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La guerra en el pensamiento económico Edmund Silberner Traducido por José Juan Foros Aguilar, Madrid, 1954 Este volumen incluye dos obras publicadas originalmente con los títulos siguientes:
La Guerre dans la Pensée Économique du XVIe au XVIIIe siecle Libraire du Recueil Sirey, París, 1939
The Problem of War in Nineteenth Century Economic Thought
Princeton University Press, Princeton, 1946
La paginación se corresponde con la edición impresa. Se han eliminado las páginas en blanco
PROLOGO
Puede considerarse de verdadero acierto la traducción y refundición que José Juan Forns ha hecho de las obras de Edmund Silberner La Guerre dans la Pensée Économique du XVIe au XVIIIe siècle y The Problem of War in Nineteenth Century Economic Thought. Este joven y estudioso profesor de Economía, abogado y jefe del Cuerpo Facultativo de Estadística del Estado, de quien vengo siguiendo y fomentando la inquietud que en él despiertan los problemas económicos que la guerra moderna plantea, da a la estampa por medio de la Editorial Aguilar —a la que tanto debe la cultura económica de nuestra Patria—, este trabajo, que ha de constituir un preciado auxiliar de los que hoy están obligados a interesarse por estos problemas, no sólo del campo económico, sino del político y social, pues inspiraciones en todos estos aspectos pueden encontrarse en la excepcional obra de Silberner. No es este trabajo un estudio de Economía de guerra descriptiva a través de la Historia, pues no se analizan las campañas, sino el pensamiento económico predominante en cada época y en cada país en relación con la guerra; estamos ante una sutil faceta del estudio de la Historia de las doctrinas económicas, que la paciente investigación de Silberner nos ofrece, y del cual podemos deducir la sorprendente actualidad de las medidas económicas que en todos los tiempos se tomaron; verdad es que el mercantilismo contemporáneo tiene características muy semejantes al histórico en sus aspectos político y económico, acentuados por el proteccionismo que las necesidades de la guerra moderna impone, y que los países liberales, cuando llega la guerra, se ven obligados a adoptar aun cuando repugne a la doctrina que defienden, pues el aferrarse a ella, la Historia nos ha demostrado los peligros que envuelve para el éxito final. No es tampoco este trabajo un estudio sobre guerra económica, que hoy tiene tanta importancia en el desarrollo de un conflicto armado; pero se encuentran en él abundantes medidas económicas clásicas de completa actualidad, que nos demostrarían el escaso progreso en este campo si no se hubieran visto auxiliadas y modernizadas por la presencia de armas económicas nuevas, que, si bien son más potentes, requieren para su manejo o empleo unos robustos sirvientes que no todas las naciones poseen; nos referimos al establecimiento de Bases IX
de control, a los navicerts, shipwarrants y al hold back guarantee, mo-
dalidades o evolución del bloqueo marítimo que sólo pueden emplear las naciones de gran poderío militar y que posean una potente escuadra. Otro de los aspectos en que puede estudiarse la obra de Silberner es en el político y social, en relación y como consecuencia de los conflictos armados, pues queriendo encontrar la proyección histórica bajo la influencia de la guerra sobre la época actual, inspirado, sin duda, por el pensamiento del gran filósofo alemán general Clausewitz, resumido en la idea “La guerra no es más que la continuación de la política del Estado por otros medios”, analiza a través de las diversas escuelas económicas los móviles que conducían a las guerras, el papel que ha desempeñado ésta en la evolución económica de la Humanidad, su influencia sobre el comercio exterior y, por consiguiente, en las relaciones internacionales, la política económica y social más adecuada para alcanzar una paz durable y la mejor defensa nacional; en fin, recoge de cada una de las personalidades representativas de las diferentes escuelas económicas los aspectos que puedan interesar a ese gran complejo político–económico que es la guerra. Pero uno de los mayores méritos que encontramos en la obra de Silberner, aparte de la acertada selección de autores y materias que ha hecho, es que todas sus deducciones las justifica con transcripciones de las obras que analiza, por lo que acompaña una casi agobiante bibliografía, de gran utilidad para los que deseen continuar esta clase de investigaciones y no se contenten con citas de segunda mano, tan frecuentes en las erudiciones fáciles. Por todo lo expuesto, creemos que la obra que se da a la publicidad es un verdadero acierto de su traductor y refundidor, que ha sabido captar su importancia, y del editor, que, convencido de ésta, ha querido seguir su tradición de Mecenas de los estudios económicos. De su conocimiento por el público estudioso, cabe esperar saque el fruto suficiente para interesarle en los problemas que plantea la guerra, que tanta importancia seguirán teniendo para la vida de las naciones mientras la Humanidad no sepa o pueda volver a la normalidad que tan lejos se vislumbra. ANGEL BALDRICH Teniente Coronel de Intendencia del A. E. M. Profesor de la Escuela Superior del Ejército
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PROLOGO DEL TRADUCTOR
La obra que acabamos de traducir está en su versión original integrada por dos libros, cada uno con su personalidad independiente, aunque cronológicamente uno sea continuación del otro y el pensamiento de Silberner siga una trayectoria única. Los acontecimientos que últimamente ha vivido Europa han hecho que cada uno se publique en un país y en una lengua diferentes. El primero fue en el año 1939, en París, formando el volumen VII de la gran enciclopedia histórica dirigida por el profesor Pirón, que, bajo el título general de Études sur l’Histoire des Théories Économiques, retine valiosísimas monografías. La obra de Silberner lleva el título de La Guerre dans la Pensée Économique du XVIe au XVIIIe siècle. El segundo volumen fue publicado en el año 1946, en los Estados Unidos, por la Universidad de Princeton, bajo el título de The Problem of War in Nineteenth Century Economic Thought, en una elegante versión que realizó del original francés, inédito en este idioma, el profesor H. Krappe. La obra de Silberner estudia a todos los economistas que escribieron sobre el problema de la guerra desde el siglo XVI hasta el principio del siglo XX. No es una mera historia del pensamiento económico, sino un estudio exhaustivo de lo que cada autor pensó sobre la guerra. Silberner trata de destacar, y lo logra plenamente, cuáles son los medios propuestos para solucionar la guerra; qué medidas se deben adoptar ante una posible contienda; forma de financiar ésta, y manera de paliar los terribles estragos que la misma realiza sobre la vida económica de los países. Mas su estudio no se agota en esto, que en sí ya sería altamente valioso, sino que al finalizar el estudio de cada escuela realiza un examen analítico de la misma y trata de captar la problemática que llevó a cada autor, y a la escuela en conjunto, a mantener su posición; señala la causa de los errores y los fallos de la misma, así como hace mención de cuanto hoy puede tener valor para solucionar lo que sigue siendo el problema de la Humanidad: la guerra. Cree, ciertamente, que es quimérico considerar como única causa de la guerra la cuestión económica, y trata de demostrar cómo el afán político y el instinto de la propia nacionalidad juegan con tal intensidad, que los autores contradicen, al llegar XI
al capítulo de la guerra, la teoría general económica mantenida por ellos. Nuestra misión no ha sido únicamente traducir a un castellano más o menos acertado el libro, sino que, a instancia de la Editorial Aguilar, hemos realizado una selección de autores, o, mejor dicho, hemos prescindido de unos cuantos autores —Crucé, Sully, Bellers, Belesbat, Forbonnais, Genovesi, Justi, Steuart, Abate de Saint Pierre, Melon, D’Argenson, y Goudar—, a fin de aligerar un tanto una obra de sí tan extensa como es la de Silberner. Para omitir estos autores hemos adoptado el criterio de prescindir de los menos conocidos o menos nombrados en las historias del pensamiento económica utilizadas tradicionalmente en España. Criterio criticable, indudablemente, por muchos; mas en nuestro descargo sólo diremos que todo criterio es criticable, ya que supone una decisión, y toda decisión está sujeta a análisis. Hemos puesto en español el título de todos los libros citados. La diversidad de idioma del texto original nos llevó a la necesidad de unificar las citas y optamos por traducir todas ellas al castellano. Defecto o ventaja que no tiene gran importancia para aquellos que deseen saber el texto utilizado, ya que en la amplia lista bibliográfica del final de la obra puede el lector encontrar el texto utilizado en su versión propia y con su título, en el idioma en que ésta está escrita. También hemos refundido las conclusiones de los dos libros para realizar una única. Por último, sólo nos resta agradecer al señor Silberner la confianza depositada en nosotros y su galantería al aceptar plenamente las supresiones introducidas en el texto original, y a la Editorial Aguilar la misión encomendada. JOSÉ JUAN FORNS
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PROLOGO DEL AUTOR A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
Los interesados en el problema de la guerra, tal como aparece en el pensamiento económico de la época moderna, saben que no existe un tratado histórico sobre este tema. Con el presente volumen, que abarca desde finales del siglo XVI a las postrimerías del siglo XIX, intentamos llenar esta importante laguna en la historia de las doctrinas económicas. Para orientación del lector puede ser útil un breve bosquejo del contenido de la obra. Se intenta analizar las ideas de varios economistas sobre las siguientes cuestiones: ¿Cuál es la relación existente entre la economía y la guerra? ¿Qué papel ha desempeñado la guerra en la evolución económica de la Humanidad? ¿Cuáles son las causas y los efectos económicos de la guerra? ¿Qué influencia ejerce el comercio exterior en las relaciones internacionales? ¿Representan las colonias una ventaja económica para la metrópoli? ¿Cuál es la mejor política económica desde el punto de vista de la defensa nacional? ¿Debe subordinarse la economía política a la política? ¿Cuáles son las condiciones económicas para una paz duradera? ¿Qué política económica garantiza más eficazmente la concordia internacional? ¿Es el desarme una ventaja económica? ¿Es posible la paz permanente? Si lo es, ¿requiere ésta una organización internacional especial? ¿Son las reformas sociales indispensables para la paz mundial? Estas cuestiones ocuparán principalmente nuestra atención en cuanto hayan sido tema de estudio por los diferentes economistas. Para mejor caracterizar a los principales economistas, a la par que facilitar la tarea de aquellos lectores interesados tan sólo en un autor determinado, los capítulos se dedican al análisis de cada economista en particular y no al estudio histórico de un concepto o idea general. Tal división implica inevitablemente alguna repetición; defecto de importancia relativamente pequeña, que queda compensado ampliamente por la ventaja que supone el poder poner de relieve las diferentes modalidades que una idea fundamental ha revestido al ser expresada por cada uno de los diferentes autores, variantes que son, con frecuencia, de considerable interés. Esta obra analiza la literatura económica inglesa, francesa y alemana. No intentamos una revisión sistemática de los trabajos económicos en otras lenguas, aunque algunos de los más importantes economistas italianos y españoles sean mencionados o discutidos brevemente XIII
en este volumen. Deseo excusarme con los lectores de la versión española por no haber analizado más extensamente a los economistas es pañoles. No lo hice porque, en la época de la preparación del original, no pensé en su posible traducción al español. Pero todo defecto encierra también un aspecto positivo, ya que puede determinar a un estudioso español a escribir una monografía sobre el mismo tema, y seguro estoy de que lo hará mucho mejor que yo pudiera hacerlo. Nuestro estudio alcanza hasta finales del siglo XIX, y tan sólo nos hemos aventurado a rebasar este límite en el análisis de aquellos autores cuya carrera literaria no termina hasta el siglo XX. Este límite nos parece bien elegido, ya que en nuestra disciplina con el comienzo del siglo se inicia un nuevo período, marcado por las teorías del imperialismo económico, materia que ya ha sido tema de numerosos estudios, de alguno de los cuales hacemos referencia en el último capítulo. Puesto que este libro tiene principalmente carácter informativo y su propósito es analizar y dilucidar las ideas de los economistas sobre la guerra, no hemos dudado en intercalar en el texto amplias citas de los trabajos más significativos realizados en este campo. Nos percatamos de que con ello hacemos más denso nuestro trabajo, pero esperamos que este defecto se compense con la mayor utilidad que ello proporciona; muy frecuentemente, los trabajos históricos son más valiosos por los documentos transcritos que por los comentarios que el propio autor realiza. Este estudio constituye una contribución a la historia de las doctrinas económicas. Aunque en casi todas las obras de este tipo es costumbre bosquejar un cuadro histórico del período estudiado, preferimos, en principio, seguir un procedimiento diferente. Tan sólo en raras ocasiones consideramos preciso hacer unas breves observaciones sobre las circunstancias sociales en las cuales las ideas del autor tratado tomaron forma. La adopción de este método no implica que ignoremos la influencia que ejercen las circunstancias sociales sobre la formación y desenvolvimiento de las ideas, sino que hacemos caso omiso porque consideramos que esta influencia ha sido ya estudiada por un gran número de competentes escritores. Han sido expuestas en más de un manual de historia del pensamiento económico, libros fácilmente asequibles al lector. Aunque este trabajo fue preparado en varias bibliotecas1, algunas aunque escasas publicaciones le fueron inaccesibles. El autor menciona particularmente las bibliotecas de la Universidad de Ginebra, Viena, Habana y Princeton, la Sociedad de Lecture de Ginebra, la Biblioteca Nacional de París, la Nationalbibliothek y la Bibliothek der Arbeiterkammer de Viena. la Biblioteca del Instituto de Estudios Superiores (Princeton) y la Public Library, de Nueva York, a cuyos directivos expresa su deuda y gratitud. 1
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Sin embargo, consideramos que ninguna obra esencial haya sido omitida en la bibliografía. Una lista de fuentes (tanto primarias como auxiliares) utilizadas en la redacción del libro se insertan al final del mismo. En las citas agrupadas al final de cada capítulo tan sólo se menciona al autor y se da la fecha de la publicación, pero esto es suficiente para que el lector pueda encontrar fácilmente el título completo en la bibliografía. Las dos primeras partes del volumen fueron preparadas en Ginebra (1937–1939) bajo los auspicios del Institut Universitaire de Hautes Etudes Internationales. Las restantes partes estaban casi terminadas, cuando, a finales de 1941, me vi obligado a interrumpir mis trabajos por casi año y medio. Estos trabajos fueron resumidos y completados en el Institute for Advanced Studies, de Princeton. Estoy profundamente obligado a mi inolvidable maestro en el Institut Universitaire de Hautes Etudes Internationales, profesor William E. Rappard, por su sincera amistad, crítica constructiva e incansable interés en los progresos de mi trabajo, mientras estudiaba bajo su dirección en Ginebra. Mi reconocimiento también al profesor Edward M. Earle, del Institute for Advanced Study, en Princeton, por su interés en ver el libro terminado; así como a aquellos de mis discípulos de la Universidad de Ginebra que discutieron conmigo varios de los capítulos, y a los numerosos especialistas que con sus reseñas del libro en su idioma original contribuyeron a llamar la atención sobre su existencia, especialmente los profesores Gordon A. Craig (Political Science Quarterly), Lucien Febvre (Anuales d’Histoire Sociale), Herbert F. Fraser (American Economic Review), Rene Gonnard (Revue d’Économie Politique), Henri Hauser (Revue Historique), Edgar Milhaud (Annales de l’Economie Collective), Wilhelm Röpke (Friedenswarte), William O. Shanahan (Catholic Historical Review), Emil J. Walter (Schzveizer Zeitschrijt für Volkswirtschajt und Statistik) y Quincy Wright (Journal of Modern History). Y, por último, deseo expresar mi profunda gratitud al profesor José Juan Forns, quien por su propia iniciativa tomó para sí la tarea de traducir el original y la responsabilidad de adaptarlo a los lectores de habla española. E. SILBERNER. Universidad Hebraica. Jerusalén, 18 de agosto de 1952.
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LIBRO PRIMERO
LOS MERCANTILISTAS COMO PARTIDARIOS DE LA GUERRA
INTRODUCCIÓN SIGNIFICACIÓN HISTÓRICA DEL MERCANTILISMO
El estudio de las relaciones entre la guerra y la economía no surgió con toda su importancia hasta la época del mercantilismo. Es evidente que antes del nacimiento de la ciencia económica esta conexión no podía ser objeto de profundas reflexiones. La Edad Media, aún más que la Edad Antigua, no fue extraña a las especulaciones económicas, e incluso en el siglo XIII se desarrollaron con cierto vigor, si bien no pasaron de ser corolarios de la teología moral. La estructura feudal de la sociedad y la influencia predominante de la teología no permitían la creación de una ciencia económica con carácter autónomo. La Edad Media, por consiguiente, no produjo economistas propiamente dichos. Por estas razones, no cabe exagerar la importancia de las ideas económicas expuestas por los teólogos anteriores al siglo XVI, ya que hasta ese momento tan sólo son parte accesoria de su sistema moral–social y no llegan a formar un tratado de economía política1. Estas razones nos eximen de llevar a cabo un análisis profundo de las doctrinas medievales, que, por otra parte, para nuestros fines, sería poco provechoso. Nuestro estudio comenzará, pues, con el mercantilismo, primera corriente del pensamiento propiamente económico. La ausencia de definiciones de aceptación general no es sólo característica de la teoría económica contemporánea, sino también de la historia de las doctrinas y especialmente del mercantilismo. Sin querer entrar en detalles a este respecto, juzgamos útil, de todas formas, hacer algunas observaciones preliminares. El mercantilismo no es un sistema de economía política propiamente dicho. Es difícil definirlo porque sus representantes ignoraban tal concepto y, además, según afirman sus sucesores, no tienen en común más que ciertos principios enunciados con poca precisión, ya que fueron publicistas menos atraídos por la teoría económica que por la acción política. El mercantilismo no es una doctrina rígida y coherente, sino más bien un conjunto de ideas teóricas y de preceptos prácticos, “conjunto constituido y desarrollado—si se hace abstracción de ciertas manifestaciones prematuras o tardías—desde 1450, poco más o menos, a 1750, entre la economía feudal y la fisiocrática”2. El mer-
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cantilismo es, pues, más que nada, una época de la historia de la política económica que separa a la Edad Media del momento en el cual comenzaron a predominar las tendencias liberales3. Es ésta la razón por la cual los mercantilistas trataron más de política económica que de economía política. El fin fundamental del mercantilismo es la formación económica del Estado unificado y la consolidación del Poder central, y por esto combatió con todas sus fuerzas al particularismo feudal y al universalismo del pontificado. Llevó, por tanto, a término su misión histórica: la constitución de un Estado fuerte y unificado. Por sus características, el mercantilismo se distingue tanto de las doctrinas escolásticas como del liberalismo económico moderno. La doctrina económica de la Edad Media no hacía objeto de su estudio más que al individuo. Se trataba de establecer las reglas de conducta apropiadas para asegurar a la vez su bienestar material en este mundo y su salvación eterna en el otro. En cambio, el liberalismo del siglo XVIII colocó en primer plano el interés individual del hombre en sus relaciones con el de la colectividad. El mercantilismo señala el comienzo de la concepción nacional de la economía política; concepción moderna, en franca oposición con la tradición de la Edad Media, en la cual no había lugar para la existencia de un Estado nacional. El interés del hombre medieval estaba limitado a la comunidad a que pertenecía: a su pueblo natal; la noción de patria, en el sentido moderno, le era extraña. Un sistema nacional de economía política no podía, por tanto, formarse y desarrollarse antes de la disolución de la sociedad feudal y de la decadencia de las instituciones medievales. El desarrollo de las tendencias nacionalistas al comienzo de la Edad Moderna, las rivalidades nacionales más y más enconadas, los descubrimientos de nuevas tierras y la lucha por la posesión de los tesoros del Nuevo Mundo, todos estos factores fueron, en los siglos XVI y XVII, muy favorables al desenvolvimiento de un sistema nuevo. De este sistema, denominado mercantilista por sus sucesores, no se encuentran más que manifestaciones diseminadas antes del siglo XVI4. Por su misma esencia, el mercantilismo es un movimiento de unificación nacional; tiene por misión erigir en comunidad nacional a los habitantes de un territorio dado. Al mismo tiempo, es un poderoso factor de centralización en beneficio del poder real, cuyos representantes fueron sus mejores auxiliares. La política y la economía están tan íntimamente unidas en el mercantilismo que sería vano intentar disociarlas5. El mercantilismo es la expresión económica del nacionalismo na4
ciente. Puede considerársele como la primera manifestación del naciolismo económico. Su aparición coincide con el despertar del sentimiento de unidad nacional, al que estimula poderosamente. Por tanto, la voluntad de unidad nacional y el mercantilismo son manifestaciones complementarias del sentimiento nacional; la una, en el terreno político, y la otra, en el campo económico. Se pueden enjuiciar de muy diversos modos las concepciones teóricas y las realizaciones prácticas del mercantilismo; pero sería inexacto ver sólo en él un conjunto de doctrinas erróneas o una falsa política económica, como pretendían sus críticos liberales. El mercantilismo aparece con raíces tan profundas en la historia moderna de todas las naciones europeas, que no cabe enjuiciarlo tan a la ligera. Un estudio atento e imparcial de la Historia nos permite afirmar que la doctrina mercantilista, “pese a sus errores y a los abusos a que ha dado lugar, ha ayudado a nuestra civilización a recorrer una etapa decisiva: la que conduce desde la economía regional a la economía nacional” 6. Ya se dijo lo difícil que era definir el mercantilismo; sin embargo, a pesar de las grandes divergencias entre sus representantes, ciertas ideas generales se destacan claramente en sus obras. Estas concepciones les son comunes en distinto grado, que varía según los autores, los países y las épocas. Recoger el pensamiento mercantilista en un esquema simplificado presenta, como toda clasificación, ciertos inconvenientes; pero este procedimiento es de todos modos muy útil y se impone a los historiadores de la Economía política7. Se pueden, por un análisis comparado, determinar las ideas que todos los mercantilistas comparten con más o menos persistencia y fidelidad. Los elementos doctrinales que les son comunes son los siguientes : I.° El enriquecimiento de las naciones se consigue esencialmente por la acumulación de metales preciosos a través del mecanismo de una balanza comercial favorable. 2.° El comercio exterior es superior al comercio interior; la industria, a toda otra actividad económica. 3.° La política económica del Estado debe tender, en la medida de lo posible, a emancipar a la nación de toda dependencia del extranjero. 4.° El número y la densidad de la población son factores esenciales de la riqueza y del poderío nacional. 5.° La intervención del Estado en la vida económica es justa y necesaria. 5
6.° Los intereses económicos de las naciones son necesariamente antagónicos. Una vez expuestas las características esenciales de la doctrina mercantilista pasemos al estudio de la importancia del factor guerra en las obras de sus más conocidos adeptos.
NOTAS
1 Véase Bridrey, 1906, pág. 103; Nys, 1898, pág. 102; Brants, 1895, página 17; Girard, 1900, pág. 6. 2 Gonnard, 1930, págs. 46-47. 3 Véase Heckscher, 1932, t. I, página I. He aquí otra definición: “La palabra mercantilista es generalmente empleada para calificar la actividad econó-
mica del Estado en los siglos XVI, XVII y XVIII,” Lipson, 1934, t. III, pág. i. 4 Cunkingham, 1925, t. I, páginas 470-71. 5 Schmoller, 1898, pág. 37. 6 Brocard, 1929, t. I, págs. 10-11. 7 Roscher, 1874, pág. 228 y sgs.; Ingram, 1893, págs. 55-56; Gonnard, 1930, págs. 48-51.
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CAPITULO PRIMERO EL MERCANTILISMO FRANCÉS
En conjunto, la política económica de Francia puede calificarse, desde el siglo XVI, como netamente mercantilista. La finalidad de la misma fue incrementar los stocks de metales preciosos a través de una serie de medidas monetarias y de una estricta reglamentación estatal de la industria y del comercio. Los autores franceses pertenecientes a esta tendencia, que han abordado el estudio de cuestiones económicas, son numerosos ya desde la segunda mitad del siglo XVI, y sus publicaciones se multiplican rápidamente en el transcurso del siglo siguiente. No cabe por ello realizar tin análisis exhaustivo de todos los autores, libros, panfletos, tratados y escritos anónimos, que sería tan vano como inútil. Por eso se impone una discriminación, y, en consecuencia, tan sólo analizaremos las obras más representativas de la época en cuestión.
I. BODINO. El lugar que ocupa Bodinol en la literatura política y social del Renacimiento francés es, en verdad, uno de los más destacados. Pocos escritores del siglo XVI han ejercido una influencia tan decisiva sobre sus contemporáneos como el autor de La República. Su influencia, que se prolonga a través de los siglos XVII y XVIII, rebasa las fronteras y llega a Italia y Alemania. La teoría de Bodino sobre la soberanía se basa en el principio monárquico; está destinada a reforzar el poder real. Se puede afirmar que todos los autores absolutistas del siglo XVII serán, más o menos conscientemente, continuadores de Bodino. Este comprende que un doble peligro amenaza a su patria: la servidumbre al poder de Roma o a la Casa de Austria. Saber si Bodino es un mercantilista o si debe considerársele como un precursor de los liberales es cuestión aún debatida. Las opiniones de los autores son muy divergentes a este respecto. El problema se complica aún más por el hecho de que Bodino no conserva siempre la misma posición y sus escritos presentan grandes contradicciones. Si
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Bodino defiende, en su Respuesta a las paradojas de M. Malestroit, el comercio libre, se adhiere, por el contrario, en un pasaje muy conocido de La República, a un programa netamente mercantilista. Algunos de sus comentadores han considerado este pasaje como una excepción a su tesis general, y han creído ver en Bodino, basándose en su Respuesta, un partidario del sistema de la libertad comercial2. En realidad, Bodino nos expone en las obras citadas dos concepciones diferentes. Claramente se puede ver que, entre la publicación de la Respuesta y la de La República, Bodino cambió de opinión, por razones aún no exactamente conocidas. Mas lo único que nos interesa es establecer con certeza la influencia que ejerció este cambio en sus conceptos sobre la guerra y la paz. En su Respuesta, Bodino se manifiesta como enemigo de la guerra y rechaza la política de aislacionismo económico que, comprometiendo las relaciones comerciales entre los pueblos, conduce inexorablemente a conflictos armados. El comercio es, según Bodino, un excelente medio de crear entre los pueblos la amistad y la paz. Esta paz querida por Dios, ya que “ha repartido de tal modo sus dones, que no existe un país en el mundo tan venturosamente fértil que no tenga necesidad de muchas cosas. Lo que Dios parece haber hecho para sujetar en amistad a todos los súbditos de su república o, por lo menos, impedir que se hagan la guerra mucho tiempo, al tener siempre necesidad los unos de los otros”3. La armonía que anhelaba entre los pueblos impulsó a Bodino hacia concepciones bastante originales sobre el libre cambio. Hablando de los productos extranjeros indispensables en la vida cotidiana, escribió: “Y aunque pudiéramos pasarnos sin tales mercancías, lo que es imposible; mas aunque así fuera y no tuviéramos que venderles, tendríamos siempre que traficar, vender, comprar, cambiar, prestar e incluso dar una parte de nuestros bienes a los extranjeros y a nuestros vecinos, aunque sólo fuera por comunicarnos y sostener buena amistad entre ellos y nosotros.”4. Considera que el comercio internacional es ventajoso para todas las naciones que participan en el intercambio; sus intereses no son opuestos, sino solidarios, ya que ninguno de los contratantes sufre en el mismo5. La doctrina de Bodino está, por tanto, en oposición manifiesta con la de Montaigne y Montchrétien, según la cual la ganancia de uno de los partícipes en el tráfico se condiciona por la pérdida que sufre el otro6. Bodino quería que la fraternidad reinase en las relaciones económicas entre franceses y extranjeros, quienes, llegados a Francia, eran 8
acogidos con desconfianza y recelo; se muestra inclinado hacia ellos, y desearía que se les diera un trato justo. Respecto de los extranjeros honestos, a quienes no se puede reprochar el haber cometido ningún crimen, dice: “Deseo no solamente que se les trate con dulzura y cordialidad, sino también que se vengue con todo rigor la injuria que se les haga, como la ley de Dios manda.”7. Cree Bodino que es imposible que las naciones se independicen económicamente las unas de las otras, y así afirma en su Respuesta: “Tenemos necesidad de los extranjeros y no podríamos pasar sin ellos.”8. Podemos añadir que su amor a la libertad comercial y su xenofilia no se fundan únicamente en razones de orden económico; se basan en concepciones teológicas. Bodino, en efecto, vio en la libertad de cambio y en la fraternidad de las naciones, no solamente ventajas materiales, sino, sobre todo, una obligación moral, un deber de caridad cristiana impuesto por la Providencia. En 1576, Bodino publicó La República, obra que le hizo célebre, escrita originalmente en francés y traducida por su autor diez años más tarde al latín, pues quiso así hacerla asequible a todos los estudiosos de Europa. La obra de Bodino, inspirada en el deseo de remediar el desorden, la miseria y la debilidad de Francia, tuvo un gran éxito. Las ediciones se sucedieron en vida del autor con gran rapidez. Según un testimonio de la primera mitad del siglo XVII, “el libro está muy difundido, traducido a muchas lenguas y se reimprime cada cinco o seis años”9. En La República, Bodino desarrolla ideas netamente contrarias a las que mantuvo en su Respuesta a las paradojas de M. Malestroit. Se observa una revisión completa de sus principios concernientes a las relaciones económicas internacionales, expuestos ocho años antes en su Respuesta. En el libro VI de La República preconiza un sistema económico y financiero basado en la libre importación de productos alimenticios y materias primas, a la par que aboga por unos elevadísimos derechos arancelarios para los productos industriales importados, unido a una prohibición terminante de exportar cereales y materias primas. Propone gravar con impuestos las mercancías que se exporten y que los extranjeros puedan necesitar. Intenta “por este medio acrecentar las finanzas y aliviar a los súbditos”10. He aquí el pasaje tan conocido de La República, en que Bodino resume sus nuevos puntos de vista: “Y respecto a las materias que se importan de países extranjeros es preciso reducir los impuestos, mientras que para las ma9
nufacturas hay que elevarlos y no permitir que se importen de país extranjero, ni consentir que se lleven del país las materias primas, como hierro, cobre, acero, lanas, hilo, seda y otras materias similares, a fin de que el súbdito se aproveche de su transformación, y el príncipe, de los impuestos que se cobren.”11. En conclusión: Bodino se expresa en su República como mercantilista, a pesar de ciertos pasajes que dejan entrever sus reminiscencias liberales. ¿Afectó este cambio de ideas tan sólo a la política comercial o alcanzó también a su concepción de las relaciones internacionales? La lectura de su obra La República no deja duda alguna a este respecto. Bodino modificó todas sus opiniones sobre las relaciones que deberían establecerse entre los diferentes estados; opone a sus antiguas ideas una nueva concepción mercantilista y sustituye con un programa belicoso sus puntos de vista pacifistas expuestos en su Respuesta. Es el capítulo V del libro V de La República el que más interés encierra para nuestro estudio; se titula: “Si es bueno armar y aguerrir a los súbditos, fortificar las poblaciones y alentar la guerra.” Es éste, para Bodino, uno de los problemas más importantes en materia de Estado y quizá también uno de los más delicados. Si bien Bodino destaca las ventajas de la paz y los inconvenientes que la guerra ofrece, opta por esta última. Es la inquietud por la defensa nacional la que mueve a Bodino a esta elección y a justificar la guerra, y dice así: “Si la defensa de la vida y te persecución de los ladrones es de derecho divino, natural y humano, consecuentemente es necesario ejercitar a los súbditos, tanto en la guerra ofensiva como defensiva, para proteger a los buenos y perseguir a los malos; califico de ladrones y malos a todos los que hacen injustamente la guerra y destruyen los bienes ajenos”12. Si es justo —añade— vengarse de ladrones y salteadores nacionales, ¿no es, por tanto, legítimo hacer la guerra a los “bandoleros extranjeros”? Es evidente, ya que se funda en la “ley de Dios y de la Naturaleza”. De conformidad con este párrafo, se podría sostener que Bodino no acepta más que la guerra defensiva o “guerra justa”, empleando la terminología de la época. Mas esto sería falsear la opinión del autor de La República. La forma precisa y franca con que se pronuncia sobre esta materia se advierte cuando añade: “Hay otras consideraciones particulares, además del derecho de castigar a los bergantes extranjeros, a saber: el mejor medio de conservar un Estado y de garantizarlo de rebeliones, sediciones y guerras civiles es mantener a los súbditos en buena armonía y tener un enemigo contra el cual puedan luchar”13. 10
La historia de la antigua Roma y de todas las repúblicas italianas testimonia. Los romanos “no encontraron mejor antídoto a las gueciviles ni remedio más eficaz que enfrentar a sus súbditos con el enemigo”14. La guerra civil, continúa Bodino, “es el veneno que puede herir a los imperios y a las repúblicas mortalmente, que de otro modo serían eternos”15. Toda medida que evite la guerra civil es buena y está justificada16. El Senado romano fue tan lejos en este aspecto, que “alargaba las guerras y forjaba enemigos, si no los había, para preservarse de las guerras civiles”17. Hay todavía “otro punto a considerar para demostrar que es necesario sostener la disciplina militar y hacer la guerra”18. A juicio de Bodino, no hay otro medio para limpiar las repúblicas de asesinos, vagabundos, agitadores, ladrones y criminales de derecho común o político “que enviarlos a la guerra, que es como una medicina purgativa y muy necesaria para curar los humores corrompidos del cuerpo universal de la república”19. La guerra cumple una función de alto valor moral: “No hay medio más seguro para mantener a un pueblo en honor y en virtud que el temor frente a un enemigo guerrero.”20. No hay que dudar tampoco que la Providencia ha permitido la guerra “para castigar a los unos por medio de los otros y tenerlos a todos temerosos, que es el único freno eficaz”21. La guerra aparece, pues, como una institución providencial a la cual el hombre ha de someterse por su propio interés. Más aún: es el instrumento de la justicia divina. Por estas razones, dice Bodino, “yerran los que piensan que el único fin de la guerra sea la paz”22. Al declarar la guerra o al hacer la paz, el soberano no debe inspirarse más que en su propio interés. Un príncipe, incluso poderoso, si es sabio o magnánimo, “no pedirá jamás la guerra ni la paz, si la necesidad, que no está sujeta a las leyes del honor, no le fuerza, ni dará jamás batalla si no hay provecho aparente en la victoria que justifique las pérdidas, de resultar vencedor el enemigo”23. La guerra, según Bodino, puede ser una fuente de ingresos para el Estado. Habiendo citado como fuente principal de los ingresos los dominios estatales, añade: “El segundo medio de acrecentar los ingresos es por conquistas al enemigo, a fin de poder rehacer el Tesoro agotado o debilitado por la guerra.”24. La guerra confiere un derecho legítimo sobre los bienes pertenecientes al Estado vencido y sobre las tierras y los bienes de los subditos de este Estado. “Las conquistas que se hacen al enemigo, al acre11
centar los ingresos, permiten aligerar los impuestos a los súbditos.”25. Para el autor de La República, una guerra declarada conforme a los procedimientos habituales es un medio normal de acrecentar el territorio de un Estado. Se puede, según la ley natural, fundar una monarquía legítima sobre la conquista: “El príncipe que ha conquistada un reino por la fuerza de las armas, justa o injustamente, tiene derecho a él, con tal que lo gobierne equitativamente.”26. El Estado constituido en un territorio conquistado es perfectamente legítimo, a ojos de Bodino, que se abstiene de protestar contra la acción de la fuerza27. No reconoce ni el principio de las nacionalidades ni el respeto a la voluntad popular, ignorancia, por otra parte, lógica en su época. Bodino concibió también un plan de renovación del Ejército de forma muy parecido al de Richelieu y Louvois. Este Ejército sería nacional; dependería únicamente del príncipe, que a su vez sería el único con derecho a sostenerlo. Integrado en lo posible por súbditos nacionales, no se debería, sin embargo, confiar exclusivamente en la leva para reclutarlo, a la par que se debería prohibir a la mayoría del pueblo llevar armas, a fin de evitar robos28, o incluso el peligro de la guerra civil29. El arte militar es una necesidad para Francia, rodeada de naciones poderosas y belicosas. Cuatro legiones de 6000 hombres bastarían para su defensa, lo que implicaría un gasto aproximado de 3.500000 libras30. Será necesario pagar regularmente la soldada a estos mercenarios, a fin de mantener la disciplina, prevenir el pillaje y evitar el robo31. Bodino sólo quiere preservar del saqueo a los nacionales. A sus ojos, la guerra se hace no solamente a un Estado enemigo y a su ejército, sino también a cada ciudadano de la nación enemiga y a sus bienes privados. Los soldados tienen derecho al pillaje en el extranjero; sin embargo, para que el príncipe se reembolse de los gastos de la guerra, es preciso que sus soldados repartan el botín con él32. Del análisis que acabamos de hacer se deduce que el punto de vista de Bodino, en 1576, difiere sensiblemente del que tenía en 1568. En dicha fecha expone una doctrina liberal, muy avanzada para la época, y condena al mismo tiempo la política bélica; en 1576 profesa, por el contrario, en su República, ideas netamente bélicas. ¿Cómo explicar este cambio? El lector habrá notado que es el espectro de la guerra civil el que atemoriza al autor de La República, y el que le dicta toda su filosofía belicista. Parte del punto de vista de que es “mucho más fácil prevenir las sediciones que aplastarlas”33, y busca un medio eficaz de lu12
char contra esta “peste” peligrosa34. Se da perfecta cuenta de que la causa primordial de los levantamientos es la desigualdad económica y política. La primera, más aún quizá que la segunda35. A pesar de todo, cree prevenir este peligro suscitando conflictos exteriores, cuya necesidad le parece aún más inevitable a medida que el Estado se aproxima a un régimen de gobierno que hoy podríamos calificar de democrático. “El único medio—dice—de distraer el espíritu popular es hacer la guerra y crear enemigos si no los hubiera.”36. Una ojeada a la historia de Francia, en la época en que Bodino publicó sus dos obras, será suficiente para explicar el cambio de ideas del mismo. Bodino, en los seis años que precedieron al de 1568, había sido testigo de las guerras de religión. Sin embargo, a pesar de todos sus padecimientos, el período 1562–68 no fue el más cruel en la larga sucesión de guerras civiles. De 1568 a 1576, Francia sufrió tres guerras más de religión (las de 1569–70, 1572–73 y 1574–76), cuyos efectos fueron aún más desastrosos. De 1576 a 1589 asistimos al espectáculo de una anarquía progresiva: Francia se descompone poco a poco y vuelve a un estado primitivo de barbarie. Su utillaje nacional está destruido, y esta destrucción alcanza a la producción agrícola e industrial. Las devastaciones producidas provocan un alza de precios y agravan las dificultades financieras. El aumento de la población, uno de los rasgos característicos de la evolución económica en la primera mitad del siglo XVI, se paraliza a causa de las guerras37. En el intervalo entre la publicación de la Respuesta y La República tuvieron lugar las matanzas de San Bartolomé, en las que Bodino por poco pierde la vida3S. Bajo la influencia de estos desastres, Bodino cambia de opinión sobre el problema de la guerra y de la paz. Comparando las destrucciones y las devastaciones resultantes de una guerra extranjera con las producidas por la guerra civil, prefiere con mucho aquéllas a éstas. Si esta preferencia está hoy quizá justificada, aún lo estaba más en una época en que las guerras exteriores no excluían necesariamente una gran prosperidad interior. A, menudo, en efecto, las operaciones militares se desarrollaban lejos de los centros más importantes de la vida nacional, ya que sólo una pequeña minoría tomaba parte en la guerra, mientras que el país continuaba trabajando en condiciones casi normales, si hacemos abstracción de ciertas dificultades financieras. Así ocurrió, por ejemplo, en los belicosos reinados de Luis XII, de Francisco I y aun de Enrique II, en los que Francia conoció un período de gran prosperidad. Las guerras religiosas y civiles tuvieron un carácter completamente «diferente: “Ellas hirieron a Francia en sus puntos vitales y enfrenta13
ron, en una lucha sin cuartel, a los habitantes de pueblos y regiones. Las devastaciones no respetaron ninguna parte del territorio nacional y por doquier se veían campos arrasados, casas destruidas, caminos socavados, puentes destruidos. La actividad nacional se desplazó del campo productivo, para consagrarse a la destrucción de vidas humanas y de riquezas.”39. En estas circunstancias, Bodino, recordando sus antiguas lecturas, abandonó, en La República40, su concepción pacifista de las relaciones internacionales, para encontrar en la guerra extranjera el remedio más eficaz contra la guerra civil, el mayor mal que puede soportar un país. Bodino no fue el único autor que mantuvo esta tesis. Influyó de forma decisiva en Botero, y aún más visiblemente en su compatriota Antoine de Montchrétien.
II. MONTCHRÉTIEN. El representante más brillante y genuino del mercantilismo francés es Montchrétien41. Antes de publicar su primera obra económica escribió varias tragedias, que le asignaron un lugar modesto, pero honorable, en la historia de la literatura francesa. Hasta el final de su vida aventurera no se ocupó de cuestiones económicas. En 1615 aparece su Tratado de Economía política, libro dedicado a Luis XIII y a la reina madre María de Mediéis. En la historia de las doctrinas económicas se discute el lugar que corresponde a Montchrétien. Funck–Brentano, al prologar la versión del Tratado, hace un elogio desmesurado al realzar las cualidades de este autor, pues le llama “creador a la vez del nombre y de la ciencia económica”. En realidad, los méritos de Montchrétien son bastante más modestos. Con repasar su Tratado se puede observar que en él no se exponen las bases de la ciencia a la que puso nombre. Es empírico y sólo accidentalmente economista, por lo que no cabe afirmar que Montchrétien pudiera crear la ciencia económica. Por ello, al estudiarle, lo hacemos, más que como fundador de una ciencia, por ser un testigo inteligente, a la par que muy elocuente, de la política francesa de principios del siglo XVII42. Si bien en las obras de casi todos los mercantilistas la preocupación política domina sobre la Economía, en ningún autor es tan visible este predominio como en Montchrétien. La Economía, para él, es inseparable de la política: “No sabría separar la Economía de la política.”43. Montchrétien, en su Tratado, propugna no solamente la prosperidad económica de Francia en grado superlativo, sino su gloria 14
militar y su grandeza territorial. El párrafo con que comienza su obra es, a este respecto, muy interesante: “Los que son llamados a gobernar los Estados deben tener por meta la gloria, la expansión y el enriquecimiento del país.”44. Montchrétien coloca así la gloria militar y la grandeza territorial de su patria antes que su prosperidad económica45. La teoría según la cual una nación debe bastarse a sí misma ha encontrado en Montchrétien un partidario ferviente y convencido. Es primer autor francés que expone netamente la idea de la autarquía económica, es decir, la idea de un Estado que vive por y para sí mismo. Esta tendencia llevó a Montchrétien a un odio tal al extranjero, que nos fuerza a considerarle. Desarrolla todo un sistema de xenofobia basado en el principio siguiente: “No se podrá nunca considerar razonable, ni por derecho ni por costumbre, que los extranjeros sean iguales en privilegios y puedan disfrutar de todas las ventajas de los ciudadanos.”46. Para Montchrétien, todo extranjero es un enemigo mortal de la patria. “Son los extranjeros—dice—como sanguijuelas que se agarran al gran cuerpo de Francia, chupan su mejor sangre y se la tragan; después abandonan la piel y se desprenden. Son piojos sangrientos que chupan el jugo y se alimentan hasta reventar.”47. Los compara a “bombas que aspiran y lanzan fuera del reino, no sólo el albañal o la sentina de los buques, si se quiere llamar así a las riquezas, sino la propia sustancia de vuestro pueblo”48. Ve en ellos “los espías que se lanzan sobre las ganancias, como los buitres vuelan hacia la carroña”49. Menosprecia a los comerciantes extranjeros y los moteja de vagabundos50 que corren sin descanso de pueblo en pueblo, de mercado en mercado, de casa en casa, para obtener toda clase de provechos y alegrándose de los males causados51 a los súbditos franceses”. No sólo se opone a la importación de mercancías extranjeras, sinotambién a la introducción de sus creaciones espirituales, como los libros. “La doctrina extranjera envenena nuestro espíritu y corrompe nuestras costumbres”52, añade, para redondear su sistema xenófobo. Resumiendo, “es necesario guardarnos de hacer de Francia, tan bella, tan pura, tan clara..., una sentina, un estercolero, una cloaca de ios otros países”53. En sus consideraciones sobre la guerra, Montchrétien sigue muy de cerca los razonamientos de Bodino, cuya influencia se manifiesta en cada página de su Tratado. El origen de sus ideas belicosas es el temor de la guerra civil, que desnaturaliza más que cualquier otra cosa a los hombres54. Las revoluciones nacen, para Montchrétien, “de la po15
breza extrema de unos y de la riqueza excesiva de los otros”55. De aquí que todo su programa económico tienda, por tanto, a asegurar el trabajo y el pan a cada francés y a suprimir de este modo los extremos demasiado peligrosos. Es preciso que desaparezca, por todos los medios posibles, el ocio, madre de todos los vicios y “peste fatal para los estados ricos y florecientes”56. Mas Montchrétien no cree que sólo este programa y las medidas derivadas de él puedan ser suficientes para desterrar definitivamente el peligro de las guerras internas. Buscando otro antídoto, lo encuentra, como su predecesor Bodino, en la guerra extranjera. Cierto que ésta presenta inconvenientes, sobre todo el de impedir el comercio57. En verdad, la paz podría considerarse como un gran bien “si se estuviera seguro de poder conservarla dentro y fuera, y que los que la alimentan no trataran de destruirla”58. Mas dado que tal posibilidad no existe, Montchrétien cree que es necesario aprovecharse de la guerra exterior para preservar al país de luchas intestinas y de guerras civiles. La paz ha de servir para prepararse para la guerra, y la autarquía es un excelente medio de asegurar la victoria. “Tened la gloria de que haya en vuestro reino algo que defender y acometer cuando el valor y la razón os obligaren a hacer lo uno o lo otro”, tal fue la súplica que Montchrétien hizo al rey59. Volviendo a las guerras civiles, nuestro autor añade: “Dichosos y sabios son los príncipes que las evitan y alejan, que durante la calma recuerdan la tempestad y durante la paz preparan la guerra lejos de sus reinos y no dentro de su propio territorio contra extranjeros y enemigos; y no contra sus ciudadanos, súbditos y servidores”60. El rey deberá hacer cuanto pueda para que aquellos que son capaces de luchar “empleen su valor más allá de las fronteras y no en matarse entre sí”61. En cuanto a la política mercantilista, Montchrétien no cree que en sí sea susceptible de dividir a los estados en campos enemigos. La reglamentación del “tráfico de nación a nación” no ofende al vecino ni deberá provocar su rabia. Al extranjero le concede el derecho de comportarse con Francia tal como ésta se comporte con él, y a Francia le recomienda tratar al extranjero como sea tratada por él. ¿En qué, se pregunta Montchrétien, pueden tomar nuestros vecinos motivos de queja, cuando vivimos como ellos viven en su país, cuando nos portamos en su territorio como ellos se comportan en el nuestro?62. Aunque pretende hacer creer que la política mercantilista, basándose en una reciprocidad innegable, no debe molestar a nadie, Mont16
chrétien reconoce, en algunos pasajes de su obra, que esta política podría provocar inquietud y conflictos, los cuales, por otra parte, no le preocupan. Da a entender que no teme las “querellas” suscitadas por una política aduanera muy rigurosa. Enfoca los conflictos internacionales, no desde el punto de vista del interés económico de la nación, sino, por el contrario, desde el del honor del soberano. “Si quisieran hacernos temblar por el temor de un conflicto, espantapájaros tan sólo apto para impedir a los pájaros comerse el trigo, mas no para evitar que los franceses logren su propio bien bajo la autoridad de su príncipe y por su absoluta voluntad”63. Orgulloso de su nación, ve en el pueblo francés “el más bravo y el más belicoso de todos los países; el único franco de nombre y de corazón, que no debe nada a ningún pueblo de la Tierra y que no reconoce más, después de Dios y ríe! rey, que su espada”64. Se lamenta profundamente de que Francia no esté equipada para la guerra marítima y para las conquistas coloniales. Se pregunta cómo es posible que Francia no haya querido “participar en tantas conquistas tan fáciles, que nos están legítimamente debidas, tantas nuevas salidas para el comercio, que son más cómodas y más útiles que ninguna otra”65. Las condiciones actuales se muestran favorables a las conquistas coloniales. “Si un siglo fue fértil en grandes ocasiones de realizar empresas dignas, es este en que vivimos.”66. No se puede reprochar a los franceses falta de valor, ya que han dado pruebas de su coraje y temeridad sobre los campos de batalla. El extranjero es el culpable de batallas y victorias frustradas; extranjero, que es sinónimo de enemigo en el lenguaje de Montchrétien. Cree que si los vecinos de Francia no hubieran lanzado dentro de la nación la manzana de la discordia, ésta habría emprendido, sin duda, arriesgadas expediciones marítimas67. Para ponerse a la altura del extranjero, Montchrétien solicita del rey preste su atención a la Marina, “que es la más bella cosa del mundo y la más venturosa. Ha sido practicada por las naciones que han querido adquirir reputación guerrera, no sólo en nuestro tiempo, sino en los tiempos antiguos”68. Una de las ventajas que proporciona una poderosa Marina mercante y militar es emplear muchos súbditos y evitar “las molestias y los cismas suscitados en este reino”69. Los descubrimientos lejanos, las guerras coloniales y la colonización “distraen” al pueblo e impiden las sediciones y revueltas en el interior del país70. Esto se logra por dos medios: la vigilancia frente al enemigo y 17
la concordia entre los súbditos71. “De cualquier modo que se mire, no hay medio más seguro y más expedito para distraer a un pueblo naturalmente valeroso en el ejercicio de la virtud y en la práctica de su deber, que el temor de un enemigo o la ejecución de una empresa; ardua y penosa.”72. En esta última frase nuestro autor engloba, como hemos visto, las guerras extranjeras. El temor a un enemigo común —bienhechor involuntario— afianza la amistad entre los súbditos y los somete a su soberano. Veamos la opinión que tiene Montchrétien sobre la profesión militar: “Esta ha sido siempre estimada como heroica, y lo es en verdad más que cualquier otra cosa de este mundo. Los hombres, ejercitándola, adquieren gloria y obediencia; ante ella las leyes se callan y los magistrados se someten; a ella rinden homenaje las artes y las ciencias; por ella se consiguen la paz y el mantenimiento de la tranquilidad; de ella proceden el bien y la felicidad de los hombres.”73. El cardenal Richelieu, hombre de Estado y economista, se relaciona directamente con Montchrétien. Atentamente estudió el Tratado de Montchrétien, y vemos su impronta en su obra económica y en su Testamento político74. Por otra parte, no es tarea propia de este libro analizar la influencia que ejerció Montchrétien en la obra de Richelieu. Lo único que nos interesa es reconocer la huella que dejaron las obras de Bodino y Montchrétien en la concepción que Richelieu tiene sobre la guerra, esta necesidad histórica de la que con frecuencia se puede extraer provecho. “A juicio de los más sensatos, la guerra es a veces un mal inevitable. Pero otros encuentran que, siendo como es absolutamente necesaria, los estados pueden extraer ventajas de ella, e incluso puede servir en ciertas épocas para purgar los malos humores .de los mismos, o para recobrar lo que nos pertenece y vengar una injuria que, si la dejásemos impune, acarrería otra; para garantizar la independencia de nuestros aliados; para sujetar el orgullo de un conquistador; para prevenir los males que aparentemente nos amenazan, y lo que no se puede ejecutar de otra forma, en fin. por otros accidentes diversos.”75.
III. COLBERT. La obra del gran ministro de Luis XIV, Colbert, no supone una aportación original a la historia de las ideas económicas; antes que él la elevara a concepción propia, había nacido y se había organizado lo que después los historiadores han dado en llamar el colbertismo. Colbert76 interesa al historiador, más que como renovador intelectual, 18
cómo el hombre de Estado que, mejor que ningún otro, puso en práctica las ideas mercantilistas de su tiempo77. Marca el apogeo del mercantilismo. El fin que persigue con su política económica—asegurar a Francia las riquezas indispensables para el establecimiento y conservación de su predominio en Europa— es más político que económico. Sólo el comercio exterior podía, según él, proveer estas riquezas, porque es el único “capaz de crear abundancia en los súbditos y, en consecuencia, la satisfacción de los príncipes”78. Tratar de lograr la hegemonía francesa sería, para Colbert, la única preocupación de su vida. Colbert reglamenta el comercio y la industria para alentar a las exportaciones francesas y asegurar, en detrimento de Holanda y de otras naciones europeas, su supremacía en el mercado mundial. La intervención del Estado en la vida económica impone a cada industria una organización paramilitar, a fin de alcanzar la autarquía. Con la prosecución de esta política se trata de obtener una balanza comercial favorable, ya que la cantidad de metales preciosos en poder de cada Estado es el exponente de su poder político. “Creo —dijo Colbert en 1664— que se estará de acuerdo fácilmente con el consiguiente principio: que no hay como la abundancia de dinero en un Estado para conocer de su grandeza y poderío.”79. El ideal de Colbert sería lograr para la nación francesa tanto oro y plata como fueran precisos para dominar a todas sus rivales. Imbuido de un espíritu belicista, Colbert “no se ocupa del comercio”80, sino en tanto que vale para poner las fuerzas económicas del país al servicio de la política guerrera de Luis XIV. Por ello prestó, pues, una particular atención a la navegación y a las industrias de carácter militar. Se organizaron éstas, bajo su administración, con un método y una eficacia desconocidas hasta la época. Frente al extranjero, la táctica habitual de Colbert es la guerra de aranceles, cuya elevación hasta extremos prohibitivos condujo a conflictos armados de larga duración. Tal fue el origen de la guerra con Holanda (1672-1678), de la que los Países Bajos salieron victoriosos. Si Colbert deseaba la ruina de sus rivales, éstos, por su parte, no andaban remisos en lograr por todos los medios la destrucción del comercio exterior francés, cuyos progresos les inquietaban vivamente. La guerra conocida bajo la denominación de la Liga de Habsburgo no fue, en realidad, más que una poderosa tentativa angloholandesa para arruinar 81 a Francia. El comercio exterior era considerado por Colbert como un campo de batalla en donde las naciones combatían para procurarse los me19
dios financieros que les permitiesen dominar al mundo. El que logre dominar el comercio internacional será, sin duda, el rector del Universo, como España y más tarde los Países Bajos lo habían demostrado prácticamente. Holanda, dijo Colbert, sabe “que mientras sea la dueña del comercio, sus fuerzas de tierra y mar crecerán constantemente y la convertirán en tan poderosa, que podrá llegar a ser el arbitro de la paz y de la guerra en Europa y configurar a su agrado la justicia y limitar los designios de los reyes”82. El poder del Estado crece en relación directa con la expansión del comercio, y éste condiciona, a su vez, el poderío militar. Es ésta una verdad extensible a todas las fuerzas armadas en general y particularmente a la Marina de guerra. “Es cierto —dijo Colbert— que las fuerzas marítimas de un Estado son siempre proporcionales a las de su comercio.’’83. Por esto, Colbert juzgaba la importancia del comercio desde el punto de vista político más bien que desde el económico. Para Colbert, éste no es más que una vasta guerra que se libra en todos los mercados del mundo y en la que los combatientes son los negociantes y las grandes compañías. “El comercio es una lucha perpetua, tanto en la paz como en la guerra entre las naciones europeas, en la cual siempre una llevará la mejor parte.”84. Es cierto que en otro párrafo de sus Instrucciones añade: “El comercio es una guerra perpetua y pacífica del ingenio y de la industria entre todas las naciones.”85. Sin embargo, cuando se conocen en su conjunto las concepciones de Colbert, se está inclinado a no atribuir importancia alguna a semejantes atenuantes. En realidad, es difícil imaginar un sistema comercial más belicoso que el de Colbert. Se resume exactamente en una de sus cartas: “Desde que el rey tomó la administración de sus finanzas, emprendió la guerra monetaria contra todos los Estados de Europa y ha formado compañías que, como ejércitos, les atacan por doquier.”86. En aquella época Holanda era la nación comercial más fuerte del mundo. Colbert en todos sus informes dirigidos al rey, presenta la ruina del comercio holandés como una necesidad ineludible, ya que “los franceses no podrán aumentar su comercio si previamente no aplastan al de los holandeses”87. En esta frase se resume el espíritu mercantiliáta, que asigna como meta a la lucha económica, no sólo la destrucción total de algunas naciones, sino la de todos los pueblos extranjeros. 20
Esta concepción belicosa del comercio, junto con la convicción de que es imposible a una nación enriquecerse sin arruinar a las otras, puede parecer extraña hoy en día; mas en parte se explica por el estado poco desarrollado del comercio internacional en aquella época. La producción y el comercio exterior tenían un volumen exiguo y el intercambio internacional sólo se efectuaba sobre artículos de lujo, y, por tanto, con los productos importados sólo se atendía a las necesidades de capas sociales muy limitadas. En estas condiciones era difícil que los mercantilistas comprendieran que el comercio exterior podía ser beneficioso para todos los países que en él intervinieran. El hecho de que las importaciones industriales en aquella época sólo eran destinadas al consumo, y no a la inversión para producir nuevas riquezas, justificaba toda suerte de medidas prohibitivas. Del mismo modo que en la Edad Media se veía en el usurero un ladrón, los mercantilistas consideraban al exportador extranjero como un bandido. Para no ser robado por el extranjero, el mercantilista prefería robarle sus riquezas monetarias. Esta concepción sobre el comercio, lo mismo que la noción de ilegitimidad del interés, desaparecieron con los progresos de la industria. Colbert creía que el comercio internacional era una cantidad constante en la que cada nación tenía una parte que no podía aumentarse más que en detrimento de la de los otros; en otras palabras: a medida que una nación aumentaba su comercio exterior, perjudicaba a todas las otras naciones del Universo. Desde el punto de vista monetario, el problema se presenta para Colhert así: “Puesto que (dijo en 1670) no hay más que una cantidad dada de dinero, que corre en Europa, y que se aumenta, de tiempo en tiempo, por el que viene de las Indias Occidentales, es cierto y demostrado que si no hay más que 150 millones de libras que corren entre el público, no se puede aumentar 20, 30 millones en un país sin detraer al mismo tiempo esta cantidad de los Estados vecinos; lo que engendra esta doble elevación, que se ve sensiblemente aumentar desde hace varios años: una incrementa el poder y grandeza de vuestra majestad, y la otra, mengua el de vuestros enemigos, que os envidian”88. Se puede deducir que si varias potencias tuvieran este mismo concepto del comercio, la guerra económica universal conduciría inexorablemente a incesantes conflictos militares. Pero esta tesis sobre el comercio no es sólo peculiar de Colbert, sino común a todos los autores de su época. Recordemos que, según Colbert, la meta suprema de la política exterior, la conquista de la hegemonía financiera en Europa, no se con21
seguiría sin la previa conquista del comercio exterior y que, ésta, a su vez, no sería realizable más que a través de la intervención del Estado en la vida económica de la nación.
IV. VAUBAX. Por extraño que nos parezca, el mariscal Vauban89 adoptó casi todas las ideas de Colbert e hizo suyos los principios más importantes del sistema mercantilista. Si se hace resaltar este parecido es porque los liberales del siglo XIX erróneamente han pretendido presentar al mariscal como antimercantilista y saludan en él a uno de los más ilustres precursores de su escuela. Sin embargo, gracias a búsquedas más profundas, esta opinión, corrientemente aceptada en el pasado siglo, cesa en el nuestro. Desde finales del siglo XIX se renunció a ver en Vauban un renovador. “Es un mercantilista, declara un autor, por la posición que adopta respecto a la economía nacional y a la tesis del enriquecimiento del Estado por los metales preciosos; no cabe la menor duda.”90. Esta opinión sorprende cuando se lee el célebre párrafo con que comienza su obra El diezmo real 91. Sin embargo, del confrontamiento de este texto con otras declaraciones de Vauban se deduce que sería falso ver en él un antimercantilista. El análisis completo de la obra del mariscal prueba que sus concepciones corresponden a un mercantilismo de lo más acendrado92. Para convencerse no hay más que leer el pasaje en que Vauban resume su política comercial. “El comercio extranjero —dice— no debe permitirse más que para las mercancías necesarias a la vida, al vestido, a la medicina y a ciertas manufacturas cuyos materiales no se encuentran en nuestro país, a menos que se haga como los holandeses, que no van a buscar las cosas inútiles fuera de su patria, sino para revenderlas al extranjero. Deberá ser prohibido el comercio de las mercancías que sólo atiendan al lujo y a la moda, ya que éstas hacen salir del reino más dinero que nos traen; mas aquellas otras que nos puedan proporcionar dinero, todo cuidado para buscarlas es poco.”93. En una Memoria de Vauban, escrita hacia 1700, inédita hasta 1882, encontramos la misma idea94. Es difícil ver en el pasaje citado otra cosa que la expresión del más puro mercantilismo. Esta afirmación es tan válida para las Memorias inéditas de Vauban como para su Diezmo real. Esta, reseña M. Gonnard en uno de sus recientes trabajos, no contradice la doctrina mercantilista; al contrario, la admite, 22
”Solamente es un mercantilismo humanitario, especie rara hace mucho tiempo.”95. La terminología de Vauban no nos debe inducir a error. Es cierto que, según nuestro autor, no se podrá hacer nada mejor que “dejar el comercio libre”96. Aunque el “comercio libre” tenía, en la época del mariscal, otra significación que en la actualidad. Se encuentra este término en los mercantilistas más ortodoxos. Constituye una de sus reivindicaciones esenciales. Es muy interesante ver a Colbert luchar por “la total libertad del comercio”, “libertad que es el alma del comercio, y sin la que no puede subsistir”97. Sin embargo, no hay que olvidar que “libertad de comercio” era entonces sólo una reivindicación de la política interior. El comercio interior debería ser liberado de sus trabas, sin que esta reforma fuera acompañada de una modificación de la política aduanera. “Libertad de comercio” significa, en estas circunstancias, la libertad para el súbdito de comerciar a su gusto; equivalía a una lucha contra los privilegios exclusivos de las Compañías comerciales, pero no contra el sistema prohibicionista. Lejos de excluirse mutuamente proteccionismo y “libertad de comercio”, se unen en Vauban y en Colbert. No sólo sobre este punto están de acuerdo estos dos autores. Les son comunes el deseo de destruir los restos de la organización feudal y reforzar el poder de la monarquía absoluta y de su organización militar. La autarquía es una “idea fija” en Vauban98. Para que Francia pueda autoabastecerse pedirá subvención para las industrias de nueva planta99. La colaboración pacífica y mutuamente provechosa entre los países es una concepción extraña a Vauban. Su exclusivismo respecto al extranjero es de la misma hechura que el de Colbert100. Saturado de las ideas mercantilistas, no admite la existencia de la solidaridad internacional de los pueblos101. Como Colbert, está convencido de que Francia sólo podrá enriquecerse por la ruina de sus más importantes adversarios. La guerra de exterminación contra Inglaterra y Holanda le parece, en efecto, constituir la condición sine qua non de la prosperidad económica de su país. Sus concepciones nos parecerán más claras y comprensivas si recordamos que en Vauban el guerrero y el estadista preceden al economista. Es característico en Vauban que cada uno de sus proyectos, a primera vista puramente económicos, encierren, primordialmente, fines de orden militar. Así, en su proyecto para convertir varios ríos en navegables, él subraya particularmente el interés estratégico de los cana23
les a construir102. Si el rey siguiera los consejos que le da Vauban, con idea de mejorar la situación económica de sus súbditos, “se acrecentarían a ojos vistas y aumentaría al mismo tiempo su poder por el número prodigioso de hombres idóneos para la guerra, las artes, las ciencias, el comercio y el cultivo de tierras que Francia produciría”103. Este párrafo demuestra bien a las claras que la preocupación militar domina a toda otra consideración en Vauban. En el Diezmo real aquélla ocupa también un lugar importante. El mariscal pone de relieve que si el pueblo francés, por la realización de sus proyectos de reforma, dejara de vivir en el estado miserable en que se encuentra y se transformase en más rico, sería “mucho más fácil obtener los socorros necesarios tanto para las fortificaciones de la frontera como para las obras en los puertos, seguridad de costas, y “empresas” para convertir en navegables gran cantidad de ríos”104. La introducción del impuesto real aumentaría el poder financiero del rey, sobre todo en tiempo de guerra, al independizarle de los prestamistas muy exigentes105. Entre otras memorias, la que está consagrada al estudio del corso, muestra cómo Vauban enfocaba las cuestiones económicas como un soldado. Hemos mencionado ya que consideraba a los ingleses y a los holandeses como los enemigos mortales de Francia, y creía que ésta no podía prosperar sin arruinar a aquéllas previamente. Holanda, y sobre todo Inglaterra, son muy peligrosas, ya que disponen de enormes tesoros metálicos, fruto de su comercio exterior y marítimo. De ahí viene, según Vauban, “todo el mal que sufrimos, y este mal es el que hemos de combatir y contra el que hay que emplear toda la fuerza y habilidad posible, pero de una manera inteligente y capaz de llevarse a cabo”106. No hay más que un medio eficaz de destruir al enemigo: arruinar su comercio marítimo. Francia no podrá conseguirlo a través de su ejército y de su flota de guerra, desgraciadamente musdébiles. “No puede realizarse, por tanto, sugiere el mariscal, más que por el desarrollo del corso, que es una guerra marítima sutil y furtiva, cuyos golpes son más temibles para ellos (ingleses y holandeses) porque les hiere en sus puntos neurálgicos, lo que es infinitamente más ventajoso, puesto que, por un lado, es imposible que puedan evitar la ruina de su comercio, a no ser con gastos inmensos, que los agotarían, sin, no obstante, poder poner remedio a ello, y sin que, por otra parte, puedan infligirnos parecidos daños, ya que nuestro comercio con el extranjero es muy escaso o casi nulo, y sería adecuado, incluso, aban24
donarlo, por cierto tiempo, para facilitar la guerra de corso; la utilidad que puede venir de este comercio no es nada, comparada a la que nos puede venir del corso, que hay que incrementar, por todos los medios, ert tanto que la guerra dure”107. Francia posee, según Vauban, gracias a su posición geográfica, ventajas únicas para la guerra de corso, que sobrepasan “en todo por todo a la de sus vecinos”. Nada conviene tanto a Francia como “un corso apoyado y bien sostenido, ya que todo el comercio de sus enemigos pasa y repasa cerca de sus más importantes puertos”108. De la multitud de ejemplos dados por Vauban citaremos uno: el de Brest. Este puerto fue creado por Dios “para ser el destructor del comercio” de Inglaterra, de los Países Bajos, de Dinamarca, de Noruega, de Rusia y Groenlandia109. Francia está, por así decirlo, predispuesta para el corso; es necesario que enfoque con seriedad esta clase de guerra para poder obtener, con un riesgo mínimo, los mavores beneficios posibles. Debe practicar el corso como el medio “más fácil, más barato y menos expuesto, a la par que menos gravoso para el Estado, ya que las pérdidas sólo ligeramente pesarán sobre, el rey, quien, a su vez, no arriesga casi nada”110. Serán realmente los particulares los encargados de realizar la guerra de corso. Esta enriquecerá al reino, proporcionará buenos oficiales, a la par que forzará al enemigo a aceptar unas condiciones que podría rechazar en otro caso. La gran preocupación de Vauban, por razones de índole estratégica, es lograr una población muy numerosa. Durante su larga carrera militar se dio cuenta de la importancia que la superioridad numérica implicaba. En su obra encontramos con frecuencia expresiones como la siguiente: “El poder real se mide más por el número de sus subditos que por la extensión de sus dominios”111. La despoblación de Francia era motivo de gran preocupación para Vauban. La consideraba como el mayor desastre nacional, ya que, a causa de ella, el reclutamiento se hacía cada vez más difícil112. Francia debería, pues, proseguir una política económica que favoreciera el aumento de la natalidad. Las reformas propuestas por el mariscal tenían como fin lograr el deseado incremento de la población. En estas reformas, los fines militares ocupaban un lugar importantísimo, mucho mayor que el comúnmente admitido113. Cada hombre tiene, para Vauban, un valor combativo; constituye el eje de las fuerzas nacionales, y es preciso salvaguardarlo en la medida de lo posible. El hombre de guerra que Vauban llevaba en sí le inducía a tratar con cuidado paternal la vida de sus soldados, y no 25
conocía castigo suficientemente severo para los que los hacen perecer por error 114. Por idénticas razones, se oponía a las guerras de larga duración, “que por felices que sean sus principios fatigan a los Estados y los agotan en hombres y en dineros”115. Sus tendencias militaristas aparecen claramente en su concepción sobre las fronteras naturales, según la cual “el Estado debería abarcar los límites naturales, que parecen haberle sido establecidos por el Autor de la Naturaleza desde el comienzo del mundo”116. Son las ideas erróneas o las vanas pretensiones las que sitúan a los Estados “fuera de sus fronteras naturales” y desencadenan guerras inútiles y ruinosas. Lo mejor que puede acontecer a todas “las potencias de la cristiandad, sin excepción alguna, sería que cada una se encerrase en los límites prescritos por la Naturaleza, y que ninguna estuviera ni pudiera estar en situación de perturbar a sus vecinos”117. Los Tratados de paz garantizando las fronteras naturales podrían proporcionar “un largo reposo a toda la cristiandad”. Cree que Francia debe dejar de perseguir la realización de proyectos quiméricos, tales como la monarquía universal. Este país “tiene fronteras naturales más allá de las cuales parece que el buen sentido no permite llevar los pensamientos”118. Mas éstas son muy ampliamente trazadas por Vauban. He aquí el párrafo esencial en el que establece las fronteras naturales de su país: “Todas las ambiciones de Francia —dice— deben encerrarse entre las cimas de los Alpes y los Pirineos, entre Suiza y los dos mares. Ahí es donde debe proponerse establecer sus fronteras por la vía legítima, según los tiempos y las ocasiones; consecuentemente, Genova, Saboya y el condado de Niza son de su conveniencia; lo mismo que la Lorena, el ducado de Deuxponts, el principado de Monbéliard, el Palatinado, el arzobispado de Tréveris, el de Maguncia y Colonia, en la parte de acá del Rin los ducados de Cléveris y Juliers, el país de Lieja y el resto de los Países Bajos católicos, con Flandes y el Brabante holandés.”119. La ambición de Francia debería limitarse a estos países, aunque hubiera pueblos, fuera de sus fronteras naturales, deseosos de someterse voluntariamente al soberano francés. De todos modos, el concepto de “fronteras naturales” no se aplicaría de ningún modo a las colonias necesarias para el desenvolvimiento del comercio internacional. Las fronteras naturales de Francia se determinan por Vauban de una manera favorable a este Estado. El mariscal hace caso omiso de los perjuicios que con ello irrogaría a las otras naciones. Revela a este propósito que las fronteras naturales de Holanda “podrían retrotraerse 26
a lo que posee en Flandes y Brabante, sin que esto llevara ningún perjuicio a este país; bien al contrario, le ahorraría multitud de gastos, que con ello evitaría” 120. Si Vauban, en 1706, desea por todos los medios llegar a la paz, no es por amor a ésta. Se encuentra empujado a ello por el estado calamitoso a que su patria se veía reducida como resultado de una serie ininterrumpida de guerras. La teoría de las fronteras naturales permite a Vauban justificar la política francesa de expansión hacia el Este. Por otra parte, es interesante hacer resaltar que el mariscal no se somete a su propia regla, por la cual Francia sólo debería obtener sus límites naturales a través de unos medios legítimos. Y así, al ver en Inglaterra la rival de su país, aconseja combatirla por todos los medios, incluso la guerra, En tiempos de paz sugiere a Francia “socavar la autoridad del rey de Inglaterra y del Parlamento, fomentar los celos entre los presbiterianos y los episcopales, proteger a los holandeses contra los ingleses... y arruinar su comercio por el corso cuando se esté en guerra con ellos”121. Hemos establecido en estas páginas la estrecha afinidad de espíritu entre Vauban y Colbert y demostrado que el mariscal admite los principios fundamentales de éste. Respecto al problema de la guerra,, su posición es en principio la misma. Las teorías de las fronteras naturales y nacionales reflejan el carácter belicista de Vauban. Sólo una ciega admiración pudo hacer escribir que Vauban, queriendo convertir las guerras en más raras, ha querido hacerlas imposibles122. Es inexacto, por tanto, el pretender presentar al mariscal como un pacifista123. En realidad, Vauban es un mercantilista puro, tanto en lo que concierne a sus concepciones económicas, como en su opinión sobre las relaciones entre los pueblos.
NOTAS
giosa, en lo primeros Estados de Blois, a los que fue enviado en 1576, como diputado del tercer Estado de Vermáudois. Sobre Bodino, véase Chauviré 1914. 2 Bodino, de Saint-Lourent, 1907, págs. 121-22. Véase Oberfohren, 1915, pág. 30. 3 Bodino, 1568, pág. 34. 4 Idem, 1568, pág. 33, 5 Ob, cit., pág. 32. 6 Montaigne, lib. I, cap. XXI.
1 Jean Bodino, jurisconsulto y publicista; nació en Angers en 1530 y murió en Laón en 1596. Escribió su República en 1576. Inmediatamente después de la matanza de San Bartolomé y en las vísperas de la Liga. La necesidad del consentimiento de los súbditos para imponer gravámenes y la inalienabilidad del dominio real le parecieron los principios fundamentales de la libertad pública. Miembro del partido llamado político, sostuvo sus principios, así como la tolerancia reli-
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7 Bodino, 1568, pág. 35. 8 Ob. cit., pág. 32. 9 G. Naudé, Consejos para ordenar una biblioteca, 1627, pág. 96, citado según chauviré, 1914, pág. 43. 10 Bodino, 1576, lib. VI, cap. II, página 877. 11 Ob. cit. 12 Ob. cit., págs. 759-60. 13 Ob. cit., pág. 760. 14 Ob. cit. 15 Ob. cit. 16 Este fue también el punto de vista de Montaigne, lib. II, cap. XXIII. 17 Bodino, 1576, pág. 761. 18 Idem, pág. 762. 19 Ob. cit. Bodino, 1568, pág. 13. Gargaz, 1782. págs. 34-35, dice que tal argumento sería convincente “si la guerra no destruyera más que a los malhechores...; mas, por el contrario, hace desaparecer a muchos hombres honestos y aumenta el número de aquéllos”. 20 Bodino, 1576, pág. 762. 21 Ob. cit., pág. 763. 22 Ob. cit. Ésta concepción se opone totalmente a la de San Agustín y a la de Santo Tomás de Aquino. Véase Vanderfol, 1919, pág. 89. 23 Bodino, 1576. pág. 769. 24 Ob. cit., lib. VI, cap. II, pág. 864. 25 Ob. cit., pág. 866. 26 Ob. cit., lib. II, cap. III, pág. 281. 27 Ob. cit., lib. II, cap. II, pág. 278. 28 Ob. cit., lib. V, cap. V, pág. 781. 29 “Una vez que el pueblo bajo haya sido aguerrido, si no está siempre en guerra contra el enemigo, no hay que dudar que se esforzará en cambiar, y que cambiaría su estado para pertenecer a la burguesía”. Ob. cit., pág. 766. 30 Ob. cit., págs. 775-76. 31 Ob. cit., lib. VI. cap. II, pág. 898. 32 Ob cit., pág. 865 33 Ob. cit, lib. IV. cap. VII, pág. 647. 34 Ob. cit., lib. IV, cap. IV, pág. 582. 35 Ob. cit., lib. V. cap. II, pág. 702. 36 Ob cit., lib. IV, cap. I, pág. 525; véase también lib. V, cap. V, pág. 763. 37 Sée y Rebillón, 1934, págs. 309, 170, 183; Levasseur, 1895, pág. 302; Hauser, 1933, pág. 165. Froumenteau, 1581. pág. 379, ha dejado un balance exagerado, pero significativo, de las pérdidas habidas durante las guerras de religión hasta 1581: 765200 muertos y 188256 casas destruidas o quemadas. 38 Chaiuviré, 1914, pág. 35. 39 Martín, 1917, pág. 202. 40 Redactada en 1574 y 1575, según Chauviré, 1914, pág. 41. 41 Antonio de Montchrétien, literato y economista, nació hacia 1576, en Falaise (Normandía). Asesinado en 1621
en una revuelta de de la primera obra título de Economía chrétien, véase la Funck-Brentano a
los hugonotes. Autor conocida que lleva el política. Sobre Montintroducción de M. la reimpresión del Tratado de Economía política. 42 Lavalley, 1903, págs. 207 y 2i8> 43 Montchrétien, 1615, pág. 31. 44 Ob. cit., pág. 11. 45 Véase Vene 1923, pág. 29. 46 Montchrétien, 1615, pág. 33. 47 Ob. cit., págs., 161-162. 48 Ob. cit., pág. 161. 49 Ob. cit., pág. 170. Véase también pág. 133. 50 Ob. cit., pág. 170. 51 Ob. cit., pág. 169. 52 Ob. cit., pág. 92. 53 Ob. cit., pág. 193. 54 Ob cit., pág. 289. 55 Ob. cit., pág. 347. 56 Ob. cit., pág. 101. Véanse también págs. 74 y 65. 57 “Nada dificulta tanto las negociaciones entre los pueblos como las disen siones de los reyes.” Ob. cit., pág. 157. 58 Ob cit., pág. 299. 59 Ob. cit., pág. 58. 60 Ob. cit., pág. 289. 61 Ob. cit., pág. 355. 62 Ob. cit., págs. 135-36. 63 Ob. cit., pág. 136. 64 Ob. cit. 65 Ob. cit., pág. 251. 66 Ob. cit., pág. 298. 67 Ob. cit. pág. 250. 68 Ob. cit., págs. 279-80. 69 Ob. cit., pág. 289. 70 ... “nada impide tanto en Espaíin las sediciones civiles como las grandes distracciones que los reyes pueden realizar por medio de las Indias y otros países que poseen en Europa, adonde envían siempre la sangre más bulliciosa, reteniendo siempre la más tranquila cerca del corazón.” Ob. cit., pág. 301. 71 Ob. cit., pág. 355. 72 Ob. cit., pág. 300. 73 Ob. cit., pág. 58. 74 Carlow, 1929, pág. 208. 75 Richelieu, 1633. p. II, cap. IX, sec. IV, pág. 76. 76 Juan Bautista Colbert, ministro secretario de Estado, ministro de las Finanzas bajo Luis XIV, nació en Reims en 1619 y murió en París en 1683. Sus Cartas, Instrucciones y Memorias han sido publicadas por Pierre Clement, París, 1861-1862, en diez volúmenes 77 Sobre Colbert, véase De Mazán, 1900; Gomien, 1903; Sée, 1026; Boissonade, 1932. Véase también Colé, 1931. 78 Colbert, 1861-62, t. VI, pág. 261
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79 Ob. cit. t. II, primera parte, pág. CCLIX. 80 Courtilz, 1695, pág. 150. 81 Véase Clark, 1923. 82 Colbert, 1861-1862, t. VI, página 264. 83 Ob. cit., pág. 268. 84 Ob. cit., pág. 266. 85 Ob. cit., pág. 269. 86 Ob. cit., t. VII, pág. 250. 87 Colbert, citado por de mazan, 1900, pág. 133 n. 88 Colbert, 1861-1862, t. VII, página 239. 89 Sebastián Le Prestre de Vauj¡an, mariscal de Francia, comisario general de Fortificaciones, miembro de la Academia de Ciencias, nació en SaintLéger-de-Fougeret (Niévre) en 1633. Murió en París en 1707. El único trabajo económico o financiero que hizo imprimir fue su Proyecto de un diezsmo real, 1707. Varias Memorias económicas de Vauban fueron publicadas, por primera vez, por A. M. Augoyat, en Los ocios de Vauban. París, 1844-1845, en tres volúmenes. 90 Harsin, 1928, pág. 95. 91 ...”no es la gran cantidad de oro y plata lo que hace grandes y verdaderamente ricos a los Estados... La verdadera riqueza de un Reino consiste en la abundancia de materias primas...” Vauban”, El diezmo real, 1707, pág, 25. 92 Lohmann, 1895; sée. 1923, páginas 3O2-303; Gonnard, I930, t. II, págs. 3 y 7. Según Bast, 1935, páginas 286-7, Vauban, mercantilista en sus Ocios, se convirtió, por la influencia de Boisguillebert, en librecambista, en su Diezmo real. 93 Vauban, 1691, en sus Ocios , vol. I, pág. 83. 94 Idem, Pensamientos , 1882., página 188. 95 Gonnard, 1936, t. II, págs. 3-4. Véase Lohmann, 1895 págs. 16-18. 96 Véase Vauban, 1699, pág. 7
97 Colbert, I86I-62 t. II, pág. 632. Véase también t. II, p. II, pág. 473. 98 Miguel et Liesse, 1891, pág, 36. 99 Vauban, 1691, Ocios , vol. I, página 89. 100 El Canal de Languedoc debería ser destinado exclusivamente a los franceses. “Considero que su uso debe ser permitido a los extranjeros sólo por motivos determinados; su total utilización debería ser para los franceses.” Ob. cit., pág. 101. El mariscal aplica el mismo principio a todos los canales. 101 Say, 1891, págs. 577-79. 102 Vauban, Memoria sobre la navegación, etc., pág. 414. 103 Idem, Descripción geográfica de Vézelay, pág. 745. 104 Idem, El diezmo real, 1707, página 109. 105 Ob. cit., págs. 30-34. 106 Vaubak, Memoria concerniente al corso, 1695, pág. 160. 107 Ob. cit., págs. 161-62. 108 Ob. cit., pág. 163. 109 Ob. cit., pág. 164. 110 Ob. cit., pá,g. 166. 111 Vauban, 1882, pág. 330. 112 Mann, 1913, págs. 30-31; Sée, 1923, pág. 305. 113 Lohmann. 1895, pág. 68. 114 Rochas, 1911, t. I, pág. 239. 115 Vauban, 1693, pág. 226. 116 Idem, Proyecto de paz, etc., página 270. 117 Ob. cit., pág. 269. 118 Ob. cit., pág. 172. 119 Vauban, Pensamientos, 1882, página 331. 120 Idem, Proyecto de paz, etc., 1891, páginas 269-70. 121 Idem, Pensamientos, 1882, página 333. 122 Gaillard, 1787, pág. 7. 123 Por el contrario, madame Constantinescu, 1925, t. II, pág. 25, cree poder afirmar que “todas las ideas de Vauban conducen al pacifismo”.
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CAPITULO II MERCANTILISMO INGLES
La literatura económica inglesa en el siglo XVI es muy pobre. Sólo toma vigor en el siglo XVII, en que el mercantilismo encuentra a susrepresentantes más ilustres. Los mercantilistas ingleses de la primera, mitad del siglo XVIII son numerosos, pero menos originales que sus predecesores. Así, por tanto, seremos breves en lo que se refiere al siglo XVI y concentraremos nuestra atención, por el contrario, en los siglos XVII y XVIII.
I. HALES, RALEIGH Y DIGGES. El Discurso de John Hales1, largo tiempo ignorado, es una de las más antiguas publicaciones económicas. Escrita en 1549 y publicada con las iniciales W. S. en 1581, fue atribuida a Shakespeare. Hasta fines del XIX no fue identificado su autor. Hales, el primer escritor que supo exponer las bases del mercantilismo, es muy breve respecto al problema de la guerra. Lejos de ser belicista, ve en la guerra una necesidad ineludible, resultante de la propia naturaleza humana. “Los sabios —dijo— afirman que durante la paz se debe tratar y preparar la guerra, y durante la guerra se debe pensar en la paz. Si esto último fuera siempre cierto, no habría necesidad de hombres para velar sobre los otros. Pero es de otro modo, porque la iniquidad de los hombres es tal, que no pueden permanecer por mucho tiempo sin luchar.”2. Otro escritor del siglo XVI, sir Walter Raleigh3, testigo celoso de la expansión española y de la prosperidad holandesa, recomienda a su país rebasar a sus rivales por medio de una política mercantilista. Sus ideas no dejan de ser agresivas, pese a las formas atenuadas con que las vela. Raleigh, en ciertos pasajes de su obra, considera las guerras como una consecuencia de la vanidad humana. En la mayor parte de los casos son arbitrarias y superfluas. Sólo son inevitables aquellas que se emprenden por pueblos que no tienen suficiente “espacio” dentro de
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sus propias fronteras. Causa que origina la ínfima minoría de los conflictos armados4. Raleigh distingue entre guerra defensiva y ofensiva. La primera es siempre justa; la segunda lo es tan sólo si se trata de recuperar por la fuerza lo que se había perdido injustamente por la violencia5. Nos asegura, no obstante, que lo que más desea para su patria es la paz6. Por tanto, Raleigh no cree en la posibilidad de una coexistencia pacífica de las naciones, puesto que la paz equivale a un equilibrio artificial que no se encuentra en parte alguna en la Naturaleza, donde todo es movimiento. Es imposible encontrar en la Naturaleza un punto estable, ya que todo se modifica, asciende o desciende; cuando las guerras extranjeras se terminan, los levantamientos interiores comienzan y los hombres, liberados de luchas inevitables, se querellan por ambición7. La guerra es indispensable para la buena marcha de una sociedad, en la que un número considerable de hombres no poseen tierras ni pueden obtener trabajo ni ejercer una profesión útil. La guerra es la única que puede desembarazar a los Estados de estos elementos subversivos, los cuales, de otro modo, pesarían gravosamente sobre toda la sociedad. Hay que observar que la existencia de una cantidad suficiente de medios de subsistencia en un país no tiene gran importancia; es decir, no es tan esencial tener materias alimenticias para atender a todos los súbditos, como su participación real en el stock de mercancías del país. Sólo la distribución de bienes en cantidad suficiente para permitir que vivan, según su posición social, es la que decide, pues, la tranquilidad interior de los pueblos. En todos los casos donde una repartición de este tipo es imposible, las guerras extranjeras sirven “como una poción de ruibarbo, que purga la bilis del cuerpo del Reino”8. Ideas parecidas encontramos en un estudio de sir Dudley Digges9. Este considera la guerra tan enraizada en este mundo, que es imposible pensar en aboliría. Sería falso ver en ella tan sólo una fuente de pérdidas y desastres. Produce también efectos saludables. Vuelve a los hombres aguerridos al contrarrestar las malas influencias del lujo en los cuerpos y espíritus humanos. Además, tiene la inmensa ventaja de impedir las guerras civiles y dispersar hacia el extranjero los humores malignos que turban la tranquilidad pública10. La paz perpetua no puede ser más que tema de pura especulación filosófica, sin la menor posibilidad de realización. Puesto que es así, ¿no es más seguro y honorable amenazar a los otros que esperar que nos ataquen? ¿No es más razonable tener a nuestros vecinos en la 31
punta de la espada, que dejarles tiempo a preparar una guerra contra nosotros? Los “verdaderos patriotas” —según expresión de nuestro autor— deberían probar que las espadas de los ingleses saben herir al enemigo tan peligrosamente como las de sus abuelos; deberían, en consecuencia, poner el oficio de las armas sobre todos los demás11.
II. BACON. Las ideas de Bacon (1561-1626) son tan belicistas como las de los autores anteriores. Mercantilista moderado12, el célebre filósofo inglés atribuye al dinero, en contra de muchos de sus contemporáneos, una importancia secundaria. No es cierto que el dinero sea el nervio de la guerra. ¿De qué sirve cuando los nervios de los brazos faltan y el pueblo se afemina?13. El que tenga mejores armas del “mejor acero” —como dijo Bacon—, quitará al enemigo todo su oro. Un príncipe no es poderoso más que si su pueblo es guerrero; rico o pobre, aumentará este poderío si sus súbditos son belicosos. En las alabanzas que prodiga a la guerra, Bacon sobrepasa a algunos mercantilistas, aun a los más fervientes. Dedica varias páginas demostrar cómo se deben combatir los levantamientos e indica cómo el mejor medio de paliar este peligro es una política económica que trate de atenuar las dos causas principales de las sediciones: la pobreza extrema y el descontento. Propone, por tanto, que se proteja a la industria nacional, al comercio exterior y a la agricultura, a la par que se reprima la ociosidad y el lujo; sugiere también al Gobierno que fije los precios. Si estos medios, que representan un programa mercantilista, se mostraran ineficaces, hay aún otro procedimiento para sujetar los espíritus alienados y atenuar a los descontentos: “divertir a los hombres llenándoles de esperanzas y llevarlos con destreza de una a otra; éste es el más seguro antídoto contra el veneno del des contento”14. Un Gobierno prudente y sabio maneja con destreza el arte de adormecer a sus súbditos alimentándoles de esperanzas cuando le es imposible procurarles una satisfacción real. Debe saber gobernar los espíritus de forma que, en el caso de una desgracia inevitable, les quede siempre algún atisbo de recuperación. Esto es, según nuestro autor, mucho más fácil de lo que se cree. Aunque Bacon no lo formula expresamente, parece que la guerra es para él una de las mejores medicinas de este género. Pero no es 32
únicamente un medio de engañar a las masas de súbditos extraviados; cumple una función de gran altura moral y educativa. “Ningún cuerpo, sea natural o político, puede conservarse sano sin ejercicio. Una guerra justa y honorable es para un Reino y para un Estado el ejercicio más saludable. Una guerra civil es semejante al calor de la fiebre; pero una guerra con el extranjero se puede comparar al calor causado por el ejercicio que conserva el cuerpo en buen estado. Una larga paz afloja el coraje y corrompe las costumbres. Es ventajoso, yo no digo para el bienestar de los súbditos, pero sí para la grandeza del Estado, que éste esté, por decirlo así, siempre en armas; y sea cual fuere el costo de tener perpetuamente un ejército en pie de guerra, es lo que convierte al príncipe o al Estado en árbitro de sus vecinos, o lo que hace que éstos lo tengan en una gran estima.”15. Hay que advertir que el concepto de guerra justa no tiene, según el mismo Bacon, gran relación con la justicia absoluta16. Lo que importa es tener siempre en reserva algunas excusas puramente formales para justificar la agresión. Es preciso, según sus propias palabras, que “un Estado tenga leyes y costumbres que puedan llenar comúnmente de justas ocasiones o, por lo menos, de plausibles pretextos para hacer la guerra, ya que los hombres tienen, naturalmente, veneración por la justicia y no emprenden voluntariamente una guerra, que no entraña para ellos sino un número inmenso de males, a menos que esté fundada en un bien o, por lo menos, en un especial pretexto”17. Nada contribuye más a la grandeza de una nación que su inclinación por las armas y el hacer de su honor su preocupación primordial18. “Pues las guerras, dijo, tienen no sé qué de noble y generoso”19. En la juventud de los imperios es la profesión militar la que florece, mientras que en la edad madura las armas y las artes prosperan juntas durante algún tiempo. Y en la decadencia de los Estados es cuando las artes mecánicas y el comercio se ennoblecen20. Comparando las recompensas militares de su época con las que en la antigüedad se concedían, estima que sus contemporáneos no saben alentar suficientemente el coraje y las virtudes militares. Bacon lamenta profundamente que las guerras de su tiempo carezcan de esa apoteosis y de ese brillo exterior con que se las adornaba en la antigüedad clásica21. Mencionemos a otros dos autores de menor importancia: Robinson22 y Lambe23. El primero se declara particularmente enemigo de España y de los Países Bajos, y, en consecuencia, propugna que Inglaterra haga todo lo posible para reducir a la impotencia a la flota holandesa. 33
Lambe no disimula tampoco su belicismo. Afirma que existen dos medios igualmente propios para convertir en próspera a una nación: las conquistas y el comercio exterior24. Para la utilización de unas y otro ninguna nación está mejor dispuesta que Inglaterra. Si su Gobierno quiere tener una flota poderosa a bajo precio, es necesario que favorezca el comercio marítimo; éste, en efecto, ejercido por las grandes Compañías, que construyen a su costa gran número de navíos, suministra un contingente apreciable de marineros valerosos. Lambe compara las Compañías comerciales a los batallones bien disciplinados y bien organizados del Ejército regular25.
III. MUN, TEMPLE Y CHILD. Llegamos ahora a la figura central del mercantilismo inglés: Thomas Mun (1571-1641), el autor más conocido y más leído entre los primeros economistas ingleses. Director de la Compañía de las Indias Orientales, publicó en 1621 un escrito en defensa de ésta. Llama la atención sobre el gran interés militar que dicha Compañía tiene para Inglaterra. Por sus navíos, arsenales, almacenes de municiones y mercancías, la Compañía de las Indias Orientales constituye una verdadera potencia naval. Visitando sus astilleros, los extranjeros, sobre todo los embajadores, se extrañan del hecho de que una sola Empresa pueda, en un tiempo tan corto, equipar una flota tan poderosa y presta para el combate26. Enumerando las diferentes ventajas que la Compañía representa para Inglaterra, Mun menciona una de naturaleza pedagógica y social que ha preocupado mucho a los mercantilistas: “La Marina, dice, atrae un cierto número de aventureros cuya permanencia regular en el país representaría un gran peligro. Así, el Reino se purga de hombres desesperados e ingobernables que, sometidos a la disciplina marinera, cambian frecuentemente el curso de su vida y mejoran en su condición”27. Es, sobre todo, la obra póstuma de Thomas Mun, El tesoro ingles por el comercio exterior, la que nos permite apreciar mejor su pensamiento sobre la guerra. Nuestro autor recomienda a los príncipes de las grandes potencias constituir un tesoro de guerra sin recurrir a los impuestos extraordinarios, que son demasiado onerosos para la economía nacional. Un soberano que sea celoso de los negocios del Estado, y cuya política fiscal atienda a los intereses de sus súbditos, puede con más facilidad atacar a sus vecinos que ser sitiado por ellos. La 34
asistencia voluntaria y la fidelidad de sus súbditos le asegurarán la victoria28. Pero Mun menosprecia a los príncipes que realizan una política agresiva e imponen al país cargas agobiadoras. Estos príncipes frecuentemente hacen declaraciones solemnes desprovistas de todo fundamento que enmascaran sus verdaderas intenciones29. Del análisis de su obra en conjunto, se deduce que es únicamente el temor a los grandes impuestos lo que le inspira a Thomas Mun una cierta moderación. El rey puede, según él, hacer importantes economías en tiempo de paz para no estar obligado a imponer contribuciones extraordinarias en tiempo de guerra. En Mun no se encuentra indicación alguna que autorice a pensar que sea contrario a las guerras extranjeras, en las cuales sólo los soberanos asumirían todos los gastos. En principio, Mun no se opone más que a una suerte de conflictos armados: la guerra muy distante, ya que el Estado no puede aprovisionar con pertrechos de origen nacional a los ejércitos destacados en tierras lejanas, con lo que la compra de ellos se tendrá que hacer, pues, en el extranjero, lo que hará disminuir fatalmente el Tesoro nacional30. La causa del mal de España fue, precisamente, llevar las guerras de larga duración a países alejados de la Península, con lo que se gastó finalmente el stock monetario de la metrópoli. Las guerras alejadas son similares a los cánceres, que corroen el cuerpo del enfermo por entero; ellas pueden reducir a la mendicidad a los países más ricos del mundo31. Es evidente que Mun se opone a esta categoría de conflictos armados. Por el contrario, no censura aquellas guerras cuyo teatro de operaciones se halle en los propios confines del Estado beligerante. En esta suerte de contiendas, los soldados gastan su paga en el territorio perteneciente al propio Estado, con lo que el dinero que sale de la Tesorería queda siempre en el interior del país32. Como, por otra parte, toda clase de armas y municiones que se tengan que suministrar al ejército son de origen nacional, la disminución del Tesoro real no implica la de la masa de metales preciosos de que dispone el país, la cual queda, por así decirlo, invariable. Insistimos en esta opinión singular de Mun, ya que análogo razonamiento ha llevado a ciertos mercantilistas, por ejemplo, a Davenant, a preferir la guerra civil a la guerra extranjera: la guerra civil deja invariable, a pesar de todas las destrucciones y devastaciones interiores, la cantidad de oro y dinero del país. Pensando, sobre todo, en la seguridad nacional, Mun no aconseja 35
a Inglaterra una gran especialización industrial. Es cierto que la industria textil, muy remuneradora, puede dar ocupación a todos los pobres del Reino, pero al mismo tiempo los Estados extranjeros podrían fácilmente obstaculizar la exportación de sus productos en tiempo de guerra. Una medida de este género debilitaría a Inglaterra a causa del paro que provocaría, con su cortejo inevitable de molestias interiores. Por tanto, Inglaterra haría mejor en favorecer principalmente a la agricultura y a la pesca. Esta diversidad de empleos no sólo sería ventajosa desde el punto de vista económico, sino aún más desde el de la seguridad nacional33. Una generación después de Mun surgió otro escritor, cuyas obras fueron ampliamente leídas y estudiadas por sus contemporáneos: sir William Temple34. Este mercantilista sólo exige al príncipe que quiera hacer la guerra una condición: que reflexione si obtendrá de ello algún provecho. “Es una condición de la cual yo pienso no cabe evadirse, ya que ningún Estado que se tilde de juicioso emprenderá ninguna guerra que no encierre el designio de hacer conquistas o esté impuesta por la necesidad de defenderse. Toda otra suerte de guerras no sirve más que para disminuir las fuerzas y las finanzas del Estado que las emprende, y, generalmente, terminan en una mala paz; momento en el cual todos los partidos están obligados a darse las manos después de haberse fatigado e incluso agotado35. La posición de Temple puede parecer sencilla; mas refleja fielmente la teoría mercantilista: no hacer la guerra si no se espera al gún beneficio. En la obra de sir Josiah Child36 hemos encontrado muy pocas alusiones al problema de la guerra. Child, que escribió la mayor parte de su importante obra Tratado sobre el comercio durante la guerra angloholandesa (1664-1667)37, quería librar a Inglaterra de la hegemonía de los Países Bajos y trasladar esta preponderancia a su país. A ese fin Inglaterra debe acrecentar y mejorar su producción “para estar en condición de abastecer todos los mercados y satisfacer todas las fantasías”38. De todos los modos, el simple esfuerzo económico es insuficiente y una intervención militar es precisa. “Es necesario, dijo Child, que tengamos una fuerte Marina y que estemos bien provistos de pertrechos de guerra, tanto para defendernos como para atacar, tantas veces como el honor de la nación lo exija o cuando nos hayan dado una justa ocasión. De esta forma adquiriremos reputación de sabios y nos haremos respetar de las otras naciones; en consecuencia, estaremos en estado de obligarlas a comerciar con nosotros, no sólo libremente, sino 36
en las condiciones que nos sean más favorables y que nos traten por doquier como una nación considerada y respetada.” 39. De este párrafo se desprende claramente la voluntad de asegurar privilegios económicos y comerciales gracias a la potencia militar, la cual debe ser desarrollada tanto en vista de guerras defensivas como ofensivas.
IV. DAVENANT. El problema de las relaciones internacionales ocupa en la obra de Davenant un lugar importante40. En sus múltiples trabajos económicos, Davenant juzga severamente los frutos de la guerra: crueldades vergonzosas, corrupción de costumbres, injusticia, desmoralización de la administración, “monstruosidades en el seno del Estado”41. Si pudieran limitar sus territorios por fronteras razonables, los Estados con fundamentos sólidos durarían eternamente. Los príncipes harían a sus pueblos mucho más dichosos gobernándolos con justicia y adoptando una política de paz42. Por grandes que sean las pérdidas causadas por los conflictos armados, Davenant queda, no obstante, convencido de la fatalidad de la guerra y de la debilidad de las naciones pacíficas43. Desde hace siglo y medio, escribió en 1695, las guerras se conducen “únicamente por el poder de la moneda”; Inglaterra no se encontrará, pues, fuera de peligro hasta que no posea dinero suficiente para afrontar toda amenaza exterior44. El mejor medio de asegurar esta riqueza es el de reforzar la flota, mejorar la administración y acrecentar el Tesoro nacional, favoreciendo las industrias y el comercio45. Los gastos militares no constituyen, pues, gastos superfinos, sino que contribuyen a la extensión de la potencia política y al aumento de la riqueza nacional46. Para soportar las guerras futuras, en las que Inglaterra tiene la misión de salvaguardar el equilibrio político de Europa, precisa de una sólida base económica47. Es innecesario decir que ser guardián de este equilibrio equivale, para nuestro autor, a asegurar la supremacía económica de Inglaterra. Aprueba la política comercial agresiva, inaugurada por Guillermo III48. Davenant se muestra enemigo de Francia. Considera la animosidad contra Holanda como pasajera y de menor alcance, mientras que el odio contra Francia le parece imperecedero49. Francia es, como en otras épocas España, “una gran potencia”; unificada, se convierte aún en más peligrosa; no hay que ahorrar ningún esfuerzo ni ningún gasto 37
para prevenir el peligro que amenaza a Inglaterra y a Europa. Aun en tiempo de paz la actitud de los reyes ingleses hacia Francia debe ser fría, celosa y circunspecta50. Vemos en Davenant un adversario declarado de Francia; y así causa extrañeza verle acusado por sus enemigos de estar vendido al Gobierno francés y haber aceptado de éste una pensión considerable51. Davenant pertenece a la rara categoría de los economistas que han consagrado una obra completa a las condiciones financieras de la guerra. En 1695 publicó su Ensayo de los medios y maneras de sufragar la guerra, obra que fue bien acogida por el público, tanto, que su autor, para asegurar el éxito de sus trabajos siguientes, los firmaba: escrito por el autor de la obra Ensayos de los medios y maneras. La obra tuvo consecuencias prácticas, ya que el Gobierno de Guillermo III adoptó algunas ideas propuestas por Davenant para sufragar los gastos de la guerra52. El Ensayo —escrito durante la guerra de la Liga de Habsburgo— comienza poniendo en guardia a la opinión pública contra el Gobierno inglés; éste quería hacer ver que el fin de las hostilidades estaba próximo, en base de los éxitos insignificantes logrados por los aliados sobre Francia. Error que, según él, hizo mucho daño a Inglaterra, ya que se votaron impuestos insuficientes para financiar una guerra larga. En estas condiciones es manifiesta la imposibilidad de conseguir una victoria decisiva, pues no es sólo el valor quien decide las victorias, sino el dinero53. El que desea vencer debe saber preparar bien la guerra sobre la base que le proporciona el conocimiento de su economía nacional. Sólo podrá obtener el bienestar de su país si está en condición de sostenerse por más tiempo que sus enemigos, cosa que no sucederá sin una favorable balanza comercial. La victoria pertenecerá a quien haya exportado más mercancías para cubrir los gastos militares con el excedente de su balanza. En resumen, el país cuya balanza sea la más favorable vencerá definitivamente54. Una nación soportará tanto mejor una guerra larga si los impuestos están repartidos equitativamente. Davenant examina minuciosamente la situación de los países que participan en el conflicto y comprueba que el rendimiento de los impuestos en Inglaterra es insuficiente para subvenir a las cargas, cada vez más y más pesadas, que una guerra costosa impone. Se opone a la costumbre reciente de recurrir al préstamo para nivelar un déficit en aumento. Los empréstitos políticos, endeudando a la nación, comprometen su evolución futura; contratados a un interés tan elevado, 8 por 100, privan de capitales al co38
mercio y a la industria, ya que la inversión es más segura y productiva en aquéllos que en éstos. El Gobierno debe prevenir los gastos presupuestarios sin recurrir a los empréstitos. Los impuestos de guerra nunca deben paralizar la vida económica del país ni hacer desconfiar a la población respecto del Estado; para esto, Davenant propone la adopción de impuestos indirectos sobre el consumo, lo que considera como el medio más propio para subvenir a los gastos de una guerra larga. Según él, esta clase de imposición se reparte igualmente sobre toda la población, y su rendimiento puede elevarse a sumas muy considerables55. Al posible reproche de que los impuestos indirectos recaen más pesadamente sobre los pobres que sobre los ricos, Davenant responde que se podrá eliminar este inconveniente tasando fuertemente los artículos de lujo y ligeramente los de consumo. Los impuestos indirectos no son vejatorios ni impopulares, pues los consumidores los pagan sin darse cuenta. Para evitar un alza eventual de los precios de las mercancías tasadas, el Gobierno deberá fijarlas a su comodidad56. Comparando los impuestos indirectos con los otros, resulta que son más equitativos, aunque representan una importante carga pública, cuya única justificación es la guerra. Cuando ésta termine deben ser abolidos. El sistema de impuesto indirecto es, por tanto, propuesto por Davenant únicamente como medio de sufragar las necesidades de la guerra. Esta no es incompatible con el desenvolvimiento del comercio exterior. Puede ocurrir, sin embargo, que adopte la guerra tales formas, que la continuación del comercio pierda carácter beneficioso57. Una. nación que no sea capaz de asegurar en el curso de las hostilidades una protección suficiente a su comercio no debe comprometerse jamás a una guerra de larga duración. En este caso debe tratar de reducirla a la zona limítrofe o atraerla al interior del propio país, a fin de evitar la salida de metales preciosos, que son necesarios para el pago de los proveedores extranjeros. Guardar intacto el stock nacional de oro y plata preocupa a Davenant más que las devastaciones que realizaría una guerra llevada al propio territorio nacional58. Por el contrario, una nación bastante poderosa para mantener eficazmente su comercio durante las hostilidades está verdaderamente preparada para conflictos en lejanas tierras y de larga duración59. En lugar de una guerra terrestre, que es siempre costosa60, Davenant prefiere la guerra naval. Esta, según él, no disminuye los fondos nacionales de metales preciosos, puesto que los navíos se aprovisionan en el interior del país. La soldada de los marineros no desaparece 39
en el extranjero, y es gastada en gran parte en la patria o en las naves nacionales. El dinero gastado por el Estado disminuye su tesoro particular, pero queda en el interior de sus territorios 61. Davenant recomienda a su país el desarrollo de la marina a un ritmo acelerado. Constituye, dice, el único ejército eficaz, ofensivo y defensivo a la vez. A través de ella es como Inglaterra puede esperar abatir a su irreconciliable enemigo: Francia. Saquear o destruir sus puertos y reducir a la nada sus fuerzas navales62. NOTAS 1 Véase Tersen, 1906. 2 Hales, 1549, pág. 127. 3 Sir Walter Raleigh, célebre marino inglés, nació hacia 1552 y murió en Londres en 1618. Sus escritos económicos constituyen una parte de su obra política. Varias de sus publicaciones son póstumas. 4 Raleigh, Un discurso, págs. 25-28. 5 Idem, El Consejo de Estado, páginas 78-79, 6 Idem, Un discurso, pág. 70. 7 Ob. cit., pág. 65. 8 “Las guerras extranjeras (como el rey Fernando termina de decir) sirven como poción de ruibarbo para expulsar el cólera del cuerpo del Reino.” Obra citada, pág. 26. 9 Véase Digges, 1604. Sir Dudley Digges (1583-1639), director de la Compañía de las Indias Orientales, fue uno de sus mejores defensores. 10 “... Las guerras extranjeras son magnífica medicina para las molestias domésticas.” Digges, 1604, pág. 104. 11 Ob. cit., págs. 109-11. 12 Véase Kaotz, 1860, pág. 278; Palgrave, t. I, pág. 78. 13 Bacon, Ensayos, 1625, pág. 446; traducción francesa de Bacon, 1843, página 317. Véase también Trabajos, tomo VII, pág. 55, y t. III, pág. 469. 14 Idem, Ensayos, 1625, pág. 411. 15 Idem, Ensayos, 1625, págs. 450-51. 16 Dice “que la guerra siempre ha de tener una causa justa”. Bacon, Trabajos, t. IV, pág. 329. 17 Bacon, Ensayos, 1625, pág. 450. 18 Idem, Ensayos, 1625, pág. 449. 19 Idem, Trabajos, t. IV, pág. 331. 20 Idem, Ensayos, 1625, págs. 516-17. 21 Ob cit., 1625, págs. 451-52. 22 Henry Robinson (siglo XVII), negociante y miembro del Parlamento inglés y autor de varios escritos económicos.
23 Samuel Lambe, negociante inglés. Se desconocen las fechas precisas de su nacimiento y defunción. Su obra (Maduras observaciones, etc., 1657) contiene varias informaciones útiles sobre el Acta de Navegación y la competencia entre Inglaterra y Holanda. 24 Robinson, 1641, págs. 2-3. 25 Lamber 1657, págs. 447, 450-51, 460-63. 26 Mun, 1621, págs. 31-32. 27 Ob. cit., pág. 36. 28 Mun, 1664, pág, 184. 29 Ob. cit., pág. 185. 30 Ob. cit., pág. 141. 31 Ob. cit., págs. 144-45. 32 Ob. cit. 33 Ob. cit., págs. 193-94. 34 Sir William Temple, hombre de Estado y publicista inglés, nació en 1628 y murió en 1699. 35 Temple, 1671, pág. 220. 36 Sir Josiah Child nació en Londres en 1630, murió en 1639. Hijo de un constructor marítimo, siguió la misma carrera y pasó muchos años en Portsmouth, después de los cuales, rico ya, volvió a Londres y publicó varios volúmenes de trabajos económicos. 37 Roscher, 1857, pág. 62. 38 Child, 1690. pág. 112. 39 Idem, 1690, pág. 130. Child. haciendo la apología de la Compañía de las Indias Orientales, de la que fue un directivo, dijo que en su comercio “emplea barcos de guerra que pueden llevar cañones de 50 y 70 pulgadas y todo el comercio del mundo desde Inglaterra. Child, 1681, pág. 457. 40 Charles Davenant nació en Cheam (Surrey) en 1656 y murió en 17 rj. Hijo del célebre poeta William Davenant, miembro del Parlamento inglés, fue censor teatral y murió como inspector general de Importaciones y Exportaciones. Davenant siguió las corrientes mercan-
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ga las más valientes tropas, puede estar seguro del éxito y conquista.” Davenant, 1695, pág. 16. 54 Ob. cit., págs. 1-13. 55 Ob. cit., pág. 62. 56 Ob. cit., pág. 64. Algunos años más tarde, Davenant se retractó y se pronunció contra el control de precios por el Estado. Véase Ballière, 1913, páginas 37-38. 57 Davenant, 1698. Trabajos, t. I, página 104. 58 Pero un pueblo que no puede proteger su comercio, tiene que ordenar de tal forma los asuntos que traiga la guerra a su territorio, a sus fronteras, que es mejor que mantenerla en el extranjero. Si bien la invasión puede traer la ruina a las partes exteriores del país, pues tienen que soportar la guerra, quedan los gastos dentro del país y la sangre se retira hacia dentro para alegrar y fortificar el corazón. Además, aquellas enfermedades que afectan a los miembros nunca son tan peligrosas como aquellas que afectan a las partes vitales, llevándose como la esencia de la vida. Idem. Edición Londres, 1698, t. II, pág. 96. 59 Un pueblo que mantiene sus ga«tos en territorio propio o que protege su comercio no será devastado por la guerra.” Ob. cit., t. I, pág. 12. 60 “Nada agota tanto a un país como una guerra exterior en la que sus tropas deben ser pagadas en el extranjero; se lleva la moneda (la verdadera vida del comercio) y se lleva las manos que podrían incrementar la riqueza nacional.” Discursos, Trabajos, t. I, pág. 406. 61 “... Nuestro dinero debe ser guardado en casa; el desembolsado en esta forma significa más bien una circulación que un derroche del tesoro del Reino.” Ob. cit., pág. 406. 62 “Con tal flota podemos atacar sus bahías, destrozar sus puertos y quizá quebrantar su fuerza naval.” Ob. cit.
tilistas de su época, aunque se pueden encontrar en sus escritos varios pasajes de tendencia netamente liberal. Véase Encyclop. t. V, pág. 7; Palgrave, t. I, página 483, y Casper, 1930, pág. 135. 41 Davenant., Trabajos, t. III, página 319. Véase también t. I, págs. 30 y 296. 42 Idem, Ensayos, 1701, pág. 235. 43 “Una nación pacifista no puede disfrutar de seguridad.” Davenant, 1695, pág. 30. 44 Davenant, 1712, págs. 453-54. 45 Idem, 1699, pág. 195. 46 A este respecto, es interesante citar la definición de riqueza formulada por Davenant. Extrañará al lector y demostrará mejor que todo otro texto cómo el pensamiento económico mercantilista está imbuido del espíritu político y militar, si no belicoso, al menos marcial. “Deseamos ser ricos, lo que lleva a hacer a un pueblo seguro en el interior e importante en el exterior con sus astilleros y sus flotas, e incluso se puede añadir que el conocimiento marítimo, mejoramiento de toda clase de artes, y el avance del poderío militar con inteligencia, poder y alianzas, han de ser puestos en la balanza cuando pesamos la fuerza y el valor de una nación.” Davenant, Trabajos, t. I, pág. 383. 47 Davenant, Trabajos, t. III, pá-. gina 364; 48 Véase Casper, 1930, pág. 130. 49 “... nuestro odio a Francia es antiguo, hereditario y, desgraciadamente, será perpetuo.” Davenant, 1704, página 389. 50 Ob. cit., pág. 389-90. 51 Véase Ballière, 1913, pág. 132. 52 Ob. cit., pág. 184. 53 “Pero ahora todo el arte de la guerra está reducido al dinero; en nuestros días el príncipe que mejor puede encontrar dinero para alimentar, vestir y pagar a su ejército, aunque no ten-
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CAPITULO III MERCANTÍLISTAS ITALIANOS Y ALEMANES
I. BOTERO. Giovanni Botero1 es autor de dos trabajos muy conocidos: uno, titulado Causas de la grandeza y magnificencia de las ciudades (1588), y otro, Razón de Estado (1589). Consagra gran atención en sus obras al problema de la guerra y llega a conclusiones belicistas. Cierto es que Botero admite que la agricultura, las artes y el comercio florecen en la paz2, sin que ello sea suficiente para hacerle partidario de una política de concordia universal. “El único fin a que debe atender el príncipe, dice, es a la conservación y al acrecentamiento del Estado. Este se conserva por la defensa y se engrandece por la agresión.”3. La guerra no es sólo medio de defensa nacional, sino el instrumento más idóneo de una política de agresión al servicio de los intereses dinásticos del príncipe, al permitirle la conquista de territorios extranjeros. La política económica debe ser la base sobre la que se fundamente la conquista; a este respecto, Botero comparte el mismo punto de vista del mercantilismo de su época. “No hay, dice, nada más importante para acrecentar un Estado y para hacerle muy poblado y rico en todos los bienes, que la industria de los hombres y la multiplicación de las artes y de los oficios.”4. Si admite, en general, las ventajas del comercio libre, propone, en cambio, para desarrollar la industria nacional, las medidas proteccionistas ya conocidas. A la entrada y salida del país las mercancías deben ser gravadas; éste es el ingreso más legítimo del príncipe; “es razonable que el que gana con lo nuestro o de lo nuestro, dé provecho y emolumento... Y como los que comercian son o nuestros súbditos o súbditos extranjeros, es justo y equitativo que estos últimos paguen algo más que los primeros”5. Inspirado en Bodino, Botero considera la guerra como una especie de pararrayos que protege al príncipe contra todo peligro social interior. Dada la profunda influencia que la guerra ejerce en la mentalidad de las masas, se presta a esta función. “Puesto, dice, que no 42
hay cosa alguna que tenga más en suspenso la voluntad de los pueblos que las guerras importantes emprendidas, bien para asegurar las fronteras, o para engrandecer el imperio, o para adquirir justamente riqueza y gloria.”6. Todos los súbditos están de tal modo ocupados que ofrecen al soberano un medio perfecto de cambiar, o de hacer olvidar a los misinos toda idea de descontento o revuelta. Francia y España nos proporcionan dos magníficos ejemplos: Francia, en paz con el extranjero, soporta una guerra civil larga y terrible; por el contrario, España, “habiendo lanzado al exterior todo humor pecaminoso”7, se beneficia de una paz social duradera. “En suma, dice Botero, es necesario actuar de modo que el pueblo tenga alguna ocupación, placer o utilidad, en casa o fuera de ella, que le entretenga y le haga olvidar toda clase de sediciones, tumultos y malos pensamientos”8. El príncipe prudente calma a su pueblo impetuoso llevándole a la guerra9. Para emprender cualquier suerte de operaciones militares es preciso disponer de numerario, elemento esencial a toda guerra defensiva u ofensiva, las cuales destruyen grandes cantidades de valores10. “El dinero es el nervio de la guerra porque recoge las fuerzas y las hace dirigirse al lugar conveniente”11. La existencia de un Tesoro nacional hace posible la guerra en el momento escogido y asegura la victoria de las armas. Esperar a que la guerra haya sido declarada para comenzar a amasar dinero en la cantidad precisa para atender las necesidades militares es peligroso y difícil. “Difícil, porque el ruido de las armas (haciendo cesar el comercio, el laboreo de los campos y la recogida de los frutos) hace cesar también necesariamente los impuestos y las gabelas ordinarias; peligroso, porque los pueblos saqueados por la licencia de los soldados, tanto amigos como enemigos, a la par que afligidos por los males de la guerra, se rebelan contra el príncipe si se ven agobiados con los impuestos y exacciones.”12.
II. SERRA Y MONTANARI. Nuestro análisis de los mercantilistas italianos será muy sucinto, ya que, a excepción de Botero, las fuentes que hemos estudiado no nos permiten reconstruir su pensamiento sobre la guerra. Generalmente, los mercantilistas italianos, autores de tratados muy conocidos sobre cuestiones monetarias, imbuidos por un espíritu admirablemente metódico, suelen limitarse al tema que tratan y cortan cual43
quier digresión que puede alejarlos de la materia que ellos han elegido; así ocurre con Scaruffi (1515-1584) y Davanzati (15291606), quienes se abstienen de toda alusión al problema de la guerra13. Antonio Serra (nacido hacia 1580) no trata de la guerra. El tema de su estudio nos explica, al menos parcialmente, las razones de su posición. “Mi intención, dice, no es tratar de la administración política en general, sino únicamente de las causas que pueden hacer abundar las monedas en un Reino privado de minas de oro y plata.”14. Es de sentir este silencio de Serra, quien ocupa un lugar importante —aunque muy discutido—15 en la historia de la ciencia económica de su país. En el último cuarto del siglo XVII surgió un autor, quien nos recuerda a los economistas citados, por su deseo de no apartarse de consideraciones puramente monetarias: Montanari. No quiere tratar de nada que no esté íntimamente unido a los fenómenos monetarios. Sin embargo, y en esto difiere de los autores ya nombrados, dedica alguna atención a la guerra como factor desorganizador del sistema monetario. Los príncipes, dice, para atender a las necesidades de la guerra o para pagar a los impacientes mercenarios, disminuyen a menudo el valor de las monedas16, y esta alteración falsea y arruina la vida económica del país. Es esto hasta tal punto condenable, la introducción ilegal de monedas envilecidas en países extranjeros, que ha originado más de una vez, y la Historia nos lo comprueba, la declaración de guerra por el país “contaminado”17. Una vez declarada la guerra, en principio, toda acción contra el enemigo es admisible. Montanari, consecuentemente, aprueba la introducción de moneda alterada en el Estado enemigo a condición de que el príncipe tome precauciones para que esta maniobra no se vuelva contra él18.
III. MERCANTILISTAS ALEMANES. El problema esencial que tratan, sin pensarlo, los cameralistas, es decir, los representantes alemanes del mercantilismo, es cómo procurar a sus soberanos el dinero que les era indispensable para poder atender a las guerras continuas que caracterizaban su época. En todo momento, los Estados alemanes, aún más que los otros, debían estar preparados para la guerra19. Las reglas elaboradas por los cameralistas para la buena administración fiscal habían de facilitar esta tarea y acelerar la formación de tesoros de guerra. 44
Ser Schröder y sobre todo Hörnigk, los únicos cameralistas que enunciaron ideas sobre la guerra, en relación con los problemas económicos, es la causa de que les prestemos casi exclusiva atención en este capítulo. Por el contrario, Osse20 y Seckendorff21 exponen la doctrina cristiana de la guerra justa sin examinar especialmente sus causas y sus consecuencias económicas. El análisis de sus obras sobrepasaría los límites de nuestro estudio. En cuanto a Becker, las alusiones accidentales que realiza en sus Discursos políticos 22 sobre el tema, no son suficientes para permitirnos fijar su posición respecto al problema de la guerra23.
IV. HÖRNIGK. El mercantilismo alemán encuentra su más fiel expresión en Hörnigk24. Hace sus primeras armas como literato escribiendo algunos libelos antifranceses, en los que se opone a las exigencias territoriales formuladas por las cámaras de reunión, y se esfuerza en probar, por el contrario, que toda Francia pertenece a Alemania, heredera de los derechos de Carlomagno25. La insaciabilidad territorial de Francia hace imposible la reconciliación con este país26. Hörnigk se lamenta de la desaparición del espíritu belicoso en Alemania27. Para tratar de conquistar a Lorena, lanza un llamamiento ardiente a sus compatriotas, a fin de reanimar así su coraje: “¡De pie, pues, todos aquellos a quienes les bulla la sangre en las venas, aunque sólo sea una gota de auténtica sangre alemana! ¡Vosotros, en cuyo corazón está aún enraizado y se conmueve el espíritu de vuestros gloriosos antepasados!”28. Los libelos de Hörnigk ocupan un lugar importante en la literatura política alemana de la segunda mitad del siglo XVII. Sin embargo, no son los que han hecho célebre su nombre; su mérito principal es haber escrito su obra famosa, cuyo largo título merece ser reproducido: “Austria por encima de todo; es decir, proyecto bienintencionado indicando cómo, por medio de una economía nacional bien arreglada, los países hereditarios de S. M. podrán elevarse sobre todos los otros Estados de Europa en poco tiempo y convertirse, más que ninguno de ellos, en independientes de los otros.” La obra de Hörnigk, publicada en 1684, es, en verdad, la publicación económica más célebre de su época. Se realizaron, hasta fin del siglo XVIII, dieciséis ediciones sucesivas. Durante todo un siglo la política económica de los Habsburgos se inspiró en esta obra, que llegó a ser el manual clásico del mercantilismo alemán29. 45
En vísperas de la publicación de Austria por encima de todo, en 1680 y 84, los países alemanes sufrieron una serie de pérdidas y humillaciones; así, tuvieron que aceptar varias anexiones realizadas por Francia (“reuniones”): la ocupación de Estrasburgo y de Casal en 1681, la pérdida del Luxemburgo y del Tréveris en 1683 y, por último, el sitio de Viena por los turcos. Escribiendo en un período de humillación nacional, Hörnigk se esfuerza en elevar la moral de sus compatriotas y en unirlos contra el enemigo común. Alemania no puede sobreponerse del grado de división y debilidad en que había caído, y su unificación, según nuestro autor, debiera ser obra de Austria. El único remedio frente a la debilidad del Imperio alemán es la adopción de un programa mercantilista, que primeramente deberá ser puesto en práctica por Austria y luego aplicarse inmediata y sucesivamente a todos los países alemanes. Su obra marca el camino que debería seguir Austria, su segunda patria30. Por una política apropiada puede alcanzar Austria fácilmente esta meta. Tiene de todo para autoabastecerse. Constituye “casi un pequeño universo”; puede vivir, incluso bien, sin necesidad de consumir mercancías extranjeras31. Hörnigk se queja de las importaciones, sobre todo francesas, en las cuales se gastan “nuestra mejor sangre, la quintaesencia de nuestras fuerzas, nuestro buen oro y plata, que afluye por millones a los territorios de nuestros enemigos jurados y hereditarios”32. Es, pues, urgente detener la salida del “buen dinero alemán”33. Para suprimir la pobreza de Austria y para adelantar a Francia es necesario proceder al “destierro de las mercancías extranjeras”34. Hörnigk recomienda una política mercantilista adecuada para con solidar la potencia nacional de su país. La resume de la siguiente forma: aumento de la producción industrial y de la extracción de metales preciosos, acrecentamiento de las exportaciones y disminución de las importaciones35. Esta política permitiría a Austria acumular mayor número de riquezas que las que disponen sus rivales y, consecuentemente, dominarlos. “Porque hoy, dice Hörnigk, ser o no ser una nación poderosa y rica no depende de la grandeza o de la limitación de sus fuerzas y de sus riquezas; lo esencial es que los vecinos tengan más o menos que ellos. Ya que ser poderoso y rico se ha convertido en una relación (ist zu einem Relativo geworden) respecto a aquellos que son más débiles y pobres36. Sería un error creer que, porque no se esté en guerra, no se puede inaugurar una nueva política comercial. Es precisamente éste el mo46
mento más adecuado para emprender todo, para aumentar el stock monetario del país, para enriquecer el Tesoro nacional. Si Austria hubiera tenido un millón de táleros más, algunas centenas de mil, habría preparado mejor su defensa y habría evitado, consecuentemente, el sitio de Viena37. Esta es la política que permitirá abatir al turco, a la vez que dar el golpe mortal a la odiada Francia38. Política indispensable a Austria si desea elevarse sobre el mundo entero. La guerra contra Francia es no sólo justa, sino hasta económicamente ventajosa. Arruinaría el poder político francés y desorganizaría su vida económica. Los artesanos y “manufactureros” franceses se verían obligados a salir de su patria y se establecerían en Austria. Todas estas razones deberían incitar a Austria a llevar alegremente la guerra contra Francia39. Hörnigk termina su obra igual que la comienza: con un ardiente llamamiento a los alemanes para que no dispersen inútilmente sus fuerzas. Es necesario unirse y crear una economía nacional vigorosa para poder hacer sentir a Francia el poderío alemán40. La política que recomienda, cree nuestro autor, deberá imponerse a todos los alemanes, salvo a los ignorantes. Aquellos que la impidiesen o la obstaculizasen deberán ser tenidos como enemigos de la nación y del Estado41. Lo que mide la eficacia de una política económica, según Hörnigk, es la posibilidad que hay de convertir al país, a través de ella, en independiente de los otros. La satisfacción de las necesidades económicas al precio más bajo posible es una consideración accesoria. “Ya que es mejor, dice, aunque parezca extraño a un ignorante, pagar por una mercancía dos ducados, que se quedan en el propio país, que pagar uno solo si éste sale del mismo.”42. La obra de Hörnigk es única en su género, aunque es cierto que, en el fondo, no constituye más que un ensayo de trasplantación de la política colbertista a Alemania: ¡Francia deberá ser combatida con sus propias armas! No existe ninguna otra obra en que se exponga de forma tan precisa la íntima relación entre la economía y la política y entre el mercantilismo y la guerra. A este respecto, la obra de Hörnigk será siempre el testimonio más precioso y poderoso, no solamente del cameralismo alemán, sino del mercantilismo en general.
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V. SCHRÖDER. La posición de Schröder, cameralista austríaco, trasciende43 mucho menos que la de Hörnigk. Es, entre los mercantilistas alemanes, el más decidido partidario de la Monarquía absoluta. En el estudio que realizó sobre el poder absoluto del soberano es donde desarrolla sus opiniones sobre el ejército y el dinero. “El ejército permanente y el dinero en los cofres” son, a sus ojos, los dos pilares principales del poder político44. Sin ejército, dice, el soberano no alcanzará jamás sus objetivos. “Sin embargo, el dinero es necesario a un príncipe, tanto para sostener al ejército como para realizar rápidamente todos ¿us grandes designios”45. Mas si el país está desprovisto de minas o privado del comercio exterior, el príncipe debe acumular un tesoro “que, si bien no estará formado por oro o por plata, valdrá, no obstante, tanto como el oro o la plata”; es decir, creará depósitos de materias alimenticias y material de guerra, construirá defensas en torno a sus fortalezas y hará de sus súbditos buenos soldados. “De suerte que un príncipe sabio puede convertirse en notorio y poderoso tanto como el que más oro y plata tenga”46. Schröder se pronuncia con mucha cautela sobre el problema de la guerra, al que consagra dos capítulos. En el primero demuestra cómo enriquece la guerra a un país; en el segundo, cómo lo empobrece47. Hay que esperar de las guerras más bien un empobrecimiento que un enriquecimiento nacional, sobre todo en los países comerciales, donde los conflictos militares dificultan el comercio y matan el crédito. Este fue el caso de la guerra entre Francia y los Países Bajos48. Pero, de otra parte, es irrefutable que se pueden enriquecer en la guerra, como lo ha hecho Suecia luchando con Polonia y Polonia batallando con los turcos. Incluso en nuestros días, destaca Schröder, “África, Tripolitania y Túnez se enriquecen con las guerras, o más bien con la piratería en el Mediterráneo, tanto como los habitantes de Ostende y de Dunkerque en los Países Bajos”49. Resumiendo, la guerra es un arma de dos filos. Su resultado depende más de la suerte que de la razón. Las guerras son medios peligrosos y, en consecuencia, “no son siempre aconsejables”50. Si bien pueden ser provechosas, pueden también ser ruinosas. El príncipe, dueño absoluto de su país, habrá, pues, de decidir, en cada momento, los peligros y las ventajas a correr. Schröder no se opone, por principio, a la guerra; sólo rechaza las 48
campañas llevadas a comarcas muy lejanas, porque suponen el agotamiento de las reservas metálicas del país51. Pero semejante oposición no está en contradicción con su belicismo mercantilista. La actitud de Schröder es semejante a la de Mun. NOTAS 1 Botero nació, según todas las probabilidades, hacia 1533, en Bene, en rl Piamonte. Se conoce poco sobre sus primeros años, ya que hasta los cuarenta no comenzó a escribir y, por lo tanto, a conocérsele. Se educó con los jesuítas en Turín, e incluso fue, durante cierto tiempo, de la Compañía de Jesús. En 1576 fue secretario del Santo Carlos Borromeo, arzobispo de Milán. Carlos Manuel I, duque de Sabova, le encomendó una misión secreta en París (1583-86), y después la educación de sus hijos en Turín. La Razón de Estado, de botero, se tradujo al francés en el año I599, y se publicó bajo el título de Razón y Gobierno del Estado. 2 Botero, 1588, lib. III, pág. 162. 3 Idem, 1589, lib. VII, pág. 86. 4 Ob. cit., lib. VIII, pág. 91. 5 Ob. cit., lib. VII, pág. 83. Sobre el proteccionismo de Botero, véase Gobbi, 1884, pág. 31. 6 “Porque no es cosa que pueda sorprender las mentes de las gentes que las guerras tienen importancia, y que se emprenden o para asegurar las fronteras, o para ampliar el Imperio, o para adquirir justamente riqueza y gloria.” Botero, 1589, lib. II, pág. 47. 7 “... y eliminará cualquier otro humor pecaminoso.” Ob. cit., pág. 47. 8 “... necesidad en suma de hacer de cualquier modo que el pueblo tenga alguna clase de distracción, de placer o de utilidad, bien en casa o fuera.” Ob. cit., lib. II, pág. 48. 9 “... el príncipe sabio aplaca a los súbditos furiosos mandándolos a la guerra contra el enemigo.” Ob. cit., lib. V, página 68. Véase también pág. 104, “hace falta no tener ningún espíritu de justicia para proponer seriamente semejantes cosas”, dice Gorani, 1792, t. II, páginas 212-13, y añade, que aumentando ¡a miseria interior, “la guerra sólo tiene la finalidad de acelerar la explosión social y convertirla aún en más peligrosa.” 10 “... es la guerra una vorágine, que no tiene otra ocupación que digerir, destruir y consumir hasta el infinito...” Botero, 1598, pág. 55.
11 “El dinero se dice que es el nervio de la guerra, porque une la fuerza y la mueve según sus necesidades.” Botero, 1589, lib. VII, pág. 84. 12 Botero, 1589, lib. VII, pág. 82. 13 Scaruffi, 1582; Davanzati, 1588. 14 Serra, 1613, pág. 150. 15 Véase de Viti de Marco, 1891, página 105. 16 Montanari, 1683, pág. 319 y SgS. 17 Ob. cit., pág. 349. 18 Ob. cit., pág. 347. Fornari (La
teoría económica en la provincia napolitana, etc., Milán, 1882. pág. 305 y sgs.),
menciona algunas publicaciones del napolitano Giovanni Antonio Ferraiolo (siglo XVII), por ejemplo, su Tratado de la
forma de obtener dinero para la guerra, etc., que podrían ser eventualmente
útiles para este estudio. A pesar de todos nuestros esfuerzos, nos ha sido imposible estudiarlas. 19 Véase Small, 1909, págs 6-7, II. 20 Osse. 1556, pág. 30. 21 Seckendorff, 1685, págs. 248, 254, 319-322, 325, 327-28, 341. Véase también Seckendorff, 1656, págs. 142 y 271. 22 Véase Becker, 1673. págs. 13-14, 39, 45, 327-28, 803, 810, 839, 1174. Su belicismo económico se dirige sobre todo contra Francia. Protesta contra las guerras demasiado frecuentes, lo que no es de extrañar después de que sólo habían pasado veinticinco años de la Guerra de los Treinta años. Véase también Zielenziger, 1914, pág. 213. 23 En su Discurso bélico político, 1590, publicado en 1619, obrecht (15471612) se constituye en campeón de la guerra contra los turcos. Véase también Zielenziger, 1914; pág. 176 y sgs. 24 Philipp Wilhem von Hörnick nació en 1640 en Francfort; pasó su juventud en Maguncia y estudió Derecho en la Universidad de Ingolstadt. Vivió también en Viena y en Dresde. En 1684, recibió del emperador el titulo de secretario imperial con una pensión de 300 fl. renanos. En 1690 se le nombró secretario privado, y en 1695 consejero íntimo
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38 Véase ob. cit., párrafo 33, página 229 39 Véase ob. cit., párrafo 25, página 221. 40 Ob. cit., párrafo 33, págs. 302-303. 41 Ob. cit., párrafo 3, pág. 14; párrafo 9, pág. 48, y párrafo 24, pág. 191. 42 Ob. cit., pág. 48. El mismo pasaje se encuentra en la pág. 191, con la advertencia de que ningún labrador es capaz de comprender esta verdad. 43 Johann Wilhelm Schröder nació en 1640, en Königsberg, en Sajonia, y fue educado en la corte de Ernest le Pieux, en Gotha. Estudió Derecho en la Universidad de Jena. Visitó los Países Bajos e Inglaterra. En Londres conoció a sir William Petty y a Hobbes, y fue elegido miembro de la Royal Society. En 1673 entró al servicio del emperador Leopoldo I, y por orden suya visitó por segunda vez Inglaterra, para estudiar las condiciones económicas y poder establecer un mercado para las mercancías austríacas. 44 Schröder, 1686, Vorrede, párrafo 9. 45 Ob. cit. Véase también cap. I, párrafos 14-15. 46 Ob. cit., edición 1704, capítulos CVIII-CIX, págs. 438-39, según Zielenziger, 1914, pág. 331. 47 Schröder, 1686, caps. XXXIII y XLIII. 48 Ob. cit., cap. XXXIII; p. I. Véase también cap. LV, párrafo I. 49 Ob. cit., cap. XXXIII, párrafo 3. 50 Ob. cit., cap. XXXIII, párrafo 451 Ob. cit., cap. LXXX, párrafos 5 y 3.
del príncipe obispo de Passau, el cardenal Lamberg. Murió en Viena, en 1712. No siendo, como no era, austríaco de origen, tenía una multitud de enemigos y prefirió guardar el anónimo, y muchas ediciones de su Austria sobre todo, aparecieron sin indicación del nombre del autor. Véase Gerstznberg, 1930. 25 Hörnigk, Informe sobre el reino de la Alta Austrasia, en Hörnigk, 1682. Bajo el nombre de Austrasia, país al cual Alemania tiene derecho, Hörnigk entendía “toda la Alemania, comprendidos los Países Bajos, Suiza e incluso Polonia, Prusia, Livonia y, por último, Dinamarca.” Ob. cit.t 1930. 26 Hörnigk, Informe sobre el reino de la Alta Lorena. Ob. cit., págs. 233-34. 27 Hörnigk, Informe sobre el reino de la Alta Austrasia. Ob. cit., página 105. 28 Hörnigk, Informe sobre el reino de la Alta Lorena Ob. cit., pág. 238. En el mismo sentido escribió su Francia sincera e Informe, sobre la Alta Alemania, en Hörnigk, 1862. 29 Véase Gerstenberg, 1930, página 813, e Inama-Sterneg, 1881, página 195. 30 Hörnigk, 1684, pág. 21. 31 Ob. cit., párrafo 2, pág. 7. Véase párrafo XXXIII. 32 Ob. cit., párrafo 3, pág. 12. 33 Ob. cit., párrafo 2, pág. 4. 34 Ob. cit., párrafo 24, pág. 165, y párrafo 29, pág. 251. 35 Ob. cit., párrafo 9. 36 Ob. cit., párrafo 7, pág. zg, 37 Ob. cit., párrafo 3, págs. 9-10.
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CAPITULO IV NACIONALISMO ECONÓMICO DE LOS MERCANTILISTAS
Una vez analizadas las obras de los principales mercantilistas, trataremos ahora de dar una visión sintética de la importancia que tiene la guerra en sus doctrinas. Nos proponemos, en efecto, determinar el papel que desempeña este factor en la concepción mercantilista sobre la moneda, el comercio exterior y la autarquía. Consecuentemente veremos cómo esta forma de pensar desembocó en una xenofobia exasperada y condujo fatalmente a una concepción belicosa del mundo. Nos apoyaremos en primer lugar en los autores tratados en los capítulos precedentes. De todos modos, no dejaremos de citar también a otros escritores de la misma época, de menor importancia, pero que reflejan fielmente el pensamiento mercantilista. El título del presente capítulo exige una justificación, ya que la expresión “Nacionalismo económico” es de origen reciente. Ahora bien: ¿no es erróneo aplicar al pasado fórmulas modernas? Sin duda; pero este término caracteriza perfectamente al mercantilismo. ¿Qué significa éste en su esencia? “El nacionalismo económico —dice Rappard— es la política de la autarquía nacional”1. Nada explica mejor el fondo de la doctrina mercantilista que su tendencia a la emancipapación de toda influencia extranjera. Sin embargo, es necesario añadir que la autarquía no era para los mercantilistas un fin en sí misma: su verdadero fin es hacer a la nación más fuerte para futuras conquistas económicas y políticas.
I. MONEDA. La gran importancia atribuida por los mercantilistas a los metales preciosos puede parecer exagerada o chocante a primera vista; mas, si nos colocamos en aquella época, se nos presenta como racional y lógica. En el siglo XVI, la economía natural existente se transforma en una economía monetaria; con ello, la posesión de un numerario se convierte en una necesidad vital, no sólo para todas las clases sociales, sino sobre todo para el propio Estado. Los Gobiernos deben asumir 51
obligaciones propias de un Estado moderno, aunque su sistema financiero pertenece aún a la época feudal. “Les es preciso, para atender a la guerra, obtener recursos inmediatos y en el lugar oportuno, mientras que sus ingresos no los obtendrán sino en épocas lejanas y en diversos lugares.”2. A menudo, para satisfacer las necesidades financieras urgentes, deben recurrir al crédito. De todas formas, éste no estaba muy desarrollado, lo que hacía necesario que el Estado poseyera, para estar dispuesto a toda eventualidad, grandes tesoros integrados por metales preciosos. No debemos olvidar que los medios de pago faltaban frecuentemente en esta época, en la que los intercambios, en progresión creciente, rapidísima, exigían cantidades también crecientes de dinero. Es, por tanto, explicable que cada país quisiera asegurarse un gran stock metálico. Las disponibilidades de metal eran cada vez mayores gracias a los descubrimientos realizados. De todas partes se oía sin cesar el grito: “¡Dinero!” Las nuevas funciones del Estado y sobre todo el sostenimiento de ejércitos mercenarios permanentes, en el momento en que sobreviene una profunda transformación de la técnica militar (predominio de la infantería y de la artillería), creaban enormes necesidades, a las que no se podía hacer frente sin previamente constituir un tesoro de guerra que era preciso que cada vez fuera más cuantioso. Acumular estos tesoros, para pagar y equipar a los soldados: he ahí el signo característico de la política mercantilista de todos los Estados europeos a partir del siglo XVI3. Los mercantilistas nunca olvidaron una consideración, que los liberales del siglo XIX a menudo desatendieron, a saber: que en el estado de guerra perpetua en que vive la Humanidad, la posesión de un tesoro metálico representa una gran ventaja. Hoy, todavía, los gobernantes disponen de tesoros de guerra, aunque no tengan este carácter estricto: las reservas metálicas propiedad de los bancos nacionales. Los conflictos armados consumen riquezas prodigiosas. La movilización entraña el gasto de gruesas sumas, de las cuales es preciso disponer inmediatamente. Los tesoros de guerra eran, pues, aún más indispensables en una época en la que el crédito público no ofrecía los recursos que hoy ofrece. El fenómeno histórico que implica el paso de la economía feudal a la economía moderna nos explica el valor que los mercantilistas atribuían al dinero. En todo libro o libelo de la época encontramos la célebre frase Pecunia nervus belli. Esta locución de origen an52
tiguo4, se convirtió en el argumento más popular, que los mercantilistas lanzaban pro domo sua. “Quien —dijo Montchrétien— primero ha dicho que el dinero es el nervio de la guerra ha hablado exactamente, pues aunque no sea el único los buenos soldados están rigurosamente ligados a él; la experiencia de muchos siglos nos enseña que es siempre importante. El oro es mucho más poderoso que el acero; por ello, todo gran Estado que puede acometer o ser atacado ha ensayado y encontrado, a poco que pueda, los medios de amasarlo”5. Richelieu dice: “El dinero no es sólo el nervio de la guerra, sino también la grasa de la paz”; “es el punto de Arquímedes, que, estando firmemente establecido, proporciona el medio de mover todo el mundo.”6. El Tesoro “debe ser de tal modo sagrado, que no se osará tocarlo más que en último extremo”7. La literatura mercantilista inglesa está llena de frases análogas8. Desde que el dinero ha obtenido el título de “nervio de la guerra y de la vida del comercio” —piensa Malynes—, la acumulación de moneda por la vía pacífica del comercio, se considera como “el estudio preeminente de los príncipes”9. Algunas veces una mercancía importante sustituye al dinero: Así, leemos en un escrito anónimo, que “la lana es la flor y la fuerza, el ingreso y la sangre de Inglaterra”10; pero, generalmente, es la moneda la que se considera como la “sangre del comercio” 11, como la mejor expresión de la riqueza del país12 y, por tanto, como la mejor medida de la fuerza militar de un Estado. Uno de los más importantes efectos que la abundancia de oro y plata produce en un Reino es poder actuar como gran potencia y sostener, por tanto, cuantas acciones guerreras precise frente al extranjero13. Se puede comparar el dinero con las armas: ambos allanan toda suerte de dificultades14. “El dinero, según Uztáriz, mercantilista español del siglo XVIII, es la munición más segura para la victoria: con ésta se encuentran todas las otras, se mantienen grandes ejércitos por mar y por tierra, se negocian alianzas y amistades y no se escasea de nada de lo que sea preciso para la conservación del Reino o la conquista.”15. “La nación, dijo un ministro célebre, que sea la última en tener un florín en sus cofres se convertirá en dueña del campo de batalla.”16. A este respecto, es interesante citar a Federico el Grande. En verdad, el ilustre monarca y guerrero no era economista, pero refleja fielmente el pensamiento mercantilista. “Las finanzas, dijo, son el nervio 53
de un país, y quien las organice bien será siempre el amo de él”17. Tener el último escudo cuando se firma la paz decide tanto la marcha de los negocios políticos como una batalla18. “Entre las potencias de la tierra, observa el rey, la animosidad dura tanto como su bolsa, y de los sacos vacíos sale la paz para consolar a la pobre Humanidad.”19. Los mercantilistas no hacen siempre sinónima, como se admite un poco a la ligera, la noción de dinero con la riqueza real. Si ellos están a veces deslumbrados “por esta maravillosa invención”20 que es la moneda, no es porque identifiquen moneda y opulencia. Al contrarío, se dan cuenta perfecta de la diferencia entre una y otra, y su estimación no es ciega. Aprecian el dinero por ser el instrumento que facilita los intercambios. “El dinero, dice un contemporáneo, es un verdadero Proteo que se transforma en lo que desea: es pan, vino, es una tela, es un caballo, una casa, una heredad, es una villa o una provincia.” “El dinero es todo: virtud y poder”21. Pero esta omnipotencia presupone la existencia de mercancías en el mercado. Thomas Mun, al recomendar la constitución de un tesoro de guerra, no olvida decir que no es con metales preciosos con los que se dirigen las batallas. El dinero es llamado “nervio de la guerra”, en tanto que provee, en el momento deseado y en el lugar que se quiere, fuerzas humanas, mercancías y municiones. Mas si ellas faltan, ¿qué podemos hacer?, se pregunta Mun. El Estado debe seguir el ejemplo del famoso “arsenal veneciano” y constituir importantes almacenes de armas, municiones y víveres22. El empobrecimiento de un país presenta peligros incalculables desde el punto de vista militar. Es interesante citar a este respecto una publicación de finales del siglo XVI; su autor, anónimo, no es belicista, y prefiere el enriquecimiento pacífico a los conflictos continuos, cuyo resultado es siempre dudoso23. Un vecino rico, nos dice, arruinará a su vecino, sin declararle la guerra, si se prepara y se arma rápidamente; su rival deberá armarse a un ritmo más acelerado aún, si quiere resistir eficazmente. Sin embargo, en la medida que él sea más pobre que su enemigo, sus reservas se desvanecerán antes, y el país se encontrará a merced de su adversario con antelación al disparo del primer cañonazo. Esta preponderancia del factor financiero en las guerras caracteriza y diferencia la época moderna de la antigua. Antes, los más valientes y aguerridos ganaban las batallas; pero desde el descubrimiento de América las guerras las sostienen los grandes tesoros. El que, por tanto, posea el mayor tesoro, saldrá victorioso de sus ene54
migos sin grandes luchas, y aun sin combatir. Sus riquezas le permitirán atacar al enemigo en su propio territorio, corrompiendo a sus funcionarios y magistrados más distinguidos24. Un tesoro de guerra es un arma de dos filos, pues si bien permite una defensa eficaz, puede incitar a su poseedor a una guerra ofensiva. Aun más: tiene la desventaja de ser oneroso desde el punto de vista económico. Para los mercantilistas ortodoxos sus desventajas no tienen importancia en relación con la utilidad que el tesoro de guerra proporciona, e incluso lamentan que este tesoro no sea en la mayoría de los casos más cuantioso25. Gracias a la abundancia de metales preciosos en el interior del país, los mercantilistas esperaban mejorar no solamente la situación material del soldado, sino inflamar el ánimo de los mercenarios. Faltos los príncipes de dinero, los soldados eran a menudo pagados con retraso o con moneda envilecida. Su espíritu combativo se debilitaba a causa de esas condiciones. “Nuestros soldados —dice Cary— combatirían con más coraje y nuestros marinos servirían con mejor voluntad si fueran pagados con más regularidad.”26. Además, para retribuirlos convenientemente, se debería, a causa de la elevación general de los precios, incrementar su soldada27. Es cierto que si todas las cosas permanecen inmutables en el Estado, el acrecentamiento de la cantidad de metales preciosos en un país ten dría como única consecuencia un alza general en los precios. Lo que a su vez implicaría un aumento del coste de sostenimiento de los soldados y, por tanto, del propio precio de la guerra. Así el mero acrecentamiento del stock metálico producirá un aumento de los gastos del Estado28. Pero, según ciertos mercantilistas, esta tendencia podría contrabalancearse por la baja de la tasa del interés, provocada por la cantidad creciente de moneda en circulación. El Estado encontraría los créditos que precisara a un interés más bajo y reduciría así sus gastos. Sir Thomas Culpeper demostró la gran ventaja de Holanda sobre Inglaterra en este punto, ya que ésta tenía que abonar un 10 % a sus acreedores mientras la primera tan sólo satisfacía un 6 % 29. Cuanto menor sea la tasa del interés en un país, menor será el costo de la guerra extranjera o comercial. “Principio que es evidente —dice Forbonnais—, ya que entre varias naciones la que obtenga el dinero más barato, aunque el precio de las demás cosas no varíe, arruinará a las otras en la competencia”30. Podemos, pues, deducir de lo dicho que el factor guerra ejerce una importancia fundamental sobre los mercantilistas en la exposición 55
de sus conceptos monetarios. Los mercantilistas jamás habrían atribuido un papel tan importante a la adquisición de metales preciosos si sólo les hubieran guiado consideraciones económicas. Bien es verdad que las consideraciones de índole económica influyeron en su filosofía política, mas toda ella está subordinada a un fin supremo: consolidar y acrecentar la potencia política y militar del Estado. Sus teorías monetarias expresan fielmente el belicismo mercantilista. La guerra y sus exigencias constituyen una de las principales justificaciones del valor que los mercantilistas dan a la conquista y a la posesión de los metales preciosos. Reprocharles que sus ideas eran análogas a las ilusiones del rey Midas, sin tener en cuenta el peso que a este respecto ejerce el factor guerra, es desconocer un elemento esencial de su pensamiento.
II. COMERCIO EXTERIOR. El mercantilismo está dominado por la idea de que la potencia nacional es resultante de la población y de la riqueza31. Toda la política económica de los mercantilistas tiende a reforzar estos dos elementos integrantes de la fuerza nacional. Sus partidarios anhelan ardientemente la aplicación de medidas conducentes a incrementar la natalidad, sin que esto sea obstáculo para que su atención principal se dirija a aumentar la fortuna nacional, fuente de todo poderío político32. Para ellos sólo el comercio exterior es el que enriquece a las naciones33, “ya que es el único que posee la propiedad de atraer el oro y la plata, principal móvil de todas las acciones”34. Es cierto que todos los Estados son más o menos temibles en la medida que su comercio exterior disminuye o aumenta35. “Las naciones antaño poderosas lo fueron a causa de la importancia de su comercio36. Y lo que es cierto para el pasado lo es siempre.” El comercio es “el medio más corto de enriquecerse y por la riqueza alcanzar las cimas del honor y de la autoridad”37. “Un gran Estado no será floreciente, ni tranquilo, si no tiene un gran comercio, pues éste es el único medio por el que pueden atraerse la riqueza y la abundancia, sin las cuales no se podrá emprender nada ventajoso: bien para socorrer a sus aliados, bien para extender sus límites.”38. “La riqueza, opulencia y poder formidable de Gran Bretaña se deben a nuestro comercio.”39. La existencia de un comercio exterior es “la materia prima precisa para construir el edificio del Estado”, es “el espíritu universal que 56
anima y mueve todas las partes del Estado y es, a su vez, la actividad principal que realiza el cuerpo del Estado”40. El comercio exterior aporta el dinero necesario al príncipe para el mantenimiento de los ejércitos y, con ello, le convierte en poderoso, incluso si sus propios súbditos son incapaces de combatir a sus enemigos41. Nutre al Tesoro con las letras de cambio que le son indispensables para financiar la guerra42, a la par que contribuye al “conocimiento de los asuntos exteriores”. La marina mercante, instrumento de su comercio exterior, es frecuentemente utilizada con fines militares43. Con estas razones es más que suficiente para considerar al comercio exterior como “la piedra angular” de la potencia del Estado y compararle a la “novia del universo, cortejada por todo el mundo”44. Resumiendo, “una nación no puede tener asegurada su independencia si no es poderosa; el poder no se obtiene sin la riqueza y la riqueza sin el comercio”45. Nada está, pues, tan íntimamente ligado con la existencia del Estado como el comercio. El Estado y el comercio son indivisibles; querer separarlos es tan irrazonable como vicioso46. Por el contrario, el Estado debe siempre favorecer y sostener al comercio. Pero, indudablemente, lo debe reglamentar atendiendo al supremo interés de la nación, ya que los intereses de los comerciantes y los del Estado no siempre son idénticos47. “El comercio es hoy en día una de las principales partes de la política”48. Por lo tanto, si la política es esencialmente comercial, el comercio es necesariamente político. Se hace palpable, a través de las discusiones económicas sobre los problemas que afectan a todas las ramas de la industria y del comercio, la fuerza que toma el argumento de la preponderancia nacional49. Hacen derivar del comercio la riqueza y el poderío, y así algunos mercantilistas sostienen que la decadencia política de los Estados es el resultado de haber tomado medidas erróneas de política económica50. Son muy importantes las funciones que los mercantilistas asignan a los comerciantes. Los consideran como consejeros económicos del rey. En tiempo de guerra deben informar al príncipe de cuáles son los mejores medios de debilitar las fuerzas contrarias, la forma de restringir el comercio enemigo, así como la manera de obstaculizar los aprovisionamientos que éstos pretendan hacer51. En el momento de concertar los tratados de paz y las alianzas, el negociante debe ser su consejero en aquellas cuestiones importantes que pasan inadvertidas, a menudo, a la atención o a la competencia 57
de los políticos52. La prosperidad de los Países Bajos —según Child—, entre otras, se debe a la presencia de comerciantes instruidos y experimentados en los Consejos de Estado y de Guerra53. Gracias a sus consejos y a sus riquezas, constituyen para el Estado unos auxiliares eficientes y de gran valor54. Entre todas las clases de comercio es el marítimo, sobre todos, el que más llama la atención de los mercantilistas. Es la cantera de donde se “sacan los marineros útiles para la paz y necesarios en tiempo de guerra”55. Gracias al comercio marítimo, los metales preciosos afluyen hacia la metrópoli. “Es preciso considerar —dijo el caballero Razilly, en un memorial dirigido a Richelieu—, que el oro y la plata no se obtienen en Francia; ningún Reino puede subsistir sin ellos en el tiempo que vivimos, ya que un rey no puede armar un Ejército para oponerse a quienes le ataquen sin pagar a sus soldados; de tal modo que por necesidad hay que tenerlos, lo que sólo se puede hacer por medio del mar”56. El comercio exterior es la base del poderío naval de un país y el mejor medio de alcanzar la hegemonía universal. Quien es dueño del mar, manda tanto sobre el comercio como sobre las riquezas del mundo, y teniendo éstas, se es en realidad director del universo57. Una balanza comercial favorable es el único medio de acrecentar el stock metálico de los países que no tienen minas de oro o de plata58. Es la medida exacta del aumento de la riqueza nacional y constituye el punto central de toda la concepción mercantilista59 que identifica la balanza comercial con la del poder político60. “La balanza del comercio tiene una influencia esencial y decisiva en la balanza del poder, sobre todo desde que el oro y la plata han sustituido a la riqueza real”61. La balanza comercial tiene una gran importancia a los ojos de los mercantilistas, y creen resumir en ella la sabiduría económica del soberano. Todo Gobierno debe proceder de tal modo “que logre que salga del Estado la menor cantidad de moneda posible y que, por el contrarío, se introduzca la mayor cantidad”62. Mathias de Saint-Jean afirma que “uno de los más importantes principios para lograr el bien de un Estado es encontrar los medios de atraer y sujetar el oro y la plata y prohibir que salgan”63. La balanza comercial que, en efecto, se confundía en aquella época con la de pagos, llenaba de admiración a los mercantilistas. Veían en ella un instrumento particularmente apto para comparar las fuerzas relativas de los Estados. Del mismo modo que una balanza ordinaria nos da la diferencia de peso de los cuerpos, permitiéndonos distinguir 58
los ligeros de los pesados; lo mismo —dijo Misselden— la balanza comercial es una excelente invención política que nos indica la diferencia entre el peso comercial de un país y el de todos los otros64. Gracias a ella, la nación adquiere el dinero, al que los mercantilistas atribuían un poder milagroso, para sus empresas bélicas65. Por el contrario, el país que tuviera una balanza comercial desfavorable pronto sería reducido a la mendicidad y, con ello, se le podría vencer sin darle batalla66. Cabe decir que la inferioridad económica puede, por lo tanto, causar perjuicios aún mayores que los descalabros militares67. Una de las diferencias esenciales entre los mercantilistas y los liberales consiste en la manera de enfocar el comercio. Desde la segunda mitad del siglo XVIII, la economía política admite que la función del comercio es facilitar el cambio de mercancías de análogo valor. A través de él, los compradores y los vendedores ceden sus bienes para adquirir otros productos de igual valor que les son necesarios, bien para la producción o para el consumo. El dinero, al disociar temporalmente la adquisición de la venta, no afecta a la esencia misma del intercambio, al contrario, lo facilita. El comercio interior no se distingue, pues, del tráfico exterior, ya que la nacionalidad de los comerciantes no altera de ninguna de las formas el cambio en sí mismo. Para los mercantilistas, por el contrario, el comercio se basa en la oposición de los intereses del comprador con los del vendedor, tanto en el mercado interior como en el exterior. “El provecho de uno —dice Montaigne— es el perjuicio del otro”68. “El medio más conocido de enriquecerse a costa de otros —dice Botero— es el comercio”69. He aquí la opinión de Montchrétien: “Perdemos tanto como el extranjero gana”70. “Se dice que lo que uno no pierde, el otro no lo gana; esto es cierto y se ve mejor en materia de comercio que en cualquier otra cosa.”71. “Está claro —dice Voltaire— que un país no puede ganar sin que otro pierda.”72. Lo mismo dice Verri: “Todas las ventajas que una nación consiga del comercio exterior representan daños para otra; la práctica del comercio, que se va ampliando en nuestros días, es una guerra que a la chita callando se hacen los diversos pueblos de Europa.”73. Es ésta la razón por la que el comercio interior ocupa un lugar menos importante en las consideraciones de los mercantilistas que el comercio exterior. “El verdadero comercio de una nación consiste esencialmente en la serie de cambios que hace con las naciones extranjeras. Por el contra59
rio, los intercambios hechos entre los súbditos de un mismo Estado no son un verdadero comercio, sino un simple desplazamiento que facilita el consumo; pero que no añade nada a la masa de riqueza de la nación y no tiene ninguna de sus ventajas. Ya que cada pueblo que comercie con otro pueblo del mismo reino perderá lo que el otro gane, con lo que evidentemente todas las cosas permanecen iguales, en lo que concierne a la opulencia de la nación”74. Por el contrario, un comercio exterior dirigido fortifica el país y lo hace más temido.
III. AUTARQUÍA. Según los mercantilistas, el Estado no será nunca fuerte si no es económicamente independiente. Está de acuerdo con su dignidad e intereses que la nación dependa lo menos posible de las otras. Si no quiere permanecer eternamente débil y pobre, deberá tratar de conseguir su autarquía75. Disminuir el consumo de mercancías extranjeras y favorecer a cualquier precio la producción nacional es la política preconizada por los mercantilistas, quienes están convencidos de “que el Reino que pueda por sí mismo proveer a sus necesidades será siempre el más rico, fuerte y temido”76. “Toda sociedad —añade Montchrétien— debe estar abundantemente provista y por sí misma. No debe tomar del extranjero nada más que lo imprescindible, ya que si no está a la merced de los otros países.”77. “Sólo la necesidad le debe obligar a tomar del extranjero lo que no tiene.”78. El fin del mercantilismo no es acrecentar la riqueza para mejorar el nivel de vida de la nación, sino el de organizar la producción para asegurar al Estado su predominio sobre los otros pueblos. Su ideal no es ser rico, sino más rico o, con más exactitud, más poderoso. La riqueza —dijo Locke— no es la posesión de cantidades crecientes de oro y plata, sino tener “más, en proporción, que el resto del mundo o más que nuestros vecinos”.79. Ser rico y poderoso no es más que una relación entre nuestra riqueza y la de los otros80. El oro y la plata, equivalentes universales de todos los valores, dan la medida del poder del Estado. Una nación no puede prosperar más que disponiendo de una cantidad suficiente de metales preciosos que le haga posible el ponerse a la cabeza de las naciones vecinas. Los mercantilistas querían conseguir la autarquía por un desenvolvimiento sistemático de la industria, del comercio y de la agricultura. Los progresos económicos que así se obtendrían permitirían a la población, en la medida de lo posible, encontrar en el mercado nacional 60
los productos indispensables. El perfeccionamiento técnico debería prohibir un alza excesiva de precios. La nación podría, de este modo, satisfacer sus necesidades económicas a precios convenientes. Los mercantilistas se esforzaban, cada uno en su país, en probar que la política patrocinada por ellos era compatible con los intereses de la población. Un autor francés del siglo XVII puso de relieve, por ejemplo, que Francia tiene de todo lo que necesita “no solamente para subsistir, sino incluso para lograr su bienestar”81. Con tal de que la satisfacción de las necesidades económicas se pueda realizar a buen precio en el mercado nacional, los mercantilistas las deseaban y las alentaban. Sin embargo, éstas se debían realizar sin atacar al principio de la autarquía, es decir, sin entrañar un aumento en las importaciones. Es necesario recordar en cada instante que su preocupación fundamental era la independencia económico-política y no el bienestar de los súbditos. Por ello, prefieren que el consumidor, en lugar de adquirir un producto de procedencia extranjera, lo adquiera de origen nacional, aunque éste tuviera un precio superior. Este es un principio evidente para los mercantilistas. Así Hörnigk, para no citar más que un autor a este respecto, no duda en afirmar, con cierta ironía, que sólo un campesino puede negar o discutir el principio según el cual es mejor pagar un precio doble antes de que el dinero desembolsado pueda salir del país. Llega hasta el límite de recomendar al Estado la explotación de las minas de oro y plata aun cuando los gastos de explotación de las mismas sea superior al de los metales preciosos que se extraigan, ya que éstos quedan, por lo menos, en el país82. El rendimiento, por lo que podemos observar, no era para los mercantilistas el criterio decisivo para determinar la producción. Su deseo de convertir el Estado en independiente económicamente y su ambición de dominar las naciones extranjeras están íntimamente ligados a un pensamiento muy querido por los mercantilistas: la creencia profunda que tenían en la superioridad económica de su patria sobre las demás. Escuchemos a este respecto algunas voces francesas: “Si los franceses —declara Garrault— supieran conservar sus riquezas y gozar de sus bienes, dominarían a todas las naciones, estando adornados en tiempo de paz y fortificados en guerra con una cantidad increíble de oro y plata, por la abundancia que afluye de todas partes.”83. “Dios —-dice La Gomberdiére, dirigiéndose al rey de Francia—, tan abundantemente y de tal manera bendijo vuestros reinos, que pa61
rece que los haya designado para tener autoridad y mando sobre todos los otros países del mundo, habiéndolos también constituido y provisto de todo lo que es útil y necesario para la vida y sostenimiento de vuestros pueblos, y en tal abundancia, que se puede decir, en verdad, que es la única Monarquía que puede pasarse sin la ayuda de todas sus vecinas, a diferencia de éstas, que no pueden pasarse sin ella.”84 ... “Parece —reseña Isaac de Laffemas— que la Naturaleza ha querido favorecer a Francia con todo lo que tiene de más precioso para no hacerla tributaria de otras naciones.” Desea ver a Francia poderosa y gloriosa, “a fin de que —dice él a sus soberanos— vuestros vecinos no puedan pasarse sin vos y que vuestros súbditos no se vean obligados a buscarlos para sus obras”. “El comercio de importación —añade— podemos impedirlo completamente”85. “El Reino de Francia —dice Montchrétien— es tan floreciente y tan abundante en todo lo que se puede desear, que no tiene que pedir nada a sus vecinos.”86. “Francia —sigue diciendo— se puede pasar sin todo lo que producen las tierras vecinas, mientras que éstas no pueden pasarse sin ella. Tiene riquezas infinitas conocidas y por conocer. Si se la estudia bien, vemos que es el más completo Reino entre los que el sol puede ver desde que se levanta hasta que se pone.”87. “Y —destaca Richelieu— por poco que sepamos ayudarnos de las ventajas que la Naturaleza nos ha proporcionado, obtendremos dinero de los que desean adquirir nuestros productos, que les son tan necesarios, mientras nosotros no nos gravaremos mucho con sus mercancías, que nos son tan escasamente útiles.”88. “La situación del Reino de Francia —dice La Jonchère— es tan ventajosa, que encuentra en sí misma sus fuerzas, sus necesidades e incluso lo superfluo; puede pasarse sin ninguna especie de comercio extranjero, mientras que los extranjeros no pueden pasarse sin sus vinos, trigos, sales, etc.; de suerte que puede, al cortar el comercio con los extranjeros, hacerles un daño infinito, sin molestia alguna para ella, cosa que a los extranjeros no les es dado hacer porque tienen necesidad de Francia.”89. La convicción de pertenecer a una nación elegida no era un monopolio de Francia. Los mercantilistas británicos tenían las mismas ideas. Desde el doble punto de vista económico y estratégico, Inglaterra les parecía infinitamente superior al resto del mundo90 y predestinada a ejercer la hegemonía universal91. Los mercantilistas ingleses reprochan a menudo a su Estado el no saber obtener provecho 62
de su situación geográfica y militar privilegiada92. Al igual que losanteriores, los mercantilistas españoles estaban absolutamente convencidos de las posibilidades autárquicas de su país. “Ni en tiempo de guerra ni en tiempo de paz —dijo uno de ellos—, España tiene ninguna necesidad de mercancías extranjeras, y, al abrir su comercio, pierde parte de su riqueza”93. El sentimiento de la superioridad económica de la patria adquiere en los mercantilistas casi la categoría de misticismo. Se diría, al leer a los autores más antiguos, que creían en la existencia de una Providencia cuya principal cualidad era su parcialidad en favor de su propio país. Sin la creencia de la superioridad natural sobre las demás naciones, la idea de enriquecimiento del país a expensas del empobrecimiento de los demás sería inconcebible, e incluso toda la política mercantilista sería incomprensible. Esta superioridad respecto al extranjero es la que justifica a sus ojos la política de fuerza contra el mismo. “Sé bien —dijo Courtilz de Sandraz— que para combatir mi opinión se objetaría que si intentamos sobrepasar al extranjero, ellos harían lo mismo respecto a nosotros, por lo que es más fácil dejar las cosas como están y como han estado siempre. Pero para hablar así es preciso ser iletrado, pues nosotros no tenemos necesidad de nadie y nuestros vecinos la tienen de nosotros.”94. Los extranjeros están obligados a venir a Francia “a buscar lo necesario para su subsistencia”, y se puede, “con justicia, poner condiciones más onerosas al tráfico extranjero en Francia que las que el extranjero pueda imponer a nuestro comercio”95. Sería absurdo, en estas circunstancias, que Francia “quisiera reducirse a la igualdad”96. El deseo de querer siempre vender al extranjero sus productos sin a su vez, comprarles nada, es común a todos los mercantilistas. Si todos los Estados se inspirasen en esta política, se verían conducidos fatalmente a conflictos económicos que degenerarían inevitablemente, en la mayoría de los casos, en verdaderos conflictos armados. La autarquía es la mayor contradicción del mercantilismo. No signica, dentro de su sistema, la tendencia a encerrarse en sí mismo. Expresa, por el contrario, la voluntad de autoabastecerse para dominar a los otros Estados. La autarquía mercantilista es, por ello, inevitablemente belicista.
IV. XENOFOBIA. El comercio exterior, mero instrumento para conseguir el enriquecimiento nacional, es, por tanto, objeto del interés de los mercanti63
listas. Es juzgado útil si el extranjero es el comprador, y desventajoso, por el contrario, si es el vendedor. Esto explica el origen del odio de los mercantilistas frente a todo lo extranjero. La competencia internacional les parece el mayor mal del mundo. En su xenofobia van tan lejos, que a veces cabe preguntarse si estos escritores no olvidan hasta los principios esenciales que constituyen sus reflexiones económicas. Los ejemplos en que se manifiesta esta animosidad son tan abundantes, que es difícil incluso el escoger. Citaremos a este respecto algunas declaraciones típicas. Uno de los mercantilistas franceses más conocidos en los fines del siglo XVI, Bernard de Laffemas, considera ruinosas para el Estado las importaciones, y, sobre todo, las de las telas de seda. Los importadores franceses —dice— rinden un “gran servicio a los enemigos del rey y del Estado, ya que hacen salir metales fuera de Francia, que, como es sabido, son el nervio de la guerra”97. Los importadores son los causantes de que los metales franceses98 se hayan desperdigado, y por ello han “abusado grandemente” de este Reino99. Los extranjeros esparcen los tesoros por todos los sitios100 fuera de Francia, “a su placer”101. La importación de telas de seda “ha arruinado los tesoros de Francia cuatro veces más que todas las guerras civiles102. “Una Feria de Lyón es más costosa para el Tesoro que conducir y sostener un gran ejército”103. “El mal que hacen los extranjeros con su tráfico y negocios que los grandes no pueden constreñir, ha sido el medio por el cual, los dichos extranjeros, han pagado sus ejércitos a costa de Francia sin querella y sin réplica”104. En general, son considerados los extranjeros por los mercantilistas como los peores enemigos de la nación, que amenazan a la vez su integridad moral y su prosperidad material. Toda la concepción del mercantilismo se encierra en esta breve frase de Montchrétien: “Es el extranjero quien nos corrompe.”105. Todo en esta atmósfera es desconfianza y animadversión; se atribuyen al vecino las intenciones más diabólicas. A principios del siglo XVII un autor afirma que no pudiendo ser violado el territorio de Francia, “el extranjero, para poder perder y minar este Estado, recurre a la astucia”106 y atrae los metales preciosos al exterior. Para impedir esta salida, el autor propone, entre otros medios, “castigar con la pena capital al que transporte monedas”107 al extranjero. “Son los extranjeros sanguijuelas que se adhieren al cuerpo de Francia y chupan su mejor sangre, y después se desprenden de la piel 64
cuando ya están ahitas. Son las bombas que extraen y lanzan fuera del reino de Francia, no los desperdicios o sentina de los barcos, sino la misma sustancia del pueblo, que es el oro y la plata.”108. Sería erróneo buscar y achacar las causas de “nuestras miserias a los accidentes de la guerra”. “Que no se diga que es la guerra la causa principal de nuestra miseria; que no se acuse más a los astros; que no se achaque a la esterilidad de la tierra...” La falta está en la disminución del comercio, y “esta fuente nos ha sido cegada y vedada por los extranjeros”109. Es imposible curar este mal sin construir manufacturas, únicas armas eficaces contra el extranjero odioso e incluso peligroso, a tal punto, que se las puede comparar a la verdadera piedra filosofal”110. “Los orgullosos bastiones de la plaza Real—dice un francés—amenazan de ruina a los extranjeros que viven de despojarnos”, y “una sola batería de telares que hemos montado ha hecho temblar a todo un país”111. Es difícil, como puede comprenderse, poder usar un lenguaje más amenazador; mas éste encarna el espíritu mercantil en la época mer cantilista. La misma hostilidad animaba a los mercantilistas ingleses; su ideal era también lograr la sumisión económica de las naciones rivales112. En cuanto a los alemanes, al lector le basta recordar el título de la obra de Hörnigk Austria sobre todo, que resume el espíritu mercantilista113.
V. BELICOSIDAD. El mercantilismo no es sólo xenófobo, sino también netamente belicoso. Es el responsable directo de innumerables guerras que devastaron a Europa desde el siglo XVII hasta principios del XIX. Dentro del marco de la política mercantilista, el comercio desempeñaba un papel ofensivo114. Para conseguir una balanza comercial favorable se intentaba sojuzgar al extranjero. Luchando contra él se creía obrar eo ipso en el interés de su propia nación, cuyo progreso se juzgaba incompatible con el de los otros países. El mercantilismo anhelaba ardientemente el hundimiento económico de los Estados extranjeros, y se llegó a invocar en las actas diplomáticas como causa de ruptura118. Traducida al lenguaje vulgar la política mercantilista, significa: prohibiciones, retorsiones, primas a la exportación, reglamentaciones, guerra comercial continua y conflictos armados interminables. Lleva 65
fatalmente a la guerra, pues quería imponer a otros obligaciones inaceptables que estaban desprovistas de la más elemental reciprocidad. Así, para desarrollar la industria inglesa, un autor británico proponía impedir la importación de varias clases de mercancías manufacturadas en el extranjero116. Pedía nada menos “que los intereses del comercio inglés fueran dirigidos o fijados en los Tratados de paz y en toda negociación con las potencias extranjeras, que ninguna prohíba los productos manufacturados ingleses, o, lo que es lo mismo, que no los graven con derechos exorbitantes”117. Al poner en vigor un país la política mercantilista tenía que provocar necesariamente represalias por parte de sus víctimas exteriores. Los mercantilistas lo advertían; mas lo encontraban natural. Defoe, por ejemplo, afirma que no se puede maldecir a Francia por haber prohibido ciertas mercancías inglesas; la razón es muy simple: el interés de cada nación es animar su propia industria e impedir la salida de los metales preciosos. Es un “principio tan justo” en el que se apoyan los franceses para prohibir la importación de la lana inglesa, como lo es que a su vez Inglaterra prohíba los productos franceses118. El mercantilismo fue una cortapisa a la evolución pacífica de las relaciones internacionales, ya que partía de la idea errónea de que el bienestar de cada nación era incompatible con el de los otros pueblos, y creaba con ello el deseo de molestarse y empobrecerse recíprocamente. El economista italiano Paolini resume con gran claridad el espíritu de este sistema al decir que cada nación, al comerciar, lo hacía imbuida del espíritu de conquista y convencida de que el comercio exterior es una suerte de guerra tácita pero legítima, ya que, a través de este sistema, es imposible que un pueblo pueda cohonestar su interés con el de otro119. Mengotti, en su libro sobre el colbertismo, nos ha dejado una bella página, que merece citarse: “El secreto de hacer inclinarse la balanza a nuestro favor consiste en considerar a todas las naciones ricas como enemigas y declararles una guerra industrial para expoliarlas legítimamente de todo su dinero. Esta guerra tiene sus leyes y su disciplina particular, sus armas y su estrategia, sus ataques y sus defensas, sus maniobras y sus evoluciones, sus fortificaciones y sus circunvalaciones. Una de las reglas más seguras para hacer esta guerra con éxito es vender siempre y no comprar nunca; así aumentaríamos siempre la masa dineraria en el interior de nuestro propio Estado, a la vez que el adversario se empobrecería y se arruinaría. Por esta razón, nunca se recomendará bastante la necesidad de prohibir mercancías extran66
jeras, las cuales tan sólo entran en nuestro país para saquearnos el numerario. Es ésta el arma principal; en realidad, es la palanca de la industria. “La otra manera, igualmente dañina, de hacer la guerra a las naciones, es a través de las manufacturas. La ganancia que se puede realizar a través de ellas es extraordinaria. La materia más vil puede venderse a precio de oro. Se comprende, pues, que se deba prohibir la exportación de materias primas con el mismo rigor que se prohíbe durante la guerra proveer de armas y municiones al enemigo”120. Es evidente que esta guerra industrial y comercial, magistralmente descrita por Mengotti, tiene que degenerar, fatalmente, en conflictos armados. El mercantilismo supone la guerra de un Estado contra los otros. Desde el siglo XVII, la industria y el comercio disponen de un factor extremadamente poderoso: el Estado. La evolución económica prometía al comercio militante riquezas sin límites. Por lo tanto, no es de extrañar, en estas circunstancias, que el comercio nacional hubiera utilizado y utilizase la fuerza, armada del Estado para tratar de arruinar la economía de sus rivales. De tal suerte, la paz no era más que una guerra latente, un intervalo para preparar la conquista armada del comercio mundial. El mercantilismo, como hemos dicho, es la política económica de los Estados modernos en formación. Es la expresión económica de su nacionalismo, ya que una individualidad no puede tener conciencia de su propia existencia más que advirtiendo la oposición de sus intereses con los de otros. Tal caso es también el de las colectividades, como la nación o el Estado121. Es por la lucha con las otras naciones como nace y se afirma el sentimiento nacional. Si los mercantilistas eran partidarios de lo que divide a las naciones, y particularmente de la guerra, lo fueron, en gran parte, porque la xenofobia y la guerra facilitaban la centralización del poder político y estimulaban el sentimiento nacional. Se advierte bien en Bodino cuando afirma que “el mejor medio de conservar el Estado y garantizarlo contra rebeliones, sediciones y guerras civiles es mantener a sus súbditos en buenas relaciones, es tener un enemigo al que puedan atacar122. Resulta de nuestro estudio que el mercantilismo es una concepción económica del mundo impregnada de belicosidad. Las ideas monetarias y comerciales de los mercantilistas no se comprenden más que a la luz de su concepto de la guerra. Su autarquía se explica por su voluntad de dominio político y económico sobre las otras naciones. En 67
fin, su xenofobia no es más que un corolario de la concepción bélica de su comercio exterior. El parentesco doctrinal entre el mercantilismo y la belicosidad no es fortuito. En realidad, el mercantilismo está dominado por la idea de la guerra. Es inconcebible sin la presencia de un espíritu de conquista. El mercantilismo nace de la guerra y sucumbe en ella. “Una política que tiende a la autarquía nacional—dijo Rappard—, una política nacida de la guerra, una política amenazadora para la paz, es como podemos resumir el nacionalismo económico”123. Podríamos aplicar esta definición al mercantilismo, palabra por palabra, pues nacido de la guerra y viviendo por ella, es la forma más antigua del nacionalismo económico. NOTAS 1 Rappard, Nacionalismo económico, pág. 11. Véase también Rappard, 1936. pág. 10. 2 Hauser y Renaudet, 1929, página 335. 3 Véase Haney, 19-27, pág. 108; Cunningham, 1904, pág. 517. 4 Maquiavelo, Discursos (lib. II, capítulo X), págs. 212-13, atribuido a Quinto Curcio. 5 Montchrétien, 1615, págs. 141-42 6 Richelieu, 1633, 2.ª p., cap. IX, sec. V, pág. 123, y sec. VII, pág. 149. 7 Gramont, 1620, pág. 167. 8 Véase, por ejemplo, Política, 1549, pág. 314 y sgs.; Misselden, 1622., página 7. 9 Malynes, 1623, prefacio. 10 El toisón de oro, 1656, pág¡ 2. 11 Robinson, 1641, pág. 23; Mackworth, 1694, págs. 11-12. 12 Véase, por ejemplo, Cotton, 1651, pág. 28; Pollenfen, 1697, págs. 18, 47-48. 13 “Uno de los mayores efectos de la abundancia de oro y de plata es la posibilidad de que el reino se convierta en fuerte y pueda mantener una gran acción de guerra en partes lejanas.” Vaughan, 1675. pág. 70. 14 “Vemos que el dinero es la artillería, ante la cual todo se allana...” Brewster, 1702, pág. 6o, 15 Uztáriz, 1724, pág. 112. 16 Algakotti, 1763, pág. 301 (traducción francesa, t. III, pág. 405), “la nación que más posea será la más rica”. Algarotti, 1763, pág. 302. 17 Espejo de los príncipes, 1744; Obras, t. IX, pág. 5. 18 Carta a su hermano Enrique del 26
de agosto de. 1778. Véase ob. cit,, tomo
XXVI, pág. 444. 19 Carta a su hermana María Antonia de Sajonia, de 11 de noviembre de 1771. Ob. cit., t. XXIV. pág. 228, 20 Montanri, 1683, cap. II, pág. 255. llama al dinero la “maravillosa invención”. 21 Gramont, 1620, págs. 10-11. 22 Mun, 1664, págs. 190-91. 23 Britannia Languens, 1680, página 291. 24 Ob. cit., págs. 293-94. Véase también raleigh, 1596, pág. 630. 25 Botero, 1588, pái?. 86; mun, 1664, pág. 186. 26 Cary, 1696, pág. 40. 27 Richelieu, 1633, 2.’ p., cap. IX. sec. VII, pág. 156. 28 Política, 1549, pág 315. 29 Exige que Inglaterra reduzca la tasa del interés para asegurar los créditos en condiciones menos onerosas y mantener así la guerra más eficazmente (Culpeper, padre, 1668, pág. 3). Manley, 1669, se opone a esta opinión, y considera la guerra contra Holanda como una grave carga, que ningún tipo de interés podrá aligerar, ya que sólo una parte de la suma gastada fue tomada en préstamo. La tasa de interés, poco elevada, es, por otra parte, no el efecto, sino la causa de la riqueza del país. El mismo razonamiento se encuentra en Interés, 1668, pág. i. 30 Forbonnais, Discursos preliminares, 1753. pág. CIV. 31 Véase Fortrey, 1663, pág. 12. 32 Véase Mazzei, 1933. 33 “El comercio exterior es sólo e! medio de enriquecer este reino.” Coke,
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za comercial, no puede dejarse de repetir, es la balanza del poder.” Postlethwayt, El verdadero sistema de la Gran Bretaña, 1757, pág. 234. 61 Hertzberg, 1787, pág. 229. 62 “Para que florezca el país, la primera y principal máxima, que no debe olvidar el gobernante, será ésta: que se debe estudiar y observar que, en tanto se pueda, debe entrar el dinero en el país, y no dejar que éste salga.” Muratori, Rudimenti, etc., pág. 236. 63 Saint Jean, 1646, pág. 99. Véase también Postlethwayt, El interés del comercio británico, 1757, t. II, pág. 371. en el que cada importación es considerada como el equivalente de un aprovisionamiento nacional. 64 Misselden, 1623, págs. 116-17. 65 Francisco I quiso conquistar Italia, y preguntó al mariscal Trivulzio qué era indispensable para obtener la victoria, y el mariscal respondió: dinero, dinero, dinero. Véase Gramihna, 1615, página 203. 66 Britannia Lanquens; 1680, página 383. Véase también El toisón de oro, J737, pág. 23. Véase también yarranton, 1677, pág. 5. 67 “Los franceses han hecho a los confederados más daño por la plata y oro que han sacado del reino (Inglaterra) en treinta y cinco años, que con sus ejércitos y armadas.” Observaciones escogidas, 1696, pág. 145. 68 Montaigne, lib. I, cap. 22; edición Strowski, t. I, pág. 135. De la misma forma se expresa Bacon, Ensayos, 1625, pág. 410. 69 Botero, 1599, lib. VIII, pág. 100. 70 Montchrétien, 1615, pág. III. 71 Ob. cit., pág. 161. 72 Voltaire, Obras, t. XX, páp. 185. 73 Verri, Elementos, pág. 335. 74 Goyon, 1762, t. II, pág. 486. 75 Genovesi, Razonamiento sobre el espíritu de la economía pública, pág. 199. 76 Montchrétien, 1615, páginas 77 Ob. cit., pág. 46. 78 Ob. cit. 79 Locke, 1691, pág. 9. 80 “Todas las riquezas y poder de las naciones... consisten comparativamente..., consecuentemente, si son débiles o despobladas —las naciones vecinas— más rica y más fuerte será Inglaterra.” Child, 1681, págs. 458-59. 81 Saint Jean, 1646, pág. 236. 82 Hörnigk, 1684, cap. XXXI. Véase también Roscher, 1874, pág. 29-2. 83 Garrault, 1579, pág. D. 84 La Gomberdiere, 1634, pág. 109.
1670, pág. 4- “...esta Isla—Inglaterra— sin comercio, no puede ser rica, y sin riqueza no puede tener poder...” Baston, 1716, pág. 3534 Cawood, 1713, pág. 3. 35 King, 1713, t. I, pág. XVIII. 36 Ob. cit., pág. XIX. Véase también J. Smith, 1670, pág. 258 y sgs., y El interés de Inglaterra, 1720, pág. 5. 37 Montchrétien, 1615, pág. 142. 38 Huet, 1712, prefacio, pág. IV. 39 Cawood, 1717, p. II, pág. 144. 40 Saint Jean, 1646, págs. 3-4. 41 Defoe, 1728, pág. 54. 42 Savary, 1675, pág. i. 43 Gayón, 1762, t. II, pág. 469. 44 Gulpeper, hijo, l668, pág. 12. 45 Mildmay, 1765, pág. 3. 46 Brewster, 1702, prefacio, pág. 3. 47 Janson, 1713, pág. 287, recuerda que es una vieja máxima “que el comercio puede ser beneficioso para los comerciantes y dañoso para el cuerpo de la nación”. 48 Huet, 1712, prefacio, pág. 10. 49 Véase también Elking, 1722, páginas 67-68. 50 “Si la riqueza y el poder dependen del comercio, la proporción de poder que nosotros hemos perdido desde la última guerra se puede observar que se debe a los efectos de medidas equivocadas sobre nuestro comercio.” El toisón de oro, 1737, pág. 2i. 51 Roberts, 1641, pág. 96. 52 Ob. Cit. 53 Child, 1668, pág. 3. 54 Belloni, 1750, pág. III. 55 Richelieu, 1633, p. II, Cap. IX. sec. VI, pá’g1. 146. 56 Razilly, 1626, pág. 375. 57 “Cualquiera que domine los océanos, domina el comercio del mundo, y cualquiera que domine el comercio del mundo, domina las riquezas del mundo, y cualquiera que sea el dueño de éstas, domina el mundo entero.” Evelyn, 1674, Pág 15. 58 Política, 1549, págs. 321 y 324. 59 “La riqueza de las naciones es mayor o menor en proporción a las importaciones y exportaciones, según que excedan las unas de las otras.” Briscoe, 1696, pág. 29. “En tanto que las importaciones son la ruina del comercio, las exportaciones son su propia vida.” El toisón de oro, 1737, pág. 20. Véase d’Aguesseau, 1777, t. X, pág. 107. 60 “La balanza del poder no puede tener otro camino que ser mantenida o continuada por la balanza comercial.” El toisón de oro. 1737, pág. 21, “La balan-
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85 I. Laffemas, 1606, págs. 430, 414 y 420. 86 Montchrétien, 1615, pág. 240. 87 Ob. cit., págs. 23-24. 88 Richelieu, 1633, segunda parte, cap. IX, sec. 6, pág. 137. 89 La Jonchére, 1720, t. IV, página 172. 90 Robinson, 1641, págS. 3-4; Coke, 1670, prefacio. Véase también Raleigh, 1653, Pág. 4. 91 “Nosotros deseamos encontrar en este Reino capacidad para hacerse dueño de la Monarquía.” Mun, 1664, página 192. 92 Parker, 1648, pág. 5. 93 José Pellicer de Ossau. Comer-
Ossau se lamenta de que las autoridades españolas toleren el comercio con Francia. “Los franceses nos tratan como nosotros tratamos a los indios. Sólo nos queda el reflejo de la plata y del oro y su olor.” (El comercio prohibido por los enemigos de esta Monarquía), 1639, según Bona, 1911, pág. 135. Manero, Exhortaciones, 1684, llega a decir que sería preferible que sus compatriotas estuvieran vestidos con pieles de bestias antes que vestirse con telas provenientes del extranjero. Véase bona, 1911, pág. 185. 114 El comercio exterior “es el nervio de nuestras guerras y el terror de nuestros enemigos”. Mun, 1664, pág. 209. 115 “El nuevo reinado de Guillermo III se lamenta en su declaración de guerra en 1689 de los derechos excesivos que Luis XIV había establecido, con lo que había limitado la importación de las manufacturas inglesas en Francia, con el propósito —añade él— de destruir el comercio de mis súbditos, fuente única de su riqueza y de su potencia.” Forbonnais, Discurso preliminar, 1753, págs. XVII.XVIII. 116 Caky, 1695, pág. 25; traducción francesa, véase cary, 1755, t. I, páginas 296-97. 117 Cary, 1695, págs. 41-42; traducción francesa, 1755, págs. 327-28. 118 Defoe, 1728, pág. 55. 119 El comercio exterior “en sustancia no es más que una tácita pero legítima guerra industrial, si puede enriquecerse una nación con el empobrecimiento de la otra. Las pérdidas en esta suerte son como las corrosiones del Fiumi, en las cuales se salva la montaña, mas no la llanura. Un político hábil, calculador, podrá, examinando los libros de los negociantes ingleses y holandeses, calcular la felicidad y miseria de las otras naciones de Europa”. Paolini, 1785, t. I, pág. 39. 120 Mengotti, 1791, cap. XI, páginas 395-96. 121 Véase Heyking, 1880, pág. 3. 122 Bodin, 1576, pág. 760. 123 Rappard, El nacionalismo económico, 1937, pág. 116.
cio prohibido por los enemigos de esta Monarquía, 1639, según Bona, 1911, pá-
gina 138. 94 Courtilz, 1694, págs. 494-95. 95 Saint Jean, 1646, pág. 236. 96 Ob. cit. 97 Laffemas, 1507, pág. 533. Sobre Laffemas (1545-1611), véase el artículo de M. H. Hauser en la Revista Burgoñesa (1902), t. XII. n.° I, págs. 113-131. 98 Idem, Cartas y ejemplos, 1602 pág. 136. 99 Idem, 1603, pág. 312. 100 Idem, Los discursos, 1601, páginas 4-5. 101 Idem, La incredulidad, 1600, tratado I, pág. 8. 102 Idem, 1608, pág. 6. 103 Ob. cit., pág. 5. 104 Laffemas, 1598, pág. 15. 105 Montchrétien, 1615, pág. 241. 106 Le Begue, 1600, pág. 19. 107 Ob. cit., pág. 27. 108 Saint Jean, 1646, págs. 101-2. 109 Las tres citas, según ob. cit., páginas 123-24-25. 110 Laffemas, 1597, pág. 545. 111 Idem, 1606, pág. 412. 112 Véase también Raleigh, 1653, pág. 6o; Cárter, 1671, pág. 42. 113 Sobre la xenofobia de los mercantilistas españoles, véase bona, 1911, págs. 131, 135 y 185. Al principio del siglo XVII, Moncada (Discursos, 1619) dedujo todas sus concepciones económicas de una sola medida práctica: la expulsión de los extranjeros. Pellicer de
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LIBRO SEGUNDO
LA PAZ PERMANENTE DE LOS FISIOCRATAS
INTRODUCCIÓN PACIFISMO FISIOCRATICO
En este libro examinaremos la actitud de los fisiócratas frente al problema de paz y de la guerra y las soluciones que éstos proponen. La originalidad de los fisiócratas nace de su concepción particular de la paz universal y del sentimiento cosmopolita que anima a todo el siglo XVIII. Los economistas —nombre que los fisiócratas se dan a sí mismos— descartan a priori todo proyecto de paz internacional. La paz política, lo mismo que la paz económica entre las naciones, no tiene necesidad de ser organizada. Todo proyecto de organización pacífica internacional lo juzgan, por definición, inútil. Los fisiócratas deducen los principios de la paz del orden natural e inmutable del universo. Bastará con observar escrupulosamente “las leyes naturales” —“descubiertas” por el jefe de esta escuela: Quesnay— para poder asegurar una paz permanente a la Humanidad. Esta es, en pocas palabras, la doctrina de los fisiócratas. Nadie ha recogido mejor el espíritu del pacifismo fisiocrático que el abate Roubaud (1730-1791). Adepto de los economistas, al aludir a la obra del abate de Saint-Pierre dice lo siguiente: “No demos aquí proyectos de paz universal; los proyectos sólo han sido hasta hoy sueños de gentes de bien; pero nosotros, por el contrario, exponemos principios de paz universal, y estos principios están en el orden inefable de la Naturaleza. Tienen que probarnos que las “leyes naturales” no pueden dar reposo al mundo y que Dios ha puesto a los hombres en la tierra para que se destruyan, y entonces nos abochornaremos de haber querido confundir a los pueblos en un solo pueblo, en una sola familia, en el seno de la paz, de la abundancia y de la felicidad.”1. Es importante, pues, examinar este “orden inefable natural” del que los fisiócratas extraen su concepción de la paz. El sistema fisiocrático constituye el primer ensayo de elaboración de una verdadera teoría económica. El mérito de Quesnay es haber sustituido “por primera vez” en la Historia una teoría económica por un sistema empírico, como era el mercantilismo. La teoría de Quesnay y de sus discípulos se basa esencialmente en
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admitir la existencia evidente de un orden natural. Enumerando su doctrina en una serie de leyes naturales, los fisiócratas construyen toda su teoría deduciendo las consecuencias lógicas de aquéllas. Edifican lodo su sistema a priori y por silogismos, partiendo de algunos principios fundamentales admitidos como axiomas o postulados evidentes. La economía política no constituye para Quesnay una ciencia independiente o autónoma. Según él, la política coincide no sólo con la ética, sino con la economía política2. La ciencia económica, según Mirabeau, abarca las relaciones del individuo con su Creador, los deberes del hombre para con sus semejantes y las reglas de conducta que debe observar para acrecentar y perpetuar los dones de la Naturaleza destinados para el uso de nuestra especie3. Los fisiócratas estaban orgullosos de haber unido por vez primera, en un conjunto armónico, principios morales y políticos y con ellos haber creado una ciencia4. El demonio matemático —destaca Weulersse5—, del que están en cierto modo poseídos, les impide advertir lo que su sistema presenta de relativo. Así, Dupont de Nemours declara: “Es el conocimiento del orden y de las leyes físicas y naturales el que debe servir de base a la ciencia económica. No nos cansaremos de repetir a nuestros lectores que, captada esta gran verdad con sus consecuencias, desaparecerán todos los prejuicios vulgares y todos los razonamientos capciosos que falsas combinaciones y mal entendidos intereses han introducido en esta ciencia, en la que el error es tan peligroso. Por poco que reflexionemos vemos, evidentemente, cómo las leyes soberanas de la Naturaleza encierran los principios esenciales del orden económico.”6. El orden físico es absoluto e inmutable: le monde va de lui-même, como dice Mercier de la Riviére7. El deseo de gozar y la libertad de gozar, según sus propias palabras, provocan sin cesar el aumento de la producción e imprimen a toda la sociedad un movimiento continuo hacia un Estado mejor8. He aquí el camino que inevitablemente se impone a los que quieren acercarse, lo más posible, al fin supremo de la sociedad humana. Hay un orden natural, esencial y general que encierra las leyes fundamentales de toda sociedad; un orden del cual las sociedades no pueden evadirse sin que el Estado político pierda consistencia; un orden que no se puede abandonar más que a costa de la disolución de la sociedad, seguida de la destrucción total de los hombres9. La sociedad humana se asienta sobre tres principios esenciales: propiedad, seguridad y libertad. Toda ley positiva debe estar inspi74
rada en estos principios. “Propiedad, seguridad y libertad; he aquí, pues, el orden social en todo su conjunto.”10. La idea, muy interesante, que los fisiócratas tienen de la justicia, hace comprensiva su actitud respecto al problema de la guerra: “La justicia: consiste en no disminuir la masa de los productos naturales, ni en impedir su acrecentamiento, ni en deteriorar el arte que los hace propios para el goce, ni en impedir su perfección progresiva y con rima.” “Por lo tanto, el crimen o delito consiste en disminuir esta masa de producción, impedir su acrecentamiento, deteriorar el arte e impedir su perfección.” He ahí la ley social y el derecho de gentes; de aquí la naturaleza y su orden evidente.”11. La ley natural es un orden preestablecido que, una vez descubierto, revela el medio más apropiado para asegurar la felicidad de la Humanidad entera. Las leyes naturales se imponen al espíritu esclarecido por su evidencia. Los males sociales y los sufrimientos de los hombres son resultados de la ignorancia de estas leyes y no del orden natural. Su estricta observancia es una condición previa de la felicidad social El hombre no puede, pues, razonablemente, rehusar la obediencia a las leyes naturales12. La transgresión de las leyes naturales es, comúnmente, la causa de “males físicos” que afligen a los hombres13. Por ello, al soberano le interesa que sus súbditos conozcan lo mejor posible el orden natural. Los fisiócratas insisten sobre este punto, sin el que la salud pública no se alcanzará14. La enseñanza pública y constante de las leyes naturales, del orden social, es el primer deber de la sociedad; el descuidarte equivale, en su criterio, al crimen más grave. “La primera ley positiva, la ley fundamental de todas las otras leyes positivas, es la institución de la instrucción pública y privada de las leyes del orden natural, que es la regla soberana de toda la legislación humana y de toda conducta civil, política, económica y social”15. “Es la instrucción general y universal de su pueblo el primer y principal deber de todo buen príncipe”16. Sin esta instrucción, la acción del Estado y del individuo en el campo económico sólo producirá confusión y desorden, pues sin el conocimiento de las leyes naturales no hay ninguna evidencia de orden tísico y moral, ninguna evidencia de las causas de la prosperidad y decadencia de las naciones17. La armonía económica universal es resultante del orden natural mismo. La Providencia, que quiere que los hombres se consideren como 75
hermanos, los ha unido por la cadena imperiosa de las necesidades; ha dispuesto nuestra existencia de tal forma, que ha convertido a las naciones en dependientes las unas de las otras, y nos ha obligado a respetar los derechos de nuestros vecinos18. Los intereses económicos de todos los pueblos son, por lo tanto, solidarios. Todas las naciones sufren igualmente por las restricciones impuestas a la libertad del comercio. Una nación será tanto más rica y tanto más feliz en cuanto lo sean sus vecinos, y aún más, si lo son las naciones del mundo, como un todo. “Una industria insidiosa y un ansia ciega” que tiendan a arruinar a los otros Estados ponen trabas a la prosperidad nacional19. Si el principio de la fraternidad de las naciones se apodera del espíritu humano, no habrá el menor pretexto para hacer la guerra20. El derecho natural es aplicable a todas las relaciones humanas. Las leyes instituidas por el Creador del mundo son las mejores posibles» y por ello deben ser seguidas por todos los hombres y todas las sociedades21. El orden natural es, por definición, universal e internacional; no reconoce fronteras entre las naciones. “Diré, pues, generalmente —destaca Turgot—, que quien no olvide que hay Estados políticos separados los unos de los otros y constituidos diversamente no tratará jamás bien ninguna cuestión de economía política.”22. NOTAS 13 Quesnay, 1765, pág. 360. Véase también Dupont, 1764. págs. V y 78. 14 Mercier ha escrito un libro sobre esta materia. (Véase Mercier), 1775. Véase también Paoletti, 1772, cap. XXX. 15 Quesnav, 1765, pág. 375. 16 Mirabeau, en una carta de 1769 al príncipe Carlos Federico de Bade; Knies, 1802, t. I. pág. 17. Véase también ob. cit.. pág. 38, y Butret, 1781, página 94. 17 Quesnay, 1765, págs. 375-76. 18 Dupont, 1764, pág. 13. 19 Carta sobre la fraternidad de lis naciones, artículo anónimo en el Periódico de la agricultura, del comercio y de las finanzas, diciembre de 1765, pág. 54. 20 Carta de Turgot a Dupont de Nemours del 20 de febrero de 1766. Obras de Turgot, t. II, pág. 512. 21 Quesnay, 1765, págs. 367 y 37522 Carta de Turgot a la señorita Lespinasse del 26 de enero de 1770, Obras de Turgot, t. III, pág. 421. Turgot se satisface en las manifestaciones a favor de los principios de la solidaridad internacional. Ha traducido el libro
1 Roubaud, 1769, págs. 361-62. 2 Oncken, 1902, pág. 358. 3 Miraheau, 1767, pág. XIV. 4 Efemérides del ciudadano, 1769, tomo IX, pág. 67. 5 Weulersse, 1910, t. II, pág. 125. 6 Dupont, Artículo preliminar, 1765, pág. 362. 7 Mercier, 1767, pág. 617. 8 Ob. cit. 9 Dupont, El origen de una ciencia nueva, 1768, págs. 337-38. 10 Mercier, 1767, pág. 615. El artículo 2.° de la declaración de los derechos del hombre recuerda singularmente la concepción fisiocrática. “El fin de toda asociación política, dice el artículo citado, es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son: la libertad. la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.” 11 Baudeau, 1771, pág. 819. 12 Véase Quesnay, Evidencia, páginas 764 y sgs.; Quesnay, 1765, pág. 377. Véanse también las notas muy interesantes del fisiócrata italiano Paoletti, 1772, págs. 327-32.
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las naciones”, que convertirán las guerras y los ejércitos en inútiles. Véase la carta dirigida a Dupont de Nemours el 20 de febrero de 1766. Obras de Turgo, t. II, pág. 512.
de Tucker sobre la guerra comercial, sin tener tiempo de anotarlo ni de publicarlo. (Véase Obras, t. I, pág. 442, n.) Felicita a Dupont de Nemours por sus “benditos principios de la fraternidad de
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CAPITULO V LOS CREADORES DE LA FISIOCRACIA
I. QUESNAY. El jefe de la escuela fisiocrática1 se muestra, a través de toda su obra, como adversario de la guerra y de sus consecuencias económicas. La fuerza de un Estado es la resultante de la combinación de dos factores: una gran población y una gran riqueza. Este último factor es el más importante; pues teniendo riquezas, se pueden fácilmente encontrar soldados para reorganizar el ejército. Ganad una batalla; el enemigo permanecerá fuerte, a pesar de sus considerables pérdidas en hombres, si el dinero con el que sostenía a los soldados caídos es suficiente para alistar nuevos combatientes. Un ejército de cien mil hombres, cuya soldada sea elevada, equivaldrá a un millón de soldados mal remunerados. Los soldados bien pagados se defienden bravamente y con facilidad se encuentran voluntarios para cubrir las bajas. La riqueza sostiene así el honor de los ejércitos. Está igualmente indicado, desde el punto de vista económico y militar, estar más al tanto del incremento de la renta que del de la población. El poder real del Estado no crece en razón directa de los efectivos de su ejército. La abundancia de tropas agota las riquezas del Estado y contribuye en alto grado a su despoblación2. Es más funesto para la nación arruinarse por alimentar a su ejército, que por combatir al enemigo. No puede ser de otro modo, ya que “la milicia de una nación” subsiste gracias a los contribuyentes 3. Francia tendrá ventajas si reduce su ejército terrestre, que es demasiado numeroso, y favorece el desenvolvimiento de su marina militar. Esta es menos costosa y perjudicial a la economía nacional que el ejército de tierra. Con una flota poderosa, Francia podría oponerse a Inglaterra y hasta obligarla a abandonar su política prohibicionista. Desarrollando su marina, Francia “cambiará el sistema de las guerras en Europa”4; evitará, en lo posible, las guerras continentales y tratará de luchar, contra sus enemigos, en el mar. “Las guerras, de esta suerte, vendrían a ser menos destructivas, menos frecuentes y menos ruinosas para nosotros; pues las que tendríamos que sostener en el mar, 78
contra esta potencia marítima —Inglaterra—, serían mucho menos dispendiosas que las que sostenemos en tierra”5. Quesnay considera, desde el punto de vista económico, las ventajas que implica tener una gran población. Quienes sólo la tienen en cuenta como base de ejércitos numerosos, juzgan mal la fuerza de un Estado. El soldado no estima a los hombres más que cuando son aptos para el servicio militar, “...pero el hombre de Estado debe lamentarse de que los hombres tengan que ser destinados a la guerra, como un propietario lamenta aquella parte de su tierra que tiene que emplear en cavar el foso que precisa para delimitar su campo. Si es cierto que los grandes ejércitos la empobrecen, también es cierto que la existencia de una gran población, combinada con una gran riqueza, la convierten en temible. La ventaja más esencial que se deriva de la existencia de una gran población es el aumento de producción y de consumo que ponen en movimiento las riquezas pecuniarias del reino”6. Las guerras son poco frecuentes en un Estado bien gobernado; porque éste impide, en la medida de lo posible, que estallen: “un buen gobernante excluye todo pretexto absurdo de guerras: el comercio u otras pretensiones nacidas de mal entendidos o ideas capciosas, que se suelen tomar como motivo para violar el derecho de gentes, arruinándose y arruinando a los demás. Ya que para sostener estas empresas injustas se hacen esfuerzos extraordinarios por ejércitos tan numerosos como dispendiosos, sin que tengan otro resultado que un agotamiento que marchita el heroísmo de las naciones beligerantes y desconcierta los proyectos ambiciosos de conquista”7. Por el contrario, el soberano debe observar estrictamente las leyes naturales para aumentar la producción de riquezas y convertir en más eficaz la defensa del Estado, “objeto capital de un buen gobernante”8. “Puede hacer en sus propias provincias conquistas mucho más ventajosas para él mismo y para la nación que las que obtendría en las guerras extranjeras.”9. Si los mercantilistas consideran el comercio como la fuente eterna de las guerras, los fisiócratas, por el contrario, ven en él la causa más eficaz para alcanzar la paz universal. Para estas dos escuelas, el factor comercial es de una importancia decisiva, pues es más que cualquier otro el que marca su actitud frente a los problemas que la guerra plantea. Ahora bien: esta consideración ha ejercido poca influencia sobre la opinión de Quesnay, y por ello en su sistema el comercio exterior y los cambios internacionales no juegan más que un papel secundario. Su concepción de la paz nace menos de la división internacional del trabajo que de su teoría sobre el orden natural. 79
Quesnay y sus discípulos atribuyen menos importancia al comercio exterior que los mercantilistas. Comprenden que es insensato querer acaparar el comercio mundial. La función primordial, para ellos, del comercio exterior, es proporcionar salida a los remanentes de la producción agrícola. Quesnay, que no deseaba un comercio exterior muy desarrollado, abogaba por su completa libertad. El comercio, según él, es estéril (*) y por sí mismo no puede enriquecer a la nación. El comercio exterior muy activo10 no es más que “la válvula de escape” que tienen aquellos países cuyo mercado interior es insuficiente para consumir toda su producción11. Creen que cuanto más vanadas y múltiples sean las clases de mercancías producidas por un país, más satisfarán las necesidades interiores y con ello desaparecerá la posibilidad de excedentes y las relaciones comerciales con el extranjero serán más reducidas. Por esto se reducirá el comercio exterior, el cual es desventajoso, en principio, no por realizarse con el extranjero, sino en razón a la distancia entre los que intercambian. Quesnay concede más importancia a la distancia y a los gastos de transporte que a las diferencias étnicas o políticas existentes entre las naciones con las que se mantienen relaciones comerciales. Son los gastos de transporte la causa de que el comercio entre países muy alejados sea perjudicial para la prosperidad de las naciones. Es tan sólo ventajoso para los comerciantes, los cuales pueden obtener grandes fortunas rápidamente, hechas siempre a costa de sus conciudadanos12. Cuanto Quesnay propugna a favor de la producción nacional, no lo hace con la intención de convertir a la nación en independiente o autárquica, sino para que, al producir más dentro del propio país, el consumo se abarate. Una nación que obtiene de su suelo, de sus hombres y de su propia marina los mejores productos posibles no debe envidiar el comercio de sus vecinos. Si éstos desean atacarla sólo se perjudicarán a sí mismos. “Por ello, las naciones rivales comercialmente y hasta enemigas deberán ser más diligentes en mantener o extender, sí es posible, su propio comercio que en tratar de molestar directamente el de los otros. E incluso deberían favorecerlo, porque el comercio recíproco de las naciones se sostiene mutuamente por la riqueza, tanto de los compradores como de los vendedores.”13. El comercio exterior debe gozar de la misma libertad que el comercio interior. Quesnay habla de la “República comercial univer* Los fisiócratas sólo consideraban como productiva la agricultura, y todos los demás trabajos, como estériles. (N. del T.) 80
sal”14 y es partidario de la libertad absoluta del comercio15. La política comercial más segura, más exacta y más provechosa para la nación y para el Estado es la que se funda en la libre competencia16. Los que excluyen de su comercio a los extranjeros calculan mal, pues a su vez ellos serán también excluidos, como represalia, del comercio con las naciones extranjeras. Todas las pretendidas ventajas, atribuidas a la exclusión, quedan anuladas por la exclusión misma17. El comercio como tal no se ofrece como causa de la guerra. En realidad, no es aquél, sino los comerciantes, los que provocan, muy a menudo, los conflictos armados. Los fisiócratas distinguen netamente, a este respecto, entre el comercio y los comerciantes. Para Quesnay, los comerciantes son tan sólo una clase estéril; no crean ninguna riqueza útil y sus intereses particulares son opuestos a los de la nación. Los negociantes, piensa, tienden a multiplicar lo más posible los gastos para incrementar con ello sus beneficios en perjuicio de la nación18, El interés de las naciones y el del comercio son idénticos, pero ambos son opuestos al de los comerciantes19. “Los comerciantes participan de la riqueza de las naciones, pero las naciones no participan de las riquezas de los comerciantes.”20. Quesnay no creía en el patriotismo de los comerciantes. “El negociante —dice— es extranjero en su patria”21. Es, en consecuencia, falso identificar sus intereses con los de la patria. Las prohibiciones, los privilegios restrictivos y otros favores de esta especie concedidos a los “negociantes que se denominan nacionales”22, pueden indudablemente asegurarles grandes beneficios, sin que a cambio proporcionen a la nación más que pérdidas y guerras. La agricultura es la única que proporciona prosperidad a las naciones; no hay, es cierto, más que un medio de hacerla próspera: el comercio libre. “Todas las guerras y todas las reservas relativas al comercio no pueden tener por objeto más que un monopolio, quizá involuntario, por parte de los negociantes del reino; situación siempre funesta para aquellas naciones que no saben distinguir entre sus propios intereses y los de los comerciantes y que se arruinan por el sostenimiento de guerras para asegurar a los agentes nacionales de su comercio un privilegio exclusivo que perjudica a las propias naciones”23. Quesnay señala en sus obras que la economía del país es la base de la potencia militar de los Estados. Ridiculiza a esos historiadores superficiales que tan sólo transmiten a la posteridad hechos militares. Ciertamente que éstos deslumbran a sus lectores, pero sus libros más que instructivos son entretenidos. Ello no implica negar el papel que 81
desempeñan los soldados y oficiales que participan en las expediciones militares en bien del Estado. “Pero el Gobierno, que debe tener una visión amplia, no despoblará sus campos y no destruirá sus fuentes de bienes para buscar una mejora particular, si es enemiga del bien general.”24. “El historiador que se limite a la parte heroica, en sus relatos, de las hazañas militares, instruye parcialmente a la posteridad sobre las causas de los sucesos decisivos de la guerra, si no aborda el estado de las fuerzas todas del país, así como de la política desarrollada por cada una de las naciones beligerantes; pues la potencia permanente de los Estados descansa en la armonización de todas las fuerzas capaces de contribuir a la grandeza de la nación.”25. El estudio del orden natural y de los fines esenciales que impone al gobierno económico “es la clave de la historia de las naciones... Nuestros historiadores son cantores de batallas, de sitios, de procesos políticos, de astucias, de relatos sobre el papel jugado por determinados personajes en la política, en la guerra, en la religión e incluso en la galantería; mas ignoran la base fundamental sobre la que se sustentan las naciones que han sufrido las revoluciones que ellos cuentan”26.
II. MERCIER DE LA RIVIÈRE. De todos los fisiócratas, Mercier de la Riviére27 es el que más ha insistido sobre la idea del interés común que une a los pueblos. No creía que siempre se pudiera exportar sin importar. En última instancia, una nación no puede ganar nada queriendo siempre vender a los extranjeros sin comprarles28. La política que trata de enriquecer o engrandecer a una nación a expensas de las otras es falsa; conduce a guerras perjudiciales para el Estado y la economía nacional29. En el sistema fisiócrata —recuerda Mercier de la Riviére— no cabe basar la prosperidad de una nación sobre la ruina de las otras30. El principio básico de los economistas, precisa nuestro autor, se funda en que el bienestar del individuo es consustancial con el de la propia especie humana31. Radica en el propio orden inmutable de la Naturaleza que todos los hombres deban ser útiles los unos para los otros32. La fraternidad de los pueblos está, no sólo dentro del orden de la Naturaleza, sino en los propios designios de la Providencia33. “De acuerdo con el orden natural, el bienestar particular de cada nación es causa del acrecentamiento del bienestar general de las otras naciones; para 82
aprovecharse de éste no tienen otra cosa que hacer que no contrariar esta realidad; no se debe poner obstáculos a la libertad, que debe aproximarlos, unirlos, y no hacer de ellos más que una sola sociedad.”34. El horizonte del economista no puede estar limitado por las fronteras nacionales: fronteras inexistentes en la Naturaleza. Ve Mercier de la Riviere en cada nación una provincia del gran reino de la naturaleza35 y en todos los pueblos europeos una sola y misma sociedad36. “El orden natural lleva a la unidad de todas las sociedades particulares.”37. “El economista abarca a todas las naciones civilizadas; las considera como miembros de una sola y única familia; las ve todas unidas naturalmente por lazos de una utilidad recíproca; en consecuencia, la paz es el único estado que conviene a su interés común; interés común que, para ellas, como para el simple particular, consiste en la seguridad de sus derechos de propiedad, y en la libertad de ejercerlos; debe ser la base de su política y debe inspirar todos sus tratados, bien entendido que, sin él, sin su garantía, es imposible hacer que los tratados sean duraderos, ni darles solidez”38. Todas las naciones tienen igual interés en evitar la guerra, estado violento y peligroso para todos los beligerantes. Deben vivir todas ellas en el estado natural: la paz39. Mercier de la Riviére se lamenta “de las frecuentes y funestas crisis que por la bárbara manía de conquista” sufren las naciones40. Un Estado que trata de oprimir a los otros es enemigo común de todas las naciones. Estas se encuentran, pues, “en la necesidad de reunirse para formar una fuerza común capaz de garantizar a cada una de ellas sus derechos de propiedad”41. Los hombres han descubierto, desde hace mucho tiempo, la fraternidad de las naciones; pero no la han visto ni en su verdadera fuente, ni en sus relaciones esenciales. De nación a nación, la Naturaleza ha establecido los mismos deberes y los mismos derechos que de individuo a individuo. Entre éstos no se conciben derechos sin deberes, y aquel que exige el respeto de sus bienes no puede pedirlo más que en virtud de la obligación en que se encuentra de respetar la propiedad de los otros. “Una nación sólo puede establecer sólidamente sus derechos de propiedad y su libertad si los funda en el deber que se impone, por su parte, de respetar y no atentar jamás los derechos de propiedad y de libertad de los otros pueblos.”42. El orden esencial de las sociedades nos indica la política que conduce a la prosperidad: respetar la propiedad y la libertad de las otras naciones43. 83
La libertad del comercio exterior e interior proviene del derecho de propiedad44. Este derecho permite a cada particular y a cada nación vender y comprar por doquier, libremente, en las condiciones más favorables. Sobre este supuesto, ninguna querella ni guerra comercial debería presentarse entre las naciones45. Esta política de libertad no exige la reciprocidad. Una sola nación puede adoptar una política inspirada en el orden natural. Incluso si los otros Estados rehúsan seguirla y se oponen con represalias económicas, le sería ventajoso no abandonar el sistema de libertad comercial. Del hecho de que una nación deje totalmente libre su comercio interior no se sigue que sea condición precisa que lo instaure en el exterior46. No es imposible suprimir la guerra. Una organización política o internacional parece incluso superflua para asegurar la paz general. “Una confederación general es el estado natural de Europa.”47. Esta “confederación natural y necesaria”48 existe, pese a la mala voluntad o ignorancia de los soberanos. “Una confederación general de todas las potencias de Europa no es, por tanto, una quimera como tanta gente se imagina; está de tal modo en el orden natural que se la debe suponer como realizada o, mejor dicho, como existente sin necesidad de que se manifieste en ninguna convención expresa a este respecto”49. ¿Puede esta confederación ser eficaz en la vida internacional? La respuesta de Mercier de la Riviére es completamente afirmativa: “Sí, si en la confederación se recordase que todos los pueblos no forman más que una misma sociedad general; sí, si después de esta primera verdad se examinasen de buena fe los derechos esenciales que cada uno debe invariablemente gozar en esta misma sociedad y se evitase, con cuidado, el perjudicar estos derechos; sí, si los tratados no fuesen más que expresión de este orden natural, fiel e inmutable, del que no nos podemos evadir sin ser injustos, y todas las naciones considerasen como ventajoso acceder a estos mismos tratados; de esta forma la confederación llegaría a ser natural y necesariamente general.”50.
III. DUPONT DE NEMOURS. De la obra científica y política de Dupont de Nemours51, es fácil deducir su concepción sobre la guerra, tanto desde el punto de vista 84
militar como económico. Sostiene en el Discurso preliminar a su “Fisiocracia” (p. LXXIII) que el estado de guerra no es, como pensaba Hobbes, consustancial con los hombres que viven en “estado de naturaleza”. Es el estado de los hombres que integran una sociedad desordenada. El estado de guerra se opone al más elemental de los preceptos del orden natural, el que establece la solidaridad entre los intereses de todas las naciones. Pero para que este orden natural se ofrezca, es necesario que los países lleguen a conocer previamente las “leyes naturales”. El comercio es ventajoso, a todos los hombres sin excepción, ya que les proporciona lo necesario por medio de lo superfluo. Es un “convenio fraternal de todos los contratantes”, quienes “establecen una especie de comunidad de bienes entre las naciones que lo permiten y lo favorecen”52. “Los pueblos, aun los más juiciosos, se han hecho guerras sangrientas por pretensiones insensatas y ruinosas; ninguno ha querido ver que una guerra comercial no es más que una bárbara extravagancia contraria al objeto perseguido; que es imposible atacar el comercio de los vecinos sin disminuir el propio, y que oponerse a las ventas del enemigo es limitar las compras que pudieran realizar; es hacer desaparecer el medio de que paguen las cosas que se desean o se tiene necesidad indispensable de vender”53. El comercio francés con las Indias es causa permanente de guerras lejanas que cuestan infinitamente más “que los establecimientos, las colonias y todo cuanto el comercio de Indias pueda jamás valer”54. Estos conflictos son tan ruinosos como insensatos, por lo que Francia haría mucho mejor renunciando al comercio directo con las Indias y practicándolo a través de compañías extranjeras. Con ello, las guerras serían menos frecuentes y menos costosas. “Y en muchas ocasiones la disminución de guerras en las Indias evitaría a su vez las de Europa.”55. Para ser dichosos, los hombres sólo necesitan “la libertad de actuar en todo lo que no entrañe delito” o atente a la seguridad de las personas o a la propiedad de las cosas56. La guerra anula estas tres condiciones de la felicidad humana. Es evidente, a los ojos de la moral y de la razón, que el derecho para realizar una guerra ofensiva no pertenece a ninguna nación57. Francia debería dar ejemplo frente al mundo entero en el campo de las relaciones internacionales. Dupont de Nemours expuso, en la Asamblea Nacional, un proyecto de Decreto cuyo artículo primero decía así: “La nación francesa renuncia a toda guerra ofensiva para apoderarse de los territorios que perte85
nezcan a otros, y no atentará a los derechos o a la libertad de ninguna nación”58. Cada nación, y particularmente Francia, debería desarrollar un sistema militar más defensivo que ofensivo; es decir, más favorable al mantenimiento de la paz en Europa59. La guerra económica es tan dañosa como una guerra corta. “Las aduanas no son más que una especie de hostilidad recíproca entre las naciones. Se hacen la guerra con impuestos, incluso cuando cesan de hacérsela con las armas, y en esta clase de guerras, como en todas, las ventajas, aun las más brillantes que puedan obtenerse, no valen Jos gastos que cuestan y los males interiores que causan.”60. Las naciones pueden verse obligadas a adoptar una política proteccionista, la cual, aunque en principio es condenable, es admisible si se recuerda que el fin último de toda política digna de este nombre es la libertad y la paz. Dirigiéndose a los miembros del Consejo de los Ancianos, a quienes recomendaba unos derechos aduaneros moderados, Dupont de Nemours resumió así su punto de vista: “Está permitido a la razón, a la filosofía, al espíritu legislador prever una época en la que el sacrificio de nuestras aduanas nos asegurará la franquicia y la libertad del comercio con las otras naciones, y es digno de vosotros considerarlas tan sólo como una parte de los ejércitos que deben conduciros a esa paz futura, verdadera y completa.”61.
IV. BAUDEAU. Si se quieren oponer la doctrina de los mercantilistas y la de la fisiocracia respecto a la guerra, nada mejor que enfrentar a Montchrétíen o a Colbert con el abate Baudeau62. La actitud de este último, frente a los extranjeros, contrasta con la que respecto a ellos tenían los mercantilistas. La palabra extranjero “se ha convertido desde hace tiempo en bandera de combate entre los hombres. Un prejuicio fatal, pero casi universal, ha identificado la palabra extranjero con la de enemigo, no solamente en la teoría, sino en la práctica. Se creía que las naciones necesariamente debían estar en un estado de guerra permanente las unas con las otras; se admitió como dogma, por así decirlo, este funesto prejuicio, y se creó una virtud bajo el nombre de patriotismo.” (Baudeau, 1771, pág. 808.) Admitir este prejuicio implica desconocer totalmente la unidad cíe interés que une a todas las naciones, incluso a las más antagó86
nicas. En realidad, todos los hombres, cualquiera que sea su nacionalidad, tienen el mismo interés en aumentar la producción de bienes de consumo. Este incremento sólo se favorece por una política basada en la paz y en la libertad comercial. El verdadero enemigo no es el extranjero, en el sentido amplio de la palabra, sino aquel, sin distinción de nacionalidad, que impide o destruye la producción de bienes. En lo que concierne a la guerra, el abate Baudeau se opone resueltamente a los mercantilistas. La Humanidad —dice— sufre dos clases de contiendas, igualmente absurdas y funestas; unas, descubiertas (invasiones a mano armada); las otras, ocultas (las prohibiciones y las aduanas). “Si esos monstruos, con figura humana, que se llaman conquistadores, tienen consagradas estatuas y capillas, y gozan de la baja adulación de autores, es por la misma causa que en la antigüedad pagana se erigían templos a la fiebre, al hambre y a la peste.”63. Es pueril sostener la posibilidad de enriquecerse por ‘‘usurpaciones”. Si se empleara, por ejemplo, un tercio de los gastos que ocasiona la guerra en préstamos agrícolas, la tierra produciría rentas diez veces superiores a las que se obtienen por la violencia64. Ciertos escritores sostienen que un Estado tan sólo puede enriquecerse a costa de los otros. Consecuentemente, sólo se ocupan, por todos los medios, en impedir cualquier suerte de ganancia a las potencias vecinas consideradas como enemigas, bajo el nombre más anodino de rivales. “¡Cuántos males, esta falsa y bárbara política de destrucción, no ha acumulado sobre la especia humana! Cuando es más simple, más fácil, más satisfactorio realizar una política de mejoramiento.”65. “Más aún: supongamos en la política de destrucción el éxito más completo que de ella se puede esperar: una conquista. Conquista, gran palabra que designa un bello hecho. Pero, ¿qué se encontrará de útil en la posesión de una nueva provincia ? Tierras cultivadas, hombres y riquezas; pues bien... ¿Cuántas conquistas se podrían hacer dentro de la propia nación, pacíficamente, a menos precio, sin peligro y sin devastación y, sobre todo, sin que ninguna potencia humana pueda impedirlo?” “He aquí lo que siempre olvidan los grandes pensadores que quieren regentar el pobre mundo.”66. Las guerras se han convertido, desde que el crédito y los empréstitos se utilizan, en más gravosas y perjudiciales. Gracias a los empréstitos su coste se ha elevado tres o cuatro veces sobre el que tenían cuando los soberanos carecían de esta suerte de recursos67. 87
“Tomar prestado, para hacer la guerra, aunque se estuviera seguro del éxito, sería evidentemente una ruinosa locura. ¡Ay! ¿Quién es el soberano que no está dispuesto a conquistar una gran parte de su propio reino?”68. Una política honesta y bienhechora, fundada en la ley natural y la justicia, no puede admitir entre las naciones más que relaciones de paz y de fraternidad; de unidad de intereses y de libertad de comercio69. “La oposición de intereses es la esencia de la política usurpadora. La unidad de intereses es la esencia de la política económica.”70. Una sola política se impone: la de la razón, la del orden natural y la de la libertad de comercio; la que considera los intereses de todos los pueblos de la tierra como solidarios y refuerza los lazos entre las naciones. “La política razonable, justa, bienhechora, hará desaparecer del diccionario de los pueblos civilizados estas palabras absurdas y atroces de naciones rivales, naciones naturalmente enemigas; borrará hasta la de nación indiferente.” 71.
V. LE TROSNE. El desprecio, que es tan característico en los fisiócratas, por las conquistas y por las victorias militares, lo encontramos de nuevo en uno de sus últimos partidarios: Le Trosne72. “Los filósofos, que se dedicaron a la enseñanza del orden social, dejaban a los historiadores, a los oradores y a los poetas, celebrar la gloria de triunfos y conquistas, que causan tantos males a las naciones, que hacen confundir las lágrimas de los vencedores con las de los vencidos, que distraen a los soberanos de los problemas interiores, que absorben su atención y sus medios. Mas la verdadera gloria ha de conquistarse en la creación de establecimientos útiles y en reformas saludables, que recaen por entero en provecho de la propia Humanidad”73. Las naciones no son extrañas las unas a las otras. Y una nación que se opone al intercambio internacional se daña ella misma. “Se debe razonar de nación a nación como de provincia a provincia.”74. La idea de vender constantemente a una nación sin comprarle sus productos, no es sólo irrealizable, sino aun insensata; incluso si ello pudiera realizarse75. Por el contrario, la libertad del comercio exterior está fundada en el orden natural de las sociedades y sobre la ventaja recíproca de 88
las naciones76. Está de acuerdo con la justicia y con la intención de la providencia, y persigue, al mismo tiempo, el verdadero interés de las naciones. El orden social es admirable, precisamente porque no separa nunca lo justo de lo útil; por el contrario, lo reúne77. El co mercio es, pues, un factor importante para la aproximación de tas naciones78. La política deberá ser el arte de conservar la paz, de prevenir las rupturas y conciliar las pretensiones. Un soberano justo y consciente de sus intereses no se lanzará a la guerra más que cuando se vea obligado por sucesos que escapen a su poder79.
VI. MIRABEAU. Si tuviéramos que conferir, en este estudio, al marqués de Mirabeau el lugar correspondiente a su importancia en el movimiento fisiocrático, sería necesario, sin duda, analizar sus obras inmediatamente después de las de Quesnay. El marqués es, en efecto, el verdadero fundador de la Secta de los Economistas y su organizador más activo80. Sin embargo, es preciso recordar que El amigo de los hombres, aparecido en 1757, es anterior a la conversión de Mirabeau a la fisiocracia81. En esta obra, que fue un verdadero triunfo —veinte ediciones se publicaron de 1757 a 1760—, Mirabeau se titula “Un economista autónomo”82. En esta época no tiene sino ciertas tendencias y aspiraciones muy vagas como fisiócrata83. No tendrá autoridad entre los economistas, sino después de su conversión a la fisiocracia84. Examinando la doctrina común de Mirabeau con los fisiócratas, después de su conversión, hay que poner de relieve las divergencias existentes entre El amigo de los hombres y la tesis que los fisiócratas tenían sobre la paz. Por esta razón, y para no romper la unidad de exposición, nos ha parecido mejor colocar el estudio de Mirabeau después de otros economistas, incluso de menor importancia que él. Ya en El amigo de los hombres se pueden apreciar las ideas que hacen presagiar las que Mirabeau desarrollará en las obras posteriores a su conversión. De todos modos, su punto de vista en este aspecto no se identifica aún con la concepción fisiocrática de las relaciones internacionales. Mirabeau considera a la Humanidad como una familia dividida en varias ramas85, la cual no puede prosperar más que por la unión de todos sus miembros; unión perfectamente posible y realizable. De89
seaba mantener la paz, la justicia y la libertad en el inundo entero86. Predispuesto hacia los extranjeros, deseaba atraerlos a Francia por todos los medios87. El interés común de las naciones es la base de su sistema económico. El mundo parece actuar según la máxima: nada se pierde que otro no gane. Mas este principio es tan desgraciado, tan bárbaro como falso, y Mirabeau opone al mismo este otro: nada se pierde que el otro no pierda88. La prosperidad de nuestros vecinos es parte de la nuestra. “Esta idea —dice— es uno de los principales pilares de mi sistema.”89. La paz será muy frágil en tanto que el mal que la amenaza (las prohibiciones) no sea extirpado en sus raíces. Las prohibiciones comerciales son ‘‘una gran tontería”, pero una tontería con graves consecuencias, ya que la política de exclusividad comercial conduce a las guerras comerciales, más temibles que cualquier otra guerra90. Mirabeau propone a los Estados “un tratado de fraternidad que suprima todos los derechos de entrada sobre todo lo que sea llevado a los puertos de una de las potencias contratantes por los súbditos y navíos de la otra”91. En tal tratado, fundado en la comunidad de intereses económico de la Humanidad, Mirabeau ve una garantía eficaz de la paz. Todo otro sistema fracasaría, como ha sucedido con el basado en el equilibrio de los Estados europeos, que fue siempre una idea hueca, una quimera política92. Sin embargo, y esta idea es muy importante, el rey de Francia no deberá proponer el tratado en cuestión más que en el momento en que su país haya ya logrado el completo desarrollo de su industria nacional. En otros términos, el libre cambio de Mirabeau no era ni tan absoluto ni tan desinteresado como pudiera suponerse a primera vista. El texto no deja ninguna duda a este respecto: “Convencidos de haber desarrollado dentro del país la industria, hasta el punto que la extranjera no le pueda hacer la competencia, por tener ésta la desventaja de los gastos de transporte, él [el rey de Francia] levantará todas las prohibiciones que pesen sobre la importación de las manufacturas extranjeras, para obtener la misma ventaja de los otros países, y no prohibirá más que las que fabriquen los pueblos que no hayan querido suscribir el tratado.”93. Francia propondrá a todos los países este tratado, y Mirabeau espera que las potencias europeas, Inglaterra y Holanda comprendidas, lo acepten, pues les será ventajoso. La generosidad del rey de Francia permitirá el asentimiento de las potencias”94. No excluye la posible oposición de ciertas naciones. Para el caso en que un Estado no 90
quiera, por su propia voluntad, adherirse a la nueva convención, el marqués de Mirabeau propone al soberano francés: ‘‘Prohibirá a todos los súbditos del Estado, bajo pena de crimen de lesa majestad, todo comercio directo o indirecto con la nación que no haya querido ser su hermana. Esta ley, proclamada con la mayor solemnidad y revestida de todas las formalidades que pudieran darle autenticidad, sería temible por las penas que seguirían a su infracción. La cabeza del transgresor sería puesta a precio, su casa sería arrasada y su descendencia declarada infame hasta la última generación.”95. Mas semejante estado de cosas conducirá fatalmente a una guerra con las naciones rivales. El “príncipe amigo de los hombres empleará, pues, el poder para sostener la causa de la Humanidad y para impo ner a todos la confraternidad universal en el comercio”96. “Tal es el único yugo que le está permitido imponer a sus vecinos.”97. Si es preciso, será el rey de Francia quien extienda en el mundo esta confraternidad. Francia debe, en efecto, “ser el árbitro del mundo para proporcionar el bienestar a todos, lo mismo que a su pueblo; eliminar todo privilegio exclusivo y no dejar más que los debidos a la naturaleza y el trabajo. Es ésta la única monarquía universal qué no es un sueño”98. El rey de Francia tendrá que oponerse vigorosamente a cada nación que no quiera entrar en la “confraternidad” de los pueblos y “mostrarle en menos de un instante que una rata no es un elefante”. Se comprende, sin necesidad de decirlo, que “el verdadero elefante es Francia”99. Hace falta no equivocarse cuando el marqués dice, al pretender resumir su sistema en una sola frase: “La política extranjera se llama paz”100. El liberalismo de Mirabeau es, en realidad, la voluntad de asegurar a la industria francesa por todos los medios, comprendido el proteccionismo, la superioridad frente a sus rivales extranjeros. Y una vez que esto se haya conseguido, Francia puede ofrecer, sin temor a las potencias europeas, la elección entre la prohibición de sus mercancías o la libertad económica. Francia deberá aprovechar la primera ocasión que se le presente para hacer que las otras potencias le abran sus mercados, aun, si es preciso, por la guerra. Una doctrina semejante, como pone de relieve Brocard101, no le distingue de los mercantilistas más que por su violencia. La contradicción entre los principios expuestos por el marqués y las aplicaciones que de ellos hace es evidente. Resumiendo: en El amigo de los hombres, el principio de la libertad de comercio no es más que un hábil expediente destinado a 91
lograr la apertura de los mercados extranjeros, en lugar de ser una regla de conducta absoluta aplicable a todas las circunstancias102. Mirabeau, después de su adhesión a la fisiocracia, transforma sensiblemente su actitud y se suma a la doctrina fisiocrática de la paz, renunciando con ello tácitamente al proyecto que había formulado en El amigo de los hombres. Su Filosofía rural está penetrada de tal cosmopolitismo, que parece negar incluso la existencia de la nación como tal. Su autor así lo pone de relieve, con la exageración propia de su fogoso temperamento: “No siendo antropófago, las diferencias físicas entre las naciones me son inadvertidas... No me siento menos pariente de un alemán o de un inglés que de un francés”103. Todas las declaraciones de Mirabeau no son tan impetuosas. Cuando frena su verbo se conforman mejor al espíritu fisiócrata. “Un propietario cualquiera debe considerar su provincia como su tierra, el Es tado entero como su provincia y el mundo como su patria.”104. Según los principios eternos del orden natural, los intereses de las naciones se armonizan. Las naciones que intentan arruinar, a las otras acaban arruinándose a sí mismas. Al tratar Inglaterra de disminuir el comercio francés, mengua el propio, y Francia, quemando un puerto británico, quema sus propios almacenes. Son ciegas pasiones las que llevan a un pueblo a luchar con sus vecinos. La riqueza de una nación depende de la de las otras. Debe ser este principio el que inspire una política clarividente105. Las leyes económicas son universales e imperecederas; “no hay más que una producción y un consumo en el mundo”106. Quienquiera que no observe estas leyes sentirá en sí mismo sus peligrosos resultados. “Siempre que se forjan cadenas para los vecinos nos encadenamos nosotros mismos.”107. La economía política desemboca aquí en un resultado lógico irrefutable y, por tanto, muy simple. La ciencia económica es compleja tan sólo “para los que están imbuidos de la totalidad o parte de los prejuicios por los que el interés particular, disfrazado bajo la máscara del bien público, ha instituido, decorado y reducido a ciencia una falsa política fundada en el arte de conseguir el provecho nacional en perjuicio de las otras naciones, lo que supone y establece siempre la guerra sorda de todos contra todos y el reino de la injusticia paliada bajo falsas apariencias”108. Mirabeau, convertido en fisiócrata, condena severamente la política bélica. Las guerras son ruinosas, menos a causa de las devastacio92
nes y pérdidas directas que por la disminución de la producción que entrañan. Compara a los conquistadores con los jabalíes y concluye: “El espíritu de conquista es incompatible con el de gobierno.”109. NOTAS 27, y en Permezel, 1907. págs. 101-112. 23 Quesnay, Del Comercio, 1766, páginas 489-490. El mismo texto en la página 435, en las Obras de Quesnay. 24 Quesnay, Hombres, pág. 16. 25 Quesnay, Máximas, pág. 357. 26 Quesnay, Tema propuesto a Mirabeau para la conclusión de su Memoria sobre la agricultura. Citado de conformidad con Weulersse, 1910, t. II, pág. 131. 27 Paul Pierre le Mercier de la Riviére (Lemercier o Le Mercier) fue uno de los principales fisiócratas, nació en 1720 y murió en París en 1793. Consejero del Parlamento de París, abandono su cargo en 1758, para ir a servir el cargo de Intendente en la Martinica. Vuelto a Francia en 1764, se unió a Mirabeau y Quesnay y fue uno de los principales redactores del Periódico de la agricultura, del comercio y de las finanzas, que dirigía Dupont de Nemours. Véase Richner, 1931. 28 Mercier, 1767, pág. 580. 29 Ob. cit., pág. 527. 30 Mercier, Caria, pág. 19. 31 Ob. cit., pág. 59. 32 Mercier, 1767, pág. 565. 33 Mercier, Carta, págs. 57-58. 34 Mercier, 1792, t. I, cap. XIII, págs. 242-43. 35 Mercier, 1767, pág. 526, 36 Ob cit., pág. 529. 37 Ob. cit., pág. 565. 38 Mercier, Carta, págs. 57-58. 39 Idem, 1767, pág. 631. 40 Idem, 1792, t. I, pág. 245. 41 Idem, 1767, pág. 632. 42 Ob. cit., pág. 533. 43 Ob. cit., pág, 535. 44 Mercier, Carta, pág. 26. 45 Idem, 1767, pág. 632. 46 Ob. cit., págs. 535-36. 47 Ob. cit., pág. 531. 48 Ob. cit., pág. 528. 49 Ob. cit, pág 528. 50 Ob. cit., págs. 530-31. 51 Pierre Samuel Dupont de Nemours, economista y político francés, nació en París en el año 1739 y murió en los Estados Unidos en 1817. Estudió primeramente para médico; después se dedicó a la economía política
1 Francisco Quesnay nació en Mere (Seine-et-Oise) en 1694, murió en Versalles en 1774. Se hizo cirujano en París y se estableció en Mantés, donde se convirtió en médico de la Pompadour y después primer médico del rey. Había publicado ya un gran número de obras sobre medicina y cirugía cuando escribió para la Enciclopedia dos articulos de economía política, uno en 1756 y otro en 1757 (Granjeros y granos), en los cuales expuso, por vez primera, el sistema de la fisiocracia. Sobre Quesnay y su doctrina, así como sobre su influencia, véase Weulersse. 1910. 2 Quesnay, Hombres, pág. 13. 3 Quesnay, Máximas, págs. 355-57. 4 Quesnay, Hombres, pág. 17. 5 Ob. cit., pág. 18. 6 Quesnay, Granos; 1757, páginas 219-20 7 Quesnay, 1767, pág. 658. 8 Ob. cit., pág. 648. 9 Quesnay, Granos. 1757, pág. 242. Las colonias disminuyen también la riqueza de la metrópoli por los gastos y por las guerras que ocasionan. Véase Quesnay, 1758, pág. 302. 10 Quesnay, Repetición, pág. 419 n. 11 Quesnay, Del Comercio, 1766, página 484. 12 Quesnay, 1767, pág. 605. 13 Quesnay, Granos, 1757, páginas 239-40. 14 Quesnay, Análisis, pág. 326. 15 Para Turgot, la libertad comercial es un “principio sagrado”. Véase carta al doctor Price del 22 de marzo de 1778, Obras de Turgot. Tomo V, pág. 537. 16 Quesnay, Máximas, pág. 336. 17 Quesnay, Del Comercio, 1766, pág. 45518 Ob. cit., págs. 467-68. 19 Véase también, Mirabeau, 1769, pág. 269, y Le Trosne, Del interés social, 1777, págs. 970 y sgs. 20 Quesnay, Del Comercio. 1766, pág. 461. 21 Ob. cit. 22 Ob. cit., Véanse las mismas ideas en Mercier de la Riviére, 1767, páginas 562-64. Sobre la teoría del comercio de los fisiócratas, véase Savatier, 1918, especialmente en las págs. 126-
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Miembro de la Constituyente, diputado del Consejo de Ancianos. Publicó y analizó con comentarios la obra de Quesnay bajo el título de Fisiocracia (1768). Es, pues, él, el que dio nombre a la doctrina de Quesnay. Sobre Dupont, véase Schelle, 1888. 52 Dupont, 1764, págs. 13-14. 53 Ob. cit., pág. 15 n. 54 Dupont, 1769, pág. 55. 55 Ob. cit., pág. 61. 56 Dupont, El amor a la Constitución, 1792, pág. 2. 57 Idem, Opinión, etc., 1790, pág. 2. 58 Idem, Proyecto de decreto, 1790. 59 Idem, De la verdadera y falsa economía, pág. 14. 60 Declaraciones de Dupont al Consejo de Ancianos (sesión del 4 floreal, año IV). El Monitor Universal del 28 de abril de 1796, n.° 219, pág. 875. Se encuentra la misma opinión en Rougiek de la Bergerie, 1797, págs. 9-10. Monitor 61 Dupont de Nemours. Universal, 28 de abril de 1796, n.: 219, pág. 875. En una carta a Dupont de Nemours de 28 de julio de 1758, Benjamín Franklin, que se puede considerar como el primer economista norteamericano (véase Wetzel, 1895, pág, 56), expresa su admiración por el sistema fisiocrático (Franklin, Obras, t. V, pág. 26). La doctrina que profesa es profundamente pacifista. Las guerras serían mucho menos frecuentes si los hombres de Estado supieran calcular mejor. (Obra citada, 1784, t. X, pág. 300.) “No hay ni buenas guerras ni mala paz.” ¿Qué inmensas mejoras, para el agrado y la comodidad de la vida, no habría logrado la especie humana, si el dinero gastado en la guerra hubiera sido empleado en obras de utilidad pública? Ob. cit., t. X, pág. 147. 62 El abate Nicolás Baudeau fue el mejor vulgarizador de la doctrina fisiocrática. Nació en Amboise en el año 1730 y murió en 1792. Fue en un principio adversario de la doctrina de Quesnay. Después de una disputa con Le Trosne, modificó completamente sus ideas y se convirtió en un ardiente partidario de la fisiocracia. 63 Baudeau, 1771, pág. 813. 64 Ob. cit., págs. 816-17. 65 Baudeau, 1785, pág. ni. 66 Ob. cit., pág. 115. 67 Ob. cit., pág. 111. 68 Baudeau, 1775, pág. 196. 69 Idem. 1771. pág. 818. 70 Ob. cit., pág. 742. 71 Ob. cit., pág. 814. 72 Guillaume, Francois Le Trosne nació en 1728 en Orleáns, en donde fue
fiscal durante veinte años; murió en París el año 1780. Sobre Le Trosne, véase Mille, 1905. Reflexiones, 1777, 73 Le Trosne, págs. 11-12. 74 Idem, 1765, pág. 34. 75 Idem, El interés social, 1777, página 920. 76 Idem, 1765, pág. 34. 77 Idem, El interés social, 1777. página 986. 78 Idem, 1762, pág. 50. 79 Ob. cit., pág. 51. 80 Víctor de Riquetti; marqués de Mirabeau, denominado frecuentemente, según el título de su obra, El amigo de los hombres, padre del gran orador de la Revolución, nació en Pertuis (Provenza) en 1715 y murió en Argenteuil en 1789. Hizo sus primeros pasos en la carrera de las armas, donde alcanzó lau reles; mas pronto abandonó ésta. Sobre Mirabeau, véase Oncken, 1902, págs. 402 y sgs., Riperti, 1901, y Brocard, 1902. 81 Las tres primeras partes de El amigo de los hombres aparecieron a mediados de 1757. La entrevista decisiva del marqués con Quesnay se realizó en el mes de julio del año en que se publicó el mencionado libro. Véase Weulersse, 1910, t- I, pág. 55. 82 Brocard, 1902, pág. 7. 83 Véase Ripert, 1901, pág. 226. Según una expresión de Dupont, El amigo de los hombres “contradice plenamente los principios de la ciencia”. (Véase Weulersse, 1910, t. I, pág. 54.) En una carta a su amigo el italiano Longo, del 11 de junio de 1778 (citado por Loménie, 1879, t. II, pág. 135). Mirabeau se expresa de la siguiente forma sobre su obra: “Yo era tan economista como mi gato cuando la fuerza del temperamento, como decía el venerable Quesnay, me hizo escribir El amigo de los hombres.” 84 “Los verdaderos economistas son fáciles de caracterizar... Ellos reconocen un maestro, Quesnay; una doctrina, la de la Filosofía rural y la del Análisis económico; libros clásicos, la Fisiocracia; una fórmula, el Cuadro económico”; Efemérides, abril 1776, citado de acuerdo con Gide y Rist. Historia de las doctrinas económicas, edic. P. 1920, página 3 n. En esta definición, dada por el abate de Baudeau —fisiócrata—, Mirabeau está puesto a la misma altura que Quesnay. Sin embargo, su Filosofía rural (1763) es posterior a El amigo de los hombres (1757). 85 Mirabeau, El amigo de los hombres, 1758, p. IT. pág. 38. 86 Ob. cit.. p. II, pág. 224.
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87 Ob. cit., p. III, págs. 42, 44, 123 y 183. 88 Ob. cit., p. III, pág. 38. 89 Ob.cit., p. III, pág. 170. 90 Ob.cit., p. III, pág. 133. 91 Ob.cit., p. III, pág. 251. 92 Ob. cit., p. III, pág. 256. Véanse también págs. 183 y sgs. 93 Ob. cit., p. III, pág. 112. 94 Ob. cit., págs. 112, 117 y 119. 95 Ob. cit., pág. 121. 96 Ob. cit., pág. 124. Sobre la necesidad para Francia de desarrollar una potente marina militar. Véase p. III, capítulo IV de El amigo de los hombres. 97 Ob. cit., pág. 124. 98 Ob. cit., p. II, pág. 38.
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Ob. cit., p. III, pág. 18. Ob. cit., p. III, pág. 183.
Brocard, 1902, pág. 193. Véase Ripert, 1901, págs. 222-23 Mirabeu, 1763, pág. 85. Idem, 1769, pág. 322. Idem, 1767, pág. XXXIX. Idem, 1767, pág. XXXIX. Idem, 1760, pág. 277. Mirabeau. Apertura de un discurso económico (1767); en Weulesse, Los manuscritos económicos, etc., pág. 95. 109 Idem, La depravación del orden legal, Efemérides del ciudadano, 1767, t. IX, pág. 117. Véase también ob. cit., pág. 119.
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CAPITULO VI LOS ALIADOS DE LOS FISIÓCRATAS
I. EN FRANCIA. La influencia de Quesnay no sólo se dio sobre sus propios discípulos, sino que se extendió a otros economistas no pertenecientes a la Escuela. Estos economistas, que no se encuadran realmente en la secta, pueden ser considerados como sus aliados. Entre ellos hay que destacar a los abates Raynal, Morellet y Condillac, y a Condorcet1. El abate Raynal2 sigue fielmente la escuela fisiócrata. Traza un cuadro de las pérdidas que la guerra implica, y que no son sino fruto de la envidia comercial entre los pueblos. Las guerras comerciales son un verdadero contrasentido, e incluso su propio nombre es contrario a la Naturaleza, ya que si el comercio alimenta, la guerra destruye; cree que es incluso ventajoso para los Estados que están en guerra el continuar, no obstante, sin trabas, durante la misma, los intercambios comerciales, al igual que se realizaban con anterioridad a su declaración. De otro modo, los beligerantes se hallan en peligro de que las naciones neutrales se apoderen de los mercados por ellas abandonados3. La paz armada no es menos ruinosa que la guerra misma. Para subvenir a los gastos enormes que el militarismo desencadena hay que incrementar al límite los impuestos que gravan a todas las clases sociales. Impuestos que cada clase trata de trasladarlos a otra. Traslación que termina por aplastar siempre, con su peso, a la menos dotada: la agrícola. Los impuestos crecientes hacen morir de hambre y de miseria a las familias agrícolas, “alimentadoras de los ejércitos”4. Si la opresión universal es el primer inconveniente del crecimiento del número de soldados, su inactividad es el segundo. Hace falta, pues, ocuparlos, sin exceso, pero sin inconveniente, en trabajos de interés público: construcción de caminos, canales, fortificaciones, perfeccionamiento de puertos, etc. 5. El gran éxito que obtuvo la Historia de Raynal, que alcanzó más de veinte ediciones, se debe en gran parte a la antibelicosidad, que man-
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tuvo de forma irreductible. Raynal está convencido de que, en el futuro, los móviles económicos serán la causa de que los pueblos no luchen entre sí, y se evitarán las guerras, siempre iniciadas por la injusticia, la ambición o la simple venganza6. Es imposible creer “que el arte infernal de los combates”7 será eterno. Llegará el día en que se olvidará, y un “sistema de libertad general e ilimitada” sustituirá al hoy existente. Dichosa será la nación que primero logre desembarazarse de estas trabas, de estos impuestos, de las prohibiciones que impiden y oprimen al comercio por doquier. La prosperidad resplandeciente que alcanzará será la mejor prueba para todos los otros países remisos en adoptar este sistema. Los pueblos abandonarán sus errores, sus prejuicios destructores, y se apresurarán a adoptar estos principios, tan fecundos y tan provechosos. “La revolución será general. Por todas partes se disiparán las nubes. Un día sereno iluminará el globo entero. La Naturaleza tomará otra vez su puesto. Entonces o nunca nacerá esa paz universal que un rey guerrero pero humano no puede tener por quimérica”8. La dicha que se anuncia a las naciones “entre la paz y el comercio”9 será, por fin, alcanzada. El abate Condillac10, aliado de los fisiócratas, hace suyos los argumentos dados por aquéllos en favor de la paz económica entre los pueblos. Cree que es imposible, en los cortos intervalos de paz que hay entre guerra y guerra, que se puedan reparar todos los males que la misma provoca11. ¿Quién es el que se aprovecha de la guerra? Ciertos negociantes. Es preciso distinguir entre los intereses particulares de los comerciantes y los de la nación. Aquéllos forman “una nación que está extendida por todas las partes y que tiene sus intereses aparte”12. Un pueblo está equivocado si cree que trabaja para sí mismo cuando lo sacrifica todo. Otro auxiliar de los fisiócratas es el abate Morellet, el cual se nos muestra también como partidario de la paz13. Las concepciones económicas de Condorcet14 se aproximan mucho a las de los fisiócratas y, sobre todo, a las de su gran amigo Turgot. Toda su obra nos lo muestra como partidario fervoroso de la solidaridad internacional. Combate con furia la antigua doctrina económica que no ve en los países vecinos más que enemigos reales o potenciales; se opone a esta política estrecha y mezquina, cuya regla suprema es buscar los medios más eficientes de empobrecer a los pueblos limí97
trofes. La Naturaleza no puede querer fundar el bienestar de un pueblo sobre la desgracia de sus vecinos. “Los verdaderos intereses de la nación no están nunca separados de los intereses generales del género humano.”15. Pide la aplicación de los principios de la libertad comercial sin reprocidad, es decir, incluso con los países que practican una política mercantilista muy estrecha16. Insiste sobre las ventajas de la libertad económica y quiere fundar la nueva política sobre la fraternidad de los pueblos. “Las guerras de vanidad, las de ambición, las guerras comerciales, son guerras que carecen de objeto. Nunca puede tener un pueblo interés ni en atacar a los otros, ni en molestarles en su libertad, ni de aprehender para sí solo una rama dada del comercio; se puede decir, en general, que el interés de una nación está de acuerdo con el interés común de la sociedad. Cuanto mejores sean las leyes de los pueblos, más difícil será que exista guerra entre ellos. Son las malas leyes y las envidias nacionales, así como esas pasiones inquietas y turbulentas que agitan a tantas naciones las que las originan17. Exponiendo un plan de República federal, que atribuye, sin citar pruebas, a su amigo Turgot, Condorcet pone de relieve que si cada Estado adopta una legislación conforme a los principios del derechonatural, en la que la libertad comercial sea asegurada, se habrán removido, en gran parte, los obstáculos que se oponen a la concordia internacional y se habrá desarraigado la raíz de la desunión18. Una nación fiel a la razón y a la justicia rechaza toda idea de conquista y re conoce la inutilidad de las guerras suscitadas por “falsas cuestiones comerciales”19. La solución del problema de la guerra depende de la mayor cultura de los hombres. El progreso del espíritu humano desarrolla el sentimiento de solidaridad internacional. Llegará un momento en el que los hombres reconocerán que deben buscar la seguridad, y no el poder. Los prejuicios comerciales se evitarán poco a poco, y el interés comercial mal entendido perderá “el vergonzoso poder de arruinar a los pueblos” bajo el pretexto de enriquecerlos. Los pueblos se aproximarán entre sí en el plano económico, político y moral. Desaparecerán lentamente todas las causas que producen y perpetúan los odios nacionales20. “Cuando todos los pueblos estén convencidos que es en interés de cada uno que el comercio sea absolutamente libre, no habrá mas guerras comerciales.” “... entonces las guerras serán muy raras y los autores de las mis98
mas serán castigados, y podrá decirse: los hombres disfrutan de una paz perpetua.”21. “No habrá más guerras de ambición o de capricho cuando todos los hombres sepan que no hay nada que ganar en las guerras, aun en las más felices, más que para un pequeño número de generales o ministros”22. Condorcet opone al absurdo de la guerra, que deplora, el ideal de una paz universal. Propugna la instauración de un Tribunal internacional de arbitraje que favorecerá la unión entre los pueblos y des truírá todo germen de odio que incite a la guerra23. La idea de la paz perpetua no es quimérica, ya que está probado totalmente que la paz es un bien para “la mayoría de los individuos de una nación”. ¿Por qué los hombres que han vivido durante siglos en el absurdo y funesto error de la guerra no llegarán un día a adoptar simples y saludables verdades sobre la paz ?24.
II. EN EL EXTRANJERO. Si el sistema de Quesnay no encontró partidarios en Inglaterra, los tuvo, en cambio, en Suiza y Alemania e incluso en Italia, y varios importantes economistas experimentaron su influencia. El fisiócrata suizo Iselin25 quiso establecer un régimen de libertad comercial favorable a la paz universal. Enjuicia el porvenir como seguro y prometedor, y así, para finales del siglo XVIII, cree entrever la aurora de un nuevo período en la historia humana. Está fuertemente convencido de que la inseguridad política pertenece al pasado, a la Antigüedad y a la Edad Media, en las que el Estado debía escoger entre conquistar o ser conquistado. Por el contrario, en el siglo XVIII, el Estado que quiera vivir en paz no tiene nada que temer de las otras potencias. Se podrá así inaugurar una nueva política en la historia humana: la política pacifista26. El amigo de Iselin, el fisiócrata alemán Schlettwein27 ve en la guerra el problema más grave de Europa. El fruto de sus largas meditaciones está expuesto en un volumen consagrado exclusivamente al estudio de la paz y a su organización internacional28. Schlettwein toma de los fisiócratas sus argumentos contra la guerra. Demuestra que la política mercantilista y la que está fundada sobre el principio quimérico del equilibrio europeo conducen fatalmente a guerras interminables. En un punto, sin embargo, este autor se distingue de la fisiocracia francesa, y es que mientras ésta no formula proyectos de paz, Schlet99
twein ha bosquejado uno, basado en la identidad de intereses económicos de los pueblos y en la libertad comercial entre los Estados. El, único entre los fisiócratas29, propone el establecimiento de una Liga general de Naciones y de Estados30. Páginas enteras están consagradas a la descripción de las consecuencias dichosas que produciría, en el dominio del comercio, este “sistema de la confraternidad”: aumento de la producción agrícola, acrecentamiento de la población, desarrollo del comercio y de la navegación. La realización de este plan no depende más que de la buena voluntad de los príncipes31. Ningún economista ha condenado la política belicista en términos tan vehementes, casi violentos32, como el suizo Herrensdiwand33. Distingue entre el acrecentamiento territorial y el económico. El aumento del territorio y el de la prosperidad son fenómenos muy diferentes. Francia podría haber acrecentado su territorio con todo el del continente europeo, sin que por esto su agricultura o su industria mejorase. “Territorio y prosperidad se adquieren por medios muy diferentes. Frecuentemente una nación ensancha sus dominios a costa de la prosperidad presente o futura”34. Para este economista la guerra es aún más peligrosa por la despoblación que implica. Puesto que el comercio exterior estorba a la paz internacional, propone al Estado que lo restrinja en la medida de lo posible y lo mantenga invariablemente a un nivel dado. Así, la voluntad de no incrementar las salidas exteriores suprimirá los pretextos para la guerra35. * * * La influencia de la fisiocracia en Italia fue considerable. En la segunda mitad del siglo XVIII asistimos en este país al nacimiento de una nueva corriente de ideas económicas; sus representantes dudan entre el mercantilismo puro y la fisiocracia ortodoxa, y terminan por adoptar una posición intermedia36. Este grupo ecléctico comprende, entre varios economistas de menor importancia, alguno de los más ilustres escritores que Italia produjo en el transcurso del siglo XVIII: Beccaria, Filangieri, Verri y Ortes. En sus Elementos de economía política, Beccaria (1738-94), célebre jurisconsulto italiano, observa que, siendo la vida militar necesariamente estéril, los perezosos y los vagabundos deberían constituir los primeros elementos de reclutamiento. Tendrían que ser los primeros alistados antes de sacar a ningún artesano de sus talleres o a los cam100
pesinos de sus tierras, ya que el trabajo de éstos es productivo e indispensable para el incremento de la riqueza37. Filangieri38, uno de los más ilustres autores italianos del siglo XVIII, consagra un capítulo de sus Leyes económicas y políticas al estudio de la rivalidad comercial, la cual no es, en realidad, para las naciones, sino “una conspiración secreta para arruinar a todas sin enriquecer a ninguna”39. Por ello, el comercio, que es, por naturaleza, un lazo de paz, se convierte en fuente eterna de injusticias y conflictos. A la tesis mercantilista basada en la oposición de los intereses nacionales, Filangieri opone una “importante verdad”: la armonía universal. El interés particular de cada nación está tan estrechamente unido al interés general, que una nación, en particular, no puede ni ganar ni perder sin que todas corran su misma suerte40. Cada nación debería, pues, conservar la libertad general de la industria y del comercio. La organización militar de Europa constituye, según nuestro autor, un obstáculo importante al desarrollo de la producción. Un millón doscientos mil hombres componen los ejércitos que en tiempo de paz hay en Europa. Estos soldados están destinados “a despoblar Europa, ya por la fuerza de las armas en tiempo de guerra, ya por el celibato en tiempo de paz”. Son pobres y empobrecen a los Estados, defienden mal a las naciones en el exterior y las oprimen en el interior41. ¿Estarán más seguras las naciones si las fronteras están mejor defendidas? “Seguramente, no —responde Filangieri—, pues cada príncipe aumenta sus tropas en la misma proporción que sus vecinos. El sistema militar actual arruina al mundo. Se agota la sustancia de los pueblos para alimentar un millón doscientos mil solteros, que hay que renovar sin cesar con otros solteros que se apartan así de la multiplicación de la especie. ¿No es esto una antropofagia monstruosa que devora en cada generación una porción del género humano?”42. Sin embargo, más que el celibato es la miseria que se ocasiona al Estado por el sostenimiento del Ejército, lo que impide el progreso de In. población43. Por consiguiente, Filangieri es hostil al sostenimiento de un ejército permanente, al que querría sustituir “por un conjunto de ciudadanos que no dejen la hoz y el arado sino pocos días antes de una batalla”44. Con dos o tres meses de instrucción y maniobras hay suficiente para adaptar a la guerra a un cultivador robusto y endurecido. “Es evidente que esta reforma de las tropas en tiempo de paz, sin comprometer la seguridad de la nación, hará desaparecer dos grandes obstáculos para el desarrollo de la población: el celibato de los soldados 101
y el celibato que hace nacer su mantenimiento entre las otras clases de ciudadanos”45. Los soberanos se preocupan demasiado de la forma de matar e1 mayor número de hombres en el menor tiempo posible46. Filangieri les aconseja abandonar la vieja política belicosa. “Renunciad, pues, a este espíritu de rivalidad y de celos que os atormenta; combinad vuestro interés con el de otras naciones, como único medio de establecer la prosperidad de vuestros Estados sobre bases inconmovibles”47. Rechazad con horror las distinciones absurdas entre nación y nación, miserables restos de antiguos prejuicios de la barbarie”48. Verri49 es mucho menos radical que Filangieri. Como economista no es hostil, en principio, más que a las guerras, que disminuyen la población del Estado vencedor. Si el país conquistado no proporciona relativamente más hombres que tierras, el conquistador pierde con ello, pues la población disminuye en relación con la superficie, lo que, en último término, entraña también la disminución de la producción anual50. Uno de los pensadores más originales de la ciencia económica italiana fue el monje veneciano Ortes51, quien se declara netamente adversario de la guerra y del militarismo: “No tengo mucha estima por los Estados militares”52. Para adquirir o mantener un monopolio las naciones no dudan en sostener “guerras obstinadas y atroces”53. Será erróneo admitir, aun en el caso más favorable —el de una guerra victoriosa—, que la nación, en su conjunto, pueda enriquecerse. La guerra victoriosa puede, en efecto, aumentar las rentas particulares de los príncipes, incluso de algunos grandes. Sin embargo, estas ventajas no se adquieren, efectivamente, más que a costa de la miseria creciente del pueblo54. Ortes llega a decir que “la economía nacional es incompatible con la grandeza y poderío de las naciones”55. El militarismo es, para él, tan sólo una fuente de ruina, puesto que absorbe en interés del soberano la renta de la nación entera. Como Filangieri, Ortes no admite el establecimiento de una profesión militar, pues, a su parecer, no sería más que una “milicia involuntaria”56. El sostenimiento de los soldados constituye una pérdida económica proporcional a su número57. El peligro de la guerra sería menor si se disminuyeran los intercambios con el exterior. Según Ortes, el comercio internacional suscita, por la competencia desmesurada, frecuentes conflictos, que los Tratados comerciales son incapaces de impedir58. Favoreciendo el comercio exterior y asegurándole grandes salidas, el Estado está obligado a aumentar sus armamentos y perseguir 102
una política netamente belicosa, llena de peligros para el bienestar y la prosperidad de la nación59. El comercio exterior no debe, pues, ser preconizado ni ayudado. Para Ortes, el militarismo representa un peligro económico y social permanente, una fuente de desorden universal. En toda su obra se manifiesta como adversario de la guerra y reprueba por ello la política belicosa. A Federico el Grande, al cual los aduladores le han dado el título de filósofo, le dirige este sarcasmo: “Los filósofos no mantenemos tropas”60. La oposición bélica no es sólo propia de Ortes y de otros autores italianos. Esta tendencia fue general en Italia durante el siglo XVIII. La concepción de Vasco61 y su manera de exponerla muestran hasta qué punto las ideas bélicas repugnaban a los economistas del Settecento. Vasco no se limita a calificar de perjudiciales a las guerras agresivas; cree que es necesario probar que las naciones puedan tener interés en combatir al agresor extranjero. Si en otros países, tales como Francia e Inglaterra, todos estiman que la patria debe ser defendida, en Italia no se piensa lo mismo. La existencia de numerosas repúblicas independientes en su territorio, que se hacían continuamente la guerra, y la política de egoísmo que los príncipes italianos mantenían, nos explica este derrotismo militarista, contra el que Vasco opone su propia tesis de la defensa nacional62. NOTAS 1780. Fue célebre, sobre todo, como filósofo, y ocupó un lugar importante en la economía política por su libro Del comercio y del gobierno (1776). Sobre Condillac, véase Lebeau, 1903. 11 Condillac, 1776, págs. 404-08. 12 Ob. cit., pág. 534. 13 André Morellet (1728-1819), literato y economista francés. Véase su correspondencia con lord Shelburne, cuyos extractos son reproducidos por Proteau. 1910, especialmente pág. 34. 14 Marqués de Condorcet, economista, filósofo y político francés, nació en Picardía en 1743 y murió encarcelado en 1794. Véase Alengry, 1903, especialmente las págs. 658 y sgs. 15 Condorcet, Discursos, 1782, Obras, t. I, pág. 399. 16 Idem, Vida de Turgot, 1786, página 201, y Condorcet, 1787, pág. 42. 17 Idem, Vida de Turgot, 1786, página 201. 18 Ob. cit., págs. 213-15. 19 Condorcet, 1791, págs. 393-94. 20 Idem, 1793, pág. 265.
1 Ciertos adversarios de los fisiócratas en Francia o en el extranjero profesan, a pesar de su oposición a las doctrinas del orden natural, hostilidad hacia el belicismo. Véase Galiani, 1750, edición Custodi, t. III, pág. 190, y t. IV, págs. 172-79; Linguet, 1767, t. II, pág. 291; Necker, Obras, t. V, págs. 583 y sgs., y t. VIII, págs. 228-29; Necker, 1781, pág. 68; Dohm, 1783, t. I, págs. 228-32. 2 Raynal, historiador y filósofo francés, nació en 1713 y murió en 1796. Véase Bayet y Albert, 1904, pág. XLIV y pág. 371. 3 Raynal, 1770, t. IV, págs. 548 y 597-600. 4 Ob. cit., págs. 563-64. 5 Ob. cit., pág. 564. 6 Véase ob. cit., págs. 552-66. 7 Ob. cit., pág. 553. 8 Ob. cit., pág. 603. 9 Ob. cit., Ob. cit., pág. 705. 10 Etienne Bonnet de Condillac, miembro de la Academia Francesa, nació en Grenoble en 1714 y murió en
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21 Concorcet, 1789, pág. 508. 22 Ob. cit., págs. 507-08. 23 Condorcet, De la influencia de la Revolución, etc., 1786, págs. 22-23. 24 Ob. cit., págs. 21-22. 25 Isaak Iselin, historiador y economista suizo, nació en Basilea en 1728 y murió en 1782. Véase sobre él a Bretschneider, 1908. 26 Iselin, 1776, t. II, págs. 254-74. 27 Johann August Schlettwein nació en Weimar en 1731 y murió en 1802. Es, entre los economistas alemanes, el más ferviente partidario de la doctrina fisiocrática. Fue profesor de Ciencia cameralista en la Universidad de Giessen. Véase Roscher, 1874, págs. 488 y sgs. 28 Véase Schlettwein, 1791, El autor desarrolla en esta obra un plan que había ya esbozado en 1780. Véase Schlettwein, 1780, págs. 367-76. 29 El plan de Mirabeau, abstracción hecha de su carácter agresivo, es anterior a su conversión a la fisiocracia. 30 Schlettwein, 1791, pág. 116. 31 Ob. cit., págs. 74, 92, 97, 116 y siguientes y 144. 32 Véase Herrenschwand, 1796, tomo II, págs. 251-52. 33 La vida de Jean Herrenschwand, nacido en Murten (Suiza) en 1728 y fallecido en París en 1811, es poco conocida. Es un autor confuso, difícil de clasificar en ninguna escuela; pero, ciertamente, a la que más se aproxima es a la fisiocrática. Véase Johr, 1901. 34 Herrenschwand, año VII. página 151. 35 Ob. cit., págs. 102-03 y 151. 36 Oncken, 1902, págs. 244 y 418. Véase también Gangemi, 1932, pág. 115. 37 Beccaria, 1769, t. XI, pág. 85; Palmieri, 1791-93, según el cual la guerra, “el mal supremo”, constituye el gasto más grande de la sociedad y el más contrario al bienestar de los ciudadanos; propone disminuir, al menos en parte, los gastos de la paz armada por el empleo de los soldados en trabajos de utilidad pública. Palmieri, Reflexiones, 1787, artículo XIV. Véase también Palmiepi, De la riqueza, págs. 242-43. 38 Gaetano Filangieri, célebre publicista y jurisconsulto italiano, nació en Nápoles en 1752 y murió en 1788. Destinado por su padre a la carrera militar, entró a los catorce años en el Ejército; pero lo abandonó, tres años más tarde, para consagrarse a las letras. Su Ciencia de la legislación (1780-85) ejerció una gran influencia en Italia. En 1787, Filangieri fue nombrado consejero de Finanzas.
39 Filangieri, 1780, pág. 246 (página 207). Las cifras entre paréntesis se refieren al t. II de la traducción francesa del año VII. 40 “Una nación no puede perder sin que la otra pierda, y no puede ganar sin que la otra gane.” Ob. cit., pág. 249 (pág. 209). “El comercio quiere que todas las naciones sean miradas como una sola nación.” Ob. cit., pág. 265 (pági na 225). 41 Ob. cit., págs. 98-99 (pág. 70). 42 Ob. cit., págs. 104-105 (pág. 75); Briganti (1725-1804) se opuso a la guerra con todo vigor, causa principal de la despoblación. (Véase Briganti, 1780, t. 29, págs. 305-306). 43 Filangieri, 1780, pág. 105 (página 76). 44 Ob. cit.. pág. 112 (pág. 82). 45 Ob. cit., pág. 124 (pág. 92). 46 Véase la Introducción de Filangieri en su Ciencia de la legislación. 47 “Renunciando, pues, a ese espíritu de rivalidad y de celos, combinad vuestros intereses y vuestras ventajas con los de las otras naciones. Es éste el único medio de dar a la prosperidad de vuestros Estados el carácter de permanencia.” Filangieri, 1780. pág. 266 (pág. 224). 48 Ob. cit. (págs. 224-25). Las ideas del conde d’Arco (1739-91) se asemejan mucho a las de Filangieri. Incluso para los vencedores —dice— “las victorias se resuelven sustancialmente en derrotas.” D’arco, 1784, pág. 248; D’Arco, 1788, págs. 158-63, se opone a la política belicista de los mercantilistas. 49 El conde Pietro Verri nació en Milán en 1728, murió en 1797. Primeramente fue oficial al servicio de Austria, y abandonó las armas para consagrarse al estudio de la economía política y a problemas administrativos. Véase Bouvy, 1889. 50 Verri, 1771, pág. 214, traducción francesa; Verri, 1799, pág. 127. 51 Giammaria Ortes nació en Venecia en 1713 y murió en 1790. Es una de las figuras más originales en la ciencia económica. Se ordenó muy joven, y fiel a las tradiciones de la Iglesia, se constituyó en el defensor de las manos muertas. Fue precursor de Malthus. Sobre Ortes, véase Faure, 1916, especialmente las págs. 131 a 134, que son de gran interés. 52 Ortes, 1780, Custodi, t. XXVI. pág. 84. 53 Ortes, Tres nuevas cartas, Custodi, t. XLIX, pág. 116. 54 Ortes, Continuación, etc., Custodi, t. XLIX, pág. 191.
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58 Ortes. Tres nuevas cartas, págs. 116-17. 59 Ortes, Carta sobre la economía nacional, Custodi, t. XXIII, pág. 307. 60 Ortes, Carta al conde de Algarotti, Custodi, t. XXIV, pág. 460. 61 Giambattista Vasco nació en el Piamonte en 1733, murió en 1796. Cura y jurista, enseñó teología en la Universidad de Cagliari. Consagró varios volúmenes de sus estudios a la cuestión económica. Véase también Pecchio, 1830. 62 Véase Vasco, 1767, Custodi, tomo XXXIV, págs. 36 y sgs. Las guerras de comercio le parecen superfluas; véase Vasco, 1778, Custodi, t. XXXIII, pág. 392.
55 “No dudamos... en declarar que no es posible confundir la economía nacional con la potencia y grandeza de las naciones.” Ortes, De la injerencia del Gobierno en la economía nacional. Citado según Faure, 19:6, pág. 186. 56 Ortes considera cada milicia como “involuntaria”, porque cree que los oficiales son sólo atraídos por las riquezas, y los soldados, por la pobreza; de otra forma, todo el mundo desertaría “del penoso, servil, a la vez que inhumano oficio”. (Ortes, 1784. Custodia, tomo XXVII, pág. 369.) 57 Véase Ortes, 1774, Custodi, tomo XXI, págs. 294 y sgs.
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LIBRO TERCERO
EL COSMOPOLITISMO DE LOS LIBERALES INGLESES
INTRODUCCIÓN LOS PRECURSORES DE LA ESCUELA CLÁSICA
En este capítulo estudiaremos aquel grupo de escritores que fueron los precursores del liberalismo económico inglés, los cuales, unánimemente, se pronuncian contra la política belicosa y ven en la guerra una empresa deficitaria. Según el célebre filósofo inglés Hobbes (1588-1679)1, una nación puede verse obligada a emplear sus recursos en la guerra, pero ningún provecho material puede obtener de ésta. Si bien Roma y Atenas aumentaron considerablemente su potencia por el botín de sus ejércitos, por las contribuciones y por la conquista, esto no se ofrece en la época contemporánea, ya que “no hay que tener en cuenta esta forma de incrementar la riqueza. Pues el arte militar, en lo que respecta a las ganancias, es como un juego de azar, en el que gran cantidad de personas se arruinan y muy pocas ganan”2. Para Hobbes, la guerra sólo en un caso se presentaría como algo inevitable: cuando el globo entero estuviera poblado. En este caso se haría indispensable, ya que, en última instancia, solucionaría el problema de la superpoblación3. Hobbes admite que en el estado natural el egoísmo profundo haga del hombre un lobo para sus semejantes Este estado implica la guerra de todos contra todos. Mas desde que, bajo la presión de la necesidad, los hombres sustituyeron el estado natural por el social, pluralidad de Estados organizados, el autor del Leviatán no excluye la idea de una cohabitación pacífica de las naciones. Se opone a la avidez insaciable de conquistas territoriales4. Resalta el deber de los soberanos de respetar los Tratados internacionales5, ya que son los únicos que permiten que los súbditos de los diferentes Estados cesen de ser enemigos entre sí6. Formula Hobbes la regla general de la razón y la ley fundamental de la naturaleza de esta forma: “Cada uno debe buscar la paz con todas sus fuerzas mientras exista esperanza de conseguirla.”7. La mejor constitución es, consecuentemente, la que mejor garantiza la paz interior y exterior8. El filósofo inglés Locke (1632-1704), “padre del individualismo económico y social”9, se ocupa circunstancialmente de la guerra en sus escritos relativos al problema monetario. Distingue dos medios de 109
acrecentar el stock metálico del país, desprovisto de minas; la conquista y el comercio10. El primer medio le parece tan poco práctico, que no le consagra en su estudio comentario alguno. Por el contrario, analiza con gran atención el aumento de la riqueza que se obtiene por medio de un excedente de las importaciones sobre las exportaciones. Mas, en realidad, donde diserta sobre la guerra es en sus célebres Ensayos. Afirma que ésta no debe ser declarada ni con precipitación ni con pasión, sino con el espíritu en calma y solamente cuando se tenga la convicción de que es justa11. Locke condena la guerra ofensiva y compara a los agresores con los ladrones y los piratas. “Toda la diferencia que hay entre ellos es que los grandes ladrones castigan al pequeño, por tener a la gente bajo su mando, y que estos grandes ladrones son recompensados con laureles y triunfos porque son demasiado poderosos, en este mundo, para las débiles manos de la Justicia.”12. Sir William Petty13, uno de los economistas más ilustres del siglo XVII divide la guerra, que compara con el “fuego del infierno”14, en guerras defensivas y ofensivas. He aquí lo que dice sobre la causa de las segundas: “Una guerra extranjera ofensiva se debe a numerosos motivos, antipatías muy varias, secretos, intereses personales disimulados bajo pretendidas pretensiones públicas; de ellas sólo podemos decir que quien las anima, ordinaria y particularmente, aquí, en Inglaterra, es la falsa idea de que nuestro país ha alcanzado la saturación de su población o que, si queremos otros territorios, nos costará menos tomarlos a nuestros vecinos que adquirirlos en América. Este error descansa también en la falsa idea de que la grandeza y la gloria de un príncipe se basan en la extensión de su territorio más que en la población, las artes y la industria de un pueblo bien unido y bien gobernado. A todo ello debe sumarse el prejuicio de que es más glorioso tomar los bienes de otros, por fraude y rapiña, que ganarlos uno mismo obteniéndolos de las entrañas de la tierra y del mar.”15. Las guerras defensivas tienen por causa la debilidad militar del Estado atacado. Conviene, pues, prepararse contra los conflictos armados para evitar ser víctimas de una agresión exterior16. John Graunt, amigo de Petty, estima que “el arte de gobernar y la verdadera política consisten en saber cómo guardar a los súbditos en paz y en abundancia, en tanto que los hombres no estudian más que aquella parte que les enseña a suplantar y a sobrepasar los unos a los otros y a obtener el premio, no sobresaliendo de los otros lealmente por la rapidez en la carrera, sino yendo tras sus talones”17. 110
Graunt preconiza una política “honesta e inofensiva”18, la única beneficiosa para la sociedad humana. Roger Coke19 afirma que un país no podrá adquirir la superioridad comercial por la guerra, pues ésta deja siempre tras ella la miseria y la devastación. Al contrario, el comercio contribuye de una forma apacible y agradable a mejorar la vida del individuo y de la sociedad, aumentando al mismo tiempo la fuerza defensiva del Estado. No es por la fuerza por lo que triunfa el comercio. Si admite de buen grado ser defendido por las armas, no acepta jamás ser gobernado por ellas20. “El comercio —dice— es un medio de preservar la paz. El permiso dado a los extranjeros para importar a Inglaterra mercancías propias conservará tanto más la paz cuanto mayor sea el número de mercancías importadas.”21. El economista inglés Barbón22, importante precursor de la escuela clásica, en su Discurso sobre el comercio, examina las relaciones estrechas que existen entre el comercio internacional y la paz. El comercio sirve no sólo para enriquecer a los Estados, sino también para favorecer la paz. Desarrollando la industria se aumenta la producción y la riqueza de las naciones. Gracias a la paz, el salario de los obreros tiende a elevarse sobre el nivel del sueldo de los soldados. Cuanto más se desarrolle el comercio, más interés tendrá la Humanidad en vivir en paz para enriquecerse por su trabajo, en lugar de buscar la fortuna en las conquistas23. También es útil el comercio para la defensa nacional, pues aprovisiona de mercancías indispensables para su sostenimiento24. En fin, el comercio contribuye en sumo grado a extender el impe rio colonial. Si hay aún posibilidad de crear grandes imperios, sóloserá gracias al desenvolvimiento del comercio y de la marina, y no por la acción de los ejércitos. Gracias a su situación geográfica, Inglaterra tiene grandes posibilidades de convertirse en la sede de un poderoso imperio. Todos los oprimidos y todos los esclavos acudirán a las posesiones inglesas si la metrópoli les ofrece la libertad y el derecho de naturalizarse. El incremento de población que resultará de ello tendrá por consecuencia el desenvolvimiento del comercio, y por él el de la renta y fuerza nacional. Inglaterra, en un lapso de tiempo relativamente corto, podrá extender sobre todos los mares su imperio colonial. Imperio que será no menos glorioso que el de Alejandro o César, y mucho más extenso25.
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NOTAS 1 Sobre Hobbes, precursor del liberalismo, véase Bonar, 1893, pág. 85, y Schatz, 1907, págs. 40 y sgs. 2 Hobbes, 1642, pág. 250. 3 “Cuando el mundo esté superpoblado, el último remedio será la guerra, y cada hombre buscará en ella la victoria o la muerte.” Hobbes, 1651, cap. XXX, página 181. 4 Ob. cit., cap. XXIX, pág. 174. 5 Ob. cit., cap. XXX, y Hobbes, 1642, capítulo XV, par ral o 4. 6 Hobbes, 1651, cap. XXVIII, página 165. 7 Ob. cit., cap. XIV, pág. 64. 8 Lubienski, 1932, pág. 243, y págs. 250-52. Véase también Lyon, 1902. 9 Hasbach, 1890, pág. 53. 10 Locke, Más consideraciones, etc.. Obras, t. II, pág. 97. 11 Locke, Ensayos, cap. II, edición 1698, pág. 177 (traducción francesa, 1749, pág. 19)12 Locke, Ensayos, cap. XVI, página 304 (traducción francesa, 1749, páginas 256-57). 13 Sir William Petty nació en 1623, murió en 1687 y es uno de los fundadores de la ciencia económica y de la esta-
dística. Véase sobre él Pasquier, 1903. 14 Petty, 1662, cap. XII, párrafo 2. Reproducimos las citas de acuerdo con la traducción francesa de las Obras de Petty, París, 1905. 15 Ob. cit., cap. II, párrafo 8. 16 Ob. cit., cap. II, párrafo 10. 17 Graunt, 1662, pág. 438. 18 Ob. cit. 19 Roger Coke, publicista y economista inglés, murió en 1696. 20 Coke, 1670, prefacio. 21 Coke, 1675, pág. 62. 22 Nicolás Barbón nació hacia 1640 y murió en 1698. Sobre el lugar que ocupa dentro de las doctrinas económicas, véase Bauer, 1890. 23 Barbón, 1690, págs. 22-23. 24 Ob. cit., pág. 23. 25 Ob. cit., pág. 31. Es conveniente recordar a tres escritores ingleses del siglo XVII que por razones de orden económico son adversarios del belicismo: sir Robert Bruce Cotton (1571-1631), Lewis Roberts (1596-1640) y Slingsbay Bethel (1617-97). Véase Roberts, 1641, págs. 57-58; Cotton, 1657; Bethel, 1668, págs. 6-7. y Bethel, 1671, pág. 34.
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CAPITULO VII LOS PRIMEROS LIBERALES
I. NORTH Y VANDERLINT. Inglaterra ha tenido librecambistas convencidos, tales como sir Dudley North y Jacob Vanderlint, particularmente, que son muy anteriores a Hume y Smith. En sus Discursos sobre el comercio, North1 subraya el interés común que tienen las naciones de sostener relaciones comerciales entre ellas, sin la reserva mental de molestarse recíprocamente. Desde el punto de vista económico, la Humanidad se puede comparar a una sola nación, en la que los diversos pueblos serían los ciudadanos2. Los metales preciosos no son más que un elemento de la riqueza nacional, y su utilidad principal es servir de medio de cambio. Lejos de empobrecer a un país, la exportación de estos metales le enriquece si de ella resultan transacciones comerciales. Por el contrario, todo gasto hecho para alimentar la guerra entraña un real empobrecimiento nacional3. North añade que ningún pueblo se ha enriquecido jamás por la política; “sólo la paz, la industria y la libertad —y nada más— desarrollan el comercio y la riqueza”4. El título de la única obra de Jacob Vanderlint5 es suficiente para indicar el interés particular que éste tiene para nuestro estudio6. La potencia de un Estado —comprueba al estudiar la guerra en sus relaciones con la economía—, su honor, sus rentas y también el bienestar de sus súbditos dependen de la prosperidad del comercio7. “Los principios del comercio que yo mantengo —dijo—, están fundados en la naturaleza de las cosas y en la constitución misma del mundo, por lo que no hay que dudar, ni por un momento, que no sean susceptibles de una estricta demostración.”8. El comercio puede prescindir de toda suerte de prohibiciones y restricciones molestas, pues los intereses de todas las naciones son solidarios9. La paz y la abundancia son las condiciones del bienestar humano, mientras que la guerra, en sus consecuencias, es desastroso tanto para el comercio como para la felicidad de los hombres10. 113
Las pesadas deudas e impuestos onerosos que sufre desde hace tiempo el pueblo inglés, pese a los resplandecientes éxitos que ha tenido en la última guerra y pese a la paz duradera que de ella se ha obtenido, son, a sus ojos, una prueba de que las armas no constituyen el medio natural de hacer prosperar el comercio11. Es absurdo y perverso recurrir a la guerra en interés del comercio, cuando se la sirve más eficazmente con “las artes de la paz”12. Es locura combatir para extender el territorio del Estado. La experiencia prueba que si las guerras arruinan a la nación vencida, aplastan bajo los impuestos al pueblo victorioso13. Salvo la guerra defensiva, toda suerte de guerra es contraria a la Naturaleza. La agresión sólo se puede justificar en un caso: la existencia de una superpoblación. Un Estado superpoblado puede verse obligado a atacar a su vecino que, teniendo demasiados territorios, rehúsa compartirlos cor él en “condiciones amistosas y razonables”14. La guerra es “la mayor calamidad a que puede estar sujeta la Humanidad”15. Por ello se deberá evitar, recordando que sus destrucciones se extienden, en general, a varias generaciones. Es insensato sostener que la Providencia ha infligido a la Humanidad este azote para expiación de sus faltas. Las dificultades con que se encuentra el género humano se deben sólo a él. Son consecuencia de que los hombres no conforman su política a las intenciones de la Naturaleza y de la Providencia16. Es de todo punto preciso que la agricultura de los países produzca bastantes alimentos para atender a las necesidades de sus habitantes, pues de su abundancia dependen la felicidad humana y la paz. Si la producción industrial estuviera igualmente desarrollada, la guerra se haría inconcebible. ¿Por qué razón atacaríamos a nuestros vecinos si disponemos de todo lo que necesitamos, y nuestros productos son tan baratos, que los extranjeros se benefician en comprarlos? En estas condiciones podemos vivir en paz con el mundo entero, a menos que nos ataquen “directa o indirectamente”. Si cada nación siguiera la ruta trazada por la Naturaleza, se guardaría de hacer mal a las otras, contribuyendo, efectivamente, a la felicidad de todos17. La guerra cesaría, por fin, de ser lo que es actualmente: “un juego civil para divertir a los príncipes y ocupar a los numerosos ejércitos que sostienen bajo las armas18.
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II. HUME. La actitud de David Hume19 respecto al problema de la guerra es resultado, en gran parte, de su concepción del comercio internacional. Es un ferviente defensor de la libertad comercial. Combate las innumerables barreras, obstáculos e impuestos que todas las naciones, principalmente Inglaterra, han creado. De estas prohibiciones resulta un mal general y común a todas las naciones: no poder realizar libremente el intercambio de mercancías que la Providencia parece haber ordenado al darle a cada una un clima, un suelo y un carácter diferentes20. La envidia comercial es, a la vez, irrazonable y ridícula. Las naciones que progresan comercialmente se alarman de un fenómeno análogo en sus vecinos, y los consideran como enemigos, convencidas, como están, que su propia fortuna no se puede realizar sino a costa de los otros. Contrariamente a esta doctrina “estrecha y mezquina”. Hume sostiene “que el desarrollo de la riqueza y del comercio de una nación cualquiera, lejos de poder dañar el interés de las otras, contribuye, las más de las veces, a incrementar su propia opulencia, y ningún Estado logrará hacer grandes progresos industriales y comerciales si la ignorancia, la pereza y la barbarie reinan entre los pueblos que la rodean.”21. Dotadas las diversas naciones de un genio y de un suelo diferentes, la Naturaleza ha garantizado “la perpetuidad en sus intercambios y el comercio recíproco en tanto en cuanto permanezcan industriales y civilizadas”22. Si una política estrecha y mezquina triunfase en Inglaterra, redu ciría a todas las naciones vecinas al mismo estado de pereza e ignorancia que reina en África y en la costa de Berbería. “Osaré declarar —dijo Hume— que no solamente como hombre, sino hasta como súbdito inglés, hago votos por ver florecer el comercio de Alemania, España e Italia y de la misma Francia. Estoy seguro, al menos, que Gran Bretaña y todos los países que acabo de citar acrecentarían su prosperidad recíproca si los soberanos y los ministros que los gobiernan adoptasen acuerdos con miras más amplias y liberales.”23. Orgulloso del espíritu nacional que anima a sus conciudadanos, Hume está lejos de aprobar el espíritu belicoso que se manifiesta a menudo en Inglaterra. A juzgar por el pasado, la nación inglesa tiene necesidad de consejos de moderación más que de explosiones bélicas. Los ingleses están más poseídos del antiguo espíritu de celosa emulación que de los principios que informan la política moderna. Si bien 115
las guerras contra Francia fueron justas y hasta necesarias, no evita que hayan sido llevadas demasiado lejos en alas de la pasión. Las condiciones de paz que fueron aceptadas en Ryswick (1697) fueron ofrecidas a los ingleses desde 1692. La paz conclusa en Utrecht (1713) podría haber sido firmada bajo las mismas condiciones en 1708. En 1743 pudo Inglaterra aceptar las mismas cláusulas que más tarde aceptó, en 1748, en Aquisgrán24. Hume sostiene que “la mitad de nuestras guerras con Francia y toda nuestra deuda pública tienen su origen más en nuestra imprudente vehemencia que en la ambición de nuestros ve cinos”25. Condena severamente la ligereza con que los ingleses se lanzan a guerras y las continúan inútilmente. “Frecuentemente sólo pensamos en dañar al enemigo, sin reflexionar sobre nuestros verdaderos intereses ni los de nuestra posteridad.”26. En su ensayo sobre Idea de una República perfecta, Hume observa que “la ambición de conquistar es la causa de la pérdida y ruina de todas las Repúblicas, y más aún de las perfectas que de las imperfectas, a causa de las grandes ventajas que aquéllas tienen sobre éstas.”27. Un Estado ideal organizaría milicias, “como lo hacen los cantones suizos, cosa tan conocida, que no tiene necesidad de grandes explicaciones”28. El Gobierno de una República perfecta debería decretar una “ley fundamental contra las conquistas”29. Esta idea nos demuestra hasta qué punto Hume era hostil a la expansión territorial obtenida en detrimento de otros. Sin embargo, no se hacía ilusiones sobre un estado de paz, por la inmensa dificultad que entraña una política internacional basada en el derecho. Las Repúblicas, como los individuos, tienen sus ambiciones, y los intereses momentáneos hacen, a menudo, olvidar a los hombres los del porvenir30.
III. TUCKER. A pesar de ciertas influencias mercantilistas que todavía conserva, Tucker31 está tan cerca del pensamiento liberal, que puede legítimamente figurar en este capítulo consagrado a los liberales ingleses. Pocos escritores se han dedicado con tanto ardor al estudio de las relaciones entre la paz y la economía como este “ciudadano del mundo”, según se designa a sí mismo32. La paz es, según propia declaración, la meta hacia la que dirige todos sus esfuerzos33. La guerra no es conforme a ninguna ley natural ni a la voluntad de la Providencia. No es, de ningún modo, como algunas veces se 116
piensa, el resultado de una necesidad imperiosa, consentida por Dios, para disminuir un exceso de población. No es tampoco la consecuencia inevitable de la constitución particular de la naturaleza humana. No tiene explicación más que por la avidez de ciertos individuos para dominar a los otros o para robarles, o dicho en otras palabras: por el deseo de asegurarse las riquezas sin trabajar y la grandeza sin merecerla. En la antigüedad no se buscaban palabras vanas para disimular esta verdad, mientras que en la época moderna se intenta justificar bajo grandilocuentes pretextos la guerra34. El interés verdadero del príncipe es opuesto a la guerra, pues incluso las conquistas no le son ventajosas. Pueden, ciertamente, acrecentar la superficie de su territorio, el número de sus súbditos y hasta sus rentas. Pero su verdadero poder no radica en esto, pues cuanto más vasto es su territorio, más difícil y costosa será su defensa. Una renta mayor no significa un incremento relativo de la riqueza del príncipe35. A la nación, como un todo, no le es beneficiosa la guerra, sino solo a algunos de los elementos de la población. Estos elementos que se benefician pueden clasificarse en seis categorías36: primero, “los falsos patriotas”; segundo, los libelistas que escriben para ganar su pan; tercero, corredores y especuladores; cuarto, los periodistas; quinto, los proveedores del Ejército y de la Armada —”tribu de glotones”37—; sexto, algunos importadores y exportadores y ciertos negociantes en mercancías coloniales. Por el contrario, las restantes clases, que obtienen su subsistencia de la agricultura, las artes y las manufacturas, basan su verdadero interés en la paz. Tucker llama la atención sobre la diferencia que existe entre el interés del comercio y el de algunos comerciantes. “El interés general del comercio y el interés particular de los negociantes es muy diferente”38. El interés del comercio en general está íntimamente ligado a la paz, mientras que la guerra, abriendo la puerta a la especulación, no aprovecha más que a ciertos comerciantes particulares. Entre los múltiples errores que perturban el espíritu y pervierten el juicio de gran parte del género humano, ninguno más fatal para la paz y la felicidad del mundo que el que nace de la gloria de la conquista y de la envidia comercial39. Francia está en un error al considerar a Inglaterra como su mortal enemiga y desear la ruina de su comercio. ¿Qué interés puede encontrar un negociante en la ruina de sus mejores clientes? Aunque Francia pudiera reducir a Inglaterra al Astado de simple provincia, no ganaría absolutamente nada. Inglaterra 117
tampoco tiene ninguna razón en considerar a Francia como un enemigo irreconciliable. “Nuestra rivalidad nacional hacia Francia es tan irrazonable como absurda”40. La pobreza o riqueza de Francia hará disminuir o aumentar las compras de productos ingleses. Hay tres maneras de luchar contra la competencia francesa: la primera consistiría en romper la cabeza a todo francés encontrado en mar o tierra por la única razón de que vende más barato que los ingleses; la segunda, en romper la cabeza de cada inglés por el espantoso crimen de haber comprado mercancías francesas; la tercera, mucho más simple y menos agresiva, sería producir mejor y más barato que los franceses41. La rivalidad comercial entre las naciones es irrazonable y procede de irreflexivas pasiones. Es nefasta, y su resultado, comparable a un demonio42. Para poder juzgar la locura del que envidia la riqueza de las naciones vecinas y se lamenta de su prosperidad, es suficiente pen sar en las consecuencias que resultarían para un almacén si todos sus compradores se vieran reducidos a la mendicidad45. Todos los argumentos que sirven para justificar la guerra comercial entre las naciones podrían ser utilizados lógicamente para hacer nacer una guerra civil sangrienta entre las provincias, los pueblos e incluso entre cada establecimiento mercantil o fabril44. De todos los absurdos mantenidos en este mundo, el de propugnar la guerra como medio de incre mentar el comercio es el más insensato45. Las conquistas son incapaces, por sí solas, de hacer que las mercancías se puedan vender más baratas, hecho capital que regula las transacciones, ya que es la baratura, y no la conquista, la que favorece el comercio. La experiencia prueba que, a través de las conquistas, lo único que se procura el vencedor es una tumba magnífica para su propio enterramiento. Las generaciones venideras juzgarán las guerras provocadas con la finalidad de lograr el desarrollo del comercio con la misma consideración y asombro que hoy nos inspiran las Cruzadas en la Edad Media46. Es una desgracia que Inglaterra sea tan partidaria de las contradicciones y quiera, a la vez, ser una nación de héroes y de comerciantes. Desea imponer sus leyes al mundo entero, particularmente en el mar, y ser al mismo tiempo considerada como una nación inocente e inofensiva47. Todos los partidos políticos ingleses participan de esta contradictoria ambición. Al estar el sistema de Tucker basado en la armonía de los intereses económicos de las naciones, es diametralmente opuesto al mercantilismo bélico. A causa de ello, este autor no fue tomado en consideración por sus contemporáneos. En una carta a lord Kames, el econo118
mista inglés, resume así su punto de vista: “La guerra, las conquistas v las colonias, tal es nuestro sistema presente —el de Inglaterra—, y el mío es justamente el contrario. Si yo publicara en este momento mi tratado, me expondría a ser preso, so capa de ser un bribón o un loco.”48. En consecuencia, Tucker afirma que todos los beligerantes, vencedores y vencidos, pierden en la guerra. Las guerras que se han sostenido en los dos siglos precedentes, de conformidad con el testimonio de todo el mundo, no han concluido ventajosamente para nadie, sino en detrimento de todos49. “Ni los príncipes ni los pueblos pueden ganar en la guerra, aun en las que se coronan con el mayor éxito; el comercio, en particular, se dirige hacia aquellos países cuyos productos son de mejor calidad y más baratos, y el hecho de ser una nación conquistadora no implica producir mejor ni a mejor precio”50. Son aparentes las ventajas que resultan de las guerras, aun las más felices. Las naciones podrían asegurarse éxitos infinitamente reales y fecundos por las artes de la paz, lo que sería a la vez más fácil y ventajoso51. Josiah Tucker combate vigorosamente la guerra en nombre de los principios fundamentales de la economía política. Todos sus escritos están impregnados de un profundo espíritu pacifista y cosmopolita. Realza su posición en la historia de las doctrinas económicas por la influencia que ha ejercido en la escuela fisiocrática. Los fisiócratas le rindieron homenaje frecuentemente; le admiraban como “el apóstol de la paz, de la libertad universal, en el seno de una nación celosa y entregada al monopolio de sus comerciantes”52. Quesnay estudió sus opiniones a través de la obra de Plumont de Dangeul53, la cual es un resumen del Ensayo sobre el comercio, de Tucker54. Dupont de Nemours le considera como uno de los precursores directos de la fisiocracia55. Turgot mantuvo correspondencia con él y tradujo dos de sus ensayos56. Con ello queremos hacer resaltar la influencia considerable del economista inglés sobre la fisiocracia. NOTAS queza de la nación, el gastado en la guerra y en los pagos al exterior sólo empobrecimiento.” North, 1691, pág. 14. 4 “Ningún pueblo, ni incluso los que son ricos, lo son a consecuencia de su política; lo son por la paz, industria y libertad que crea el comercio y la riqueza, y no por otra cosa.” Ob. cit., pág. 37-. 5 Jacob Vanderlint, economista inglés, murió en 1740. No se sabe casi nada
1 Sir Dudley North, político y economista inglés, nació en 1644, murió en 1691. Sobre sus teorías, véase Roscher, 1857, págs. 85 y sgs. 2 “Pues para el comercio, todo el mundo es una nación o pueblo, dentro del cual las naciones son los individuos.” North. 1691, pág. 13. 3 “Si el dinero exportado por el comercio origina un incremento de la ri-
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envidia comercial; Ensayo VII. Sobre la balanza del poder; Ensayo XVI. Sobre una perfecta Commonwealth. Sobre la
sobre su vida. Es autor de un solo libro, Moneda, respuesta a todas las cosas (1734). Moneda, respuesta a 6 Vanderlint, todas las cosas, o un ensayo... mostrando
obra económica del filósofo inglés, véase Schatz (1902). 20 Hume, 1752. pág. 343 (traducción francesa en Melanges, tomo I, pág. 97). Ensayo V. 21 Ob. cit., pág. 345 (traducción francesa citada, tomo I, pág. 99). Ensayo VI. 22 Ob. cit.. pág. 346 (traducción citada, t. I, pág. 100). Ensayo VI. 23 Ob. cit., pág. 348 (traducción citada t. I, pág. 102). Ensayo VI.24 Ob. cit., págs. 353-54 (traducción citada, Discursos, etc., págs. 128-29). En-
lo absurdo que es hacer la guerra para el comercio (1734). 7 Ob. cit., pág. 7. 8 Ob. cit., pág. i o.
9 “Todas las naciones del mundo, por tanto, pueden ser miradas como un solo cuerpo de comerciantes, ejerciendo sus varias ocupaciones para el mutuo beneficio y ventaja de unas y otras.” Ob. cit., pág. 47. Véanse también págs. 48 y 58. 10 Ob. cit., págs. 31 y 82. 11 Ob. cit., pág. 33. 12 “Es absurdo ir a la guerra por el comercio, que puede ser promovido más eficazmente por las artes de la paz. Y ello no es más que una sabia disposición de la Providencia, que muestra cómo la Humanidad puede mantener el comercio y la paz sobre la faz del mundo occidental sin interrumpir aquél ni debilitar ésta.” Ob. cit., pág. 62. 13 Ob. cit., págs. 121-22. 14 Ob. cit., pág. 122. 15 Ob. cit., pág. 61. 16 Ob. cit., pág. 34. 17 “... ya que la abundancia de estos bienes materiales entraña la felicidad humana y ésta incluye la paz, ¿por qué se discute o se lucha? ¿Por qué pedimos al cielo la victoria de nuestras armas sobre el enemigo, si tenemos cuanto deseamos y podemos vender nuestros productos de forma tan económica que casi situamos a los demás en la necesidad de comprárnoslos? Esta es la mejor condición que puede poseer nuestro comercio sobre las restantes naciones y que hará innecesarios todos o la mayoría de las estipulaciones y tratados sobre aquél. Por tanto, podemos muy bien estar en paz con todo el mundo, siempre que no se nos ataque de forma mediata o inmediata, o nos hagan objeto de saqueo; sólo en este caso creo que puede ser justificable la pérdida de tanta gente como ocurre necesariamente en la guerra, por ambas partes. Si cada nación persiguiera estos propósitos, estarían muy lejos de dañarse, y así contribuirían a la felicidad del mundo.” Ob. cit., pág. 6o. 18 Ob. cit., pág. 116. 19 David Hume (1711-1776) ha expuesto su doctrina económica en la segunda parte de sus Ensayos (1752). Los problemas que nos interesan en este estudio son discutidos por Hume en los ensayos siguientes: Ensayo V. Sobre la balanza comercial; Ensayo VI. Sobre la
sayo VIL 25 Ob. cit., pág. 354 (traducción citada, pág. 129). Ensayo VII. 26 Ob. cit., pág. 354 (traducción citada, pág. 130). Ensayo VIL 27 Ob. cit., pág. 493 (traducción citada, pág. 354). Ensayo XVI. 28 Ob. cit., pág. 486 (traducción citada, pág. 339). Ensayo XVI. 29 Ob. cit., pág. 493 (traducción citada, pág. 354). Ensayo XVI. 30 Ob. cit. Véase también en Lechartier, 1900, pág. 185. Recordemos en relación con el Ensayo sobre la envidia comercial, de Hume, un estudio de Isaac Pinto: Carta sobre la envidia del comer-
cio en donde se prueba que los intereses de las potencias comerciales no se cruzan nunca, sino que tienen un interés común a su bienestar recíproco y a la conservación de la paz (en Pinto, 1771, págs. 229
y sgs.). La misma idea en Isnard, 1781, t. I, págs. 151-52. Véase también J. Accarias de Sérionne, Los intereses de las
naciones europeas desarrolladas relativamente al comercio. París. 1766, t. I, pág. 2.
31 Josiah Tucker nació en 1711 y murió en 1799. Publicó primeramente varias obras sobre teología, pero durante su estancia en Brístol, donde desempeñó el cargo de vicario de una Iglesia, pensó sobre problemas económicos. Residiendo en Brístol, pudo fácilmente observar las pérdidas que causó al comercio la guerra de los Siete Años. Véase Clark, 1903, sobre todo las págs. 6o a 72. 32 Tucker. 1782, pág. 5. Un plan, etc., 1780. 33 Tucker, 34 Tucker, 1763, págs. 12-15 y páginas 31-32. 35 Ob. cit., págs. 17 y sgs. 36 Ob. cit., págs. 42 y sgs. 37 Ob. cit., pág. 50. 38 “El interés general del comercia y el interés particular de los comerciantes son muy diferentes”, ob. cit., pág. 53, 39 Tucker, 1782, págs. 33-34. Tuc-
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46 Ob. cit., págs. 41, 31-32 y 58-59. 47 Tucker, Proposiciones. 1780, página 222. 48 Carta de Tucker a lord Kames del 18 de octubre de 1761. Véase Tytler, 1807, t. II, apéndice, pág. 8. 49 Tucker, 1763, págs. 9 y ji. 50 Ob. cit., pág. 57. 51 Ob. cit., págs. 41-42. 52 Efemérides del ciudadano, Avisos, tomo IX (1769), págs. 67-68. 53 Plumont de Dangeul, 1754. 54 Clark, 1903, pág. 227. 55 Efemérides del ciudadano, t, IX, (1769), pág. 67. 56 La traducción francesa de una de ellas fue publicada en 1755 (para el titulo, véase Tucker, 1751). En cuanto a la segunda obra, El caso de ir a la guerra para atender al comercio, fue traducida por Turgot, pero sus múltiples trabajos le impidieron publicarla. (Véase la carta de Turgot a Tucker de 12 de septiembre de 1770, en Tucker, 1782. páginas IX y XIV.)
ker llama la atención del lector sobre el hecho de que las ideas expresadas en su Lo que hay de bueno recuerdan en cierto modo las concepciones de james Anderson (El interés de Gran Bretaña, etcétera, 1782), Véase Tucker, 1782, prefacio. 40 Tucker. 1782, pág. 36. 41 Ob. cit., pág. 35. 42 “Este demonio, la envidia del comercio”, ob. cit., pág. 46. 43 Tucker. 1763, págs. 35-36. Esta opinión concuerda con un pasaje de Dupin que dice: “Es de interés para el Estado que los Estados vecinos sean ricos; si son pobres, no podrán comprar lo superfluo de sus vecinos; un comerciante que abriera una tienda en una ciudad le mendigos no vendería nada.” Dupin, 1745, tomo I, pág. 83. 44 Tucker, 1763, pág. 34. 45 “De todos los absurdos que originan las guerras, ninguno como el que se realiza en nombre del comercio; nada en la naturaleza puede ser más extravagante locura.” Ob. cit., pág. 40.
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CAPITULO VIII NACIMIENTO DE LA ECONOMÍA CIENTÍFICA
I. ADAM SMITH. Adam Smith1, verdadero creador de la economía política moderna, consagra varias páginas de sus Cursos y de su Riqueza de las naciones al estudio del problema de la guerra2. Las consecuencias desastrosas de los conflictos armados no pueden dejar la menor duda sobre sus efectos, aunque los primeros resultados de la guerra pudieran hacer aparecer este juicio como equivocado. “Por ello, en medio de la guerra extranjera, aun en la más desastrosa, puede ocurrir, y sucede frecuentemente, que la mayor parte de las manufacturas alcancen un estado floreciente, y que, por el contrario, al lograr la paz decaigan. Pueden prosperar en medio de la ruina de su país y periclitar al retorno de su prosperidad.”3. Sin embargo, las consecuencias de los conflictos armados son funestas. El aumento ininterrumpido de la Deuda pública, que aplasta a las grandes naciones europeas y que pone en peligro, a lo largo del tiempo, a las mismas, tiene su origen en las guerras. El crédito público es un instrumento importante que facilita la política bélica de los Gobiernos modernos. “Los gastos ordinarios en la mayor parte de los Gobiernos modernos en tiempo de paz son iguales, poco más o menos, a sus ingresos ordinarios; cuando la guerra se inicia, no tienen ni decisión ni medios para incrementar sus ingresos en proporción con el aumento de los gastos. No tienen decisión por temor a molestar al pueblo, pues una elevación tan alta y tan inesperada de los impuestos haría que se considerase desagradable la guerra; con ello no pueden procurarse los medios, porque no saben qué nuevos impuestos crear, suficientes para obtener los ingresos que necesitan. La facilidad de emitir empréstitos los libera del embarazo que les habría causado este temor o esta impotencia. Por medio de los empréstitos, un aumento de impuestos moderados los coloca en posición de obtener bastante dinero para, de año en año, sostener la guerra, y por medio de la práctica de convertir los títulos en Deuda perpetua, se encuentran en situación, con un ligero aumento de los impuestos, 122
de obtener anualmente grandes sumas de dinero. En los vastos imperios, las gentes que viven en la capital y en las provincias alejadas del teatro de operaciones no se resienten, en su mayor parte, de los inconvenientes de la guerra; por el contrario, disfrutan leyendo en los periódicos las hazañas de sus flotas y sus ejércitos. Para ellos este entretenimiento compensa la pequeña diferencia que pagan en los impuestos a causa de la guerra, en relación con los que estaban acostumbrados a pagar en tiempo de paz, y ven, ordinariamente, con disgusto la vuelta a la paz, que pone fin a su entretenimiento y a mil esperanzas quiméricas de conquista y de glorias nacionales que se fundaban en la continuación de la guerra.”4. Las restricciones de créditos concedidos al Estado eliminarían en gran parte los peligros de la guerra. A este respecto, es interesante citar textualmente el siguiente párrafo: “Si se proveyera siempre a los gastos de la guerra con los ingresos que se recaudasen en el transcurso del año, los impuestos con que se obtendría este ingreso extraordinario no durarían más tiempo que la misma guerra. Si los medios de acumular eran menores para los particulares, en tanto que durase la guerra, serían tanto mayores durante la paz, lo que no ocurría con el sistema de Deuda perpetua. La guerra no entrañaría la destrucción ne cesaria de los antiguos capitales y la paz llevaría a la acumulación de un número mayor de nuevos capitales. Las guerras, en general, se terminarían más rápidamente y se emprenderían con menos ligereza. El pueblo, sintiendo todo el peso de la guerra durante el tiempo que durare, se cansaría pronto, y los Gobiernos no estarían tentados, por condescendencia a sus fantasías, a continuarlas por más tiempo del necesario. La perspectiva de pesados impuestos inevitables que la guerra entraña impediría al pueblo desearla a la ligera, a menos de tener un interés real y sólido que valiera la pena. Por ello, esos períodos durante los cuales disminuye la posibilidad de que los particulares creen capitales serían cada vez más raros y de más corta duración. Por el contrario, los períodos de acumulación serían mucho más dura bles que pueden serlo bajo el sistema de la Deuda perpetua.”5. Partidario de la más amplia libertad económica, Smith limita la intervención del Estado a tres funciones: defensa del país, administración de la justicia y sostenimiento de ciertas instituciones o ejecución de ciertos trabajos públicos que ningún particular emprendería atendiendo a su interés privado6. La defensa nacional es la más importante de todas y se encuentra ajena a cualquier consideración de orden económico. Su prioridad no es negada por Smith, e incluso se admira ante el examen del Acta de la Navegación7. La defensa nacio123
nal, “más importante que la opulencia”, es, dentro de su doctrina, una de las pocas consideraciones que justifican posibles restricciones a la libertad económica8. El primer deber del soberano es la defensa del Estado contra el enemigo extranjero, la cual no puede llevarse a término sin un fuerte Ejército, cuyo sostenimiento varía sensiblemente en las cuatro etapas principales de la evolución social: caza, pastoreo, agricultura y comercio9. En los pueblos cazadores todo el mundo es guerrero. En el curso de las hostilidades, incluso en comarcas alejadas, provee con su trabajo a su subsistencia, como cuando vive en su propio territorio. La sociedad no tiene, pues, ningún gasto que efectuar ni para su preparación militar ni para su sostenimiento durante la campaña. Otro tanto ocurre en los pueblos dedicados al pastoreo. En ellos la preparación de la guerra no entraña ningún gasto particular. Los agricultores son buenos soldados, pero menos ejercitados que sus antecesores: nómadas y pastores. Las guerras son de corta duración. Comienzan después de la siembra y terminan antes de la recolección. Los agricultores marchan a la guerra y son reemplazados fácilmente por las mujeres y los niños. Sirven aun sin soldada. Consecuentemente, los gastos de guerra que incumben al soberano son mínimos. A menudo, hasta en el mismo campo de batalla, como en sus propiedades, los soldados viven de sus rentas personales. En las sociedades que son comerciales dos causas impiden a los que toman las armas proveer a su propia sustentación: el progreso de la industria y el del arte militar. Cuando un artesano o un obrero cesa de trabajar, su fuente única de ingreso desaparece. Por esto, desde el momento del alistamiento, el Estado debe sostenerlos. La división del trabajo impide al artesano dedicarse a cualquier ocupación que no sea su profesión. El obrero carece de tiempo para ocuparse de los ejercicios militares. Desde un punto de vista netamente físico, está mucho peor dotado para la guerra que sus antecesores. La nación pierde, consecuentemente, su carácter guerrero. Por otra parte, “el arte de la guerra, que es, sin contradicción, el más noble de todos, se convierte, naturalmente, a medida que avanza la sociedad, en una de las artes más complicadas”10. La estrategia, por ser una ciencia difícil, transforma las campañas militares en más y más duraderas, obligando con ello al Estado a enrolar tropas profesionales y retribuidas. A las milicias —Smith designa con este nombre a los que practican ejercicios militares durante 124
los descansos que les puede dejar su ocupación profesional, “una vez por semana o una vez por mes”11—, el padre de la ciencia económica no les atribuye un gran valor combativo. Cree que son inferiores a los ejércitos permanentes, tanto en el manejo de las armas como en disciplina militar. Desde la invención de la pólvora la guerra exige tal preparación de material humano, que las milicias no pueden satisfacerla. Resumiendo: un ejército permanente debe ser preferido, sin ninguna duda, por estar mejor entrenado12. Los hombres que aman los principios republicanos ven en el ejército permanente una institución peligrosa para alcanzar sus fines. En una cierta medida, este temor está justificado. Sin embargo, si el soberano asume la dirección suprema del Ejército y la nobleza cumple funciones de alta dirección, el ejército permanente deja de ser peligroso para la Constitución republicana; “cuando la fuerza militar está colocada en manos de los que tienen el mayor interés en el sostenimiento de la autoridad civil, porque ellos son la mayor parte de esta autoridad, un ejército de tropas regulares no puede ser nunca peligroso para la libertad”13. Por el contrario, en ciertos casos, puede ser favorable a la misma libertad, pues cuanto más poderoso es el soberano menos necesidad tendrá de recurrir al terror, y aun en casos de trastornos sociales, su poder le permitirá ser generoso y tratar a sus enemigos con clemencia. Desde el punto de vista civilizador, el ejército permanente puede ser un factor de progreso. Constituye, en efecto, el único medio para un país bárbaro de pasar rápidamente a un estado más avanzado de civilización. La Rusia de Pedro el Grande nos proporciona el ejemplo más palpable, pues gracias a su ejército permanente este emperador pudo llegar a asegurar a su país el orden y la paz interior. En el transcurso de los siglos, y, sobre todo, desde la invención de las armas de fuego, la defensa nacional se ha convertido en más y más onerosa. Los gastos militares pesan en gran proporción sobre la vida económica. Pero nos ofrecen en contrapartida la seguridad indispensable para la prosperidad. “En las guerras modernas los grandes gastos de las armas de fuego dan una ventaja señalada a la nación que está en mejor estado de proveer a este gasto, y, por ende, a una nación civilizada y opulenta sobre una nación pobre y bárbara. En los tiempos antiguos las naciones opulentas y civilizadas encontraban dificultad en defenderse de las naciones pobres y bárbaras. En los tiempos modernos las naciones pobres y bárbaras difícilmente se defienden de las naciones civilizadas y opulentas. La invención de las ar 125
mas de fuego —invención que parece, al primer golpe de vista, tan funesta— es, en verdad, favorable al progreso de la civilización y su extensión.”14. En su polémica contra los mercantilistas, Smith precisa que no es necesario acumular metales preciosos para capacitar a la nación para sostener guerras extranjeras y mantener flotas y ejércitos en países lejanos. Este método es sólo preciso en los países poco avanzados; mas está superado en aquellos en que la industria y el comercio están muy desarrollados. Smith demuestra que los metales preciosos, con los que Inglaterra paga sus guerras, provienen de las exportaciones de mercancías. Así, desde el punto de vista militar, la industria y el comercio son más importantes que los cofres del príncipe. “Un país cuya industria produce anualmente una gran cantidad de las clases de bienes que habitualmente exporta a los países extranjeros puede sostener durante varios años una guerra extranjera, aun cara, sin necesidad de exportar cantidades considerables de oro y plata; hasta sin tenerlos para exportar. En ese caso, una partida muy considerable de lo superfino producido anualmente por sus manufacturas será exportado sin que ello produzca beneficios directos al país, aunque sí a los comerciantes, a los cuales el Gobierno comprará sus letras de cambio, giradas sobre plazas extranjeras, para pagar a los soldados y alimentarlos.”15. La guerra exige gastos enormes. En el momento de comenzar, o, más bien, cuando amenaza con declararse, el Estado se enfrenta con gastos excepcionales. No tiene otra posibilidad que la de recurrir a los préstamos. En un país abundante en mercancías y manufacturas, el Estado encontrará, sin grandes dificultades, dichos créditos16. Para la concepción de Smith, el mundo económico está considerado como una gran comunidad natural creada por la división del trabajo. Para él, las instituciones económicas son providenciales y saludables a la vez. Leyendo La riqueza de las naciones se adquiere la impresión, constantemente renovada, de que las instituciones espontáneas son las mejores. Smith quiere probar el perfecto acorde del interés privado con el interés general y del interés nacional con el internacional. Esta armonía se realiza comúnmente, a pesar de los individuos. Persiguiendo su interés personal, el hombre es conducido por “una mano invisible” a promover el bienestar general, aunque éste no se encuentre en sus intenciones. El comercio internacional favorece la pacificación del mundo17. Las relaciones económicas entre los pueblos crean un nuevo tipo de hom bre: el comerciante cosmopolita, “el ciudadano del mundo”18. El co126
mercio exterior provoca el establecimiento de relaciones diplomáticas, y así evita los conflictos armados19. Gracias al saber que difunde por el mundo entero, tiende a elevar a un mismo nivel tanto los conocimientos científicos como los técnicos de los diferentes Estados. De suerte que los habitantes de regiones muy alejadas del mundo llegarán, quizá, “a la igualdad de fuerzas y de valor, que, por el temor recíproco que inspira, puede contener la injusticia de las naciones independientes y hacerlas sentir una especie de respeto a los derechos de unos y otros”20. Pero, por otra parte, el comercio, mientras está dominado por el espíritu de monopolio, como ocurre tan a menudo, lleva a los pueblos en un sentido diametralmente opuesto. Este espíritu se convierte en peligroso cuando la rutina pérfida de comerciantes subalternos se eleva a sabiduría política y se convierte en ley de los grandes imperiosZ1. Con estas máximas, inspiradas en este espíritu, se ha hecho creer a las naciones que sus intereses son opuestos, que el beneficio de una es la pérdida para las otras. “El comercio, que naturalmente debería ser, para las naciones como para los individuos, un lazo de concordia y amistad, se ha convertido en la fuente más fecunda de odios y querellas. Durante este siglo y el precedente, la ambición caprichosa de reyes y ministros no ha sido menos fatal para el reposo de Europa que la tonta rivalidad entre comerciantes y manufactureros. El humor injusto y violento de los que gobiernan es un mal que data de antiguo, para el que temo que no haya remedio, pues está en la naturaleza de las cosas humanas; pero en lo que se refiere al espíritu de monopolio, a la rapacidad baja y envidiosa de los comerciantes y manufactureros, que no están, ni unos ni otros, encargados de gobernar a los hombres y que no están de ningún modo predestinados para ello, si no hay medios de corregir este vicio, al menos es bien fácil impedir que pueda conturbar la tranquilidad de las personas que no están por él poseídos.”22. La inmortal obra de Smith es un canto en favor de la libertad económica. Es una réplica a la política mercantilista que, dominada por el egoísmo y la voluntad de hegemonía económica, produce numerosas guerras. Esta política es origen de conflictos sin solución de continuidad y causa esencial de numerosas guerras coloniales23, lascuales son tanto más condenables cuanto que las colonias son empresas deficitarias para la metrópoli. Para Smith la guerra no es admisible si no es justa, es decir, cuando la nación encuentra sus derechos violados y se defiende legítimamente. El Estado cuya propiedad se viola, cuyos súbditos son 127
muertos o cogidos prisioneros sin razón válida, tiene derecho a pedir satisfacción, y en caso de no ser dada, declarar la guerra. La ruptura de un Tratado, el no pago de las deudas; he ahí otras causas para la declaración de la guerra24.
II. BENTHAM. En economía política, Jeremías Bentham25 es un fiel discípulo de Adam Smith26. Sin embargo, en sus concepciones pacifistas va mucho más allá que su ilustre maestro. En efecto, es autor de un proyecto de paz perpetua, que ha llamado poderosamente la atención de la posteridad27. Escrito entre 1786 y 1789, el manuscrito de su proyecto no fue publicado por vez primera hasta 1843, por Bowring, editor de las Obras de Bentham28. El filósofo inglés consagra un capítulo al estudio de las causas de la guerra, en la que ve uno de los más terribles azotes que aniquilan a la Humanidad29. Las razones más importantes de los conflictos armados, a sus ojos, son provechos materiales que se esperan obtener de los vencidos, deseo de glorias nacionales, vanidades de los príncipes, antipatías nacionales, esperanza de ascenso en los funcionarios. Pone de manifiesto la importancia del factor económico, y particularmente señala la rivalidad comercial y el deseo de monopolizar el comercio como una de las causas principales de la guerra. Desde el principio de su obra, Bentham prevé la crítica de los que consideran la paz perpetua como irrealizable. Se esfuerza en probar que esta imposibilidad no es más que aparente. A los que le objetan que su época no está preparada para las reformas que prevé, responde que su proyecto abre vía a la realización de la paz perpetua y que un plan como el suyo no es nunca inútil. Hace un llamamiento a todos los hombres de buena voluntad, cualquiera que sea el lado en que se encuentren. Bentham construye su proyecto sobre dos grandes principios: la emancipación de las colonias por cada Estado y la reducción y limitación del Ejército de cada Estado. Ninguna potencia tiene interés en poseer colonias, ni aun Inglaterra30. Por el contrario, la posesión de éstas multiplica los peligros de guerras excesivamente onerosas; además, porque las llamarías ventajas económicas de las colonias son nulas. El comercio de un Estado no está determinado por la extensión de su territorio, sino por el volumen de sus capitales31. Indudablemente, los capitales invertidos en las empresas coloniales lo son en mengua de la economía na128
cional. La metrópoli no obtiene ninguna ventaja de sus colonias, ya que paga las mercancías coloniales como si las comprara a una nación independiente. La administración de las colonias y su defensa cuesta muy cara, v aunque la metrópoli no obtenga ningún provecho, corre el peligro de perderlas un día, a la par que todos los gastos efectuados y todos los capitales invertidos. Las colonias son, con relación a la metrópoli, comparables a la bola que encadena a un forzado, y si la nación se desembarazase de ellas saldría beneficiada. La emancipación es, pues, de interés, tanto para la metrópoli como para las colonias mismas. Bentham propone consecuentemente abandonar todas las colonias y no adquirir nuevos territorios. A este respecto, el filósofo inglés, como reglas de carácter transitorio, propone las siguientes32: primera, retirar las tropas coloniales; segunda, no subvenir a los gastos de la administración colonial; tercera, renunciar al nombramiento de funcionarios coloniales a los que se opongan las colonias; cuarta, ordenar a los gobernadores que aprobasen todos los proyectos de ley que les fueran presentados por sus administrados; quinta, no gastar nada para la defensa de las colonias. Inglaterra no tiene ninguna necesidad de contratar alianzas ofensivas o defensivas. De este modo puede ponerse al abrigo de guerras inútiles. Bentham va aún más lejos, y afirma que su país no tiene ningún interés en dictar medidas y firmar Tratados que le concedan privilegios comerciales sobre otras naciones33. El comercio de un país —como el de un individuo— está limitado por su capital y el crédito que disponga. Ninguna medida administrativa es capaz de aumentar esos factores, y, consecuentemente, capaz de acrecentar el comercio nacional. Resulta que las medidas tomadas por el Gobierno para desarrollar el comercio, tales como primas, prohibiciones y Tratados comerciales, son completamente superfluas. De las afirmaciones precedentes, Bentham deduce que no redunda en interés de Inglaterra poseer fuerzas navales superiores a las que necesita para su defensa contra los piratas. Una flota poderosa, en efecto, no sirve más que para defender las colonias o para atacar otras naciones, con intención de imponerles un Tratado comercial favorable a los ingleses. Todas sus proposiciones serían igualmente ventajosas para Francia, ya que las mismas razones abonan la emancipación de sus colonias, el desarme de su flota y la omisión de Tratados comerciales y alianzas. El acuerdo entre Francia e Inglaterra sería, por consiguiente, perfectamente posible. Si se hiciera de conformidad con los princi129
pios expuestos, no tendrían nada que temer una de la otra. Bentham espera que los otros Estados, por las mismas consideraciones, estarían dispuestos a actuar de igual modo. Es necesario que Francia e Inglaterra lleguen a un acuerdo como premisa para conseguir la pacificación de Europa, siendo entonces el momento de abordar el desarme y la organización de la paz permanente. El mantenimiento de la paz obligaría a que los ejércitos estuvieran limitados por Tratados generales y perpetuos34. Siendo de interés común de todas las naciones llevar a término tales Tratados, éstos no son quiméricos. Si un vencedor impone al vencido una limitación de sus fuerzas militares, un desarme unilateral, no hará más que humillar a la nación derrotada. Un Tratado semejante sería vergonzoso y no podría imponerse más que por la fuerza. Por el contrarío, una nación que se desarmase y propusiera a todas las otras reducir sus fuerzas armadas, se cubriría de gloría inmortal. Su peligro sería nulo; su ventaja, cierta. Ganaría por haber probado indubitadamente su propio deseo de paz, por una parte, y por otra, por haber puesto en evidencia a los Gobiernos que rechazasen su proposición35. Se granjearía la confianza de los pueblos solícitos y privaría a sus Gobiernos de la posibilidad de rechazar una proposición tan solemne con subterfugios y falsos hechos. El mantenimiento de una paz permanente podría ser considerablemente facilitado por el establecimiento de un Tribunal de Arbitraje Internacional, “aunque no estuviera armado o dotado de un poder coercitivo”36. Su constitución sería, en verdad, difícil; pero Bentham enumera varias empresas del mismo género y de análoga dificultad que han sido realizadas, tal como la creación de la Confederación Americana, la Dieta germánica y las Ligas suizas. ¿Por qué la fraternidad no puede existir en una Confederación de Estados europeos? ¿Qué se puede ganar en la guerra? ¿Ventajas comerciales? ¡Son ilusorias! ¡Haced la conquista del mundo entero, y, a pesar de esto, os será imposible aumentar vuestro comercio en un solo céntimo!37. El comercio es ventajoso; la guerra, esencialmente ruinosa38. ¿Qué se puede esperar aún de la guerra? ¿Adquisiciones territoriales lejanas? “¡Valen menos que nada!”39. ¿Gran opulencia? Nada tan opuesto al progreso como la guerra40. ¿La gloria nacional? Es a menudo fruto de un “éxito inútil”, resultado de una expansión perjudicial para la nación, pues se obtiene a costa de su opulencia41. Uno de los fines principales del plan de Bentham es la disminución, por una reducción de las fuerzas armadas, de las contribuciones 130
que pesan sobre cada nación. Se estipularía en un Tratado internacional la cifra de esta reducción para cada país. Bentham cree en la posibilidad de una paz general y perpetua; afirma que los intereses de las naciones coinciden con los de la paz42. Sería insensato querer una guerra esperando obtener provecho. Cualquiera que sea la guerra, conduce fatalmente a gastos enormes, sin aportar el menor beneficio. NOTAS de todas las regulaciones comerciales de Inglaterra”, ob. cit., t. I, pág. 429. 9 Véase lib. V, cap. I, sec. I, “De los gastos de defensa”, t. II, págs. 186-202 (tomo IV, págs. 1-36). 10 Ob. cit., t. II, pág. 191 (t. IV, página 13). 11 Ob. cit., t. II, pág. 194 (t. IV, página 19). 12 Smith se aleja mucho de su ilustre maestro Hutcheson, que preconiza el sistema de milicias bien entrenadas. Véase Hutcheson, 1755, t. II, págs. 323-:>4. 13 Smith, 1776, t. II, págs. 200-201 (tomo IV, pág. 33). 14 Ob. cit., t. II, pág. 202 (t. IV, página 36). 15 Ob. cit., lib. IV, cap. I, título I, páginas 410-11 (t. III, pág. 36). Véase también lib. V, cap. III, t. II, páginas 393-94 (t. IV, págs. 464-65). 16 Ob. cit., t. II, pág. 395 (t. IV, páginas 468-69). 17 Ciertas ideas de Kant que desarrolla en su proyecto de paz perpetua recuerdan singularmente la concepción del autor de la Riqueza de las naciones. Según el filósofo alemán, el comercio pone en relación las diferencias de los pueblos y los entrelaza en la vía de las relaciones pacíficas. (Véase Kant, 1795, página 29). “Hablo del espíritu del comercio —dice— que se extiende pronto o tarde en cada pueblo y que es incompatible con la guerra.” (Ob. cit., pág. 34.) 18 Smith, 1776, lib. V, cap. II, artículo 2, t. II, pág. 333. 19 Smith, 1763, pág. 278. 20 Smith, 1776, lib. IV, cap. VII, sección III, t. II, pág. 125 (t. III, página 426). 21 “El vil arte de los mequetrefes comerciantes se convierte así en la máxima política de conducta para un gran imperio.” Ob. cit., lib. IV, cap III, sec. II, título I, pág. 457 (t. III, pág. 143). 22 Ob. cit., t. I, págs. 457-58 (t. III, página 144). 23 Ob . cit ., lib. IV, cap. II, t. I, pá-
1 Adam Smith, hijo de un interventor de Aduanas, nació en Kirkcaldy, en Escocia, en 1723, y fue destinado al estado eclesiástico, rehusando hacerlo. Enseñó Literatura y Retórica en la Universidad de Edimburgo, y más tarde, en la de Glasgow, Lógica y Filosofía moral. En 1759 publicó la Teoría de los sentimientos morales, que tuvo gran éxito y le valió ser elegido por el duque de Buccleugh para que acompañase a su hijo a Europa. Después de un viaje de tres años, se retiró por diez años a Kirkcaldy y publicó en 1776 sus Investigaciones
sobre la Naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. Inmediatamente entró
en la Administración de Aduanas, y murió en 1790. Sobre Smith, véase Rae, 1895. 2 El ensayo de M. W. E. Rappard sobre la economía histórica de Smith nos ha sido muy útil para nuestro propósito (véase Rappard, 1916). 3 Smith, 1776, lib. IV, cap. I, título I, pág. 411 (t. III, pág. 37). Las cifras entre paréntesis se refieren a la traducción al francés de la obra de Smith. 4 Ob. cit., lib V, cap. III, t- II, página 405 (t. IV, págs. 490-91). 5 Ob. cit., t. I, pág. 411 (t. IV, páginas 504-505. Kant parece haberse inspirado en este pasaje de Smith. “No se debe —dice— contratar deudas nacionales en vista de los intereses exteriores del Estado.” Kant, 1795, art. IV. 6 Smith, 1776, lib. IV, cap. IX, t. II, página 185 (t. III, pág. 557). 7 “No es imposible, por tanto, que algunas regulaciones de esta famosa Acta —de navegación— puedan haber procedido tan sólo de la animosidad nacional. Son tan sabias, sin embargo, como si hubieran sido dictadas por el más juicioso de los hombres.” Ob. cit., lib. IV, capítulo II, t. I, pág. 428. 8 “Como la defensa, sin embargo, es más importante que la opulencia, el Acta de navegación es quizá la más juiciosa
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32 Bentham, Principios de una ley internacional, cap. IV, pág. 54.-!. 33 Ob. cit., pág. 549. 34 Ob. cit., pág. 550. 35 Ob. cit. 36 Ob. cit., pág. 552. 37 “Conquistad el mundo entero, y aun así, será imposible que se incremente vuestro comercio en medio penique.” Bentham, ob. cit., cap. IV, pág. 557. 38 “Todo el comercio es en esencia ventajoso, aun para aquel país que tiene un mínimo. La guerra es, en su esencia, ruinosa.” Ob. cit., pág. 552. 39 Ob. cit., pág. 559. 40 “El antagonismo entre la guerra y la opulencia es demasiado manifiesto.” Ob. cit., pág. 559. 41 “Pero el esplendor, grandeza, gloria y todas estas cosas pueden producirse) por un éxito inútil, mientras que la extensión improductiva y débil del dominio obtenido se logra a expensas de la opulencia”, ob. cit., págs. 559-60. 42 “Entre los intereses de las naciones no existe ningún conflicto real: si cualquiera lo estimase así, sólo es a causa de la falta de comprensión.” Ob. cit., página 559. Digamos de pasada que bentham fue el primero que utilizó la palabra “internacional”. Bentham, 1789, volumen II, pág. 260.
gina 432 (t. III, págs. 85-86); lib. IV, capítulo VII, sec. III, t. II, pág. 115 (tomo III, pág. 405), y lib. V, cap. III, título II, pág. 432 (t IV, pág. 551). 24 Smith, 1763, pág. 266. 25 Jeremías Bentham nació en 1748, murió en 1832. Un gran número de sus obras fueron publicadas primero en francés por su amigo y colaborador el genovés Etienne Dumont. El filósofo inglés se ocupa principalmente de cuestiones económicas en dos de sus obras, tituladas Manual de Economía política y Teo-
ría de los castigos y de las recompensas
(tomo IV). Sobre Bentham, véase Halévy, 1901. 26 Véase Halévy, 1901, pág. 160. 27 Véase Introducción de Ogden a Bentham., 180-2, pág. XXI. 28 El proyecto de Bentham está expuesto en sus Principios de una ley internacional (escrito entre 1786-1789), cuyo capítulo IV lleva el título: Un plan para una paz universal y perpetua. Un análisis de este plan es dado por Briout, 1901. 29 Bentham, Principios de una ley internacional, cap. III. 30 Ob. cit., cap. IV, pág. 547. 31 Véase Bentham, Manual de Economía política, pág. 54, y Bentham, 1811, tomo II, pág. 321.
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CAPITULO IX LA ESCUELA CLÁSICA
Como de todos es conocido, la escuela clásica es de origen inglés; pero su influencia sobre el pensamiento económico del siglo XIX se extendió a todos los países del continente europeo. En ninguna parte, sin embargo, fue tan profunda y duradera como en Francia, ni en ningún otro país los liberales prestaron tanta atención al problema de la guerra. La escuela clásica inglesa del siglo XIX comienza con los trabajos de dos ilustres economistas: Thomas Robert Malthus y David Ricardo. Entre los sucesores del último, los principales son: James Mill y Tohn Ramsay MacCulloch. Con John Stuart Mill la escuela clásica alcanza su apogeo; John Elliot Cairnes, autor de considerable renombre, y Henry Fawcett, menos conocido, pueden considerarse como los últimos hombres representativos de esta escuela. De la escuela liberal francesa el más destacado es Juan Bautista Say. En Frédéric Bastiat se encuentra su más elocuente y fervoroso defensor, mientras que Pellegrino Rossi, Michel Chevalier, Henri Baudrillart y Frédéric Passy la representan también con éxito, aunque con menos brillo. Gustave de Molinari es el último economista conocido riel siglo XIX perteneciente a esta escuela. En las páginas siguientes nos proponemos analizar las ideas de estos economistas en lo referente a la guerra y a sus consecuencias económicas. Aunque ninguno de estos autores, con excepción de Molinari, se ocupa del problema en su aspecto total, cada uno de ellos, siguiendo sus gustos y preferencias, estudia ciertos aspectos del mismo. Malthus considera principalmente la faceta demográfica de la guerra. Ricardo analiza ciertos problemas económicos y financieros que llevan anejos los conflictos armados entre las naciones. James Mill se ocupa principalmente de las relaciones entre el progreso económico y la guerra. MacCulloch discute la autarquía, la libertad de comercio y la misión pacificadora de la política económica. John Stuart Mill fija su atención en el Acta de navegación y sobre las relaciones entre el comercio y la paz. Cairnes expresa su opinión acerca del militarismo. Fawcett anticipa algunas formas económicas de la guerra total. 133
Juan Bautista Say desarrolla un nuevo sistema: el industrialismo, y lo aplica como solución del problema de la guerra. Bastiat insiste particularmente sobre la concordia universal. Passy santifica, podemos decir, la doctrina de la libertad de comercio. Rossi, Chevalier y Baudrillart se interesan en la cuestión de si la economía política puede o no solucionar el problema de la guerra. Molinari desarrolla una teoría sobre la grandeza y decadencia de la guerra y bosqueja un proyecto de organización internacional para la paz.
I. MALTHUS. Malthus1 es el más renombrado economista inglés del principio del siglo XIX; estudia la fase demográfica de la guerra en su famoso libro Ensayo sobre el principio de la población. La primera edición, anónima2, contiene algunas observaciones sobre los conflictos armados, pero son poco más que obiter dicta, de escasa importancia. En 1803, Malthus publicó una segunda edición de su Ensayo, considerablemente ampliada y modificada; esta vez llevaba su nombre, y logró un brillante éxito. Cuatro ediciones más aparecieron durante su vida. Mientras en la primera edición no se adentraba en los problemas de la guerra, en las siguientes les dedica considerable espacio. El aspecto económico de la guerra se analiza en sus Principios de Economía política (1820). Sus estudios sobre las leyes de cereales también ofrecen algunas manifestaciones de su actitud ante el problema de la guerra. 1. El principio de la población y la guerra. Sin pretender esbozar, a este respecto, la teoría de Malthus en su totalidad, permítasenos reseñar brevemente su famoso principio de la población, pues hay que destacar que las observaciones del economista inglés sobre la guerra están íntimamente ligadas a este principio. Malthus está convencido de que la población se dobla en número cada veinticinco años, es decir, aumenta en proporción geométrica. De otra parte, los medios de subsistencia, bajo las condiciones más favorables, no pueden aumentar más que en proporción aritmética. El déficit resultante en alimentos nunca puede ser superado. Consecuente mente, se ofrecen dos medios de adaptar la población a los límites impuestos por la cantidad de alimentos disponibles: los positivos y los preventivos. Es fenómeno de corta duración que los hombres excedan en mu134
cho en relación con los alimentos disponibles. La insuficiencia de medios de subsistencia origina hambres y epidemias, con lo que el nivel cíe mortalidad aumenta. Es también la causa del canibalismo, infanticidio, matanzas de los viejos y, sobre todo, de la guerra. De esta penosa manera se restaura la proporción entre población y alimentos. La insuficiente alimentación actúa como un medio restrictivo en el sobrante de la población. Una nación puede adaptar el aumento de su población a sus alimentos disponibles por medios menos penosos, principalmente por restricciones morales, que, según el punto de vista de Malthus, significan la abstención del matrimonio combinada con la castidad. Esta restricción preventiva la recomienda calurosamente a aquellos que tienen in suficientes medios para sostener a sus hijos; por lo tanto, principalmente a la clase trabajadora. Según Malthus, el control moral es el único medio de mejorar la condición de los pobres. “El fin que deben perseguir los que realmente deseen mejorar las condiciones de las clases humildes de la sociedad debe ser elevar la proporción entre el salario y los precios de los alimentos, de forma que el trabajador consiga tanto lo necesario como cierto confort en la vida. Se ha tratado hasta ahora de alcanzar este fin animando a los pobres a contraer matrimonio, y, como consecuencia, ha aumentado el número de trabajadores y se ha saturado el mercado con una mercancía que desearíamos que fuera más escasa. Parece que no se requería gran espíritu de adivinación para predecir el fracaso de tal plan de actuación. Sin embargo, no hay nada como la experiencia. Se ha realizado en diferentes países y durante cientos de años, y el resultado ha sido siempre el contrario al esperado. Ha llegado, pues, el momento de intentar algo diferente. “Cuando se encontró que el oxígeno o aire vital puro no curaba la consunción como se esperaba, sino más bien agravaba sus síntomas, se hicieron pruebas con un aire diferente. Hubiera deseado que se hubiera actuado con el mismo espíritu filosófico en nuestros intentos de curar el mal de la pobreza; y habiendo encontrado que la inyección de ofertas renovadas de trabajo sólo tiende a agravar los síntomas, se hubiera tratado de averiguar cuál sería el efecto de detraer parte de esta oferta.”3. La guerra es uno de los medios que actúan en favor de la restricción de la población. Su efectividad, como tal, se ve claramente en el caso de los pueblos primitivos, cuyas disputas son causas de conflictos interminables. En estas continuas guerras y algaradas gran número de hombres son heridos mortalmente. Hay un estado permanente de 135
hostilidad entre las tribus, y el mero hecho de aumento de población de una tribu se considerará por las otras como un acto de agresión, por la simple causa de que necesitará extender su territorio. Una guerra provocada por estas causas sólo puede terminar cuando, por serias pérdidas, el equilibrio sea restablecido o cuando el partido más débil sea exterminado. Tales conflictos son particularmente frecuentes entre pueblos pastoriles. Las tierras para pastos utilizadas por una determinada tribu durante una estación del año son solamente una pequeña porción de sus posesiones. En el transcurso del mismo ocupa una vasta extensión de territorio. Mas el área total es absolutamente necesaria para su subsistencia, y, por lo tanto, considerada como de su exclusiva propiedad; cada intrusión, aun en su más remoto rincón, se considera como causa justa de guerra. Entre las naciones de la antigüedad, especialmente en Grecia y Roma, las pérdidas de población, como resultado de conflictos armados, fueron muy importantes; sus guerras fueron continuas y sangrientas4. Las pérdidas en hombres producidas en luchas por el espacio y los alimentos son cuantiosas. Con otros factores semejantes la guerra contribuye a sostener la población entre ciertos límites y opera como una restricción efectiva. Esta acción represiva de la población alcanza su apogeo cuando, además, la guerra paraliza o dificulta el desarrollo industrial, especialmente en aquella actividad que contribuye a aumentar la producción de alimentos. De otra parte, la guerra no despuebla del todo a aquellos países cuya agricultura e industria no han sido dañadas por las hostilidades. Este es el caso particular que presenta la época moderna, ya que los conflictos armados parecen ejercer menos influencia que antiguamente en la producción de medios de subsistencia. Por esa causa, la guerra, aunque motivo principal de la despoblación entre las tribus salvajes, es menos destructiva entre los pueblos civilizados, y esto resulta cierto, incluso en las infortunadas guerras civiles5. Si en una nación no aumenta la cantidad de alimentos disponibles, no puede aumentar su población ni en tiempo de paz. El incremento natural de la población —concluye Malthus— ha sido constante y efectivamente restringido por métodos represivos, y ‘‘como parece evidente que con cualquier forma de gobierno, ni los planes de migración, ni las instituciones benéficas, ni el mayor o menor grado de dirección dado a la industria nacional pueden prevenir la acción continuada de una gran restricción en la población, en una u 136
otra forma, hemos de admitir, por consiguiente, que se debe a um inevitable ley natural...”6. Así, la única elección que cabe realizar al hombre es determinar cuál de los varios métodos restrictivos es el menos perjudicial para la virtud y la felicidad. Ahora bien: si hemos de creer a Malthus, sólo existen tres procedimientos para restringir la población: restricciones morales, vicio y miseria. Si este punto de vista es correcto, la elección no puede ser dudosa. Malthus recomienda las restricciones morales. Reduciendo el número de trabajadores, se eleva el salario; éste constituye el único medio posible para mejorar las condiciones del pobre y conseguir un mayor nivel social de vida para la nación7. La adopción de la restricción moral de la natalidad aseguraría las máximas ventajas a la Humanidad. Las relaciones internacionales mejorarían tanto como la economía interna de cada nación: “Hasta puede, milagrosamente, esperarse que la guerra, la terrible peste de la Humanidad, cesaría, bajo dichas circunstancias, de exterminar a la población de una forma tan intensa y frecuente como ocurre-en la actualidad.”8. Sin duda, la más antigua e importante causa de la guerra es la falta de alimentos y espacio vital; y a pesar de haber cambiado las circuístancias de la Humanidad, en el curso de la Historia, dichas causas continúan operando y produciendo los mismos resultados, aunque en menor grado. La ambición de los príncipes desearía instrumentos de destrucción si la miseria de las clases humildes no los rebajase a su mismo nivel. Un sargento reclutador siempre desea una mala cosecha y la existencia de paro; en otras palabras, una superabundancia de población9. Este último párrafo necesita una explicación; se refiere Malthus al sistema de reclutamiento empleado en los tiempos en que los grandes ejércitos estaban compuestos de mercenarios; sin embargo, ello no implica que los métodos restrictivos morales sólo evitarían la guerra entre ejércitos constituidos por mercenarios. Por el contrario, piensa que son útiles para eliminar una de las principales causas de la guerra en general, indiferentemente a la clase de ejército que se emplee. Establece esta opinión en el texto citado anteriormente, en el que insiste una vez más en los efectos saludables que suponen las restricciones morales sobre la paz interna y externa de las naciones. A medida que se incrementa el poder defensivo de los pueblos, aumenta su aversión a la agresión. En una sociedad, semejante a la imaginada por Malthus, cuyos 137
miembros en su totalidad se esfuerzan en conseguir la felicidad por la obediencia a un código moral derivado del entendimiento de la Naturaleza y sancionado por la Revelación, está claro que los individuos incapaces de alimentar a su prole no contraerán matrimonio...; “la disminución de la población por este medio haría desaparecer uno de los principales incentivos de las guerras ofensivas, y, al mismo tiempo, tendería poderosamente a destruir dos nefastos errores políticos: tiranía y desórdenes interiores, que consecuentemente se producen”10. “Esta sociedad, inhábil para una guerra de tipo ofensivo, sería tan fuerte e impenetrable como una roca diamantina en una guerra defensiva. Donde cada familia poseyese lo necesario para vivir con abundancia de alimentos y confort no se anhelaría con esperanza un cambio. Ni las clases humildes dirían: “Dejad que venga lo que sea, ya que no podemos estar peor de lo que estamos.” Cuando todo individuo sienta el valor de las ventajas que disfruta y vea en un cambio futuro tan sólo la posibilidad de ser privado de ellas, cada corazón y cada mano ?e unirán para repeler la agresión.”11. 2. Efectos económicos del paso de la guerra a la paz. La paz de 1815 fue seguida en Inglaterra por una crisis económica que hirió duramente a la clase trabajadora. En la última parte de sus Principios (1820), Malthus examina este desastre y trata de encontrar sus causas. Comienza recordando que en el transcurso de las guerras napoleónicas las condiciones económicas de Inglaterra eran favorables y llevaron a un aumento de la población. “Durante casi toda la guerra, debido al incremento del poder de producción y al aumento del consumo y de la demanda, las grandes destrucciones de capital llevadas a término por el Gobierno fueron más que recuperadas. Dudarlo sería cerrar los ojos a la realidad; es suficiente, para comprobarlo, comparar la situación del año 1792 con la de 1813.”12. Las condiciones económicas del país no empeoraron con la guerra, y la depresión sólo se ofreció cuando ésta terminó. Malthus se pregunta cómo la transición de la guerra a la paz pudo traer tan repentino cambio. Le parece a Malthus inexplicable, partiendo del supuesto de que el poder de producción es el único elemento de riqueza, y que todo aumento de los medios de producción es equivalente a un incremento de riqueza, una paralización tan amplia y tan amargamente padecida al final de la contienda. Es indudable que el poder de producción se in138
cremento cuando las hostilidades cesaron, ya que se pudo emplear más gente y más capital en labores más productivas; mas la realidad fue que, a pesar de este indudable aumento, penas y desastres se ofrecieron cuando se podía lógicamente esperar holgura y abundancia. ¿Cómo puede explicarse este fenómeno? Porque el aumento de la riqueza y elevación del poder productivo no son suficientes; es preciso que la demanda aumente también. Desgraciadamente, la firma de la paz de 1815 motivó un descenso general y prolongado de la de manda de bienes en relación con la oferta existente. Esto se explica porque, después del cese de hostilidades, los contribuyentes comenzaron a ahorrar una gran parte del dinero que anteriormente pagaban al Estado como impuestos de guerra, abolidos al firmarse la paz. Este ahorro disminuye el consumo y, consecuentemente, la demanda de mercancías, originándose así la depresión. Los Estados beligerantes habrán gastado durante la guerra el importe de los impuestos, creando una demanda de trabajos y mercancías mayor y más constante que la de los individuos que recobraron a la vez la posesión total de sus rentas. El importe de los impuestos suprimidos fue gastado totalmente por algún tiempo. Es este hecho lo que explica fácilmente los efectos producidos por la transición de la guerra a la paz y por qué persiste durante un largo período13. Por esta razón, Malthus no cree que sea razonable acopiar recursos para una guerra larga y costosa en el plazo de un año, como Ricardo recomendaba. Cuando la guerra se hace inevitable, es necesario regular los gastos para hacerlos soportables a la nación mientras dure la guerra y evitar, tanto como sea posible, una contracción de la demanda cuando se firme la paz14. Los efectos de la transición de la guerra a la paz varían de país a país según las particulares características de cada uno. En los países capitalistas es diferente que en los países pobres; estos últimos se vivifican por el retorno a la paz. Los primeros, por el contrario, languidecen. En general, “aquellos países que han sufrido más en la guerra son los que padecen menos en la paz”15. Malthus llega a esta conclusión por el razonamiento siguiente: “En los países donde una gran presión se ejerce sobre escaso o moderado poder productivo cabe admitir que el desarrollo progresivo de la riqueza se paralice durante la guerra o que incluso retroceda. Tales países encontrarán alivio en la disminución del consumo, ya que les permite la acumulación del capital, sin el cual ningún Estado puede incrementar su riqueza.” “Pero en aquellos países donde las exigencias de la guerra encuen139
tren un gran poder de producción y pueda ésta aumentar aún mucho más, porque la acumulación, en vez de ser constreñida, se incrementa, y donde un desarrollo de la demanda de bienes es seguido de una oferta paralela, originando una mayor y más rápida multiplicación de la riqueza, que nunca se pensó que podría alcanzarse, los efectos de la paz serán muy diferentes. En tales países es lógico suponer que una gran disminución del consumo y de la demanda frenará claramente el progreso de la riqueza, y con ello se originará un desastre a los capitalistas y a los obreros conjuntamente. Inglaterra y América se parecen mucho a los países descritos últimamente; sufrieron muy poco con la guerra, casi se enriquecieron con ella y ahora sufren en la paz.”16. Según Malthus, es imposible no considerar como deplorable una época en la cual la paz parece haber sido una fuente de innumerables males para el país. ¿No se desprende de esto que es la guerra para ciertas naciones económicamente preferible a la paz? En realidad, no, porque las ventajas que lleva implícita son sólo temporales y conseguidas al precio de los prolongados sufrimientos que hay que soportar, y es muy duro este dilema para imponerlo a un país que sólo por medio de la guerra pudiera enriquecerse. La guerra supone una demanda artificial, cuya repentina reducción al terminar la misma produce la miseria, tanto más aguda cuanto mayor sea el grado de desarrollo alcanzado por la industria del país; es decir, este daño proviene de un desequilibrio total entre oferta y demanda, entre producción y consumo. Nada es más duro para la Humanidad que un repentino incremento de la población, después de dos o tres años de abundancia, coincida con la vuelta de la escasez o algunos años de cosechas malas. El repentino, aunque breve, incremento de la demanda de trabajo en el curso de una guerra produce iguales efectos. De aquí, “es obvio que el deber de todo gobernante, si tiene algún interés en la felicidad de sus súbditos, sea evitar la guerra y los gastos excesivos en la medida de lo posible”17. En sus especulaciones, los teóricos se inclinan a pasar por alto las depresiones, porque se dan en períodos de transición; pero en la vida estos períodos se nos ofrecen frecuentemente y tienen una cierta duración. Son muy duros para los trabajadores, pues mientras los ricos, en épocas de prosperidad, acumulan reservas para hacer frente a un futuro incierto, las clases trabajadoras no pueden hacer lo mismo. Aunque los trabajadores participan de la prosperidad general, participan aún más de la adversidad común. Los serios desastres que sufren en épocas de malarios bajos no están suficientemente compensados por los períodos 140
de salarios altos; “por lo tanto, con vistas a la felicidad de la gran masa de la sociedad, nuestro objetivo sería mantener la paz entre las naciones y la estabilización de los gastos en lo posible”18. Malthus no elogia la profesión de las armas. Pero, como de todos es conocido, considera como indispensables ciertas clases de consumidores improductivos no sólo para el gobierno, protección, salud y educación de una nación, sino también para poner en juego la actividad necesaria para el total desarrollo de sus recursos físicos. Entre estas clases cita a los militares, jueces, abogados, sacerdotes, burócratas y criados. Estos, comprando el exceso de bienes producidos por los trabajadores, evitan una superproducción general. Aunque no es, ni mu cho menos, belicoso tal punto de vista, podía haberle llevado a glorificar al Ejército, como hicieron, por su parte, Büsch y Dohm, economistas alemanes de la segunda mitad del siglo XVIII; pero su actitud no fue ésta. Lejos de cantar las glorias de las armas, se contentó en incluirlas entre las clases improductivas19. Su sociedad ideal, tal como resultaría de la aceptación general de un control moral de la natalidad, es pacifista necesariamente: demasiado débil para la agresión. pero muy fuerte en la defensa. 3. Proteccionismo agrario. La libertad de comercio reportaría una considerable ventaja al mundo, pero no es un remedio para los sufrimientos económicos ni para la guerra; tal es la visión de Malthus, quien, además, no cree que sea factible una total libertad de comercio, aunque su ideal se acerca a conseguirla en lo posible20. En política agraria recomienda una serie de medidas muy diferentes a los principios del libre comercio. Propugna la implantación de derechos arancelarios sobre la importación de cereales, justificada, a su modo de ver, por el peligro en que se encuentra un país importa dor de granos de quedar aislado de su país proveedor en tiempo de guerra. Además, el trigo extranjero siempre ha de adquirirse por un piáis importador, precisamente cuando los países exportadores no tienen suficiente. A estos argumentos de política económica en favor del proteccionismo agrario añade otros de índole social. La agricultura contribuye a la salud de la nación y a la estabilidad de su vida nacional21. La autarquía agrícola es posible en una nación que posee un ex tenso territorio con una fertilidad media. Tal nación puede fácilmente sostener, con los productos de su propio suelo, “una población sufi141
ciente para mantener su nivel de riqueza y poder entre las naciones con Jas cuales tiene relaciones, bien de comercio o de guerra”23. Por todas estas razones, Malthus declara: “No puede parecer impolítico mantener una equilibrada balanza entre la agricultura y las clases mercantiles restringiendo la importación de cereal extranjero y haciendo que la agricultura esté igualada con la industria.”22. En sus Observaciones (1814), Malthus resume los argumentos a favor y en contra del proteccionismo agrario; pone de relieve los serios males que puede causar a una nación, en el curso de una larga guerra, su dependencia a países extranjeros. Existe siempre el peligro de que sea cortado el suministro de cereales de una nación a otra. Mas este peligro no es muy serio para una nación grande y poderosa, pues un país exportador tiene gran interés económico en vender cereales hasta a la nación con la que está en guerra, aunque hay que recordar que las naciones se mueven por las pasiones más que por el interés24. Existen, pues, razones válidas para hacer a un país independiente del trigo extranjero, y su independencia debe ser altamente deseable; criterio semejante al mantenido por el Acta de navegación. En vista de la situación general de Europa, recomienda encarecidamente la adopción de estas medidas a los políticos ingleses25. Basa sus reservas, para una total libertad comercial, en los peligros que la guerra supone para la estabilidad del comercio internacional. 4. Maltusianismo y paz. Según Malthus, la función económica de la guerra es restaurar, con otros controles positivos, el equilibrio entre la población y los medios de subsistencia26. Los pueblos antiguos y primitivos fueron a la guerra por falta de alimentos y espacio vital. Las mismas causas son aún operantes en el caso de las naciones modernas. Al afirmar que la guerra tiene su principal motivo en el exceso de población, comparada con los medios de subsistencia, expresa dos ideas completamente distintas: señala a la miseria como causa principal de los conflictos armados, al mismo tiempo que como su consecuencia. Esta distinción es importante. Pues aun si se rechaza su principio sobre la población (que no es sostenible), razonablemente puede atribuirse a la miseria de las masas una gran parte de responsabilidad entre los factores que ocasionan los conflictos, o, al menos, se puede afirmar que los favorece. Es, por tanto, un gran mérito de Malthus haber formulado y desarrollado la idea de la interdependencia entre la guerra y las citadas condiciones materiales. 142
También relacionó en grado sumo esta idea con su famoso principio de la población, el cual fue proclamado sin una investigación objetiva preliminar. Su principio de la población fue formulado a priori y erigido sobre asertos de una base arbitraria. Es verdad que, en la segunda edición de su Ensayo, Malthus añadió una detallada historia que no estaba en la primera edición. Pero su mismo procedimiento muestra que su teoría, lejos de estar basada en hechos demográficos, fue preconcebida. Malthus considera la miseria como la causa principal de la guerra. Lógicamente debía admitir que la eliminación de la miseria conduciría a una gran reducción de los conflictos armados hasta sn completa desaparición. El progreso económico —si por ello entendemos el continuo mejoramiento de las condiciones materiales de la clase trabajadora— constituiría, según este parecer, el principal camino para la paz mundial. El principio de la población, sin embargo, le veda reconocer en el progreso económico el medio que él busca. Lo expresaremos de modo diferente: su principio le fuerza a encontrar el progreso económico sólo en una reducción del número de trabajadores. Para conseguirlo hay un solo medio factible: “control de la natalidad”, lo cual, a su vez, sólo puede llevarse a la práctica en una “sociedad realmente virtuosa”27. En la prosecución de la paz, Malthus no asigna función alguna al Estado. Aduce que éste con no incitar a la guerra hace suficiente, y que el resto constituye la tarea de los ciudadanos. En pocas palabras; para suprimir la causa esencial de la guerra —el desequilibrio entre la población y sus medios de subsistencia— y para establecer relaciones pacíficas entre las naciones, no se precisa de un organismo internacional. Los esfuerzos individuales son a la vez necesarios y suficientes para el establecimiento de la paz mundial.
II. RICARDO. Es asombroso que David Ricardo28 (1772-1823), testigo de losinnumerables conflictos militares entre el Imperio y la Revolución, no nos dejara un estudio sistemático sobre las relaciones existentes entre la guerra y la economía. Es posible, sin embargo, llenar esta laguna, agrupando los relevantes textos esparcidos en sus trabajos. Ricardo expuso su posición frente a los varios aspectos de la guerra en diferentes escritos: Ensayo sobre la influencia de una baja del precio del trigo en los beneficios del “stock” (1815). Proposiciones para un seguro 143
y económico sistema monetario (1816). Ensayos sobre el sistema de deudas consolidadas, Principios de Economía política (1821), Protección a la agricultura. Su correspondencia con Malthus y Trower y sus notas sobre Bentham, descubiertas en Ginebra en 1935 por el autor y publicadas bajo el título Un manuscrito inédito de Ricardo sobre el problema monetario (págs. 233 y sig.), también contienen algunas interesantes consideraciones sobre la guerra. Analiza con detalle los efectos económicos de los repentinos cambios del comercio internacional, la relación entre el comercio libre y la defensa nacional, los efectos de la guerra y los salarios y la financiación de la guerra. Pero escribe brevemente sobre las causas de la guerra, contentándose con destacar en una obra póstuma, Observaciones sobre la reforma parlamentaria, que es el interés privado el que desencadena fe guerra. 1. Repentinos cambios en las rutas comerciales. Ricardo dedica un capítulo de sus Principios a los efectos económicos de un cambio brusco en las rutas comerciales internacionales. Respecto a este problema, concede particular atención a las consecuencias de los conflictos armados. El estallido de una guerra, después de un largo período de paz, observa Ricardo, produce considerables daños en la industria y en la agricultura. Esto mismo ocurre cuando una larga guerra es seguida de la paz. Como consecuencia de tales sucesos, el capital se desplaza de unas industrias a otras, invirtiéndose en aquéllas que las nuevas circunstancias hacen más rentables. En este movimiento mucho capital fijo permanece ocioso, o incluso se destruye, y hay paro. La duración de este desastre será más o menos larga, según sea mayor o menor la reluctancia que sienten la mayoría de los hombres a abandonar su industria particular en la que habitualmente invertían sus ahorros. Esta calamidad se prolonga con frecuencia como resultado de restricciones y prohibiciones, fruto de absurdos celos entre los diferentes Estados de la comunidad comercial. En países ricos y poderosos una gran parte del capital se transforma en máquinas, mientras que en los países pobres existe proporcionalmente menos capital fijo y más capital circulante. El desastre producido por un súbito cambio en las rutas comerciales será más sensible en los países ricos, ya que es menos fácil sustraer capital fijo que circulante de sus comunes usos. A menudo, es imposible utilizar en una rama de la industria maquinaria construida para otra. Pero las 144
ropas, los alimentos y la habitación de un trabajador le son útiles y necesarios en cualquier clase de trabajo; lo cual es como decir que puede recibir el mismo alimento, vestido y vivienda, aunque se enrole en una ocupación diferente. La agricultura no se salva de tales contingencias, aunque esté menos sujeta a las fluctuaciones del mercado. Por la interrupción del comercio internacional, la guerra prohíbe las importaciones de granos. El país importador se ve, por tanto, impelido, mientras dure la guerra, a invertir una cantidad desusada de capital en la agricultura con vistas a hacerse independiente del extranjero. Por otra parte, al final de las hostilidades, cuando el control de las importaciones de granos cesa, surge una desastrosa competencia entre los productores del propio país, que ocasiona la pérdida de una considerable parte de su capital. La mejor política económica sería para el Estado, al finalizar la guerra, y por un limitado número de años, establecer una tasa especial a la importación de granos extranjeros. Esta tasa, que podría decrecer periódicamente, permitiría a los productores indígenas retirar gradualmente su capital de la agricultura. También es cierto que esta medida elevaría el precio del trigo durante unos años: los que suceden a la terminación de las hostilidades. De otra parte, evitaría, indudablemente, un aumento excesivo en el precio de los cereales durante la guerra, a causa de la interrupción de las importaciones. Si los agricultores, al invertir sus ahorros en la agricultura mientras dura la guerra, estuvieran corriendo el riesgo de arruinarse económicamente al finalizar las hostilidades, no desearían arriesgar su capital a este precio. Pedirían, en compensación a su provecho ordinario, una indemnización por el peligro que corren después de la guerra, como resultado de una repentina baja del precio de los cereales. Esto motivaría una elevación del precio del grano cuando los consumidores lo necesitan más. Esta elevación se debería no sólo al coste superior del trigo nacional, sino también a la prima de seguros que los consumidores se verían obligados a pagar a los agricultores, como indemnización por el peculiar riesgo en que incurren por sus inversiones adicionales en la agricultura. Sería, pues, oportuno poner por un corto período un importante derecho arancelario a los cereales29. Según Ricardo, su adopción, como una medida de emergencia en tiempo de guerra, no altera el principio de la libertad de comercio, al que permanece fiel. Es simplemente una medida extraordinaria de duración muy limitada. Para prevenir un excesivo aumento de los productos agrícolas durante la guerra, se puede eventualmente introducir 145
un impuesto excepcional de importación a los cereales para que sea eliminado en un corto período después de la guerra. Por esta medida temporal Ricardo intenta evitar un peligro real a una nación en guerra, pues, a su modo de ver, un proteccionismo preventivo aplicado con anterioridad al conflicto armado, podría, por su carácter de permanencia, perturbar totalmente la vida económica de la nación. Es evidente que el remedio propuesto por él difiere fundamentalmente de las usuales medidas proteccionistas. Realmente propone esta medida porque no desea una autarquía agrícola; no desea hacer al país independiente de los productos extranjeros de esta clase, de tal forma que la nación pueda en todo momento estar preparada para la guerra. Para Ricardo, la guerra no es la meta suprema a la que la política industrial o agrícola debería subordinarse; es simplemente un accidente a arrostrar por medidas de emergencia Nuestro autor está convencido de que, aun después de estallar el conflicto, una nación tiene tiempo bastante para adaptar su agricultura a las exigencias de la guerra. En las secciones siguientes veremos cómo sus razonamientos están basados en la posición económica y militar de la Inglaterra de su época. 2. Libertad comercial y defensa nacional. Como todos los clásicos, Ricardo admite la superioridad de la libertad comercial sobre el proteccionismo. La libertad comercial, piensa, permite a cada país dedicar su capital y su trabajo a la empresa más productiva. Opina lo mismo que Adam Smith, para quien la libertad económica proporciona la máxima riqueza a todas las naciones. “Bajo un sistema comercial completamente libre, cada país dedica su capital y trabajo a las empresas que le son más beneficiosas. Esta prosecución del progreso individual compagina admirablemente con el bienestar de todo el universo; al estimular la industria, premiar la iniciativa y utilizar con más eficiencia las fuerzas naturales, se distribuye el trabajo con más efectividad y con más provecho económico; mientras que por el incremento total de la producción se difunde el beneficio general y se une con un lazo común de interés e intercambio a las naciones del mundo civilizado.”30. Para Ricardo, los principios de la libertad comercial son tan evidentes que espera que terminarán por imponerse. Son tan poderosos que cada día ganan nuevos adeptos. El economista británico advierte, con satisfacción, que la filosofía liberal hace rápidos progresos, aun entre aquellos que se adhieren más obstinadamente a los viejos pre146
juicios mercantilistas31. En este hecho encuentra la más segura prueba del poder político y doctrinal de la libertad comercial. La adopción general del comercio libre es ya sólo cuestión de tiempo. En todas sus observaciones, tanto sobre la guerra como sobre la paz, el punto de partida es el criterio liberal, que le parece no sólo superior a todos los otros, sino llamado a triunfar en breve. La prohibición de importación de mercancías extranjeras es perjudicial hasta para los países que toman tal medida. Cualquiera que sea la política seguida por otras naciones, el interés nacional es claro: comprar las mercancías donde éstas sean más baratas32. Así, no es sorprendente que Ricardo recomendase el libre comercio a su propio país, aun cuando no exista reciprocidad. Si las naciones extranjeras no están suficientemente preparadas para adoptar el sistema liberal, si persisten en seguir su política de prohibición y de excesivos impuestos a las mercancías británicas, no hay razón para que Inglaterra no les dé un fino ejemplo yendo a la cabeza del libre cambio, que redundará en su propio beneficio. En vez de reforzar sus barreras comerciales, levantando otras análogas, debería hacer cuanto estuviera en su poder para hacer desaparecer, lo más rápidamente posible, los últimos vestigios de una política tan absurda como dañosa. Las ventajas materiales que tal sistema proporcionará, pronto hará que otros Estados lo adopten y “no transcurrirá mucho tiempo antes que la prosperidad general sea alcanzada por cada país al emplear de la forma más natural y ventajosa su capital, ingenio e industria”33. Ciertos partidarios del liberalismo económico creen que, a pesar de todas las ventajas del sistema liberal, Inglaterra debería proteger y favorecer su agricultura, porque el peligro de guerra la impela a hacerse independiente de las importaciones de granos extranjeros. Ricardo no está convencido y refuta esta argumentación en su Ensayo
sobre la influencia de una baja del precio del trigo en los beneficios del “stock”. Plantea el problema en estos términos: ¿Podría una coalición de potencias continentales cortar los suministros de cereales si la guerra se llegara a declarar? Si Inglaterra decidiese importar trigo con regularidad, es seguro que los países extranjeros sembrarían inmediatamente más trigo al ser mayores las posibilidades de incrementar sus exportaciones. Considerando la vasta capacidad que Inglaterra tiene de consumo de trigo, es obvio que el Continente tiene que ofrecer gran parte del trigo que consume, y la interrupción de sus exportaciones significaría la ruina de su comercio. Por esta razón, ningún soberano ni 147
coalición de naciones se atrevería a provocar tal catástrofe. Y es más: si los monarcas decretaran tal prohibición de exportar a Inglaterra, correrían el riesgo de que ninguna nación acatase tal orden. Inglaterra podrá comprar siempre, aun en tiempo de guerra, trigo a los países neutrales. Lo peor que podría ocurrir es que hubiera de pagar un precio muy alto por él. Estas compras, añadidas al stock normal, serían suficientes hasta que estuvieran preparados el capital y los brazos necesarios en Inglaterra con vistas a una producción futura. Es indudable que estos cambios en la producción tienen graves inconvenientes. Ricardo, sin embargo, cree que los países extranjeros, a pesar de la guerra, continuarán enviando su trigo a Inglaterra, ya que fue sembrado para tal fin. Hasta Bonaparte, en la época en que su odio a Inglaterra alcanzó su climax y prohibió todo comercio con ella, permitió la exportación a la misma, con licencia, cuando los precios en aquel país habían subido enormemente a causa de la gran miseria. De todos modos, una guerra no estalla de modo instantáneo; se ven sus comienzos y, por tanto, es posible tomar las debidas precauciones34. Es decir, a su modo de ver, no hay peligro para Inglaterra en ser, como es dependiente en gran parte de los países extranjeros para su alimentación. Siendo su demanda constante y uniforme, como inevitablemente sucedería en un sistema de libertad comercial, los países extranjeros producirían ingentes cantidades de trigo para el mercado inglés. Estos últimos países tendrían tanto interés en vender sus cereales como Inglaterra en comprarlos. Ricardo cree que si Inglaterra fuera exportadora de cereales no se atrevería a cercenar estas exportaciones en tiempo de guerra, para no exponer a sus campesinos y propietarios a una ruina general, a pesar de todos los sentimientos de animadversión que alimentase contra los beligerantes y pese a sus deseos de infligir daños al enemigo privándole de sus medios de subsistencia; está convencido que los ingleses dejarían a un lado sus sentimientos de venganza en tales circunstancias. Si incluso Inglaterra adoptaría tal política, ¿por qué suponer que las demás naciones actuarían de forma diferente? Con ello Inglaterra no se vería privada de los suministros provenientes del exterior35. Por lo tanto, es innecesario dictar leyes proteccionistas para la agricultura con la intención de obviar un mal que no ha de darse y gastar, día tras día, considerables sumas para conjurar un peligro muy remoto38. Ricardo da así una respuesta negativa a la pregunta: si, en vista de un peligro permanente de guerra, debe imponerse a un país el 148
deber de seguir la política proteccionista, al menos en ciertos casos, a pesar de las ventajas que proporciona el comercio libre. Considerando la superioridad, con relación al Continente, de la Inglaterra de su tiempo, ni siquiera examina la eventual necesidad de un proteccionismo industrial ante la posibilidad de una contienda. Meramente se ocupó del problema del proteccionismo agrícola, pero lo consideró, como terminamos de ver, completamente superfluo. Para comprender el pensamiento de Ricardo es útil recordar que Inglaterra entonces no dependía en gran parte de la agricultura extranjera. Además, su hegemonía naval estaba ya establecida, lo que salvaguardaba sus importaciones por vía marítima. La estructura económica de Inglaterra y su potencia naval no son suficientes para explicar la confiada actitud de nuestro autor. Si admite, como hace en el caso de Inglaterra, que los otros países continentales no deben sentir el temor de ser afectados por el hambre en caso de guerra, se debe a que, cuando él escribía, la Europa continental era aún más agrícola que Inglaterra. Sin desdeñar su importancia, el problema de los suministros y alimentos era, en aquella época, mucho menos complejo que lo fue en épocas posteriores. La filosofía librecambista de Ricardo sólo puede ser entendida proyectándola sobre el fondo de la economía inglesa de principios del siglo XIX. La potencia económica inglesa permitía enfrentarse con la competencia extranjera sin peligro. Su industria era capaz de cubrir las necesidades de su defensa. Las importaciones de productos alimenticios necesarias para llenar el déficit de su producción agrícola no estaban expuestas, gracias a su escuadra, a interrupciones durante la contienda. Proclamando la superioridad de la libertad de comercio. Ricardo estaba seguro que no perjudicaba la defensa de su país. No había razón para temer un debilitamiento económico o militar de Inglaterra. A este respecto expresa francamente el punto de vista británico, es decir: sus opiniones están en completa armonía con el interés nacional de Gran Bretaña. Por otra parte, Ricardo no se ocupa de la situación de aquellos Estados cuyo comercio exterior no está inmune de interrupciones en tiempo de guerra, aunque tal interrupción prolongada por tiempo considerable arruinase la economía del país e hiciera imposible su defensa. Ricardo, sin embargo, no examina la necesidad, para estos Estados, de seguir, en tiempo de paz, una política económica encaminada a incrementar su potencial militar y desechar así todo peligro de opresión extranjera. 149
Lo que más extraña el lector de hoy es la confianza con que Ricardo ve la posibilidad de que continúen las relaciones comerciales, durante la guerra, entre los beligerantes. Su opinión está basada en el comercio internacional de los siglos precedentes; en aquellos días la guerra era asunto exclusivamente militar. Los factores económicos, aunque existían, desempeñaban un papel mucho menos importante que en los días de la ‘‘guerra total”, cuando es lo común la interrupción total y completa de las relaciones entre los beligerantes. La guerra total, en su sentido económico y militar, era desconocida. 3. La guerra y las clases trabajadoras. En la tercera edición de sus Principios, 1821, Ricardo añade un nuevo capítulo, sobre el maquinismo, en que examina, entre otras cosas, la influencia de la guerra sobre los salarios y la población. La idea que en él desarrolla será comprendida mejor después de algunas observaciones preliminares. Ricardo opina que la parte de la renta neta que un hombre adinerado gasta en lujos, necesariamente no aumenta la demanda adicional de trabajo. Por ejemplo: comprando alfombras o muebles, uno adquiere objetos cuya posesión no crea una demanda adicional de trabajo; porque sus dueños no pueden alimentar a los trabajadores con esas mercancías. Mas sí, si el hombre rico, en vez de adquirir estos bienes, compra alimentos para mantener con ellos a sirvientes adicionales. (Para simplificar las cosas, él les paga sus salarios y deja que compren sus provisiones por sí mismos.) La oferta de trabajo aumenta o decrece en proporción al número de sirvientes contratados. En otras palabras, la renta neta gastada en sirvientes crea una demanda adicional de trabajo. Esta demanda adicional depende, pues, de la manera como el rico gasta su renta neta; esto es, según lo que gaste en criados o en lujo. Dado que los trabajadores están siempre interesados en un aumento de la demanda de trabajo, deben, según el punto de vista de Ricardo, desear que el dinero sea en lo posible detraído de lujos y dedicado al sostenimiento de sirvientes. Ricardo no deduce de ello la regla general de que sería más provechoso para la clase trabajadora que la renta se gastara en servicios en cuanto fuera posible, mejor que en mercancías. Sénior37 se equivoca, evidentemente, al sugerir tal interpretación, ya que del análisis referido sólo cabe pensar que Ricardo se refería a los efectos que producen unos gastos especiales: lo gastado en lujos. Y es más: considera que la parte de la renta nacional detraída para la acumulación del capital 150
aumenta la demanda de trabajo, y por ello es favorable a la clase trabajadora. Ricardo infiere de ello que las sumas conseguidas de las clases ricas por impuestos adicionales durante la guerra, al servir principalmente para alimentar a los soldados y marineros, contribuyen al sostenimiento de un gran número de personas; sumas que, si fueran dejadas a sus propietarios, éstos probablemente hubieran gastado, al menos en parte, en lujos que no pueden ser consumidos por los trabajadores. La guerra pagada con la renta neta incrementaría la demanda de trabajo y, permaneciendo todas las demás cosas invariables, favorecería el aumento de los salarios y de la población. Dejemos ahora hablar a Ricardo: “Un país complicado en una guerra y que se ve obligado por la necesidad a mantener grandes flotas y ejércitos emplea mayor número de obreros que empleará cuando la guerra finalice y cese el gasto anual que la misma implica. “Si yo no hubiera tenido que pagar obligatoriamente un impuesto durante la guerra de 500 libras, que se gasta en los hombres movilizados, habría empleado probablemente esta parte de mis rentas en muebles, trajes, libros, etc. Suma que gastada, de una forma u otra, supone igual cantidad de trabajo de producción; la producción de alimentos y trajes para el soldado requiere el mismo número de industrias que la producción de los más lujosos bienes; pero en caso de una guerra habría demanda adicional de hombres, como soldados y marineros, y consecuentemente una guerra que se sostiene con la renta y no con el capital de una nación favorece el aumento de la población. “A la terminación de la guerra, cuando la parte de mis ingresos, que tenía que pagar en impuestos, la puedo gastar libremente, y la empleo como antes en la compra de vino, muebles y otros lujos, la población que antes se sostenía, y la que nació durante la guerra, se convierte en sobrante, y sus efectos sobre el resto de la población y su competencia para obtener empleos se transforma en una baja de salarios y empeora las condiciones materiales de la clase trabajadora.”35. ¿Podríamos afirmar, desde el punto de vista de Ricardo, que la guerra, al menos en ciertos aspectos, es favorable a los trabajadores y que, por tanto, éstos pueden desearla para mejorar sus condiciones de vida? ¿Se deduciría que la guerra le parece un medio susceptible de incrementar la población? A primera vista se está tentado de interpretarlo así; sin embargo, interpretar dicho párrafo de esta forma sería totalmente erróneo. Como es bien conocido, los escritos de Ricardo, aunque concisos de estilo, son difíciles de entender, porque frecuentemente se observan 151
ciertas reservas mentales, sin mencionarlas explícitamente, ya que las considera conocidas por el lector. Aunque su razonamiento es perfectamente lógico, la comprensión de sus escritos es difícil. Frecuentemente da por supuestas ciertas condiciones preliminares, sin exponerlas expresamente, y con ello cae en el riesgo de que se dé a sus ideas una torcida interpretación. Muchos errores que se han realizado en la interpretación de sus escritos se hubieran evitado si se le hubiera estudiado con más atención. Esta observación es también válida para el problema que se discute. Observaremos, primero, que Ricardo excluye de su examen todas las guerras pagadas no con la renta neta, sino con el capital, pues tales guerras son evidentemente duras para toda la población y en particular para los trabajadores. Para las guerras sufragadas con la renta, único tipo que él examinó, no cree que, tomadas en conjunto, produzcan necesariamente una elevación de salarios y un aumento de la población. Al no considerar el problema en su conjunto ni el efecto total de este tipo de guerra sobre la clase trabajadora y la población, su estudio es parcial. Simplemente infiere que, sin considerar cualquier factor que disturbe —cláusula siempre implícita para él—, toda guerra pagada con la renta neta favorece el aumento de los salarios y el crecimiento de la población. Esta conclusión es lógica; siempre que las restantes condiciones permanezcan estables, la guerra, al aumentar el número de soldados, reduce la oferta de trabajo y tiende a incrementar el tipo de salarios y, por ende, el número de nacimientos. Pero este razonamiento no toma en consideración los factores que operan en sentido contrario. Ricardo no puede ignorar la presencia de causas perturbadoras que contrarrestan la tendencia que acabamos de mencionar; tales son, por ejemplo: la pérdida de vidas en el campo de batalla, el aumento de la mortalidad, epidemias, hambres y elevación de precios de los alimentos, no compensados por el aumento de los salarios. La cuestión es sí estos factores perturbadores sobrepasan la tendencia señalada por Ricardo. El no lo menciona, pero la respuesta lógica que pudiera esperarse sería que el resultado deseado depende de las circunstancias particulares de cada guerra; la acción de estos factores puede o no prevalecer. No es inútil, ni mucho menos, repetir, una vez más, que no estudió totalmente este fenómeno complejo. En su análisis se contenta con el examen desde un ángulo del problema y llega a la conclusión de que, en ciertos aspectos, las guerras sufragadas con la renta neta (dejando aparte el número de factores que operan en el sentido contrario) favorecen a los obreros y al aumento de la población. 152
Conociendo la profunda simpatía de Ricardo por los trabajadores, es imposible admitir que pudo haber creído que una larga guerra, aunque sufragada exclusivamente con la renta neta, pueda ser efectivamente ventajosa para aquéllos. Dice Senior a este respecto que “la guerra es perjudicial a cada clase social de la comunidad; pero sobre todo para los obreros”39. En vista de las opiniones expresadas, podemos afirmar que Ricardo, sin duda, habría suscrito esta fórmula. Se puede añadir también que nunca dijo lo contrario, y que solamente señaló la presencia de una determinada tendencia en las guerras sufragadas con la renta neta para compensar los daños causados por la guerra en general. Tal interpretación de nuestro autor parece la más fundada cuando consideramos su aserto de que las guerras sufragadas con la renta neta conducen a un aumento en la población. Esto no significa más que la tendencia a aumentar la población, a pesar de la pérdida de vidas causada por los conflictos armados; es decir, para expresarlo de diferente modo: la tendencia a superar, hasta cierto punto, la reducción de la población, uno de los efectos de la guerra. Decir que la guerra es ventajosa para los trabajadores, porque decrece la oferta de trabajo, en proporción a su demanda, implica una idea más general: cualquier calamidad que elimina una gran cantidad de asalariados es favorable a los intereses de esta clase porque, permaneciendo igual todos los otros factores, la condición de los miembros supervivientes es susceptible de mejorar. Debe afirmarse, sin hacer una interpretación tendenciosa de sus escritos, que ésta no pudo ser la conclusión a la que llegó Ricardo. 4. La financiación de la guerra.
a) ¿EMPRÉSTITOS
O IMPUESTOS?—La
deuda total de la Gran Bretaña se elevó de 240 millones de libras esterlinas, en 1792, a más de un billón en 181640. El continuo aumento de la deuda exterior británica, a principios del siglo XIX, no dejó a Ricardo indiferente. Ya, en sus Principios, demuestra interés en el problema de la financiación de la guerra. Inspirado en Adam Smith, se opone a la financiación de las guerras por empréstitos, que cree que no son el mejor método para cubrir los gastos extraordinarios del Estado. Los empréstitos, a su modo de ver, llevan a la nación más económica a gastos insospechados sin dejar entrever su verdadera situación financiera. Por ello, es partidario de otro sistema: el de proveer a los gastos de la guerra a través de los impuestos sobre la renta, que sólo actuarán mientras la con153
tienda dure. El resultado práctico de tal sistema, que había sido propuesto mucho tiempo antes por Postlethwayt y Adam Smith, no obstante, le parece dudoso. “Temo que no tengamos suficiente sabiduría ni virtud para adoptarlo.”41. Insiste en este tema en su Ensayo sobre el sistema de la deuda consolidada (1820), donde lo desarrolla más sistemáticamente. Expone el origen y progreso del fondo de reserva, añadiendo algunas observaciones sobre la efectividad de esta industria financiera. Trata de descubrir el mejor modo de proveer al gasto anual de la Gran Bretaña tanto en la guerra como en la paz. Sobrepasa los límites de este libro un análisis completo de este importante trabajo que pertenece al campo de las finanzas públicas. Nos limitaremos a analizar lo que se relaciona con la guerra. Permítasenos seguir el razonamiento de Ricardo sobre la base de sus propios ejemplos. Supongamos que un país completamente libre de deuda repentinamente se ve envuelto en una guerra que requiere un gasto adicional de veinte millones. Hay tres formas de proveer a este gasto extraordinario: primero, el Estado puede imponer nuevas tasas hasta obtener la cantidad deseada, tasas que sólo soportará el país durante la guerra; segundo, tomar prestada esta suma sin amortizarla (si el tipo de interés es por ejemplo, del 5 %, la carga perpetua sería de un millón anual); tercero, pedir prestados los veinte millones y proveer, además de los intereses, un fondo de amortización que acumulado al interés compuesto iguale finalmente la cantidad adeudada. Así, la deuda de guerra desaparecería pasado un cierto período de tiempo, y con ello serían abolidos los impuestos precisos para pagar los intereses. Insistiendo en el ejemplo citado (veinte millones al 5 %), si doscientas mil libras se añaden anualmente al millón pagado por intereses, veinte millones pueden ser amortizados en cuarenta y cinco años desde el final de la guerra. Pero con este sistema, para una deuda de veinte millones, los nuevos impuestos deben ascender a un millón doscientos mil y será posible reducir el total de la deuda en cuarenta y cinco años, y entonces desgravar a la población del total de los impuestos que la guerra estableció. Ricardo piensa que de estos tres sistemas el primero es más ventajoso. Indudablemente, el impuesto que tendría que soportar el país durante la guerra sería grande, pero terminaría el mismo día que las hostilidades. Además, tal medida sería una eficaz precaución contra las guerras innecesarias. “Cuando el peso de la guerra se siente sin atenuantes, estamos menos dispuestos a embarcarnos en una larga y costosa 154
guerra, y si nos vemos metidos en ella, estamos dispuestos a abandonarla, a menos que sea una lucha vital para la nación”42. Desde el punto de vista económico no hay diferencia real entre los tres medios mencionados, pues veinte millones en un pago, un millón por año y por tiempo indefinido, o un millón doscientas mil por cuarenta y cinco años tienen exactamente el mismo valor. No obstante, la influencia ejercida por cada uno de los sistemas sobre el contribuyente es completamente diferente. Estos, en general, están inclinados a creer que la guerra es gravosa sólo en proporción a lo que ellos tienen que pagar en impuestos, sin inquietarse por su probable duración. Sería difícil persuadir a un hombre (que poseyese, por ejemplo, veinte mil libras), de que un impuesto perpetuo de cincuenta libras anuales es tan gravoso como un solo impuesto de mil libras. La razón es que espera que la posteridad pague las cincuenta libras: sus herederos soportarían la carga. Sin embargo, no hay diferencia en lo que respecta a los herederos, entre heredar veinte mil libras con un gravamen de cincuenta libras de impuesto anual o diecinueve mil sin él. También es cierto que un individuo encontraría más fácil pagar cincuenta libras anuales que mil libras de una vez. En general, la gente hace una aguda distinción entre un impuesto anual de cincuenta libras y un solo impuesto de mil. Si un hombre se viera obligado a pagar un impuesto de mil libras, probablemente trataría de ahorrarlas de sus rentas, pero no actuaría así si fuese meramente obligado a hacer frente a un interés de una carga estatal por medio de un pago anual de cincuenta libras. Los impuestos de guerra son más económicos porque inducen a los contribuyentes a ahorrar la cantidad total de los gastos de guerra, de forma que el capital nacional permanece invariable. Por el contrario, bajo el sistema de empréstitos, que inducen a ahorrar sólo la suma del interés de tales gastos, el capital nacional se reduce43. La objeción más común a los impuestos de guerra es que los contribuyentes que nunca disponen de gran cantidad de dinero pagarían con dificultad. Ricardo cree, sin embargo, que harían serios esfuerzos para ahorrar de sus rentas y pagar. Pero suponiendo que esto no fuera cierto, nada hay que les prohíba la venta parcial de sus propiedades o que soliciten dinero sobre éstas para el pago del impuesto. La facilidad con que el Estado cubre sus emisiones prueba que hay gente inclinada a prestar su capital. Si este prestatario gigante —el Estado— desapareciera del mercado dinerario, enormes sumas quedarían disponibles para los préstamos privados. Con el dinero prestado a los particulares los impuestos de guerra se pagarían con facilidad y el Estado no se vería obli155
gado a realizar empréstitos, para obtener el dinero que precisa para cubrir los gastos de guerra. ¿Qué significa realmente un empréstito estatal? Simplificando el problema, podemos decir que el acreedor A adelanta dinero al Estado, mientras el contribuyente B provee al Estado de medios para pagar el interés que debe al acreedor A. En el caso de que se estableciera un impuesto para pagar la guerra, A adelantaría dinero, aunque no al Estado, sino al agobiado contribuyente, y B aún seguiría pagando intereses, pero con la diferencia de que los pagaría directamente a A, mientras en el caso anterior paga primero al Estado, que lo transmite a A. En cada caso es siempre A quien adelanta el dinero, mientras B es siempre el que paga el interés. Estos impuestos de guerra serían muy elevados y podría objetarse que recaerían exclusivamente sobre la propiedad, mientras los impuestos menos elevados se distribuyen con más equidad sobre todas las clases sociales. Ricardo replica: esto es cierto, pero no hay remedio para ello, porque los asalariados no pueden pagar nunca unos impuestos elevados, los cuales recaen necesariamente sobre los capitalistas y terratenientes44. De hecho, Ricardo piensa que, en última instancia, todos los impuestos recaen sobre beneficios y rentas, ya que los salarios no sobrepasan el nivel mínimo de las subsistencias. En una nota marginal añade, sin embargo, “que quizá esto está expresado con demasiada crudeza, tanto más que lo designado con el nombre de salario son los gastos necesarios de producción. En este caso una parte del producto neto del país es recibido por el trabajador, quien puede ahorrarlo o gastarlo, o bien prestarlo para cooperar a la defensa del país”45. La mayor ventaja de los impuestos extraordinarios de guerra es que interfieren tan sólo de forma temporal la actividad económica del país. Al firmar la paz no sería necesario establecer nuevos impuestos para cubrir los intereses de la deuda pública. Se podrían evitar así los mal calculados y mal aplicados impuestos, que son una de las causas principales de los desórdenes económicos. Un nutrido ejército de recaudadores puede ser despedido, no habría cargas por administración de la deuda, y se podría incluso extirpar las dos grandes fuentes de desmoralización: los derechos aduaneros y los impuestos sobre el consumo46. En una palabra, desde todos los puntos de vista, las finanzas públicas y la vida económica se beneficiarían con la desaparición de la deuda consolidada. Según Ricardo, es mejor combatir las dificultades en el mismo momento que se presentan y dejar al país libre de impuestos 156
permanentes, cosa que se advierte sólo cuando el mal ha llegado a límites en que es irremediable. b) DEUDA CONSOLIDADA Y LA POLÍTICA DE AGRESIÓN.—Ricardo se opone al sistema de la deuda consolidada, como medio de amortizar la deuda pública, pues, en realidad, cree que sirve de pretexto al Estado para obtener vastos recursos con propósitos que nada tienen que ver con el pago de la deuda y que persiguen, en los más de los casos, fines agresivos. Al invocar la deuda consolidada, los ministros utilizan frases patrióticas: las potencias extranjeras, afirman, temerán insultar o provocar a un adversario que posee tan fuertes y poderosos recursos. Pero los ministros olvidan decir que miran el fondo de pago como un simple fondo de guerra, que esperan utilizarlo en cuanto estalle un conflicto. Abogan por el mismo, ya que fácilmente pueden dejar de emplearlo en su verdadero fin —proveer la defensa— y utilizarlo en fines bélicos como siempre. Lo utilizan para financiar la guerra y para pagar los intereses de las nuevas deudas. Cuanto mayor sea el fondo más estimula la ambición y la arrogancia del Gobierno, que pronto lanzará al país a una guerra innecesaria. Ricardo trata de evitar que el Gobierno tenga a su disposición considerables fondos, difíciles de controlar, y que le permiten embarcarse en una política de agresión. Esta tendencia se observa en su polémica con lord Vansittart (1766-1851), entonces canciller del Tesoro: Vansittart había dicho (1813) que las ventajas de este nuevo sistema de deuda son inmensas, ya que coloca a la disposición del Gobierno un capital de cien millones, que pueden ser utilizados en caso de hostilidades. El Parlamento se encontrará entonces provisto de un fuerte y poderoso instrumento. Ricardo dijo que Vansittart pudo decir también que esta inmensa suma hace posible “una conducta arrogante o ambiciosa de nuestro Gobierno” y que esta suma puede “ser utilizada con propósitos ambiciosos de rapiña y desolación”. A esta objeción de Ricardo, Vansittart replica con enjundiosa frase: Si tal política se siguiera, la responsabilidad recaería sobre un Ministerio culpable de abuso de poder, y no sobre aquellos que con buena fe les proveyeron de “los medios de preservar la grandeza y gloria del país.” Después de citar este párrafo de Vansittart, Ricardo pone de relieve la siguiente tesis: “Estas son observaciones muy naturales en boca de un ministro; pero nosotros opinamos que tal Tesoro estaría mejor custodiado por el pueblo, y que el Parlamento tiene algo más que hacer que votar a los ministros los medios de preservar la grandeza y gloria del país. Su deber es tomar medidas para que los recursos del país no sean desaprovechados por la arrogante o ambiciosa conducta de nuestro 157
Gobierno, o se utilicen con propósitos ambiciosos de rapiña y desolación” 47. Esta actitud de Ricardo es lógica consecuencia de su falta de confianza en el Estado, que se encuentra muy a menudo inclinado a realizar una política belicosa. “No hay mayor seguridad para el mantenimiento de la paz que imponer a los ministros la obligación de solicitar del pueblo los impuestos necesarios para la guerra”48. Abandonar los empréstitos de guerra, financiar la guerra a través de impuestos (impuestos sobre la renta, y si fuera necesario contribuciones extraordinarias sobre el capital), manteniéndolos sólo durante el tiempo que dure la guerra o los años inmediatos a su terminación, es, según Ricardo, el mejor medio de financiarla, y al mismo tiempo de evitar conflictos militares. Dudando de la capacidad política de los gobiernos y convencido de sus habituales ligerezas y predisposición a declarar las guerras para defender tan sólo intereses privados, el gran economista se muestra deseoso de poner cuantos obstáculos pueda a su iniciativa, aunque no insuperables, sí serios. Si tal sistema fuese adoptado, ambos, gobiernos y súbditos, sintiendo el peso total de los conflictos armados, reflexionarían mucho antes de declarar una guerra. No obstante, mientras trata de probar la posibilidad de financiar una guerra sin necesidad de acudir a los empréstitos, Ricardo parece subestimar las dificultades políticas y económicas, aunque temporales, que pudieran resultar para el Estado, en particular, en el caso de una guerra larga y cara. Sin embargo, parece imposible definir de forma absoluta la mejor manera de financiar la guerra; ya que no puede basarse en un principio general ni universal, sino teniendo en cuenta las peculiares condiciones de cada país y de cada guerra. Su convicción pacifista se pone de relieve por el modo con que soslaya las dificultades que presenta financiar una guerra exclusivamente por los impuestos. Elimina estos obstáculos con cierta satisfacción porque cree que evitarán conflictos. Y no se debe olvidar que, en su opinión, “mantener la paz en Europa es un gran designio”49. ¿Cómo se puede lograr este fin? Ricardo no examina tal problema. ¿Puede el triunfo del librecambio, que él pronostica, lograr automáticamente el establecimiento de la paz perpetua? ¿Tendería, meramente, a evitar los antagonismos económicos que a menudo conducen a la guerra? Ricardo tampoco contesta a estas preguntas. Aunque es importante que, a diferencia de otros librecambistas, no afirme expresamente que la libertad de comercio entre las naciones produce inevitablemente la paz internacional. ¿Se puede esperar y lograr la paz universal? Su obra no responde 158
a esta pregunta, que, por otra parte, tampoco se plantea. Sin embargo, se puede extraer la respuesta de sus escritos. Afirma que “se comienzan las guerras para defender causas privadas y la nación se encuentra ante gastos innecesarios”50. Por otra parte solicita que no se contraríe el interés de la nación. Declara “que el buen Gobierno nunca puede perjudicar a la felicidad general”51. De esto se puede inferir que, si las naciones tuvieran buenos gobiernos, no habría guerras y la paz se mantendría sin la intervención de ningún organismo internacional. La buena voluntad y el bienintencionado interés de los gobiernos la garantizarían. Examinar el punto de vista de Ricardo sobre un buen gobierno va más allá del propósito de este estudio. Nos contentaremos con decir que propugna un sistema representativo que excluiría del gobierno a todos aquellos que tienen “intereses separados y distintos del interés general”52. NOTAS 11 Ob. cit., pág. 281. 12 Malthus, Principios, cap. VII, sección X (edición 1821), pág. 381. 13 Ob. cit., págs. 385-86. 14 Ob. cit., págs. 388 y 402. 15 Ob. cit., pág. 387. 16 Ob. cit. 17 Ob. cit., pág. 402. 18 Ob. cit., pág. 403. 19 Ob. cit., cap. VII, sección IX, página 369. 20 Malthus, Ensayo, lib. III, capítulo XII, vol. II, pág. 210. 21 Ob cit., págs. 203-204, 191. 22 Ob. cit., pág. 189. 23 Ob. cit., pág. 191. 24 Observaciones, pág. 23. Véase también Las bases (1815), pág. 47. 25 Malthus, Las bases, págs. 47 y 48. 26 Sismondi sostiene el mismo punto de vista: “Como la peste, la guerra y el hambre mantienen el nivel entre las generaciones nacientes y los alimentos agrícolas que las sostienen.” (Nuevos principios, lib. VI, cap. VII, vol. II, pág. 248.) Aunque opuesto al belicismo (véase obra citada, págs. 245, 249), atribuye a la guerra otra función, además: absorber la producción sobrante que resulta de los progresos técnicos y del superconsumo de la población. Los gastos militares y la guerra, tanto como el lujo, son quizá necesarios para restaurar el equilibrio ecc.nómico, principalmente entre la producción y el consumo. (Ob. cit., pág. 248.)
1 Pretendiendo en su juventud ser clérigo, Malthus (1766-1834) ingresó en el Colegio de Jesús, de Cambridge, donde se graduó en 1788. Habiéndose ordenado, fue nombrado cura de la pequeña parroquia de Albury. Al leer la Riqueza de las naciones, de Adam Smith, y los Ensayos de Hume, sintió su vocación de economista. El éxito de la segunda edición de su Ensayo (1803) y el mecenazgo de Pitt le llevaron a su nombramiento, en 1805, como profesor de Historia de Economía política del Colegio de Haileybury, que acababa de ser fundado para que sirviera de escuela para los funcionarios civiles de la Compañía de las Indias Orientales. Sobre la vida de Malthus, véase Bonar, 1924. ensayo sobre población 2 Primer (1798), págs. 42 y 109. 3 Malthus, Ensayo sobre el principio de la población, 6.a edición, libro IV, capítulo III (vol. II, págs. 289 y sig.) 4 Véase ob. cit., lib. I, caps. VIII, IV, VII, XIII y XIV. 5 Véase ob. cit., lib. II, cap. XIII (volumen I, pág. 534). 6 Véase ob. cit., lib. IV, cap. I (volumen II, pág. 255). 7 Ob. cit., vol. II, pág. 256. 8 Ob. cit., lib. IV, cap. II (vol. II, página 278). 9 Ob. cit. 10 Ob. cit., lib. IV, cap. II (vol. II. páginas 280-81).
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27 Malthus, Ensayo, lib. IV, capítulo II (vol. II, pág. 282). 28 Hijo de un rico judío holandés, miembro de London Stock Exchange, Ricardo, al final de su educación elemental, se convirtió en banquero, comenzando su carrera a los catorce años, en la oficina de su padre. Después de su conversion, hacia 1792, se alejó de su padre y fundó un negocio propio. A la edad de veinticinco años ya era rico. Leyendo a Adam Smith, se sintió atraído por el estudio de la Economía política, y sus escritos tuvieron un éxito inmediato. En 1819 fue elegido miembro del Parlamento. Una estrecha amistad le unía con jeremías Bentham, Malthus, James Mill y MacCullock. Véase Hollander, 1910. 29 Ricardo, Principios, cap. XIX, páginas 160-62. 30 Ob. cit., cap. VII, págs. 75 y 76. 31 Véase Ricardo, Proposiciones, sección IV, pág 407. 32 Véase Ricardo, por Hansard, volumen 41, pág. 1208. Proposiciones, sec. IV, 33 Ricardo, página 408. 34 Ricardo, Ensayo sobre la influencia (1815), págs. 382, 383. 35 Ricardo, Protección, conclusión, pág. 494. 36 Ricardo, Ensayo sobre la influencia, pág. 383; hay que poner de relieve que Malthus, contrariamente a Ricardo, no trata de disminuir el peligro (véanse anteriormente, págs. 141-42).
37 Bosquejo sobre. Economía política (1836), edición de 1938, pág. 171. 38 Principios, cap. XXXI, pág. 240. Véase MacCulloch, Principios, p. III, capítulo II, sec. IV, págs. 443-44. Con una interpretación del texto citado ut supra. 39 Senior, Bosquejo, pág. 173. Para similar punto de vista, véase Carey, Principios de Economía política (1838), vol. II, pág. 347; véase también Senior, La ley de las naciones (1843), págs. 154 y 156. 40 R. Hamilton, Una encuesta, 1818, páginas 320-32. 41 Principios, cap. XVII, pág. 149. Sobre Postlethwayt y Smith, véase Silberner (1939), págs. 78 y 248-49. 42 Ricardo, Ensayo sobre la deuda consolidada, pág. 539. 43 Obra citada, pág. 540. Véase también Cartas de Ricardo a Malthus, página 39. 44 Ricardo, Ensayo sobre, la deuda consolidada, pág. 540. 45 Principios, cap. XXVI, pág. 210. 46 Ricardo, Ensayo sobre la deuda consolidada, pág. 541. 47 Ob. cit., pág. 547. 48 Ob. cit., pág. 546. 49 Cartas de Ricardo a H. Trower (1811-1823), pág. 213. 50 Ricardo, Observaciones sobre la reforma parlamentaria, pág. 553. 51 Ob. cit. 52 Ob. cit.
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CAPITULO X LOS ÚLTIMOS LIBERALES INGLESES
I. T. JAMES MILL En una polémica contra Thomas Spence (1750-1814), y William Cobbett (1763-1835), es donde principalmente James Mill1 estudia el problema de la guerra. En 1807, James Mill publicó un tratado con el largo título de Protección del comercio. Respuesta a los argumentos de Spence, Cobbett y otros, con los que han intentado probar que el comercio no es una fuente de la riqueza nacional. Este es principalmente un estudio polémico, una verdadera apología del comercio, en la que se ocupa del problema de la guerra. Un análisis crítico de las ideas de sus oponentes le ofrece la oportunidad de expresar su opinión sobre el comercio exterior y los conflictos armados. En subsiguientes publicaciones Mill dedica muy poca atención al problema de la guerra en sus relaciones con la economía. Un párrafo de sus Elementos de economía política (1821), explica esta falta de interés. En cuanto a las relaciones internacionales, dos artículos de Mill publicados en el suplemento de la Enciclopedia Británica (1824) merecen estudiarse: uno, sobre las colonias, y otro, sobre la ley de las naciones. 1. Comercio y conflictos armados. La teoría de Spence, criticada por Mill, puede resumirse brevemente de la siguiente forma: los hombres, piensa Spence (Independencia del comercio británico, 1807), están en general demasiado inclinados a ahorrar. Para crear una gran demanda, tendrían que restringir la acumulación del capital y gastar mayor parte de su renta en consumir bienes de consumo y de lujo. Desgraciadamente, caen en todo lo contrario. Gracias a que el Gobierno toma a su cargo que gasten en algo improductivo su dinero, que obtiene a través de impuestos y tasas. De conformidad con Spence, la deuda pública y los impuestos son, por tanto, muy favorables al bienestar nacional. Llega a sostener que a ma161
yores impuestos mayor prosperidad de las masas. De lo que deduce que en tiempo de guerra, cuando los impuestos son mayores, la mayor parte de la población disfruta de más prosperidad que en cualquier otro período. Mill combate esta teoría. Dice: puesto que sus premisas son erróneas, se pueden rechazar a limine las conclusiones de Spence. Cree, sin embargo, que es útil examinar con detalle una tesis tan poco firme como cruel, que intenta prolongar una calamidad tal como la guerra, Basándose en los datos estadísticos entonces disponibles, bosqueja un cuadro de las desastrosas condiciones de las clases bajas en Inglaterra Los socorros distribuidos entre los indigentes, por la ley de los pobres, son más del doble entre los años 1793 y 1803. Un sexto de la población estaba viviendo de la asistencia pública. El salario real decreció. Tales son los hechos que señala. Concluye diciendo: puesto que la prosperidad nacional se mide por el grado de bienestar disfrutado por la clase trabajadora, es imposible no reconocer los desastrosos efectos de la guerra. Las consecuencias de los conflictos armados son tan ruinosas que es importantísimo conocer sus causas. Aunque Mill no considera el tema en conjunto, examina al menos un ángulo importante del mismo. Se pregunta si la guerra es, en la mayoría de los casos, provocada por el comercio, como William Cobbett2 afirma. Si algunos ministros encarecen la importancia del comercio, si difunden falsas ideas sobre su valor, e introducen absurdas ordenanzas, uno no puede como Cobbett cargar el mochuelo al comercio, sino inculpar a cada ministro. Los argumentos de Cobbett sobre el comercio se parecen a los de los infieles contra la religión; como los gobiernos han utilizado ésta a menudo como una capa para justificar los más abominables crímenes, ciertos ateos infieren que debería abolirse. ¡Cuántas guerras se han provocado por el comercio! ¡Cuánta sangre ha costado! ¡Cuántas cadenas ha forjado para la Humanidad! Estas son las principales admoniciones. James Mill no niega que han resultadoalgunos errores por una concepción equivocada del comercio internacional. El daño infligido en nombre de la religión no ha sido menos infinito ni abominable. Y no son menores los beneficiosos efectos de la religión, como los del comercio. Aunque la religión o el comercio fuesen eliminados, ministros ignorantes seguirían sin concebir su deber, y gobiernos venales encontrarían pretextos para engañar ai pueblo. Pasadas experiencias no dejan duda sobre este particular. En realidad, sólo hay una garantía contra la decepción: suficiente conocimiento para descubrir el fraude. En tanto el pueblo sea igno162
rante será engañado, y será casi imposible protegerlo eficazmente. Una afirmación contraria sería absurda. Si el pueblo por su ignorancia ha permitido que sus jefes le lleven por derroteros falsos, por medio de una falsa glorificación del comercio; si sus escasos conocimientos no le permiten oponerse a una política imprudente, habría sido fácil encontrar otra razón específica para engañarlo, aunque el comercio no existiese. Por otra parte, la desaparición del comercio no habría eliminado en realidad ninguna causa de guerra, contrariamente a lo que creen algunos, y no produciría efectos beneficiosos. ¿Puede seriamente sostenerse que sin comercio los hombres serían lo suficientemente sabios para estar libres de cualquier otra forma de engaño? ¿Es que los medios de fraude son tan pocos que pueden resumirse en una sola palabra: el comercio? Es ilusorio creer que el comercio exterior es necesariamente una causa, la causa principal de la guerra. Es absurdo pensar en su desaparición, lo que, sin reducir la oportunidad de los conflictos armados, significaría la pérdida de las ventajas que los avances económicos ofrecen a una nación. Permite comprar y vender en el exterior a precios más ventajosos que dentro del propio país; esto es útil. Es un auxiliar importante de la agricultura y de la industria, los dos principales resortes de la riqueza nacional y de la prosperidad. Lejos de salvaguardar la paz, su supresión conduciría al empobrecimiento de las naciones3. Aunque Mill no examina lo que ahora se llama las causas económicas de la guerra, indica que a su entender no están en el fondo de los conflictos internacionales. En contraste de aquellos que confunden el fenómeno en sí con la noción que el hombre forma de él, no cree que el comercio pueda constituir la verdadera causa de la guerra. A lo más es con frecuencia un pretexto específico para ella. El Gobierno a menudo ha recurrido a este agudo subterfugio, con el que fácilmente se engaña a la opinión pública. Por tanto, la responsabilidad de estos engaños no es del comercio, sino de la credulidad o, si se prefiere, de la ignorancia del pueblo. 2. La nocividad de la guerra. Aunque el hombre desea satisfacer inmediatamente sus deseos, si éstos son muy intensos, Mill cree que su inclinación a acumular es aún más poderosa. Si está asegurada o garantida la propiedad privada, muchos hombres tratan de no consumir sus rentas y dedican una parte de ellas al aumento de la producción. Debido a esta acumulación, la 163
nación aumenta, de año en año, la producción total industrial y gracias a ello la población se incrementa y la nación progresa. Según las circunstancias, la estructura de una sociedad puede ser más o menos favorable a este progreso. Pero cualquiera que sea la estructura de un país, con un nivel tolerable de vida y seguridad, no puede evitarse la acumulación de capital, ni el incremento de la producción anual. El bienestar de la masa, que depende esencialmente de este proceso, debe atribuirse a esta admirable tendencia del hombre a acumular riqueza y que, a su vez, se basa en un don natural de previsión. La naturaleza que confiere al hombre la habilidad de prever deseos futuros y acumular riquezas, le ha provisto con la natural inclinación a un gradual y seguro mejoramiento de sus condiciones materiales. Viendo la situación real de la Humanidad, no se puede por menos que sentir pena y dolor. Pues de la acción de un factor tan poderoso como el de la acumulación de riqueza se esperaría razonablemente opulencia y prosperidad por doquier. Sin embargo, sólo se encuentran pobreza y destrucción. ¿Cómo explicarnos esta extraña contradicción? ¿Quién devora esta riqueza que los hombres, individualmente, están inclinados a acrecentar? La prodigalidad de los gobernantes, aunque perniciosa, no es suficiente para explicar esta miseria. Un Gobierno dispendioso es una maldición, porque lo gastado reduce la riqueza y la felicidad de la nación. No obstante, si el país es grande y su industria desarrollada, aun los gastos de un Gobierno pródigo no son tan grandes comparados con la producción total. Los ahorros privados casi invariablemente sobrepasan los gastos ordinarios del Estado. A pesar de esto, y pese a los gastos del Gobierno, la nación puede ser próspera y feliz, puede progresar, aunque menos rápidamente que bajo un Gobierno económico. ¿A qué parte volveremos nuestros ojos para buscar la causa de la miseria e inanición que aparecen en toda la Humanidad? ¡La guerra!, es la contestación. No hay otra causa. Este es el pestilente viento que agosta la prosperidad de las naciones. Es la devoradora de los preciosos tesoros de la economía nacional, base de la mejora, de la felicidad de los pueblos. Aunque lo que consume un Gobierno dispendioso no puede sobrepasar lo acumulado por los individuos, lo que consume la guerra puede hacerlo. Los ahorros de los particulares, y aún más, son consumidos por ella. No sólo se paraliza el progreso del país y se experimentan todas las miserias del paro, sino que también se hacen incursiones sobre aquella parte de la producción dedicada a la reposición del capital. La situación del país retrocede y, por lo general, sólo cuando está exhausto por los gastos de la guerra y no pueden cubrirse éstos, es cuan164
do se pone fin a ella. Es cuando la bendita paz se restaura, y el país lentamente se recobra. Pero apenas ha alcanzado su pasada prosperidad de nuevo es azotado por la calamidad de la guerra y se ve obligado a retroceder en su desenvolvimiento. En esta alternativa entre la miseria y el mero comienzo de la prosperidad están las naciones, en su mayoría, condenadas a permanecer; las energías de la naturaleza humana son gastadas sin propósito, leyes benéficas son contrariadas y la felicidad de la sociedad, que parecía asegurada con tan poderosas provisiones, como el agua a Tántalo, sólo se le permite acercársela a los labios para ser inmediatamente retirada4. En apoyo de esta tesis, Mill señala un párrafo de Vauban, que dice: “Si Francia sufre no se debe a la intemperancia del tiempo ni a sus habitantes, ni a la esterilidad de su suelo, ya que su clima es excelente y su pueblo muy trabajador, agudo, ingenioso y grande en número; se debe a las guerras que la han azotado por largo tiempo y a un desconocimiento de la economía, cuya importancia nosotros [los franceses] no comprendemos suficientemente”5. Mill prosigue: “En cada país donde la industria es libre y los súbditos están seguros del disfrute de lo que adquieren, el mejor apoyo para un Gobierno es una firme y clara aversión a la guerra. Mientras una nación semejante esté en paz, las faltas del Gobierno no podrán ser tan graves que los méritos de la nación no las compensen, y que la sociedad, por su benéfica tendencia, no mejore. Nada, sin embargo, puede compensar la destrucción que causa la guerra. El esfuerzo creador individual nunca puede igualar su gigantesco consumo y las fuentes de la prosperidad se secan.”6. Con tales verdades claramente formuladas se puede esperar ejercer una amplia influencia sobre el Gobierno y la nación, que también es responsable de este estado de permanente belicismo. La Historia nos enseña que la ceguera de los pueblos no es menor que la de sus gobernantes. Hay que condenar tanto a los pueblos como a sus gobiernos. Un análisis de las causas de las guerras conocidas prueba, según Mill, que evitar los conflictos internacionales no es tan difícil como generalmente se cree. En la mayoría de los casos ambos partir dos beligerantes han sido culpables, y “un poco más de comprensión” por ambas partes habría sido suficiente para evitar tal calamidad7. 3. Las colonias como fuente de los conflictos armados. Entre las múltiples causas de la guerra, Mill examina sólo tina: las colonias. Continúa el razonamiento de su ilustre maestro Jeremías 165
Bentham, que basa su proyecto de paz permanente en el principio de la emancipación de todas las colonias8. Sin avanzar tanto como Bentham, a quien llama su padre espiritual, sin pedir explícitamente la emancipación de las colonias, Mill admite su inutilidad, y afirma que perjudican a la metrópoli. Todas las esperanzas de extraer de ellas grandes tributos, extendiéndolos a largos períodos de tiempo, son vanas. La Historia muestra ampliamente que su conservación cuesta más que los provechos que de ellas se obtienen. Los gastos públicos son mayores en las colonias que en la madre patria, porque es difícil controlarlos. Por otra parte, las así llamadas ventajas comerciales que se derivan para la metrópoli en realidad son nulas. Tales ventajas pueden solamente derivarse de un comercio intercolonial monopolizado; en este caso no es la nación como un todo, sino una Compañía la que recoge los frutos. La metrópoli comercia mejor con sus antiguas colonias emancipadas. El mantenimiento de las mismas con vista a un aprovechamiento comercial es una política bien pobre. Finalmente, para tener una flota capaz de defender al país, la posesión de las colonias no es tampoco precisa. Aquellos que piden la expansión colonial dicen lo contrario, pero su argumento es un pretexto falaz; en general, el temor de los ingleses a ver invadido su país les ha inducido a adoptar infinitas precauciones, que tienden más a atraer al enemigo que a mantenerlo a distancia. De todos modos, este temor ha producido gran daño en la seguridad nacional. Los malos gobernantes fácilmente persuaden a sus súbditos de que nunca pueden disfrutar de seguridad. De aquí las grandes reservas de armamentos, el excesivo crecimiento de las instituciones militares y todos los sufrimientos que resultan de esta política. Tales son los efectos de una exagerada seguridad por temor al enemigo. Si las colonias no procuran ventajas a las naciones, ¿cómo se puede explicar que los Estados, principalmente los de Europa, les presten tanta atención? ¿Es esto sólo fruto de una idea errónea sobre la utilidad de las colonias o se puede explicar, al menos en parte, por otro orden de consideraciones? La explicación es tan fácil como simple. En cada país existen “la minoría dirigente” y “la mayoría dirigida”. En todos los países donde los gobiernos no son buenos, el interés particular de los gobernantes es el que domina. Por ello, el Estado mantiene las colonias para la exclusiva ventaja de estas minorías. Las colonias proveen a la clase dirigente de buenos y bien retribuidos puestos en la administración colonial. Le aseguran el monopolio de un conjunto de mercancías lucrativas. Aún más: como las colonias son fuentes de conflictos, le ofrecen la posibilidad de aumentar 166
su poder en el interior del país, a la par que se incrementa el poder militar del Estado. La guerra ofrece al Estado un medio de acrecentar su base financiera. Es un hecho que nada incrementa como la guerra el volumen de la parte de la riqueza nacional que queda sujeta al control del Estado. Esta es una razón más que suficiente para que las minorías gobernantes se encuentren dispuestas a conquistar colonias y a perpetuar su posesión, aun en perjuicio de la propia nación considerada como un todo9. Mill ataca duramente los privilegios de las minorías. Muestra lo desastrosas que son las colonias para la metrópoli y sugiere su inmediato abandono. Su tesis es perfectamente sostenible en un mundo en donde rijan los principios liberales. En un mundo librecambista, en un mundo donde cada nación tendría libre acceso a todos los mercados, es realmente innecesaria la dominación política de determinados territorios y no se derivaría ninguna ventaja económica de ello. Las escasas ventajas que obtendrían por desear las colonias comerciar con la metrópoli, a causa de los lazos culturales y administrativos que los unen antes que con otro país, no compensarían de forma alguna los gastos que la administración colonial implica. La situación es completamente diferente en un mundo en donde el sistema proteccionista impere. En un mundo en que un Estado que actúe conforme al principio liberal se puede ver excluido de los mercados coloniales de las otras potencias. De aquí, y de esta situación, nacen la necesidad y las ventajas de tener colonias. No atendemos la importancia política que puede implicar para un Estado la posesión de colonias. Aun cuando estuviera deseando emanciparlas, se vería refrenado en su generoso impulso ante el temor de que otros Estados se apresurasen a ocuparlas. Al darles su libertad perdería no sólo los mercados, sino posiciones estratégicas para la defensa nacional. Este conjunto complejo de ideas no es discutido por Mill; probablemente piensa que el poder naval de Inglaterra es tan fuerte que puede prescindir de las colonias sin inquietarse por la defensa nacional. La pérdida eventual de los mercados coloniales tampoco parece preocuparle demasiado.
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4. Política económica y defensa nacional. En su principal obra, Elementos de economía política (1821), Mill, virtualmente, no se refiere para nada a la guerra. Sólo incidentalmente, al discutir sobre el papel moneda, hace ciertas observaciones sobre dicho tema. Después de enumerar las ventajas derivadas del uso del papel moneda, contesta a varias objeciones hechas contra este sistema. Algunos reconocen estas ventajas, pero ponen de manifiesto que los inconvenientes inherentes al uso del papel moneda en tiempo de guerra civil o invasión extranjera sobrepasan en mucho la utilidad de su empleo en tiempo de paz. Mill admite, por el contrario, que si el papel moneda fuera emitido por un Gobierno que gozase de la confianza popular, una invasión extranjera no destruiría el crédito de sus billetes, ya que estarían respaldados por la lealtad del pueblo hacia su Gobierno. A este respecto hace la siguiente importante declaración de tipo general: “La guerra civil y la invasión extranjera son palabras que hacen nacer vagas ideas de peligro, y estos vagos temores son aptos para ejercer una influencia engañosa en la mente.” “En primer lugar, hay —en el presente estado de civilización, en cualquier país que tenga un buen Gobierno y una considerable población— muy pocas posibilidades de que la guerra civil o la invasión extranjera se ofrezcan limitando el bienestar nacional; pero, no obstante, cabe que este fenómeno pueda ser racionalmente admitido. Adoptar una norma desventajosa en todo tiempo, excepto en el de la guerra civil o invasión extranjera, sólo porque fuera bueno en estas ocasiones, sería tan absurdo como podría ser en medicina obligar a todos los hombres a observar siempre regímenes especiales idóneos para corregir un virulento mal. Mas si las ventajas que implica el uso del papel moneda se pueden disfrutar sin considerables daños en todo tiempo, salvo durante los momentos de una guerra civil o de una invasión extranjera, la utilidad del papel moneda queda suficientemente probada”10. Haciendo caso omiso de los problemas del papel moneda y de la guerra civil, temas no incluidos en el ámbito de nuestro estudio, pensamos que es importante, de otra parte, extraer el principio general que puede deducirse de este texto. Una invasión extranjera o, en términos generales, una guerra, siendo un suceso excepcional, no debe constituir un factor decisivo de la política económica en tiempo de paz. Sería erróneo edificar un sistema de economía política sobre la base de un fenómeno transitorio como es la guerra. Según Mill, no 168
se debe dar permanencia a medidas transitorias, útiles sólo en caso de emergencia. Haciéndolas permanentes se privaría a la economía política de toda su utilidad. Al aplicar, en tiempo de paz, medidas útiles sólo en tiempo de guerra, no se disminuye el peligro de la guerra, sino, simplemente, se añade a éste un conjunto de serias consecuencias. La posibilidad de un conflicto extranjero no justificaría, por otra parte, una modificación esencial de la política económica en tiempo de paz. La guerra no autoriza la adopción de medidas proteccionistas. El proteccionismo agrícola no es menos dañoso a la nación que el industrial. Los defensores del proteccionismo agrícola están equivocados cuando piensan que una nación que no obtiene de su propio suelo el trigo que consume sería privada de él en caso de hostilidades entre las potencias extranjeras, y así se encontraría reducida por el hambre. La Historia, afirma Mill, desmiente categóricamente este argumento, que, para él, no tiene bases sólidas11. En el texto citado más arriba, James Mill alude al problema básico de la política económica, y dice: “¿Hasta qué punto debe estar esta política determinada por el factor guerra?” En este texto no menciona las guerras de agresión. Parte del principio de que un “buen” Gobierno no debe atacar. Consecuentemente, sería superfluo examinar si la política económica debería adaptarse a las necesidades de la guerra de agresión. No existe, por tanto, necesidad de acomodar la política a las exigencias de la defensa nacional, pues, de acuerdo con Mill, en el grado alcanzado por la civilización moderna, un país con un buen Gobierno y abundante población no corre peligro de ser invadido. Nos parece que Mill es demasiado optimista cuando afirma que cualquier país que goce de un Gobierno idóneo y de una considerable población debe hacer caso omiso del peligro de una invasión extranjera. En primer lugar, ¿cómo vamos a determinar qué es un “buen Gobierno” y una “población considerable”? Aunque esto pudiera establecerse con claridad, ¿se podría afirmar categóricamente que la defensa nacional no requiere una intervención del Estado en el campo económico en tiempo de paz? Si hay peligro de invasión —y la Historia muestra claramente que tal peligro existe— un Estado no puede exponerse a seguir la recomendación de Mill y, por tanto, descartarlo. Una nación debe, aun en contra de su propia voluntad, considerar este factor como formando parte de su política económica. Mill piensa siempre teniendo en cuenta las condiciones especiales de su país. Esta posición se observa claramente cuando, por ejemplo, declara que la “invasión extranjera” es una de aquellas palabras “que 169
hacen nacer vagas ideas de peligro y estos vagos temores son aptos para ejercer erróneas influencias en la mente”. Sin duda, esta palabra puede ejercer una influencia errónea, como lo hacen muchos otros términos mal aplicados. Pero para los países continentales, la invasión extranjera no es tan sólo un vago e indefinido peligro; es, por el contrario, un peligro real y permanente. 5. Arbitraje internacional. Como hemos visto, James Mill dirige severas imprecaciones contra la guerra, que considera la verdadera y única causa de la miseria y postergación de los pueblos. Si la sociedad no se desarrolla con bastante rapidez o permanece en condiciones estacionarias o incluso retrocede, la guerra y sólo la guerra es la causa. Puede responderse que es obvio que la sociedad progresa, a pesar de la guerra. Pero entonces Mill, que es un lógico implacable, nos dice que esta objeción no cambia su tesis. Si la sociedad avanza, a pesar de las continuas guerras, el progreso humano sería infinitamente más acelerado si la guerra no pusiera enormes obstáculos en el fenómeno de la acumulación del capital y aumento de la riqueza social. La perfección humana constituye el postulado básico de la filosofía social de James Mill. Pues bien; esta perfectibilidad, que es una característica distintiva de la naturaleza humana, no es más que “el poder de avanzar continuamente desde un grado de conocimiento, un grado de poder sobre los medios que otorgan la felicidad, a otro más perfecto”12. Partidario del utilitarismo, Mill desea promover esta perfectibilidad y considera la utilidad como el criterio verdadero del mejoramiento de la sociedad: “Exactamente en la proporción que la utilidad es el objeto de cada propósito, podemos considerar a la nación como civilizada”13. El verdadero objetivo del Estado es proveer, tanto como las circunstancias lo permitan, a la mayor felicidad del mayor número posible de ciudadanos. Pero ¿qué representa para Mill la famosa fórmula: “la mayor felicidad para el mayor número”? Según él, el mayor grado de felicidad social se consigue al poder asegurar a cada hombre la mayor cantidad posible del producto de su trabajo14. Entre todos los obstáculos que se oponen al avance de la civilización y a la felicidad de los hombres así concebida, es difícil imaginar uno mayor que el que representa la guerra. Ello nos explica fácilmente que James Mill sea tan decididamente opuesto al belicismo. De conformidad con su tesis, la guerra es más peligrosa a causa 170
de su tendencia a afectar de forma permanente al progreso económico que por sus efectos inmediatos. Habiendo abogado Mill, en su Protección del comercio, por la causa de la paz, no puede por menos de preguntarse a sí mismo si la creación de una organización internacional sería indispensable para prevenir la guerra. En un artículo sobre la ley de las naciones llega a la conclusión de que un Tribunal Internacional de Arbitraje, cuyo proyecto bosqueja, sería suficiente, a su entender, para conseguir esta finalidad. En este esquema se ve claramente la influencia de Bentham. Verdad es que el proyecto de paz internacional de Bentham fue publicado en 1843, después de la publicación en 1824 del artículo de Mill; no obstante, hay que poner de manifiesto que Bentham desarrolló su plan entre 1786 y 1789, y en vista de la estrecha amistad que entre los dos existía, nada tiene de particular, y es lógico, por el contrario, suponer que Bentham discutiera con Mill sus ideas. En este proyecto, Mill no examina las condiciones políticas y económicas de una paz duradera. Se contenta con analizar el aspecto legal de la misma. Su total atención se dirige por entero sobre la necesidad de lograr la codificación de la ley internacional y establecer un Tribunal de Arbitraje, cuyo deber sería dirimir las querellas internacionales. Este Tribunal carecería de fuerza coercitiva, pues una gran escuela de moralidad se crearía al pasar el tiempo (gracias, principalmente, a la difusión de sus trabajos), y se ofrecerían las condiciones espirituales más favorables para el mantenimiento de la paz entre las naciones15. Mill no cree que sea necesario avanzar más en la organización internacional de la paz. Implícitamente admite la idea de que el libre juego de las fuerzas económicas favorecería la solidaridad internacional. Al dirimir los conflictos temporales que se presentan entre los pueblos, cree que esta institución legal consolidaría en un futuro próximo el espíritu de la concordia internacional y extendería las tendencias pacíficas en un mundo librecambista.
II. MACCULLOCH Y JOHN STUART MILL. John Ramsay MacCulloch, conocido sobre todo como divulgador de los trabajos de Ricardo, dedica más atención que éste al problema de la guerra. Lo examina en sus Discursos sobre la elevación, progreso, objeto e importancia de la economía política (1824) y en sus Principios de economía política (1825), manual que tuvo una gran difusión antes que el de John Stuart Mill lo desplazara. En él expresa 171
fielmente el punto de vista liberal, y por esta razón tiene importancia aun hoy en día. Las observaciones sobre el problema de la guerra, de John Stuart Mill, son interesantes, pero escasas. Se encuentran esparcidas o diseminadas en varios de sus escritos: Principios de economía política (1848), Algunas palabras sobre la no intervención (1859), Consideraciones sobre el gobierno representativo (1861), Autobiografía (1873) y su correspondencia inédita con Gustavo d’Eichthal. Es suficiente observar ligeramente estos escritos para llegar al convencimiento de que las opiniones del ilustre filósofo inglés sobre los conflictos armados son muy escasas. Las últimas páginas de este capítulo están dedicadas a los dos últimos representantes de la escuela clásica del siglo XIX: John Elliot Cairnes y Henry Fawcett. El primero expresa su militarismo en un artículo publicado en 1871, titulado Nuestras defensas; ¿un ejército nacional o un ejército permanente? El último se ocupa de la guerra en dos de sus trabajos: Manual de economía política (1863) y Libre comercio y protección (1878). Ambos han sido editados varias veces. Algunos lectores se extrañarán de no encontrar mención alguna en este capítulo de Alfred Marshall (1842-1924), ligado por múltiples lazos a la escuela clásica. La verdad es que no hemos descubierto en sus escritos una visión general de las relaciones entre la economía y la guerra. En su Industria y Comercio (1923, pág. 2) dice, sin embargo, que las relaciones entre los Estados contemporáneos son tales que ciertas formas de militarismo se presentan como necesarias. 2. MacCulloch.
a) LA
HOSTILIDAD A LA AUTARQUÍA.—Como
muchos otros economistas, MacCulloch16 señala la necesidad de poseer una fuerza armada para salvaguardar la seguridad y protección de las naciones. Esta necesidad, observa, es demasiado evidente para necesitar ser probada. Las mejores leyes se convierten en ineficaces si pueden ser violadas con inmunidad. Cada Estado debe, por tanto, tener a su disposición una fuerza suficiente para hacer ejecutar sus órdenes en el interior del país y defender el territorio nacional contra agresiones extranjeras. Se puede decir, aunque él no lo expresó explícitamente, que la función primaria del Ejército es la militar. Sin que este cometido agote su función. Indirectamente, tiene una gran importancia económica; garantizando el orden y la tranquilidad, asegura el funcionamiento de la 172
economía nacional. Sus miembros cumplen por ello una función útil que debe ser considerada como “eminentemente productiva”, para usar la expresión de MacCulloch. ¿Cuál es la forma más ventajosa para el país de reclutar el Ejército? Las investigaciones de este problema pertenecen a la política, en el sentido estricto de la palabra, más que a la economía política. “Debe, sin embargo, advertirse que quizá en nada sea más perceptible la beneficiosa influencia de la división del trabajo que en el empleo de distintas clases de individuos para mantener la seguridad y la tranquilidad nacional. Para ser un buen soldado o un buen oficial de policía, un hombre debe dedicarse solamente a ello. Es casi imposible para un individuo adquirir el hábito de disciplina pronta y bienintencionada obediencia, tan indispensables para el buen soldado, si por un corto plazo de tiempo para ir a servir al Ejército abandona su profesional industrial”17. MacCulloch, consecuentemente, aboga por el mantenimiento de ejércitos profesionales, los cuales son superiores desde cualquier punto de vista a las milicias nacionales. Si una nación desea ser poderosa, el Ejército por sí solo es insuficiente. El país debe tener, además, una fuerte estructura económica. En este sentido el libre comercio, puesto que aumenta la riqueza nacional a su más alto nivel, es el sistema más adecuado para aumentar el poder del país. En un principio, erróneas ideas sobre el comercio fueron la causa de un gran número de guerras y de muchas matanzas. “Pero la locura del sistema monopolístico y la ruinosa naturaleza de los acontecimientos a que dio lugar han sido superados. Se ha demostrado, una y otra vez, que nada puede ser más irracional y absurdo que ese miedo ante el progreso de otros, en riqueza o civilización, que fue en tiempos tan importante, y que la verdadera gloria, así como el interés real de cada pueblo, se alcanzará mucho mejor tratando de superar a sus convecinos en la carrera de la ciencia y de la civilización que debatiéndose en vanos intentos de conquista y agresión”18. Las ideas que los mercantilistas tuvieron sobre los metales preciosos motivaron frecuentemente que se dictasen restricciones al comercio. También el deseo de favorecer los intereses de los productores nacionales fue, con menos frecuencia, la causa de elevadas barreras comerciales. Aunque un número considerable de estos obstáculos deben su existencia a ideas que, aunque patrióticas, son no obstante erróneas —el deseo de verse independiente económicamente del extranjero, 173
vengar prohibiciones de Estados extranjeros, en función de represalias y proveer a la seguridad pública—. Es fácil demostrar la influencia ejercida por el comercio exterior en el aumento del poder productivo del trabajo y sobre la riqueza nacional. Es evidente que Inglaterra, limitándose a manufacturar vestidos y cambiarlos por vino, obtendrá más cantidad de este último que si tratara de cultivar viñas en su propio suelo. Por otra parte, los portugueses, al cambiar sus vinos por las telas inglesas, obtendrán mucho más que si desplazasen parte del capital y de la mano de obra dedicada al cultivo de los viñedos —campo en el que tienen una gran superioridad— a las manufacturas de tejidos o industrias, en las que otros países disfrutan una ventaja productiva indiscutible. La idea de la independencia económica es muy seductora también y no es sorprendente que un sistema que promete ésta a una nación —posición que a primera vista parece tan envidiable— disfrute de una considerable popularidad. Sin embargo, “la independencia nacional se basa en otros fundamentos más nobles que en una miserable ordenanza de aduanas”19. La independencia de los individuos se obtiene de dos modos, que, aunque diferentes, son equivalentes desde el punto de vista económico. El hombre puede proveer directamente sus propias necesidades con el producto de su propio trabajo sin acudir al cambio. Pero puede obtener el mismo resultado si es capaz de producir un equivalente cambiable con los bienes que desea adquirir. Aquellos que se dedican exclusivamente a aquello en que poseen una aptitud natural o adquirida, obtienen los bienes deseados más fácilmente por medio del cambio con otros individuos. En otras palabras, son “más fuertes y consecuentemente más independientes”20 que si ellos mismos produjeran los bienes en cuestión. “Lo mismo sucede entre las naciones”, concluye MacCulloch21. La dependencia entre dos hombres que cambian sus productos es mutua; pero esto no es verdadera dependencia. Si por independencia entendemos la facultad de proveer a nuestras propias necesidades, sin estar obligados a otros, aquellos que cambian sus bienes o servicios con extraños permanecen completamente independientes respecto de ellos. El comercio exterior tanto como el interior se basa en recíprocos acuerdos; se dan y se reciben bienes equivalentes, se satisfacen mutuas necesidades y se conceden mutuas ventajas. “Desear estar completamente desconectado del extranjero, y al mismo tiempo continuar siendo tan rico y tan próspero como siempre, es desear lo que es contradictorio e inconsistente de conformidad con la propia naturaleza de las cosas”22. Indudablemente, una nación pue174
de vivir sin el comercio internacional; pero en este caso debe resignarse a carecer de las riquezas y del poder que esta clase de comercio le habría proporcionado. “El individuo que prefiere atravesar el río nadando es, claro está, independiente de los puentes; del mismo modo que la nación que prefiere la pobreza y el barbarismo a la riqueza y el refinamiento, sera independiente respecto al comercio internacional. Pero ésta es la independencia del salvaje. Para ser en verdad independiente en el amplio y —si cabe decirlo así— civilizado sentido del término, esto es, tener los mayores recursos de lo necesario y de lo conveniente, una nación debe beneficiarse de la energía productiva de cada uno de los otros pueblos y comerciar con todo el mundo, de acuerdo con principios justos y liberales”23. La comparación de la autarquía con el barbarismo no carece de interés ni de belleza. Ilustra muy bien, asimismo, sobre el pensamiento de todos los liberales. MacCulloch nos parece, en sus razonamientos, tanto más lógico cuanto más nos ajustamos a sus expresiones. De hecho, un pueblo que desee vivir tan económicamente como sea posible, es decir, adquirir el máximo de bienes con un mínimo de esfuerzo, debe comerciar con el mundo entero, según “principios justos y liberales”. Admitamos, por el contrario, que un Estado liberal se encuentra frente a otro que no sólo no desea vivir según estos principios, sino que, aún más, sigue una política agresiva y prefiere el estado de guerra al de paz. ¿Qué posición adopta frente a esta realidad nuestro autor? ¿Puede en tal caso un pueblo que actúa según los principios económicos utilizar las fuerzas productivas de sus enemigos potenciales y comerciar con ellos de acuerdo con “principios justos y liberales”? ¿No se verá forzado por el enemigo a renunciar a estas aspiraciones liberales, por la pura y simple razón de que una política pacífica no puede ser meramente unilateral, sino una relación entre dos o más potencias? MacCulloch no ahonda en estos problemas. Piensa que ha dicho cuanto debía decir cuando afirmó que la dependencia económica es recíproca y por esta razón no es una verdadera dependencia. Aunque no puede negarse que la dependencia económica es recíproca, es igualmente cierto que hay varios grados de interdependencia y que, consecuentemente, la nación menos dependiente en el curso de una guerra está en una posición más ventajosa que la que depende de otras. Esta verdad no puede ser olvidada por la política económica de cada Estado, ni aun en tiempo de paz. b) LA LIBERTAD DE COMERCIO Y EL PODERÍO NACIONAL. — Mac175
Culloch no subestima la importancia que tienen las medidas adoptadas por un Estado para reforzar su seguridad nacional o causar daño a alguna potencia hostil. Sin embargo, cree que sus efectos han sido exagerados. Si una sola nación tiene el monopolio de un artículo necesario para su defensa y para la de los otros países, puede, al prohibir su exportación, proveer a la par su propia seguridad y al mismo tiempo causar un grave daño a sus enemigos. Mas ninguna mercancía de estas características es conocida aún y es dudoso que se encuentre. Por lo que las restricciones no pueden, por tanto, constituir una sólida base de política internacional. Los daños resultantes para un Estado, por negarse los países extranjeros a comerciar con él, son imaginarios. Hay muchísimos Estados que comercian y sus intereses son muy divergentes, por lo que es difícil imaginar que una nación rica pueda verse imposibilitada de comprar las mercancías que precisa. Si el comercio se intercepta de una forma automática, nace la manera de burlar esta prohibición por otro procedimiento. Si un determinado país se niega a comerciar con cierto Estado, éste no necesita agobiarse por ello; alguna otra nación estaré encantada con tener una oportunidad de abastecerle de las mercancías que precise. “Por ello nada es tan falso como imaginar, en la situación actual del mundo, que la seguridad de cualquier país o de sus medios de defensa o agresión pueden acrecentarse realmente a través de medidas prohibitivas”24. Los conflictos modernos implican grandes gastos. Ciertamente que el dinero es el nervio de la guerra y que la nación más rica, en igualdad de circunstancias, será también la más poderosa. Los pueblos que se encuentran en posesión de riquezas suficientes nunca carecerán ni de soldados ni de armas. Sus riquezas les permitirán guarnecer sus fronteras con ejércitos y el océano con flotas, contra cuyo poder el más puro patriotismo y el más inflexible arrojo lucharán con dificultad. Pues bien: cuando así sucede, cuando está admitido por todos que la riqueza es la causa principal del poder o influencia, y cuando se confirma que un comercio libre y extenso es prolífica fuente de riqueza, ¿puede darse mayor contradicción que intentar aumentar la defensa de un país con medidas que deben necesariamente trabar y reducir el comercio? Poseer riqueza es la mayor seguridad, y como la libertad de comercio es, sobre todas las medidas, la más eficaz para incrementarla, se infiere que aquellos que están tratando de dar más libertad al comercio están al mismo tiempo actuando de la manera más eficaz para aumentar y robustecer la independencia y poderío de su país. 176
Por tanto, los apologistas y defensores de restricciones y prohibiciones están, aun sin saberlo, laborando para minar los cimientos de nuestro poderío y destronarnos de nuestro puesto de gran potencia en el concierto de las naciones”28. El pensamiento de MacCulloch puede resumirse de la siguiente forma: Puesto que está probado que el más rico es al mismo tiempo el más poderoso, es igualmente cierto que la nación que disfrute la mayor libertad de comercio es también la más poderosa, pues nada fo menta más la riqueza nacional que el comercio libre. Hoy en día nos parece que MacCulloch razona en términos muy vagos. Debería haber dado, al menos, una definición de qué es poderío nacional. No es un hecho indudable que el Estado más rico sea al mismo tiempo el más poderoso, si por “poder” entendemos la fuerza que dos Estados tienen comparativamente en un momento dado. Es posible que siendo las demás circunstancias idénticas, dos Estados puedan tener el mismo nivel de riqueza, pero no el mismo poder. Todo depende de la composición de la misma y de su adaptabilidad a las exigencias de la guerra. Si la riqueza de un país está compuesta de tal forma que le permita una mejor aplicación bélica de la misma, este país puede luchar contra el enemigo con éxito, aun teniendo éste a su disposición la misma cantidad de riqueza, pero de una naturaleza menos adecuada a las necesidades militares. Ahora bien: si el poder comparativo de la fuerza depende de la composición de la riqueza de cada nación, es igualmente cierto que la economía política puede influir en ésta. Si un Estado desea prepararse para la guerra, debe adoptar una política económica susceptible de afectar adecuadamente a la vez a la formación de la riqueza nacional y a su composición, asegurando a dicha nación el máximo de potencial bélico. La política económica elegida dependerá de las condiciones concretas que se presenten en un momento dado. Generalmente, el Estado se determinará por una política proteccionista y no será posible decir que los medios adoptados no conducen al fin previsto. c) LA PAZ Y LA CIENCIA ECONÓMICA. ALGUNOS CONTEMPORÁNEOS DE MACCULLOCH: COBDEN.—Como otros muchos liberales, MacCulloch considera la economía política como una ciencia eminentemente pacifista. Está convencido de que la guerra de agresión, aun provocada por motivos económicos, está basada en premisas erróneas. Asigna a la economía política la tarea de extirpar la ignorancia, que hace posibles las guerras emprendidas para obtener ventajas comerciales. La ciencia económica persuadiría a los hombres, en su propio interés, 177
que deben evitar las guerras y deben vivir conforme a los principios del liberalismo. En su Discurso sobre la importancia de la economía política, MacCulloch expresa su punto de vista en los siguientes términos: “La guerra americana y la mayor parte de las guerras del último siglo, con excepción de las provocadas por la Revolución Francesa, se hicieron con el propósito de conservar o de adquirir alguna ventaja comercial de forma exclusiva. ¿Podemos creer que estas contiendas se hubieran llevado a término a expensas de tanta sangre y dinero, si el pueblo hubiese sabido que su objeto era inaccesible? ¿Conocía el pueblo que es imposible para cualquier país monopolizar el poder y las riquezas, y que este intento en sí es ruinoso e injurioso para otros? Es a la economía política a la que debemos la demostración incontrovertible de estas verdades —verdades que están destinadas a ejercer la más saludable influencia—: la de convencer a la Humanidad que es en su propio interés por lo que ha de vivir en paz; comerciar con los otros de acuerdo con principios justos y liberales; no convertirse en víctimas de su propia miopía y avaricia, ni ser bienintencionados instrumentos de ciegas ambiciones o de insignificantes animosidades de sus gobernantes”26. Ideas parecidas a las de MacCulloch se encuentran en varios de sus contemporáneos. Mencionaremos, en primer lugar, a Senior. Según él, el mercantilismo es una teoría que ha sido, y aún es, responsable de más guerras, vicios y miserias que todos los otros errores juntos. El intento por una nación de lograr una independencia económica aumenta al infinito las oportunidades de la guerra al reducir los incentivos de otros países de permanecer en paz con él. Además, al empobrecerlo, la autarquía lo convierte en incapaz de financiar con éxito las guerras a las que tal política lo arrastra inevitablemente. Al mercantilismo, además de sus males propios, se le puede atribuir el mayor de todos los males humanos: el desencadenamiento de las guerras entre los países civilizados27. Torrens advierte la influencia de la libertad del comercio, especialmente del trigo, sobre el poderío nacional. Chalmers observa que la esencia del comercio exterior ha sido lograr la mutua comprensión, con la cual innumerables guerras no se habrían realizado en defensa de la detentación de algún monopolio. Un sentimiento de honra nacional puede aún dividir a los pueblos, pero no un sentimiento de intereses nacionales. Whately afirma, por su parte, que las nociones exactas de economía política tienden a prevenir la guerra. El americano Wayland sostiene que los medios más económicos de atender a la de178
fensa nacional consisten en practicar la justicia y la benevolencia. Según su compatriota Bolles, el proteccionismo debilita el espíritu de concordia internacional y contribuye a la guerra, el mayor desastre para el género humano28. De todos los contemporáneos de MacCulloch, Richard Cobden29 fue el más fervoroso propagandista de la idea de que el conocimiento de la ciencia económica tiende a prevenir los conflictos internacionales. La guerra es, usando sus propios términos, “un lujo caro”30 o, en otras palabras, un negocio ruinoso para la nación que la emprende. Ninguna clase obtiene, y nunca se puede obtener de la guerra, un provecho permanente o sustancial. El comercio, cuya verdadera arma es la baratura, no requiere el apoyo del Ejército o de la Marina. Ni el sistema colonial, que también es objeto de crítica por Cobden, necesita una protección de los ejércitos. Las colonias deberían ser libres, si fuera posible, o al menos garantizarles su autogobierno31. La libertad de comercio es para Cobden, aunque no lo diga expresamente, el mejor instrumento para incrementar el bienestar material de los pueblos. Es más que un factor determinante del bienestar económico; es el único medio de alcanzar una paz permanente. Pues es la forma más adecuada de unir a las naciones a través del mutuo intercambio, sinónimo de concordia universal. Establecer el intercambio significa que la guerra se transforme en algo tan imposible entre dos naciones como lo es entre dos condados de Inglaterra. Bajo un sistema de libertad comercial, cada mercado, cada establecimiento, cada factoría, se convertirá en el centro de un sistema diplomático, inclinado a la paz, a pesar de todas las artes de los políticos para hacer la guerra32. “Creo —dice Cobden— que el principio de la libertad de comercio actuará, dentro del mundo moral, como el principio de la gravedad en el Universo, uniendo a los hombres, desechando antagonismos de raza, credo y lenguaje, uniéndolos en una paz eterna”33. Ve en los armamentos excesivos un procedimiento de asegurar la paz tan costoso como ineficaz; sugiere una reducción de las fuerzas navales y militares. Armarse en demasía es dañoso, puesto que tiende a excitar peligrosas animosidades entre los pueblos, a perpetuar el temor, odio y sospecha; esto es, pasiones que más o menos pronto se despertarán e instintivamente buscarán su apaciguamiento en la guerra. Una reducción de armamentos tendría un efecto contrario; relajaría la tensión internacional. Sin dañar a la seguridad nacional, disminuiría los gastos e impuestos militares, lo que daría como resultado un incremento en el bienestar material de los pueblos34. 179
El arbitraje es el medio racional, justo y humano y no el empleo de las armas. Consecuentemente, Cobden no se cansa nunca de recomendarlo. Lo considera suficiente para garantir la paz internacional Opuesto como fue a la limitación de los derechos soberanos de cada Estado, es evidentemente contrario al establecimiento de una organización supernacional para mantener la paz. “Soy —dice— contrario al plan que algunos propugnan —sin duda con la mejor intención— de establecer un Congreso mundial de naciones con un Código Legal, un Tribunal Internacional de Apelación, con un ejército a su servicio para imponer sus decisiones. No soy partidario de un plan semejante. Creo que podría conducir a más interferencias armadas que las que en la actualidad se presentan”35. El programa pacifista de Cobden contiene cuatro puntos principales: Arbitraje en lugar de guerra; reducción simultánea de armamentos; no intervención de las naciones en los asuntos internos de las otras y negación de préstamos internacionales a gobiernos belicosos36. En un discurso que pronunció en el Congreso de los Amigos de la Paz Universal, reunido en París en 1849, Cobden propuso condenar cualquier empréstito hecho con propósito de conquistas o guerras de ambición. Deseaba llegar a la paz cortando las raíces de la propia guerra: “Los gobiernos belicosos tan sólo pueden encontrar los recursos que precisan para la guerra en los ahorros de los comerciantes, fabricantes, agricultores y rentistas y debemos hacer un llamamiento a éstos, en nombre de la Humanidad y de sus propios intereses, para que rehúsen prestar su ayuda a un sistema tan bárbaro que obstaculiza el comercio, arruina la industria, destruye los capitales, paraliza el trabajo y se nutre con la sangre y las armas de sus hermanos”37. 3. John Stuart Mill y los últimos clásicos.
a) JOHN STUART MILL.—El examen de la obra de John Stuart Mili38 será breve, pues el gran economista inglés de forma breve se refirió al problema de la guerra. Parece que virtualmente admite que todo lo que puede decirse sobre este tema ha sido ya dicho por sus antecesores. Las Actas de Navegación.—La actitud de Mill hacia el proteccionismo industrial es semejante a la de Adam Smith. Este, como es bien sabido, favoreció el proteccionismo de ciertas industrias indispensables para la defensa nacional y particularmente las Actas de Navegación. Estas se promulgaron para alentar a la marina mercante inglesa, “criadero de marineros” para la armada. 180
Como Smith, John Stuart Mill reconoce la utilidad y la legitimidad de las Actas de Navegación. Afirma que “un país expuesto a la invasión por mar, si no puede de otra forma tener suficientes medios para armar barcos propios y para asegurar los medios de proveerse de hombres, para una flota adecuada, está en su derecho de tratar de lograr estos medios, aunque sea recurriendo al sacrificio económico que representa el encarecimiento del transporte”39. Cuando se promulgaron las Actas de Navegación, los holandeses, gracias a su aptitud marinera y a la bajísima tasa del interés que existía en Holanda, eran capaces de hacer fletes para otras naciones, incluida Inglaterra, a un tipo más bajo que aquellas naciones podían obtener de su flota. Las otras naciones se vieron colocadas en una situación desventajosa para reclutar marineros duchos en sus menesteres y que precisaban para las dotaciones de sus naves de guerra. “Las Leyes de Navegación tratan de remediar esta deficiencia y, al mismo tiempo, dar un golpe mortal al poder marítimo de una nación con la que Inglaterra se encontraba frecuentemente, por aquellos tiempos, en estado de guerra; estas leyes fueron probablemente perjudiciales a Inglaterra desde el punto de vista económico, pero políticamente eficaces”40. En nuestros días (1848) hace tiempo que ya no son necesarias, porque el principal objetivo perseguido por ellas ha sido ya alcanzado. “Es un hecho que los marineros y barcos ingleses pueden realizar el transporte marítimo a un coste tan exiguo como el de cualquier otra nación y hacer frente a la competencia de todos los otros países, al menos en iguales condiciones. Los motivos que antaño justificaron las Actas de Navegación ya no existen, y por ello no hay razón alguna para mantener estas odiosas excepciones a la regla general de la libertad de comercio”41. En su discusión de las Actas de Navegación, John Stuart Mill no se expresa, pues, en términos generales sobre el proteccionismo industrial basado en la defensa nacional. No obstante, los argumentos expuestos por él a favor de estas Actas, son susceptibles de justificar, de forma general, toda clase de proteccionismo de tipo militar. Estos argumentos reconocen, implícitamente, la imposibilidad por un Estado de no tener en consideración, dentro de la política económica, ciertos factores militares. La actitud de John Stuart Mill es muy interesante, ya que nos muestra cómo un liberal acérrimo, como era él, no puede cerrar los ojos a las graves dificultades con que tropezaría la política de un Estado que, sin disfrutar de una superioridad militar,
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deseara realizar una política de libertad comercial en un mundo belicoso. Si bien John Stuart Mill no es enemigo del proteccionismo industrial, se nos presenta, por el contrario, como enemigo decidido del proteccionismo agrícola. “Es ridículo, nos dice, fundar un sistema general de política sobre un peligro tan improbable como el de estar en guerra a la vez con todas las naciones del mundo, o el de suponer que aunque se fuera inferior en el mar, un país podría ser totalmente bloqueado como se sitia a una ciudad, o que los cultivadores de productos alimenticios, en otros países, no estarían tan inquietos por la pérdida de un ventajoso mercado como nosotros por la posible privación de su trigo”42. Adopta, pues, un punto de vista similar que el que siguieron Ricardo y James Mill. b) OBSERVACIONES SOBRE LA GUERRA.—Según John Stuart Mill, las pérdidas que acarrea la guerra no parecen tener consecuencias tan graves para la vida económica de los países como era de temer. El capital se mantiene, de acuerdo con nuestro autor, no por su conservación, sino por su perpetua reproducción. Hoy en día, esta reconstitución del capital es asombrosamente rápida, lo que explica por qué los países se recuperan rápidamente de las destrucciones y devastaciones43. La posibilidad de una pronta reparación de los daños causados por la guerra depende principalmente de la población superviviente. Si esta población no ha sido extirpada, si no perece durante la guerra de hambre y miseria, entonces su habilidad y conocimiento, sus tierras, que no han perdido nada de su fertilidad, los edificios que se hayan conservado incólumes o hayan sido parcialmente destruidos, constituyen todo lo que el país requiere para reparar sus pérdidas sin dilación. Si el país dispone de alimentos en cantidad suficiente para subsistir y para poder trabajar, en poco tiempo podrá reparar sus pérdidas y adquirir aún más riqueza que la que tuvo antes de comenzar la guerra44. Cualesquiera que sean las consecuencias económicas de las guerras, J. S. Mill se opone enérgicamente al belicismo. El Ejército y la Marina, según él, son cuerpos improductivos (*), y no deben de utilizarse como elementos de agresión. Su trabajo debe limitarse a la defensa del país, preservándole de ser conquistado, injuriado o agraviado45. Discutir tan sólo sobre la inmoralidad que las guerras de agresión implican, en opinión de J. S. Mill, sería una afrenta para el lector. La anexión forzosa de un país civilizado es netamente inmoral y contra(*) Improductivo en el sentido de no crear bienes materiales con su trabajo, lo que no implica que no sea necesario y útil dentro de su concepción.
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ria al orden natural. Todas las guerras de agresión, excepto las que necesariamente se imponen para eliminar un peligro nacional, son inicuas46. Como su padre, James Mill, J. S. Mill es partidario del arbitraje internacional. Sus Consideraciones sobre el Gobierno representativo contienen un capítulo dedicado a los Estados federales. En este capítulo examina, entre otras cosas, el papel del Tribunal Supremo que debería instaurarse dentro de los Estados Unidos que propugna. “Este Tribunal promulgará las leyes internacionales y será el primer y gran ejemplo de lo que es ahora uno de los primeros deseos de la sociedad civilizada, un Tribunal Internacional verdadero”47. J. S. Mill ve en el comercio internacional el principal factor de la paz. Si el espíritu comercial fue durante un largo período de la Historia europea la causa principal de los conflictos internacionales, hoy se ha transformado en el principal antídoto de las guerras48. Aun siendo las ventajas económicas que el comercio internacional implica inmensas, superan a éstas sus efectos morales e intelectuales. El contacto con extranjeros, cuyos modos de pensar y actuar son diferentes a los nuestros, es muy valioso. El comercio es ahora, como la guerra fue en el pasado, la causa principal para relacionar los pueblos; es, en los tiempos actuales, el tipo de relaciones entre los habitantes de los países civilizados. Esta suerte de relaciones ha sido siempre y es, particularmente en nuestra época, una de las más importantes fuentes del progreso. No hay nación que no precise aprender de otras, no sólo procedimientos de tipo técnico, sino también modos de vivir y cualidades morales que no posee en grado suficiente. “Por último, dice J. S. Mill, el comercio enseña a las naciones principalmente a ver con buena voluntad la riqueza y prosperidad de las demás. Antes, el patriota, a menos que fuera la suficientemente culto para considerar al mundo como su país, deseaba que todas las naciones fueran débiles, pobres y mal gobernadas; todas menos su patria. Ahora ven que la riqueza y progreso de otros países es la causa directa de la riqueza y progreso de su propia patria. El comercio es el que ha hecho la guerra imposible, al intensificar y multiplicar los intereses personales contrarios a la misma. Y puede decirse, sin exageración, que el rápido incremento y la gran extensión del comercio internacional son la principal garantía de la paz en el mundo y constituyen la seguridad permanente para el progreso ininterrumpido de ideas, instituciones y carácter de las razas humanas”49. Desgraciadamente, los sucesos tomaron rumbo diferente, y J. S. Mill no pudo captarlo en sus obras. La guerra francoprusiana de 1870-71 183
le afligió particularmente. En una carta a su amigo Gustavo D’Eichthal., fechada en 27 de agosto de 1870, escribe: “Hace tiempo que he llegado a la triste convicción de que, a pesar de la incontrovertible realidad del progreso moderno, no estamos aún libres de grandes desgracias y de grandes penas, que nuestro siglo se vanagloriaba de haber hecho desaparecer de la tierra”50. Esas grandes desgracias y penas no son otras que la guerra. 4. Cairnes y Fawcett. Los dos últimos representantes de la escuela clásica, John Elliot Cairnes y Henry Fawcett51, discípulos de John Stuart Mill, participaban de la “triste convicción” de su maestro. Cairnes toma en consideración las pérdidas causadas por los conflictos militares en la producción52. En su opinión, las relaciones contemporáneas entre los Estados son tales, que necesitan una cierta forma de militarismo. Aunque es inútil lanzar exclamaciones de horror contra lo que es inevitable, es, en cambio, inteligente reducir el mal, que se presenta como necesario, tanto como sea posible. Con esta finalidad, Cairnes recomendó a Inglaterra un Ejército nacional organizado conforme al modelo de las milicias suizas. Este sistema tiene ventajas económicas, políticas y sociales. Su fuerza se asienta en su poder de resistencia; si bien son inadecuadas para sostener guerras de agresión, son, en cambio, las mejores para atender a la defensa nacional. Si las naciones civilizadas adoptasen en su mayoría este sistema, las guerras de agresión fracasarían53. Henry Fawcett subraya las pérdidas inmensas que la guerra inflige a la Humanidad. Aun en tiempo de paz el temor a la misma disminuye el bienestar nacional y agrava las crisis comerciales54. Los daños causados por los conflictos armados son aún más considerables. El mayor daño resultante de las guerras no reside en la simple destrucción de la riqueza, sino en la destrucción o aniquilamiento del capital. Si la guerra destruyera tan sólo bienes de consumo, la recuperación de las naciones se efectuaría rápidamente, recobrándose pronto, como la Historia nos enseña, no sólo al nivel anterior, sino incluso reba sando éste. Por el contrario, los sufrimientos son infinitamente mayores cuando el invasor destruye el equipo industrial del país. Cuantomás rico sea un país, más grandes serán las pérdidas que sufra con la guerra, si el enemigo destruye una parte considerable de la riqueza nacional en forma de capital fijo. “En los últimos años, dice Fawcett, un falso sentimiento de hu184
manitarismo ha tratado de hacer respetar los derechos de la propiedad privada en el curso de las hostilidades, mientras la vida humana puede ser sacrificada con tanta prodigalidad como siempre. Los más famosos ingenios de esta edad mecánica se dedican a la producción de armas mortíferas; pero la civilización, se dice, requiere que no se realice una desenfrenada destrucción de la propiedad”55. Fawcett es contrario a esta opinión dominante: “Semejantes intentos para paliar los desastres de la guerra no deberían ser alentados. La guerra sería menos frecuente si la nación, como un todo, sintiese sus terribles consecuencias en vez de concentrar todo su horror en el sacrificio de miles de indefensas víctimas aniquiladas por el capricho de un déspota”56. En lo que se refiere a su país, Fawcett llega a la conclusión siguiente: “Si una nación cualquiera amenazara a Inglaterra con invadirla, Inglaterra debería hablar claramente y debería exponer que su venganza no estaría limitada a la matanza de los soldados, sino que destruiría todas las obras de utilidad pública en que se basa la riqueza de la nación atacante. “Esto tendría como resultado práctico el limitar la ambición, a la par que levantaría a la nación contra los designios militares del más despótico gobernante”57. Es una amenaza a los belicosos, pero al mismo tiempo es el anuncio de una guerra económica total. NOTAS 1 Jamies Mill, 1773-1836, filósofo, historiador y economista. Hijo de un zapatero, luchó hasta 1819 con serias dificultades materiales. Al año siguiente de la publicación de su Historia de la India Británica (1818), que tuvo bastante éxito, obtuvo un lucrativo empleo en la Compañía de las Indias Orientales. Tuvo amistad con Bentham y Ricardo; sobre su vida, véase A. Bain (1882). 2 Cobbett, Registro político semanal, volumen XII, Londres, 1807, pág. 822 3 James Mill, Protección del comercio, edición 2ª, 1808, págs. 97, 102, 111 y 116. 4 Ob. cit., págs. 119-20; véanse también págs. 117-18. 5 Vauban, Proyecto de un diezmo real, 1707, editado 1843, pág. 50. 6 Protección del comercio, páginas 120-21. 7 Ob. cit., pág. 121. 8 Las ideas sobre las colonias de Ben-
tham fueron reafirmadas por el economista liberal italiano Romagnosi (1835), páginas 543 y sig. 9 Mill, artículo Colonia (1824), páginas 263, 264. 268, 270. “De la afirmación de que las colonias son una fuente inagotable de conflictos y de gastos adicionales causados por la guerra, gastos que aprovechan a las minorías en perjuicio de las mayorías, no hacen falta muchas pruebas para demostrarla”, obra citada, pág. 272. 10 Elementos, cap. III, sec. XII, páginas 151-52. 11 Ob. cit., cap. III, sec. XVII, página 197. 12 Ob. cit., cap. II, sec. II, párrafo 4, página 64. 13 J. Mill, Historia de la India Britanica (1826), vol. II, pág. 134. 14 J. Mill, artículo Gobierno (1824), página 492.
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15 James Mill, artículo Ley de las naciones. 16 MacCulloch (1789-1864) fue colaborador durante veinte años de la Revista de Edimburgo, profesor de Economía política en la Universidad de Londres (1828-1832) e interventor de la “Stationary Office” (1838-1864). 17 MacCulloch, Principios, p. 11, capitulo XI, pág. 266. También en p. IV, página 591. 18 Ob. cit., p. I, cap. V, pág. 145. 19 Ob. cit., pág. 159. 20 Ob. cit., pág. 159. 21 Ob. cit., pág. 159. 22 Ob. cit., pág. 16o. 23 Ob. cit. 24 Ob. cit., págs. 164-65. 25 Ob. cit., pág. 165. 26 Macculloch, Un discurso, (1824) páginas 85-86. 27 Senior (1828), págs. 35, 51. Debemos hacer notar que el espíritu pacifista de varios economistas se pone de manifiesto al hacer la crítica del belicismo del mercantilismo. Así, Sartorius (1806), pág. 129; Hufeland (1815), páginas VI-XXV; Storch (1823), vol. T, páginas 102, 103 (véase también vol. III, página 424); Cooper (1831), pág. 197; Kautz (1860), pág. 297. 28 Torrens (1815), págs. 330-36; Chalmers (1832), pág. 192; Whately (1847), págs. 159-161; Wayland (1837). pág. 462; Bolles (1874), pág. 198. 29 Cobden (1804-1865) industrial inglés, escritor y político. Fue el promotor y el héroe de la famosa Liga contra la Ley de granos y negoció el Tratado comercial anglofrancés de 1860. Entre los economistas sobre quienes ejerció un gran influjo hay que citar a Federico Bastiat y Thorold Rogers. Sobre su vida, véase Morley (1881). 30 Congreso, 1849, pág. 42. 31 Cobden, Escritos políticos, vol. I, páginas 290, 322-324; 30, 31, y también Dawson (1926), cap. IX. 32 Véase Morley (1881), vol. I, página 230; Bastiat, Cobden y la Liga, páginas 86-87. 33 Cobden, Discursos, vol. I, páginas 362-63. John Prince-Smith (1843, página 147; 1848-1860, págs. 132-33), que desarrolla una filosofía económica parecida a La de Cobden. Hacia el fin de la vida de Prince-Smith (1873), páginas 166-67), se le advierte un debilitamiento de su entusiasmo pacifista. 34 Cobden, Congreso, 1849, páginas 27-28. 35 Idem, Discursos, vol. II, pág. 174, y págs. 170, 176. 36 Idem, Discursos sobre la paz. Pronunciados durante 1849, pág. 163
37 Idem, Congreso, 1849, págs. 41-42. Para mayores detalles sobre las ideas de cobden, véanse los trabajos de Rogers (1873), Hirst (1903) y Dawson (1926). 38 Es hijo de James Mill, quien le impuso una educación tan extraña como severa; John Stuart Mill (18001873), a la temprana edad de dieciséis años, debutó, bajo su cuidado, como escritor. Ocupó un puesto en la Administración de la Compañía de la India Oriental (1822-1858) y fue miembro del Parlamento (1865-1868). Véase su Autobiografía. 39 John Stuart Mill, Principios, libro V, cap. X, sec. i, pág. 920. 40 Ob. cit., igual página. 41 Ob. cit., igual página. 42 Ob. cit., págs. 920-21. 43 Ob. cit., lib. I, cap. V, sec. 6-7. Esta afirmación de J. S. Mill es considerada totalmente errónea por LerotBeaulieu: “Si parece que el capital se reconstituye muy rápidamente en una sociedad que ha sufrido una guerra, es porque la destrucción del capital, en la mayor parte de las guerras modernas, es, en realidacl, mucho menor de lo que se cree.” Tratado (1896), vol. I, pág. 258. Véase también vol. II, págs. 163-64. 44 J. S. Mill. Principios, lib. I, capítulo V, sec. 7. Mill es opuesto, en principio, a la financiación de la guerra a través de empréstitos. Pues reduciendo el capital nacional, los empréstitos disminuyen también en la parte con que son pagados anualmente los salarios de los obreros. A menos que los empréstitos limiten el rendimiento de los capitales de una nación, tendrán la tendencia a hacer aún más bajo el nivel de vida de las clases trabajadoras. Ob. cit. 45 Ob. cit., lib. I, cap. III, sec. 2, página 46. 46 J. S. Mill, Algunas palabras, página 171. Véase también, del mismo autor, su Autobiografía, pág. 261, y Correspondencia inédita, pág. 213. 47 Idem, Consideraciones (1861), página 306. 48 Idem, Principios, lib. III, capítulo XXV, sec. I, páff. 678. 49 Idem, Principios, lib. III, capítu lo XVII, sec. V, pág. 582. 50 Idem, Correspondencia inédita, página 228. 51 Cairnes (1823-1875), profesor de Economía política de la Universidad de Dublín (1857), Colegio de la Reina, de Galway (1859), y Universidad de Londres (1866). Fawcett (1833-1884), profesor de Economía política en la Universidad de Cambridge (1863-1884),
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54 Fawcett, Libre comercio y protección, 4.ª edi. (1881), págs. 169-71. 55 Idem. Manual de Economía politica, 7.ª edi. (1888), lib. I, cap. IV, página 32. 56 Igual obra y página. 57 Igual obra y página.
miembro del Parlamento (1865-1884), director general de Correos (1880-1884). 52 Algunos principios fundamentales de Economía política (1874), lib. III, cap. III, sec. VII, págs. 364-65. 53 Cairnes, Nuestras defensas (1871), 207, 247, 251 y 255.
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LIBRO CUARTO
EL PACIFISMO DE LOS LIBERALES FRANCESES
CAPITULO XI EL LIBERALISMO FRANCÉS
I. JUAN BAUTISTA SAY. Las ideas de Juan Bautista Say1 sobre la guerra muestran una gran originalidad. Deduce del sistema que llama industrialista una doctrina pacifista. Cree que su teoría del mercado (ley de las salidas) ofrece, además de un remedio para las crisis comerciales, base para una nueva concepción en las relaciones internacionales. Desarrolla su punto de vista sobre la guerra sistemáticamente en dos trabajos: El Tratado de economía política (1803), y el Curso completo de economía política práctica (1828-29). El último es sólo una ampliación del primero. El Tratado contiene una sección dedicada a los gastos en relación con el Ejército, y el Curso dedica algunos capítulos al estudio del sistema defensivo y agresivo y aborda el problema de la defensa del Estado por las milicias y por la Armada, El Tratado tuvo un gran éxito; cinco ediciones aparecieron durante la vida del autor, y la sexta, cuyo manuscrito fue revisado por él mismo, es póstuma. Desde la primera edición del Tratado, Say se muestra opuesto al belicismo. Expone un cuadro de los daños nacidos de la guerra y de sus efectos sobre el campo económico, concluyendo que, “a menos que ésta sea impuesta por la urgente necesidad de la autodefensa, debe ser considerada como el más execrable de los crímenes” (v. II, página 427). Aunque ya en esta edición dibuja lo que sería más tarde la teoría de los mercados, no saca conclusiones de ella para el problema de la guerra. Las vicisitudes del Tratado son bien conocidas. Habiendo Juan Bautista Say causado sensación con su obra, Napoleón, entonces primer cónsul, trató de poner a su servicio particular al famoso economista. Intentó persuadirle en la preparación de una nueva edición introduciendo en ella los argumentos precisos para abonar la política del hombre que en breve sería todopoderoso emperador. Say rehusó y fue destituido del Tribunal y durante varios años fue prohibida la publicación de una nueva edición. Por ello, la segunda edición de su 191
Tratado no apareció hasta 1814, después de la caída de Napoleón. Insiste en ésta sobre los efectos económicos de la guerra, a la par que, por vez primera, expone sus ideas pacifistas deducidas de su teoría sobre el mercado. Aunque el estudio de las doctrinas de Say es interesante por sí mismo, aun lo es más por la influencia enorme que ejerció sobre sus sucesores. Indudablemente ha dejado su impronta en todas las obras francesas de política económica. Su ascendiente no se limitó a la escuela liberal, sino que a través de su influjo en Saint–Simon (cap. XII, sección I) ha trascendido al socialismo moderno. 1. Causas y efectos de los conflictos armados. La paz es, según J. B. Say, esencial para el desenvolvimiento de las naciones, y, por tanto, redunda en su propio interés el evitar la guerra. Se debe considerar al Ejército y los gastos militares como algo desafortunado, pero necesario como único medio de vivir en seguridad. Los malos ministros, sin embargo, para hacerse indispensables, hacen que las guerras sean inevitables. Tal fue, por ejemplo, la política de Louvois; también suele suceder que un Gobierno que no desea acceder a justas peticiones realizadas por el pueblo instigue a una guerra para imponer silencio a la oposición y dirigir con esto la atención pública hacia otros derroteros. También, a veces, una concepción errónea de la riqueza provoca la guerra, y así durante los dos últimos siglos las naciones han estado luchando por el pillaje y la destrucción. Y hoy mismo, no obstante, siguen luchando por la exclusiva posesión de las fuentes vecinas de riqueza. Puede afirmarse que todos los conflictos armados que no se han suscitado por vanidad pueril han surgido so capa de quitarse uno a otro alguna colonia o alguna rama del comercio. En lo que se refiere a los conflictos navales, éstos tienen el mismo origen que las guerras terrestres. Ambos son resultantes de malentendidos intereses nacionales. Llegará el momento que el pueblo se sorprenda enormemente del trabajo que ha sido necesario realizar para probar que un sistema como el mercantilista es una “locura” y esa “locura” es la causa de tantas y tantas empeñadas batallas2. “Si las naciones no hubieran estado, y aún lo están, obsesionadas con lograr una balanza comercial favorable y con la idea de que ninguna nación puede prosperar sí no es en detrimento de la otra, se habrían evitado cincuenta años de guerra en el transcurso de los dos últimos siglos”3. 192
Los progresos técnicos han hecho que la guerra sea más costosa que lo era antiguamente. Los gastos militares en guerra y en paz absorben cada vez más y más crecientes cantidades de la renta y del capital nacional. “Cuanto más industrial es un Estado, más destructiva y ruinosa es la guerra para él. Cuando ésta alcanza a un país rico y con abundantes centros comerciales, manufactureros y agrícolas, se asemeja al fuego que alcanza lugares llenos de combustible y cuando los prende su furia se aumenta y las devastaciones son inmensas”4. A estas pérdidas materiales debe añadirse la que implica la de vidas humanas. Una gran pérdida en hombres adultos es al mismo tiempo una gran pérdida de riqueza, ya que cada uno representa un capital equivalente a la suma total de los gastos hechos durante varios años para su manutención y educación. La guerra supone un gran número de víctimas, tanto en los campos de batalla como entre la población civil, ya que el índice de mortalidad de ésta se incrementa a consecuencia de las hostilidades5. Para estimar correctamente todas las pérdidas causadas por la guerra, no es suficiente considerar las pérdidas positivas. “La guerra, nos recuerda J. B. Say, cuesta más de lo que realmente se gasta; cuesta lo que no puede ser recogido”6. Desde el punto de vista financiero, las guerras modernas tienen como consecuencia aumentar la deuda nacional, tanto en victoriosos como en vencidos. El empréstito público favorece el belicismo. La posibilidad de obtener empréstitos, así como la de tener que pedir sólo a los contribuyentes, a través del impuesto, los intereses de las sumas gastadas en la guerra, en lugar de las sumas mismas, multiplica y prolonga los conflictos armados. Gracias a los préstamos, la calamidad transitoria de las guerras se transforma en una desgracia duradera. Al igual que Ricardo, J. B. Say prefiere como sistema de financiación de la guerra los impuestos en lugar de los empréstitos. Es mejor, piensa, financiar las guerras por medio de impuestos extraordinarios durante el tiempo de ésta, que concluyen con la paz, que por medio de impuestos ordinarios que, aunque menos gravosos al principio, es seguro que a medida que pase el tiempo irán siendo progresivamente más fuertes, destinados a pagar las cargas que representan los intereses anuales a que el empréstito fue contratado7. “Bajo este sistema político, cada guerra es seguida de tributos impuestos por el vencedor al vencido, y de tributos impuestos a los vencedores por sus gobernantes. ¿Por qué sólo se usa del impuesto para el pago de los intereses de los empréstitos concertados? ¿Es posible, en la actualidad, citar una sola nación que después de la más 193
afortunada guerra haya satisfecho menos impuestos que antes queésta comenzara?”8. De las perniciosas consecuencias de la guerra resulta que la dominación de territorios extranjeros sólo se lleva a término para el provecho de aquellos que gobiernan y en modo alguno en beneficio de los gobernados, los cuales sólo tienen interés en vivir en paz y mantener libre intercambio de mercancías. Para la gran masa de la nación los conflictos armados nunca son ventajosos. La conclusión de Say es clara: “La guerra más afortunada es una gran desgracia”9. “Los gobiernos, más ambiciosos que justos, tratan a menudo de justificar la guerra a sus propios ojos y a los de sus súbditos, al ensalzar el poder y el provecho que se obtienen de las conquistas. Si hacemos con calma cálculos, en lugar de actuar y razonar apasionadamente, encontraremos que una conquista nunca vale lo que cuesta”10. Say condena así la política de agresión en términos severos: “Los gobiernos que ordenan las guerras agresivas o las hacen inevitables realizan verdaderos crímenes contra los pueblos. Cualquiera que fuera la causa de estos conflictos, si los pueblos fueran más ilustrados, sólo tendrían desprecio contra los gobernantes que los provocasen o ayudaran a que se produjesen. La gloria se reservaría para la defensa legítima, y en la legítima defensa incluyo los esfuerzos de libertarse de un yugo impuesto por la fuerza, tal como el que pesaba en España sobre los ilotas. Cualquiera que oprima a los hombres, pone a éstos en estado de guerra contra él”11. Ferrara, en sus comentarios a la obra de Say: Inglaterra y los ingleses, observa que es difícil discernir si éste admite la utilidad de la guerra o si cree, por el contrario, en la inexorable necesidad de obtener la paz a cualquier precio12. Sin embargo, el párrafo citado anteriormente, de otro trabajo de Say, indica claramente cuál es su particular punto de vista sobre la guerra, fundamentalmente idéntico al de Ferrara13. 2. Los sistemas de agresión y defensa. Siendo, a juicio de Say, la guerra un negocio ruinoso para una nación, ¿qué sistema militar recomendaría la economía política al Estado? Admite que para salvaguardar su independencia las naciones deben prepararse a la defensa. Pero una nación que pretextando su defensa organice ejércitos para una guerra de agresión, tendrá un orga194
nismo militar muy costoso y poco eficiente para protegerla efectiva y eficazmente. Sería costoso porque tener ejércitos en pie de guerra implica cuantiosos gastos. El costo de las expediciones militares en que tomara parte sería tanto más elevado cuanto más lejano fuere el lugar de operaciones. Las guerras navales son particularmente caras. La armada entraña grandes gastos, ya que la vida activa de los navíos de guerra no excede de quince a veinte años, aunque no hayan sufrido accidente alguno en este tiempo. Sería necesario, no obstante, aceptar estos gastos inmensos si no hubiera otro medio para preservar la independencia nacional; aunque un gran aparato militar, lejos de protegerla, es quizá lo que más la pone en peligro”14. Por debilidad común a todos los hombres, los ministros adoptan un lenguaje que es particularmente presuntuoso cuando se dirigen a los Estados extranjeros y tienen a su disposición fuerzas poderosas dispuestas a actuar. Aún más peligrosa es su influencia sobre su propia nación, a la que comunican este arrogante orgullo. Si no estuvieran a la cabeza de grandes ejércitos y navíos, los soberanos excesivamente ambiciosos reprimirían su insaciable deseo de que otros pueblos, quienes no les deben nada, les rindan pleitesía. Los ejércitos poderosos no preservan nunca a un país de la guerra. Cuanto más imponentes son, más indefectiblemente se inclinan a la guerra. Ninguno de ellos ha protegido a su país de la invasión. El viejo proverbio: Si vis pacem para bellum no es aplicable a las naciones modernas. Según Say, “siempre que una nación trata de oprimir a otra a través de una agresiva política militar, comercial o diplomática, instantáneamente coloca a esta última en estado de hostilidad disimulada mientras no está aún en posición de defenderse y, por el contrario, abiertamente si es lo bastante fuerte para oponerse. Esta disimulada hostilidad se manifiesta en la primera ocasión favorable que se le presente. Teniendo la nación opresora una vaga idea del peligro que la amenaza, mantiene un considerable aparato militar y así la injusticia es costosa”15. Reside el peligro para una nación de ser atacada por un Estado extranjero, siempre en el error o la pasión de sus propios gobernantes. Say no palia esta afirmación, y dice: “En vano ojeo la historia moderna, y no encuentro ninguna nación de importancia que haya sido atacada sino a causa de sus dirigentes”16. La gente es incapaz de comprender la escasa fuerza que precisaría un Estado que careciera de ambiciones y no pretendiera dominar o reivindicar nada de otro y fuera, al mismo tiempo, capaz de lograr una 195
buena administración y, por consiguiente, el bienestar interno de sus súbditos; podría simultáneamente desarrollar un ventajoso comercio libre con las otras naciones amantes de la paz y estar capacitado para repeler con la máxima eficacia a los que osaren atacarlo. La resistencia que un Estado de esta índole ofrecería a la agresión sería tanto más vigorosa cuanto más perfecto fuera su régimen interno. Si la nación es meramente un conglomerado de esclavos, explotados para beneficio de las clases privilegiadas, si el progreso de su industria es obstaculizado artificialmente, y si la justicia es parcial, los ciudadanos demostrarían poco celo en la defensa de un orden social en el cual ellos soportan todo el peso mientras todas las ventajas son para los otros. Por otra parte, en un Estado “económico y protector” en el que los ciudadanos se identifican con su patria, porque la sociedad está organizada en su propio interés, la defenderían valerosamente. Una agresión extranjera a una nación así concebida sólo sería peligrosa cuando la efectuase una coalición de muchos países. Pero tal coalición, piensa Say, se forma sólo contra el Estado que oprime a los otros. La coalición no se forma, añade, contra una nación que siempre muestra buena voluntad para sus vecinos y buen deseo para comerciar con ellos. Por el contrario, cada uno tiene interés en defender a una nación así. “Cuando un Estado fuere demasiado pequeño para realizar una leva considerable y suficiente para su defensa, se uniría a otros en un pacto de tipo federal, y una vez más se pueden encontrar en la organización política lazos que son tan fuertes, que los Estados que estén menos amenazados no rehusarían su ayuda a los que están en mayor peligro”17. Grandes ejércitos en pie de paz significan un gran peso para la población que trabaja duramente para mantenerlos; para inducir a los pueblos a tomar esta dolorosa labor sobre sus hombros, la vanidad nacional se estimula. “Se les alimenta con ideas de poder y vanagloria militar; se les habitúa a considerar que el despliegue de fuerzas es la única base de su seguridad y a que sus ojos se animen con paradas de infantería y caballería. Están intoxicados, en tiempo de paz, con los acordes de la música militar, el batir de los tambores y el sonar del clarín, pero todo esto cuesta enormes sumas y es un lujo tan ruinoso como otro cualquiera. ¡Feliz será la nación que de la vanidad de tener buenos ejércitos no pase a la vanidad de utilizarlos! Dejando aparte el horror de las matanzas, cada guerra, cuando su objeto no es garantizar los frutos de la paz, es sólo un fraude”18. El militarismo es inmensamente costoso. Say muestra un ejemplo de su época. Bonaparte costó al género humano la suma de diez billo196
nes de francos, sin tomar en consideración para esta estimación las matanzas y la decadencia de las instituciones francesas. Si estos diez billones hubieran sido utilizados en beneficio de Francia y de otros Estados de Europa, habrían producido una incalculable suma de bienes. Los diplomáticos consideran la adquisición de un territorio como la indemnización por los daños o gastos causados por la guerra. Mas esto es falso, ya que si no se amplía el mercado, según los economistas franceses, nada se gana con la conquista de territorios extranjeros19. Las colonias también cuestan más que ningún monopolio vale; su posesión no es una ventaja para la madre patria, cuyos ciudadanos pagan los provechos obtenidos por unos pocos monopolistas. Las conquistas coloniales, a las que los gobernantes son tan propensos, constituyen una pérdida real para la nación20. ¿Es posible, después de esta revisión de las consecuencias económicas del militarismo, dudar entre el sistema agresivo y el sistema defensivo ? Juan Bautista Say se decide por el último sistema. “Intereses poderosos, estoy bien enterado, se oponen al sistema defensivo; pero a éstos hay que oponerles uno más poderoso aún: el interés de los pueblos”21. Respecto a la organización militar más idónea para la defensa del Estado, se declara partidario de las milicias. Estas son suficientes para defender la independencia de las naciones bien ordenadas que no tienen ambiciones de conquistas. Los pueblos inclinados a adoptar un sistema netamente defensivo disfrutarían mayor seguridad con menos gastos. Mientras que los ejércitos permanentes atraen la guerra, las milicias son una institución calculada para favorecer las relaciones pacíficas entre las naciones22. 3. Teoría de los mercados. El futuro de las relaciones económicas internacionales preocupa constantemente a Say. La idea que se ha formado a este respecto aflora de sus puntos de vista sobre los cambios, añadido a lo que él llama teoría de los mercados. En aquella sociedad en que la división de trabajo está muy avanzada, sucede que los productores no pueden consumir más que una pequeña porción de los productos obtenidos. Para el exceso de la producción sobre su consumo se ven obligados a buscar compradores. Ello implica que cada productor debe encontrar los medios de efectuar el cambio de sus productos por los que precisa y que produce otro; utilizando términos comerciales: requiere un mercado. En este cam197
bio, el dinero es solamente un intermediario que facilita las transacciones. El dinero es un bien por todos deseado que permite al momento ser cambiado por otro producto. (Say no se fija en los casos en que se vende sin comprar inmediatamente nada y se atesora el dinero.) En último término, Say subraya, es con productos con lo que nosotros compramos mercancías creadas por otros productores. “Al final de cualquier cambio nos encontramos con que los productos se compran con productos”23. Esta es, de forma sucinta, su famosa teoría de los mercados. Si los productos se adquieren con productos, cada artículo encontrará tantos más compradores cuantos más artículos haya en el mercado. Por ello, no es “la abundancia de dinero lo que facilita las transacciones, sino la abundancia de otros bienes en general. Es ésta una de las más importantes verdades de la economía política”24. Say, de conformidad con su teoría, afirma que cuanto mayor es el número de productores y más variadas son las mercancías, más ágiles, vastos y diversificados son los mercados. Cada productor está por tanto, interesado en la prosperidad de todos, y la prosperidad de una rama de la industria es favorable a todas las otras. Esta es la conclusión teórica que realiza Say, la cual tiene también un aspecto político. “Una nación vecina está en el mismo caso que una provincia en relación con otra provincia y una ciudad en relación con todo el país: tiene interés, entonces, en verla próspera; está cierta de que se beneficiará de su opulencia; es imposible comerciar con provecho con un pueblo que no tiene nada con qué pagar. De aquí que los pueblos inteligentes favorezcan, tanto como pueden, el progreso de sus vecinos”25. “Hay que reconocer que a pesar de los últimos progresos de la economía política, estas importantes verdades eran desconocidas no sólo por el hombre de la calle, sino hasta por las más juiciosas y clarividentes mentes. Así se lee en Voltaire —Diccionario Filosófico, en la palabra Patria—: “Tal es la condición de la Humanidad que, al desear la grandeza de nuestro propio país, debemos desear el mal de cada uno de nuestros vecinos; está claro que un país no puede ganar sin que otro pierda.” Añade que, para ser un ciudadano del mundo, uno no debe desear que un país sea mayor o menor, más rico o más pobre; esto es una consecuencia del mismo error. El verdadero cosmopolita no debe desear que su país extienda su dominio, porque haciéndolo así pone en peligro su propia felicidad, pero debe desear que su nación se convierta en más rica, pues la prosperidad de su país favorece a todos los otros”26. 198
Según Say, la teoría de los mercados, que él coloca entre los más importantes descubrimientos de la mente humana, “cambiará la política mundial”27. Pero, ¿por qué medio se llevará a término tan profunda transformación? ¿Por la realización de proyectos tales como el del abate de Saint Pierre? Ciertamente no, porque este plan es sólo un sueño filantrópico que no encierra nada práctico. Aunque se estableciera un Tribunal internacional, no tendría medios de obligar a que las naciones acataran sus decisiones. Y si dicho Tribunal fuera, para este propósito, apoyado por los ejércitos de las potencias asociadas, éstas sólo intervendrían en interés de sus políticas particulares. La victoria sería patrimonio del más fuerte y nunca de aquellos que representen a la justicia28. La transformación total de las relaciones entre las naciones será consecuencia del avance de la ciencia económica. Hay que admitir que gradualmente se desecharán las rivalidades internacionales. Aunque lento, el avance del conocimiento es inevitable y modificará las relaciones internacionales. Para obtener un efecto beneficioso de la enseñanza no es necesario que ésta alcance general y completa difusión; aunque las ventajas derivadas para los pueblos serán proporcionales a su extensión. Es más importante que cada uno tenga ideas correctas de las cosas sobre las que ha de tratar, que todos los ciudadanos estén versados sobre todas las ramas del conocimiento humano29. Pues bien: según Say, la evolución social se efectúa en esa dirección. “Al fin se llegará a comprender que las guerras no son de interés para las naciones, que todas las miserias de una guerra perdida caen sobre ellas y que los provechos que se cosechan de una guerra ganada son absolutamente nulos”30. El conocimiento de las leyes económicas conducirá a la solidaridad internacional y a la pacífica convivencia de las naciones. “Todas las naciones son amigas por la naturaleza de las cosas y los gobernantes que luchan, unos con los otros, son tan enemigos de sus propios súbditos como de sus adversarios. Los súbditos luchan, las más de las veces, por mera vanidad y ambición, lo que les es igualmente dañoso. ¿A qué debemos su estolidez? Estoy avergonzado de tener que decirlo: a la estupidez de la bestia que furiosamente se arroja contra otras y las despedaza para el placer de sus amos.” “Aunque la opinión pública ha hecho ya algunos progresos en este campo, hará aún más en el futuro. Ahora que la guerra se ha convertido en mucho más costosa que lo era en la antigüedad, es imposible que los Gobiernos puedan iniciarla sin el consentimiento expreso o tácito de su pueblo. Este consentimiento se obtendrá con mayor difi199
cultad a medida que las masas alcancen un conocimiento verdadero de sus propios intereses. En este, momento, el aparato militar de las naciones se reducirá a lo preciso para repeler la agresión”31. Say no duda ni por un momento que se deberá al progreso de la ciencia económica el esclarecimiento de la opinión pública. Esta hará a las guerras más y más difíciles. Su influencia será particularmente poderosa, cuando “el Gobierno representativo se establezca por doquier”32. “El avance del saber volverá, consecuentemente, a la opinión pública hacia la paz, y el progreso del sistema representativo la hará inclinarse a su favor. Un Gobierno militarista que se aventurase a la guerra, contando sólo con la fuerza material, no obtendría éxito duradero en este siglo y sería señalado como infame en el porvenir”33. Los cambios ocurridos en la sociedad moderna fortalecen las tendencias pacifistas. La Edad Moderna se caracteriza por una rápida industrialización resultante de un continuo aumento del número de aquellos que Say bautiza con el nombre de “clases industriales” (grupo social compuesto de todos los estudiantes, campesinos, industriales, comerciantes y trabajadores de la nación)34, cuya actitud pacífica es la encarnación misma de la oposición al belicismo o expoliador espíritu que anima a los belicosos. Si la importancia numérica y política de las clases industriales continúa creciendo, el espíritu pacífico, según Say, será cada vez más predominante. Es evidente que estas clases consideran el aumento de riqueza como la meta principal de su actividad. Su trabajo nunca termina porque la producción puede acrecentarse indefinidamente. Es interesante recordar a este respecto que, según Say, el poder productivo del trabajo humano no está limitado por la Naturaleza, sino tan sólo por la ignorancia y mala voluntad del Estado35. Está convencido de que el Estado caerá, más y más, bajo la dirección de las “clases industriales”. Esta última o, más exactamente, aquellos que pertenecen a ella que están encargados de los negocios públicos, libres totalmente de todos los prejuicios de un sistema exclusivo, proseguirán una política liberal inspirada en los principios de la solidaridad internacional. El sistema defensivo se extenderá de país a país. El aparato militar se reducirá a algunos cuerpos de caballería y artillería, los cuales por su especialidad no pueden ser formados a prisa y que requieren una instrucción previa. Fuera de estos cuadros permanentes, la fuerza de los Estados radicará en sus milicias y sobre todo en sus buenas instituciones 36. Tales serían los amplios efectos que se alcanzarían como consecuen200
cia del descubrimiento de la teoría de los mercados. No se puede subestimar la importancia que Say atribuyó a su teoría. A este respecto es significativo que termine su Curso completo de economía, política con el párrafo siguiente: “Mostrando que los intereses de los hombres y de las naciones no son opuestos los unos a los otros, la teoría de los mercados indudablemente expandirá semillas de concordia y paz, que germinarán con el transcurso del tiempo, y no será su menor ventaja la verdadera opinión que se habrá formado sobre la economía en la sociedad”37. 4. Economistas y políticos. Según Say, la ciencia económica constituye la base de la ética de los individuos y de las naciones. “Un buen tratado de economía política debe ser el primer libro de moral”38. El economista francés, como hemos visto anteriormente, asigna a los economistas la función de transformar las relaciones internacionales y cambiar el carácter moral del intercambio entre los pueblos. Los avances de la economía política acarrean una vasta revolución mental; un cosmopolitismo basado en la nueva concepción económica ocupará el lugar de las antiguas formas de pensar. Tiempo vendrá en el que los principios económicos se aplicarán y veremos la desaparición de la guerra, “condición natural de los hombres en tanto estén ignorantes de la economía social”39. Tales son las ideas desarrolladas por Say sobre el futuro de las relaciones internacionales. Hay que subrayar, sin embargo, que de estos principios no deduce una doctrina política. Cuida mucho de no confundir la economía política con la política pura y simple. Economía política, dice, no es política, no tiene por objeto de su estudio la distribución o balanza de poder, sino que enseña la economía de la sociedad; nos dice cómo las naciones obtienen lo que necesitan para su subsistencia” 40. Esta actitud fue condenada por Carlos Dunoyer (1786-1863), economista francés, muy conocido en su tiempo41. Dunoyer se maravilla de que Say no obtuviera ninguna conclusión política de su doctrina económica, a la par que no se diera cuenta que ésta en sí misma constituye ya un capítulo de política. El título de uno de sus artículos, Una política derivada de las doctrinas económicas, resume muy bien el ideal de Dunoyer: elaborar el concepto de tal política. Es el objetivo que se propuso alcanzar cuando colaboró con Charles Comte, escritor y político francés, en el Censor Europeo. El Censor se fundó en 1814 por Carlos Comte y Carlos Dunoyer como órgano de la oposición liberal. Suprimido después de los “Cien 201
Días”, reaparece en 1817, bajo el título de Censor Europeo y con un nuevo espíritu: tomar de la economía la base de los principios políticos. Después de 1830, las opiniones de Dunoyer cambiaron radicalmente; pero su actitud respecto al problema de la guerra permaneció, por el contrario, inmutable. La doctrina desarrollada en el Censor Europeo se basa en la idea de que el concepto de producción determina la oposición entre los productores y los no productores; entre la clase “activa e industrial” y la clase “ociosa y devoradora”; entre los gobernantes y gobernados. “El espíritu de industria” —uno de los tópicos de Dunoyer, a quien entre los economistas se cita por sus comentarios a las ideas de Say— se expone en un artículo titulado Sistema del equilibrio de las potencias europeas (1817) y su Noticia histórica sobre el industrialismo (1827). Su estudio La libertad del comercio internacional (1847-1848), es, en esencia, una repetición del pensamiento de Say, al menos en la parte relacionada con el aspecto económico de la guerra. “Implantar un régimen restrictivo, dice Dunoyer, porque la guerra es posible es usar un pretexto para que sea posible; comenzar por admitir que es inevitable es conceder que el mal contra el que se clama protección es inminente, es añadir al mal presumible un mal cierto y seguro, y nada bueno se puede esperar de esto. El sistema restrictivo provoca la guerra porque nos prepara deficientemente para ella. La libertad de comercio, por el contrario, aumenta las posibilidades de considerarla sin finalidad, y llegar a hacerla imposible, puesto que se convierte en altamente ruinosa y destructiva”42. En su conocida obra La libertad del trabajo, publicada en 1845, Dunoyer resume su punto de vista en los siguientes términos: “Tan pronto como la industria actúe por sí misma y cualquiera que ésta sea, la paz aflorará naturalmente en las relaciones internacionales”43. 5. Condiciones para el establecimiento de una paz duradera. Queda un punto por examinar. ¿Cuáles son, según Say, las condiciones para una paz duradera? ¿Se llegaría a ella automática e instantáneamente con la adopción por los Estados de una política de libertad de comercio? ¿Será necesario crear un cuerpo internacional que coordine los esfuerzos pacifistas de los gobernantes? Say parece convencido que la historia seguirá el primero de los caminos. Decimos con idea “parece” porque Say no se pronuncia categóricamente a este respecto. Pero todo tiende a probar que en sus observaciones críticas sobre los proyectos de Enrique IV o del “virtuoso abate de Saint Fierre” y de 202
Juan Jacobo Rousseau se contiene implícitamente la idea de que una organización internacional para la paz es sólo un sueño filantrópico. Habría de tener a su disposición fuerza coercitiva propia o la ayuda militar que las potencias le prestaran, mas esta colaboración solamente sería en interés de sus propias políticas44. Say ve el verdadero Tribunal internacional en la opinión pública, la garantía eficaz de la paz en el progreso del saber y una concordia verdadera internacional en la difusión universal de la política librecambista. Por tanto, no estudia seriamente las posibilidades de una organización para la paz. Meramente dedica un párrafo, de pocas lineas, al proyecto del abate Saint Pierre. Esta actitud de Say es comprensible desde su punto de vista; la imposibilidad de una organización para la paz es poco importante, ya que la paz internacional no requiere organización. Aquellas instituciones que traban las relaciones de buena vecindad entre los pueblos tendrán que ser suprimidas. “No necesito añadir, dice Say, que para evitar las guerras en general, un régimen que suprima las causas de la guerra no es suficiente; es necesario, además, no tener instituciones que las provoquen y las alienten”45. Entre las instituciones que deben desaparecer, Say cita dos: las colonias y la diplomacia. “Nosotros prevemos la completa destrucción de una fuente constante de sangrientas luchas en la emancipación de las colonias. Todos los países que llevan este nombre deben ser independientes antes que este siglo finalice, y, al mismo tiempo, estarán interesados en mantener relaciones comerciales con Europa como Europa con ellos”46. Adolfo Blanqui, que sigue estrechamente a Say, no es menos optimista que su maestro y también está convencido de que las colonias desaparecerán rápidamente, y así escribe: “pronto, ellas y su régimen no serán objeto de estudio en los tratados de economía política; se asemejarán a aquellas viejas ruinas feudales en las que nadie piensa, excepto algunos arqueólogos”47. La otra causa de los conflictos, dice, es la diplomacia. Mientras alaba a los cónsules, agentes necesarios y recomendables, es hostil al cuerpo diplomático. La paz permanente es deseada por todas las naciones, pero no por los embajadores. Un sistema puramente defensivo no es favorable a los diplomáticos, cuyo principal objeto es hacerse indispensables. Sólo a este fin complican innecesariamente las relacio nes internacionales. “El verdadero sistema de preservar la paz es el de ser justos con los extranjeros, no tratando de imponerles nuestra propia política y nues203
tros puntos de vista, al mismo tiempo que estar dispuestos a levantarnos en bloque contra cualquier clase de invasión. Para esto no es necesario tener embajadores. Ellos son una de las antiguas estupideces que el tiempo hará desaparecer”48. Una observación crítica es precisa. Se refiere a la posición histórica de Say. No es exagerado considerarlo como uno de los más importantes precursores de la interpretación materialista de la historia y de Marx, a pesar de la aversión que mostró contra el autor de El Capital. Para el economista francés, la economía es algo más que una simple rama de la actividad humana, que atiende al mantenimiento material de nuestra especie; constituye el eje en torno del cual gira toda la actividad social. En un último análisis explica las fuerzas que mueven la vida social. “La economía política sólo capacita a los historiadores para que éstos puedan obtener un conocimiento exacto de causas desconocidas o para estudiar una causa conocida en sus efectos, los cuales han olvidado reseñar los anales de las naciones”49. Say está convencido que el desenvolvimiento económico deja su impronta sobre los sucesos históricos. Está persuadido de que tiende a incrementar la influencia de la clase industriosa, asegurándole, con ello, un constante y progresivo poder político. Ahora bien: estas clases sociales son profundamente pacíficas porque sólo en tiempo de paz su renta neta alcanza el máximo. Tan pronto como tomen en sus manos el gobierno de los más importantes países del mundo, las buenas relaciones entre las naciones se establecerán rápidamente. Tal es la consecuencia lógica de la proposición de Say, quien basa su fortaleza en un punto cierto de partida: economismo histórico, más que sobre las conclusiones que de él infiere. A pesar del carácter hipotético de su razonamiento, Say está convencido de que es irrefutable. No alcanza a percibir todo lo problemático que encierra cualquier afirmación excesivamente categórica de la interpretación económica de la historia. Sólo su inagotable fe en la interpretación histórica le dota de un optimismo que aparecerá sin fundamento para las futuras generaciones. Sin duda, la interpretación económica —que más tarde se llamó materialismo histórico— a cuya elaboración Say contribuyó decisivamente, ha rendido grandes servicios a la ciencia a causa de las múltiples investigaciones histórico–económicas a que dio lugar en un tiempo en el que los estudiosos abandonaban el aspecto económico de la historia. La exageración misma de este método dio un fruto insospechado, al ser la fuente de muchos estudios que sin ella no se habrían emprendido. 204
Pero su valor intrínseco es mucho más restringido que lo que sus adeptos pensaron. La interpretación materialista sólo explica un aspecto, aunque importante, de la vida social; pone de relieve la influencia de lo económico en lo social; pero no ha logrado probar, en último análisis, que la evolución social esté determinada por el factor económico. Al estimar las consecuencias que se derivarían de que las clases industriosas llegasen al Poder, Say hace caso omiso del hecho de que en la conducta política de las mismas pudieran influir otros factores que el exclusivamente económico. Además, los intereses, hemos de añadir, no son los mismos para todos los grupos humanos y la clase industriosa no era ni en tiempos de Say homogénea. No es sorprendente, por ello, que los sucesos hayan tomado una dirección diferente a la predicha por el economista francés. En vez de ofrecerse una progresiva colaboración entre asalariados y empleados, los siglos XIX y XX muestran un manifiesto antagonismo entre estas dos clases sociales. Tampoco las relaciones entre los intelectuales o, utilizando el término de Say, escolares, y el proletario, han llegado a ser lo que él imaginó. Say, a diferencia de algunos de sus contemporáneos —Sismondi, por ejemplo—, no vislumbró los profundos conflictos de clases que se presentarían entre aquellos que según él componían el grupo armonioso de las clases industriosas. Y esta oposición, dañosa para la paz internacional, ha producido necesariamente resultados contrarios a los que él vaticinó. Say, apresuradamente infiere, del hecho de que las clases industriosas —los productores— crean mercancías mientras la clase bélica las destruye, que el espíritu de los productores es pacífico. Say hace caso omiso no sólo de los intereses de ciertas facciones de la “clase industriosa” para iniciar una guerra, sino que admite un automatismo no existente en la realidad. Sin duda, el concepto de homo aeconomicus es necesariamente útil y preciso en la economía; pero es un concepto científico y abstracto del que no se pueden obtener conclusiones de una forma apresurada, como si reflejara la realidad de las cosas. El paso de nociones abstractas a fenómenos reales debe llevarse a término por un continuo razonamiento; la omisión de una sola premisa vicia el resultado final. Ahora bien, aunque se pudiera demostrar que el interés económico de ciertas clases, tomadas en su conjunto, es pacífico, no es posible ni exacto sacar de ello la conclusión, sin más ayuda, de que el espíritu de esta misma clase es pacífico. Otros factores pueden intervenir, e intervienen. Aquí el economicismo histórico lleva a Say a un apresurado y. por tanto, incompleto razonamiento. 205
A la luz de su tiempo la actitud optimista de Say es comprensible, a pesar de todas las decepciones que las guerras de la Revolución y del Imperio habían causado en sus exaltadas y entusiastas ideas pacifistasLa gran Revolución llevó a término reformas nacionales cuyo espíritu moral traspasó las fronteras de Francia. El espíritu que animó ese período fue cosmopolita. Los debates de la Asamblea Constituyente muestran la existencia de un innegable sentimiento de solidaridad internacional, que había estado ausente hasta entonces y que de nuevo se ausentaría de cualquier cuerpo legislativo. El famoso artículo de la Constitución, votado el 22 de mayo de 1790, proclama —por primera vez en la historia— “que la nación francesa renuncia a la guerra de conquista y que nunca utilizará sus fuerzas contra la libertad de ningún país”50. Francia, en un admirable resurgir del patriotismo, parece desechar para siempre toda política de agresión; si en verdad la Revolución inmediatamente tomó otro curso, a pesar de su belicismo, el espíritu cosmopolita de la Asamblea Constituyente continuó durante largo tiempo dominando el pensamiento francés. Cuando Say publicó su Tratado, en 1803, aún estaba muy vivo. Al aparecer la segunda edición en 1814, la oposición al militarismo adquirió un nuevo y fuerte estímulo en Francia. Exhausta por un esfuerzo sin precedentes, Francia sentía una inmensa necesidad de paz. La derrota había seguido a largas y sangrientas luchas. La invasión inspiró el horror de la guerra. Por ello, el país deseaba verse libre del régimen militarista. Junto a estos elementos reales se ofrecían los económicos que implicaban la revolución industrial. Esta había hecho grandes progresos. En Inglaterra y en Francia comenzaban a abrirse nuevas perspectivas. El progreso técnico transformaba la total vida económica, aumentando rápidamente la producción y mostrando posibilidades ilimitadas para la actividad humana. Viviendo el progresivo movimiento de las ciencias y de las artes, Say no pudo por menos que decir con orgullo: “Vivimos un siglo destinado a ganar una gloria que no tendrá parangón con ninguna otra”51. Say fue contemporáneo de dos grandes revoluciones: la política y la económica. Está imbuido de las ideas de la primera y de las posibilidades ilimitadas de la segunda. Tales acontecimientos históricos e ideas generales fueron los que inspiraron a Say. Estaba influido también por varios de sus predecesores y así se advierten en sus trabajos, no sólo las ideas de Adam Smith y de los fisiócratas, sino también las del abate de Saint Pierre, de Forbonnais, y, sobre todo, a nuestro parecer, de Condorcet. Say estuvo en 206
relación con todos estos autores; leyendo a Smith y a los fisiócratas, se inició en la economía y a pesar de su oposición al proyecto del abate de Saint Pierre, oposición de principio, que singularmente nos hace pensar en la actitud de los fisiócratas, acepta sus ideas generales sobre la relación entre el comercio y la paz. El cosmopolitismo de Forbonnais, “ciudadano del mundo”, no le pasó inadvertido. Pero su concepción sobre la paz recuerda sobre todo —y en su misma esencia— ciertos principios que habían sido desarrollados por Condorcet. Este había puesto de manifiesto e insistido sobre la fuerza e importancia que el desarrollo del conocimiento tendría sobre el progreso del sistema de libertad comercial. Como síntesis del avance intelectual y de la libertad económica, ofrecerá la concordia internacional. Say rechaza sólo una de las conclusiones de Condorcet: la posibilidad de establecer un Tribunal de arbitraje internacional, y acepta todas las otras. Tal es el origen doctrinal del pensamiento de Juan Bautista Say. Tomó de sus predecesores un gran número de ideas, pero añadió otras. Por la atención particular con que estudió el problema de la guerra y la solución feliz que creyó haber encontrado, ejerció profunda influencia en sus sucesores. Su originalidad radica no tanto en el descubrimiento de su teoría de los mercados —expresión que dio a un fenómeno conocido por los economistas anteriores a él y a la que atribuyó exagerada importancia—, como en su “concepción clásica” de la paz futura. Pensó que había sólo una forma de conseguir una paz duradera: actuar de conformidad con las leyes establecidas por la economía política; y un solo grupo social que pudiera llevarla a término: las clases industriosas.
II. BASTIAT. Federico Bastiat52 es el iniciador y apóstol de la libertad comercial en Francia. Es el más ilustre representante de la escuela optimista. Como teórico no es comparable a las grandes figuras de la ciencia económica, como Quesnay, Smith o Ricardo. Sin embargo, su trabajo es muy notorio. Resumió el sueño social, optimista y entusiasta, de una o dos generaciones de economistas. Como uno de sus biógrafos subraya, sus Armonías económicas “no son tanto un trabajo original como una revisión del antiguo optimismo de los fisiócratas, corregido a la luz délas más recientes teorías”53. Este libro, destinado a coronar la carrera literaria de Bastiat, debía comprender varios volúmenes. Sin embargo, herido por una muerte prematura, sólo pudo pergeñar el primero, que apareció en 1850. Ni 207
siquiera este volumen pudo acabar, y así el capítulo sobre la guerra quedó incompleto. Afortunadamente otras varias publicaciones suyas nos permiten reconstruir su pensamiento. Entre sus obras, las más importantes son: Cobden y la Liga (1845), Sofismas económicos (1845-48), El libre cambio (1846-48), Capital y renta (1849), Lo que se ve y lo que no se ve (1850) y, sobre todo, Paz y libertad o el presupuesto republicano (1849). Su Correspondencia contiene interesantes cartas dirigidas al Congreso de la Paz que se reunió en Francfort en 1850. 1. El final de la expoliación. Bastiat divide en dos todos los procedimientos usados por el hombre para procurarse sus medios de subsistencia: producción y expoliación. Esta se realiza en el interior por la violencia y el engaño y en el exterior por las armas. “La expoliación en el exterior se llama guerra, conquistas y colonias”54. ¿Cuál es, en opinión de Bastiat, el origen de esta expoliación? “La expoliación por la guerra, esto es, expoliación franca, simple y cruda, tiene sus raíces en el corazón del hombre y en la organización humana, en el primer incentivo de la sociedad, en el ansia de placer y en el temor al dolor; en una palabra, en esa ansia que todos llevamos dentro: el interés personal”55. El deseo de apropiarse del trabajo ajeno es la raíz o causa de los conflictos armados entre las naciones. La expoliación por la guerra no es un hecho accidental y transitorio, es un fenómeno general y constante, aunque menos permanente que el trabajo. Sin embargo, es voluntad divina, dijo Bastiat, que el hombre se comprometiera en una pacífica lucha con la Naturaleza y tomara directamente de ésta el fruto de su victoria. Pero al disfrutar del producto del trabajo de otro, el hombre utiliza mal su fuerza. ¿Hay motivos que nos permitan suponer que esta expoliación —la guerra es una de sus múltiples formas— desaparecerá en el futuro? “La expoliación, repite Bastiat, tiene, lo mismo que la producción, sus raíces en el corazón humano, y las leyes de la sociedad no serían armoniosas... si la producción no llegara a destronar la expoliación”56. El capítulo que dejó sin terminar sobre la guerra acaba con este mismo párrafo, que no es muy explícito. Habría sido interesante saber cómo imaginaba Bastiat este “destronamiento” de la “expoliación por la producción”. El texto no lo dice. Sin embargo, es posible adivinar, 208
por el conjunto de su trabajo, la respuesta que probablemente habría dado. Seguramente habría dicho: puesto que la agresión se convierte en más difícil y costosa, a medida que los medios de defensa se hacen cada vez más perfectos, la expoliación del trabajo de los otros —por la guerra— perderá progresivamente popularidad y hasta desaparecerá. Aun en el caso que esta expoliación fuera ventajosa para algunos individuos, la opinión la condenaría porque ve en el trabajo y no en el pillaje la fuente de la riqueza. Tratando de obtener su interés egoísta y material, expuesto claramente por la ciencia económica, la Humanidad alcanzará la meta que ni la religión ni la filosofía han sido lo bastante poderosas para llevar a término: la paz. La economía política prueba con lógica aplastante que las pérdidas exceden de las ganancias en toda suerte de conquistas, ya sean continentales o coloniales. Los monopolistas son los únicos que se aprovechan de la guerra o de su posible eventualidad57. “La economía política, dice Bastiat, nos muestra que aunque consideremos a los pueblos victoriosos, las guerras se declaran siempre por el interés de los menos y a costa de los más. Es, por tanto, necesario que los más se den cuenta de esta verdad, y la opinión pública, que aún está dividida, caerá enteramente en el platillo de la paz”58. Basa su pacifismo en el interés material de las naciones. Esta suerte de materialismo le parece normal y reconciliable con la más pura moralidad. Sabe que algunos estarán en desacuerdo con él sobre este punto, pero no le asusta su posible ataque. “Sé bien, observa, que me reprocharán —es la moda del día— por basar la comunidad de las naciones en el interés personal de los hombres, vil y prosaico egoísmo. Preferirían encontrar su principio en la caridad y en el amor o incluso en la abnegación, la cual, disminuyendo las apetencias materiales de los hombres, pudiera tener el mérito de un sacrificio generoso. “Pero ¿cuándo terminarán estas pueriles declamaciones? ¿Cuándo desaparecerá la hipocresía de la ciencia? ¿Cuándo dejaremos de mostrar una nauseabunda contradicción entre nuestros escritos y nuestras acciones? Nos mofamos del interés personal, que es útil y bueno (al afirmar que todos los pueblos están interesados en una cosa podemos decir que la cosa es buena en sí misma), como si el interés personal no fuera la causa necesaria, eterna e indestructible en que la Providencia ha confiado la perfectibilidad humana”59.
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2. Desarme inmediato.
a) DESARME
MILITAR.—La
política exterior propugnada por Bastiat se deriva de su concepto del orden natural, concepto que toma de la doctrina fisiocrática. “Las leyes generales de la sociedad son armoniosas; tienden a un mismo fin: el mejoramiento de la Humanidad”60. Lo más importante para la Humanidad es, por el contrario, tratar de no cambiarlas —intento fútil, por lo demás—, sino conocerlas y conformarse a ellas61. Examinando la política exterior de su país, asienta la misma en dos postulados, fuera de los cuales —según su expresión— no hay salvación: Primero, el desarrollo de la fuerza bruta es superfluo y desfavorable para Francia; segundo, el aumento de su fuerza militar es inútil y dañoso, tanto para su seguridad interna como externa. De esto deduce, a pesar de incurrir en el peligro de ser tratado de traidor por los patriotas, que “es preciso desarmarse en tierra y mar y hacerlolo más pronto posible”62. La prosperidad de un país no se puede obtener sin la reducción de los impuestos y la restricción de los gastos del Estado en una proporción aún mayor. Para expresar su pensamiento financiero en una forma política, Bastiat propone: “Libertad en el interior, paz en el exterior. Esta es la base de mi programa”63. Los pueblos están influidos los unos por los otros a través de su civilización, arte, literatura, filosofía, periodismo y comercio y sobre todo por el ejemplo. También es verdad que algunas veces actúan de forma obligada, pero no cabe admitir que esta forma de influencia sea muy a propósito para desarrollar principios favorables al progreso de la Humanidad. Ahora bien: ya que Francia, según Bastiat, no corre el peligro de ser invadida, sugiere que se desarme. Está completamente cierto de que la seguridad nacional es la mayor de las bendiciones64, y cree que no existe ningún peligro para Francia proveniente del exterior. Escribe: “Por mi parte, no dudaré en votar en favor del desarme, porque yo no creo en la invasión. ¿Por dónde llegaría? ¿Por España, por Prusia, por Austria o por Italia? Esto es imposible. Quedan Inglaterra y Rusia. Pero Inglaterra ya lo trató de hacer, y el resultado fue una deuda de veintidós billones, cuyos intereses están aún pagando sus trabajadores. Fuerte lección que no olvidan. Respecto a Rusia, esto es una quimera. Ella no sólo no busca, sino que evita todo posible contacto con Francia. Si se aventura el emperador Nicolás 210
a enviarnos doscientos mil moscovitas, propongo que lo mejor que podríamos hacer sería recibirlos con los brazos abiertos, obsequiarles con la dulzura de nuestros vinos, mostrarles nuestras calles, nuestras tiendas y museos, la felicidad en que vive el pueblo, la suavidad y equidad de nuestras leyes penales, y después de ello podríamos decirles: volved tan pronto como sea posible a vuestras estepas y contad a vuestros hermanos lo que habéis visto”65. De esta forma bienintencionada se deduce cuan irreal le parecía a Bastiat una guerra. “Yo creo, dice, que ha llegado el momento de que Francia declare pública y resueltamente que ve la solidaridad de los pueblos en la trabazón de sus intereses y en el intercambio de sus ideas, y no en la intervención de la fuerza bruta. Doy a esta declaración una importancia decisiva porque creo que ha llegado el momento de que la fuerza bruta desaparezca por sí misma”66. Si Francia hubiera de tomar la iniciativa de esta revolución en una Europa democrática, las más felices consecuencias se derivarían de ella. De un golpe los gastos militares desaparecerían y las finanzas públicas serían aliviadas. “Entonces, observa Bastiat, los impuestos se aligerarían; habría trabajo, confianza, bienestar, crédito y consumo al alcance de las masas; la República francesa sería amada, admirada y consolidada por todas las fuerzas que la simpatía popular confiere a las instituciones; el terrible fantasma de la bancarrota no atormentaría la imaginación; los disturbios políticos pasarían a ser patrimonio del pasado y Francia sería la más feliz y gloriosa entre todas las naciones al irradiar un irresistible poder por el ejemplo”67. Resumiendo: la razón de que Bastiat propugne el desarme radica en su creencia de que la paz armada es “un órgano sin función”, según palabras que Martello68 diría medio siglo más tarde. En opinión de Bastiat, el desarme militar es insuficiente por sí solo; si en realidad se desea la paz, las naciones deben proceder al desarme económico. b) EL DESARME ECONÓMICO.—El comercio exterior francés no requiere protección militar. Los mercados se conquistan a través de unos precios bajos y no por las armas. Enviad mercancías que cuesten cinco céntimos menos, dice Bastiat, y no necesitaréis cañones ni navíos para venderlas. Olvida decir que esta afirmación es sólo cierta en un mundo en que reine la libertad de comercio. Los precios bajos son la verdadera salvaguardia del comercio. ¿Qué hacen nuestros gobernantes para que así sea? Primeramente, ele211
var los precios de las materias primas, de todos los utillajes, de todos los bienes de consumo, a través de los derechos arancelarios; mas en compensación a esta subida nos agravan con impuestos bajo el pretexto de enviar la flota en busca de mercados. Esto es una barbaridad, la más cruel de las barbaridades, y no está lejos el tiempo en que dirá el pueblo: estos franceses del siglo XIX tenían extraños sistemas comerciales, pero deberían haberse abstenido de creer que vivían en el siglo del progreso 69. Cierto es que entre los argumentos en favor del régimen restrictivo se cita con frecuencia la independencia nacional. Según Bastiat, este argumento es engañoso. El proteccionismo francés se pregunta: ¿Qué haría Francia en el caso de una guerra con Inglaterra, si para su hierro y acero se ha hecho tributaria de este país? Mas los monopolistas ingleses al mismo tiempo claman: “¿Qué será de Inglaterra en tiempo de guerra si para su alimentación depende exclusivamente de Francia? Bastiat ante esto dice: Los partidos interesados parecen olvidar que la dependencia resultante del intercambio comercial es recíproca. Si un país depende económicamente de los países extranjeros, éstos no dependen menos de él. La dependencia económica, al ser siempre mutua, no presenta peligros para la independencia nacional: por el contrario, reducir la posibilidad entre las naciones de conflictos armados es favorable a la autonomía política. “Romper las relaciones naturales, dice Bastiat, no significa ponerse en situación o en estado de independencia, sino en estado de ais lamiente.” Y añade: “Las naciones se aíslan en prevención de la guerra, sin comprender que en el mismo acto de aislarse va implícita la causa de la misma guerra; con el aislamiento se hace más fácil, menos onerosa y, por ello, menos impopular. Permitid a las naciones que sean mercados permanentes para los productos de unas y otras. Dejad que sus relaciones sean tales que no puedan romperse sin infligirles un doble sufrimiento de privación y exceso, para las mercancías que eran exportadas, y las naciones no necesitarán por mucho tiempo aquellos poderosos navíos que las arruinan, aquellos grandes ejércitos que las aplastan; la paz del mundo no estará por más tiempo en peligro por el capricho de un Thiers o de un Palmerston, y la guerra desaparecerá al no tener alimentos, recursos, motivos, pretextos y simpatía popular”70. La economía política es, por tanto, opuesta a la doctrina proteccionista, que representa exclusivamente los intereses de los “monopolistas”. Estos necesitan siempre una inminente eventualidad de 212
guerra. La continuidad de sus monopolios se basa en ésta, listo explica el exarcebado patriotismo de que blasonan71. Su política conduce inexorablemente a los conflictos internacionales. “Las barreras comerciales constituyen la causa del aislamiento de las naciones; el aislamiento da lugar al odio, el odio a la guerra, la guerra a la invasión” 72. El interés de las masas y del pueblo pide el establecimiento de una completa libertad de comercio. El proletariado, si entendiera su propio interés, debiera levantarse con particular vehemencia contra el espíritu monopolístico y contra la guerra73. Es sólo la libertad económica la que garantizará un futuro mejor y una paz duradera para el mundo. “Estamos completamente convencidos, afirma Bastiat, de que la libertad de comercio significa armonía de intereses y paz entre las naciones, y ciertamente valoramos este efecto indirecto y social mil veces por encima del efecto pura y directamente económico.” “Asegurar la paz entre las naciones es sinónimo de desarme, de descrédito de la fuerza bruta, de revisión, reducción y justa distribución de los impuestos públicos. En una palabra, significa para los pueblos el amanecer de una nueva era”74. Varios autores franceses del siglo XIX, librecambistas, esbozan y siguen este punto de vista; pero no sería de gran utilidad enumerarlos todos, por lo que aquí sólo citaremos a dos, relativamente poco conocidos en la literatura económica: Dupuit y Dameth. Lo mismo que Bastiat, realzan el aspecto pacífico que el sistema de la libertad de comercio representa. Animado por la conclusión del tratado comercial anglofranees de 1860, Dupuit escribe: “Una de las mayores ventajas de la libertad de comercio es la paz; se puede decir, incluso, la paz universal. Esto no es un sueño utópico, porque es suficiente examinar lo que sucede para comprender lo que ocurrirá”75. Libertad de comercio es sinónimo de bienestar material, de progreso intelectual, de concordia internacional. “Libertad de comercio significa abundancia, civilización y paz”76. Para Dameth la libertad comercial, además, será capaz de transformar radicalmente al mundo social y económico. Se expresa sobre la libertad de comercio en los siguientes términos: “Significa el establecimiento de una gran sociabilidad económica en lugar de pequeños prejuicios y antagonismos nacionales. Significa que una era de paz universal, el deseo de todas las grandes almas, se está acercando para el mundo. Significa el desarme general, alivio de nuestras modernas finanzas del oneroso y opresor presupuesto militar, y restauración de la familia, del país y de la producción de millones de 213
jóvenes y robustos brazos. Significa, por esta misma razón, la soberanía de la opinión pública, el primer poder en todo el país civilizado. Significa que la política de los intereses sustituye, bajo los auspicios de los derechos humanos, la estúpida y sangrienta fuerza del cañón”77. c) EL MOVIMIENTO PACIFISTA.—Como todos los librecambistas, Bastiat aspira a una revolución pacífica, la paz en la prosperidad. Ninguno de ellos, sin embargo, cree que esta revolución —quizá la más profunda de todas— sea tan fácil de llevar a término como Bastiat pensó. Para apresurar su llegada, participó activamente en el movimiento pacifista que, hacia la mitad del siglo XIX, surgió con acción vigorosa. En el primer Congreso Internacional de los Amigos de la Paz, que se reunió en 1848 en Bruselas, los economistas no estaban representadosT8, pero acudieron en gran número al celebrarse, al año siguiente, el segundo Congreso en París. Bastiat, Miguel Chevalier, Carlos Du.noyer, Horacio Say y Gustavo de Molinari se contaban entre sus participantes. El comité organizador del Congreso tuvo como secretario a José Garnier, el bien conocido pacifista y director del Journal des Economistes79. Bastiat, quien defendió el punto de vista de los economistas, obtuvo un brillante éxito. El armamento en gran escala, declaró, fuerza a los gobiernos a imponer fuertes contribuciones y a recurrir a los impuestos indirectos. Estos últimos son opuestos al más elemental principio de la proporcionalidad y, por ello, aumentan la miseria de los pobres. Las masas experimentan, naturalmente, su iniquidad. Por esta misma razón, aumenta el descontento social y fortalece las tendencias revolucionarias. Para equilibrar el peso de los impuestos es preciso reducirlos, y para reducirlos es imperativo abolir o disminuir las fuerzas armadas. El desarme no implicará un peligro real para el pueblo, no es correlativo de una política de abdicación. En nombre de la ciencia econo mica que más que ninguna otra contribuye a la concordia internacional, Bastiat brindó el siguiente llamamiento a las naciones: “Vivid en paz, porque vuestros intereses son armónicos y el antagonismo aparente que a menudo pone las armas en vuestras manos es un vulgar error”80. La resolución adoptada por el Congreso recomienda a los gobiernos el arbitraje internacional y el desarme, así como reprueba “empréstitos e impuestos destinados a financiar las guerras de ambición y conquista”81. Esto refleja la influencia de los economistas y particularmente de Bastiat. El movimiento pacifista de esta época tomó su 214
inspiración en la idea que entonces estaba en boga: “que la economía política es la ciencia por excelencia de la paz”82. ¿Cuáles eran los fines que los economistas se proponían alcanzar a través de su participación en el Congreso pacifista? Una vez más es Bastiat el que mejor nos informa sobre este tema. Postrado en París por enfermedad, en una carta, fechada el 17 de agosto de 1850, decía al Congreso de la Paz, reunido en Francfort, definiendo el papel que debe desempeñar la propaganda pacifista: “Sin duda, hubo épocas en las que el Congreso de la Paz no tenía oportunidad de triunfar. Cuando los hombres declaraban la guerra para conquistar el botín, tierras y esclavos, habría sido difícil disuadirlos por consideraciones morales o económicas. Incluso en este momento la religión no pudo hacer nada. “Hoy, sin embargo, dos circunstancias han cambiado completamente la cuestión. “La primera es que estas guerras no tienen interés material ni por su origen ni por su motivo formal, puesto que siempre son opuestos a los verdaderos intereses de las masas. “La segunda es que no dependen del capricho de los dirigentes, sino de la opinión pública. “De la combinación de estas dos circunstancias se infiere que las guerras se convertirán en menos y menos frecuentes y, finalmente, desaparecerán, por la fuerza de los acontecimientos, independientemente de cualquier intervención del Congreso, pues todo lo que sea dañoso para el público y dependa de la opinión pública debe necesariamente cesar. “¿Cuál es, pues, el papel del Congreso? Acelerar la llegada de ese momento inevitable, demostrando a todos aquellos que aún no lo hayan comprendido por qué las guerras y los armamentos son dañosos para el interés general”83. ¿Cuál es la utopía que encierra semejante programa? Las masas, evidentemente, tienen interés en la paz, y al fin comprenderán que así es; mas, sin embargo, es necesario hablarles de forma clara y comprensible. Esto es lo que Bastiat propone al decir: “Consultad no sólo vuestros intereses en el otro mundo, sino los de éste. Examinad los efectos de la guerra. Ved si no son trágicos para vosotros. Observad y ved que las guerras y los grandes armamentos conducen a la interrupción del trabajo y a las crisis industriales, a las pérdidas de fuerzas, a pesadas deudas, a crecientes impuestos, a imposibilidades financieras, a descontentos y revoluciones, para 215
no hablar de los reprobables hábitos morales y violaciones culpables de las leyes religiosas”82. Entre los economistas franceses no sólo fue Bastiat quien participó activamente en el movimiento pacifista. Su fe fue sin duda más ardiente y firme que la de los demás, pero otros muchos colaboraron en esta organización pacifista. Entre los fundadores de la Liga Internacional85 y Permanente de la Paz (organizada en 1867) encontramos a los más ilustres representantes de la economía liberal francesa de aquella época, Miguel Chevalier, José Garnier, Federico Passy y Pablo LeroyBeaulieu86. El único economista liberal francés que se opuso al movimiento pacifista fue Antonio Elíseo Cherbuliez87. Admite que la paz es preferible a la guerra; aparte de “una docena de políticos y viejos guerreros”88, nadie tiene interés en favorecer el militarismo. Pero la guerra es un fenómeno inevitable en un mundo dividido en Estados soberanos. Mientras sea necesario sancionar la Ley internacional, los proyectos de una paz permanente y de una federación europea son sólo vanas quimeras89. El arbitraje internacional no es más que una “antigualla renovada” del abate Saint Pierre y del filósofo Kant90. Cherbuliez no da ningún valor positivo al pacifismo. Aun más, “desencadena una pequeña guerra sobre el tema de la paz”91 contra el Journal des Économistes, órgano liberal al servicio de la propaganda pacifista. El caso de Cherbuliez es, sin embargo, un fenómeno aislado. La mayoría de los economistas franceses aceptaron con simpatía el movimiento pacifista y contribuyeron mucho a su progreso. Indudablemente el estudio particular de la participación de los economistas en este movimiento merece, sin duda, un estudio delicado, que queda fuera del plan de esta obra. d) LA SANTIFICACIÓN DE LA LIBERTAD COMERCIAL.—Bastiat encontró un fiel discípulo en Federico Passy (1822-1912), quien en su propaganda pacifista a menudo utilizó argumentos tomados del autor de las Armonías económicas. El título de algunas de las publicaciones de Passy92 es suficiente para mostrar el interés que tuvo sobre el problema de la paz. Ve en las erróneas concepciones de los mercantilistas y de los proteccionistas la principal causa del belicismo. Afirma que con su desaparición la mayoría de las causas que conducen a la guerra desaparecerían también. Las barreras arancelarias son también barreras morales, y al disminuir las primeras se reducen las segundas. Cada obstáculo que impide el fluir de las mercancías es un impedimento al libre movimiento cíe los hombres, que sólo hace nacer ignorancia, 216
prejuicios y odios en nuestros vecinos. Así el sistema restrictivo crea una atmósfera favorable a la guerra. Mientras las restricciones desunen, el intercambio une a los hombres. Con la multiplicación de las relaciones comerciales se desarrolla la necesidad del orden, sin el cual los negocios son imposibles. Entre nación y nación, como entre individuo e individuo de una sociedad, el comercio enseña el valor de la tranquilidad pública, que es uno de los mayores bienes, tanto en el interior como en el exterior. Al principio del mundo las tribus se odiaban entre sí hasta que los hombres se unieron formando grandes unidades nacionales. Este proceso de pacificación no se ha completado aún. Los pueblos extenderán la paz más allá de sus fronteras, “y llegará un día en el que cada guerra europea sea una guerra civil, y la guerra, cualquiera que sea su clase, será desterrada por la Humanidad y considerada comoun crimen contra la misma”93. Nada puede contribuir más eficazmente a este resultado que unas relaciones comerciales intensas. Es el comercio internacional la prueba más contundente contra el absurdo económico de los conflictos militares. Passy declara: “La guerra no es sólo un crimen, es un absurdo. No es sólo inmoral y cruel, es estúpida. No es sólo un asesinato en gran escala, es un suicidio y una ruina voluntaria”94. Pone de relieve que son generalmente los intereses económicos mal entendidos los que llevan a las naciones a estos conflictos95. Mas la libertad comercial tiende a desvanecer estos mal entendidos. “Algún día todas las barreras caerán; algún día la Humanidad, constantemente unida por continuas transacciones, formará una sola factoría, un solo mercado y una sola familia”96. Todo, en este período de la economía moderna, conspira para eliminar la guerra e imponer, en lo posible, una paz perpetua. Entre las causas de la concordia internacional, la más activa e irresistible es la expansión del comercio libre. “Y en esto reside la grandeza, la verdad, la nobleza y aún más, la santidad de la doctrina librecambista: por la prosaica, pero efectiva presión del interés material, se logra que prevalezcan la justicia y la armonía en el mundo”97. Con Passy, parece que llegamos a la santificación de la doctrina librecambista. Sin embargo, no es sólo él quien emplea esta fraseología, pues Bastiat también tuvo por santa a la libertad comercial. Passy sigue tan sólo la senda trazada por su maestro. De hecho, Bastiat desarrolla su sistema basándose en la concepción metafísica y providencialista del siglo XIX. Expone como principio, sin dudarlo, un artículo de fe: la bondad de la Ley natural 217
y la armonía establecida por Dios para todos los intereses legítimos. Sin molestarse en examinar el mundo económico tal como es, Bastiat deduce de estos axiomas una serie de conclusiones en favor de la paz universal. El valor científico de tal método que implica fe en las leyes providenciales, es muy problemático. Bastiat, de forma sincera a la par que elocuente, reconoce el carácter religioso en que basa su método, “Por mi parte lo admito, a menudo lo he sentido al realizar mis estudios económicos y he llegado a esta conclusión: Dios hace bien lo que hace. Esto me conduce a la siguiente deducción: no puedo dudar de mi propia lógica”98. “Sé que esta fe en las causas finales es un peligro para la mente”99. A pesar de que admitió el peligro de este método, no alteró en absoluto la naturaleza del mismo. Confundió constantemente religión y ciencia, en vez de separarlas rigurosamente en el mejor interés de ambas. Este método no le permitió darse cuenta de la existencia de contradicciones reales a la vez dentro de cada Estado y entre las naciones. Por ello fue incapaz de apreciar correctamente las enormes dificultades que tendrían que vencerse antes que pudiera llegarse a una paz permanente entre las naciones. El esfuerzo requerido sólo lo considera de una forma puramente negativa: la abstención del Estado €n la vida económica. La base de su sistema descansa en un postulado análogo al del materialismo histórico: la evolución económica determina la política e infaliblemente conduce al mundo en una dirección definitiva. Para el materialismo histórico esta dirección se llama “la sociedad sin clases”; para Bastiat es una sociedad sin un Estado interventor y sin guerras. Para el materialismo histórico esa evolución es una serie de leyes naturales pura y simplemente; para Bastiat es el resultado de leyes naturales y providenciales. Sin embargo, mientras el materialismo histórico preveía grandes luchas antes de alcanzar la meta que señalaba a la Humanidad, Bastiat estaba convencido de que la evolución social seguiría un curso pacífico. El optimismo del autor de las Armonías económicas tiene la impronta del viejo optimismo de la escuela de Quesnay. En la mirad del siglo XIX ello no representa un avance, sino más bien un retroceso, significa una vuelta al concepto básico de los fisiócratas. e) ALGUNOS LIBERALES MODERADOS.—El estudio de la escuela liberal francesa estaría incompleto si no se mencionara, aunque brevemente, a alguno de sus menos entusiastas seguidores: Rossi, Chevalier y Baudrillart. Aunque, como Say, Bastiat y Passy, estaban adheridos al 218
sistema librecambista, dedujeron de él conclusiones menos optimistas respecto a la paz. Para Pellegrino Rossi100 no hay que despreciar el factor nacional. La Humanidad está y estará siempre dividida en Estados. Es, por tanto, “pura abstracción el afirmar que el mundo será al fin un gran mercado y un gran taller”101. La idea de un mundo industrial y comercial sin barreras políticas; un mundo en el que todas las relaciones económicas no tengan cortapisa y en que desaparezcan las nacionalidades, desgraciadamente es una mera “hipótesis romántica”102. Rossi dice: “La economía política no es la dueña del mundo y la rectora universal de las sociedades civiles. Con escasas y raras excepciones pide la libertad del comercio y de la industria: está de acuerdo con sus ideas. Pero hay casos en que la ciencia de la riqueza choca con la política, cuyo fin es proveer las primeras necesidades de cada nación, esto es: su independencia, su fuerza y su defensa. Antes de saber si uno será más rico o más pobre hay que plantearse esta cuestión: “Ser o no ser” (U s’agit d’exister) ”103. Por lo que no es de extrañar que Rossi abogue por un proteccionismo para las industrias de armamentos y, en ciertos casos especiales, para la agricultura104. Michel Chevalier105 tuvo gran apego por la paz desde que en su juventud se dedicó a la propaganda del sansimonismo. La guerra es un instrumento destructivo y un obstáculo para el progreso social106. Ve en la libertad comercial un factor favorable a la paz y “un principio que tiende a hacer la política internacional más simpática”I07. Mas, contrariamente a ciertos liberales, no cree que el efecto de su puesta en práctica sea obligatoriamente la pacificación de la Humanidad. Por el contrario, cree que “la libertad de comercio presupone la paz”108. Las fuerzas pacifistas se acrecientan cada día. Los progresos científicos e industriales, debe reconocerse, son factores determinantes de la paz. Asimismo el sistema representativo, que se está arraigando por doquier, y la evolución de la opinión pública, opuesta más y más al belicismo, también favorecen la concordia internacional. A pesar de todos estos poderosos motivos para que exista amistad entre las naciones, Chevalier no admite la posibilidad de una paz permanente o duradera. No duda que es deseable y ventajosa, pero la cree irreconciliable con la naturaleza humana. Hay en ésta “un instinto, algunas veces irresistible, que lleva a la guerra aun a los pueblos más generosos y humanos. Fuerza fatal que tiene su punto de apoyo 219
puede inferir que vayan a desaparecer en el futuro? Tal idea parece improbable a Baudrillart o al menos como algo muy remoto. La interdependencia económica de las naciones, el desenvolvimiento de las comunicaciones y la evolución de la moralidad internacional hará al fin las guerras más y más raras. ¿Pero estos factores son capaces de evitarlas para siempre? “Esta es la cuestión. Sin embargo, esto sucederá, puede que no en el siglo XIX, como imaginó el abate de Saint Pierre, ni en el XX, como M. de Molinari parecía creer, ya que quería ser testigo de este grandioso y curioso espectáculo”121. Todos los autores examinados en esta sección expresan opiniones más moderadas y en ciertos aspectos más cercanas” a la realidad que aquellas de Say, Bastiat o Passy. Rossi afirma que es imposible considerar un mundo dividido entre Estados soberanos con un solo mercado. Además, tal división no le parece compatible con la paz permanente; es más, implica la necesidad de conflictos armados. “La economía política no es la dueña del mundo.” Expresado de forma diferente, significa que las naciones no actúan de conformidad con las reglas que les son sugeridas por esta ciencia para asegurar el máximo de bienestar material. Chevalier también recomienda cierta moderación a los ardientes entusiastas de la economía política122. Pone de relieve con satisfacción las tendencias pacifistas que se han hecho visibles en la civilización industrial contemporánea, pero no admite que la libertad de comercio tenga el poder de consolidar la paz. Tal suposición sería quimérica, pues los pueblos están lejos de actuar exclusivamente según su interés material. El peligro de guerra está aún presente. Chevalier reconoce “la admisibilidad de continuar practicando las artes militares en interés de la paz”123. No niega la posibilidad de que ciertas reformas militares sean favorables a la paz, pero pone de manifiesto su carácter limitado. Como todos los librecambistas, Bastiat aspira a una solución pacífica del problema de la guerra, que excede de los límites de la ciencia económica. Esta sólo puede contribuir a ello en cierta medida, pero nada más. Piensa también, aunque casi vagamente, que está seguro de que la futura evolución tenderá a hacer la guerra más difícil. Pera afirma, como algunos de sus predecesores lo hicieron, que la ‘introducción de la libertad de comercio no es precisa ni suficiente para producir una paz duradera. Ninguno de estos tres autores sugiere el establecimiento de ‘una organización internacional provista de poder coercitivo para asegurar la paz. El único economista liberal del siglo XIX que admite la posi220
bilidad de tal organización y que discute seriamente el proyecto es» según nuestros conocimientos, Molinari.
III. MOLINARI. Pocos economistas han dedicado tanta atención al fenómeno de ía guerra como Gustavo Molinari124. Acaparó su interés a lo largo de toda su carrera. En su primera publicación, titulada Estudios económicos (1846, pág. 25), ya sustentó la tesis que defendería a lo largode toda su vida: La guerra, al dejar de ser la salvaguardia de la civilización, ha perdido su razón de ser. Sus artículos en el Diccionario de la economía política (1852-54), su estudio sobre el abate de Saint Pierre (1857), su Proyecto de asociación para el establecimiento de una Liga de Neutrales (primeramente publicado en el Times de Londres del 28 de junio de 1877), y casi todos sus últimos trabajos, particularmente Grandeza y decadencia de la guerra (1898), atestiguan su inquietud por este problema. A la edad de noventa y dos años, Molinari pudo decir en el prólogo de su último trabajo: Ultima verba (1911): “Concierne a cuantoha llenado mi vida: libre cambio y paz.” 1. La evolución económica y la guerra. Desde los más remotos tiempos históricos hasta nuestros días, la causa esencial de las guerras de conquista, unificación, sucesión, comercio y religión, según Molinari, ha sido siempre la misma: el ansia de la ganancia bajo sus múltiples formas, eterno espejuelo que constituye el principal motivo, cuando no el único, de cada conflicto entre las naciones. Si este motivo explica la necesidad y utilidad de las guerras en el pasado, también explica su inutilidad total en la actualidad. En las primeras edades de la Humanidad la imperfección de los medios de producción sumía a los pueblos en las más duras privaciones. La insuficiencia material en que vivían era la que les llevaba, a los conflictos. En este período, cuando el hombre dependía exclusivamente de los alimentos que la Naturaleza le brindaba gratuitamente, la guerra le ofrecía el medio de aumentarlos. No pudo ser de otra manera, hasta que consiguió multiplicarlos a través de su industria. En aquella época la guerra era, por tanto, útil; aseguraba la victoria al más fuerte, es decir, a aquellos más aptos para garantizar la perduración y el propio progreso de la Humanidad. También era útil 221
porque daba lugar a considerables progresos en industrias destructivas y productivas. Así, Molinari encuentra la causa esencial de la guerra en las condiciones naturales de las especies inferiores y, originalmente, del hombre mismo. Todas las especies viven a expensas las unas de las otras. Los animales herbívoros y frugívoros se alimentan de las plantas y a su vez sirven de alimento a los carnívoros. La guerra es perpetua entre las especies, porque son incapaces de multiplicar los elementos necesarios para su mantenimiento, y sólo pueden tomar los que la Naturaleza puso a su disposición. Las plantas y los animales son destructores y no productores. Tal era la condición primitiva del género humano. Al principio, el hombre había de luchar no sólo con otras especies, sino con el hambre que le imponía el ritmo de la multiplicación de sus medios de subsistencia e incluso debía luchar con los propios miembros de su familia. Sin embargo, habiendo logrado un alto grado en la escala de la evolución, gracias a su capacidad productiva, ha alcanzado un punto en el cual es capaz de crear y producir los bienes que le son indispensables125. Por otra parte, las naciones civilizadas no están ahora atemorizadas, como antiguamente lo estuvieron, por la invasión de los bárbaros; la guerra ha cesado de asegurar su tranquilidad. Si ahora se quiere que tenga popularidad, los beneficios materiales deben compensar al vencedor del coste de sus expediciones militares. En las primeras épocas de la civilización los pueblos conquistadores obtenían beneficios considerables; la guerra, de todas las industrias, era la más productiva. El pillaje, la esclavitud y los tributos proporcionaban entonces los medios de subsistencia y sobrepasaban el costo de las empresas militares. ¿Es el caso actual? ¿Pueden los botines de guerra cubrir aún su coste? La historia de la guerra entre los pueblos civilizados atestigua que estos provechos han decrecido progresivamente, mientras que el costo ha aumentado incesantemente; la guerra hoy en día entre los miembros de la comunidad civilizada cuesta más que lo que se pueda obtener126. ¿Qué suerte de beneficios pueden obtener las naciones civilizadas de la guerra o anexiones territoriales? ¿Indemnizaciones o tributos? Mas la anexión, replica Molinari, sólo aumenta la riqueza de los productores en cuanto pueden expandir sus mercados. Pues bien, esto puede obtenerse a más bajo coste a través de la reducción o supresión de las barreras aduaneras y por la construcción de nuevas vías de comunicación. En cuanto a las indemnizaciones, cualquiera que sea 222
su importancia, e incluso suponiendo que éstas se aumenten con un tributo anual, no bastan para cubrir el coste de la guerra o el de una paz armada. “Cada guerra entre naciones civilizadas arroja un déficit, y éste aumenta proporcionalmente al poder destructivo que la guerra supone”127. En la Edad Moderna la guerra es superflua y dañosa; de lucrativa se ha convertido en ruinosa. La economía política prueba que la nocividad de la guerra aumenta constantemente. Los perturbadores efectos de la guerra se agravan con el progreso de la industria de producción y destrucción, y repercuten no sólo sobre los beligerantes, sino también indirectamente sobre los neutrales. La guerra interrumpe el comercio entre los beligerantes. Reduce sus rentas y con ello su poder adquisitivo. Además, repercute fuera de las fronteras de los países en guerra, ya que “afecta a los medios de subsistencia de las poblaciones de todos los países relacionados directa o indirectamente con los beligerantes. De tal suerte que una guerra declarada en América o en Europa produce tales perturbaciones en el comercio que se sienten en las más remotas regiones de otros continentes”128. La guerra moderna implica una pérdida económica, se reafirmó después de Molinari por varios economistas. Solamente mencionaremos unos cuantos. Jerónimo Boccardo, de la escuela liberal italiana, fue muy influido por los primeros trabajos de Molinari. Sostuvo que la guerra, debido a su costo enorme y al progreso de la técnica destructiva, se suprimirá a sí misma. “Podemos sustituir el antiguo proverbio La guerra alimenta a la guerra por la máxima La guerra matará a la guerra, lo que significa que cuando los medios de matar, minar, bombardear y arruinar hayan alcanzado el apogeo de su perfección (y rápidamente estamos llegando a esta meta), la guerra se hará casi imposible”129. Boccardo se declara partidario del movimiento pacifista, que en su opinión tiende a favorecer la armonía universal e internacional. Sin embargo, no considera la paz perpetua practicable130. Wilfredo Pareto, admirador de Bastiat y Molinari, también expone la tesis de la inutilidad económica de la guerra, aunque lo hace en términos mucho más moderados y circunspectos. “A menudo las instituciones supervivientes, en vez de aligerar su yugo, lo hacen más y más pesado, en tanto que se transforman en inútiles. En nuestros días, podemos mantener, probablemente, esta idea respecto a la guerra”131. En el período “libre-cambio” se lucha contra el belicismo proteccionista, y así lo sostiene en su panfleto La libertad económica y los aconte223
cimientos de Italia (1898). En esta época también publicó varios artículos antibélicos (que Bousquet enumera en el apéndice bibliográfico de su estudio sobre Wilfredo Pareto). La magnífica documentación recogida por Jean de Bloch en su conocido trabajo El futuro de la guerra (1899) también tiende a probar que los modernos conflictos militares son las más de las veces un ruinoso negocio para todos los beligerantes. Norman Angell desarrolla la misma idea en un libro que llevó el significativo título La gran ilusión (1910). Según Yves Guyot, continuador de Gustavo Molinari, la guerra no será por más tiempo el poderoso medio de adquisición que fue en la antigüedad, ya que el “vencedor se ve obligado a respetar la pro piedad privada”132. Así expone explícitamente lo que otros escritores sugieren al decir que la guerra moderna no se paga a sí misma. En cuanto a la posibilidad de que en una guerra futura se dé el caso que el vencedor no respete la propiedad ni la libertad personal de los conquistados o vencidos, ni siquiera se lo imagina Guyot. 2. Proyectos de paz. ¿Cómo se explica el fenómeno de la guerra en la Edad Moderna, cuando los conflictos militares son ruinosos para el vencido y para el vencedor? Molinari trata de resolver el problema haciendo una pregunta preliminar: ¿Quién está en la actualidad interesado en incrementar el militarismo y en provocar las guerras? En la antigüedad la guerra era directamente útil para todos los estractos sociales de la nación, tanto para las clases pobres como para las clases ricas o gobernantes, porque era el único medio de prevenir las invasiones bárbaras133. Pero hace tiempo que perdió su utilidad para la nación como un todo y para todos los hombres en general. En los tiempos modernos “sólo los miembros del Gobierno y el personal de la administración y la jerarquía de los soldados profesionales obtienen provecho de una guerra victoriosa”134. Los primeros, encuentran una ampliación de sus “mercados” en el territorio anexionado (un aumento temporal, pues estos territorios pronto dan su cuota de candidatos para los puestos administrativos); los segundos, ascienden más rápidamente. No debemos olvidar el aumento de su paga en el transcurso de las hostilidades y la extensión permanente de sus mercados producida por la posibilidad del peligro de la guerra. “El ansia de este provecho es suficiente para alimentar las pasiones guerreras de la clase militar y del personal administrativo”135. 224
Son sólo favorables a la guerra “las clases que suministran el personal pagado de los ejércitos. Para estas clases, de las que el personal dirigente es reclutado, la guerra es fuente de provecho y de honor. Sus medios de existencia se aseguran en tiempo de guerra como en tiempo de paz. A través de una guerra victoriosa obtienen un aumento de poder, a la vez que extienden sus mercados”136. Cabe afirmar que el poder de declarar la guerra, que está en manos “del jefe de la clase gobernante”137, se ejerce en interés peculiar y exclusivo de esta clase. De ello se deduce que es sólo una pequeña minoría la que provoca la guerra. La que se aprovecha del militarismo, el más costoso de los anacronismos. Por el contrario, las clases industriales soportan no sólo las calamidades de la guerra, sino también la pesada carga de los armamentos. El militarismo conduce a una conscripción del capital tan dañosa al progreso económico como la de los hombres; aunque particularmente onerosa para los trabajadores, no lo es menos para los capitalistas138. En todos los países, cualquiera que sea su constitución, el poder está aún en manos de una clase interesada en la perduración de la guerra y del enorme aparato destructivo que ésta requiere. Esta es la razón por la cual la multitud dedicada a las industrias productivas e interesadas en la paz no tiene aún la influencia necesaria para obligar a los Estados a renunciar al belicismo. No obstante, los intereses de las clases partidarias de la paz están incrementándose cada vez más y creando una opinión pública hostil a la guerra. Say, antes que Molinari, vio la garantía de una paz universal permanente en la acusada preponderancia de estos intereses. El sistema militar de la antigüedad y de la Edad Media tenía su justificación en la defensa contra los bárbaros; peligro que ya no existe. Antiguamente la guerra, al exigir a los hombres que desarrollasen las industrias de destrucción, también contribuía, aunque indirectamente, al progreso de las industrias productivas. Pero en la actualidad, afirma Molinari, ya no se ofrece el mismo fenómeno. La guerra ha perdido su utilidad y con ello su justificación moral. Debido al incremento en las pérdidas humanas y en la riqueza producida por la guerra, cada vez es mayor el número de los que comprenden su inutilidad. La idea de que la guerra es inmoral logrará implantarse en la conciencia de los pueblos. “Esta noción de la inmoralidad de la guerra desde todos los puntos de vista, se propaga sólo a causa de las recientes experiencias, más destructivas y costosas que las anteriores... Pero tan pronto como esta idea haya penetrado en la conciencia universal, se impondrán automática225
mente las instituciones necesarias para prevenir la guerra, y si fuera necesario, para castigar a sus autores y promotores. Las profesiones e industrias que nutren a la guerra con personal y con material se desacreditarán. Así la guerra desaparecerá del mundo civilizado, como desapareció el canibalismo”139. Las clases interesadas en la paz harán sentir el peso de su voluntad sobre el Estado. Obligarán al fin a desechar el proteccionismo, estatismo y socialismo, que Molinari considera indistintamente como “sustitutos del militarismo”140. Asimismo forzarán a establecer un régimen de libertad comercial. Sin embargo, para alcanzar esta meta las clases industriales necesitan algo más que una mera voluntad de paz. Deben realizar un serio esfuerzo para conseguir este objetivo, porque la clase dirigente es capaz de contrarrestar cualquier intento contrario a su propio interés. Sería ilusorio engañarse creyendo que estarán voluntariamente dispuestos a poner el interés general y permanente de la nación sobre su interés particular e inmediato. Cuando las masas que soportan la pesada carga de la vieja maquinaria de los Estados belicistas deseen llevar a término su reforma, deben: primero, conocer los males y trabas que esta maquinaria impone, para fijar la causa real que los determinan; y en segundo lugar, conseguir un poder sobre la opinión pública capaz de superar todas las resistencias. Por estas razones, la pretendida reforma tardará largo tiempo en llevarse a cabo; pero es inevitable, porque la paz es la condición necesaria para la subsistencia de la sociedad presente y futura, mientras la guerra era un requisito previo para la vida de las sociedades primitivas”141. Sólo será duradera la paz cuando las clases industriales lleguen a ejercer en los asuntos públicos la influencia lógica derivada de su importancia real142. Como este momento llegará, pronto o tarde, la idea de una paz permanente no es, según Molinari, quimérica. “Quizá no está lejos el día en que la paz perpetua, considerada hace un siglo como el sueño de un hombre de buena voluntad, sea una realidad y la guerra a su vez se considere tan sólo como el sueño de un malvado, la utopía concebida por el espíritu del mal”143. 3. Organización internacional de la paz. Según Molinari, la paz puede ser organizada de dos formas: Primera. Por la formación de una liga de Estados neutrales europeos, que unirían sus fuerzas a la de la alianza duple o triple, en 226
caso de que uno de estos dos bloques de poderes tomase la iniciativa de romper la paz. Esto haría la guerra imposible. Segunda. Por una asociación de todos los poderes, que se comprometerían a someter sus diferencias a un Tribunal, cuyas decisiones se sancionarían por una fuerza colectiva superior a la del Estado o Estados contra quienes la sentencia se dictase. Al parecer, la formación de tal asociación se llevaría a término por la intervención de una Liga de Neutrales144. El establecimiento de ésta precedería a la formación de una asociación más amplia. El Proyecto de Asociación para el establecimiento de una Liga de Neutrales, de Molinari (1877), debe ser resumido brevemente. La guerra, dijo, no es ahora, como fue antaño, un mal local. Sus efectos los sienten tanto los neutrales como los beligerantes. En un momento en que, a pesar de todas las barreras existentes, el comercio ha convertido los intereses de las naciones en más y más solidarios, la guerra se ha transformado en un mal general. Los neutrales, por ello, tienen el derecho de tratar de evitarla. Puesto que un beligerante, al ejercer el antiguo derecho de declarar la guerra, inflige daños que ninguna indemnización es suficiente a reparar, los otros países tienen la posibilidad de negárselo invocando el legítimo interés de su defensa. Antaño tuvieron poco interés en suprimir la guerra, puesto que ella sólo causaba insignificantes daños, mas este motivo se ha transformado en poderoso desde que la guerra no se puede realizar sin poner en peligro los intereses de las poblaciones neutrales. Tomar la iniciativa en la fundación de esta Organización internacional será la tarea de aquellas naciones a las que la guerra puede causar mayor daño, ya por la interferencia con sus intereses económicos (caso de Inglaterra, que inaugura la política librecambista), o el temor de perder su independencia política (el caso de los pequeños Estados continentales, como son Holanda, Bélgica, Suiza y Dinamarca, cuya libertad está constantemente amenazada durante las grandes guerras continentales). Según Molinari, Inglaterra se debería asociar con los pequeños Estados para formar una Liga de Neutrales, con lo que el poder militar de los cinco Estados mencionados alcanzaría en tiempo de paz cerca de 450.000 soldados y en tiempo de guerra podría ser incrementado y alcanzar la cifra de 1.100.000. Este ejército contaría con la flota más poderosa. La Liga tendría así a su disposición también los recursos financieros de la nación que disfruta del mayor crédito del mundo. Si un conflicto se planteara entre dos grandes potencias continentales, Alemania o Francia, Austria o Rusia, cierto es que la Liga, uniendo sus 227
fuerzas a las del Estado amenazado por la agresión, aseguraría su victoria. “Y la intervención de un poder pacífico disponiendo de una fuerza igual, si no superior, a la mayor fuerza militar del continente y con el apoyo moral de toda la opinión, ¿no podría prevenir a los Estados beligerantes para que no cayeran en la tentación de perturbar la paz del mundo?”145. Si esto ocurriera, ningún Estado, aunque fuera muy poderoso, se sentiría con fuerzas para perturbar la paz y enfrentarse con una fuerza superior a la propia. Se daría entonces en Europa el mismo fenómeno que ocurrió al fin de la Edad Media en el interior de los Estados. Habiéndose hecho los soberanos bastante fuertes para obligar a los señores feudales a mantener la paz, los más poderosos y ambiciosos jefes se despojaron de sus armas al comprender que no podrían ya provocar conflictos militares sin incurrir en severas penas. Del mismo modo, los Estados que ahora son los más agresivos se desarmarían al fin, si tuvieran que contender con ejércitos más poderosos que los propios. “Garantizar la paz entre los pueblos civilizados y realizar el desarme, al hacer inútiles los ejércitos: tal sería la finalidad de la Institución de la Liga de los Neutrales”146. Los Gobiernos no querrán tomar la iniciativa de promover una Liga semejante. Sólo la presión de la opinión pública puede obligarles a ello. “Por esto —dice Molinari— apelamos a la opinión pública y fundamos la Asociación para establecer una Liga de Neutrales. Esta Asociación tiene como fin especial y limitado llevar a término por publicaciones y reuniones públicas una propaganda eficaz en Inglaterra, Holanda, Bélgica, Suiza y Dinamarca capaz de presionar a sus gobernantes para decidirles a establecer la Liga, a la que podrían adherirse cuantas naciones lo deseasen. Conseguido este fin, la Asociación se disolverá, como su hermana mayor la Liga Librecambista —cuyos trabajos en favor de la libertad y de la paz intenta completar —se disolvió después de la abolición de las leyes de Granos”147. Tal fue el proyecto formulado por Molinari en 1870, el cual no encontró eco alguno. ¿Y qué otro resultado podía esperarse? Ni el pueblo inglés ni otras pequeñas naciones neutrales se sintieron capaces de llevar a término la tarea de ser guardianes de la paz. Inglaterra no pensó que su misión fuera suprimir la guerra, que constituía para ella, como para muchos otros poderes, un importante instrumento político. Respecto a los neutrales, sus más ardientes deseos eran permanecer fuera de cualquier conflicto internacional y abstenerse de toda intervención en los asuntos de las grandes potencias. La política inglesa no se cohonestaba con la de los Estados neutrales y los intereses de 228
éstos no eran tampoco idénticos; cada uno perseguía un fin diferente: su propia política. Además, si la Liga de los Neutrales se hubiera formado, su poder hubiera sido demasiado limitado para prevenir la guerra. Y aunque hubiera tenido a su disposición una fuerza suficientemente fuerte, no le habría sido posible asegurar una paz duradera al mundo, porque habría sido meramente una especie de Alianza. Pero toda alianza, cualquiera que sea su naturaleza, es más o menos frágil y susceptible de ser disuelta en cualquier momento. Molinari, en realidad, nunca se hizo ilusiones del valor práctico de su proyecto. En 1888, por ejemplo, escribió: “Admitiendo que las clases interesadas en el mantenimiento de la paz fueran conscientes de su poder y tuvieran la firme voluntad de utilizarlo, encontrarían en la formación de una Liga de Neutrales una herramienta eficaz para la pacificación y el desarme. Esto era lo que deseábamos poner de relieve al formular este proyecto, cuya total realización no tenemos oportunidad de llevar a buen término en el presente estado de cosas”148. Aunque las dificultades para la creación de una organización internacional para la paz fueran superadas en un futuro lejano, según su promotor, la Liga de Neutrales es sólo una construcción intelectual que los Estados deben apoyar para llevar a cabo la paz universal. Mas también deben seguir otros caminos para ello. Molinari, a este respecto, piensa en el establecimiento de “Tribunales Internacionales, cuyos veredictos deberían apoyarse por un poder coercitivo”149. ¿Qué motivos inducirán a los Estados a crear semejante organización para la seguridad colectiva? Según este autor, los sufrimientos que acarrearía una nueva guerra mundial. “Si uno examina y compara el poder de la clase interesada, de un modo inmediato, en el mantenimiento del estado de guerra y su costoso aparato, con el poder de las clases, mucho más numerosas, pero políticamente menos influyentes, interesadas en el mantenimiento de la paz y en el desarme, uno queda desgraciadamente convencido que sólo por el temor de un desastre, de una nueva gran guerra, podrían los intereses pacíficos ser capaces de ganar la vez y pedir a los gobiernos la creación de un organismo para la paz”150. Tal es, en resumen, la teoría de la Grandeza y decadencia de las guerras. El lector, sin duda, se habrá dado cuenta que se asemeja a la concepción de Say. En efecto, Molinari tomó sus principales elementos de la teoría de Say, así como de Saint–Simon y Comte151. Molinari ve en la guerra un hecho que fue necesario, útil y moral en el pasado, pero que en la actualidad es superfluo, dañoso e inmoral. 229
Tal concepción, pese al atractivo que presenta nacido de su misma simplicidad, no es muy satisfactoria desde el punto de vista sociológico152. Aunque no es tarea nuestra criticarla desde este ángulo, no podremos por menos de hacer observar que carece de una firme justificación histórica. Es inexacto sacar la conclusión, como hace Molinari, de que antes de la Edad Moderna las guerras era el único y principal medio de aumentar la riqueza y que por ello eran necesarias y útiles. Sin duda, hubo en la Antigüedad y en la Edad Media guerras tanto “útiles” como “inútiles”. Del hecho de que en esa época las guerras se declarasen a los bárbaros Molinari infiere que la guerra era en general útil para la sociedad civilizada en su conjunto (hasta para las clases esclavizadas). Parece como si todas las guerras se hubieran realizado sólo contra los salvajes. Mas esto es inexacto. ¿No fue la Edad Media testigo de gran número de guerras entre países civilizados? Y si es así, ¿cómo puede aceptarse la tesis de Molinari? También violenta los hechos cuando afirma que las guerras no contribuyen ni indirectamente al progreso industrial. No es menos arbitraria la idea suya de que cuando la guerra era útil era moral, y en cuanto dejó de ser útil se convirtió en inmoral. El punto de vista utilitario no es suficiente ni para establecer ni explicar en general o en particular la moralidad o la amoralidad de las guerras. Estas observaciones son, sin embargo, de escasa importancia para el punto de vista sustentado por Molinari en sus conclusiones: la nocividad de las guerras modernas. Admitiendo, como tácitamente lo hace, que los beligerantes respeten el derecho de propiedad y las vidas de la población civil, se llega a la conclusión de que las grandes guerras, en general, no compensan los gastos que ellas motivan. En este aspecto se puede estar de acuerdo con Molinari, aunque no se admita la exactitud de su teoría sobre la grandeza y decadencia de la guerra. Nos parece oportuno añadir que si un beligerante no respetase las leyes elementales de la civilización moderna podría obtener provecho de una guerra victoriosa. En su análisis de la evolución de la economía moderna y especialmente en su perspectiva de la paz futura, Molinari está influido por Say y su economicismo histórico. Como él, basa esta perspectiva en los intereses de las clases industriales, y no deseamos repetir aquí lo que ya hemos dicho en el capítulo dedicado a Say sobre la incongruencia de su “individualismo” como interpretación de la evolución del mundo. Pero es importante hacer notar que en un punto esencial la concepción de Molinari difiere de la de Say. Este basa su esperanza en la evolución espontánea de las relaciones internacionales hacia la 230
paz. No juzga necesaria una organización pro–paz. Tal no es, sin embargo, el punto de vista de Molinari. Es cierto que Molinari, como todos los liberales, no imagina una paz duradera sin libertad de comercio. La guerra, que en su opinión es sólo una forma de rivalidad destructiva, es seguro que desaparecerá “para ser sustituida por una competencia más elevada: la emulación productiva o industrial”153. Si la guerra se juzga como un medio de adquisición, debería ser reemplazada, según Molinari, por un sistema de libertad comercial. Además, aunque se vea en la libertad de comercio una de las condiciones indispensables para la realización de la paz, no se puede considerar como el factor más adecuado para suprimir las guerras. La guerra, nos asegura (contrariamente a Say), se abolirá sólo por una organización internacional de la paz, provista de fuerza coercitiva suficientemente fuerte para aplastar a cualquier eventual agresor. En este punto, Molinari no está conforme con el programa de “las sociedades de amigos de la paz” de su tiempo. Los amigos de la paz se limitan, claro está, a pedir la intervención de la fuerza moral de la opinión pública y creen en el arbitraje como medio de prevenir la guerra. Molinari, por el contrario, estima que la fuerza moral es insuficiente para establecer la paz entre los Estados, como tampoco alcanza a mantener la paz entre los individuos. Opina que para ser acatada la justicia debe estar respaldada por la fuerza. Molinari está persuadido de la necesidad de una organización internacional para la paz, mas se opone a la limitación de la soberanía nacional. Una organización internacional para ese fin deberá estar compuesta de países independientes y soberanos. “La autonomía de las naciones no implica aislamiento u hostilidad. Las naciones están interesadas en facilitar las comunicaciones entre sí para aumentar en riqueza y poder y vivir en paz las unas con las otras”154. Infiere que la división de la Humanidad en Estados soberanos no conduce necesariamente a la guerra. La unificación política del mundo no le parece, por tanto, indispensable para el mantenimiento de la paz universal. Aún más, piensa que esta unificación no es realizable y aunque lo fuera, no sería deseable, pues no la considera económicamente ventajosa. “Sería en verdad un sueño, y hasta un sueño antieconómico, el desear la unificación del gobierno de las naciones por el establecimiento de una Monarquía o República universal”155. La división del mundo en Estados soberanos, según Molinari. es esencialmente económica. ¿Por qué? 231
Porque si la Humanidad formase una sola unidad política, el espíritu de emulación, desprovisto del estímulo del honor nacional, caería a un nivel ínfimo. En segundo lugar, la unificación política de la Humanidad tendría aún más serios inconvenientes: los errores cometidos por el Gobierno cuya autoridad se extendiese por el globo tendrían más graves consecuencias que en las condiciones presentes. Los daños que resultan de la aplicación de unas medidas erróneas tomadas por algún Gobierno nacional afectan a una extensión limitada.. Mas si, por el contrario, la Humanidad estuviera sujeta a una ley uniforme, este daño se convertiría, por tanto, en universal156. Los argumentos de Molinari serían serios si fueran más convincentes. Pero no pueden resistir el más ligero examen porque, si comparamos, por una parte, lo que la civilización debe a los estímulos puramente nacionales, y por otra, las pérdidas infligidas a la Humanidad por la perduración de este punto de vista, en política y en economía, es muy dudoso que la balanza se inclinase del lado de la tesis nacionalista. No se ve la necesidad de que en un mundo con un solo Estado el honor nacional tuviera que desaparecer completamente. Incluso cabe que tomara una gran preponderancia. El peligro sobre el que Molinari llama la atención, y que resultaría de los errores cometidos por un Estado mundial es, sin duda, aceptable; mas cabe preguntarse si no se compensaría por las ventajas que nacerían para la Humanidad de la paz que dicha organización aseguraría. ¿Es que tal peligro sería mayor que el que se produce en la situación actual, en que un solo Estado impone la guerra al mundo entero? Molinari admite que el establecimiento de una paz duradera no puede ser resultado de la acción de fuerzas espontáneas. Se da cuenta de que la paz necesita una organización internacional provista de fuerza coercitiva. Pero niega que para crear una organización así los Estados deban renunciar en mayor o menor grado a su soberanía. Aunque opuesto al nacionalismo piensa aún demasiado en términos nacionalistas para que le sea posible admitir la necesidad de una limitación de la soberanía nacional para el establecimiento de la paz. NOTAS 1 Juan Bautista Say (1767-1832) fue empleado, periodista e industrial. Habiendo leído por casualidad La riqueza de las naciones, se convirtió en un entusiasta del estudio de la Economía política. Elegido miembro del Tribunal
en 1790, dimitió en 1804. En 1816 abre en el Ateneo un curso público sobre Economía política. En 1819 fue nombrado profesor de economía industrial en el Conservatorio de Artes y Oficios. 2 Tratado , 6.ª edi., lib. II, cap. VII,
232
30 Tratado, 6.a edi., lib. III, capítulo VII, sec. II, pág. 485. 31 Ob. cit., pág. 486. 32 Curso, pág. 442. 33 Ob. cit., pág. 442. 34 Say, Epítome, págs. 586-87. 35 Tratado, 2.a edi., vol. I, pág. 34. 36 Tratado, 6.a edi., pág. 486. 37 Curso, pág. 577. 38 Say, Olbie (año VIII), pág. 585. 39 Idem, Curso, índice, pág. 742. 40 Catecismo de Economía política, 3.a edi., 1826, pág. 3. 41 Deseamos señalar que los estudios de M. Allix (véase la bibliografía final) han sido muy provechosos para nosotros. 42 De la libertad del comercio internacional, pág. 434. 43 Vol. I, pág. 331. Véase también página 330 y vol. II, pág. 53. 44 Say, Curso, p. VII, cap. XIX, página 442. 45 Ob. cit., p. VII, cap. XXI, página 44946 Ob. cit., pág. 449. 47 Blanqui, Principios elementales de Economía política (1842), pág. 117. 48 Say, Curso, pág. 449. 49 Idem, Errores, pág. 350. 50 Gaceta Nacional o el Monitor Universal, núm. 143, de 23 de mayo de 1790. (Reimpresión del antiguo Monitor, volumen IV. París, 1847, pág. 432.) 51 Tratado, 1.a edi., vol. I, Discurso preliminar, pág. XLIV. 52 Bastiat (1801-1850) fue hijo de un comerciante de Bayona; huérfano a los nueve años, después de una corta estancia en el colegio, se dedicó al comercio, con escaso éxito, y más tarde a la agricultura. Habiendo tenido conocimiento, por casualidad, del movimiento inglés librecambista, se transformó, después de la lectura de Cobden, en uno de sus más entusiastas apologistas. Fue secretario general de la Asociación Librecambista, miembro de la Asamblea Constituyente (1848) y de la Legislativa (1849). 53 Bidet, Federico Bastiat, el hombre y el economista (1906), pág. 273. 54 Bastiat, Cobden y la Liga, página II. 55 Armonías económicas, cap. XIX, páginas 524-25. 56 Ob. cit., pág. 530. 57 Bastiat, El libre cambio, páginas 196 y 204. 58 Idem, Sofismas económicos, página 134. 59 Ob. cit., pág. 08. Idéntico punto de vista se encuentra en Roux (1801), páginas 166 y 153, y en Ganilh (1809), volumen I. pág. 61.
sección 5, pág. 382; libro I, cap. XIV, página 136; cap. XVII, sec. I, pág. 173. Véase también Curso, 6.a edi., p. VII, capítulo XVIII, pág. 441. 3 Curso, 6.a edi., pág. 10 (Consideraciones generales). 4 Tratado, 6.a edi., lib. III, capítulo VII, sec. 2, pág. 485. 5 Tratado, lib. II, cap. XI, sec. I., páginas 425-26. 6 Tratado, lib. III, cap. VII, sec. 2, página 485. 7 Curso, p. VIII, cap. XVI, páginas 523-258 Tratado, 6.a edi., lib. III, cap. VII, sección 2, pág. 485. 9 Curso, cap. XVI, pág. 523. Benjamín Constant desarrolla la misma idea en su admirable ensayo El espíritu de conquista (1813). 10 Tratado, 2.a edi., vol. II, páginas 262-63. “El espíritu de conquista y el espíritu del comercio son dos enemigos irreconciliables.” Ganilh (1815), volumen II, pág. 465. 11 Curso, p. VII, cap. XVIII, página 441. 12 Ferrara (1855), pág. XXXIII. Véase también Ferrara (1938), pág. 66. 13 “Toda la filosofía de la economía de la guerra reside en la justicia más que en la utilidad real de su fin.” Ferrara (1855), Pág. XXXIV. 14 Curso, p. VII, cap. XIX, página 44315 Ob, cit., pág. 443. 16 Ob. cit., pág. 443. 17 Ob. cit., pág. 443. 18 Say, Curso, pág. 445. 19 Idem, Curso, pág. 445. 20 Tratado, 6.a edi., lib. I, cap. XIX; Curso, p. IV, caps. XXII-XXIII. 21 Curso, p. VII, cap. XIX, pág. 446. Dutens (1835), vol. II, págs. 223-26. Además aboga por un “sistema de pura defensa” y milicias. 22 Say, Curso, p. VII, cap. XX. Pequeño volumen, pág. 691. 23 Tratado, 1a. edi., vol. I, pág. 154. 24 Idem,, pág. 153. 25 Curso, p. III, cap. II, pág. 161. Wolowski (1848, págs. 240 y sig.) y Villiaumé (1864, vol. I, pág. 186) expresan puntos de vista similares. Villlaumé (1861, págs. 35-37) es partidario de “Un Congreso o Tribunal europeo.” Véase también ob. cit., págs. V-VI. 26 Tratado, 6/ edi., lib. I, cap. XV, página 145. 27 J. B. Say, Discurso preliminar, pagina 51. 28 Curso, p. VII, cap. XIX, pág. 44-2. 29 Obra mencionada y Tratado, sexta edición, lib. I, cap. XVII, sec. I, página 181.
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60 Armonías económicas, cap. XIV, página 431. 61 Bastiat, Crédito gratuito, página 319. 62 Idem, Paz y libertad o el presupuesto republicano, pág. 449. 63 Ob. cit., pág. 419. 64 Lo que se ve y lo que no se ve (1850), pág. 340. 65 Paz y libertad, pág. 456. 66 Ob. cit,, pág. 453. 67 Ob. cit., pág. 454. 68 La economía política antimaltusiana y el socialismo (1894), pág. 45. 69 Paz y libertad, pág. 457. 70 Sofismas económicos, págs. 97-98. 71 Bastiat, El libre cambio, páginas 204 y 205. 72 Idem, Sofismas económicos, página 116. 73 Idem, Capital y renta, pág. 6o. Libre cambio, pág. 194. La libertad comercial 75 Dupuit, (1861), pág. 170. 76 Ob. cit., pág. 171. 77 Dameth, Introducción al estudio de la economía política (ed. 1878), página 293. 78 Véase Congreso, 1848. 79 Véase Garnier, Elementos (1848), páginas 291 y 389. Nota histórica (1849). Respuesta (1851). 80 Congreso (1849), pág. 46. Véase también A. Schumacher (1929), páginas 165-69. 81 Congreso (1849), pág. 63. 82 Conforme con una frase de Horacio Say, ob. cit., pág. 53. Correspondencia, página 83 Bastiat, 198. 84 Ob. cit., págs. 199-200. 85 Véase Biblioteca de la paz (1869), páginas 208-211. 86 Leroy-Beaulieu. Además del
94 Passy, La cuestión de la paz (1894), pág. 68. 95 Passy, Las causas económicas de las guerras (1905), pág. 438. La libertad comercial 96 Passy, (1866), pág. 251. 97 Passy, Lecciones de economía política, pág. 582. Armonías económicas, 98 Bastiat, cap. XVI, pág. 448. 99 Ob. y pág. cit. 100 Rossi (1787-1848), jurista, economista y hombre de Estado, de origen italiano, se naturalizó en Genova (1820) y fue ciudadano francés posteriormente (1834). En 1833 sucedió a Juan Bautista Say en el Colegio de Francia. 101 Rossi, Curso de economía política (1840-1851), 5.a edi., vol. II, páginas 258-59. Véase también pág. 257. 102 Ob. cit., vol. II, págs. 248 y 250. 103 Ob. cit., vol. II, pág. 278. 104 Ob. cit., vol. II, págs. 279 y 281. La descripción de Rossi sobre los efectos económicos de la guerra es semejante a la de Ricardo. (Ob . cit ., lec. II, páginas 242-43). 105 Miguel Chevalier, sansimontano y editor del Globo (1806-1879), fue perseguido y sentenciado a un año de cárcel (1832). Gracias a la protección de Thiers, sólo cumplió la mitad de la condena y le fue posteriormente confiada una misión oficial en los Estados Unidos sobre el estudio de las comunicaciones. En 1840 sucedió a Ros si en el Colegio de Francia. Con Cobden fue el principal negociador del Tratado comercial anglofrancés en 1867. Véase Nicard Des rieux (1912) y Labracherie (1929)Sobre Chevalier, como continuador de Saint-Simón, véase el cap. XII, sec. 2, de este libro. 106 Véase Chevalier, Cartas sobre la organización del Trabajo (1848) página 335, Introducción. 1868, página CCCXLVIII; DXI f. 107 Chevalier, Examen del sistema protector (1852), pág. 169. 108 Ob. cit., pág. 168. La misma opinión, véase Walras (1898), pág. 300, y Walras (1907), pág. 169. Curso de. economía 109 Chevalier, política, 2.a edi., vol. II, pág. 244; véanse también págs. 239 y 240. Un punto de vista similar lo encontramos en Storch (vol. III, pág. 434). 110 Chevalier, ob. cit., 2.a edición, volumen II, pág. 253. 111 Chevalier, ob. cit., pág. 255. 112 Chevalier, ob. cit., págs. 338, 345-349. Un punto de vista similar, véase Courcelle-Seneuil (1891, vol. II, págs. 200-201). Antes de 1871 patrocinó
Tratado teórico y práctico de Economía política, ya citado, es también autor de un estudio estadístico titulado Las guerras contemporáneas (1869).
87 Economista y jurista genovés (1797-1869). Véase el excelente libro de W. E. rappard (1941). Derecho Internacio88 Cherbuliez. nal (1868), pág. 22. 89 Idem, ob. cit., pág. 18; Congreso de la Paz (1851), págs. 145-46. Ensayo, 1833, pág. 15. 90 Idem, Congreso de la Paz (1851), página 147. 91 Ob. cit., pág. 145. 92 Véase Bibliografía. de economía política 93 Lecciones (1861), pág. 578. Véase también página 577.
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las milicias (1858, vol. II, pág. 204; 1867, vol. II, págs. 191 f.). Testigo del desarrollo del militarismo, modificó su punto de vista. Su lograda obra contra el belicismo (1891, vol. II, págs. 197200), incluso ahora merece ser leída. De conformidad con el sistema de milicias de Cherbuliez, es el de menos coste de todos los sistemas de ejército, “pero —añade exactamente— hasta que sea generalmente adoptado por las naciones que aspiran a dominar el mundo, la cuestión del costo desempeña un papel secundario, ya que el fin perseguido afecta a la mis ma existencia del Estado y el ahorro sólo puede realizarse a expensas de la seguridad, lo que no es en realidad ahorro”. Cherbuliez (1862), vol. II, pág. 371. 113 Chevalier, Curso, 2.a edi., volumen II, págs. 349-50. 114 Ob cit., lec. II a 18. 115 Baudrillart (1821-1892), profesor de historia de las doctrinas económicas en el Colegio de Francia, redactorjefe del Journal des Economistes (18551865). 116 Baudrillart, Filosofía de la economía política (1860), ed., 1883, páginas 243-245. 117 Baudrillart en el Congreso de 1886, pág. 717, dijo: “La economía política no ha defendido más que una bandera: la del trabajo y la del cambio universal; sólo ha entonado un Tedeum: El Tedeum de la paz.” Baudrillart, ob. cit., pág. 716. En el mismo Congreso, Baudrillart pidió la desaparición de los ejércitos permanentes (ob. cit., 717). 118 Baudrillart, Manual de economía política (1857), pág. 299. 119 Ob. cit. Algunos economistas españoles han mantenido puntos de vista similares. “Situar bien la industria es favorecer el comercio y concertar el culto de la Patria con el amor de la Humanidad.” Colmeiro (1865), pág. 206. El comercio libre no es hostil al principio de la nacionalidad. (Olózaga, 1888, vol. I, página 605); Conserva a cada nación su fisonomía particular (Moreno Villena, 1896, pág. 318). De conformidad con Carballo y Wangüemert (1855, vol. I, página 266), Colmeiro (ob. cit., página 207), Madrazo (1874, vol. I, pág. 349) y Moreno Villena (ob. cit.), la libertad de comercio une a los pueblos, hace la guerra más difícil y más rara. 120 Baudrillart, Filosofía de la Economía Política, págs. 246-48. 121Baudrillart, Estudios (1858), volumen II, pág. 358. La idea desarrollada por el italiano Minghetti (1863, páginas 548-52) sobre la guerra es similar a la citada de Baudrillart.
122 «La economía política no posee la omnipotencia ni la omniscencia. Está de moda hoy en día pedir a ella actos sobre sus fuerzas y plantearle poblemas que no puede ella solucionar.” “Conviene que la economía política a fin de lograrlo reenvíe estos problemas a ciencias de más alto valor, a las autoridades competentes, a la moral, a la filosofía y a la religión.” Chevalier, Curso, volumen II (edi. 1844), pág. 453. 123 Curso, 2.a edi., vol. I, pág. 123 . 124 Molinari (1819-1912), de origen belga, desplegó su actividad principalmente en Francia. Llegó a París cerca de 1840 y se creó, gracias a su propio esfuerzo, una reputación dentro de la prensa radical. El golpe de Estado de 2 de diciembre de 1851 le hizo volver a Bélgica; explicó economía política en Bruselas y Amberes. Hacia 1860 volvió a París, donde fue redactor-jefe del Journal des Débats y del Journal des Economistes. Véase Guyot (1912), Pirou (1925), págs. 104 f. 125 Molinari, Grandeza y decadencia de la guerra (1898), págs. n, 12, 57; Cómo se resolverá la cuestión social (1896), págs. 101-103. 126 Molinari, Cómo se resolverá, página 126. Véase también pág. 125. 127 Ob. cit., pág. 128. 128 Ob. cit., pág. 211. 129 Boccardo, Diccionario de economía política, vol. II, pág. 140. 130 Ob. cit., vol. III, pág. 728. Véase también su Tratado (edición 1879), vol. III, págs. 181-193. 131 Pareto, Curso de economía política (1897), vol. II, págs. 44 y 45. 132 La envidia comercial y las relaciones internacionales (1911), pág. 23. 133 Molinari, Grandeza y decadencia de la guerra, pág. 140. 134 Molinari, Como se resolverá, página 128. 135 Molinari, Ob. cit. “El motivo de estos beneficios es suficiente para alimentar las pasiones belicosas de la clase donde se recluían los funcionarios militares y civiles.” 136 Molinari, La moral económica (1888), pág. 349. “[En favor de la guerra no actúan] más que los intereses de las clases que proveen al personal retribuido de los ejércitos, para el cual la guerra es una fuente de provechos y de honores, en el seno de la cual se recluían los gobernantes, cuyo medio de existencia queda asegurado durante la guerra como en la paz, para los cuales una guerra victoriosa procura un incremento do poder al extenderse sus mercados.”
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Grandeza y decadencia de la guerra, págs. 139-40. Véanse también págs. 134-35, y Molinari, Los problemas del siglo XX (1901), páginas
145 Molinari, Proyecto de asociación, pág. 437. 146 Ob. cit., pág. 438 147 Ob. cit., pág. 438. 148 Ob. cit., pág. 431. 149 Molinari, Cómo se resolverá la cuestión social, pág. 298. 150 Idem, Grandeza y decadencia de la guerra, págs. 198-99. 151 Sobre Saint-Simon, véase otro capítulo. Véase A. Comte, Curso de filosofía positiva (1830-1842), vols. V y VI. Sistema de política positiva (1851I 1854), vol. III, cap. I, págs. 56 a 67. 152 Véase Lagorgette, El papel de la guerra (1906), págs. 490-512. 153 Molinari Bosquejo de sociedad futura (1899), páj. 23. 154 Idem, artículo Naciones, pág. 260. 155 Idem, Economía de la Historia (1908), pág. 243. “Pero —añade— esta unificación entre los gobernantes, que no podría ser practicable ni deseable, se realiza entre las naciones”. 156 Idem, artículo Naciones, páginas 259-60.
137 Molinari,
299-300. 138 Molinari, Los problemas del siglo XX, págs. 218-27. 139 Molinari, La moral económica, página 351. 140 Molinari, Grandeza y decadencia de la guerra, pág. 175. 141Molinari, Ob. cit., págs. 206-7. Véase también Cuestiones económicas (1906), pág. 383. 142Véase Molinari, artículo Pas y guerra, pág. 313. 143 Molinari, El abale de SainiPierre (1857), pág. 67. En el mismo trabajo (págs. 56-67). Molinari examina los beneficios que se derivarán para los pueblos del establecimiento de an “Concierto Universa!” [de Estados] para el mantenimiento de la paz. 144 Grandeza y decadencia de la guerra, págs. 196-97. 145 Idem, artículo Mociones, páginas 259-60.
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LIBRO QUINTO
EL NACIONALISMO AGRESIVO
INTRODUCCIÓN
Habiendo examinado ya a los principales liberales del siglo XIX, nos queda por ver a los más conocidos representantes del proteccionismo. El proteccionismo logró una difusión tan universal como el liberalismo. Tuvo partidarios por doquier. No es de fecha reciente, pues su origen se retrotrae al mercantilismo. Pero en el siglo XIX encontró su más idóneo abogado en Federico List, quien le dio una nueva base teórica. Ningún otro economista contribuyó tanto a su difusión como el autor del Sistema nacional de economía política. Hay que admitir que la evolución económica y política de Alemania y la de otros países de Europa continental era favorable a la recepción de las ideas proteccionistas, lo que explica el grado de difusión alcanzado, pues de otra forma resultaría incomprensible. Después de List, fue la escuela histórica alemana la que sistemáticamente propagó el proteccionismo. No conciben el proteccionismo como algo temporal, sino como un sistema permanente de la vida económica nacional. Solicitan la aplicación de este sistema en favor a la vez de la industria y de la agricultura. Justifican las medidas proteccionistas por las necesidades impuestas a las naciones por su historia. Como List, defienden el proteccionismo por razones de interés nacional; pero, a diferencia de él, rechazan completamente el cosmopolitismo con que adornó su obra. Aunque dediquemos la mayor parte de este libro a los economistas germanos, no por esto ignoramos la existencia de proteccionistas no alemanes, ni deseamos dividir con una ulterior finalidad las escuelas económicas según sus orígenes nacionales. Lo hacemos simplemente porque, mientras el liberalismo ha encontrado sus más importantes representantes en Inglaterra y Francia, el proteccionismo los encontró principalmente en Alemania. Por otra parte, como los proteccionistas de fuera de Alemania desarrollan y argumentan en los mismos términos que List y la escuela histórica, nos parece inútil estudiarlos en detalle. Conscientemente, dedicamos poco espacio a economistas como Charles Brook Dupont–White, Henry Charles Carey, Simón Nelson Patten y Paúl Cauwés. El primer capítulo de este libro está dedicado a List, fundador del
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sistema nacional de economía* política. En la primera parte exponemos su crítica a la escuela liberal. En la segunda analizamos la parte constructiva de su sistema: el proteccionismo, concebido como una etapa del progreso hacia la paz universal; la teoría de las fuerzas productivas y el programa de la expansión nacional. Ponemos de relieve algunas semejanzas entre Fichte, Dupont–White, Paiten y List. Finalmente, examinamos el papel del nacionalismo e internacionalismo en la obra total de List. El segundo capítulo está dedicado al estudio de la escuela histórica alemana, y examinamos a aquellos autores interesados en el problema de la guerra: Wilhelm Roscher, Karl Knies, Lorenz von Stein, Albert Schäffle y Gustav Schmoller*. Los dos primeros discuten sobre la inutilidad de la guerra y de los ejércitos permanentes. Stein se refiere al valor económico del ejército. Schäffle polemiza contra los partidarios del desarme militar, que desde su punto de vista no tiene sentido económico. Schmoller defiende el espíritu bélico. En el último capítulo del libro V estudiaremos algunos representantes del método histórico fuera de Alemania: Emile Levasseur, Thomas Edward Cliffe Leslie, James Edwin Thorold Rogers, Emile de Laveleye y William Cunningham. Levasseur argumenta contra la carrera de armamentos en Europa. Leslie se pregunta si la paz constituye realmente “el tema de nuestro tiempo”. Rogers propone un “sistema de consejos internacionales”. Laveleye desarrolla un programa de colaboración internacional preparatorio para la paz. Cunningham, finalmente, trata de determinar si la base económica de la paz es “cosmopolita o internacional”.
* Roscher y Knies, junto con Hildebrand, fueron los fundadores de la escuela histórica alemana; Schmoller inició la nueva escuela histórica.
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CAPITULO XII LIST
El factor guerra ocupa por entero el pensamiento de Federico List1. Se puede afirmar sin duda que en un último análisis su doctrina está inspirada en la idea de la nacionalidad. En su pensamiento, la existencia de la nación está estrechamente unida a una lucha continua entre los pueblos, para la que cada uno debe estar siempre dispuesto, lo que abona nuestra afirmación de que el factor guerra dirige y moldea su concepción. Se puede añadir incluso que ningún otro economista del siglo XIX estuvo tan influido por él como List. Los escritos del economista alemán están llenos de observaciones sobre la guerra. Su obra más importante, Sistema nacional de economía política (1841), será objeto de un estudio detallado. Un manuscrito de List, Sistema natural de economía política, no publicado hasta 1927, tiene también un interés considerable. Entre sus publicaciones, las más importantes para nuestro estudio son Directrices de la economía política americana (1827), Ideas sobre las reformas económicas, comerciales y financieras aplicables a Francia (1831) y La economía política ante el tribunal de la Historia (1839). Es difícil, casi imposible, determinar los autores que han inspirado la obra del fundador del sistema nacional. List cita frecuentemente y con alabanzas a dos franceses: Chaptal (1756-1832), químico de reputación, pero sólo conocido por sus trabajos económicos, y Charles Dupin (1784-1873), matemático y economista. La influencia de ambos sobre List es cierta. La de Alexander Hamilton (1757-1804) parece probable, aunque no está probada. La de Ferrier (1777-1861), francés neomercantilista, y la de Raymond (1786-1849), americano proteccionista, no están determinadas con certeza. El estudio de las fuentes literarias de la obra de List está más allá de los propósitos de este libro. Recomendamos a los lectores interesados en este tema la inmejorable introducción al cuarto volumen de las Obras de List, publicadas bajo los auspicios de la “Friedrich List Gesellschaft”, y que es de todas las ediciones críticas sobre el gran economista la mejor para estudiar a este prolífico escritor.
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I. LAS DOS CIENCIAS ECONÓMICAS. Según el liberalismo, la ciencia económica no es “nacional”; es cosmopolita, olvida las fronteras políticas. Turgot es el que mejor encarna el concepto fundamental: “quienes no olviden que hay Estados políticamente separados unos de otros y diversamente constituidos, nunca podrán abordar cuestiones de economía política”2. A este respecto es interesante recordar la opinión de Juan Bautista Say sobre este tema. A la pregunta de si la economía de las naciones es la misma que la de los individuos, replica afirmativamente: “Será absurdo creer que pueda haber dos tipos diferentes de aritmética, uno para los individuos y otro para las naciones, y si es irrazonable imaginarse esto, también lo es el que pueda haber dos ciencias de economía política”3. En otras palabras, la escuela liberal actúa como si la Humanidad no estuviera dividida en unidades políticas soberanas. Hace caso omiso del factor nacional, partiendo del principio de que la existencia de los Estados en manera alguna modifica las leyes económicas. En su opinión, la identidad de los intereses económicos de las naciones es perfecta; fluye del orden natural de las cosas. List es el mayor adversario del concepto cosmopolita del liberalismo económico. El título de su principal obra, Sistema nacional de economía política, es suficiente para mostrar el profundo abismo que le separa de la escuela liberal. En su opinión, el error fundamental de los liberales es haber confundido la economía “cosmopolita” con la economía “política”. Mientras la primera trata de saber cómo “la Humanidad entera puede alcanzar la prosperidad”, la segunda “limita su enseñanza a inquirir romo una nación dada puede obtener (bajo las condiciones existentes en el mundo) la prosperidad, civilización y poder, por medio de la agricultura, industria y comercio”4. En el pensamiento de List esta distinción entre las dos clases de economías es de gran importancia. Ni Quesnay, ni Smith, ni Say lo habrían entendido. List considera que las obras de aquéllos son confusas y les acusa de haber hecho imposible una verdadera investigación científica en el campo económico. Quesnay fue el primero que extendió sus investigaciones a la Humanidad como un todo, sin tener en cuenta el factor nacional. Smith procede de igual modo e intenta establecer el carácter cosmopolita del sistema librecambista. No se ocupa 244
de la economía política; esto es, de la política que cada nación por separado ha de seguir para alcanzar su desenvolvimiento económico. Titula su obra: Investigación de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, pero no trata en realidad de lo que su título parece sugerir. Dedica una parte de la misma al examen de varios sistemas económicos, pero sólo con el propósito de demostrar su mezquindad y probar que la economía política o nacional abrirá el camino a la economía universal. “Aunque habla de la guerra en varios pasajes, lo hace sólo de una forma incidental. La idea de un estado de paz perpetua forma la base de todos sus argumentos’5. Juan Bautista Say siguió los pasos de sus predecesores y, a pesar de titular su obra Economía política, no trató de la economía de las naciones. Esta confusión de palabras produjo una seria confusión de ideas. Según List, todos los escritores que le sucedieron han caído en el mismo error. ¿Qué modificaciones propone List en la ciencia económica? Su intención no es rechazar la teoría económica universal, o universalizada, tal como había sido creada por los liberales, mas piensa que la economía política o nacional también deberá ser estudiada científicamente. “Para ser consecuente con las leyes de la lógica y de la naturaleza de las cosas es preciso contraponer la economía social a la economía privada, y distinguir en la primera la economía política o nacional que, emanando del concepto de nacionalidad, indique a cada nación, en el estado presente del mundo y sin perder de vista sus propias y peculiares circunstancias naturales, cómo puede mantener y mejorar sus condiciones económicas, y la economía cosmopolita o mundial, que actúa sobre la base de que todas las naciones del globo forman una sola sociedad viviendo en paz permanentemente”6.
II. ECONOMÍA COSMOPOLITA. Cuanto más ricos y numerosos sean aquellos con quienes el individuo tiene trato, más vasta será el área abierta a su actividad y más fácil le será mejorar su condición. Esto es cierto, tanto para las naciones como para los individuos. Imaginemos una asociación de todos los pueblos del mundo, e incluso ni la imaginación más calenturienta sería capaz de concebir el bienestar que resultaría para la Humanidad. “Si, como pide la escuela liberal, partimos de una unión o confederación universal de todas las naciones, como garantía de una paz eterna, 245
el principio de la libertad internacional de comercio parece perfectamente justificado”7. La idea de una federación mundial y paz permanente es un imperativo innegable, tanto por la razón como por la religión. Si las luchas entre los individuos son contrarias a la razón, ¡cuánto más no lo serán los conflictos armados entre las naciones! La economía social obtiene de la historia de la civilización irrefutables argumentos en favor de una asociación de todos los hombres bajo un mismo régimen legal, Dondequiera que los individuos vivan en estado de guerra, su bienestar es ínfimo. Aumenta en la medida que la asociación humana se hace más extensa, creciendo de las pequeñas agrupaciones de familias a ciudades; de federaciones de ciudades a uniones de regiones enteras y, finalmente, a uniones de varios Estados bajo un mismo sistema de leyes. “Si la naturaleza de las cosas es lo bastante poderosa para extender la unificación, que comenzó con la familia, sobre cientos de millones, debemos considerar que tal naturaleza es también suficientemente fuerte para llevar a término la unificación de todas las naciones. Puesto que el pensamiento humano ha sido capaz de hacer perdurar las ventajas de esta gran unificación, debemos creer que es capaz también de comprender las ventajas de la unificación total de la Humanidad”8. Los progresos alcanzados en las ciencias, las artes, la industria, las comunicaciones y la organización social unen a los pueblos fuertemente. El progreso industrial avanza y hace más difíciles los conflictos armados entre las naciones. “Cuanto más avance y se extienda uniformemente la industria sobre los países de la tierra, menores serán las posibilidades de que se desencadene una guerra. Dos naciones que han alcanzado igual desarrollo industrial se infligirían mutuamente tales daños en una semana que no los repararían en una generación” 9. La colaboración internacional ha hecho tan notables progresos, que ha comenzado a sustituir lentamente a la rivalidad militar. List observa incluso signos que presagian una nueva organización de los pueblos europeos. “En los Congresos de las grandes potencias europeas existe, en embrión, el futuro congreso de naciones. La tendencia de dirimir las diferencias por negociaciones prevalece claramente sobre la de obtener la justicia por la fuerza de las armas. Un examen de las causas de la riqueza y de la industria ha conducido a las mentes más lúcidas de todas las naciones civilizadas a la convicción de que la tarea de civilizar las naciones bárbaras y semibárbaras o aquellas cuya cultura es retrógrada, tanto como la fundación de colonias, ofrece a las naciones civilizadas un campo insospechado para el desenvolvimiento de los 246
poderes productivos, que prometen frutos más seguros y cuantiosos que los que proporcionan la guerra o las restricciones comerciales10. El pacifismo de la escuela liberal está, por tanto, bien fundamentado. La ciencia ha de admitir que el bienestar humano no puede alcanzar su más alto nivel sin una colaboración pacífica de todas las naciones. Pero los liberales olvidaron tomar en consideración la naturaleza de las nacionalidades, así como sus condiciones particulares, y se equivocaron al tratar de reconciliar los intereses nacionales con la idea de una unión universal y una paz permanente. “La escuela liberal
ha admitido como existentes un estado de cosas que aún no se ha alcanzado. Da por lograda la unión universal y la paz perpetua; de ambas deduce los grandes beneficios de la libertad comercial. Con ello confunde los efectos con las causas”11. Olvida, entre otras cosas, que no es la unión comercial la que precede a la unión política de las naciones, sino, por el contrario, que ésta allana el camino a la primera. La unión comercial se deriva, por tanto, de la unión política y no viceversa, y sería erróneo el tratar de invertir el orden de las cosas12. La doctrina liberal no puede ser aplicada universalmente en el momento actual, porque la hostilidad entre los pueblos no ha cesado aún. Los pueblos del mundo no forman todavía una república universal. La Ley de las naciones es sólo el embrión de un estado legislativo futuro. Sin duda la razón ordena (y sus propios intereses lo afirman) que las naciones dejen a un lado sus celos naturales. La primera les dice que la guerra es tan estúpida como brutal; los segundos les enseñan que la paz eterna y la libertad de comercio elevarían a los pueblos al más alto grado de prosperidad. A pesar de esto, el mundo está lejos aún de conseguir la seguridad internacional. “Hasta la fecha sólo se manifiestan ligeros indicios entre las naciones más avanzadas, que han comprendido la necesidad y la utilidad de tal condición. El estado político y social de las naciones, aun las más avanzadas, no está suficientemente desarrollado como para emprender una reforma semejante. Además, las naciones civilizadas y cultas no podrían renunciar a la protección armada y a la guerra en tanto haya poderes que buscan, en vez de la prosperidad del género humano, la conquista y dominio de otros países y naciones”13. Tal es la situación actual y la que se dará durante bastante tiempo. Ninguna nación puede dejar de lado la posibilidad de la guerra y debe prepararse para ella. Mas no estará bien preparada sin una industria poderosa, cuyo desenvolvimiento requiere una inteligente protección. Es la guerra y el peligro de la guerra lo que impone una 247
política proteccionista a las naciones. Es, por tanto, la protección nacional y no la aversión a la paz lo que induce a List a abogar por el proteccionismo. En esto difiere de la “escuela romántica”, cuyos dos principales representantes, Adam Heinrich Müller (1779-1829) y Carl Ludwig von Haller (1768-1854), glorifican la guerra por ella misma14. Este no es el caso de List, que en ninguna de sus obras la elogia. No critica el internacionalismo de los liberales, porque él considera “la nacionalidad tan sólo como un hito en el camino del cosmopolitismo”15. “Nosotros también, dice, somos cosmopolitas, salvo que nuestro cosmopolitismo se basa en una sólida base, en la nacionalidad; llegamos a un punto en el que el sistema del libre cambio es más ventajoso a una nación que el sistema de restricciones. Pero nosotros llegamos ahí por una ruta completamente diferente de la de Smith y Say. Somos ciudadanos de un Estado antes que del mundo. Nuestros esfuerzos y facultades están dedicados a la civilización, la prosperidad, la gloria y la seguridad de nuestra nación. Luchamos por la misma meta, en consideración a la Humanidad; pero su bienestar debe ser compatible con el de la nación, y este último no debe sufrir para acelerar la prosperidad del primero”16. Al defender el proteccionismo, List, claro está, cree que lo hace en nombre de la libertad de comercio. Al pedir el robustecimiento del poderío militar de la nación, lo hace en nombre del pacifismo. Afirma lo siguiente: “Aunque partidarios de las teorías del libre cambio, creemos en la necesidad de una sabia protección para la industria nacional; cosmopolitas en principio y llenos de fe en la utopía de la paz eterna, sin embargo, no nos persuadimos que, en las condiciones presentes del mundo, una nación actúa con prudencia al desmantelar sus fortalezas y abandonar todos sus medios de defensa”17. Et la patrie et l’humanité, tal es el lema de List. Su sistema de economía nacional, piensa, está destinado a conciliar los intereses de la nación con aquellos de la Humanidad.
III. ECONOMÍA NACIONAL. En el campo del comercio internacional la economía política debe extraer sus lecciones de la experiencia y considerar los intereses presentes de la nación. Debe, asimismo, tomar en cuenta las necesidades del futuro y de la Humanidad como un todo. Así, la economía se relaciona con la historia, la política y la filosofía. 248
La Historia enseña la necesidad del proteccionismo para los Estados deseosos de alcanzar un grado superior de poder y de progreso material e intelectual. En interés de cada nación, los políticos piden garantías para su independencia y segundad. “La filosofía, en nombre del futuro de la Humanidad como un todo, pide: un constante aumento en el entendimiento y acercamiento de las naciones; evitar las guerras tanto como sea posible; establecer y desarrollar un estatuto internacional (Rechtszustand); transición de lo que ahora se llama ley de las naciones a una ley federal; libertad de intercambio internacional, tanto intelectual como material, y, finalmente, unificación de todas las naciones bajo un mismo sistema de leyes universal”18. Según List, la práctica y la teoría han sido ambas demasiado estrechas y unilaterales. La práctica, en otras palabras, el sistema mercantilista, atribuye al proteccionismo un carácter absoluto, cuando éste sólo es útil y necesario para ciertas naciones y para determinados períodos de su evolución. El mercantilismo no ve que el proteccionismo es sólo el medio mientras que la libertad es el fin. Considera sólo la nación en el momento presente desde el punto de vista exclusivamente político y nacional, en lugar de mirar la Humanidad en el futuro; por tanto, carece de perspectivas filosóficas y cosmopolitas. La doctrina liberal, por el contrario, cae en el extremo opuesto. “La teoría que prevalece... como fue pensada por Quesnay y elaborada por Adam Smith, no tiene en cuenta más que las pretensiones del futuro, y no las del más distante futuro. Consideran la unión universal y la libertad absoluta del comercio internacional como realizable hoy, cuando esta idea cosmopolita tal como se entiende quizá sólo sea realizable dentro de varios siglos. No comprenden las necesidades del presente y la naturaleza de la nacionalidad; ignoran incluso la existencia de la misma nación y el principio de la educación de la nación para la independencia (Selbständigkeit). Con una orientación exclusivamente cosmopolita consideran la Humanidad como un todo, y en ningún momento el de la nación y su bienestar; desprecian: la política y declaran que la experiencia y la práctica son meras rutinas”19. Este cosmopolitismo transforma la doctrina de Adam Smith en tan quimérica como la del abate de Saint–Pierre. Por esta causa, los políticos no pueden tener en cuenta las orientaciones de la escuela liberal. La utopía de los liberales es la causa del divorcio entre la política económica de los Estados y la teoría económica. ¿Cómo puede un estadista actuar de conformidad con los principios de Smith? El proteccionismo no es más que una de las formas que puede re249
vestir la guerra y ésta no es más que un duelo entre las naciones. Se puede indudablemente condenar la guerra al igual que se condena el duelo y admitir incluso su sinrazón e inmoralidad. Es posible considerar como “un postulado de la razón que las naciones deberían resolver sus diferencias conforme a una ley, como lo hacen ahora los Estados Unidos entre sí”20. ¿Qué se diría, se pregunta List, de un ministro de la Guerra, que, partidario de los cuáqueros, rehusase construir fortalezas, ejercitar a los soldados o fundar academias militares porque la Humanidad sería más feliz si no hubiera guerra? Esto sería tan irrazonable como lo mantenido por los discípulos de Smith, quienes, en las condiciones imperfectas del mundo actual, no consideran los intereses inmediatos de las naciones, porque sería más perfecto y más ventajoso para la Humanidad, aunque completamente imaginario, un estado en el que la raza humana gozase de la plena libertad de comercio21. Los liberales no se dan cuenta de que en la economía política hay tanto de política como de economía; olvidan que la economía política no puede confundirse con la economía cosmopolita. Siendo la política esencialmente nacional, la economía política se identifica con la economía nacional. Mientras la economía privada y cosmopolita se refiere exclusivamente a la riqueza, la economía política tiene por objeto estudiar el poder y la riqueza de las naciones, dos factores que son interdependientes. Por ello, “la riqueza nacional se aumenta y se asegura por el poder nacional, como el poder nacional se incrementa y se asegura por la riqueza nacional”22. De estos dos factores, List piensa que “el poder es más importante que la riqueza; porque una nación, por medio del poder, es capaz no sólo de abrir nuevas fuentes productivas, sino de mantenerse en posesión de las antiguas y de las recientemente adquiridas”23. Mientras la economía política concentra su atención en la prosperidad nacional y en el poder, la economía cosmopolita no presta mucha atención a la condición real de las naciones. “Su fin exclusivo se dirige a demostrar cómo la libertad de comercio elevaría las repúblicas del mundo al más alto grado de prosperidad y cómo los gobernantes, para alcanzar este fin, sólo tienen que suprimir las tarifas aduaneras y permitir a los individuos actuar y manejar sus negocios con completa libertad”24. La economía cosmopolita ignora la división de la Humanidad en naciones y supone la inexistencia de la guerra. Mas al hacerlo así, se evade de la realidad de las cosas y convierte en inútiles e inaplicables todas sus afirmaciones para los que, obligados a seguir un fin nacio250
nal, deben tomar en consideración y prepararse para la posibilidad de un conflicto internacional. Al basar sus especulaciones en hechos alejados del mundo real, el sistema liberal se ha hecho impracticable25. Cuando se trata de reconciliar la teoría con la práctica en la economía liberal, se llega a conclusiones contradictorias. Las concesiones que tienen que hacer a la realidad de los hechos son de tal naturaleza, que implican, contra su voluntad, la admisión del sistema proteccionista como un todo. Así Smith solicita del Estado la protección de las industrias que contribuyen a la defensa nacional. “Es evidente, observa List, y vamos a probarlo, que nada contribuye más a la defensa, esto es, a la independencia y poder de una nación, que una agricultura e industria ampliamente desarrollada dentro del Estado. Se observa que de admitir esta excepción de Smith se tiene que admitir el principio proteccionista26. List desea liberar de estas contradicciones a la economía política. Según él, no cabe ignorar la existencia de la guerra y eludir los pro blemas que para la nación resulten de ella.
IV. DE LA GUERRA Y EL DESENVOLVIMIENTO INDUSTRIAL. La guerra, al igual que la lucha entre los individuos, es la explosión de la naturaleza salvaje del hombre27. La animosidad internacional y la guerra tienen como causa primaria el esfuerzo del hombre para librarse del trabajo y hacer que otros lo hagan por él28. Los hombres desencadenan las guerras, entre otras razones, para capturar botín y tierras; someter a sus antiguos propietarios29; mantener o adquirir una supremacía comercial o librarse de ella30. La guerra es especialmente dañosa para el país cuyo suelo sirve de campo de batalla, ya que destruye su agricultura y sus manufacturas31. Puede conducir a la decadencia de la industria nacional en su conjunto o en una rama particular32. Aunque la guerra es “el mayor azote de las naciones civilizadas”33, sería erróneo considerarla en sus consecuencias económicas sólo como dañosa. Ciertos países, Inglaterra por ejemplo, han alcanzado grandes riquezas de resultas de guerras llevadas lejos de su suelo34. Aún más, se ofrece el caso de países que, aunque su propio territorio haya sufrido la guerra, en ciertas circunstancias han obtenido grandes beneficios económicos. Tal fue el caso de los Estados Unidos, cuyo desenvolvimiento fue afectado favorablemente por la guerra de la Indepen dencia35. Las guerras siempre obstaculizan el comercio internacional al rom251
per los lazos que unen la agricultura de un país con las manufacturas de otro. El agricultor no podrá vender sus granos a los manufactureros del país enemigo, ni el país industrial, a su vez, embarcar sus mercancías para los países agrícolas. Por ello, estos países, en caso de guerra, para satisfacer sus necesidades, tienen que contentarse obligatoriamente con sus propios recursos. Es en esta situación cuando la industria incipiente, limitada por la competencia extranjera, se desarrolla. En un primer momento es incapaz de vender al agricultor sus productos a tan buen precio ni de igual calidad que la industria extranjera; pero con el tiempo mejorarán indudablemente sus métodos de producción. El agricultor, en la primera etapa, no estará compensado de las pérdidas que sufre con la interrupción del comercio extranjero por el desarrollo de la industria en su propio país. No podrá vender tanto como antes, y deberá pagar por bienes industriales de inferior calidad más de lo que abonaba anteriormente. Por tanto, el agricultor pierde por ambos lados. Sin embargo, cuando la competencia entre los fabricantes nacionales comience —cuando éstos efectúen grandes compras en el mercado nacional, debido al desenvolvimiento de su actividad—, se dará cuenta de que conforme va transcurriendo el tiempo el progresivo establecimiento de industrias le proporciona ventajas superiores a aquellas que el comercio internacional le aseguraba; ventajas éstas que están exentas de las perniciosas interrupciones causadas por la guerra. Si las hostilidades son de larga duración y el progreso industrial ha sido suficiente amplitud, los agricultores pedirán en su propio interés que la industria sea protegida de la competencia extranjera. Tal es la realidad que se ofrece en el desenvolvimiento de una ración con una agricultura floreciente en tiempo de guerra. Al volver la paz, los comerciantes dedicados al comercio internacional solicitan el laissez faire, laissez aller. Los industriales, por el contrario, piden que el privilegio de hecho obtenido por la guerra, a través de la exclusión de la competencia extranjera, se les garantice legalmente, en su beneficio, después del cese de las hostilidades. Argumentan que la restauración de la libertad comercial arruinaría la industria nacional y convertiría en inútiles los sacrificios hechos durante la guerra, tanto por los agricultores como por los capitalistas. En caso de una nueva guerra, la nación transformada de nuevo en agrícola se vería obligada, otra vez, a sacrificarse, creando una industria, en tanto que si continúa convenientemente garantizada a través 252
de una protección, las industrias, conforme el tiempo pase, serán lo suficientemente fuertes para no temer la competencia extranjeraLa agricultura obtendrá un gran beneficio de la existencia de una industria nacional perfeccionada, que las guerras futuras no podrían perturbar, y que por esta razón podría desarrollarse plenamente. Los agricultores deben escoger entre la aparente ventaja del presente o la ventaja real del futuro; entre la libertad actual del comercio que les permite comprar mercancías manufacturadas más baratas o un futuro que les ofrecerá un mercado nacional más amplio y seguro. Un patriotismo juicioso y prudente les aconseja decidirse por el proteccionismo, en el que se basan los cimientos de la futura prosperidad y grandeza de la nación. List desarrollaba en 1837 este punto de vista en su famosa obra Sistema natural de economía política36. Su conclusión es: “Los sistemas proteccionistas y prohibitivos no son una invención de mentes especulativas, sino consecuencias naturales de las guerras y enemistad entre las naciones”37. Las tarifas aduaneras proteccionistas, afirma, deben ser consideradas como “natural e inevitable consecuencia de las luchas y hostilidades internacionales”38. En el Sistema nacional de economía política (1841) encontramos de nuevo las mismas ideas. En este trabajo, sin embargo, List explica el origen del proteccionismo por otras causas además de la guerra. “Las naciones menos avanzadas, frente al desarrollo de otros países, los sistemas de tarifas aduaneras y la guerra, se han visto obligadas a buscar, por sí mismas, el medio de efectuar la transición del estado agrícola al estado industrial y restringir, por un sistema aduanero propio, el comercio con los países más avanzados que detentan un monopolio industrial, en tanto que el comercio internacional se mantenga sin trabas de ninguna clase.” “El sistema aduanero no es, por tanto, como se ha afirmado, una invención de mentes especulativas; es una consecuencia natural de la lucha de las naciones para garantizar su permanencia, prosperidad o predominio” 39. En otro lugar, List vuelve a exponer su punto de vista del modo siguiente: “La historia nos prueba que la legislación proteccionista nace de los esfuerzos naturales de las naciones para alcanzar su prosperidad, independencia y poder, o a consecuencia de las guerras y de la política comercial hostil seguida por las naciones industriales predominantes”40. List amplió así, del año 1837 al 1841, su interpretación sobre las causas del proteccionismo; mientras en 1837 hace descansar la misma 253
exclusivamente en la enemistad internacional, en 1841 menciona otra causa además de aquélla: la tendencia de los pueblos a asegurar su prosperidad. De los párrafos que terminamos de citar se puede deducir que, a su entender, estas dos causas son igualmente importantes. Esto es, sin duda, cierto en cuanto se refiere a la justificación teórica del proteccionismo. En el Sistema nacional justifica, en efecto, la necesidad del proteccionismo, tanto para afrontar una posible guerra como para lograr el progreso económico y cultural de las naciones. Mas cuando trata de explicar el origen del proteccionismo sobre una base puramente histórica, parece que estima que aquél tiene su origen más en la guerra que en el esfuerzo nacional para alcanzar la prosperidad. Dos párrafos de su Sistema nacional sugieren esta interpretación: “La Historia enseña que las restricciones no son invención de mentes especulativas, sino consecuencia natural de la diversidad de intereses de las naciones en lucha tan pronto como logran su independencia o su ascendencia hacia el poder, y por ello las rivalidades y las guerras no pueden cesar sino con la desaparición del antagonismo entre los intereses nacionales, y esto sólo se alcanzará como resultado de la unión de todas las naciones bajo un mismo sistema de leyes”41. El otro párrafo, aunque más corto, es aún más tajante: “La guerra ha dado existencia al moderno sistema proteccionista”42. La escuela liberal, según List, fracasó al tratar de interpretar esta verdad. No tomó en consideración la influencia de la guerra sobre la vida económica de las naciones y sobre la economía política; no advirtió que la guerra necesariamente requiere un sistema aduanero prohibitivo43. La guerra ejerce el mismo efecto sobre una nación civilizada y agrícola que un sistema prohibitivo. Juzgados desde este punto de vista, los efectos de la guerra sobre el desarrollo de la industria nacional son favorables44. List considera como designio de la Providencia que el mejoramiento de las condiciones de la Humanidad, así como el incremento de su poder y facultades, se logre a través de una lucha constante, tanto moral como física, entre opinión y opinión, interés e interés, y nación y nación. Si bien los filósofos creen que la paz perpetua y la unión de los pueblos producirían el más alto grado de felicidad, no es menos cierto que la lucha entre las naciones, aunque perjudicial a la civilización, es a menudo la causa de la elevación del nivel de vida de los pueblos que lucharon por su libertad y su independencia. Al poner en acción todas las facultades de la nación, las guerras han contribuido 254
al progreso de la raza humana hacia un grado más alto en su perfeccionamiento45. List no se puede clasificar entre los defensores de los gastos inútiles que ocasiona la guerra, entre los que abogan por el mantenimiento de grandes ejércitos o creen en la utilidad absoluta de una deuda pública considerable. Mas tampoco está de acuerdo con la escuela liberal, que considera como dañoso todo consumo o gasto no productivo, entre los cuales se encuentra la guerra. “El mantenimiento del Ejército, la guerra y la deuda contraída para atender estos propósitos pueden, como enseña Inglaterra, bajo ciertas circunstancias, conducir a un gran incremento de los poderes productivos de la nación. Para hablar con estricta justicia, si bien la riqueza material puede haber sido consumida sin provecho alguno, este consumo puede, sin embargo, estimular las industrias hacia la realización de vastas obras, a la par que conducir a nuevos descubrimientos o mejoras, y con ello aumentar el poder productivo en general. Este poder se convierte en una adquisición permanente y aumentará más y más, mientras los gastos de la guerra sólo se efectúan una vez”46. De esto se deduce que la guerra no es exclusivamente destructiva y que al contribuir a la industrialización de un país puede, desde el punto de vista puramente económico, favorecer a la nación. “Cuando la guerra favorece el cambio del estado agrícola puro al estado agrícola–industrial es una bendición para la nación. Tal fue la guerra de la Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica, que, a pesar de los sacrificios enormes que requirió, se transformó en una bendición para las futuras generaciones. Por el contrario, si la paz hace retroceder a condiciones puramente agrícolas a una nación capaz de desarrollar por sí misma una potencia manufacturera, la paz se convierte en un castigo para ella y es incomparablemente más dañosa que la guerra misma”47. Por tanto, no siempre la paz es necesariamente favorable para la economía de una nación. Si la paz implica volver al estado económico anterior a la guerra, esto es, a la libertad de comercio, puede —en un país pobremente industrializado— originar la ruina de las industrias nacionales que nacieron como consecuencia del aislamiento impuesto por la misma guerra. El poder industrial de la nación, en su conjunto, corre el peligro de deshacerse tanto más rápidamente cuantío más activa e irreducible sea la competencia internacional en el período posterior a la paz. Es, por tanto, natural que una nación opte por mantener el estado de cosas que existió durante la guerra y para ello se aísle tanto como le sea posible frente a la competencia de otras 255
naciones y, mientras, evite aventurarse en experimentos librecambistas, que pueden redundar en detrimento de la prosperidad de sus ciudadanos48.
V. EL PROTECCIONISMO COMO UNA ETAPA PREVIA HACIA LA PAZ UNIVERSAL. Según List, sería posible la unión universal y el sometimiento de todas las naciones a una Ley única, así como comprometerse a no tomar la justicia por propia mano. Pero esto sólo se alcanzará en el futuro, cuando las naciones hayan conquistado idéntico grado de industrialización, civilización y poder. La libertad de comercio sólo podrá lograrse poco a poco y a través de la gradual formación de esta asociación mundial. Única asociación capaz de asegurar a todos los pueblos las mismas ventajas de que hoy gozan las provincias de cada nación y ciertos Estados unidos políticamente. En opinión de List, el sistema proteccionista es el único capaz de hacer progresar los Estados más retrasados y elevarlos a un nivel superior. Es también el más poderoso promotor de la unión universal de las naciones y de la verdadera libertad comercial. Desde este punto de vista, la economía política es la ciencia que, tomando en cuenta los intereses especiales de las naciones, enseña cómo cada una de ellas puede alcanzar un estado tal en su desenvolvimiento económico que haga posible y ventajosa la asociación con otros pueblos de igual grado de civilización, y por ende de libertad comercial. La escuela liberal falló al no reconocer esta misión del proteccionismo49. Según List —y esto es lo que constituye su originalidad—, el proteccionismo es un sistema que puede conducir a una verdadera libertad comercial. Admite, con los liberales, que la libertad de comercio es provechosa para todas las naciones. A diferencia de ellos, sin embargo, pone de relieve que la libertad de comercio implica previamente la no existencia de guerras y el establecimiento de una federación mundial. Pero esta última no puede ser formada antes que una mayoría de naciones haya alcanzado aproximadamente el mismo nivel de civilización, riqueza y poder. Pues bien: es el sistema nacional el que indica a los pueblos el camino a seguir para llegar a este nivel de evolución social. Es este sistema el que les conduciría a la suprema meta de una política racional, “la unión de todas las naciones bajo uno e idéntico sistema legal”50. No siendo ya necesaria la protección por haber alcanzado un alto grado de desenvolvimiento económico, cada pueblo tendría interés en 256
practicar la libertad de comercio y unirse con otros para establecer una federación mundial. Por el contrario, la inmediata introducción de la libertad de comercio implicaría daños para un número de naciones escasamente industrializadas y no haría avanzar a la Humanidad en el camino del desenvolvimiento industrial, cultural y pacifista. List dice que, “bajo las condiciones existentes del mundo, el resultado de una libertad general de comercio no sería una república universal, sino, por el contrario, una subordinación universal de las naciones menos avanzadas a la supremacía de las potencias con un predominante poder industrial, comercial y naval. Es ésta una conclusión basada en argumentos ciertos y a nuestro entender irrefutables”51. La puesta inmediata en práctica de la máxima laisses jaire, laissez passer llevaría, en la actualidad, a un monopolio universal de Inglaterra, por su supremacía sobre las naciones predominantemente agrícolas, y la degradación de éstas a un estado de vasallaje. Este hecho haría imposible una verdadera federación mundial de naciones libres, cuyo principal fin sería asegurar la libertad de comercio. Bajo las circunstancias actuales, semejante política sería contraria a un genuino cosmopolitismo52. Esta tendencia a justificar las medidas proteccionistas por consideraciones cosmopolitas es la principal característica de List, y en ello se diferencia de los proteccionistas anteriores- Vamos a exponer un ejemplo: el de Ferrier. Este autor también teme que la libertad comercial conduzca a la esclavitud política y económica de las naciones atrasadas. “Sin el sistema comercial, en Europa sólo habría un pueblo industrializado. Todas las demás naciones dependerían de él. Sus medios de intercambio se reducirían a los productos de sus tierras. Perderían así sus industrias y su flota. Se convertirían en súbditos”53. Pero mientras List enfoca el proteccionismo como medio de alcanzar la paz universal, Ferrier piensa que “todos los proyectos de unión que abarquen el mundo entero” son quiméricos54. Para List, el proteccionismo es una necesidad histórica. Es el medio indispensable para la industrialización de un país, aunque sólo sea una necesidad temporal o pasajera. Los mercantilistas se equivocaron al creer en una oposición permanente de los intereses económicos de los pueblos y al recomendar consecuentemente el proteccionismo como un sistema permanente. List les reprocha su total ignorancia del principio cosmopolita y el no creer en “la futura unión de todas las naciones, en el establecimiento de la paz perpetua y en la libertad general del comercio; la meta que todas las naciones han de anhelar, y a la cual deben más y más acercarse”55. 257
Nada ha dañado más la libertad y el bienestar de los pueblos que la locura mercantilista, que pretende basar la libertad y la riqueza de una nación en la pobreza y la opresión de las otras. El sistema mercantilista debe su origen a esta idea absurda que fomenta entre las naciones, que por designio de la Providencia están creadas para ayudarse mutuamente y hacer más llevaderas sus respectivas cargas, la guerra sin tener en cuenta la prosperidad de cada una y en detrimento de todas. Gracias a los progresos de las investigaciones políticas en el siglo XIX, esta locura fue desenmascarada en lo que contenía de falso y horroroso, y no hay poder hoy capaz de salvarla. Uno debe regocijarse de ello, ya que “el mundo no ha sido creado para ser arruinado con barreras aduaneras” 56.
VI. LA TEORÍA DE LAS FUERZAS PRODUCTIVAS. List justifica su proteccionismo por la teoría de las fuerzas productivas. Construye su teoría en la diferencia que existe entre la riqueza y sus causas, o si se prefiere, entre la riqueza en sí misma y las fuerzas que la producen. Una nación puede ser rica en valores intercambiables, mas si no desarrolla sus fuerzas productivas su riqueza no aumentará e incluso disminuirá. Por el contrario, si una nación es pobre, pero capaz de producir más de lo que consume, puede acrecentar su riqueza. “Luego la posibilidad de crear riqueza es infinitamente más importante que la riqueza en sí misma; asegura no sólo la posesión y el incremento de lo que se ha ganado, sino también la recuperación de lo que se ha perdido”57. Una nación estaría equivocada si sólo considerase los intereses actuales y descuidara el futuro. Es más importante, para ella, acrecentar sus fuerzas productivas que incrementar su riqueza por una acumulación pura y simple de valores intercambiables. Es valioso, para la nación amenazada, desenvolver sus fuerzas productivas aun a costa de una disminución temporal de su riqueza material. No deberá dudar en hacerlo así aunque esté convencida de que el completo desenvolvimiento de las fuerzas productivas sólo es posible a largo plazo. “La nación debe sacrificar y gastar bienes materiales para adquirir fuerzas morales y sociales; debe renunciar a las ventajas presentes para asegurar las futuras”58. La prosperidad de un pueblo no depende de la cantidad de bienes de que dispone, sino del grado alcanzado en el desenvolvimiento de sus fuerzas productivas, que para List significan tanto posibilidad de 258
crear riqueza directamente como posibilidad de aumentarla indirectamente. Entre estas fuerzas, menciona algunas tan heterogéneas como la industria manufacturera; la religión cristiana; la monarquía hereditaria; las invenciones técnicas; los medios de transporte; la libertad de pensamiento, de conciencia y de prensa; el gobierno parlamentario; la publicidad en la administración de justicia; tribunales con jurados, etcétera59. La más vivificante de éstas es la industria manufacturera, porque desenvuelve las fuerzas morales y materiales de la nación en su más alto grado. “En un país dedicado meramente a la producción agrícola la tristeza del pensamiento, la cobardía del cuerpo, la obstinada adhesión a los viejos principios, las costumbres, los métodos y los formulismos hacen imposible la cultura, la prosperidad y la libertad. El espíritu de lucha origina un incremento rapidísimo en los conocimientos mentales y físicos, propios de la emulación y de la libertad, y caracteriza, por el contrario, a un Estado dedicado a la manufactura y al comercio”60. Las industrias permiten la mejor utilización de los recursos naturales del país: agua, viento, minerales y combustibles. Estimulan la constante investigación científica, causa de los inventos, y contribuyen al desenvolvimiento de la red ferroviaria y de los canales. Crean la necesidad de un comercio y de una marina mercante. Son el origen del poder marítimo y colonial61. También robustecen la defensa nacional. Y este aspecto político de la industria moderna es de importancia capital. “Hoy, en que la técnica y la ciencia mecánica ejercen tal influencia sobre los métodos de hacer la guerra, cuando todas las operaciones militares dependen de las condiciones” de la renta nacional, cuando una eficaz defensa depende principalmente de si la nación es rica o pobre, inteligente o estúpida, enérgica o apática; si sus simpatías van dirigidas exclusivamente a su país natal o parcialmente a favor de algún país extranjero; si puede enrolar a muchos o a pocos defensores. En la actualidad, más que en el pasado, el valor de las manufacturas debe ser estimado desde un punto de vista político”62. List insiste en la inferioridad política y económica de los países meramente agrícolas, en relación con las naciones que son a la vez agrícolas e industriales, por las siguientes razones: los primeros dependen más o menos de las naciones extranjeras, las cuales compran sus productos agrícolas y les venden sus mercancías manufacturadas. No pueden determinar el volumen de su producción, no pueden hacer más que aguardar y ver cuánto les comprarán los extranjeros. Por otra parte, una nación que es a la vez agrícola e industrial produce gran canti259
dad de materias primas y provisiones, mientras que como compradora adquiere de los países agrícolas tan sólo lo preciso para cubrir sus deficiencias. Los países agrícolas ven que sus ventas dependen, por tanto, de la cosecha más o menos abundante que logren las naciones que son a la vez agrícolas e industriales. Y tienen incluso como competidores a los otros países agrícolas; de tal suerte, que un mercado incierto en sí mismo se convierte en problemático por esta competencia. “Aún más, están expuestos al peligro de arruinarse totalmente en sus transacciones con las naciones extranjeras industriales, por motivo de guerras o de una elevación de las tarifas aduaneras; con ello sufren la doble desventaja de no encontrar compradores para los excedentes de su agricultura, a la par que no poder obtener los bienes manufacturados que les son necesarios”63. No es sorprendente que List compare un pueblo completamente agrícola con “un individuo con un solo brazo, que utiliza el de otro, mas que no puede estar seguro de su utilización en todos los casos”64. Por el contrario, “una nación agrícola-industrial es un individuo que tiene a su disposición sus dos brazos”65. Ha llegado, pues, el momento crítico en que cada gran nación trata de alcanzar su desarrollo agrícola e industrial y, si fuera posible, el comercial. Puede lograr este alto “grado de cultura” (o esta forma suprema de constitución económica) sólo a través de una inteligente protección a su industria. El sistema proteccionista tan sólo se justifica por el fin perseguido: la educación industrial del país y no el mero autoabastecimiento, al que List se opone en principio. No es, por tanto, el proteccionismo aplicable a naciones cuya educación se haya alcanzado ya, ni a los pueblos que, como los de los trópicos, no tienen ni las aptitudes ni los recursos indispensables para lograr su industrialización. En éstos sólo se protegería la industria, ya que la enseñanza agrícola habrá sido alcanzada desde hace tiempo66. La industria, como fuerza productiva, es de tal importancia para el país que debe ser favorecida y protegida por el Estado, aun a riesgo de producir un descontento temporal. A la objeción de que esta industrialización pueda llevarse a término sin intervención gubernamental, List subraya: “Es absolutamente cierto, porque la experiencia nos lo enseña, que los vientos llevan las semillas de unas regiones a otras y de este modo bastantes estepas se han transformado en densos bosques; pero ¿sería a este respecto una sabia política para los productores forestales el aguardar a que el viento, en el transcurso de siglos, efectúe esta transformación? ¿Sería desacertado, por otra parte, sem260
brar vastas extensiones buscando alcanzar este mismo objetivo en pocas décadas? La historia nos enseña que naciones enteras han realizado con éxito lo que este silvicultor propugna”67, El proteccionismo ayudará a la nación a alcanzar el supremo estado en su desenvolvimiento, pero sólo está justificado en tanto en cuanto no se oponga “a la más alta meta de la Humanidad: la futura federación mundial”68. Mas aquellas naciones que ven en el sistema prohibitivo tan sólo un medio para llegar rápidamente al sistema proteccionista están equivocadas; éste es sólo útil y razonable en cuanto favorezca y prepare la más amplia y posible libertad de comercio69. La federación mundial y la libertad comercial constituyen, por tanto, para List la meta final del proteccionismo. Además de la educación industrial de los pueblos, List menciona otro medio por el cual las naciones pueden alcanzar el fin perseguido: los tratados comerciales, basados en ventajas recíprocas, asegurarían y favorecerían la industria de las potencias signatarias. En la extensión en que ellos permitan la prosperidad industrial, aceleran la libertad comercial y la federación mundial. El mejor medio de favorecer las relaciones económicas internacionales sería “instituir un Congreso mundial de comercio, al que todas las naciones enviarían representantes expertos, competentes y versados, Congreso cuya única misión y fin sería ser consultado sobre los intereses mutuos o comunes de todas las naciones”70. Antes de la publicación de su Sistema nacional —en el que no concede mucho interés al Congreso Mundial del Comercio—, List atribuye mucha importancia a tal Congreso. Habla de él por vez primera en una Memoria dirigida, en 1820, al Congreso de los Estados Germánicos reunidos en Viena. List afirma en ella: “Europa podrá, a través de la reunión de un Congreso comercial, ir gradualmente haciendo desaparecer las cargas que se han creado tan artificialmente”71. Quince años más tarde, cuando List era cónsul de Norteamérica en Leipzig, elaboró un plan para convocar un Congreso Mundial del Comercio72. Sometió este plan, a través del Departamento de Estado, al presidente Jackson, mas no llegó a ser examinado.
VII. EL PROGRAMA DE EXPANSIÓN NACIONAL. Hemos reseñado varios pasajes de List en los que hace reiteradas protestas de su amor por la paz. En verdad, afirma, soy “cosmopolita en’principio y creo firmemente en la utopía de una paz eterna”73. Este credo pacifista, reiterado por él, no es muy convincente en cuanto lo 261
confrontamos con sus otras concepciones. Para comprobarlo, es suficiente examinar el programa que sugiere a Alemania, para su expansión territorial, con la superestructura pacifista que da al Sistema nacional. Hemos de poner de relieve, primeramente, que List tiene poca simpatía por las “naciones pequeñas”. Desde el punto de vista intelectual, piensa que son inferiores a las “grandes potencias”; una nación con una población y territorio limitado, especialmente si ésta tiene un idioma peculiar, sólo puede poseer una literatura y unas instituciones incapaces de promover las artes y las ciencias74. Es incluso sorprendente que haya dado a su doctrina el título de Sistema nacional. Sólo las grandes naciones —que List llama normales— son capaces de llevar a término la política recomendada por él. En otras palabras, su sistema es sólo apto para aquellas naciones que puedan realizar una política de expansión. List lucha por la Gran Alemania y está ansioso de que se convierta “en nación normal”, esto es, en una nación que posea, entre otras cosas, “un extenso y bien redondeado territorio que encierre importantes recursos naturales a la par que una gran población”75. List, en su afán de lograr para la nación alemana el grado de “nación normal”, no se satisface con la unificación política de las tierras alemanas. La Gran Alemania, según List, comprende Holanda, Dinamarca, Bélgica, Europa sudoriental y Suiza. ¿Por qué? Primero. Holanda puede ser considerada como un país germánico por su posición geográfica, sus relaciones comerciales, el origen de sus habitantes y su idioma. No es, pues, más que una provincia alemana. Si la Gran Alemania no se la incorpora, ésta se parecería a una casa cuyas puertas fueran propiedad de un extraño. Mientras Holanda constituya un Estado soberano, la independencia y poder de Alemania serían tan irreales como la de Francia, si la Bretaña y la Normandía hubieran permanecido en manos inglesas76. Sin la anexión de los Países Bajos, Alemania nunca logrará su completo desenvolvimiento económico. Además, al incorporarse Holanda, Alemania ganará no sólo las bocas del Rin, sino colonias extensas y una flota poderosa. No hay que decir que List prefiere la incorporación pacífica de Holanda a Alemania a una anexión fundada en la fuerza. Está convencido que es conveniente para la propia Holanda el integrarse en la Confederación Germánica. Pero si los holandeses continuasen rehuyendo y rehusando su adhesión, como lo hicieron en el pasado, a la par que siguen favoreciendo comercialmente a Inglaterra, considera justo ejercer presiones económicas, que serían “los medios más efectivos de inducir a Holanda a unirse en el Zollverein alemán”77. 262
Segundo. List también aboga por la “admisión de Dinamarca en la gran nación germánica”78. El Zollverein, dice (y al utilizar esta palabra la hace sinónima de Alemania), no puede considerarse una institución perfecta hasta que no se extienda en la costa, desde las bocas del Rin a las fronteras de Polonia, incluyendo Holanda y Dinamarca 79. Además, daneses y holandeses ‘‘son, en lo que respecta a sus ascendientes y caracteres, de nacionalidad germánica”80. Tercero. Bélgica, que según List no es más que parte de una nación, corre el peligro de caer presa de Francia. Y es muy importante para Alemania excluir a Francia de las bocas del Rin y del Escalda81. Cuarto. El territorio de la Gran Alemania debe extenderse también al sudeste europeo. La colonización de esta parte del continente se llevaría a término en completo acuerdo con Hungría. La unión de los húngaros con los alemanes determinaría “la formación de un poderoso Estado germano-magiar en el Este, bañado de una parte por el mar Negro y de otra por el Adriático y animado todo él por el espíritu germano y húngaro”82. “Podemos crecer tanto como Norteamérica y hacerlo pronto y rápidamente, faltos como estamos de mares, flotas y colonias; tenemos bosques tan buenos como los de los americanos; las tierras a lo largo del bajo Danubio y mar Negro, y toda Turquía, así como el sudeste, más allá de Hungría, son nuestros hinterland ” 85. Tal es la concepción sostenida por List sobre las fronteras naturales de Alemania. Para completar, añadiremos que también deseó la desaparición de Suiza como Estado soberano. Alemania sería capaz de asegurar una larga paz al continente europeo a través de la anexión de Holanda, Bélgica y Suiza84. List sabe, ciertamente, que el tratar de llevar a término un programa de expansión nacional de tal índole provocaría la guerra inevitablemente. List está menos interesado en evitarla que en tratar de despertar en Alemania la conciencia de que hay que abordar esta eventualidad, si llegase el caso, y por ello propugna la preparación militar. La guerra, dice en su polémica contra el Times, de Londres, constituye parte de las preocupaciones de los partidarios de un “sistema alemán nacional comercial”. En el futuro, expone, sólo se conocerán las guerras nacionales y es importante el prepararse, en tiempo de paz, para la guerra con todas las fuerzas materiales y morales de la nación y adaptar la economía nacional a tal emergencia85. List no concibe un mundo pacífico, salvo cuando utiliza fórmulas vagas y evasivas. Cree que primeramente se formará un “sistema con263
tinental”, es decir, un bloque de Estados continentales frente a la supremacía económica y política de la Gran Bretaña. Alemania será la llamada a formar el centro vital de este sistema. Posteriormente cambió de idea. Se convenció de que Alemania ganaría más aliándose con Inglaterra frente al continente, mas no formuló un proyecto en este sentido86. Pero en los dos casos propugna el mismo objetivo: el engrandecimiento de Alemania. Tal era la visión de List sobre lo que habría de hacerse inmediatamente. Para un futuro aún más lejano preveía una lucha aún más grandiosa: la guerra intercontinental. En el siglo XX, sostiene, el poder de los Estados Unidos crecerá de tal forma, que la ruptura entre Inglaterra y su antigua colonia será tal vez un hecho. “Así, en un futuro no muy lejano, la necesidad natural que impone en estos momentos el establecimiento de una alianza continental entre Alemania y Francia contra la supremacía británica, impondrá a Inglaterra la necesidad de crear en Europa una coalición contra la supremacía de América. Gran Bretaña se verá obligada a buscar y encontrar en los dirigentes de las potencias unidas europeas la protección, seguridad y compensación contra el predominio de América y una compensación contra la pérdida de su supremacía”87. Años más tarde List se ocupa de nuevo de este tema, pero lo hace mostrando menos simpatía hacia Inglaterra. No hay la menor duda, afirma, que será necesaria otra guerra para que Inglaterra reconozca el poder de los Estados Unidos. Concibe una lucha final entre los dos grandes gigantes del mundo, que se decidirá tan rápida e inequívocamente como sea posible. Los americanos harán bien en comenzar a prepararse ya para ello y estar dispuestos a ganar la guerra con un solo golpe y sin convulsiones internas88.
VIII. FICHTE, DUPONT–WHITE Y PATTEN. Los conceptos de List que se relacionan con el problema del territorio nacional, y en particular su definición de nación normal, recuerdan las concepciones de Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) sobre las fronteras naturales. Es, por tanto, interesante exponer esta similitud, que no es meramente accidental, ya que List probablemente había estudiado a Fichte. Según el filósofo alemán, ciertas regiones del globo están claramente predestinadas, por la Naturaleza, a formar unidades políticas. Se encuentran separadas del resto de las tierras por grandes ríos, mares e infranqueables montañas; en otras palabras, por fronteras natu264
rales. Utilizando sus propios términos, “se debe no sólo pensar en fronteras militarmente bien cubiertas y sólidas, sino sobre todo en una cierta autonomía productiva o autosuficiencia”89. En realidad, las fronteras políticas de los Estados no están trazadas según un plan racional, sino que se deben al azar. En estas circunstancias, los Estados lucharán siempre los unos con los otros, y firmarán tratados de paz tan sólo para ganar el tiempo necesario para prepararse para la guerra. La necesidad de extender sus territorios hasta alcanzar los límites de sus fronteras naturales se impone por sí misma90. A menos que esto se haga, es imposible lograr “un estado comercial cerrado” (según la terminología moderna, un estado autárquico). Mas como, según Fichte, una paz duradera sólo será posible en un mundo dividido en “estados comerciales cerrados”, esto es, entre naciones completamente aisladas las unas de las otras, se infiere que los pueblos vivirán en guerra perpetua hasta que logren alcanzar como fronteras políticas las naturales. La misma idea fundamental se encuentra en List; una nación es “normal” sólo cuando posee un territorio completo, esto es, limitado por fronteras que se puedan considerar como satisfactorias desde el punto de vista militar y económico. Como Fichte91, List92 se da cuenta de que, para alcanzar “las fronteras naturales”, los conflictos armados son inevitables. Mas ninguno de los dos retrocede ante esta perspectiva. “En todos los tiempos ha sido privilegio de los filósofos deplorar las guerras. Este autor no las odia menos que los otros, pero se da cuenta de que son inevitables en las presentes circunstancias y cree que es inútil lamentarse de lo que es ineludible. Si se desea abolir la guerra es necesario abolir sus causas. Cada Estado debe recibir lo que intenta obtener a través de la guerra y lo que sólo razonablemente puede desear: sus fronteras naturales. Cuando esto se logre no habrá posible reclamación por parte de ningún otro Estado, ya que desde ese momento poseerá lo que deseaba. Ningún otro Estado reclamará, porque lo que había adquirido estará dentro de sus propias fronteras naturales y, por tanto, situado fuera de las fronteras de los otros”93. Hasta aquí Fichte; veamos ahora lo que dice List a este respecto: “No se debe ignorar que el redondeamiento del territorio nacional ha de reconocerse como el más importante deseo de las naciones y tratar de alcanzarlo es el más legítimo fin, y por ello, en algunos casos, constituye hasta una razón legítima para la guerra”94. 265
Mientras Fichte piensa que si el mundo estuviera dividido en Estados, cada uno delimitado por sus fronteras naturales, la paz universal se lograría automáticamente, List, por el contrario, cree que ello no conducirá inevitablemente a la pacificación del mundo. La Humanidad, dividida en naciones normales, enmarcadas en sus “fronteras naturales”, es, en su opinión, tan sólo un medio para que la cultura de cada país alcance su máximo florecimiento; un preludio para el establecimiento de la unión mundial de la paz y de la libertad de comercio, mas no es la paz. Los objetivos económicos asignados respectivamente por Fichte y List a sus Estados ideales son diferentes. El primero recomienda la autarquía como meta del socialismo nacional; el segundo, un proteccionismo que conduciría a la libertad comercial. Pero ambos fines tienen de común que llevan implícito un programa de expansión nacional en que la guerra se presenta como algo inevitable. El hecho de que el fin perseguido idealmente, en última instancia, sea pacifista, no cambia en nada su carácter intrínsecamente bélico. Estas mismas tendencias belicosas aparecen en los trabajos de Dupont–White (1807-1878), economista y publicista francés cuyos puntos de vista son semejantes a los que List expone en su Sistema nacional. Precursor del socialismo de Estado, Dupont–White desarrolla ideas que pueden servir como modelo para cualquier sistema de economía nacionalista. Afirma que la libertad comercial no es ni condición ni garantía de la paz universal. La camaradería entre los pueblos puede conseguirse sin necesidad de mantener relaciones comerciales. Además, “en la vida de las naciones el comercio no desempeña un papel tan importante para que, aunque totalmente libre y sin trabas, imponga la paz como una necesidad permanente e imperativa95. Los liberales se equivocan al condenar la guerra incondicionalmente. “La guerra no es un desastre en sí misma, sino cuando la victoria la alcanzan los bárbaros... Repudiar la guerra es considerar que los pueblos están satisfechos y que el progreso se ha llevado a término”96. Los ejércitos permanentes y las colonias son partes del progreso y para la nación son una nueva manera de defenderse y de extender su territorio97. Inspirado por List, el proteccionista americano Patten (1852-1922) admite francamente que, si se llevara a término su programa de nacionalismo económico, los Estados Unidos obtendrían por ello tal poder que podrían “ejercer una influencia decisiva en el desenvolvimiento de las otras naciones y forzarlas a salir de sus actuales condiciones económicas y ajustarse a un Estado socialmente más elevado”98. Comentando este párrafo, el profesor Rist observa que este autor, como ocu266
rre a menudo, confunde el proteccionismo con el nacionalismo o imperialismo99. En la crítica que hace M. Bouvier–Ajam sobre este economista llega a la conclusión de que “el nacionalismo económico concebido por Patten no tiene otro objetivo que acelerar un imperialismo conquistador, opuesto en absoluto a los deseos de List”100. Pero tal interpretación sobre List nos parece errónea. Pues si el imperialismo de Patten está bien claro, no lo está menos el de List. El programa de la expansión territorial de Alemania lo atestigua suficientemente.
IX. NACIONALISMO Y COSMOPOLITISMO DE LIST. List hace con su teoría de las fuerzas productivas una importante contribución a la ciencia económica. Con ella sustituyó el antiguo punto de vista estático de los liberales por una concepción dinámica de los fenómenos. Además, muestra que el proteccionismo, a través de medidas temporales, aunque opuesto al concepto rígido del librecambio, es, al menos en último análisis, reconciliable con el espíritu liberal. List se limita a pedir la protección de la industria nacional y lo hace meramente como medida necesaria para lograr la educación industrial de la nación. Gracias a su moderación, la teoría de las fuerzas productivas ha encontrado seguidores entre los liberales; así, por ejemplo, John Stuart Mili. Sin mencionar expresamente a List, quizá porque no le considere con suficiente originalidad, Mill implícitamente admite sus puntos de vista. “En el único caso en que, atendiendo a exclusivos principios de economía política, los aranceles protectores pueden ser defendidos es cuando se imponen de forma temporal, especialmente en una joven y resurgente nación, con la esperanza de naturalizar una industria extranjera perfectamente capaz o idónea a las condiciones del país”101. La teoría de las fuerzas productivas es de sumo interés para la economía de guerra. Ya antes de List los economistas admitían excepciones al libre cambio en favor de la defensa nacional; por ejemplo, Smith abogaba por la adopción de medidas tales como las Actas de Navegación y, en general, de las favorables a aquella rama particular de la industria conexa con la defensa nacional102. Hamilton fue aún más lejos; dio una gran importancia a la industrialización en general como medio de garantir a las naciones su seguridad exterior103. Mas List fue el primero que expuso sistemáticamente la teoría general del desenvolvimiento de los recursos económicos y militares de una nación. Al colocar la libertad del comercio como meta final de su sistema, dio 267
una sólida base a las medidas proteccionistas temporales, que recomienda como favorables al desenvolvimiento industrial de la nación y al fortalecimiento de su defensa. Mientras List, con su teoría de las fuerzas productivas, enriqueció la ciencia económica, no puede decirse lo mismo en su intento de proporcionar una síntesis de lo qué él llama “economía cosmopolita” y “economía nacional”. El punto de partida de List sobre la distinción entre las ciencias económicas es en sí mismo combatible, porque la base de las leyes económicas es la misma en todas las partes del mundo; sea aplicada en una unidad política o no, la ciencia es una, por lo que es difícil de comprender la distinción que pretende hacer de dos ciencias económicas autónomas. Es aún más peregrina la creencia de List de haber pretendido reconciliar los intereses peculiares de cada nación con los de la Humanidad considerada en su conjunto. La afirmación categórica de List, en relación con la institución de una federación mundial para la paz, contrasta, por otra parte, con su programa de expansión nacional alemana. Este programa entraña la guerra como único medio de realización. Es evidente que existe una contradicción entre su pretendido cosmopolitismo y su afán imperialista, que podrá advertir cualquiera que lea atentamente sus obras. Por ello se puede uno preguntar lo siguiente: ¿Qué papel se debe atribuir al cosmopolitismo de List? Del examen total de su obra se puede afirmar que el cosmopolitismo sólo tiene una función: la justificación moral del proteccionismo. Por tanto, su profesión de fe pacifista sólo tiene una finalidad y ésta es de orden práctico: proveer de una base ética a su sistema proteccionista, justificarlo, incluso, desde el punto de vista liberal, a la par que convertirlo teóricamente en inatacable. A través de su credo pacifista y librecambista, trata de reconciliar el sistema nacional con la doctrina liberal que estaba entonces en boga. Al atacar a la escuela liberal, está convencido que ha realizado un deber hacia su patria: Alemania104. Aun suponiendo que en su juventud List creyera sinceramente en una federación mundial —cosa, por otra parte, problemática—, hay que admitir que gradualmente perdió su fe en la misma105. No obstante, en sus trabajos se advierte que desea sustituir, en la época que escribe sus obras, su antiguo modo de pensar por una nueva orientación pacifista. No está realmente inclinado hacia la transformación pacífica del mundo. La pacificación de la Humanidad es mucho menos importante, a su modo de ver, que el engrandecimiento político de Alemania. Desea sobre todo ser, y efectivamente lo es, el campeón de un programa nacional al que lo subordina todo. 268
Pero hubiera sido difícil en su tiempo, sin una aparente tendencia cosmopolita, proveer de una base ética a su doctrina, ya que sin ella el público no la hubiera aceptado como un nuevo sistema. Para List, el cosmopolitismo es el mejor medio de defender su sistema desde ei punto de vista moral, a la par que justificar filosóficamente su concepción sobre la economía. Es, pues, el marco filosófico y ornamental de su programa nacional, pero al mismo tiempo es un medio de propaganda capaz de convertir su proteccionismo en algo popular106. Los objetivos del Sistema nacional de List se resumen en el siguiente esquema: 1.° Felicidad de los individuos; medios para conseguirla. 2.° Federación mundial de los pueblos y libertad de comercio; requisitos previos para llevarlas a término. 3.° Igual grado de poder y civilización entre las “naciones normales”. 4.° Proteccionismo como medio de elevar las “naciones normales” al más alto nivel de civilización y poder107. Al resumir de esta forma los fines que persigue con su Sistema, List cree que ha llevado a término una fructífera síntesis de la economía cosmopolita y de la economía nacional. Sin embargo, claramente se observa que List sólo desea incrementar el poder político y la riqueza de Alemania; mas es difícil imaginar cómo se ofrecerá la paz cuando el deseado grado de identidad en el desenvolvimiento de la civilización sea alcanzado por las “naciones normales”. Para List esta afirmación constituye un postulado, pero para los lectores es un enigma, ya que no se consigue entender —y List no lo explica— por qué el mismo grado de civilización y poder “político haría desaparecer la causa de los conflictos internacionales. La igualdad de civilización y poder entre los Estados puede sin duda hacer que desaparezcan muchos mal entendidos y muchos errores. ¿Pero es este hecho en sí suficiente para suponer que se superará la etapa de la soberanía nacional e inducirá a los pueblos a integrarse en una federación internacional? Por otra parte, ¿no es ilusorio creer que los pueblos pueden alcanzar idéntico grado de civilización y poder? Y suponiendo que esto sea posible —aunque la misma suposición es contraria al sentido común—, ¿cómo se puede medir y comparar el grado de civilización y poder de diferentes Estados para poder afirmar que son idénticos? Poder afirmar la existencia de esa identidad es tan difícil como conseguirla. List habla frecuentemente de una federación mundial. Pero él no la considera como un objetivo lo suficientemente próximo, a la par que 269
realizable, para ser capaz de inspirar a los políticos contemporáneos. No aclara nada sobre la estructura política y económica de esta federación mundial. Olvida decir cómo imagina su formación, aunque la menciona siempre que hace profesión de fe pacifista. Cuando en una ocasión utiliza el término ‘‘Congreso de Naciones”108, no le atribuye un significado especial e incluso no llega a comprenderse lo que para él significa “Congreso”. ¿Es éste una organización permanente, o, por el contrario, una reunión ocasional de carácter diplomático? ¿Es el órgano de una federación mundial de naciones? ¿O una conferencia de Estados soberanos e independientes? Una federación de naciones no es factible si no se renuncia o, al menos, no se limita la soberanía nacional de cada Estado integrante. A este respecto List, poco antes de su fallecimiento, recomienda los siguientes preceptos: Mientras las guerras existan, las grandes naciones deberán esforzarse en llegar a ser cuerpos políticos perfectos en sí mismos; deben fiarse sólo de sus propias fuerzas y realizar los ideales cosmopolitas en tanto en cuanto su poder político e independencia nacional no sufran ninguna limitación109. ¿Puede una política así concebida significar algo en la práctica que no sea el más completo abandono de todo lo que atañe al cosmopolitismo? Evidentemente, las ideas de List se desarrollan en un círculo vicioso. Pues mientras haya Estados soberanos siempre existirá el temor de la guerra, y este temor les prohíbe, si siguen los consejos de List, seguir una política realmente pacifista. No cabe, pues, concebir cómo la política recomendada por List podía llevar a una unión de los pueblos y a la práctica del libre comercio entre ellos. Desde el momento que un Estado cualquiera sea opuesto a la limitación de su propia soberanía, será imposible aspirar o llegar a una federación de naciones. El federalismo y el nacionalismo intransigente son principios irreconciliables. NOTAS temberg en 1824, fue encarcelado. Después de seis meses fue dejado en libertad bajo promesa de emigrar a América (1825). Después de adquirir una fortuna en los Estados Unidos volvió a Alemania (1832) y fue Cónsul americano en Leipzig. Desarrolló una actividad intensa a favor del Zollverein y el establecimiento de un sistema ferroviario en Alemania. Durante su vida nunca fue reconocido su valor. Arruinado materialmente, desalentado y enfermo, se suicidó. Véase Lenz (1936), Boubier-Ajam
1 List (1789-1846), primogénito de un empleado municipal, nació en Württemberg, llegó a ser profesor de Economía política en la Universidad de Tubingen (1817). Tuvo que abandonar su puesto (1819) por haber tomado parte en el movimiento a favor de la supresión de las barreras interiores aduaneras en Alemania. Fue expulsado de Wurttemberg en 1821 por solicitar reformas laborales. Fue condenado a diez meses de prisión en una fortaleza y huyó a Francia (1822). Vuelto a Würt-
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nomía política de la unidad nacional
(1938). Entre las más recientes publicaciones sobre List, véase Earle (1943), páginas 139-54, el cual nos ha proporcionado gran número de datos. 2 Turgot, Obras, vol. III, pág. 421. (Carta a Mlle. de Lespinasse del 26 de enero de 1770.) 3 Say, Catecismo de economía política, pág. 117. 4 List, El sistema nacional de economía política, cap. XI, pág. 161. 5 Ob. cit., pág. 162. Tal interpretación de Smith es manifiestamente errónea (véase el capítulo dedicado a Smith). 6 List, Sistema nacional, pág. 164. 7 Ob. cit.,, pág. 164. 8 Ob. cit., pág. 165. 9 Ob. cit., pág. 166. 10 Ob. cit., pág. 166. 11 Ob. cit., pág. 167. Este argumento fue resumido por Cauwès (Cours, Secs. 82, 696, 710), proteccionista francés inspirado por List. 12 Sistema nacional, pág. 167. 13 Sistema natural, págs. 182, 178 y 180. 14 Müller (1809), vol. I, págs. 94124; vol. III, págs. 271-272; Haller (1821), vol. III, cap. XLIX. Por el contrario, fr. Von Gentz (1797), págs. 1718, otro “romántico”, ve la guerra sólo como un mal necesario que debe ser evitado en tanto cuanto sea posible. 15 List, Sistema natural, pág. 538. 16 Ob. cit., pág. 396. 17 Ideas sobre, las reformas económicas, pág. 72. nacional, pág. 41. 18 Sistema 19 Ob. cit., pág. 42. 20 List, Directrices de la economía Política americana, pág. 102. 21 Ob. cit. Véase también: Sistema nacional, pág. 215. Briefe (1819), página 575. Dr. Bowring (1841), pág. 191. 22 List, Directrices, págs. 104 y 105. 23 Sistema nacional, cap. IV, pág. 100. 24 List, Sistema natural, pág. 210. 25 Ob. cit., pág. 520. 26 La economía política ante el Tribunal de la Historia, págs. 101-102. Véase el Sistema nacional, pág. 331. 27 List, La estadística (1818), página 303. 28 Idem, Trabajo (1834), pág. 41. 29 Idem, Derecho agrícola, pág. 421. 30 Idem, Sistema natural, pág. 420. La libertad (1830), pág. 331. 31 Idem, Sistema nacional, cap. IV, página 106. 32 Ob. cit., cap. XXIV, pág. 310. 33 Idem, Sobre la alianza (1846), página 274. 34 Idem, La grandeza de la revolución industrial (1813), pág. 362; La eco
(1845-1846), págs. 476-77. 35 Idem, Sistema nacional, cap. IX, página 141. 36 Idem, Sistema natural, págs. 24650. 37 Ob. cit., pág. 252. 38 Ob. cit., pág. 362. 39 Sistema nacional, pág. 50. 40 Ob. cit., cap. XV, pág. 214. 41 Ob. cit., cap. X, pág. 156. 42 Ob. cit., cap. XV, pág. 216,, 43 Ob. cit.t cap. XXVII, pág. 329. 44 Ob. cit., pág. 216. Chaptal (1819, vol. II, pág. 37) y Raymond (1823, volumen II, págs. 91 a 95), mantuvieron antes que List un punto de vista similar. list conoció y apreció a chaptal. Por otra parte, él no cita a Raymond. Sobre el último véase Neill (1897). 45 List, Directrices, págs. 130-31. 46 Sistema nacional, cap. IV, páginas 106-107. 47 Ob. cit., págs. 216-17. 48 List, Sistema natural, pág. 368. 49 El sistema nacional, cap. XI, páginas 167-68. 50 Ob. cit., pág. 460. 51 Ob. cit., cap. XI, pág. 167. 52 List, Esencia y valor de una producción nacional de tejidos, págs. 260-61. 53 Ferrer, Del gobierno (1805), páginas 396-97. 54 Ob. cit., pág. 15. 55 List, Sistema nacional, cap. XXIX, páginas 349-5°56 Idem, Cartas (1819), pag. 574Véase también pág. 571. 57 Idem, Sistema nacional, cap. XII, página 17358 Ob. cit., pág. 183. 59 Ob. cit., pág. 178. 60 Ob. cit., cap. XVII, pág. 228. 61 Ob. cit., lib. II, caps. XVII a XXV. 62 Ob. cit.. cap. XVII, pág. 238. Véase también list, La situación actual, pág. 257. 63 Sistema nacional, cap. XV, pagina 214. 64 Ob. cit. 65 Ob. cit. 66 Ob. cit., cap. XIII, pág. 198; capítulo XV, pág. 220; cap. XVIII, página 241. 67 Ob. cit., cap. X, pág. 153. 68 Ob. cit., pág. 50. 69 List, Sistema natural, pág. 374. 70 Ob. cit., pág. 404. Véase también página 402. 71 List, Memorias, pág. 546. 72 Reproducido en Notz (1925), páginas 170-74. Véase List, Obras, volumen VIII, pág. 527.
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73 List, Ideas sobre las reformas económicas, pág. 72. 74 Sistema nacional, capítulo XIV, pág. 210. Cattaneo (1843, pág. 190) fue uno de los primeros en difundir este punto de vista de List hacia las pequeñas naciones. En un párrafo que se ha convertido en famoso, al cual él no le añade comentarios, Cattaneo (1849, pág. 306) establece un total sistema para la paz: “Tendremos paz verdadera cuando se logren los Estados Unidos europeos.” 75 Sistema nacional, pág. 210. 76 Ob. cit., cap. XXXIV, pág. 404. 77 Ob, cit., cap. XXXVI, pág. 421. Los alemanes —dice List— pueden comprender que está dentro de su poder el forzar a Holanda a unirse al Zollverein. Ob, cit., pág. 405. 78 Ob. cit., pág. 211. 79 Ob. cit., pág. 211. 80 Ob. cit., pág. 2ii. 81 List, Nuestros progresos, pág. 96. Bélgica y el Zollverein, pág. 183. 82 Idem, La construcción agraria, páginas 499-500. 83 Ob. cit., pág. 50. 84 Sistema nacional, capítulo XXXV, pág. 409. También, de acuerdo con Wagnek (1871, págs. 32-33; 1870, págs. 8384), las fronteras naturales de Alemania incluyen Holanda, parte de Suiza y Bel. gica. En caso de guerra por superpoblación, véase Wagner, 1902, página 83. Véanse también págs. 155-56. 85 List, El “Times” y el sistema proteccionista alemán (1846), págs. 69 y 94. Nosotros hemos visto este artículo, que es poco conocido y no está reproducido en las Obras de List, en Sevin (1910), págs. 217-18. 86 Véase List, Sobre el valor (1846). Véase también Bahr (1929). 87 List, Sistema nacional (1841), cap. XXXV, pág. 417. 88 Idem, La unidad nacional política y económica (i845--i846), pág. 493. 89 Fichte, El comercio del estado cerrado (1800), pág. 480. 90 Ob. cit., pág. 481. 91 Véase ob. cit., pág. 502. 92 List, El “Times” y el sistema proteccionista alemán, págs. 693-94. 93 Fichte, El comercio del estado aislado, pág. 582. Véase sobre este párrafo el comentario de Rappard (1936), págs. 16-17. 94 List, Sistema nacional, capítulo XXXV, pág. 407. 95 Dupont-White, El libre cambio (1851), pág. 233. 96 Ob. cit., págs. 233-34. Véase también Villey (1936), págs. 617-22. 97 Dupont-White, El individuo y el
Estado (ed. 1865), pág. 63. Por otra
parte, Carey (1848, págs. 261, 414, 427), cuya doctrina se asemeja mucho a la de List, es mucho más pacifista. En su opinión, el “comercio” (intercambio directo entre los hombres) es pacífico, mientras el “tráfico” (intercambio ejercido por comerciantes profesionales) es por definición belicoso. Principios de ciencia social, vol. I, págs. 210 y 214; vol. II, página 253. 98 Patten, Las bases económicas del proteccionismo (1890), pág. 141. Afirma que una de las grandes potencias es la que decidirá cuál es “el nivel más alto social”. 99 Gide y Rist, Historia de las doctrinas económicas (1920), pág. 334. 100 Bouvier - Ajam, Federico Lis t (1938), pág. 275. 101 John Stuart Mill, Principios, lib. V, cap. X, sec. r, pág. 922. 102 Riqueza de las naciones, lib. IV, cap. II, págs. 429-31. Sismondi (Nuevos Principios, vol. I, pág. 441; Estudios, vol. II, pág. 310) también aboga por la protección de las industrias necesarias para la defensa nacional. 103 Hamilton, Informe sobre la industria (1791), págs. 227-28. 104 List, Nuestro adversario (1843), pág. 433. 105 Véase Sommer (1927), págs. 19091, y Sommer (1930), pág. 516. 106 En general, List encontró muy titiles los argumentos pacifistas para hacer sus ideas más atractivas. Su propaganda a favor de los ferrocarriles es un ejemplo característico de ello. Un buen sistema de ferrocarriles puede hacer innecesarios los ejércitos permanentes o por lo menos podría reducir enormemente su proporción. Un país que tenga la posibilidad de concentrar la milicia en los puntos amenazados, en pocos días, es un país prácticamente inatacable. Con ello, la guerra de invasión puede desaparecer (Sobre todo, el sistema ferroviario (1832), pág. 566). Los ferrocarriles se transformarían así últimamente en un instrumento que anularía la guerra (Sistema ferroviario alemán (1834-36), pág. 267). Véase también List, Ideas sobre la reforma económica, págs. 63-64. 107 Véase Sommer, El sistema de Federico List (1927), pág. 184. 108 “En el Congreso de las grandes potencias, Europa posee de forma embrionaria el futuro Congreso de las Naciones.” El sistema nacional, cap. XI, pág. 166. 109 List, El último aviso (1846), página 164. Véase también Cobden (1846).
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CAPITULO XIII LA ESCUELA HISTÓRICA ALEMANA
A la llegada del siglo XIX escribió Sismondi en el prefacio de su Riqueza comercial: “La economía política está basada en el estudio del hombre y de los hombres; uno debe conocer la naturaleza humana, la condición y el hado de la sociedad en los varios períodos históricos y en los diversos países; se debe consultar a los historiadores y a los viajeros, a la par que observar los hechos por sí mismo.” List propugnó también que la economía política debía extraer sus lecciones de la experiencia. Para él, la historia es uno de los elementos sobre los cuales la ciencia económica debe fundamentar sus razonamientos. Por ello, a mayor abundamiento, deben tomarse en consideración la política y la filosofía. Mas no expresa que la historia deba sustituir a la teoría económica, sino que el análisis histórico es sólo un valioso método auxiliar en la investigación económica. Los economistas de la escuela histórica alemana fueron más lejos. No se limitaron a levantar bandera de rebeldía contra los métodos clásicos, que a su entender pecaban de abstractos, ni a pedir que la economía política utilizara el análisis histórico como un mero elemento instrumental, sino que, basándose en él, trataron de reformar el total contenido de la ciencia económica. Es indudable que esta tendencia cuenta con ilustres predecesores, entre los que cabe citar a Sismondi, a List y a socialistas de las más diversas tendencias, especialmente los sansimonianos, que realizaron todos sus estudios económicos a la luz de la historia. Por ello el profesor Rist puede escribir: “Mas ninguno de estos autores ha visto deliberadamente en la historia y en la mera observación el medio de reconstruir en su totalidad la economía política. Reside en este intento la originalidad de la escuela histórica alemana”1. La escuela histórica alemana se fundó hacia la mitad del siglo XIX; en el campo de la historia de las doctrinas económicas se distingue entre la antigua escuela histórica —Roscher, Hildebrand, Knies— y la moderna, capitaneada por Schmoller. Sin embargo, esta división no está basada en un criterio fundamental, pues en último análisis las diferencias que separan la escuela antigua de la moderna no son de 273
mayor importancia que las que se encuentran de forma habitual entre partidarios de la misma doctrina2. Todos los adeptos de la escuela histórica están de acuerdo en la importancia primordial del método histórico en el estudio de la economía política; todos admiten la necesidad de una política específicamente nacional y todos piden la intervención estatal para dar la dirección deseada a la vida económica del país. Tan sólo estudiaremos los miembros de la escuela histórica alemana que abordan el problema de la guerra —Roscher, Knies, Lorenz von Stein, Schäffle y Schmoller— haciendo caso omiso de los que no se ocuparon de este problema —Hildebrand, Bücher, Knapp y Held— o de aquellos que, aun perteneciendo a la misma, no se ocuparon del tema en el período histórico que abarca nuestro estudio; por ejemplo, Lujo Brentano. Por lo que se refiere a Werner Sombart —quien está ligada por lazos espirituales tanto a la escuela histórica como a Marx—, autor de un estudio titulado La guerra y el capitalismo, 1913, en et que inútilmente se puede buscar una síntesis de las relaciones entre la guerra y la economía, se contenta con acumular materiales favorables a su tesis sobre el origen del capitalismo. Afirma, como de todos es conocido, que el capitalismo no podría haber existido sin el ejército y sin la guerra. Estas dos causas originan el desenvolvimiento deamplias demandas de bienes que motivaron históricamente la aparición del sistema capitalista, ya que se impulsó la producción en masa que le caracteriza.
I. LA GUERRA Y EL EJÉRCITO PERMANENTE: ROSCHER Y KNIES Wilhelm Roscher, insigne historiador3, se ocupó atentamente del fenómeno de la guerra. Al estudiar la historia de las doctrinas económicas anota las opiniones de los economistas sobre los conflictos armados4. Hasta trata de salvar del olvido un proyecto de paz —en que ciertamente el factor económico tiene un papel secundario— realizado por el librecambista Lips5, quien propone la organización de un Consejo de Naciones europeas (Völkerrat von Europa). Roscher pone de relieve las pérdidas que resultan de la guerra. Además de los daños materiales que causa, produce otros por la disminución de la producción. Esta se reduce no sólo por el número cada vez mayor de hombres que deben engrosar el ejército, abandonando toda labor de índole productiva, sino también porque un paso 274
rápido de la paz a la guerra o de la guerra a la paz suele ir acompañado de unas profundas crisis económicas6. Desde el punto de vista internacional, la guerra implica grandes destrucciones. Los vencedores ganan siempre menos de lo que pierden los vencidos. Roscher piensa que en 1871 Alemania escasamente ganó una sexta parte de lo que Francia perdió. Es cierto este cálculo, si no se toma en consideración la crisis de producción y los males especulativos que se produjeron a causa de la guerra francoprusiana de 1870-71, a pesar de que para Alemania fue tan corta y tan feliz7. Pese a las grandes pérdidas que implica la guerra, sería ilusorio considerarla como un factor que, por sus propios excesos, favorece la pacificación permanente de la Humanidad. Cuando, al terminar una larga guerra, el conflicto que la originó parece estar completamente zanjado, los doctrinarios y los que carecen de suficientes conocimientos históricos y psicológicos creen percibir los signos preliminares de una paz perpetua; tal fue el caso, por ejemplo, después de la guerra de los Treinta Años, como más tarde con la guerra de los Siete Años, y una vez más a la terminación de las guerras napoleónicas. Ideas realmente erróneas, en cuanto no se basan en el conocimiento exacto de los hechos, y aún más peligrosas en cuanto pueden inclinar a los gobernantes a la reducción injustificada del presupuesto de defensa e incluso hacer peligrar ésta. No debe olvidarse que el mejor medio de mantener la paz es disponer de un armamento considerable8. No cabe esperar de una forma democrática de gobierno la pacificación de los hombres. A menudo las democracias son más belicosas que los regímenes monárquicos o aristocráticos, aunque no sea más que por mera vanidad9. Roscher, al considerar la guerra como un hecho histórico, caracterizado por su permanencia, trata cuidadosamente de describirla tan sólo desde un aspecto negativo. Critica la tendencia existente entre los economistas de exagerar las bendiciones que la guerra supone, y así no ahorra ninguna suerte de ironías al discutir a Lueder10, quien no se siente satisfecho con afirmar que la guerra con frecuencia desempeña un papel beneficioso para la sociedad humana, papel semejante al de la tempestad, sino que añade que la guerra favorece la industria nacional por el incremento que se realiza del trabajo y capital nacionales11. ¿Son productivos los gastos de guerra? Desde el punto de vista nacional, sólo lo son cuando la guerra es justa y victoriosa12. Desde el punto de vista internacional, pueden serlo únicamente si en los dos campos enemigos el conflicto armado favorece ciertas virtudes13 o mejora malsanas condiciones. 275
A veces una guerra corta es la base de una paz duradera. También ciertas causas de inestabilidad en la política interna pueden abolirse gracias al peligro de un conflicto con el extranjero: la perspectiva de una guerra puede predisponer a los gobernantes con más fací lidad a conceder a las minorías nacionales o religiosas ciertos privilegios que en momentos normales no habrían otorgado. Atenas después de las guerras con Persia, los Países Bajos después de la guerra con España, e Inglaterra tras su victoria sobre Napoleón, alcanzaron el pináculo de su evolución económica; si la guerra no fue realmente la causa de esto, sí tuvo una gran influencia. Mas, desgraciadamente, los ejemplos en favor de la tesis contraria pueden ser citados a montones De ellos sólo citaremos uno: los romanos, quienes consideraban la profesión militar como la más lucrativa, a causa de su conquista del Orbis Terrarum debilitaron la estructura sobre la que se asentaba su Imperio. Desde un punto de vista netamente económico, la preparación de la guerra siempre es productiva. Primero, porque desarrolla la habilidad, el orden y la disciplina, cualidades indispensables en los pueblos civilizados. Segundo, lo que es más importante, porque asegura la paz, lo que ofrece el mayor interés para la sociedad, tanto desde el punto de vista económico como desde el cultural14. Con el perfeccionamiento de la técnica y artes militares es evidente la superioridad de la nación que esté mejor preparada para la guerra, lo que se acentúa más y más con el transcurso del tiempo. En principio, esto es cierto para cada agresor. No hay economía más absurda que la que olvida o descarta el problema de la preparación de la guerra que se ha hecho inevitable. Los Estados Unidos de América gastaron tres billones de dólares en la guerra civil, y se habrían ahorrado los tres cuartos de esta suma si en lugar de milicias hubieran tenido ejércitos permanentes. Es cierto que la Cristiandad ha abolido el antiguo y bárbaro principio, aplicado tanto por los griegos como por los romanos, de considerar como botín de guerra a las personas y los bienes de los vencidos. Pero no es menos cierto también que el conquistado está obligado a pagar a petición del vencedor más de lo que le hubiera costado el mantenimiento de un gran ejército. Roscher se expresa de la forma transcrita contra ciertos escritores como Say, Bastiat y Rotteck15, quienes piden que se realicen economías en los Ministerios militares. Piensa que es particularmente grave abandonar la construcción o modernización de navios, fortalezas y arsenales. Un gran número de artículos precisos para la guerra no pueden ser fabricados en el transcurso de las hostilidades. Además, su repentina y brusca demanda elevaría el precio de una forma exorbi276
tada y, cosa que puede suceder, la necesidad sentida quedaría sin satisfacer a su debido tiempo. En el momento actual, en que la técnica se supera constantemente, es muy costoso quedarse retrasado en el campo de los armamentos. Por tanto, es preciso hacer cuando sea posible para estar bien equipado para la guerra. También, añade, se suelen realizar economías inoportunas por no prestar la suficiente atención a la preparación del material humano: deficiencias en los oficiales y soldados e inadecuada permanencia en el servicio activo. Ahorrar en este sector es tan grave como hacerlo en el del material. En la actualidad el procedimiento más eficiente y más económico, según Roscher, es dividir a los hombres según su edad en tres clases: en filas, en la reserva y en la landwehr. De este modo los hombres se ejercitan en su juventud. En la edad madura, la más productiva desde el punto de vista económico, se pueden dedicar a sus vocaciones aprovechándose de las aptitudes adquiridas durante el servicio militar: puntualidad, limpieza, cortesía y disciplina16. Sería igualmente erróneo ser tacaño para los gastos que lleva aneja la representación diplomática, ya que gran parte de estos gastos deben considerarse como un sacrificio necesario tanto en la preparación de la guerra como en los intentos realizados para evitarla. Es un verdadero absurdo, aun desde el punto de vista económico, utilizar ricos pero estúpidos embajadores sólo por reducir el costo de la representación. La técnica de los armamentos militares y navales debe conferirse a los especialistas. Es este problema ajeno a la economía política. Sin embargo, no deben ser interpretadas sus manifestaciones en contra de las economías en el campo militar en el sentido de que los contribuyentes estén dispuestos a seguir los deseos de cualquier jefe militar. Luis XIV habría actuado mejor si en lugar de hacer caso a los consejos de Louvois hubiera considerado las advertencias de Colbert. Roscher piensa que en la actualidad los estadistas, aunque no son especialistas, deberían tener conocimientos militares; estos conocimientos les permitirían enjuiciar los planes militares bajo una severa crítica17. La guerra, afirma Knies18, reduce de dos formas el capital total disponible. Por una parte, destruye las mercancías, y por otra disminuye su producción. No se pueden favorecer los intereses económicos de un país en detrimento de otro. En algunos momentos las guerras han surgido de motivos económicos: en un principio, las naciones buscaban a través de la guerra nuevos territorios, que más tarde conservaron por razones de tipo comercial y últimamente para la obtención de intereses industriales. Incluso se puede afirmar que si un conflicto no se origina por causas económicas, los beligerantes pretenden obte277
ner ventajas materiales del mismo. Después de una guerra victoriosa se pueden dominar ricos y extensos territorios y obtener indemnizaciones de los vencidos. No se debe perder de vista nunca que las contribuciones pagadas por el conquistador cubren sólo los gastos del Estado victorioso. Mas estos gastos son menores que las pérdidas que. sufre a causa de la guerra el país victorioso en su economía nacional. No hay duda que el país que disfrute de una paz duradera acumulará más rápidamente el capital que aquel país que sufra conflictos armados permanentes19. Cuando un vecino está verdaderamente animado de espíritu belicoso obliga a los Estados colindantes a protegerse contra el peligro que el mismo entraña. Las guerras de agresión son legítimas cuando sirven para prevenir el ataque del enemigo. Pero Knies no condena en bloque todas las guerras agresivas que no cumplan aquel requisito, porque pueden ser ventajosas para la economía nacional. El servicio productivo que presta en tiempo de paz el ejército consiste en prevenir una eventual agresión, o en otras palabras: en asegurar la paz. En tiempo de guerra defiende el país y su riqueza. Por ello, los gastos estatales que se dedican a la defensa nacional, si no van más allá de lo necesario, deben ser considerados entre los gastos más productivos del Estado20. Knies es favorable a que el servicio militar sea obligatorio y e! ejército sea permanente, ya que considera que el sistema basado en las milicias es inadecuado para las grandes potencias, tales como Alemania. En tiempos de paz, sin embargo, se debe reducir en lo posible la potencia de los ejércitos, así como la duración del servicio militar. En sus observaciones críticas sobre el sistema de conscripción, Knies dice que el Estado debería compensar totalmente a cada soldado de las pérdidas materiales que le origine el cumplimiento del servicio militar. Está convencido que a medida que el tiempo transcurra se irá imponiendo más y más esta norma21. Con el aumento de la riqueza y con el perfeccionamiento del arte militar las devastaciones ocasionadas por la guerra tienen tendencia a incrementarse. Según Knies, felizmente el propio desarrollo de la civilización hace que las naciones se inclinen progresivamente a favor de la paz y traten de observar las leyes internacionales en tiempo de guerra. El crédito internacional también elabora a favor de la paz22. Aunque menciona estas tendencias que llevan a los pueblos hacia la paz, no les atribuye en conjunto mucha importancia. Cree que pertenece al futuro demostrar si es posible la existencia de la paz perpetua. La guerra es un fenómeno que se manifiesta de forma periódica a lo 278
largo de la historia, y no hay indicios que permitan suponer su desaparición. Más que considerar la guerra como algo patológico, hay que considerarla como un mal crónico23. Knies no se interesa por la terapéutica de la guerra, o al menos no se trasluce de sus obras. Por no ello prevé ningún medio de resolver pacíficamente los conflictos internacionales.
II. VALOR ECONÓMICO DEL EJÉRCITO: VON STEIN Para Lorenz von Stein24, la guerra también es un fenómeno permanente. Hay que considerarla como la manifestación exterior del deseo de dominio, que está enraizada en lo más hondo de la naturaleza humana25. La guerra, al fluir del carácter humano, es un fenómeno natural. Una nación cultivada puede considerar la guerra como una desgracia e incluso puede oponerse a ella en nombre de la Humanidad. Mas, no obstante, después de que un pueblo obtiene la victoria, raramente suele preguntar cuál ha sido su precio. El triunfo se considera que compensa los altos sacrificios realizados. Razón por lo que ha habido, hay y habrá instituciones militares26. Según von Stein, los ejércitos tienen un coste para la nación, ya aue sus componentes, oficiales y soldados, deben estar exentos de producir. ¿Qué se debe de computar como coste real del ejército? Fácilmente se obtiene multiplicando el salario medio del soldado por el número de ellos. Aunque esta carga es elevada, debe ser considerada como la prima por la seguridad nacional. Porque sin el ejército, la nación estaría indefensa y caería en el riesgo de perder su total riqueza. En ciertos aspectos se puede ir más lejos y asegurar que el “valor” económico del ejército es mucho más alto que el costo de su conservación. Por “valor” de un objeto, von Stein entiende el de aquello que podría ser perdido o destruido si no existiera el objeto en cuestión. Por ejemplo: el “valor” de un dique es igual a la probable pérdida que representa la riada que se hubiera producido de no haberse construido el mismo. El “valor” de un faro sería el coste de los encallamientos que se darían de no haberse edificado. Desde el punto de vista netamente económico, el uso de un bien cualquiera tiene racionalmente un “valor” más alto que su costo de producción. Por lo que resulta obvio que el valor del ejército es muy superior al costo de mantenimiento del mismo, ya que preserva de la destrucción de la riqueza nacional. Se puede admitir, en el caso 279
más favorable, que el vencido debe pagar al vencedor una contribución que le permita cubrir el costo de un fuerte ejército que sabiamente organizó a su debido tiempo. Incluso un vencedor “humano” debe, sin duda, desposeer al vencido de la parte de riqueza con la que tratará de reconstruir su ejército. Creer que la ruina de las grandes naciones nace de lo elevado que es el presupuesto militar es un error gravísimo. Nada garantiza tal suposición. Von Stein observa que Austria perdió anualmente (1861) de sesenta a setenta millones a causa de la inactividad de sus soldados, mientras el monopolio de tabaco le daba un provecho de treinta millones. De ello se infiere que el ejército austríaco costó dos veces más con sus 300.000 hombres que lo que el país se había gastado en tabaco. Utilizando ejemplos semejantes, según von Stein, se puede acrecentar el recelo con que se observan los gastos militares27. Se habla con frecuencia de que se destruye la paz perpetua, cuando ésta nunca ha existido en realidad. Es, por el contrario, una vieja verdad que los que desean vivir en paz deben prepararse para !a guerra. Si un país no se provee de una fuerte fuerza militar capaz de defenderlo efectivamente, puede verse forzado, directa o indirectamente, a pagar a un enemigo más que lo que le habría costado el mantenimiento de un ejército adecuado28. En una palabra, el medio más económico y racional de garantir Ja seguridad nacional es a través del mantenimiento de un ejército. Este es el punto de vista que mantiene la escuela histórica. Von Stein así lo afirma constantemente. Es, por tanto, sorprendente encontrar en uno de sus libros la afirmación de que la época de las conquistas ya pasó, y que ha comenzado el período de humanitarismo y de evolución pacífica29. Pero éste es un pasaje aislado que salta de su pluma, no se sabe cómo, y que frente a su total obra no tiene valor alguno.
III. FALTA DE LÓGICA ECONÓMICA DEL DESARME: SCHAEFFLE Las pérdidas que originan las guerras son considerables y se incrementan a medida que el tiempo pasa. Aunque, gracias a los modernos procedimientos, se ha acortado la duración de las mismas30, es importante determinar bajo qué régimen en la actualidad la Humanidad viviría en cierta relativa tranquilidad y al más bajo costo 280
posible. ¿Sería una federación de pueblos europeos? Albert Schäffle31 no le concede ninguna importancia. Se limita a recomendar el principio federal a Austria-Hungría; cree que éste podría salvaguardar a esta nación del peligro y con ello a toda Europa32. ¿Cabe la unificación política del mundo? Schäffle cree que no; considera que el “Estado mundial”, hoy por hoy, no pasa de ser una mera quimera, y, por tanto, no puede ser una solución inmediata. La creación de tal Estado es más que dudosa, y si alguna vez, en el futuro, sin embargo, se llevase a efecto, exigiría un plazo muy largo33. ¿Desarme internacional? Según nuestro autor, tampoco es una solución satisfactoria. El error principal de los “amigos de la paz” consiste en creer que el desarme militar es suficiente para prevenir la guerra. Esta idea se basa en el concepto erróneo que aquéllos tienen de la paz. Imaginan equivocadamente que la paz es la manifestación de la armonía universal entre los individuos y entre los pueblos. Olvidan que las guerras extranjeras son meramente una de las múltiples formas en que la lucha social, inherente a la raza humana, se manifiesta. Prevenir la guerra es sólo una parte de un vasto problema, que no puede tener más solución que una vasta reforma social. Reforma que tendría por objeto la abolición general de todas las formas destructivas de la lucha social. Pues bien; una reforma semejante no puede ser llevada a término sólo por un medio tan simple como el desarme Por el contrario, sólo es posible a base de un armamento completo de los hombres que les dé la posibilidad de defenderse de sus enemigos34. Las causas principales de las guerras extranjeras son, entre otras: deseo de superación; avaricia; ansia de gloria militar; fanatismo religioso... Todas estas causas no pueden superarse simplemente por el desarme. Ni una opinión pública consciente es suficiente para garantir la paz. Paz que para ser duradera debe apoyarse en dos elementos: por una parte, en la mutua adaptación de las naciones —o división internacional del trabajo—, y por otra, en una superioridad militar tan grande que descorazone e intimide a cualquier posible adversario35. Es posible, por tanto, llegar a un acuerdo internacional para el desarme. Pero sería, en verdad, ridículo creer que éste se observa ría mientras no exista un poder ejecutivo internacional capaz de hacerlo respetar. Es decir, prácticamente es imposible el desarme, ya que no se puede controlar el mismo mientras existan Estados soberanos independientes. 281
No hay que olvidar, además, la dificultad técnica que implica determinar de forma precisa los términos militares —armas, municiones, navíos, etc.— que figuran en cualquier tratado de desarme. Sólo esta dificultad insuperable haría ineficaz cualquier suerte de tratado de esta clase, por muy buena voluntad que mostraran los signatarios. El belicismo no descansa en la fuerza numérica, sino también en la forma constitucional en que esté organizado, ya que una u otra forma política puede ser más o menos favorable a las tendencias bélicas. Los adversarios de la guerra y partidarios del desarme olvidan que es muy difícil lograr éste cuando hay una psicosis de guerra muy acentuada; desgraciadamente, nuestro tiempo está muy cargado de fundados temores de que ésta estalle, temores que no pronostican una rápida desaparición de la misma. Los defensores del desarme toman como punto de partida la situación actual de los Estados en el terreno militar y quisieran congelar esta situación. Situación que es favorable para los Estados fuertes, pero que, por el contrario, no lo es para los débiles. Estos últimos tienen interés en aumentar su armamento y, a veces, la posibilidad de hacerlo, con lo que sus fuerzas se incrementarían más que proporcionalmente. La posibilidad de consagrar un statu quo favorecería indudablemente a los Estados que en el momento de determinarlo gozasen de una preponderancia, ya que los dejaría en condiciones de volver a rearmarse, cuando llegase el caso, en igualdad de condiciones a lasque se encontraban antes de establecer el acuerdo36. Aunque es cierto que el desarme general reduciría los gastos militares de todos los Estados, éste se obtendría sólo a expensas de la seguridad externa de las naciones más débiles. Sería, por otra parte, completamente ilusorio creer en la posibilidad de estabilizar la proporcionalidad existente entre las fuerzas militares de los Estados. La evolución social no sabe de proporciones fijas e inmutables. Es imposible en el tiempo mantener situaciones fijadas de antemano. Además, aunque tal pretensión fuera posible, tío sería conveniente en ningún extremo. En muchos casos la guerra lleva al progreso; así, por ejemplo: cuando la guerra representa la única posibilidad de superar un estado intolerable de cosas. La guerra sería, sin duda, evitable sí los hombres fueran diferentes de lo que son. Pero, dada la naturaleza de los mismos, es erróneo atribuir tínicamente resultados funestos a la guerra37. Los defensores del desarme, con frecuencia, invocan dos argu282
mentos que les parecen muy lógicos: primero, que los gastos militares son improductivos, y segundo, que éstos son una de las causas principales de las crisis económicas. Según Schäffle, hay que afirmar que lo cierto es lo contrario. Primero. La tesis de la improductividad de los gastos militares es insostenible en opinión de Schäffle, ya que esta afirmación está basada en argumentos puramente declamatorios. Sin duda, los gastos militares no son productivos, si por productividad entendemos la facultad de crear bienes materiales; ni los soldados ni los marineros producen. Pero tampoco son productivos, en este sentido, gran número de gastos. Gastos entre los que están algunos de gran importancia social, como sacerdotes, artistas, estudiantes, profesores, estadistas y soberanos. Estos no se dedican ni un solo momento de su vida a producir bienes materiales, pero rinden servicios de gran utilidad. Los gastos que se originan por la defensa contra los elementos naturales, inundaciones, incendios y epidemias, no son “productivos” en el sentido dado por ciertos autores a este término. Subraya Schäffle que la misma observación es aplicable a las sumas reservadas para la protección de las personas y la propiedad contra los enemigos de ella: policías, prisioneros, tribunales... y ni los “amigos del desarme” se proponen abolir estas instituciones que evitan las guerras civiles o permiten disfrutar de una paz en el interior del país. En tanto en cuanto exista el peligro interior y exterior, la protección se presenta como indispensable, cualquiera que sea su costo. Pues bien, este peligro existe en nuestro tiempo. Y respecto al futuro, nadie puede predecir cuándo el peligro de una agresión extranjera desaparecerá para siempre. Los gastos militares realizados por el Estado para asegurar la independencia de la nación, en su conjunto, ofrecen la solución más económica de ciertos problemas del arte militar, bien ofensivo o defensivo, ya que así se obtiene un máximo de protección y seguridad con un mínimo de sacrificio de capital y de trabajo. Hay enemigos, en el exterior y en el interior, contra los cuales las naciones deben tener dispuestas fuerzas armadas para combatirlos. Si en un país se dejara, salvo la defensa colectiva, asegurada por el Estado, a cada ciudadano la labor de defenderse contra uno y contra todos, la seguridad no se conseguiría, o al menos sería muy imperfecta y más costosa de lo que es hoy. La abolición o debilitamiento de las fuerzas armadas, o en otras palabras, el desarme, es económicamente insensato38. 283
El desarme monetario es del mismo modo imprudente. El Estado debe conservar un tesoro de guerra para estar en condiciones de hacer frente a los gastos repentinos impuestos por un conflicto militar39. En tanto que la acción dañina de los elementos y de los hombres exista, es irrazonable esperar la supresión de toda clase de gastos no productivos, en el estricto sentido de la palabra. Por ello es absurdo el desarme. Este problema es completamente diferente al de determinar si el mundo actual es el mejor de los mundos posibles, y si cabe la existencia de otro orden social en el cual no existan ni luchas ni disputas. El mundo actual, tal como es, no sólo sabe de armonías, sino también de intereses encontrados, conflictos y controversias. En este estado de cosas, los gastos militares son inevitables y de la mayor utilidad40. Segundo. Según Schäffle, el otro argumento invocado principalmente por los partidarios del desarme —que los grandes armamentos producen crisis económicas— es tan endeble como el anteriormente examinado. Las depresiones económicas pueden ocurrir antes, durante o después de una guerra, en estrecha conexión con los acontecimientos militares. Resulta exagerado afirmar que la causa originaria de estas crisis es el resultado de un armamento excesivo. Mas lo cierto es que el mayor número de crisis de producción y crédito se han ofrecido en los momentos en que la paz era una realidad y con ello los armamentos estaban muy reducidos. Por otra parte, es erróneo asegurar que las crisis económicas que realmente tienen origen en la guerra son, en última instancia, el resultado de los gastos efectuados en armamentos. Por el contrario, las guerras frecuentemente se declaran cuando se cree que el enemigo carece de armamentos adecuados. Cuando la guerra se origina, las naciones indefensas deben confesar el déficit que en este campo tenían antes de convertirse en víctimas de la agresión, y en esto reside la verdadera razón que motiva las crisis económicas producidas durante la guerra. Las naciones se ven forzadas rápidamente a cubrir toda suerte de deficiencias que no habrían existido si el rearme se hubiera distribuido en un número suficiente de años. Un plan para completar los armamentos —die planmässig vollzogene Vollrüstung— perturba menos el equilibrio económico de una nación que el desarme41. Aparte de esto, es siempre preferible soportar crisis temporales en la economía de una nación que los peligros que se derivan de una inferioridad militar frente al enemigo, quien, a pesar de sus pro284
mesas de desarme, continúa secretamente aumentando sus armamentos. Por tanto, no se puede justificar el desarme ni por el argumento de la improductividad de los armamentos ni por el de las depresiones económicas. Es posible afirmar, en cambio, que la medida más eficaz para asegurar la paz es disponer de armamentos adecuados. Es lo más económico y el único medio posible42. Schäffle, al examinar el carácter completamente utópico de los proyectos de desarme, sostiene que, aunque opuesto a los partidarios del mismo, no es enemigo de los “amigos de la paz”. Por el contrarío, desea como éstos la resolución pacífica de los conflictos internacionales, y está firmemente convencido de que la evolución social refuerza cada vez más las tendencias pacifistas. Es absurdo creer que la vida social es lucha. Concebir de forma tan simple la realidad compleja es desvirtuar los hechos. Schäffle es, por tanto, opuesto a la “teorización de la brutalidad” que implica la lucha social, afirmación que muchos autores han elevado, entre otros Schopenhauer, a la dignidad de un sistema filosófico. Los hechos en que se muestra la cooperación no son menos abundantes que en los que la lucha y la muerte se manifiestan. Negar a priori toda posibilidad a las soluciones pacíficas de los conflictos entre los Estados es anticientífico. El fin que persigue la lucha por la vida es asegurar a cada combatiente las mejores condiciones posibles de existencia. Sin embargo, esta meta es inabordable a través de la guerra, omnium contra omnes, mas sí a través de la transformación de la lucha armada en una mutua adaptación útil a todos, por medio de la división del trabajo y cohabitación pacífica. Al haberse elevado de forma tan considerable el costo de la guerra se hace la victoria cada vez menos provechosa. La división internacional del trabajo, por otra parte, tiende a relajar la tensión internacional. La presencia de tendencias pacifistas en la época moderna es así comprensible. El mejor medio de reforzar dichas tendencias no es a través del desarme, sino por medio de un rearme integral del Estado. Por un completo rearme es por lo que los Estados se mantienen a raya los unos a los otros. Al neutralizarse sus fuerzas se disminuye, en lo posible, el peligro de guerra43. La conclusión de Schäffle es: que es el poder el que constituye la base de la armonía internacional”. La disolución de los Estados o de sus ejércitos conduciría, no a la paz, sino a la anarquía y a la de todos contra todos45. 285
IV. EL ESPÍRITU GUERRERO: SCHMOLLER Gustavo Schmoller46 no disimula su hostilidad contra el pacifismo liberal y critica con severidad a Herbert Spencer, quien, como se sabe, cree que el fin de la historia radica en la evolución de la sociedad desde una etapa belicosa a una pacífica. A este razonamiento, por el que el sociólogo inglés se relaciona con Saint–Simón y Comte, no se le puede negar, según Schmoller, un cierto verismo. “Spencer, añade, no está equivocado al afirmar que en el tipo belicoso de sociedad la autoridad y la subordinación dominan, mientras que en el tipo pacifico es la libertad personal la que prevalece; en el primero, el individuo sólo existe en cuanto es parte del todo; en el segundo, por el contrario, la totalidad está al servicio del individuo. Pero olvida añadir que el tipo pacífico, con su individualismo, disuelve y debilita los Estados y permite a los individuos perseguir sólo su propio egoísmo. Omite las otras causas concurrentes en la formación de los Estados y sociedades. No estima hasta qué extremo está influido por los puntos de vista de la escuela manchesteriana inglesa al glorificar el tipo de sociedad pacifista”47. Para Schmoller la guerra es un elemento tan necesario en la vida internacional como la lucha social lo es en la vida nacional. La idea de la paz perpetua entre las naciones es tan ilusoria como lo es la noción de la paz social. Sería erróneo creer que la libertad política o la democracia contribuyen a la paz internacional. El imperialismo inglés o americano prueban lo contrario48. Schmoller admite los perniciosos efectos de la guerra, especialmente si éstas son defensivas. Está convencido, sin embargo, que los progre sos técnicos tienden a acortar las guerras, rindiendo así un enorme servicio a la civilización49. No cree en la posibilidad de desterrar los conflictos militares. El viejo belicismo mercantilista, con seguridad, es cosa del pasado. Se ha abierto paso una nueva política comercial, inspirada en otros principios, y una nueva moral en la ley de las naciones. El espíritu nacional, sin embargo, no ha desaparecido, y no hay nada que anuncie su desaparición. Por ello, en tanto haya naciones y vida económica nacional, los Estados tendrán probablemente intereses económicos especiales susceptibles de provocar la guerra, como ocurrió frecuentemente durante toda la época mercantilista50. La libertad comercial y las ilusiones pacifistas, que surgieron particularmente después de las guerras napoleónicas, empezaron a desapare286
cer en las últimas décadas del siglo XIX, para dar lugar, como Schmoller piensa, a una síntesis entre el mercantilismo y el librecambio. En e1 mundo actual, es decir, en el siglo XX, observa que tres inmensos Estados, Gran Bretaña, Estados Unidos y Rusia, han dominado vastos territorios y riquezas y tendrán la oportunidad de conquistar lo que hasta ahora no han logrado. Para asegurar su crecimiento demográfico y económico, Alemania debe defender sus colonias y, si fuera posible, adquirir otras nuevas, así como desarrollar y proteger su comercio exterior, tarea que es imposible realizar sin una potente armada cuya construcción propugna. Alemania no puede, y tampoco lo desea, equipararse en poder naval con Inglaterra, ya que no cabe que sea una verdadera potencia naval. Debe defender sólo su puesto como potencia continental y militar. Sin embargo, debe construir una armada capaz de robustecer su influencia política; esto es de gran importancia para el comercio exterior, que si no está protegido por una pujante fuerza naval y militar no podrá alcanzar su apogeo51. Lejos de lamentar lo que considera inevitable, Schmoller se esfuerza en considerar las ventajas que el militarismo supone. Así, el servicio militar obligatorio impone a la sociedad sacrificios y cargas que sólo se justifican en la necesidad de estar preparado para repeler la agresión. Si otros economistas subrayan sobre todo las pérdidas económicas que se derivan del reclutamiento, Schmoller es menos severa respecto a las instituciones militares, pues ve en ellas también elementos favorables a la economía nacional. En el servicio militar obligatorio, que pesa intensamente sobre todas las clases sociales, se encuentra el mejor correctivo a una excesiva división del trabajo. Al mismo tiempo “es un instrumento educativo para toda la nación y un antídoto seguro contra los abusos de las clases dirigentes”52. NOTAS 1 Gide y Rist, Historia de las doctrinas económicas, pág. 452. 2 Véase Schumacher (1931), página 371. 3 Roscher (1817-1894) fue profesor de Economía política en las Universidades de Gotinga y de Leipzig. 4 Para la historia de la doctrina económica inglesa (1851), págs. 35, 49, 89.
sec. 172, págs. 810-11; vol. IV, parte 2, sec. 119, pág. 188. Pareceres de economía política (1861), págs. 339-49. 372”737 Idem, Sistema, vol. IV, parte 2, sec. 120, pág. 197. 8 Ob. cit., sec. 119, Historia, páginas 115, 590; Compendio, pág. 139. 9 Roscher, Política (1892), pág. 392. 10 Idem, Historia de la economía nacional, pág. 620. 11 Lueder, Sobre el nacionalismo industrial (1800-1804), vol. III, pág. r8, “La guerra, dice, también estimula el trabajo y el ahorro; aumenta la demanda e incrementa la renta nacional. La
Historia de la economía nacional alemana (1874). 5 La paz universal (1814). Véase Roscher, Historia, pág. 992. 6 Roscher, Sistema de economía política, vol. I, sec. 186, pág. 451 ; vol. III,
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paz perpetua —que por otra parte es un sueño— puede ser no menos nociva que riña guerra.” Exactamente lo mismo que Dohm, a quien él se refiere, atribuye una influencia decisiva a los ejércitos permanentes, ya que el soldado al gastar su paga acelera la velocidad del dinero y la circulación de las mercancías. (Ob. cit., págs. 8, 17-19, 39, 137-38.) Vea se también Saint-Chamans (1852, volumen III, pág. 225); la producción de armas y municiones enriquece al país al proporcionar trabajo a los obreros y beneficios a los empresarios. 12 “La pólvora que estalla cuando salta un polvorín se consume de forma improductiva; pero la pólvora que se utiliza en la guerra puede ser productiva, lo mismo que puede ser improductiva cuando se utiliza para explotar una mina; esto sucede cuando la guerra es justa y victoriosa y cuando la mina pierde dinero”. Roscher, Sistema vol. I, sec. 211, pág. 520. De conformidad con Wirth (1861, vol. II, pág. 545), los gastos que lleva consigo la guerra son los más productivos de todos, con tal que la guerra sea defensiva. 13 Roscher cita, aprobándola, la famosa carta del jefe del Estado Mayor alemán von Moltke (1880, pág. 8o). “La guerra, dice el último, es un elemento del orden divino establecido por la Providencia. Da origen a las más nobles virtudes del hombre; valor y abnegación, obediencia y espíritu de sacrificio; los soldados dan su vida. Sin la guerra, el mundo estaría estacionado y habría caido en el materialismo.” 14 Roscher, Sistema, vol. IV, parte 2.a, sec. 120, págs. 196-200. 15 El publicista alemán Rotteck (1816, págs. 157, 202-216), influido por Say, es partidario de las milicias. Roscher también citó a Arnd (1868, páginas 210 f). Este economista alemán —que ocupa una posición intermedia entre los clásicos y la escuela histórica— aboga también por las milicias. 16 Roscher, Sistema, vol. IV, parte 2.a, sec. 119, págs. 189-192. 17 Ob. cit., sec. 120, págs. 197-98. 18 Profesor de economía política en Friburgo, en Breisgau y Heidelberg, Knies (1821-1898) representó a la Universidad en la Dieta de Badén (18611865), donde fue el jefe del partido liberal. Economía política (1853), 19 Knies, páginas 85-87. 20 Idem, El servicio militar (1860), páginas 5-11. La milicia moderna (1857). páginas 3-4; Según Wagner, el ejército
constituye un cuerpo eminentemente productivo (Instituciones, pág. 325, Incremento de la flota, pág. 50), y aboga por el mantenimiento de los ejércitos permanentes (Hacienda Pública, 1883, página 418). 21 Idem. La moderna milicia, página 28; El servicio, págs. 6o y 70. 22 Ob. cit., pág. 15, y Knies, Moneda y crédito (1879), vol. II, parte 2, página 186. 23 Knies, La moderna milicia, página 23. 24 Von Stein (1815-1890) nació en Scheleswig, donde pasó su juventud. Nombrado profesor de la Universidad de Kiel (1846), tomó parte activa en la agitación que en los Ducados estaba entonces en auge. Después de la restauración de la autoridad en Dinamarca, von Stein fue dejado cesante (1851). Profesor de Economía política de la Universidad de Viena (1855-1885), se naturalizó en Austria (véase Schmoller, 1888, pág. 115). Ocupa entre los economistas alemanes y escritores de igual nacionalidad una posición privilegiada, a la par que aislada. No obstante, cabe que se le clasifique dentro de la escuela histórica (véase Bonar, 1923, pág. 203; Espinas, pág. 316; Ingram, 1923, página 202). 25 Idem, Sistema de derecho administrativo (1856). vol. II, pág. 132. Dühring (1866, págs. 433-34), cree que la guerra nace del instinto combativo del hombre. De conformidad con Wagner, se debe a profundos conflictos que no se pueden resolver. (Instituciones, 1879, página 331; Hacienda Pública, 1881, página 419; Wagner en Rau (1872), página 161.) 26 Idem, Doctrina sobre la milicia cómo tratar la ciencia del Estado (1872), páginas 33 y 35. 27 Idem, Estudios de economía po-
lítica sobre el mantenimiento del ejército, 1861. 28 Idem, Doctrina sobre la milicia, página 21. 29 Idem,
Fundamentos y problemas de la paz futura (1856). pág. 2. 30 Schäffle, Sistema colectivista de economía (1873), vol. I, págs. 256-266. 31 Schäffle (1831-1903). Fue periodista, profesor de Economía política en la Universidad de Tubinga (1860) y miembro de la Dieta de Wurtemberg (1861-1865). Desde 1868 a 1872 vivió en Austria, donde se naturalizó. Enseñó en la Universidad de Viena (1868) por unos pocos meses; en 1871 fue nombrado ministro de Comercio. En el mismo año se retiró de la política y se dedicó
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not, 1872, vol. I. pág. 230.) Véase también Ruyer (1930), págs. 99-101. 41 Teoría económica social, páginas 234-37. 42 Ob. cit., pág. 238. 43 Schäffle, Bosquejo, págs. 169171; Obra y vida, vol. I, págs. 471, 477; Teoría económica social, pág. 262. Véase Already Canard (1801, pág. 235), quien observa que “la paz (entre las naciones) no es más que el equilibrio de fuerzas opuestas e iguales”. 44 Bosquejo, pág. 200. 45 Ob. cit., pág. 184, aparte de los escritos que ya hemos citado, en las siguientes publicaciones también Schäffle se opone al desarme: No más guerras (1887), La más cercana guerra pagada (1887), La Conferencia de la Paz de La Haya (1899). 46 Schmoller (1838-1917), profesor de Ciencia política en el Halle, Estrasburgo, y en Berlín. En 1884 fue nombrado miembro del Staatsrat prusiano. Véase Brinkmann (1937). 47 Idem, Compendio (1900), sección 274, pág. 1337. Véase Spencer, Principios de sociología, vol. II, caps. XVIIXVIII. 48 Idem, La cuestión social (1874), pág. 39. La economía del futuro de Alemania (1900), pág. 26. 49 Idem, La moderna circulación 1873), pág. 28. Para un punto de vista similar, véase Wagner (1879, página 330; 1883, pág. 424). Hamélius (189.1, pág. 198) menciona otra ventaja curiosa nacida de los modernos conflictos militares: “La superioridad de las guerras modernas sobre las antiguas reside en el hecho que duran menos tiempo y que hacen perecer más hombres que destruyen cosas”. 50 Sobre las guerras de este período, véase Schmoller, El mercantilismo (1884). 51 Schmoller, La transformación del comercio político de Europa (1900), La economía de la futura Alemania (1900). Véase especialmente la pág. 33. 52 Idem. Compendio, sec. 114, página 356. Hamélius (1891, pág. 199) dice: “La guerra iguala frente a la fuerza material a los hombres, quienes en tiempo de paz se encuentran en las condiciones más desiguales. La guerra hace más por la fraternidad de los hombres y de los pueblos que la mejor legislación.”
por completo a los estudios científicos. En 1872 volvió a Alemania. Es muy conocido, principalmente por sus trabajos sociológicos, de tendencia organicista. En sus afinidades con la escuela histórica se explica el hecho de que haya sido clasificado como uno de sus miembros, aunque no se encontrase materialmente conectado con ella. (Véase Bonar, 1923, página 203; Ingram, 1923, pág. 201.) Véase Schäffle: Notas de mi vida, 1905. 32 Schäffle, Capitalismo y socialismo, 1870, págs. 295, 278, n. 33 Véase Schäffle, La esencia alemana y la cuestión del tiempo (1894), páginas 105-111. 34 Schäffle, Teoría económica social de los griegos (1900), págs. 220-24. 35 Idem, Obra y vida de los cuerpos sociales. Vol. I, págs. 463, 471 y 474. 36 Idem, Teoría económica social de. los griegos (1900), págs. 260-61. 37 Ob. cit., págs 227, 238 f, 251, 253, 256 f. Obra y vida, vol. I, pág. 470. 38 Teoría de la ciencia social, página 233. Antes de Schäffle expuso una tesis semejante, aunque más brevemente, Jakob (1814, págs. 333-34). Wagner (1883, pág. 418) es también opuesto al desarme. 39 Schäffle, El tributo (1895), páginas 229, 236. 40 Lo misino que Schäffle, pero antes que él, Cournot (1863, pág. 503) decía: “Grandes naciones que se sostienen, como se dice, en quiebra, manteniendo flotas, fortalezas y ejércitos inmensos que cuestan enormes sumas... Valdría más, sin duda, que la naturaleza del hombre permitiera no tener que hacer frente a tales necesidades. Mas si a causa de estos sacrificios se previenen, o se hacen cada vez más raras, las revoluciones, las guerras, que son ruinosas por lo que ellas destruyen, por lo que no permiten producir, la filosofía más decididamente cosmopolita estará bien forzada a aprobar los sacrificios que hacen crear una gran ventaja económica para toda la nación, por lo mismo que sólo son hechos en base de la defensa o de la agresión nacional.” El problema del desarme europeo es tal que, en apariencia, sólo puede ser resuelto a través de una transformación social completa, de la cual es imposible darse hoy en día cuenta exacta. (Cour-
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CAPITULO XIV LOS HISTORICISTAS FUERA DE ALEMANIA
Aunque el método histórico tiene sus orígenes en Alemania, ha reclutado adeptos en otros países. Nos proponemos ahora examinar a varios de éstos que han estudiado, con más o menos extensión, las relaciones entre la economía y la guerra; descuellan Clirfe Leslie, Thorold Rogers, Laveleye, Levasseur y Cunningham. Omitimos a aquellos que no examinan este problema, tales como: Bagehot, que considera la guerra desde el punto de vista darwinista, y Toynbee, que estudia la paz como un ideal religioso1. Los partidarios del método histórico fuera de Alemania no forman una escuela propiamente dicha. No tienen en común un cuerpo unitario de doctrina, sino la aplicación del método histórico, en el que encuentran un valioso instrumento de investigación económica. Cabe decir, por tanto, que no existe una verdadera escuela histórica fuera de Alemania, ya que sólo existe un conjunto de partidarios de dicho método. Por esto, no es sorprendente que un gran número de ellos lleguen a conclusiones completamente dispares a las de la Escuela histórica alemana. Levasseur se ocupa brevemente del militarismo en su conocida obra La población francesa (1892). Cliffe Leslie dedica más atención a ello en varios de sus estudios: El sistema militar de Europa económicamente considerada (1856), obra que no hemos podido utilizar. El tema de nuestra época, ¿es la paz? (1860). El futuro de Europa profetizado por la Historia (1860). El sistema militar europeo en 1867. Thorold Rogers se ocupa de la guerra en algunas de sus publicaciones; así en Cobden y la opinión política moderna (1873). Laveleye es autor de la obra titulada Causas actuales de guerra en Europa (1873). Entre los trabajos de Cunningham nos ocuparemos de los siguientes: Nacionalismo y cosmopolitismo en la economía (1892) y
Bases económicas para la paz universal: ¿Cosmopolita o internacional? (1912). Los partidarios del método histórico fuera de Alemania, cuyas ideas pasamos a exponer, son librecambistas. Cliffe prefiere la interdependencia económica a la independencia de las economías nacio290
nales. Thorold Rogers considera la protección aduanera como un robo perpetrado por el Estado en beneficio de ciertos ciudadanos2. Para Levasseur, la política proteccionista es meramente un “absurdo económico”3. Laveleye también es partidario de la libertad de comercio: “La causa del libre cambio es una causa ganada ya. La unidad de las especies se manifiesta como un designio de la Providencia. El libre cambio que conduce a esta unidad es un hecho providencial. Toda resistencia será vana. Lo que ha de ser, será. Tal es la voluntad de la Historia en bien de la propia Humanidad”4. Cabe que se ríos pregunte: ¿Por qué hacemos objeto de nuestro estudio en este libro a autores librecambistas cuando está dedicado al estudio del proteccionismo? La contestación a esta posible pregunta es sencilla: mostrar que hay, fuera de Alemania, un número de adeptos del método histórico que no siguen la doctrina de la Escuela histórica alemana y sus opiniones divergen tanto en política económica como en el problema de la guerra.
I. LA CARRERA DE ARMAMENTOS: LEVASSEUR Emile Levasseur5 estudia las consecuencias demográficas del sistema militar cuando se ocupa, de pasada, de los efectos económicos del creciente militarismo. Cree que Europa está agobiada y arruinada por el contagio de lo que él denomina la “fiebre de los armamentos”, “El peso de la paz armada, que ya era enorme en loa siglos pasados. tío ha sido nunca tan oneroso como hoy lo es, a causa del gran número de hombres en el ejército y por el gasto enorme que implican los armamentos”6. Para prepararse a la guerra las grandes potencias alistan a millones de hombres. Si bien el servicio militar puede ofrecer ciertas ventajas en la formación de los ciudadanos, no tiene ninguna para la formación de los trabajadores. “El soldado, que es improductivo, vive del dinero de los contribuyentes, y cuesta muy caro porque es preciso no sólo sustentarle, sino dotarle del material que tiene que utilizar, y así contribuye de dos formas al empobrecimiento de su país, puesto que no produce riqueza y consume parte de ella”7.
II. EL TEMA DE ESTE SIGLO, ¿ES LA PAZ? CLIFFE LESLIE Cliffe Leslie8 contesta a esta interrogante, título de uno de sus ensayos, negativamente, y en contraposición a casi todos sus contera291
poráneos prevé guerras en gran escala. Sería erróneo creer en la posibilidad de lograr pronto una paz permanente sólo porque la guerra es perjudicial a los pueblos. Los pueblos no actúan siempre de conformidad con sus propios intereses materiales, no porque los desconozcan, sino porque generalmente posponen las ventajas económicas a otros ideales. Cliffe Leslie no cree que las guerras hayan disminuido cuantitativamente en su época. Hace resaltar por medio de una lista cronológica que entre 1816 y 1860 no hubo un solo año de paz. La belicosa política de Napoleón III cercenó las posibilidades que ofrecía una nueva era de paz. Si esta política se debe al carácter nacional de Francia o al espíritu militarista de Europa, ello es sólo una cuestión secundaria, y cualquier explicación presagia un triste futuro. El espíritu militarista de los tiempos, las imperfecciones del mecanismo que regula los derechos internacionales, la defectuosa organización de la política continental, la peligrosa repartición de Europa y la alarmante situación existente en otras partes del globo, crean una atmósfera política cargada de nubarrones bélicos. De esto se infiere la necesidad de estar bien armado por parte del Imperio británico. Aboga por la implantación de una Milicia nacional, que sería completada por un Ejército permanente de voluntarios9. ¿Se presenta el futuro como algo angustioso? No, porque el destino último de la Humanidad es la interdependencia económica y no, aunque lo parezca, la independencia y la guerra. En un principio, la Humanidad estaba dividida en tribus y éstas continuamente se encontraban luchando las unas con las otras. En la Edad Media, los señores mantenían frecuentes luchas entre sí. Posteriormente, se constituyeron las naciones y los grandes Estados. Mas el progreso no se detuvo. Una nueva idea, la unidad superior, comienza a dibujarse en el horizonte de Europa. Algún día esta idea se materializará. La ley internacional ofrece grandes perspectivas, aunque no hay todavía un poder supremo capaz de imponer su acatamiento. La ley no aflora espontáneamente del sentimiento de justicia. La ley es justicia compulsoria. A menudo tiene su raíz en la violencia, en las querellas o en la necesidad de terminarlas. Se puede en la actualidad concebir la formación de un Senado de Europa y los rudimentos de una ley europea. Las guerras se están convirtiendo en más y más desastrosas y las naciones comprenderán al fin que deben evitarlas en su
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propio beneficio y deben someterse a ciertas reglas legales y de equidad10. Dos medidas preliminares de orden internacional son precisas para poner fin a la guerra: el establecimiento de instituciones libres y la sustitución de milicias nacionales por ejércitos permanentes. Pero el peligro de la guerra sólo desaparecerá por completo cuando el mundo civilizado tenga una legislación común y un Tribunal superior para juzgar los pleitos internacionales11.
III. UN SISTEMA DE ASAMBLEA INTERNACIONAL: THOROLD ROGERS Para este autor12, entusiasta seguidor de Cobden, “una paz armada, si se prolonga, es más perjudicial para la prosperidad económica que una guerra abierta”13. Las ventajas que proporciona el librecambio no son tan sólo materiales, sino también morales. La libertad de comercio, al unir las naciones, favorece la paz entre ellas. La época en que se creía que la riqueza de un país está condicionada a la pobreza de los otros ha pasado definitivamente. Los hombres han aprendido que el bienestar de su país está íntimamente ligado con los progresos materiales y morales de las otras naciones. Todo hombre razonable debe saber que la guerra se ha transformado en absurda y en un crimen público. Con la desaparición de las erróneas teorías políticas y comerciales de épocas pasadas, la guerra se ha convertido en altamente irracional y gravosa; con ello se hace cada vez menos practicable14. A medida que el tiempo pase la guerra se considerará como um institución tan ridícula y anacrónica como la del derecho divino de los soberanos y el duelo. Thorold Rogers cree plenamente en la eficacia del arbitraje internacional y considera a la opinión pública como el poder capaz de hacer que las decisiones emanadas de un Tribunal de Arbitraje sean respetadas. En la actualidad es improbable que las naciones abandonen sus ejércitos y el estudio de la ciencia militar, pero es posible que bajo unas condiciones diferentes empleen su poder y ciencia en preservar la paz y, si fuera necesario, obligar al arbitraje15. En un estudio sobre las colonias, en el que sostiene que éstas no proporcionan ventaja alguna de tipo económico a la madre patria, Rogers se ocupa de una posible organización internacional y recomienda “un sistema de Consejos Internacionales”, cuya estructura y com293
posición, sin embargo, no define con precisión. “Este sistema de Consejos Internacionales, por cuanto discutirán el bienestar material de todos aquellos que tienen intereses comunes, cualesquiera que puedan ser las diferencias accidentales en su forma de gobierno, se originará de una alianza estrecha entre Gran Bretaña y la Unión Americana y las colonias libres de este país. Comenzará estableciendo que los ciudadanos de estos países podrán cambiar de residencia libremente, en el ámbito de estas comunidades independientes, disfrutando de los mismos derechos civiles que los que actualmente gozan los ingleses en Escocia o Irlanda. Se podrá instituir que todas las personas que sean súbditos de cualquiera de estos países disfrutarán de una nacionalidad común, rigiéndose por una única ley comercial, un sistema monetario idéntico y una organización postal semejante. Esto haría que entre estos países el intercambio fuera tan libre y fácil como pueda imaginarse”16.
IV. UN PROGRAMA DE COLABORACIÓN INTERNACIONAL: LAVELEYE Émile de Laveleye17, conocido economista belga y escritor, en 1873 publicó un estudio sobre las causas actuales de las guerras en Europa y sobre el arbitraje (Des causes actuelles de guerre en Europe et de l’Arbitrage). Hace veinte años, dice al comienzo de su trabajo, un gran número de hombres inteligentes, pero de ningún modo utópicos, muchos de ellos economistas, creyeron que las naciones civilizadas habían comenzado a comprender por fin que en la guerra se pierde siempre y nunca se gana. Sin embargo, esta esperanza se desvaneció. Por doquier los preparativos para la guerra se incrementan, y por ello se puede pensar que una próxima conflagración internacional no es algo remoto. “Entre las cosas tristes de nuestro tiempo, dice nuestro autor, no se ve nada más desastroso y más confuso para la razón que el contraste que encontramos entre el avance de la solidaridad internacional y el revivir de las ideas bélicas”18. Las causas de las guerras modernas son numerosas y múltiples: deseos de conquista, religión, mantenimiento de la “balanza de poder” en Europa, intervenciones en el exterior, rivalidades históricas, colonias, querellas sobre esferas de influencia, hostilidades entre razas, inadecuación de instituciones políticas y la teoría de las fronteras naturales. Sin embargo, el principio de las nacionalidades es el que consideramos la principal causa de los futuros conflictos. 294
Además de las penalidades y del derramamiento de sangre que la guerra implica, siempre cuesta más que lo que proporciona. Es un mal para todas las naciones, victoriosas y vencidas. Por otra parte, es la causa de las tarifas protectoras, porque en previsión de una posible guerra se intenta hacer del Estado algo económicamente independiente del extranjero; son muy costosas, además del absurdo fin que con estas medidas se persigue. Ningún territorio extranjero ni ninguna colonia vale la pena de intentar su conquista. Si los pueblos estuvieran lo suficientemente iluminados para saber cuál es su interés, no habría más guerras, pues ninguno tendría necesidad de defenderse por sí mismo19. “Los economistas, dice Laveleye, tienen razón; si las naciones tuvieran sólo el instinto de los animales, que persiguen su único interés, no habría guerras. Desgraciadamente, los prejuicios, las rivalidades, la ambición de los gobernantes y la estupidez de los gobernados ocultan esta innegable verdad: la paz es para los Estados no sólo el más sagrado de los deberes, sino el más primordial de sus intereses”20. Las naciones no tendrán interés en guerrear en cuanto comprendan que las conquistas son dañosas para sus intereses, con lo que serán menos frecuentes las guerras21. Llegará un día en que la guerra entre las naciones cesará, como ha cesado entre los ciudadanos de un mismo Estado. “¿Qué se requiere para abolir las guerras entre las naciones? Un Código internacional de leyes, un Tribunal de Justicia internacional y un Poder ejecutivo internacional”22. La Humanidad, es obvio decirlo, avanza hacia la realización de este ideal; pero mientras tanto es necesario, al menos, reducir las causas de las guerras; es decir: reducir su número. Con este fin debe favorecerse cuanto tienda a establecer una comunidad de ideas e intereses entre los pueblos. Laveleye cita las siguientes medidas para conseguirlo23: 1.ª Reducir tanto como sea posible, o abolir completamente, las tarifas aduaneras, pues todo lo que separe a los hombres les predispone para la guerra, mientras que cuanto facilita el intercambio les inclina a la paz. 2.ª Reducir los fletes y las tasas postales para multiplicar en lo posible tanto el intercambio de mercancías como el de ideas. 3.ª Adoptar un sistema monetaria de pesas y medidas de tipo universal, así como una ley uniforme comercial, no sólo con el fin de incrementar las transacciones comerciales, sino también para aunar a los pueblos con fuertes lazos. 295
4.ª Conceder la equiparación de los extranjeros con los ciudadanos respecto a los derechos civiles, para que con ello cada hombre pueda encontrarse como en su propia patria en cualquier país y el sentimiento de hermandad universal sustituya al de un nacionalismo exclusivo. 5.ª Suscitar la enseñanza de idiomas, geografía y cuantas materias se requieran para el mejor conocimiento de la situación de los países extranjeros. 6.ª Promover la distribución de libros que ensalcen la paz y prescribir, por el contrario, todos los que alaben la guerra. 7.a Apoyar, en todas partes, cuanto dé fuerza y eficacia al sistema representativo y especialmente las medidas que limiten el poder ejecutivo en sus posibilidades de declarar por sí la guerra o de concluir la paz. 8.ª Animar la exportación de capitales para hacerla cosmopolita y crear así una solidaridad internacional de intereses entre los capitalistas de todo el mundo. 9.ª Seguir el ejemplo de los cuáqueros, y que los sacerdotes infundan en todos los hombres el horror a la guerra, diferenciándose por ello los cristianos de los salvajes. La transcripción que hemos realizado de los preceptos pedagógicos y políticos de Laveleye, además de las medidas económicas, ha sido n efectos de poner de manifiesto la importancia que atribuye, en el conjunto de su programa pacifista, a los factores económicos, especialmente a la libertad de comercio. Todas sus recomendaciones de índole económica están basadas en la tesis liberal de que “el intercambio internacional conduce a la dependencia internacional y como resultado a la solidaridad universal”24.
V. EL PROTECCIONISMO BRITÁNICO: CUNNINGHAM El proteccionista inglés William Cunningham25 desarrolla ideas que recuerdan singularmente las de la escuela histórica alemana. Cunningham comienza como un librecambista; cree que las tendencias económicas cosmopolitas sustituirán gradualmente el exclusivismo nacional. Asimismo, cree en la necesidad de considerar el mundo como un todo, pues los intereses económicos del futuro no están estrechamente ligados a las naciones como lo fueron en el pasado; cree en la victoria del cosmopolitismo y no oculta su satisfacción porque así suceda26. 296
Incluso cuando defiende el imperialismo británico le da una juslificación librecambista. Inglaterra, dice, aplica el principio librecambista a todas sus posesiones coloniales. Aunque asegurándose un importante mercado, indispensable para el crecimiento de su industria, no lo cierra, no obstante, para el resto de las naciones27. En su Ensayo sobre la civilización occidental (Sec. 133), publicado en 1900, Cunningham, lo mismo que List antes que él, se muestra partidario del nacionalismo económico como un estadio transitorio en el camino del sistema cosmopolita. Consiguientemente, hace caso omiso de su punto de vista cosmopolita y se declara desde este momento ardiente partidario de la política proteccionista de Joseph Chamberlain, quien escribió el prólogo de su panfleto antiliberal Contra la libertad de comercio (1911). Criticando la doctrina librecambista, Cunningham la condena por haber afirmado que el comercio internacional tenía propiedades que no posee. Así como la competencia entre los individuos no lleva a la concordia social, así tampoco la competencia entre las naciones produce la solidaridad internacional. Es ilusorio creer que necesariamente el intercambio internacional creará sentimientos de fraternidad entre los pueblos. Ashley, otro partidario del método histórico, sustenta el mismo punto de vista. Recuerda la sorpresa de Cobden cuando los librecambistas de Yorkshire y Lancashire apoyaron la política agresiva de la puerta abierta en China28. Cualesquiera que fuesen las intenciones de los librecambistas, su actitud causa irreparable daño al Imperio británico, que podría defenderse a sí mismo contra el creciente proteccionismo de los países extranjeros. Un gran número de razones, entre otras la necesidad militar, hacen que Cunningham pida el abandono, por parte de Inglaterra, de la vieja fórmula laissez faire, y la adopción de una “concienzuda política económica”, esto es: el proteccionismo. La guerra puede hacer prohibitiva la importación de granos del extranjero, uno de los grandes peligros de Inglaterra, porque en este terreno depende, cada vez más, de los mercados exteriores. Debería afianzar la unión cíe los miembros del Imperio por medio de tarifas preferenciales, así como desarrollar las fuerzas productivas de estos inmensos territorios, y con ello estará en mejores condiciones que ningún Estado del mundo para autoabastecerse29. Es fácil exagerar, según Cunningham, los progresos llevados a término por el cosmopolitismo económico. La nación como una unidad política independiente puede hacer mucho para mejorar el bienestar de sus miembros. Es erróneo, sin embargo, pensar en la próxima 297
desaparición de las nacionalidades. Aunque el militarismo se desvaneciera completamente, la Humanidad permanecería dividida en naciones soberanas. Todos están interesados en que las naciones vivan en un estado de paz mutua. El problema a resolver es determinar cómo será mejor atendida esta paz, si por el cosmopolitismo, que ignora, socava y denigra la vida económica nacional o, por el contrario, por el internacionalismo, basado en un grupo de naciones fuertes y vigorosas. Cunningham no define ampliamente esta internacionalización, que puede ser clasificada de internacionalismo patriótico. Pero la considera el camino hacia la paz universal. Cree que ésta es la mejor forma de servir la causa de la paz, más que por disertaciones doctrinales sobre la identidad de los intereses de todos los beligerantes; disertaciones que en la práctica no llevan a parte alguna. Le parecen tan ineficaces como aquellas que afirman la existencia de intereses armónicos entre las clases sociales y que son incapaces de prevenir los progresivos choques entre el capital y el trabajo30. Hay escritores que al contemplar el mundo deploran la existencia del militarismo y les horrores de la guerra. Viendo a las naciones en incesantes conflictos se inclinan a pensar que la división de la Humanidad en naciones es viciosa en sí misma. Harían cuanto estuviera en su mano para suprimir las características distintivas de los pueblos y para orientar hacia una idea cosmopolita la mente humana. Tal animosidad contra las nacionalidades con facilidad degenera en quisquillosos antipatriotismos. Mas la supresión de todas las barreras y organizaciones internacionales no borraría las diferencias raciales; no ofrecería la igualación verdadera ante las oportunidades para todo el inundo; no podría poner fin a la lucha por la vida, que es la razón primordial de todos los conflictos armados y humanos. La nación cumple una función positiva. La aparición de grandes naciones ha suprimido las guerras privadas y provinciales. En el mutuo interés y comprensión, así como en el desarrollo de las relaciones internacionales, basa Cunningham la esperanza para un futuro mantenimiento de la paz universal. La Humanidad alcanzará la plenitud de su vida no por la desaparición de las características nacionales, sino, por el contrario, por dar a cada una la posibilidad de desarrollar sus propios caracteres internos31. Una colaboración consciente y estrecha entre las naciones, tanto como fuera posible, es, sin duda, deseable incluso en su propio ínteres. Si alguna vez existe oportunidad de que los Estados formen 298
una unión mundial, la base indudablemente no será la coincidencia de sus intereses materiales. Según Cunningham, sólo en la religión y en el reconocimiento de un Dios omnipotente, ante quien cada individuo se sentiría responsable, se encontrarán las condiciones idóneas para el establecimiento de una federación universal32.
VI. EL MÉTODO HISTÓRICO Y LA GUERRA Desde tiempo inmemorial la guerra ha sido la causa de la ruina de la especie humana. Desde los primeros tiempos los pueblos, tanto primitivos como civilizados, no han cesado de matarse unos a otros. Empujados por el hambre o el odio, por sangre u orgullo, por fe o por superstición, por el deseo de aventuras o por la excesiva estupidez, por vanidad o por honor, por pobreza o por riqueza, por cualquier causa seria o especioso pretexto, han gastado sus mejores fuerzas en luchar, en arruinar y en destruirse los unos a los otros. Asaltantes o asaltados sólo ven en la paz el intervalo entre dos guerras. Por ello el hombre ha llegado a creer que la guerra es consustancial con la condición humana, que es un hecho normal, un fenómeno que acompaña a la especie. Los filósofos que mostraron su necesidad, los sociólogos que describieron su utilidad, los teólogos que expusieron su naturaleza divina, todos ellos han colaborado en fortalecer en los hombres esta convicción. En resumen, las ideas, tanto como las circunstancias, han contribuido a extender la creencia universal de que la guerra es un fenómeno consustancial con la propia naturaleza humana y, por tanto, es inevitable. Entre los fenómenos sociales, la guerra no es el único que ha sido considerado generalmente como eterno. Los intelectos más poderosos de la antigüedad vieron en la esclavitud una institución eterna y no podían concebir un mundo sin esclavos. Hasta el siglo XIX la emancipación de la mujer era considerada como algo utópico o mero sueño social. La introducción de la jornada de doce horas de trabajo se combatió con buena fe por muchos economistas del siglo XIX, convencidos que de prosperar tal medida se arruinaría la vida económica de las naciones. Por esta razón y por muchas otras consideraban la protección social del trabajador tan ilusoria como les parecía la abolición de la esclavitud a los antiguos, o la emancipación de los siervos de la gleba a los hombres de la Edad Feudal. Los ejemplos pueden fácilmente multiplicarse. Nada es más normal, por un buen número de razones, que con299
siderar un fenómeno temporal como algo permanente. El conocimiento humano y la imaginación creadora son limitados y los intereses materiales, muy a menudo, falsean la visión real de las cosas. La relatividad del conocimiento humano, lejos de justificar la presentación de un absurdo como realizable, impone el deber de proceder con mucha cautela, especialmente en las ciencias sociales, antes de poder afirmar que un fenómeno dado es necesario e inmutable. La misma enseñanza de la historia dicta tal circunspección. La historia nos enseña que no debe confundirse el fenómeno tradicional con el inmutable. Pues bien: partiendo de este razonamiento, la actitud de la escuela histórica germana respecto al problema de la guerra parece basarse en una idea falsa y en contradicción con el propio método propugnado por ella. Su pesimismo frente a una posible organización para la paz es ciertamente tradicional, pero no tiene carácter científico. Para Roscher, la guerra es un fenómeno permanente, mas se olvida explicar por qué la pacificación de la Humanidad es sólo pura ilusión. Knies ve en la guerra un mal crónico de la historia y afirma que nada induce a creer que ésta pueda desaparecer, mas no intenta defender su punto de vista a través de un análisis sistemático. Lo mismo sucede con von Stein, quien sin explicación alguna declara en pocas palabras que la guerra es consecuencia del ansia de dominio, que a su vez es consustancial con el carácter humano, por lo que la paz duradera nunca se alcanzará. Schäffle está en lo cierto cuando dice que tal como es actualmente el mundo, la paz no es más que el equilibrio nacido de fuerzas contrapuestas que se contrarrestan las unas con las otras. Pero de esta conclusión infiere demasiado rápidamente que la disolución de los E:taclos soberanos no originaría la paz, sino la anarquía y la guerra omnium contra omnes. Schmoller afirma, con razón, que existirán guerras mientras haya naciones soberanas. Por lo que no cree necesario prestar atención al problema de la paz, ya que considera irrealizable la posibilidad de la desaparición de los Estados independientes o la limitación en sus derechos soberanos. En tales, observaciones, que nacen de hechos aislados, mas no sistemáticos, la escuela germánica cree encontrar la prueba real de la imposibilidad de organizar una paz duradera. Tales son los argumentos o, mejor dicho, las ideas preconcebidas que constituyen la base de su pesimismo. Este no es deducido a través de un análisis exhaustivo de las tendencias sociales actuales o del descubrimiento de una ley económica que necesariamente impulse a los hombres a la guerra. La 300
escuela histórica alemana se limita a extraer esta tesis de la idea ampliamente difundida de que como ha habido siempre guerras en el pasado las habrá en el futuro. Tal modo de examinar las cosas es completamente opuesto al verdadero espíritu científico e histórico y, lo que es aún más interesante, es contrario al método propugnado por la misma escuela; con ello la contradicción en que incurre la escuela histórica alemana se pone aún más de relieve. El enraizado pesimismo de esta escuela frente a la paz permanente sorprende aún más si se sigue su indicación de abstenerse de generalizar hacia el futuro aquellos datos que sólo son válidos para un tiempo o un espacio social limitado. En su razonamiento sobre la guerra, sin embargo, la escuela histórica hace todo lo contrario: generaliza y “eterniza” ciertas opiniones comúnmente llamadas “viejas verdades”. Aunque uno de los fundadores de esta escuela, Hildebrand, ya se alzó contra tal método. Dijo: “No ha de olvidarse que el hombre, ser social, es siempre un producto de la civilización, de la historia y sus necesidades; su educación y sus relaciones con los bienes materiales y los hombres nunca permanecen iguales, ya que difieren geográficamente y constantemente cambian y se desenvuelven con el avance de la cultura de la especie humana”33. Si tal es el caso, ¿por qué sería la guerra, fenómeno esencialmente social, una excepción a esta ley y tendría que ser considerada como una institución permanente? ¿Por que admitir a priori que el oponerse a la guerra, no ya como fenómeno histórico, sino eterno34, es sólo el fruto de la parte idealista del pensamiento humano? Esencialmente evolucionista, la escuela histórica afirma que la vida económica de las naciones tiende a formas superiores. El mismo Hildebrand observa que no es sólo la vida económica nacional, sino también la de la Humanidad en su conjunto la que evoluciona hacia formas más y más perfectas35. Por tanto, cabe sorprenderse de que el nacionalismo económico, que es evidentemente incompatible con la paz, pueda constituir el último grado en el desarrollo económico, y forme una barrera infranqueable en la evolución social de la Humanidad. Las conclusiones de la escuela histórica alemana (ampliamente expuestas, como hemos visto, por Cunningham) son opuestas al método (jtie ella misma aplica a las ciencias sociales. Por esta razón, nada tiene de extraño que varios seguidores de este método, fuera de Alemania, llegasen a conclusiones opuestas a las que enunció dicha escuela. Levasseur, Cliffe Leslie, Thorold Rogers y Laveleye rechazan de plano las ideas proteccionistas y el espíritu militar, aunque conserven la fe en la utilidad del método histórico. Se expresan, pues, a favor 301
de la tesis liberal y pacifista sin, no obstante, abandonar el referido método. Contrariamente a lo expuesto por la escuela histórica, no consideran la paz universal como una quimera irrealizable. Cliffe Leslie ve en la libertad política, en el sistema de milicias, en la legislación internacional y en el Tribunal Internacional instrumentos susceptibles de asegurar la paz al mundo. Thorold Rogers, con el mismo fin, propone un sistema de Tribunales Internacionales y una alianza angloamericana que daría brillantes consecuencias. Laveleye se declara partidario de un Código de leyes, de un Tribunal de Justicia y de un Poder ejecutivo internacionales y expone un programa de cooperación entre las naciones. La afirmación de la escuela histórica alemana de que la guerra es un fenómeno que nunca desaparecerá es inexplicable si se sigue el método que ellos propugnan. La clave de esta posición la encontramos no en su método, sino en la meta suprema a que esta escuela subordina su pensamiento: servir a la grandeza de Alemania sobre todo. La escuela histórica alemana se ve, por tanto, obligada a justificar, no sólo el pasado de su país, sino también a realizar la defensa de los principios políticos favorables al Imperio germánico. Testigo como fue del nacimiento y florecimiento del Imperio, la escuela, consciente de que la preponderancia de Alemania no puede continuar sin una sólida y hasta expansiva potencia militar, tiene que justificar económicamente el militarismo. El porvenir de Europa, para no hablar de otros continentes, les es completamente indiferente. Su única preocupación es el poder del Reich. Von Stein, animado del mismo espíritu que el de la escuela histórica germánica, sólo se diferencia de ésta en que lo que desea es el engrandecimiento del poder militar de Austria–Hungría, su país de adopción. Al considerar la guerra como un fenómeno perpetuo, la escuela histórica alemana va demasiado de prisa, generaliza con excesiva rapidez y se contradice usando su propio método, que cree, por otra parte, que aplica correctamente. No obstante, al realizar una apreciación concreta de los efectos económicos y sociales de la guerra, permanece fiel a su método. Trata de evitar que trasluzca que de la guerra sólo se deriva destrucción. Por ello omite los efectos dañosos y sólo expone, por el contrario, sus consecuencias favorables. Roscher observa que una guerra corta algunas veces crea las bases de una paz duradera; que a causa de la guerra los gobernantes pueden verse obligados a acceder a las peticiones justas de las minorías nacionales o religiosas; que puede contribuir al desenvolvimiento económico del país victorioso. Knies subraya que ésta puede favorecer los intereses eco302
nómicos de un país en detrimento de otro. Schäffle admite que en ciertos casos conduce al progreso cuando se presenta como la única posibilidad de evitar un estado intolerable de cosas. La escuela histórica ve sin temor alguno los gastos que originan la Armada y el Ejército. En la actual estructura política del mundo, un Estado sólo puede tener confianza, en lo que se refiere a su seguridad, cuando tiene un ejército capaz de garantizarle su propia defensa. Si disminuyen en parte los gastos que se consideren necesarios para la conservación del mismo en un perfecto estado de entrenamiento, puede encontrarse en situación de ser atacado y, por ende, vencido. En este caso el enemigo puede no sólo destruir lo que se ha ahorrado, sino aún más. En tales circunstancias sería absurdo negar la utilidad de los gastos militares. La consideración o no de productivos —que varios miembros de la escuela histórica realizan— no pasa de ser una mera cuestión de tipo académico y terminológico. Admitiendo que por productivo se entiende la facultad de producir directamente riqueza material, los gastos militares deben ser clasificados como improductivos. Mas si admitimos que es sinónimo de utilidad social, los gastos militares pueden ser considerados como productivos. En cualquier caso, lo que importa no es el término, sino el hecho de si estos gastos son o pueden ser socialmente útiles y si lo continuarán siendo en tanto en cuanto perdure la anarquía internacional en la que un Estado inadecuadamente armado corre el peligro constante de ser aniquiladoEsta consideración explica por qué von Stein aclara que se puede afirmar, económicamente hablando, que el valor del ejército excede del costo de su conservación; por qué Knies ve en los gastos militares, si no van más allá de lo que realmente es necesario, el más productivo de los gastos estatales; por qué Schäffle, quien prevé el fracaso de las conferencias del desarme, se opone a éste y lo tilda de absurdo económico. La escuela histórica comprendió, como lo habían hecho anteriormente los economistas liberales —Chevalier, Cherbuliez, Courcelle– Seneuil—, que los ejércitos permanentes eran inevitables en un mundo en el que las tendencias nacionalistas predominen, y si un Estado lo organiza, los otros se ven forzados a imitarle. Mientras en el mundo una nación mal armada corra el peligro de ser devorada por sus vecinos, los ejércitos permanentes tienen importancia para conservar la independencia del Estado e incluso desde el punto de vista económico. También observan —particularmente von Stein— que la riqueza actual de las naciones es tan vasta y su técnica de la producción tan avanzada. 303
que los gastos militares de las grandes potencias están lejos de haber alcanzado su límite. Se equivocan, por el contrario, al creer que el peligro de la guerra queda conjurado a largo plazo por una paz armada acompañada de una carrera alarmante de armamentos. Las circunstancias pueden obligar a cada Estado a armarse hasta los dientes y así salvaguardar su independencia, pero no debe abrigarse la menor duda de que tal sistema lleva implícito el empobrecimiento de cada nación y de ia Humanidad como un todo. Aunque las desastrosas consecuencias que acarrean son, en cierto modo, compensadas por los progresos que se realizan en la técnica a causa de una creciente producción. NOTAS 1890) dejó la Iglesia y se dedicó a la enseñanza universitaria y a la política. Fue miembro del Parlamento desde 1880 a 1886. Véase Castelot (1892). 13 Rogers, La interpretación económica de la Historia (1888), pág. 294. 14 Rogers, Un manual de economía política (1876), pág. 250; La política librecambista del partido liberal (1868), páginas 23-24. 15 Idem, Cobdcn y la opinión política moderna (1873), págs. 138-39, 141. 16 Idem. El problema colonial (1871), págs. 458-5917 Laveleye (1822-1892), profesor de Economía política en Licia. Véase Giblet d’Alviella (1895), especialmente la página 6o. 18 Cansas actuales de guerra en Europa (1873), pág. 9. 19 Ob. cit., págs. 13, 21, 153, 18-19, 57-59; véase también Laveleye, Elementos (1882), pág. 252. 20 Laveleye, Cliffe Leslie (1881), página 626. 21 Idem, Causas, pág. 153. El Gobierno (1892), vol. I, pág. 51. 22 Idem, Causas, pág. 149. 23 Ob. cit., págs. 159-60, y Sobre las causas de la guerra (1872), páginas 29-31. 24 Laveleye, Causas, pág. 155. El librecambio “prepara la confederación fraternal de los pueblos; en esto consiste su grandeza real”. Leveleye, Estudios (1857), pág. IV. Henry George piensa que la libertad comercial puede conducir a la federación angloamericana, primer paso hacia la federación universal de las naciones. Véase también Protec-
1 Bagehot (1872), cap. II; Toynbee (1879), pág. 252. En un artículo muy interesante, Contemos nuestros enemigos y economicemos nuestros gastos (1862). clama contra todos los gastos que no sean realmente indispensables para la defensa nacional. Interpretación económica 2 Rogers, de la Historia, pág. 375. 3 Levasseur, La población francesa, volumen III, pág. 275. Estudios históricos 4 Laveleye, (1857), prólogo, pág. IV. 5 Levasseur (1828-1911), profesor de Geografía y cíe Historia de la economía en el Colegio de Francia. Véase Guyot (1911). 6 Idem, La población francesa, volumen III, pág. 249. Le Play (La organización del trabajo, pág. 436) observa sobre este tema lo siguiente: “La paz armada de nuestra época es tan funesta a los pueblos como lo eran antaño las guerras prolongadas. Un estado tal de cosas no puede perdurar en Europa sin llevar a ésta a la decadencia.” 7 Idem, La población francesa, volumen III, pág. 255. 8 Cliffe Leslie (1827-1882), profesor de Economía política y de Derecho en Belfast. Véase Bastable, 1897. 9 Idem, El tema de este siglo, ¿es la paz? (1860). El sistema militar europeo en 1867, pág. 145. 10 Leslie, El futuro de Europa, profetizado por la Historia (1860), páginas 101, 109-110; véase también Laveleye, Cliffe Leslie (1881), págs. 626-27. 11 Idem, El sistema militar europeo en 1867, págs. 131-32. 12 Convencido por su amigo Cobden, James Edwin Thorold Rogers (1823-
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ción del libre comercio (ed. 1891), pá-
versal han tenido muy pocas posibilidades de ser convertidos en realidad, según Cunningham, Perspectivas para una pan universal (1899). 30 Idem, Bases económicas para la paz universal. ¿Cosmopolitismo, internacionalismo? (1912). 31 Idem, El caso contra la libertad de comercio, págs. 15-16. 32 Idem, El progreso del capitalismo en Inglaterra, pág. 135. 33 La economía nacional del presente y del futuro (1848), vol. I, pág. 29. 34 Lips, La paz universal (1814), página 8. 35 Economía natural, economía monetaria y economía crediticia (1864), página 24.
gina 354. 25 Cunningham (1849-1919), clérigo y profesor de Economía en la Universidad de Cambridge. Véase Scott. 26 Idem. Nacionalismo y cosmopolitismo en la economía (1892). 27 Idem, Imperialismo británico (1899). 28 Idem, Auge y caída del movimiento librecambista (1904), págs. 164165. El progreso del capitalismo en Inglaterra (1916), pág. 120; El caso contra la libertad de comercio (1911), página 76; El problema arancelario (1903) (ed. 1920), pág. 196. 29 Idem, El caso contra la libertad de comercio, págs. 19, 41-45, 132. El arbitrio internacional y la paz uni-
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LIBRO SEXTO
EL INTENACIONALISMO DE LOS SOCIALISTAS
INTRODUCCIÓN
Los liberales y los proteccionistas parten, para estudiar las relaciones entre la guerra y la economía, del supuesto de que el régimen económico y, hablando con más precisión, las bases económicas sobre las que se asienta la sociedad son inmutables, y, por tanto, no están sujetas a cambio alguno. Ello no implica que consideren la sociedad como algo estático, sino, por el contrario, estudian ampliamente las causas que determinan el progreso económico y social. Los liberales consideran la libertad comercial como el sistema más eficaz para asegurar la paz y el progreso social, tanto desde el punto de vista nacional como internacional. Los proteccionistas, por el contrario, creen que el progreso nacional queda asegurado a través de una protección inteligente instaurada en favor de la producción nacional, aun a riesgo del peligro que tal protección entraña por la hostilidad que crea entre las naciones. En las investigaciones que ambas escuelas realizan para determinar las relaciones entre la economía y la guerra, ninguna de ellas se ocupa del problema social. La propiedad privada la consideran condición sine qua non de toda sociedad civilizada y de todo progreso económico, apareciéndoles el colectivismo como un atavismo en el progreso social e incapaz de solucionar, por tanto, la guerra y sus problemas. Los socialistas mantienen el punto de vista opuesto. Para esta escuela, el problema de la guerra no es más que una parte insignificante del gran problema: el problema social. Se observan diferencias respecto a si la propiedad debe ser privada o colectiva, libre o regulada por ciertas reglas. Lo mismo que todo problema social, no cabe que sea resuelto sin una reforma previa y radical de la propiedad privada. La adopción del orden socialista, al desterrar la causa principal de los sufrimientos humanos, aniquilaría ipso facto la guerra. Las ideas sobre el socialismo varían, como de todos es conocido, según los expositores, ya que no concuerdan en la interpretación del mismo. La clasificación es, por tanto, difícil; afortunadamente, a nuestros fines no se precisa la división en grupos homogéneos. Nosotros consideraremos como socialista a todo el que propugne la sustitución de la economía capitalista por una economía colectivista, la supresión total o una limitación estrecha de la propiedad privada.
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Por ser tan voluminosa la literatura socialista del siglo XIX, nos vemos imposibilitados de realizar un estudio exhaustivo de la misma. Entre los autores de esta tendencia escogeremos a aquellos que son más característicos y más representativos. El primer capítulo de este libro está dedicado a estudiar a SaintSimon y el sansimonismo (Henri de Saint–Simon, Augustin Thierry, Michel Chevalier, Gustave Biard, etc.). En un segundo capítulo se examinarán los más importantes escritores de otra rama del socialismo: los socialistas utópicos del siglo XIX, Robert Owen, Charles Fourier, Víctor Considérant, André Godin, Constantin Pecqueur, Franc,ois Vidal y Louis Blanc. El último capítulo comprenderá a los dos grandes fundadores del socialismo moderno o materialista: Karl Marx y Friedrich Engels.
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CAPITULO XV UN PRECURSOR Y SU ESCUELA
Henri de Saint–Simon no es socialista en el sentido estricto de la palabra. En el terreno económico se relaciona con Juan Bautista Say, cuya doctrina liberal e industrial reafirma. Mas hay que considerarle como precursor del socialismo por la crítica que hizo del orden económico de su época. Sus discípulos, escolares y místicos, se agruparon después de su muerte en una secta religiosa y dedujeron de sus ideas consecuencias socialistas, reconciliables por completo con su sistema industrial. La escuela de Saint–Simon constituye una de las primeras, a la par que una de las más interesantes manifestaciones del socialismo del siglo XIX; propugna la abolición del derecho hereditario y la socialización de los medios de producción. A través de estas medidas no se propone desterrar la propiedad privada, sino lograr la distribución de la riqueza de acuerdo con la capacidad de cada hombre. La propiedad privada, afirma, es sólo legítima por la función que cumple, y debe concederse en función de la propia capacidad. La sociedad sansimoniana es, por tanto, una jerarquía de “capacidades”. Saint–Simon examina el problema de la paz desde dos puntos de vista diferentes. Lo estudia en su aspecto político, en su libro, de gran interés, publicado en 1814, en colaboración con Agustín Thierry, titulado De la reorganización de la sociedad europea o de la necesidad y medios de agrupar a los pueblos de Europa en un solo cuerpo político, conservando cada uno su independencia nacional. Examina el aspecto económico y social del problema en alguno de sus numerosos escritos: La industria o discusión política, moral y filosófica en interés de todos los hombres dedicados a trabajos útiles e independientes (1817), Cartas de Henri Saint–Simon a un americano, El partido nacional o industrial comparado con el partido antinacional (1819), Ensayo sobre la política que conviene a los hombres del siglo XIX (1819) y El organizador (1819-1820). Las publicaciones de la escuela sansimoniana son muy numerosas. Además del trabajo titulado Doctrina de Saint–Simon, hemos consul-
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tado los escritos del “Padre” Enfantin y del “Apóstol” Michel Chevalierl, y las obras de los siguientes autores, todos ellos pertenecientes a la secta: Charles Béranger, Gustave Biard, Auguste Comte, L. Delaporte, Paul Rochette y P. I. Rouen. Entre las fuentes utilizadas para la redacción del presente capítulo mencionamos: El Productor, periódico sansimoniano; El Globo, periódico liberal de gran renombre, transformado por su antiguo editor, Pierre Leroux, después de su conversión al sansimonismo (1830), en el órgano oficial de la secta. El ensayo de Leroux, La unión europea (1827), escrito cuando su autor pertenecía todavía a la tendencia liberal, no nos ha interesado para nuestros fines2. La doctrina pacifista que propone es genuinamente liberal y no socialista. Leroux defiende la tesis de una economía política que trate de crear una nueva unión espiritual, la sociedad universal, la cual no necesita plasmarse en una organización material, ya que no la precisa.
I. UN PRECURSOR DEL SOCIALISMO: SAINT-SIMON 1. Reorganización de la sociedad europea. Saint–Simon3 propuso la Constitución inglesa como modelo para la de todos los países y pretendió que todas las naciones europeas fuesen gobernadas por Parlamentos nacionales, los cuales deberían tratar de formar un Parlamento general que procurase por los intereses comunes de la sociedad europea. “Europa, dijo, tendría la mejor organización posible si todas las naciones que la constituyen estuvieran gobernadas cada una por un Parlamento y reconociesen la supremacía de un Parlamento general sobre los gobiernos nacionales, capaz de dirimir sus disputas”4. Este Parlamento europeo, como el inglés, estaría constituido por dos Cámaras: una, de representantes, y otra, de pares. La organización y funciones son expuestas en detalle por Saint–Simon. Considera que el primer paso hacia el establecimiento de un Parlamento europeo se daría con la creación de uno anglofrancés, hecho factible, ya que Inglaterra y Francia disfrutan de un Gobierno parlamentario. Este Parlamento anglofrancés tendría por cometido: atender los intereses comunes de las dos naciones y tratar, por la adhesión voluntaria de otras naciones, de transformarse paulatinamente en una institución que abarcase a toda Europa. Las dificultades que se presentarán, en la formación de este orga312
nismo serán varias y el momento de su fundación está lejano. “Este momento es aún remoto, dice Saint–Simon, y guerras espantosas y numerosas revoluciones afligirán en el ínterin a Europa”5. Pero llegará, sin duda, el día en que todos los pueblos de Europa sentirán la necesidad de organizarse internacionalmente. Entonces, los conflictos militares desaparecerán gradualmente. Debe constituir meta de nuestros deseos ese espléndido futuro en que se dará el florecimiento total de la civilización humana. “La edad de oro no está en el pasado, está en el porvenir; debe verse en la perfección del orden social”6. En su proyecto sobre la reorganización de Europa, Saint–Simon no examina los problemas económicos que ésta plantea. Sin embargo, afirma que “todas las empresas de utilidad general para la sociedad europea serán determinadas por el Gran Parlamento; así, por ejemplo, se unirán por canales el Danubio con el Rin y éste con el Báltico, etc...” “Sin actividad exterior no hay tranquilidad interior. El medio más seguro de mantener la paz en el interior de la Confederación será expandirla continuamente y tenerla ocupada todo el tiempo en grandes trabajos públicos. Poblar el globo con la raza europea, que es superior a todas las otras; abrirlo, hacerlo habitable, como lo es Europa, y en esta suerte de trabajos el Parlamento europeo tendrá a sus habitantes ocupados y en tensión constantemente”7. Tal es el proyecto de Saint–Simon, que contiene pocas observaciones de orden económico, ya que en esencia no es más que un programa político. Se asemeja a la fenecida Sociedad de Naciones tanto, que Saint–Simon ha sido considerado como uno de sus más ilustres precursores. Un estudio comparado entre el proyecto de Saint–Simon y la Institución ginebrina no deja de ser interesante, mas rebasa los límites de este libro. Observemos, sin embargo, que la Sociedad de Naciones recuerda el proyecto de Saint–Simon tanto en sus fines como en la ilimitada soberanía de sus miembros. Saint–Simon intuyó la Sociedad de Naciones y el importante papel que desempeñarían Francia e Inglaterra. No obstante, se debe poner de relieve que Saint–Simon fue incapaz de prever la debilidad e inestabilidad de un órgano internacional cuyos miembros conserven su soberanía íntegra. Es comprensible que Saint–Simon, habiendo bosquejado su proyecto a comienzos del siglo XIX, sólo tuviera en cuenta los Estados europeos. También, en parte, se comprende que hubiera deseado “poblar el globo con la raza europea”, ya que varios continentes estaban despo313
blados. Pero es sorprendente encontrar, en una mente tan poderosa como la suya, la afirmación de que “la raza europea”, noción ambigua, es “superior a todas las otras”. Aunque errónea, esta afirmación no la podemos discutir aquí, ya que no constituye objeto de la economía política. Saint–Simon no imaginó —y con razón, a nuestro entender— una poderosa organización internacional para la paz que limitase su actividad al campo estrictamente político. Tal organización sólo es viable si se logra combinar las funciones políticas con otras económicas; es decir, alcanzar el bienestar social. Por esto atribuye tanta importancia a su proyecto de transformar el globo, “abrirlo y hacerlo habitable como lo es Europa”. 2. Reafirmación del industrialismo de Say. Saint–Simon, como hemos observado, adoptó las doctrinas económicas de Say y le rinde homenaje. “El Tratado de Economía política de Say me parece, afirma, un libro en.el que se encuentra el mayor número de ideas positivas coordinadas”8. Las posibles divergencias entre Say y Saint–Simon no se ofrecen en el campo de la economía política, sino en el de las relaciones entre esta ciencia y la política. Mientras Say considera la política como algo independiente de la ciencia económica, Saint–Simon, de acuerdo en este punto con Dunoyer, ve en ésta “la verdadera y única base de la política”9. Piensa que sólo hay una política verdadera, la que se identifica con la economía política. “La política es, por tanto, resumiendo en pocas palabras, la ciencia de la producción, es decir: la ciencia que se refiere al orden más favorable de las cosas para toda clase de producción”10. Entre las ideas de Say, que Saint–Simon suscribe totalmente, está la de la irreconciliable oposición existente entre el bienestar y el belicismo. Como Say, dice “que los hombres nunca pueden luchar los unos con los otros sin mengua de la producción; que por esta razón las guerras, cualquiera que sea su objeto, infligen daños a la Humanidad entera, que causan perjuicio hasta a las naciones victoriosas”11. Una de los prejuicios más arraigados es el deseo de aumentar la riqueza nacional por la violencia; es de interés predominante para un pueblo industrial el vivir en paz, ya que la guerra impide la producción e interrumpe el comercio. “Declarar la guerra para promover el comercio es trabajar contra 314
su propio objetivo; es caer en contradicción. El comercio no puede ganarse ni preservarse por las armas; es el premio de la industria y está mantenido por la misma. Todas las guerras son perjudiciales para la industria, porque obstaculizan la producción y, por tanto, son perjudiciales al comercio”. “... Monopolios, colonias y prohibiciones han llenado de sangre el mar y la tierra, devorado los frutos y la sustancia de la industria. ¿Qué provecho se ha obtenido de ello?”12. La industria y la guerra son, pues, actividades opuestas e incompatibles. Mientras la fuerza es la base de la guerra, la utilidad que se obtiene del interés común constituye la base de la industria. “Cuanto se gana en valor industrial se pierde en valor militar” 13. La industria requiere seguridad y libertad de comercio. Los industriales de todas las clases son, por tanto, amigos. Nada se interpone a una unión capaz de proporcionar a la industria todas las ventajas que puede disfrutar. En el predominio del “espíritu industrial” ve Saint–Simon la garantía de la paz futura. “Porque todavía no domina el espíritu industrial aún existen las animosidades nacionales. Pero tan pronto como la industria haya ganado ascendiente, estos odios desaparecerán y cederán ante un sentimiento de fraternidad, basado en una identidad de intereses”14. Cuando la experiencia convenza por fin a las naciones de que el único medio de adquirir riqueza consiste en desarrollar una actividad productora, la cual es exclusivamente pacífica, la dirección de los negocios temporales pasará naturalmente a la “capacidad industrial” y la fuerza militar desaparecerá de forma gradual15. El mundo tendrá, por tanto, que cambiar su estructura tan pronto como los industriales asuman el Poder. No debe olvidarse que Saint– Simon clasifica en esta categoría a todos los que son trabajadores productivos, en contraste con los consumidores ociosos. Así, dentro de los “industriales”, comprende a: los agricultores, artesanos, trabajadores, granjeros, empresarios, banqueros, profesores y artistas. Como “ociosos” considera a los nobles, sacerdotes, propietarios de bienes raíces, jueces, soldados, etc...16. En su Ensayo sobre la política que conviene a los hombres del siglo XIX, que apareció en una efímera revista parisiense (La Política, 1819), Saint–Simon resume su punto de vista del siguiente modo: “La libertad, paz y economía sólo serán establecidas sólidamente cuando el poder político esté en manos de los industriales; si esto no lo consiguen los industriales, sólo a ellos debe culparse, por su falta de firmeza 315
y actividad política, ya que hoy no existe ningún obstáculo real capaz de retardar el progreso de la civilización, al menos en Francia...”17. La sustitución de una sociedad militar por una industrial, idea que Saint–Simon, siguiendo a Say, desarrolla con tanto fervor, fue expuesta nuevamente por Proudhon (1809-1865), en La guerra y la paz,
investigaciones sobre el principio y la constitución del derecho de gentes (1861), “breve estudio histórico de cómo la civilización desplaza la guerra y tiende a la pacificación universal”18. Aunque esta idea es común a Saint–Simon y a Proudhon, no debe inferirse de ello que exista identidad de opiniones sobre el problema de la guerra. Proudhon19 considera como el factor principal de la belicosidad el pauperismo, cosa que rechaza Saint–Simon; Proudhon, además, no aprueba el proyecto de aquél sobre la reorganización de la sociedad europea20. Saint–Simon restaura la doctrina industrialista de Juan Bautista Say y, como éste, está persuadido de que el poder político caerá en manos de los “industriales” y que la reagrupación de las fuerzas sociales asegurará la paz mundial. A pesar de las diferencias que separan a estos dos pensadores, su idea fundamental es idéntica, por lo que sería superfluo repetir aquí a Saint–Simon los comentarios que sobre el industrialismo se hicieron en el capítulo dedicado a Juan Bautista Say.
II. LA ASOCIACIÓN UNIVERSAL.—LOS SANSIMONIANOS. 1. Capacitación, jerarquía y paz internacional. Los sansimonianos, al igual que su maestro, desaprueban la guerra. Uno de los cuadernos de la Religión sansimoniana, escrito por Ch. Béranger, lleva un título que resume gráficamente este punto de vista: La guerra destruye el comercio y la industria (1832). Pretender conquistar por la fuerza algún privilegio comercial es caer en el error de no comprender la naturaleza misma de la industria, totalmente pacífica. En la actualidad los conflictos militares se han hecho tan costosos que ya no cabe sostener, como se hacía antiguamente, que la guerra alimenta la guerra 21. Los sansimonianos oponen al feudalismo y al espíritu guerrero el industrialismo y el orden pacífico. En sus Consideraciones sobre la organización feudal e industrial, Enfantin muestra “cómo el espíritu de asociación está ocupando gradualmente el puesto que tenía en las relaciones sociales el espíritu de conquista” 22. “El hecho temporal se 316
ha convertido en industrial primordialmente, en lugar de ser militar” 23. Los discípulos de Saint–Simon piensan que “todos los esfuerzos de la Humanidad, lejos de haber sido instintivos, tienen por fin sustituir algún día la conquista por la asociación, el orden militar por el industrial”.24. Su actividad se dirige a reforzar estas ideas y a convertirlas en conscientes. No es suficiente desear la paz; debe saberse cómo ha de establecerse sobre una base segura. El único medio de lograrla es sustituir el orden social actual, que está basado en una distribución caprichosa de la propiedad privada, por un orden fundado en el principio: “a cada uno según su capacidad y a cada capacidad según sus obras”. En este nuevo orden social cada individuo será clasificado de acuerdo con su propia capacidad y remunerado según su trabajo; una influencia predominante se aseguraría a los “trabajadores”, categoría en la cual Saint–Simon incluye a los artistas, estudiantes e “industriales” (tanto empresarios como trabajadores). La sociedad así organizada sería indudablemente pacífica, ya que “los trabajadores nunca están interesados en aislarse ni en luchar”25. Los sansimonianos consideran que su doctrina ha venido a continuar de una forma más perfecta la labor de los primitivos cristianos. “Pero difiere esencialmente de esta doctrina en dos puntos. Contrariamente a la ley del cristianismo y de todas sus sectas, los sansimonianos proclaman la asociación de la industria y la emancipación de la mujer”26. Hacemos, como es lógico, caso omiso de la emancipación del bello sexo, así como del aspecto religioso y místico del sansimonismo; mas, en cambio, examinamos detenidamente la que esta secta entiende por “asociación de la industria”. “En esta asociación, tal como fue concebida por los sansimonianos. cada miembro, después de recibir una educación y una enseñanza práctica, ejercerá una función y gozará del fruto de su trabajo con el mismo derecho que todos los otros miembros de la asociación. El más capacitado en la categoría profesional sucederá al de igual categoría una vez fallezca, a semejanza de las escalas militares: el coronel sucede al general, el capitán al coronel, el teniente al capitán, y así sucesivamente. Siempre será escogido para sucederle el más apto y capaz de reemplazarle en sus funciones”27. Es esto lo que constituye para los sansimonianos el “clasificar a cada uno según su capacidad y remunerarle según su trabajo”. La asociación, de este modo, será una vasta jerarquía basada en la capacidad y en la función; principio similar al que rige en la organización de los ejércitos modernos. 317
“La asociación sansimoniana tendrá como fin religioso, político y moral asegurar a cada uno de sus miembros una educación, un trabajo y una pensión de retiro, y no debe limitarse a una fracción más o menos extensa de la Humanidad, sino que deberá comprender a ésta en su conjunto, que no es sino la universalidad de los hombres que habitan el globo”28. El progreso de la civilización y el papel de la industria consisten en enseñar a los hombres el secreto de prosperar simultáneamente sin dañarse los unos a los otros. “Los hombres y las naciones, dice Auguste Comte, continuamente se inclinan a formar asociaciones que son cada vez más amplias y pacíficas”29. La sociedad humana es capaz de lograr una perfectibilidad infinita, según Saint–Simon, y esta afirmación la eleva a la categoría de ley, y en ella radica el más seguro indicio de que se conseguirá la paz en una era próxima. La evolución social está caracterizada por una continua sucesión de avances y retrocesos, los cuales son más bien aparentes que reales, ya que la misma se dirige a una meta definitiva: “esta meta es la asociación universal, es decir: la asociación de todos los hombres que viven sobre la faz de la tierra y en todas sus relaciones”30. Un constante esfuerzo despliegan los sansimonianos “para explicar y popularizar el nuevo orden hacia el cual avanza la Humanidad: la asociación universal de todos los pueblos, en la que toda suerte de ocio, granujería e incluso la guerra, no se dará porque la industria se habrá abierto camino y con ella la ciencia y todas las virtudes pacíficas”31. ¿Qué entiende esta escuela exactamente por asociación universal 32 —expresión que frecuentemente utiliza esta secta en sus escritos—? En la Doctrina sansimoniana 33 encontramos la respuesta a esta pregunta: “La asociación universal, como su mismo nombre indica, es un Estado en que todas las fuerzas humanas, siguiendo el camino de la paz, se unen, a fin de lograr que la Humanidad crezca en amor, conocimiento y riqueza; en la cual los individuos serán clasificados y remunerados en jerarquías sociales según su capacidad, desarrollada en lo posible por un sistema educativo que estará al alcance de todos.” Se desprende, pues, que por “asociación universal” la secta no entiende una organización internacional definitiva, sino tan sólo una etapa dentro de la evolución social, en que los pueblos organizados según los preceptos de la religión sansimoniana vivirán juntos en paz. La “asociación universal” es, por tanto, completamente diferente a una confederación de naciones34. Cuando los sansimonianos afirman que la Humanidad debe traba318
jar para la realización de esta asociación universal, piensan que lo que debe hacerse es cambiar la estructura actual del sistema educativo, legislativo y el régimen de la propiedad, así como todas las relaciones sociales para poder alcanzar lo más rápidamente posible las condiciones que la secta preconiza como base de su sistema 35. De esto se deduce que el mantenimiento de la paz descansa en la realización de los más altos ideales de los hombres. “La asociación universal, dice Michel Chevalier, no se realizará hasta que la justicia se haya alcanzado para todos los partidos, clases, razas y sexos; hasta que cada vocación sea reconocida y se le señale un papel en el trabajo común”36. ¿Es esta solución, necesariamente hipotética y remota, la más práctica y la más económica? ¿No podrían los sansimonianos haberse planteado ellos mismos el problema de si sería más ventajoso para la Humanidad buscar una solución más cercana para el problema acuciante de la guerra y tratar de organizar la paz en un mundo menos perfecto que el que ellos preconizan? Mas llenos, como estaban, de un profundo misticismo, fruto de la fe que les prestaba su doctrina, son incapaces de plantearse este problema. Al creer que se lograría la expansión universal de la nueva religión, creen en la solución automática de todos los problemas humanos, incluyendo, como es lógico, la guerra. Por ello, al contrario que su maestro, no proyectaron ninguna organización de tipo internacional; tan sólo uno de ellos, según nuestras noticias, abordó el problema: Ange Guépin, un escritor de segunda categoría, quien concibe para el futuro un Congreso internacional que regirá el destino económico y político del mundo. Por el desarrollo de las comunicaciones y el progreso de la industria y el comercio, el universo, piensa, cambiará y los prejuicios desaparecerán. Pronto un Congreso central funcionará sobre todos los gobiernos del mundo, los cuales obedecerán al mismo, constituyendo la “gran federación” de las naciones. La Humanidad, al ser un todo único, formará una sola familia de pueblos asociados para la utilización en común de los recursos naturales37. 2. El papel pacifista de los banqueros. Resumiendo una idea cara a Saint–Simon, sus discípulos asignan una importante función a los banqueros en la pacificación del mundo. Se complacen en observar la creciente influencia e importancia que está tomando este grupo de productores. Los banqueros, al ser cosmopoli319
tas, por la naturaleza de sus negocios, constituirán, según la secta, un sector poderosísimo amante de la paz, siempre dispuestos a apoyar cualquier labor constructiva, a la par que capaces de abandonar aquellas regiones del mundo en donde la violencia y el ocio reinen. Unen en un sistema común financiero todos los países de Europa y sustituyen al viejo orden social por la “fructífera semilla de la federación europea”38. La colaboración internacional de los banqueros es el mejor presagio de un nuevo mundo pacífico. Ellos corroboran que la industria de una nación no es enemiga de la de otros países, sino, por el contrario, constituye su aliada natural y su mejor apoyo39. La importancia social de los banqueros, que era moderada, se ha desarrollado enormemente gracias al desenvolvimiento de establecimientos industriales basados en el crédito. Los mismos monarcas dependen más y más del poder financiero de éstos. La posibilidad de transformar su poder económico en político está en sus propias manos. Chevalier40 dice: “En el mismo día que los banqueros se decidan a formar su “santa alianza” y se unan en un congreso, su poder político surgirá, y será en ese mismo día cuando desaparecerán todos los peligros de la guerra como humo”. Todas las ideas que mantiene la secta respecto a los banqueros, al no fundarse en el análisis de los hechos económicos, no resisten una crítica. Parte de la idea falsa, meramente especulativa, de que los banqueros son cosmopolitas porque sus negocios se extienden al mundo entero. Entre las extrañas ideas que se encuentran en los anales de la historia del pensamiento social, la que otorga a los banqueros la organización de la paz internacional es, en verdad, de las más chocantes. 3. La organización industrial del Ejército. Siendo como son los sansimonianos adversarios declarados de la guerra, se oponen al mantenimiento y perduración de los ejércitos, en el sentido tradicional de la palabra, y, por el contrario, abogan por la “organización industrial del mismo”41. Según Biard42, el Ejército se transformaría de instrumento de la guerra en una escuela de práctica y teoría para artistas, escolares e industriales, en la que todos los miembros de la más numerosa, a la par que más pobre de las clases, se enrolarán para recibir una educación general y un entrenamiento profesional en armonía con su vocación natural. 320
Una completa transformación del Ejército es preconizada también por Chevalier. Desea que los hombres se recluten para ser enseñados no en el arte de destruir y matar, sino en el de producir y crear. En la nueva organización militar los regimientos se convertirían en escuelas de artes y oficios, en la que todos los hombres serian admitidos a la edad de dieciséis años. “Los artilleros serán mecánicos y fundidores; las fábricas de cañones se transformarán en factorías de barcos y locomotoras; la caballería formará los cuerpos de labradores, carreteros, correos y cocheros; los soldados del cuerpo de ingenieros serán mineros; los pontoneros construirán puentes; la infantería de línea emprenderá una multiforme variedad de actividades...”43. No obstante, se conservarán las prácticas de tiro como ejercicio gimnástico. Los uniformes, la música y las paradas militares se conservarán asimismo. Mas quede bien sentado que los “regimientos pacíficos de trabajadores”44 no tienen nada en común con los regimientos en el sentido vulgar de la palabra. Estos “soldados trabajadores”45 no serán realmente más que trabajadores. La organización industrial del Ejército será, por tanto, muy beneficiosa desde el punto de vista económico. Sería el mejor medio de inaugurar una verdadera política de paz46. Conduciría al desarme, camino en el cual Francia podría dar el primer paso47. Por lo que respecta a la organización de la defensa nacional, un mundo en el que no se disfrute de paz perpetua no tiene interés alguno para los sansimonianos. 4. El sistema mediterráneo. La “asociación universal” comentada en la sección anterior es una preocupación constante de los sansimonianos. Ya hemos hecho mención a una de las definiciones de la misma; ahora transcribiremos otra debida a la pluma de Chevalier: “Desde el punto de vista estrictamente político, la asociación universal es una organización de un sistema de trabajo industrial que abarca todo el globo, lo que implica una empresa con fin general, en la que todos los pueblos tendrán participación, además de las secundarias privativas de cada país”48. Para la realización de la empresa que se plantea, cree que el primer paso podría consistir en lo que él llama “el sistema mediterráneo”. Este plan consistiría en unir Oriente con Occidente, primera fase hacia la asociación universal; en esencia es un ambicioso proyecto para construir una vasta red de ferrocarriles. Los ferrocarriles son, en opinión 321
de los sansimonianos, algo más que unos meros medios materiales de transporte; “en el orden material de las cosas, el ferrocarril es el símbolo más perfecto de la asociación universal..., la introducción en gran escala de los ferrocarriles sobre el continente y las líneas marítimas en los mares no sería meramente una revolución industrial, sino, por el contrario, una revolución política”49. De los resultados que Chevalier espera de la expansión de los ferrocarriles se explica la importancia que les dio dentro de su plan. Entre los puertos de cada golfo del Mediterráneo se escogerá aquel que sea más importante como punto de arranque de una línea férrea. Barcelona podrá así conectarse con Madrid y Lisboa; Marsella con Lyón, París y el Havre; Escutari, con Bagdad y Basora, etc.... África del Norte estaría dotada de un ferrocarril a lo largo de su costa mediterránea. Además, los istmos de Panamá y Suez podrían ser abiertos y otros canales construidos. Los ríos principales se harían navegables. El costo de estas gigantescas obras se cubriría con lo que se hubiera ahorrado de la eliminación de gastos militares. La financiación de todos estos proyectos sería fácil si los Gobiernos renunciasen a su política belicosa y se unieran en una “Confederación mediterránea”50. La industria tomaría un impulso inmenso “desde el momento que un Congreso aceptara la base de esta confederación”51. Mas la realidad es que Chevalier olvidó decir lo que él entendía por “Confederación mediterránea”, y cómo debería constituirse y funcionar. De la realización del plan de trabajos “mediterráneos” espera resultados insospechados. “El día que este sistema esté lo suficientemente elaborado para su realización puede predecirse que la paz volverá a Europa como por encanto y se restaurará para siempre. Porque el estado de intranquilidad y vigilancia armada en que las naciones y los gobiernos se encuentran actualmente, en vista de las circunstancias, nace principalmente del hecho de que los gobiernos no han concebido ningún plan de actividad dentro de la paz”52. El sistema mediterráneo intimidaría a los gobernantes de tal suerte que no osarían, en el futuro, provocar la guerra. Aseguraría tai grado de bienestar, que Chevalier no se puede imaginar cómo, “en medio de tal prosperidad, un Gobierno podría encontrar quien atacado por la fiebre de la guerra pudiera pensar seriamente en arrancar a los pueblos de su actividad fructífera para lanzarlos a una carrera de sangre y destrucción”53. Muy robusta debería ser la fe que los sansimonianos tenían en el 322
progreso técnico para esperar que de la mera construcción de los ferrocarriles o de la puesta en práctica de los proyectos que el “plan mediterráneo” implicaba pudieran obtenerse resultados tan revolucionarios. NOTAS mente las luchas industriales.” Ob. cit.. vol. 12, pág. 366 (16 marzo 1863). 19 La guerra y la paz, libro IV, Véase también Duprat (1929, 1932). 20 Vease Puech (1920 y 1921), capítulo VI. 21 Véase Doctrina sansimoniana, edición 1854 (Exposición, año 2, sesión 12, página 467). Sobre la escuela sansimoniana, véase Charléty (1931). Weill (1896). Halévy (1908). 22 El productor, vol. III, mayo 1826, página 66. 23 Enfatin, Correspondencia filosófica y religiosa (1943-1845), pág. 12. 24 Idem, Economía política y política (ed. 1832), pág. 59. 25 Ob. cit., pág. i oí. 26 Biard, Reseña de los puntos de
1 Sobre el periodo “liberal” de Chevalier, véase cap. VI, sec. 5. 2 Leroux no se convirtió en sansimoniano hasta 1830. Véase Isambert (1905), pág. 210. Véase también Thomas (1904) cap. II. 3 Claude Henry de Rouvroy, conde de Saint-Simon (1760-1825), luchó por la independencia de los Estados Unidos. Después volvió a Francia en 1783. Durante la revolución no se mezcló en política, mas se interesó en los negocios, especuló sobre la propiedad nacional e hizo una fortuna. En 1797 volvió a dedicarse a sus estudios y volvió a viajar por el mundo. Vuelto de nuevo a Francia, llevó una vida mundana y ostentosa, arruinándose y viviendo en la mayor miseria. Véase Weill (1894). 4 Saint-Simon, De la reorganización de Europa, págs. 43-44. 5 Ob. cil, pág. 57. 6 Ob. cit, pág. 97. 7 Ob. cit, págs. 51-52. 8 Cartas de Saint-Simon a un americano (1817), págs. 182-83. 9 Ob. cit, pág. 185. 10 Ob. cit, pág. 188. 11 Ob. cit., pág. 187. 12 Industria, vol. I, p. II, págs. 5455 y 79. Saint-Simon confió a su secretario, Agustín Thierry, la redacción de esta parte. Aunque está firmada por Thierry, “el hijo adoptivo de SaintSimon”, es este último su autor espiritual. 13 Ob. cit., pág. 102. 14 Ob, cit, vol. II, pág. 63. Véase también pág. 47. 15 Saint-Simon, El organizador (1819-20), págs. 81-82. 16 Véase ob. cit., págs. 17-26, y Saint-Simon, El partido nacional o industrial, págs. 202-204. 17 Cita de conformidad con Puech (1921), págs. 42-43. 18 Proudhon, Correspondencia, mayo 1859 vol. 9 pág 84: “El fin de mi libro La guerra y la paz es, positivamente, distraer los espíritus de la guerra y afirmarlos en la paz, dirigiendo las fuerzas y los valores no hacia las conquistas y los combates, sino hacia el trabajo o a lo que yo llamo metafórica-
vista morales e industriales de los sansimonianos, 1832, pág. 4. 27 Ob, cit., págs. 4-5. 28 Ob. cit., pág. 6. 29 Comte, Consideraciones sobre el Poder espiritual (1826), pág. 324. 30 “Este fin es la asociación universal, es decir, la asociación de todos los
hombres sobre la superficie entera de! globo y en todos los órdenes de sus relaciones.” Doctrina de Saint-Simon, Exposición, I año, 1829, sec. 4.a, páginas 203-204. 31 Enfantin, Economía política y política (ed. 1832), pág. 102. 32 Saint-Simon no formula la idea de la “asociación universal” predicada por sus discípulos. (Véase Puech, 1921, pág. 35 n.) Este la deduce de su sistema industrial y de la filosofía de la historia. 33 Ed. 1854, pág. 336 (Exposición 2.° año, 1929-1030, primera sesión). 34 “La política se encuentra íntegra en el sentimiento de la asociación universal; pero es imprescindible no entender por tal sólo una confederación de pueblos o un tratado de comercio entre los gobiernos.” (1832), pág. 32. 35 Doctrina de Saint-Simon, Exposición, primer año, 1829, 6.a sesión, página 236. 36 Chevalier, Política de asociación (1832). pág. 32. 37 Guépin, Tratado de economía to-
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cial (1833), pág. 7. Véase también Pi-
43 Chevalier, A los hombres poli ticos (1832), pág. 16. 44 Religión sansimoniana. El ejército guerrero y el ejército pacífico, pág. 1. 45 Chevalier, A los hombres políticos, pág. 16. 46 Véase Delaporte, Del empleo de los ejércitos en los trabajos (1832). 47 Rochette, Del desarme en Francia, 1832. Política de asocia48 Chevalier. ción, págs. 33-34. 49 Idem, Sistema mediterráneo (1832), páginas 132-33. 50 Ob. cit., pág. 148; véanse también páginas 131 f. 51 Ob. cit., pág. 148. 52 Ob. cit., pág. 127. 53 Ob. cit. Para más amplios detalles sobre “el sistema mediterráneo”, véase Nicard des Rieux (1912), págs. 79-84.
card (1925), págs. 491 f. 38 Enfantin, Los banqueros cosmopolitas (1826), pág. 211. Véase también página 210. 39 Rouen, Sociedad comanditaria de la industria (1825), pág. 121. 40 La paz es actualmente la condi-
ción para la emancipación de los pueblos (1832). Veinticinco años más tarde
escribiría: “La importancia extraordinaria que en los Estados Unidos ha adquirido una clase especial de comerciantes, los banqueros, es un tanto a favor de la paz. Por oposición, por instinto, por su propio interés, esta clase poderosa es enemiga de la guerra.” Cheva lier, Curso (2.a ed.), vol. II, pág. 239. 41 Véase Chevalier, Organización industrial del ejército, 1832. 42 Biard, Resumen, 1832.
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CAPITULO XVI LOS SOCIALISTAS IDEALISTAS
Marx y Engels suelen oponer su propio sistema “materialista”, en el sentido filosófico del término, al socialismo “idealista”. Este capítulo, pues, está dedicado a los representantes más importantes de los últimos —con exclusión de los sansimonianos—, Robert Owen, Charles Fourier (y sus discípulos VIctor Considérant y André Godin), Constantino Pecqueur, François Vidal y Luis Blanc. Todos estos autores no otorgan el mismo interés al problema de la guerra. Algunos, como Owen —1771-1858—, Vidal —1812-1872— y Luis Blanc —1811-1882— escasamente manifiestan cuál es su opinión sobre este tema. Otros, como Fourier —1772-1837—, Considérant —1808-1893— y Godin —1817-1888— dedican capítulos enteros a la guerra. Pecqueur —1801-1887— dedicó por su parte dos estudios especiales a este tema, titulados: Sobre la paz, sus principios y realización —1842— y Los ejércitos en sus relaciones con la industria, la moral y la libertad (1842). Los socialistas consideran como una panacea para todos los males de la sociedad la reforma radical del sistema existente de la propiedad, siendo la guerra una mera manifestación del mismo. Los socialistas no presentan en su doctrina uniformidad y menos criterio análogo para determinar cómo esta reforma debe llevarse a término; cada uno la resuelve según un criterio propio. Mientras Owen propugna la abolición de la propiedad privada y la puesta en práctica de un igualitarismo absoluto de conformidad con las necesidades y no en relación con la capacidad del individuo, Pecqueur se manifiesta partidario de la desaparición de la propiedad privada del suelo, de los medios de producción y de todas las otras fuentes de riqueza, que deberían pasar a ser propiedad del Estado. Por el contrario, Fourier propugna, en su falansterio, la perduración de la propiedad y la distribución de la riqueza conforme a la siguiente norma: cuatro dozavos en favor del capital empleado en la producción neta, cinco dozavos en favor del trabajo y tres dozavos para el talento. Fourier es partidario de conservar la propiedad, mas tiende a ge325
neralizar el principio asociacionista. Luis Blanc tampoco piensa, por lo menos en un futuro próximo, en apropiarse del capital, el cual, dentro de su sistema, obtendría un rendimiento proporcional al volumen de sus inversiones en el ámbito de los “talleres nacionales”. Vidal duda en sus decisiones, pues mientras propugna como meta de sus aspiraciones el socialismo integral, que considera superior al sistema de una economía liberal, cree que una inmediata aplicación práctica no es posible, y para paliar el problema aconseja medidas transaccionales: organización del trabajo por el Estado hasta aquellos límites en que comience a violar el principio de la propiedad privada, que es preciso inicialmente respetar.
I. ARMONÍA INTERNACIONAL BAJO EL SISTEMA SOCIALISTA. Los socialistas que examinan los efectos de la guerra la consideran como algo infructuoso y como un fenómeno altamente perjudicial. Según Pecqueur, toda guerra es contraria a la verdadera prosperidad de los pueblos. En sí siempre constituye un error de cálculo. Es algo triste y funesto incluso para la misma nación victoriosa. Tiene un elevado coste aun para los más prósperos Estados. Agota al vencedor casi más que debilita a los derrotados. Es antisocial en cuanto es contraria e incompatible con el bienestar social. Cualquier guerra que se examine y cualquiera que sea el momento histórico en la que ésta se produzca, siempre ha surgido en beneficio de unos pocos aristócratas o burguesesl. La paz, por el contrario, es beneficiosa para todo el mundo. “El estado de paz, dice Considérant, es más favorable a los respectivos intereses de las partes beligerantes que la prolongación de la guerra lo sería para los victoriosos”2. Luis Blanc pone de relieve los sufrimientos que los hombres deben soportar, así como las pérdidas económicas que toda lucha armada implica. “La matanza de varios miles de hombres, la desesperación de sus madres y esposas, la pérdida de sus hijos, la despoblación del país, el abandono de la agricultura, la paralización de la industria y del comercio, el incremento enorme de los impuestos. Esta es la balanza, no sólo de la derrota, sino de la misma victoria. Al innoble grito de “¡Desgraciados los vencidos!”, la historia da esta respuesta vengadora: “¡Desgraciados los vencedores!”3. El temor permanente de la guerra ni siquiera permite el disfrute completo de las ventajas de la paz. Conduce inevitablemente a un ré326
gimen de paz armada. “La guerra hace de la paz un mal tan grande como la guerra misma”4. Es este estado de cosas el que desean cambiar rápidamente y le oponen el principio de la fraternidad internacional. “Todos los pueblos son hermanos”5, afirma Considérant. Aseveración que se repite, una y otra vez, a lo largo de toda la literatura socialista. Por ello recomiendan una política de paz. Vidal cree que “los pueblos pueden establecer relaciones amistosas y cambiar pacíficamente bienes e ideas en vez de balas de cañón”6. No es en la Naturaleza, sino en el orden social, donde se debe buscar la causa de que las naciones sean belicosas. “¡Reformad la sociedad y no tendréis que calumniar la Naturaleza!”7. La sociedad y no el individuo es responsable de la situación actual de estado de guerra que está arruinando la especie humana. Owen dice: “Quitad la responsabilidad del individuo, que no tiene poder sobre la sociedad, y ponedla en ella, que es todopoderosa sobre el individuo; los más altos destinos del hombre serían pronto y con facilidad cumplidos; caridad, paz y amor serían en breve las cualidades de todos”8. En una sociedad perfeccionada a través de un sistema pedagógico idóneo, todas las desgracias de la Humanidad cesarían al momento y para siempre: la guerra también desaparecería. Cada socialista ve en su propio proyecto la solución definitiva del problema de la guerra. Fourier nos asegura que, bajo un sistema socialitario como el que él propugna, “la unidad y la paz perpetua sustituirían inmediatamente a la lucha de miles y miles de pueblos hostiles; la Humanidad en su conjunto formará la familia de hermanos soñada por la filosofía”9. Su discípulo, Considérant, sostiene el mismo punto de vista; “Anunciamos que el inmenso descubrimiento de Ch. Fourier conduce a la asociación de los intereses y caracteres en la comunidad y en el Estado, y consecuentemente es el medio positivo de establecer la armonía social en el mundo, lograr la paz, el trabajo y la libertad; en una palabra, fa felicidad en esta tierra” 10. Owen está persuadido que llevando a la práctica el “sistema racional de la sociedad”, el espíritu bélico desaparecería para dar paso a una “ilimitada caridad”11. Las energías gastadas en las guerras se utilizarían para elevar material y moralmente las naciones. No serían necesarios ni ejércitos ni armadas 12. Según William Thompson, discípulo de Owen, una sociedad que respetase “las leyes naturales de la distribución” no sabría de guerra; de agresión, pues si uno se habitúa a vivir de su propio trabajo no 327
siente el deseo de atacar al vecino como un bandido. Bajo un régimen semejante se comprende que el pillaje tan sólo dure un día y la sociedad tenga como única fuente de riqueza el trabajo13. En opinión de los seguidores de Owen una justa distribución aseguraría, por tanto, la paz. Esta idea había sido ya expresada por Charles Hall, autor estudiado por ellos con gran simpatía14. En una sección de su libro Los efectos de la civilización sobre el pueblo en los Estados europeos, 1805, se ocupa de “la causa de la frecuencia de la guerra”. Según Hall, todas tienen por objeto incrementar el comercio o extender el territorio. Se declaran por la ambición o irritabilidad de los poderosos; éstos frecuentemente recurren a las guerras para aumentar la opresión que ejercen sobre sus compatriotas. “La riqueza supone el desequilibrio en la propiedad y, por tanto, es causa de casi todas las guerras”15. Si el pueblo, que soporta la más pesada carga en los conflictos militares, tuviera que decidir por sí de la guerra o de la paz, indudablemente habría menos guerras. Si la propiedad estuviera dividida equitativamente, si hubiera menos ricos, los hombres no abandonarían los pueblos para satisfacer sus necesidades; cada localidad produciría todo cuanto necesitare16. Pecqueur cree que la idea más fructífera que la ciencia económica puede introducir en la mente de los hombres es la necesidad de una administración central, cuya misión fuese dirigir la vida económica de la nación. Un Gobierno representativo debe dirigir la distribución y producción de los bienes. Mas ante todo cada nación debe organizarse en una inmensa asociación económica, civil y política. “Entonces, gracias al progreso de las ideas cosmopolitas, todas las naciones se unirían poco a poco en el terreno económico y político, al igual que están unidas ya las familias, las provincias, los distritos y departamentos pertenecientes a una misma nación. Cuando esto se logre, la asociación espiritual y material de la Humanidad será un hecho”17.
II. LOS EJÉRCITOS PRODUCTIVOS. Los socialistas tienen pocas simpatías por los ejércitos. Creen que son el símbolo de la improductividad. Entre los “parásitos sociales”. Fourier señala en primer lugar, “los ejércitos de tierra y mar, que detraen del trabajo a los jóvenes más robustos y se llevan la parte del león de las impuestos, inclinan a los jóvenes a la depravación, al obligarlos a dedicarse a una función parasitaria en los años que deberían dedicar a prepararse para el trabajo, al cual pierden el gusto 328
mientras están en filas”18. Su hostilidad hacia el militarismo se manifiesta en el apelativo con que lo designa: Tartarismo19. John Gray considera el nombre de soldado como contrario a la naturaleza humana y pide la reducción, de forma drástica, del Ejército hasta el momento de su completa desaparición. Owen deseó convencer a los militares de la inutilidad económica y social de su profesión y de la necesidad de suprimirla20. Por el contrario, los socialistas son partidarios del “ejército productivo”. Fourier recomienda la sustitución de los ejércitos destructivos por los beneficiosos, en los que se alistaría a los soldados por “atracción y espíritu”; su misión seria la construcción de “soberbios monumentos”21. Dedica un capítulo de su Teoría de unidad universal a los “ejércitos industriales de la asociación”, y expone lo que los mismos harían y los milagros industriales que realizarían. Los concibe como vastas agrupaciones de hombres que, con sus trabajos de repoblación forestal, irrigación y drenaje, cambiarían la faz del globo. En lugar de destructivos, los ejércitos serían productivos. Es necesario añadir que su costo sería mucho menor que el de la guerra; además de ahorrar vidas humanas y evitar que las ciudades fueran destruidas y los campos devastados, los gastos de armamento no existirían y, a mayor abundancia, obtendrían el fruto de su trabajo. Según Fourier, “nunca una generación estuvo más envenenada con los laureles de la victoria como lo está la nuestra. Nuestro siglo debería comprender que los trofeos industriales son más útiles que las glorias militares que originan las matanzas”22. Considérant concibe los ejércitos industriales como una organización idéntica a la planeada por Fourier para sus falansterios, y los describe de la siguiente forma: “Una de las más grandes consecuencies del nuevo orden industrial será la sustitución de los ejércitos destructivos por unos pacíficos e industriales de diferentes clases, que realizarán la repoblación forestal de las montañas, desnudas por nuestra imprevisora sociedad; harán habitables los desiertos, proveyéndolos de agua y cubriéndolos gradualmente con limo para poder darles ferocidad; llenarán los lugares pantanosos; construirán puentes, diques y embarcaderos en los cursos de los ríos, grandes y pequeños; construirán canales de irrigación y navegación; tenderán carreteras y ferrocarriles entre los principales puntos de los continentes; tendrán también como tarea cortar istmos como los de Suez y Panamá; en una palabra, llevarán a término, como por arte de magia, vastos proyectos de interés público, que requerirán legiones de trabajadores, que darán como 329
fruto el mejoramiento, embellecimiento y utilización de toda la faz de la tierra, de la que la Humanidad es la usufructuaria perpetua”23. Vidal y Weitling, influidos por Fourier, abogan también por el establecimiento de ejércitos industriales24. En contraste con numerosos socialistas, Pecqueur no sólo se preocupa de un futuro ideal y lejano, que quizá no necesitará ejércitos propiamente dichos, sino que también lo hace por la defensa nacional, que de forma imperativa se presenta en el mundo actual; por ello trata de reconciliar el ideal socialista con los deberes militares. Se pronuncia en favor de una transformación de los ejércitos ociosos y onerosos en otros activos constituidos por trabajadores que contribuirán tanto a la prosperidad material como a la seguridad nacional. Cree que sólo se debería detraer de la producción aquella parte de la población masculina que la salvaguardia de la seguridad nacional exija. La parte restante debería ser reintegrada a la vida social, a la labor productiva y a la libertad24a.
III. PROYECTOS PARA LA ORGANIZACIÓN DE LA PAZ. Los socialistas franceses idearon numerosos proyectos encaminados a la organización de Europa y del mundo. Sólo los examinaremos en cuanto nos permitan determinar la importancia que se atribuye en 1os mismos al factor económico; el estudio en detalle, por otra parte, ha sido ya hecho por Puech en su interesante estudio La tradición socialista en Francia y la Sociedad de Naciones. Omitimos el estudio de aquellos autores que se ocupan de la organización internacional desde un punto de vista meramente utópico, como Cabet o Luis Blanc. Haremos notar, como mera curiosidad, que Cabet propugna “el desarme general, la hermandad de los pueblos, la libertad de importación y exportación comercial y la abolición de la tarifas aduaneras”25. Recomienda también “la confederación de los pueblos y la reunión de un Congreso federal, anualmente, para discutir los intereses comunes de los confederados”26. En un breve párrafo. Luis Blanc se declara en favor del establecimiento de “un Tribunal Supremo Federal”27, pero no da detalles que nos permitan especificar su pensamiento. Por el contrario, nos ocuparemos de aquellos socialistas que, interesados por el problema de la guerra, expusieron la forma de llevar a cabo la unificación política de los pueblos o la de una organización internacional de la paz: Fourier, Considérant, Godin, Pecqueur y Vidal. 330
Fourier, a pesar de su aversión por la guerra, desarrolla un proyecto de unificación de la Humanidad basado en la conquista del mundo por un déspota genial e iluminado. Anuncia en 1803 que Europa severa abocada a una catástrofe que causará una espantosa guerra, pero que terminará en una paz perpetua. Un plan de unificación, semejante al del abate de Saint Pierre, es, para la mente de Fourier, impracticable: su visión es diferente: Rusia, Austria y Francia, después de derrotar a Prusia, formarán un triunvirato continental. Austria posteriormente será eliminada por las otras dos potencias, que terminarán luchando entre sí. El triunviro victorioso —Francia debe hacer cuanto pueda para llegar a serlo— gobernará a Europa y dictará sus condiciones al resto del mundo. “El soberano de Europa impondrá tributos al mundo entero y establecerá una paz temporal en la tierra. Queda por ver con qué medios perpetuará dicha paz. Antes de explicarlo hay que observar que los filósofos, miopes como son, no han previsto aún el principio de la paz temporal. Este principio es la formación de un triunvirato que dirigirá el último choque e impondrá la unidad en el continente”28. No habrá tranquilidad en la tierra hasta que por una conquista general se unan los pueblos bajo un Gobierno central. Tal conquista, cualquiera que fuera su carácter militar, se justificaría por su fin: salvar el mundo. “Desde que el arte de la navegación nos dotó con los medios de poder llevar a término la circunvalación de la tierra, la pasión dominante ha sido la desmesurada ansia de conquistar, mas si uno de los monarcas pudiera conquistar los dos tercios de Europa se encontraría en condiciones de obligar al otro tercio a unirse a él y se efectuaría inmediatamente la unión federal del globo y la pacificación universal”29. No existen preocupaciones de orden económico en las meditaciones de Fourier sobre la unión federal del globo; sin embargo, se muestra interesado en determinar cuáles serían las bases económicas sobre las que las naciones formarían una organización internacional. Fourier, solitario soñador, no encontrando el genial déspota capaz de llevar a término la monarquía mundial por él imaginada a través de la conquista total, recomienda otro sistema para lograr la pacificación del mundo: “el falansterianismo”. Está persuadido que una vez introducido este sistema, la “paz perpetua” se aseguraría entre los hombres30. Disolvamos los Estados y unamos a los ciudadanos en falanges armónicas esparcidas sobre la faz de la tierra, integrada cada una por unas mil quinientas personas, y sometamos todas las falanges a un monarca omnipotente con residencia en Constantinopla, “sede del Congreso de 331
la unidad terráquea”31 y la paz llegará por sí misma de forma fácil e inmediata. Considérant, el discípulo más distinguido de Fourier, pide que los gobiernos abandonen las políticas belicosas para comenzar —utilizando su expresión— una labor de paz y trabajo32. Resume su punto de vista sobre las relaciones existentes entre el orden social propugnado por los fourieristas y el establecimiento de la paz del modo siguiente: “No existirá tranquilidad, seguridad, paz u orden estable en Francia, ni en Europa, hasta que los trabajadores y todos los pueblos industriales hayan conquistado el bienestar material y la dignidad moral”. “No existirá bienestar sin que se expansione enormemente la riqueza nacional.” “No existirá bienestar, libertad o dignidad sin garantir a todos un razonable mínimo de medios de subsistencia.” “No existirá garantía de un mínimo sin un trabajo atractivo” 33. No obstante, independientemente de esta realización de la paz por una completa transformación social, Considérant señala otro camino que llevaría a la pacificación del mundo y que no supone un cambio previo en la estructura social del mismo. La unidad de los pueblos, que es la meta suprema de la Humanidad, puede obtenerse por la libre asociación. Para alcanzar ésta sugiere la “transformación de los congresos que actualmente se reúnen de modo ocasional, diplomáticos principalmente, en una institución europea que se reúna con regularidad”34. La fundación de una institución de tal tipo le parece factible, por las mismas ventajas que las naciones obtendrían de ella. Los Estados europeos podrían crear, no sólo un Congreso permanente, sino “una ley unitaria y hasta una administración unitaria”35. La autoridad del Congreso de Europa sería superior a la de las naciones participantes. Cuando los Estados Unidos de América envíen su representante al Congreso, sustituirá éste su nombre de “Europeo” por el de “Congreso Mundial” o “Congreso de la Unidad Esférica”36. El papel asignado a Francia en la realización práctica de esta entelequia es primordial. La transformación de los Congresos internacionales esporádicos en una institución regular para Europa le parece que pertenece a un tiempo muy próximo. “Esta institución soberana será la función del siglo XIX”, afirmaba en 184737. Aunque sus previsiones fallaron, ya que los acontecimientos fueron bien otros, no fueron bastante para desanimarle. Siguió impertérrito en su optimismo. Sus Predicciones sobre la guerra, publicadas en 1870, son un elocuente testimonio del mismo, 332
en el que se considera el conflicto francoprusiano como el último que la Humanidad presenciará. Este no evitará la creación de la República de los Estados Unidos del Occidente Europeo y de América. El Congreso propugnado por Considérant tendría potestad más amplia que la mera regulación de los conflictos territoriales o políticos. La industria, el comercio, las artes, las ciencias, así como la regula don de pesas, medidas y monedas, serían materia de interés para el mismo, a efectos “de tratar de unificarlos”38. La colaboración económica será de gran importancia. Gracias al desenvolvimiento de la actividad industrial las naciones no estarán sujetas a la necesidad de aliarse las unas con las otras para luchar y conquistar otros países; se unirán en una estrecha colaboración que persiga el intercambio de bienes y la multiplicación de las fuerzas productivas, así como su bienestar, su libertad y perfectibilidad social. Las tarifas aduaneras deben suprimirse. Sólo la libertad entre los pueblos es favorable. Por último, “los ejércitos productivos e industriales” ocuparán el lugar que ocupaban los destructores39. Aunque el proyecto de Considérant difiere del elaborado por Fourier, basado el último en la idea de un triunvirato y el primero en la libre asociación, ambos tienen algo de común; ninguno de los dos implica cambio en la estructura social del mundo; siendo los dos autores socialistas, no deja de ser extraño. Para mayor abundamiento, Considérant señala como uno de los fines principales del “Congreso general de autoridad unitaria común” la protección de la propiedad privada40. La idea preconizada por Considérant de un Congreso permanente europeo fue tomada y nuevamente defendida por Godin, otro fourierista. que fue famoso por haber fundado el familisterio de Guisa. Los daños que la guerra origina hacen que la paz sea esencial para el bienestar humano. Por ello, el problema de la abolición de la guerra ocupa el primer lugar dentro del programa de sus reformas sociales. “La paz, afirma, es la primera y más importante de las cuestiones sociales”41. Sin lograr la paz, todas las reformas sociales serán incapaces de tomar un carácter durable. De la existencia de una forma republicana en todos los gobiernos de Europa se podría esperar una unión federal. ¿Presupone esta afirmación que es paso obligado, antes de iniciar cualquier intento de federación, la transformación de toda Europa al sistema republicano? No. Se debe proceder sin dilación de ninguna clase a la formación de un Congreso Permanente de Estados Europeos, que prepararía la abolición de la guerra y la organización de la paz-, el desarme europeo, el arbitraje 333
internacional y una confederación para hacer obligatorias las decisiones arbitrales42. La unión federal europea debería crear condiciones favorables para que las naciones participantes pudieran prosperar. “Consecuentemente con ello, según Godin, la confederación instituirá, entre las naciones que formen la unión, la absoluta libertad de comercio y tráfico, porque es sabido que los derechos de aduanas que gravan los bienes de consumo son soportados por el pueblo, elevan el precio de los artículos de consumo diario y constituyen una causa de la pobreza y miseria de los trabajadores. Además, los derechos de aduanas tienen el grave inconveniente de ser causa de las disensiones, desacuerdos y conflictos entre los pueblos, ya que sólo están animados por el espíritu de codicia y monopolio, que siempre se opone al de justicia y equidad”43. En el trabajo de Pecqueur, fundador del Estado colectivista, como en los de Fourier y Considérant, se pueden distinguir dos concepciones sobre la paz universal: según una de ellas, la paz mundial sería el producto natural de una nueva estructuración del sistema social; según la otra, sería el fruto de una reorganización política de la Humanidad. La República de Dios, creada por Pecqueur, es por definición pacifista; es una “unión religiosa para la inmediata práctica de la igualdad y fraternidad universal”44. En tal República —innecesario es decirlo— la paz universal vendrá por sí misma. Una sociedad organizada conforme con el sistema religioso y moral de Pecqueur no sabría de conflictos universales armados. Sin embargo, Pecqueur, independiente mente de su propio sistema, concibe otra posibilidad puramente secular y política para establecer un régimen de paz45. Afirma que el progreso social hará factible “una fusión de Europa, una federación de las naciones de este Continente, bajo la unidad moral y política de un Congreso general”46, y esta evolución social tiende a adoptar “una constitución análoga a la de los Estados Unidos de América”47. El Congreso sustentaría en principio una política de libre cambio. Sin su consentimiento, las naciones federales no impondrían derechos aduaneros; estaría absolutamente prohibido declarar guerras comerciales a través de regulaciones, prohibiciones o restricciones del comercio. Si en vez de reconocer la reciprocidad en la libertad de comercio rehusasen el libre cambio de sus productos, el Congreso tendría el derecho de intervenir y de obligar a cumplir sus decisiones. La misión principal del Congreso sería equilibrar los intereses económicos generales. Cada nación contratante estaría obligada a participar en la colonización, intercambios, proyectos de trabajo de carácter 334
internacional y en todas las empresas que tendieran a la extensión y progreso de la civilización. Los súbditos de una nación tendrían los mismos derechos de ciudadanía en cada una de las demás. Toda nación conservaría su soberanía en todo lo que no se opusiera a la autoridad internacional y a la justicia de esta índole. Sólo el Congreso tendría derecho a firmar la guerra o la paz y hacer tratados de paz y comerciales con los países no signatarios, establecer tarifas aduaneras, tomar medidas represivas contra ellos, decretar la constitución de un ejército, tomar préstamos, y bajo garantía colectiva, emitir papel moneda con carácter legal en toda la confederación48. “La asociación europea, incluso la universal, no es un sueño que ha de permanecer irrealizable”49. Lo que es iluso es querer proclamarlo demasiado pronto o según un rígido proyecto. Debe ser preparado con mucho cuidado. Pecqueur describe los medios directos e indirectos que allanarían el camino a esta asociación; uno de los más importantes es el desenvolvimiento del comercio exterior. “La política pacifista debe, por tanto, para favorecer el establecimiento de las relaciones entre todos los pueblos del mundo, multiplicar el intercambio comercial que relaciona y enlaza a todos los individuos, pueblos e intereses en una vasta red de transacciones y negocios, lo que crearía la solidaridad entre ellos y una actividad beneficiosa no sólo para Europa, sino para el mundo entero”50. Es curioso, sin embargo, que en la unión aduanera semejante a la Zollverein alemana, el socialista Pecqueur vea uno de los principales, medios de alcanzar la paz. “Una de las medidas que más favorecen la paz es la formación de alianzas comerciales y uniones aduaneras, basadas en el espíritu de la unión aduanera alemana. Es lo más positivo para la prosperidad de los pueblos y para los destinos pacíficos del mundo”51. La unión mundial será posible sólo entre aquellas naciones que hayan alcanzado el mismo nivel económico. Según Pecqueur, para que las naciones retrasadas alcancen un mismo nivel que las otras deben recurrir a un proteccionismo temporal52. Es decir, sustenta el mismo principio nacionalista que List. Se presenta como cosmopolita cuando afirma que no hay justicia posible en tanto que los hombres “permanezcan divididos en naciones”53; mas habla como nacionalista en el momento que aborda el problema de una organización internacional. El mismo explica esta contradicción al afirmar que prefiere hacer concesiones al espíritu del tiempo que dejar todo sin hacer. Uno de sus comentaristas lo pone de relieve: “es indudable que pertenece a esa línea del socialismo fran335
cés que, mientras se esfuerza en establecer el reino de la paz entre las naciones, no olvida los intereses de su país, y siempre los defiende”54. Vidal, como Pecqueur, ve en las uniones regionales aduaneras el medio más práctico de conseguir entre las naciones una organización internacional más amplia. Advierte, en 1846, que durante treinta años las naciones civilizadas han dejado de jugar al ruinoso y sangriento juego de las batallas, que indudablemente están en trance de desaparecer. La guerra, en el estricto sentido de la palabra, ha sido sustituida por la guerra industrial y comercial. Hoy se lucha por los mercados tan encarnizadamente como antes por las provincias. Y tal guerra es, desgraciadamente, tan lamentable como las luchas militares. Las naciones, sin embargo, comienzan a sentir instintivamente que no pueden subsistir las unas sin las otras, deben intercambiar sus productos y esto determina que estén ligadas entre sí. Las relaciones se hacen, de día en día, más íntimas. La construcción de canales y el tendido de líneas ferroviarias, que acortan el tiempo y el espacio, aproximan, al mismo tiempo, las unas a las otras. “Unos cuatro años más y una inmensa revolución se habrá realizado pacíficamente en el mundo”55. Las naciones advertirán la estrecha solidaridad que las une y observarán que los tratados comerciales son insuficientes. Vidal sostiene que “se hablará de unión y asociación; de unión política y asociaciones industriales; se seguirá el ejemplo dado por Prusia a la Confederación germánica del Norte. Se irá aún más adelante, y, por último, se tratará de alcanzar positivamente la paz y el orden económico. Los países de Europa se convertirán de nuevo en provincias de un Imperio; se unirán y se confederarán todos; pero cada uno conservará su lengua, costumbres, leyes e instituciones nacionales hasta que llegue el momento propicio para constituir definitivamente una unión más vasta e íntima: la unión general o universal. En este día se logrará el triunfo de la verdadera economía social”56. Debemos añadir, antes de terminar este capítulo, que los socialistas, en su mayoría, creen que la libertad política de los pueblos es la base de la paz duradera. Así, Leroux sostiene que mientras la Humanidad esté dividida “en tiranos y esclavos” la guerra será su inevitable consecuencia. Según Pecqueur, el Tribunal europeo se formará el día en el que las mayorías puedan decidir su establecimiento. La Confederación europea y la paz perpetua son, en frase de Considérant, la meta inmediata de la democracia. Godin piensa en la democratización de Europa, que inevitablemente acarreará la unión federal de los 336
pueblos; Luis Blanc opina que no cabe pensar en la realización de los generosos anhelos que persiguen los amigos de la paz, en tanto en cuanto los pueblos no sean dueños de sus propios destinos, ya que los reyes y los emperadores tienen necesidad de la guerra57. Podemos concluir afirmando, como resultado del examen realizado de los planes elaborados por los socialistas, que, independientemente de sus proyectos pacíficos, recomiendan la organización federal del mundo, dentro del marco que la economía política establece. La idea federalista de Considérant, Godin, Pecqueur y Vidal —como es lógico, omitimos el proyecto de monarquía universal de Fourier— no presupone un cambio previo del sistema económicosocial. A primera vista esto puede parecer extraño, pues es característica del socialismo considerarse a sí mismo como el verdadero remedio para todos los males sociales, entre los cuales la guerra es una de sus manifestaciones. Los socialistas que acabamos de examinar creen que la guerra es un mal tan patente para todo el mundo que no consideran que sea algo utópico el pensar en eliminarla aun dentro del marco de la sociedad contemporánea. Sin duda, preferirían, cómo no, establecer el orden socialista al mismo tiempo que la unión federal de los pueblos. Sin duda, desearían ver el socialismo inaugurando el nuevo período de la paz mundial. Pero conciben a ésta sin aquél. El problema de la guerra es, según su opinión, más fácil de resolver que el que plantea el conseguir la justicia social, y no dudan en proponer la formación de una federación universal de las naciones, incluso antes que se implante el socialismo. Resueltamente hostiles a la guerra, creen que algún intento serio se debería llevar a término para solventar el problema por algunos medios a los que las clases dirigentes tendrían menos razón para oponerse que a la abolición parcial o total de la propiedad privada. Tal actitud, que es probablemente la que mantienen los autores estudiados, revelaría una profundidad e independencia de pensamiento tanto más descollante porque fueron considerados por sus contemporáneos como mediocres doctrinarios y meros tejedores de teorías ilusas. NOTAS 1 Pecqueur, 57, 80, 55.
La
paz,
La última guerra y la paz definitiva en Europa, 1850, pági-
págs. 39, 434, Véase también Pecqueur, Las mejoras materiales, 1840, pág. 218. 2 Considérant, Principios del socialismo, 1847, pág. 21. Véase también Destino social, 1848, vol. I, pág. 109. 3 Blanc, Congreso de la paz, 1878, página 395. 4 Ob. cit., pág. 396.
5
Considérant,
na 3, “La barbarie es la guerra, la fuerza y la conquista”, ob. cit., pág. 6. 6 Vidal, Vivir trabajando, 1848, página 209. 7 Blanc, Organización del trabajo, edición 1850, pág. 117. 8 Owen, Diálogo sobre el sistema so-
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cial, 1848, pág. 15; véase también Owen, Segundo diálogo, págs. 9-10; Conferencias sobre un Estado completamente nuevo, pág. 153; El libro de un nuevo mundo moral, 1836, págs. 43-48. 9 Fourier, Teoría de la unidad universal, 1822, vol. I, pág. 173. El siste-
27 Blanc, Congreso de la paz, página 394. 28 Fourier, Triunvirato continental (1893), pág. 458. A pesar de que Fourier habla de unas aclaraciones, la verdad es que no las hemos encontrado en sus obras. 29 Idem, Teoría de los cuatro movimientos (1808), pág. 323. 30 Idem, Teoría de la unidad universal, vol. II, pág. 53. 31 Ob. cit., pág. 353. Véase también pág. 376, y Fourier, Armonía universal (1803), pág. 53- Para más detalles sobre el sistema falansteriano, véase Bourgin, en su libro Fourier (1905). 32 Considérant, La paz y la guerra (1839), pág. 42. Véase también su De la nueva política (1843), págs. 30. 33 Idem, El socialismo ante el viejo mundo (1848), págs. 54-55- Véase también Bases de la política positivista (1847). pág. 189. 34 Idem, De la política en general (1840), pág. 103. 35 Ob. cit, pág. 30. 36 Ob. cit., pág. 98. 37 Considérant, Principios sobre el socialismo (1847), pág. 67. 38 Idem, De la política en general, pág. 32. 39 Ob. cit., pág. 76. Para más detalles véase Dommanget (1929), pág. 152. 40 Considérant, De la política en general, pág. 31. Hay que advertir que cuando formulan su proyecto de paz, Fourier y Considérant (al igual que Godin, Pecqueur y Vidal, cuyos planes se han analizado, ya están dentro del campo socialista. 41 Godin, El gobierno (1883), página 296: “La paz es la primera de las cuestiones sociales”. Véase también su Política (1875), págs. 154-58; La República (1889), págs. 564-72. 42 Idem, El gobierno, págs. 283-345; Soluciones sociales (1871), págs. 188-93. 43 Idem, El gobierno, pág. 343. 44 Subtítulo del libro de Pecqueur, La República de Dios (1844). 45 Debemos de notar aquí que aún tiene la misma actitud que un economista no socialista, inspirado en el cristianismo: Le Play (1806-1882). “A decir verdad —sostiene—, la guerra no es la primera y principal causa de los males que azotan a la Humanidad; es la manifestación violenta de más íntimos y profundos desórdenes. Así como la enfermedad es ordinariamente consecuencia de las malas pasiones de los individuos, la guerra es el castigo por el vicio de las naciones.” (Le Play (1854) cap. XL, sec. 4, vol II, págs. 205-206.)
ma socialitario desvanecerá “el comercio dañino”, importante fuente de guerras. Véase Fourier, Trampas, 1831, pág. 59; Publicación de manuscritos, vol. III, página 76. 10 Considérant, Breve curso de política, 1847, pág. 49. 11 Owen. Conferencias sobre un sistema racional de una sociedad, 1841, página 39; véase también Owen, Carta dirigida a los potentados, 1857, pág. 4. 12 Idem, Dirigiendo una despedida, 1850, págs. 9 y 10. 13 Thompson, Una encuesta sobre
los principios de la distribución de la riqueza, 1824, ed. 1850, págs. 170-71.
14 Véase la introducción de Foxwell a Menger (1899), pág. XXXIV. Sobre Hall, véase Beer, 1940, p. I, páginas 126-132. 15 Hall, Efectos de la civilización, edición 1850, pág. 138. Véase también páginas 136, 137, 133. 16 Ob. cit., págs. 137 y 136. 17 Pecqueur, Nueva teoría de economía social y política, 1842, pág. 575 véanse también págs. 5/1-74. 18 Fourier, Teoría de la unidad universal, vol. III, pág. 175. 19 Idem, El nuevo mundo industrial y socialitario, 1829, pág. 420. 20 Gray, Conferencias sobre la felicidad humana, 1825, pág. 23. Sistema social, 1831, págs, 171-72; Owen, A los miembros, 1830, págs. 43-44. La gaceta milenaria de Owen, mayo, 1857. 21 Teoría de los cuatro movimientos, 1808, págs. 265, 266. Véase también página 263. 22 Fourier, Teoría de la unidad universal, vol. III, págs. 563-64. 23 Considérant, Exposición abreviada del sistema falansteriano, 1846, página 50. Vivir trabajando, página 24 Vidal, 209; Weitling, La Humanidad tal cual es y como debería ser (ed. 1843), páginas 28-29. 24a Pecqueur, De la paz, pág. 223; De los ejércitos, pág. 237; para más detalles, véase Marcy, 1934, págs. 159162. 25 Cabet, Viaje a Icaria (1843), parte II, cap. V, pág. 357. 26 Ob. cit..
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50 Véase Pecqueur, De la paz, página 185. 51 Ob. cit., pág. 189. 52 Pecqueur, Economía social, volumen II, págs. 414-15, 419-23. 53 Idem, República de Dios, página 201. Constantino Pecqueur 54 Marcy, (1934), pág. 153. 55 Vidal, Del reparto de riquezas (1846), pág. 3. 56 Ob. cit., pág. 4. 57 Leroux, Refutación (1841), página 43; Pecqueur, Economía social (1839), vol. II, pág. 364; Considérant, La última guerra (1850), pág. 4; Godin, El Gobierno (1871), pág. 307; Luis blanc, Congreso de la paz (1878), Pág. 399.
Las guerras son el efecto de que las naciones no observen las prescripciones del Decálogo. (Le Play (1875), vol. I, páginas 311-14.) La paz no podrá ser definitivamente instaurada mientras el hombre no se ajuste a los diez mandamientos. Pero aparte de estos preceptos religiosos, Le Play (1881, págs. 257-58, 198-203) también formula, aunque muy brevemente, un proyecto de “Unión europea” de Estados continentales, en el cual esencialmente pide la abolición de la guerra, y un régimen de paz armada. 46 Pecqueur, Economía social (1839), vol. II, pág. 401. 47 Ob. cit., págs. 401-402. 48 Pecqueur, De la paz, págs. 39094. 49 Idem, Economía social, vol. II, pág. 402.
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CAPITULO XVII EL SOCIALISMO MATERIALISTA
MARX Y ENGELS. Los fundadores del socialismo materialista —Marx1 y Engels2-— no examinan explícita y sistemáticamente el problema de la guerra; mas, no obstante, se encuentran en sus trabajos numerosas páginas dedicadas a los problemas que la guerra plantea; páginas que todas ellas recogidas formarían un grueso volumen; mas sería, por el contrario, un trabajo vano si se quisiera encontrar en ellas la elaboración de una teoría sobre el problema de la guerra y de la paz. Es éste un hecho verdaderamente extraño, máxime cuando estos dos autores han expuesto de forma clara la estrecha conexión que existe entre la economía y la guerra. Por otra parte, Engels se dedicó por algún tiempo al estudio de la estrategia. Este y Marx, sociólogos y economistas, no dieron, pese a ello, una explicación teórica y comprensiva de este problema. ¿Cuál puede ser la causa de esta omisión? Creemos que en la propia estructura de la doctrina marxista cabe encontrar los motivos de esta negligencia. La construcción teórica del marxismo nos proporciona la explicación de esta omisión. Los socialistas siempre pueden contestar que el estudio omitido está contenido implícitamente en el postulado fundamental del marxismo: el materialismo histórico. Tal puede ser la contestación que diera Marx a la pregunta anteriormente formulada y que en la actualidad darían, posiblemente, sus discípulos. En la historia del socialismo, Marx y Engels están estrechamente unidos y completamente identificados, por lo que es casi imposible, a la par que intrascendente, tratar de distinguir la contribución de cada uno de ellos en el trabajo realizado. La elaboración del sistema, sin duda, se debe a Marx. Engels así lo afirma3 con admirable a la par que excesiva modestia, y atribuye a aquél la aplicación por vez primera de la interpretación materialista de la historia y la concepción de la teoría de la plusvalía. Si nos limitamos al problema objeto de nuestro estudio, nos interesa más Engels que Marx. Engels, como dijimos, fue un
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apasionado estudioso del arte militar. Escribió extensamente sobre los problemas de la guerra, y después de su fallecimiento todos los escritos referentes a este tema vieron la luz en diferentes publicaciones especiales (Notes on War, 1923; Militärpolitische Schriften, 1930; Der deutsch–französische Krieg, 1931). Las fuentes bibliográficas utilizadas para la confección de este capítulo son numerosas. Se han utilizado, no sólo aquellos trabajos de Marx y Engels que vieron luz en vida de sus autores, sino obras póstumas y su correspondencia. A la edición monumental de sus obras, que se publicó bajo el título de Obras completas, en 32 volúmenes, hay que añadir 10 volúmenes más aparecidos con posterioridad. Lo que nos proporciona un magnífico a la par que extenso material para trabajar, la mayoría del cual ha sido poco utilizado por no haberse podido disponer antes de él. Entre los escritos de Marx cuya materia está ligada con nuestro estudio, además de varios artículos aparecidos en la prensa política, citaremos: el Discurso sobre la cuestión del libre cambio (1848), el Manifiesto comunista (1848), que hizo en colaboración con Engels, y Glosas al programa del partido alemán obrero (1875). Aunque en El capital se menciona la palabra guerra múltiples veces —como puede verse fácilmente consultando el índice de la edición de Kautsky—, no tiene interés alguno para nosotros. Entre los trabajos de Engels varios merecen especial atención: Bosquejo para una crítica de la Economía política (1844). Eugenio Dühring, revolucionario de la ciencia (1878). ¿Puede Europa desarmarse? (1893). Varias alusiones al problema discutido se encuentran en sus artículos sobre el paneslavismo (1849) y sobre Inglaterra (1852). Es de gran interés histórico su prólogo a la obra de Borkheim. La doctrina marxista ha sido rechazada de forma tan violenta por sus contradictores como tan variadamente interpretada por sus seguidores. Por esto no es superfluo explicar, una vez más, cuál es su exacto significado; por doctrina marxista o marxismo entendemos el sistema teórico construido exclusivamente por Marx y Engels. Intencionadamente omitiremos el estudio de toda interpretación o aplicación del marxismo, por interesante que sea, para sólo examinar el pensamiento de los fundadores de la doctrina, tal como fue expresada en sus escritos. No examinaremos las teorías desarrolladas posteriormente por los discípulos de Marx y Engels sobre el imperialismo, tales como las de Hilferding, Financiación del capital (1910); Rosa Luxemburgo, La acumulación del capital (1913); Lenin, El imperialismo como la etapa suprema del capitalismo (1917). Además, todos perteneces al siglo XX. 341
Su estudio y análisis —que fácilmente se puede encontrar por doquiera5— iría más allá de los límites cronológicos señalados a este libro. Por tanto, nos limitaremos a decir que ni Marx ni Engels han formulado una teoría sobre el imperialismo económico según la cual el sistema capitalista en un determinado período de su evolución conduce inevitablemente a la guerra. 1. La guerra a la luz del materialismo histórico. Marx, en el prólogo de la Crítica de la Economía política (1859), bosqueja brevemente los principios en que se basa el materialismo histórico. De su exposición, ya clásica, y frecuentemente citada, sólo reproducimos las siguientes líneas: “En la realización de la producción social los hombres entablan relaciones determinadas, necesarias e independientes de su propia voluntad; esta relación de la producción corresponde a un grado determinado del desarrollo de sus fuerzas productoras materiales. El conjunto de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política a la que corresponden formas sociales determinadas de conciencia. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política e intelectual en general.” La guerra, fenómeno social y político, por su misma esencia pertenece a la superestructura a que se refería Marx. De aquí se infiere que, como cualquier otro fenómeno social, está condicionado y determinado por el modo de producción de la vida material. Ahora bien: con excepción del comunismo primitivo, este modo de producción es antagónico en todas las sociedades que han existido desde entonces. Inevitablemente produce en una sociedad capitalista la lucha de clases y provoca los conflictos armados entre los Estados o, mejor dicho, entre sus clases dirigentes. La lucha de clases es la expresión nacional de este antagónico modo de producción, mientras la guerra exterior es la manifestación internacional del mismo. Pero si la lucha de clases es el elemento esencial de la doctrina marxista, no cabe afirmar lo mismo de los conflictos internacionales. El marxismo no puede, sin riesgo de negarse a sí mismo, abandonar la tesis de la lucha de clases permanente dentro de una sociedad capitalista. Es inconcebible sin el axioma de esta lucha. Por el contrario, cabe que admita la posibilidad de la supresión de 342
la guerra en un mundo capitalista. Además, la existencia de un estado mundial capitalista o de un estado que sea inmune a las guerras extranjeras no eliminaría ni destruiría la interpretación materialista de la historia. En otras palabras: en pura teoría marxista no hay incompatibilidad entre el sistema capitalista y el establecimiento de la paz. Dentro del cuadro trazado por la teoría marxista cabe la existencia de una federación de estados capitalistas que eliminase el peligro de la guerra. Si Marx y Engels no pensaron en la posibilidad de un estado mundial o de una federación de estados o forma superior de organización internacional o interestatal para la paz dentro de la sociedad clasista, no es a causa de creer que existía una contradicción entre admitir esto y la teoría marxista, sino tan sólo por considerar que tal eventualidad era imposible que se ofreciera en la práctica. Son únicamente consideraciones de orden práctico las que determinan su actitud. Según nuestros estudios, está completamente ausente de su obra la posibilidad de que exista incompatibilidad de una sociedad clasista con una organización superestatal para la paz. Las condiciones económicas, además de provocar la guerra, determinan su desarrollo. Engels lo demuestra con varios ejemplos. No hay nada que dependa más de estas condiciones que el ejército y la armada. Armamento, organización militar, táctica y estrategia dependen sobre todo del grado de desenvolvimiento de la producción y de las comunicaciones. Lo que ha producido en este campo efecto revolucionario no ha sido “la libre creación de la mente” de capitanes geniales, sino la invención de mejores armas y cambios de los equipos militares. La influencia de generales de genio está limitada, aun en las condiciones más favorables, a la adaptación de los métodos de lucha a nuevas armas y nuevos combatientes6. Marx sostiene esta misma tesis. En su carta a Engels, del 7 de julio de 1866, leemos: “Nuestra teoría de que la organización del trabajo está determinada por los medios de producción se confirma brillantemente en la industria de la matanza humana. Sería interesante que usted escribiera algo acerca de ello (yo no tengo suficientes conocimientos), que insertaría, con su nombre, como apéndice a mi libro”7 [Marx probablemente se refiere a su Capital.] La influencia de las transformaciones económicas en el arte militar no está limitada al pasado. Determinará también en el futuro el arte de hacer la guerra. Según Engels, la emancipación del proletariado influirá también en el campo militar: creará una nueva estrategia. Aun ahora se pueden prever las bases materiales de este nuevo tipo de contienda. Así, por ejemplo, la producción se acrecentará tanto que per343
mitirá que un mayor número de hombres (el quince o veinte por ciento del total de la población) pueda participar en la lucha. Los progresos técnicos facilitarán una mayor movilidad estratégica8. El trabajo de Engels abunda en previsiones de orden militar. Aquellas concernientes a la futura evolución del arte de la guerra son demasiado superficiales. Engels cree que el arte militar alcanzó su apogeo en la época de la guerra francoprusiana (1870-71). Las armas habían alcanzado tal grado de perfeccionamiento que no son posibles ulteriores progresos que pudieran tener alguna influencia revolucionaria. Con cañones que pueden destrozar un batallón a mayor distancia que pueden ser vistos, y con fusiles de la misma eficacia para herir al enemigo, rifles cuya carga lleva menos tiempo que el disparar, toda futura mejora de mayor o menor importancia ha desaparecido del campo de la guerra. La era del desenvolvimiento está, por tanto, agotada en esta dirección9. Por otra parte, las predicciones de Engels sobre la guerra futura, que él concebía mundial, se han cumplido exactamente. Ve en el militarismo dominante en su tiempo una de las causas que minarían el futuro de Europa. “En nuestro tiempo, la guerra es la causa de la paralización de los progresos políticos y sociales”10. En el año 1888 prevé una guerra mundial de tres a cuatro años de duración de una violencia extrema. En un párrafo, que merece ser reproducido entero, dibuja un triste panorama, que en cierto aspecto tuvo el carácter de profetice, de la conflagración universal en la cual Prusia–Alemania participaría, y dice así: “De aquí en adelante ninguna guerra es posible ya para PrusiaAlemania, salvo una guerra mundial. Guerra terrible por su extensión y violencia. De ocho a diez millones se exterminarán entre sí y devorarán a Europa hasta que la hayan totalmente desgarrado, y la dejarán en su osamenta como enjambre de hormigas haya hecho nunca. Las devastaciones que realizó la guerra de los Treinta Años, esparcidas sobre todo el Continente y acumuladas tan sólo en dos o tres años: hambre, peste, desmoralización general de los ejércitos y de los hombres, nacida de las grandes penurias; situación desesperada en nuestra artificial maquinaria comercial; la industria y el crédito, presas de la más terrible bancarrota; colapso en la vida de los viejos Estados europeos y de su tradicional estado de equilibrio. Serán de tal intensidad los males, que a docenas rodarán las coronas y en el pavimento quedarán sin que nadie se atreva a recogerlas; es imposible prever cómo terminará la contienda y quién resultará vencedor. Sólo se puede predecir un resultado cierto: agotamiento total y establecimiento de las 344
condiciones para que se pueda dar la última victoria a favor de las clases trabajadoras”11. De una guerra europea, escribe Engels, el 7 de enero de 1888, a su amigo Sorge, puede resultar un incremento del “chauvinismo”. Si la contienda tuviera un amargo fin, sin llegar al cataclismo social, Europa estaría más exhausta que nunca lo estuvo desde hace dos siglos12. Mas Engels temía que esta guerra universal no trajera consigo la revolución social. Este temor se muestra a lo largo de su correspondencia; es suficiente a este respecto citar sólo dos ejemplos; en la carta escrita a su amigo Bebel, en 16 de diciembre de 1879, decía: una guerra universal “sería nuestra mayor desgracia, ya que haría retroceder en veinte años nuestro movimiento socialista”13. En otra carta dirigida al mismo, en 22 de diciembre de 1882, observa Engels: “Consideraría la guerra europea como una desgracia; desgracia que sería de importancia, ya que insuflaría de “chauvinismo” el mundo entero y su influencia duraría por largos años, al tener cada nación que luchar por su existencia”14 Engels, sin embargo, estaba convencido de que una guerra universal, cualquiera que fuere su efecto inmediato, tendría como consecuencia final el triunfo del comunismo. El militarismo que está dominando y agitando a Europa lleva en sí el germen de su propia destrucción. Se está transformando en más y más costoso, con lo que apresura el colapso financiero de los Estados. Por otra parte, el servicio militar obligatorio tiene el saludable efecto de que la clase trabajadora se familiarice con el empleo de las armas. Con ello se le da la oportunidad, en su día, de poder oponerse con las armas al sistema capitalista. En el momento oportuno no dudará en empuñarlas y pondrá fin a los ejércitos permanentes y al militarismo. Este desencadenará las fuerzas que han de aniquilarlo: será deshecho así “desde dentro”, según la fórmula de Engels. Como cualquier otro fenómeno histórico, el militarismo se anulará por la dialéctica de su propia evolución15. 2. Hostilidad frente a la libertad comercial. Mientras los economistas liberales deducen su pacifismo de la doctrina del laissez jaire, laissez passer, Marx y Engels sólo toleran —casi podemos decir a disgusto— la economía liberal y a sus teóricos. Al dar a su ciencia el nombre de economía vulgar o economía política burguesa demuestran su opinión. Sin duda respetan a los grandes cla345
sicos como Quesnay, Smith, Ricardo y algunos otros; pero, con pocas excepciones, la economía liberal del siglo XIX es, en su opinión, expresión de la decadencia de las clases dirigentes, cuyos científicos más representativos, temerosos de descubrir las contradicciones del sistema capitalista, sólo expresan lugares comunes que favorecen los intereses de las clases dominantes. Por esta razón, Marx y Engels niegan a la ciencia económica del siglo XIX toda objetividad. Según ellos, cuanto más avanzamos hacia el presente mayor es la decadencia de esta ciencia. Sus representantes pierden más y más el sentido de la honestidad intelectual. Para actualizar su ciencia estos economistas apilan sofisma sobre sofisma; por esta razón, observa Engels16, Ricardo tiene más culpabilidad que Smith, y MacCulloch y John Stuart Mili más que Ricardo. En el prólogo de la segunda edición de El capital, Marx dice que la economía política, particularmente desde 1830, se ha transformado en economía vulgar, tratando de negar las contradicciones reales en el campo de la economía y los antagonismos de clases. La persona de Bastiat encarna la apología del orden económico establecido, combinada con el plagio y la ignorancia17. Las leyes formuladas por los economistas burgueses, pese a sus aseveraciones en contrario, no tienen contenido científico. Demos un ejemplo: la total economía contemporánea y la ley sobre los salarios pueden derrumbarse si los trabajadores, en vez de permitir que se los compre y venda, se resolviesen a actuar estableciendo salarios tipo, no sólo como poseedores de su poder laboral, sino también como hombres que poseen un valor moral18. Las escuelas económicas son mero reflejo de los intereses de las clases sociales que representan. “Lo mismo que los economistas son los representantes científicos de la clase burguesa, los socialistas y los comunistas son los teóricos de las clases proletarias”19. Y mientras los primeros, por el carácter opresivo de los intereses de la burguesía, no pueden proclamar objetivamente la verdad, los últimos son totalmente capaces de hacerlo, porque los intereses del proletariado están ligados con los de la Humanidad. Las concepciones de los economistas liberales sobre la competencia y la libertad de comercio internacional, según Marx y Engels, son erróneas. Para los liberales la competencia es condición indispensable al progreso económico. El marxismo sustenta un punto de vista diferente: la competencia, afirman, favorece el progreso económico sólo en una etapa determinada de la evolución social; etapa que hace tiempo ha sido superada por la sociedad contemporánea. De ser un factor del 346
progreso, como fue en su tiempo, la competencia se ha convertido en un obstáculo al incrementarse la producción y la riqueza social. Engels reconoce que el sistema liberal de Adam Smith constituye, sin duda, un avance. Pero este sistema ha sobrevivido a su utilidad. En la actualidad sólo se puede calificar de hipócrita, inconsciente e inmoral. Marx también denuncia “el carácter hipócrita común a todas las peroratas librecambistas”20. Se pregunta: “¿Qué es en la sociedad actual el libre cambio? Es la libertad del capital. Cuando se hayan destruido las pocas barreras nacionales que aun restringen el progreso del capitalismo, se le habrá otorgado su completa libertad de acción. Mientras subsistan las relaciones entre el trabajo y el capital, cualesquiera que sean las condiciones en las que el intercambio de bienes se ofrezca, siempre existirá una clase explotadora y otra explotada. Es realmente difícil entender las peticiones de los librecambistas, que imaginan que la utilización más ventajosa del capital eliminará el antagonismo entre los industriales y los asalariados. Por el contrario, el único resultado será que el antagonismo entre estas dos clases se manifestará con mayor pujanza”21. La competencia es la perfecta expresión de la guerra de todo contra todo, que domina la sociedad burguesa. Es la manifestación de la despiadada lucha de los individuos contra los individuos, de las clases contra las clases, de las naciones contra las naciones. Es profundamente inmoral. Bajo este régimen económico cada clase desea un monopolio para sí. Cada cual desea obtener el máximo provecho posible. Por tanto, los intereses generales e individuales son diametralmente opuestos22. La libertad de comercio, tan deseada por los liberales, en realidad se convierte en “una falta de escrúpulos en el comercio” (gewissenlose Handelsfreiheit.) y en “regateo libre” (der freie Schacher)23. Marx y Engels no esperan de aquélla la solución del problema social. Una de las más numerosas manifestaciones de este problema, por ejemplo, el pauperismo, maldición de la sociedad moderna, aumenta o disminuye independientemente de la libertad de comercio o del proteccionismo24. ¿Cómo ver en la libertad de comercio, pues, remedio a los sufrimientos sociales? En el fondo es un medio de asegurar a los burgueses el ilimitado poder del capital sobre el trabajo. No es más que “la libertad del capital para aplastar a los trabajadores”25. Según opinión de Marx, el empobrecimiento de las clases trabajadoras aumenta en una economía capitalista; “en la misma proporción que se crea la riqueza, se produce la miseria”26. Los salarios de los trabajadores corresponden al mínimo necesario y no están en función 347
de la libertad de comercio o de los derechos arancelarios. A pesar de la fraseología empleada por los liberales, los más inteligentes han de reconocer que los salarios no se elevan por las reformas liberales. Según las circunstancias políticas, la clase trabajadora debe apoyar bien a los liberales bien a los proteccionistas. En Alemania, por ejemplo, es interés de los trabajadores apoyar el proteccionismo; éste es indispensable para que la burguesía alemana acreciente su poder en el interior y pueda destruir los restos del feudalismo a la par que conseguir el poder político. Tan pronto como el terreno esté preparado y limpio de todas sus arcaicas formas conducirá maravillosamente a la lucha final del proletariado contra la burguesía27. Es, por tanto, ventajoso para la clase trabajadora apoyar los derechos arancelarios, siempre que constituyan para la burguesía nacional “armas contra el feudalismo y el gobierno absoluto”28. Max afirma que “en general, el sistema proteccionista en nuestro tiempo es conservador y el librecambista es destructor. Este destruye las viejas nacionalidades y lleva al límite el antagonismo entre la burguesía y el proletariado. En una palabra, el sistema de la libertad comercial apresura la revolución social”29. Es en el sentido estrictamente revolucionario en el que Marx se muestra partidario de la libertad de comercio. Nos queda la tarea de analizar el pensamiento de Marx y Engels sobre la libertad de comercio y el proteccionismo como instrumentos de paz o de guerra. El primer texto que nos proporciona información es la nota editorial a un artículo proteccionista impreso en Rheinische Zeitung el 22 de noviembre de 1842. Esta nota es anónima, y el discípulo marxista Ryazanov atribuye su paternidad a Marx. Reproducimos el texto de la misma: “El comercio y la industria deben ser protegidos, pero la cuestión es si las tarifas proteccionistas realmente protegen el comercio y la industria. Nosotros consideramos tal sistema como la organización de un estado de guerra en tiempo de paz, un estado de guerra que se dirigió en principio contra los países extranjeros, pero que en la práctica se vuelve contra el propio país. Puesto que cada país, individualmente considerado, si se admite el principio de la libertad de comercio, depende de las condiciones mundiales, debe ser un congreso de esta índole y no cada gabinete en particular el que resuelva”30. Esta nota parece demostrar que Marx prefiere, en principio, el libre cambio al proteccionismo. A sus ojos, el último es un instrumento de guerra tan peligroso para el país que lo emplea como para las res348
tantes naciones. No obstante los beneficios del libre cambio, no puede realizarse por un solo Estado. Marx se refiere al “Congreso de naciones” como la única institución susceptible de introducir y extender la libertad comercial. Pero después de estudiar brevemente esta posible solución la abandona sin darle más trascendencia. No deduce de ella conclusiones mediatas o inmediatas. Los problemas de la organización internacional no le preocupaban ni en ese momento ni en el futuro. Nos vemos tentados a deducir de esta nota que Marx vio en el proteccionismo un factor de la guerra y en el libre cambio un elemento para la paz. Esto nos parece lo más plausible, porque una concepción semejante la encontramos en un trabajo posterior, esta vez indudablemente de Marx: en el Manifiesto comunista se lee que el libre cambio tiende con otros factores a superar las diferencias y antagonismos nacionales31. En este punto la filosofía de Marx y la de la escuela liberal se identifican. Pese al gran abismo que los separa, ambos admiten la influencia pacífica del libre cambio. Aunque Marx no afirma nada del grado o intensidad de esta influencia. Tampoco especifica si, permaneciendo constantes todas las demás circunstancias, la libertad de comercio hace desaparecer el peligro de la guerra. Pero parece, no obstante, difícil dar otra interpretación al fragmento del Manifiesto al que nos venimos refiriendo. Marx reconoce que el libre cambio gradualmente supera los antagonismos internacionales. Pero al admitir esto no modifica en modo alguno su actitud hostil, en principio, al liberalismo económico. Concede escasa importancia a si genera o no tendencias pacifistas. Es evidente que el pacifismo o belicismo de cualquier corriente no hacen que Marx se adhiera a la misma. Combate el libre cambio desde un punto de vista completamente diferente: lo condena por ser en esencia sólo la representación hipócrita de la burguesía. Sostener, como hacen los partidarios del comercio libre, que éste engendra un sentimiento de hermandad entre las diferentes clases sociales de cada nación es, según Marx, completamente erróneo. La “hermandad” que la libertad comercial puede establecer entre los diferentes países del mundo no es menos ilusoria. “Llamar a la explotación cosmopolita hermandad universal es una idea que tan sólo puede brotar de la mente de la burguesía. El conjunto de fenómenos destructivos que la competencia engendra, dentro de cada país en particular, se reproduce en mayores proporciones en el mercado mundial. No debemos prestar más atención a este sofisma difundido por los librecambistas”32. Esto último ve que se manifiesta por doquier. Por ejemplo: ellos claman por la libertad comercial porque conduce a la división interna349
cional del trabajo, beneficiosa para todos los países, ya que permite que cada país se dedique a aquella clase de actividad para la cual disfruta mayores ventajas naturales. Pero olvidan que crean monopolios internacionales que ejercerán una influencia opuesta. Hay, en la actualidad, algunas actividades industriales que aseguran a las naciones que las ejercen un poder sobre el mercado mundial. Tales naciones disfrutan de un monopolio que les permite beneficiarse a expensas de las otras. Si los librecambistas no pueden entender este fenómeno, no debe extrañarse, “puesto que estos mismos caballeros rehúsan entender por qué en un país una clase puede enriquecerse a expensas de otra”33. La actitud de Engels hacia el libre cambio es en principio la misma que la de Marx. Admite que la libertad comercial reduce el número de guerras, pero esto no es obstáculo para que se embarque en vehementes diatribas contra los librecambistas, a quienes critica tanto por su hipocresía como por su amoralidad. ¿Es cierto, como afirmó Adam Smith, que el comercio humaniza las relaciones internacionales? En ciertos aspectos es evidente, afirma Engels. Si en verdad no hay nada absolutamente inmoral en el mundo, el comercio también en ciertos aspectos constituye un homenaje a la moral y a la humanidad. Pero ¡qué homenaje! El latrocinio de la Edad Media se humanizó. Desapareció para dar paso al mercantilismo. A su vez, el mercantilismo se humanizó gradualmente. Es inútil decir que, en su propio interés, los comerciantes han de vivir en armonía con el vendedor, a quien compran barato, y con el comprador, al que venden caro. Por tanto, una nación que permita que la hostilidad se manifieste contra sus proveedores y compradores actúa irrazonablemente. Cuanto más fraternales son las relaciones comerciales, más provechosas son sus transacciones. Tal es la humanización introducida por el comercio. Y este modo hipócrita de abusar de la moral con fines comerciales constituye el orgullo del sistema librecambista. Engels continúa diciendo: “¿Hemos logrado evitar el barbarismo del monopolio? ¿Hemos llevado la civilización a los más remotos confines del universo? ¿Hemos logrado la hermandad de los pueblos y hemos reducido el número de guerras? ¡Sí; todo esto lo habéis hecho! ¡Pero cómo lo habéis hecho! Habéis destruido los pequeños monopolios para instaurar el reino de los grandes monopolistas. Habéis civilizado hasta el último rincón del universo para poder satisfacer vuestra voracidad. Habéis logrado establecer la hermandad de los pueblos, pero es la hermandad de los ladrones. Habéis reducido el número de las guerras para hacer mayores los beneficios en la paz, para llevar la animosidad a los individuos, 350
el deshonor y la infamia que hacen nacer la guerra de la competencia. ¿Qué habéis hecho de los sentimientos puramente humanos, de la armonía entre los intereses individuales y sociales? ¿Qué moral hay fuera del interés particular de cada uno, si sólo cobijáis en la mente la inmoralidad y los motivos egoístas?”34. Esta crítica acerba, por parte de Engels, prueba hasta qué punto el liberalismo le repugnaba. Pero de ningún modo esto modifica el hecho, que no niega, de que el libre cambio instaura una tendencia pacifista, en el sentido estricto de la palabra, en las relaciones internacionales. En este punto, al igual que Marx, está conforme con los librecambistas. Un párrafo, perteneciente a su correspondencia, atestigua que, en efecto, veía en el proteccionismo un instrumento guerrero. En carta del 29 de octubre de 1891 a su amigo, el ruso Danielson, refiriéndose al caso concreto de la crisis del trigo en Rusia, dice: “el proteccionismo es propicio a la guerra”. Cuando el mercado nacional, protegido por barreras aduaneras, se convierte en insuficiente, aquellos a quienes hiere, “gentes ingenuas”, para utilizar la expresión de Engels, imaginan que nada es más conveniente, a la par que natural, para ampliar el mercado que emprender una guerra victoriosa35. 3. Antipacifismo. Una doctrina esencialmente dinámica y revolucionaria como la de Marx y Engels no puede ser pacifista en el sentido tradicional de la palabra. Siendo su objetivo la revolución social, tanto internacional como nacional, ésta es irreconciliable con el pacifismo. Mientras éste condena la violencia, Marx y Engels la consideran como factor indispensable del progreso. Según ellos, nada en la historia se realiza sin violencia y brutalidad36. No se oponen a la lucha armada en sí misma. Primero, porque ellos la aprueban dentro de los Estados. Segundo, la aprueban entre los Estados, siempre que la guerra pueda favorecer los intereses del proletariado. Poca importancia tiene que la guerra sea ofensiva o defensiva. Lo único interesante es que directa o indirectamente sea útil para las clases trabajadoras. El pacifismo, si no es una expresión de pura hipocresía, es sólo manifestación de una confusión intelectual. Las ideas pacifistas nacidas durante la Revolución de 1848 —hermandad internacional, república federal europea y paz perpetua—, según Engels, atestiguan sólo la ili351
mitada perplejidad y la completa inactividad de los oradores de aquella época. La dolorosa experiencia nos enseña que la verdadera hermandad de los pueblos no se realizará ni por palabras sencillas, ni por vanos deseos; será la labor de profundas revoluciones y sangrientas luchas. Engels combate y ridiculiza la teoría de la hermandad general de los pueblos, teoría que sin tomar en consideración el grado de desenvolvimiento de cada uno se contenta con una “fraternidad al azar” (verbrüden ins Blaue hinein). Aprueba la conquista cuando lleva la civilización al país conquistado, como ocurrió, por ejemplo, con la ocupación de California por los Estados Unidos37. Marx también es hostil al pacifismo liberal y opuesto a su penetración entre las clases trabajadoras y, en su crítica al programa de Gotha, dice lo siguiente: “¿A qué ha quedado reducido el internacionalismo del partido alemán de trabajadores? Al conocimiento de que el resultado de su esfuerzo será la hermandad internacional de los partidos, frase tomada de la Liga burguesa para la paz y la libertad, que se intenta hacer pasar como equivalente a la hermandad de los trabajadores en su lucha contra las clases dirigentes y sus gobiernos...” “De hecho, el sentido de responsabilidad internacional expresado en el programa permanece incluso infinitamente más bajo que el enunciado por el partido librecambista. Este afirma que el resultado de su esfuerzo será “la hermandad internacional de los pueblos”38. El apóstol del liberalismo pacifista, Cobden, es juzgado severamente por Marx. Lo considera como un falso profeta, cuyo evangelio de paz, exento de contenido filosófico, meramente reemplaza en realidad el sistema bélico feudal por otro comercial; con ello el capital viene a ocupar el lugar de los cañones39. Si la escuela manchesteriana desea la paz, lo hace para declarar la guerra industrial, tanto en el interior como en el exterior. Desea la hegemonía de la burguesía inglesa en el mercado mundial, cuyas armas son las balas de algodón. También desea la supremacía de la burguesía en Inglaterra para que esta clase pueda gobernar el Estado y regir la administración pública en su exclusivo beneficio después de haber desplazado a la aristocracia, elemento inútil en la moderna producción, y reducir a la esclavitud el proletariado, simple herramienta en esta producción40. En 1852, cuando se produjo el golpe de Estado de Luis Napoleón que llenó de temor a Inglaterra ante un nuevo intento de invasión francesa, Engels escribió un artículo en el que preveía el fracaso del pacifismo. Dice que algún día terminará el fraude que implican los Con352
gresos pacifistas y las sociedades pro paz. La burguesía inglesa comprenderá que el pacifismo la daña al perjudicar sus intereses y los de Inglaterra, ya que deja el país desarmado. Aunque una alianza de todo el continente no bastaría para derrotar a Inglaterra, su descuido en el campo de la defensa nacional representa un grave peligro. Pues bien: uno de los factores que más han contribuido a este lamentable estado de cosas es el pacifismo a lo Cobden41. Esta breve reseña muestra la diferencia fundamental existente entre el marxismo revolucionario y el pacifismo liberal: mientras éste está deseoso de preservar sin utilizar la violencia el statu quo, el primero se esfuerza en alcanzar la paz por medio de la revolución social. Ambos tienen como meta la paz universal, pero tratan de alcanzarla por medios diferentes: uno, por el libre cambio; el otro, por el socialismo. 4. La paz y la sociedad socialista. Para establecer una paz duradera es necesario, según Marx y Engels, realizar previamente una profunda transformación del régimen económico y social. Una paz permanente, nos aseguran, presupone construir una nueva sociedad. Se está inclinado a preguntarse qué idea se habían formado Marx y Engels de esta sociedad que consideran la única susceptible de realizar la justicia social y la paz internacional, En los textos de Marx y Engels se observa la aversión a esclarecer su concepción sobre esta sociedad futura. En este punto se separan, desde luego voluntariamente, de los “utopistas”. Consideran que es inútil describir con detalle un régimen social cuyas formas se pondrán de relieve sólo con el transcurso del tiempo y cuya constitución será fruto de la experiencia. Contrariamente a los “utopistas”, no desean inventar un nuevo régimen, sino indicar algunos rasgos de la futura commonwealth, y esto sólo en cuanto creen que los mismos han tenido ya manifestación en la sociedad contemporánea. Ni Marx ni Engels han expresado con precisión su opinión sobre el régimen económico del futuro. A este respecto sólo vagas alusiones se encuentran en sus obras. La destrucción del capitalismo y la conquista del poder por los proletarios les parecen más importantes que la contemplación de detalladas formas futuras de la economía política. “Insisten, sin embargo, en los medios políticos de llevar a término la transformación social. Como instrumento principal de la política de los trabajadores —para alcanzar su fin está la revolución social— recomiendan la lucha de clases. Deducen casi matemáticamente la nece353
sidad de esta revolución. “Como somos capaces de formular un nuevo teorema sobre bases matemáticas, lo mismo podemos deducir, con certeza, de las condiciones económicas y de los principios de la economía, una futura revolución social”42. La misma base de la economía marxista: la teoría de la plusvalía, la de la acumulación del capital y la de la progresiva proletarización —un examen de las mismas iría más allá de los límites de este trabajo— proveen, en su opinión, de pruebas más que suficientes para su deducción. Una vez emancipados, esto es, después de alcanzar el poder, los proletarios superarán gradualmente todas las diferencias de clase y, según la terminología marxista, el mismo Estado. No sólo será destruido el Estado burgués, sino que el Estado como tal desaparecerá, como resultado de la socialización de los medios de producción43. En una cierta etapa de la evolución económica, el Estado es una necesidad, más ésta desaparece cuando las fuerzas productivas alcanzan un mayor grado de desenvolvimiento. El mundo se acerca ahora rápidamente a una fase de desenvolvimiento de la producción en la que la existencia de clases no sólo es innecesaria, sino también un estorbo positivo para la producción. Dice Engels: “Las clases desaparecerán inevitablemente de la misma forma que aparecieron y el Estado inevitablemente se hundirá con ellas. La sociedad organizará un nuevo sistema productivo, basado en la asociación libre e igualitaria de los productores, y pondrá la maquinaria estatal donde le corresponde: en el museo de antigüedades, junto al telar y al hacha de bronce”44. Al hacer desaparecer la competencia económica y la anarquía, el nuevo régimen colectivista garantizará el bienestar y la libertad individual. Eliminará todas las causas del descontento social y hará imposible la lucha de clases. El comunismo destruirá la oposición entre el individuo y la sociedad e instituirá la paz social45. “La vieja sociedad burguesa, con sus clases y conflictos clasistas, será reemplazada por una asociación en la que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición para el libre desenvolvimiento de todos”46. ¿Qué forma asumirá el nuevo orden social? A esta pregunta encontramos una breve respuesta de media página en uno de los manuscritos de Engels —que permaneció inédito por más de medio siglo—: la nueva sociedad abolirá la propiedad privada y la competencia. Socializará todos los medios de producción e introducirá una economía planificada. Reemplazará la competencia por la asociación. Utilizará todos los instrumentos de producción y distribuirá todos los productos de común acuerdo —nach qemeinsamer Ueberinkunft—. La nueva socie354
dad será una llamada comunidad de bienes —die sogenannte Gütergemeinschaft—47. Esta sociedad no sabrá de clases sociales ni de explotación del hombre por el hombre. Por tanto, tampoco habrá luchas sociales ni conflictos políticos internacionales. Para suprimir la guerra definitivamente hay que extender por el mundo el nuevo orden. Una sociedad universal sin clases equivale a la paz permanente. Instaurar este estado de cosas es la misión histórica asignada por Marx y Engels a la clase trabajadora. “Antes que nada el proletariado de cada país debe conquistar el poder político, erigirse en clase rectora nacional y constituirse en nación, siendo por esto nacional, aunque de ningún modo en el sentido burgués del vocablo.” “Las diferencias nacionales y los antagonismos entre los pueblos están ya desapareciendo paulatinamente, debido al desenvolvimiento de la burguesía, a la libertad del comercio, a un mercado mundial, a la uniformidad de la producción industrial y a las condiciones de vida que ésta impone.” “El gobierno del proletariado las hará desaparecer con más rapidez. La acción unificada de los proletarios, al menos en los países civilizados, es uno de los primeros requisitos para la emancipación de los trabajadores.” “Paralelamente a la abolición de la explotación de un individuo por otro cesará la explotación de una nación por otra.” “El fin de la lucha de clases en las naciones pondrá fin a la actitud hostil de una nación frente a otra”48. Habiendo eliminado las causas de las guerras, el régimen comunista no tendrá necesidad de ejércitos permanentes. Mientras la sociedad contemporánea se ve obligada a mantener esta institución improductiva, la más costosa de todas, el régimen comunista no la precisa. Se pregunta Engels: “¿Por qué habría de tener necesidad este régimen de un ejército permanente? ¿Para guardar el orden interno? Inútil molestia, porque nadie tendrá interés en perturbarlo. El temor de la revolución es sólo el resultado del antagonismo de clases: no se puede concebir este temor en una sociedad basada en la armonía de intereses. ¿Para una guerra de agresión? Esta pregunta ni se plantea. La sociedad comunista nunca atacará a nadie, porque sabe muy bien que es una empresa que no rinde provecho alguno. ¿Para una guerra defensiva? Tampoco con este propósito se necesitará un ejército per manente, porque puede ejercitarse sin él al ciudadano en el manejo de las armas indispensable para la defensa del país. Ha de tenerse en 355
cuenta que en el caso de una guerra defensiva —que además es sólo posible contra una sociedad anticomunista— cada miembro de la comunidad tendrá una verdadera patria y un verdadero hogar que defender. Por tanto, luchará con una tenacidad y un valor que arrollará al agresor. Si se recuerdan los milagros realizados desde 1797-1799 por los ejércitos revolucionarios franceses, aunque luchaban tan sólo por una patria ilusoria, se puede imaginar el terrible poder que implicaría un ejército que defendiese su patria real. Resumiendo: estas incalculables masas armadas, tomadas del trabajo creador, volverían a la producción cuando se instaurase el nuevo orden social. Producirían no sólo lo necesario para sí, sino que obtendrían un excedente que sería almacenado en depósitos públicos49. 5. ¿Puede Europa desarmarse? La actitud marcadamente antipacifista de Engels no le impidió que bosquejara, hacia el fin de su vida, un proyecto de desarme. Lo desarrolló con ocasión de una discusión sobre el presupuesto militar del Reichstag, en una serie de artículos publicados en marzo de 1893 en el Vorwarts, de Berlín, y reimpreso con el título de ¿Puede Europa
desarmarse? Afirma que en estos veinticinco años toda Europa se ha armado hasta un límite insospechado. Cada Estado intenta superar el poder militar de los otros. Alemania, Francia y Rusia están exhaustas por el considerable esfuerzo realizado en el rearme. El Gobierno alemán termina de pedir al pueblo tal despliegue de fuerzas, que hasta el Reichstag, aunque complaciente, lo observa con temor. Engels pregunta: En tales circunstancias, ¿no es estúpido hablar del desarme? Es el pueblo llano de todos los países, quien provee de soldados y paga casi todos los impuestos, el que está pidiendo el desarme. Además, las peticiones militares han sido tan grandes, que las fuerzas comienzan a debilitarse: aquí el reclutamiento falla; allí es el dinero el que escasea; en un tercer país ambos faltan. ¿Hay otro medio de salir de este punto muerto si no es por una guerra de destrucción tal como el mundo nunca pudo imaginarse? “Afirmo, dice Engels, que el desarme y, por ende, la garantía de una paz, es posible y realizable, con relativa facilidad, y Alemania, más que ningún otro Estado civilizado, tiene la obligación y la posibilidad de llevarlo a término”50. El sistema de ejércitos permanentes ha sido llevado a tal extremo 356
que terminará arruinando a las naciones económicamente o degenerará en una guerra de destrucción universal. Pueden evitarse estas fatales consecuencias transformando los ejércitos permanentes en milicias formadas por el pueblo armado. Esta transformación debe ser llevada a término inmediatamente, pues los Estados contemporáneos están en posición de adoptar el sistema de milicia sin comprometer su seguridad. Desde el punto de vista estrictamente militar, no hay obstáculo para la abolición de los ejércitos permanentes; su conservación está dictada más por razones políticas que por razones militares. De hecho están destinados a proteger no del enemigo exterior, sino del enemigo interior. Una reducción gradual del servicio militar como resultado de algún acuerdo internacional, punto clave de su proyecto, es, según Engels, el más sencillo y rápido medio de preparar la transformación de los ejércitos permanentes en milicia. Los términos de tal acuerdo variarían, según el carácter de las partes contratantes y la situación política. Esta, en la época que se publicó su trabajo, 1893, le parecía particularmente favorable para llegar a un acuerdo. Para comenzar propone la reducción del servicio militar a dos años y observa que quizá en breve plazo se podrá reducir el tiempo de instrucción a un período más breve. Engels está convencido que la reducción del tiempo de servicio no disminuiría el valor militar del ejército. Para acrecentar aún más la potencia física de los futuros soldados pide que se introduzca en las escuelas una enseñanza militar preparatoria para todos los chicos. Haciendo esta instrucción conditio sine qua non de su proyecto, Engels cree que excluye toda confusión entre las milicias por él concebidas con las que ya existían en Suiza51. Un acuerdo internacional que tuviera por fin la reducción del servicio militar le parece factible. Alemania se lo propondría a Austria. Italia y Francia. Aquellas dos potencias, con tantas dificultades internas, tanto políticas como económicas, accederían. La adhesión de Francia no está segura. Pero Alemania no corre peligro en proponérselo; si acepta, todo irá bien; si rehúsa, el beneficio moral redundará en provecho de Alemania, que habrá demostrado su buena voluntad pacifista. Si Francia rehusara, el proyecto fracasaría, pues Alemania no reduciría el servicio militar, a menos que su vecina occidental lo hiciera. La actitud de Rusia carece de importancia. Está tan pobremente desarrollada y tan descompuesta socialmente, que cualquiera que sea el número de sus soldados o la duración de su servicio no representa ningún peligro para Alemania52. 357
6. Las teorías marxistas y la guerra. Cualquiera que sea la diferencia entre Marx y Engels, por una parte, y los liberales como Say o Bastiat, por otra, es de importancia subrayar que ambos admiten el funcionamiento de un cierto automatismo económico que lleva a la paz. Los primeros denominan a este automatismo socialismo; los segundos le dan el nombre de libre cambio. Los primeros piensan que la paz será el resultado de la socialización de los medios de producción; los segundos, que será consecuencia de la adopción de la política de laissez jaire, laisses aller. Ambos, pese a las grandes diferencias que los separan, ven sólo el aspecto económico del problema de la guerra y desdeñan todos los otros. Ambos creen que no es precisa una poderosa organización internacional para la paz, dotada de una fuerza ejecutiva y coercitiva. Bien es cierto que, hacia el fin de su vida, Engels bosquejó un proyecto de colaboración internacional destinado a obstaculizar la carrera de los armamentos. Pero este proyecto se limita, como terminamos de ver, al desarme, y no incluye plan alguno para una organización internacional y permanente para la paz. Creemos que las teorías marxistas no proporcionan una explicación completa de la guerra, aunque sus autores suponen que la han dado. Reducen las causas de la guerra a las económicas; sin duda, las causas económicas tienen un papel decisivo en ciertos casos, pero el marxismo no prueba que la causa primaría de todas las guerras sea la económica. Si lo afirma, es aseveración abstracta, cierta en algunos casos, falsa en otros, susceptible de satisfacer a ciertas mentes monísticas, pero mucho menos satisfactoria para aquellas que conceden más importancia a la concordancia de las teorías con los hechos que a las teorías mismas. En nuestra opinión, no es una razón objetiva el admitir que todas las guerras en todas las épocas se han debido exclusivamente y en último análisis a factores económicos. Para reforzar la plausibilidad de tal punto de vista, la teoría marxista debería haber ilustrado sus conclusiones con un gran número de estudios monográficos sobre las principales guerras en la historia del mundo. Dudamos mucho de que tal estudio, basado en fuentes de primera mano, confirmara su tesis. La teoría marxista ve en la economía la causa primordial de todos los conflictos internacionales. Tal concepción es susceptible de ser contrapuesta por otras teorías que del mismo modo tratan de explicar las guerras por un solo principio, bien biológico, racial, religioso, místico, sexual u otro. Cada una de estas interpretaciones exclusivas es falsa porque es parcial. Además, no existe necesidad lógica para que la ex358
plicación de todas las guerras sea dada por uno y el mismo orden de causas. ¿Por qué reducir un fenómeno social tan complejo como la guerra a una sola fórmula? Desear explicar la guerra o cualquier otro fenómeno complejo social por un solo factor nos parece contrario al espíritu científico. A tal fin, el monismo retrasa la explicación y la comprensión de las ciencias sociales. Puesto que no está probado que la única causa de todas las guerras sea el orden económico, es imposible admitir que una transformación de tal régimen sería más que suficiente para asegurar una paz duradera. Las causas no económicas de las guerras pueden actuar en una sociedad socialista. Esta puede conocer las guerras tanto como una sociedad clasista. El problema de la guerra y de la paz puede plantearse en la comunidad internacional de los Estados socialistas. Una modificación del sistema económico, aunque profunda, es inadecuada para garantir la paz. Sin embargo, supongamos, con Marx y Engels, que toda guerra está determinada, en última instancia, por causas económicas y tiene por fin la explotación económica de los conquistados en beneficio de las clases dirigentes del Estado victorioso. ¿Se debe inferir de esto que la guerra habría de desaparecer necesariamente entre sociedades —Estados— en los que la propiedad privada se hubiera abolido y los medios de producción socializado? Ignoraremos el caso de una sociedad socialista en la que una nueva clase dirigente o un nuevo estrato social de tipo burocrático pueda aparecer; clase o estrato que tenga su propio interés opuesto al de las masas del pueblo. Porque es obvio que tal clase o estrato social puede fomentar las guerras en su propio interés, del mismo modo que ahora hace —según el marxismo— la clase dirigente. Imaginemos, pues, una sociedad sin clases (Estado); pues bien: se puede perfectamente concebir que tal sociedad como un todo constituye en sí misma una clase que explota y oprime algún país extranjero. Supongamos, por ejemplo, que la clase trabajadora de un imperio colonial toma el poder político. Establece la dictadura del proletariado y después de un período de transición la madre patria pasa de esta etapa a la de un completo socialismo. ¿No es posible, y hasta probable, que tal sociedad socialista como un todo continuase explotando los pueblos coloniales que ha heredado del régimen capitalista? ¿Qué nos asegura que esta nación concederá a los pueblos coloniales su libertad sin haber sido forzada por una rebelión? Los pueblos coloniales los utilizamos sólo como ejemplo; podemos aplicar el mismo razonamiento a la explotación económica de una nación socialista relativamente poco desarrollada por otra sociedad socia359
lista más desarrollada y poderosa. Si la explotación económica está basada en la dependencia del débil al más fuerte, es, o puede ser, en el campo internacional un fenómeno superior a las clases; es decir: puede existir entre sociedades que no estén divididas en clases. Los conflictos entre unidades nacionales socialistas pueden, en ciertos casos, ser provocados con más facilidad que entre naciones capitalistas. Pues en éstas los divergentes intereses de las clases se oponen, y en algunos casos se neutralizan, los unos a los otros; por tanto, son un obstáculo para la guerra en ciertos aspectos. Por el contrario, la homogeneidad de los intereses materiales en una sociedad socialista, evidentemente excluye tal neutralización de las fuerzas belicosas, y facilita con esto el paso de la paz a la guerra. Para refutar estas objeciones se puede afirmar que la sociedad socialista no sabrá de naciones —en el sentido étnico del término— ni de Estado. La desaparición de las naciones, si alguna vez tuviera lugar, nos parece tan remota que no creemos oportuno discutir tal eventualidad en este libro53. La desaparición o destrucción del Estado —que para el marxismo significa una unidad políticamente soberana dividida en clases— no excluye, como ya hemos manifestado, la explotación de una nación por otra. “El Estado” —diferenciado en clases— no tiene el monopolio de la opresión de otras naciones; “la sociedad socialista” también puede hacer esto disimuladamente, con una dialéctica más o menos refinada. Afirmar que con el establecimiento de una economía socialista en el mundo toda división entre unidades nacionales o en Estados desaparecerá es una afirmación gratuita. Según los fines perseguidos, los Estados socialistas, quieran o no, surgirán en unidades políticas superiores; si tal unión favorece la política seguida por un determinado Estado socialista, este Estado se adherirá; de otra parte, puede no hacerlo y permanecerá neutral o luchará contra la unión. Si un Estado socialista oprime y explota ciertos países extranjeros, no se asociará a una federación socialista basada en la igualdad económica y en la libertad política. Si, por otra parte, un Estado socialista aspira a la paz universal, a la justicia económica y a la libertad política, no dudará en formar una federación con otros que persigan el mismo objetivo. La decisión de cada Estado socialista no puede ser, por tanto, dictada previamente; será función de su política. En una palabra, la transformación de la sociedad capitalista en una socialista no significa el inevitable establecimiento de la paz internacional, ni que esta transformación abarque todas las naciones del mundo. 360
NOTAS dores que se celebró en Londres en los primeros meses de 1871 (cita de acuerdo con Mayer (1934), vol. II, pág. 205). 11 Marx y Engels, Correspondencia 1846-95, págs. 456-57. Engels, Prólogo (1888) a S. Borkheim: Zur Erinnerung, pág. 7. 12 Cartas a F. A. Sorge (1906), páginas 288-89. Tal guerra podría terminar también con la hegemonía de la industria americana. Ob. cit. 13 Correspondencia no publicada, conservada en el archivo del partido social demócrata de Alemania; citado de acuerdo con Mayer (1934), vol. II, pág. 463. 14 Ob. cit. Véase también ob. cit., pág. 533. “Incluso en 1879, Engels ya profetizaba una guerra”: Kaustry (1937), Pág. 250. 15 Engels, Anti-Dühring, págs. 177, 181. 16 Bosquejo a una crítica de la economía nacional (1844), pág. 381. 17 Marx, Teoría sobre el subconsumo, vol. III, págs. 573-74. 18 Engels, Situación de la clase trabajadora (1845), págs. 208-209. 19 Marx, Miseria de la filosofía (1847), pág. 19120 Idem, Discursos (1848), pág. 443. Véase también Engels, Bosquejo, página 381. 21 Idem, Discursos sobre la cuestión del libre cambio, pág. 445-46. 22 Véase Engels, Situación de las clases trabajadoras (1845), pág. 77; Dos locuciones (1845), pág. 387; Bosquejo (1844), Pág. 39323 Marx y Engels, Manifiesto comunista, págs. 528, 540. 24 Marx, Pauperismo y libre cambio (1852), pág. 29. 25 Idem, Discursos, pág. 446. Véase también Marx, El Parlamento, pág. 33. 26 Idem, Miseria de la filosofía, pa ginas 189-90. 27 Engels, Derecho protector y libre cambio (1847), págs. 43I-3228 Marx, Discurso sobre la cuestión del libre cambio (1848), pág. 447. 29 Ob. cit. 30 Marx, Derecho protector, pági nas 308-309. 31 Manifiesto comunista, pág. 543. Nosotros reproducimos este pasaje en su contexto, véase pág. 355. Sobre el cosmopolitismo de los bienes como una consecuencia de la universalización de los mercados y de la moneda, véase Marx, Critica de la economía política (1859),
1 Hijo de un abogado de origen- judío, Karl Marx (1818-1883) estudió leyes, filosofía e historia en Bonn y Berlín. Habiendo alcanzado la convicción de que el fenómeno económico determina la total vida social, comenzó en 1844, en París, a dedicarse al estudio de la economía política. Después de su expulsión de Francia (1845) continuó sus estudios económicos en Bélgica, de donde fue también expulsado (1848). Tomó parte en movimientos revolucionarios en Rhineland y en Colonia, editó el Neue Rhenische Zeitung (1848-1849). Expulsado una vez más, se refugió en París. Salió de allí para trasladarse a Londres, donde pasó la parte más dura y desastrosa de su exilio político, hasta su muerte. Desempeñó un importante papel en la dirección y fundación de la Asociación Internacional de Trabajadores. Véase Mehring (1923). Nuestro estudio ha sido facilitado por L. Kaufmann en sus interesantes disertaciones. 2 Hijo de hombre de negocios y hombre de negocios él mismo, Friedrich Engels (1820-1895) dejó Alemania en 1842 para ir a Manchester, para ocupar un puesto en un negocio del cual su padre era accionista (1842-1844 y 18501869). Se relacionó con Marx primero en 1842 y más tarde en 1844, cuando los dos se transformaron en íntimos amigos. Pasó los años que van de 1845 a 1850 en Francia, Alemania y Bélgica, organizando el movimiento revolucionario. Después del fracaso de la revolución de 1848-18419, volvió a Inglaterra. En 1869 se retiró de los negocios para dedicarse exclusivamente a la actividad revolucionaria. Tuvo un papel predominante en la Internacional de Trabajadores. Véase Mayer, 1934; Drahn, 1915. 3 Anti-Dühring, pág. 13; Manifiesto comunista, prefacio, 1883; Ludwig Feuerbach, págs. 36-37. 4 Como, por ejemplo, las de Loria y Cicotti (véase Bibliografía). 5 Véase Hashagen, 1919; Hovde, 1928; Winslow, 1931. Robbins, 1939. 6 Anti-Dühring, págs. 173-76. 7 Marx y Engels, Correspondencia, vol. III, páig. 345. (Traducción inglesa de Marx y Engels, Correspondencia, 1846-95, pág. 209.) 8 Engels, Posibilidades (1851), páginas 300-302. 9 Idem, Anti-Dühring, págs. 176-77. 10 En la Conferencia de la Asamblea General de la Internacional de Trabaja-
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45 Véase Engels, Dos discursos, página 37446 Marx y Engels, Manifiesto comunista, pág. 546. 47 Engels, Principios del comunismo (1847), pág. 511. Entre las medidas que conducirán la sociedad contemporánea hacia la nueva sociedad, Marx y Engels recomiendan 1as siguientes: “Obligación universal y general e igual de trabajar; organización de ejércitos industriales, especialmente para la agricultura.” Manifiesto comunista, pág. 545. 48 Ob. cit., pág. 54349 Engels, Dos discursos, págs. 375. 76. 50 Idem, ¿Puede Europa desarmarse?, pág. 5. 51 Ob. cit., prólogo. 52 Ob. cit., págs. 26-29. 53 E incluso suponiendo el mismo nivel racial y cultural, la división de la Humanidad en Estados y también la guerra serían posibles.
ed. 1897, págs. 155-56 (traducción inglesa, págs. 207-^08). 32 Marx, Discursos, pág. 446. 33 Ob. cit., pág. 447. 34 Bosquejo, pág. 384. Lassalle (1863, pág. 485) no está menos indignado que Engels en su Bosquejo contra la
inmoralidad de la Escuela de Manchester. 35 Carta de Marx y Engels a Danielson. 36 Engels, El paneslavismo democrático (1849), Pág. 255. 37 Ob. cit., págs. 246-47, 250. 38 Marx, Apostillas (1875), pág. 560. 39 Idem, La pena de muerte (1853),
pág. 84. 40 Idem, El parlamentarismo, páginas 280-81. 41 Engels, Inglaterra (1852), páginas 458-60. 42 Idem, Dos discursos (1845), página 388. 43 Idem, Anti-Dühring, pág. 302. 44 Idem, Origen de la familia (1884), pág. 182.
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CONCLUSIONES
El lector habrá encontrado, a lo largo de las páginas que termina de leer, si no un cuadro exhaustivo comprensivo de todos los autores que trataron el problema de la guerra desde el punto de vista económico, al menos un esquema de dicho pensamiento desde el siglo XVI hasta finales del XIX. Creemos conveniente formular unas conclusiones de tipo general, a la par que realizar ciertas observaciones sobre la materia, antes de dar por finalizado este libro. I. Dentro del período que se extiende desde el siglo XVI a principios del siglo XIX, pueden observarse dos corrientes netamente caracterizadas: el mercantilismo, con su belicismo, y el liberalismo netamente pacifista. La tendencia belicista domina hasta la iniciación del siglo XVIII. Sus principales representantes fueron, en Francia: Bodino, Montchrétien, Richelieu, Vauban, Boisguillebert y Dutot; en Inglaterra: Raleigh, Digges, Bacon, Mun Child, Davenant, Decker y Postlethwayt: en Italia: Botero, y, por último, en Alemania: Hörnigk y Schröder. Si bien la doctrina mercantilista, netamente belicista, domina el siglo XVII, no fue exclusiva. Ya en esta época se presentan algunos precursores del liberalismo; son Cruce y Sully, en Francia; en Inglaterra destacan: Hobbes, Locke, Petty, Coke, Barbon y North. No obstante, sólo a mediados del siglo XVIII es cuando el liberalismo pacifista comienza a prevalecer en el ámbito económico. Hizo falta más de un siglo y medio —si se toman como punto de partida los escritos de Bodino y Botero— para que triunfara sobre las doctrinas opuestas. El belicismo es la faceta principal del mercantilismo y una manifestación complementaria del nacionalismo económico. El mercantilismo se funda sobre la convicción de la incompatibilidad de los intereses económicos de las naciones. Para la doctrina mercantilista una nación tan sólo puede enriquecerse y fortalecerse a expensas de las otras. Esta concepción teórica sirve para mantener una política internacional económica basada en la violencia. Y así todos los economistas de esta escuela, con más o menos intensidad, son partidarios de una política belicista. 363
Toda la doctrina mercantilista está imbuida de un espíritu guerrero. Los metales preciosos, a cuya acumulación se da la máxima importancia, son considerados como el primer elemento del poder político indispensable para la conquista. El comercio exterior tiene por misión servir a esta política, procurando metales preciosos a aquellos países desprovistos de minas. La idea autárquica que tenían por meta los mercantilistas no es sino la expresión económica de la tendencia agresiva de su doctrina. Su exasperada xenofobia es el arma de una poderosa propaganda dirigida a mantener en plena efervescencia los espíritus frente a todo lo extranjero. Los mercantilistas se proponían conseguir, a través de la autarquía, que la nación fuera completamente independiente del mercado internacional. Esto no implicaba la creación de un “Estado comercial cerrado”, según la expresión del filósofo alemán Fichte; la emancipación económica de la nación debería, según ellos, hacer posible o al menos facilitar las conquistas en el exterior. Pero, proseguida por más de una potencia, la política mercantilista no podía sino conducir inexorablemente a la guerra. Una de las características esenciales del mercantilismo es la subordinación de la economía a la política. El fin que ellos persiguen no es alcanzar la prosperidad material de la nación, sino la supremacía política del Estado. Los mercantilistas no tratan de enriquecer el Estado para aumentar el bienestar de los súbditos, sino de convertirlo en el más rico, lo que es sinónimo, según ellos, del más poderoso entre los Estados. El belicismo es un rasgo que caracteriza a los mercantilistas de todos los países. Rasgo que encontramos lo mismo entre los franceses que entre los ingleses, lo mismo en los alemanes que en los italianos. Sin embargo, esta característica se presenta más acentuada en los pueblos que estaban unificados y aspiraban a la hegemonía mundial, como Francia e Inglaterra. Por el contrario, en aquellos países en donde la unidad nacional no se había aún alcanzado, como en Alemania e Italia, los mercantilistas belicistas contaron con menos adeptos. Un factor importante refuerza el belicismo de los mercantilistas: el temor a la guerra civil. Hay que observar que, en los tiempos en que floreció el mercantilismo, las disensiones interiores eran aún más graves y más gravosas para la economía nacional que los conflictos exteriores. Buscando un remedio contra la guerra civil, los mercantilistas no encontraron otro más eficiente que la guerra con el extranjero. A veces incluso se encuentran inclinados a dar a este subterfugio el carácter de providencial. 364
La franqueza y claridad del lenguaje de los mercantilistas tal vez escandalice al lector. No muestran vergüenza alguna por su belicismo. No ven la necesidad de ocultar de forma alguna sus designios. La lectura de la República de Bodino o el Tratado de Economía política de Montchrétien, para no citar más que dos ejemplos, son muy característicos a este respecto. Es tan sólo a mediados del siglo XVIII cuando la reacción contra los mercantilistas se consolida y cuando los mercantilistas se encuentran un tanto embarazados para la exposición de un belicismo descarado. Todo el mercantilismo se encuentra dominado y dirigido por el factor guerra. Se puede decir, sin exageración, que sus representantes están sugestionados por el mismo. Cualquiera que sea el problema económico que traten, sus razonamientos y sus soluciones son dictadas por preocupaciones de puro orden estratégico. El mercantilismo es inconcebible sin su espíritu guerrero. Como ya se dijo, nació con la guerra y sucumbió con ella. Por el contrario, el liberalismo nace de una posición diametralmente opuesta. El factor guerra es tan sólo un factor excepcional en su sistema. Al contrario que los mercantilistas, los liberales conciben un mundo pacífico. Admiten la cohabitación pacífica de los pueblos. A sus ojos la concordia internacional es completamente realizable, en cuanto que la colaboración económica entre los pueblos es para todos ventajosa. La política económica de los liberales está, pues, fundada sobre las posibilidades que ofrece la paz, y trata de alcanzar incluso su consolidación. Tan sólo en previsión de las guerras defensivas admiten algunas medidas de tipo excepcional, contrarias, en principio, a la idea fundamental del comercio libre. La política económica liberal no está subordinada a fines políticos. Aspira a obtener para los individuos el mayor bienestar posible en el orden material. Sólo de forma accidental y accesoria impulsa el acrecentamiento de las fuerzas nacionales. Si concretamente no existe una contradicción absoluta entre los mercantilistas y los liberales en los fines que se proponen, sí hay una reversión total del orden valorativo de sus fines. Para éstos, el bienestar de los individuos es el fin supremo; para aquéllos, es la potencia del Estado: y en nombre de esta potencialidad no vacilan en imponer a la nación privaciones, incluso de larga duración. “El nacionalismo económico se opone al liberalismo no como lo nacional a lo internacional, sino como lo político a lo económico” (Rappard, 1938, pág. 402). Esta observación de Rappard se aplica igualmente al mercantilismo, primera forma del nacionalismo económico. 365
El pacifismo económico encontró sus representantes más ilustres en Francia y en Inglaterra. En Francia, éstos fueron los fisiócratas: Quesnay y sus discípulos, Mirabeau (después de su conversión a la doctrina de los economistas), Dupont de Nemours, Mercier de la Rivière, Baudeau y Le Trosne. Estos dedujeron los principios de su doctrina del orden natural. Es suficiente, según ellos, observar este orden, laisses faire, laisses passer, para que el mundo conozca una prosperidad verdadera y disfrute de una paz permanente. Basta con no transgredir las leyes descubiertas por el jefe de su escuela para que el bienestar quede asegurado para la Humanidad entera. A este respecto, los fisiócratas se muestran más doctrinarios que los liberales ingleses. Bien que Quesnay y sus partidarios no concebían la existencia de una paz duradera en tanto que los soberanos no adoptasen su sistema íntegramente. La fisiocracia supo ganar al pacifismo incluso a los adversarios de sus concepciones propiamente económicas y a muchos pensadores independientes que no se adhirieron plenamente a la doctrina de Quesnay. Sus “aliados”, como Raynal, Condillac y Condorcet, reproducen en grandes líneas las enseñanzas pacifistas de los fisiócratas. La influencia de los fisiócratas no estuvo limitada a Francia, y así tenemos a Iselin y Herrenschwand en Suiza; Schlettwein en Alemania, y en Italia a Beccaria, Filangieri y Ortes. La fisiocracia, pues, contribuyó a expandir sobre el continente la idea de la paz económica y política entre las naciones. Insistiendo sobre la idea de la solidaridad económica de las naciones, los fisiócratas consideraron, en principio, que una organización internacional para la paz era innecesaria. Las naciones tan sólo deben conformarse a las leyes naturales para lograr la paz internacional. Por esta razón no encontramos ningún economista fisiocrático francés que formule un proyecto de paz. Si Mirabeau nos da uno, es anterior a su “conversión”. En cuanto al de Schlettwein, extraño a la secta, su plan fue editado cuando el sistema fisiócrata había alcanzado, hacía tiempo, el momento culminante de su evolución. Desde fines del siglo XVII los liberales ingleses se convierten en propagandistas de la concepción pacifista de las relaciones económicas internacionales. Después de North y de Vanderlint, Hume combatió la “envidia comercial”, cuyos excesos conducen inexorablemente a los conflictos armados entre los pueblos. Entre éstos, Tucker es el que más contribuyó con sus ideas a la destrucción del belicismo mercantilista. Adam Smith concedió un gran interés al problema de la guerra. 366
Al poner de manifiesto la armonía que existe entre los intereses económicos de las naciones, declara que no es el espíritu comercial, en el sentido estricto de la palabra, el que motiva las guerras, sino el espíritu de monopolio, fuente de la mayoría de las guerras denominadas comerciales. Una concepción pacífica del mundo se desprende de la celebérrima obra del más conocido economista escocés. Bentham se inspirará en él cuando escribe su proyecto de paz perpetua. Kant parece haber tomado de La riqueza de las naciones parte de los elementos que integraron su proyecto de paz perpetua. Desde fin del siglo XVIII las ideas pacifistas dominan de forma predominante en el ámbito de las ideas económicas. Los liberales y los pacifistas de siglos posteriores tomaron de este inmenso legado espiritual la norma de su conducta. II. Las principales corrientes doctrinales del siglo XIX, liberalismo, nacionalismo económico y socialismo, adoptan diferentes actitudes ante el problema de la guerra. 1. Para los liberales la guerra es un fenómeno dañoso y perjudicial, tanto desde el punto de vista social como económico; según su particular concepción, una de las mayores desgracias que pueden soportar las naciones. Los provocadores son reos del más execrable de los crímenes. La guerra no es sólo inmoral, sino estúpida; es el estado natural del hombre que desconoce las más elementales reglas económicas. Inevitable y quizá útil en el pasado, se ha convertido en algo calamitoso a la par que inútil; es un elemento destructivo de la riqueza nacional y de la prosperidad. Los liberales no piensan que la guerra puede ser fruto de contradicciones internacionales insuperables. Es debida más bien a intereses nacionales mal comprendidos. Los liberales no se cansaron de repetir, tina y otra vez, que tan sólo una exigua parte de la población es la que obtiene beneficio de la guerra. Y esta minoría es la que provoca los conflictos en su privativo y exclusivo interés. Pero la nación, como tal, nunca obtiene un interés real de la guerra. Para la nación como un todo la guerra es siempre un mal negocio, tanto más cuanto que las pérdidas que ella entraña se agravan con el transcurso del tiempo. Por ello los economistas liberales concluyen que los pueblos tienen un gran interés en vivir en paz. A este respecto, los intereses de todas las clases sociales son idénticos. La guerra los hiere por muchos caminos. Según las circunstancias, unas veces es una clase, y otras es otra la que sufre más. Pero ciertamente ninguna de ellas resulta libre de los daños y de los sacrificios que imponen los conflictos militares. Frecuentemente las clases traba367
jadoras son las más afectadas; tampoco las clases ricas de la sociedad están exentas: capitalistas, propietarios, rentistas, etc... La guerra es indudablemente ruinosa, tanto si se toman sólo en consideración las pérdidas directas resultantes como las que nacen como consecuencia de ella. Mas estas pérdidas estarán mal calculadas si no se incluye en ellas el coste efectivo de la paz armada: despoblación, alteraciones del equilibrio económico, destrucción del capital, reducción del comercio internacional, aumento de los impuestos, crecimiento de la deuda pública, disminución de la renta nacional y empobrecimiento general; tales son, de conformidad con los liberales, las consecuencias más importantes de la guerra. No hay que olvidar la influencia que tienen sobre el nivel espiritual y moral los sufrimientos que la guerra impone, que, siendo muy importantes, no tienen, no obstante, un contravalor mensurable en términos económicos. En opinión de la escuela liberal es suficiente comparar este estado de cosas con las ventajas que ofrece el comercio libre para convencerse inmediatamente de que la paz es preferible a la guerra y el comercio a la expoliación. Mientras la guerra destruye ‘la riqueza, la libertad de comercio crea las condiciones ideales para el enriquecimiento de los pueblos. Cabe en la paz la especialización de la producción de las mercancías y servicios para los que tienen mayor aptitud, ya natural o adquirida. Permite vender sus productos a los más altos precios y comprar a los precios más baratos posibles. Favoreciendo la concordia internacional se contribuye, no sólo a la prosperidad material de los pueblos, sino al progreso moral e intelectual de la Humanidad considerada como un todo único. De conformidad con este sistema, lo más favorable a cada nación y a la raza humana es el conocimiento del sistema económico. El triunfo del comercio libre no se diferirá indefinidamente y su triunfo final es seguro. Mas, si creemos a los liberales, el establecimiento de la libertad comercial creará una de las más profundas revoluciones en la historia. La libertad comercial asegurará al hombre el máximo posible de bienestar material, el cual no conoce otros límites que el de los recursos naturales del globo y el que pueda tener el trabajo creativo del hombre. Es decir, que la influencia del comercio no restringirá el campo económico; la libertad comercial puede también incrementar la seguridad externa de las naciones. El papel asignado por los liberales en este campo a la economía política es muy significativo. La ciencia debe estudiar el problema de la guerra porque el estado de paz es un elemento esencial para la prosperidad pública. La economía política, volvemos a decirlo, es considerada 368
por los liberales como la ciencia que trata por excelencia de la paz. La extensión de los estudios económicos tiende, a sus ojos, a prevenir las guerras. Aunque hostiles al militarismo, recalcan que su actitud no es contraria ni a un verdadero patriotismo ni al principio de las nacionalidades. La oposición al belicismo es una parte integral de la teoría liberal. Los liberales no se satisfacen con denunciar la guerra de agresión como un crimen contra las leyes económicas comprendidas racionalmente. No se limitan a poner de manifiesto la falta de lógica de la guerra. Con excepción de Malthus, afirman que en el libre comercio se encuentra la mejor solución a los problemas que la guerra plantea. Algunos afirman, explícita o implícitamente, que la libertad comercial eliminará todas o casi todas las guerras (Say, Dunoyer, Cobden, Bastiat). Otros, más moderados, creen que reducirá los riesgos de las mismas (Ricardo, James Mill, MacCulloch, John Stuart Mill, Chevalier, Baudrillart, Molinari). Y cualesquiera que sean sus puntos de vista, todos afirman que si la guerra es verdaderamente inevitable, el libre comercio, enriqueciendo a las naciones, las acondiciona mejor que puede hacerlo el sistema proteccionista, que empobrece a todas ellas. Piensan que la paz no requiere realmente una organización. Para suprimir la guerra no es necesario formar una organización internacional o supranacional dotada de una fuerza coercitiva. El comercio libre es por sí mismo capaz de permitir una paz permanente, o, si esto fuera irrealizable, al menos pacificar las relaciones internacionales en lo que lo permita la naturaleza humana. Por ello, no es precisa la creación de una organización internacional susceptible de compelir a las naciones a vivir en paz. Para hacer la paz duradera es suficiente establecer un orden económico que reafirmara espontáneamente las tendencias pacíficas que unen las naciones entre sí. De todos los sistemas imaginables, a los ojos de los liberales, sólo el basado sobre la libertad comercial es capaz de hacer nacer espontáneamente el espíritu pacífico. El único miembro de la escuela liberal que no creyó completamente en la concepción de la espontaneidad de la paz fue Gustavo de Molinari. Abogó, en efecto, por un sistema de organización internacional que podría tener a su disposición, por si fuera precisa, una fuerza militar capaz y adecuada para vencer a un posible agresor. Tan sólo unos pocos liberales recomiendan un Tribunal internacional, ya que —con excepción de Emilio de Laveleye— no admiten la necesidad de estar subordinados a una fuerza ejecutiva (James Mill) o no piden explícitamente esta fuerza (John Stuart Mill y Cliffe Leslie). 369
Es aún más interesante comparar la actitud de los liberales hacia el Estado con su actitud frente a un superestado u organización supranacional para conseguir la paz. Su posición frente al Estado es positiva, es decir: admiten su raison d’être, a pesar de su oposición a la intervención del Estado en materias económicas. Mas, de otra parte, con pocas excepciones, como hemos visto, son hostiles a la creación de una posible organización supranacional. Esta oposición es sorprendente. No se entiende muy bien en qué se basa su creencia de que el orden internacional puede ser mantenido sin necesidad de ninguna organización superior provista de fuerza coercitiva. ¿Tiene tal poder la libertad de comercio? ¿Puede compeler a los Estados, tan sólo atendiendo a sus intereses económicos, a observar las leyes internacionales y evitar las guerras? ¿Puede lograrse sin necesidad de un organismo dotado de fuerza coercitiva? En ello radica la cuestión y el problema; algunos liberales así lo creen, mas se puede preguntar cómo es que el comercio libre no puede también garantir el orden interior de los Estados por sí solo. Es decir, cómo no sostienen los liberales que la libertad del comercio puede sustituir al Estado en sus funciones dentro de cada nación. Es sumamente lógico plantearse el problema, pero no es tan lógico admitir, como ellos hacen, que la libertad comercial puede garantizar el orden internacional, sin ser capaz, por otra parte, de asegurar el orden interior de los Estados. Este es su punto de vista. Afirman que el Estado es preciso para mantener el orden público en el interior del país, mas niegan que haga falta una organización internacional para garantizar este orden de relaciones. ¿No es contradictoria esta concepción del mundo social? La contradicción es obvia y merece ser puesta de relieve. 2. Los proteccionistas consideran la guerra de modo diferente a los liberales. A diferencia de éstos, no creen que la guerra se produzca por intereses nacionales mal entendidos. Por el contrario, la consideran como una manifestación inevitable de la lucha entre las naciones por obtener reales y no quiméricas ventajas. Contradicen la tesis liberal, que considera la guerra como una empresa desventajosa para las naciones. Mientras los liberales afirman que es un fenómeno económicamente dañoso para todas las naciones, los proteccionistas hacen una distinción entre victoriosos y vencidos. Para aquéllos puede ser provechosa. Les asegura no sólo adquisiciones territoriales, nuevos mercados (que de otro modo estarían cerrados para ellos), preponderancia comercial y supremacía industrial, sino que también —y esto es lo más importante— contri370
buye a la industrialización del país al favorecer el desenvolvimiento de lo que List llama las fuerzas productivas de la nación. Según los proteccionistas, una guerra victoriosa puede, por tanto, ser una ventaja para una nación en su conjunto y no solamente para alguna clase social. Consecuentemente, no siempre es un mal negocio. Es improductiva cuando ha sido inútilmente provocada y mal dirigida. Si una nación adecuadamente preparada no puede pacíficamente llevar a cabo algunas de sus aspiraciones económicas, puede hacerlo por medio de una guerra de agresión. Puesto que la guerra puede asegurar a las naciones ventajas económicas reales, los proteccionistas no creen que aquélla pueda desaparecer para siempre. La consideran como un fenómeno que durará hasta un futuro muy lejano. Bien es cierto que algunos de ellos prevén la posibilidad de una paz duradera, pero la conciben sólo en un futuro tan remoto que lo consideran como algo quimérico. Los proteccionistas ven en la historia como una lucha inevitable entre las naciones, donde la fuerza es uno de los principales factores que deciden su independencia política, su grandeza o su decadencia. El mundo, en la actualidad, está dado a la guerra y por doquier comprobamos su presencia. Desarmarse en un mundo así sería una locura. Los pueblos que lo hicieran no conseguirían la paz; permitirían tan sólo que aquellas naciones que conservasen sus fuerzas militares intactas los agredieran brutalmente. Si aún hay un factor que pueda de tiempo en tiempo evitar la guerra no es la ausencia de fuerzas militares, sino por el contrario, la existencia de poderosos ejércitos dispuestos a repeler la agresión. Su raison d’être es, por tanto, indiscutible. Llenan una necesidad y por ello cumplen una función útil en las sociedades contemporáneas. Sería erróneo regatear los fondos que el Ejército precisa para convertirse en un poderoso instrumento de defensa o agresión. Sería igualmente erróneo considerar la vida militar como totalmente estéril y no discernir en ella ciertos elementos útiles a la sociedad. Resumiendo: los proteccionistas no dudan en justificar el militarismo por razones de tipo económico. Se esfuerzan en demostrar la utilidad de los preparativos militares, las ventajas de los ejércitos permanentes, la necesidad de una armada y la inutilidad económica del desarme. En el liberalismo ven un fenómeno económicamente peligroso para las naciones. La libertad de comercio, piensan, es ventajosa sólo para aquellos países que por cualquier razón tienen la oportunidad de disfrutar de una supremacía industrial y comercial. Es sólo favorable a 371
países altamente industrializados cuyo comercio ha alcanzado un gran desarrollo. Es sólo ventajosa para aquellos países que han alcanzado tal desarrollo, que no necesitan una protección artificial. Por el contrario, “los países jóvenes” tienen necesidad de proseguir una política económica diferente a la recomendada por los liberales. Los países agrícolas, teniendo los recursos precisos para su industrialización, así como los países que están ya en este proceso, necesitan ser alentados y protegidos económicamente; ayuda económica y tarifas proteccionistas sor frecuentemente precisas en el nacimiento de ciertas industrias y tienden a incrementar la paz de una nación industrializada. Al favorecer la industrialización, el Estado no debe limitarse a medidas meramente económicas. Debe acelerar ésta por otros medios, tales como expansión territorial o guerras de conquista. La guerra puede ayudar a una nación a incrementar su potencial industrial por la adquisición de nuevas fuentes de producción y nuevos mercados. Desde el punto de vista proteccionista hay una acción recíproca entre la economía y la guerra. La industrialización facilita la dirección de la guerra y las victorias militares acrecientan las posibilidades de la industrialización y prosperidad económica. Este punto de vista se asemeja al de los mercantilistas: la riqueza incrementa el poder y el poder incrementa la riqueza. Añadamos, sin embargo, que a pesar de la semejanza entre proteccionismo y mercantilismo, aquél, contrariamente a .éste, no idealiza la guerra de forma tan abierta. Según los proteccionistas, el liberalismo pone en peligro la seguridad de las naciones débilmente desarrolladas en el orden económico. La defensa nacional no es eficaz si el país no posee una industria desarrollada suficientemente. La importancia estratégica de la industria se acrecienta continuamente con el progreso de la técnica militar y naval. La superioridad militar de la nación industrial sobre la agrícola o semiindustrializada es patente e indudable. Ahora bien: la política del laissez jaire, afirman los proteccionistas, dificulta la industrialización de los países poco desarrollados relativamente, y por ello, pone en peligro su defensa. Tiende a prolongar indefinidamente su inferioridad militar. Evidentemente, sería erróneo creer que el proteccionismo se opone al liberalismo tan sólo por razones de índole militar. Consideran el proteccionismo como un sistema económico calculado para elevar el nivel social de una nación. Lo propugnan tanto en el orden militar como en el social. Sin embargo, aunque ven en este sistema algo más que el medio necesario para defender la nación, no cabe duda que tan sólo esta necesidad justificaría a sus ojos la legitimidad del proteccionismo. 372
Este último es una corriente nacional. Se puede decir, claro está, que el liberalismo no es tampoco antinacional: también desea la grandeza nacional e intenta alcanzarla, y no niega que el poder de una nación depende en gran parte de los factores económicos. Sin embargo, no recomienda específicamente una política económica nacional. Por el contrario, afirma que desde el punto de vista económico nada favorece más al poder nacional que la ausencia de toda intervención económica por el Estado y nada lo acrecienta más que el libre cambio. Considera el mundo entero, y no la nación, como una unidad económica. En sus razonamientos económicos no repara en la existencia de fronteras políticas. Sigue más o menos el viejo precepto de Tourgot: “Quien no consigue olvidar que hay Estados políticamente separados unos de otros nunca entenderá ningún problema de la ciencia económica.” Por el contrario, el proteccionismo nunca pierde de vista la división de la Humanidad en naciones. Considera el Estado como una entidad económica. Critica el liberalismo por ignorar que la política del laissez faire sólo es beneficiosa para los países económicamente avanzados y políticamente unidos. Rechaza la doctrina liberal de considerar el mundo como un solo mercado y como un solo lugar de producción. Tal concepción, afirma, aunque compatible con los intereses de las naciones que disfrutan un monopolio industrial, es contraria a los intereses de todas las otras. Concentrando su pensamiento en los problemas económicos de la nación, considerando ésta como una unidad distinta de todas las otras, propugnando la superposición de las fronteras políticas o barreras económicas, el proteccionismo favorece la unificación o la consolidación de la nación. En este sentido es un movimiento esencialmente nacional. 3. Los socialistas se expresan con referencia a la guerra en términos que recuerdan con frecuencia las ideas de los liberales. La guerra, observan, implica no sólo sufrimientos morales, sino pérdidas materiales. Desde el punto de vista moral y económico, es ahora un fenómeno antisocial, una manifestación del moderno barbarismo; seriamente impide el progreso espiritual y material de los pueblos ; los embrutece y empobrece al mismo tiempo. Es incompatible con un duradero progreso del bienestar material. Beneficia a algunos individuos y a ciertas clases privilegiadas, pero para los pueblos, tanto vencedores como vencidos, es una empresa ruinosa. Hasta los marxistas, que no condenan en principio todas las guerras de agresión, ponen de relieve los cada vez más desastrosos efectos de los conflictos militares contemporáneos. 373
Lo que es cierto para la guerra lo es igualmente para la paz armada. La carrera de armamentos dificulta la completa utilización de las ventajas económicas de la paz. Los socialistas son, por tanto, hostiles al militarismo. Respecto a la forma de establecer la paz llegan, como era de suponer, a una conclusión diferente a la de los liberales. Estos —asemejándose en este punto a los proteccionistas— no creen que exista relación de causa y efecto entre un orden social basado en la propiedad privada y los conflictos armados entre las naciones. Su análisis de la guerra y el militarismo no implica crítica fundamental al orden social contemporáneo. Por el contrario, casi todos los socialistas consideran la guerra como consecuencia de un orden social vicioso, erigido en podridas bases, principalmente la institución de la propiedad privada. El peligro de la guerra no puede ser eliminado definitivamente sin la previa supresión del sistema social que la produce. Para eliminar la guerra es preciso, por tanto, eliminar la propiedad privada totalmente o, al menos, restringirla drásticamente. Subrayemos, sin embargo, que algunos socialistas consideran la posibilidad de establecer la paz sin tan radical transformación del orden social. Así, Considérant, Godin, Pecqueur y Vidal proponer crear una federación europea o mundial dentro del marco de la sociedad liberal. Todos los socialistas están convencidos de que la introducción del régimen socialista aboliría definitivamente la guerra. La comunidad socialista, libre de la propiedad privada y de la competencia, de la explotación y de la corrupción, no tendría la menor excusa para el belicismo. Se dedicaría completamente al acrecentamiento de la producción material y a la elevación moral de sus miembros, y no pensaría en atacar a sus vecinos. Por tanto, no tendría necesidad de ejércitos permanentes; si alguna organización militar fuera necesaria se limitaría a milicias nacionales de carácter meramente defensivo. En resumen, la rociedad socialista liberaría al mundo del militarismo, y lo haría por sí misma, sin ayuda de organismos supernacionales que garantizasen la paz. III. ¿Cuál es la contribución de los economistas del siglo XIX a nuestro conocimiento y a la solución eventual del problema de la guerra? Pasemos revista a las tres corrientes económicas últimamente examinadas. 1. Los liberales del siglo XIX, continuando el trabajo de sus predecesores, han demostrado que, en principio, la guerra no vale lo que cuesta. Están equivocados en afirmar, demasiado categóricamente, que 374
en ningún caso la guerra podría ser beneficiosa económicamente para el país victorioso. En una conjunción de circunstancias excepcionales se puede presentar este fenómeno. Con pocas excepciones, la tesis liberal es correcta: la guerra moderna es una empresa desventajosa aun para la nación vencedora. Esta tesis parte de la idea de que el vencedor observe las reglas elementales del moderno derecho internacional, especialmente respecto a la propiedad privada de la población conquistada. Pero ¿y si no las observase?; si las viola brutalmente, ¿puede una guerra victoriosa ser un negocio desde el punto de vista económico? No dudaríamos en dar una respuesta afirmativa. Los liberales, sin embargo, persuadidos de la continuidad del progreso social, no llegaron ni a hacerse esta pregunta. Ni pensaron en examinarla, pues tampoco se hubieran preguntado, por ejemplo, si la esclavitud aplicada en escala universal sería económicamente provechosa para el conquistador del globo. Si este problema no les preocupó, la razón es que no pudieron prever la vuelta al barbarismo de ciertas naciones civilizadas y los daños que resultan de esto para todas las demás. Si es erróneo admitir, como algunos liberales hacen, que el establecimiento de la libertad comercial llevaría a la paz permanente, es imposible desconocer que ciertas tendencias del libre cambio favorecen la paz. ¿Hasta qué extremo fortalecen otras tendencias pacíficas y debilitan las fuerzas que coadyuvan a la guerra? Depende, naturalmente, de cada situación particular. Aboliendo las barreras económicas que separan los Estados, al permitir el libre movimiento de bienes y capitales, al favorecer la migración y supresión de toda suerte de obstáculos que impiden las comunicaciones internacionales, el libre cambio parece que une las naciones y disminuye el peligro de la guerra. Los liberales —o casi todos ellos— sin duda exageraron la fuerza de esta influencia pacífica. Pero, indudablemente, estaban en lo cierto al poner de relieve el fenómeno en sí y al insistir en su importancia para la evolución económica y social de la Humanidad. Los liberales afirman que las naciones se pueden asegurar muchas más ventajas económicas por medio de la paz que por medio de la guerra y la expoliación. De esto infieren que los avances de la ciencia económica y la difusión de sus enseñanzas entre las masas harán desaparecer la guerra o la reducirán considerablemente en número y duración. Este excesivo optimismo se debe a la exagerada importancia que atribuyen al papel que desempeña el factor económico en la vida de las naciones. Una concepción semejante a la de los liberales, que construye el edificio del pacifismo sobre un solo factor, es inadmisible y hasta 375
dañosa. Es inaceptable, porque los hechos no parecen confirmar la validez del economismo histórico. Es perjudicial, porque al concentrar la atención en un solo elemento de la vida social pierde de vista la totalidad de los factores sociales y obstaculiza la búsqueda de una verdadera solución al problema de la guerra. Pero reducida a su justa proporción la tesis liberal provee de una sólida base el pacifismo: demuestra que desde el punto de vista económico las naciones no necesitan de la guerra para enriquecerse, que todas pueden elevar su nivel material de vida por el libre cambio y por la paz mejor que a través de la guerra. 2. Partiendo del principio según el cual el libre cambio y la paz ofrecen las condiciones ideales para el progreso material de la Humanidad, la escuela liberal relega a segundo término el problema de la defensa nacional. Al examinar este problema se ve que no es suficiente afirmar la superioridad de la paz sobre la guerra y mostrar que el libre cambio favorece la cohabitación pacífica de los pueblos y el crecimiento de su riqueza. Aún podemos hacernos otra pregunta importante: ¿Puede cada nación proseguir, en un mundo en el que una paz duradera no ha sido aún establecida, una política librecambista sin comprometer por otra parte la seguridad interna del Estado? La contestación de los liberales es afirmativa, aunque no aducen pruebas. Se esfuerzan en demostrar que el libre cambio es el mejor sistema económico, hasta desde el punto de vista militar. Sin embargo, uno de los más inteligentes proteccionistas, List, ha demostrado, nos parece, que en un mundo belicoso las naciones escasamente desarrolladas económicamente corren el peligro de ser víctimas de las potencias industriales si no protegen sus nacientes industrias. En algunos casos hasta se debe sentir la necesidad de proteger permanentemente las ramas de la actividad económica, indispensables para garantir la seguridad interna de los Estados. Bien es cierto que el proteccionismo con frecuencia abusa del argumento de la defensa nacional. A menudo utiliza este argumento meramente para incrementar los provechos de aquellos grupos económicos cuyos intereses representa. Sin embargo, este abuso no invalida el principio en sí mismo, que aboga por la necesidad de la protección en pro de la defensa nacional. 3. La afirmación de los socialistas de que la guerra es sólo un producto de la mala organización económica de la sociedad, y que desaparecería necesariamente en una comunidad socialista, es más que dudosa. Es cierto que hay una interdependencia entre la organización económica de la sociedad y el belicismo. Un orden económico que ase376
gura el poder para una clase que es por definición belicosa, evidentemente presupone la guerra. En una sociedad en la que las masas viven en desastrosa pobreza o intolerable miseria, cualesquiera que sean sus causas, el belicismo también encontrará campo abonado. La pobreza, en verdad, no es ¡suficiente para explicar totalmente el belicismo, aunque sin duda es uno de los factores que lo favorece. Mas la miseria no es la única causa del belicismo, y, por consiguiente, su eliminación no sería suficiente para abolir la guerra. No ha sido probado que la abolición de la miseria social es una “condición suficiente” para el establecimiento de la paz. Aunque todo parece indicar que esta abolición es una de las “condiciones necesarias” para la supresión de la guerra. Por sus críticas al orden económico contemporáneo, los socialistas sin duda han contribuido a la aclaración de este aspecto social del problema de la guerra. Cualesquiera que ‘sean nuestras ideas sobre el socialismo, debe aceptarse como cierta la afirmación siguiente, formulada por varios de sus miembros: para establecer la paz es preciso suprimir la pobreza y miserias sociales. Que esta supresión depende del progreso de la justicia económica, sobre la que los socialistas han discurrido tanto, es innegable. IV. Las condiciones necesarias para la realización de una paz duradera han embargado la atención de los pensadores durante siglos. En un estudio histórico de gran interés —La cuestión de la paz, 1940, del profesor William E. Rappard— se examina también este problema. “La paz duradera —dice— es posible entre unidades políticas separadas en una de estas cuatro hipótesis: primera, si no hay contacto alguno entre ellas o entre sus ciudadanos; segunda, si cooperan libre y fraternalmente; tercera, si se someten al Gobierno supremo de una de ellas; y cuarta y última, si por propia voluntad todos aceptan una ley común a la que inmediatamente consienten en sacrificar una parte de su independencia.” La primera y tercera hipótesis no merecen ser estudiadas. Su realización, aunque fuera concebible en un mundo contemporáneo, implicaría una gran pérdida para la civilización humana y para la libertad, y por ello no merece que les prestemos ninguna atención. La segunda hipótesis no es más que la condición o situación en que la Humanidad vive en el período que media entre dos guerras. “Para que sea duradera una paz así, que nosotros podemos llamar una paz de cooperación, se supone que todos los Estados estén satisfechos con su status internacional o sean capaces de mejorarlo por medios pacíficos, o no quieran o no puedan alterarlo por la fuerza. Si el pasado, especialmente 377
el reciente pasado, tiene alguna lección que darnos, es que tal condición es siempre precaria y nunca duradera.” La cuarta y última hipótesis, una “paz de federación”, nunca se ha llevado a cabo en todo el mundo, pero existe en algunas de sus regiones, principalmente en los Estados Unidos de América y en la Confederación Helvética. Extendida a todo el mundo, una unión federal aseguraría la paz universal sin destruir la libertad humana. Una “paz de federación”, a nuestro entender, es a la vez la única posible y la única deseable en el marco de la moderna civilización. Admitiendo, como nosotros lo hacemos aquí, que una paz duradera sólo puede ser segura por una unión federal de todas las naciones, o al menos de las principales potencias, los economistas del siglo XIX dan algunas importantes lecciones de cómo una federación semejante ha de considerarse cuidadosamente. 1. Las relaciones económicas entre los miembros de la federación serían tan libres como fuera posible. Cuanto más se practique el libre cambio entre las naciones, más fácilmente se podrán utilizar los recursos naturales de cada país y las peculiares aptitudes de sus habitantes. Al incrementar el bienestar de las naciones, uniendo sus intereses económicos y aumentando su interdependencia, se intensificarán aquellos factores que, cuando actúan en un conjunto propicio, favorecen la concordia internacional. La libertad comercial entre los miembros de la federación contribuirá así a la coherencia de la organización. En el interior de la federación actuará como una fuerza centrípeta. Las naciones federadas tendrán un doble interés en seguir la política del libre cambio; primero, porque las beneficiará materialmente, y segundo, porque al reforzar los lazos materiales que las unen constituirán una contraposición a las fuerzas centrífugas que pueden aparecer en el interior de la unión federal. 2. Una federación universal no puede perdurar cuando sus miembros no están satisfechos con su participación en la misma. No es incumbencia de la economía política enumerar todas las condiciones que debemos encontrar para satisfacer a los miembros de la federación. Sin embargo, cae en su esfera poner de relieve las condiciones económicas indispensables para este fin. Ahora bien, entre estas condiciones hay una que nos parece fundamental: la industrialización de los países agrícolas o semiindustriales. Sin su industrialización parece imposible mantenerlos económicamente dentro de la federación. Mientras la civilización industrial se considere, con razón o sin ella. 378
superior a la agraria, no se puede pensar que estarían satisfechos como miembros de una federación que prolongara o perpetuara su status inferior. Una federación mundial que no favoreciera su industrialización estaría de antemano condenada al fracaso. La teoría de List sobre las fuerzas productivas demuestra que una protección temporal sería provechosa, a largo plazo, hasta desde el punto de vista puramente económico. Si una industria protegida en sus comienzos, después de un razonable período de transición, adquiere tal grado de productividad que compensa de las pérdidas materiales en que incurrió la nación durante este período en que la protección les fue garantizada, está justificada. A largo plazo, una inteligente ayuda para la industrialización sería ventajosa para aquellos miembros de la federación que no están muy avanzados económicamente. Al menos tal apoyo, que desarrollaría las fuerzas productivas potenciales, sería beneficioso en último término no sólo a éstos, sino a todos los miembros de la federación. Esta industrialización requiere la aplicación de algún proteccionismo para las naciones agrícolas y semiindustriales que son miembros de la federación. Pero este proteccionismo se limitaría a las tarifas aduaneras realmente indispensables para la educación industrial del país, utilizando la expresión de List. No se utilizaría como un medio artificial de aumentar los provechos de algunos individuos. Así restringido el proteccionismo, sería un instrumento para la industrialización de los países económicamente atrasados y les permitiría alcanzar un grado de civilización industrial compatible con sus recursos naturales y sus aptitudes especiales. Algunos miembros de la federación creerían que la protección permanente es indispensable para el mantenimiento de sus industrias, y esto obligaría a la federación a que les permitiese seguir una política proteccionista. El resultado sería, sin duda, una cierta pérdida material para los miembros librecambistas de la misma. Pero esta pérdida la podrían soportar sin grandes dificultades como una prima de seguro contra la guerra. Es el precio que pagarían para protegerse contra el peligro de la guerra, mal que les azotaría si los Estados con tendencias proteccionistas prefiriesen abandonar la federación antes que verse obligados a seguir una política librecambista, precio que no sería excesivo comparado con los beneficios de la paz y estaría más que compensado posteriormente. Además, no es probable que los ciudadanos de una nación que aplicasen el proteccionismo deseasen que por largo tiempo prevaleciesen los inconvenientes resultantes de esta política. Todo parece indicar la probabilidad de que a largo plazo el libre 379
comercio triunfaría sobre el proteccionismo en una federación mundial. List comprende muy bien que la paz es irrealizable sin una federación mundial. Pero hace de la libertad de comercio, sin ninguna necesidad, uno de los requisitos previos para el establecimiento de tal federación. Bien es verdad que uno no consigue entender por qué las principales potencias se esforzarían en alcanzar el mismo nivel industrial antes de federarse, si la unión federal iba a garantir a cada uno de los miembros el derecho a industrializarse y hasta favorecería tal industrialización. ¿Por qué sería imposible formar una federación y al mismo tiempo dejar la puerta abierta para que cada miembro desarrollara sus industrias? Proponer un orden inverso, como hace List, significa en la práctica hacer imposible la unión federal de las naciones. Habría probablemente reconocido esto él mismo si verdaderamente hubiera estado encariñado con la idea de una federación mundial. Sin embargo, como hemos visto, no ocurrió así. No obstante. List tiene el mérito de haber demostrado que la paz y la libertad de comercio no pueden realizarse más que en una federación mundial de todos los pueblos. 3. Los socialistas han escrito muchísimo sobre las realizaciones del mundo económico y la política pacifista. Quizá demasiado apresuradamente identifican el socialismo con la paz. Cualquiera que sea la actitud que se adopte frente a los mismos, sería difícil negar la validez de la idea fundamental que los guía: la imposibilidad de una paz duradera entre las sociedades que olvidan la justicia económica. No cae dentro de los propósitos de este libro definir esta justicia; su idea cambia, naturalmente, con el tiempo y con el lugar. Aunque bien es verdad que no es demasiado difícil determinar lo que para las masas de una sociedad dada representa y constituye el mínimo de justicia económica. Pues bien, donde este mínimo no les sea garantizado, las tendencias bélicas encontrarán un terreno abonado. La justicia económica por sí sola, contrariamente a lo sostenido por los socialistas, está muy lejos de garantir la paz universal. Pero sin ella la cohabitación entre las naciones parece irrealizable. Una federación de naciones que ignorase esta verdad fracasaría rápidamente. Duraría sólo con la condición de que se observase la justicia económica en las relaciones entre las naciones participantes y en el interior de cada una de ellas. La guerra es un problema solamente para aquellos que la consideran como algo dañoso y un fenómeno en parte totalmente eliminable. La mayoría de las escuelas examinadas lo consideran como tal y estudian este problema y tratan de resolverlo. Cada una cree que ha 380
encontrado la verdadera solución, el verdadero remedio contra la guerra, en el sistema económico y social que propugna: la escuela liberal, en la libertad de comercio; la escuela nacional, en el proteccionismo temporal, y la socialista, en la transformación del orden social. Cada una de ellas, salvo ciertas excepciones entre sus partidarios, parece ignorar el hecho de que este problema es demasiado complejo para admitir una solución unilateral. Aunque bien es verdad que cada una ha contribuido a nuestro conocimiento sobre dicho problema. Pero ninguna ha encontrado o podría encontrar la total solución que, por otra parte, va más allá de los límites del campo netamente económico. Muchos economistas tienen excesiva confianza en sus propios sistemas. Sus estudios, sin duda, habrían ganado en profundidad si se hubieran dejado llevar por el principio formulado por Antonio Agustín Cournot en su Revista sumaria de las doctrinas económicas, en 1877: “Los sistemas tienen sus fanáticos; la ciencia nunca los tiene.” El problema de la guerra, como anteriormente observamos, es demasiado complejo para ser resuelto por un solo sistema o por una sola disciplina. Baudrillart estaba en lo cierto al recordarlo a aquellos economistas que, orgullosos de su ciencia, parecían olvidar los límites que la naturaleza de las cosas asigna a la economía como a toda otra ciencia. La existencia de estos límites, sin embargo, no exime a la economía política de continuar en su búsqueda para aclarar el problema de la guerra. No excusa a los economistas de contribuir a la solución de este problema. Que han contribuido efectivamente a ello ha quedado demostrado a lo largo de estas páginas. Esta contribución no es tan grande como algunos economistas del siglo XIX pensaron; pero es, sin duda, bastante importante para merecer la atención de aquellos interesados en el más difícil problema presentado por la Historia al hombre y a la Humanidad: el problema de la guerra.
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407
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Cobbett, 161, 162. Cobden, 177-80, 208, 293, 297, 352, 353, 369. Coke, 111, 363. Colbert, 18-23, 27, 86, 277. Comte, Auguste, 312, 318. Compte, Charles, 201, 231, 286 Condillac, 96, 97, 366. Condorcet, 96-98, 206, 207, 366. Considérant, 310, 325-27, 330, 332-34, 336, 337, 374. Courcelle-Seneuil, 203. Cournot, 381. Cruce, 363. Culpeper, 55. Cunningham, 242, 290, 296-99, 301.
Alejandro, 111. Angell, 226. Ashley, 297. Bacon, 32-34-363. Bagehot, 290. Barbon. 111, 363. Bastiat, 133, 134, 207-23, 225, 276, 346, 358, 369. Baudeau, 86-88, 366. Baudrillart, 133, 134, 218, 221, 222, 369. Bebel, 345. Beccaria, 100, 366. Becker, 45. Bentham, 128-31, 144, 166, 171, 367. Béranger, 312, 316. Biard, 310, 312, 320. Blanc, 310, 325, 326, 330, 337. Blanqui, 203. Bloch, De, 226. Boccardo, 225. Bodino, 7-16, 18, 42, 67, 363. 364. Boisguillebert, 363. Bolles, 179. Bonaparte, 148, 191, 192, 196. Borkheim, 341. Botero, 14, 42, 43, 59, 363. Bousquet, 226. Bouvier-ajam, 267. Bowring, 128. Brentano, 274. Brocard, 91. Bücher, 274. Büsch, 141.
Chalmers, 178. Chamberlain, 297. Chaptal, 243. Cherbuliez, 216, 303. Chevalier, 133, 134, 214, 216, 218-20, 222, 303, 310, 312, 319-22, 369. Child, 34-37, 58, 363. Dameth, 213. Dangeul, Plumont de, 119. Danielson, 351. Davanzati, 44. Davenant, 35, 37-40, 363. Decker, 363. D’Eichthal, 172. 184. Delaporte, 312. Digges, 30-32, 363. Dohm, 141. Dunoyer, 201, 202, 214, 314, 369. Dupin, 243. Dupont-White, 241, 242, 264-67. Dupuith, 213. Dutot, 363.
Cabet, 330. Cairnes, 133, 172. 184, 185. Carey, 241. Carlomagno, 45. Cary, 55. Cauwés, 241. César, 111. Cliffe Leslie, 242, 290-93, 301, 302, 369.
Enfantin, 312. Engels, 310, 325, 340-60. Enrique IV, 202.
411
Fawcett, 133, 172, 184, 185. Federico, el grande, 53, 103. Ferrara, 194. Ferrier, 243, 257. Fichte, 242, 264-67, 364. Filangieri, 100-102, 366. Forbonnais, 55, 206, 207. Fourier, 310, 325, 327, 334, 337. Funck-Brentano, 14.
Leroux, 312, 336. Leroy-Beaulieu, 216. Levas Seur, 242, 290, 291, 301. Lips, 274. Listz, 241-70, 273, 297, 335, 370, 379, 380. Locke, 60, 109, 363. Louvois, 192, 277. Lueder, 275. Luis XIV, 277. Luxemburgo, 341.
329-32,
Garnier, 214, 216. Garrault, 61. Godin, 310, 325, 330, 333, 334, 336, 337, 374. Gomberdiére, La, 61. Gonnard, 22. Graunt, 110, 111. Gray, 329. Guépin, 319. Guillermo III, 37, 38. Guyot, 226.
MacCulloch, 133, 171-84, 346, 369. Malthus, 133-44, 369. Malynes, 53. Marshall, 172. Martello, 211. Marx, 204, 274, 310, 325, 340-60. Mengotti, 66, 67. Mill, James, 133, 161-71, 182, 183, 369. Mill, John Stuart, 133, 171-84, 267, 346, 369. Mirabeau, 74, 89-93, 366. Molinari, 133, 134, 214, 222-34, 369. Montaigne, 8, 59. Montanari, 43, 44. Montchrétien, 8, 14-18, 53, 59, 60, 62, 64, 86, 363, 364. Morellet, 96, 97. Müller, 248. Mun, 34-37, 54.
Hales, 30-32. Hall, 328. Haller, von, 248. Hamilton, 243, 267. Held, 274. Herrenschwand, 100, 366. Hildebrand, 273, 274, 301. Hilferding, 341. Hobbes, 85, 109, 363. Hörgnigk, 45-47, 61, 65, 363. Hume, 113, 115, 116, 366.
Napoleón III, 292. Nemours, Dupont de, 74, 84-86, 119, 366. North, 113, 114, 363, 366.
Iselin, 99, 366.
Ortes, 100, 102, 103, 366. Osse, 45. Owen, 310, 325, 327-29.
Jackson, 261. Jonchére, La, 62. Kames, 118. Kant, 216, 367. Knapp, 274. Knies, 242, 273, 274, 300, 302, 303.
Palmerston, 212. Paolini, 66. Pareto, 225, 226. Passy, 133, 134, 216-18, 222. Patten, 241, 242, 264-67. Pecqueur, 310, 325, 326, 330, 334-37 374. Pedro el grande, 125. Petty, 110, 363. Postlethvvayt, 154, 363.
Laffemas, 62, 64. Lambe, 33, 34. Laveleye, 242, 290, 291, 294-96, 301, 302, 369. Lenin, 341.
412
Seckendorff, 45. Senior, 150, 153, 178. Serra, 43, 44. Sismondi, 205, 273. Smith, 113, 122-28, 146, 153, 154, 180, 181, 206, 207, 244, 248-51, 267, 346, 347, 350, 366. Sombart, 274. Sorge, 345. Spence, 161, 162. Spencer, 286. Stein, von, 242, 274, 279, 280, 300, 302, 303. Suluy, 363.
Proudhon, 316. Puech, 330. Quesnay, 73, 74, 78-82, 89, 96, 99, 119, 207, 218, 244, 249, 346, 366. Raleigh, 30-32, 363. Rappard, 51, 68, 364, 377. Raymond, 243. Raynal, 96, 366. Razilly, 58. Ricardo, 133, 143-59, 171, 182, 193, 207, 346, 369. Richelieu, 18, 53, 58, 62, 363. Rist, 273. Riviére, Mercier de la, 74, 82-84, 366. Robinson, 33. Rochette, 312. Roscher, 242, 273, 274, 300, 302. Rossi, 133, 134, 218, 219, 222. Rotteck, 276. Roubaud, 73. Rouen, 312. Rousseau, 203. Ryazanov, 348.
Temple, 34-37. Thierry, 310, 311. Thiers, 212. Thompson, 327. Thorold Roger, 242, 290, 291, 293, 294, 301, 302. Toynbee, 290. Trosne, Le, 88, 89, 366. Trower, 144. Tucker, 116-19, 366. Turgot, 76, 97, 98, 119, 244, 373.
Saint-Jean, 58. Saint-Pierre, Abate de, 73, 199, 202, 203, 206, 207, 216, 222, 223, 249, 331. Saint-Simon, 192, 231, 286, 310-19. Sandraz, Courtil de, 63. Say, 133, 134, 191-207, 214, 218, 220, 222, 227, 231-33, 244, 245, 248, 276, 311, 314, 316, 358, 369. Scaruffi, 44. Schaeffle, 242, 274, 280-86, 300, 303. Schlettwein, 99, 100, 366. Schmoller, 241, 273, 274, 286, 287, 300. Schopenhauer, 285. Schröder, 45, 363.
Uztáriz, 53. Vanderlint, 113, 114, 366. Vansittart, 157. Vasco, 103. Vauban, 22-27, 165, 363. Verri, 59, 100, 102. Vidal, 310, 325, 327, 330, 336, 337, 374. Voltaire, 59, 198. Wayland, 178. Weitling, 330. Weulersse, 74. Witately, 178.
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