quizá para afectar imparcialidad», en opinión de don Emilio, después de observar que su composición «parece estar defectuosa en la verisimilitud q.e es parte tan esencial de la Comedia», concluye diciendo que en realidad no es así, pues por suponerse la acción en la antigua Tebas, «cuyos habitantes creyan las infamias y malvada conducta de sus falsas Deydades, no carece esta Comedia de su respectiva verisimilitud»; y prosigue: «…no puedo menos de confesar q.e esta Comedia tanto en Latín como en Francés y en Castellano no es mui arreglada a la pureza de ideas q. deben excitarse en la escena»; pero remitiéndose a este respecto a la autoridad del juez eclesiástico (favorable, y perfectamente trivial, en la página anterior…), acaba dictaminando que «por lo tocante a la Poesía» es una «verdadera Comedia regular, q. puede representarse, precedida la licencia del Exc.mo Sr. Governador del Consejo, Presidente de la R.l Junta de Dirección de Teatros, juez privativo de todos los del Reyno, &.ª &.ª» (esta enumeración de títulos, que suena como las que incluyen las dedicatorias de libros a altos personajes, me huele un si es no es a interesada). ¿Cómo explicar, pues, esta contradicción? ¿Por aquel prurito de imparcialidad, real o afectada, que advertía ya Cotarelo en el examen de la propia obra por un censor de notorio rigor y severidad con las ajenas?52 No podía tratarse de una mala jugada de última hora, acorde con la de La lugareña orgullosa, plagio de El barón, que pusieron en cartel los de los Caños el 8 de enero de 1803, veinte días escasos antes del estreno, tumultuoso, de la comedia moratiniana, ya que El Amphitrión se había representado en los mismos Caños del Peral, foco de resistencia a la junta, lo cual tampoco deja de parecer algo paradójico, a no ser que se tratase de una forma particular de captatio benevolentiae por parte de la empresa de este teatro… Comoquiera que sea, conviene relativizar la importancia y captar lo mejor que se pueda el significado, en su época, de aquella manifestación de
51 La censura, al final de uno de los dos manuscritos utilizados para la representación y custodiados en la BMM, 74-15. 52 Al final del acto primero, rubricado y de letra de don Santos: «omítase lo atajado»; se trata de la frase de Mercurio: «[…] yo más quiero un vicio cómodo que una virtud trabajosa» (todo lo contrario de la moral predicada por los reformistas…).
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intolerancia, aprobada, como en todos los casos de ese tipo, según nos consta, con buena conciencia en nombre de unos determinados valores morales y estéticos tenidos, naturalmente, por los únicos eternos y universales, y más propios para «educar»; una medida —téngase bien presente— no ordenada por el capricho de un puñado de irresponsables, sino por el Gobierno (el cual, que yo sepa, no suele contar en ninguna época la estética pura entre sus «cuestiones palpitantes»), y por lo tanto, quiérase o no se quiera, una medida de política interior. Nada comparable, en cambio, a las piras purificadoras, tanto en sentido propio como en el figurado de la voz, pero siempre en nombre de valores provisionalmente más eternos que otros, que han visto arder los de mi generación y de la siguiente. Las obras recogidas por la junta, como queda dicho, las podía seguir comprando y leyendo la gente (la que sabía leer y tenía recursos suficientes, claro está…). No así los centenares de libros prohibidos in totum e incluso para los que tenían licencia, mencionados en el Suplemento de 1790 a 1805 del Índice expurgatorio, que proscribe también bastantes comedias y tragedias, entre ellas La Celestina (peor tratada que en 1747), La fianza satisfecha, de Lope, no recogida por la junta, ¡El sitio de Calés, de Comella!, y… algunas de santos, cuyas reposiciones desataban entonces los improperios de Díez González y Moratín: entre ellas, el muy solicitado y veterano Diablo predicador, y El pródigo y rico avariento, ausentes de ambas listas.53 En suma, si recordamos por encima de ello la labor constante y diaria, tan poco grata a los dramaturgos, de la censura gubernativa y eclesiástica y el número no desdeñable que se le debe de textos manuscritos manoseados y supuestamente mejorados por sujetos tal cual vez «inteligentes», como el propio Díez González, y con mayor frecuencia, en opinión de Jovellanos, solamente deseosos de añadir un pico al sueldo o a la congrua, resulta que los miembros de la junta se comportaron simplemente como sus contemporáneos, y no peor, por ejemplo, que los de la posguerra (me refiero a la de la Independencia…). Y si entre los aficionados podían sentirse defraudados algunos, serían los espectadores más que los lectores, es decir, aquellos para quienes, precisamente (dicho con el vocabulario de la época), se deseaba convertir en «escuela de buenas costumbres» una diversión cultural.
53 ¡Se prohibió incluso un breve del sumo pontífice!
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En cuanto a Moratín, que compartía indudablemente este punto de vista, eso sí, hemos visto que, según escribe con razón Cotarelo, «fue el primero que renunció a seguir reformando nuestra escena» (el subrayado irónico es de don Emilio), y que, contrariamente a lo afirmado por éste, sí aceptó en cambio «cometer la profanación» de modificar el texto de varias comedias antiguas destinadas a la representación (cuando menos, varios versos y parlamentos de una de ellas, La niña de Gómez Arias, y es de suponer, simplemente suponer, que de algunas más), al igual que hacían los mismos dramaturgos del siglo anterior o contemporáneos con las obras ajenas o incluso las propias, los censores, galanes y apoderados de compañías, los autores de «arreglos» de toda clase (y siguen haciendo, en la época actual, no pocos directores de cine). Pero se me concederá que lo hizo con precaución y no sin talento, como podrá comprobarlo cualquier lector deseoso de formarse una idea por sus propios medios. Teniendo, pues, en cuenta la brevedad del desempeño de su cargo de corrector, sus demás ocupaciones, tanto públicas como literarias y privadas, y, más aún, la convergencia de elementos documentales que implican o descubren el predominio de Díez González en la actividad censoria de la junta, creo que se puede atenuar notablemente la responsabilidad efectiva de «Inarco» en la constitución de aquel corpus de comedias antiguas, no tan diferente, salvando las distancias, del que en nuestras bibliotecas actuales se califica de «Infierno»; sólo que en éste ni siquiera se le deja al lector curioso la libertad de arder… A modo de conclusión, y sin querer a todo trance manejar la paradoja, lícito es abrigar la convicción de que el Teatro Nuevo Español fue —en su época, repito— al menos tan «español» en su tarea correctora y censoria como en la elección de las obras premiadas que publicó; y, si se tiene presente la asombrosa proporción de traducciones o adaptaciones de piezas extranjeras que integran dicha colección (¡22 de un total de 28!), casi se puede afirmar que lo fue más (o que no lo fue menos)… No carecería de interés el dar remate a este artículo —pues en mi opinión es al fin y al cabo lo más importante— con un estudio detenido, a partir del fondo y forma de las obras recogidas, de los motivos estéticos, morales, religiosos, políticos (inseparables unos de otros, pues se complementan y aclaran mutuamente por formar parte de un sistema ideológico determinado —la palabra más «politically correct» es: cosmovisión—, no desprovisto por otra parte de interesantes contradicciones) en que se fundó
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la prohibición. No creo que resultaran sus conclusiones radicalmente distintas de la interpretación más general que en otro lugar propuse, tiempo ha, de la polémica teatral en la época de don Leandro; pero nada se perdería en profundizar, para confirmar eventualmente, y sobre todo matizar e incluso corregir, es decir, suscitar al fin y al cabo nuevo interés por ese tema puntual de estudio, pues la historia literaria, como cualquier otra historia, por cierto —menos la oficial, naturalmente—, es «revisionista» por esencia.
VI. PROBLEMAS RESUELTOS O PENDIENTES
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RAMÓN FERNÁNDEZ SIEMPRE SERÁ RAMÓN FERNÁNDEZ* Aunque me atrevo a parodiar en este título, con dudoso acierto, el final de la brevísima Carta Marrueca XXV de Cadalso, las siguientes líneas no versan sobre la obra literaria de «Dalmiro», pero sí en cambio parten, como dicho texto dieciochesco, de un problema de tratamiento inadecuado para la persona a quien se da. Años hace, mientras estaba preparando la edición del epistolario moratiniano, me llamó la atención, o, mejor dicho, me sorprendió, una frase de don Leandro en la carta de 18 de octubre de 1817 dirigida a Juan Antonio Melón: «… el Romancero general está ya muy saqueado: Quintana escogió de él lo que le pareció mejor y lo imprimió en un tomo o dos [se refiere a los números XVI y XVIII] que forma parte de aquella colección de poetas que empezó don Ramón Fernández…». Se trata indudablemente de la llamada «Colección de poetas castellanos» (que no tiene título, excepto en la lomera, donde pone: Poetas españoles) publicada en la Imprenta Real a partir de 1786. A este colector, como es notorio, se le viene identificando con el escolapio secularizado Pedro Estala, amigo de Moratín y, desde finales de 1788 o principios de 1789, catedrático de Humanidades en el Seminario Conciliar de Salamanca, llegando incluso a afirmarse que Estala eligió ese seudónimo por ser el nombre de su barbero. En estas condiciones, pensaba yo entonces, resulta extraño «el que don Leandro no llame al colector por su nombre, sino que parezca por el con-
* Primera publicación, en Ínsula, diciembre de 1988, pp. 18-19.
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trario tener a don Ramón Fernández por un personaje real», entiéndase: distinto de Estala. El caso es que así fue; Ramón Fernández y Pedro Estala fueron dos personas distintas, cuyas actividades editoriales conocemos mejor gracias a un litigio que los enfrentó a finales de la década de los ochenta, y sobre el cual se conserva una interesante documentación en el Archivo Histórico Nacional.1 En su tesis doctoral sobre Quintana parece que ya lo intuyó A. Dérozier, pues escribe que su biografiado participó entre 1795 y 1797 en la citada Colección «de Pedro Estala et Ramón Fernández», aunque sin justificar su formulación, la cual se modificó, tal vez por considerarse equivocada, en la traducción castellana de su libro; en cambio, a pesar de tener ya noticia F. Aguilar Piñal del referido litigio, según apunta en su magnífica Bibliografía de autores españoles del siglo XVIII, sigue al parecer convencido de que «Ramón Fernández» fue seudónimo de Estala. El punto de partida del asunto fue el mes de julio de 1780, fecha en que un tal José (a veces llamado Isidro) Fernández de Castro, vecino de Madrid, consiguió licencia para imprimir su traducción de un libro en dos tomos de Louis Dutens, francés pasado a Inglaterra, intitulado Recherches sur l’origine des découvertes attribuées aux modernes, où l’on démontre que nos plus célèbres philosophes ont puisé la plupart de leurs connaissances dans les ouvrages des anciens… (1766); la voluntad de aprovechar también una edición aumentada de la obra original, difícil de encontrar en España, y la extraña obstinación de Castro en querer conservar su propio título contra el parecer de los censores (Restitución a los Antiguos de los descubrimientos atribuidos a los Filósofos modernos…)2 hicieron diferir la impresión, y, al parecer, fracasar finalmente el proyecto a pesar de una nueva aprobación oficial: a partir del 3 de octubre de 1785 desaparece la huella del referido don José, y tal vez deba buscarse la explicación del fenómeno en su letra patológicamente temblorosa. Comoquiera que sea, antes de finalizar el mismo mes, concretamente el día 21, aparece nuestro Ramón Fernández firmando con el procurador González Espinosa una solicitud para impri-
1 Consejos, 5544, n.o 97. 2 Manuel de Lardizábal y Uribe, en nombre de la Real Academia Española, advierte la falta de exactitud, y propone doctamente traducir Recherches por Reflexiones, y esto en lugar de Indagaciones o Investigaciones, que, si bien de uso menos corriente, fuera voz más adecuada, según contesta el procurador de Castro…
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mir a su vez el primer tomo de «la obra intitulada Reflexiones sobre el origen de los descubrimientos de los Modernos, compuesta en inglés por M. Dutens»; sigue idéntica gestión para el tomo segundo, con firmas del solicitante y del procurador Domingo Gómez Serrano. La presencia en un mismo expediente de las peticiones del tal vez difunto José Fernández de Castro y de Ramón Fernández (cuyo título se amolda, adviértase, a lo sugerido por los censores a su antecesor), y el orden de sucesión inmediata de sus respectivos papeles en dicho expediente, dejan suponer que se trataba en el segundo caso de la misma traducción que en el primero, y quizá incluso que había un vínculo de parentesco entre los dos solicitantes. A los pocos días de conseguida la censura favorable, el Consejo autorizó la publicación (3 de febrero de 1786). Cerca de dos años, empero, habían de transcurrir hasta que don Ramón pudiese pasar a la fase siguiente de su proyecto. A mediados de diciembre de 1787 estalla en efecto el «affaire» Estala: Fernández presenta una demanda contra éste al Consejo, exponiendo su procurador que no ha podido imprimir la obra «a causa de que confidencialm.te [esto es: en confianza] se la pidió para verla el P.e Pedro Estala, del Colegio de Esculapios de Labapiés; y haviendo pasado a la Imprenta de Benito Cano dhamipte [= dicha mi parte] y visto estarla imprimiendo, como consta del pliego que presenta, le preguntó q.e con qué orden lo egecutaba, y expresó que con la del ref[eri].do P[adr].e, quien le ofreció entregar la Lizencia».3 La reacción del Consejo fue rápida y, en ejecución de lo mandado por él el 14 de diciembre, Benito Cano, «Impresor de esta Corte, calle de Jesús y María, barrio de la Merced», de edad de treinta y siete años, declaró efectivamente el 16 ante el alcalde de casa y corte José Miguel de Flores, también secretario de la Academia de la Historia, que a principios de aquel mes le había entregado Estala los dos tomos de las Reflexiones con las hojas debidamente rubricadas por la autoridad censoria, agregando que se había olvidado la licencia en casa y que un «hombre de caudal conocido en la Corte» y oficial de la secretaría de la Real Junta de Comercio y Moneda, don Eugenio de la Rúa, estaba dispuesto a costear una edición de mil quinientos ejemplares. Fiándose de la palabra de un sacerdote y de las firmas, procedió Cano a imprimir, y «se hallava en la signatura C» cuando se presentó en su 3 Desarrollo las abreviaturas sólo cuando puedan estorbar la comprensión. En el original todas las t son dobles.
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oficina Ramón Fernández, «a quien no conocía, a fin de tratar de que le imprimiese una obra con el título de Principios de Zirugía»;4 durante esta entrevista acertó a llegar un dependiente que traía un pliego de pruebas de las Reflexiones para enseñárselas al impresor «para su última corrección», lo cual, «advertido por el don Ramón, conoció ser su obra» y se lo manifestó a Benito Cano. Éste, por consejo del «mecenas» Rúa, resolvió entonces suspender la impresión, negándose también a entregarle a Estala lo ya impreso, «no obstante que en aquella propia noche se lo mandó a pedir», y, recogiendo el original, «en cuia portada se dice llamarse el traductor don Thadeo Perals, que es un anagrama puro de Pedro Estala, nombre de dicho sacerdote». Mandó el Consejo al alcalde Flores que interrogase «extrajudicialmente» al sospechoso, pero muchos quehaceres debía de tener el magistrado, ya que al cabo de más de un año, y a pesar de los «repetidos recursos» del demandante, aún no había comparecido el autor de la «impresión subrripticia» (sic), el cual por otra parte se hallaba ausente de Madrid. Por fin, el 30 de marzo de 1789 se le tomó la declaración, la cual no llegó a convencer totalmente a Flores. Estala afirma que él es el verdadero traductor de las Reflexiones, que el libro está escrito de su puño y letra «sin que haia alguno q.e pueda imitar con tanto primor los caracteres griegos de las notas», añadiéndose a ello que las «muchas y considerables correcciones y variaciones [con relación al texto francés] no pueden ser hechas sino p.r el que haia tenido presente el original Inglés, de que no hay en Madrid más exemplar q.e el q.e posehe» (el libro era en realidad propiedad de su amigo Carlos Gimbernat), y agregaba curiosamente que el que estuviese «en poder de Fern[ánde]z la licencia p.ª la Impresión» se debía a que «no teniendo de quién valerse p.ª solicitarla, acudió a D.n Juan Pablo Forner, quien la presentó a Fernández, al q.e [Estala] no conocía, p.ª q.e practicase las dilig[enci].as correspond[ien].tes, y que en v[i]r[tu]d de ellas, obtenida la expresada Licencia, no ha querido entregársela para persuadir con este docum[en].to ser el verdadero traductor y poder instruir el recurso». El
4 Principios de Cirujía en general…, compuestos por D. Ramón Fernández…, Madrid, Benito Cano, 1788. Fernández era «profesor de Cirugía en esta Corte» (AHN, Consejos, 5560/146). Su libro, en forma de preguntas y respuestas, permite formarnos una idea precisa del nivel, no vulgar, ni mucho menos, de conocimientos en anatomía y fisiología (masculina y femenina), técnica de operaciones, terapéutica, etc., en aquella época.
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propio Fernández, quizás después de tener noticia de la declaración de su contrario, manifestó por su parte, y dando más pormenores que en su anterior recurso, que le había pedido a Estala que le indicara un escribiente que le pusiese en limpio la obra para presentarla a censura,5 y que el escolapio (o, más bien, exescolapio ya secularizado) se ofreció a hacerlo por sí mismo a cinco reales por cada pliego, más cuatrocientos por trasladar las notas griegas y latinas, habiéndose efectuado el pago «en barias partidas»; que la impresión no se hizo por no haber entonces en Madrid caracteres griegos, «como en caso necesario informarán el administrador y Regente de la Imprenta Real»; mientras se difería la fecha de la impresión, Estala, agregó, le pidió que le prestase el manuscrito «por acerle notable falta a causa de estar aciendo la traducción de una obra q.e en muchas partes tenía una estrecha relación con la [otra]». Así pues, cuando menos, la participación de Estala en la obra no parece dudosa. Leamos a este respecto el testimonio autógrafo de Forner, que, ocioso es decirlo, fue favorable al amigo Estala, pero que merece una transcripción íntegra por los datos interesantes que suministra: Evacuando la cita que V.S. se ha servido comunicarme relativa al verdadero Traductor de la obra de Mr. Dutens sobre el Origen de los Descubrimientos atribuidos a los Modernos, debo decir: que haviendo yo tenido estrecha comunicación con D.n Pedro Estala (que entonces era Clérigo de las Escuelas Pías en el Colegio del Avapiés y actualmente es Catedrático de Humanidades en el Seminario Conciliar de Salamanca), le vi ocupado infinitas veces en hacer la traducción de la referida obra de Mr. Dutens, la qual emprendió por consejo mío; que esta Traducción la hizo primeramente sobre la obra francesa, que es la más común y conocida; pero sabiendo que la obra se escribió originalmente en Inglés, porque el Autor lo era, ajustó después dicho D.n Pedro Estala su traducción castellana al texto Inglés, que vi sobre su mesa innumerables veces, sobre lo qual podrá deponer D.n Carlos Gimbernat, hijo de D.n Antonio Gimbernat, Cirujano de la Reyna N.S., que fue (según oí por entonces) el que le prestó dicho exemplar Inglés de la referida obra; que constando ésta de innumerables citas Griegas, consultamos varias veces dicho Estala y yo sobre la inteligencia de algunas dellas, como también sobre el sentido de muchos lugares del texto que necesitan profundo conocimiento en las materias filosóficas para dar en su verdadera y genuina inteligencia; que concluida la traducción y examinada y cotejada por mí con los originales (para lo qual la tuve en mi poder todo 5 Fernández, que no siempre maneja el castellano con gran soltura («… el padre Estala fue pagado su trabajo como se acostumbra a otro qualesquiera escribiente…»), escribe exactamente: «… con motibo de aber encargado al Referido Padre un escribano para poner en limpio la citada obra…».
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Problemas resueltos o pendientes el tiempo que quise), tratamos dicho Estala y yo de venderla a D.n Gabriel Gómez, Mercader de Libros que vive en la calle de Carretas junto al Correo; y para hacer los ajustes concurrieron dichos Estala y Gómez a mi casa, donde en presencia y con intervención de D.n Pasqual Arbuxech, mi compañero de quarto, se trató el negocio, y no se efectuó; que de resultas, y teniendo dicho Estala formada una especie de compañía con D.n Ramón Fernández, Vecino de esta Corte, para la reimpresión de nuestros buenos Poetas, supe se havía valido déste para efectuar la impresión de la expresada Traducción, por ser d[ic]ho Fernández el que agenciaba y costeaba las reimpresiones de los Poetas, en cuyos prólogos, correcciones, adiciones y variantes trabajaba D.n Pedro Estala, para lo qual le sumministró algunos Códices el S.or D.n Eugenio Llaguno, y yo le proporcioné también varios M.S. [= manuscritos] relativos a Bartolomé de Argensola y a Fernando de Herrera; que en quanto a los pactos y condiciones particulares que intervinieron entre Estala y Fernández, no puedo deponer cosa alguna, por quanto se hicieron sin intervención ni noticia mía; pero desto podrán tal vez dar alguna luz D.n Juan Antonio Melón, presbítero (que vive en la casa de Verdes Montenegro, plazuela del Carmen) y D.n Leandro Moratín, Secretario del Conde de Cabarrús (que vive en su compañía), los quales concurrían freqüentemente al quarto de D.n Pedro Estala, y se hallan bien informados de todo lo que pasó en este asunto. Que es todo lo que en conciencia puedo y debo declarar sobre este particular, y por constarme todo de ciencia y conocimiento cierto lo firmo y juro en Madrid, a 13 de Febrero de 1790. D.n Juan Pablo Forner
En primer lugar, pues, queda resuelto el problema del supuesto seudónimo tomado por Estala: la colección de don Ramón Fernández procede de una asociación entre el erudito Estala y el «financiador» Fernández, que aportaba los fondos, como también lo hizo el ya citado Eugenio de la Rúa no sólo para las Reflexiones sino para distintas publicaciones. Sólo el precioso testimonio de Forner, por cierto bastante comedido, permite comprender que quien firmaba en este caso como editor era el que costeaba la edición, y no el que la preparaba. Por ello se tienen que manejar con precaución a este respecto los documentos oficiales: los relativos al tomo IX, por ejemplo, el de las poesías de Góngora (no las «oscuras», sino las «menores» y «delicadas», según el censor López de Ayala), afirman, con aparente lógica, que quien las ha «arreglado y escogido» es Fernández…; pero, por otra parte, conviene tener también presente que no todos los volúmenes de dicha colección los compuso Estala: a Quintana se le deben, según Dérozier, el XIV (1795), el XVI (1796) y el XVIII (1797), de manera que, todo bien mirado, nuestros antepasados no anduvieron totalmente equivocados al aplicarle, como Moratín y otros, la denominación global y más cómoda de Colección de don Ramón Fernández.
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Por lo que hace a las Reflexiones, creo que es lícito dudar de que las hayan traducido íntegras tanto Estala como Fernández: al testimonio de Forner —aunque se abriguen algunas reservas acerca de su objetividad— se le deben añadir el anterior intento de Fernández de Castro, la ortografía caprichosa de don Ramón (si bien era entonces defecto común, no se llegaba a escribir, como hace él, «q.e dándome» por «quedándome»…), pero se advertirá también que Forner contradice a veces a su amigo recordando que en aquellas fechas tenía éste formada con Fernández una asociación para publicar una futura Colección de poetas castellanos, es decir, que, contra lo declarado por Estala, los dos contrincantes se conocían antes de 1786, y confesando además implícita pero claramente que no medió entre ellos para la consecución de la licencia de impresión («supe que se había valido déste…»). Por otra parte, no pienso que Pedro Estala fuese tan polifacético como para redactar también, o cuando menos traducir, tratados de medicina, si bien más tarde, en 1802, quiso imprimir un compendio de la Historia natural de Buffon; Aguilar Piñal incluye en su Bibliografía… a un tal Ramón Fernández que fue profesor de cirugía y publicó, además de un Tratado de phtisis, cuyo original escribió un médico francés, unos Principios de Cirugía en general que indudablemente, según el prólogo y la dedicatoria a la condesa duquesa de Benavente, eran obra «original» suya («… compuestos por don Ramón Fernández»); este Fernández, pues, y el de Estala fueron una sola y misma persona: en el acta levantada por el escribano Manuel Candenas tras la declaración de Benito Cano ante el alcalde, en diciembre de 1787, consta que el litigio entre Estala y Fernández estalló el día en que éste, como hemos visto, se entrevistó con Cano para encargarle la impresión de un libro de idéntico título; la solicitud dirigida por Fernández al Consejo, no mencionada por Aguilar, se custodia en el Archivo Histórico Nacional (Consejos, 5553/102), y lleva la firma del «mecenas» de Estala. De manera que no hubo más que un Ramón Fernández, y no tres, y éste fue a la vez autor del tratado de cirujía y editor de los poetas castellanos, de lo cual, naturalmente, repito que no se debe inferir que también fuese colector de las poesías que publicaba, pues, si prestamos fe al propio Forner, él costeó las ediciones y Estala cuidó de la mayoría de los tomos de la colección. Pero tampoco se sigue de ello que fuese Estala quien preparó la edición de todas las obras que se publicaron con nombre
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de Fernández, pues la firma de éste es la única que se pone al pie de las solicitudes de licencia de impresión de varias obras que hasta ahora se vienen atribuyendo a Estala, creo que debido a la equivocada identificación de éste con el anterior: El reo convicto delante de Dios (1795), El espíritu de la amistad de las buenas almas, su autor D. Ramón Fernández (1785), si bien no, contra lo que supuse años hace, las Poesías de Francisco de Figueroa (1785),6 publicadas con anterioridad a la Colección. Aquel mismo año quiso Forner reeditar la «paráfrasis» de las odas de Anacreonte por Quevedo, que no figuraría en aquélla. Por último, tal vez no se deba descartar la posibilidad de que la leyenda del barbero cuyo nombre dicen sirvió de seudónimo a Estala proceda de la profesión de Fernández, pues el barbero solía ser auxiliar del cirujano.
6 En un interesante artículo de reciente aparición, escribe María Elena Arenas Cruz (2000), p. 333, n. 17, que François Lopez, José Cebrián y yo dudamos de que este tomo, anterior en un año al primero de la Colección y reutilizado después como vigésimo de ella, fuera preparado por Estala, atribuyendo respectivamente su autoría a Forner o Ramón Fernández. Leyendo con algún detenimiento a Lopez, se advierte que éste no «atribuye» nada rotundamente, limitándose por el contrario a decir, y no más, que «no le parece imposible» que fuese Forner o, cuando menos, que colaborase éste con Estala; Cebrián, simplemente, «no puede descartar» (tal vez por culpa mía) que fuese el propio Fernández quien preparó la edición; y yo, por mi parte, observaba simplemente en la primera edición de este artículo, y sigo observando, que de la mención exclusiva del nombre de Fernández en los tomos preparados en realidad por Estala no se sigue necesariamente que todas las obras «firmadas» por aquél fuesen del exescolapio, y expresaba mis dudas a propósito de aquel tomo de 1785 (entre otras obras), debido a su fecha y confieso que sin más elementos. Pero la argumentación de Arenas Cruz, más enterada que yo de la actividad de Estala, o, por mejor decir, su convicción, tras cotejar el prólogo de las poesías de Figueroa con los de la Colección redactados por Estala, de que éste también fue autor del de 1785 no me parece a primera vista aventurada; … ni tampoco a segunda vista, pues en su muy reciente y documentada tesis (Arenas Cruz, 2003), que he podido consultar in extremis estando en prensa la presente edición, aduce un nuevo elemento, decisivo éste (pp. 161-164), acerca de la intervención del daimieleño en la composición del tomo de 1785, el cual fue en cierto modo el «esbozo impulsor» —escribe— de la futura Colección. La autora cita, en el artículo anterior, una nota del «censor mensual» (el mismo Estala) publicada en el Diario de Madrid de 12 de agosto de 1796 en la que éste afirma: «En la edición que hice de las Rimas de este excelente poeta [Fernando de Herrera], impresas en la Colección de Poesías que empecé a hacer con el nombre supuesto de Ramón Fernández…». En el sentido estrictamente etimológico de «puesto debajo [del título]», concedo, según solían decir los escolásticos; en cambio, en el no menos clásico de «puesto en lugar [del nombre]», o «fingido», como seudónimo, nego. Tampoco era infrecuente, por otra parte, prohijar en aquella época un texto anónimo o publicado con nombre, precisamente, supuesto: así, más tarde, el propio Estala en el Diario de Valencia, Forner con los romances de Jovellanos contra Huerta, Leandro Moratín en varias cartas espurias, etc.
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¿Cuál fue, pues, el desenlace de la contienda entre los dos confesados traductores de Louis Dutens? Quien resolvió hacer las paces —sin renunciar por ello a la mitad del producto eventual de la edición— fue Estala, dándoselo a conocer a su contrario en los siguientes términos: Mi Señor D.n Ramón; para evitar litigios y contextaciones jurídicas q.e tanto repugnan a mi genio, me parece que debemos concluir amistosamente el asunto sobre la traducción q.e hize del Dutens; para lo qual cedo por mi parte y desde luego desisto de toda instancia y querella, apartándome del asunto absolutam.te en qualquier estado que se halle. En esta inteligencia, podrá Vm. acudir al Juez a quien pertenezca, y mostrándole esta mi carta, que quiero tenga la misma fuerza que si fuese declaración hecha ante Juez con todas las formalidades de derecho, puede Vm. pedir se le entregue el manuscrito y los pliegos impresos para que procedamos o a la impresión o a la venta del manuscrito en beneficio de ambos y a partes iguales, según quedamos de acuerdo. Con este motivo me repito a la obediencia de Vm., deseando se conserve entre nosotros la mejor armonía, y q.e mande a su seguro servidor y cap[ell].án Q.B.S.M. Pedro Estala Madrid, 15 de Septiembre de 1790 Sôr D.n Ramón Fernández
El 20 de octubre, el sucesor del ya difunto alcalde Flores, Benito Clemente, asesorado por el escribano Candenas, pidió confirmación a las dos partes de lo declarado en la carta anterior. Estala, «in verbo sacerdotis tacto pectore, y el segundo por Dios y a una cruz», ratificaron lo escrito, firmando y expresando… «ser mayores de edad». El 19 de enero del año siguiente de 91 se le entregaron a Fernández los ya desembargados «dos tomos en 4.º a la rústica manuscritos 1.º y 2.º» y la certificación de la licencia, para que pudiese proseguir la impresión de la malhadada obra. Finalmente, fueron publicadas las Reflexiones por Benito Cano en 1792. Pero, curiosamente, la portada reza que fueron «Traducidas al castellano por Don Juan Antonio Romero», nuevo índice éste de lo que es de fiar ese tipo de declaraciones; porque el tal Romero, profesor de los Reales Estudios, fue simplemente según carta de Pedro Estala a Juan Pablo Forner datable en diciembre de 1792, un paisano del listo don Pedro que costeó la edición.7 En cambio, la «Advertencia del traductor», que en
7 «Al cabo se ha impreso el Dutens, porque mi paisano Romero lo ha costeado, y de un trabajo tan largo y penoso he sacado la suma de unos mil reales…»; sin fechar; véase
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buena lógica debió de haber redactado el propio exescolapio, rectifica lo antes declarado equivocadamente por éste y su amigo Forner —e incluso Castro—, afirmando ya que la obra se trasladó «primeramente del original Francés en que la compuso Mr. Dutens»; y prosigue: «pero habiendo venido a mis manos la versión en Inglés que de ella hizo el mismo Autor, corregida y añadida considerablemente, arreglé mi traducción a ésta, añadiendo todo lo que no se halla en la edición Francesa». Y, efectivamente, si las Recherches… se publicaron en París en 1766 por la viuda de Duchesne, también aparecieron en Londres tres años más tarde «translated from the French», con «additions communicated by the Author», bajo el título: An Inquiry into the Origins of the Discoveries attributed to the Moderns… Tanta fue la fama de este libro, eco ya tardío de la llamada polémica de los antiguos y modernos de finales del XVII y principios del siguiente, que los italianos ganaron por la mano a los españoles publicando al menos dos traducciones, una en Nápoles y otra, al parecer mejor, en Venecia, según el periódico madrileño La Espigadera de 1790.8
Juan Pérez de Guzmán (1911), carta V, pp. 11-12: Por lo que a la fecha se refiere, nótese que Estala habla del «Abate viajante», esto es, Moratín, el cual, después de los sustos de agosto de 1792 en París, se ha marchado a Londres, «donde se halla a la entrada de un invierno que ya sabes lo que es allí…»; y prosigue: «Ahora solicita venirse, y aun al mes de estar en Francia me escribió que ya le pesaba del viage, y que viese el modo de que pudiese volver con algún pretexto decente, y con un nuevo empleo lucrativo». Este deseo trata ahora de realizarse con la creación de un puesto de director de los teatros que don Leandro propone en un memorial a Carlos IV fechado el 15 de diciembre, y redactado, o empezado a redactar, el día anterior según su diario íntimo. 8 N.o 6, p. 201; se hace eco de una reseña o anuncio de las Efemérides literarias de Roma, n.o 43. El libro, también traducido del francés y aumentado en 1789 por el traductor con un tomo tercero, lo intitula el periodista español Origen de los descubrimientos atribuidos a los modernos…
IBRAHIM, FÁTIMA Y EL DIABLO COJUELO* De las perdidas Cartas de Ibrahin, según las denomina Sempere y Guarinos en 1787,1 o Cartas Turcas, como las intitularon el propio Meléndez Valdés y sus colegas salmantinos en diciembre de 1788,2 parecen haberse rescatado dos escasas, concretamente la que debía de encabezar la colección (Carta de Ibrahim en Madrid a Fátima en Constantinopla) y la «respuesta» que le daría la esposa predilecta del turco al recibirla (Carta de Fátima en Constantinopla a Ibrahim en Madrid). La primera, como es sabido, la publicó R. P. Sebold hace años a partir de una copia manuscrita fechada en Segovia, 1788,3 y de este texto se conocen además dos ejemplares impresos: uno que apareció en el Diario de Madrid el 10 de diciembre de 1787 y reprodujo en 1982 Philip Deacon,4 otro suelto, sin indicación del año, que estamparon por aquellos tiempos los tórculos barceloneses de los «Herederos de Bartolomé y María Ángela Giralt» y adquirí en la librería anticuaria Hesperia, de Zaragoza, para la biblioteca del departamento de Español de la Universidad de Pau; no me ha sido posible fechar este documento con la suficiente exactitud, pues la actividad de los referidos impresores (exceptuando naturalmente a los demás individuos de aquella fecunda dinastía) se extiende aproximadamente de 1746 a 1788,5 y no he dado con la solicitud de licencia de impresión. Lo
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Primera publicación, en Symbolae Pisanae, Pisa, Giardini, 1989, pp. 37-56. Juan Sempere y Guarinos (1787), IV p. 64. G. Demerson (1962), pp. 447-449. R. P. Sebold (1970), pp. 257 y ss. Philip Deacon (1981). Agradezco la ayuda de Pierre Vilar y Enric Moreu-Rey.
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que sí se puede afirmar, o, por mejor decir, confirmar, pues ya lo advierte Deacon, es la superioridad del texto del Diario sobre el de Sebold, en el que las notas aclaratorias destinadas al lector español están por otra parte incorporadas, contra toda lógica, al texto de la carta; pero conviene agregar que el de Barcelona, a pesar de su impresión a todas luces descuidada (varias frases carentes de sentido por faltarles una palabra esencial), es sin embargo más parecido al publicado por Deacon, pues no contiene las variantes del manuscrito segoviano. La segunda «carta turca» fue publicada en el Correo de Madrid de 19 de diciembre de 1787, esto es, nueve días después de la primera, y reeditada por el erudito britano a continuación de ésta. En cuanto a la fecha de redacción de ambas, varios elementos confirman hasta cierto punto el paréntesis 1780-1787 propuesto por Demerson:6 fuera de la referencia al «Reis Effendi» Floridablanca, en funciones desde 1777, el nombre de las demás esposas del turco, Zaira o Zayra (así en la primera traducción de la Zaïre de Voltaire por Margarita Hickey, que no llegó a publicarse a pesar de un informe favorable del censor en 1787,7 Zayda en la versión de Olavide, y Xayra en la de Huerta en 1784) y Zelmira (recuérdese la traducción de la tragedia de Belloy por el mismo Olavide, estrenada en 1771 y representada aún en 1781, 1782, 1783, 1785 y 1787); la «gracia y agrado» de la esposa del príncipe heredero, pues tendría María Luisa unos 36 años en la fecha de publicación de las cartas, si bien debió de hermosearla una pincelada de adulación. Más decisiva me parece, sin embargo, la crítica de la moda del peinado mujeril que oculta la frente, con la que se corresponden exactamente la sátira de Cañuelo (o de otro) contra el «pelo sobre las cejas» en el número XCV de El Censor, de 1786,8 y al parecer, ya sin la hipérbole satírica, una serie de figuras y retratos pintados por Goya en 1788 y principios del año siguiente (véanse La pradera de San Isidro, La gallina ciega y las primeras efigies oficiales de la nueva reina). No fue en efecto mera casualidad la elección de la fecha en que se publicaron las dos «cartas turcas», así como tampoco, al menos 6 G. Demerson (1962), p. 450. 7 M. Serrano y Sanz, Apuntes para una biblioteca de escritoras españolas, BAE, CCL-XIX, p. 510. 8 Edición de García Pandavenes, Barcelona, Labor, THM, p. 98. En unas Noticias sueltas humorísticas del Diario de Madrid de 2 de febrero de 1788, escribe un anónimo: «Algunas damas han perdido la frente y las cejas, llevando los ojos a sombra de tejadillo».
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en cierta medida, la de las Cartas Marruecas: en octubre y noviembre de 1787 ofrecía sintomáticamente el Correo de Madrid a sus lectores, con mayor frecuencia que antes, varios cuentos «orientales», El dervis insultado, Cuento persiano, Beneficencia del califa Mostanser, El envidioso; y el dato más importante nos lo brindan los números 109 y 110, de 7 y 10 de noviembre de aquel mismo año: fue «con motivo de la venida de un Ministro Turco a esta Corte9 por lo que se publicaron en efecto en dicho papel, además de los anteriores, unas «Noticias de los Harems y Serrallos» sacadas de la obra del barón de Tott sobre turcos y tártaros publicada tres años antes,10 y se da la circunstancia de que, por una parte, tanto el fingido Ibrahim como el redactor del periódico coincidieron en la elección del tema de la condición de la mujer entre los turcos como más atractivo para sus lectores; pero, por otra, varios pormenores de la Carta de Ibrahim y de la respuesta de Fátima relativos a la vida de las esposas turcas figuran también en el extracto de Tott: los «eunucos negros» de carácter «feroz», la «princesa» que pregunta «acerca de la libertad que gozan nuestras mugeres» y se entrega al «sentimiento de su existencia personal» —mucho peor, preciso es confesarlo, que la de Fátima—, las «tropas de bailarinas» y, curiosamente, la aparición de la sultana «ricamente vestida y adornada con todos sus diamantes», no como la esposa de Ibrahim, sino como… María Luisa en la carta primera; por último, sólo la reciente llegada del histórico «Ministro» me parece explicar la entonces extraña justificación, por Fátima, de los frecuentes obsequios y visitas de las madrileñas al embajador epistolar con la «humanidad» de éste, su «apacible trato» y, sobre todo, su «pecho desnudo de aquella ferocidad con que falsamente […] pintan las historias» a los turcos: el 14 de septiembre de 1782 se firmó en efecto en Constantinopla un tratado de paz entre España y la Sublime Puerta, publicado en Madrid en noviembre del año siguiente, de resultas del cual zarpó una escuadra con presentes destinados al sultán en 1784, regresando luego en 1785, y vino a la corte en septiembre de 1787 el emisario Achmet Vasif Efendi, que fue recibido con una pompa que Modesto Lafuente califica de «verdaderamente oriental» y Fátima, justamente, de «suntuoso recibo». La Gazeta de Madrid de 12 de octubre de 1787 y el Memorial Literario de noviembre dedicaron varias páginas al sonado acontecimiento, y, 9 Mía la cursiva. 10 Mémoires du baron de Tott sur les Turcs et les Tartares, Amsterdam, 1784.
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con un mes de anterioridad, el Diario Curioso, Erudito, Económico y Comercial, más tarde Diario de Madrid, había iniciado ya una serie de artículos destinados a tener informados a sus lectores con la mayor regularidad, dándola por concluida el 6 de octubre siguiente. El «Enviado» o «Ministro» (pues no tenía «carácter propio de Embaxador») llegó a Barcelona en una polacra francesa —igual que Ibrahim— el 25 de julio de 1787, permaneció en la Ciudad Condal hasta el 30 de agosto y pasó luego a Valencia, de donde salió el 10 de septiembre; el 24 del mismo mes, salió a recibirle el introductor de embajadores a cierta distancia del real sitio de San Ildefonso, donde a la sazón residía la corte. Los citados periódicos enumeran los suntuosos presentes traídos por el turco, que quedaron «algunos días de manifiesto en una de las salas de Palacio a vista del pueblo»: todo son perlas, diamantes, rubíes, plata sobredorada, oro; más un «bote de oro» (dos piezas, según la Gazeta), naturalmente guarnecido de brillantes, y de especial interés tanto para nosotros como para la prensa, que también destaca su uso, pues bastaban unas gotas de su contenido, agua, o esencia, o quintaesencia de rosa, para inducir a las españolas a «hacerle las mayores caricias» al jefe de Ibrahim… También se describe el acto de entrega de credenciales al rey, sentado en su trono «guarnecido todo de perlas y piedras preciosas», frase que suena, palabra por palabra, como la de Ibrahim al referir éste la misma escena; y, en conformidad con el protocolo, se repite con algunas variantes el ceremonial con el príncipe, luego la princesa y, por último, el primer secretario Floridablanca, de lo cual indudablemente estaba enterado el esposo de Fátima, mejor dicho, su creador, pues observa el mismo orden en su propia descripción.11 Ésta es, creo yo, la base histórica en que se fundamentan las dos fingidas «cartas turcas», como también partían de un acontecimiento real, la venida del embajador marroquí, las cadalsianas; pero, por lo mismo, no resultará descabellado el exponer algunas dudas —y no más— acerca de la identidad de las primeras y de las Cartas de Ibrahin (con n, más acorde con la fonética española) mencionadas el mismo año de 1787 por Sempere en el artículo «Meléndez Valdés» de su Biblioteca, es decir, acerca de la atribución
11 Números del 9, 12, 13, 20 de septiembre y 6 de octubre. Lafuente (Historia general de España, XI, 1869, p. 11) le llama Achmet Fuad Efendi; tampoco es muy rígida la ortografía en la prensa de la época. Doy las gracias a mi colega y amiga M. C. Barbazza por haberse tomado la molestia de mandarme copia del largo texto de la Gazeta.
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a «Batilo» de las dos publicadas en la prensa, pues, además, el cuarto tomo (letras M-Q) de la obra del bibliógrafo del reinado de Carlos III se remitía a censura de la Academia de la Historia el 2 de mayo, esto es, más de dos meses antes de la llegada del enviado del Sultán.12 A no ser que Meléndez las adaptase a las nuevas circunstancias… Más coincidencias se irán advirtiendo adelante entre éstas y el contenido de ambas «cartas turcas». Que la Carta de Ibrahim en Madrid… se da implícitamente como primera de una serie me parece evidente, como ya subraya Sebold. Pero ¿lo fue realmente? La promesa hecha —dos veces como mínimo— por el firmante de ella a la destinataria de seguir mandándole noticias en lo sucesivo no constituye en sí una prueba indiscutible, pues en la naturalmente fingida y única Carta de Ibrahem Ali Golou escrita a Abdelvex Ben-Hussein, Vicario del Muftí, publicada en el Pensamiento XLIV de El Pensador, de Clavijo y Fajardo,13 y de la que puede que proceda, según se cree, el nombre del viajero de «Batilo», a no ser que se lo inspirase Montesquieu, también se anuncia una continuación («Esta materia es muy basta para tratada en sólo una Carta […] En la primera ocasión proseguiré el mismo asumpto»), e incluso se alude a una supuesta epístola anterior que contiene, como si se tratara del inicio de un carteo, unas observaciones generales acerca del «Reyno de España». En el Discurso LXV de El Censor (1784), el editor plantea la posibilidad de ir publicando más cartas del supuesto epistolario que posee de un marroquí que residió en España, si a la primera que transcribe se le reserva buena acogida; en este caso, quien se compromete no es el mismo remitente sino el periodista, pero el procedimiento es idéntico (se publicó otra, es verdad, en el Discurso LXXXVII). Resulta, por otra parte, sorprendente que en una copia manuscrita de 1788, esto es, de fecha posterior a la de la publicación en la prensa madrileña de la Carta de Ibrahim en Madrid… y de la respuesta de Fátima, no figure más que la primera; tratándose de Segovia, tal vez no se enterase el copista de la aparición de ambas epístolas en el Diario y el Correo; pero conviene recordar que el impresor de la Ciudad Condal tampoco conocía 12 AHN, Consejos, 5553/79. La licencia se consiguió oficialmente el 3 de septiembre, es decir, nueve días antes de iniciar el Diario su «reportaje»; se anunció la obra de Sempere en la Gazeta de 20 de noviembre. 13 Cito por mi ejemplar personal, que no es la primera edición, sino la de Barceloa, Francisco Generas (¿1774?), t. IV. En la de Madrid se lee: «Ibrahim».
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más que la de Ibrahim, y que la publicó suelta, como si no fuera parte de una colección. Entre la aparición de la primera carta marrueca impresa (la VII) y la de la segunda (la XLV) mediaron cinco meses;14 pero ambas se dieron a conocer en un mismo periódico, el Correo, y téngase en cuenta que se trataba de dos textos (fragmentario uno de ellos) no tan estrechamente vinculados como las dos «turcas», ya que la segunda de éstas es continuación, dentro del marco de una hipotética colección, de la anterior. Tampoco es «lógica» la respuesta inmediata de Fátima, quiero decir, sin que mediasen más cartas del extranjero recién llegado a Madrid, como ocurre por el contrario en las Cartas Marruecas (si bien tiene la primera de ellas un pre-texto, según se suele decir en la jerigonza al uso). También refuerza la impresión de que la carta de Fátima queda fuera de la «lógica» de un carteo fingido por un solo autor la mención, algo elíptica, por la esposa turca, de un caso concreto ocurrido en Madrid al cual no se refirió antes su corresponsal, y parece ser una soirée en honor del embajador, en la que actuaría una cómica a instancias de su madre, con reprobación de la opinión pública; el pasaje, un poco molesto por lo que hace a la sintaxis, es el siguiente: Acompañarle en el coche, llevarle a los saraos, conducirle a los teatros y demás demostraciones expresivas, no se verían en Constantinopla; pero en esta corte tan civilizada sería culpable dejar sin uso todo ceremonial político. Sé la censura que mereció cierta dama por haber tocado y cantado ante vuestro Xefe, y quedaba expuesta a más nota la inobediencia a su madre, a no haberlo así hecho, como su impolítica pública si hubiese desairado las instancias y ruegos de tan noble forastero. Del mismo modo juzgo su compañía en coche y teatros. Tal vez para estos extremos de buena crianza precederían importunaciones.15
14 Véase la clásica edición de Dupuis-Glendinning, Londres, Tamesis Books, pp. LVIILVIII.
15 Se olfatea —tal vez por exceso de imaginación…— una compañía más o menos oficialmente facilitada al diplomático para hacer más amena su estancia en la Villa y Corte. Adviértase que, a pesar de su carta y de lo que supone explícita e implícitamente la respuesta a ella, «Ibrahim» no habla de Madrid, sino del «sitio en que demora el Emperador de las Españas»; además, la «sumptuosidad» de los jardines de palacio me parece convenir mejor a los de San Ildefonso. Pero, por otra parte, se me dirá, con no poca razón por cierto, que el relato de lo ocurrido en Barcelona, Valencia y La Granja se leía en la prensa de Madrid; en efecto, las líneas que acabamos de citar nos traen a la memoria los conciertos de música popular (tiranas, tonadillas, fandangos con guitarra) del 11 de agosto y siguientes en Barcelona, si bien sólo se menciona a un tal Perera, que sobresalió entonces, y no a una determinada cantante.
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Más aun: si examinamos el contenido y la estructura de la respuesta de Fátima, lo que salta a la vista es en primer lugar, como advierte Deacon, la clara disconformidad de la turca con las ideas de su marido, y esta particularidad, a pesar de ser Fátima personaje ficticio y por añadidura exótico, no consuena con el estatus reservado en España al bello sexo por aquellos tiempos, al menos en la literatura (son tres varones los que se cartean en la obra de «Dalmiro», a diferencia de la de Montesquieu), máxime si se tiene presente que la musulmana interviene ya en la segunda y, por no decir más, en un plano de igualdad total. Y se observará que, si bien Meléndez y sus compañeros califican de turcas las cartas por publicar, Sempere y Guarinos, en 1787, les da por título Cartas de Ibrahin, como si no hubiera más que un firmante de ellas. Yo diría, y voy a tratar de aducir los argumentos de que dispongo, que, más que una «respuesta» ideada por el mismo autor de la primera (me refiero naturalmente al escritor, no al fingido corresponsal) para exponer lo que el erudito inglés llama «la otra cara de la moneda», esta segunda carta parece ser una réplica, una refutación, redactada por distinto autor, como una reacción de disgusto ante las reflexiones de Ibrahim. Se advertirá en primer lugar que la epístola de la turca contiene un número desacostumbradamente importante de palabras o fragmentos de frases en cursiva —no aparece en la transcripción de Deacon—, unas treinta en total, que son otras tantas citas de la carta anterior y se insertan en sendos comentarios o discusiones; es que «Fátima» responde sistemáticamente y de la cruz hasta la fecha a las afirmaciones de Ibrahim, de tal forma que el plan de su respuesta es idéntico en sus pormenores y en su conjunto al de la carta primera. Además, la fórmula en estilo «asiático» u «oriental» con que el viajero da principio a su misiva la vuelve a emplear «Fátima» no sólo valiéndose de las mismas palabras, sino dándole mayor extensión y énfasis, lo cual supone cierto retintín y parece indicarnos ya la clave en que se ha de leer: Que el todopoderoso Alá colme tu corazón de verdaderos placeres, virtuosa Fátima, y que su santo Profeta te llene de consuelo en mi ausencia. El omnipotente Alá, que siempre fue, al cual no hallamos principio ni fin y que sostiene los cielos sin pilares, inflame tu magnánimo espíritu, Ibrahim amado; y su justo Profeta te conduzca a mis ojos con salud robusta.
Prosigue la parodia de tal forma que me basta con citar las frases de «Fátima» ampliando el procedimiento de ésta, esto es, poniendo en cursi-
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va los parecidos con las partes correspondientes de la carta del turco para que resalte el efecto a que me refiero: ¡Oh cuánto cuesta a tu esposa Fátima este cuidado! Sabes muy bien las tiernas lágrimas con que remuneré los sollozos que en la tuya me pintas a la dura separación de mi lado. La obediencia y amor a nuestro soberano vencieron tu cariñosa repugnancia…
Se me dirá que se trata de un mero juego a que se entrega el autor por mediación de sus personajes, o de la imagen tradicional de la mujer tenida por más proclive a exteriorizar sus sentimientos, o que así solía hablarse en esta clase de obras; tal vez sí; pero, por muy ampuloso que se considerase entonces el estilo oriental, cabe dudar de que escribiese el verdadero autor en clave exclusivamente lírica —¡o épica!—, o simplemente en serio, la frase que sigue a las ya citadas, dirigida además, insisto en ello, a un esposo que zarpó en un velero: «Y al aire de mis suspiros surcaste el undoso piélago…»;16 y sigue repercutiendo aún la tristeza de la bella Fátima en cuatro frases más (es que, a diferencia de Ibrahim, no la pudo mitigar ella con la natural alegría de los marinos franceses…). En cambio, después de redactado el cuerpo de su larga carta, ya no sintió «Fátima», al iniciar el último párrafo, la necesidad de seguir expresándose con la misma ampulosidad, y, sin dejar de referirse, por supuesto, y por el mismo orden —igual que en la introducción, en la que se sigue el plan de la carta anterior— a los cinco mismísimos temas tratados por Ibrahim en su propia despedida,17 lo hace con verdadero laconismo, e incluso sequedad: son, en la edición de Deacon, seis líneas frente a poco más de trece en la introducción,18 mientras que en la Carta de Ibrahim en Madrid… el equilibrio es casi perfecto (once frente a doce); un poco más arriba, otra respuesta a una afirmación fundamental del viajero está calcada en la formulación de éste: El recato de nuestras mujeres, la suavidad de su trato y el respeto a sus maridos podría servir de norma a las de estos países… El recato de nosotras, la suavidad de nuestro trato y el respeto que os tenemos y exageras, acaso en las más será violento…
16 Sólo podían competir con ella los majos de Cruz, que de un resoplido «echaban una casa al suelo»… 17 Zaira y Zelmira; preferencia concedida a Fátima; el harén; los celos; invocación a Alá. 18 El párrafo introductivo queda destacado en el manuscrito de Sebold.
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Y no hablemos del título. Que se trata de una réplica a la carta anterior lo pone también de manifiesto el empleo regular de unos verbos afines («pintas», «refieres», «dices», «indicas», «expones», «explicas»), que suponen cierta actitud crítica ante las noticias recibidas y hacen patente el carácter sistemático de la respuesta, en la que se sigue, como queda dicho, el mismo plan de la carta de Ibrahim. Parece inverosímil que Meléndez, o el que fuese, redactara una colección entera de cartas basadas en este método, aunque esté la primera «con primor hilada», como dijo un contemporáneo al que más adelante nos hemos de referir. La disconformidad de «Fátima» se expresa también de manera indirecta, en la selección que hace en su respuesta de los términos ya empleados por Ibrahim, y, naturalmente, en la significativa exclusión de algunos. Llamó indudablemente la atención la primacía —justificada quizá por el enfoque peculiar del «fastuoso» oriental— que concede el turco en su elogio de la familia real a la riqueza de ésta: «sumptuosidad» del palacio y jardines, «trono guarnecido de perlas y piedras preciosas», ministros y altos funcionarios «cubiertos de oro», María Luisa «cubierta de ricas y preciosas joyas que parece que todas las minas de Oriente se habían agotado para adornarla», «magnificencia» del Reis Effendi;19 sólo después vienen algunas prendas personales, tópicas por supuesto y, por ende, como se verá, intercambiables: nobleza y bondad de Carlos III, gracia y agrado, rostro majestuoso de la princesa, no sin prudencia declarados más atractivos que su fausto en los adornos; de los cuatro «héroes» a quienes se refiere la carta, el príncipe heredero es el único definido exclusivamente por —digámoslo así— sus dotes personales: «noble figura», indicio de una «alma bella»; y lo notable es que «Fátima» desecha todas las alusiones a la riqueza, con excepción de la «magnificencia», ahora concedida, con pleno derecho, al propio monarca, añadiéndose a su «bondad» y «nobleza» ya notorias la «virtud» y, como es lógico, la «majestad»; al heredero se le conceden sólo «bellas prendas» tan vagas como las evocadas por el turco; «Fátima» también hace hincapié en el agrado y gracia de la princesa, y la encuentra por añadidura benigna; Floridablanca queda aún más favorecido cuantitativamente, pues se celebran «su integridad, amor patricio, caritativo celo», 19 Los lectores de la prensa sabían que el Reis Effendi era en Turquía el «Canciller del Imperio» (Gazeta de Madrid, 25 de septiembre de 1787) y conocían, por tanto, la identidad de su colega español.
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además de su «dulce trato», «benevolencia» y «generoso estilo» que recuerda su anterior «magnificencia». Como se ve, pues, la fatimita respuesta parece por una parte desaprobar implícitamente la mención enfática, e incluso quizá maliciosa, del fausto en cierto modo más que oriental del monarca y de su nuera, y, por otra, la redundante trivialidad de los elogios que se les tributan, agregándoles por su parte otros tan insignificantes y tópicos para ponerlo indirectamente de manifiesto; esa larga paráfrasis ponderativa que hace «Fátima» de unos elogios obligados me parece que entraña en efecto una fina ironía: La representación del Reis Effendi es forzoso corresponda a la de su gran monarca […] No podía menos de corresponder a su plácida benevolencia el generoso estilo con que refieres os ha tratado…20
A la frase hiperbólica de Ibrahim que lamenta no poder ser cristiano y convertirse en vasallo del buen Carlos, replica la esposa en el momento menos pensado, esto es, a propósito de un tema bien distinto, el de la condición de las mujeres turcas: «quizás muchas tomaran ser españolas mejor que musulmanas»; ¿Y no es graciosa paradoja la de una esposa lejana y además encerrada en su harén que comenta las frases entusiásticas del esposo escribiendo: «No dudo tu sorpresa…»; «Ya yo tenía una idea de su magnificencia por una esclava…»; «De su bondad […] vivo bien enterada»; «De su integridad… ya me hizo capaz la dicha esclava…»? Esto equivale a estropearle al pobre hombre el efecto que deseaba producir; dicho de otro modo, a dar a entender que todo eso carece ya de interés y novedad, pero aventajando al mismo tiempo al marido en los elogios, pues se afirma que hasta lo más recóndito de un harén turco llega la fama de los reyes y gobierno de España. ¿Cómo podrían ser en estas condiciones un mismo autor el que tan lindamente se burla de la Carta de Ibrahim… y el otro? De todas las discrepancias, la primera que se advierte es que el elogio de Barcelona, con que se inicia cronológicamente la descripción de España por el viajero, no encuentra ningún eco en la respuesta de «Fátima», que tanto interés pone sin embargo en examinar todas las afirmaciones del esposo. Es más: éste considera «primera ciudad de España» a la condal,
20 Mía la cursiva, como en todas las citas que se hagan en adelante, a no ser que se apunte lo contrario.
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pero la destinataria, o, por mejor decir, su creador, contesta como si se tratara de la Villa y Corte: Sólo Constantinopla os parecía ser la opulenta, noble, hermosa y rica ciudad del universo, y en Madrid halláis otra nueva Constantinopla que os admire.
No se debe descartar totalmente la posibilidad de que haya alguna relación entre esta particularidad y la publicación de la Carta de Ibrahim… suelta por un impresor catalán. Además, parece que Fátima no entendió bien un pasaje de la carta de Madrid: empeñada en justificar la conducta de las españolas con el embajador musulmán, escribe que «acompañarle en el coche, llevarle a los saraos, conducirle a los teatros y demás demostraciones expresivas no se verían en Constantinopla»; más adelante se evoca una vez más esa «compañía en coches y teatros»; en realidad, el esposo turco no habla más que de las damas que van en coche con su jefe, y por eso es lo único que figura en cursiva en la respuesta; pero a continuación añadía el musulmán que en su tierra se ven mujeres juntas con hombres extraños sólo «cuando acuden compañías de bailarinas y cantatrices a las bodas de grandes señores»; ¿se deberá esta confusión a la emoción de la bella Fátima o a que su creador, si bien estaba enterado de las festividades oficiales en honor a Achmet Vasif,21 no fue autor de la Carta de Ibrahim? La segunda parte de la primera «carta turca» se dedica a las mujeres españolas; si el tema «Corte-Reyes-gobierno» ocupa en ambas un espacio equivalente (22 líneas frente a 17), el de las mujeres, en cambio, desarrollado en 29 líneas por «Ibrahim», suscita por parte de «Fátima» una respuesta mucho más larga, de 70 líneas, constituida por una defensa en regla de las madrileñas criticadas por el musulmán y, al fin y al cabo, por una lección de relativismo frente a la «preocupación». A decir verdad, la crítica de «Ibrahim» no pasa de burlarse de la forma del peinado femenino y lamentar que las «mironas» casadas, mostrando más curiosidad y menos recato que sus hermanas orientales, se pasen horas enteras contemplan-
21 En Barcelona, según el Diario de Madrid, fue llevado el enviado varias veces a la ópera y se dieron frecuentes conciertos en honor a su venida (¿serán estos los «saraos» a que se refiere Fátima?); el único «coche» de que se trata es el del capitán general de Valencia, que sirvió para los desplazamientos del turco en la ciudad del Turia.
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do… la barba del exótico embajador e incluso le hagan algunas «las mayores caricias» en su coche a cambio de unas gotas de esencia de rosa.22 La refutación de «Fátima» empieza con un panegírico de las «damas españolas», pero de lo que se va a tratar, a través de la justificación de la conducta de las madrileñas, opuesta a la de las turcas, es de las dos maneras de concebir el estatus de las casadas, tema muy debatido, como es notorio, entre los moralistas o los dramaturgos «sociales» de la época. Este pasaje es un alegato a favor de lo que podríamos llamar, teniendo en cuenta su formulación en el texto, los «Derechos de la Mujer»; esa libertad, más exactamente, en forma perifrástica, «aquella común prerrogativa que dio naturaleza a todo ser viviente» (pues la voz «libertad» sólo se usa en ambas cartas en el sentido de «infracción del recato»), se opone al «rigoroso extremo», fruto de un «indiscreto celo o acaso de una imaginaria desconfianza», en que se funda el «cariño» oriental, o, por decirlo de una vez, el del Sganarelle de La escuela de los maridos molieresca y de sus secuaces en la decimoctava centuria, que no debían de escasear en la entonces llamada clase media: Encerradas en nuestros harems toda la vida, privadas de aquella común prerrogativa que dio naturaleza a todo ser viviente y custodiadas de feroces y negros eunucos, representamos el papel de esclavas en calidad de esposas, y así 22 El enviado, de 45 años de edad, era «de estatura bastante alta, grueso, algo trigueño, muy cerrado de barba, de genio afable y de semblante y porte respetable»; no tenía tres mujeres escasas, sino… ¡cuarenta! (Diario, 12 de septiembre de 1787). La afición del bello sexo al exótico cuarentón no es mera ficción, pues si el Diario evoca varias veces al «innumerable pueblo» y a la «Oficialidad y Nobleza» que concurrieron a ver a Achmet Vasif (el cual, por su parte, «de día y de noche no se ha negado a todos quantos han querido verle», comiendo incluso en público y dejándose visitar por los meros curiosos), también refiere que «muchas Señoras» asistieron a los festejos de Barcelona y que el recién llegado las quiso ver él también desde más cerca, mandando que se arrimase a la valla el palco portátil de cuatro ruedas en que andaba; en Valencia, de regreso a su domicilio, encontró en él a varias señoras que le estaban aguardando, obsequiándolas con música turca, y el día de su salida para la corte «estuvo lleno su aloxamiento de gentes, especialmente de la Oficialidad y Nobleza de ambos sexos». En cuanto a su barba, y a la virilidad que supone y de que carecen, por afeitarse, los españoles, según opina Ibrahim, interesa recordar que el 5 de septiembre de 1787 escribe un fingido corresponsal del Diario que «la gran desemejanza entre los antiguos forzudos habitadores de la tierra y los hombrecillos que ahora la ocupan, sobre todo en las partes más cultas de Europa, depende únicamente de la barba»… «Dexemos de rasurarnos —agrega— y veremos renacer los siglos de los Scanderberges» (sic). La misma relación entre la falta de barba y la de la virilidad la establece aún en 1797 una tonadilla cantada por Joaquina Arteaga.
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admiráis que otros hombres, dictados de razón más clara, traten a sus mujeres como compañeras y las den lugar en sus comunicables placeres, festines y diversiones. Hácense noblemente cargo que no nacieron sus súbditas sino sus semejantes, y fuera del derecho que a su honor compete, en lo demás que el decoro permite no obran tiranos sino apacibles, fieles y amorosos.23
A través de Fátima, el autor defiende un «liberalismo» conyugal que otra Fátima, la de la Xayra de Voltaire en traducción de Huerta, define con palabras semejantes, refiriéndose a Francia: No excita tus deseos la dulce libertad, ni ya suspiras el agradable trato, las costumbres de un pueblo tan humano en que dedica todo su obsequio el hombre a las mugeres; donde son veneradas y servidas, y siendo compañeras de su esposo, como a señoras se las trata y mira; donde libres viviendo, sólo es freno su honor de sus acciones; no a esta indigna prisión su virtud deben; ni el ser libres sus pasos tuerce o su conducta vicia.24
Se trataba en efecto de una actitud que muchos consideraban entonces poco compatible con la dignidad de la institución matrimonial. En el Diario de Valencia de 15 de mayo de 1813, un afrancesado (¿Moratín?) podía escribir aún que «en el pueblo donde reinan las buenas costumbres, las doncellas tienen honesta libertad y las casadas viven en la mayor sujeción y recato»; a propósito de ese «recato» que Ibrahim alaba en las turcas y desearía ver adoptar a las españolas, «Fátima» contesta que en su tierra «acaso en las más será violento y quizás muchas tomaran ser españolas mejor que musulmanas». En el relato del Viaje a Constantinopla en el año de 178425 que realizó la escuadra española después de firmarse el tratado de 1782 con el Gran Turco, José Moreno, lector del barón de Tott y de lady Montagu, escribe que los turcos «condenan a la mujer a un encierro perpetuo», pero también que «la reclusión […] contribuye para conservar 23 Nótese la generalización: «admiráis». En cuanto a los hombres «dictados de razón más clara», serán literalmente… «ilustrados». 24 Acto I. Ignacio López de Ayala habla en 1786 de «la máxima mahometana con que criamos [los españoles] a nuestras mujeres» (P. de Demerson, 1975, p. 137). 25 Madrid, 1790.
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las costumbres» y que «éste es el único bien que aquel mal forzoso produce», agregando que a propósito del bello sexo, «por nuestro mal o por el suyo se dice: Mande en Europa y obedezca en Asia», transcripción exacta, se habrá advertido, del célebre endecasílabo con que concluye el parlamento del sultán en el acto III de la Xayra de García de la Huerta. Pero hay más aún: en su artículo relativo a las dos cartas, Deacon señala que la segunda, o sea, la respuesta de Fátima, iba precedida en el Correo por unos versos y una carta introductoria de Lucas Alemán y Aguado, por otro nombre Manuel Casal, escritor festivo que publicó muchas obrillas en la prensa de la época, y cuyo «papel intermediario» no puede explicar el estudioso inglés. El cuarteto a que me acabo de referir era el siguiente: Así como la crítica corrige, la Sátira desdora y vilipendia, y de crítica a Sátira es forzoso distinguir en sus usos diferencia.
¿No confirma este epígrafe lo que venimos sospechando, es decir, que la Carta de Fátima parece ser una reacción de disgusto ante la «sátira» contenida en la de Ibrahim? De sátira la califica otra vez Alemán en otro texto de que trataremos más adelante. Justamente, después de llamar «urbanidad» a lo que para Ibrahim es «ligereza» de las madrileñas que se comprometen públicamente con el ilustre visitante, «Fátima» enuncia lo que puede considerarse como un juicio global sobre las críticas del turco: «Tú sabes que el inconstante vulgo forma la sátira sobre lo visible sin serle visible lo que satiriza»,26 lo cual equivale por otra parte a calificar de superficial y por ende de vulgar el juicio del autor de la primera carta. Éste es, pues, el sentido de la respuesta a Ibrahim. Pero ¿a qué venía esa intervención de Manuel Casal en el asunto? Pues lo más curioso del caso es que, si bien se afirma, en la carta introductoria publicada a continuación de los versos, que la respuesta de Fátima se la mandó a Alemán un corresponsal, al parecer anónimo, de «Stamboul», ficción corriente en esta clase de obras, no así en los papeles manuscritos de don Lucas; en esta enorme colección de unos noventa volúmenes (perdi-
26 Nótese, sin embargo, que, según Fátima, se trata de «extremos de buena crianza», o sea, de una actitud límite dentro del marco de la urbanidad.
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dos ya algunos de ellos) intitulada La estafeta del placer,27 en la que se incluyen obras propias y ajenas, el 88 contiene una noticia interesantísima;28 escribe en efecto el autor en la página 61, sin copiar el texto por tenerlo indudablemente impreso: Carta de Ibraim embajador de Constantinopla en Madrid a Fátima en Constantinopla, q.e vino el año de 1787, y se insertó en el Diario de 10 de Diciembre de dho. año -Véase Correo de Madrid n.º 121 donde se hallará el citado Diario unido. Carta mía de Fátima a Ibraim en respuesta a la anteced.te Véase Correo de Madrid n.º 122…
Se habrán advertido varios errores: el «ascenso» de Ibrahim a embajador y la discordancia entre las dos menciones del Correo, pues la Carta de Fátima fue publicada en el n.º 121 (en el 122 figura otra carta de Alemán de tema totalmente distinto); pero ¿cabe considerar también equivocada la reivindicación como obra propia de la Carta de Fátima? ¿O no pasa de equivaler el posesivo a «que mandé yo» (al Correo)? Bien es cierto que, si nos atenemos al estilo y tonalidad de esta obra y los comparamos con los que caracterizan por lo general a las producciones de Casal, se percibe una clara disonancia, como podrá comprobarlo el lector. Pero, en cambio, no es menos cierto que muy a menudo suele diferenciar el autor las obras de propia cosecha («mía») y las ajenas («copia») a lo largo de su inacabable colección, y que no prohíja nunca la Carta de Ibrahim, que también apareció anónima; en el índice del mismo volumen 88 se reincide en el trastrueque de los números del periódico, pero también se reitera la atribución de la Carta de Fátima al festivo folletista: «Carta de Ibraim a Fátima. / Carta mía de Fátima a Ibraim». Mas surge una nueva objeción, y es que este volumen 88 fue redactado como pronto en… ¡1834!, pues entre las páginas 60 y 61 se ha insertado un «periódico burlesco» impreso en Madrid en febrero de aquel año y, naturalmente, se puede leer en la página 60 la referencia manuscrita a dicho papel. ¿No pudo confundirse don Lucas a tantos años de distancia, prohijando en un perdonable acceso de amnesia a más de ochenta años de edad (y ayudado en cierto modo por el anonimato de la obrilla) la segunda «carta turca» de Meléndez o de quien fuese? 27 BNM, ms. 20712-20786. 28 Ms. 20784, p. 61.
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Deacon no se ha fijado en que el carteo de los dos orientales tuvo una pronta repercusión, que fue la publicación de una tercera carta en el número 123 del Correo de 26 de diciembre de 1787, esto es, una semana escasa después de aparecida la de Fátima en el mismo periódico; era obra de nuestro folletista y llevaba por título Carta del Diablo Cojuelo a los Diaristas de la Corte;29 como se ve, en ella se apuntaba a la Carta de Ibrahim publicada en el Diario, y no a la contestación de «Fátima»; a este respecto, más explícito se muestra aún el autor en el volumen 88 de su Estafeta del placer, pues escribe a continuación del título de las dos «cartas turcas»: «Carta mía crítica del Diablo Cojuelo a los Diaristas sobre la de Ibraim a Fátima: véase dho. Periódico Correo n. 123», repitiendo exactamente el título en el índice final del volumen. Esta tercera carta, como la de Fátima, iba precedida en el Correo de una cartita introductoria firmada por Lucas Alemán, en la que éste se fingía otra vez mero intermediario, afirmando el idéntico enfoque de ambas («me hallé con otra cerrada al mismo intento»), y de unos versos, un romancillo hexasílabo, con la misma denuncia de la «crítica» o, en el cuerpo de la carta, «sátira», de los «censores» (entiéndase: el autor de la Carta de Ibrahim); y tampoco carece de interés advertir que los dos poemitas, el de la Carta de Fátima y el de la del «Diablo Cojuelo», se encuentran reunidos en el volumen 88 de La estafeta del placer,30 el primero con el título de Crítica y sátira y el segundo con el de Al fluxo de periodizar (o Periodistas, en el índice). De manera que, de rechazo, queda reforzada la impresión que teníamos de un origen distinto de las dos «cartas turcas», debiendo considerarse la segunda, según creo, como una réplica a la anterior, como también lo es, si bien en distinta clave y en tono humorístico más propio de Casal, la tercera del «Cojuelo», la cual, repito, fue «recibida» por el mismo corresponsal que la respuesta de Fátima y publicada por él en el mismo periódico, que fue el Correo y no el Diario de Madrid, a pesar de ser éste su destinatario. ¿Qué necesidad tendría Casal, que se afirma autor de la Carta de Fátima, de publicar dos cartas seguidas dedicadas al mismo asunto? Confieso que no se me ocurre ninguna respuesta satisfactoria.
29 Véase el apéndice. 30 Pp. 57 y 56, respectivamente.
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El «Diablo» manifiesta más abiertamente que «Fátima», con tono más polémico y jocoso a un tiempo, que no ha podido «digerir» bien el contenido de la Carta de Ibrahim, a la que califica de «sátira con más cola que los sátiros de la fuente de Atocha», valiéndose de la misma palabra que el poemita introductorio a la Carta de Fátima y dándolo ya a entender en el nuevo epígrafe. Se trata por lo mismo de una reacción idéntica a la suscitada por la primera «carta turca» en el autor de la segunda. Como éste, Casal va examinando una tras otra las afirmaciones del viajero musulmán, contestando a lo que éste «pondera», «dice», «trata», «supone» o «expresa», y poniendo también en cursiva las frases de que discrepa, todo por el mismo orden que en la anterior respuesta del Correo, pero afirmando sin rodeos lo que la otra, en cambio, a menudo sugería, insinuaba a medias palabras, de manera que nos la hace finalmente más inteligible: así, por ejemplo, la crítica reiterada de las «exageraciones», la «pompa y faramalla», la «expresión pomposa» con que alaba Ibrahim al monarca y príncipes, mientras que en «Fátima» el mismo juicio («exageración pomposa») se atribuye, con no poca ingeniosidad por cierto, a la incredulidad del propio Ibrahim ante las noticias de segunda mano que tenía de España antes del viaje; de «lisonja afectada» se califica a la hiperbólica ocurrencia del musulmán que quisiera ser cristiano y vasallo del buen rey Carlos, pues supone que tiene poca lealtad al Sultán; la «turca», por su parte, no contestaba directa sino indirectamente, atribuyendo a las mujeres del harén, como más justificado, semejante deseo. Tampoco le hizo gracia al «Cojuelo» la insistencia casi exclusiva del turco en las «perlas, diamantes, riquezas y suntuosidad de los vestidos, trono y Palacio» y en «la magnificencia del Reis Efendi y su buen trato, como si éstas fuesen las únicas prendas de este ilustre patricio. Ya veo que como forastero —prosigue— ignoraba su rectitud, gobierno, caridad, zelo y otras bellas qualidades que le adornan», prendas todas prácticamente idénticas a las antes enumeradas por «Fátima» y que por lo mismo ayudan a entender la crítica indirecta que entraña la frase de ésta: «De su integridad, amor patricio, caritativo celo y dulce trato ya me hizo bien capaz la dicha esclava». Por lo que hace a las madrileñas, también se muestra el «Diablo Cojuelo» buen «defensor de las mugeres Españolas» contra el «reparón» de Ibrahim, pero lo que era elogio de ellas en «Fátima» se convierte aquí en crítica de los que «todo se lo censuran y motejan» a esa «pobre gente», y,
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por otra parte, en vez de tratar de explicar y justificar racionalmente el comportamiento del bello sexo, se limita a rebatir con jocoso formalismo los sucesivos reparos del viajero turco. Queda por decir que la primera parte de la carta la constituye el breve relato de la encuesta que va a realizar el «Cojuelo» por vía aérea, «plantándose de un vuelo en Constantinopla», acerca de la Carta de Ibrahim: y ocurre que la «deidad Musulmana», a quien halla en su harén muy ajena a «la pesadumbre que la carta la supone», manifiesta que ni conoce al presunto esposo, ni tiene noticia de su carta, ni le ha dado por lo tanto respuesta alguna, ya que ni siquiera sabe escribir. Esta divertida introducción ¿no podría sugerir también que cada una de las dos «cartas turcas», además de fingida naturalmente, era de distinto autor o, cuando menos —y viene a ser lo mismo—, que Casal no conocía al autor de la primera? He aquí, pues, hasta donde pueden llegar mis dudas acerca de la autoría de Meléndez sobre las dos cartas publicadas, una en el Diario y otra en el Correo de 1787, sin que se me oculte por otra parte la extraña disparidad de estilos entre la de «Fátima» y la del «Diablo Cojuelo», a pesar de reivindicarlas como propias Lucas Alemán. Tampoco descarto la posibilidad, ocioso es decirlo, de haberme planteado un falso problema. En cualquier caso, sigue sin explicación la renuncia de Meléndez a publicar unas Cartas turcas que, a finales de 1788, esto es, al año de aparecer la de Ibrahim y la de Fátima, seguía considerando dignas continuadoras de las Cartas Marruecas.
Apéndice Carta. Señor Editor mi dueño: en seguida a la que en respuesta de Fátima a Ibraim remití a Vm. y tuvo la bondad de insertar en su Correo del Miércoles 19 del corriente, me hallé con otra cerrada al mismo intento. Su contenido tal vez puede ocupar algún espacio en su periódico, y culpar mi gratitud si se la ocultara. Hay va fresquita como una lechuga. Vm. déla el uso que guste, y mande a su afecto Don Lucas Alemán y Aguado.
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Carta del Diablo Cojuelo a los Diaristas de la Corte Todo es escribir, todo es componer, todo criticar, y el tiempo perder; Señores Diaristas, ¿qué habemos de hacer?31 gastar tinta y plumas, polvos y papel, y dar que van dando, salga rana o pez.
Muy señores míos: yo soy el Diablo Cojuelo, para servir a Vms. Desde los quintos infiernos salgo a desengañar al mundo, porque no siempre hemos de ser los diablos embusteros. Llámanme Cojuelo porque las cojo al vuelo, y nada se me escapa, y aunque en efecto soy cojo de nacimiento, disimulo mi cojera con tanto arte como el mejor petimetre la suya. Mi empleo es atisbar, oler y escudriñar quanto pasa en la Corte, más bien que una vecina en casa agena. Porque tanto llegó a mis manos cierta carta del señor Ibraim a la señora Fátima, comunicada al público en 10 de Diciembre de este año de 87. Leíla y releíla con cuidado (que aunque uno sea Diablo, puede equivocarse), y cierto que está de primor hilada. Pero no pudiendo digerir bien su contenido (porque hay diablos de estómago delicado), determiné, sin aguardar a más que a montar sobre mis ancas, plantarme de un vuelo en Constantinopla. Con efecto, en un santiamén (que son las mulas de paso más ligero) me hallé dentro de esta ciudad populosa. Híceme en el momento invisible, porque yo hago de mí lo que quiero (¡para eso soy Diablo!), y entrándome en el Harem del señor Ibraim, sin miedo de Eunucos blancos, negros, azules ni amarillos, me colé hasta la habitación de la señora Fátima, como entra Pedro por su casa. Hallé a esta deidad Musulmana sobre su sofá durmiendo (y por cierto que roncaba de lo lindo), a cuya suspensión y reposo creció mi admiración y cuidado, pues su sosiego era ageno de la pesadumbre que la carta la supone, y así determiné hacerme visible a sus ojos. En efecto visibléme de repente (¡qué terminillo, amigos, para un ahogo!), patentizéme (hay va otro, ¡qué bien bayla!), pero asustada la pobre muger de mirarme (como que no había visto Diablos de por acá en su vida), quedóseme en los brazos lipotímica (¡ya escampa, y llueven guijarros!). Animéla como pude y, recobrada, informéla por menor de mi mensage, manifestéla su papel de Vms., y comuniquéla el fin de mi llegada; pero la buena señora, haciendo sobre sí mil garavatos asombrada, y jurándome verdad
31 Sic. La carta propiamente dicha contiene además alguna que otra rareza seguramente imputable al impresor.
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por las siete cabrillas, me dijo que ni por sueños conocía al tal Ibraim ni tenía noticia de tal carta, ni sabía escribir tampoco; que era una burla declarada. ¿Cómo es eso de burla?, la dixe; vea vuesa Fatimidad cómo habla, que un Diario Curioso y Erudito que lo asegura y un celebrado Correo de Madrid que trae su respuesta son dos papeles periódicos que ni pueden engañarse ni engañarnos. Tasadamente el primero se informa hasta de un botón de acero que se pierda, y el segundo alambica y estruja los asuntos más que un Boticario el zumo de verengenas. Pues sea como quiera (me replicó enojada), ni tal carta he recibido ni tal respuesta he dado. En esto, levantóse con aire y dexóme a buenas noches. ¡Brabo chasco, amigos míos! ¡Desde que soy Diablo Cojuelo no me he visto en igual sonrojo! ¿Y por quién? Por Vms. ¿Posible es que impriman de bóbilis bóbilis disparates semejantes? Pero, ¿qué disparate?, si mi primo Pico fresco (que es un diablillo romo y muy agudo) dice que es una sátira con más cola que los sátiros de la fuente de Atocha. Pensemos despacio la tal carta, y que pague aquel que pierda. Para ponderar el señor Ibraim (y qualquiera) la nobleza, virtud, amor y bondad de nuestro soberano, ¿son menester tantas exageraciones? Con decir que es Don Carlos III Rey de España, ¿no está dicho lo noble, virtuoso, amable y benigno mejor que con tanta pompa y faramalla? Con expresar que los Príncipes nuestros señores son dignos hijos de tal padre, ¿no se satisface a más de lo que la ponderación exceda? Los Héroes grandes se conocen por el nombre, y más que las palabras dice el nombre su heroísmo. Pondera el señor Ibraim las perlas, diamantes, riqueza y suntuosidad de los vestidos, trono y Palacio como suspenso y admirado. ¿Pues qué digo? ¿Pensaba su merced que venía a los Carabancheles o que Madrid era algún cortijo de Andalucía? ¡Linda embajada! Dice, con expresión pomposa, que en aquel momento de la Audiencia hubiera dejado de ser Musulmán por ser vasallo de tal Monarca; ¡Qué lisonja tan afectada! Pues yo ni un solo momento dejaría de ser vasallo fiel de mi Rey DON CARLOS, aunque estuviera delante del Preste Juan y me sacara diamantes como huevos y perlas como castañas. Pero esto va en opiniones. Adelante. Exagera la magnificencia del Reis effendi y su buen trato, como si estas fuesen las únicas prendas de este ilustre patricio. Ya veo que como forastero ignoraba su rectitud, gobierno, caridad, zelo y otras bellas qualidades que le adornan. Trata después de las mugeres Españolas (¡aquí es ella!). ¡Como soy Diablo Cojuelo que me enfurezco ahora de veras! Si ni por pensamiento ofendió a Fátima con ninguna de ellas, mejor para su conciencia, que ese menos pecado la carga. Si cubren la frente con el pelo, señal es de que no quieren ser descaradas. ¡Valga el diantre al Señor Ibraim, y qué reparón parece! ¡Y dirá luego que apenas las ha visto! ¡No se sabe qué medio han de tomar las infelices! ¡Todo se lo censuran y motejan! Si visten largo, dicen que barren el suelo; si corto, que van con tonelete de danzante; si gastan seda, daca y toma el luxo; si lana, suena a Beaterio; si se rizan alto, tarascas y gigantes; si llevan liso el pelo, tías Nicolasas; ¿Qué ha de hacer esta pobre gente de su figura? ¿No ha de adornarse? A la fe de buen diablo que no lo entiendo; pero
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veo que más que Damas Ecos hay hombres narcisos. Que cubran la frente, como el señor Ibraim dice, transeat; pero que la tengan llena de Excrecencias, como supone, no, por vida de mi abuela, que Madrid no es Casa-Rubios del Monte, de donde nos vino tan raro fenómeno. Que sea la nariz lo primero que en ellas se descubre es una verdad de Pero-Grullo: en todas y todos pasa lo mismo, desde que se usan caras. Si se cubre más la frente la más hermosa, será para no ofender con su hermosura: su donaire, gracia y belleza no necesitan artificios ni celages. Que a su Xefe vayan a ver a su posada no es extraño, pues él no ha de ir de casa en casa a ser visto. Si les incomodan y molestan, cerrar las puertas y está todo acabado. Si los hombres parecen Eunucos, para eso no lo son ni los gastan; del parecer al ser ay más que de un queso a una calabaza. Si la esencia de Rosa suya hace milagros, el oro esencial nuestro hace diabluras. Éste sí que es (a fe de Cojuelo) el más poderoso Talismán en todas partes. Lo de acompañar a su Xefe en el coche a pública vista, nada tiene de nuevo. Cada día vemos coches atestados de hombres y mugeres sin conocerse. Hablen sobre ello las pasquas, expliquen este punto las noches de carnestolendas y digan quanto saben los simones. En una palabra, Señores Editores, yo soy un diablo defensor de las mugeres Españolas, y si Vms. se atreven otra vez a insertar cosa contra su apreciable sexo, por la laguna estigia les juro que no me ha de quedar Diarista, Correísta, Semanarista, Periodista ni otro acabado en ista que facha a facha no le envista y se acuerde de quien ha sido, es y será, en honor de las damas, su seguro protector y apasionado el Diablo Cojuelo. (Correo de Madrid, n.º 123, miércoles 26 de diciembre de 1787, pp. 639640).
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DON BENITO, ¿MITO O REALIDAD? (GÉNESIS DE UN GRABADO DE JUAN DE LA CRUZ)* Las breves líneas que siguen tienen escasa relación con los quehaceres corrientes del hispanista —en el sentido más rico de la voz, en este caso— a quien se dedica el presente volumen. Como mucho, se ha de topar, inopinadamente, con un periodista que ejerció su profesión en el Madrid de los años 1780 y cuyo apellido denota, por su varonil rudeza, un origen cercano al del homenajeado (con tal que se dignen pronunciar el de éste no en función de la fonética castellana, ni, peor aún, de la parisiense, ni tampoco, según suele ocurrir con más frecuencia, con una sutil mezcla de las dos). Y ya casi puede darse por concluido, burla burlando, como dijera quien saben todos, lo que no me atreveré a calificar de preámbulo. Pasemos, pues, a evocar al personaje que da título a esta modesta contribución. En su estudio ya clásico sobre la prensa española del XVIII,1 Paul J. Guinard dedica más de una página a una publicación periódica efímera, pero no desprovista de interés, El Duende de Madrid, cuyos siete números —no seis: contolos bien Menéndez y Pelayo— salieron a luz desde el otoño de 1787 hasta el verano de 1788, según las deducciones, por cierto perfectamente convincentes, del autor, pues no llevaban impresas las fechas. El Duende de Madrid, uno de aquellos «spectators» fallidos, agrega Guinard, se granjeó alguna consideración en su época, y su temprana desaparición * Primera publicación: «D. Benito, mythe ou réalité?», en «Hommage à Adrien Roig», Arquivos do Centro Cultural Português, vol. XXXI (1992), pp. 183-197. 1 Paul J. Guinard (1973), pp. 339-340.
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«parece imputable a cierta audacia más que a la mediocridad o a la falta de audiencia». Su principal redactor se llamaba Pedro Pablo Trullench (o Trullenc, mera cuestión de ortografía que no incide en la pronunciación), y era colaborador de Joaquín Ezquerra en el Memorial Literario, lo cual parece explicar, opina Guinard, los elogios que dedicó esta publicación a los dos primeros números del Duende en diciembre de 1787. Gracias a dos solicitudes sucesivas de Trullenc,2 sabemos que, trabajando en asociación con un «Literato de la Nación» cuyo nombre no se revela y que se convierte luego en «otros Literatos», considera los «Discursos» del Duende de Madrid como una especie de «preparación a las demás obras proyectadas», a saber, unos libros de mayor volumen, que él y/o su compañero no están3 en condiciones de publicar, debido a que no andan muy bien de finanzas. Era Trullenc, según el informe del juez de imprentas Fernando de Velasco dirigido al ministro Floridablanca (6 de mayo de 1788),4 un «portero de la Cámara, sin haber seguido carrera literaria»; en cuanto al colega o, por mejor decir, colaborador, ese «compañero que insinúa en su memorial, es un Religioso clérigo menor de genio bastante dísculo» (sic); el autor de una carta sin firmar piensa que se trata del «P. Montengón, de los Cayetanos»,5 es decir, según las Guías del Estado Eclesiástico de entonces, un «clérigo regular de N.a S.a del Favor (vulgo de S. Cayetano, de PP. Teatinos)», que no aparece en la monumental Bibliografía de autores españoles del siglo XVIII, de Aguilar Piñal, lo cual nos libraría de equivocarle con Pedro Montengón si no supiéramos ya que éste, exiliado desde tiempo atrás con la Compañia de Jesús, se casó además aquel mismo año de 1788 en Italia. El superior de dicho religioso pidió al censor, se nos dice, que no le concediese licencia para publicar el periódico, porque él era
2 AHN, Estado, 3248/64, 26 de abril de 4788; Consejos, Impresiones, 5554/65, sin fechar, pero con toda probabilidad de fines de junio o principios de julio de 1788 (la orden de transmitir al juez de imprentas es del 12 de julio). 3 Perdónenme el ceder ante una moda que en la actualidad causa furor, utilizando por primera vez ese estupendo «y/o», por no haber tenido aún la oportunidad de encajar en ninguna parte el no menos soberbio «vs.» («versus»; se ruega pronunciarlo con arreglo a la fonética parisiense, más distinguida que la inglesa y la latina), así como tampoco algunas expresiones telegráficoliterarias más. Díganme, por favor, si en este caso debí poner el verbo en singular o en plural, mientras nos facilita la clave de este problema crucial una enésima reforma de la soñolienta Academia Francesa… 4 AHN, Estado, 3248/64. 5 Ibídem.
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en realidad el verdadero redactor; dicha licencia se denegó primero, pero, añade Velasco, «posteriormente haviéndome instado [Trullenc] con importunación sobre el propio asunto, le respondí al ynterlocutor que acudiese al Consejo y no volviese a molestarme en su razón». El caso es, de cualquier forma, que siete números, con suertes diversas, fueron publicados durante el período que, con la ayuda de Guinard, hemos tratado de determinar con alguna aproximación: los dos primeros en 1787, los demás en 1788; se puede advertir sin embargo que el número IV, retenido por la censura largo tiempo por haberse atrevido el anterior6 a disertar sobre las «exenciones que los Religiosos logran de la jurisdicción episcopal», se refiere al mes de enero particularmente riguroso7 y a los nacimientos tradicionales en aquel período: es, pues, posible que el tercero apareciese poco antes de finalizar el año de 1787, y también antes de enterarse de ello el Memorial Literario de diciembre, pues vienen reseñados en él los dos primeros. Comoquiera que fuese, el 29 de mayo de 1788 Antonio Torres, «Presv.° de la Congreg.n» de los «Misioneros del Salvador», acababa de censurar los números V y VI,8 lo cual significa que en esta fecha el séptimo y postrero aún no estaba preparado para la impresión; pero, significativamente, el censor arremete únicamente contra el tercero, dictaminando que El Duende de Madrid «no solam. no deve publicarse, sino que deve reprehenderse a su Autor»; el 14 de junio se aconsejaba a Trullenc que tratase temas menos «sugetos a graves inconvenientes» que la disciplina eclesiástica;9 por fin, el 25 de mayo de 1789, los oratorianos Antonio Quadrado y Antonio Torres, ya citado éste, lamentaban aún que el tomo segundo criticase la entrada en religión por presiones más o menos enérgicas de los padres, y que el tercero —¡otra vez!— lo repartiese un sujeto que era «un insensato y el objeto de burla y risa del pueblo»10 y que el texto, dedicado a la decadencia de las órdenes monásticas, lo hubiese redactado además una «junta de duendes»; a eso vamos… Por sonarles desapaciblemente a los oídos de los reverendos este escrito «temerario, cap6 Guinard escribe equivocadamente que se trata del VI. 7 «Como todo el mes de Enero ha sido tan riguroso…» (p. 77); «[…] Nacimientos y Sombras, porque si he de decir verdad, la escena del Maestro de Escuela, la Glosa de los Mandamientos y la Tirana de Caga la capa desde el año anterior me tenían enamorado» (p. 80). 8 AHN, Estado, loc cit. 9 Ibídem. 10 AHN, Inquisición, 4477/5, f. 36.
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cioso y propio de un espíritu livertino», lo que había de ocurrir ocurrió: el edicto de 6 de marzo de 1791, escribe Guinard, vino a poner punto final a la empresa de Trullenc «y consortes».11 Como acabo de decir, redactaban el periódico unos «duendes cristianos católicos» (aunque nadie tenía obligación de creerlo, empezando, se nos dice, por los manes de Feijoo…), los cuales preferían llamarse a sí mismos genios, «es a saber […] talentos y discernimientos sobresalientes de los hombres»,12 y en su programa entraba un determinado número de temas comunes a los reformistas ilustrados,13 que por cierto no les dejaron tiempo suficiente para desarrollar: crítica de la vida social, familiar, religiosa, de la enseñanza, de la ociosidad, del lujo, de la costumbre de vestir imágenes de santos, de la preocupación por el parecer en los hidalgos, de la explotación de los arrendadores por los terratenientes, de la pobreza de los artesanos y del desprecio en que se les tiene (será tema del número V), de la literatura también (el VI interviene en la polémica de 1788 sobre el teatro),14 de la «decantada injuria contra los Castellanos de que éstos son naturalmente olgazanes y perezosos», etc. A fuer de legítimos duendes, pretenden visitar «los desvanes del Apologista [Universal], Censor, Corresponsal [del Censor], Semanario [Erudito], Correo de Madrid, Diario, Espíritu [de los mejores diarios] (o quinta esencia) y otros periódicos; y al menor descuido que se note habrá destinados quatro individuos sagaces para que se introduzcan en el gavinete del Memorial Literario». Y, como era de espe-
11 Reza un Aviso al Público al que se refiere el número primero (p. 23), entre bromas y veras: «En la librería de Don Manuel Fernández, frente a las gradas de San Felipe el Real y de Don Bartolomé López, Plazuela de Santo Domingo se recibirán los Discursos y Reprensiones que envíen los corresponsales forasteros, con tal que remitan los pliegos francos de partes, pues ya se sabe que la Junta de Duendes no paga derechos de estafeta». Uno de los dos ejemplares del número primero pertenecientes a la Hemeroteca Municipal de Madrid lleva, al dorso de la portada, la siguiente inscripción manuscrita de la época: «Prohibidos todos los papeles del Duende por edicto de 3 de Mayo de 91», pero la fecha propuesta por Guinard tiene confirmación en el Suplemento al Índice expurgatorio del año de 1790 (1805). En el margen izquierdo de la carta de denuncia contra el padre Montengón, escribió una mano desconocida: «Pídanse exemplares de todos los núm.ros public.dos deste Duende de Mad.d p.ra remitir a mi sobrino en flor.cia [Florencia], p.s se los ha pedido la Infanta Gr. Duq.sa». 12 El Duende de Madrid, n.° 1, «Prólogo de D.n Benito», p. 14. 13 Ibídem, pp. 17 y 20-21. 14 Véase F. Aguilar Piñal (1986); el autor no menciona esta participación.
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rar, esos «duendes» del Duende de Madrid mandan a uno de los suyos para contratar a un ingenuo, un «inocente» que cree en ellos, don Benito, como repartidor de su prosa periodística. Pero, más que al contenido propiamente dicho del Duende de Madrid, a lo que quisiera dedicar alguna atención es a ese último personaje vinculado al periódico y que Guinard, no sin cierta paradoja aparente, califica a un tiempo de mítico, como también lo son, según opina, los dos interlocutores de las contemporáneas Conversaciones de Perico y Marica, y «al parecer muy popular entonces en Madrid». El título completo de la publicación era El Duende de Madrid, discursos periódicos que se repartirán al público por mano de D. Benito; parece difícilmente creíble que los editores apuntasen esta última particularidad si se tratara de un sujeto meramente fantástico. Había ya vendedores de periódicos en la villa: eran los gaceteros y gaceteras; éstos, si nos fiamos del grabado de Manuel y Juan de la Cruz —sobrino uno y hermano el otro del sainetista— que lleva el número 2 en su Colección de Trajes de España, publicada de 1777 a 1788 (Gazetera), vendían, además de la Gazeta de Madrid y el Kalendario Manual y Guía de Forasteros,15 las famosas «cartillas» y el Catón, material pedagógico de gran difusión,16 aunque la versión francesa del título de la estampa reduce el surtido a dos géneros, refiriéndose a una Crieuse de Gasette, et d’Almanaks. La gacetera de los Cruz, sentada con los ojos entornados (al menos, el que se ve), la cabeza levemente de lado y un palo en la mano, es una ciega (véanse los ojos del Ciego jacarero, en la estampa n.° 1), a no ser que este pormenor sirva solamente para recordar que las viudas de ciegos —videntes ellas o no— podían legalmente sustituir a sus difuntos en los distintos puestos que ocuparon antes en la capital en virtud de su pertenencia a la cofradía que seguía teniendo, mal que bien, en 1777 el monopolio del reparto de las citadas obras.17 Es por lo tanto perfectamente posible que un individuo que no fuese gacetero «profesional» o beneficiario del privilegio concedido a la cofradía
15 Las cinco primeras letras del título se grabaron al derecho; la parte final queda ocultada por un pliegue del papel. El tamaño, sin embargo, no es el de las Guías, pero se distingue en la primera página, no sin alguna buena voluntad, la presentación del calendario de las ferias, en dos columnas. 16 Véase P. de Demerson (1986). 17 Véase J. F. Botrel (1973), en particular pp. 439-451.
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de ciegos alquilase sus servicios o fuese solicitado por nuestros periodistas para efectuar la difusión o reparto del Duende de Madrid. Los documentos relativos a esta publicación, incluso los oficiales, suponen en efecto la realidad del personaje de don Benito: el Memorial Literario precisa que ese «hombre rudo y de pocas palabras», ese «inocente», es muy bien «conocido en Madrid por su ridículo carácter»;18 dos calificadores del Santo Oficio, como queda dicho, lo definen en su informe del 25 de mayo de 1789 como un «insensato y el objeto de burla y de risa del pueblo», lamentando que los números tocantes a la religión los reparta él. Tal vez se tratase simplemente de un «cordelero», o sea, de un mozo de cordel o esportillero, pues de tal lo califica la gente, si bien es en son de broma, según nos dice él mismo en el número primero —porque Trullenc lo convierte también en autor de las introducciones a sus Discursos—, o bien un «Demandadero, Recadero o Repartidor»,19 actividad ésta a que le ha condenado el «duende», según puede leerse en el periódico, por haberse atrevido a llamarle «señor figura» y aconsejarle luego que viniese a su casa a dedicarse a tareas caseras, con arreglo, adviértase, a una tradición atestiguada por los especialistas en demonología (hay referencias a los padres Arcos y Del Río) y de la que, entre muchos, se hicieron eco un Feijoo y el Goya de los Caprichos. El duende replica llamando a nuestro repartidor «Senador de Cafres, fantasma de las calles y entrada de saynete», y también «figurón de tapiz».20 El duende y su supuesto equipo de periodistas, la llamada «Junta duendina», eligieron a don Benito, según refiere éste que dicen, porque, «como el más paseante de Madrid», está mas que nadie en condiciones de repartir sus folletos críticos.21 Y, por último, el buen hombre evoca, en frase insuficientemente aclaradora para nosotros, «el honroso albergue y regalada cama que [le] prepara la magnificencia de aquella Excelentíssima casa cuyos timbres son tan notorios».22 Pero verdad es que 18 Diciembre de 1787, pp. 598 (sacada la expresión del Duende de Madrid) y 595, respectivamente. 19 «Prólogo…», p. 6. 20 Ibídem, p. 9. 21 Ibídem, p. 16. 22 Ibídem, p. 6. No se trata por lo tanto, según parece, de la simple variante del destinatario «inanimado» de una dedicatoria, como la famosa Mariblanca, «perpetua habitadora de la Puerta del Sol», a quien van dirigidas al menos dos obras, Madrid por dentro y el forastero instruido y desengañado (s.l.n.a.), en la primera mitad del siglo, y El ceremonial de estrados y crítica de visitas, en 1789, o bien de un destinatario ficticio, cual el aguador Domingo, que
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las cosas se van complicando en la medida en que don Benito no se limita a repartir los ejemplares del periódico: los redactores —los de verdad— lo van a ascender, como se dijo ya, a supuesto autor de las «introducciones satírico-jocosas» que preceden a los distintos Discursos, lo cual, dicho sea de pasada, está en perfecta contradicción con la rudeza y escasa elocuencia que caracterizan, se nos dice, al interesado, si bien no con su fama de figura ridícula. Cierto es que existía una tradición —el estudio de Noël Salomon sobre los nombres dados a los villanos de la comedia lo pone en evidencia— que afectaba a ciertos nombres de una cualidad o un defecto particulares, y «Benito», entre otros, se asociaba espontáneamente con la ingenuidad o la bobería23 (para el Memorial Literario, se trata de un «inocente»; en cuanto al «bendito» español, o al «benêt» francés, cuya etimología es la misma que la del nombre de pila, son semánticamente muy afines); la figura del inocente discreto, según escribe Guinard, sin llegar a la del «cuerdo loco», ya no era ninguna novedad, de manera que no queda excluida la posibilidad de que «Benito» fuese simplemente un mote que le pusieron a aquel gracioso «malgré lui», y un mote tanto más divertido cuanto que iba precedido de un «Don» (véase el «don Turuleque» de Quevedo, o, prácticamente en la época del Duende de Madrid, la «donemanía» criticada por Cadalso en una de sus Cartas Marruecas, o por otros más). Pero oigamos ahora cómo se expresa nuestro personaje,24 por intermedio del periodista, en su introducción al Discurso, o número, primero: Señor público […] hasta ahora ha juzgado Vm. que yo soy algún autómato o un ente extraordinario sin más señas de vitalidad que el mero movimiento, y si no fuese así, ¿cómo era dable que en la equidad con que Vm. califica a todos los individuos que le componen cupiese un total olvido de mi figura, de mi vestir, y de la economía de mis acciones […] ¿Es posible, Don Nuño elige sarcásticamente por mecenas en la Carta Marrueca VI, de Cadalso. En cambio, no suena exactamente igual en Morir viviendo en la aldea y vivir muriendo en la Corte, de Antonio Muñoz (Madrid, P. Aznar, 1737, reedición en 1784), cuyo título completo es: […] Dedicado al insigne Manuel Pasqual, perpetuo voceador de las calles y paseos de Madrid; en efecto, una dedicatoria, sin paginar, va dirigida al personaje, especie de Sancho Panza perpetuamente sentado en las ancas de su pollino, y al que «lo que le falta de hombre le sobra de burro»; al buen hombre le piden que vaya a la tienda en que se vende el libro y, «luego que le posea, camine con él por las Calles, Plazas y Paseos, exhortando a que le compren»; el burro, se añade, ha de leer las seguidillas y coplas contenidas en la obra, y en forma de seguidillas se hace el retrato de Manuel Pascual. ¿No era éste verdaderamente más que un mito? 23 Véase Noël Salomon (1965), «Première partie», cap. V, p. 131. 24 «Prólogo…», pp. 3-4.
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Problemas resueltos o pendientes Benito (me preguntaba yo a mis solas), que hagas tantos papeles y representes tan varias figuras en las calles de Madrid y que ho hayas logrado ser asunto de alguno de tantos primorosos dibujantes y abridores [= grabadores] como hay en su recinto? Garrido25 arreando a su borrico, Romero y Costillares con los trofeos de su estoque a los talones,26 se miran en sus retratos a cada paso y en cada esquina, y aún no he merecido ser igual siquiera a un Mambrú,27 a un Glovo28 o a un Elefante en al abanico más estre[c]ho de quantos han andado entre las manos y narices de las majas de esta Corte.29 Aunque creo firmísimamente que desde ahora se me ha de resarcir este agravio pintándome, retratándome y aun esculpiéndome en alguna figura de barro cocido con mi vestido a la heroica, sortija y medallones y como una especie aparte en la colección de trages.
Precisamente, se da la circunstancia de que este autorretrato fue reproducido, esto es, concretamente, dibujado, y luego grabado, con el número 75, por Juan de la Cruz entre las postreras estampas de la antes citada Colección de Trajes de España,30 entre finales del año de 1787 y el de 1788, ya que el grabado siguiente, que lleva el número 76 y pertenece también al mismo cuaderno final de la colección, lleva esta última fecha, y, por otra parte, el número primero del Duende de Madrid se publicó en el otoño de 1787 o, en cualquier caso, antes de diciembre, según Guinard. La leyenda 25 Véase más adelante. 26 Dos de los mayores toreros de la época (mío el subrayado). 27 El general inglés Marlborough (1650-1722) —el que en Francia «s’en va-t-en guerre» («Mirontón, mirontón, mirontela», proseguían cantando en Madrid)— fue héroe de varias tonadillas, entre las que gozaron de particular aprecio las de Jacinto Valledor y Blas de Laserna, respectivamente La cantada vida y muerte del general Malbrú (1785) y El desengañado (1786). También se escribía «Malbruc» o «Mambrú» (véase José Subirá, 1930, I, pp. 188-193 y 427-437). 28 Es notorio el gran interés que suscitaron los aerostatos tanto en Francia como en España, adonde no tardaron en llegar. Los grabadores y pintores de la época dan testimonio de ello, entre otros Goya y Antonio Carnicero. 29 Uno de sus congéneres tuvo el mismo éxito en el Madrid de 1773, «dando margen a toda clase de escritos; Iriarte le dedicó tres poemas (E. Cotarelo, 1897b, p. 133); a Ramón de la Cruz le inspiró el sainete intitulado El elefante fingido. Una elegante española de Lorenzo Tiépolo tiene uno pintado en el país de su abanico (véase Y. Bottineau, 1986, lámina 72 B). 30 Juan de la Cruz Cano y Holmedilla (1777-1788). Reeditada, con las estampas iluminadas, por Valeriano Bozal en 1988. La Gazeta permite puntualizar algo mejor la cronología propuesta por Bozal en lo que al cuaderno sexto se refiere: el 16 de marzo de 1787 anuncia «La viuda noble [de las islas Canarias], El lugareño [Isleño de las Canarias] y El serrano de las islas Canarias [… de la Gran Canaria]. Con ellas se completan 6 quadernos de a 12 trages cada uno hasta el núm. 72, sin las 3 que contiene del teatro y el frontispicio». Se vendía en la librería de Copín y en casa del autor, calle de la Cruz.
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habitual queda en este caso sustituida por una «quarteta», redondilla abrazada diríamos hoy, intitulada, en mayúsculas, El Autor a D. Benito, que es como sigue: Ay va tu Retrato, Amigo, Si de él mi falta depende, Porque no quiero que el Duende Esté enfadado conmigo.
Se trata indudablemente de una respuesta a don Benito, y más concretamente a los autores del Duende de Madrid, a través del que éstos han hecho a un tiempo «introductor» ficticio y repartidor real de su periódico. Los retratos —es un decir— de los dos toreros Pedro Romero y Joaquín Costillares corresponden respectivamente a las estampas 27 y 28 del tercer cuaderno, varias de las cuales llevan la fecha de 1778; y se tiene que considerar que la que constituye con otras dos el reducido Quaderno de Trages de Theatro, de los mismos artistas, y representa al cómico Miguel Garrido, en Trage de Gitano dispuesto a esquilar su pollino y cantando la seguidilla: La Carona le jago a este Borrico; lo que no esquilo, sólo es el Jocico,31
es también anterior a la de D. Benito, puesto que éste se refiere a ella con envidia en su prólogo. El retrato de Garrido es el primero de los tres grabados actualmente conocidos, pero sin fechar, del citado Quaderno, y sus autores especifican que dicho cuaderno «servirá de suplemento a los [trajes] de España y se irá interpolando con toda la Obra», lo cual no facilita naturalmente su datación. En cambio, don Benito no menciona la tercera de estas estampas, que inmortaliza al «gracioso» (o, por mejor decir, exgracioso convertido en «barba») José Espejo, disfrazado de ciego en el sainete El careo de los majos (1766), de Ramón de la Cruz, que el tío y hermano de los artistas había representado aún el 1 de septiembre de 1777 en el teatro del Príncipe, y el 19 de noviembre de 1778 en el de la Cruz. Debe de tratarse de un simple olvido, ya que esta tercera figura se menciona en la 31 Según la leyenda del grabado, al revés, del Museo Municipal de Madrid (IN 2505), estos versos proceden de «la tonadilla de D. Diego de la Riba», cuya fecha exacta desconozco. Miguel Garrido, que vino de provincias, fue cómico en Madrid de 1773 a 1804.
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Gazeta del 16 de marzo de 1787, o sea, antes de la aparición del primer número del Duende de Madrid en el que, como se ha dicho, don Benito expone su reivindicación. Se advertirá además que en la medida en que se pretende publicar una coleción de trajes regionales —V. Bozal32 entiende que son en realidad más bien tipos que trajes, por otra parte no muy bien ejecutados en opinión de Manuel Monfort, a la sazón director de la Imprenta Real—, las cabezas de la mayor parte de las figuras, incluso las de los individuos procedentes de distintos cruces étnicos, no se diferencian apenas unas de otras, mientras que en los retratos de Romero y Costillares, Garrido o Espejo, el dibujante y el grabador han intentado individualizar algo las fisonomías, de manera que acierta don Benito al vaticinar que, si su deseo o solicitud es atendida por los artistas, vendrá él a ser «como una especie aparte en la colección de trajes». Examinemos desde más cerca la estampa de Juan de la Cruz: nuestro personaje lleva en efecto, según dice, un «vestido a la heroica», término bastante impreciso, por cierto, pero que se refiere en cualquier caso a una moda indumentaria netamente anterior a la época del Duende de Madrid: a diferencia de sus contemporáneos, cuya cabeza cubría un «peluquín» o simplemente el «pelo propio» (recordemos la terminología usada en las ordenanzas relativas a capas y sombreros antes y después del motín contra Esquilache), don Benito lleva una «peluca», más imponente, y que entonces sobrevivía como atributo de golillas, magistrados y «ministros» de justicia (véanse el Alguacil, número 9 de la misma colección; y los Caprichos 21, 24 y 41 de Goya). Viste además medias «a la virulé» o «barulé», del francés «bas roulé» (del rollo que se hacía revolviendo la media sobre la rodilla), es decir, que, contrastando con el uso de aquellos años, el calzón aún no cubre la media debajo de la rodilla, sino que, por el contrario, la media sube hasta encima de la rodilla y de la parte inferior del calzón, según se usaba en el país vecino durante la Regencia y el reinado de Luis XV;33 a esta forma de prenda se refieren Moratín el Mozo y Comella, 32 Introducción a la edición antes citada. 33 Véase Jacques Ruppert (1931), p. 33, lámina VI (traje de 1725), y p. 46, fig. 53, según Lancret (1730). Fernando VI niño, pintado por Jean Ranc hacia 1723, Felipe V en el cuadro de L. M. Van Loo que representa a la familia real (1743), así como el propio pintor en su autorretrato en compañía de su hermana, llevan también el «bas roulé» (véase Y. Bottineau y otros, 1979, pp. 136, 149 y 153).
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«Don Benito» (Juan de la Cruz, Colección de Trajes de España…).
éste a propósito de un militar retirado en El café o el violeto universal en 1792. Pero, curiosamente, ese raro atavío es, en el Duende de Madrid, no el de don Benito, sino el que viste el verdadero (digámoslo así…) duende, cuando se le aparece por segunda vez al vendedor de periódicos; esas «medias con barulé bordado», esos «zapatos de ozico de lechón», o sea, chatos, desprovistos de punta y con la parte superior del empeine bastante alta (aquí también las lleva el modelo del grabador y no, como en el periódico, su duende), así como otros pormenores, olvidados u omitidos por el artista, le mueven a decir a don Benito que así vestía su «abuelo en
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principio de siglo»;34 en su primera aparición,35 el diminuto («chiquito») genio llevaba otra «extraordinaria vestimenta […], un sombrerito abarquillado y puntiagudo, capita corta y hueca, gregüesco de follaje y una linterna en la mano»; así, con el mismo traje y en la misma actitud (y de perfil) se le puede ver en el enorme «medallón» de don Benito (el grabador no reproduce más que uno, aunque su modelo afirma que posee varios); curiosamente, la joven elegante representada en la estampa número 76, fechada en 1788, y que a veces se identifica con la actriz La Caramba (fallecida… un año antes), lleva un medallón del mismo tipo colgando de su largo collar, aunque algo más pequeño, con su figurita en medio, también más reducida, y que se parece mucho al «retrato» del citado duende. La estampa de don Benito, que se puede ver en la página anterior, de tamaño menor que el del original, no ha de facilitarle quizás la tarea al lector, al espectador más exactamente, pero remito a la edición de Valeriano Bozal, el cual respeta el formato original y reproduce la colección iluminada. Cruz efectuó por lo tanto una cierta amalgama entre la forma de vestir descrita por el don Benito del Duende de Madrid y la del duende que le visita reiteradamente. El hombre lleva, además, sombrero de tres picos con plumas; las vueltas de los puños, anchas y altas («vueltas de a vara», decía Comella; recordemos al anciano medio momificado que juega al toreo en el Capricho 77, «Unos a otros», y algunos personajes provincianos o aldeanos endomingados de la Procesión de aldea o del cartón La boda, de 1791-1792), ya no están de moda; pero, si bien tiene corbata, chupa larga y casaca por encima, se cubre además con una larguísima capa forrada de rojo cuyos tres cuellos escalonados evocan la contemporánea levita, o redingot a la levita —ésta, sin embargo, más ajustada en la cintura—, y sobre la que exhibe una enorme cruz amarilla que hace juego con la que forma una mancha roja en el pecho con un lazo del que cuelga el medallón. De estas cruces, que traen enseguida a la mente una orden de caballería, la segunda tiene algún parecido con la de Montesa, de gules desde 1400, según la Enciclopedia Espasa, pero también por su forma, si bien no por su color, a la de San Julián del Pereiro, más tarde orden de Alcántara, cuya cruz es de un dibujo netamente más complejo; la otra no se parece a primera vista a la de ninguna; los dijes pendientes de la cintura, entonces 34 N.o 2, p. 28. 35 N.o 1, p. 9.
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corrientes tanto en Francia como en España, tienen distintas formas: una higa, contra el «mal de ojo», y dos cascabeles en el lado derecho, una llave, unas castañuelas y otro objeto sin identificar (¿un peine?) en el izquierdo. Es lícito, pues, suponer que la forma de vestir abiertamente anticuada de la figura quiere por añadidura parecer heteróclita y, por ende, doblemente divertida; esta particularidad debió de sugerírsele al grabador, cuyos medios eran naturalmente más limitados, por la alusión a las «tan varias figuras» que adoptaba, según dice él mismo, don Benito en sus andanzas por las calles de la villa; el caso es que el don Benito «periodista» confiesa que le tiene pasmado la frecuencia con que su duende «cada vez muda de figura y vestido, que no parece sino que me remeda».36 Añádase que, en la estampa, don Benito lleva en su dedo meñique izquierdo la sortija que se atribuye en el periódico; en cuanto a su actitud: leve sonrisa en los labios, mano derecha al pecho con los dedos metidos en la chupa por la parte desabrochada, tricornio levantado, cabeza y espinazo levemente inclinados hacia adelante y rodillas desigualmente dobladas, es la del saludo, «cortesía», según decían, o reverencia, y se inspira directamente en la frase del seudo don Benito: «Es verdad que mi eloqüencia es algo balbuciente y tengo que suplirla con ciertas inclinaciones de cabeza y algunas cortesías».37 Tal vez incluso sirva la aparente torpeza de los distintos ademanes del saludo, en particular la genuflexión, para hacer más evidente el aspecto divertido del personaje. Éste fue, pues, si no me engañó el Duende de Madrid (o simplemente el duende…), aquel don Benito, efímero pero inmortalizado a petición de su doble literario o periodístico por Juan de la Cruz, a un tiempo real y fantástico, y que por cierto tuvo una descendencia inmediata, los Diálogos de D. Benito, cuyo redactor anónimo publicó seis números, o quizá más, desde el otoño de 1788 a 1789.38 36 N.o 3, p. 56. 37 N.o 1, p. 5. 38 Interesa advertir que el número séptimo y postrero del Duende de Madrid adopta la forma de un sueño, de un relato fantástico, cuyos actores llevan nombres extraños y en el que madres e hijas discurren sobre el lujo. Puede —mera conjetura— que esta diferencia formal se deba a uno de aquellos colaboradores benévolos cuyo auxilio pide el número primero. Lo cierto es que las dos últimas páginas contienen sendas viñetas en color que representan una un vestido femenino lujoso y la otra uno más sobrio, muy parecidas a las que grabó Juan de la Cruz (79 y 80), y tanto el artista como el periodista se
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refieren al semianónimo Discurso sobre el luxo de las señoras y proyecto de un trage nacional, firmado «M.O.», supuestamente redactado por una mujer y publicado aquel mismo año de 1788, poco antes del 15 de febrero, fecha que lleva la dedicatoria a Floridablanca; la obra, que tuvo gran resonancia, proponía, a partir de tres modelos principales clasificados por orden decreciente: «la Española», «la Carolina» y «la Borbonesa o Madrileña», distintos vestidos de mujer adaptados a los distintos escalones de la jerarquía social de las interesadas. La Junta de Damas de la Sociedad Económica Matritense participó en la polémica que desató esa publicación (P. de Demerson, 1986, cap. VIII). Hay ediciones recientes del Discurso. En cuanto a los Diálogos de D. Benito, de los que Guinard dice que no vio, sin indicar la procedencia, más que el número VI, advierto que éste formó parte, hasta una fecha indeterminada, de una colección facticia, en cartoné, de distintos folletos, custodiada en la BNM bajo la signatura Cervantes 1626 (antigua colección Gayangos), según puede leerse en el índice manuscrito que encabeza la obra; pero el documento, y con él otros, también colocados entre los últimos, ha desaparecido. Curiosamente, la encuadernación interior no presenta ninguna señal de arrancamiento: probablemente antes de esta moderna encuadernación, datable en los primeros decenios del siglo XX (?), fue cuando el latrocinio —si es que lo hubo— debió de efectuarse; a no ser que la biblioteca adquiriese el documento ya falto de sus últimos folletos y que el empleado encargado de redactar la ficha de la obra se contentase con utilizar el índice («Diálogos de D. Benito / 51 p.»). Un ejemplar de este número, encuadernado en fecha reciente, se conserva bajo la signatura 4/197116, con el título: Ensayo para un elogio de los barberos, dirigido a un tal don Cándido, y consiste en un diálogo entre Don Benito / y el barbero; el primero de los interlocutores aconseja al destinatario que lo dé a luz, para venderlo mejor, con la mención de que está «traducido del Francés al Castellano», lección ésta que pondrá más tarde en práctica la dramaturga María Rosa de Gálvez con una de sus obras. En cambio di, sin ninguna investigación particular, con los números I y II de dichos Diálogos… en la Hemeroteca Municipal de Madrid (A 258). En el primero (sin fechar, 21 páginas), la filiación, por no decir identidad, se afirma claramente: aunque se nos dice que «ya no hay Duende ni cosa que huele a ello» (p. 2), éste reaparece y le propone a don Benito que redacte una Guía Económica de Forasteros, que buena falta hace en Madrid; pero don Benito le suplica que le deje en paz y vea «si hay algún Volante desocupado de los muchos que hay en esta Corte para que desempeñe ese empleo»; se va el otro, disgustado, y se pregunta a sí mismo don Benito: ¿Y quién sabe si por haber vencido a este vestiglo en descomunal batalla [lo cual trae a la mente al menos dos títulos de capítulos del Quijote, o —pero viene a ser lo mismo— el de una muy reciente sátira contra Vicente García de la Huerta] me llamarán el Caballero del Duende? Y no es pequeña prueba de este blasón futuro la de que ya ando retratado por estas calles ni más ni menos que si fuera mi misma figura y con una medalla al pecho que representa al Duende mi competidor (a)… (a) Don Juan de la Cruz, bien conocido en esta Corte por su mucha havilidad, ha gravado la estampa de D. Benito del mismo modo que se le figura en el Escrito del Duende de Madrid».
También se refiere al número V, que contiene una defensa de los zapateros («…no pudo llegar a más que hacerme Diputado de Zapateros»). Pero, si el título del folleto anuncia unos Diálogos, es porque don Benito, como buen discípulo del otro, entabla varios con un «venerable Filósofo» madrileño sobre la bienaventuranza eterna, la vida honrada y virtuosa, etc., con muchas citas de Aristóteles, Séneca, «Marcrobio [sic] y otros», sin llegar a dar, ni que decir tiene, una impronta indeleble al pensamiento universal… En cuanto al número II, vendido en la librería de Quiroga, en la «calle de la Concepción Gerónima y en la de
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Correos, frente a las gradas de San Felipe el Real», nos propina un nuevo sermoneo filosóficomoral. Retengamos simplemente que don Benito se pone furioso, como solía, o solía su hermano mayor o antecesor en El Duende de Madrid, siempre que la gente se vale, para designarlo, de una «voz de tanto desprecio» como «Cordelero», y se afirma natural de Chinchilla, lo cual no deja de recordar, más que al linajudo dómine Lucas de Cañizares, más tarde inmortalizado en un Capricho goyesco, al «loco de Chinchilla», tan caro a García de la Huerta, fallecido en 1787 («Huerta, no el loco», como puntualizara donosamente Leandro Moratín…).
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DE ALGUNOS ENIGMAS HISTÓRICO-LITERARIOS* Los investigadores de la historia de la literatura solemos de vez en cuando topar con algunos problemas irritantes —llámense misterios o enigmas para mayor aparatosidad…— que nos plantea la falta, unas veces provisional y otras definitiva, del documento imprescindible para acabar de resolverlos. En tales casos, conviene moderar tanto como sea posible las insinuaciones de la loca de la casa, la cual tiende a llenar a su manera los huecos del rompecabezas y, si bien nos puede ayudar en contados casos, a menudo nos lleva a sacar conclusiones discutibles; pero, al fin y al cabo, no resultan éstas del todo inútiles, pues por la crítica que han de suscitar ya constituyen un paso adelante. Con el primero que quisiera evocar, y que en realidad es doble, me enfrenté años hace, en 1962, o, por mejor decir, a mediados de la década de los sesenta, al leer una obrita publicada en La Puebla (Mallorca) después de celebrarse los actos conmemorativos del segundo centenario del nacimiento de Cristóbal Cladera Company (diciembre de 1960-enero de 1961),1 a quien se conoce sobre todo como enemigo íntimo de Leandro Fernández de Moratín, nacido el mismo año de 1760, pues se viene suponiendo, no sin motivos, que tras el seudónimo de Fulgencio del Soto publicó en el Correo de Madrid de 19 de junio de 1790 una larga crítica de la
* Primera publicación, en Estudios dieciochistas en homenaje al profesor José Miguel Caso González, Oviedo, Instituto Feijoo de Estudios del Siglo XVIII, 1995, I, pp. 63-77. 1 II centenario del nacimiento del tesorero Cristóbal Cladera Company, Inca (Mallorca), «Durán», 1962.
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primera comedia del dramaturgo novel, El viejo y la niña, a la que éste no pudo por menos de contestar detenidamente a los pocos días en el mismo periódico. Según el libro de bautismos de 1756 a 1764 que fue de la iglesia de La Puebla, y se custodia ahora en el archivo del palacio episcopal de Palma, «Al deset Dezembre de mil setcens xexanta» fue bautizado «Christófol Joseph […], Minyó [i.e.: varón], fill de Jaume Cladera y Francisca Compañy, Conj[uge].s, al qual nasquè al dia antes [esto es, pues, el 16], Circa de las sinch y mitja de la tarde».2 En el documento n.º 8 publicado en el libro de actas del segundo centenario e intitulado Relación individual de los papeles que hasta ahora se han podido recoger pertenecientes al S.or D.n Cristóval Cladera, Dignidad de Tesorero de la S.ta Iglesia Catedral de Palma en Mallorca, y del que poseo fotocopia gracias a la amabilidad del señor Juan Font, alcalde de La Puebla y sucesor del que estaba en funciones cuando la conmemoración,3 se menciona, de letra del XVIII, o más exactamente de principios del XIX, pues murió don Cristóbal el 19 de diciembre de 1816, un papel definido como sigue: «Borrador de seis pliegos de marca mayor de la respuesta dada a D.n Pedro Ozerín Jáuregui Ojuarco Celenio, inserta en el n.º 31 del Seminario [así al parecer según la fotocopia, pero puede, y debe, leerse: «Semanario»] de Salamanca del sábado 19 de abril de 1800». La primera reacción del lector consiste naturalmente en preguntarse quién fue aquel «Ojuarco Celenio» y dudar si en realidad no sería equivocación por «…O Inarco Celenio», esto es, Moratín el Mozo, cuyo segundo y definitivo seudónimo era precisamente, desde su viaje a Italia y su ingreso en la romana Accademia degli Arcadi, «Inarco Cellenio», con dos eles (y la «c» con sonido de «ch»), reducidas a una sola al trasladarse al castellano para mayor conformidad con la fonética de dicho idioma. Tratándose de un borrador, presumiblemente escrito con escaso cuidado, no parece imposible que el colector de los papeles de Cladera hiciera una lectura errónea del nombre del individuo a quien iba dirigida la respuesta. Pero lo curioso del caso es que no dice que fuese dada la respuesta a
2 Ibídem, p. 10 (reproducción fotográfica; la transcripción adolece de varias erratas). 3 También cito por la copia.
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Ozerín4 por el tal Celenio, ni tampoco a éste por aquél, sino que parece ser obra del propio Cladera —ya que, como he dicho, de borrador se trata— dirigida a dos individuos distintos, pues conocía Cladera el seudónimo de su enemigo, el cual firmó con su nombre arcádico la edición de La comedia nueva realizada en Parma por Bodoni en 1796, y después la traducción del Hamlet publicada por Villalpando en 1798 y criticada por el mismo don Cristóbal, y por último la segunda edición de El viejo y la niña por la Imprenta Real en 1795. La «O» ¿supone una vacilación del propio Cladera en cuanto a la identidad del destinatario, o un descuido del redactor de la lista de los papeles dejados a su muerte por el abate mallorquín? El problema quedaría fácilmente resuelto si tuviéramos a mano aquel número del 19 de abril de 1800 del Semanario de Salamanca. Pero el caso es que todos los que han estudiado la prensa del XVIII coinciden en afirmar que el periódico suspendió su publicación en 1798: así Renée Geoffre, en una tesina de licenciatura dirigida por el recordado Georges Demerson y defendida en 1963 en la Universidad de Lyon,5 y, en fecha más reciente, Mercedes Samaniego Boneu et alii en Publicaciones salmantinas, 1793-1936,6 los cuales afirman que la fecha del último número fue octubre de 1798, aunque se fundan para ello en la colección de la Biblioteca de la Universidad y en los «números que se conservan». Francisco Aguilar Piñal, en su estudio sobre la prensa del XVIII que apareció en el n.º 35 de los Cuadernos Bibliográficos, no se refiere más que a la fecha de lanzamiento del periódico, pero añade que «la colección completa consta de veinte tomos y es muy difícil de encontrar. La única conservada parece ser la de la Universidad canaria» de la Laguna, pero hasta ahora no he podido comprobar si llega a 1800, pues no se dignó contestar el señor bibliotecario tinerfeño a la pregunta que le dirigí con la cortesía que a sus altas funciones corresponde.
4 Ocerín y Jáuregui fue el apellido de la madre de «D. Preciso», por otro nombre Juan Antonio Zamácola (José María de Cossío, 1944). No sé si tiene esto alguna relación con el apellido, o seudónimo, del citado documento. En cambio, según Natividad Nieto Fernández (1989), p. 18, la abuela materna se llamaba Beingoechea. 5 Renée Geoffre (1963). 6 Mercedes Samaniego (1984), p. 43. Véase también Fernando R. de la Flor (1987). Según algunos, el título se convertiría el 2 de enero de 1796 en Semanario erudito y curioso de Salamanca; pero el Diario de Madrid de 10 de junio de 1795 publica un «nuevo prospecto» del ya llamado Semanario erudito de Salamanca, cuyo «plan» se ha de dar en el n.° 170 de dicho periódico.
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Y, sin embargo, consta por varios documentos que el Semanario de Salamanca prosiguió su carrera después de 1798, y al menos durante el año de 1800: en otro periódico contemporáneo, el Semanario de Zaragoza, el número de 25 de diciembre de 1800 anuncia que un determinado folleto se halla en venta, entre otros puestos, en Salamanca «en el despacho de su Semanario»; un papel oficial aducido por Lucienne Domergue en una nota de Tres calas en la censura dieciochesca 7 y procedente del Archivo Histórico Nacional contiene varias consignas del ministro de Gracia y Justicia Caballero relativas al Semanario de Salamanca, con referencia explícita a los números del 1 de abril y del 14 de junio de 1800, que contienen poemas, entre ellos un soneto de «S. del A.» (que debe de ser «Silvio del Arga», por otro nombre Vicente Rodríguez de Arellano), a pesar de la prohibición de publicarlos en la prensa. Por último, en la Gazeta de Madrid de 26 de diciembre de 1800 se anuncia la apertura de una suscripción al Espíritu del Semanario de Salamanca, «en el que, omitiendo las noticias particulares, se incluirá lo que pertenece a materias literarias y científicas…», con los nombres de las librerías de las distintas ciudades en que se recibe dicha suscripción. En tiempos no muy remotos, cuando cada año se tenía que entrar en la Biblioteca Nacional por distinta puerta y los ficheros tenían propensión a mudarse de sitio como por arte de encantamiento (me ha rejuvenecido el advertir en fecha reciente que no se ha perdido definitivamente tan buena costumbre), recuerdo que el dedicado a la prensa contenía una ficha relativa al periódico del que nos estamos ocupando, en cuya parte inferior venía una nota, hoy desaparecida (quizá por haberse renovado la ficha), la cual rezaba simplemente: «véase Nuevo semanario de Salamanca»; pero ya entonces no quedaba nada por «ver», ni tampoco queda ahora, como era de esperar y de temer. ¿Dónde estarán, pues —si es que afortunadamente se han conservado—, aquellos números posteriores a 1798? En la ficha que consulté hace unos años en la Biblioteca de la Universidad salmantina se da naturalmente esta fecha como última de la publicación; pero se agrega que los números complementarios se custodian en el archivo del Ayuntamiento, al que no tuve acceso por estar entonces en obras. 7 Lucienne Domergue (1981), p. 77, n. 22.
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Otro «misterio» —y perdone el pío lector la falta de transición— lo constituye una confusión cometida en Italia entre Comella y Zavala y Zamora, ambos traducidos y apreciados con algunos más en aquella tierra, según refiere el propio Moratín en su Viage a Italia, reeditado espléndidamente poco hace por Belén Tejerina;8 más concretamente, se deriva de dicha confusión. Don Leandro atribuye la adaptación de las tres partes del Federico segundo rey de Prusia a «un cómico hambriento, lleno de hijos y necesidades» llamado Andolfati (como si dijéramos, primo hermano transalpino de don Eleuterio). A renglón seguido, al iniciar, por tanto, la página siguiente, «Inarco Celenio» evoca a otro poeta famélico, Avelloni, cuyas obras no menciona. Pero da la casualidad de que el tal Avelloni tradujo en prosa «reduciéndolas» («tradotta e ridotta») tres partes —digo tres, y no las tres, pues de ahí nació mi perplejidad— del famoso Carlos XII rey de Suecia, de Zavala, atribuyéndolas no a su legítimo autor, sino a… ¡«Luciano Francesco Comella Spagnuolo»! Es ésta una equivocación que lo dice todo en cuanto al éxito del cabeza de turco de don Leandro. Pero, además, el buen hombre confunde aparentemente una vez las «partes», y en ello reside precisamente la dificultad que personalmente no he podido resolver totalmente hasta ahora, y que no evocan ni Tejerina ni el propio Moratín, el cual, más que leerlas, iba a ver las comedias anunciadas en los carteles y tal vez no asistiese a las representaciones de todos los Carlos XII italianos. Aguilar Piñal, en su Bibliografía…, sigue por inadvertencia la lección de Avelloni, colocando también las tres obras entre las traducciones de las comellanas. Dichas tres partes se encuentran respectivamente en los tomos XII, XIII y XIV (fechado el último en 1803) de una colección intitulada Il teatro moderno, o sia Raccolta de tragedie, commedie, drammi e farse le più applaudite ed inedite…,9 y por el orden siguiente: I trionfi di Carlo XII re di Svezia. Commedia inedita conosciuta con il titolo La prima dei tre Carli…, la cual corresponde efectivamente a Triunfos de valor y ardid. Carlos XII Rey de Suecia, primera parte de la trilogía de Zavala; La Giornata di Pultava […] conosciuta con il titolo Il secondo dei Carli… (tomo XIII), lo cual es también exacto (El sitio de Pultova por Carlos XII); en cuanto al tomo XIV, contiene la que, se nos dice, constituye «Il terzo dei Carli» pero
8 Moratín (1988), p. 447. 9 Existe un ejemplar de esta obra en la BNM, signatura T-4236-4329; los tres tomos aludidos: 4247 y ss.
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cuyo título, La morte di Carlo XII, o sia l’assedio di Frideriscak (sic, por «Friderikshald»), no corresponde al de la tercera parte, El sitiador sitiado y conquista de Stralsundo, en la que aún no muere el monarca, sino que escapa por el contrario a sus perseguidores. Se hace más denso el enigma cuando se ve mencionada por Ada M. Coe, en su Catálogo bibliográfico y crítico…, una «4.ª parte, Sitio de Fridericshall, junio de 1787 (Mem. Lit.)»,10 esto es, Memorial Literario de aquella misma fecha. En realidad, lo de la cuarta parte y de Friderikshald es mera broma del citado periódico en un conocido artículo de junio de 1787 en que se critican, con motivo de la representación de El sitiador sitiado…, todos los comediones cuyos autores suelen «hacer a los reyes graciosos, disponer una batalla en cada jornada, con el aparato de trincheras…» (etc.), y el exceso de imaginación de Zavala, el cual hace que, contra toda verosimilitud, el sitiado Carlos XII intente una salida que permite al enemigo apoderarse de Stralsundo, quedando éste por lo mismo sitiado a su vez, y huyendo finalmente el monarca sueco herido a lo mejor para dejar la posibilidad de redactar una cuarta parte: al final de dicho artículo se afirma sarcásticamente, en efecto, que todos están esperando «que en la 4.ª parte de Carlos XII, que será el sitio de Fridericshall [sic], donde murió, quede vivo e inmortal este Gran Rey»; y en el número siguiente (p. 446), en que concluye el análisis de los tres Carlos, escribe el periodista que «sale ese señor [esto es, Zavala] con tres, y lleva trazas de hacer tres mil»; además, contra lo que afirma Coe, Moratín no cita ninguna cuarta parte, considerando implícitamente la tercera como última, ni se custodia, que yo sepa, en ninguna biblioteca, al menos ni en la Nacional ni en la Municipal de Madrid, un ejemplar de la continuación «fantasma» de las tres comedias anteriores. Pero lo curioso del caso es que, a pesar de haber sufrido el tormento de Procusto (otros dicen Procrustes), por otro nombre Avelloni, queda perfectamente reconocible la tercera parte del Carlos XII tras la que lleva título intencionada o casualmente acorde con la broma del «memorialista», pues en primer lugar, con alguna que otra modificación, los protagonistas son los mismos en ambas obras: Carlos, Ulrica, Vakerbat (Vaterbat), Guillermo (Guglielmo), Federico, la viuda («vedova»), el soldado manco («soldato senza un braccio») al que propone el rey ofrecerle una prótesis de plata y 10 Ada M. Coe (1935), p. 36. No se repite en Ada M. Coe (1954).
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concederle el retiro sólo cuando haya perdido el otro miembro en el combate, el príncipe de Hesse (Federigo Cassel), prometido esposo de Ulrica; los lances también son parecidos: enamoramiento de Guillermo y Ulrica después de hecha prisionera la hermana de Carlos por el anterior, el cual, con galantería heroica, se la devuelve al sueco, negándose éste a recibirla a cambio de la paz, matrimonio de Ulrica con Federico (o Federigo), actitud «democrática» del soberano, quien comparte las mismas tareas físicas con sus soldados, valentía rayana en inconsciencia y severidad «espartana». Sólo que en el acto tercero, al asediar a «Frideriscak», le alcanza en la cabeza un «colpo di falconetto» que acaba con su vida, como en 1718, mientras que en el correspondiente de Zavala es Reychel el que muere de esta manera. Lo que no queda aclarado, pues, es por qué se le ocurrió a Avelloni mudar el desenlace y, si no lo ideó él mismo, de dónde lo sacó: ¿de la vida «de aquel héroe cuyo valor hace digna de compasión su temprana y desgraciada muerte», según escribe Zavala en el prólogo de la primera parte? Parece probable, ya que la prensa y los folletos contemporáneos de los Federicos de Comella y de los Carlos XII referían lances ocurridos a estos dos monarcas, y Voltaire publicó en 1731 una Histoire de Charles XII, pronto traducida al castellano. Más molesto resulta el interrogante planteado por la fecha exacta del texto primitivo de la Raquel de Vicente García de la Huerta, que para unos es anterior, a veces mucho, para otros posterior, al motín de Esquilache,11 11 Que yo sepa, exceptuando el mío en mi tierra, nadie ha visto su apellido (mejor dicho, su título) tan estropeado ni con tantas ortografías como el malhadado marqués: se le llama, naturalmente, Esquilache, pero también Squilace, Squilacce, Squilaze, Schilace, Schilaze, Eschilaze, Squilache, incluso Esquilacci, y quedan algunos más… Tratemos de acabar de una vez (?) con tanta injusticia: en primer lugar, en conformidad con la fonética castellana, «Sq» y «Esq» suenan igual (algunos españoles deseosos de evocar el «esprit» que se considera, sabe Dios por qué, patrimonio de los franceses, incurren a la inversa en la hipercorrección ortográfica: «sprit»); segundo, en el XVIII la «ch» se pronunciaba en ciertas palabras como la «q» (véase Autoridades, s.v. «architecto»); la «c», ante vocal palatal naturalmente, sonaba como la «z», pero en el caso de «Squilace» no se trataba de la pronunciación exacta, sino de la transcripción ortográfica, así como también, por cierto, en el de la primera sílaba, que en italiano debe pronunciarse «skwil» y se redujo, para mayor facilidad, a «[e]skil» (perdónense mis equivalencias fonéticas caseras); sólo la «ch», en la sílaba final, corresponde exactamente al sonido de la «c» italiana ante vocal palatal, de manera que resulta inútil escribir el apellido italiano del marqués con dos ces, aunque, como escribe Soubeyroux, aparezcan en documentos oficiales. El propio marqués firma «Squilace» para conseguir un término medio entre los dos idiomas (véase P. Deacon, 1976, p. 370, n. 2). Todo ello nos prueba la confusión que suscitó la intrusión en la lengua de Cervantes de una fonética extranjera. El verdadero nombre es «Squillace», que debe pronunciarse «skwil-
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y que para José Caso se fue modificando presumiblemente en tres etapas, desde un primer estado previo a la revuelta de 1766 hasta su edición en 1778 por Sancha.12 Contra lo que afirma mi llorado maestro y amigo asturiano, ni en mi tesis doctoral francesa ni en sus dos ediciones castellanas descarto totalmente la posibilidad de que la Raquel fuera anterior al motín, ni tampoco afirmo que éste la motivara, pero sí digo que en ella se expresa un conflicto político que, desde la entronización de Carlos III, e incluso antes de su llegada a España mientras era ya incapaz de reinar Fernando VI, oponía un «partido español» proaristocrático, «a cuyo frente puede situarse el duque de Alba»13 (de quien fue bibliotecario don Vicente hasta 1766), a la corriente reformista, y que de dicho conflicto fue consecuencia lógica el alboroto de 1766, o, mejor dicho, el aprovechamiento del descontento popular para tratar de derribar el Gobierno, de manera que, fuese anterior o posterior a esta fecha, la Raquel se hacía eco de aquel conflicto, a tal punto que los parecidos entre las distintas posturas políticas encarnadas por los protagonistas, muchas veces encubiertos, de la rebelión y los de la obra dramática son patentes, por no decir deslumbrantes; como escribe Ríos Carratalá, «todos los elementos que van a configurar la ideología expresada en la tragedia ya están presentes antes del motín, el cual no es más que la consecuencia lógica —dentro del discurso histórico— de aquellos».14 En cambio, sí es cierto que en las introducciones a las sucesivas ediciones de la Raquel por Castalia escribo, tal vez con alguna imprudencia, que la pieza de Huerta es sin duda posterior a los acontecimientos látxe»; así lo escribe Daniel Gotthilf Moldenhawer en la década de los ochenta (Emile Gigas, 1927); así también Francisco Sabatini y Anton Rafael Mengs en sus cartas en italiano de 1761 al ministro, publicadas por Juan J. Luna (1980): «Sig. March[e]se di Squillace», sustituyendo el pintor la «e» final por una «i» para mayor «italianidad», mientras Ricardo Wall, en carta escrita en castellano, suprime una de las dos eles para evitar el sonido de la «l» palatal, si bien conserva la «c» italiana, al igual que Leandro Moratín, cuyo seudónimo arcádico romano era «Inarco Cellenio», que él redujo a «Celenio» —no con «ch» sino con la «c», y la «l», de su propio idioma— en sus portadas, por idénticas razones. Mengs adoptará tres años más tarde las ortografías híbridas a que ya me he referido arriba. Squillace es ciudad de Calabria, sede de un obispado, y está situada frente al golfo que lleva el mismo nombre. 12 José Miguel Caso González (1988). 13 F. Aguilar Piñal (1988), p. 299. 14 Ríos Carratalá (1987), p. 96. La anterioridad de Raquel con relación al motín me parece actualmente aún más dudosa que antes: véase más adelante, y también mi introducción a la cuarta edición (2002) de la tragedia en Clásicos Castalia, n.o 28, pp. 22-24, así como en el presente libro, el artículo «García de la Huerta en Orán…», nota 17.
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de marzo de 1766, por haberme fundado antes en un artículo como siempre muy documentado de Philip Deacon,15 el cual llegaba a la misma conclusión, y también por haberme dejado llevar inconscientemente por una íntima convicción que los hechos parecen en cierta medida —insisto: parecen— desmentir, empezando por los que yo mismo pongo de manifiesto, curiosamente, en el propio número de la Revista de Estudios Extremeños en que viene el artículo de Caso: en efecto, en la nota 17 de mi contribución al simposio internacional «García de la Huerta» (1987), que se reproduce en el referido número II del año 1988,16 infiero de varios datos históricos que casi seguramente se tiene que adelantar un año el estreno de la Raquel en Orán, es decir, fecharlo no el 22 de enero de 1772, sino el día 20 del mismo mes de 1771, lo cual, si prestamos fe a un corresponsal anónimo del corregidor Armona, que pretende saber «de la boca» del propio Huerta que «le mereció seis años de un incesante desvelo», nos hace remontar, al menos matemáticamente, a 1765. Pero ¿se refería el vate zafreño a los seis años anteriores a su estreno oranés, a la conclusión del texto primitivo, a la del que consideraba definitivo, habiéndolo redactado en varias etapas, o incluso, simplemente, dijo la verdad? Ahí está el problema… Lo cierto es que, según los documentos aducidos por Deacon relativos a la causa incoada contra el marqués de Valdeflores, la autoridad sólo tenía noticia de una «Tragedia», sin puntualizar el título, es decir, aún no bien conocida, en junio de 176617 y que el dictamen de expulsión de los jesuitas por Campomanes se refiere en diciembre de 1766 a «cierta tragedia de la Judía de Toledo» cuyo autor, prosigue, «tiene conexión con los jesuitas y hermanos de la Compañía» (a la cual pertenecía Pedro —o «Josef»— García de la Huerta).18 15 Philip Deacon (1976). 16 René Andioc (1988), p. 327. 17 Philip Deacon (1976), pp. 378 y ss. 18 Pedro Rodríguez de Campomanes (1977), p. 47. Dada la confusión que en adelante se había de producir no pocas veces en los medios teatrales y en la prensa entre el título de la comedia de Diamante y el de la tragedia de Huerta, no cabe duda de que se trata de la última, cuyo texto, por otra parte, parece desconocer el redactor del dictamen. Años más tarde, el redactor del Memorial Literario de octubre de 1786 (p. 413) seguía advirtiendo: «algunos han creído que era [Raquel] la misma comedia de la Judía de Toledo enmendada; pero, si se comparan las dos, aunque el asunto sea uno mismo, son diferentes los dramas». Pero adviértase que Campomanes considera la obra como posible «alusión», preguntándose si «en dicha tragedia había o no especies alusivas a la sedición», lo cual podría dar
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Comoquiera que sea, varios argumentos traídos a colación por Caso y procedentes de un artículo de Francisco Aguilar Piñal, también publicado en la misma revista con idéntica fecha,19 no se pueden sustentar: el eminente bibliógrafo aduce en efecto un poema inédito de Trigueros, El pláceme de las majas, redactado en 1765 en conmemoración de la boda del príncipe de Asturias, para tratar de demostrar que entonces ya era conocida por don Cándido María la tragedia de Huerta; y cita los versos siguientes: Ves el autor de Lisis que, aunque fresca, eran de más acción dignos sus versos, pues es Cornelio Galo: no me gruñan, que no es casado el tal, aunque es Cornelio.
Si prescindimos del segundo «Cornelio», que es mera referencia sarcástica a los disgustos conyugales de Huerta, como subraya atinadamente Aguilar,20 lo de «Cornelio Galo» no significa de ninguna manera que se le compare al Corneille francés, aunque muchos españolizaban así su apellido, ni, por lo tanto, que Trigueros aluda a la tonalidad «corneliana», advertida por varios contemporáneos, de su Raquel, como observé en otro lugar; fuera de que se le hubiera calificado de «Cornelio hispano», o algo parecido, y no de «galo». Se me dirá que se llama a Juan de Iriarte «Marcial Latia entender que aparecieron las copias después de los sucesos. Por otra parte, a nadie le parece inconcebible que un Lope redactase una comedia en unos pocos días o semanas. Aprovecho la oportunidad para repetir que los historiadores del tumulto de 1766 no prestan la suficiente atención a las consecuencias económicas de la orden de prohibición de las capas y sombreros: una cosa es el encarecimiento de los productos de primera necesidad, que permite hablar de un motín de subsistencias, aprovechado naturalmente para fines políticos por el «partido español», y otra el temor, manifestado en fecha muy temprana por los mismos fiscales del Consejo, a ver sustituirse las telas y tejidos españoles por los géneros de fuera del reino —como se venía planeando ya en Francia desde la entronización de Felipe V—, lo cual había de traer reivindicaciones salariales de los empleados del Estado debido al precio más elevado del «traxe militar» y de sus adornos, todos extranjeros, y también y sobre todo la ruina de «un gran número de fabricantes» del reino, con el consiguiente paro de muchísimos obreros, pues aquello equivalía a «acavar con los [géneros] del País y sus fábricas»: Morel Fatio aduce en sus Études sur l’Espagne (¡1904!) una serie de documentos oficiales que, añadidos a los comentados en la Historia social y económica de España y América dirigida por Vicens Vives y a los del corregimiento que utilizo en una larguísima nota de Sur la querelle du théâtre… (Andioc, 1979, pp. 288-289, n. 78), prueban la aprensión de los gremios ante tales medidas… y el temor de las autoridades a las reacciones violentas de los perjudicados por la colaboración comercial entre las dos naciones vecinas. 19 F. Aguilar Piñal (1988), pp. 291-310. 20 Ibídem, pp. 298-299.
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no», pero en este caso se agrega lógicamente: «de estos tiempos». De quien se trata en realidad es del poeta y militar romano Cornelius Gallus, autor de cuatro libros de Amores, a quien Virgilio dedicó su égloga décima, y sabemos que Huerta, poeta lírico más que dramático en la Lisi desdeñosa (que Moratín incluye, digámoslo de pasada, entre las obras teatrales impresas de su tiempo), publicó también en 1760 una Bibliotheca Militar española, por lo que tenía Trigueros un motivo suplementario para censurar en la Lisi la falta de acción, de que por cierto carece casi por completo.21 Y, por último, el que Trigueros designe aquel mismo año de 1765 a Huerta como autor de Lisi, obra de escaso valor, y no de Raquel, también arguye en favor de una redacción de ésta muy próxima a la fecha del motín… Tampoco es prueba irrefutable el «testimonio gráfico» evocado por Aguilar de que la Raquel fue representada en el palacio del duque de Alba «entre mediados de 1764 y el verano de 1765», época en que las relaciones del vate con la familia ducal eran todavía excelentes.22 Se trata de un cuadro del palacio de Liria en el que se «recoge» la escena de la muerte de la judía durante una representación hecha por aristocráticos aficionados, y del que conozco cuatro reproducciones: una, no muy buena, que ilustra el citado artículo de Caso; otra, mucho mejor y de mayor tamaño, publicada en el Discurso de recepción de don Jesús Aguirre, duque de Alba, en la Real Academia Española; la tercera, buena también, en la tesis de Ríos Carratalá; y la cuarta, en color, que adorna el cuaderno 53 de la Historia de la literatura española e hispanoamericana redactado para Ediciones Orgaz por el propio Aguilar Piñal. Ahora bien, este cuadro no puede corresponder a la fecha 1764-1765, ni tampoco a los meses inmediatos al motín de Esquilache, por las siguientes razones: en primer lugar, resulta inverosímil que el duque de Alba pusiese entonces la obra en escena en su propia casa «con el autor huido a París, mientras le traicionaba en el mes de julio delatándole ante el conde de Aranda» para cubrirse las espaldas; pero de ahí no debe necesariamente inferirse que la fecha sea anterior a 1766, como supone Aguilar; por el contrario, un examen detenido del cuadro nos convence de que la función se hizo varios decenios más tarde, a finales de siglo, muer-
21 «¿Qué Horacio, ni Propercio, ni Tibulo, ni Cornelio Galo, excedió a Garcilaso y Boscán?», pregunta Quevedo en La España defendida. 22 F. Aguilar Piñal (1988), p. 301.
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to ya el XII duque y convertida la Raquel, al menos para muchos, en tragedia «clásica». Fijémonos antes que nada en los nombres del reparto, que, según don Jesús Aguirre, «fueron añadidos probablemente por el mismo pintor con alguna posterioridad, lo cual obligó al artista a repintar algunas zonas del cuadro»:23 «1. Hernán García: el Ex.º S.r Conde de Cerbellón / 2. Alfonso VIII: Mariscal de Castilla / 3. Rubén: Ex.º S.r Duque de Aliaga / 4. Alvar Fáñez: Ex.º S.r Duque del Ynfantado / 5. Raquel: Ex.ª S.ª Duquesa de Wervik / 6. Judía: Ex.ª S.ª Duquesa de Aliaga / 7. Garcerán Manrique: S.or D.n Josef de Silva / 8. Castellano 1.º: S.r Marqués de Salas / 9. Castellano 2.º: D.n Félix Bourman / 10. Judío: S.r D.n Manuel de Toledo». Se advierte que no aparecen ni los duques de Alba ni los de Huéscar; en cambio, la presencia conjunta de varios personajes no deja lugar a dudas: don José de Silva y la duquesa de Berwick eran ambos hijos de los X duques de Híjar, y la hija, doña María Teresa de Silva y Palafox (que no debe confundirse con María Teresa de Silva y Álvarez de Toledo, hermana del XII duque de Alba, tía abuela de la célebre Cayetana y que contrajo matrimonio en 1738 con el III duque de Berwick), había nacido en 1772 y casó con el V duque de Berwick en enero de 1790; éste murió en abril de 1794 y contrajo la duquesa viuda segundas nupcias con el marqués de Ariza en septiembre de 1800:24 la Biblioteca de Menéndez y Pelayo custodia un documento de 1785 por el que nos enteramos de que la joven María Teresa, de edad de trece años, intervino ya con su hermano en una tonadilla durante una función dada en el palacio de sus padres.25 El conde de Cervellón, nombrado teniente general en 1795, fue elevado a la dignidad de gran cruz de la Orden de Carlos III en 1794, según las Guías de Forasteros; el duque de Aliaga (nacido, adviértase, en 1773) la consiguió al año siguiente, y las duquesas de Aliaga y de Berwick pertenecían a la Real Orden de Damas Nobles de la Reina María Luisa desde 1792. En cuanto a Manuel de Toledo, era hijo ilegítimo de don Pedro Alcántara de Toledo, duque del Infantado, fallecido en 1790 (o 1789, según otros), y por lo tanto hermanastro del que encarnaba a Álvar Fáñez.26 23 Jesús Aguirre (1986), p. 55, n. 59. 24 Ramón Paz (1948); Joaquín Ezquerra del Bayo (1928), p. 14. 25 Miguel Artigas (1957), I, p. 371. 26 AHN, Títulos del reino y grandezas de España, s.v. En septiembre de 1806 ocupa la luneta n.º 1 en el teatro del Príncipe (AMMA, 1-336). Acerca de la fecha de la muerte de don Pedro, XII duque, que fue a vivir a París con su segunda esposa, la princesa Mariana de Salm Salm, véanse Y. Bottineau (1986), p. 179, n. 313, quien cita a Morel Fatio (1890b),
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Pero el cuadro anónimo ofrece otro pormenor interesante, y es que, si bien llevan los actores masculinos el tradicional vestido teatral a la «Española antigua», o «antigua Española», como lo llaman en 1788 El corresponsal del Censor27 y en 1800 Fermín Eduardo Zeglirscosac en su Ensayo sobre el origen y la naturaleza de las pasiones, del gesto y de la acción teatral,28 ilustrándolo con un grabado cuya figura viste de manera idéntica de todo punto a la de los aficionados del palacio de Liria, en cambio la ropa de la heroína es totalmente distinta de la que en los teatros hacía juego con el vestido masculino «antiguo», con verdugado o guardainfante, y se puede ver en la Colección de trajes de España, de Juan de la Cruz, en el citado libro de Zeglirscosac, en la Raquel de Luis Paret, que lo tiene por su parte de hechura y forma «ideal», como dijera El corresponsal del Censor,29 y también en el grabado del tomo I de las Obras poéticas de Huerta, que representa la misma escena haciendo un encuadre, diríamos hoy, sobre los dos personajes centrales. El vestido que llevaba la joven duquesa de Berwick en su papel de la bella judía es en efecto un vestido no de ficción histórica, sino real y corriente entre las personas de la buena sociedad a mediados de la década de los noventa: se trata de una prenda característica de la moda francesa de los años 1794-1795 y siguientes, es decir, del período que abarca la reacción «termidoriana» de julio de 1794 —de ahí su nombre de «vestido Directorio»— y el Imperio napoleónico. Esta moda, que contribuyó a lanzar «Nuestra Señora de Termidor», la bella y escandalosa Teresa Cabarrús, se caracterizaba por un vestido al que se daba el nombre de pp. 192-193, y Jeannine Baticle (1989), p. 55, n. 3. Las casas de Berwick y Alba fueron reunidas después de la muerte de Cayetana, XIII duquesa de Alba, en 1802, pasando a ser XIV duque de Alba D. Carlos Miguel Fitz James Stuart y Silva, VII duque de Berwick. Véase además mi edición de La familia a la moda, de María Rosa de Gálvez (2001), p. 16, n. 28. 27 T. II, Carta XLVI, p. 774-775. 28 Fermín Eduardo Zeglirscosac (1800), «Láminas correspondientes al artículo III…», n.º LVI, 4, «cólera». Identificado con Francisco Rodríguez Ledesma por F. Doménech Rico (2004). 29 Véase n. 27. «Las Damas tienen dos o tres vestidos que llaman de luces, de hechura y forma ideal, los quales tienen los mismos honores que los ropones de los Galanes, esto es, que se acomodan a todas las naciones, y aún con más generalidad…». La Raquel de Paret ilustra la p. 630 del t. IV de la Historia de España de Ballesteros. La sátira de «Cosme Damián» (Samaniego) en el n.º XCII de El Censor define el traje masculino a que nos acabarnos de referir como «trage Borgoñón, conocido desde Felipe el Hermoso», pero que llevan los cómicos «desde don Pelayo hasta los Reyes Católicos» (Caso González, ed., 1989, p. 447).
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camisa, más corto que el anterior y que proporcionaba mayor holgura al cuerpo, dejando incluso adivinar las turgencias femeniles, con la inconfundible cintura alta, debajo de los pechos, con pretina o sin ella; la llamada manía por lo antiguo («anticomanie»), esto es, por la Antigüedad, hizo adoptar las «camisas a la romana» o «a la griega» (ilustrada ésta por la Cabarrús), y se advertirán sin dificultad en la Raquel del pintor anónimo las sandalias y la greca bordada que adorna la parte inferior del vestido o camisa. Esta moda, como escribo en otro artículo,30 llegó casi inmediatamente a España y las primeras en adoptarla fueron naturalmente las señoras de la alta sociedad, que tenían los ojos puestos en París.31 Además, el peinado de la duquesa tampoco tiene que ver con el de los años sesenta, sino que es el que se solía llevar tres decenios más tarde (véase el retrato de la condesa del Montijo con sus cuatro hijas, nacidas de 1777 a 1782,32 en el que todas llevan la típica cintura alta «Directorio», y también los de la duquesa de Alba por Goya, de 1795 y 1797, teniendo en cuenta que el vestido del segundo es disfraz de maja). De todo lo sobredicho resulta que la representación de Raquel por el círculo de la duquesa de Berwick debe situarse, más bien que entre 1790 y 1794, fechas del matrimonio de dicha señora y de la muerte de su esposo, entre la segunda (teniendo en cuenta el período del luto…) y 1800, año de 30 René Andioc (1991b). 31 Acierta don Jesús Aguirre (1986), p. 33, al escribir que la Raquel del cuadro viste «como Cayetana de Alba» (el subrayado es mío); en efecto, la única diferencia es que la faja de la célebre duquesa, en el primer cuadro de Goya, el de 1795, es más ancha que la pretina de la de Berwick, aunque también llega a la base de los pechos. Pero no es posible tomar a esta gran señora por la anterior: a diferencia de la que desempeña el papel de la judía huertiana, doña Cayetana tenía unas cejas inconfundibles que le conferían aquel semblante entre sorprendido y altivo que se advierte en todos sus retratos, los dos de Goya, por supuesto, el de Wertmüller, otro atribuido al aragonés y propiedad de los duques de Aliaga, al menos en 1928, la miniatura atribuida a Esteve y el dibujo de Mariano Sepúlveda (véanse las reproducciones en J. Ezquerra del Bayo, 1928), y que se debía a que las tenía muy largas, pobladas y, sobre todo, formando un arco de «cuerda» no horizontal, sino oblicua, quiero decir: con la extremidad netamente más baja que el nacimiento o punto de arranque. 32 Reproduce el cuadro, custodiado en el palacio de Liria, P. de Demerson (1976), entre las pp. 22 y 23, en el texto de una conferencia publicado por la Fundación Universitaria Española, al año escaso de aparecer su documentadísimo e insuperable libro sobre doña María Francisca de Sales Portocarrero, abuela, como es sabido, de la emperatriz francesa doña Eugenia, esposa de Napoleón III. Debo la posesión de estas dos obras a la generosidad de la autora.
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su nuevo enlace con el marqués de Ariza; por algo faltan éste y el anterior en el reparto de la aristocrática función.33 Naturalmente, para tratar de acercarme más a la solución del problema, si bien no pienso poder resolverlo de modo indiscutible, tendría que analizar otra vez todos los manuscritos de la tragedia, incluyendo por supuesto los dos de Oviedo en que funda don José Caso sus deducciones y cuyas copias debo a la inagotable amabilidad de la doctora Inmaculada Urzainqui, pero tal proyecto rebasaría los límites de esta breve (o debería serlo…) aportación, y lo reservo por consiguiente para más tarde. Sólo agregaré que ni yo ni nadie podremos contar con la ayuda del manuscrito de la Biblioteca Municipal de Arrás, fechado en 1777, por haber ardido el documento en un incendio del edificio ocurrido durante la gloriosa primera guerra mundial, en 1915, según me informó en 1976 y en 1991 la dirección de dicha biblioteca. Para seguir —y acabar— con Huerta, recordaré que, algunos años hace, J. A. Ríos me comunicó la signatura probable de un documento inquisitorial conservado en el Archivo Histórico Nacional que sus ocupaciones no le permitían entonces consultar,34 en el que un oficial de Orán,
33 Precisamente fueron en su mayor parte los mismos intérpretes de la Raquel los que representaron, en 1797 y 98, varias obras teatrales en casa del joven duque de Aliaga, si prestamos fe a un estudio, posterior, de Aguilar Piñal (2000), pp. 264-265, quien rectifica implícitamente la datación equivocada que proponía en su artículo antes citado. Si bien no puntualiza la fecha exacta de la representación «casera» de Raquel, en la que debutó como actor el duque, nacido, repito, en 1773, también agrega que formaba parte de aquella «compañía» de nobles aficionados Matilde Gálvez, esposa del militar italiano Capece de Minutolo, nacida en 1778. 34 AHN, Inquisición, 2876, sin numerar. Entre octubre de 1992 y el 18 de marzo de 1993, fecha en que volví a consultar el legajo, deben de haberse traspapelado (y no por culpa mía…) los documentos, menos el de Murcia, de 31 de enero de 1780, el cual nos da alguna idea del ambiente que reinaba en el presidio: compañeros de Huerta, al menos en el pecado, eran un francés sodomita, un clérigo aficionado a «tactos impuros», un italiano que —¡vaya picardía!— apreciaba la carne en días de viernes, un sospechoso de judaísmo, otro clérigo flagelante, un luterano, unos «solicitantes» (supongo que «ad turpia»), un lector de libros prohibidos y varios culpables de «proposiciones blasfemas», «hereticales» o sin puntualizar. Según el Catálogo de la Inquisición de Toledo (Madrid, Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1903), había tres clases de proposiciones, por orden creciente de gravedad: las erróneas, las escandalosas y, por último, las heréticas. Es posible que nunca sepamos en cuál de las tres categorías entraban las del iracundo don Vicente; mis investigaciones en los papeles de la Suprema y de la Inquisición de Murcia no han dado ningún resultado, aunque de todas formas, al cabo ya de más de dos siglos, le habrá perdonado la misericordia divina, tan infinita como la estupidez humana…
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teniente coronel del regimiento fijo de aquella guarnición, Baltasar de Villalba, denunciaba al Santo Oficio de Murcia, entre «otros sugetos», a nuestro poeta, ya de vuelta de su destierro, por «proposiciones» que desgraciadamente no se puntualizan. La delación debió de hacerse en 1778, menos de un año quizá después de la llegada a Madrid, pues el valiente defensor de la fe y buenas costumbres tuvo la rara ocurrencia de morirse el 25 de enero de 1779, lo cual no detuvo la tramitación del expediente, pues los murcianos, tras haberlo hecho ratificar por un dominico de Córdoba y un juez eclesiástico de Talavera, remitían al Consejo de la Suprema el 12 de agosto de 1780 un legajo de 26 «fojas útiles» que concernía a todos los culpados, pero que debía de ofrecer bastante interés para los biógrafos de Huerta. Aunque conocemos el carácter irascible y el lenguaje coloquial poco académico del académico extremeño, nos habremos de quedar —esperemos que provisionalmente— a buenas noches, según decía Lázaro el del Tormes. Y antes de concluir con una nota, mejor dicho, una notita, optimista, ya que no con un grito de victoria, diré que no deja de sorprenderme el que la polémica suscitada por la publicación del Theatro Hespañol de don Vicente se iniciase verdaderamente con la aparición de una sátira intitulada Continuación de las Memorias críticas por Cosme Damián, anunciada en la Gazeta de Madrid el 17 de mayo de 1785, al mes escaso de salir de la Imprenta Real la Parte primera de la colección. Si de «continuación» se trata, es que con anterioridad a la sátira de Samaniego debieron de redactarse unas primeras Memorias, que desconocemos y… parecen desconocer también los contemporáneos, pues, contra lo que se escribió en casi todas las réplicas, y sigue escribiéndose a menudo, la «Continuación» fue «por» Cosme Damián, pero no fueron «de» éste las «Memorias». Hasta ahora, que yo sepa, no se ha hecho hincapié en esta extraña particularidad, y por lo tanto no se ha intentado resolver la duda que despierta. Y ya llegó el momento de despedirme del lector benévolo con la anunciada noticia de moderado optimismo, evocando a un tal Paco Trigo que el erudito editor de las poesías de Jovellanos no consigue identificar ni en su primera edición de 1961 ni en la segunda por el ovetense Centro de Estudios del siglo XVIII, en 1984. Me refiero a la segunda Sátira a Arnesto sobre la mala educación de la nobleza, publicada en el Censor de mayo de 1787 y probablemente concluida en 1786, en la que el joven aristócrata de rancia alcurnia contaminado por el majismo se mezcla con la chusma y, además de
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fumar el cigarro con sus amigos plebeyos, «Fue antaño allá [el año anterior a Getafe] por ver unos novillos / junto con Pacotrigo y la Caramba». Todos conocemos a la popular cómica andaluza María Antonia Fernández, «la Caramba», la cual, precisamente en 1786, se despidió del teatro para empezar una vida de penitencia y mortificación, las cuales acabaron ya con ella en junio de 1787. Del individuo tan poco grato a «Jovino» habla, y con mucha admiración por cierto, el aficionado a tiranas y seguidillas boleras que fue Goya, en dos cartas a su amigo zaragozano Martín Zapater del 19 de marzo y 9 de abril de 1788;35 en la primera escribe: […] no hay mucho tiempo, pero con todo te digo que te llebará una carta de recomendación mía Paco Trigo, hijo de Madrid, famoso por lo que toca y canta con la guitarra; en Cádiz a asombrado, y lo mismo ace aquí y espero que ay sea lo mismo; te estimaré le faborezcas y le agas cantar donde se te antoje para que corra la voz, porque piensa acerlo al público p.ª sacar alguna utilidad, que creo le saldrá bien pues es un mérito particular y tiene caudal para cantar ocho o diez días seguidos tres o cuatro horas sin repetir nada.
Y en la otra, contestando a su amigo: […] He [leído] el conten[i]do de tu estimada carta y te estimo mucho la proteción de Paco Trigo; supongo que lo abrás oído ya y que me dirás lo que te a parecido.
De la actuación del tal Paco no queda huella en los Años políticos e históricos… de Casamayor ni en la prensa madrileña, y el Semanario de Zaragoza no se publicaría hasta diez años después. Salas y Águeda le califican primero de «cantante» y luego de «cantaor», pero no estoy seguro de que convenga el segundo término, pues ningún especialista, que yo sepa, puede puntualizar la fecha de aparición del cante propiamente dicho durante aquella protohistoria del flamenco, aunque las sarcásticas referencias que hace «D. Preciso» en 1799 a «la extravagante manía de amontonar gorgeos y gorgoritos violentos», al cantante que «sudando a chorros se arranca los botones de la camisa para dar mayores gritos», a «aquel continuo castañeteo de la mandíbula inferior quando canta», a «aquellos furiosos relinchos con los quales se está desgañitando el infeliz horas enteras», características todas de la «gente menestrala y artesana», y, por último, al 35 Edición de Mercedes Águeda y Xavier de Salas, Madrid, Turner, 1982, pp. 179-181, cartas 102 y 103; 103 y 104 de la segunda edición (2003).
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taconeo de las mujeres,36 son indicio (habida cuenta de la exageración de quien sin embargo, conviene insistir en ello, sentía honda afición por la música «española», esto es, popular, por su natural sencillez y pureza, frente a la invasión de la italiana), de una nueva y original modalidad en la forma de concebir y ejecutar el canto con acompañamiento de guitarra, al que él llama irritado «continuo cencerreo». Y cumpliendo con la palabra más arriba empeñada, y otra vez luciendo mi arte de la transición, me despido del «ilustre senado» rogándole «perdone mis faltas» —sin olvidar por ello las ajenas…— y, sobre todo, esta desusada, por no decir deshilvanada, miscelánea dieciochesca.
36 Colección de las mejores coplas de seguidillas, tiranas y polos que se han compuesto para cantar a la guitarra, 3.ª ed., Madrid, Hija de Joaquín Ibarra, 1805, I, pp. IV, XXXVIII, XXXIX (1.ª edición: 1799; existe una edición moderna, fundada en la segunda, Jaén, «Candil» II, Peña flamenca de Jaén, 1982, que posee y me ha prestado mi buen amigo Bernard Leblon, de la Universidad de Perpiñán).
VI. EPÍLOGO
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JUSTA REPULSA DE INIQUAS ACUSACIONES* Este título de una obra de Feijoo que elijo para encabezar mi contribución al presente homenaje ni es alarde de erudición facilona o esteticismo arcaizante, ni tampoco tiene que tomarse estrictamente al pie de la letra; por el contrario, la indignación y gravedad que expresa, sin común medida —las más veces— con el tono de las críticas que es mi ánimo rebatir en estas líneas, tienden, por paradójico que parezca, a quitar a la polémica que aquí se entabla, y como adelante se verá, una virulencia que resultaría más contraproducente que eficaz para convencer a no pocos contradictores de ciertos dieciochistas (y por ende míos), cuyas ideas me parecen por supuesto —las más veces, repito— perfectamente respetables, si bien las tengo por erróneas. Este loable propósito sufre alguna que otra excepción ante la mala fe palmaria, ajena a la ciencia a que dedicamos nuestro estudio, y que se ha de denunciar sin excesivas contemplaciones aunque con la debida cortesía, o, mejor dicho, con lo que de ella me quede, y, más que nada, con la objetividad que nos impone, o debería al menos imponernos, la historia literaria. La primera de estas excepciones concierne a un señor a quien un castellano hecho y derecho calificaría de «muy conocido en su casa», y de «tocado del yugo y flechas» un semanario satírico galo de ocho páginas, publicado los miércoles, fundado en 1915 por Maurice Maréchal y vendido a ocho francos (1 € con 20 «cents» en la Europa una, grande y libre), pero de cuyo nombre no quiero acordarme por prohibírmelo la deontología, palabra mis-
* Primera publicación, en Hommage à Robert Jammes, Toulouse, Presses Universitaires du Mirail, 1994, pp. 19-36.
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teriosa frecuentemente utilizada por aquellos mismos que acostumbran a envilecerla. Me refiero a un tal Manuel Arroyo Stephens, que dio a la imprenta en 1980, guardando valientemente el anonimato en la primera tirada, hecha a cuenta del autor como la segunda, un «libelo» intitulado, con toda modestia, Contra los franceses,1 y cuya lectura aconsejo a los hipocondríacos tenidos equivocadamente por incurables, máxime si ha aparecido una segunda parte con que se nos amenaza en la última de las 46 páginas, y que hasta ahora no he visto, por mis pecados.2 Por traernos a la memoria el Centinela contra franceses de Capmany (el cual tenía sobrados motivos de arremeter contra el ejército de la burguesía napoleónica, imperialista avant la lettre, que pretendía «regenerar» a los españoles colonizándolos), este papelejo nos hace retroceder casi dos siglos, y tal vez más aún; quizá se considere su autor, si me fundo en sus apellidos, último símbolo de la antigua alianza entre los patriotas de la guerra de la Independencia y sus libertadores —por razones exclusivamente humanitarias, of course— mandados por Wellington. Me limitaré tan sólo a examinar los dos capítulos con que se da fin al inmortal tostón, primero porque en ellos se trata, y es un decir, del siglo XVIII (Las luces de Voltaire y Un siglo muy francés), y luego porque en una página modélica se me hace alternar con el «ilustre erudito galo» Marcel Bataillon, aunque, a decir verdad, no tengo por qué sentirme orgulloso de ello, pues unas líneas antes se hermana a Corneille con ¡Bokassa!, si bien no a éste con el futuro beato Francisco Franco, también notorio filántropo. Dejadme reír en la verde orilla de Guadalquivir,
como pudo decir la más bella niña de nuestro lugar si de su lecho no le sobrara la mitad… Inficionado, pues, por el «virus gálico», o «gálica pesti-
1 Arroyo Stephens (1980). 2 Acabo de enterarme de que se han publicado juntas, por Ediciones del Equilibrista, la primera parte y la segunda. En la nueva versión de la primera se omiten ya con cristiana misericordia los nombres de los memos laboriosos, o sea, hispanistas, a quienes me refiero unos renglones más adelante. En lo que a la segunda parte se refiere, debo confesar con total franqueza que, a vueltas de las habituales hipérboles (lo excesivo resulta siempre ridículo), algunas críticas fundadas del autor a varios escritores «bien parisinos» del siglo XX hacen que ya empiece a caerme simpático. Sin embargo, tal vez se pudieran ahorrar, de entre las ilustraciones que adornan la nueva edición, las de las pp. 72 y 96, en que se transparenta ingenuamente la autorrepresión de los impulsos sexuales del —llamémosle así— dibujante.
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lencia» (es el «mal francés» del padre Isla, aunque éste se refería solamente al idioma), incurrí en efecto en la imperdonable torpeza de admitir, después del autor de Erasmo y España, maestro de hispanistas, que sin la preocupación moral «quizá [no me atrevía a más] no se escribiera La Celestina o el Guzmán de Alfarache»; sigue burlándose con la misma gracia inimitable, sin temor a la inconsecuencia, de mi disconformidad con la opinión formulada por Guillermo de Torre, según el cual «lo que estorba a las comedias de Moratín y les quita vuelo es la preocupación moralista infiltrada en el arte», y a renglón seguido censura la ceguera de los supuestos afrancesados, que no supieron ver la utilidad moral de los autos sacramentales, siendo así que, según Menéndez y Pelayo, «España era un pueblo no ya de católicos, sino de teólogos» (y aun más que teólogos, diría yo, como lo prueban el balance venatorio del Santo Oficio y la riqueza sin igual de unos tacos y blasfemias no pocas veces intraducibles al idioma «transpirenaico»); esta clase de frases lapidarias y amorosamente cinceladas, si bien surten mucho efecto, como de cascabel gordo que son, no explican estrictamente nada, así como tampoco el «odio» que, según míster Stephens (el cual escribe: «Walter Scot»…), fue causante único de la campaña contra los autos sacramentales, y supone la misma pobreza de «argumentación» que la de un García de la Huerta, el cual sabía, sin embargo —y lo confirma el corregidor Armona en sus Memorias—, que el instigador de su prohibición fue precisamente un prelado, todo un cardenal arzobispo de Toledo, el cual, a los dos años escasos de lograr su intento de fastidiar a la gente, arremetió contra los bailes de máscaras y le contestó el conde de Aranda que se abstuviese primero él de asistir a comedias, óperas y bailes, cediendo el derecho de aposento que le correspondía en palacio…3 En cuanto a tomarse la molestia de buscar de dónde podía proceder tal «odio», no hay que pedirle peras al olmo del arroyo. Ya te decía, lector benévolo, que estábamos en pleno siglo XVIII, aunque no como cree el libelista, y volveremos a hablar más adelante, o, por mejor decir, a continuación, de aquel supuesto «odio» al autor de La vida es sueño. Digamos antes, para concluir, que, como mediocre libelo que es, este papel entraña, exhibiéndolo otras veces jubilosamente, un conocimiento elementalísimo, por no decir infantil, del XVIII, que se suple, como suele suceder en cualquier caso semejante, con las invectivas de cajón, tan traídas como lleva3 Véase Jesús Rubio Jiménez (1994), p. 197.
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Epílogo
das, y dignas de un período (otros dicen una «era») que se inauguró con un millón de muertos, muchos más que los guillotinados durante la «Revolución de 1787» (sic), a quienes se ejecutaba «con procesión y todo, en público», actitud vergonzosa que, como es notorio, siempre se negó a adoptar la Santa Inquisición, ad maiorem Dei gloriam. Último coletazo, pues, de la moribunda —y que yo creía definitivamente sepultada— «antipatía de franceses y españoles». Y ya es hora de explicar, lo que no hace el señor Manuel Arroyo (Stephens) por qué se «odiaba» a Calderón, y más concretamente por qué se escribe que le odiaban y si le odiaban efectivamente. Sin ninguna excitación patológica, pero con no menor convicción, se estila entre determinados universitarios aureístas o siglodoristas franceses encogerse de hombros con alguna compasión —por escrito o de palabra, naturalmente…— ante la supuesta necedad de los neoclásicos que se atrevieron a criticar no solamente parte del teatro de Lope, sino también —rubesco referens— del calderoniano. Hace poco, aunque desgraciadamente no recuerdo ya en qué revista, por lo que le pido humildemente perdón al lector, me enteré por enésima vez, gracias a la pluma de una investigadora al parecer principiante, de que, a diferencia de ella, claro está, los pobrecitos no habían sido capaces de saborear las incuestionables bellezas de las obras dramáticas de quien fue tenido, y con razón, por maestro de comediógrafos en su época y, agregaré yo, en el siglo siguiente, lo cual no implica necesariamente una adoración incondicional, que sólo se debe al padre eterno. Antes que nada, se me concederá —al menos así me atrevía a esperarlo a finales de 1993— que la Belleza con B mayúscula no existe más que en la mente de los filósofos idealistas, y que en realidad sus criterios, como enseñan la experiencia y la historia, son meramente relativos, pudiendo variar según las épocas y países, los medios sociales e incluso los propios individuos en un mismo grupo (escribo «grupo», y no «clase», para que no me venga otra vez algún chusco con lo de «marxista de baratija» o «elemental»). El contacto brutal de dos civilizaciones (la española y la india, por ejemplo, o la francesa y la africana) es a este respecto muy iluminativo. De ahí resulta que la «universalidad» y «eternidad» de las «obras maestras», sean literarias o de arte, son mera cuestión de tiempo y lugar (esto nada tiene que ver, adviértase, con las unidades neoclásicas…) y equivalen a una gotita de agua en un piélago si se las incluye en el largo desarrollo de la especie humana, digamos, desde la
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Venus auriñaciense o los pintores de los bisontes de Altamira hasta hoy, y que los juicios de valor estéticos, lejos de constituir un dogma por naturaleza invariable que permita, como suele ocurrir, un chantaje, por no decir terrorismo, intelectual (recuérdese el cervantino Retablo de las maravillas), son, al igual que las obras que valoran o desacreditan, unos meros hechos históricamente definibles que conviene analizar como tales; «et tout le reste est littérature», según dijo un tal Paul Verlaine a propósito de otra cosa. ¿Quién puede afirmar en efecto que la exquisita sensualidad que todo hombre culto debe hoy día admirar, so pena de ser tenido por beocio, en los traseros (y delanteros) paquidérmicos de un Botero, expuestos hace unos años en la parisina avenida de los Campos Elíseos, y el sugerente y hondo dramatismo abstracto de los últimos mamarrachos intercambiables y reversibles de Antonio Saura, no dejarán tarde o temprano de ser tenidos por tales, volviendo después, a lo mejor dentro de una o dos o más generaciones, a suscitar un inefable placer en nuevos aficionados? O, si se prefiere, ¿quién puede asegurar que de los dos juicios de valor divergentes a que me acabo de referir sólo se debe admitir uno y rechazar el otro, sea el que fuere? Por otra parte, si la historia presente puede ayudarnos en cierta medida a entender mejor la pretérita, ¿quién no ha leído, y no pocas veces compartido, las críticas formuladas actualmente, en nombre de principios morales y de la protección de la juventud, contra determinadas novelas o filmes especializados en la violencia guerrera o el bandolerismo, con derroche de hemoglobina de donde salen salpicados pero airosos los malhechores, o en otras formas menos sangrientas de retozar, por parejas o colectivamente? Es de suponer, sin embargo, que la oferta responde a una demanda y que ésta no procede necesariamente de unos espectadores o lectores menos inteligentes y «normales» que sus contrarios (traten de definirme qué es normalidad). Por lo tanto, díganme si a un neoclásico, o, por mejor decir, a los neoclásicos (pues se trata de un fenómeno colectivo), que ponen reparos morales a las comedias calderonianas u otras, les había dotado el hado perverso de un cociente de inteligencia inferior al de todo un catedrático hispanista francés; ¿cuál de ellos tendrá tan poca modestia y sentido común como para considerar que sí, frente a un Jovellanos, un Forner, a los Moratines, a los periodistas del Memorial Literario o del Censor y otros muchos? Dejémonos, pues, los que nos preciamos de historiadores de adoptar con los neoclásicos exactamente la misma actitud que censuramos en ellos con respecto al teatro calderoniano. De ahí procede en
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parte el soberbio y casi general desconocimiento del XVIII que impera en la Universidad francesa, reforzado en cierta medida por una secuela de la remota actitud eminentemente aristocrática y reaccionaria según la cual no hubo ni hay más siglo español que el de Oro —expresión, la cosa no carece de gracia, inventada por los escritores del siguiente…—,4 algo así como si se creyera que de la frecuentación asidua de aquella época, innegablemente excepcional, se le había de pegar al especialista, más que al de otra, algún granito de aquel «oro» manejado a diario que le hiciera sobresalir como por milagro entre los demás; una de las consecuencias de dicha ignorancia del XVIII, el cual contiene sin embargo ya en germen los movimientos estéticos, ideológicos y políticos del XIX e incluso del XX, es que en los temarios de las oposiciones a catedrático de segunda enseñanza aparece un autor de la centuria «ilustrada» solamente cada quince años, y aun entonces el resultado raya en el desastre; así, en 1975, recuerdo por experiencia propia que, de entre 720 candidatos, 659 fueron incapaces de alcanzar el aprobado al tratar de comentar un texto relativo a Ramón de la Cruz. ¿Qué se pensaría de un dieciochista que no hubiese ni siquiera saludado los pasos de Lope de Rueda, los entremeses de Cervantes o los de Quiñones de Benavente? Yo sé en cambio lo que debo pensar de un aureísta que cree que el héroe del Don Álvaro de Rivas es don Álvaro de Luna, o que afirma, como el «gran» hispanista C. V. Aubrun, que la Raquel de Huerta es un «bello objeto que se entretuvo en crear un artesano para un cliente que no tiene por qué utilizarlo sino contemplándolo», pues «en el teatro no se plantea ningún problema, ninguna respuesta se aguarda» (¿la habría leído?),5 o que me censuró por haber hecho traducir en un examen de final de curso un texto del dificilísimo Gracián, sin fijarse en que el tal Gracián se apellidaba también Dantisco y llevaba por nombre de pila Lucas, y no Baltasar, o bien, por no alargar la lista, que declara perentoriamente que el mayor comediógrafo del XVIII fue Bretón de los Herreros. Ya está bien. Nada tiene, pues, de ridícula la indignación que sienten los neoclásicos viendo representar —porque no sólo las leen, sino que también las ven— tantas comedias de capa y espada en las que dos jóvenes amenazan con despanzurrarse por cualquier «noble» motivo, sobre fondo
4 Véase François Lopez (1979). 5 En su libro sobre teatro español publicado hace varios decenios en la colección Que sais-je? por las Presses Universitaires de France, y, que yo sepa, no reeditado en la actualidad.
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de amor y celos, peleando incluso contra la justicia, o en las que la dama discretea en su casa con el galán estando ausente el padre o el hermano mayor, y le esconde en su propio cuarto al llegar inopinadamente el cabeza de familia; recuerden tan sólo los de mi generación, no tan antigua, el escándalo que se armaba cuando durante nuestra juventud descubrían los padres la presencia del novio a solas con su amada, y eso que no siempre tenía el lance las consecuencias que nos describe en una deliciosa relación la heroína lopesca de El acero de Madrid. Se me dirá que, en un escenario de escasas dimensiones, ¿dónde se podía esconder al galán si no fuera en la alcoba de la dama? Por supuesto; pero no todos los espectadores de entonces eran unos historiadores ni unos técnicos, sino también y en su inmensa mayoría unos consumidores de literatura dramática y unos espectadores en los que, según temían los moralistas, habían de influir de cualquier manera semejantes lances (al igual que influyen hoy día en la moda o el comportamiento de los jóvenes ciertas películas, no siempre del gusto de los padres), en una época —sigo refiriéndome al XVIII— en que se ponía cada vez más en tela de juicio la autoridad paterna, que la ley se esforzaba, con el escaso éxito que sabemos —al menos los dieciochistas— en fortalecer. Ver a un padre, rey por añadidura, obligado a arrodillarse ante un hijo rebelde, como en La vida es sueño, podía perfectamente suscitar —y carece de importancia lo que a nuestros contemporáneos les parezca— la indignación de un monárquico a machamartillo a la par que cabeza de familia, así como en nuestros días se puede procesar a un autor que «ofenda» a la patria o a la persona del jefe del Estado, o cuando menos prohibir durante un cuarto de siglo la proyección de una película norteamericana de Stanley Kubrick que denuncia la mortífera estupidez de algunos oficiales superiores franceses durante la guerra de 1914; pero no se llegaba entre los neoclásicos a mandar oficialmente matar a un antecesor de Salman Rushdie, ni hubieran incendiado unos «locos de Dios» (y no «de Alá») un teatro en que se representase a un Jesús, salvando las distancias, «escandaloso» como hoy el de Scorsese, y ¡Dios sabe sin embargo cómo salía entonces vestido al escenario el malhadado héroe cristiano y cómo representaban su papel algunos cómicos de dicción aguardentosa, entre riña y riña en voz baja con la querida vestida de santa!: para tales pecados bastaba con la Inquisición. Si así no ocurría en el Siglo de Oro, expliquen, pues, por qué los aureístas y demás detractores del XVIII, y cíñanse a explicarlo, como nosotros tratamos de explicar la actitud —las actitudes— de los contemporáneos de Moratín sin juzgarlas desde nuestro Olimpo de cartón piedra. Pero no se
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olvide que en la propia época de Lope y Calderón se escandalizaron también no pocos eclesiásticos y seglares ante lo que veían en los corrales y que a nosotros, naturalmente, nos parece hoy inofensivo: recuérdese tan sólo la intervención de la docta junta de teólogos ante el rey en 1646 para conseguir la prohibición de casi todas las comedias hasta entonces representadas, y en particular las del «Fénix», o consúltese más bien la espléndida colección de «mentecatadas» enunciadas entonces y cuidadosamente recogidas por Cotarelo en su Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatro en España; pero esto no suelen mencionarlo a menudo, tal vez por no verse en la precisión de confesar que los «beocios» —otros decían: «malos españoles»— del XVIII tenían antecesores, y muchos; tanto es así que no pocos argumentos de los esgrimidos por los críticos neoclásicos proceden directamente de literatos o moralistas de los ciento cincuenta años anteriores. Tampoco podían sufrir, por motivos que no es del caso enumerar aquí, porque los he examinado largo y tendido en otro lugar, un estilo poético, mejor dicho, dramático, caracterizado por la abundancia de metáforas a cual más rebuscada, que constituían el nec plus ultra de la lírica en un género que, según ellos, no la debía admitir; de ahí que el «hipogrifo violento» del principio de La vida es sueño causase en ellos tanta risa como el «bélico monte portátil» (entiéndase: tienda de campaña) en Mazariegos y Monsalves, de Zamora. Que muchas de esas imágenes no las entendiera ni la décima parte del auditorio, tanto el del XVIII como el de la anterior centuria, al oír declamar a los cómicos, y además en medio de la algazara propia de aquellos tiempos, nada tendría de extraño, y podemos figurarnos lo que recordaría al final de la sesión, e incluso inmediatamente después de recitados, de los dos sonetos, por lo demás tan hábilmente compuestos, en que los amantes de También hay duelo en las damas encarecen la fuerza insuperable de su respectiva pasión amorosa, o de tal o cual parlamento escolástico de un auto.6 Si algún hispanista francés me puede afirmar que
6 Citemos uno de ellos, sacado de El pleito matrimonial, de Calderón: Mas ser quiero, que es error no ser si en mi mano está; pues peor no ser será que siendo, ser lo peor. Y tengo ya tanto amor al ser que espero tener, que por ser tengo de hacer,
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los entendió sin problema no digo oyéndolos, sino leyéndolos una sola vez, como si los declamara ante él un cómico, apúntese y confesaré mi error sin vacilar. Fuera de que a nadie se le ocurriría considerar efecto de una supuesta debilidad mental la preferencia de «Juan de Mairena» por «lo que pasa en la calle» frente a «los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa», de que la frase anterior es equivalente («traducción», según Machado) en «estilo poético», o la de mi amigo Albert Belot, que yo comparto, por «Consejos a los estudiantes que se han de examinar» en lugar de «Enunciación en función conativa a los aprendentes en instancia de prueba»,7 según el «dolce stil nuovo» de cierta crítica actual, nieta en línea directa —con perdón— de los predicadores gerundianos y del franciscano Soto Marne. Ello no excluye que, contra la acostumbrada cantilena (o cantinela), los neoclásicos sintiesen admiración, y no es palabra elegida al azar, por el gran dramaturgo, el cual, dicho sea de pasada, no siempre desataba un entusiasmo general con todas sus obras, ni mucho menos; menudean los ejemplos de tal actitud y yo pregunto por qué, por temor a quién (¿acaso a la posteridad de que formamos parte?), disimularían un total desprecio si lo hubieran sentido verdaderamente. Más españoles eran en realidad que muchos de los que los censuran, tanto más que a quienes censuro yo es a los franceses… Vengan unos pocos ejemplos iluminativos, combinados a veces, pues así era, según queda dicho, con las salvedades propias de los neoclásicos, y de otros que no lo eran, recordando que no tuvieron los primeros la culpa de que la mayoría del público prefiriese las comedias de magia o las heroicomilitares, y más tarde las patéticas, a las del siglo anterior, y que de las preferencias del público de esta última época sabemos infinitamente menos de lo que nos enseñan para las del XVIII no sólo la prensa sino también, y no es poca cosa, las entradas diarias, que algunos semiólogos (o semióticos) de vanguardia consideran sin importancia, según se ha de examinar en un próximo párrafo. juzgando a más pena yo dejar ya de ser que no ser para dejar de ser.
Así se explican, y no sólo por la necesidad de acortar la representación, las podas que efectúan en el texto de dichas obras los autores, esto es, directores de compañías. 7 Léase su artículo así intitulado, en el número 10 de la joven revista Marges, publicada por el Centre de Recherches Ibériques et Latino-Américaines de la Universidad de Perpiñán (Belot, 1993, pp. 11-24).
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«El feliz ingenio de don Pedro Calderón de la Barca ejercitó su numen en esta nueva especie de poesía [los autos] con general aplauso», escribe Luzán en su Poética, poniéndole por encima de todos sus contemporáneos por haber llevado el teatro español «al mayor auge, y casi a la perfección de que era capaz aquel género de comedias», a pesar de no haberse sujetado «a las justas reglas de los antiguos»;8 Nicolás Fernández de Moratín alaba en 1762 la «prodigiosa afluencia tan natural y abundante del profundo Calderón», y pregunta: «¿qué hombre habrá tan idiota que no admire la facilidad natural y la elegancia sonora del fecundísimo Lope…?»; Calderón, Lope y otros dramaturgos descubrieron, según Sebastián y Latre, «un nuevo camino […] lleno de amenidades y delicias […], encantos y hermosuras», lamentando que no «hubiesen arreglado su fantasía»; Jovellanos afirma en 1790 que las comedias del dramaturgo áureo «son hoy, a pesar de sus defectos, nuestra delicia», agregando: «Seré siempre el primero a confesar sus bellezas inimitables, la novedad de su invención, la belleza de su estilo, la fluidez y naturalidad de su diálogo, el maravilloso artificio de su enredo, la facilidad de su desenlace, el fuego, el interés, el chiste, las sales cómicas que brillan a cada paso en ellos», lo cual refuerza mi opinión de que los espectadores más aficionados a Calderón en la segunda mitad del XVIII, como lo prueban las recaudaciones de las localidades más caras, procedían de las capas más cultas de la población; pero, como muchos contemporáneos, observa en su teatro varios «vicios y defectos que la moral y la política no pueden tolerar», simplemente porque las entonces vigentes en su clase (¡ya solté la voz pecaminosa!) eran distintas. El don Pedro de La comedia nueva moratiniana exclama: «¡Cuánto más valen Calderón, Solís, Rojas, Moreto cuando deliran, que estotros [los dramaturgos de la década de los ochenta y principios de la siguiente] cuando quieren hablar en razón!… Aquellos disparates, aquel desarreglo, son hijos del ingenio y no de la estupidez». Menéndez y Pelayo, poco sospechoso de afecto al neoclasicismo, escribía en su Historia de las ideas estéticas:9 «Se ha presentado a Moratín como enemigo acérrimo del antiguo teatro español. Nada más falso y gratuito […] Los dramaturgos a quienes en la Comedia Nueva se persigue y flagela no son, de ningu-
8 Para ahorrar referencias, remito a mi trabajo Sur la querelle du théâtre… (Andioc, 1970, pp. 140 y ss.), y a E. Allison Peers (1954), I, pp. 113 y ss. 9 Menéndez y Pelayo (1940), III, pp. 424-425.
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na manera, los gloriosos dramaturgos del siglo XVII, ni siquiera sus últimos y débiles imitadores los Cañizares y Zamoras, ni tampoco los poetas populares como don Ramón de la Cruz, sino una turba de vándalos, un enjambre de escritores famélicos y proletarios…», calificación ésta fundada en un juicio de valor que hoy día no se puede aceptar sin reservas; y recuerda que, en los Orígenes del teatro español, el mismo don Leandro, ya alejado de las representaciones teatrales madrileñas y por lo tanto con mayor serenidad, recomienda a la juventud «la continua lección de nuestros mejores dramáticos antiguos, los cuales, a vueltas de su incorrección y sus defectos, nos ofrecen los únicos excelentes modelos que deben imitarse, cuando la buena crítica sabe elegirlos», sin calificar al Fénix, como hace un anónimo de 1620, de «Lope o lobo carnicero de las almas», sino defendiéndole y ponderando «su exquisita sensibilidad, su ardiente imaginación, su natural afluencia, su oído armónico, su cultura y propiedad en el idioma, su erudición y lectura inmensa de autores antiguos y modernos, su conocimiento práctico de los caracteres y costumbres nacionales», añadiendo que «no corrompió el teatro; se allanó a escribir según el gusto de su tiempo», dando anticipadamente una lección de relativismo a nuestros historiadores contemporáneos de la literatura aureosecular. El juvenil Quintana, en sus neoclásicas Reglas del drama, evoca el ingenio de Lope omnipotente y piensa que «Más enérgico y grave, a más altura / se eleva Calderón, y el cetro adquiere / que aún en sus manos vigorosas dura»;10 incluso el rígido censor Santos Díez González, en sus Instituciones poéticas, publicadas en 1793, al año de estrenarse La comedia nueva, no puede por menos de alabar el «noble y distinguido ingenio y erudición de Calderón»; y, para dar fin a esta necesaria letanía, sepan que Forner, en sus Exequias de la lengua castellana,11 advierte que «no parece sino que la naturaleza, cansada de desperdiciar ingenio en los poetas del siglo de Lope y Calderón, ha retirado la mano, negándole del todo a los del presente. ¿Dónde está — prosigue— aquella fecundidad de imaginación tan pródiga que, pasando los términos de lo conveniente, a modo de río que sale de madre por la abundancia del caudal, hacía a la poesía más poética de lo que debía ser?». Porque tampoco se le ocultaba a ninguno de los neoclásicos la decadencia que afectaba a la literatura de su época, que querían, y consiguieron en
10 Véase n. 7. 11 Forner (1956), p. 86.
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parte, detener y superar. Al que quiera más ejemplos, le aconsejo una lectura más atenta de los referidos escritores, y verán cómo los que critican, con severidad indudable, y comprensible para cualquier historiador desprovisto de prejuicios estéticos y capaz de prescindir de sus propias preferencias, la falta de «ejemplaridad» moral, por una parte, y, por otra, la que llaman «hinchazón» estilística de las comedias áureas, debida generalmente a la combinación de la poesía lírica barroca con la dramática, no por ello dejan de reconocer la deuda contraída con los más preclaros ingenios de aquel siglo. Sin abandonar el siglo ilustrado, pues sólo versan estas líneas sobre dicha época, si bien, según creo, pueden servir para otras, por muy poco que sea, quisiera referirme ahora a un colega que desgraciadamente no está ya en condiciones de defenderse, pues falleció hace algún tiempo, y por quien sentí durante largos años el respeto natural que los de mi generación acostumbran, debido a su educación, a tener a sus mayores, sean cualesquiera. En la medida en que no siento ya ningún temor supersticioso al más allá y a sus naturales, ni a la muerte —tal vez por haberme rozado con ella—, y por sobrevivir a su autor la obra que dejó escrita, no tengo por qué pasar por alto los disparates que profiere contra mí en la versión impresa en 1983 de su tesis doctoral,12 que no es mera copia rigurosa de la mecanografiada en 1955, fecha en que se defendió, pues entre las dos —la precisión es primordial— se sitúan la edición de la mía en francés (1970) y la primera de sus dos traducciones sucesivas al castellano (1976). Ya me di cuenta, en efecto, el mismo día de la presentación de mi propia tesis (1969), de que mi método de investigación suscitaba en Paul Mérimée, entonces miembro del tribunal, un nerviosismo —lo digo sin temor a equivocarme— de raíces ideológicas; me explico: en la Universidad francesa, como en cualquier otra institución, sea o no docente (y en
12 Paul Mérimée (1983). Al revisar este texto después de tantos años, debo dejar constancia de que en las páginas que siguen se desarrolla la réplica, bastante breve, que le di al autor privadamente (y con escaso júbilo) poco tiempo después de mandarme él su libro, al encontrarle en un acto cultural celebrado en Toulouse, cuyo tema no recuerdo. En una carta que acompañaba a dicho ejemplar, lamentaba Merimée con algún paternalismo haberse excedido un tanto, confirmándomelo durante aquella conversación, y, dos años más tarde, ya con emocionante sencillez, en una tarjeta fechada en Valencia que, tontamente, me abstuve de contestar. Afortunadamente, en adelante ni a él ni a mí (al menos, dentro de poco tiempo) nos ha de importar gran cosa esta friolera del anecdotario dieciochista…
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otras partes del ancho mundo), las personas bien nacidas y decentes, es decir, de derechas, pretenden no profesar ninguna ideología, a semejanza del pez que no tiene conciencia de nadar en su elemento natural, que es el agua; pero sáquenlo de dicho elemento y se comporta, mutatis mutandis, como un universitario frente a una metodología que le parece oler a chamusquina, y que algunos, santiguándose, califican de marxista, infiriendo de ahí, por ignorancia o pereza mental, o ambas cosas juntas, que es necesariamente privativa de un rojo con las manos tintas en sangre (pues sabido es que los blancos todos se las guardan meticulosamente limpias y enguantadas) y que anda con la navaja entre dientes clamando (¡no es pequeña hazaña!) que «lo mío es mío y lo tuyo de entrambos», cuando en realidad se trata de una forma de concebir la investigación histórica que ha superado desde hace ya tiempo al marxismo del XIX o de principios del XX, aunque no fuera más que por su constante capacidad para ponerse a sí misma en tela de juicio y asimilar, con la debida prudencia, por supuesto, los sucesivos adelantos metodológicos de entonces a esta parte, y a la que yo sigo calificando de materialismo histórico. Éste se diferencia, y no es poco, de la ingenua manera de explicar una época a través de la sola conciencia que de ella se formaban sus contemporáneos, y que raras veces era objetiva, pues captaban los problemas, los conflictos, de su tiempo a través de las formas jurídicas, políticas, morales, religiosas, estéticas, etc., que les eran propias; de ahí, por cierto, los pareceres a veces radicalmente distintos acerca de los «terroristas» o «patriotas» —recuérdese tan sólo la guerra de la Independencia, por no hablar de otra en la que los «rebeldes» se consideraban «nacionales» en el bando de enfrente, y los partidarios de la legalidad eran tenidos por satélites de Satán entre los militantes de la «cruzada»— y los enfoques encontrados de una misma obra según se la considere como un libro simplemente ameno o digno de figurar en el catálogo de libros prohibidos de 1559, como el Lazarillo para un Jerónimo Zurita o el inquisidor Fernando de Valdés, respectivamente; ejemplar o inducente a lascivia, como la Celestina; desesperado o profundamente teológico, o incluso mera novela de aventuras con digresiones morales a manera de pegotes, como el Guzmán (mal que le pese al erudito Arroyo, el del libelo, tan divertido contra la voluntad de su autor).13 Dejémonos, pues, de
13 Se leerá con provecho la ponencia todavía muy actual de Noël Salomon (1974).
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contentarnos con explicar una época por las ideas en ella dominantes, cuando lo que importa más es explicar el cómo y porqué de tal predominio en vez de otro; a este método es al que llamo yo, repito, materialismo histórico, mucho más difícil de poner en práctica que el que consiste en compartir las ilusiones que una época se hace sobre sí misma y considerarlas como datos objetivos. Diré de pasada, aunque no descarto la posibilidad de rebatir más adelante tan «inicua acusación», que a los dieciochistas que aplican dicho método al estudio de su época predilecta les llama algún que otro articulista «críticos» o «censores» de la Ilustración,14 cuando a lo que en realidad se apunta no es a la misma Ilustración, sino a la descripción ingenua e idílica, o poco falta, que de ella hacen ciertos admiradores suyos, obcecados por su propia ideología asimilada a la de sus supuestos, o, por mejor decir, todo bien mirado, legítimos antecesores. Contra lo que comúnmente se cree, no hay ninguna incompatibilidad entre la pertenencia a la Universidad y el placer de vendarse los ojos por no ver lo que no se desea ver… Volviendo a la nueva víctima de mi infernal inquina, recuerdo que en 1975, en el breve prólogo redactado para encabezar la copia de algunos extractos de la tesis mecanografiada que publicaba Merimée para uso de los estudiantes, ya pude sospechar que, como al Montañés de Moncín, en alguna parte le apretaba el zapato por culpa mía o, más concretamente, de mi enfoque, al leer que «nuestros puntos de vista eran diferentes, así como nuestros métodos», si bien «no se oponían nuestras conclusiones». En efecto, en la advertencia preliminar con que se inicia la tesis impresa (repito que en 1983, esto es, trece años después que la mía), estas pocas palabras al parecer inofensivas —término más adecuado etimológicamente no hay— se convierten en una diatriba que ocupa exactamente la mitad del texto, honor de que soy indigno, y cuya lectura, como la del libelo de Arroyo, aconsejo a los intelectuales propensos a la depresión, pues da gusto ver cómo trata el autor de hacerme indebidamente partícipe de su «marxismo elemental»: además del «desorden frecuente» de mi trabajo, juicio que por supuesto es lícito formular en cualquier democracia, censura que mi hilo conductor en la búsqueda de las motivaciones de la polémica del teatro haya sido la lucha de clases (y de ello no me arrepiento) entre «el
14 Así, Antonio Morales Moya (1988), p. 9.
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pueblo y la aristocracia»: eso no lo he escrito nunca, pues, a diferencia del hijo y nieto de ilustres hispanistas, yo no confundo las clases jurídicas, o estamentos, como son la aristocracia, el clero y el estado llano, con las clases sociales, varias de las cuales pueden coexistir en cualquiera de los tres citados estamentos e incluso pertenecer a uno y otro de ellos, cosa que ningún historiador ignora, con excepción de los pocos a quienes el término sigue horrorizando, pues limitan sus tareas a copiar documentos y publicarlos luego «objetivamente» (es el neopositivismo de los timoratos) sin pizca de interpretación crítica (lo cual no significa «malintencionada», sépanlo los denodados o mal disfrazados antimarxistas de baratija). Luego se nos aparecen no sé qué telescopio y una máquina de vapor para demostrarme, al menos así lo entiendo, que las clases son una novedad, cuando no una invención, del siglo XX; para más inri, los «anacronismos» y «faltas de precisión» en que incurro (no se aduce ninguna cita…) y el «exceso de algunas de mis posiciones» (¡por fin se le escapó la verdadera y vergonzante razón!) restan parte de su credibilidad a mi trabajo, «volcánico» aunque —alabado sea Dios— «inteligente». Pero lo más divertido es que el prospecto que poseo de la tesis merimeana (aprecie el lector tan fino neologismo en una época en que de cada diez palabras lo es una)15 anuncia con no poca imprudencia, perfectamente explicable, según se verá, que «la sociología del teatro y el examen exhaustivo del repertorio» (aquí, déjenme por favor recobrar el aliento, pues me ahoga la risa) completan su cuadro «puntualizado» de la literatura dramática de la primera mitad del siglo. Yo creo más bien que Mérimée, al ver ya notablemente superado su método, llamémosle así, trató de presentarse, con ingenuidad conmovedora en un anciano, como precursor, a posteriori, de los que hemos utilizado sistemáticamente las recaudaciones diarias custodiadas en el Archivo de Villa como base, y sólo como base, para nuestros estudios; me refiero, claro está, a John A. Cook y a Donald C. Buck tanto como a mí, si bien no conviene olvidar al todavía actual Emilio Cotarelo, a pesar de sus muchas equivocaciones, cuya responsabilidad no
15 Más suerte tiene él que yo, pues no poco trabajo le costaría a un crítico (o censor…) dar con uno que pudiera pasar a partir de mi raro apellido: ¿«andioquesco»?, ¿«andioquino»?, ¿«andiocuno»? (éste aconsonanta desagradablemente con «vacuno», según dijera el maestro de fray Gerundio), ¿«andioquiano»? (éste, con «villano»); tal vez, para mayor eufonía, «andiocense», pues, modestia aparte, vendría bien en un pareado con «Brocense»…
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se debe atribuir exclusivamente al Diario de Madrid. Cook fue mi verdadero iniciador en este aspecto, pues su obra más conocida16 me ha enseñado la necesidad de disponer de esa base indiscutiblemente objetiva, y por ende científica, constituida por las recaudaciones (y las tiradas) de las comedias, para tratar luego de interpretar con un mínimo de riesgo las reacciones de los distintos públicos desde lo alto hasta lo bajo de la escala social; en cuanto a Mérimée, me da la sensación de que, para librarse de la enfadosa obligación de citarme y confesar por lo mismo que le llevo una ventaja de varios lustros en la explotación de los datos a que me acabo de referir, advierte que hasta la fecha (¿1955 ó 1983?; ambigüedad sintomática…) dicha documentación no se ha consultado más que para conocer las listas de las compañías y las reales órdenes. Y el lector distraído que no lea la notita 39, arrinconada bien agazapadita al final de la página 222, podrá pensar que el párrafo tercero del capítulo V, que se reduce a ¡seis páginas! (y eso que se intitula pomposamente «Le répertoire»), fue redactado con anterioridad a mis libros. Lo cierto es que, a pesar de haber copiado, según pretende, «todas las cuentas de 1708 a 1750 que hoy subsisten», no saca de ellas el más mínimo provecho y renuncia incluso a publicarlas unas páginas más adelante, y con motivo: estas cosas no sufren improvisación de última hora. La comezón que siente de criticarme a todo trance le hace cometer algunas graciosas confusiones que vale la pena referir: una de ellas consiste en dar a entender, con los tres puntos suspensivos de cajón, en la nota 88 de la página 75, que merece cuando menos algún escepticismo, tal vez por estrafalaria, mi interpretación de la amplificación y multiplicación de las hazañas en los héroes de Zamora y Cañizares como intento no consciente de compensar el desgaste y degeneración progresiva del concepto de grandeza; pero no se da cuenta de que esta idea procede en línea directa, pues no se trata más que de una cita entrecomillada, cinco citas, mejor dicho, del propio texto de su tesis mecanografiada, con indicación de la procedencia a pie de página, y que el contenido de una de estas citas se halla a unos seis renglones escasos de la llamada de la nota irónica (vengan tres puntos suspensivos vengadores); en otra parte (p. 128, n. 43), me atribuye la expresión «desaparición del héroe», cuando yo me refiero a su «demolición»,
16 John A. Cook (1959).
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sacando la expresión de Morales du Grand Siècle, de Paul Bénichou, libro que suscitó en mí una verdadera iluminación cuando trataba paulatinamente de poner a punto, con no poca dificultad, mi método de trabajo personal: Mérimée debió de leer mi tesis con mediano detenimiento, pues en otra nota (p. 164, n. 40) me atribuye —a no ser que se exprese mal— una definición «poco exacta» de Romea y Tapia acerca de lo que se entendía por «figurón», lo cual tengo a mucha honra y casi me induce a dar por el pie a mi natural modestia; y no hablemos de alguna que otra advertencia más que ni siquiera él mismo entendió (aquí sobran los puntos suspensivos). Para relajar la tensión creada por la anterior argumentación, pero en estrecha relación con el método mío (y, afortunadamente, no exclusivamente mío), referiré una anécdota muy amena, no sólo debido a la personalidad encantadora y urbana del que la protagonizó, sino también porque su epílogo, algo tardío, muestra claramente que dicho método no es tan estrafalario ni obtuso como da a entender Mérimée (con aprobación, ocioso es decirlo, de algunos discípulos suyos de análogo sectarismo primario): en la página 560 de mi tesis, publicada, repito, hace ya un tercio de siglo, y por lo tanto elaborada cuando los dieciochistas se contaban aún con los dedos de la mano, o poco faltaba, formulaba lo que ni siquiera se puede llamar hipótesis, sino simple intuición, cuyo interés podían o no confirmar unas investigaciones aún por realizar, y era que la constante preocupación de los gobernantes por enaltecer el papel de la madre y esposa postergando el de mujer, digamos, de carne y hueso, y de carne más que de hueso, podía quizás tener alguna relación, aunque no bastaba para explicar tan compleja decisión, con la adopción oficial de lo que había de ser más tarde el «dogma» de la Inmaculada Concepción, por el que se declaraba exenta del pecado original a la madre de Jesús, quedando ésta ajena a la concupiscencia y a la maldición que cargaban sobre la posteridad de Adán, pues, según escribía Bossuet un siglo antes, tuvo una «carne sin fragilidad, unos sentidos sin rebeldía», gracia que le fue concedida para que fuera «una digna morada del hijo de Dios», de manera que, como decía, se borraba su femineidad en beneficio de su maternidad. Sabiendo que la mujer representaba para muchos el pecado, el que María, a diferencia del supuesto primer hombre, conservara «la integridad, es decir, la sumisión del apetito sensitivo al apetito racional»,17 se correspondía exac17 P. Gabriele Roschini (1964), p. 276.
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tamente con la «perfecta casada», digamos: tal como la concebían los reformadores, ideal en el que tanto me detengo en Sur la querelle du théâtre… como en Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII. Al leer esta frase, completada además prudentemente con una nota en la que yo confesaba mi desconocimiento prácticamente total de documentos en que fundamentar mi idea, exclamó el añorado Marcelin Défourneaux, no sé si con real o fingida indignación, pues parecía desmentirla una chispa risueña que noté en sus ojos: «Pero ¡si Vd. mezcla incluso a la Virgen en esos asuntos!», lo cual no carecía de cierto humor para quien sabía que era protestante… Yo, sorprendido por estas palabras, traté en vano durante un buen rato de dar con la nota «atenuante» para que constase que andaba con pies de plomo y, después de terminado el acto, nos reímos los dos comentando el pánico que me había sobrecogido. Y la historia, con su habitual ironía, resolvió tras unos diez años demostrarme que mi intuición no andaba tan descaminada, al menos si me refiero a lo escrito por mi malogrado colega y amigo Joël Saugnieux, de innegable autoridad en lo que a religión dieciochesca se refiere; éste, en una ponencia leída en 1981 y publicada con algunas más en La época de Fernando VI por la ovetense Cátedra Feijoo bajo el título «Ilustración católica y religiosidad popular: el culto mariano en la España del siglo XVIII», escribe lo siguiente: En el siglo XVI como en el XVIII la represión de las formas populares de devoción se acompaña casi siempre de una depreciación de la mujer, considerada como agente de transmisión de dicha religiosidad, y, como consecuencia, de una fuerte represión sexual […] el culto mariano suele ser un culto a la mujer como virgen y como madre. En este sentido está relacionado con la represión de la sexualidad y puede considerarse como un culto antifeminista que supone cierta depreciación de la mujer como tal. En el siglo XVIII se elabora una moral que utiliza dicho culto para encerrar a la mujer en su papel de madre. Se comprende pues que la misoginia de los predicadores, su moralismo sexual, se acompañen de una extraordinaria devoción a la Virgen.18
No hay nada que añadir: éste es legítimo materialismo histórico, perfectamente compatible, como se ve, al menos en los investigadores de no cortos alcances (y no obsesionados por la terminología), con las propias creencias religiosas. 18 Joël Saugnieux (1981), pp. 294-295.
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Hablemos algo más de metodología. En una ponencia leída hace unos años en el coloquio internacional de Bolonia sobre el teatro español del siglo XVIII (1985),19 Maria Grazia Profeti se refiere a una perspectiva clasicocéntrica de la pervivencia del teatro barroco en el XVIII y cree observar, tal vez por haber también ella leído mi tesis «diagonalmente», según solemos decir los galos, una contradicción entre dos afirmaciones mías: una, que «sólo aparecen de vez en cuando unas pocas comedias calderonianas que parecen gozar de una discreta consideración», y otra que tengo que reconocer —yo me paso el tiempo reconociendo lo que me imponen los hechos, no es ninguna novedad, sino mi ocupación diaria— que «es Calderón el comediógrafo a cuyo repertorio se acude con más frecuencia», acusándome de intentar quitarle valor a la popularidad del teatro barroco. Yo no intento quitarle nada a nadie, y, por decirlo de una vez por todas y dejar ya las cosas claras, «sepan quantos» que me importa una voz básica del Diccionario de Cela que Calderón fuese, para unos ilusos, el ídolo del pueblo del XVIII o que sus comedias, según el propio corregidor Morales, más enterado que nadie, «por muy vistas, ahuyent[asen] a la gente de los teatros», según salta ya a la vista en los primeros decenios de la centuria y podrá comprobarlo el lector en una reciente Cartelera teatral madrileña del siglo XVIII (1708-1808) o en la lista de comedias representadas de 1708 a 1719 que han dado a luz John Varey y Charles Davis en el tomo XVI de sus Fuentes para la historia del teatro en España. Una cosa es la frecuencia con que se pone una obra en cartel y otra la mediana acogida que le reserva el público, y esta diferencia, que me parece fundamental, tiene que explicarse por paradójica, en vez de achacar al que la estudia la responsabilidad de una paradoja que él se limita a constatar precisamente antes de buscar una explicación. Por cierto, que no soy lo bastante ingenuo como para considerarme poseedor de la Verdad con V mayúscula (y de «vaca»), y de ahí mi costumbre, o manía, de señalar en mis trabajos sucesivos las equivocaciones que me consta haber cometido en los anteriores. Los que en nuestros días acostumbran a mirar con alguna regularidad las emisiones televisivas, al menos en mi tierra, se habrán dado cuenta de que se repiten frecuentemente, a veces cambiando de cadena o canal, unos mismos filmes de dudoso interés por falta de un número suficiente de obras originales, incluso norteamericanas. Reconozco sin embargo que sufren el 19 Maria Grazia Profeti (1988).
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mismo tratamiento algunas muy apreciadas, pero precisamente lo que permite establecer la diferencia, y esta diferencia es fundamental, es el llamado índice de audiencia, o sea, el equivalente al recuento de los concurrentes al teatro. Comoquiera que sea, los directores de compañías dieciochescas, como los actuales responsables de los programas de televisión, disponían de lo que se llamaba un caudal de obras, de donde sacaban en caso de necesidad, o sea, por carecer provisionalmente de obras originales, las que tenían de repertorio y se sabían de memoria (con alguna ayuda del apuntador) los cómicos, y eran, según perogrullesca deducción, necesariamente las anteriores. Yo tengo la debilidad de pensar que este aspecto, profundamente humano, pues nos informa acerca de la mentalidad de las distintas capas de la sociedad del XVIII, tiene al menos tanta importancia para conocerla como el recuento de signos, legisignos, hipersignos, semas, sememas, semantemas, lexemas (no es ninguna dolencia), iconemas y, dentro de poco, a no ser que ya existan, melemas o melodemas, de que están preñados los pre y postextos, intertextos, metatextos, macrotextos, genotextos, paratextos y demás partos de la «moderna» semiojerigonza,20 cuyo manejo desemboca finalmente en las mismísimas conclusiones, cuando algo se consigue, a que llegan los dinosaurios de mi jaez; fuera de que así no se entienden mejor las obras, pues se parte de unos presupuestos, de una teoría, en la que, como en el lecho de Procusto (esto es, Procustes, o, por mejor decir aún: Procrustes), se trata de encajar mal que bien una serie de fragmentos textuales, en particular, naturalmente, los que permiten «comprobar» la eficacia de tal aproximación. Por ello dictamina en primer lugar rotundamente la eminente hispanista italiana que «la oposición comedia áurea / teatro del dieciocho es un falso problema» (paciencia: el vs., en sustitución de la obsoleta barra oblicua, viene poco después), a pesar de que ocupa la polémica las dos terceras partes del siglo, cosa que yo me limito una vez más a observar y comentar para tratar de proponer luego una explicación, sin previa exposición de teoría, sin a priori ni postulado, sino intentando reconstruir empíricamente, como sugería modesta y atinadamente Noël Salomon en su citado artículo, la base histórica en que deben sentarse mis interpretaciones; «el
20 No tan moderna como se cree: acerca de esa «revancha de los pedantones», léase el excelente artículo de Joseph Pérez (1990).
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estudio de la materia observable —escribía éste— y hasta cuantificable, tiene la ventaja de introducirnos en el punto preciso en el cual el hecho literario se inserta en la vida a la par económico-social e ideológico-cultural de los hombres». Advierto además, o por mejor decir repito, contra lo que parece sugerir Profeti, que la cuantificación de los hechos, en este caso las entradas diarias, no es más que una base, una mera base, objetiva, indiscutible, que me ha de permitir apreciar mejor el porqué de los juicios y tomas de postura de los contemporáneos de las obras examinadas, pues lo esencial no son las entradas, sino los seres pensantes que escriben dichas obras y aquellos a quienes van destinadas, pero cuyo pensamiento, necesariamente subjetivo, pues está inmerso en su historia cotidiana (como el mío, con la diferencia de que yo tengo clara conciencia de ello y me esfuerzo en prescindir de dicha dependencia), puede deformar en parte la realidad; mas sin esos documentos medibles, cuantificables, se corre el riesgo de no disponer de ningún antepecho para contener la imaginación de un historiador, el cual se convierte en panegirista o en denigrador, cuando no en simple cuentista, y esto es contra lo que vengo luchando desde hace más de cuarenta años. Como era de esperar, en segundo lugar, después de declarar obsoleto el método a que me acabo de referir, Profeti anuncia la gran novedad que lo resuelve todo, mejor dicho, que permite enfocar «correctamente» el fenómeno, y es —ya lo sospechará el lector— la estupenda «metodología semiótica». Lo que me hace gracia es que muchos adeptos de dicha novedad revolucionaria (como son también los últimos polvos de lavar o el cepillo de dientes eléctrico) les enseñan a sus lectores boquiabiertos, con palabras más altisonantes, unas cosas que ya sabemos desde hace decenios y ellos, por lo visto, acaban de descubrir, como el Mediterráneo, y son que una obra teatral no se puede explicar como una novela, que entre el autor, su «personaje», que sólo «existe» por los parlamentos que se le hace declamar, y el espectador, hay un cómico, a veces aconsejado por el director, y que un texto recitado (o incluso cantado) puede sonar de modo distinto según la personalidad, la voz, el estado de salud (se suelen anular funciones por indisposición de uno, a no ser que lo sustituya un compañero improvisadamente), la mímica particular combinada con la tradicional, la indumentaria, muy variable, el aspecto físico del representante, el grado de popularidad, la calidad de la decoración, la fecha, etc., etc., sin contar algunos elementos que se suelen dejar en el tintero semiótico, y son la
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incomprensión de los actores y del público frente a algunos pasajes enrevesados del texto áureo o contemporáneo (de ahí varias supresiones e incluso «morcillas»), las «afecciones meteorológicas» del día, según solían decir, la algazara más o menos recia del auditorio, que no siempre permitía oír la totalidad del texto en una sala, además, constante si bien parcamente alumbrada, la acústica de tal o cual teatro o escenario, la mayor o menor comodidad con que los espectadores (perdón: los «destinatarios») de los distintos sectores recibían el «mensaje» del «destinador», und so weiter. Pero el caso es que todo ello no pasa de mera teoría, lo cual se comprende perfectamente para los siglos anteriores al XVIII, sobre los que se dispone de una documentación más reducida para apreciar el impacto exacto de una obra en tal o cual circunstancia, mientras que para la decimoctava centuria disponemos de la prensa, de las censuras eclesiástica y gubernamental, de los juicios formulados acerca de cada cómico a petición de la autoridad de tutela, de un sinnúmero de obras manuscritas que sirvieron para los estrenos, con los arrepentimientos de sus autores, las tachaduras, correcciones o modificaciones impuestas por la superioridad o la necesidad de no exceder el tiempo normal de la función, las didascalias, suyas o del «metteur en scène», variables según los períodos, la opinión que dejaron escrita no pocos apuntadores en sus respectivos «papeles» y trescientas cosas más que no es del caso referir aquí pero que tuvo en cuenta tiempo ha, siempre que le fue posible, porque le obligaron a ello, sin que se entrometiera cualquier postulado, los mismos contemporáneos de Moratín y era lógico e imprescindible proceder de tal forma, el humilde aunque fastidiado firmante de estas páginas. Además, ¿cómo puede saber Profeti, si no es sólo desde el punto de vista teórico, que la «relación que el destinatario establece con el texto literario, relación que integra el texto espectáculo» es lo que cambia en el teatro del XVIII comparado con el anterior, si no dispone, para éste, ni de la centésima parte de la documentación que poseemos los dieciochistas sobre el público cuyas reacciones tratamos de analizar y explicar? Éste es otro descubrimiento de América, coincidente con el quinto centenario de aquel acontecimiento histórico, y es de la misma índole que la invención de las clases sociales por los propietarios de máquinas de vapor, según la teoría de Mérimée arriba evocada. Yo no veo por qué el espectador del XVIII operaría una «selección de los textos», lo cual es exacto y además notorio, mientras que el del Siglo de Oro, no; ¿por qué redactaron Lope y otros contemporáneos centenares de comedias
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de capa y espada si no fue para responder a una demanda precisa? Y ¿qué sabemos por otra parte del éxito de La vida es sueño, de Peribáñez o de La verdad sospechosa y, sobre todo, de por qué lo tuvieron, si es que lo tuvieron? Todos hablan de estas obras como si hubieran suscitado una adhesión unánime: véase acerca de este problema, como tengo indicado, la Bibliografía de las controversias…, ya citada, de Cotarelo. En resumidas cuentas, todo esto no pasa de ser mera teoría, según se verá adelante con mayor claridad. En efecto, contra lo que se podía esperar después de afirmar Profeti los presupuestos teóricos de su investigación y, como es lógico, la caducidad del método de que se desvincula y que reduce a la recolección de las recaudaciones diarias (como si yo no hubiera pasado de este nivel, en cuyo caso se reducía mi tesis a unas cincuenta páginas…), la semioticista (¿así se dice?) transalpina «opera», según escribe, sobre textos áureos censurados a mediados del siglo XVIII y «descubre», con algún retraso, creo yo, entre las razones de dichas censuras, el rechazo a un lenguaje demasiado recargado (el censor eclesiástico, tan poco grato al joven Moratín, se llamaba Puerta Palanco, no Palanca), las descripciones ya tan traídas como llevadas del arroyo que corre y —cosa que al parecer ignora Profeti— generalmente acompañadas de una mímica, la religión, el decoro, la prudencia política, la verdad histórica, etc. Pero tiene perfecta razón al escribir, aunque tampoco es nada nuevo, que conviene evitar la visión clasicocéntrica que equivaldría a decir: «He aquí cómo el censor procura evitar los errores barrocos» (a no ser que se puntualice: «los que a sus ojos son errores barrocos» o «los supuestos errores barrocos»). Y me pregunto, al terminar la lectura de su artículo, a qué viene la profesión de fe semioticista tenida por única operativa en la introducción, cuando el contenido del artículo lo podía redactar cualquier veterano «misoneísta», mientras la conclusión, trivial si la hay, consta de tres líneas: «El teatro del siglo anterior es, pues, una forma ya lejana, de la cual no se comparten las razones ideológicas, y sobre todo, cuyo ornatus retórico puede llegar a parecer francamente fastidioso». Si este método no es el semiótico, de lo cual estoy persuadido, ya que se trata de un artículo perfectamente inteligible, con «ornatus» o sin él, ¿a qué viene proclamar lo contrario? Y si lo es, pues yo mismo lo vengo aplicando inconscientemente desde hace más de treinta abriles, como el señor Jordán —no don Lucas, sino el de Molière— hablaba en prosa sin saberlo.
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Antes mencioné la acusación de «censores de la Ilustración», deseosos de «descalificarla», que esgrimen algunos al referirse a los que nos contentamos en realidad con criticar las interpretaciones hagiográficas e ingenuas de aquélla, o, por mejor decir, a los que creen a pies juntillas que el lenguaje de los ilustrados, como cualquier otro, es transparente al pensamiento, sin interposición o «filtro» de ninguna clase. Lo que hacemos nosotros es simplemente confrontar las declaraciones y los hechos, las realizaciones, y resulta que el balance no es tan positivo, incluso teniendo en cuenta todos los obstáculos imaginables, para unos españoles como para otros. Un humorista llega incluso a escribir con gracia plúmbea que censuramos a los ilustrados por no haberse anticipado en dos siglos a la Revolución proletaria de 1917; ríase el que quiera ante esta ocurrencia digna de un George Bernard Shaw de escaleras abajo. No niego que haya en la Ilustración una «fundamentación antropológica», como escribe Antonio Morales Moya en el citado número 504 de la revista Ínsula, «una idea del hombre, no reducible a las orientaciones productivistas» que le achacamos. Por supuesto; pero yo pregunto: ¿qué es el «hombre» indiferenciado? Una mera abstracción. No es el mismo hombre un Jovellanos o un Cabarrús, reformistas si los hubo, que un destripaterrones andaluz o un obrero de manufactura. Tal afirmación tiene tanto de científica como la tan usual de que la renta media nacional per cápita es en tal o cual país la más elevada del mundo, cuando lo único real y verdadero que ocultan estas palabras es que en el referido país la renta más elevada del mundo la disfruta una minoría, dejándole unas migajas —aunque compadeciéndola, naturalmente, y dándole de vez en cuando alguna limosnita o algún fusilazo, según el humor— a una inmensa mayoría abrumada de trabajo o aniquilada en cuanto grupo de presión por el paro. El humanismo ilustrado no concierne en realidad a todos los españoles, sino a los que pertenecen a las capas más avanzadas económica, política y culturalmente y que luchan contra las «preocupaciones», es decir, los presupuestos ideológicos del pasado y sus defensores, entre ellos la aristocracia «tradicional» y la Inquisición, poco dispuestos a admitir una evolución que permita el advenimiento de la que Jovellanos califica sintomáticamente de «clase rica y propietaria», integrada por antiguos o nuevos terratenientes, manufactureros, banqueros y negociantes de alto nivel, etc., llamémosles, si se quiere, alta y media burguesía; pero, por favor, no se nos venga con la «integración de todas las clases sociales en una común tarea de reformismo progresivo»: me
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da la sensación de estar oyendo un actual discurso electoral, tanto de derechas como de izquierdas, dicho sea de pasada; y, salvando las distancias, esto era lo que hacía en cierto modo la mayoría de los ilustrados al referirse al hombre en general, algo así como los burgueses revolucionarios franceses que reivindicaban la libertad e igualdad para todos, sólo que se consideraban ellos más libres y más iguales que otros, como dijera George Orwell… Cítenme en efecto una sola manifestación positiva, una realización práctica, de dicha integración general, tanto en España como en Francia. En cambio (y también saco estos ejemplos del artículo de Morales), ¿por qué proponen algunos excluir de dicha «clase» a los que ya no pueden sustentar su nobleza por falta de recursos, convirtiéndolos en personas «útiles al estado», esto es, en trabajadores?; ¿por qué querían los ilustrados «imponerle una disciplina social» al pueblo?; ¿por qué se quejan varios moralistas, entre ellos Feijoo, del número a sus ojos demasiado importante de los días festivos, me refiero a los no laborables, si no es, con el piadoso pretexto de redondear los jornales de los «infelices», para aumentar la productividad, a imitación del papa —escribe Campomanes—, gran señor territorial, a cuyos estados no acudían, que yo sepa, miles y miles de inmigrantes atraídos por la vida regalada de que gozaban todos sus súbditos? ¿Por qué se suelen hacer redadas de mendigos, se encierra a hombres y mujeres en unos «hospicios», etc., si no es para ocupar esos brazos ociosos, y en beneficio de quién (a eso lo llaman beneficencia)? Si se quiere «incorporar a la nobleza a la tarea reformista», no es para que realice los deseos meramente verbales de verla volver a instalarse en sus fincas para mayor dicha de sus vasallos, sino para que, desde las ciudades en que vive de sus rentas, tome las medidas convenientes destinadas a pedir mayor productividad a los administradores asalariados que cuidan de sus posesiones. Lo que sí se le desea al pueblo es que se divierta, como escribe Jovellanos, no en el teatro, distracción «perniciosa para él», sino dedicándose a juegos «inocentes»; la pretendida «inocencia» del pueblo, que tanto emociona a los reformistas, es el equivalente moral a su inocuidad social y a su docilidad, de que no siempre dio ejemplos alentadores (los motines de Esquilache, sin hablar de los numerosos conflictos laborales, poco conocidos o evocados, fueron durante largo tiempo la pesadilla de los gobernantes, los cuales intervenían con mano dura). En pocas palabras, todo muestra que los ilustrados fueron unos reformistas y por lo mismo supusieron un indudable progreso en la España del XVIII, de que se benefició el siglo
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siguiente, por lo que su memoria es acreedora al mayor respeto; pero, debido a las circunstancias históricosociales, en una sociedad determinada, con determinado estado de producción y en que la propiedad individual era uno de los valores más respetables, era inevitable, y es comprensible y por lo mismo de ninguna manera criticable, que ese progreso afectara exclusivamente a su clase, y no a las laboriosas, de cuya explotación dependía la permanencia de su estatus. Lo que sí es criticable (no digo «censurable»), en el sentido estricto de la voz, o sea, lo que debe examinarse y confrontarse a la luz de la crítica histórica, son los escritos de la época y los resultados objetivos en que desembocaron, o, por mejor decir, no desembocaron, porque no podían desembocar. Sin esta actitud fundamental, no hay historia posible que no sea apología o, precisamente, censura. Y, como ya es hora de concluir, me referiré por último a un artículo de Javier Varela,21 bastante largo por cierto, publicado en la misma revista, de tendencia análoga, pero que tiene la feliz particularidad de facilitar al lector (al menos a mí) todos, o casi todos, los argumentos y citas necesarios para demostrar lo contrario de lo que él sustenta. Varela da inicio a su «demostración» arremetiendo contra los que, como yo, escriben que la «filantropía» ilustrada en dirección al pueblo laborioso no fue al fin y al cabo más que un modo de reforzar la dominación de los pudientes sobre aquél, y hace aspavientos ante la afirmación del Equipo Madrid22 (al que yo alabo por su voluntad desmitificadora, quizás alguna que otra vez excesiva, pero saludable) de que fue «como un intento postrero e infructuoso para detener una dinámica social que llevaba en derechura a la revolución». Yo no puedo afirmar si así fue o no fue, simplemente porque no hubo tal revolución, al menos comparable a la francesa; pero ¿y Cádiz?, ¿y la Constitución?, ¿y el grito, tan moderno ya, de que «el pueblo unido lo puede todo», haciéndose eco de los acontecimientos revolucionarios franceses? La idea central del trabajo de Varela es que «el discurso ilustrado acerca del pueblo supone su elevación a la inédita condición de ciudadano»; ¡caramba, cómo las gasta! Se trata efectivamente de un discurso cuyo sentido profundo debe indagarse una vez más no sólo a la luz de los hechos, cuestión que no se plantea Varela, sino también comparan-
21 Javier Varela (1988). 22 Equipo Madrid (1988); véase Pierre Vilar (1972), sobre todo pp. 224 y 246.
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do entre ellos los distintos discursos sobre el tema y, en un mismo discurso, las contradicciones palmarias que permiten apreciar lo que apenas se oculta tras ese supuesto deseo de dignificación. La mayoría de los textos aducidos presenta al pueblo laborioso como un monstruo, un «caballo desbocado», una «chusma desalmada y feroz», un «río caudaloso que todo lo abate a su paso». ¿Tendría Feijoo, debelador de las falsas creencias del pueblo «bárbaro», muchos lectores de sus libros, cuyo precio no estaba al alcance de todas las bolsas, entre la inmensa masa de campesinos y operarios de su tiempo? Dejémonos de ilusiones piadosas propias de los moderados modernos que se asimilan a sus antepasados. En 1770, un administrador de las propiedades extremeñas de Campomanes (autor, como es sabido, y no por casualidad, de dos discursos complementarios, uno sobre el fomento de la industria popular, otro sobre la educación popular de los artesanos) afirmaba en carta a su amo: «la gente del trabajo de este país es barbárica y semejante a la que está por descubrir y conquistar»; y Varela comenta con indudable emoción: «Descubrir y conquistar son, a mi juicio, las palabras que mejor definen la tarea de los ilustrados ante la mentalidad popular»; una de dos, o el administrador de Campomanes, que equipara campesinos y «salvajes», y su amo son unos ilustrados, o no lo son; fuera de que a los «salvajes» ya conquistados, los de América, o, por mejor decir, los que quedan, se les «ilustra» para aprovechar mejor su fuerza de trabajo. Yo me inclinaría a creer, a pesar de ser indigno censor de los «amigos del pueblo» dieciochescos, que el referido administrador trataba de justificar ante su corresponsal la dificultad de explotar aún más a los indios extremeños en provecho de su propietario… Lo que nos falta todavía es, en efecto, un estudio muy detenido y enjundioso de cuál era la procedencia de las rentas de los más destacados estadistas que se preocuparon por la «dignidad» del pueblo laborioso, y las de sus semejantes, fuesen gobernantes, economistas o simplemente individuos de su clase (ya que, a diferencia de Mérimée, concede Varela que las había un siglo antes, por lo que le quedo agradecido). Siguen, en las dos largas (y anchas) columnas de la primera página, y también en las demás, otros muchos ejemplos del alto concepto que tenían formado los ilustrados de aquellos a quienes querían «civilizar», y cuyo trabajo deseaban «dignificar», según escribe el citado estudioso, que se desvela por mantener de pie un mito histórico en el que tiene interés. Pero ¿para qué, cómo y en provecho de quiénes lo deseaban si, por otra parte, según el mismo autor, se les exigía una «disciplina laboral» que correspondía a «la
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percepción del pueblo como fuerza de trabajo»? «Adscripción forzosa», «obligación de trabajar», «aspectos represivos», «intensificación» del trabajo, «prolongación de la jornada», «autocompulsión al trabajo», «coacción estatal», entusiasmo de Foronda ante el espectáculo de un muchacho de cinco años «muy gozoso de empuñar el manubrio de una rueda», nada de espectáculos, contrariamente a lo que se afirma, sino juegos meramente corporales, que «aumentan las fuerzas […], endurecen las carnes», según el abate de la Gándara (y el propio «Jovino»), «acrecientan las fuerzas corporales de la juventud», al decir de Campomanes. Mero complemento «filantrópico» de ello, o manera más «política», «diplomática», de decirlo, pero de igual sentido y con idénticos fines, eran los lamentos oficiales ante la miseria del jornalero del campo o de la fábrica (pero que éste no oía nunca, y pertenecen a los tópicos de la «lengua de madera» de la época), a veces incluso adornados con alguna que otra lágrima, al menos según decían, y por otra parte el vituperio del «egoísmo» de los poseedores… por los mismos poseedores o sus portavoces; pero cítenme un solo ejemplo de mejora, salarial o material, en la suerte de aquéllos. ¡Vaya programa social y civilizador! ¿Y la tan decantada educación? «Para aumentar la productividad era menester la difusión de conocimientos básicos: leer, escribir y contar»; una enseñanza, pues, utilitaria y de ninguna manera encaminada a favorecer una reflexión excesiva (y virtualmente peligrosa) del buen pueblo; por ello no le conviene «al Estado que se dediquen los pobres a las letras, sino que sigan la profesión de sus padres». «Mens sana [es decir, «inocente»] in corpore sano», para producir más, como ya hemos visto, pues, dice Cabarrús, «los numerosos brazos de los jornaleros amenazan a la sociedad entera» Y muy poco casual me parece la coexistencia contradictoria en un mismo discurso de las declaraciones de amor al pueblo y las propuestas encaminadas a hacerle más libre y feliz con el trabajo. Entiéndanme bien, aunque no abrigo a este respecto muchas ilusiones: repito que no censuro a los terratenientes y accionistas y sus representantes en el gobierno, que se las ingeniaban para hacer bregar aún más al pueblo; dicha actitud, igual que ocurre hoy, estaba implícita en la lógica del sistema, y yo me limito a constatarla, en lugar de darle una interpretación edulcorada o, por el contrario, mostrar una indignación igualmente fuera de propósito. Bien dice —¡por fin!— Varela que ese pueblo tan mimado por los ilustrados era un «pueblo utópico», al que hubieran querido mantener en la «respetuosa» obediencia a sus superiores. Sí, ése era el pueblo «ideal», como escribe Varela, pero
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«ideal» para los ilustrados, naturalmente. ¿Era acaso muy distinta tal actitud de la de nuestros directores de empresas y, sobre todo, como antes decía, de sus portavoces declarados o sin declarar en el gobierno, los cuales por una parte lamentan el incremento constante del paro, o, en forma más «responsable», claman indignados y resueltos contra él proponiendo una reforma diaria para aniquilarlo, y, por otra, no chistan cuando se despide a centenares de asalariados porque la nueva maquinaria, como escribía ya el abate Cladera a finales del XVIII, añadida a la intensificación y consiguiente mayor productividad del trabajo, permite «ahorrar brazos», es decir, gastos perjudiciales para los beneficios de los accionistas?23 Pero no voy a proseguir, no sea que los que cultivan una cómoda ceguera ideológica me acusen de estudiar el pasado con las claves propias para la interpretación del presente. En la medida en que esta ponencia dista mucho de agotar el tema que la ha suscitado, necesitaría, como el papelejo del señor Arroyo, una segunda parte, a imitación de las comedias de Salvo y Vela o del «injustamente minusvalorado» —¿por quién?— Luciano Efe Comella. Dios mediante, y la Macarena, de quien soy muy devoto (pues sí), tiempo habrá quizás para todo; pero démosle antes tiempo al tiempo.
23 «La Física experimental […] presenta máquinas que ahorran brazos y multiplica las cosas de que necesita el hombre; enriquece al Comercio que, por medio de la industria poco costosa, entra en concurrencia en los Mercados del Mundo, y además de ser el gran resorte de la prosperidad de los Estados, además de desviar a los Hombres de otros estudios perjudiciales, además de…» (ápud José Simón Díaz, 1944).
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ÍNDICE DE SIGLAS AHN AHPM AMMA AMMC BAE BHMM BITB BM BMM BN BNM NBAE RAH TE TTI
Archivo Histórico Nacional (Madrid) Archivo Histórico de Protocolos (Madrid) Archivo Municipal de Madrid. Ayuntamiento Archivo Municipal de Madrid. Corregimiento Biblioteca de Autores Españoles Biblioteca Histórica Municipal de Madrid Biblioteca del Institut del Teatre de Barcelona Bibliothèque Municipale (Toulouse) Biblioteca Municipal de Madrid Bibliothèque Nationale (París) Biblioteca Nacional (Madrid) Nueva Biblioteca de Autores Españoles Real Academia de la Historia (Madrid) La tonadilla escénica (Subirá, 1930) Tonadillas teatrales inéditas (Subirá, 1932a)
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ÍNDICE ALFABÉTICO A Arnesto: 458 A España dieron blasón las Asturias y León y triunfos de Don Pelayo: 666 A Juan de Padilla: 433 A padre malo buen hijo: 452 A Rosinda histrionisa: 573 A una señora que le pidió versos: 579 Abällino der grosse Bandit: 667 abate L’Epée y el asesino, El: 546 Abeja, La: 542, 558, 561, 563 acero de Madrid, El: 751 Actas de las Cortes de Cádiz: 293, 294, 295 ACUÑA, Francisco: 262, 263 ADAMS, Nicholson B.: 504, 506, 540, 553 Adriano en Siria: 393 Afectos de odio y amor: 381, 383 Afrique latine, L’: 378 Agamemnón vengado: 353 aguador, El: 49 ÁGUEDA, Mercedes: 741 AGUILAR PIÑAL, Francisco: 19, 20, 29, 31, 92, 204, 235, 237, 238, 257, 258, 259, 283, 316, 348, 358, 371, 379, 381, 446, 471, 485, 488, 490, 502, 678, 683, 710, 712, 727, 729, 732, 734, 735, 739 AGUIRRE, Jesús (duque de Alba): 735, 736
ALARD, Mateo: 549 ALBA, Cayetana, XIII duquesa de: 737, 738 ALBA, Duques de: 381, 735, 736 ALBA, Duquesa de: 79, 514 ALBERDI, Manuel: 256 ALBERGATI, Marqués: 328 ALBUERNE, Manuel: 222 ALCALÁ GALIANO, Antonio: 245, 301, 489, 530, 541, 547, 560, 562, 563, 564, 565 alcalde de Zalamea, El: 115 Alcántara, Orden de: 720 ALCOUFFE, Daniel: 41 ALEGRE, Manuel: 536 ALEGRÍA, Ciro: 60 Alejandro en Scútaro: 653 ALEMÁN Y AGUADO, Lucas: véase Casal, Manuel ALFARO Y REMÓN, Pedro: 94 ALFONSO EL SABIO: 282 Alí-Bek: 466 ALIAGA, Duque de: 614, 736, 739 ALIAGA, Duquesa de: 736 ALMUIÑA FERNÁNDEZ, Celso: 264 ALVARADO, Eugenio de: 375, 377, 378, 379, 381, 385 ALVARADO, Fray Francisco de: 289, 300 ÁLVAREZ BARRIENTOS, Joaquín: 570, 575, 578
794 ÁLVAREZ DE CIENFUEGOS, Nicasio: 224, 489, 491, 494, 497, 498, 500, 501, 502, 503, 509 ÁLVAREZ DE MIRANDA, Pedro: 454, 463 ALZIEU, Pierre: 42 Amadís de Gaula: 318, 324 Amadís de Grecia: 318, 324 amantes de Teruel, Los (escena trágico-lírica): 457, 458 amantes de Teruel, Los (drama): 503 Amar después de la muerte: 509 amazonas de Escitia, Las: 665 Amores: 735 AMORÓS Y ONDEANO, Francisco: 97 Amour impromptu, L’: 57 Amour médecin, L’: 302 Amphitrión: 667, 668, 670, 671 ANACREONTE: 684 Anales de la Inquisición de España: 208, 283 Anales del Instituto de Estudios Madrileños: 732 ANDIOC, Mireille: 253 ANDIOC, René: 10, 54, 64, 69, 103, 204, 230, 232, 244, 255, 260, 272, 282, 317, 318, 344, 348, 352, 356, 378, 390, 402, 475, 480, 481, 484, 485, 520, 573, 619, 650, 733, 754 ANDOLFATI, N.: 729 ANDRÉS, Juan: 226, 653 ANDUAGA Y GARIMBERTI, José: 21, 23, 24, 25, 26, 27, 30, 32, 33 ANES, Lidia: 114 anillo de Giges, El: 667 Anna Bolena: 545 Antes que todo es mi dama: 655 antiguo Madrid, El: 236 Antiguo Testamento: 337 ANTILLANA NUERO, Jacobo: 587 ANTILLÓN, Isidoro: 208 «ANTIORO [DE ARCADIA]»: véase García de la Huerta, Vicente Años políticos e históricos…: 741 Apologista Universal, El: 712
Índice alfabético Apuntes para una biblioteca de escritoras españolas: 688 Aragón restaurado por el valor de sus hijos: 393, 571 ARAMAYO, Lorenzo: 28, 33, 34 ARANDA, Conde de: 20, 334, 344, 373, 381, 387, 455, 594, 618, 627, 652, 669, 747 ARBUXECH, Pascual: 682 ARCE, Ramón José de: 206 ARCOS, Padre: 714 ARENAS, Manuel: 257 ARENAS CRUZ, María Elena: 684 ARGENSOLA, Bartolomé Leonardo: 682 ARGENSOLA, Hermanos: 310, 326, 345 ARGUMOSA, Wenceslao: 530 ARIAS DE SAAVEDRA, Juan: 105, 107 ARIBAU, Buenaventura Carlos: 299, 309, 348 ARIÉ, Rachel: 374 ARIOSTO, Lodovico: 222 ARISTÓTELES: 722 ARIZA, Marqués de: 736, 739 ARIZCUN, José: 340, 358 ARMONA Y MURGA, Antonio de: 488, 490, 570, 573, 576, 580, 589, 591, 592, 632, 733, 747 ARNAO: véase González Arnao, Vicente ARRIAZA, Juan Bautista de: 205 ARROYAL, León de: 332, 438 ARROYO STEPHENS, Manuel: 746, 747, 748, 758 arte de conspirar, El: 549, 557 Arte de escribir por reglas y con muestras: 23 Arte de escribir por reglas y sin muestras: 21, 23 ARTEAGA, Joaquina: 698 Artista, El: 542, 556, 560, 561, 562, 563, 564 ARTOLA, Miguel: 283 ASENSIO, Jaime: 204, 205, 374, 379 ASENSIO, Pascual: 275 asno erudito, El: 354, 357, 369, 370
Índice alfabético asombro de la Francia, Marta la Romarantina, El: 583, 658, 663 ASTORGA, Marqués de (conde de Altamira): 603, 606, 607, 608, 609, 611, 612, 613, 614, 615 Ataúlfo: 470 ATENDOLO BOLOGNINO VIZCONTI, Victorio: 375 AUBRUN, Charles V.: 750 AUSONIO, Décimo Magno: 354 Auto de fe de Logroño: 229, 274, 281, 283, 284, 285, 286, 289, 292, 293, 294, 303, 304, 306, 307, 309, 310 Auto general de Fe celebrado en Madrid en 30 de junio de 1680: 307 Avare, L’: 107, 249 avaro, El: 551 AVELLONI, Francesco (llamado Il Poetino): 729, 730, 731 AYMES, Jean-René: 19, 20, 530, 534 AZÉMA REYNAUD, Luis: véase Reynaud, Luis AZNAR, Pantaleón: 317, 368 AZORÍN: 539, 564 BALTASAR: 79 BALLESTEROS BERETTA, Antonio: 737 bandos de Lavapiés, Los: 264 baños de Sacedón, Los: 103 BARBAZZA, Marie C.: 690 Barbier de Séville, Le: 14, 52, 61 Barbiere di Siviglia, Il: 545 BARCELÓ, Antonio: 316, 320, 352 barón, El: 11 103, 104, 113, 221, 237, 240, 260, 580, 596, 610, 611, 671 BARON, Michel: 383 BARÓN THAIDIGSMANN, Javier: 441 BATAILLON, Marcel: 746 BATICLE, Jeannine: 536, 737 BAUS, Francisco: 301 BAYONA, Josep: 263, 264 BAZO, Antonio: 659 BEAUMARCHAIS, Pierre Caron de: 14, 52, 56, 61
795 BECERRA [Y] HOLGUÍN, Alonso de: 189 Belle Diguedon, La: 56 BELLIARD (general): 522 BELLINI, Vincenzo: 546, 548 BELLOY, Pierre Laurent Buirette de: 335, 471, 472, 474, 476, 478, 688 BELMONTE BERMÚDEZ, Luis de: 404, 669, 670 BELOT, Albert: 753 BENAVENTE, Condes de: 381 BENAVENTE, Condesa de: 103, 104, 105, 108, 111, 113 BENAVENTE, Condesa duquesa de: 103, 104, 105, 108, 111, 113, 606, 683 Bendedores de Madrid: 40 BÉNICHOU, Paul: 247, 761 BENNASSAR, Bartolomé: 290 BERBEL RODRÍGUEZ, José Juan: 470 bereberes, égloga africana, Los: 373, 375 BERMEJO, María: 574, 593 BERNASCONE, Ignazio: 320, 353 BERRUEZO, José: 360 BERWICK, Duque de: 736 BERWICK, María Teresa de Silva y Palafox, duquesa de: 736, 738 BETTINELLI, Abate G. M.: 224 Bianca e Gernando: 545 BIANCHI, Francesco: 607 Bibliografía de autores españoles del siglo XVIII: 348, 446, 678, 683, 710, 729 Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatro en España: 619, 644, 752, 767 Biblioteca Valenciana: 204 Bibliotheca militar española: 367 Bien vengas, mal si vienes solo: 655 Blanca y Montcasín o los Venecianos: 668 BLANCO, Felipe: 230, 256, 264 BOBÉE, Auguste: 105, 222, 231, 260, 444 boda, La: 720 BODONI, Giovambattista: 727 BOKASSA, Jean Bedel: 746 Bon Usage, Le: 52
796 Bonne Aventure ô gué, La: 57 Borradores de Armona: 570 BOSCÁN, Juan: 735 Bosquejillo de su vida: 534 BOSSUET, Jacques Bénigne: 487, 761 BOTERO, Fernando: 749 BOTREL, Jean François: 713 BOTTINEAU, Yves: 716, 718, 737 Bourgeois gentilhomme, Le: 50 BOURGOING, Jean François: 53, 55, 282 BOURLIGUEUX, Guy: 85 BOURMAN, Félix: 736 BOUSSAGOL, Gabriel: 539, 540, 542 BOUZAS, Francisco Xavier: 212, 213, 214, 215, 216, 217 BOZAL, Valeriano: 40, 513, 716 718, 720 BRAVO, Juan: 422 BRETÓN, Tomás: 63 BRETÓN DE LOS HERREROS, Manuel: 546, 547, 548, 549, 550, 551, 554, 750 BREY DE RODRÍGUEZ-MOÑINO, María: 349 brujas y su mundo, Las: 283 bruto de Babilonia, El: 670 Bûcheron et les trois souhaits, Le: 62 BUCK, Donald C.: 759 Buen amante y buen amigo: 442 buen hijo o María Teresa de Austria, El: 442, 457, 458, 480 BUFFON, Georges Louis Leclerc, conde de: 272, 683 BUHIL, Manuela: 238 Bulletin Hispanique: 378, 484 BURDAL, Fancisco: 601 BURRIEL, Miguel: 22 BURRIEL, Padre: 328 BUTRÓN, Padre: 321, 371, 372 CABALLERO, José Antonio: 206, 612, 613, 615, 617, 619, 623, 624, 630, 634, 643, 649, 650, 652, 661, 728 CABAÑAS, Pablo: 70, 89, 620, 621 CABARRÚS, Francisco; 103, 219, 340, 444, 682, 768, 772 CABARRÚS, Teresa: 737 738
Índice alfabético CABEZAS, Rafael, 83 CABRERIZO, N.: 276 CADALSO, José: 42, 77, 253, 380, 677, 693, 715 Cadet Rousselle: 56 Cádiz de las Cortes, El: 257 Cadma y Sinnoris: 457 café o el violeto universa, El: 719 CALDERA, Ermanno: 484, 496 503, 504, 506, 509 calderero, un amolador y una rabanera, Un: 47 CALDERÓN, N.: 358 CALDERÓN DE LA BARCA, Pedro: 115, 297, 326, 343, 373, 376, 382, 387, 401, 509, 551, 572, 602, 662, 663, 748, 752, 754, 763 CALDERONE, Antonietta: 484, 503, 509 califa de Bagdad, El: 550, 551 CALINI, Orazio: 358 CALLE, Nicolás de la: 262 CALVO, José: 508 Calzones en Alcolea: 536 CÁMARA, Petra: 508 CAMBRONERO, Carlos: 236, 481, 586, 592, 598, 650 CAMOENS, Luis de: 216, 304 CAMPO ALANGE, José Negrete, conde de: 542, 560, 562, 563 CAMPOMANES: véase Rodríguez de Campomanes, Pedro CAMPOS, Jorge: 541, 558 CANAVAGGIO, Jean: 420 Cancionero del siglo XVIII: 349 CANDANO, José: 24, 27 CANDENAS, Manuel: 683, 685 Candide ou l’optimisme: 273, 275, 276 Cándido: 234, 276, 277 CANEL, Alonso: 36 CANO, Benito: 679, 680, 683, 685 CÁNOVAS DEL CASTILLO, Antonio: 570, 573, 586, 590, 600, 621, 623 cantada vida y muerte…, La: véase decantada vida y muerte…, La
Índice alfabético CANUTO CIRILO, Silvestre: 300 CAÑEDO, Ramón María: 445, 447, 448, 450, 451, 453, 454, 462, 463, 469 CAÑIZARES, José de: 207, 651, 665, 755, 760 CAÑUELO, Luis: véase García del Cañuelo, Luis CAPA, Antonio: 446 capas, Las: 551 C APECE DE M INUTOLO , Raimondo: 739 CAPMANY, Antonio de: 746 Caprichos: 714, 718, 720, 723 Capuleti ed i Montecchi, I: 545, 548 CARACCIOLO, marqués: 355 CARAMBA, La: véase Vallejo y Fernández, María Antonia CARAVACA, Francisco: 564 careo de los majos, El: 717 CARLOS II: 288, 300 CARLOS III: 81, 373, 376, 379, 391, 406 438, 439, 487, 593, 691, 695, 696, 703, 706, 732 CARLOS IV: 81, 207, 438, 536, 579, 686 CARLOS V: 433 Carlos XII rey de Suecia: 12, 424, 571, 653, 729, 731 CARNERERO, José María de: 550 CARNERO, Guillermo: 417, 419, 432 CARNICERO, Antonio: 322, 323, 335, 339, 716 CARO BAROJA, Julio: 283, 287, 288, 290, 309 CARRAFA, Juan: 514 CARRASCO, Marina: 22, 28, 38 CARRILLO: véase García y Carrillo, José Carta a D. Vicente García de la Huerta…: 322 Carta crítica de un vecino de Guadalaxara: 204, 206, 207 Carta de D. Antonio Fortea: 585 Carta de Don Antonio Varas al autor de la Riada…: 343, 354
797 Carta de Fátima en Constantinopla a Ibrahim en Madrid: 687, 700, 701, 702, 703 Carta de Ibrahim en Madrid a Fátima en Constantinopla: 687, 689, 691, 694, 696, 697, 701, 702, 703, 704 Carta del Diablo Cojuelo a los diaristas de la Corte: 702 Carta dirigida al señor Apologista Universal por uno de sus clientes natos…: 345 Cartas de Ibrahin: 687, 690, 693 Cartas de Mariano a Antonio: 34 Cartas del Flebotomiano de Calatayud: 322, 323, 342, 357, 359 Cartas Marruecas: 42, 677, 689, 692, 704, 714, 715 Cartas sobre la Italia: 328 Cartas Turcas: 12, 687 Cartelera prerromántica sevillana. Años 1800-1836: 258, 259 Cartelera teatral madrileña. Años 18301839, y Años 1840-1849: 507, 540, 541, 547 Cartelera teatral madrileña del siglo XVIII (1708-1808): 443, 663, 763 Cartellera del teatre de Barcelona (17901799): 444 CARVAJAL, Isabel de: véase González Carvajal, Isabel CARVAJAL Y LANCASTER, Nicolás de: 334 Casa con dos puertas mala es de guardar: 551 casa de Tócame Roque, La: 551 CASAL, Manuel: 700, 701, 702, 703, 704 CASAMAYOR, Faustino: 741 casamiento desigual o los Gutibambas y Mucibarrenas, El: 233 casamiento engañoso y el Coloquio de los Perros, El: 284 CASCALES, Francisco: 328 CASILLAS DE VELASCO, conde de: 58, 236 CASO GONZÁLEZ, José Miguel: 315, 316, 317, 323, 339, 341, 342, 343, 348,
798 357, 358, 368, 417, 443, 444, 445, 446, 447, 448, 449, 451, 457, 458, 460, 461, 463, 465, 469, 732, 733, 734, 735, 737, 738 CASTANEDO HERRERA, Juan de: 615, 627, 636, 637, 638, 639, 640, 642, 643, 645, 648, 661, 669 castañeras picadas, Las: 548 CASTILLO, Florencio: 308 CASTILLO, José: 233 Catálogo bibliográfico y crítico de las comedias anunciadas en los periódicos de Madrid…: 327, 730 Catálogo de la Inquisición de Toledo: 739 Catálogo de las piezas de teatro que se conservan en el departamento de manuscritos de la Biblioteca Nacional: 237, 446 Catecismo histórico: 24 Catecismo y exposición breve de la doctrina cristiana: 24 católica princesa y joven más afligida…, La: véase esclava del Negroponto, La Catón: 14, 713 cavallero del Febo, El: véase Espejo de Príncipes y Cavalleros CAZENAVE, Jean: 374, 378, 379 CEÁN BERMÚDEZ, Juan Agustín: 317, 321, 339, 340, 341, 441, 444, 445, 447, 448, 449, 451, 453, 459, 461, 475 CEBRIÁN, José: 259, 684 Cecilia y Dorsán: 662 Cédulas Reales a favor del Santo Oficio: 283 CELA, Camilo José: 763 Celestina, La: 592, 672, 747, 757 Celinda: 358 Celmira: 658 Celos infundados o El marido en la chimenea: 547, 555 Censo de la población de España de 1797 executado de orden del Rey en el de 1801: 19
Índice alfabético Censor, El: 361, 491, 688, 691, 712, 737, 740, 749 Censor General, El: 300 Centinela contra franceses: 746 CERBELLÓN, Conde de: 736 ceremonial de estrados y crítica de visitas, El: 714 CERVANTES, Miguel de: 42, 222, 310, 371, 590, 750 CHAPÍ, Ruperto: 63 Chiara di Rosemberg: 546 CICERÓN, Marco Tulio: 92 ciegos y el amolador, Los: 52, 62 CIENFUEGOS: véase Álvarez de cienfuegos, Nicasio CLADERA, Cristóbal: 274, 275, 587, 725, 726, 727, 773 CLAIRON, Claire-Joseph Léris, llamada Mademoiselle: 383 CLARAMONTE, Andrés de: 496 CLAVIJO Y FAJARDO, José: 52, 581, 583, 691 CLEMENCÍN, Diego: 318 CLEMENTE, Benito: 685 COE, Ada M.: 327, 730 COGOLLUDO, Marqués de: 282 Colección de entremeses, loas, bailes, jácaras y mojigangas: 49 Colección de las mejores comedias nuevas que se van representando en los teatros de esta corte: 441, 445 Colección de las mejores coplas de seguidillas, tiranas y polos…: 742 Colección de poetas castellanos: 677, 683, 684 Colección de trajes de España: 40, 713, 716, 719, 737 COLETTE: 50 COLLADO, José: 235, 307, 309 comedia de Maravillas, La: 383 comedia nueva, La: 218, 221, 222, 223, 225, 226, 228, 237, 261, 274, 337, 422, 480, 577, 578, 579, 581, 601, 605, 619, 620, 623, 647, 652, 665, 727, 754, 755
Índice alfabético COMELLA, Luciano [Francisco]: 226, 423, 442, 444, 446, 449, 451, 457, 459, 468, 469, 470, 471, 472, 473, 474, 475, 476, 477, 478, 479, 480, 481, 516, 573, 578, 605, 660, 672, 718, 720, 729, 731, 773 Con quien vengo vengo: 655 CONCHA, José: 263, 393, 464, 579, 586, 666 CONDE, José Antonio: 84, 87, 88, 90, 203, 205, 206 conde de Warwick, El: 358 conjuración de Venecia, La: 543, 548, 549, 557, 558, 559 Constitución vindicada, La: 533 CONTI, Giovambattista: 341 Contigo pan y cebolla: 548, 555 Continuación de las Memorias críticas por Cosme Damián: 317, 321, 323, 356, 360, 365, 740 Contra los franceses: 746 Conversaciones de Perico y Marica: 713 COOK, John A.: 759, 760 COPIN, Michel (Miguel): 322, 354, 369, 716 Coquette sans le savoir, La: 60 CORNEILLE, Pierre: 327, 734, 746 CORNEJO, Padre: 669 CORONEL, María: 422 corral de la Pacheca, El: 506 CORREA, Lorenza: 88 CORREAS, Gonzalo: 335, 370 CORREGGIO, Antonio Allegri, il: 78 Correo, El: 509 Correo de las Damas: 559 Correo de los Teatros, El: 508 Correo de Madrid: 589, 688, 689, 691, 692, 700, 701, 702, 703, 704, 706, 707, 712, 725 Corresponsal del Censor, El: 336, 350, 576, 593, 712, 737 CORTÉS, Antonio: 24, 26 CORTÉS, Teodoro: 28, 32
799 COSME DAMIÁN: véase Samaniego, Félix María COSSÍO, José María de: 726 COSTA, Rafael: 92 COSTILLARES, Joaquín Rodríguez: 716, 717, 718 COTARELO Y MORI , Emilio: 73, 88, 225, 234, 235, 237, 256, 257, 258, 260, 261, 262, 263, 296, 340, 345, 348, 368, 369, 385, 392, 445, 446, 481, 511, 514, 541, 570, 571, 575, 589, 603, 604, 605, 606, 607, 613, 614, 618, 619, 620, 621, 628, 629, 630, 631, 632, 634, 636, 637, 639, 641, 644, 648, 650, 651, 652, 653, 654, 655, 669, 670, 671, 673, 716, 752, 767 Cotejo de las églogas que ha premiado la Real Academia de la Lengua: 354 COULON, Mireille: 255, 265, 480, 484 COVARRUBIAS, Sebastián de: 65, 211, 253 Cristóbal Colón: 457 crítica de «El sí de las niñas», La: 509 Criticón: 483 Crónica de la Inquisición de España: 283 Crónica sevillana: 238, 259 CRÚA, Andrés: 536 CRUCES BUENO, Josef de: 642 CRUZ, Juan de la: 14, 713, 716, 721, 737 CRUZ, Manuel de la: 713 CRUZ, Ramón de la: 40, 59, 63, 70, 103, 107, 221, 253, 255, 257, 264, 265, 266, 268, 269, 345, 383, 393, 551, 716, 717, 750, 755 Cuadernos Bibliográficos: 284, 727 cuarentena, La: 550 cuerdo en su casa, El: 115 CUETO, Leopoldo Augusto: 335, 355, 358, 369, 561, 563, 565 CUETO RUIZ, R.: 288 CUEVA, Juan de la: 328 DANVILA Y COLLADO, Manuel: 487 DAOÍZ, Luis: 517, 518, 525
800 Dar tiempo al tiempo: 655 Darlo todo y no dar nada (Apeles y Campaspe): 381 DAVIS, Charles: 763 De estornudos, flatos y otros modos de «dispersar»: 318 De músicos y mágicos, clásicos y románticos. Homenaje a Ermanno Caldera: 83 DEACON, Philip: 442, 484, 687, 688, 693, 694, 700, 731, 733 decantada vida y muerte del general Mallbrú, La: 62, 716 Décima del ¡Puf!: 348-349 Décius françois ou le siège de Calais, Les: 476, 479 Defensa de las poesías ante el Tribunal de la Inquisición: 433 DÉFOURNEAUX, Marcelin: 273, 602, 762 delincuente honrado, El: 65, 223, 343, 442, 443, 456, 500, 557 DEMERSON, Georges: 392, 687, 688, 727 DEMERSON, Paule (Paula de): 23, 32, 404, 405, 669, 699, 713, 722 DEMÓSTENES, 363, 370 DÉROZIER, Albert: 392, 644, 678, 682 DÉROZIER, Claudette: 513, 525, 526 derrota de los pedantes, La: 423 Desastres de la guerra: 534 desengañado, El: 63, 65, 716 desengaño, El: 63 Desengaño III al teatro español: 321 desgraciados felices por Acmet el Magnánimo, Los: 451 Despertador christiano-político: 297 Destrucción de Sagunto, La: 480, 571 destruction de la Ligue, La: 471 Deux Consolés, Les: 273, 276, 277 DI PINTO, Mario: 476: 480 Día 19 de Marzo en Aranjuez. Caída y prisión del Príncipe de la Paz: 526 Día dos de mayo de 1808 en Madrid: 513, 517
Índice alfabético día dos de mayo de 1808 en Madrid y muerte heroica de Daoíz y Velarde, El: 11, 54, 511, 534 día más feliz de mi vida, El: 551 Día 26 de marzo de 1808 en Madrid. Entrada de Fernando 7.º…: 526 diablo predicador y mayor contrario amigo, El: 404, 667, 669, 672 Diálogo Céltico, Transpirenaico e Hiperbóreo…: 326 Diálogos de Don Benito: 721, 722 DIAMANTE, Juan Bautista: 377, 378, 380, 733 Diario de Avisos de Madrid: 541, 542, 543, 544, 550, 551, 553, 554, 559, 684 Diario de las Musas: 423 Diario de Madrid: 307, 422, 501, 513, 514, 522, 540, 600, 609, 655, 687, 688, 690, 691, 697, 698, 702, 704, 706, 712, 727, 760 Diario de Mallorca: 259 Diario de Valencia: 271, 273, 274, 276, 277, 684, 699 Diario Mercantil: 300 Diario Mercantil de Valencia: 558, 560 Diario Oficial de Avisos de España: 507, 508 Diarrea de las Imprentas: 300 DÍAZ, Francisco: 23 DÍAZ, Froilán: 288 DÍAZ, Joaquín: 23 Diccionario castellano: 42, 450, 572 Diccionario crítico-burlesco: 208 Diccionario de la lengua castellana (de Autoridades): 42, 336, 382, 400, 402, 464, 468 Diccionario militar español-francés: 463 Diccionario secreto: 763 Dictionnaire alphabétique et analogique de la langue française: 52 Dictionnaire philosophique (Diccionario filosófico): 287, 297, 306 DIDOT, Pierre y Firmin: 241, 250
Índice alfabético Dieciocho: 317, 347, 647 DIEGO JOSÉ DE CÁDIZ, Fray: 583 DÍEZ, Agustín: 28, 29 DÍEZ, Matilde: 508 DÍEZ GONZÁLEZ, Santos: 226, 404, 405, 406, 407, 409, 414, 485, 488, 490, 499, 501, 502, 572, 573, 579, 581, 585, 586, 588, 589, 590, 591, 592, 593, 594, 595, 596, 597, 598, 599, 600, 601, 604, 607, 608, 609, 611, 613, 614, 615, 617, 618, 619, 620, 622, 623, 624, 625, 626, 627, 628, 629, 630, 631, 632, 633, 634, 635, 636, 637, 638, 639, 640, 641, 642, 644, 646, 648, 649, 650, 652, 653, 654, 655, 660, 661, 665, 667, 668, 669, 670, 671, 672, 673, 755 Dios protege la inocencia, Elvira reina de Navarra: 572, 573 Discurso crítico sobre el estado de nuestra escena cómica: 570, 572, 573, 574, 579, 580 Discurso crítico [...] sobre las comedias de España: 401 Discurso original sobre hacer útiiles y buenos los Theatros y los Cómicos en lo Moral y lo Político: 575, 589 Discurso sobre el estado actual de nuestros teatros y necesidad de su reforma: 589, 590 Discurso sobre el luxo de las señoras y proyecto de un trage nacional: 722 Divina comedia: 468 divina Filotea, La: 663 DOBLADO, Joaquín: 263, 264 DOMÉNECH RICO, Fernando: 737 DOMERGUE, Lucienne: 335, 455, 590, 728 DOMINGO PALACIO, Timoteo: 236 DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio: 34, 487 Don Álvaro o la fuerza del sino: 9, 11, 539, 541, 542, 543, 544, 548, 549, 557, 558, 559 561, 563, 564, 565, 750
801 Don Quijote de la Mancha: 319, 324, 331, 334, 338, 587, 589 Don Sancho García, conde de Castilla: 253 DONIZETTI, Gaetano: 545, 546 Doña María Pacheco, mujer de Padilla: 11, 417, 421, 423, 424, 425, 436, 438 dos amantes más finos, Hipermenestra y Linceo, y traición más bien vangada o la mágica Erictrea, Los: 667 dos amigos, Los: 442 dos amigos de Dios, Abraham y el justo Lot, Los: 669 dos de mayo, El: 514, 536 dos sobrinos, Los: 551 DOWLING, John C.: 71, 72, 88, 204, 225 DUCANGE, Victor: 553 Duende de Madrid, El: 14, 709, 710, 712, 713, 714, 715, 716, 717, 718, 719, 720, 721, 723 DUFOUR, Gérard: 34, 283, 295, 306 DUMESNIL, Marie Françoise Marchand, llamada: 383 DUPUIS, Lucien: 692 duque de Pentievre, El: 551 DURÁN, Agustín: 316, 486 DUTENS, Louis: 678, 679, 681, 685, 686 ECHEZARRETA, R. P. Mikel: 99 Eco del Comercio, El: 541, 542, 558, 559, 560, 561, 563 École des femmes, L’: 233, 235 École des maris, L’: 222, 229, 234, 241, 247 Edipo: 547, 553, 556 Efemérides literarias de Roma: 686 Égloga piscatoria: 329 elefante fingido, El: 716 Elfrida: 609 ELIANO: 367 ELÍO (general): 276 Elisir d’amore, L’: 546 Elle aime à rire, elle aime à boire: 57
802 Elmira, La: 593 Elogio del Excmo. S.r D. Antonio Barceló…: 329, 330 Elogios poéticos dirigidos a varios héroes y personas de distinguido mérito [...] de la provincia de Extremadura: 334 Elvira, La: véase Dios protege la inocencia, Elvira reina de Navarra Elvira portuguesa, La: 634 Emilia: 393 En alabanza de un carpintero: 501 Enciclopedia Espasa: 720 Encyclopédie méthodique: 335 Endecasílabos con motivo el bombardeo de Argel…: 329 Endecasílabos recitados en la Real Academia de San Fernando [...] 25 de Julio de 1778: 388 Eneida: 216, 329, 466, 468 enfermo burlado por el practicante, El: 57 Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritores del reynado de Carlos III: 333, 469, 690 Ensayo sobre el origen y la naturaleza de las pasiones, del gesto y la acción teatral: 737 Ensayo sobre el teatro español: 356 Entremés del gabacho: 49 Entremés nuevo de Juan Francés: 49 Epístola a Claudio: 273, 274 Epístola a Mirtilo: 342 Epistolario de Leandro Fernández de Moratín: 226, 274, 341, 574 Epístolas familiares: 419 Época, La: 507 época de Fernando VI, La: 762 EQUIPO MADRID: 770 Erasmo y España: 747 ERAUSO Y ZAVALETA (Ignacio de Loyola Oyanguren), Tomás de: 401 Eróticas: 304 Escena Hespañola defendida en el Prólogo del Theatro Hespañol…, La: 326, 353, 354, 355
Índice alfabético esclava de su galán, La: 483 esclava del Negroponto, La: 658, 663 escocesa Lambrum, La: 468 ESCOIQUIZ, Juan: 24 ESCRIBANO, Miguel: 345 escuela de las mugeres, La: 233, 234 escuela de los maridos, La: 13, 223, 227, 228, 229, 230, 231, 232, 233, 235, 237, 239, 240, 244, 249, 252, 260, 698 ESPAÑA, Christiane: 590 España, La: 508 España defendida, La: 735 españoles viajantes, Los: 14, 60 ESPEJO, José: 717, 718 Espejo de Príncipes y Cavalleros: 318, 324 Espigadera, La: 418, 423, 426, 686 Espíritu de la amistad de las buenas almas, El: 684 Espíritu de los mejores diarios literarios que se publican en Europa: 274, 587, 712 Espíritu del Semanario de Salamanca: 728 esplín, El: 260 esposas vengadas, Las: 260 ESQUILACHE, Marqués de: 392, 402, 408, 488, 586, 718, 731 Estado actual de la contaduría de Teatros…: 637 estafeta del placer, La: 701, 702 ESTALA, Pedro: 11, 21, 22, 106, 221, 228, 271, 272, 282, 341, 392, 583, 584, 614, 677, 678, 679, 680, 681, 682, 683, 684, 685 Ester: 451 ESTEVAN, José: 235, 236, 260 ESTEVE, Pablo: 45, 46, 57, 62 ESTRABÓN: 462 estrangero ridículo que vende figuras de yeso, El: 45, 52 Estrella de Sevilla, La: 9, 483, 484, 485, 489, 493, 497, 499, 500, 503, 509 Estudios dieciochistas en homenaje al profesor José Miguel Caso González: 417, 725
Índice alfabético Estudios sobre el teatro de Lope de Vega: 486 Esule di Roma, L’: 545, 546 Études sur l’Espagne: 734 Eugenia: 658 Eurípide y Tideo: 393 EURÍPIDES: 467, 498 EUSEBI, Luis: 514, 536 Evangelio en triunfo, El: 34 Examen imparcial de la zarzuela intitulada «Las labradoras de Murcia»: 592 Exequias de la lengua castellana: 344, 354, 755 expiación, La: 546, 549 EZQUERRA, Joaquín: 326, 710 EZQUERRA DEL BAYO, Joaquín: 736 FABIANI, Luis: 391 FABRA, Pompeu: 52 falso nuncio de Portugal, El: 207 familia a la moda, La: 467, 614, 737 FARALDO, José: 236 FARELO, Francisco: 586 FARMIAN DE ROZOI, Barnabé: 476, 477 Farsalia: 329 FAUQUÉ, Jacques: 85 FAVART, Charles Simon: 56, 57, 60 Fe de erratas del Prólogo del Theatro Hespañol…: 326, 354 fe triunfante del amor y cetro (la Xayra), La: 320, 321, 325, 331, 347, 349, 352, 353, 357, 699, 700 Federico segundo en Glatz, o la humanidad: 457, 459 Federico segundo rey de Prusia: 472, 729, 731 FEIJOO, Benito Jerónimo: 65, 712, 714, 745, 769, 771 FELIPE V: 718 FELL, Eve-Marie: 20 FERANDIERE, Fernando: 14, 60, 61 FERNÁN NÚÑEZ, Condesa de: 79 FERNÁNDEZ, Manuel: 712 FERNÁNDEZ, Ramón: 28, 31, 677, 678, 679, 680, 681, 682, 683, 684, 685
803 FERNÁNDEZ, Ramón: véase Estala, Pedro FERNÁNDEZ DE CASTRO, Joseph (o Isidro); 678, 679, 683, 686 FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Ana: 72, 87 FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Aniceta: 71, 73, 76, 88, 89, 91 FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Antonia: 70, 73, 76, 87, 88, 89 FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Gume[r]sindo: 81, 88, 90, 91 FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Leandro: 9, 10, 11, 12, 13, 21, 22, 42, 50, 64, 69, 70, 71, 72, 73, 76, 79, 80, 83, 84, 85, 86, 87, 88, 89, 90, 91, 92, 93, 97, 98, 99, 101, 103, 104, 105, 107, 108, 109, 110, 112, 203, 205, 207, 208, 209, 212, 213, 214, 215, 216, 217, 218, 219, 221, 222, 223, 224, 225, 227, 228, 229, 230, 231, 232, 234, 235, 237, 239, 240, 241, 242, 243, 244, 246, 247, 248, 249, 250, 251, 253, 254, 255, 256, 259, 260, 261, 262, 263, 264, 265, 266, 267, 268, 269, 271, 272, 273, 274, 275, 276, 277, 281, 282, 283, 284, 285, 287, 288, 289, 290, 291, 292, 294, 295, 296, 297, 298, 300, 301, 302, 303, 304, 305, 306, 307, 308, 309, 332, 340, 341, 342, 344, 348, 355, 358, 364, 392, 397, 403, 423, 434, 439, 443, 444, 475, 478, 480, 481, 485, 548, 569, 572, 573, 574, 577, 578, 579, 580, 581, 584, 586, 588, 590, 593, 595, 596, 598, 600, 601, 606, 608, 610, 611, 614, 617, 618, 619, 620, 621, 622, 623, 624, 625, 629, 647, 648, 649, 650, 651, 652, 653, 654, 655, 656, 657, 658, 659, 660, 661, 662, 664, 665, 666, 670, 671, 672, 673, 674, 677, 682, 684, 685, 686, 699, 718, 723, 725, 726, 729, 730, 732, 735, 747, 749, 751, 754, 755, 767 FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Manuel: 72
804 FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Manuel (Manolito): 70, 72, 73, 76, 87, 88, 89, 90, 91, 92 FERNÁNDEZ DE MORATÍN, María Josefa (Mariquita): 70, 81, 84, 85, 88, 89, 90, 100 FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Nicolás: 12, 79, 86, 274, 320, 321, 348, 353, 393, 397, 434, 448, 462, 464, 466, 583, 754 FERNÁNDEZ DE MORATÍN, [Nicolás] Miguel: 12, 69, 70, 71, 72, 73, 74, 77, 78, 79, 80, 81, 82, 84, 85, 87, 88, 89, 90, 91, 92, 100 FERNÁNDEZ DE NAVARRETE, Eustaquio: 357, 360 FERNÁNDEZ GARCÍA, Padre Matías: 481 FERNÁNDEZ GÓMEZ, Juan Fernando: 261, 262 FERNÁNDEZ, LA TIRANA, María del Rosario: 49, 573 FERNÁNDEZ NIETO, Manuel: 204, 207 FERNÁNDEZ VALLEJO, Felipe Antonio: 634 FERNANDO VI: 470, 657, 718 FERNANDO VII: 306, 308, 525, 526, 536, 551, 556 FERRER, Felipe: 264 FERRER DE ORGA, José: 235 FERRERES, Rafael: 271, 272, 273, 277 feudo de las cien doncellas, El: 665 fianza satisfecha, La: 672 FIGUERA, María Francisca: 84 FIGUEROA, Francisco de: 684 Filles de Montpellier, Les: 57 FILOMENO, Francisco: 654 FLEMING, Victor: 49 FLEURY, Claude: 24, 26, 27, 29 FLOR, Fernando R. de la: 93, 727 Flor nueva de romances viejos: 334 FLORES, José Miguel de: 679, 680, 685 FLORIDABLANCA, Conde de: 25, 32, 35, 374, 380, 515, 616, 688, 690, 695, 710, 722 foncarraleras, Las: 59
Índice alfabético FONT, Juan: 726 FORNER, Juan Pablo: 12, 274, 315, 316, 319, 323, 324, 326, 327, 335, 336, 337, 338, 340, 341, 342, 343, 344, 348, 350, 354, 355, 357, 359, 369, 370, 372, 395, 396, 400, 402, 406, 419, 423, 424, 437, 439, 443, 495, 581, 605, 680, 681, 682, 683, 684, 685, 686, 749, 755 FORONDA, Valentín de: 772 FOULCHÉ-DELBOSC, Raymond: 486, 499 France et les Français dans la littérature espagnole, La: 41 francés, el italiano y los majos, o el triunfo de las mujeres, El: 42, 49 francesa, La: 48 FRANCO, Francisco: 746 Fray Gerundio de Campazas: 208, 227, 229, 231, 283, 291, 298 FREGENAL, Manuel: 238, 257 FROISSART, Jean: 473, 474, 478 FUENTE, José de la: 24, 26, 30 Fuentes para la historia del teatro en España: 763 FUERTE HÍJAR, Marqués de: 610, 631, 632, 640, 641, 642, 643, 644, 661, 666, 667, 668, 669 fusilamientos de la montaña del Príncipe Pío, Los: 514, 536 FUSTER: véase Pastor Fuster, Justo Gabriela: 335 Gabrielle de Vergy: 335 Gaceta de la Regencia de las Españas: 514 Gaceta de Madrid: véase Gazeta de Madrid GAIGUER, Lázaro: 335 GALÁN, José: 264 GALEOTI, Victorio: 72 GALEOTI Y FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Jorja: 72 GALEOTI Y FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Rita: 72 GALLARDO, Bartolomé José: 208, 322
Índice alfabético GALLARDO, María: 370. gallega y el zorongo, La: 53 GALLEGO DÁVILA, Francisco: 535 GALLUS, Cornelius: véase Galo, Cayo Cornelio GALO, Cayo Cornelio: 734, 735 GÁLVEZ, María Rosa de: 44, 466, 467, 614, 737 GÁLVEZ, Matilde: 739 GAMBORINO, Miguel: 536 GÁNDARA, Abate Miguel Antonio de la: 772 GANELIN, Charles: 484 GANOA, Xavier de: 358 GARAY, Martín de: 392 GARCÍA, Baltasara: 87, 90 GARCÍA, Blas: 28 GARCÍA, Bernardo: 204, 205, 207, 210, 212 GARCÍA, Manuel: 621 GARCÍA, Ventura: 81 GARCÍA, Vicente: 421, 446, 596 GARCÍA DE LA CUESTA, Gregorio: 608, 614, 617, 620, 621, 661, 662 GARCÍA DE LA HUERTA, Joseph: 328, 733 GARCÍA DE LA HUERTA, Pedro: 328, 733 GARCÍA DE LA HUERTA, Vicente: 11, 12, 224, 227, 315, 316, 317, 318, 319, 320, 321, 336, 322, 323, 325, 328, 329, 330, 332, 333, 334, 335, 336, 337, 338, 340, 342, 343, 344, 345, 347, 348, 350, 351, 352, 353, 354, 355, 356, 357, 358, 359, 360, 361, 363, 364, 366, 367, 368, 370, 371, 372, 373, 375, 376, 377, 381, 382, 383, 384, 385, 389, 390, 393, 394, 395, 396, 397, 398, 400, 401, 402, 403, 405, 406, 408, 409, 410, 411, 412, 419, 439, 443, 469, 572, 592, 684, 688, 699, 700, 723, 731, 732, 733, 734, 735, 737, 739, 740, 747, 750 GARCÍA DE LA PRADA, Manuel: 84, 85, 307
805 GARCÍA DEL CAÑUELO, Luis: 688 GARCÍA GARROSA, María Jesús: 499 GARCÍA MALO, Ignacio: 417, 418, 419, 420, 423, 424, 425, 426, 428, 429, 430, 432, 434, 435, 436, 438, 439 GARCÍA PANDAVENES, E.: 688 GARCÍA PARRA, José: 601 GARCÍA PARRA, Manuel: 485 GARCÍA Y CARRILLO, José: 209, 210, 211, 212, 216 GARCILASO DE LA VEGA: 345, 735 GARRIDO, Miguel: 596, 716, 717, 718 GARRO, Juana: 261, 262, 26, 267 GASSIER, Pierre: 65, 97 GASTET: 62 GAYANGOS, Pascual de: 358 Gazeta de Madrid: 14, 40, 79, 283, 294, 307, 308, 315, 321, 326, 327, 336, 345, 354, 356, 360, 360, 392, 440, 441, 489, 500, 630, 648, 654, 661, 689, 690, 691, 695, 713, 718, 728, 740 GÉAL, François: 420 GEOFFRE, Renée: 727 George Dandin: 233 GETA, Eleuterio: 370, 371; véase también Iriarte, Tomás de GETA, María de los Dolores: 371 GIBERT Y TUTÓ, Carlos: 442 GIES, David T.: 547 GIGAS, Émile: 732 GIL NOVALES, Alberto: 93 GIMBERNAT, Antonio: 681 GIMBERNAT, Carlos: 680, 681 Giornata di Pultava, La: 729 gitana por amor, La: 259 GLENDINNING, Nigel: 692 GODOY, Diego: 607, 611, 613 GODOY, Manuel: 19, 20, 97, 98, 204, 206, 229, 326, 343, 392, 514, 515, 569, 590, 600, 604, 609, 616, 621, 623, 630, 643, 650, 651, 665 GOLDONI, Carlo: 446 GÓMEZ, Gabriel: 682
806 GÓMEZ, José Damián: 28, 31 GÓMEZ CARABAÑO, Luisa: 93, 94, 95, 98, 99, 100, 101 GÓMEZ DE LA SERNA, Julio: 242 GÓMEZ MELÓN, Luisa: véase Gómez Carabaño, Luisa GÓMEZ ORTEGA, Casimiro: 592 GÓMEZ SERRANO, Domingo: 679 GÓNGORA, Luis de: 310, 345, 682 GONZÁLEZ, Antonio: 391 GONZÁLEZ, Rafael: 263 GONZÁLEZ ARNAO, Vicente: 86, 92, 93, 98, 104, 223, 224, 231 GONZÁLEZ BARREYRO, Ángel: 643 GONZÁLEZ CARVAJAL, Isabel: 76, 88 GONZÁLEZ CORDÓN, Inés: 71 GONZÁLEZ ESPINOSA, Domingo: 678 GONZÁLEZ DE AMEZÚA, Agustín: 284, 287 GONZÁLEZ DE ESTÉFANI, Francisco: 608, 618 GONZÁLEZ DE LA CRUZ, José Joaquín: 442 GONZÁLEZ DE LEÓN, Félix: 238, 257, 259, 380 GONZÁLEZ DE SALAS, Jusepe Antonio: 328, 330 GONZÁLEZ VELÁZQUEZ, Zacarías: 514, 526, 535, 536 GOROSTIZA, Manuel Eduardo de: 548, 555 GOYA, Francisco de: 12, 14, 36, 44, 49, 65, 82, 84, 97, 109, 267, 282, 284, 365, 465, 531, 534, 535, 536, 537, 594, 688, 714, 716, 718, 738, 741 GRACIÁN, Baltasar: 750 GRACIÁN DANTISCO, Lucas: 750 gramáticos. Historia chinesca, Los: 274, 354 gran vandido, El: 667 GRÉVISSE, Maurice: 52 GRIMALDI, Juan (Jean-Marie) de: 546, 552 Gritos de Madrid: 40, 44
Índice alfabético GROUCHY (general): 515, 521, 522 GRUPO LÍRICA XVIII: 59 GUASTAVINO GALLENT, Guillermo: 330, 352 GUDIOL, José: 267 GUEREÑA, Jean-Louis: 19, 20 GUEVARA, Antonio de: 419, 428, 430, 431, 433, 435, 436 GUEVARA, José: 28, 33 Guglielmo Tell: 549, 551 Guía de Forasteros: 14, 35, 274, 713, 736 Guía del Estado Eclesiástico: 283, 710 GUICHARD: 62 GUINARD, Paul J.: 709, 710, 711, 712, 713, 715, 716, 722 GUTIÉRREZ, Asensio: 41 GUTIÉRREZ DE LA TORRE, Dámaso: 611 Guzmán de Alfarache: 747, 757 GUZMÁN DE VILLORIA, Santiago: 627 GUZMÁN EL BUENO: 422 Guzmán el Bueno: 393, 466 Hacerse amar con peluca o El viejo de veinticinco años: 548, 551, 555 Hamlet: 223, 228, 231, 727 HARNERO, Ramón: 350 HARTZENBUSCH, Juan Eugenio: 484, 486, 487, 489, 493, 494, 503, 504, 505, 506, 508, 509, 621 HENNINGSEN, Gustav: 289, 290, 291 heredera, La: 550-551 HERMANQUE Y POLO, Luis: 24, 27, 36 HERMIDA, Benito Ramón: 298 HERMOSILLA, Antonio: 238, 258 HEROS, Nicolás de los: 617, 627, 643, 645 HERRANZ, Diego Narciso: 28, 32, 33 HERRERA, Fernando de: 345, 682, 684 HERRERA Y NAVARRO, Jerónimo: 204, 570, 571, 572, 573, 577, 590, 663 HICKEY Y PELLIZZONI, Margarita: 688 HIDALGO, Francisco: 262, 263 HIDALGO, María: 261, 262 hija del aire, La: 667
Índice alfabético HÍJAR, Duque de: 575, 583, 588, 589, 614 HÍJAR, Duques de: 736 hijos de Nadasti, Los: 442, 457 Hipermenestra: 667 hipócrita, El: 233 Hispanic Review: 389 Histoire critique de l’Inquisition d’Espagne: 282 Histoire de Charles XII: 731 Histoire du règne de l’emperaur CharlesQuint, L’: 419 Histoire et Chronique mémorable de messire Jehan Froissart: 473, 478-479 Histoire naturelle: 272 Historia de Carlos XII rey de Suecia: 731 Historia de España: 424 Historia de la Inquisición española: 290 Historia de la literatura española e hispanoamericana: 735 Historia de la vida y hechos del Emperador Carlos V: 419 Historia de las ideas estéticas: 754 Historia de los heterodoxos españoles: 287 Historia de toda la literatura: véase Origen, progresos y estado actual de toda la Literatura Historia del movimiento romántico español: 540 Historia del teatro en España: 417 Historia general de España: 293, 299, 690 Historia general de Orán: 374, 375, 376, 378 Historia natural: 683 Historia social y económica de España y América: 734 History of the Reign of the Emperor Charles V, The: 420 hombre agradecido, El: 480 hombre de dos caras, El: véase hombre de [las] tres caras..., El hombre de [las] tres caras o el proscrito de Venecia, El: 660 hombre singular o Isabel primera de Rusia, El: 459
807 hombres grandes del tiempo, Los: 262 Homenaje a Elena Catena: 471 Homenaje a John H. R. Polt: 647 Homenaje a Juan López-Morillas: 539 HOMERO: 216, 222 Hommage à Adrien Roig: 709 Hommage à François Lopez: 441 Hommage à Robert Jammes: 65, 745 Hommage des hispanistes français à Noël Salomon: 221 Homme à trois visages, L’: 667 HONTABAT (coronel): 374 hora de todos y fortuna con seso, La: 41 HORACIO FLACO, Quinto: 217, 303, 309, 466, 583, 735 Hormesinda: 320, 353, 393, 448, 450, 457, 462, 463, 464, 466 Horrible sacrificio de inocentes víctimas…: 514, 535 hospital de la moda, El: 107 hospital del desengaño, El: 65 HUARTE, Cayetano María de: 488, 489 HUARTE, Plácido: 24, 27 HUBERT, David: 76 huérfana de Bruselas, La: 546 huérfano de la China, El: 355 Huerteida: 342, 348, 364 HUÉSCAR, Duques de: 736 HUGO, Víctor: 504, 562, 563 HURTADO DE MENDOZA, Diego: 245 IBÁÑEZ, José de: 446 IBARRA, Joaquín: 318, 368, 742 Idea de una reforma de los teatros públicos de Madrid que allane el camino…: 577, 590, 591, 594, 623, 630 Idea Política y Christiana para reformar el actual teatro de España: 572, 590 Ideas en sus personajes. (Homenaje a Russell P. Sebold): 417 Ilíada: 216 ILLOT, Catalina: 257 imperio de las costumbres, El: 571
808 INARCO [CELENIO]: véase Fernández de Moratín, Leandro Incompatibilidad de la libertad española con el establecimiento de la Inquisición: 283 Índice último de los libros prohibidos [...] 1790: 419, 672 INFANTADO, Duque del: 606, 736 «INGENUO TOSTADO»: 283 Ino y Temisto: 457, 459 Inquisición española y los problemas de la cultura y de la intolerancia, La: 204 Inquisición sin máscara, La: 295 Instituciones poéticas: 653, 755 Ínsula: 677, 768 Introducción al año cómico de 1800: 601 IRIARTE, Bernardo de: 652 IRIARTE, Juan de: 734 IRIARTE, Tomás de: 103, 221, 267, 321, 322, 342, 344, 348, 350, 351, 355, 356, 357, 359, 360, 369, 370, 371, 387, 418, 425, 575 Isidoro Máiquez y el teatro de su tiempo: 235, 445, 446, 511, 570, 571, 605, 613, 619, 651 ISLA, Conde de: 643 J. O. D. T.: 423, 424 Jácara en miniatura a don Vicente García de la Huerta: 316 Jacoba, La: 459, 476, 480 Jahel: 320, 353, 586 J’ai du bon tabac dans ma tabatière: 57 JAMMES, Robert: 15, 42, 65 JARAMILLO, Guillermo: 28, 34 Jean de Nivelle: 56 MARÍA ROSA DE JESÚS, Madre: 296 Joaquín Murat sentenciado en Pïzzo: 514 Jocó o el Orangután: 546, 549 JORDÁN, Lucas: 767 JOSÉ I [BONAPARTE]: 98, 287, 291, 391, 392, 526 JOVELLANOS, Gaspar Melchor de: 12, 65, 88, 103, 105, 109, 223, 282, 299,
Índice alfabético 315, 316, 317, 319, 326, 332, 337, 338, 339, 340, 341, 342, 344, 347, 348, 357, 358, 359, 368, 370, 372, 395, 440, 442, 443, 444, 445, 446, 447, 448, 449, 450, 451, 452, 453, 454, 455, 458, 459, 460, 462, 465, 469, 500, 584, 585, 589, 603, 684, 740, 741, 749, 768, 769, 772 «JOVINO»: véase Jovellanos, Gaspar Melchor de Juan de Calás: 541 JUAN DE LA CRUZ, San: 475 JUAN PABLO II: 42 Juicio imparcial del juicio antecedente: 206, 217 judía de Toledo, La: 377, 378, 380, 413, 733 justo Lot, El: 669 Juzgado Casero, El: 413 Kalendario manual: véase Guía de Forasteros KAMEN, Henry: 290 KANY, C. E.: 577, 595, 598, 617, 620, 624, 650 KLINGENDER, F. D.: 511, 514 KOTZEBUE, August von: 499 KUBRICK, Stanley: 751 LA FONTAINE, Jean de: 368, 465 LA HARPE, Jean François de: 224 LAFARGA, Francisco: 255, 261, 273, 276, 358, 471, 647, 652 LAFUENTE, Modesto: 293, 299, 306, 522, 689, 690 LAGUNA, Andrés: 253 LAMA, Miguel Ángel: 347, 348, 355, 357, 364 LAMIEL Y BENAGES, Nicolás: 79 LANCASTER, Ignacio de: 88 lance de la Carrera, El: 49, 54 lance de la naranjera, El: 44, 52 LANCRET, Nicolas: 718 LANZAROTE, Ramón: 605
Índice alfabético LARDIZÁBAL Y URIBE, Manuel de: 678 LARRA, Mariano José de: 48, 219, 547, 549, 551, 554, 555, 556, 557, 558, 564 LARRAZ, [Em]manuel: 219, 259, 305, 489, 511, 533, 536 LASERNA, Blas de: 47, 48, 52, 62, 63, 65, 581, 716 LAVI Y ZAVALA, Juan de: 657, 658, 659, 660 LAVIANO, Manuel Fermín de: 61 Lazarillo de Tormes: 757 LEA, Henry C.: 290 LEBLON, Bernard: 742 Lección crítica a los lectores del papel intitulado Continuación de las Memorias críticas de Cosme Damián…: 326, 360, 370, 371 Lecciones de filosofía moral y elocuencia: 233 LEMIERRE, Antoine Marin: 571, 667 LERENA, Conde de: véase López de Lerena, Pedro LESAGE, Alain René: 56 Libro de acuerdos de la Comisón de Teatros: 643 Libro de acuerdos del Ayuntamiento de la Villa de Madrid: 615, 637 LIDÓN, José: 104, 106 LINGUET, Simon Nicolas: 357 LINNEO : 272 Lisi desdeñosa: 227, 735 LISSORGUES, Yvan: 42 LISTA, Alberto: 356, 491, 507 Lista de las piezas dramáticas reprobadas y sacadas de los caudales de las compañías…: 659, 660, 663, 665, 666, 667, 670 LITTRÉ, Émile: 51, 52 LLAGUNO Y AMÍROLA, Eugenio: 682 Llegar a tiempo: 633 LLORENTE, Juan Antonio: 208, 282, 283, 291, 294, 295, 306, 307 Lo cierto por lo dudoso: 485
809 Lo que el viento se llevó: 49 loco de Chinchilla, El: 317, 325, 363, 368, 370 loco hace ciento, Un: 44, 614 LOCHE, [Juan] Antonio, 80, 232 LOMBA Y PEDRAJA, José R.: 564 LÓPEZ, Bartolomé: 712 LÓPEZ, François: 19, 354, 356, 438, 684, 750 LÓPEZ, Pedro: 508 LÓPEZ, Padre Simón: 297 LÓPEZ BALLESTEROS, Eugenia: 71, 73, 74, 77, 78, 79, 81, 89 LÓPEZ BALLESTEROS, Manuel: 77, 81 LÓPEZ DE AYALA, Ignacio: 342, 348, 393, 425, 478, 488, 591, 682, 699 LÓPEZ DE LERENA, Pedro: 616 LÓPEZ DE SEDANO, Juan José: 320, 353, 586 LÓPEZ ENGUÍDANOS, Tomás: 513, 514 516, 517, 518, 520, 523, 524, 526, 534, 535, 537 LORENZO VERDUGO, Vicente: 615 LUCANO, Marco Anneo: 329 Lucrecia Borgia: 562, 564 lugareña orgullosa, La: 104, 240, 610, 671 LUIS, Infante don: 7 LUIS XV: 718 LUNA, Álvaro de: 750 LUNA, Joaquín de: 385 LUNA, José: 563 LUNA, Juan J.: 732 LUNA, Rita: 596, 601 LUZÁN, Ignacio de: 328, 587, 653, 754 LUZURIAGA, Lorenzo: 20, 22, 24, 27, 28 Macbeth: 467 MACEDO, Francisco de: 331 MACHADO, Antonio: 341, 753 Macías: 549, 557 MACROBIO, Ambrosio Aurelio Teodosio: 722 madama chasqueada y francés de los violines, La: 49
810 madre [culpable o esposa] delincuente, La: 669 Madrid por dentro y el forastero instruido y desengañado: 174 MAFFEI, Francesco: 328 Magdalena cautiva: 336 mágico de Astracán, El: 337, 664 mágico de Eriván, El: 337 mágico de Salerno Pedro Vayalarde, El: 583 mágico del Mogol, El: 337, 664 mágico prodigioso, El: 603, 660 MÁIQUEZ, Isidoro: 261, 391, 392, 446, 606, 610, 614, 628, 637, 639, 642, 668, 669 maja alegre, La: 48, 56 maja y el amolador, La: 58 majos vencidos, Los: 267 Mal genio y buen corazón: 446 MAL LARA, Juan de: 326 Malbrú[c]: 14 Malbrú, El: 63 MALKI, Nordin: 374 Manual de Madrid: 544 Manual del empleado en el Archivo General de Madrid: 236 Manual del librero hispanoamericano: 235 MANUEL, Miguel de: 22, 226 MARBOT, Barón de: 531 Marcela, o ¿a cuál de los tres?: 547, 549, 550, 554, 555 MARCHENA, José: 233, 234, 277, 422, 424, 507 MARCIAL, Marco Valerio: 354, 734 MARCO, Joaquín: 316, 318, 344 MARCOLINI, Juan: 47 Marges: 753 María Ladvenant y Quirante: 575 MARÍA LUISA (princesa): 688, 689, 695 MARÍA ROSA DE JESÚS, Madre: 296 MARIANA, Juan de: 310, 424, 587 Mariage de Figaro, Le: 62 Mariage par escalade, Le: 57 MARISCAL DE CASTILLA: 736
Índice alfabético MARLBOROUGH (general): 14, 62, 716 MARQUINA Y GALINDO, José: 644, 645 MARRAST, Robert: 224, 231, 558, 559, 560 Marta la Romarantina: véase asombro de la Francia, Marta la Romarantina, La MARTAINVILLE, Adrien Charles, marqués de: 552 MARTÍ, Francisco de Paula: 54, 511, 512, 514, 516, 517, 520, 521, 522, 523, 525, 526, 527, 529, 530, 533, 534, 536 MARTÍ GILABERT, Francisco: 293, 303, 522 MARTÍNEZ, Bartolomé: 80 MARTÍNEZ, Manuel: 237, 256, 258, 264, 390, 421, 441, 442, 452, 469, 473, 574, 575, 580 MARTÍNEZ AZAÑA, Manuel: 389 MARTÍNEZ DE LA ROSA, Francisco: 208, 398, 399, 400, 405, 406, 411, 412, 417, 419, 435, 504, 543, 547, 549, 553, 555, 557, 558, 560 MAS (doctor): 263 MAS CASELLAS, José María: 670 Más pesa el rey que la sangre: 434 Más que el influxo de el astro estimula el mal exemplo; Koulikán, rayo del Asia: 327 máscaras de Amiens, Las: 665 matrimonio de Figaró, El: 48, 62 MASSON DE MORVILLIERS, Nicolas: 335, 336, 337, 590 matrimonio casual, El: 654 mayor monstruo del mundo. (El tetrarca de Jerusalén), El: 381 MAYOR ORDÓÑEZ, María: 43 mayor rival de Roma, Viriato, El: 457 mayor valor del mundo por una mujer vencido, y nazareno Sansón, El: 670 Mazariegos y Monsalves: 752 MCCLELLAND, Ivy: 471, 472, 570 Medea y Jasón: 468 Médecin malgré lui, Le: 222, 234, 248, 251, 253, 255, 264, 269
Índice alfabético Médecin volant, Le: 251 médico a palos, El: 223, 230, 232, 234, 235, 236, 237, 238, 239, 240, 246, 248, 249, 258, 259, 260, 261, 264, 265 médico a su pesar, El: 261, 264, 265, 266, 267, 268 médico de su honra, El: 504 medico per forza, Il: 259 médico por fuerza, El: 234, 237, 238, 239, 240, 248, 249, 250, 251, 252, 253, 255, 258, 260, 261, 262, 265, 266, 267, 268, 269, 344 médico supuesto, El: 238 MEDINACELI, Duque de: 27, 282, 283 mejor Luna africana, La: 463 Mélanges offerts à Albert Dérozier: 69 Mélanges offerts à Paul Guinard: 271 MELÉNDEZ VALDÉS, Juan: 12, 271, 340, 392, 395, 396, 399, 400, 402, 444, 687, 690, 691, 693, 695, 701, 704 MELÓN, Juan Antonio: 12, 21, 22, 70, 71, 83, 84, 85, 86, 91, 92, 93, 95, 97, 98, 99, 100, 101, 203, 207, 221, 223, 229, 232, 240, 271, 285, 611, 677, 682 MELÓN, Julián Gregorio: 91 Mémoires du baron de Tott sur les Turcs et les Tartares: 689 Memoria histórica sobre cuál ha sido la opinión nacional de España acerca del tribunal de la Inquisición: 283, 294, 307 Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas…: 584, 587, 589, 603 Memorial Literario: 14, 26, 35, 78, 345, 371, 418, 423, 425, 432, 472, 474, 476, 480, 580, 591, 689, 710, 711, 712, 714, 715, 730, 733, 749 Memorias cronológicas sobre el origen de la representación de comedias en España: 570, 576, 580, 747 Memorias para la vida del Excmo Señor Gaspar Melchor de Jove Llanos: 339, 444, 447
811 MENDÍBIL, Pablo: 223 MENDINUETA, Miguel de: 631 MENDOZA, Andrés de: 104, 240, 610, 611 MENÉNDEZ Y PELAYO, Marcelino: 276, 284, 287, 318, 328, 401, 422, 486, 488, 491, 495, 497, 498, 501, 502, 503, 507, 561, 709, 736, 747, 754 MENÉNDEZ PIDAL, Ramón: 334 menestrales, Los: 105, 492 MENGS, Antón Rafael: 732 MERÁS QUEIPO DE LLANO, Ignacio de: 75, 345 MERCADANTE, Saverio: 663 MERCIER, Louis Sébastien: 471 Mercurio de España: 489, 491 MÉRIMÉE, Paul: 756, 758, 759, 760, 766, 771 MERLE, Jean Toussaint: 516, 521 Mérope (Maffei): 328 Mérope (Bretón de los Herreros): 564 MESONERO ROMANOS, Ramón de: 97, 236, 297, 514, 530, 544, 560 MESQUIDA, Gabriel: 209, 210 MICALEF, Salvator: 78 MICHELET, Carlota: 605, 607 MIER Y CASTILLO, Francisco Xavier: 208 MILHOU, Alain: 292 MILTON, John: 216 MIRÓ, Pilar: 509 Misantropía y arrepentimiento: 484, 498, 499, 670 mocedades del Cid, Las: 507, 509 mojigata, La: 88, 209, 215, 219, 221, 230, 237-238, 244, 308, 485, 509, 548, 572, 580 MOLDENHAWER, Daniel Gotthilf: 732 MOLIÈRE: 13, 42, 50, 107, 221, 222, 227, 228, 230, 231, 232, 233, 234, 239, 242, 243, 244, 245, 246, 247, 249, 251, 252, 253, 254, 255, 259, 260, 261, 265, 266, 268, 282, 302, 344, 383, 443, 551, 767
812 MOLINA Y SORIANO, José: 525, 530, 531, 535 MOMPIÉ, Ildefonso: 254 MONASTERIO, Ángel: 526 MONCÍN, Luis: 579, 586, 758 MONFORT, Benito: 368 MONFORT, Manuel: 718 MONGASTÓN, Juan de: 281, 285, 286, 289, 290, 292, 304 MONTAGU[E], Lady Mary Wortley: 699 MONTARCO, Conde de: 617 MONTE, Manuel del: 28, 30, 31 MONTENGÓN, Padre N.: 710 MONTENGÓN, Pedro: 710 MONTESA, Orden de: 720 MONTESQUIEU, Charles de Secondat, barón de: 691, 693 MONTIANO Y LUYANDO, Agustín de: 223, 320, 353, 470 MONTIJO, Condesa del: 738 MONTÓN, Juan Carlos: 518, 522, 525, 531 MOR DE FUENTES, José: 94, 224, 527, 532, 534 MORA, Cosme: 531 moradas o el castillo interior, Las: 475 MORAL, Pablo del: 53 MORALES, Bernardo: 525 MORALES, Francisca: 257 Morales du Grand Siècle: 761 MORALES GUZMÁN Y THOVAR, Juan de: 572, 573, 586, 590, 591, 600, 618, 619, 620, 621, 625, 626, 634, 642, 650, 657, 658, 659, 763 MORALES Y MORALES, Alfonso: 90 MORALES MOYA, Antonio: 758, 768, 769 MORANGE, Claude: 84, 281 MOREL-FATIO, Alfred: 422, 734, 737 MORENO, José Eustaquio: 630 MORENO, Joseph: 699 MORENO GARCÍA, Tadeo: 345 MORETO, Agustín: 49, 572, 660, 754 MORETTI, Federico: 463
Índice alfabético MOREU REY, Enric: 687 MOREUX, Bernard: 51 Morir viviendo en la aldea y vivir muriendo en la Corte: 715 mormuraciones del Prado, Las: 43 MORÓN, Isabel María: 442 morte di Carlo XII, o sia l’assedio di Frideriscak, La: 730 moscovita sensible, La: 660 MOTEZUMA (corregidor): 58, 236, 260 Muda enamorada, La: 253, 255 Muerte de César, La: 587 muerte de Munuza, La: 446, 448 MULLER, Priscilla: 307 MUNÁRRIZ, José Luis: 221 mundi novo, El: 60 Munuza: 11, 440, 443, 444, 445, 446, 447, 448, 449, 450, 451, 452, 455, 456, 457, 459, 460, 461, 462, 463, 464, 465, 466, 467, 468, 469 MUÑOZ, Antonio: 715 MUÑOZ, Francisca: 70, 84, 87, 90 MUÑOZ, Fray Rafael: 214, 215, 216, 217 MURAT, Joachim: 512, 516, 521, 527, 535 Música, La: 355, 356, 357, 387 Nabucco: 508 Nabucodonosor y profecías de Daniel: 670 NAHARRO, Vicente: 24, 26, 30, 31 NAPOLEÓN I: 282, 297, 299, 306, 307, 391 NAPOLI SIGNORELLI, Pietro: 222, 223, 225, 226, 227, 228, 231, 327, 328, 397, 405 Naranjera, petimetre y extranjero: 46 NAVARRA, LA: véase Santisteban, Lorenza NAVARRO, Andrés: 607 609, 611, 614, 627, 628, 629, 631, 635, 636, 637, 638, 640, 641, 648, 649, 653, 661, 669 NAVARRO, Luis: 442, 485, 600, 601, 619, 656, 657, 658 NEGRETE, F. J.: 515, 533 negro sensible, El: 260
Índice alfabético NEWTON, Isaac: 324 niña de Gómez Arias, La: 655, 673 niña sagaz, La: 634 NIPHO (NIFO), Francisco Mariano: 32, 355, 356, 572, 573, 590 no de las niñas, El: 209 No hay con la patria venganza y Temístocles en Persia: 665 No más mostrador: 547 NOCEDAL, Cándido: 316 NODIER, Charles: 556 Norma: 541, 546, 548 Noticia de los peinados del peluquero francés: 46, 62 Noticias históricas de Don Gaspar Melchor de Jovellanos: 208 Nouveau voyage en Espagne, fait en 1777 et 1778: 53 Novísima Recopilación de las leyes de España: 383, 443, 631 Nuebo arreglo para los Teatros de Madrid que facilita los progresos de la reforma…: 634, 635 Nueva relación y curioso romance en que se cuenta muy a la larga cómo el valiente caballero Antioro de Arcadia…: 315, 338 Nuevo Semanario de Salamanca: 728. Numancia destruida: 393, 478 NÚÑEZ, Antero Benito: 536 NÚÑEZ, Ignacio: 342 NÚÑEZ DE ARENAS, Manuel: 94, 516, 521 NÚÑEZ DE GAONA, Ignacio: 358 NÚÑEZ Y DÍAZ, Francisco de Paula: 358 Nymphes de Diane, Les: 57 OBISPO DE SALAMANCA: véase Fernández Vallejo, Felipe Antonio Obras completas de Jovellanos: 315 Obras de D. Tomás de Yriarte: 370 Obras completas del duque de Rivas: 541 Obras dramáticas y líricas de D. Leandro Fernández de Moratín (1825): 222, 223, 226, 228, 229, 252
813 Obras dramáticas y líricas de D. Leandro Fernández de Moratín (1834): 229, 231 Obras inéditas o poco conocidas de Samaniego: 360 Obras poéticas de Don Vicente García de la Huerta (1778-1779): 227, 322, 323, 325, 329, 389, 390, 469, 737 Obras poéticas de Don Vicente García de la Huerta (1786): 329, 377 Obras póstumas de D. Leandro F. de Moratín: 83, 222, 227, 579 OCAÑA, Juan de: 263 OCHOA, Eugenio de: 563, 564 OCHOA, Nicolás de: 605, 614 Odisea: 468 ODRIOZOLA, Antonio: 235, 260 OLAVIDE, Pablo de: 34, 320, 350, 353, 381, 500, 602, 667, 688 OLMO, José del: 295, 307, 308 OLMO, Antonio del: 28, 32 Opúsculos gramático-satíricos: 295 Oráculo de Manzanares: 328 ORGA, Josef de: 665 Origen, progresos y estado actual de toda la Literatura: 653 Orígenes del teatro español: 291, 755 ORTEGA, Tomás: 28 ORTIGAS, Antonio: 391 ORTIZ, María: 70, 90 ORTÚÑEZ DE CALAHORRA, Diego: 318 ORWELL, George: 769 OSUNA, Duquesa de: véase Benavente, Condesa duquesa de Otello: 545 OTTO, Conde: 617 OZANAM, Didier: 39, 40, 47 OZERÍN JÁUREGUI, Pedro: 727 P. D. I. D. L. C.: 322 PACINI, Giovanni: 545 PACOTRIGO: 12 PADILLA, Juan de: 437 padre de familias, El: 358
814 PÁEZ RÍOS, Elena: 97 PAISIELLO, Giovanni: 61, 609 PALACIO, Antonio de: 582 PALACIOS, Marqués de: 358 PALACIOS Y FERNÁNDEZ, Emilio: 317, 342, 343, 357, 360, 471, 481, 570, 575, 652 PALAU Y DULCET, Antonio: 235, 236 PALOMARES, Francisco Santiago: 23, 30, 32, 33 pan pan y el vino vino, El: 508 Pantoja: 297 PAR, Alfonso: 256, 257, 262, 264 Para casos tales suelen tener los maestros oficiales: 370 parecido en la corte, El: 663 PARET Y ALCÁZAR, Luis: 55, 737 PASTOR DÍAZ, Nicomedes: 560 pastor Fido, El: 663 PASTOR FUSTER, Justo: 204 pata de cabra, La: véase Todo lo vence el amor... patriotas de Aragón, Los: 527 PATTISON, Walter T.: 558 payo y el soldado, El: 548 payos del Malbrú, Los: 63 PAZ, Coleta: 301 PAZ, Príncipe de la: véase Godoy, Manuel PAZ, Ramón: 736 PAZ Y MELIA, Antonio: 204 PAZ Y REMOLAR, Julián: 237, 446 Pedantiada, La: 336, 424 Pedo dispersador, El: 317, 320, 322, 325, 327, 328, 331, 337, 342, 347, 348, 349, 351, 357, 364, 372 PEDRELL, Felipe: 62 Pedro Vayalarde: véase mágico de Salerno Pedro Vayalarde, El PEERS, Edgar Allison: 539, 542, 549, 553, 560, 564, 754 Pelayo: 393, 440, 444, 445, 446, 447, 448, 449, 450, 451, 452, 453, 454, 455, 456, 457, 458, 459, 460, 461, 463, 464, 465, 466, 467, 469
Índice alfabético PELLICER, Juan Antonio: 644 Pensador, El: 581, 583, 691 PEÑA Y GRANDA, Cayetano de la: 582 PEÑALOSA Y ZÚÑIGA, Clemente: 430, 487 PEÑALVER, Antonio: 35, 36 PERALES; Marqués de: 643, 645 PERALS, Thadeo: véase Estala, Pedro PERAY, Juan Antonio: 631, 634, 635, 636, 637, 638 Perder el reyno y poder por querer a un muger, o la pérdida de España: 464 peregrina viajante, La: 57 PEREYRA, Miguel A.: 37 PÉREZ, Joseph: 283, 290, 420, 764 PÉREZ DE GUZMÁN, Juan: 219, 520, 521, 522, 525, 526, 530, 531, 532, 533, 535, 685 PÉREZ DELGADO, Alonso: 590 PÉREZ MAGALLÓN, Jesús: 420 PÉREZ RATO, R. P. Felipe: 95 Peribáñez y el comendador de Ocaña: 767 Perico el de los palotes: 468 PERNIL ALARCÓN, Paloma: 20 PERRAULT, Charles: 62 perro del hortelano, El: 484, 509 PHILIDOR, François André Danican: 62 PICCINNI, Alexandre: 549 PICHINI, Alejandro: véase Piccinni, Alexandre Pied de mouton, Le: 552 PIFERRER, Juan Francisco: 442, 444, 571 PINTA LLORENTE, Padre Miguel de la: 204, 216 PINTO, Antonio: 572, 611, 637, 639, 642, 668, 669 Pirata, Il: 545 PISÓN Y VARGAS, Juan Antonio: 593 PIXÉRÉCOURT, René Charles Guilbert de: 667 pláceme de las majas, El: 734 PLATÓN: 587 pleito matrimonial, El: 752 Poema didáctico de la pintura: 335
Índice alfabético Poesías de Francisco de Figueroa: 684 Poesías varias del P.e Butrón, de la Compañía de Jesús: 371 Poética, La: 328, 653, 754 Política natural o Discurso sobre los verdaderos principios del gobierno, La: 429, 433 POLT, John H. R.: 309 POMEAU, René: 273, 276, 277 PONCE, Antonio: 391 PONCE, Juan: 261, 391 PONTEJOS, Marquesa de: 99 Por la puente Juana: 484 POSADILLA, Ginés de: véase Fernández de Moratín, Leandro potajera o la callera, La: 43 PRADO, Antonia: 606, 607, 628 PRADO, Antonio de: 262, 263 precipitado, El: 500 «PRECISO, DON»: véase Zamácola, Juan Antonio PRIETO, Manuel: 25, 30, 36 primera restauración de España y el Munuza, La: 444 PRÍNCIPE DE LA PAZ: véase Godoy, Manuel príncipe perseguido, El: 665 Principios de Cirugía en general…: 680, 683 Procesión de aldea: 720 PROCRUSTES: 730, 764 PROCUSTO: véase Procrustes pródigo y rico avariento, El: véase virtud consiste en medio..., La PROFETI, Maria Grazia: 763, 765, 766, 767 PROPERCIO, Sexto Aurelio: 735 Publicaciones salmantinas, 1793-1936: 727 PUCHOL (PUJOL), Mariano: 263 PUERTA PALANCO, Fray Ángel de Pablo: 582, 767 PUIG, María: 607 PUIGBLANCH, Antoni: 295
815 QUADRADO, Antonio: 711 QUADRIO, Abate: 352 QUENEAU, Raymond: 60 QUEROL, Mariano: 225, 227, 237, 261, 301, 601, 628 QUEVEDO, Francisco de: 41, 43, 267, 310, 345, 684, 715 quid pro quo, El: 669 Quince años ha: 553 QUINTANA, Manuel José: 205, 224, 230, 392, 393, 419, 433, 446, 466, 644, 645, 677, 678, 682, 755 QUINTANA MARTÍNEZ, Eduardo: 301 QUIÑONES DE BENAVENTE, Luis: 49, 750 Rábula, El: 50 Rachele: 328 RACINE, Jean: 467 RÁFOLS, Josep: 262, 263 RAMOS, Francisco: 657, 658, 659, 660, 663, 666, 670 RAMOS, Tomás: 46 RANC, Jean: 718 Raquel: 11, 12, 227, 324, 326, 328, 347, 353, 370, 373, 374, 377, 378, 379, 380, 387, 389, 390, 391, 392, 393, 401, 402, 405, 413, 414, 419, 426, 439, 572, 573, 731, 732, 733, 734, 735, 736, 738, 739, 750 REBOLLO, José: 543 Recherches sur l’origine des découvertes attribuées aux modernes…: 678, 686 Recopilación de los varios métodos inventados para facilitar la enseñanza de leer: 26 Recuerdos de un anciano: 301 Recuerdos del tiempo viejo: 553 Redactor General, El: 283 Reflexiones sobre el estado de la Representación o Declamación en los Theatros de esta Corte: 580 Reflexiones sobre el origen de los descubrimientos de los Modernos: 679, 680, 682, 683, 685
816 Reflexiones sobre la instrucción pública: 585 Reflexiones sobre la Lección crítica que ha publicado Don Vicente García de la Huerta: 323-324, 336, 354 Reflexiones sobre los defectos que se notan en el plan de reforma adoptado en los teatros del Príncipe y de la Cruz: 628, 632 regañón enamorado, El: 551 Regañón General, El: 494, 499, 500 Registro de algunas de las innumerables Mentecatadas que contiene cierta carta de D.n José de Vargas y Ponce…: 330, 345, 352, 367 Reglamento general para la dirección y reforma de teatros: 643-644 Reglam.to p.a la dirección de los teatros de M.d: 639 Reglas del drama: 755 REJÓN DE SILVA, Diego Antonio: 335 REJÓN DE SILVA Y LUCAS, Diego Ventura: 335 Relación de las personas que salieron al Auto de la Fee…: véase Auto de Fe de Logroño Relación individual de los papeles que hasta ahora se han podido recoger pertenecientes al S.or D.n Cristóval Cladera…: 726 reo convicto delante de Dios, El: 684 residencia de los solteros, La: 262 restaurador de la Persia, Tamás Coulicán, El: 327 retablo de las maravillas, El: 749 retrato de golilla, El: 267 Revista Española: 541, 542, 550, 560, 562, 563, 564 Revista de Estudios Extremeños: 373, 733 Revista de Literatura: 315, 348, 380 Revista Valenciana de Filología: 271 Revoltosa, La: 63 revolución armada del dos de mayo en Madrid, La: 531
Índice alfabético Revue Hispanique: 199 REY, Fermín del: 446, 586 Rey valiente y justiciero y ricohombre de Alcalá: 660 REYNALTE, Rafael de: 643, 645 REYNAUD, Luis: 602, 618, 627 REYNOLDI, Miguel: 621 RIBA, Diego de la: 717 RIBELLES, José: 513, 524 RIBERA, Eusebio: 264, 574 RICCI, Luigi: 546 Ridículo retrato de un ridículo señor: 364 RIEGA, Bernardo de: 630, 631 RÍO, Martín del: 714 RÍOS CARRATALÁ, Juan Antonio: 317, 732, 735, 739 RIPA, Bárbara: 264 RIPALDA, Padre: 24, 26, 27, 29, 33, 35, 37 RIVADENEIRA, Manuel: 504 RIVAS, Ángel de Saavedra, duque de: 9, 341, 539, 540, 541, 542, 555, 557, 558, 559, 560, 561, 563, 564, 565, 750 Rivas y Larra: 539 RIZI, Francisco: 308 ROBERT, Paul: 52 ROBERTSON, William: 419 ROBLES, Antonio: 391, 575, 580 robo con maña, El: 262 ROCA, Blas: 235, 236, 260 RODIN, Auguste: 472 RODRÍGUEZ, Antonio: 40, 222 RODRÍGUEZ, Diego: 258, 263 RODRÍGUEZ, Gerónima: 263 RODRÍGUEZ, José María: 238 RODRÍGUEZ, Miguel: 256 RODRÍGUEZ, Ramón Carlos: 20, 22, 23, 25, 35, 36 RODRÍGUEZ COSTILLARES, Joaquín: véase Costillares, Joaquín Rodríguez RODRÍGUEZ DE ARELLANO, Vicente: 260, 282, 452, 485, 607, 728 RODRÍGUEZ DE CAMPOMANES, Pedro: 733, 769, 771, 772
Índice alfabético RODRÍGUEZ DE LEDESMA, Francisco: 618, 737 RODRÍGUEZ MARÍN, Francisco: 334 RODRÍGUEZ-MOÑINO, Antonio: 317, 318, 322, 342, 348, 349, 352, 360, 368, 374, 378, 379 RODRÍGUEZ MORÍN, Felipe: 417, 418, 420, 422, 423, 424, 425, 427, 428, 429, 431, 433, 434, 435, 437, 438, 439 ROJAS ZORRILLA, Francisco: 669, 754 ROLDÁN, Antonio: 25, 28, 31 Roma libre: 208 ROMÁN, Blas: 442 Romancero general: 677 Romancero popular del siglo XVIII: 316 Romances vulgares: 316 ROMEA, Julián: 508 ROMEA Y TAPIA, Cristóbal: 401, 761 ROMERO, Juan Antonio: 685 ROMERO, Pedro: 716, 717, 718 ROMERO, Vicente: 446 RONQUILLO (alcalde): 305 RONZI, Melchor: 604, 607, 621, 630, 631, 638 ROSALES, Antonio: 60 ROSALES, José: 238 ROSCHINI, Padre Gabriele: 761 ROSSINI, Gioacchino Antonio: 545, 549 ROUBAUD, Sylvia: 318 ROZAS, Francisco: 28, 32 RÚA, Eugenio de la: 679, 680, 682 RUBÍN DE CELIS, Manuel: 326 RUBIO, Juan: 21, 23, 30, 32 RUBIO JIMÉNEZ, Jesús: 747 RUEDA, Lope de: 326, 750 RUIZ, Antonio: 508 RUIZ, Ramón: 440, 444, 449, 454, 469, 571 RUIZ BERRIO, Julio: 20, 21, 23, 24, 32, 35 RUIZ DE LA MADRID, José: 631 RUIZ DE PADRÓN, Antonio José: 208, 293, 294, 295, 308
817 RUIZ MORCUENDE, Federico: 106 Rumbo Macareno, El: 508 RUMEAU, Aristide: 551, 553, 554 RUMERALO, Jerónimo: 28, 33 RUMERALO, Manuel: 28, 30 RUMEU DE ARMAS, Antonio: 92, 233 RUPPERT, Jacques: 718 RUSHDIE, Salman: 751 SAAVEDRA, Francisco de: 619 SABATINI, Francisco: 514 SABORIDO, Francisco Xavier: 22 SAGARDOY, A.: 514, 536 SAINZ DE BARANDA, Pedro: 94, 96 SALA VALLDAURA, Josep M.: 444 SALAS, Francisco Gregorio de: 332, 333, 334 SALAS, Josefa: 481 SALAS, Marqués de: 736 SALAS, Xavier de: 741 SALAZAR [Y] FRÍAS, Alonso de: 289, 290 SALM SALM, Mariana de: 737 SALOMON, Noël: 115, 715, 764 SALVO Y VELA, Juan: 651, 773 SAMANIEGO, Félix María: 12, 317, 321, 327, 340, 342, 356, 357, 359, 360, 364, 365, 366, 367, 369, 370, 371, 737, 740 SAMANIEGO BONEU, Mercedes: 727 SAN JUAN, Lucas de: 603 SANCHA, Antonio de: 335, 386, 653, 732 SÁNCHEZ, José: 592 SÁNCHEZ BARRERO, Domingo: 627 SÁNCHEZ GARCÍA, María del Carmen: 570, 575 SÁNCHEZ MARIANA, Manuel: 89 Sancho García: véase Don Sancho García, conde de Castilla Sancho Ortiz de las Roelas: 11, 483, 484, 485, 488, 489, 493, 498, 501, 503, 506, 508, 509, 573 SANDOVAL, Fray Prudencio de: 419 SANDOVAL Y ROJAS, Bernardo de: 289, 310
818 Sansón, El: véase mayor valor del mundo por una mujer vencido, y nazareno Sansón, El SANTA CRUZ, Marqués de: 343 SANTIPONCE, N.: 275 SANTISTEBAN, Lorenza: 58 SARRABLO AGUARELES, Eugenio: 296 SARRIÁ [Y SARRIÁ], Vicente: 70, 87, 89 SARTRE, Jean-Paul: 344 Sátira a Arnesto: 12, 740 Sátira contra los vicios introducidos en la Poesía Castellana: 354 SAUGNIEUX, Joël: 762 SAURA, Antonio: 749 SAVIÑÓN, Antonio de: 208 SCANDERBERG, Jorge: 698 SCHEFFER, Ary: 563 SCORSESE, Martin: 751 SCOTT, Walter: 747 SCRIBE, Eugène: 547, 549, 551, 554, 555 Se tatuá mon camarada: 62 SEBASTIÁN Y LATRE, Tomás: 356, 585, 754 SEBASTIANI (general): 299 SEBOLD, Russell, P.: 284, 503, 565, 687, 688, 691, 694 II centenario del nacimiento del tesorero Cristóbal Cladera Company: 725 SELMA, Fernando: 322, 323 SELZNICK, David O.: 49 Semanario de Agricultura: 92 Semanario de Salamanca: 726, 727, 728 Semanario de Zaragoza: 728, 741 Semanario Erudito: 712 Semanario Pintoresco: 560, 628, 633 Semiramide: 545, 546 Semíramis o la venganza de Nino: 607, 609, 610, 611, 613 SEMPERE Y GUARINOS, Juan: 333, 406, 469, 687, 690, 691, 693 SÉNECA, Lucio Anneo: 330, 722 Señas y fazañas del Criticastro Esópico…: 348, 369, 370, 372
Índice alfabético Señorito mimado, El: 572, 575 SEPÚLVEDA, Ricardo: 506, 547, 650, 658 SERRANO, Lázaro Franco: 85 SERRANO Y SANZ, Manuel: 289, 688 Servir a buenos: 484 Sevilla y el teatro en el siglo XVIII: 258 SHAW, George Bernard: 768 sí de las niñas, El: 11, 12, 15, 64, 69, 74, 76, 107, 203, 205, 207 209, 213, 214, 219, 222, 225, 228, 229, 230, 243, 246, 272, 274, 275, 289, 509, 542, 548, 572, 580, 624, 654 Si toda la vida es sueño, en el sueño está la muerte, y el asombro de Palermo: 663 Siège de Calais, Le (tragedia): 471, 472, 473, 479 Siège de Calais, Le (novela): 476, 477 siglo que llaman ilustrado, El: 19 Silencio, patio mío: 59 SILVA, Josef de: 736 SILVA Y ÁLVAREZ DE TOLEDO, María Teresa de: 736 SILVELA, Manuel: 81, 83, 84, 97, 223, 229, 610, 621 SILVELA, Victoria: 84 SIMÓN DÍAZ, José: 556, 560, 773 sitiador sitiado y conquista de Stralsundo, El: 730 sitio de Calés, El: 11, 435, 471, 474, 479, 480, 481, 672 sitio de Fridericshall, El: 730 sitio de Pultova por Carlos XII, El: 729 sitio de Toro y noble Martín Abarca, El: 452 Sofía o [las] Costumbres del día: 669 SÓFOCLES: 498 sol de España en su oriente y toledano Moisés, El: 666 Solaya o los circasianos: 380 SOLEINNE: 62 SOLÍS, Antonio de: 572, 665, 754 SOLÍS, Dionisio: 586 SOLÍS, Ramón: 257, 292, 293, 296, 300, 301
Índice alfabético SOLO DE ZALDÍVAR, Bruno: 666 sombra de Pelayo, La: 455 sombrerito, El: 63 sonnambula, La: 549 sortija de Venus, La: véase anillo de Giges, El SOTO [Y] MARNE, Francisco de: 753 SOUBEYROUX, Jacques: 19 Spanish Drama of Pathos: 417, 570 Storia critica de’ Teatri antichi e moderni: 327 Storia d’ogni Poesia: 352 Straniera, La: 545 SUBIRÁ, José: 42, 43, 46, 47, 48, 49, 53, 54, 55, 56, 57, 58, 59, 60, 63, 379, 570, 716 Suplemento al Índice expurgatorio del año de 1790: 481, 712 Sur la querelle du théâtre au temps de Leandro Fernández de Moratín: 317, 320, 475, 484, 569, 602, 734, 754, 762 Sur le pont d’Avignon: 57 SURÉDA, Francis: 277. Symbolae Pisanae: 687 TABALOSOS, Marqués de: 379 Tableau de l’Espagne moderne: 55 TADEI, Antonio María: 631 TALAHITE. Claude, 374 También hay duelo en las damas: 752 Tartuffe, Le: 221, 233 TASSO, Torquato: 216 TATO AR[R]IOLA, Sebastián: 24, 26 Teatro crítico universal: 572 Teatro español del siglo XVIII: 255 teatro moderno o sia Raccolta de tragedie, commedie, drammi…, Il: 729 Teatro Nuevo Español: 418, 481, 573, 592, 614, 630, 634, 647, 648, 649, 651, 652, 653, 654, 656, 657, 659, 660, 661, 662, 663, 665, 666, 670, 673 Teatro politico spagnolo del primo ottocento: 511
819 Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII: 320, 417, 421, 470, 484, 569, 570, 573, 602, 762 TEJERINA, Belén: 729 TÉLLEZ, Gabriel: véase Tirso de Molina Tellos de Meneses, Los: 115, 483 TENCIN, Madame de: 476, 478, 479 Tentativa de aprovechamiento crítico en la Lección crítica de D. Vicente García de la Huerta: 326 tercero en discordia, Un: 548, 554, 555, 556 TERENCIO AFER, Publio: 282 TERESA DE JESÚS, Santa: 475 TERRALLA, Gabriel: 262 TERREROS Y PANDO, Esteban de: 42, 319, 330, 333, 337, 348, 353, 450, 464, 572 Tesoro de la lengua castellana o española: 65, 211 Théâtre chosi de Pixérécourt: 556 Theatro Hespañol: 224, 315, 318, 321, 322, 325, 326, 327, 333, 335, 336, 342, 347, 355, 356, 357, 360, 361, 367, 370, 740 tía burlada, La: 55 TIBULO, Albio: 735 TIEPOLO, Lorenzo: 716 TINEO JOVE RAMÍREZ, Juan: 88, 92 TIRANA, LA: véase Fernández, María del Rosario Tirana, La: 575 tirano de Ormuz, El: 468 TIRSO DE MOLINA: 49, 381, 665, 670 Todo lo vence el amor o La pata de cabra: 546, 549, 552, 553, 554, 556, 560 TOLEDO, Manuel de: 736 TOLOSA, Marqués de: 79 TOLRÁ, Juan José: 212, 213, 214, 215, 216, 217 tonadilla escénica (TE), La: 46, 47, 58, 60, 65 tonadillas teatrales inéditas (TTI), Las: 42, 43, 47, 53, 54, 55, 56, 57, 60
820 TORENO, Conde de: 530 TORÍO DE LA RIVA, Torcuato: 23 TORRE, Guiillermo de: 747 TORREPALMA, Condesa viuda de: 19, 28 TORRES, Antonio: 711 TORRONTERAS, Manuel: 34 TOTT, Barón de: 689, 699 trabajos de Job, Los: 664 trabajos de Tobías, Los: 664, 669 Traductores castellanos de Molière: 234 Tragedia nueva. El Motín de España, culpa de Raquel…: 410 Tratado de la táctica: 367 Tratado de las obligaciones del hombre: 24 Tratado de phtisis: 683 TRAVESO, Manuel: 22 travesuras de Pantoja, Las: 49 Treinta años o la vida de un jugador: 553 Tres calas en la censura dieciochesca: 728 tres de mayo, El: 535 Tres sonetos a la buena memoria de Don Vicente García de la Huerta…: 344 TRIGO, Paco: 740, 741 TRIGUEROS, Cándido María: 105, 343, 467, 483, 484, 485, 486, 487, 488, 489, 490, 492, 493, 495, 496, 497, 498, 499, 500, 501, 502, 503, 504, 506, 508, 509, 573, 593, 632, 734, 735 trionfi di Carlo XII re di Svezia, I: 729 triunfo del interés, El: 393 Triunfos de valor y ardid, Carlos XII rey de Suecia: véase Carlos XII rey de Suecia Troyanas, Las: 330 TRULLENC[H], Pedro Pablo: 710, 711, 712, 714 tutor, El: 221 TWISS, Richard: 55 UBERSFELD, Anne: 556 ULLRICH, A.: 236 ultimo día de Pompeya, El: véase ultimo giorno di Pompei, L’ ultimo giorno di Pompei, L’: 545, 550
Índice alfabético URQUIJO, Mariano Luis de: 392, 442, 576, 579, 583, 587, 589, 590, 600, 604, 615, 617, 619, 623, 624, 634 URZAINQUI, Inmaculada: 739 VADÉ, Jean-Joseph: 56 VALDEFLORES, Marqués de: 733 VALDÉS, Fernando de: 757 VALENCIA, Pedro de: 289, 310 VALENZUELA, Francisco: 237, 256 VALERO Y CHICARRO, Ángel: 19, 24, 25, 27 VALLADARES DE SOTOMAYOR, Antonio: 336, 337, 393, 424, 434, 573, 588 VALLE ALVARADO, Juan de: 289 VALLEDOR, Jacinto: 62, 63, 716 VALLEJO Y FERNÁNDEZ, María Antonia: 49, 54, 73, 720, 741 VALLÉS, Carlos: 262, 263 VALLÉS, José Manuel: 256 VALMAR, Marqués de: véase Cueto, Leopoldo Augusto de VAN LOO, Louis Michel: 718 VARELA, Javier: 770, 772 VAREY, J. E.: 63, 763 VARGAS PONCE, José de: 330, 340, 352, 367 varón, El: véase barón, El vasallo más leal y grande Guzmán el Bueno, El: 434 VASIF EFENDI, Achmet: 689 VÁZQUEZ, Ana: 487 VEGA, Jesusa: 513, 514 VEGA, Lope de: 9, 115, 345, 483, 486, 489, 496, 498, 499, 503, 504,508, 509, 572, 602, 672, 748, 752, 754, 755, 766 VEGA, Ventura de la: 509, 546, 547, 548, 551, 555 VEGAS Y QUINTANO, José: 22 Veinticuatro diarios, Madrid, 1830-1900: 509 VELARDE, Pedro: 517, 518, 525 VELASCO, Fernando de: 710
Índice alfabético VÉLEZ DE GUEVARA, Luis: 434 verbena de la Paloma, La: 63 verdad sospechosa, La: 767 VERLAINE, Paul: 749 Vestale, La: 545 Viaje a Constantinopla en el año de 1784: 699 Viaje a Italia: 584, 729 vicios a la moda, Los: 233 vida es sueño, La: 373, 376, 378, 381, 385, 386, 562, 603, 747, 751, 752, 767 vida es sueño, La: véase Si toda la vida es sueño, en el sueño está la muerte, y el asombro de Palermo Vida y muerte de Thomás Koulikán: 327 Vida y obra de Francisco de Goya: 97 Vida y obra de Samaniego: 360 VIEGAS, Simón de: 50 vieja y los calaveras, La: 551 viejo y la niña, El: 87, 88, 109, 221, 222, 226, 230, 237, 275, 424, 480, 572, 574, 582, 588, 610, 726, 727 VIGNAU, Vicente: 70, 89 VILAPLANA ZURITA, David: 536 VILAR, Pierre: 9, 687, 770 VILLALBA, Baltasar de: 740 VILLALPANDO, Fermín Tadeo: 233, 272, 727 VILLAMEDIANA, Conde de: 310 VILLANUEVA ETCHEVERRÍA, Ramón: 85 VILLEGAS, Esteban Manuel de: 326 vinatero de Madrid, El: 336 VIÑAO FRAGO, Antonio: 19, 20 VIRG, Josefa: 219 VIRGILIO MARÓN, Publio: 216, 324, 735 Virginia: 470 Virtud consiste en medio, el pródigo y rico avariento, La: 665, 670, 672
821 viuda de Malabar, La: véase imperio de las costumbres, El viuda de Padilla, La: 208, 417 viudo, El: 71, 267 VIVANCO, Luis Felipe: 109 VOLTAIRE: 42, 234, 271, 273, 274, 275, 276, 277, 288, 297, 306, 327, 331, 353, 355, 363, 371, 467, 468, 688, 699, 731 Voltaire en España (1734-1835): 273 Voz de la naturaleza: 436 WALKER, Alin: 76 WALL, Ricardo: 732 WELLINGTON, Duque de: 746 WILSON [BAREAU], Juliet: 97 Xaira (Xayra): véase fe triunfante del amor y cetro (la Xaira), La YLLOT: véase Illot, Catalina Zaïre: 331, 353, 688 ZAMÁCOLA, Juan Antonio [de IZA]: 643, 726, 741 ZAMORA, Antonio de: 651, 752, 755, 760 ZAPATER, Martín: 741 ZAVALA Y ZAMORA, Gaspar: 12, 393, 423, 424, 451, 455, 480, 516, 527, 570, 571, 573, 588, 606, 613, 632, 633, 634, 729, 730, 731 Zayda: 353 ZAZO DE LARES, Francisco: 24, 25 ZEGLIRSCOSAC, Fermín Eduardo: véase Rodríguez de Ledesma, Francisco ZORRILLA, José: 553 ZURITA, Jerónimo: 757
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ÍNDICE ADVERTENCIA PRELIMINAR .................................................
9
I. LA ESCUELA Y LA CALLE ..................................................... 17 Notas a la primera enseñanza en madrid a finales del XVIII ......... 19 La figura del francés en las tonadillas de finales del siglo XVIII .... 39 II. DE MORATÍN ......................................................................... Nuevos documentos sobre la «familia moratinesca» .................... El primer testamento de Leandro Moratín y el último de Juan Antonio Melón .................................................................... Una zarzuela inédita: El barón, de Moratín ................................ Lecturas inquisitoriales de El sí de las niñas ................................ Moratín, traductor de Molière ................................................... Más sobre traducciones castellanas de Molière en el XVIII ........... Un cuento de Voltaire en traducción de Moratín ....................... Las reediciones del Auto de fe de Logroño en vida de Moratín ..... III. DE GARCÍA DE LA HUERTA ................................................ Una «fazaña» más de García de la Huerta ................................... De estornudos, flatos y otros modos de «dispersar» (Huerta y los fabulistas: un nuevo poema satírico) .................................... García de la Huerta en Orán: una loa para La vida es sueño ....... La Raquel de Huerta y la censura ...............................................
67 69 83 103 203 221 255 271 281 313 315 347 373 389
IV. TRAGEDIAS Y DRAMAS ........................................................ 415 Doña María Pacheco, ¿mensaje preliberal? .................................. 417
824
Índice El extraño caso del estreno de Munuza ....................................... El sitio de Calés, de Comella, ¿es traducción? .............................. De La Estrella de Sevilla a Sancho Ortiz de las Roelas: notas a dos refundiciones o arreglos ....................................................... El Dos de Mayo de Martí ............................................................ Sobre el estreno del Don Álvaro ..................................................
441 471 483 511 539
V. LA REFORMA .......................................................................... 567 La reforma teatral de 1799-1803 ................................................ 569 El Teatro Nuevo Español, ¿antiespañol? ....................................... 647 VI. PROBLEMAS RESUELTOS O PENDIENTES ....................... 675 Ramón Fernández siempre será Ramón Fernández ..................... 677 Ibrahim, Fátima y el Diablo Cojuelo ......................................... 687 Don Benito, ¿mito o realidad? (génesis de un grabado de Juan de la Cruz) ................................................................................ 709 De algunos enigmas histórico-literarios ...................................... 725 VI. EPÍLOGO ................................................................................. 743 Justa repulsa de iniquas acusaciones ........................................... 745 BIBLIOGRAFÍA .............................................................................. 775 ÍNDICE DE SIGLAS ...................................................................... 791 ÍNDICE ALFABÉTICO ................................................................. 793
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Este libro se terminó de imprimir en INO Reproducciones S.A.,de Zaragoza, el 25 de mayo de 2005