ADRIANA GARCÍ A ROEL Lucía la de Tlalpan
Ésta es la historia de una joven llamada Lucía que vivía en Tlalpan (barrio po...
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ADRIANA GARCÍ A ROEL Lucía la de Tlalpan
Ésta es la historia de una joven llamada Lucía que vivía en Tlalpan (barrio popular en la ciudad de México, Distrito Federal) de ahí su nombre: “Lucía la de Tlalpan”. La novela narra algunos de los incidentes que Lucía tuvo en su juventud. La muchacha llevó una vida muy variada, tuvo numerosos pretendientes, pero el único que le atrajo resultó ser una mala persona, que la engañó haciéndose pasar como soltero, cuando en realidad era casado y tenía hijos. Enterarse de ello causó en Lucía un desarreglo nervioso que ya no la dejó creer en ningún hombre. Hasta que por fin volvió a encontrar a un muchacho que de muy niña había conocido en la Alameda de Santa María (plaza en la ciudad de México, a la cual asistían jóvenes, en su mayoría, con la finalidad de encontrar pareja). A pesar del tiempo transcurrido ninguno de los dos había olvidado aquel encuentro. Cuando ya de jóvenes se volvieron a reunir Lucía se acordó de su amigo de la infancia y en él sí pudo confiar.
Adriana García Roel
Lucía la de Tlalpan
Adriana García Roel
Lucía la de Tlalpan
© 2003, Adriana García Roel © 2003, Ediciones del Sur Primera edición, abril de 2003 ISBN en trámite Impreso en Buenos Aires, abril de 2003 Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede se reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el previo permiso escrito de la autora.
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ÍNDICE I II III IV V VI VII VIII IX X XI XII XIII XIV XV XVI XVII XVIII XIX XX XXI XXII XXIII XXIV XXV XXVI XXVII XXVIII XXIX XXX
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XXXI XXXII XXXIII XXXIV XXXV XXXVI XXXVII XXXVIII XXXIX XL XLI XLII XLIII XLIV XLV XLVI XLVII XLVIII XLIX L LI LII LIII LIV
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I —¿A dónde llega esta calle? —desde el interior del auto le preguntó Juan Antonio a uno de los humildes puesteros que afuera del mercado de Tlalpan vendían dulces, frutas y una que otra chuchería. —Esta calle sube hasta el panteón, jefecito —contestó el modesto comerciante. Dio las gracias Juan Antonio y siguió calle arriba. Él y su joven esposa, Martita, estrenaban auto. Un coche usado, pero presentable, y en él recorrían Tlalpan, para irse familiarizando con el lugar, pues en unos días más vendrían a vivir allí. —¿Cómo ves, Martita, llegamos hasta el panteón? —preguntó Juan Antonio. —Vamos —aceptó Martita. A la puerta del cementerio estacionaron su cochecito y se bajaron. Entraron. Aunque la palabra se antoje mal usada, hay que decir que aquél era un cementerio acogedor. Muchas flores, gorjeos de pájaros y en el centro un cenador que invitaba a descansar bajo la sombra del ramaje que lo techaba. —¿Nos sentamos un rato, Martita, o damos unos pasitos? —preguntó Juan Antonio.
Martita prefirió moverse un poco antes de sentarse en el cenador. Del brazo de su marido se movía con la parsimonia con que en alta mar lo hacían los acorazados de la Segunda Gran Guerra. La joven señora esperaba a su primer hijo y un embarazo de seis meses no le permitía andar ni con la gracia ni con la agilidad que siempre lo había hecho antes de hallarse en las condiciones en que ahora se encontraba. La pareja caminaba al azar tomando ora por uno de los andadores, ora por otro, deteniéndose a leer la inscripción en una tumba, luego la de otra. Despacio, sin ninguna prisa, los esposos recorrían el panteón pareciendo sentirse muy a gusto entre sus silenciosos moradores. Nadie los importunaba, nada los molestaba, cuando de repente Martita dijo: —¡Ay!, mira Juan Antonio, mira, aquí debe de estar enterrada una bebita. ¿Porque ves qué chiquita es esta tumba? Sí, tiene que ser una niña muy pequeña la que aquí descansa. En efecto, la lápida que a Martita tanto conmoviera, era pequeña, muy pequeña; y la inscripción que en ella se leía no podía ser más breve. Constaba de una sola palabra: LUCÍA. —Lucía... —leyó Martita, y luego se quedó callada unos instantes. Después, siempre apoyada en el brazo de su marido, echó a caminar y dijo: —Ahora sí, vamos a sentarnos un ratito en el cenador. Fueron. Admiraron las flores, escucharon los trinos de los pájaros que de tumba en tumba volaban, y por fin decidieron volver al automóvil. Ya en él, cuando Juan Antonio se disponía a echarlo a andar, Martita dijo:
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—Quiero decirte una cosa, Juan Antonio. —Dímela. —Sabes que si como nos han dicho lo que viene es una hijita, se va a llamar Lucía. —Si tú lo deseas, así se llamará —le respondió Juan Antonio, envolviéndola en una sonrisa tierna y amorosa. Juan Antonio prendió el motor y se alejaron del tranquilo panteoncito en donde Martita había dado con un nombre tan de su gusto. —¡Lucía...! —iba pensando la futura madre—; ¡Lucía, qué nombre tan bonito! * * * Tres meses después, viviendo ya en Tlalpan, Martita dio a luz a una niña. Sentado junto a la cama de hospital donde su mujer reposaba, Juan Antonio le alisaba los cabellos y le sonreía con ternura. En esos momentos entró una enfermera llevando en brazos a la recién nacida. Hacía un rato que Juan Antonio le había pedido que fuera con la niña al cuarto de Martita para que la conociera. —Aquí viene Lucía a conocer a su mamá —dijo Juan Antonio, poniéndose de pie. —Y a que su mamá la conozca —agregó la enfermera, acercándole la niña a Martita. Sonrió la nueva mamá y exclamó con voz algo apagada: —¡Qué linda es! Cuando se hubo ido la enfermera, llevándose con ella a Lucía, Martita dijo: —Prométeme, Juan Antonio, que nunca, nunca le dirás a Lucía que para ponerle nombre yo me inspiré en la lápida de un panteón. Podría causarle horror.
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—No tengas cuidado, nunca se lo diré —prometió Juan Antonio. Y como era hombre de palabra, jamás soltó la lengua. Martita vio cumplido su deseo: Lucía no llegó a saber nunca, ni siquiera a sospechar, cuál había sido el origen de su nombre. Era mejor así, pues de haberlo sabido podría haber pensado que éste iba envuelto en sombras fúnebres, y quién sabe si el tal pensamiento la hubiera acongojado.
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II —Pienso llevar mañana a Lucía a la Alameda de Santa María —le dijo Martita a Juan Antonio la noche de un viernes cuando la niña dormía ya y ellos se disponían a acostarse. —Me parece muy bien —aprobó Juan Antonio. —Es que quiero que conozca los lugares a donde de chica iba yo con mamá. Juan Antonio repitió que le parecía muy bien y añadió que ésa era una excelente manera de asegurar los lazos familiares. Al día siguiente, Lucía, que ya tenía siete años, recibió con alegría la noticia del paseo. El tiempo, que nunca flojea, había ido pasando a trancos y en un periquete convirtió a la bebita, que con tanto gusto recibieran sus padres, en una niña cuya belleza dejaba pasmados a cuantos la veían. Llegaron madre e hija a Santa María de la Ribera y se encaminaron a la Alameda. Una vez ahí recorrieron sus andadores, admiraron el soberbio kiosco y por fin escogieron una sombreada banca para descansar un rato. Poco después se sentaron junto a ellas, en la misma banca, una señora y un muchachito larguirucho. La señora llevaba una bolsa de donde sacó su la-
bor y se puso a tejer. El muchacho se acerco a Lucía para invitarla a ir con él al kiosco. —Muchas gracias, pero ya fui con mi mamá —dijo Lucía, que para hacer algo siempre esperaba la autorización de Martita. —¿Por qué no vas otra vez? —ésta le preguntó. La pequeña, que comprendió que la sugerencia de su madre era un permiso para que fuera con el muchacho, se puso de pie diciendo: —Bueno, vamos. —No te agites mucho, Hernán —dijo la señora del tejido—, puede hacerte daño. —Está bien —contestó el hijo, echando a andar en dirección al kiosco. Iba con él Lucía. La hija de Juan Antonio y Martita era callada por naturaleza y no acostumbraba parlotear, mucho menos con desconocidos. Pero al de la invitación no pareció molestarle el silencio de la niña y se puso a hablar por los dos. Empezó diciéndole cómo se llamaba: —Me llamo Hernán Ruiz —dijo—, ¿y tú cómo te llamas? —Lucía —contestó a secas la niña. —¿Lucía qué? Quiero decir que cómo te apellidas. —Valdés. —Ah. Oye Lucía, yo tengo once años, ¿cuántos tienes tú? —Siete. —Siete... —repitió Hernán. Después añadió—: todavía eres muy chica. ¿Y vives cerca de esta Alameda? (el interrogatorio de Hernán llevaba trazas de no acabar nunca). —No, no vivo cerca de aquí —contestó la niña. —¿Por dónde vives? —insistió Hernán. —Vivo en Tlalpan.
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—¿En Tlalpan? —preguntó con extrañeza Hernán—. ¿Y por qué calle vives? —Por la que sube al panteón —contestó Lucía. —¡Uy!... seguro que has de ver pasar muchos entierros. —No, porque la casa está hacia adentro. Tiene un jardín que da a la calle. —Ah —dijo Hernán, continuando luego con sus preguntas—: ¿qué andas haciendo en Santa María, tan lejos de tu casa? —Es que mi mamá vivió en esta colonia de chica, y quiso que yo conociera la Alameda. —Ah. ¿Y te ha gustado? —Mucho. —Yo sí vivo muy cerca, por la calle de enfrente que se llama Ciprés. ¿Conoces esta calle? —No, no la conozco. —¿Entonces no vienes mucho para acá? —Es la primera vez que vengo a la Alameda. Se quedó pensando unos instantes Hernán y luego dijo: —Qué lástima que vivas tan lejos. Si vivieras aquí podríamos hacernos amigos y nos veríamos seguido. ¿Te gustaría ser amiga mía? Lucía no contestó nada y Hernán insistió: —¿Te gustaría? —Pues..., no sé... —¿No sabes? ¿Por qué no sabes? ¿No tienes amigos y amigas? —Muy pocos. —Entonces, ¿qué haces? ¿con quién platicas? —Estudio mis clases y platico con mis papás. Hernán siguió preguntando: —¿Cómo se llaman tus papás?
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—Mi papá se llama Juan Antonio Valdés y es Contador Público; mi mamá se llama Martita. Hernán cambió de tema. —¿Te has fijado que estoy muy flaco? —Sí. —Yo no era tan delgado, pero estuve muy enfermo y me adelgacé mucho. —Debes comer bien para que te repongas —le aconsejó Lucía. —¿Tú crees que si como bien voy a recuperar los kilos que perdí con la enfermedad? —Mi mamá así lo cree. Cuando me enfermo, al sanar me hace atoles muy sabrosos y buenas comidas. Y si no tengo hambre y no me las quiero comer me dice que me las coma porque en las enfermedades después de Dios, la comida. —¿Eso dice tu mamá? —como con una poca de incredulidad preguntó Hernán. —Sí —respondió Lucía. —¿Y tú le haces caso? —preguntó Hernán. —Yo siempre obedezco a mi mamá; ella sabe muchas cosas útiles. —Bueno, y cuando has estado enferma, ¿qué más comes para ponerte bien, para aumentar de peso? Al pobre de Hernán parecía poderle mucho su escasez de carnes. —Mira —dijo Lucía (a la que de repente se le había soltado la lengua)—, hay muchas cosas que pueden ayudarte, como... —¿Como cuáles? —la interrumpió el larguirucho, al parecer interesado en ganar peso. —Como la pechuga de pavo al estilo del jamón. Mi mamá me la da en una rebanada tostada de pan integral. Le unta al pan un poco de mermelada de fresa, y
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encima de la mermelada pone la pechuga de pavo. Esto es muy bueno para engordar, y además es muy sabroso. ¿Pero de qué estuviste enfermo? —De una tifoidea que ya mero me llevaba al panteón —respondió Hernán. Luego dio más detalles—: Figúrate, estuve tan malo que mis papás ya andaban pensando en comprar la cajita. —¿Cuál cajita? —preguntó Lucía. —La caja donde ponen a los muertos para enterrarlos en el panteón. —¡Ay, qué triste! —exclamó Lucía, al parecer muy impresionada por lo que Hernán le contaba. Este, que se dio cuenta del interés con que Lucía lo escuchaba, no paró de hablar y la puso al tanto de sus estudios (que ese año, por consejo del médico, había tenido que interrumpir). Le habló también de sus padres y hermanos, de su casa y de sus pocos paseos. El don que tenía Lucía de saber escuchar, la volvía atractiva para todos los que la trataban. No escapó Hernán al influjo de tan agradable cualidad, y al poco rato de estar conversando con la de Tlalpan, ya la niña lo tenía preso en la red de su simpática discreción. Escuchaba atentamente el relato que de su vida iba haciendo Hernán, cuando el muchacho lo interrumpió para decirle, de buenas a primeras: —Qué bonita eres. Nada dijo Lucía, y Hernán repitió: —Digo que qué bonita eres, Lucía. Continuó callada Lucía; pero a Hernán no pareció afectarle mucho el silencio de su nueva amiguita, pues sin andarse con rodeos, declaró: —Cuando yo sea grande y ya no esté tan flaco, me voy a casar contigo.
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Silencio y más silencio por parte de Lucía. Hernán la miró fijamente. —Sí —dijo—, eres muy linda y yo me casaré contigo. Por toda respuesta, Lucía dijo, poniéndose de pie: —Vámonos, ya mamá ha de querer volver a casa. —Espérate un momento —suplicó Hernán—, no me has dicho si quieres casarte conmigo cuando los dos seamos grandes. —Nunca he pensado en casarme —dijo Lucía. —Pero algún día, cuando seas una señorita, tendrás que pensarlo —arguyó Hernán—, y entonces ¿te casarás conmigo? —No sé —replicó Lucía, empezando a caminar hacia la banca donde las mamás los esperaban. Se despidieron las señoras. Cuando Lucía y Hernán hicieron lo mismo, bajando la voz todo lo que pudo, el larguirucho dijo: —Cuando yo crezca me voy a casar contigo, Lucía. Espérame. Echando a andar con su madre, nada contestó la de Tlalpan. El muchacho clavó los ojos en ella y no la perdió de vista hasta que dobló la esquina. Iban con rumbo a la calle del Fresno, pues Martita quería enseñarle a su hija el sitio donde había estado la casa en que había vivido con sus padres. —Qué niña tan linda —comentó la mamá de Hernán, guardando su labor en la bolsa. Su hijo estuvo de acuerdo con ella: —Muy linda —repitió. Por la noche, cuando todos dormían ya, Hernán sacó su diario y escribió en él: “Hoy conocí a Lucía Valdés. Es muy bonita. Cuando yo crezca, y no esté tan flaco, me voy a casar con ella.”
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* * * Ese mismo sábado, estando otra vez dormida Lucía, Juan Antonio le preguntó a Martita que cómo les había ido en la Alameda de Santa María. —No nos fue tan mal —respondió Martita—, si te cuento que Lucía hizo su primera conquista cuando una señora y su hijo se sentaron en la misma banca en que estábamos nosotras. Luego le relató lo de la enfermedad del muchachito flacuchón, pues a ella también la había puesto al tanto la señora del tejido. Juan Antonio escuchó sin interrumpir ni una sola vez a Martita, pero cuando la joven mamá hubo terminado con su cuento, el padre de Lucía habló y puso los puntos sobre las íes. —Mira, Martita, —comenzó a decir Juan Antonio, y continuó—: no es prudente que vuelvas a llevar a Lucía a Santa María. Podría encontrarse de nuevo con ese muchacho flaco y enfermizo, y no quiero para nuestra hija amigos de esa mala salud. Con frecuencia las amistades de la infancia terminan en noviazgo, y se dan casos en que llegan al casamiento. De manera que toma esto muy en cuenta: Lucía no debe volver a pisar tu antigua colonia, y mucho menos su Alameda. ¿Comprendes la razón que tengo para pedirte que no lleves más a Lucía por esos lugares? Martita, que nunca ponía en tela de juicio las disposiciones de Juan Antonio, estuvo de acuerdo con él. —Pierde cuidado, te aseguro que si de mí depende, Lucía no volverá a pisar Santa María. Pensando que el asunto del muchachito enfermizo estaba liquidado, Martita y Juan Antonio se acostaron muy tranquilos. Nunca se acordaron del desti-
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no, que a todas horas y en dondequiera siempre anda metiendo su cuchara. El destino..., del que nadie escapa. Por algo será que los musulmanes suelen sometérsele aceptando los hechos más dolorosos y extraños con una sencilla frase: “Estaba escrito”.
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III El tiempo siguió volviéndose humo. Lucía asistía ya a la secundaria, donde los profesores la estimaban, y la querían los compañeros. En la adolescencia era la misma que en la niñez fuera —callada, discreta—, se interesaba por sus estudios y cumplía con exactitud las órdenes de sus maestros. Hija queridísima de sus padres, jamás les había dado en qué sentir. Pero..., pero nunca falta un prietito en el arroz. * * * Martín Aguirre, compañero de Lucía en la secundaria, gozaba fama entre las muchachas del grupo, de ser “raro y mal educado”. Feo, lo que se dice feo, no lo era. Sin embargo, algo tenía su cara, con aquellos ojos que miraban atrevidamente, que volvía a Martín medio repulsivo, medio antipático. Nunca dejaba de ser mordaz, incisivo, por lo que podría decirse que todas y cada una de las estudiantes le temían. Por su gusto ninguna muchacha se le acercaba, y no faltaba quién, temerosa de sus sarcasmos, le sacara la vuelta. Era Martín algunos años mayor que cualquiera de los del grupo, y corría la voz que el que cursara la secundaria
a una edad en que bien podía ya estar estudiando una profesión, se debía a que, habiéndose divorciado sus padres, él había sufrido una depresión nerviosa, la cual, prolongándose interminablemente, lo hizo retardarse en su carrera. Decían, también, que el haber sido aceptado en la secundaria, a pesar de su edad, se debía a la ayuda que le había prestado un político influyente, novio de su hermana. Lucía, de por sí callada, no cruzaba palabra con Martín; pero aunque no lo hiciera, bien se percataba de que él se sentía atraído por ella. Razón de más por la que se mantenía alejada del muchacho, quien no por eso dejaba de comérsela con los ojos. Una tarde, al salir de clases, yendo Lucía a reunirse con las compañeras que regresaban a sus casas por el mismo camino que ella, Martín le atajó el paso y le preguntó: —¿Por qué tanta prisa, Lucía? —Porque voy para mi casa. —¿Y qué, a mí no se me pueden dedicar unos cuantos minutos? Nada contestó Lucía haciendo por seguir su camino. No se lo permitió Martín pues, acercándose más a ella, le espetó una pregunta que la dejó sin habla: —¿Por qué no te has puesto tu vestido azul, el que te dibuja los senos de manera tan tentadora que me vuelven loco? Sintió Lucía que toda la sangre se le agolpaba en la cara, e intentó de nuevo alejarse del atrevido compañero. Otra vez no se lo permitió éste pues, mareado por la belleza de la joven, quiso cogerla de los brazos. No lo dejó salirse con la suya Lucía porque, adivinando su intención, dio unos pasos para atrás y se puso fuera de su alcance. Pasaba en esos momentos
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el profesor de Química, y Lucía aprovechó para librarse del que la importunaba. —Profesor Medrano —le dijo—, yo quería hacerle una pregunta. —Las que usted guste, Lucía. No tuvo más remedio Martín que retirarse, y Lucía después de hacerle una pregunta cualquiera a su profesor, le dio las gracias y se apresuró a alcanzar a las compañeras que ya se le habían adelantado. —Oye, tú —le dijo una de ellas—, ¿de cuándo a acá tan amiga de Martín? Otra vez la sangre se le vino a la cara a Lucía. Que ella no era amiga de Martín, contestó, que era él el que le había hecho conversación. —¿Y de qué te platicó? —quiso saber otra de las estudiantes. Y una tercera dijo: —Yo que tú no lo aceptaría como amigo. A mí me da la corazonada que es tipo peligrosillo. Les aseguró Lucía que no tenía intenciones de llevar amistad con Martín, y explicó que lo había cortado en cuanto pudo hacerlo sin pasarse de mal educada. Ahí quedó la cosa. Quedó para las compañeras de Lucía, pero no para ella. Por la noche haciendo por dormir no lo lograba, pues el sueño se negaba a cerrarle los ojos. Su cerebro era un hervidero dándole vuelta y vuelta a la desagradable y grosera ocurrencia de Martín. ¿Qué era eso? ¿Por qué se había atrevido a hablarle de sus senos? ¿Acaso ella le había dado lugar para tocar temas así de peliagudos y de tan mal gusto? Por descontado que a sus padres no les platicó nada de lo sucedido. Ni a alma viviente. No habría podido hacerlo. La vergüenza que la afrenta de Martín le había causado era enorme, y no le hubiera sido posible repetir a persona alguna las atrevidas palabras de su compa-
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ñero. Éste las había dicho con la soltura de quien muy acostumbrado está a abordar temas, para Lucía, intocables. En cuanto al vestido azul, no volvería a ponérselo. Y si su madre le decía que lo llevara a tal o cual paseo, ya inventaría un pretexto para no tener que hacerlo. * * * De tal manera se había encrespado la pasión, o el encapricho, de Martín, que su terquedad se había convertido en verdadera pesadilla para la pobre de Lucía. Ella tan discreta, tan reservada, no tenía más remedio que aguantar las bromas que sus compañeras hacían de aquella turbulenta y descarada actitud de Martín. A tal grado llegaba la impertinencia de éste, que un día el profesor Medrano le dijo a su discípula: —Oiga, Lucía, todo es que usted me autorice a hacerlo, y yo le meto en orden a Martín. Pero Lucía, a quien aterraba la sola idea de andar en lenguas, le dio las gracias diciéndole que no se molestara, pues ella se sentía con fuerzas para mantener en su lugar a Martín. Sin embargo, la verdad era de que éste seguía con su terquedad y no daba trazas de cejar en su molesto asedio. —¿Hasta cuándo te vas a poner tu vestido azul, Lucía? ¿Hasta cuándo me vas a dar ese gusto? ¿Qué no ves que estoy loco por tus pechos? ¿Qué no comprendes que me los quisiera comer a besos? Toda abochornada y más roja que una amapola, Lucía nada decía y se alejaba de Martín lo más pronto que podía. Tanto subió la marea, que un día Lucía recibió una cita de la psicóloga de la secundaria. Barruntó de lo
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que se trataba, y aunque era enemiga de hablar de sus asuntos con terceras personas, se presentó a la hora señalada en el consultorio de la psicóloga. Era esta una persona que inspiraba confianza en cuanto empezaba hablar. Ni muy joven, ni muy vieja, sabía captarse la simpatía de cuantos aquellos acudían a consultar problemas de diversas clases. —Siéntate, Lucía —le dijo, indicándole una silla que quedaba enfrente de su escritorio. Se sentó Lucía y como solía hacerlo, guardó silencio. —¿No tienes nada que decirme? ¿No quieres hacerme alguna consulta? —No, maestra. —¿Absolutamente nada? Lucía negó con la cabeza y solo dijo—: Nada. —Bueno, pues entonces voy a hablar yo —dijo sonriendo la psicóloga. Y acomodándose mejor en su sillón, entró de buenas a primeras en el asunto que la había hecho llamar a Lucía. El cual no era otro que la persecución que de parte de Martín Aguirre venía soportando la joven desde hacía varios meses. Como no la cogieron de sorpresa, las palabras de la psicóloga no le causaron a Lucía perturbación alguna. Con verdadero interés, aunque con muchísima vergüenza, escuchó todo lo que la maestra tuvo que decirle. —Mira, Lucía, debes andar con mucho cuidado. El pobre de Martín trae su cerebro volteado al revés. Lo que hace y lo que dice no se le puede tomar a mal, pues la culpa de lo que le pasa no es toda suya. La herencia es un factor decisivo en cada uno de nosotros. Nuestros antepasados, es decir, nuestros abuelos, nuestros bisabuelos, han cooperado no sólo en el terreno físico, sino también en nuestra formación mental o espiri-
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tual o anímica, como quieras llamarla. Quién sabe qué herencias lleve a cuestas Martín. Los seres humanos traemos a nuestras espaldas el pesado fardo de la herencia. Y para eso, para la herencia, no hay medicina. Con voluntad, paciencia y dedicación podemos ayudarnos un poco a librarnos de su influencia. Pero esto, en la gran mayoría de los casos, es muy difícil de hacerse y los resultados casi siempre son insignificantes. Por eso es que te estoy aconsejando que andes con mucho, con muchísimo cuidado en esta cuestión. Martín, que ha venido a consulta varias veces, está loco por ti. Sobre todo por tus pechos. Me lo ha confesado varias veces. Lucía creyó morirse de vergüenza, y la psicóloga, que lo advirtió, se apresuró a tranquilizarla: —Serénate, Lucía —dijo—, cosas peores que ésta oigo yo a diario. Además, tú no tienes la culpa de los desarreglos mentales de este muchacho. Pero sí quiero insistir en que debes tomar toda clase de precauciones para no hallarte sola nunca con él. Lucía asintió con la cabeza, y la psicóloga siguió hablando: —Martín sería capaz de cualquier barbaridad. Y sobre todo no vuelvas a ponerte ese vestido azul con el que me ha dicho que tus senos se dibujan de un modo tan maravilloso que quisiera tomarte en sus brazos para acariciártelos y besártelos una infinidad de veces. Hubiera querido Lucía que la tierra se abriera y se la tragara. Pero la psicóloga, muy habituada a estos asuntos, siguió con su tema: —Martín es digno de lástima. La vida no tiene para él ni dulzuras ni atractivos, y este amor que por ti siente, como sabe que nunca será correspondido, ha sido
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algo así como la puntilla. Nada difícil es que uno de estos días nuestro Martín acabe suicidándose. Y ahora, Lucía, una recomendación más, una recomendación que dada tu discreción, casi sale sobrando: de esta entrevista, ni una palabra a nadie. Ni a tus compañeras, ni a tus papás. Y dime, ¿están ellos enterados de este molesto asunto? Lucía, que de tanta vergüenza que sentía no podía ni hablar, negó con la cabeza. —Qué bueno —dijo la psicóloga— es mejor así. ¿Qué caso tiene darles mortificaciones que a nada conducirían? Y a tus hermanas, ¿les has platicado algo? Explicó Lucía que no tenía hermanas, que era hija única, cosa que interesó mucho a la psicóloga. Después quiso saber algo más: ¿qué pensaba de Martín? ¿sentía algún afecto por él? Lucía contestó que lo que pensaba de Martín era que no estaba en su juicio. En cuanto a tenerle afecto, qué esperanzas. Lo que le tenía era miedo, mucho miedo. —Ha sido un placer conocerte, Lucía —dijo la psicóloga poniéndose de pie; y acompañándola hasta la puerta del consultorio la despidió con un abrazo. La simpatía había sido mutua, pues si la psicóloga quedó encantada con Lucía, ésta iba pensando que la maestra era una persona maravillosa a la cual bien podía pedir ayuda siempre que la necesitara.
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IV Había tomado Martín la costumbre de irse todas las tardes, a la salida de clases, detrás del grupo con el que Lucía regresaba a su casa. Al llegar a ella, Lucía se despedía rápidamente de sus compañeras y sin perder un minuto entraba en el jardín que a la calle daba. En la verja la esperaba Damiana, una fornida india de Xochimilco que desde antes de que naciera Lucía le ayudaba a Martita en sus quehaceres domésticos. Incapaz de tener hijos, no los había tenido en ninguno de sus tres “matrimonios”. Cuando nació Lucía, Damiana perdió el juicio, pues se moría por los niños. Corto se le hacía el día para atender a la recién nacida, y cuando no la estaba durmiendo acunándola en sus brazos, le estaba dando sus alimentos o la estaba bañando. ¿Qué sería lo que la criaturita necesitara que no fuera Damiana quien se lo hiciera? —Bueno —le preguntó un día Juan Antonio a Martita—, ¿me quieres decir quién es la mamá de la niña: tú o Damiana? Por toda respuesta, Martita le guiñó un ojo a su marido. La verdad es que Damiana no quería, adoraba a Lucía, y pobre de aquél que con la sola intención osara
ofender a su niña. Correspondía ésta al amorazo de Dami (como desde que pudo hablar la llamó) reciprocándole su cariño, cosa que hacía que Dami se sintiera feliz a más no poder. Era Dami la única persona a quien Lucía había confiado su secreto, pues el miedo que a Martín le tenía la había obligado a pedirle a Damiana que, para sentirse segura, la esperara todas las tardes en la puerta de la reja. Así lo hacía Damiana y, sin disimulo alguno, le dirigía al enamorado de Lucía miradas cargadas de desprecio, y de mequetrefe no lo bajaba. —¿Por qué eres tan mala conmigo, Damiana? ¿Por qué no me dejas hablar con Lucía siquiera cinco minutos? —le preguntaba Martín a la protectora de Lucía. —¡Hablar con mi niña, tú, mequetrefe! —exclamaba Dami, apresurándose a cerrar los tres candados de la reja del jardín. Con ojos de hambre, Martín veía alejarse a Lucía hasta llegar a la casa y adentrarse en ella. Con un suspiro de desilusión, el enamorado se alejaba, para volver a repetir su súplica a la tarde siguiente. Pero Damiana era de hierro y no se ablandaba. —Qué te voy a permitir que hables con Lucía —le decía con desdén—. Si no eres más que un pobre diablo, y ella, entiéndelo bien, ella se merece un príncipe. A todo esto, las vacaciones estaban a la vuelta de la esquina. Martín, que presentía que mientras éstas duraran se le haría más difícil, por no decir que imposible, ver a Lucía, redobló sus esfuerzos y no hizo otra cosa que acechar a la joven para ver si lograba sacar adelante sus proyectos. Tanto la persiguió, y tanto miedo le cogió Lucía, que tentada estuvo de recurrir al profesor Medrano. Pero su natural reservado se lo impidió, y pensando que las vacaciones pronto
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comenzarían, se contuvo e hizo todo lo que de su parte estuvo para rehuir al muchacho. El cual con tal desfachatez la veía, de cabeza a pies, que Lucía llegaba a sentir que con la mirada la estaba despojando de sus prendas de vestir, una a una, hasta dejarla completamente desnuda. El tiempo se le escapaba, las vacaciones llegaban, pero Martín no cejaba en su empeño. Sólo que ni Lucía aceptaba conversar con él, ni Damiana abandonaba su actitud hostil, y por más que él le rogaba, no le permitía platicar con “su niña”. La desesperación se apoderaba del enamorado, y el miedo que Lucía le tenía se volvía mayor, pues Martín daba a entender, muy a las claras, que la pasión que por ella sentía no era cosa de juego. Una tarde, ya muy cercanas las vacaciones, Damiana se entretuvo más de la cuenta levantando la cocina. Las compañeras, que llevaban prisa, no pudieron esperar a que Dami saliera a abrir la reja. Martín, que venía tras el grupo, vio el cielo abierto. Se acercó a Lucía y en tono amoroso le dijo: —Ahora sí vas a platicar conmigo, ¿verdad, Lucía? Lucía, a quien la proximidad del muchacho llenó de espanto, empezó a gritarle a Damiana: —¡Dami, Dami! ¡Ven, ven pronto! Corriendo y toda asustada llegó Damiana a la reja y empezó a quitar los candados. Viendo el susto de Lucía, y la proximidad de Martín, le dijo a éste con voz amenazadora: —¡Cuidadito y me toques a mi niña! ¡Si le haces algo, soy capaz de matarte! —Apacíguate, Damiana —en tono conciliador le dijo Martín—, cómo voy a hacerle algún daño a Lucía, si la adoro.
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Terminaba Damiana de quitar el último de los tres candados y entreabriendo la puerta de la reja dejó que Lucía entrara. Después puso otra vez los candados y Lucía, que había pasado el susto de su vida, echó a correr en dirección a la casa. Por su parte Martín, a quien el gozo se le había ido al pozo, esperó a verla entrar en la casa, y con un aire de tristeza y desilusión se alejó del lugar. Esa tarde Martita había ido a visitar una amiga, por lo que Damiana seguía siendo la única de la casa que compartía con Lucía el secreto del acoso de Martín. * * * Acostumbraba Lucía pasar sus vacaciones grandes en Monterrey con su abuela paterna. La terquedad y el atrevimiento de Martín eran tales, que la pobre ideó un plan para hacerlo creer que se iba, por un año entero, a Europa a estudiar idiomas. Quería cerrarle todos los caminos, no fuera a ser que se le apareciera en Monterrey. Era capaz de todo. O así lo temía ella. Aleccionó a Damiana, quien por “su niña” se habría tirado al cráter de un volcán en erupción. —Mira, Dami —le dijo— tenemos que desorientar a Martín, pues no quiero que me vaya a echar a perder mis vacaciones. Hay que hacerlo creer que me fui a Europa. Le dices que allá me voy a estar un año, porque voy a estudiar idiomas. Quiso saber Damiana dónde quedaba Europa. —Al otro lado del mar —le informó Lucía. No lo olvidó Damiana, y una semana después, cuando Martín le preguntó por Lucía, contestó: —Se fue a estudiar idiomas al otro lado del mar, a Europa.
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—¿Y cuándo vuelve? —pudo apenas preguntar Martín, a quien el susto de la partida de Lucía casi lo había dejado mudo. —Allá se va a quedar un año —le dijo Damiana. No acabó de creer Martín lo que Damiana le decía, y por sí o por no siguió rondando la casa. Pero ni sombra de Lucía. Iba en la mañana, iba en la tarde, iba en la noche. Nada de Lucía a ninguna hora. * * * El día que Martín Aguirre se suicidó, llegaba de Monterrey Lucía. Esas cosas que luego suceden. Déjelo Martín para un día o dos después, y a lo mejor no se quita la vida. Pero de qué sirve andar con imaginaciones. Si el metomentodo del destino así lo había dispuesto, así tenía que suceder. Fue Martín a una refresquería, se sentó en la barra y pidió una limonada. Cuando se la llevaron, le agregó un polvito. El parroquiano que junto a él estaba le preguntó: —¿Qué es ese polvo? Y contestó Martín: —Es que me voy a suicidar. Creyendo que bromeaba, el otro le dijo: —Pero hombre, en una refresquería... —Para el caso cualquier lugar es bueno —contestó Martín, y le pidió prestada una pluma que en la bolsa de la camisa traía. Con ella, en una servilleta de papel, escribió dos palabras: Adiós, Lucía. Pensó en ella hasta el último instante. Bebió el refresco y poco después ya iba camino del otro mundo.
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V El reloj del Instituto de Geología dio las 12. Hernán Ruiz consultó su reloj para ver si iba igual que el del Instituto. Minuto más, minuto menos, iban casi parejos el grande y el chico. Sentado en la misma banca donde años atrás su madre y la de Lucía habían conversado, Hernán cerró su libro y echó a volar la memoria hacia el tiempo pasado. En este lugar, al despedirse de la linda muchachita, y bajando la voz (no fueran a oír las señoras), le había hecho una promesa, para él sagrada. “Cuando crezca y no esté tan flaco, me voy a casar contigo, Lucía. Espérame.” Así le había dicho. Lucía, que ya estaría convertida en una hermosísima jovencita, seguramente lo estaría esperando, pues le parecía imposible que lo hubiera olvidado. El olvido es cosa de los malos, de los que no tienen buenos sentimientos ni son responsables. Pero Lucía tenía por fuerza que ser muy buena. Tampoco podía ser irresponsable, de modo que estaba esperando, pacientemente y llena de esperanza, a que él, crecido y ya fornido, fuera a buscarla para cumplirle lo prometido. Hernán Ruiz había nacido poeta pero no lo sabía. Sin haber leído nunca las Rimas de Bécquer, las vivía. Como llevaba la carrera de Contador Público se pasa-
ba los días haciendo números y cálculos. Por las noches se desquitaba hablando con las estrellas y aspirando el perfume del heliotropo. Siempre que el tiempo lo permitía, se iba después de cenar al pequeño jardín que tan bien cuidado tenía su madre. —¿Qué vas a hacer al jardín, Hernán? —le preguntaba ésta. Y Hernán contestaba invariablemente—: Voy a ver las estrellas. De ahí que su hermano Jaime empezara a llamarlo, medio en broma, medio en serio, “el astrónomo”. Hernán lo dejaba decir. Al fin y al cabo él sabía su cuento. El cual no era otro que revivir los momentos que con la pequeña Lucía había pasado en la Alameda de Santa María. Qué bien se entendían las estrellas y Hernán. Él les platicaba sus sueños, y ellas le contestaban con un parpadeo que decía tantas, tantas cosas. Hernán empezó a idear su plan en una de esas noches que parecen sacadas de un nocturno de José Asunción Silva, porque en ellas se oyen murmullos, suspiros y música de alas. Primero que nada, se dijo, había que terminar la carrera, obtener el título. ¿Cómo iba a presentársele a Lucía con las manos vacías? Había que llevar algo para poderle decir: —Aquí estoy, como te lo ofrecí. Y aquí está mi título, ya soy alguien. Soy Contador Público. Pero también había que conseguir trabajo, un buen trabajo, para ganar dinero y poder darle a Lucía la vida que ella se merecía. Muy en serio tomó Hernán aquello que Lucía le dijo que su mamá decía, y repitiéndose con frecuencia que “después de Dios, la comida”, se dedicó a comer formalmente. Fue, además, a consultar a un médico es-
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pecialista en dietas, el cual médico le dio, entre otros, un buen consejo: —El ejercicio te será muy provechoso —le dijo—, sería bueno que te hicieras socio de un gimnasio. Hernán, que no acostumbraba dejar las cosas para después, siguió el consejo del doctor y empezó a asistir a un gimnasio que no quedaba muy lejos de su casa. Fue una excelente combinación: buena comida y ejercicio físico. Los resultados no se hicieron esperar; algún tiempo después de haber empezado a comer bien y a ir al gimnasio, Hernán era otro. Nadie hubiera reconocido en él al muchachito flaco que había platicado con Lucía. Se veía los brazos, se tocaba las piernas, y les daba las buenas nuevas a las estrellas: —Ya no soy puro hueso, ya engordé —les decía. Cintilando, las estrellas parecían contestarle que qué bueno, que siguiera adelante con sus planes, que ya vería como todo saldría bien. Preocupada por el aislamiento en que su hijo vivía, la madre de Hernán le preguntaba: —¿Por qué no sales más? ¿por qué no haces amigos? El padre, que comprendía a Hernán y lo quería mucho, hacía por tranquilizar a su mujer diciéndole: —No te preocupes, Hernán es feliz a su manera. Que no ves que él no vive la vida, la sueña. Era cierto que Hernán soñaba la vida, pero la soñaba por las noches. De día la vivía plenamente. Pues, ¿qué no había cursado la secundaria y la preparatoria con becas? ¿y de quién sino de él eran los primeros lugares en su grupo? ¿acaso era eso soñar? No lo era, no, porque de día Hernán vivía intensamente. Si por las noches soñaba era porque tenía derecho de hacerlo, pues los estudios estaban perfectamente aten-
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didos en las horas de sol. De modo que nada se le podía reprochar al que, habiendo cumplido en el día con sus obligaciones, se permitía el lujo de soñar por la noche. ¿Que soñaba despierto? En efecto, así lo hacía. Pero ¿qué tiene de malo soñar con los ojos abiertos? Con ellos abiertos o cerrados, los sueños son sueños. Por ello no podemos negar que lo que se sueña en la vigilia es tan bueno como lo que se sueña dormido. Unos y otros son sueños, y no hay porqué hacer diferencia entre lo que se sueña de esta manera y lo que se sueña de la otra. Pero Hernán no se contentaba con soñar; no, nada de eso. Tomaba toda clase de medidas, y hacía cuanta lucha se le ocurría para ver si, un día con otro, daba con Lucía. De tantas veces que había ido para allá, conocía Tlalpan mejor que muchos de los que ahí vivían. En la calle que llevaba al panteón ya hacía pozo. Se sabía de memoria las casas que tenían al frente un buen jardín, y hasta se había atrevido a tocar en algunas de ellas para preguntar cortésmente si aquélla era la casa de la familia Valdés. Con la desconfianza con que en las grandes poblaciones suele verse a los desconocidos, a su pregunta el que le abría casi siempre le contestaba secamente que no y se retiraba sin más ni más. Jugó algunas veces con la idea de ir a la secundaria y a la preparatoria a preguntar por Lucía Valdés, pero un exceso de delicadeza se lo impidió. Pensando que a lo mejor una indagación de tal naturaleza podría perjudicar a Lucía, prefirió no hacerla. Así las cosas, Hernán seguía estudiando de día y platicando de noche con las estrellas. —Un día con otro la encontraré —les decía. Y ellas, parpadeando, como que le contestaban—: Sí, un día con otro la encontrarás; pierde cuidado.
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VI Poco antes de cumplir los seis años, Hernán se llevó la sorpresa de su vida al entrar a la sala de la casa de su abuela paterna y encontrar a ésta sentada al piano ejecutando una música que al niño le llegó muy adentro. La abuela, que en sus años mozos había sido una excelente pianista, tocaba un estudio de Chopin, mismo que se adueñó del alma y el corazón del pequeño. Y fueron aquellas notas, brillantes y llenas de sentimiento, las que le abrieron a Hernán el camino de la música. El polonés no lo dejaría en paz nunca. Desde esa tarde en que halló a la abuela sentada al piano, Hernán ya no se alejó de lo que había de ser como un lucero luminoso en su existencia. Por su parte la abuela, que adivinó en la expresión del semblante de su nieto lo que en él despertaba la música, se dio buena prisa para conducirlo por un sendero que a muy altas cimas había de llevarle. En cuerpo y alma se entregó el muchachito a las enseñanzas de su abuela, la cual, viendo cuán grande y genuino era el interés que el pequeño sentía por la música, no descansó hasta lograr que el nieto pudiera recorrer el teclado con sus manecitas. Ejercicios iban y venían, y Hernán no tenía fin para estudiarlos.
—¿Qué tal va Hernán en sus estudios de piano? —preguntaba el padre. Y contestaba la abuela que iba muy bien, que era increíble lo que el niño adelantaba, que llegaría lejos, muy lejos, y que por ningún motivo deberían cortársele las alas. —Ya lo sabes, hijo —decía siempre que el tema se ponía sobre el tapete—: el día que yo falte no vayas a descuidar a Hernán. Me le buscas luego luego un buen maestro de piano. Que por nada del mundo vaya a interrumpir o a descuidar sus estudios. Cuando pasados unos cuantos años la abuela emprendió el viaje para el que no es posible conseguir boleto de ida y vuelta, el padre de Hernán siguió al pie de la letra las indicaciones de la buena señora. No fue cosa muy difícil dar con un profesor, y pronto reanudó Hernán los estudios que con la enfermedad y la muerte de su abuela había tenido que interrumpir. Dejó dicho la señora que quería que su piano fuera para su nieto, deseo que a todos los miembros de la familia pareció bien, y pronto estuvo el instrumento en la casa de los padres de Hernán. Se instaló el mueble en un cuarto que en la casa siempre se había destinado a guardar cuanto trebejo era necesario conservar, por si algún día se volviera a necesitar. Se sacaron los trastos, se les dio una remozadita a las paredes y a las puertas, se colocó el piano de la abuela en un buen sitio, y se completó el mobiliario con un pequeño escritorio y su cómoda silla. De modo que, como por arte de magia, Hernán se vio dueño de un estudio con el que jamás se hubiera atrevido a soñar. Pasaba el tiempo, y el estudio, enriquecido con uno que otro mueble y algunas chucherías, se transformaba en un rincón acogedor en donde, gracias a la bondad y a la previsión
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de su abuela, el muchacho se refugiaba día a día a gozar de su música y a acariciar sus sueños. Pero fue lo más curioso del caso que entusiasmado y encariñado como estaba con sus estudios de piano, Hernán jamás hablaba de ello con alma viviente. Ni siquiera a Lucía se los mencionó. Y eso que con ella estuvo hecho una tarabilla. Cómo soñaba Hernán dentro de aquellas cuatro paredes. Sueños diferentes a los que con sus queridas estrellas solía compartir. Aquellos, los que a las luciérnagas del cielo les contaba, eran sueños como quien dice de carne y hueso. Éstos, los que junto a su piano soñaba, eran sueños que de los cuentos de hadas parecían haber salido. Soñaba con ella, con la hermosa niña que hacía años había conocido en la Alameda de Santa María, y en la que nunca había dejado de pensar. Soñaba que la encontraba, que lo estaba esperando, que nunca, pero lo que se dice nunca, la hermosa criatura había dejado de pensar en él. Soñaba que le confesaba su amor a Lucía y que ella, toda rubor y encogimiento, le decía que tampoco lo había olvidado, que siempre recordaba sus palabras y que, como él le había pedido que lo hiciera, lo estaba esperando. El tiempo no se detenía (¿cuándo lo hace?). Hernán, que solía insistir en sus buenos hábitos, ni se descuidaba en la comida, ni se alejaba del gimnasio. Estaba hecho un mocetón fornido y guapo que a más de cuatro chicas traía de cabeza. Pero fuera de Lucía, la de Tlalpan, la de sus inolvidables recuerdos, fuera de ella para él nadie existía. Podía encontrarse con las bellezas más esplendorosas, podían ofrecerle sonrisas y miradas que mucho prometían, pero Hernán no se mareaba. Se diría que era de algún metal celeste al que nada podían hacer los ardientes rayos de las mi-
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radas amorosas de tantas jóvenes como tenía embrujadas. Su piano, las estrellas y sus estudios llenaban por completo la vida del enamorado de Lucía. En su casa, su padre y su hermano Jaime no parecían extrañarse de aquel vivir reposado y pleno de Hernán. Las hermanas gemelas, que habían nacido diez años antes que él, ambas casadas y con hijos, tenían tan llenos sus días con la atención del marido, los hijos y el hogar, que poco o nada sabían de la vida del hermano. No les extrañaba ni su pasión por la música ni su amistad con las estrellas. Únicamente la madre de Hernán seguía preocupándose, y no poco, de que su hijo se entregara a placeres tan alejados de los que por lo general llenan los días de los jóvenes. —Qué raro es Hernán —le decía su esposa al padre de Hernán—: ¿por qué no tendrá novia? ¿por qué no irá a bailes? Hacía por tranquilizarla el marido: —Ya se le llegará su hora a este muchacho —le decía—. Deja de preocuparte por él. Si así es feliz, si con su música y con sus estudios le basta, qué bueno, pues lejos de desperdiciar su vida, acomoda en ella muchas cosas útiles y hermosas. No le convencían a la madre de Hernán los razonamientos de su esposo, y no ocultaba que mucho le gustaría que el hijo le presentara a alguna muchachita diciéndole, de buenas a primeras: —Mamá, te presento a Fulanita, mi novia. Por desgracia (o por fortuna), el deseo de la madre de Hernán no se volvía realidad. Al estilo suyo, el tiempo seguía corre que corre. A Hernán, hay que repetirlo, no le quedaba ni sombra de su flacura y su escasa salud. Estaba hecho un guapo mozo por el que
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no pocas jóvenes traían la cabeza trastornada. De éstas la que más y con mayor insistencia lo perseguía, era la vecinita que calle de por medio vivía en la casa de enfrente. Florita, que así se llamaba la joven, era de cuerpo exuberante y de maneras un tanto cuanto atrevidillas. No se paraba en pintas la tal Florita, y sin andarse con circunloquios le daba a entender, qué digo le daba a entender, le decía muy a las claras al mismo Hernán que estaba lo que se dice loca por él. No tomaba en serio el de las estrellas a Florita, pero sí se resentía por la terquedad y la insolencia con que, encaprichada hasta los tuétanos, la vecina le hacía la vida imposible. Pero si a Hernán le fastidiaba la descocada persecución de su vecina, en cambio a su madre la llenaba de júbilo. Era cierto, se decía la buena señora, que no era Hernán el enamorado. Pero Florita sí lo era, y por algo se empieza. La joven no parecía tonta, seguía diciéndose la señora, y seguramente acabaría por hacerlo caer en sus redes. Con qué gusto pensaba la madre en las posibilidades de que su hijo, con todo y piano, terminara siendo un esclavo de Florita. Sin embargo, y no obstante los inmensos deseos de su madre, Hernán no daba trazas de llegar a serlo. Cosa que su hermano Jaime veía con buenos ojos, pues no obstante su natural bromista y jacarandoso, era Jaime una buena cabeza que quería muchísimo a su hermano. —No es por meterme en lo que ni me va ni me viene, Hernán —le decía Jaime—, pero la verdad es que me chocaría mucho que Florita te echara el guante. Con una sonrisa de oreja a oreja, Hernán le contestaba a su hermano que hiciera a un lado toda preocupación, pues podía estar seguro de que primero se apagaría el sol que él enredarse con Florita.
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—Me da gusto oírte hablar así, astrónomo —declaraba Jaime—, pero no sale sobrando que te andes con cuidado. Suceden a veces unas cosas que ni se pueden creer. —Te repito que no tienes por qué temer. La vecina no me impresiona nada, pero lo que se dice nada. No me atrae. —Qué bueno que me lo dices —dijo Jaime, y despidiéndose con un movimiento de la mano, salió del estudio y dejó en paz a Hernán. Éste abrió el piano, pero antes de ponerse a tocarlo pensó un momento en la intranquilidad que a Jaime parecía pesarle tanto. —Quién lo hubiera dicho —se dijo—, Jaime preocupándose por mí. Y con un meneo de cabeza que hablaba de incredulidad, dejó caer las manos sobre el teclado y empezó a tocar.
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VII Cuando ya hacia el final de las vacaciones Lucía regresó de Monterrey, sus padres le tenían una sorpresa. Una hermosa sorpresa, pues habían aprovechado la ausencia de la hija para cambiarse a una finca que acababan de comprar. Quedaba en las afueras de Tlalpan y era una preciosa casita de aire acogedor y de buen gusto, construida en el centro de una arboleda. No faltaban tampoco ni los arbustos ni las flores que adornaban el huerto con sus colores y perfumaban el aire con sus olores exquisitos. Encantada quedó Lucía con la nueva casa, y ocupada con el arreglo de su cuarto no supo ni de amigas ni de paseos. Además de su cuarto, otra cosa la volvió loca. Era un pequeño mirador que se levantaba en el fondo de la arboleda. Tenía tres pisos, los primeros dos sin paredes, sostenidos únicamente por cuatro pilares, y el tercero, circundado por paredes y con ventanas por los cuatro lados, formaba un pequeño cuarto que a Lucía le robó el alma. Les pidió permiso a sus padres para instalar en él un estudio, pues a últimas fechas se había interesado muy de veras por la pintura. De buen grado dieron el permiso Juan Antonio y Martita, y Lucía se dedicó de lleno a acomodar en el
piso superior del pequeño mirador, caballetes, paletas y pinturas. Pero se llegó la fecha de volver a clases y las cosas cambiaron. Cambiaron porque fue hasta entonces que Lucía supo del suicidio de Martín Aguirre. Suicidio que pasó medio inadvertido en Tlalpan por haberse efectuado en época de vacaciones. Gran parte de la muchachada había ahuecado el ala para ir a pasarlas quién a algún rancho lleno de caballos, quién a alguna playa cercana, y otros, como Lucía, en alguna ciudad de la frontera en casa de algún pariente. —¿Ya sabes que Martín Aguirre se suicidó? —el primer día de clases, de buenas a primeras, le preguntó a Lucía una de las compañeras. Tan grande fue el susto que Lucía llevó, que no pudo contestar nada. Sin ninguna consideración, empujada tal vez por el afán de ser la primera en darle la noticia, la compañera de Lucía agregó—: Todos sabemos que lo hizo porque estaba perdido por ti. Y siguió dando todo género de detalles que a Lucía le supieron a hiel. Desde ese día fue otra. Pareció haber perdido interés en sus clases, comía mal y, aunque no lo decía, sus padres sospechaban que no dormía bien pues bostezaba mucho y tenía ojeras muy marcadas. No supieron qué pensar Juan Antonio y Martita cuando recibieron un atento llamado de la psicóloga de la secundaria y la preparatoria quien les daba una cita para que pasaran a verla a su consultorio particular. Al final de la nota venía una posdata que decía: “Lucía no debe saber que ustedes vienen a verme.” No dejaron de alarmarse Juan Antonio y Martita con lo de la cita de la psicóloga, y tarde se les hacía
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que llegara la fecha en que deberían presentarse en su consultorio. Por fin llegó el día. Fueron, y como todo el mundo, se sintieron atraídos por el natural amable de la psicóloga. Ésta, queriendo hacerles el trago menos amargo, empezó por decirles, antes que nada, deseaba felicitarlos pues su hija Lucía era de un trato correctísimo y de un natural que cautivaba. Pasó luego a su asunto y les preguntó si habían sabido ellos de un joven que se había suicidado en una refresquería. Que algo habían oído, dijo Juan Antonio, pero que no le habían prestado mucha atención, por lo que los detalles del caso les eran desconocidos. —Entonces me toca a mí ponerlos al corriente —dijo la psicóloga, y acto seguido les contó brevemente lo del enamoramiento de Martín y de su insistencia para llegar a lograr que Lucía le correspondiera. —Nunca dio Lucía su brazo a torcer —explicó la psicóloga, y añadió—: en lo cual hizo muy bien, pues el cerebro del pobre muchacho andaba completamente torcido. Lejos de quererlo, Lucía le tenía mucho miedo. Y lo peor es que la pobrecita ha dado ahora en sentirse culpable de la muerte de su enamorado. Por más luchas que hago porque el recuerdo del suicida se desdibuje en la memoria de Lucía, éste sigue vivo, vivísimo y no la deja ni a sol ni a sombra. —Con razón mi hija se ha desmejorado a últimas fechas —dijo Martita. —Así es —replicó la psicóloga— también yo lo he notado. Seguramente que comerá y dormirá mal. Es lo que casi siempre sucede en estos casos. Pero, díganme, ¿nunca les dijo Lucía nada sobre los aprietos que pasaba con la terquedad de Martín porque ella aceptara su amor? Ahora fue Juan Antonio el que habló:
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—Se habrá usted dado cuenta, sin duda, de lo reservada que es nuestra hija —dijo, y prosiguió— si ni con nosotros habla de sus cosas íntimas. Y no porque le falte ocasión de hacerlo, pues somos una familia muy unida. Sino porque así es ella, vive para adentro. Sonrió la psicóloga al oír la expresión que Juan Antonio usaba para describir a Lucía. —Así es, en efecto —dijo, afirmando con la cabeza— Lucía vive para adentro. Conversaron un rato más y quedando en que harían lo imposible por ayudar a la pobre de Lucía, Juan Antonio y Martita se despidieron. Pero no era mucho lo que podían hacer, porque a Lucía le remordía la conciencia por no haber tratado de ayudar a Martín a que se reconciliara con la vida. Cuando Lucía le confesó a la psicóloga que lo que la atormentaba de día y de noche era este remordimiento, la psicóloga le dijo: —Pero ¿qué hubieras podido hacer? ¿hubieras permitido que el loco de Martín te acariciara y te besara los pechos? Muerta de vergüenza Lucía, casi llorando, exclamó: —¡Qué esperanzas! —Ya ves como no tienes ninguna culpa. Tú hiciste lo que debías hacer: lo mantuviste a raya. Convéncete, Lucía, lo del suicidio de Martín no fue cosa tuya. Su cerebro no trabajaba bien. Por eso se mató. Pero por más explicaciones que la psicóloga le daba, por más que hacían sus padres por sacarla de su estado de tristeza y remordimiento, Lucía no reaccionaba. Damiana, a quien Lucía le confiaba todo lo que le pasaba, sabía que no tenía apetito y que por la noche el insomnio no la dejaba en paz. Martín, Lucía le decía a Dami, Martín la seguía molestando. Ni ya muer-
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to la dejaba en paz, pues todo era que el sueño la venciera, para que el espectro del suicida se le apareciera y le pidiera, como en vida lo había hecho, que se pusiera su vestido azul. Temblando de miedo, Lucía corría al cuarto de Damiana a decirle que se fuera a dormir con ella, que tenía mucho miedo, que Martín, muerto y todo, le seguía pidiendo que se pusiera el vestido azul. Martita, que desde hacía tiempo sospechaba que Damiana era la de las confianzas de Lucía, un día le sacó toda la verdad a su sirvienta; y como le reprochara el no haberle dicho nada de lo que pasaba, Damiana contestó: —No podía hacerlo, señora Martita, porque si la niña se daba cuenta de que yo andaba con chismes, ya no volvía a pedirme ayuda. Y sólo Dios qué hubiera hecho el difuntito si la ve sin protección, pos estaba bien volado con ella. Vio Martita el punto de vista de Damiana y no le tomó a mal su discreción. —Está bien, Damiana, —le dijo— pero de ahora en adelante me vas a tener al tanto de todo lo que pase. Prometió Damiana y lo cumplió. Para que Lucía se tranquilizara, para que durmiera siquiera a ratos, la fiel sirvienta tomó la costumbre de irse a dormir con ella a su cuarto. Martita, a quien Damiana había pedido permiso de hacerlo, se lo dio de mil amores pensando que la compañía de Damiana tranquilizaría a su hija y la ayudaría a recuperar la calma. Pero de nada servían las luchas que sus padres y Damiana hacían, pues la verdad era que la pobre de Lucía seguía con los nervios como tunas, llenos de espinas.
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VIII Viendo que el tiempo pasaba y que Lucía ni recobraba el apetito ni pasaba mejores noches, Damiana se resolvió a hablar con Martita. Hacía días que venía rumiando un plan para ayudar a su niña, pero temiendo que sus amos no lo aprobaran, lo había ido dejando para después. El estado de nervios del que Lucía no lograba salir, obligó a Damiana a hablar con su patrona. —Señora Martita —le dijo, armándose de valor—, yo quería hablar con usted para pedirle un permiso. —¿Cuál permiso es el que necesitas que te dé, Damiana? —preguntó Martita. —Verá, señora, como yo veo que mi niña sigue igual, que no mejora nada, yo quería llevarla con mi padrino Melquiades a ver si él puede correr al dijuntito para que la deje en paz. —¿Y qué es lo que tu padrino hace para ahuyentar a los espíritus tercos que vienen a este mundo a molestar a los vivos? —preguntó Martita a Damiana, mirándola fijamente. —¡Ah! —exclamó Damiana—: mi padrino Melquiades es el que más sabe de estas cosas. Nadie como él para acabar con las necedades de los del otro mundo.
—Está bien, ya me dijiste que tu padrino es muy bueno para hacer que los muertos dejen en paz a los de la tierra —dijo con cierta impaciencia Martita, y prosiguió—: pero lo que quiero que me digas es cómo le hace para correrlos. —¡Ah! —volvió a exclamar Damiana—, él tiene sus amuletos y sabe sus oraciones y palabras mágicas. No hay muertito que las pueda resistir. Esto sí le digo, señora Martita —continuó Damiana, hablando con gran énfasis—: yo llevo a la niña Lucía con mi padrino Melquiades, y puede usted estar segura de que él nos la cura. Martita guardó silencio un momento, parecía estarlo pensando. Luego le dijo a su sirvienta: —Mira, Damiana, un permiso de ese tamaño no me corresponde a mí darlo. Déjame ver qué dice mi esposo. Habló Martita con Juan Antonio sobre el particular, entre los dos examinaron el asunto por todos lados y llegaron a la conclusión de que nada perderían con autorizar a Damiana a llevar a Lucía con su padrino. Sin embargo, antes de otorgar el permiso, quisieron tomar algunos informes, mismos que la propia Damiana les proporcionó. Fue de este modo que supieron que el padrino Melquiades, que vivía en Xochimilco, era el hermano mayor de la madre de Damiana. Supieron también los padres de Lucía que don Melquiades, a quien todos llamaban Tata Melquiades, vivía solo en una choza que quedaba sobre uno de los canales. Aseguró Damiana que nadie más que su padrino intervendría en la cura, y que ella no dejaría sola ni un minuto a su niña.
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—Está bien —le dijo Juan Antonio a Martita—, está bien, dile que la lleve. Después de todo, yendo Lucía con Damiana es como si fuera con nosotros. * * * Iban Lucía y Damiana con rumbo a Xochimilco a la casa del Tata Melquiades, a quien Damiana ya tenía apalabrado para que las recibiera y curara a Lucía. En el camino la joven le confesaba sus temores a Damiana: —La verdad, Dami, es que yo voy muy nerviosa —dijo Lucía—: le tengo miedo a don Melquiades, ¿qué me irá a hacer? A lo que Damiana, buscando tranquilizarla, le contestaba que no había ningún motivo para tener miedo, que su padrino Melquiades era un excelente hombre, que todo Xochimilco lo adoraba, pues no había una sola persona en el lugar que no estuviera endeudada con él por algún beneficio que el Tata le hubiera hecho. Se tranquilizó o simuló tranquilizarse Lucía, y poco después llegaban a la humilde y extraña morada del padrino de Damiana. Saludó la ahijada al padrino de manera por demás respetuosa, le besó la mano e hizo una inclinación de cabeza y cuerpo que muy a las claras hablaban del gran afecto y respeto que Damiana le tenía. Luego presentó a Lucía: —Padrino —dijo—. Ésta es Lucía. Saludó graciosamente Lucía y dijo: —A sus órdenes. —Conque ésta es Lucía —dijo el Tata Melquiades—: a la que persigue el esprítu de Martín. —Así es, padrino —confirmó Damiana. —Güeno, pos vamos a ver qué se puede hacer.
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Mientras tanto, Lucía no acababa de examinar la modestísima vivienda del padrino de Damiana. Era un cuartucho que amenazaba desplomarse de un momento a otro de tan viejo y deteriorado que estaba. Pero no era la condición ruinosa del cuarto lo que más le llamaba la atención a Lucía, sino las singulares pertenencias que en su interior se amontonaban. En uno de los rincones había un baúl viejísimo que sólo Dios qué contendría; en otro vio Lucía un enorme canasto lleno de huesos, y un tercer rincón estaba ocupado por una caja de cartón que contenía hierbas y hojas secas. Dos sillas destartaladas, una mesita más vieja que el Tata, y un petate que en el centro de la habitación estaba extendido en el suelo formaban el mobiliario del jacal. No se sentía bien Lucía en tan miserable vivienda, pero por consideración a Damiana hacía lo posible por disimular su disgusto. La voz cascada del viejo interrumpió el examen que de la choza hacía la joven. —Güeno, pos vamos a empezar —dijo el Tata. —Cuando usté guste, padrino —se apresuró a contestar Damiana. El Tata dio sus instrucciones: —A ver, ahijada —dijo—, que la muchachita se acueste en el petate. Boca arriba. Y que cuando yo llame a su esprítu ella me conteste: “Aquí estoy.” Lucía no acababa de decidirse a acostarse sobre el petate. “Cuántos se habrán acostado en él”, pensó y sintió asco. Pero Damiana la obligó a hacerlo: —Acuéstese, mi niña, no le va a pasar nada. Con asco y todo, no le quedó más remedio a Lucía que tenderse sobre el sucio petate. El Tata Melquiades abrió el baúl que en uno de los rincones estaba y sacó de él dos piedras de regular ta-
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maño. Con una piedra en cada mano empezó a hacer signos en el aire por encima de la cabeza de Lucía al mismo tiempo que gritaba: —Esprítu de Martín, aléjate de Lucía... Esprítu de Martín, deja en paz a Lucía... Esprítu de Martín, lárgate muy lejos y no molestes más a Lucía... A medida que daba sus órdenes, el Tata iba subiendo la voz, de manera que la última orden la dio gritando de manera impresionante. Lucía estaba aterrorizada. Hubiera querido enderezarse, tomar de la mano a Damiana y decirle: —¡Vámonos, vámonos de aquí, Dami! Pero no pudo hacerlo, pues en ese instante oyó que el Tata la llamaba: —¡Esprítu de Lucía...! —llamó el Tata, y Lucía, a pesar de estar muerta de miedo, contestó con voz apagada—: Aquí estoy. Tres veces llamó el Tata al espíritu de Lucía, y tres veces contestó ella como él había dicho que debería hacerlo. Después el Tata Melquiades recitó un par de oraciones extrañas y nunca antes oídas por la jovencita. En ellas se amenazaba a Martín con castigos tremendos si insistía en su persecución de Lucía, mientras que al espíritu de ésta se le colmaba de promesas de paz y tranquilidad. —Güeno, ahijada —dijo enseguida el Tata—: el dijunto Martín ya no molestará a tu niña. Y llévate esta manzanilla de la cosecha sagrada para que le des una tacita todas las noches antes de acostarse. Prometió Damiana hacerlo así y a su vez le entregó un sobre cerrado a su padrino, diciéndole: —Para sus cigarritos, padrino.
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El regalo de Damiana pareció llenar de gusto a su padrino, el que dando las gracias se lo guardó en una bolsa secreta de su túnica. —Despídete de mi padrino, Lucía, y dale las gracias —dijo Damiana a Lucía, pues ésta, de tan asustada que estaba, no se había acordado de hacerlo. Dio disculpas Lucía de su descuido, procuró remediarlo haciéndole una caravana al Tata Melquiades, y tomando de la mano a Damiana salió con ella de la choza en donde tanto miedo había pasado. Por el camino, de regreso a la casa y queriendo darle ánimo a Lucía que volvía un tanto cuanto azorada, Damiana le decía: —Ya verá, mi niña, qué bien se va a poner. Porque lo que es el dijuntito Martín no se le vuelve a acercar. Pero sí volvió, y Lucía, que aunque a medias se había creído curada, se puso a llorar desconsoladamente. La calmó lo mejor que pudo Damiana: —No, mi niña, no se asuste. El dijunto tenía que venir a despedirse. Pero ya verá que ahora sí la va a dejar en paz.
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IX Pero no la dejó, pues con el mismo atrevimiento que en vida lo había hecho, cada vez que se le antojaba hacerlo, Martín venía a pegarle a Lucía sus buenos sustos. Damiana, mortificadísima porque su padrino le había fallado, ya no sabía que hacer para apaciguar los nervios de su niña. Pobre Lucía, y ella que había soñado con curarse, con sacudirse aquella obsesión que le chupaba la vida. Damiana, que no la dejaba sola, procuraba alentarla: —Ya verá, mi niña, ya verá que esto se va a arreglar pronto —le decía. Desgraciadamente, el problema de Lucía no parecía arreglarse por el momento, y no lo hubiera hecho de no haber sido porque Lucía nunca se negó a beberse la taza de té de manzanilla que Dami le llevaba, noche a noche, hasta su cama. El tiempo, que no sabe de pachorras, siguió dando zancadas, y por fin el recuerdo del suicida como que empezó a replegarse. Y fue lo más curioso del caso que lo que no pudieron hacer ni los consejos de la psicóloga, ni las atenciones de sus padres, ni los exorcismos del Tata Melquiades, ni siquiera los muchos cuidados de Damiana, lo logró la modesta manzanilla. Aquella
tacita de té que todas las noches le llevaba Damiana cuando ya se iba a acostar, fue la que sacó a Lucía de la terrible condición nerviosa en que la había sumido el suicidio de Martín. Poco a poco, muy despacio, fue Lucía recuperando sus antiguos hábitos, serenándose y volviendo a llevar la vida que siempre había llevado. Tuvo ánimo, mejor dicho, tuvo valor para subir de nuevo a su estudio a coger otra vez sus pinceles. Se le notó repuesta y de buen color. En los estudios, que tenía algo descuidados, volvió a sobresalir. —Qué bien está Lucía —decían sus compañeras—: ahora sí es la de antes. Era que, sin proponérselo, había mandado el recuerdo de Martín al desván de las cosas pasadas. Ahí estaba bien Martín, sí, ahí estaba bien. En el desván de las cosas pasadas. Para esto se aproximaba la fecha en que Lucía cumpliría quince años, y Martita era toda planes e ilusiones. Muy gozosos se sentían ella y Juan Antonio al ver cómo la hija había ido reviviendo, con toda oportunidad, precisamente ahora que era tan importante que estuviera en buen estado tanto físico como anímico. De modo que, con la cabeza llena de planes, Martita andaba muy alborozada preparando mentalmente la fiesta que pensaba hacerle a la hija. Pero cuál no sería su desilusión al oír decir a Lucía que ella no quería fiesta de quince años, que eso era de mal gusto, que por ningún motivo iba ella a aceptar bailes con damas y chambelanes. Y como su madre insistiera, dio Lucía una explicación completa. Dijo, entre otras cosas, que los padres hacían requetemal en organizar para sus hijas la dichosa fiesta de quince años. Que lo que con ello querían no era otra cosa que conseguir novio para la hija, pues la presen-
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tación en sociedad de cualquier muchacha equivalía a ponerla en un aparador con un rótulo que dijera: “Aquí está Fulanita. Cumple quince años. A ver quién es el valiente que se compromete a casarse con ella.” Y como Martita le dijera a Lucía que estaba en un error, que la fiesta de los quince años se hacía para celebrar una fecha de felicidad y júbilo, Lucía dijo terminantemente: —Pues a mí me daría mucha tristeza que ustedes me hicieran la dichosa fiesta, porque sentiría que les estorbaba en la casa y que por eso querían deshacerse de mí. Toda apesarada le contó Martita a Juan Antonio lo que Lucía pensaba sobre el particular. Y ella que desde hacía mucho había estado ahorrando para comprarle a Lucía un vestido todo tul y encaje que la hiciera verse como una hermosísima hada, para venir a ver que Lucía salía con sus cosas. No dejó causarle gracia a Juan Antonio la opinión que a su hija le merecían las fiestas de quince años, sin embargo tuvo que reconocer que Lucía tenía razón al decir lo que decía. Pues ¿qué otra cosa eran estas fiestas sino el arranque de la cacería de maridos que las jóvenes, ayudadas por sus madres, emprenden a tan temprana edad? A Martita, que no compartía la opinión de su hija, el desengaño la llenó de tristeza, por lo que Juan Antonio, viendo que su mujer traía el alma a rastras, le ofreció hablar con Lucía para ver si algo podía conseguir. Siempre la habían llevado bien el padre y la hija, de ahí que Juan Antonio se decidiera a hablar con Lucía. Pensaba hacerlo, sobre todo, para ver si era posible suavizarle el golpe a la pobre de Martita. Muy con-
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ciliadora y juiciosa estuvo Lucía cuando Juan Antonio entró en materia. Ya sospechaba la hija de qué iba a hablarle su padre cuando éste le dijo que deseaba conversar con ella. Prestó atención Lucía a los razonamientos de Juan Antonio, lo escuchó con gran urbanidad, pero no por eso cambió de modo de pensar ni mucho menos aceptó el plan de Martita. La idea de una gran fiesta, el vals con las damas y los chambelanes no le atraía. Lo más que consiguió Juan Antonio fue que su hija aceptara que Martita le hiciera una merienda casera. Ah, pero eso sí, nada de decirle a las compañeras que se trataba de su cumpleaños. Se sentirían obligadas a llevar regalo, y a ella no le gustaba echarle compromisos a nadie. Oyendo a su hija exponer sus razones, Juan Antonio pensaba: —Igualita a mamá. Qué cosa es la herencia. Alicaída y desilusionada anduvo Martita el día del cumpleaños de Lucía. Nada de boato, nada que lindara en fiesta rumbosa permitió la agasajada. Se trataba de una simple reunión para verse, una vez más, antes de irse cada quien por su camino. No faltaría ocasión de volver a estar juntas, pero ya no sería igual que cuando asistían a la misma escuela. Ahora cada una se iba por el camino escogido. Quién a la Facultad de Química, quién a la de Medicina, éstas a la Escuela de Leyes, aquéllas a la de Administración. No, ya no sería lo mismo. Por eso, les explicaba Lucía, las había querido reunir para despedirse antes de que cada una emprendiera el vuelo por distinto rumbo. Las invitadas estuvieron contentas y Lucía las atendió con gran amabilidad. Sólo Martita andaba medio apachurrada, pues no se le quitaba de la cabeza el ves-
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tido de hada con que tanto había soñado para los quince años de la hija. Y, cosa curiosa, tampoco Damiana parecía estar gozando plenamente de la ocasión. Sería porque la pobre se había quedado con la caja de velitas para el pastel. Pues no le había salido su niña con que ningunas velitas, que sus invitadas no debían saber que se trataba de su día. Que por qué no, preguntó Damiana, y Lucía le explicó: —Porque si lo saben se van a sentir obligadas a traer regalo, y a mí no me gusta que nadie gaste dinero por culpa mía. No acabó de entender Damiana los razonamientos de Lucía, pero incapaz de contradecirle, guardó toda apesarada sus velitas. En fin, en fin, que el cumpleaños de Lucía pasó sin matracas, sin cohetes y sin regalos. Lucía se salió, aunque a medias, con la suya, y su madre y Damiana no tuvieron más remedio que apechugar.
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X Según sus cálculos, Lucía debía de andar cumpliendo quince años. A lo mejor ya los había cumplido, pues el año iba a la mitad. Hernán, que seguía platicando con las estrellas, escribió en su diario un día de mediados de año: “Creo que Lucía la de Tlalpan cumple quince años dentro de poco tiempo. Quién sabe si ya los habrá cumplido. No he dado con ella todavía, pero ya la encontraré. He recorrido muchas veces la calle que lleva al panteón, hasta he preguntado por la familia Valdés en algunas casas. Pero nada he podido averiguar. Esta joven se me escurre como una anguila. Tendré que usar un buen anzuelo.” Así escribió Hernán en su diario. En efecto, no había podido encontrar todavía a Lucía. Pero no por eso se apagaba el fuego de su esperanza. Era incandescente. Tenía Hernán diecinueve años, hacía dos que había empezado a estudiar la carrera de Contador Público. Estaba satisfecho de haberla elegido, estudiaba con ahínco y nunca creaba problemas ni en la casa ni en la escuela. La única persona que a ratos se impacientaba con él era su madre. Como suelen hacerlo mu-
chas mamás, la de Hernán insistía en llevar el timón de la nave. De buena manera, pero con gran firmeza, Hernán la hacía ver que su vida le pertenecía y que ya sabría él qué era lo que le convenía hacer con ella. Pero la señora erre que erre, que por qué no tenía amigos, que por qué no buscaba novia. Ya era una obsesión en ella. Y quiso la mala suerte que la jovencita que vivía en la casa de enfrente siguiera empeñada en conquistar a Hernán. El muchacho, hay que decirlo, no estaba para tirarlo a la basura. Tenía unos hermosos ojos color de miel que a las claras hablaban de la excelente dosis de materia gris que su cerebro encerraba. El tiempo, la buena comida y el gimnasio habían convertido a Hernán en un mocetón de presencia sumamente atractiva. De modo que muchacha que lo veía, muchacha que lo anotaba en su lista de candidatos para posible noviazgo. Y desde luego, para un probable matrimonio. Repleto como siempre andaba con el recuerdo de Lucía, Hernán no prestaba atención a la molesta actitud de su vecina. Pero pese a la indiferencia del joven, Florita, que así se llamaba la joven, no quitaba el dedo del renglón. Ayudada por su madre tenía toda la batería dirigida hacia el estudiante que, calle de por medio, la hacía tejer planes y acariciar esperanzas. No, no estaba sola Florita en su campaña. Su madre, que traía entre ceja y ceja la idea de casar a la hija, la ayudaba que era un contento. Por esto o por aquello, el caso era que la oficiosa señora siempre se estaba dando maña para poner a su muchacha en los cuernos de la luna. Ya era una charola de riquísimas galletas la que llegaba a casa de los Ruiz con un premeditado mensaje: “Florita acaba de hacer estos panecitos. Le quedaron tan ricos, que no resistí el deseo de en-
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viarles una probadita.” Ya eran unas enchiladas, supuestamente hechas también por Florita, las que despidiendo incitantes olores, llegaban muy a tiempo para ser servidas y comidas en la cena de los Ruiz. Desde luego que la propia Florita no se permitía ni descuidos ni omisiones, y ahí estaba a la hora y el día más inesperados, tocando la puerta de los Ruiz con un hermoso ramito de violetas que, pasando por el mercado de las flores, había comprado para la mamá de Hernán. Sabía bien que él se había ido a la escuela, pues era día de clases. No importaba, lo que ella quería era hacer sentir su presencia y su intención, pues tenía la certeza de que su mamá le diría a Hernán, poco más o menos así: “Mira qué preciosas violetas me regaló Florita. Y ella misma vino a dejármelas.” Qué poco imaginaba Florita lo requetemal que sus artimañas le caían a Hernán. Y ella que no buscaba otra cosa con sus intenciones que marear al muchacho hasta hacerlo caer en las redes que para él tenía tendidas. Pero difícil, dificilísimo, iba a ser pescar al que platicaba con las estrellas y se extasiaba con el perfume del heliotropo. No, pobre Florita, por más que hiciera y así pusiera sus cinco sentidos en la faena, Hernán no mordería el anzuelo. Cómo iba a morderlo si, con los ojos abiertos y con ellos cerrados, no hacía otra cosa más que soñar con Lucía. Pero mientras Hernán soñaba, Florita se entregaba en cuerpo y alma a su propósito. Y como si fuera poca la ayuda incondicional que su propia madre le prestaba, la de Hernán, cándidamente, se sumó al bando de Florita. —¿Qué crees que me contó la mamá de Florita? —le preguntó su madre a Hernán un día cuando estaba toda la familia sentada a la mesa.
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Nada respondió Hernán. Pero su silencio no le cortó la palabra a la señora Ruiz, que dijo: —Me contó que cuando Florita cumplió quince años, una tía le hizo un regalo magnífico. ¿A que no imaginas qué le regaló? Más silencio por parte de Hernán, y más conversación por la de su madre. —Pues le regaló —continuó la señora Ruiz— nada menos que una renta vitalicia de tres mil pesos mensuales. ¿Te das cuenta, Hernán, de lo que esto significa? Por tercera vez Hernán no hizo comentario alguno, lo que no impidió que la señora Ruiz prosiguiera con su monólogo: —Esto significa que el que se case con Florita va a caer en blandito, pues no tendrá que trabajar mucho para mantenerla. ¿Qué dices, Hernán? ¿No te atrae tan buena renta vitalicia? Ya no aguantó más Hernán y respondió, procurando no alterarse: —Si algún día me caso, seré yo quien mantenga a mi mujer, y no ella a mí. —¡Bien contestado, Hernán...! —exclamó con júbilo el padre de Hernán— ¡Muy bien contestado! Lo dicho por Hernán y la aprobación de su padre, le quitaron a la señora Ruiz las ganas de seguir machacando sobre el tema de la renta vitalicia. Sólo que a Hernán la comida le supo a cartón, pues comprendió en el acto que Florita y su mamá estaban utilizando como correveidile a la inocente de su madre, cosa que le disgustó sobremanera. Cada día subía la marea más en la terca conspiración de Florita y su mamá. Ya tenían a Hernán lo que se dice hasta el copete. ¿Pues no había averiguado Flo-
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rita que los sábados por la mañana él se iba a preparar sus clases a la Alameda? Supo hasta el lugar donde se sentaba y allá se fue un sábado. Caminando con estudiados movimientos de caderas, llegó hasta donde estaba Hernán, se detuvo frente a él y haciéndose la sorprendida exclamó: —¡Pero qué casualidad, vernos en este lugar! ¿cuándo iba yo a imaginar que me iba a encontrar en la Alameda con mi vecino Hernán? Hernán apretó los dientes y se puso de pie para saludar a la impertinente, pues impertinencia era invadir aquellos lugares donde tan hermoso recuerdo solía el revivir sábado a sábado. Bien sabía Hernán cuál era la fuente de información a que acudían Florita y su madre para poder atacarlo mejor. No necesitaba que nadie le dijera que era su madre quien las tenía al tanto de lo que él pensaba y hacía. Con razón su padre le dijo una vez: —Pobre de ti, hijo, tienes al enemigo en tu propia casa. Lo tenía. Mañosas que eran, Florita y su mamá sabían cómo tirarle de la lengua a la madre de Hernán, y la ingenua señora se soltaba habla y habla de lo que mas les interesaba saber a la hija y a la madre. Fue de esta manera, sin duda, que se enteraron de las mañanas sabatinas que en la Alameda solía pasar Hernán. No perdía el tiempo Florita, y en cuanto lo supo se fue a la Alameda a hacerse la encontradiza causándole con ello una gran mortificación a Hernán y mucha vergüenza de que lo vieran platicando con la joven. Razón le sobraba a Hernán para avergonzarse de que lo vieran en compañía de Florita pues, para decirlo pronto y bien, Florita se vestía de una manera
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que rayaba, qué digo rayaba, que se adentraba de lleno en lo vulgar. Le encantaban las minifaldas y las usaba tan cortitas que no le cubrían más que lo que era indispensable cubrir. Una de estas prendas usaba Florita la mañana que asaltó (pues asalto fue) a Hernán cuando, sentado en su banca predilecta, repasaba algunos problemas de contabilidad. Esa mañana vestía Florita, como era natural que lo hiciera, su minifalda favorita, minifalda que le había valido que un voceador le dirigiera un piropo crudo en demasía. Dijo el voceador: —¡Ay, ay, mamacita, qué buenas pompis tienes! Hizo el berrinche de su vida Florita y le dijo a su mamá que no se volvía a poner una minifalda. A lo que la mamá —que era una lagarta doble ancho— respondió: —No hagas esa tontería, hijita, si te ves monísima con tus falditas. Síguelas usando. Oyó el consejo de su mamá Florita, y las minifaldas siguieron haciendo las delicias de cuantos la veían caminar con aquellos sus bien estudiados meneos. En verdad las minifaldas de Florita se pasaban de exageradas, de ahí que en el barrio la llamaran “la de las minifaldas homeopáticas.” De desvergonzadas y de mal gusto calificaba Hernán las faldas de su vecina, y cuando ésta se detuvo a saludarlo en la Alameda, sintió que un rubor bochornoso le cubría la cara. ¿Qué irían a pensar los que lo vieran platicando con ella? Pero Florita llevaba su plan bien estudiado, y no se iba a apartar ni un milímetro de lo que se había propuesto hacer. —Nomás cinco minutos te voy a quitar, Hernán —dijo sentándose junto a él. Y continuó—: Es que está
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la mañana tan bonita que es un pecado pasármela encerrada en la casa. Nada contestó Hernán. Tampoco cerró su libro. —¿Qué estás leyendo? —preguntó Florita, echándole una mirada al libro de Hernán. —No estoy leyendo —contestó el joven—: estoy estudiando. —¡Ay, y yo que te estoy quitando el tiempo! Pero ahorita me voy. Solamente que no se iba y continuaba con la cháchara que a Hernán tanto exasperaba. Pasaron cinco, diez, quince minutos y Florita no se despedía. Necesario fue que Hernán se pusiera de pie y diera una disculpa que su disgusto y su desesperación le acababan de dictar: —Me perdonas, Florita —dijo—, pero tengo una cita con el profesor Garza y apenas llego. Diciendo y haciendo, Hernán echó a andar y se alejó de Florita, la cual se quedó disfrutando de la mañana así como para disimular su disgusto por el cortón que Hernán le había dado. Hija de su madre, pescó con gran rapidez lo del pretexto que para irse había puesto Hernán. —Bueno, Hernán, vamos a ver quién puede más, si tú o yo —se dijo, y levantándose de la banca se dirigió a su casa. Los meneos de caderas marcaban su paso, y la cabeza erguida era signo inequívoco de su resolución.
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XI La guerra sin cuartel de madre e hija no amainaba. De tan fastidiado que lo tenían, Hernán ya hablaba solo. Ya no se paraba en la Alameda por miedo a Florita, que había tomado la costumbre de acatarrarlo cada sábado. A su propia madre ya no la aguantaba, pues a toda hora no se ocupaba de otra cosa más que de entonar alabanzas para cantar los prodigios que Florita hacía. A ratos hasta le daba miedo salir al jardín a platicar con las estrellas, no fuera a ser que su perseguidora se la apareciera también ahí. Su vida, que tan bien ordenada la tuvo siempre, ahora era un baturrillo con eso de las necedades maternas y la molestísima presencia de la terca vecina. Afortunadamente, Dios aprieta pero no ahorca. Cuando el atormentado muchacho estaba a punto de tirar la toalla, su profesor, el Contador Garza, le echó un capotazo de alivio. Por su carácter responsable, por su cumplimiento en los estudios, por su absoluta seriedad, Hernán era bien visto y estimado por todos sus maestros. Uno de los que más lo distinguían era el Contador Garza, quien pensó luego luego en él a la hora en que necesitó un ayudante para una serie de trabajos que iba a hacer
en Puebla. Habló con Hernán, le ofreció trabajo y le dijo que tendrían que permanecer en Puebla cerca de un mes. Faltaba una semana para que comenzaran las vacaciones, de manera que, dijo el Contador Garza, si él aceptaba ir bien se podrían marchar al acabarse las clases. Hernán quiso volverse loco de gusto, y más alegría sintió cuando supo que iría con todos los gastos pagados y, además, percibiría un pequeño sueldo. El sueño de su vida, empezar a trabajar, se volvía realidad. Terminaron las clases, preparó Hernán su equipaje, se despidió de la familia y se fue contentísimo a casa del Contador Garza. —¿Te despediste de Florita, Hernán? —le preguntó su madre a la hora que se iba. Que no lo había hecho por falta de tiempo, contestó Hernán. A su madre quiso darle ataque. —¡Qué barbaridad! —exclamó—: con lo bien que ella se porta contigo y así le pagas. Hernán no habló más, abrió la puerta del pasillo y se paró en la banqueta a esperar que pasara un taxi. Fueron cuatro semanas deliciosas las que Hernán pasó en Puebla. Al alborozo de tener trabajo se unió la tranquilidad que le daba el saberse lejos del alcance de Florita. Qué bien se sentía en Puebla, cómo gozaba trabajando y cuánto le agradecía a su maestro que le hubiera dado la oportunidad de probar el deleite que el trabajo proporciona. Tan a gusto pasaba los días en Puebla, que aunque el Contador Garza aprovechaba los fines de semana para estar con su familia en D.F., él prefería quedarse en la de los Angeles poniendo algunos papeles en orden o adelantando trabajo. Y si Hernán estaba contentísimo trabajando al lado de
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su maestro, éste no lo estaba menos de haberlo llevado como ayudante. Mientras tanto en la ciudad de México pasaban muchas cosas. Y qué cosas. Nunca las hubiera imaginado Hernán. Su padre, gustosísimo, fue el que a su regreso le dio la gran noticia. —Albricias, Hernán —dijo, y añadió—: Se nos casa Florita. No te molestará más, serás dueño de tu tiempo y de tu vida. El anuncio del matrimonio de Florita le cayó a Hernán como agüita de mayo. Era lo único que le faltaba para ser completamente feliz: que Florita desapareciera de su vida, que se la zampara el horizonte, que nunca más volviera él a toparse con ella. Y todo esto era verdad. No le cabía el gozo en el cuerpo. Pobre Hernán, había cantado victoria demasiado pronto. ¿Pues no le cayó Florita en la Alameda el sábado cuando él, creyéndose a salvo, reanudó sus mañanas sabatinas? Llegó Florita como siempre, de minifalda y meneándose que daba gusto verla. La sorpresa, o el fastidio quizá, le salieron a la cara a Hernán. Algo notaría Florita pues, sentándose en la banca junto al joven, le dijo: —Te apuesto que no esperabas que yo viniera, ¿verdad? Tragó saliva Hernán y le contestó: —Pues la verdad, no lo esperaba. —¡Ah, qué Hernán, cuándo se te quitara lo inocente! —exclamó Florita con una sonrisa provocativa. —¿Inocente le llamas a pensar derecho? —le preguntó Hernán, y prosiguió—: Si te casas dentro de ocho días, ¿qué andas haciendo buscándome? Florita soltó una carcajada y dijo: —Mira, mira, tú vives tres o cuatro siglos atrás. ¿Y qué tiene que ver
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que me vaya a casar dentro de ocho días? No seas anticuado, Hernán, abre los ojos, pon los pies en el suelo. Que yo me vaya a casar con el menso de Miguel no quiere decir que ya no pueda querer a otro. Mira, para que lo sepas de una vez, por el que me estoy muriendo es por ti. Pero tú vives en la luna, no te das cuenta de lo felices que los dos podríamos ser si nos casáramos. ¡Ah, ya lo creo que seríamos felices! Hernán, que se había ido poniendo cada vez más serio, le cortó la palabra diciéndole: —Cállate, Florita, no digas más tonterías. ¿Cómo te vas a casar con Miguel si no lo quieres? —De veras eres anticuado, Hernán —riéndose replicó Florita—. El matrimonio es una cosa bien distinta del amor. Aunque hay uno que otro matrimonio que se hace verdaderamente por amor, la gran mayoría de las mujeres que se casan lo hacen por conveniencia. A mí, por ejemplo, me dijo mi mamá que qué andaba haciendo rogándote si tú ningún caso me hacías. Que no fuera tonta, que le correspondiera a Miguel que hace más de un año que anda loco detrás de mí. Y cuando yo le dije a mi mamá que al que yo quiero es a ti, ¿sabes lo que me dijo? Me contestó que soy una zonza, que cómo iba a dejar una frutita madura por otra que está más verde que el verde de la bandera nacional. Lo que te va a pasar si no te casas con Miguel, me amenazó mamá, es que te vas a quedar para vestir santos. Sí, si desperdicias esta magnífica oportunidad te quedas para vestir santitos. Yo le expliqué que Miguel es un adefesio, que no lo podría querer. Entonces me dijo que ella había tomado informes y había averiguado que el papá de Miguel es muy rico. ¿Y sabes qué más me dijo? Me dijo que qué importaba que Miguel fuera un adefesio, si el dinero de su papá
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es muy bonito. Me dijo, además, que a ti te falta mucho para acabar tu carrera, y que a lo mejor cuando la acabes vas y te casas con otra. Que me dejara de zonceras y me amarrara a Miguel. Ya ves, Hernán, por qué me voy a casar con él. Pero ya sabes que a la hora que me busques me divorcio de él y me caso contigo. Después de tan larga y tan increíble confesión, se despidió Florita no sin antes entregarle a Hernán una invitación para la boda. —Esta invitación es personal, para ti. Mi mamá ya entregó la de tu familia —dijo Florita, y luego agregó—: No quiero que me falles, ¿eh? Te espero. Hernán hubiera querido darle una excusa cualquiera, decirle que no le iba a ser posible asistir a la boda. Pero no pudo hacerlo, porque Florita se despidió a la carrera dejando a Hernán espantado y confuso. Lo que acababa de oír le parecía altamente inmoral: que una muchacha se casara con alguien a quien no quería, que le confesara su amor a otro y que le ofreciera divorciarse en cuanto él la llamara, todo aquello se le antojaba imperdonable a Hernán. Sintió lástima por el novio de Florita, no supo qué pensar de ella, y cerró su libro, pues con la cabeza dándole vueltas como se la había dejado Florita con sus trepidantes confesiones, no se sentía capaz de seguir estudiando.
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XII Estaba de Dios que la pobre de Martita, en lo que a Lucía tocaba, siempre se quedara con sus deseos incumplidos. Así había sido cuando lo de la fiesta de quince años, fiesta con la que Martita tanto y tanto soñara. Fue lo mismo cuando se trató de estudiar una carrera. Mucho deseaba Martita tener una hija profesionista, ya fuera que Lucía estudiara odontología, o ciencias químicas o alguna otra profesión de las buenas. Pero no, fue saliendo la hija con que ella quería ser secretaria bilingüe. Que eso iba a estudiar. Y como Martita se quejara con Juan Antonio, éste, con su buen criterio de siempre, le aconsejó dejar a Lucía en completa libertad. Nada de repelar, le aconsejó, nada de hacerle malas caras. —Déjala —dijo— ella sabrá lo que hace. Por algo escogería esa carrera, seguramente que ya lo tiene todo bien pensado. En efecto, Lucía había pensado mucho antes de resolver cuál era la carrera que le convenía seguir. Negocios y oficinas había por montones en la ciudad. No sería pues, cosa imposible conseguir trabajo. Y una vez adentro de alguna compañía o negocio, dependería de su esfuerzo personal ir subiendo los escalones necesarios para alcanzar un puesto superior. Estudió, ter-
minó la carrera y, una vez con su título en la mano, no le fue difícil conseguir un empleo, ya que habiendo sido una estudiante cumplidísima, las recomendaciones que de sus maestros llevaba le abrieron de par en par las puertas no de un solo lugar, sino de varios a la vez. Pudo darse Lucía el lujo de escoger el trabajo que mejor le pareció. Y una vez que fue aceptada, se puso a atender sus obligaciones como sabía y solía hacerlo. Con su hermosa presencia, y sus finos modales, no tardó Lucía en ganarse la simpatía de jefes y compañeros. Y cosa curiosa, de entre estos últimos fue Clara la que más pronto y con mayor intensidad se aficionó a Lucía. Era esta Clara el reverso de la medalla, pues mientras Lucía pecaba de reservada, Clara era lo que se dice una tarabilla. No sólo hablaba hasta por los codos, sino que lo hacía también por los tobillos. ¿Qué de qué hablaba la chica? Válgame, había que preguntar que de qué no hablaba. Y lo hacía con tal gracia y con tantísimo donaire que no había persona en el despacho que no gozara oyéndola contar cosas inverosímiles y ocurrencias casi, casi increíbles. Fue esta Clara, precisamente, la que arrastró (pues arrastrar es el verbo que conviene usar), sí, Clara fue y no otra, quien arrastró a Lucía a la pachanga en que ocurrió algo que mucho mortificó a la de Tlalpan. Era el cumpleaños de la mamá de Clara, señora de quien su hija había heredado su carácter bullanguero y su afición a toda clase de festejos. La hermana mayor de Clara, y sus tres hermanos varones, no podían dejar pasar tan altisonante fecha sin meter ruido. Y lo metieron, vaya si lo metieron. La familia entera se entregó, desde semanas antes de la fecha, a los preparativos del festejo. Este, por lo consiguiente, lleva-
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ba trazas de ser un éxito completo. Lo fue. Bueno, lo fue para todos menos para Lucía, pues la pobre pasó en esa ocasión el bochorno más terrible de su vida. Llevaron a buena hora sus padres a Lucía a la casa de Clara, donde se darían cita las amistades de la festejada y los amigos de sus hijos. La alegría había sentado sus reales en el domicilio de la familia de Clara y no se oían sino conversaciones festivas y risas sonoras. Asombrada estaba Lucía de tanta jarana, pues no estaba acostumbrada a moverse en ambientes como el que a esa hora inundaba la casa de la del onomástico. La hermana de Clara tocaba el piano, los hermanos hacían un ruido infernal con la batería, y como en la canción de María Griver, uno de los invitados había llegado con su guitarra en la mano. De manera que en tanto que canta un gallo con tan buenos músicos se organizó una orquestita que a los pies de los asistentes parecía darles cuerda. Presentaba Clara a Lucía a todos sus amigos, pues era la primera vez que ésta iba a su casa, y estaban en lo de las presentaciones cuando llegó un invitado vestido de militar. Con gran alborozo Clara le presentó al recién llegado a Lucía, diciéndole que era el hermano menor de su mamá; y desde el mismo instante de su presentación Lucía notó que el militar clavaba en ella la vista de manera singular. Parecía como si quisiera abarcarla desde la cabeza hasta los pies. Empezó en esos momentos a tocar la improvisada orquesta y sin perder tiempo el tío de Clara la invitó a bailar. Aceptó Lucía, pues no creyó prudente desairar a un pariente de su amiga, y éste que no podía disimular la impresión que la presencia de Lucía le causaba, quiso saber miles de cosas y le hizo pregunta tras pregunta. Que dónde vivía, que qué hacía, que quiénes
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eran sus padres, que cuántos hermanos tenía, que si esto, que si lo otro. En fin, en fin, que se asomó a todos los rincones y que no dejó sitio por hurgar. M. Poirot, el de Agatha Christie, no habría investigado mejor. Terminó la parada y como Lucía hiciera ademán de retirarse para ir a donde Clara estaba, el deslumbrado militar le dijo: —Mira, Lucía, hazme favor de escribir en tu carnet esto: la noche entera es propiedad del Coronel Isauro Contreras. ¿Entendido? Nada contestó Lucía y volvió a hacer ademán de ir a reunirse con Clara, pero no lo consiguió, una vez que el Coronel no se le despegaba ni un milímetro. Viendo que aquello tenía trazas de durar toda la noche, Lucía se valió de un pretexto para sacudirse, siquiera por unos minutos, a tan engorrosa persona. Simulando ir al tocador, dejó al tío de Clara esperándola en la sala donde bailaban y se dirigió a un teléfono que hacía rato había visto. Marcó el número de su casa, contestó Juan Antonio y, temiendo que el Coronel la sorprendiera hablando por teléfono, Lucía fue breve. —Papá —dijo—, quiero que vengan por mí luego luego. Sin perder tiempo, por favor. Como Juan Antonio preguntara si se había puesto mala, respondió: —No, es que no estoy a gusto. Vénganse pronto. Apenas tuvo tiempo de colgar, cuando divisó al militar que ya venía por ella, pues la música empezaba a tocar de nuevo. Bailaron y el Coronel aprovechó bien el tiempo. A las preguntas siguieron los piropos. Todo en ella era perfecto, le dijo, nada que no lo fuera se le podría reprochar. Eran, algunos de ellos, piropos en lenguaje militar, como cuando le dijo:
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—Sabes, Lucía, que tu cara es un salvoconducto. Bien a bien, Lucía no supo lo que con aquello quiso decir el tío de su compañera de trabajo y se quedó callada. No supo qué pensar el Coronel del silencio de la joven, por lo que le preguntó: —¿No te agrada que te lo diga? —y como Lucía continuara sin hablar, le oprimió la mano que al bailar le tenía tomada y agregó—: ¡Cómo me gusta tu manera de ser, tan discreta, tan reservada! Tarde se le hacía a Lucía que llegaran por ella sus padres, pues el Coronel ni la dejaba en paz ni mucho menos guardaba silencio. Todo lo quería saber, preguntaba y volvía a preguntar. Lucía le contestaba a veces, y a veces no. Pero él no parecía molestarse por ello, pues a pesar de que muchas de sus preguntas quedaban sin respuesta, no tenía fin para preguntar. La noche se le hacía larguísima a Lucía; además, las mortificaciones le llovían: su amiga Clara, al pasar bailando junto a ella, y con el desparpajo que le era característico, le dijo a voz en cuello: —Órale Lucía, ya suelta a mi tío, pues ¿qué pegazón es ésa? Antes de que Lucía pudiera hacerlo, el Coronel Contreras contestó: —El de la pegazón soy yo, Clarita, no ella. Iba a seguir Clara con sus bromas cuando en eso llegaron Juan Antonio y Martita. Los pasó Clara, llamó a sus papás para hacer las presentaciones de rigor y puso luego el grito en el cielo al enterarse que los señores iban por Lucía. —¡Ni lo mande Dios! —exclamó la mamá de Clara—, ¿cómo se va a ir sin cenar? —Y con lo sabrosa que va a estar la cena —abundó Clara.
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Por su parte, el Coronel Contreras, a quien Lucía había ya presentado a sus papás, ponía cara de gran compunción. Se iban a llevar a Lucía, tan temprano, cuando apenas empezaba a ponerse bonito el ambiente. Juan Antonio y Martita no dijeron palabra, allá Lucía que se las arreglara como pudiera. Y se las arregló, pues a resuelta no había quien le ganara. Rogó el Coronel, insistió, prometió llevarla a su casa en compañía de su sobrina Clarita. Pero, por favor, que no se fuera tan pronto, tan temprano, que se quedara un ratito más. Lucía no se quedó. Se fue serenamente, dando las gracias a la familia de Clara, y a la propia Clara, por las finas atenciones que con ella habían tenido. Se fue Lucía, pero la fiesta siguió. Siguió tocando la orquesta casera, siguieron bailando los jóvenes y aún algunos viejos, se entonaron canciones, se contaron chistes, se oyeron carcajadas. La fiesta, con Lucía o sin ella, era un exitazo. Sólo uno de los invitados no participaba en aquella alegría. Era el Coronel Contreras a quien, con la partida de Lucía, se le había puesto el sol. Rumiando, pensando cosas atrevidas, casi imposibles, permaneció en casa de su hermana hasta que llegó la hora de la cena. Terminada ésta, se despidió de todo mundo, dio las gracias y se marchó. Viéndolo salir de la casa, su hermano pensó: —Qué trancazo parece haberle metido a Isauro esta amiga de Clara. Nomás falta que ahora sí siente cabeza mi hermano. En efecto, la impresión que la belleza y la dulzura de Lucía le habían causado al Coronel, fue tan fuerte que sin perder tiempo en titubeos empezó a hacer planes.
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XIII —Hijita, tu mamá y yo queremos platicar contigo antes de que te subas a pintar —le dijo Juan Antonio a Lucía la mañana del domingo que siguió al sábado de la fiesta en la casa de Clara. —Está bien, papá —respondió Lucía, a quien las palabras de su padre habían llenado de extrañeza. ¿De qué querrían hablarle sus padres? Nunca antes había usado Juan Antonio el tono de seriedad absoluta que acababa de emplear para decirle que él y Martita deseaban hablar con ella. Se sentaron los tres junto al pequeño estanque de la huerta. Circundado por arbustos y flores, el estanque era el sitio predilecto de los padres de Lucía. A ésta también le agradaba el lugar y con frecuencia se sentaba ahí a descansar o a leer. Pero ahora era distinto. ¿De qué irían a hablarle sus padres? No tardó en saberlo, pues no acababan de sentarse cuando Juan Antonio ya estaba diciéndole: —Anoche nos llenó de inquietud a tu mamá y a mí la manera como el Coronel Contreras cumplía contigo, hijita. Nos pareció que este señor tenía para ti atenciones extraordinarias. ¿Estamos en lo justo o hemos exagerado?
Lucía tardó unos instantes en responder. Como si estuviera pensando en su respuesta, como si no quisiera decir cosas que no fueran ciertas. Por fin habló: —Creo, papá, que tú y mamá hacen mal en preocuparse por algo que a mí no me puede hacer ningún daño —dijo, y agregó—: porque yo no tengo ningún interés en el tío de Clara. Ninguno, pero lo que se dice ninguno. Por eso les hablé anoche temprano para que fueran por mí. Porque me fastidiaban las exageradas atenciones de este señor. Hizo una pausa Lucía, y Juan Antonio la aprovechó para preguntarle: —¿Desde cuándo conoces al Coronel Contreras? —Lo conocí apenas anoche, cuando Clara me lo presentó. Jamás lo había visto antes, ni mucho menos había cruzado una palabra con él. Y les repito que no tienen por qué estar con cuidado por mí. —Qué bueno, hijita, qué bueno que no tengas ningún interés en este señor, pues la verdad no me gustaría que te casaras con un hombre que puede ser tu padre. En ese momento llamaron a la puerta y Juan Antonio se levantó para ir a ver quién tocaba. Volvió al estanque con una enorme caja llena de rosas rojas. —Son para ti —dijo Juan Antonio, entregándole las flores a Lucía. Tomó Lucía un sobre que acompañaba a las rosas, sacó la tarjeta que dentro de él venía, la leyó y dijo: —Hablando del ruin de Roma... —y les pasó la tarjeta a sus padres. Era una tarjeta en donde el Coronel Contreras había escrito unas líneas que decían así: “Para la encantadora Lucía, con los mejores deseos de quien no hace más que pensar en ella.”
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Leyeron la tarjeta Juan Antonio y Martita y se quedaron sin hablar por unos momentos. Fue Juan Antonio el que rompió el silencio para decir: —Mucho me temo, hijita, que este señor te va a dar algunos dolores de cabeza. No se equivocó Juan Antonio. No, no se equivocó, una vez que a las rosas siguieron los chocolates, unos chocolates en una caja de lujo que no dejaban dudas de que su contenido era tan rico que el paladar más exigente no había de ponerle pero. Lucía guardó la caja sin abrirla siquiera, y Martita, picada por la curiosidad, no pudo sofrenar la lengua: —¿Qué vas a hacer con los chocolates, hija? —le preguntó, y Lucía contestó que aún no lo sabía, pero que lo iba a pensar. No terminaron ahí las atenciones y los obsequios del enamorado Coronel. No, las flores y los chocolates fueron tortas y pan pintado al lado de la sentidísima serenata que Contreras le llevó a Lucía a los ocho días de haberla conocido. Serenata que comenzó con la sentimental canción “Aquellos ojos verdes”, y que terminó con la misma melodía, la cual, con toda intención abrió y concluyó la serenata. Serenata a la que por cierto pareció cerrar los oídos, pues por más canciones alusivas que se cantaron, ni una sola luz se encendió en la casa de la homenajeada ni mucho menos ésta salió al balcón. Pero ahí se las dieron todas al Coronel Contreras, pues lejos de desalentarse con tantos y tan severos desaires, él siguió erre que erre con sus demostraciones de amor. Demostraciones que en vez de llenar de gusto a Lucía, la mortificaban muchísimo y le trastornaban el orden y la quietud en que, habitualmente, transcurrían sus días.
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Como si las atenciones del coronel fueran poca cosa, Clara también ponía su granito de arena; pues con la alegría y el gusto por bromear que en ella eran una segunda naturaleza, a todas horas le andaba poniendo banderillas de fuego a la pobre de Lucía. De “Coronela” no la bajaba, y el cortejo y las atenciones de Contreras eran un secreto a voces en la oficina. A Lucía le amargaban la vida las indiscreciones de Clara, y tanto subió la marea que un día, no pudiendo ya soportar las bromas y el chismorreo de Clara, Lucía le pidió audiencia al jefe y con muchísima pena le presentó su renuncia. La miró fijamente el jefe y le dijo: —No le pregunto el motivo de su renuncia, Lucía, pues comprendo que usted quiere retirarse porque ya no aguanta a Clara. Pero ni crea que yo voy a permitirlo. En todo caso, la que se iría sería ella. De ninguna manera voy a aceptar que por semejante molestia usted me deje. A usted no la repondría yo nunca, Claras las hay a montones. De modo que, tranquilícese, guarde su renuncia, que no acepto, y pierda cuidado: yo me ocuparé de poner orden. Así fue. Habló el jefe con Clara, le dio sus tirones de orejas, y las cosas se arreglaron. Ni volvió Clara a llamar “Coronela” a Lucía, ni se atrevió a seguir hablando de los obsequios y las galanterías con que su tío buscaba ganar el afecto de la joven. En la oficina donde la de Tlalpan trabajaba, nadie volvió a oír a hablar del tío de Clara. Pero lo malo era que éste no quitaba el dedo del renglón. Qué iba a quitarlo si Lucía lo traía de cabeza. A los chocolates y la serenata siguió un perfume francés de un tamaño exagerado y una presentación hermosísima. En la tarjeta que lo acompañaba, Contreras suplicaba a Lucía le permitiera verla el día y la
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hora que ella señalara pues, decía, desde la noche del sábado en que ella se había ido de la fiesta más temprano de lo que la Cenicienta lo hizo y sin dejar siquiera un zapato que él habría atesorado como preciosa reliquia, desde esa noche él ya no era dueño de sus horas porque todas le pertenecían a ella. Que no fuera cruel, que le permitiera verla. Y para que supiera cómo comunicarse con él incluía una de sus tarjetas personales con su dirección y su teléfono, tarjeta que le permitió a Lucía llevar a cabo lo que tenía planeado. Averiguó a qué horas estaba en su casa Contreras, cosa que no había podido hacer porque el teléfono del Coronel era privado; se arregló con su incondicional Damiana, y el sábado, día en que no trabajaba, se fueron las dos a devolver los chocolates y el perfume. A media cuadra de la casa del Coronel, Lucía se quedó en el taxi esperando a Damiana que llevaba el encargo de entregar los dos regalos. Junto con ellos iba una atenta tarjeta de Lucía quien daba las gracias y se disculpaba por no poder aceptar los regalos. Recibir el Coronel Contreras los regalos que Lucía le regresaba, y pegarse al techo, fue todo uno. En ese mismo instante, como si lo hubieran acicateado con el aguijón, resolvió llevar a cabo inmediatamente un plan que hacía días venía acariciando.
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XIV —Yo sé, hijita, que lo que te voy a decir te va a causar un gran disgusto, pero no me queda más remedio que hacerlo —le dijo Juan Antonio a Lucía un atardecer al llegar de su trabajo. Lucía, que también acababa de regresar del suyo, lo vio interrogándole con la mirada. —Vamos al estudio y que venga tu mamá también —dijo Juan Antonio. Llamó Lucía a Martita, y una vez reunidos los tres, Juan Antonio le soltó la noticia que ya no le cabía en el cuerpo y que bien sabía que iba a molestar sobremanera a su hija. —Pues sí —dijo—, no tienen más novedad que pasado mañana vendrá el Coronel Contreras a pedir la mano de Lucía. Lucía no dijo ni media palabra. El notición la había dejado muda. Por su parte, Martita lo quería saber todo. —¿Cómo lo sabes? ¿quién te lo dijo? ¿viene a nuestra casa? ¿solo o acompañado de otra persona? Juan Antonio tardó en contestar. Cuando lo hizo fue para informarles que nada sabía, que todo lo que les podía decir era que Contreras lo había llamado por
teléfono para preguntarle si podía recibirlo en su casa, pues deseaba ir a pedir la mano de su hija. Como ésta siguiera callada, su padre le preguntó: —Bueno, hijita, ¿y tú qué me dices? —Digo —respondió Lucía—, que este señor ha de estar mal de la cabeza. —Lo está —convino Juan Antonio—, eso que ni qué. No me queda ninguna duda de que ha perdido el juicio por ti. Por eso, sin pensarlo dos veces, sin preparar el camino, de buenas a primeras, se avienta a pedir tu mano. Pero lo que yo quiero saber es qué vamos a hacer, qué le vamos a decir. Dímelo tú, Lucía, porque a mí no se me ocurre nada. Fue de opinión Lucía de que lo mejor sería no recibirlo, cortarle las alas de golpe, no andar con atenciones que a nada bueno conduciría. Pero el parecer de su hija se le hizo muy drástico a Juan Antonio. —Se me figura, hijita —dijo—, que no debemos negarnos a recibirlo. Sería una descortesía muy grande. El pide nuestra autorización para venir a nuestra casa, si se la negamos pecaríamos de mal educados. No, eso que tú sugieres no lo podemos hacer. Que venga, hay que recibirlo civilmente. Ya tú sabrás lo que resuelves contestar. Si le dices que sí aceptas, nosotros respetaremos tu decisión. Pero si como yo creo lo vas a rechazar, hazlo de buena manera, sin ofenderlo. Viene a tu casa y tu deber es atenderlo con toda corrección. Con esto no quiero decir que lo aceptes como esposo, no. Lo que quiero hacerte ver es que por ningún motivo vayas a portarte groseramente con él. Entendió Lucía la razón que su padre tenía para aconsejarle que recibiera con educación al Coronel Contreras, y prometió hacerlo así. Con esto quedó terminada la plática preparatoria del pedimento de mano,
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y padres e hija pasaron al comedor donde Damiana ya se disponía a servirles la cena. Llegó el día en que el Coronel Contreras iría a solicitar la mano de Lucía. La cita era a las ocho de la noche y para entonces ya todo estaba listo. La casa era una tacita de China, los vasos llenos de flores, y habiendo cenado a buena hora Juan Antonio y Martita esperaban en la sala la llegada del Coronel. Puntualísimo llegó éste. Venía acompañado por su hermana mayor y su cuñado, padres de Clara. Entraron, saludaron y se sentaron en los lugares que les ofrecían Juan Antonio y Martita. Sin perder tiempo y sin preámbulos de ninguna clase, el padre de Clara abordó el asunto. —Como ustedes imaginarán —dijo—, el objeto de nuestra visita es pedir la mano de su hijita Lucía para mi estimado hermano político, el Coronel Isauro Contreras. Martita, bien aleccionada por Juan Antonio, no dijo ni pío. Fue el propio padre de Lucía quien contestó. Dijo: —Por nuestra parte agradecemos mucho la distinción que el Coronel Contreras nos hace al fijarse en Lucía. Pero será ella quien tenga que resolver esta cuestión, pues nosotros no somos muy dados a manejar asuntos ajenos. Es su futuro el que está en juego, por eso creemos que es deber nuestro dejar que la misma Lucía diga la última palabra. Y en el acto llamó a Damiana y le pidió que fuera a decirle a Lucía que le hiciera favor de presentarse en la sala para que saludara a los visitantes. Obedeció Lucía y su presencia fue como un rayo de luz viva que entrara a la sala. Vestida con sencillez, suelta la hermosa cabellera de color castaño cla-
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ro, Lucía parecía ni más ni menos una preciosa hada. Al Coronel le dio un brinco el corazón. Se puso de pie y lo mismo hizo su cuñado. Con visible emoción, Contreras saludó a la dueña de sus pensamientos. Esta contestó el saludo con gran naturalidad, invitó a los señores a sentarse, saludó a la mamá de Clara, y ocupó un lugar en el sofá al lado de Martita. Viendo la belleza de la amiga de Clara, la hermana de Contreras pensó que con razón estaba tan enamorado su hermano, pues la joven era extraordinariamente hermosa y bien educada. Habló Juan Antonio: —Hijita —dijo—, los señores han venido a pedir tu mano para el señor Coronel Contreras. Tú nos dirás qué debemos contestar. Entró en esos momentos Damiana a ofrecer una copita de jerez, y la interrupción impidió a Lucía a contestar. Tomó cada quien su copa, se brindó por la salud y la felicidad de todos, salió de la sala Damiana y Juan Antonio volvió a decir: —Conque dime, Lucía, qué vamos a contestarles a los señores que nos han honrado al solicitar su mano. Con cierta cortedad, y como escogiendo cuidadosamente sus palabras, Lucía contestó a Juan Antonio y dijo que mucho agradecía la distinción que el Coronel hacía al fijarse en ella, pero que por el momento no pensaba casarse pues vivía muy a gusto con él y con Martita. Que rogaba la disculparan por no poder aceptar, que no lo hacía por orgullo o cosa parecida, sino por la razón que acababa de exponer. Contreras no se dejó vencer así como así. Tomó la palabra para decirle a Lucía que de casarse con él también viviría a gusto, una vez que él no tendría más vo-
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luntad que la de ella, que su palabra sería ley y que estaría en su casa como una reina en su palacio. Las promesas del Coronel no convencieron a Lucía, quien lejos de resolverse a ser su esposa, volvió a pedir disculpas por no poder aceptar sus finos ofrecimientos. Insistió Contreras: —¿Por qué no lo piensas un poco antes de negarte a ser mi esposa? —le dijo—. Yo quisiera que me permitieras visitarte con frecuencia, podríamos comer juntos una o dos veces a la semana en un buen restaurante. Dicen que del trato nace el amor, a lo mejor tratándome llegas a tomarme cariño. Pero Lucía fue inflexible, y el Coronel y sus acompañantes no tuvieron más remedio que despedirse sin haber sacado adelante su propósito. Una vez que estuvieron solos, Juan Antonio le dio un beso a su hija y le dijo: —Me siento orgulloso de ti, Lucía, hiciste precisamente lo que yo quería que hicieras. Te portaste con toda corrección a la vez que te mantenías firme en tu decisión. Qué bueno, creo que este asunto quedó terminado. Pero no era así, puesto que el Coronel Isauro Contreras ni renunciaba a Lucía ni la dejaba en paz. Dio en irla a esperar por las tardes cuando salía de su trabajo. Lucía apenas contestaba su saludo y se apresuraba a tomar el camión. Alguna vez hasta llegó a subirse a uno que no era el que la llevaba a su casa; no lo hizo por error, sino porque lo que quería era alejarse lo más pronto posible de Contreras. Sólo que éste se fue volviendo más audaz, y de una u otra manera impedía que la joven se saliera con la suya. Le cerraba el paso, se le plantaba enfrente y empezaba a hablar, a defender su punto. Como lo hizo una tarde en
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que soltó la lengua como nunca lo había hecho antes. Para impedir que Lucía se fuera de su lado, la tomó fuertemente de un brazo y empezó a hablar: —Lucía, Lucía —dijo—, ¿por qué eres tan cruel conmigo? ¿qué no ves que me has hecho perder el juicio? No hago más que soñar contigo, de noche dormido, y despierto de día. Sueño que eres toda, toda mía. Que tu cuerpo de diosa me pertenece, que te beso, que te acaricio, que en un fuerte abrazo hago que te fundas conmigo. No seas así de fría, Lucía, tenme un poco de lástima. Te lo suplico, dime que sí te casarás conmigo, y que ese cuerpo que me vuelve loco será mío. Lucía se espantó. El Coronel estaba loco, loco de remate. Se acordó de Martín y sintió mucho miedo. Sí, el Coronel estaba loco de remate, como lo estuvo Martín. No supo ni cómo logró decirle a Contreras: —Repórtese, Coronel, yo no me doy ese lugar, usted no tiene ningún derecho de hablarme de ese modo. Ahogó un suspiro Contreras y le dijo: —¡Qué voy a tener derecho para hablarte como lo hecho! ¡Si tú eres una reina, una diosa! Y yo no soy más que un hombre vulgar. Discúlpame, pero te repito que me has trastornado por completo. Es tu belleza, es tu dulzura, es..., sí, es tu cuerpo..., son todas estas cosas las que me han hecho perder la razón. No daba trazas de parar en sus despropósitos Contreras cuando quiso la buena suerte de Lucía que en esos momentos pasara por ahí una amiga de Martita. La señora se detuvo a saludar a Lucía. —¡Lucía! —exclamó—, ¿qué andas haciendo por aquí? —Es que acabo de salir de mi trabajo y voy a la casa. —Ah, ¿y el señor va contigo?
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—No, me estaba saludando —exclamó Lucía, y se apresuró a presentar a Contreras a la amiga de su madre—: El Coronel Isauro Contreras, tío de mi amiga Clara. —Tanto gusto —le dijo la señora a Contreras y luego le preguntó a Lucía si no quería irse con ella, que tenía su automóvil en un estacionamiento cercano y que con gusto la llevaría a su casa. Vio el cielo abierto Lucía, se despidió rápidamente del Coronel y se fue con su salvadora. Esta hizo muchas preguntas: que si el Coronel era casado o soltero, que si hacía mucho lo conocía, que qué edad tenía, y otras más por el estilo. Lucía se limitó a decir que poco o nada sabía del Coronel, pues lo acababa de conocer en casa de Clara. La de las preguntas pareció haber satisfecho su curiosidad y se puso a platicar de otras cosas. Cuando Lucía llegó a su casa, Martita aún no regresaba de una merienda a donde había sido invitada. Lucía, que se sentía mal después de haber tenido que soportar las indiscreciones de Contreras, fue en busca de Damiana. La halló en la cocina. No necesitó Damiana ver dos veces a Lucía, le bastó un vistazo para saber que a su niña algo serio le pasaba. —¿Qué sucede, mi reina? ¿por qué viene tan asustada? Lucía, que hasta entonces se había guardado de decir una sola palabra de la terquedad del Coronel, ya no pudo más y empezó a hablar casi llorando: —El Coronel, Dami, el que se quiere casar conmigo... ¡Cómo voy a aceptarlo como esposo si puede ser mi papá! —¡Diablo de viejo atrevido! —con indignación dijo Damiana—. Si la miel no se hizo para el hocico del bu-
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rro. El día que mi niña se case será con un príncipe joven y guapo. No con un vejestorio mequetrefe como él. Contó Lucía a Damiana cuánto la molestaba Contreras desde hacía cosa de una semana. Le dijo que ya no sabía para dónde hacerse pues a la hora de la salida de su trabajo siempre la estaba esperando. Que cuando su camión llegaba pronto no había ningún problema, pero cuando se tardaba, Contreras se ponía muy pesado. Como se había puesto esa tarde, que si no hubiera sido porque la amiga de su mamá había pasado por donde ella estaba y le había hecho el favor de traerla a la casa, quién sabe en qué habrían terminado las cosas. Porque Contreras estaba trastornado, de eso no le quedaba duda, bien trastornado. Lucía se puso a llorar, cosa que alarmó a Damiana, porque la joven no era dada a verter lágrimas; pero sus nervios, terriblemente alterados, la traicionaban. —¡Ay, Dami! ¿por qué tendré tan mala suerte? Primero el pobrecito de Martín, y ahora este señor que a fuerza quiere que me case con él. ¿Qué voy a hacer, Dami, si todo me sale mal? Damiana fue de opinión que lo primero que Lucía tenía que hacer era consultarlo con sus padres. Muy acertado le pareció el consejo de Damiana a Lucía, y sin pensarlo dos veces esa misma noche lo siguió.
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XV Terminaron de cenar e inmediatamente pasaron al estudio, pues habiéndoles dicho Lucía que necesitaba hablar con ellos, a Juan Antonio y a Martita no se les cocía el pan por saber qué era lo que les iba a comunicar su hija. —Me da mucha pena molestarlos —empezó diciendo ésta—, pero no me queda más remedio. Sucede que desde hace una semana el Coronel Contreras viene a la hora en que salgo del trabajo a esperarme y a molestarme. —Pero si eso ya es asunto terminado —dijo con gran disgusto Martita. —Para nosotros, mamá, pero para él no —explicó Lucía—. Este señor está muy mal de su cabeza y se cree con todo el derecho del mundo para exigirme que me case con él. Yo quisiera que ustedes me dieran un consejo. Qué debo hacer. Esta cuestión me complica mucho la vida. Tan contenta que estoy en mi trabajo y él ha venido a desarreglarlo todo. Ya ni Clara me habla; no me dirige la palabra desde el día en que sus papás vinieron con él. —Sales ganando, hijita —la interrumpió Juan Antonio—; esa muchachita nunca me ha gustado para ami-
ga tuya. Es demasiado desbaratada. Pero lo que sí me preocupa es la terquedad de Contreras. ¿Qué te dice? ¿Cuál es su actitud? Contestó Lucía que el Coronel decía puras tonterías, que ella casi ni le respondía y procuraba tomar el camión lo más pronto posible. Pero que esa tarde la insistencia de Contreras había subido de tono, y que de no haber sido porque la amiga de su mamá había pasado en ese momento por ahí y la había invitado a venirse con ella en su coche, quién sabe cómo se las habría arreglado. Juan Antonio guardó silencio unos instantes, hizo lo mismo Martita. Lucía volvió a hablar: —A ratos hasta pienso en dejar mi trabajo para evitar que este señor me siga molestando. Pero me resisto a hacerlo, estoy muy a gusto en la oficina. El Licenciado Ruy es una persona finísima, y dudo volver a encontrar un jefe tan bueno como él. ¿Qué hago, papá? ¿Cómo solucionaré este problema? Juan Antonio seguía callado. Pensaba, sin duda, buscaba seguramente una salida para la intranquilidad que Contreras, con sus desatinos, le estaba creando a la pobre de Lucía. Por fin habló: —Creo, hijita —dijo—, que este asunto no es de fácil solución. No debemos apresurarnos. Hay que irnos despacio. Por lo pronto mañana no irás a la oficina. Hablaré temprano para avisar que no podrás ir a trabajar, que te disculpen. No quería dejar de ir a su trabajo Lucía, pues sabía que de hacerlo le acarrearía molestias a su jefe, pero como Juan Antonio insistiera acabó cediendo y dijo que estaba bien, que ese día se quedaría en la casa. —Y no te apures —le dijo su padre—, seguiremos dándole vueltas a esta fea situación en que Contreras
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nos ha puesto, y ya verás cómo acabaremos poniéndole remedio. Lucía dio las buenas noches y se fue a su recámara. Qué noche pasó la pobre. Pesadillas, congojas, sustos, insomnio: de todo hubo en ella. Si hasta el fantasma de Martín Aguirre, saliendo de su tumba con gran inoportunidad, se dio a recordarle días pasados. —Ponte el vestido azul, Lucía, póntelo, te lo suplico. Quiero verte con él, ya sabes por qué. Sí, porque con ese vestido tus senos se te ven primorosos —en la acalenturada imaginación de Lucía dijo el difunto Martín. A la joven el corazón le latía con prisa, tanta prisa que a la pobrecita le pareció que quería salírsele del pecho, mientras que su cerebro seguía desbarrando. Desapareció Martín (regresaría, a lo mejor, a la sepultura), y le tocó luego el turno a Contreras, el cual llegaba con un regalo para Lucía. Se trataba de un hermoso anillo de compromiso. —Préstame tu mano, te pondré yo mismo el anillo —dijo el Coronel—. Así ya no podrás echarte para atrás. Serás mía, mía, y nada ni nadie nos separará. En su pesadilla Lucía intentaba correr, huir lejos del tío de Clara. Pero las piernas se le habían vuelto de plomo y no lograba moverlas. Aprovechándose de su inmovilidad, Contreras le tomaba la mano y le ponía el anillo. Después la abrazaba sensualmente. El abrazo le pareció a Lucía que era una lengüeta de fuego que la quemaba, que la hacía sentirse envuelta en llamas ardientes. Gritaba, más bien, quería gritar pero la voz no le salía. Despertó bañada en sudor. Vio el reloj. Eran las dos. —Apenas las dos —pensó—. Falta mucho para que amanezca.
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Un sopor sobresaltado la venció y en sueños siguió hilvanando cosas tremendas. Por fin empezó a amanecer. Corrió las cortinas de su ventana para que la luz entrara, pero no entró, pues el día era opaco, gris y lluvioso. A la pobre de Lucía le pareció que el ruido de la lluvia repercutía en su cerebro. Se metió a la regadera. Se dio prisa para terminar pronto su aseo personal, y una vez arreglada fue al comedor. Poco después se le reunieron sus padres quienes la saludaron con un cariñoso beso y empezaron a comer lo que Damiana les servía. No hizo lo mismo Lucía, pues no sentía deseos de comer. Quería hablar con Juan Antonio antes de que se fuera al trabajo. —Estuve pensando en lo que anoche te prometí hacer, papá —dijo, y luego preguntó—: ¿será necesario que no vaya hoy a mi trabajo? —No sólo es necesario, hijita —respondió Juan Antonio—, es indispensable. El Coronel está enfermo y no quiero que te expongas a alguna barbaridad que pueda ocurrírsele hacer. —¿Como qué, papá? —Por ejemplo, como echarte por la fuerza a un automóvil para llevarte a algún lugar donde no iba a ser fácil encontrarte. Tú eres muy joven y por eso no sabes muchas cosas, como ésta de la que te voy a hablar. Mira, hijita, cuando los hombres llegan a una cierta edad les entra un ansia enfermiza por prolongar su juventud. Se niegan, se resisten a envejecer, y para seguir sintiéndose jóvenes procuran encontrar nuevos horizontes, amores nuevos que les ayuden a echar en corrida a la vejez. A esta curiosa enfermedad que ataca a muchos hombres, no a todos, han dado en llamarla “el demonio del mediodía”. Para mí que esto es lo que le está pasando a Contreras. Ya no es muy joven,
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habrá tenido algunos avisos de la vejez. Y asustado ante la idea de que la juventud se le escapa hace lo imposible por retenerla. Esta, creo yo, es la causa de la calentura que le ha entrado por casarse contigo. Lucía nada dijo, fue Martita la que, con su bondad y su sencillez habituales, defendió a Contreras. —Pobre Coronel —dijo—, quién sabe si estemos juzgándolo mal. A lo mejor resultaba un excelente esposo, el pobre ha de vivir tan solo. Juan Antonio sonrió al oír lo que Martita decía. —¿Cuándo se te quitará lo ingenua, Martita? —preguntó, y luego agregó—: ¿nunca has oído decir que laguna que no tiene salida, tiene resumidero? Nada difícil será que Contreras tenga por ahí un nidito clandestino, con su pajarita y sus polluelos. Se hacía tarde, Juan Antonio tenía que irse a su trabajo, pero antes de hacerlo le leyó la cartilla a su hija: —Mucho cuidado con faltar a tu promesa, Lucía. Para tu seguridad, es necesario que el día de hoy no salgas a ninguna hora de la casa. Martita y Damiana estarán contigo, ellas tampoco saldrán. A la noche, a mi regreso, ya te diré exactamente qué es lo que vamos a hacer. Y pierde cuidado, nomás llegando a mi oficina hablaré con tu jefe para decirle que hoy no te es posible ir a trabajar. Con esto Juan Antonio se despidió, y Lucía se quedó muy intranquila pues no acostumbraba faltar a su trabajo. Llegó Juan Antonio a la puerta de la calle y ya se disponía a abrirla cuando repentinamente dio media vuelta y se regresó a hablar de nuevo con su mujer y con su hija.
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—Se me pasaba decirles que no quiero que le abran a nadie —dijo, y añadió—: si tocan, que tumben la puerta si quieren. Ustedes no le abren a nadie, absolutamente a nadie. Y cuantas veces llame el teléfono, cuidado con contestarlo. Ni siquiera lo descuelguen. Como si la casa estuviera sola. Que tampoco Damiana abra ni conteste. Repítanle mis órdenes. Y no vayas a subir a tu taller, hijita, ni aunque deje de llover. Debes estar todo el día en la casa, con tu mamá y Damiana. Tengo que irme, pero nada de desobedecerme. ¿Entendido? Dijeron que sí Martita y Lucía, y Juan Antonio se fue a su trabajo. Repitió Martita a Damiana las instrucciones de Juan Antonio, y Damiana prometió hacer lo que el amo ordenaba; no se le abriría la puerta a alma viviente, y no se contestaría el teléfono así aullara como demonio. Después de instruir a Damiana como Juan Antonio había dejado dicho que se hiciera, Martita y Lucía pasaron a la recámara de la hija donde se proponían arreglar un vestido que requería ciertas modificaciones. Como a media mañana, estando Martita y Lucía ocupadas aún en la compostura del vestido, llamaron a la puerta. Llamaron una, dos, tres veces con fuerza, insistentemente. Martita se levantó de su asiento. —Voy con Damiana —dijo—, no vaya a ser que se le ocurra abrir. Pero no, Damiana no había echado en olvido las órdenes de Juan Antonio. No abría pero sí se asomaba por una pequeña ventana que bien disimulada, y con doble reja, estaba en una de las paredes de la cocina que daban al jardín. Las enredaderas cubrían “el espiadero”, como lo llamaba Damiana, y desde adentro
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de la casa sus moradores podían averiguar quién era el que tocaba a la puerta sin que éste se percatara de que lo estaban observando. Siete veces (Lucía las contó) tocaron a la puerta. Por fin dejaron de hacerlo. Se retiró Damiana del espiadero y fue a informar a Martita y a Lucía que el que tocaba era un mensajero que traía una caja de flores como la que Lucía había recibido al día siguiente de haber ido a la fiesta de la mamá de Clara. Ató cabos Lucía y concluyó que bien pudo Clara informar a su tío de su ausencia. —Pensaría que estoy enferma —se dijo—, y por eso mandó las flores. Una hora después el teléfono empezó a llamar. Lo hizo un montón de veces, pero ni Martita, ni Damiana, ni mucho menos Lucía, lo contestaron. Pensó Lucía, y pensó bien, que no sería difícil que la persona que llamaba fuera el Coronel Contreras. En efecto, era él, pues avisado por Clara que Lucía no se había presentado a su trabajo, Contreras supuso que la joven estaba enferma. De ahí que enviara flores e hiciera lo imposible por comunicarse con ella. A media tarde hubo más llamadas telefónicas, las cuales, como las de la mañana, no fueron contestadas. Al atardecer de todo lo sucedido durante el día fue informado Juan Antonio, quien a su vez tenía muchas cosas que contarles a Martita y a Lucía. Que el licenciado Ruy respetaba los planes que él y Lucía hicieran o tuvieran hechos para sacudirse a tan molesto y no poco peligroso sujeto; que a reserva de conocer la opinión de Martita y Lucía, él creía que era del todo necesario que su hija se alejara de la ciudad de México por una corta temporada. Que el lugar que mejor venía al caso era Monterrey, ya que en la
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casa de su abuelita la joven estaría completamente a salvo de acechanzas y atrevimientos audaces. Aunque un poco a regañadientes, Lucía aceptó irse a Monterrey en donde, en casa de la abuelita, siempre pasaba días muy placenteros. Si en esta ocasión iba un algo forzada, era porque se le hacía muy cuesta arriba dejar su trabajo así como así, tan de repente, sin haber dado previo aviso de su ida a Monterrey. Sin embargo, una atenta llamada del licenciado Ruy como que aplacó su inquietud y aminoró su remordimiento. Hombre de fina educación, el jefe de Lucía le deseó buen viaje asegurándole, al mismo tiempo, que en el momento que decidiera regresar a la Capital, ahí estaría su trabajo esperándola. Tal declaración del licenciado Ruy llenó de gozo a Lucía e hizo que el viaje a Monterrey dejara de ser pesada obligación para transformarse en prometedor paseo.
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XVI —Dime cómo le haces, astrónomo, que ni en su luna de miel te olvidan las chavas. El que esto le decía a Hernán era su hermano menor, a quien el cartero acababa de entregar una tarjeta que volando había llegado desde Europa. Como se trataba de una tarjeta abierta, el bromista la había leído y se había enterado de lo que en ella le decía Florita a su hermano. —Aquí tienes —le dijo a Hernán, alargándole la tarjeta. Pero Hernán no la cogió, sólo dijo: —Puedes tirarla, no me interesa. —¡Vóitelas! —exclamó Jaime—. Si hasta se pone moños el señor astrónomo. Hernán tomó su libro, le dijo a su madre que no lo esperaran al mediodía pues comería con el Contador Garza y se fue. La señora Ruiz, ahogando un suspiro, dijo: —¡Pobre Florita!, tanto que lo quiere y éste que ni caso le hace. —Pobre de Hernán, querrás decir —la amonestó su esposo, que andaba por ahí cerca—. Esta loca lo tie-
ne lo que se dice hasta el copete, y gracias a que mi hijo es juicioso, otro ya la habría hecho picadillo. Quince días después de que llegara la tarjeta que ni siquiera leyó Hernán, Florita regresó de su viaje de bodas. Poco más de un mes había durado la luna de miel, prueba inequívoca de que eran muy ciertos los informes que le dieron a la madre de la recién casada. Como dinero fuera, lo tenía en grandes cantidades el suegro. Y lo mejor de todo era que no se lo negaba al hijo, el cual siendo el único y aunque no muy sobrado de materia gris, tenía bien volado al padre. Hernán, que todavía la hacía en tierras lejanas quiso morirse de susto cuando ese sábado vio a Florita acercarse a la banca de la Alameda donde él estudiaba. Le dieron ganas de correr, pero ya no era tiempo de hacerlo, pues su enemiga mortal estaba a dos pasos de él. —Aquí me tienes, Hernán, otra vez en México y otra vez buscándote —con gran alegría y no poca desfachatez lo saludó Florita. Se sentó muy cerca de Hernán y empezó con su cháchara. Cómo le molestaba a Hernán la proximidad de la recién casada, y cuánta vergüenza sentía de que los que pasaban lo vieran en semejante compañía. Porque Florita había regresado de Europa corregida y aumentada. Llevaba una blusa tan provocativa que ni las del Folies Bergère habían de ponerse. De la falda ni qué decir. Se había pintado el cabello de un color que tiraba al de la zanahoria, y se había echado encima todo un frasco de perfume. Y qué perfume, sus efluvios llegarían hasta el Zócalo. —¿Te gusta mi perfume? —le preguntó Florita a Hernán. —Me marea.
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—¡Ay tú!, cada día que pasa en vez de adelantar caminas como los cangrejos, para atrás. —Tú dirás lo que quieras, pero tu perfume fastidia. —Pues es de París, y si supieras lo que le costó a Miguel te desmayabas del susto. Ni una palabra contestó Hernán, y Florita cambió de tema. —¿Qué has hecho, Hernán? ¿Cuánto te falta para recibirte? Dijo Hernán que no había hecho más que estudiar y trabajar, y que todavía le faltaba algún tiempo para recibirse. —Bueno, eso ahora ya no importa —dijo Florita—, porque mis condiciones de vida han cambiado mucho. Nomás vieras la casa tan hermosa que nos regaló el papá de Miguel. Me gustaría que la conocieras. El día que gustes te la enseño toda, todita. Ya verás qué camas tan preciosas hay en las recámaras. Y lo mejor de todo es que como la fábrica de su papá queda lejísimos, Miguel no viene a comer. Anímate, Hernán, olvídate de tus pensamientos del siglo pasado y ven a pasarte un rato a mi casa. Al decir esto, Florita se desabrochó tres o cuatro botones de la provocativa blusa, y al hacerlo, ante los azorados ojos de Hernán, una buena parte de sus exuberantes pechos quedó al descubierto. Hernán se quedó frío. Pero no paró ahí la cosa, pues aprovechando que en esos momentos no pasaba nadie por donde ellos estaban sentados, Florita le tomó la mano a Hernán y se la colocó en el escote de la blusa sobre sus senos. —¿Te das cuenta, Hernán, de lo que te estás perdiendo por andar con tus remilgos? —le preguntó, y luego añadió—: Quiero que sepas que hay muchos conocedores que aseguran que si estoy muy buena por
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enfrente, por atrás estoy mejor. Conque ¿qué dices? ¿cuándo vas a probar la cama de mi cuarto? No dijo palabra Hernán, y Florita, guiñándole un ojo, agregó: —Había de gustarte. No aguantó más Hernán, se puso de pie y le dijo a Florita: —Procura corregirte. Uno de estos días Miguel va a saber cómo te portas y no te va a ir tan bien —con esto y sin despedirse, se alejó de la recién casada. Al entrar a la casa de sus padres, Hernán se topó con su hermano Jaime, el cual algo raro le notaría pues le preguntó que qué le pasaba. —Me mordió una víbora —de mal talante le contestó Hernán. —Ya era tiempo —dijo Jaime—, si hasta se me estaba figurando que eras de palo. —Déjame en paz —refunfuñó Hernán, y se fue a su cuarto. A la hora de la comida se sentó con todos a la mesa. Comió mal, no porque la comida no fuera de su agrado, sino porque todavía traía en la nariz el exagerado perfume de Florita. Rechazó el postre, él que siempre lo exigía, y a la hora de la sobremesa a las preguntas que su padre la hacía, apenas si contestaba. —¿Te sientes mal, hijo? —le preguntó su madre. —No, mamá, pero estoy cansado. Voy a acostarme un rato. Lo hizo, sólo que el reposo no le sirvió de mucho. La descocada conducta de Florita le había alborotado los nervios. Se echó en la cama pero no logró dormir pues todo era que cerrara los ojos para que Florita se le pusiera enfrente tentándole con la desnudez de su pechos y haciéndole significativos guiños.
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—¿Qué me pasa? —pensó—. ¿Será posible que esta loca me contagie su demencia? No se la contagiaba, pero sí le ahuyentaba el sueño y le sacudía el espíritu. —¿Será posible que una desvergonzada me trastorne la cabeza y me robe la tranquilidad? —con insistencia se preguntaba Hernán. Y necesario fue echar mano de toda su voluntad para poner en orden aquella imagen de Florita con sus rozagantes pechos asomando liberalmente por la blusa desabotonada. Las insinuaciones de Florita y la exuberancia de sus pechos, no habían dejado de inquietar a Hernán. El cual, poco hecho a esta clase de arrechuchos, por la noche en el jardín de la casa de sus padres, hizo acto de contrición y se sinceró con las estrellas. —La verdad es que ya no sé qué hacer con la loca de Florita —empezó diciéndoles—. Lo de esta mañana me parece increíble. Apenas una desquiciada como ella se atreve a desnudarse en plena calle. ¿Pues no echó sus senos al aire y no me hizo que se los tocara? Loca de remate. Porque las cosas que hace y dice no son de una persona que está en sus cabales. ¡Qué van a ser! Cerró los ojos un instante, volvió a abrirlos y fijándolos nuevamente en el cielo, siguió con su monólogo. —Cualquier día iba yo a olvidar a mi Lucía por esta destornillada de Florita. Imposible. Resultaría estar más loco que ella. ¿Cómo comparar a la una con la otra? Si la que en mi corazón vive es una reina. Mientras que esta pobre muchacha no pasa de ser una vulgar criatura. Por eso quiero prometerles que el bochornoso sucedido de esta mañana no se repetirá, pues he resuelto poner un remedio definitivo a esta situación
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tan molesta. Para mí desde hoy la Alameda de Santa María deja de existir. No pondré mas los pies en ella. Y tal era el pavor que Hernán le había tomado a la desquiciada de Florita, que como se lo prometió a las estrellas así lo hizo: no volvió a pararse en la Alameda de Santa María.
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XVII Llamó el teléfono, contestó la abuela de Lucía, y Juan Antonio, que luego luego reconoció la voz de su madre, dijo: —Tengo que darte unas instrucciones, mamá. Es necesario que las cumplas al pie de la letra. Para el bien de ella no menciones nombres. —¿De qué se trata, hijo? —Se trata de esto: por ningún motivo vayas a permitir que tu nieta se regrese a México antes de que yo te diga que ya puede hacerlo. —Figúrate, ella quería irse la semana que entra. —No puede, no debe hacerlo. —¿Por qué? —No te lo puedo decir por teléfono. Ya te escribiré. —Ella va a querer saber la razón. —La sabrá a su tiempo, ahorita no. No me hablen. Yo les escribiré pronto. Temiendo algún desliz de la lengua, Juan Antonio colgó sin más. Intrigadísima quedó la abuela de Lucía, y no menos lo estuvo ésta cuando se enteró de la extraña conversación con su padre, quien se había visto en la necesidad de echar mano de una extrema discreción por-
que así lo exigían los hechos que intempestivamente se habían presentado. Un día antes de que Juan Antonio hablara a Monterrey para decirle a su madre que detuviera a Lucía allá hasta que él la autorizara volver a Tlalpan, apenas un día antes del de su conversación con su madre, pasó algo en el D.F. que inquietó sobremanera al padre de Lucía y lo obligó a comunicarse con su madre para indicarle lo que le pareció que era prudente hacer. Dos días después de su breve conversación telefónica con su hijo, la abuela de Lucía recibió por correo especial un sobre grande rotulado con su nombre. Al abrirlo vio que el contenido venía dirigido a Lucía y no a ella. Las precauciones que Juan Antonio tomaba eran muchas. Que el nombre de su hija no apareciera por ningún lado era lo mejor que se podía hacer. Contenía el sobre un recado para Lucía: “Si lees el periódico que te mando, hijita, comprenderás por qué no quiero que vuelvas por ahora a casa. Necesitas no hacerte presente por acá. Dios te libre de caer en manos de los reporteros. No te dejarían hueso sano. Clara, cuya acostumbrada indiscreción me tenía temblando, afortunadamente no ha dicho ni pío. El tío la habrá aleccionado, le habrá dicho que cuidado y suelte la lengua. Ya ves cuánta razón tenía yo al decir que laguna que no tiene salida, tiene resumidero. Si Clara sigue callada, creo que no tenemos nada que temer. Pero, por sí o por no, tú te quedas con mamá hasta que yo te dé luz verde. No pases cuidado, en cuanto baje la marea, te aviso para que te vengas a Tlalpan. Y no creas que no nos haces falta.” La noticia que en el periódico Juan Antonio había señalado con una flecha roja, dejó a Lucía medio atarantada.
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—Pero qué es esto —pensó—; si hasta parece telenovela. Era, en efecto, una sorprendente noticia la que aparecía en el vespertino que su padre le enviaba. Lo había comprado Juan Antonio cuando, al salir de su trabajo, oyó a un voceador pregonar: “Por celos, su amasia tirotea al Coronel Isauro Contreras.” La nota no dejaba duda por aclarar. El Coronel Contreras vivía en amasiato con Hermelinda Tamez. La irregular pareja había procreado un par de hijos, Lulú y Arturín, quienes cursaban segundo y tercer grado de primaria, respectivamente. La discreción del Coronel era grande, y apartado el barrio en que con Hermelinda vivía. Poco o nada se sabía de las relaciones que con aquella persona tenía. Sólo que a Hermelinda no era fácil despistarla. Cuidado con las mujeres, son un diablo para eso de olfatear cuando algo anda mal. Hermelinda tenía narices finas, y empezó a sospechar que su hombre se enchuecaba. Le pareció que se acicalaba más de lo acostumbrado, que los descuidaba a ella y a los niños como antes no lo había hecho. En fin, en fin, que habiendo descubierto que empleaba sumas increíbles en regalos que no eran para ella, resolvió poner remedio definitivo a una situación que mucho la molestaba. Si el Coronelito creía que con ella podía jugar, andaba muy equivocado. Y de no ser porque Hermelinda sabía poco de armas, ahí mismo le llega su fin a Contreras. Pero poco hecha a manejar pistolas, Hermelinda no logró mandar a su amasio al otro mundo. Todo quedó en un par de rozones que las balas le hicieron en el brazo izquierdo al alocado Coronel quien, lleno de rabia, vio cómo lo de su amasiato, saliendo a la luz pública, le echaba a rodar sus planes para lograr la felicidad con un nuevo amorcito.
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Qué caramba, con las viejas no se juega, y menos con las resueltas como lo era Hermelinda. En Tlalpan, mientras tanto, en casa de los padres de Lucía no se hablaba de otra cosa. Martita no acababa de creer lo que los periódicos decían, pues imposible le parecía que una persona de modales tan rebuscados, y de tanta liberalidad en cuestión de obsequios, llevara una vida así de revuelta. Por lo que a Lucía tocaba, la pobre comía ansias por volver a su trabajo; y empujada por el deseo que sentía trabajar de nuevo, y no queriendo prolongar más los días de ociosidad, le escribió a Juan Antonio diciéndole que aunque estaba muy contenta al lado de su abuelita, la verdad era que ya se le hacía tarde regresar a la oficina, donde seguramente le haría falta a su jefe. Pero Juan Antonio, que no quería arriesgar el buen nombre de su hija, no daba su brazo a torcer. Que se quedara un poco más en Monterrey, le decía, que si cuando él la había mandado a la casa de su abuelita lo había hecho por precaución pues temía alguna locura por parte de Contreras, ahora su estancia en Monterrey era cosa de suma importancia, ya que sería una gran imprudencia exponerse a las habladurías de la prensa amarilla. Por lo tanto, no le quedaba a ella más remedio que tener paciencia y quedarse unos cuantos días más al lado de su abuela. Esta excelente señora, a quien Lucía dio a leer la carta de Juan Antonio, hizo cuanto estuvo de su parte por sacudirle a su nieta la impaciencia que sentía por volver a su trabajo. —Mira, hijita —le dijo—, tú eres muy joven, pero el tiempo te irá enseñando esta lección: que a la vida hay que torearla con un buen capote, y que hay que aceptarla venga como venga. Sale sobrando hacer be-
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rrinches porque cuando la vida te dice hay que irnos por aquí, gústete o no te guste la vereda que ella te indica, ésa es la que tienes que seguir. Y lo más curioso es que con frecuencia esa misma vereda que al principio tanto te disgustaba, termina por volverse un camino agradable por el que vas saboreando sus vueltas y revueltas y disfrutando del perfume de sus arbustos y flores. De manera, hijita, que vamos a hacer todo lo que podamos para aprovechar lo que este sendero nos ofrezca. Ya verás que no es tan difícil hacerlo una vez que te lo propones. Esa noche, antes de dormirse, mucho pensó Lucía en lo que por la mañana le había dicho su abuela. “A la vida hay que torearla con un buen capote”, así había dicho. Bueno, pues la torearía. A lo mejor hasta resultaba divertido.
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XVIII —Porque no me vas a decir que no sabes que eres muy linda —el que esto le decía a Lucía era un joven guapetón, bien trajeado y de trato simpático a más no poder. Lucía, que cumpliéndole el gusto a su abuela había aceptado ir a una fiesta de quince años, nada contestó pero sí pensó al oír la zalamera galantería de su bailador: —Conque los de Monterrey son tan labiosos como los del D.F. Vaya, pues ésta sí que es sorpresa —esto fue lo que pensó la de Tlalpan. —A fuerza que te has visto en el espejo —continuó el guapo mozo. Lucía siguió callada. —Mira, mira —siguió hablando el joven—, pues qué, ¿te habrán comido la lengua los ratones? —No me la han comido —dijo por fin Lucía—, pero no tengo nada que contestar a tus tonterías. —¿Tonterías le llamas a que te digo que eres muy linda? Oye, eso sí que no lo paso. Linda y muy linda que eres, tanto que estoy temiendo que ya no voy a poder vivir sin ti. El sesgo que iban tomando las cosas no le gustó a Lucía, pues si bien era cierto que Alberto (que así se
llamaba el de los piropos) era bien parecido y simpático, también lo era que ella cada vez que venía a Monterrey guardaba su corazón bajo siete llaves, pues no quería causar a sus padres la tristeza de irse a vivir, una vez casada, lejos de ellos. De ahí que por más que Alberto le moviera el agua, Lucía no le contestaba en el mismo lenguaje. A todo esto, sentada entre un grupo de damas contemporáneas suyas, la abuela de Lucía no perdía de vista a su nieta. Tampoco lo hacían las señoras con quienes estaba. —Oyes, Toña —le dijo una de las del grupo a la madre de Juan Antonio—, ya van varias paradas que el muchacho de don Tomás y Carlotita baila con tu nieta. No te descuides, ya sabes de qué patita cojea Albertico. Esbozó una sonrisa medio maliciosa la abuela de Lucía y no dijo nada, pero siguió observando a la pareja de jóvenes; la cual, ajena por completo a la curiosidad que despertaba entre las amistades de doña Toña, parecía estar disfrutando plenamente de la fiesta. Ya se lo había dicho su abuela a Lucía: —Estoy segura, hijita, que la fiesta será de las que hacen época —pronosticó la madre de Juan Antonio. No se equivocó, pues los padres de la festejada echaron la casa por la ventana, y no hubo invitado que no regresara a su casa haciéndose lenguas de los riquísimos manjares y los deliciosos postres que en la cena se sirvieron. Que de los vinos, rigurosamente europeos, sólo hay que decir que se ofrecieron con generosidad y que al paladar y al olfato más exigente dejaron satisfechos. No hubo ni medida ni tacañería en las excelentes botellas que se abrieron, pues no acababa
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de terminarse una, cuando ya otra se estaba descorchando. A la hora de la cena acompañó Albertico a Lucía a la mesa en donde otras parejas de jóvenes metían más ruido que un montón de urracas. Entre cháchara ruidosa y carcajadas alegres transcurrió la cena y una vez terminada volvían Lucía y su acompañante a la pista de baile, cuando la abuela se les acercó y, con gran comedimiento, le dijo a Lucía que tenían que retirarse porque ella no se sentía muy bien. —¡Ay, señora, pero si ahora es cuando esto se va a poner bueno! —exclamó el joven, en tono compungido. —¿Te duele la cabeza, abuelita? —le preguntó Lucía. —No, hijita, pero tengo unos mareos que no dejan de alarmarme. De nada sirvió que Albertico ofreciera llevar a Lucía, en compañía de sus padres, hasta la casa de doña Toña. Pero, por favor, que no se la llevara tan temprano, que la dejara siquiera una horita más. La señora no cedió. Los ruegos, las promesas y las sugerencias del pobre de Albertico salieron sobrando, no le tocaron el corazón a la abuela de Lucía. Lo tendría de roca durísima. Y lo peor fue que con ella se iba Lucía. Preocupadísima iba la nieta temiendo se presentara alguna complicación antes de llegar a la casa. Sugirió mil cosas, entre otras la de buscar una farmacia abierta en donde pudieran ayudarlas. Que le pusieran una inyección a la abuela, que le dieran unas gotas, en fin, que de un modo u otro auxiliaran a la enferma para que todo quedara en susto. Apuradísima iba la pobre de Lucía temiendo no fuera a pasarle algo serio a su abuelita, cuando ésta, viendo cuán grande
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era la congoja de la nieta, acercándose todo lo que pudo a ella, y bajando la voz cuanto le fue posible (no fuera a oírla Andrés, el chauffere) le dijo: —Tranquilízate, Lucía, no tengo nada, absolutamente nada. Lo de los mareos fue pura invención mía para tener algún pretexto para poder venirnos. Abriendo tamaños ojos, dijo Lucía: —Pero, abuelita, ¿qué necesidad había de inventar una cosa así? —La había, y muy la había, hijita. Tú no conoces a esta gente. De no haberme fingido enferma, ahí me hubieran detenido hasta el amanecer. —Bueno —dijo Lucía, que estaba hecha un mar de confusiones—, pero por qué te querías venir, tan bonita que estaba la fiesta, tanto que me estaba divirtiendo, pues no me negarás que Albertico es simpatiquísimo. —Por eso, precisamente, nos vinimos. Porque le tuve mucho miedo al pillo de Albertico. Ya te pondré al tanto cuando estemos a solas en la casa. Llegaron y, naturalmente, Lucía quiso saberlo todo. Pero la abuela, que no estaba enferma pero sí muerta de sueño, le dijo: —El cuento es largo, Lucía, y yo me estoy cayendo de sueño. Vamos dejándolo para mañana. Acuéstate, y por favor no vayas a soñar con Albertico. Olvídalo. Es lo mejor que puedes hacer. Ni olvidó a Albertico Lucía, ni durmió a sus anchas, pues las palabras de su abuela la habían intrigado en tal forma que la figura del guapo joven anduvo revoloteando en sus sueños toda la madrugada.
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XIX Doña Toña, la abuela paterna de Lucía, era mujer de acción, por lo que pensando en el problema que Albertico le acababa de echar encima, en vez de pasar la noche intranquila, como fue el caso de la nieta, hizo sus planes para el día siguiente, acomodó la cabeza en la almohada, y pocos minutos después se quedó dormida. —Mi hijo me manda la nieta acá para resguardarla de unos pantalones peligrosos —se dijo la abuela bostezando—, pero ahora resulta que el majadero de Alberto me pone las cosas al tú por tú, pues no cabe duda que el militarete ése que a Lucía trae entre ojos, no le llega a Alberto ni a las rodillas. Porque ¿qué será peor: que se roben a una muchacha para casarse con ella, o que la alboroten y la pidan para decirle luego, la víspera de la boda, que siempre no hay casamiento pues Fulanita, a quien acaba de conocer, le gusta más, pero mucho más que ella que ya estaba pedida, dada y a punto de ser lazada? Y no eran cosas de su imaginación ni fantasías seniles. Nada de eso, si bien sabidos y comprobados estaban a la mano los dos o tres casos en que el muy bribón se había partido como sandía que azota el suelo. Pobres de don Tomás y doña Carlotita, las vergüenzas que habían pasado por la des-
fachatez del pícaro muchacho. Pero lo que era con su nieta no se saldría Albertico con la suya, porque pa’ los toros del jaral... concluyó doña Toña. Amanecería y manos a la obra. Tenía el plan bien preparado y ella no era de las que dejan las cosas para después. Tan no lo era que en cuanto dieron las seis en el reloj, doña Toña se levantó, y sin perder un minuto marcó el número del teléfono de su hijo y en tanto que canta un gallo le informó que, gustárale o no, al día siguiente iba a llevarle a su hija a Tlalpan y a entregársela sana y salva. —Porque si en el D.F. hay muchos peligros, en Monterrey tampoco faltan —dijo—. Y no me hagas preguntas. Ya hablaremos mañana. No explicó más la madre de Juan Antonio, colgó y se dispuso a tomar su baño para estar arreglada a la hora en que la nieta se sentara a almorzar. Llegó al comedor Lucía, saludó con un beso a su abuela que ya estaba sentada a la mesa. Tomó su lugar la nieta, bebió un poco de jugo de naranja, aceptó lo que le ofrecía la joven que servía el almuerzo, y empezó a comer. Tarde se le hacía que la sirvienta se regresara a la cocina, pues mientras estuviera en el comedor su abuela no le contaría lo que ella tenía tanto interés de oír. Quería saberlo todo, no se le cocía el pan por averiguar cuál había sido el motivo por el que su abuela se la había traído de una fiesta que le estaba gustando como muy pocas nunca lo habían hecho. La comida, excelente; soberbia la música; y la compañía de Albertico de veras agradable. Por más que hacía no daba con la razón que doña Toña pudo haber tenido para sacarla a punta de mentiras (como lo había hecho) de un festejo extraordinariamente bonito. Por más que pensó y volvió a pensar, anduvo lejísi-
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mos de dar con el fondo del asunto. Y cómo iba a descubrirlo si era un caso que nadie, pero nadie que no estuviera en antecedentes, hubiera podido descifrar. Doña Toña, sospechando que a su nieta la estaba matando el deseo de saber por qué habían salido corriendo (pues así fue) de la fiesta en donde ella tan a su gusto estaba, doña Toña cogió al toro por los cuernos: —Imagino, hijita, que te estás muriendo por saber por qué te agüé la fiesta anoche —dijo. Nada contestó Lucía, pero lo que su boca callaba, la expresión de su rostro no solamente lo decía, lo gritaba. —Bueno —continuó la abuela— pues te voy a contar un cuento. Hizo doña Toña una breve pausa y luego explicó: —Sólo que en mi cuento no habrá, como en el de Rubén Darío, ni palacios de diamantes, ni mucho menos rebaños de elefantes. Mi cuento habla de un joven guapo y simpático que tiene la costumbre, o mejor dicho la manía, de enamorarse y de conquistar el cariño de las jóvenes con quienes sueña casarse. Hace que sus padres pidan la mano del objeto de su amor, y una vez corridos los trámites de la petición de mano, y habiéndose obtenido el consentimiento paterno, sigue nuestro joven ocupándose, junto con la dueña de su amor y como es costumbre hacerlo, con todo lo de las invitaciones, los preparativos del banquete, la elección y las pruebas del vestido de novia, etc., etc., etc. Pero es lo malo, lo requetemalo, que estando ya todo arreglado, y habiéndose ya repartido las invitaciones para la boda, al novio le entra no sé qué comezón que lo hace renunciar a la joven que ya tiene todo, pero lo que se dice todo listo para convertirse en la esposa de
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Albertico, como por cariño los familiares y los amigos llaman al arrepentido novio. El cual, lindamente, les anuncia a sus padres que siempre no va a casarse con Fulanita, sino con Menganita. Por lo que les ruega que, a la brevedad posible, le pidan a esta última. Los padres, como supondrás, no saben en qué agujero meterse; mientras que la novia, que no acaba de creer lo que pasa, devuelve regalos y guarda el inservible vestido de novia, con todo y cola y velo, en el más escondido rincón de su ropería. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado. Le resta tan solo decir a tu abuela, que sabiendo cómo las gasta Albertico, quiso salvarte a tiempo, no fuera a ser que corrieras la suerte de Fulanita y de Menganita. Porque has de saber que a Menganita no le fue mejor que a la primera. No, también a ella se le arrepintió el novio. Y hay quien asegura que hubo aún una tercera novia humillada y ofendida, como diría Dostoievski. Conque tú me dirás, Lucía, si hice bien o mal en sacarte a rastras de la dichosa fiesta donde me pareció que corrías un grandísimo peligro. Sin habla se quedó Lucía cuando hubo escuchado el extraño relato de los singulares lances de Albertico el voluble. Luego, cuando su abuela le participó que había hablado temprano con Juan Antonio para avisarle que al día siguiente volarían a México ella y Lucía, preguntó sorprendida: —¿Y papá qué dijo? ¿Estuvo de acuerdo en que me regrese a casa? —Esté o no esté de acuerdo, yo creo que debo entregarte con tus padres ahorita que estamos muy a tiempo, una vez que te voy a entregar completa, sana y salva.
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—Bueno, abuelita, ¿y de veras crees tú que Albertico sería capaz de dejarme plantada? —Claro que sí lo creo. Si el muy majadero ya se lo ha hecho a dos, tres novias, ¿qué le falta para hacértelo a ti? Ganas, no. Desvergüenza, menos. Guardó silencio Lucía, y su abuela siguió con su explicación. —Sabes, hijita, que yo presiento que el peligro que corres en Monterrey es mucho mayor que el que te amenaza en México. Allá el Coronel es un vejete que no te atrae para nada, mientras que acá el que te amenaza es un joven no sólo guapo, sino la mar de simpático. Yo no quisiera salirle con cuentas mochas a mi hijo. Por eso es que sin darle tiempo al negocio, mañana mismo te dejo en las manos de tu padre. Lucía, que no quería otra cosa que regresar a su trabajo, nada dijo, pero se alegró muchísimo y en el acto se puso a preparar sus cosas para el viaje. De Albertico no se volvió a acordar. Muy a tiempo había metido su cuchara doña Toña. No lo haga y a lo mejor hubiera sido Lucía una más en la colección de novias que el guapo mozo se había propuesto dejar vestidas y alborotadas.
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XX Qué ajeno estaba Hernán de las peripecias que a Lucía le pasaban en aquella su vida tan llena de sobresaltos y sorpresas. Pues cuándo hubiera él sospechado que unas veces por aquí y otras por allá, Lucía recibía —sin buscarlos— golpes que el destino le asestaba y que ella, toda acongojada, hacía por esquivar. Había sido primero el asedio de Martín Aguirre; luego, como si su terquedad no hubiera sido ataque dificilísimo de enfrentar, siguió lo del suicidio. Suicidio que tantas consecuencias tuvo para el maltratado espíritu de la pobre joven. Gracias a que Damiana la quería con verdadera idolatría, que si no quién sabe cómo hubieran terminado sus deteriorados nervios. Y no acababa de sobreponerse del tremendo shock que significó para ella la muerte con que Martín había puesto punto final a su desarreglada pasión, cuando apareció en escena la inesperada figura del Coronel Isauro Contreras, el cual, ignorando los desaires de Lucía, no quitaba el dedo del renglón y la molestaba un día sí y otro también. Así las cosas, apenas Hermelinda Tamez, su amasia, sacó de la escena al Coronel, cuando ya estaba el destino preparándole a Lucía un tercer descalabro.
Porque no hay duda alguna que el destino es voluntarioso y desconsiderado como pocos, y cuando la coge con alguien nadie lo puede hacer desistir de sus infames propósitos. De no haber sido por el buen criterio de la abuela, quién sabe cómo habría terminado el asunto. A lo mejor, como Fulanita y Menganita, Lucía hubiera tenido que esconder en su ropería el traje de novia que no habría de ponerse. En verdad muy ajeno estaba Hernán de las extrañas ocurrencias que iban formando el mosaico de la vida Lucía. Si alguien se las hubiera contado, no lo habría creído. Qué iba a creerlo, si para él Lucía era una hermosa princesa que vivía felizmente en una torre de marfil. Por su parte Hernán seguía cumpliéndoles a las estrellas la promesa que les hiciera aquel día desventurado en que la recién casada le pegó el susto de su vida. No, a la Alameda de Santa María no había vuelto a pararse. Ni se pararía mientras existiera el peligro de encontrarse con Florita. Esta, que no dejaba de pensar en el joven, se daba sus vueltas de cuando en cuando y, sentada en la banca predilecta de Hernán, se pasaba ahí muy buenos ratos con la esperanza de que un día con otro el amor de sus amores se presentara en el lugar así como caído del cielo. Pero por más que ella lo deseaba, Hernán nunca se presentó. Quien en su lugar lo hizo fue su hermano Jaime, el cual, uno de tantos sábados, para sorpresa y júbilo de la recién casada, pasó por la banca donde ella estaba sentada y saludándola alegremente y, sin siquiera pedir permiso para hacerlo, se sentó a su lado y pegó la hebra. El carácter bullanguero de Jaime lo hacía simpático de buenas a primeras, y Florita, que al verlo llegar había pensado que cuando no
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hay pan, buenas son tortillas, Florita no queriendo perder la oportunidad que de las nubes caía, le siguió la corriente a Jaime y platicando de mil cosas y festejando los chistes y las ocurrencias con que el hermano de Hernán solía salpicar su conversación, estuvo de palique con él más de media hora. Cuando por fin se despidió Jaime, Florita le dijo: —A ver si se repite nuestra entrevista. Ya sabes, Jaime, que aquí me encuentras todos los sábados. Dándole un fuerte apretón de manos, Jaime le aseguró que la de esa mañana no sería la única entrevista. Que ya sabiendo que los sábados ella iba a la Alameda, no dejaría de buscarla. Y no dejó. Buenas migas, muy buenas, fueron las que Jaime y Florita hicieron. Viento en popa iba su amistad y al verlos departir con franca alegría, cualquiera hubiera dicho que eran amigos de toda la vida. Como si lo fueran, pues nada ni nadie obstaculizaba su camino, y Florita que se las sabía de todas, todas, abría de par en par las puertas para que, sin ninguna traba, Jaime pudiera ir y venir a sus anchas por aquel sendero que tan de su gusto parecía ser. —Es cierto que Hernán no me hizo el gusto —pensaba Florita—, pero le arrebaté al hermano, y algo es algo. —No es Jaime tan de mi agrado como Hernán —continuaba monologando Florita—, pero de los males me tocó el menor, pues hay que aceptar que después de todo, Jaime no es ningún papanatas en estas cuestiones del amor. No, qué va a serlo, y muy tonta sería yo con andarme poniendo moños. Porque lo que es con el menso de Miguel, ni quién vaya a quedar satisfecha. Ni daba Florita sus favores con gotero, ni andaba con muchas exigencias. Comprensiva en grado sumo,
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solía recibir gustosa lo que le daban y corresponder en la misma forma. Todo lo aceptaba de buena manera, y procuraba no desaprovechar nada de lo que le ofrecían. “La vida es para gozarla”, decía, y así lo hacía. Por su parte, Jaime, que era de buen natural, aceptaba los favores que Florita quisiera darle sin demandar más ni, mucho menos, creerse el número uno en la colección de amantes que sospechaba que Florita tendría. Por eso ni se extrañaba ni refunfuñaba cuando con cierta frecuencia ella le anunciaba que al día siguiente no podrían verse, pues tenía que acompañar a su mamá que iba de compras. Y cuando no se trataba de ir de compras, era una visita a donde había que acompañar a la señora, o al salón de belleza. Motivos no faltaban. Bien sabía Jaime que Florita era un polvorín y que el lío en que con ella andaba metido no dejaba de tener sus riesgos. Sin embargo, y como todo le iba saliendo tan bien, Jaime resolvió seguir adelante con sus enredos con Florita, ya que no dejaba de ser una tontería mandarlo todo al diablo por un temor infundado. Si Miguel comía en la fábrica de su papá, ¿qué lugar más seguro para sus citas que la propia casa de Florita? Porque ya no se citaban en la Alameda de Santa María. Florita, según era su costumbre hacerlo, le había hablado a Jaime de la hermosa casa que su suegro les había regalado y naturalmente, también había puesto en los cuernos de la luna la comodidad de su cama. No fue necesario rogarle mucho a Jaime para que accediera a ir a conocer la casa, y una vez ahí, ¿cómo dejar de probar el hermoso mueble que en su recámara tenía Florita? Resultó tan bonita y confortable la cama de la mujer de Miguel, que ya ni quién volviera a acordarse de la Alameda de Santa María.
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XXI Era un hermoso atardecer del mes de agosto; a eso de las cinco había caído un buen aguacero que dejó todo reluciente. En su estudio, Hernán se ocupaba en revisar y ordenar los papeles que debería llevar al día siguiente a Puebla. Iba a arreglar todo lo concerniente a varias auditorías que el Contador Garza y él practicarían en algunas negociaciones de aquella ciudad. Por la ventana abierta del estudio veía las flores del jardín que, conservando aún gotas de agua en sus corolas, lucían como si fueran joyas. Cuánto quería Hernán su estudio y cómo le agradecía a su abuela que le hubiera heredado su piano, piano que había sido el arranque de aquel cuarto que tanto significaba para él. Estaba recordando a la abuela cuando, empujada por alguien con cierta violencia, se abrió la puerta del estudio. Era Jaime que entrando se plantaba de dos zancadas cerca de Hernán. Este, que algo extraño notó en su hermano, le preguntó: —¿Qué te pasa? ¿No me digas que ahora es a ti a quien ha mordido la víbora? —Por poco me mata —respondió Jaime, y alargándole a Hernán un periódico que doblado traía, le dijo: —Mira esto. Entérate de lo que ha pasado.
Desdobló el periódico Hernán y se puso a leer una noticia que prácticamente llenaba toda la primera plana del vespertino. “Encuentra a su mujer en la cama con otro”, con grandes letras empezaba diciendo. Y continuaba más abajo: “Mata a los dos y se suicida.” A Hernán como que le dio una vuelta el cerebro. Como que no acababa de comprender lo que leía: ¿Quién mató a quien?, se preguntó. ¿Quién se suicidó? —¿No la pescas? —le preguntó Jaime. —Pues la verdad, no —contestó Hernán. —Sí, es difícil creerlo —admitió Jaime—. Te lo explicaré: Miguel encontró a Florita acostada con otro. Los mató a los dos y luego se suicidó. Sin decir palabra, Hernán se le quedó viendo a Jaime. Aquello no era posible, pensaba. Después se acordó de la mañana en la Alameda cuando él le había dicho a Florita que se corrigiera, pues de lo contrario acabaría mal. Había tenido boca de profeta. ¡Pobre Florita! Jaime seguía hablando, pero Hernán no sabía qué era lo que le decía. Sólo oía el rumor de su voz sin alcanzar a distinguir qué era lo que su hermano trataba de explicarle. —Hernán..., ¿qué tienes? ¿te sientes mal? —preguntaba Jaime. Algo entendería Hernán, pues contestó: —Estoy un poco mareado. —A ver, tírate en el canapé —sugirió Jaime, temiendo fuera a desmayarse Hernán. Pero Hernán no lo creyó necesario. —No te alarmes —dijo—, estoy bien. Sólo que como yo le había pronosticado un fin por el estilo, pues no dejó de impresionarme la noticia.
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—¿Qué dices, Hernán? ¿que tú le habías pronosticado un fin como éste? ¿cuándo lo hiciste? ¿y por qué? —Jaime le soltaba pregunta tras pregunta a Hernán, pero no recibía contestación alguna pues su hermano parecía estar hundido en sus meditaciones. —Contéstame, Hernán —le instó Jaime—, ¿qué te pasa? ¿por qué no me dices nada? Hernán habló por fin para decir que nada la pasaba, que sólo estaba recordando lo que no hacía mucho le había aconsejado a Florita. Quiso Jaime saber toda la verdad: qué era lo que había dicho o hecho Florita, y qué le había aconsejado Hernán. —Florita estaba enferma, Jaime. Era una ninfomaníaca, por eso se portaba como lo hacía —dijo Hernán—. Pensando yo que Miguel, su marido, iba a darse cuenta de la conducta de ella, le advertí que si seguía cometiendo imprudencias, Miguel podría averiguarlo y quién sabe cómo le iría. No volví a verla, pero por lo visto no siguió mi consejo. —Claro que no lo siguió —le aseguró Jaime a Hernán—, qué iba a seguirlo, si la pobre no llenaba de hombres. Al oír hablar así a su hermano, Hernán pareció sorprenderse y no pudo menos que preguntarle: —¿Y tú cómo lo sabes? ¿Cómo es que estás tan enterado de la vida que Florita llevaba? Jaime tardó unos instantes en responderle a Hernán. Como que no se resolvía a enseñar sus cartas, como que tenía miedo de decir la verdad. Pero Hernán apretaba las tuercas, quería saber lo que había pasado. Y no tuvo más remedio Jaime que confesarlo todo. Cuando acabó de hablar, su hermano mayor lo reprendió:
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—¡Pero estás loco, Jaime! —exclamó—, ¿cómo te pones a andar con mujeres del tipo de Florita?, y casada, para colmo. ¿Pues no tenías tanto miedo de que yo fuera a enredarme con ella? Y mira nada más lo que tú hiciste. ¿Qué tal si Miguel, en vez de encontrarla con el que mató, la encuentra contigo? No lo dejó seguir hablando Jaime, interrumpiéndolo bruscamente, le dijo: —No creas que no lo he pensado, Hernán —y la voz como que quería temblarle—, en un tris estuve de ser yo el muerto. Florita me había citado para ese día. El muertito me salvó, pues, prefiriéndolo a él, Florita me habló y me dijo que teníamos que dejarlo para otro día porque debía acompañar a su mamá, que iba de compras. Y sucedió que Florita se fue de compras hasta el otro mundo en compañía del que me sustituyó. Suerte que tuve, Hernán. —Suerte que tuviste, Jaime. Pero no creas que la vas a seguir teniendo siempre —dijo Hernán. Después continuó hablando—: Lo mejor que puedes resolver es no volver a hacer tonterías. Déjate de andar buscándole tres pies al gato, ya ves que tiene cuatro. Olvídate de las casadas. Son pura dinamita. Porque maridos celosos y matones como Miguel los hay por montones. Y si los buscas, los encuentras. Puedes estar seguro de esto: ningún esposo ofendido va a permitirte que te burles de él. Conque, repito: vale más que te vayas despidiendo de las casadas. Los dos hermanos siguieron platicando un rato más y llegaron a la conclusión de que era mejor no decirle nada por el momento a su padre. No faltaría quién lo hiciese. Por lo que a su madre tocaba, estaba mejor en su ignorancia. Cuando menos dormiría tranquila.
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Creyendo que ya Jaime le había aclarado todo, Hernán se sentó al piano e hizo además de empezar a tocar, pero Jaime se lo impidió. —Oye, Hernán —dijo—, yo quisiera que me permitieras pasar la noche aquí en tu estudio. Podría dormir en el canapé. No dejó de extrañarle a Hernán el hecho de que su hermano quisiera dormir en el estudio en vez de hacerlo en su recámara. —Puedes hacerlo si quieres —le dijo—, pero la verdad no veo qué vas a salir ganando. Antes creo que tu cama es mucho más cómoda que el canapé. Jaime nada dijo. Por fin, después de un corto silencio, se resolvió a contárselo todo a Hernán. —No se trata de la comodidad de las camas —comenzó a explicar Jaime—, sino de los recuerdos que en mi cuarto me van a espantar el sueño. —¿Cuáles recuerdos, Jaime? —preguntó Hernán—. ¿No me digas que tuviste más aventuras todavía? —Así fue, Hernán. Hernán se le quedó viendo con una mirada interrogante que obligó a Jaime a hablar. —Verás —dijo—, la última vez que estuviste en Puebla me quedé solo en la casa porque, como tú sabes, papá y mamá fueron a pasar unos días en Guanajuato. Una mañana que no tuve clases, tocaron a la puerta. Fui a abrir y era Florita. Creí que era cosa de decencia decirle que en la casa no había nadie más que yo. ¿Y sabes qué me contestó? Pues me dijo empujando la puerta y metiéndose al pasillo: “¿Estás solo por completo? Entonces, ¿por qué perdemos el tiempo? La vida hay que gozarla.” Parecía conocer la casa mejor que yo, se me adelantó y se fue derecho a mi cuar-
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to. Para cuando yo llegué ya se estaba desvistiendo. Me repugnaba la idea de convertir nuestra casa en una de citas, pero no tuve la resolución necesaria para negarme a hacer lo que ella esperaba de mí. Estuvo más de una hora, al parecer muy satisfecha y sin dar señales de despedirse. Tuve que inventar un pretexto para librarme de ella. Le dije que tenía que irme, que apenas llegaría a tiempo a mis clases. Se lo tragaría o no, pero se fue. La verdad, Hernán, aquello me repugnó. No supe qué pensar de Florita y mientras estuve solo no volví a abrir la puerta cuando tocaban. Por sí o por no, mejor no abría. Pobre Florita, debe de haber estado enferma. —Lo estaba y mucho —dijo Hernán, recordando el empeño que puso para conquistarlo a él. Pero no le dijo nada de ello a su hermano prefiriendo no tocar el tema. Volvió a hablar Jaime e insistió en dormir en el estudio. —No quiero dormir en mi cuarto —dijo—, porque tengo tan presente a Florita que la voy a estar viendo toda la noche. Mejor me quedo en tu estudio. —Como tú quieras —aceptó Hernán—, pero trae cobertores y almohadas para que estés cómodo. Dijo Jaime que lo haría, sólo que primero iba a estudiar un rato en casa de un compañero. Con esto salió Jaime del estudio y Hernán, que continuaba sentado al piano, hizo por tocar. Pero no pudo. El fantasma de Florita, rondando por su imaginación, no se lo permitió. La veía, tan a lo vivo, desnudándose en el cuarto de su hermano y aprovechando la ausencia de sus padres para saciar sus exigencias uterinas. —Es por demás —se dijo—, no puedo tocar. Me parece estar cometiendo un sacrilegio. La pobre mucha-
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cha muerta, y yo aporreando el piano. Mejor me voy al jardín. Y se fue a buscar una poca de paz en el parpadeo de sus queridas amigas las estrellas. A ver si en su compañía lograba serenarse, porque la verdad era que desde el instante en que Jaime le entregó el periódico con la tremenda noticia, Hernán había sentido como una sacudida que lo sacaba de su órbita y lo echaba a volar sin rumbo por espacios desconocidos. —Pobre Florita —volvió a pensar—, qué poco imaginé que mis temores iban a salir ciertos.
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XXII Había reanudado Lucía su vida de trabajo, de sosiego familiar y de pintura en su mirador, cuando una tarde al regresar de la oficina, Martita le fue diciendo: —Hijita, ¿por qué no nos habías dicho que en Monterrey habías dejado a un joven guapísimo enamorado de ti? Hoy al mediodía vino a buscarte. —¿Quién vino, mamá? —preguntó Lucía nomás por preguntar, pues su intuición le decía que el que había venido a buscarla era Albertico. Se lo confirmó su madre entre una catarata de elogios para el muchacho de Monterrey. Que era guapísimo, que su simpatía lo volvía irresistible, que en jamás de los jamases había ella conocido a un joven de presencia tan seductora como la del regiomontano, y que esto, y que aquello. En fin, que Albertico se había echado a la bolsa a Martita en un decir ¡Jesús! Pero Lucía, que traía los pies bien plantados en el suelo, le echó a su madre un jarro de agua bien helada. —Ni te hagas ilusiones, mamá —le dijo—, ¿que no te platicó abuelita de este muchacho? Verás, en todas partes se cuecen habas. Déjame contarte. Y le contó todo lo concerniente a la extraña manía que el regiomontano cultivaba. Con los ojos tan gran-
des como ruedas de molino (figura muy usada en los cuentos de Callejo) se quedó Martita al oír el relato de su hija. —Pues de veras, hijita, que en todas partes se cuecen habas. Tienes mucha razón al decirlo. Pero mira nada más qué desfachatez de este joven, porque imagino que viene propuesto a declararte su amor para salir luego conque siempre no. —No te apures, mamá, como yo sé de qué patita cojea Albertico, pues no corro ningún peligro. Pero Martita sí creía que su hija, de seguir tratando al de Monterrey, estaría corriendo riesgos. Era tan guapo, y tan, tan simpático, se decía la pobre Martita, que no fuera a ser que Lucía se diera un resbalón. No se lo dio. Al menos por esa vez. Pero no se crea que el chico perdió el tiempo. Qué iba a perderlo si no era su costumbre hacerlo. Fue el caso que en casa de don Luciano Ochoa se festejaba, con bombo y platillo, el cumpleaños de sus hijas, las cuatas Fernanda y Roberta. Al festejo fue invitada Lucía, ¿y cómo se iban a olvidar de su amigo Albertico, si más de cuatro pollas andaban que se morían por el ruin de Monterrey? El cual llegó solo (y en estado de merecer) a la fiesta de las cuatas. Las saludó con aquella su inigualable sonrisa y les dio, de parte de Lucía, una disculpa: que por estar aquejada de una terrible migraña, Lucía no podría asistir a la fiesta. Mejor que mejor, pensaron al unísono las cuatas, así el ataque a la fortaleza se volvía más fácil y las probabilidades de tomarla se centuplicaban. Pero las cuatas no contaban con el peligro que Diamantina (otra de sus invitadas) representaba en los terrenos del asedio amoroso. Guapa, mimadísima por sus padres y sus cuatro hermanos varones, Diamantina estaba acos-
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tumbrada a salirse siempre con la suya. Tepalcate con que Diamantina se encaprichaba, tepalcate que pasaba a ser propiedad muy suya. Por eso cuando las cuatas Ochoa vieron que Albertico sacaba a bailar a la temible Diamantina, ambas movieron la cabeza como diciendo: “Ya estuvo, ésta ya nos lo ganó, ni para qué perdemos el tiempo.” Hicieron bien las cuatas en no enfrentársele a Diamantina, pues sus esfuerzos de nada les habían valido. Absolutamente de nada, porque a decidida, a resuelta, a entrona, no había quién le ganara a la de los cuatro hermanos. Con la más cautivadora de sus sonrisas, Albertico llegó hasta el sitio desde donde, de pie y luciendo un hermosísimo vestido, Diamantina lo había estado llamando con las fulgurantes miradas de sus hermosos ojos. —¿Bailamos? —preguntó con voz melosa. Nada contestó Diamantina, pero dando un paso hacia delante, extendió los brazos y, dejándose abrazar por el guapo mozo, empezó a bailar graciosamente. Como cortaban tan primorosa figura, no hubo asistente a la fiesta que no sintiera admiración y no poca envidia al verlos bailar. “Qué mal hicimos en invitar a Diamantina”, le dijo al oído Roberta a Fernanda. “De plano metimos el choclo”, contestó Fernanda. Pero ya la cosa no tenía remedio. Albertico estaba embrujado, y Diamantina tenía su plan para salirse con la suya. Lo que era a ella no la plantaba el regiomontano. Pobre de él si ponía en juego sus artes diabólicas. Que no fuera a salir con que “siempre no me caso contigo, porque la que ahora me gusta es Fulanita”. Ah, sí, la curiosa manía del de Monterrey ya andaba de boca en boca, y no había chica en la fiesta de las cuatas Ochoa que no estuviera al tanto
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de lo peligroso que era aceptar los piropos y las atenciones del guapo Albertico. Pero ahí se las dieron todas a Diamantina. Y luego qué, ¿a poco sus cuatro hermanos estaban pintados? Que no fuera Albertico a salir con sus acostumbradas majaderías porque no sabía lo que se andaba buscando. Con sus hermanos no había quien pudiera. Tampoco Albertico pudo, pues para cuando acordó ya estaba escuchando las palabras del juez quien, con gran urbanidad, les leía las que habían suplantado a la simplona acta que había compuesto don Melchor Ocampo (el cual ¿qué podía saber de problemas conyugales siendo como era, un solterón?). Por si las moscas, y porque no fuera a ser que Albertico le entraran ganas de poner pies en polvorosa, los temibles y temidos hermanos de Diamantina, no se le retiraron un minuto al novio. Formando un perfecto cuadrilátero, los cuatro aguerridos hermanos tuvieron sitiado y vigilado al contrayente todo el tiempo que duró la lectura casamentera. Una vez que el juez hubo terminado de amonestar a la pareja, y que Albertico hubo firmado el fatídico documento, los guardianes de Diamantina juzgaron innecesario continuar con su actitud hosca, y de amenazadores se transformaron en amables y simpáticos cuñados del recién casado. El cual, bien a bien, no acababa de digerir lo que le había sucedido.
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XXIII Un reguero de pólvora no hubiera corrido tan aprisa como corrió en Monterrey la noticia del casamiento civil de Albertico y la chilanguita Diamantina. Los padres del novio, gustosísimos porque al fin salían de su maicito podrido, no acababan de creer que tanta felicidad fuera real. Primero que nada, una vuelta a la ciudad de los Palacios a conocer a la nuera y a ver en qué podían ayudar para la cuestión del matrimonio religioso y el banquete de bodas. Diamantina, que parecía descender de algún lagarto, puso sus cinco sentidos en las atenciones y las amabilidades que les prodigó a los padres de Albertico. Ni qué decir que los de Monterrey mordieron el anzuelo y cayeron redonditos en la red que con tanta habilidad había tendido Diamantina, la astuta muchacha. Y a todo esto el novio, ¿qué hacía? Pues nada, que el novio no hacía nada, porque el pobre seguía un poco aturrullado sin saber qué hacer ni qué decir. Pero hecha a salvar todo género de obstáculos, Diamantina no se dormía y con indecible habilidad iba resolviendo tanto los pequeños como los grandes problemas que en los preparativos de una boda de postín suelen presentarse. Por ejemplo, la elección de los vi-
nos fue materia de tanta y tan grande importancia que en un tris estuvo que el asunto diera al traste con la feliz terminación de un matrimonio que prometía ser de gran resonancia y no poco relumbrón. Pero ahí se las dieron todas a la novia, quien sin achicopalarse y sin perder el rumbo, manejó lo de los vinos con tal acierto que de haber estado en un redondel habría cortado orejas y rabo. Ni perdía la paciencia, ni equivocaba el rumbo la de los cuatro hermanos. Mientras tanto, llenos de alegría y henchidos de felicidad, los casi suegros de tan extraordinaria desposada pidieron permiso para alejarse por unos cuantos días de la ciudad de México para trasladarse a la de Dallas, en donde se proponían adquirir la ropa que habrían de lucir en el dichoso día en que su hijo uniría su vida a la Diamantina con el otrora indisoluble lazo matrimonial. Pues sí, llevado y traído en lenguas era el matrimonio de Diamantina y Albertico. Quién hablaba del traje que la novia luciría el día de la boda, quién de los vinos de Ródano, del Rhin y de muchos otros lugares que en el banquete nupcial se descorcharían, éste aseguraba que matrimonio tan sonado como el de esta pareja no se volvería a ver en mucho tiempo, mientras que aquél vaticinaba gran número de desventuras para la pareja que tanto ruido metía por el solo hecho de contraer nupcias. Y —desde luego— no faltaban algunos malintencionados que con algo de saña, y no poca envidia, comentaran los desagradables sucesos de las veces que Albertico había plantado a algunas novias anteriores, novias que no tuvieron ni la resolución ni el colmillo necesarios para meter al novio en cintura. Como quiera que fuese, unas de un modo, y otras de otro, eran muchas las lenguas
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que se ocupaban de la boda que estaba en puerta y que tanto y tanto prometía. Y fue lo mejor del caso que las maravillas esperadas por todos los invitados no quedaron en promesa. Cómo habrían de quedar si la casa se echaba por la ventana y no se descuidaba un solo detalle. Llegaban de Hawai las flores y la nieve, de Nueva York los postres, París enviaba cientos de botellas de los Veuve Clicquot, y a una de las más afamadas pastelerías madrileñas se había ordenado el pastel de bodas, pastel que hizo que todos los que lo contemplaban se les hiciera agua la boca. Pero ¿qué decir de las orquestas que en el jardín tocaba la música más de moda invitando a los jóvenes, y aún a los viejos, a dejar sus asientos para ponerse a bailar? Fue así, precisamente, que comenzó la amistad de Ramiro Pérez con Lucía la de Tlalpan. Porque sintiéndose completamente a salvo del peligro que no hacía mucho había significado para ella la persona de Albertico, Lucía resolvió ir al casamiento, y una vez en él se entregó en cuerpo y alma a gozar plenamente de la fiesta de bodas de Diamantina y su novio regiomontano. El cielo estrellado, las flores del bien cuidado jardín, la música que los pies movía y el bullicio general que inundaba el lugar, fueron un mareo maravilloso para el encuentro de Ramiro y la de Tlalpan. Nadie los presentó, sucedió todo como en las novelas románticas. Cerca de un arbusto cuajado de flores estaba Lucía sentada en una banca viendo a las parejas que, baile y baile, revoloteaban por todos lados en el jardín y en las terrazas. No lejos de la banca que Lucía ocupaba, se hallaba Ramiro Pérez absorto en la belleza de la de Tlalpan. Era Ramiro Pérez un joven bien pare-
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cido que sin hacerse del rogar había aceptado la invitación que uno de los hermanos de Diamantina le hizo para que asistiera a la fiesta con que se celebraba el matrimonio de su hermana. La música tocaba, el baile seguía, cuando de repente, sin que Lucía hubiera sentido llegar a nadie, a su espalda y muy cerca de su oído, una voz agradable dijo: —¿Bailamos, guapa? Volvió la cabeza Lucía para averiguar quién era el que la invitaba a bailar, y se sorprendió al ver que quien esto hacía era un perfecto desconocido. Sería el encanto de la hora, o el embrujo del sonido amable de la voz, el caso fue que, contra la costumbre suya de guardar la debida distancia cuando de desconocidos se trataba, Lucía sonrió francamente y poniéndose de pie, dijo con sencillez: —¡Cómo no! La tomó del brazo Ramiro y juntos se encaminaron a una de las terrazas que habían sido convertidas en pistas de baile. Bailaron y qué bien lo hicieron, pues tal parecía que habían ensayado los pasos de la pieza que los músicos tocaban. —¿Has estudiado baile? —le preguntó Ramiro. Que no, que nunca lo había hecho, contestó Lucía. —No te lo creo, si eres una maestra. Por toda respuesta, Lucía sonrió. —No, no te lo creo —insistió Ramiro—. Me estás echando mentiras. Lucía dijo que no con la cabeza y Ramiro la atrajo contra su tórax y le dijo juguetonamente—: Cómo serás embustera. Bailaron unos instantes en silencio y luego habló Ramiro y preguntó:
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—¿Cómo te llamas? —Lucía. Cosa curiosa, como hacía años lo hizo Hernán Ruiz en la Alameda de Santa María, Ramiro Pérez preguntó: —¿Lucía qué? —Lucía Valdés. Otros momentos de silencio, silencio que Ramiro interrumpió para decir: —Bueno, ¿y no quieres saber cómo me llamo yo? ¿no te interesa mi nombre? —Si tú me lo quieres decir —dijo Lucía. —Te lo voy a decir por educación, no porque crea que lo quieras saber —dijo Ramiro, poniéndose un poco serio. —Pero sí me interesa saber tu nombre, de veras sí —dijo Lucía, hablando con cierta vehemencia. Hizo a un lado Ramiro su seriedad, y volvió a hablar con su voz agradable: —Está bien, me llamo Ramiro Pérez y deseo ser tu amigo. ¿Me lo permitirás? —Por supuesto —respondió Lucía—: claro que sí te lo permito. La respuesta de Lucía pareció llenar de júbilo a Ramiro Pérez el cual, abrazando más fuertemente a Lucía, y sin dejar de bailar, inclinó la cabeza y le dio un beso en el cuello. —Bueno —dijo después de besarla—, pues ya somos amigos. ¿Estás contenta? Nada respondió Lucía y Ramiro repitió su pregunta: —Digo que ya somos amigos, que si estás contenta. —Estoy contenta porque somos amigos —contestó Lucía—, pero te suplico que no vuelvas a besarme. Yo no soy así, no tengo esas costumbres.
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De a seis quedó Ramiro con la respuesta de Lucía. —¿Pues de qué siglo eres? —le preguntó. —Del de las gentes que se respetan —dijo Lucía. No supo qué contestar Ramiro, pero no volvió a besarla.
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XXIV Parecía que las familias de Albertico y de Diamantina habían pedido la noche por catálogo. El cielo con sus estrellas (las mismas que Hernán tanto quería), con una que otra nube navegando de aquí para allá, y el viento sutil que llenaba de rumores el jardín, daban la impresión de haberse puesto de acuerdo para hacer que la noche luciera como un hermosísimo telón de teatro. Ramiro y Lucía seguían juntos, bailando y yendo de un lado a otro, pero después del incidente del beso que el imprudente joven le plantara en el cuello a su compañera, ésta se encastilló en un silencio y una actitud ausente que hicieron comprender a Ramiro que su conducta había molestado mucho a su nueva amiga. —No es para tanto —le dijo queriendo arreglar las cosas—, por un beso que te di no me vas a castigar dándome el hielo. —Todos somos diferentes —le contestó Lucía, y en el tono de su voz se notaba lo mucho que el atrevimiento de Ramiro la había ofendido—. A mí no me agradan las personas que se toman libertades conmigo como la que tú te tomaste; no creo haberte dado lugar para que lo hicieras.
—Mira, mira —le dijo Ramiro, queriendo darle un sesgo de broma al asunto—, ¿a poco te criaste en un convento? —En un convento, no —respondió Lucía secamente—, pero en una casa de gente bien educada, sí. Se quedó callado Ramiro y poco después Lucía se despedía de él alegando que tenía que buscar a las personas con quienes había ido a la fiesta, no fuera a ser que ya quisieran irse. —No creo que vayan a retirarse antes de cenar —arguyó Ramiro—, déjame acompañarte para ver qué dicen. No se opuso Lucía y juntos anduvieron buscando el matrimonio con que Lucía había ido. Cuando dieron con él, la señora le dijo a Lucía que no tuviera cuidado, que siguiera bailando pues no se irían hasta después de la cena. —Ya lo ves, nadie va a perderse de una riquísima cena como estoy seguro que será la que nos van a servir. No le quedó más remedio a Lucía que permitir que Ramiro la siguiera acompañando. Pero no volvió a tener queja de él, pues el joven parecía haber aprendido su lección. Llegó la hora de cenar y tal como lo había dicho Ramiro, la cena estuvo deliciosa. Nada faltaba. Los manjares eran excelentes; los vinos, los refrescos, los postres, todos extraordinariamente exquisitos. De pronto, empezó a tocar una orquesta de violines. Amenizada con tan hermosa música como que la cena se volvía más rica. Lucía se acordó de algo que de niña había leído en un cuento que su abuelita le había regalado. Se lo repitió a Ramiro. Decía así: “Ay, rondín —ay, rondón— bailar al compás de los dulces violines de Hungría.”
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Lo festejó Ramiro y como a los postres los violines seguían tocando, se puso de pie e invitó a Lucía a bailar. —¿No quieres bailar al compás de los dulces violines de Hungría? —le preguntó. Respondió Lucía que con mucho gusto lo haría, pero que ella no sabía bailar valses, que era lo que la orquesta de violines tocaba. —Tú nomás sígueme —dijo Ramiro—. Yo tampoco sé ni papa de valses, pero a ver qué sale. Bailaron y no lo hicieron tan mal. Cadenciosa como era la música que los de los violines tocaban, no se les hizo del todo imposible bailar el vals. Festejaron los dos su éxito y siguieron bailando valses hasta que el matrimonio con quien Lucía debía irse llegó por ella. Se despidieron de los novios y sus padres, y cuando estaban ya para irse, Ramiro les dijo a los señores con quienes se iría Lucía: —Es tarde, son pasadas las dos; la ciudad está llena de malhechores. Si me lo permiten quisiera irme detrás de ustedes en mi carro para poder darles la mano si algo se les llegara a ofrecer. —Pero vamos muy lejos, pues tenemos que llevar a Lucía hasta Tlalpan —objetó el señor. —Nada tiene que ver eso —respondió Ramiro—. Al cabo no voy a pie. El matrimonio amigo de Lucía pareció quedar convencido de la buena voluntad con que Ramiro hacía su ofrecimiento y acabó aceptándolo. Antes de iniciar el regreso, la señora le dijo a Lucía: —Si quieres irte con tu amigo puedes hacerlo. —No, señora, muchas gracias. Debo regresarme con usted y su esposo, pues así se lo prometí a mi papá.
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Y se subió al auto del matrimonio y Ramiro tuvo que irse solo en el de él. Por el camino no dejó de pensar en la seriedad con que Lucía tomaba todo. Era incapaz de faltar a su palabra ni de hacer de la vida una broma. Después de un larguísimo recorrido, llegaron por fin a la casa de los padres de Lucía. Se bajó de su automóvil Ramiro para despedirse de ella. Hizo lo propio Lucía con sus acompañantes y les dio las gracias. Viendo que Damiana esperaba a Lucía en la puerta, los señores que la habían traído siguieron su camino. No hizo lo mismo Ramiro que no se le despegaba a su nueva amiga. —¿Cuándo nos volvemos a ver? —le preguntó—. Dime el número de tu teléfono para hablarte mañana. —Estamos molestando a los vecinos que deben de estar durmiendo —dijo Lucía, y agregó—: No es hora de conversar. Muchas gracias por haber venido hasta acá —y volviéndose hacia donde Damiana la esperaba, le dijo—: Ya voy, Dami. —Sí, mi niña, porque la señora Martita está con cuidado. Siguió Ramiro a Lucía que ya iba a reunirse con Damiana, e impaciente porque ésta no los dejaba solos, le dijo a Lucía: —Voy a acabar cortándole la cabeza a esa Damiana. Se detuvo Lucía y le dijo: —Tendrías que cortármela primero a mí. Buenas noches —y sin una palabra más entró a la casa. Damiana cerró la puerta, se apagó la luz que por las ventanas de la casa había estado brillando, y no le quedó más remedio que subirse al auto, alejarse y seguir su camino.
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XXV Como es frecuente que les pase a las almas simples, Martita solía ser esclava de sus obsesiones. De ésta había una que no la dejaba en paz ni de día ni de noche. Era aquélla que le acababa la vida, pues, aunque se lo propusiera (que, la verdad sea dicha, nunca trató de hacerlo), sí, aunque se lo propusiera, la preocupación de los dieciocho años cumplidos de Lucía y su poca inclinación hacia el matrimonio, era ya una verdadera pesadilla. Con la honradez que la caracterizaba, Lucía no hacía ningún secreto del hecho que a ella el matrimonio no le atraía, que estaba muy a gusto en casa de sus padres y que por el momento no le hacía falta alguna tener marido. No compartía Martita el pensamiento de la joven, y lejos de estar contenta con la decisión de Lucía de seguir al lado de sus padres, se pasaba la vida ideando planes para encauzarla en la elección de un novio, que enamorado hasta los tuétanos de la innegable belleza de su hija, la llevase —y pronto— hasta el altar. Poca o ninguna atención ponía Lucía a la calentura matrimonial que al cerebro de Martita afectaba, pero tanto fue subiendo la fiebre que llegó un día en que la
discreción de Lucía, y su infinita paciencia, empezaron a flaquear. Como era natural, dado su devaneo casamentero, en cuanto Lucía se le puso a tiro, Martita empezó a hacerle miles de preguntas. Que si la fiesta de bodas había estado muy bonita, que qué le había parecido el vestido de la novia, que si había bailado mucho, que quién la había acompañado a la hora de la cena, que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Era un interrogatorio interminable el que Lucía se veía en la necesidad de contestar, pues Martita lo quería saber todo. Después de un rato de estar confesando a su hija, Martita la emprendió con preguntas que iban, por decirlo así, al grano. Quiso saber Martita, primero que nada, quién era el joven que la había acompañado durante toda la fiesta. —El muchacho guapo con el que bailaste mucho y que te acompañó durante la cena, ¿quién era, hijita? —Qué buenos informantes tienes, mamá —le dijo Lucía, sonriendo un poco. —Bueno, es que hace un rato le hablé a doña Andrea para darle las gracias porque ella y don Leonardo nos hicieron favor de llevarte. Como yo me sentía mal, de no haber sido por ellos te hubieras quedado sin ir a la boda. Por buena suerte se me ocurrió decirle a doña Andrea que si te podías ir con ellos. —¿Tú le pediste a la señora de don Leonardo que me llevaran con ellos, mamá? —interrumpiendo a Martita, Lucía le preguntó. —Sí, Lucía, yo se lo pedí, porque me daba mucha lástima que por estar yo enferma tú te quedaras sin ir. —Mira, mamá, yo creí que el ofrecimiento de llevarme había salido de ellos. Pero veo que no fue así,
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que por el contrario, tú les echaste el compromiso. Te suplico que no lo vuelvas a hacer. Siento mucha vergüenza por haberlos molestado tanto. —¿Pero en qué los molestaste, hijita? Ellos iban a la boda, ¿qué les costaba llevarte? —Les costaba venir por mí y luego traerme en la madrugada, mamá. Y la casa nuestra está lejísimos de la de ellos. Por favor, mamá, nunca vuelvas a molestar a nadie por mí. El razonamiento de Lucía dejó a Martita toda confusa. Pensó que Lucía exageraba, que yendo en su automóvil qué les costaba a don Leonardo y a doña Andrea ir tantito más allá o más acá. —Tiene razón papá cuando dice que mamá no creció, que es una niña —pensó Lucía. Pero Martita no había terminado con su interrogatorio. Había muchísimas cosas más que quería saber. ¿Cómo se llamaba el joven que la había sacado a bailar? ¿era el mismo que la había acompañado a la mesa? ¿qué hacía? ¿en qué trabajaba, o todavía estudiaba? ¿por dónde vivía? ¿iba a volver a verlo? ¿de qué habían platicado? Muchas de las preguntas se quedaron sin respuesta porque Lucía, alegando que como no estaba acostumbrada a desvelarse, se sentía un poco cansada, pidió permiso para retirarse a su cuarto a dormir un rato antes de la hora de la comida. No tuvo más remedio Martita que guardar su curiosidad para cuando, habiendo descansado, Lucía se sintiera con las fuerzas necesarias para seguir aguantando el chaparrón. Sale sobrando decir que Lucía no pegó los ojos. Por más esfuerzos que hizo, el sueño no quiso hacerle el favor de cerrar sus ojos, y la pobre, mortificada por la indiscreción de Martita, acabó poniéndose a pensar
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en la ocurrencia de su madre, ocurrencia que, por cierto, nada de extraño tenía, pues ¿de qué otra cosa se componía la vida de Martita sino de manejos poco o nada prudentes? Sólo que no había que decírselo, porque o no veía en qué había consistido su error, o le daba por sentirse ofendida y poniendo tamaños ojos obligaba a quienes con ella vivían a llevarle grandes atenciones hasta lograr que su mal humor se esfumara. Así era ella, y Juan Antonio, queriéndola como la quería, ya estaba muy acostumbrado a torear sus malos ratos y a hacer lo posible, y lo imposible, porque la calma retornara a su hogar. Por su parte, Lucía también le llevaba tela a su madre, pero la verdad era que las simplezas con que Martita acostumbraba lucirse un día sí y otro también, había veces que se pasaban de la raya. Tal el caso del incidente de la boda de Diamantina y Albertico, boda a la que Lucía creyó haber ido invitada por doña Andrea y don Leonardo. Incapaz de ocasionar molestias a los demás, Lucía se sintió muy mal por haberlas causado (sin saber que lo hacía) a la pareja a quien Martita había comprometido a que primero la llevaran a la boda y luego la regresaran a su casa. Le dio Lucía vueltas y más vueltas al asunto y acabó resolviendo que nada diría a don Leonardo y a doña Andrea de su total ignorancia de la parte que Martita había jugado en tan desafortunado arreglo. —Les mandaré una canasta llena de fruta, para que vean lo mucho que agradezco su amabilidad —se dijo, y así lo hizo. En cuanto a Martita, se quedó más fresca que una lechuga sin sospechar siquiera que su conducta dejaba mucho que desear. No solamente se quedó muy fresca, sino que no contenta con haber cometido una in-
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discreción tan grave, volvió a las andadas esa misma tarde cuando Ramiro Pérez (al que Cupido había disparado una flecha derechito al corazón) llegó a la casa donde esa madrugada había dejado a Lucía, tocó la puerta y al abrirla Martita, le preguntó, de buenas a primeras, por Lucía. Llevaba Ramiro un regalo en las manos que dijo deseaba entregar a Lucía. —Voy a llamar a mi hija —dijo Martita—, ¿cuál es su nombre?, para decirle a Lucía quién es el que la busca. —Ramiro Pérez, para servir a usted. Oír Martita el nombre del visitante y darle un brinco al corazón, fue todo uno. —¡Ah!, usted es el joven que acompañó a Lucía en la boda —dijo, y lo invitó a pasar y lo enredó en una conversación interminable.
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XXVI Refugiada en la privacía de su taller, qué ajena estaba Lucía a lo que abajo, no muy lejos de ella, pasaba. Y lo que pasaba era que, con la llegada de Ramiro Pérez, Martita se había volado de una manera infantil. Empezó por agasajar al visitante sin hacer el menor esfuerzo por ocultar la alegría que experimentaba de percatarse de que su hija tenía un pretendiente que, según todos los informes, sí era digno de ser tomado en cuenta. Y para que su felicidad fuera completa, Ramiro acababa de declarar que nunca antes había él conocido a una joven tan hermosa como Lucía. —¿De veras le parece muy hermosa Lucía? —le preguntó Martita, deseando seguramente que Ramiro le regalara el oído. —Le doy mi palabra, señora, de que lo digo desde el fondo de mi corazón: la hermosura de su hija es como la de las hadas o las princesas de los cuentos que de chicos leíamos. Le confieso que por más que hago, no doy con ninguna joven que pueda igualarse a Lucía. La satisfacción que las palabras de Ramiro le causaron, se extendió por el semblante de Martita, la cual, saboreándola, guardó silencio unos instantes. Cruzaban el jardín encaminándose al taller de Lucía, y ésta
no se daba cuenta de la proximidad de los que venían porque, sentada frente a una ventana que se abría en la dirección opuesta a la que los que llegaban traían, no le llegaba sonido alguno de sus voces. De ahí que su sorpresa fuera grande cuando sin anunciarse entraron Martita y Ramiro a su taller. —¡Mira nada más qué sorpresa te traigo, Lucía! —sin poder ocultar su júbilo, le dijo Martita. Detrás de ella entraba Ramiro, y Lucía, que no estaba preparada para recibir visitas, y menos la de Ramiro, no supo qué decir y llena de congoja se quedó callada. Entregó Ramiro su regalo, agradeció Lucía los chocolates, pues chocolates eran, y colocó la caja sobre una pequeña mesa que cerca de la ventana estaba. —Bueno, Lucía —le dijo Martita—, ¿pero no los vas a probar? Deben de estar riquísimos. Pruébalos. —Después, mamá. —No seas mal educada, hijita, tu amigo te trae un regalo y ni caso le haces. Sonrió Lucía y le dijo a Martita: —No es que no le haga caso, mamá, es que a estas horas no acostumbro comer nada. Tú lo sabes bien. —Lo sé, Lucía, pero también sé que cuando a una le regalan algo tan rico como estos chocolates, lo menos que puede hacer es mostrarse agradecida. —Está bien, mamá, abriré la caja para que los pruebes, pues se me está figurando que tú sí tienes ganas de hacerlo. Ramiro, que con toda atención había seguido los razonamientos de Martita, sonrió socarronamente al oír lo que Lucía decía.
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Abrió la caja Lucía y se la ofreció a Martita quien, con la gula retratada en el semblante, se puso a escoger el chocolate que endulzaría su paladar. Como Lucía hiciera ademán de cerrar la caja, Martita la detuvo. —No, no cierres la caja todavía, tal vez tome otro —dijo. Sonrió Lucía, dejó la caja abierta y le dijo a Ramiro: —Nadie sabe para quién trabaja. Ramiro no contestó nada; gustárale o no que sus chocolates hicieran las delicias de Martita, y no de Lucía, él fue lo suficientemente educado para no dejar traslucir ningún disgusto, si es que lo sentía. Se olvidó el caso de los chocolates para ocuparse de los cuadros que llenaban las paredes del mirador. —¿Todos los pintaste tú? —preguntó Ramiro. Que sí, le contestó Lucía, y Ramiro se puso a verlos con más atención. Por los comentarios y las preguntas que hacía, Lucía se dio cuenta de que su nuevo amigo sabía bastante de pintura. Tal vez también él pintaba. Se lo preguntó. —No —contestó Ramiro—, no pinto, y no lo hago por falta de tiempo. Mi vida no deja de ser complicada y no me permite ocuparme de otra cosa como no sea mi trabajo. —No es ésa la impresión que en las cuantas horas que tenemos de conocernos me ha quedado de tus actividades —replicó Lucía—. Dices que no tienes tiempo para pintar, ¿no será que tú lo dilapidas? Si en vez de bailar al compás de los dulces violines de Hungría, como lo hiciste anoche, te hubieras puesto a pintar, algo hubieras hecho. Conque ya ves que no es tiempo lo que te falta, es voluntad y organización.
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—Mira, mira, ya me resultaste buena para los sermones —dijo riéndose Ramiro. —Si no te gusta que te los eche, no volveré a hacerlo —dijo Lucía, y agregó—: Después de todo, que cada quien haga de su vida lo que le convenga o le guste. Ramiro nomás sonrió, luego se dirigió a un pequeño cuadro y quiso saber quiénes eran los niños que en él había pintado Lucía. —A ese cuadro lo he llamado “Recuerdos de la infancia” —dijo Lucía. Y Ramiro preguntó: —¿De la infancia de quién? —De la mía —contestó Lucía. Luego le explicó—: Hace mucho, cuando yo tenía siete años, un día me llevó mamá a la Alameda de Santa María de la Ribera. Ahí estuve platicando con un niño demasiado delgado que me contó que había estado muy enfermo. Parecía que su falta de carnes era una obsesión en él, pues cuando nos despedimos me dijo que cuando creciera y no estuviera tan flaco se iba a casar conmigo. Que lo esperara. —¿Y lo estás esperando, Lucía? —preguntó Ramiro. —Nunca volví a saber de él —explicó Lucía. Martita, que no había perdido palabra de la conversación de Lucía y Ramiro, terció en ella: —Nunca volviste a saber nada del flacuchón porque cuando le conté a tu papá que habías hecho tu primera conquista, me prohibió que te anduviera llevando a la colonia de Santa María, pues me dijo que las amistades de los niños con frecuencia acaban en noviazgo y que del noviazgo al casamiento no hay más que un paso. Dijo tu papá que no quería para ti ningún marido enfermizo. Por eso no volviste a saber de aquel muchachito flaco.
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Nada dijo Lucía, pero por la expresión de su semblante se notaba muy a las claras que lo que Martita acababa de contarle no le había hecho ninguna gracia. Ramiro rompió el silencio para hacer una pequeña broma: —Si no esperas hoy en la noche a tu amigo el flaco de la Alameda, ¿no te gustaría cenar conmigo? —preguntó. Y Lucía contestó: —No espero a nadie, pero te agradezco la invitación. No la puedo aceptar porque debo acostarme a buena hora para estar bien descansada mañana, pues recibiremos en la oficina a unos inspectores. Mi jefe nos suplicó que llegáramos muy a tiempo y debo hacerlo. —¡Ay, Lucía! —terció Martita—, ni que la visita de un par de inspectores fuera cosa de vida o muerte. No permitas que esos señores te trastornen tu vida. —Dice bien tu mamá, Lucía —dijo Ramiro—, ¿cómo va a ser justo que por llevarle tela a un par de mequetrefes desconocidos vayas a perderte un rato agradable? Rebélate, haz a un lado tus prejuicios y vámonos a bailar al compás de los dulces violines de Hungría. Nada respondió Lucía, y Ramiro, viendo la cosa muy difícil, se despidió de Martita. Lo acompañó Lucía hasta la puerta, salieron al jardincito que a la calle daba, y ya para subirse a su auto Ramiro, que no se daba por vencido, volvió a la carga: —Dejémonos de bromas, Lucía, pero por favor acepta mi invitación. Dime que vienes a cenar conmigo. ¿Qué no ves que me estoy muriendo por estar contigo? ¿Qué no te das cuenta que el amor que por ti siento es inmenso? Tan grande, tan grande es, que no me cabe en el pecho. ¿No te das cuenta, Lucía, que el gol-
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pe que a mi corazón le ha dado tu belleza es un golpe de muerte? ¡Ay, si no fueras tan siglo quince, ya te tendría entre mis brazos, ya te estaría dando un beso y otro y otro más! Sin contestar ni una sola palabra, Lucía se dio la vuelta, y alejándose rápidamente de Ramiro entró a la casa y cerró de golpe la puerta. Ramiro, que se había ido tras ella por un callejón que daba a la calle y que estaba abierto, la llamó angustiado: —Lucía, por favor, Lucía, vuelve, ven. Te prometo no decirte más tonterías, te aseguro que me portaré como tú quieras que lo haga. Lucía... Pero, oiría o no las súplicas de Ramiro, Lucía no volvió.
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XXVII El asedio de Ramiro fue una verdadera guerra. Se dio mañas para averiguar las horas en que Lucía estaba en el trabajo, a las que salía, qué camión tomaba para regresar a la casa, y miles de cosas más. Buen esfuerzo le costó llegar a saber en dónde trabajaba, y cuál era el número del teléfono a donde se le podía hablar. Pero con mucha paciencia y no poco tesón, todo lo fue logrando. Lo primero era buscar aliados, personas que estuvieran dispuestos a ayudarlo. En Damiana valía más ni pensar. Algo le decía a Ramiro que aquella Dami, que tanto parecía querer a Lucía, no sentía por él ninguna simpatía. Antes, por el contrario, como que le tenía mala voluntad. Pero no era Dami la única puerta a la que Ramiro pensaba llamar para ir salvando los obstáculos que en su camino se le atravesaban. Escondida en el puño de la camisa tenía una carta formidable, la Reina de Oros: Martita. Martita que, soñando con que, ¡al fin!, su hija se hiciera de un novio a su medida, no dejaba sin contestar cuanta pregunta le hacía Ramiro. El teléfono de la casa de Lucía nunca había sido tan indiscreto como lo fue cuando Ramiro, en su asalto a la fortaleza, se valió de la ingenua de Martita para abrirse camino en aquel zarzal que era la poca
gana que la joven tenía de aprisionar su vida entregándole el corazón a quien, sabiéndose dueño y señor de su voluntad, iba a manejarla a su antojo. Paso a pasito, el terco de Ramiro fue allanando el camino que llevaba hasta el corazón de Lucía, y por más que ésta hizo por impedirle la entrada, llegó un día en que, con inmensa alegría, el enamorado joven obtuvo lo que se había propuesto a alcanzar. Lo cual no era otra cosa que arrancarle el sí a la dueña de su corazón. No se dio cuenta Lucía de que, usando de cuanto recurso se le ocurría, Ramiro iba ganándole terreno: los regalos menudeaban, no faltaban las serenatas, y aquella miel que como veneno el muy labioso destilaba en los oídos de Lucía, era como para doblegar la más recia de las voluntades. Y sucedió que, cuando menos lo pensaba, Lucía acabó presa en las redes del amorazo que, a todas luces, Ramiro le profesaba. No fue cosa de un día, ni de dos, pero empeñado como estaba en salirse con la suya, Ramiro terminó enseñoreándose de la voluntad y del corazón de Lucía. Sin ninguna alharaca, calladita como era ella, la hermosa joven le dio a Ramiro las albricias de su primer amor. Era, como naturalmente tenía que ser: un amor discreto, purísimo, sincero. Ramiro, que la lotería que con tan precioso tesoro se sacaba no sabía que hacer para que Lucía se dejara llevar por el viento que, soplando suavemente, empujaba mar adentro la marea en que el idilio se mecía y en la que tantas y tan hermosas playas iban tocando. Gustando de saborear las mieles que en suerte le habían tocado, Ramiro acostumbraba repetir, una y otra vez, dos preguntas:
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—¿De veras me quieres mucho, Lucía? —le preguntaba. Y luego—: ¿De veras no te arrepientes de haberme aceptado como novio? Que sí lo quería mucho, le aseguraba Lucía, y que qué esperanzas que fuera a arrepentirse de haberlo aceptado como novio. La necesidad que Ramiro tenía de que Lucía le asegurara una y otra vez que sí lo quería y que no se arrepentía de haberlo aceptado como novio, era una obsesión o terquedad que mucho le llamaba la atención a Lucía. ¿Por qué insistirá en preguntarme siempre lo mismo?, pensaba. ¿Por qué querrá que a todas horas le repita que no siento ningún arrepentimiento de haberlo aceptado como novio?, se preguntaba. Y hubo una pregunta que un día, inesperadamente, le hizo Ramiro, pregunta que por cierto le causó a la joven gran extrañeza. Tanto le intrigó la pregunta que hasta llegó a quitarle el sueño. —Dime, Lucía —le había dicho Ramiro—, ¿tú te casarías conmigo? No contestó Lucía inmediatamente, parecía no acabar de comprender lo que Ramiro le preguntaba. Luego, cuando por fin habló, fue para contestar otra pregunta: —¿Pues qué la finalidad a que el noviazgo conduce no es el matrimonio? Sonrió cariñosamente Ramiro, le tomó las manos y dijo: —En efecto, Lucía, el matrimonio es la finalidad a que el noviazgo conduce. Pero lo que yo quiero saber es si tú me aceptarías como esposo el día en que yo te pidiera que te casaras conmigo. Como Lucía volviera a guardar silencio, Ramiro insistió:
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—¿Qué me contestas, Lucía? ¿Te casarías conmigo? —Eso te lo diré el día que me lo preguntes en firme —dijo Lucía, y añadió—: Las cosas a su tiempo, no tenemos para qué andar preocupándonos por un problema que aún no se ha presentado. No quedó muy satisfecho Ramiro con la respuesta de su novia, pero no tuvo más remedio que aceptarla, pues no dejaba de ver que Lucía tenía razón en dejar su contestación para después. Los días pasaban como suelen hacerlo cuando se es feliz: de prisa, corriendo y, a veces, hasta volando. Nada turbaba la felicidad de Lucía, como no fuera aquel constante preguntar de Ramiro, quien continuaba haciendo las mismas preguntas, preguntas que a fuerza de repetirlas ya parecían haberse convertido en estribillo. Era que habiendo caído enfermo de amor y fuerte porrazo, Ramiro no tenía la destreza suficiente para manejar las riendas de aquel sentimiento suyo que a ratos, sofocándolo, amenazaba con sacarlo de quicio. Hacía lo posible Lucía por aplacar su inquietud, pero no le era fácil lograrlo pues el joven en todo aquello en donde Lucía anduviera de por medio, era incapaz de sostener el paso. Sin embargo, y pese a las insistentes preguntas de Ramiro, Lucía, que era toda dulzura, llevaba adelante su noviazgo con paciencia y discreción. Ignorante como era de las vueltas y revueltas que los noviazgos suelen dar (pues Ramiro era el primer novio que tenía) no sabía bien a bien qué pensar de aquel preguntar machacón de Ramiro. Pero como tenía un corazón de aceite (como el de los ángeles de García Lorca), lo disculpaba pensando que no era difícil que así fueran todos los novios. Y resistiéndose a establecer comparaciones entre el suyo y los de sus amigas, prefería aceptar las cosas como eran y
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no ir a cometer alguna indiscreción que a Ramiro pudiera molestar. Pero como nunca faltan prietitos en el arroz, un día cuando habían pasado unos seis meses después que Lucía aceptara a Ramiro como novio, éste dio un viraje que no dejó de alarmar a la hija de Martita. Hasta entonces el noviazgo había ido sobre rieles, sin tropiezos, sin grandes problemas, y siempre dejando entrever un mañana tranquilo y sin mudanza alguna. Pero de repente, sin decir ¡agua va!, la Giralda que a su cargo tenía dirigir los asuntos de aquel noviazgo, giró bruscamente y llevándose lejos los vientos suaves que hasta entonces habían soplado, instaló en su lugar un aire cruel que grandes tormentas presagiaba. No supo qué pensar Lucía del amenazador cambio que se acababa de operar en el continente de su noviazgo, pues nunca hasta entonces le había mostrado Ramiro un semblante tan descompuesto, ni había tenido actitudes que en imprudencias rayaban. Era que, de la noche a la mañana, Ramiro se había vuelto celoso.
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XXVIII Ramiro Pérez sufrió su primer ataque de celos una tarde en que, habiendo ido a esperar a Lucía a la salida del trabajo, la vio salir conversando con su jefe. Antes de despedirse, Lucía estuvo de pie unos minutos con el jefe no lejos de donde Ramiro la esperaba. Terminaron de tratar sus asuntos, se despidieron y mientras el jefe de Lucía se iba a recoger su automóvil al estacionamiento, ella se dirigió sonriente a donde Ramiro estaba. Grande fue su sorpresa al oír las palabras que su novio le dirigió en vez de saludarla de buen modo: —Conque platicando con el jefe, ¿no? Qué bien, cuánto trabajarás, seguramente, estando a su lado todo el día. No supo qué contestar Lucía y se quedó callada, cosa que le subió a Ramiro la calentura de los celos. —Ya me irás diciendo si salgo sobrando —dijo de muy mal talante, y agregó—: será bueno irte poniendo los puntos sobre las íes. Tampoco habló Lucía, con lo que atizó el mal humor de su novio. —¿Por qué no me contestas? ¿Qué esperas para hablar y decirme que sí trabajas, que no haces otra cosa
todo el día? Ya imagino lo cansada, lo cansadísima que volverás a tu casa. El tono de voz de Ramiro había ido subiendo más y más, su actitud era verdaderamente una novedad muy desagradable y molesta para la pobre de Lucía que se sentía abochornadísima porque los reclamos de Ramiro no dejaban de llamar la atención de los que cerca de ellos pasaban. Lucía no sabía qué hacer ni qué decir. Lo único que se le ocurrió fue subirse al camión que en ese momento se detuvo a recoger pasaje. Era el que la llevaba a su casa y sin pensarlo se adelantó a subirse a él, no sin antes decirle a Ramiro: —Con tu permiso, Ramiro, me voy a mi casa. Enfurruñado como estaba, y habiéndolo tomado por sorpresa la inesperada reacción de Lucía, Ramiro no se movió y la dejó partir sin pronunciar palabra. En el trayecto a su casa, Lucía hizo lo posible por serenarse. No quería que ni sus padres ni Damiana se dieran cuenta del mal rato que acababa de pasar. No era Martita la que la preocupaba, pues con aquellos ataques casamenteros que la esposa de Juan Antonio sufría, Ramiro le había caído como llovido del cielo. No hay ni qué decir que Martita estaba loca de gusto ahora que sus sueños iban por buen camino, porque teniendo ya novio formal Lucía, la amenaza de la soltería se había diluido por completo y su fantasía bien podría echarse a volar. Ahora sí tendría que complacerla Lucía, ahora sí que no podría rechazar el vestido de novia, no, no podría negarse a ponérselo, y una vez con él puesto sería la más hermosa de cuantas novias anduvieran por esos mundos de Dios queriendo lucirse. Pues, seguía pensando Martita, iba a ser muy difícil que alguna otra novia se viera tan linda como se vería su hija el día de su casamiento. Por eso Lu-
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cía, adivinando lo mucho que su madre estaría bordando en la cuestión de una próxima boda, no hubiera querido darle ningún dolor de cabeza. Con Damiana la cosa era distinta, ya que ella nunca había ocultado el poco placer que el noviazgo de Lucía y Ramiro le causaba. —¡Ay, mi niña! —le decía—, no sé que tufo me da este joven. La verdad tengo miedo de que no me la vaya a hacer feliz. De su padre no sabía qué pensar. A ratos le parecía que aceptaba a Ramiro y a ratos se le figuraba que su novio no era del completo agrado de Juan Antonio. Como que no acababa de entregarle su confianza, como que no se decidía a abrirle los brazos y recibirlo como miembro de la familia. Por eso al pensar en su padre los temores de Lucía no eran pocos. Piensa y piensa iba Lucía mientras el camión, bajando y subiendo pasaje, se acercaba cada vez más a la casa de Tlalpan. Sabía la joven que debía jugarse muy lista para que su padre y Damiana no le notaran lo nerviosa que estaba. De Martita no tenía nada que temer pues, enfrascada en sus devaneos matrimoniales, y tejiendo ensueños color de rosa, Martita no acostumbraba ni temer a la realidad ni preocuparse mucho por ella. Lastimada por la inusitada conducta de Ramiro, y sin saber qué pensar de lo sucedido, Lucía no acababa de llegar a alguna conclusión que explicarle pudiera el mal humor de su novio. Nunca antes había dado señales Ramiro de ser celoso, porque la desatinada explosión de mal humor y desconfianza que acababa de tener, la llevaron de conjetura en conjetura sin poder aceptar ninguna por parecerle todas inadmisibles. Ni ella hubiera sido capaz de cometer una liviandad, ni Ramiro de creerse de chismes. No,
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por más que pensaba Lucía, no le era posible dar con el origen de aquel huracán de celos que a su novio azotaba. A todo esto, y sin que ella hubiera podido aclarar el cómo y el por qué de semejante reventazón celosa, el camión llegó a Tlalpan y Lucía no tuvo más remedio que bajarse y entrar a su casa así de maltrecha como iba. Encontró a sus padres en el estudio. Apenas entró le dijeron que tenían que comunicarle algunas nuevas y la invitaron a sentarse. Tomó asiento Lucía y se dispuso a escucharlos. —No tienes más novedad, hijita, que pasado mañana tu mamá y yo nos vamos a San Antonio —dijo el padre, en cuanto la hija se hubo sentado. —¡Figúrate, Lucía, a San Antonio! ¡Tantas ganas como siempre he tenido de conocer esa ciudad! —toda alborozada exclamó Martita. Quiso saber Lucía el motivo del viaje y cómo había sido que tan de repente se les había ofrecido hacerlo. Explicó Juan Antonio que iban allá porque su socio y el habían sido invitados a un Congreso de Contadores Públicos que en San Antonio tendría lugar. Dijo también que ya otras veces habían recibido invitaciones semejantes en el Despacho Contable que su socio y él manejaban, pero que por una cosa u otra nunca había podido aceptarlas. Esta ocasión estuvieron de acuerdo, su socio y él, en ver si era posible que uno de ellos fuera al Congreso. El socio de Juan Antonio no hablaba inglés, con lo que quedaba perfectamente excluido de encargarse de semejante asunto, y en cambio Juan Antonio, que hablaba y entendía bien el idioma del país vecino, resultaba el indicado para aceptar la invitación. De gusto había brincado Martita cuan-
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do supo que su esposo pensaba llevarla con él a San Antonio, y sólo sentía que Lucía no pudiera acompañarlos en el viaje. —Bueno —dijo Juan Antonio—, pero quién te ha dicho que Lucía no puede ir con nosotros. A lo mejor sí puede hacerlo. ¿Qué dices, Lucía? ¿Podrías conseguir el permiso de tu jefe? ¿Sería posible que nos acompañaras? Qué gusto me daría que tú también fueras. Sería la gran cosa para tu mamá, pues mientras yo asista a las conferencias y a los trabajos del Congreso, ustedes podrían pasearse juntas. ¿Crees poder obtener el permiso de tu jefe? Como un relámpago le cruzó a Lucía la idea de que el viaje que su padre le proponía podría ser un magnífico pretexto para darle a Ramiro una lección. Lección muy merecida, por cierto. —Pues podemos averiguarlo ahora mismo, papá —dijo—. Será cuestión de llamar a mi jefe a su casa. ¿Cuántos días tendría que faltar a mi trabajo? —No más de seis y no menos de cinco, hijita. —Vamos a ver qué me dice mi jefe. Faltan quince días para mis vacaciones. A lo mejor me las puede adelantar. Pudo el jefe de Lucía adelantarle las vacaciones, y lo hizo con muchísima voluntad, pues siendo Lucía una excelente empleada que en cuanto problema se presentaba en el Despacho siempre estaba lista para darle la mano, él no podría menos de corresponderle cuando era ella quien solicitaba ayuda. Grande fue el gusto que sus padres recibieron con la noticia del permiso que Lucía había obtenido. Martita batió palmas. —¡Qué bueno, Lucía, qué bueno! Ya verás cómo nos vamos a pasear tú y yo juntas —dijo. Después añadió—: Pero ¿y Ramiro? ¿cómo le vas a hacer con él?
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Le contestó Lucía que eso era muy sencillo de arreglar, pues le dejaría recado con Dami. —¿No le puedes hablar tú? —preguntó Martita—, me parece que eso sería lo mejor. Que bastaba con dejarle dicho con Dami. Cinco o seis días pasan pronto, y a su regreso ella le explicaría que el viaje había sido de repente y que por eso no le había podido decir nada personalmente. —Háblale por teléfono, hijita —insistió Martita—, ¿qué te cuesta? Lucía no hizo lo que Martita le sugería por la sencilla razón de que desde el principio de su amistad el joven había implantado la costumbre de que a él Lucía no le podía hablar a ningún teléfono, ni al de la casa de sus padres ni al de su trabajo. A él, había dicho Ramiro, no le gustaba que sus asuntos íntimos anduvieran de boca en boca. Muy natural y explicable encontró Lucía la razón que Ramiro daba para no proporcionarle número alguno de teléfono a donde pudiera llamarlo, y la imposibilidad de hablarle por teléfono se volvió costumbre. Costumbre que Lucía aceptó sin mayor extrañeza y en la que no pensó nunca ni mucho ni poco. Pero si Lucía aceptaba con toda naturalidad el que su novio no le facilitara ningún número telefónico a donde ella le pudiera hablar cuando se le ofreciera, a Juan Antonio, en cambio, la cosa no le parecía nada bien. —No me gustan nada estos misterios de Ramiro —le decía a Martita—. Es mucho secreto. Por algo será. —No pienses nada malo, Juan Antonio, ya sabes que todos tenemos manías —con su irrefrenable optimismo le decía Martita.
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Nada contestaba Juan Antonio, pero se quedaba muy pensativo. Después de cenar, Lucía se excusó con sus padres diciéndoles que quería retirarse para preparar la ropa que llevaría al viaje. Se fue a su recámara y cuando hubo terminado de arreglar su veliz, resolvió acostarse temprano para ver si descansando recobraba la calma, una vez que la mortificación que su novio injustamente le había dado esa tarde no había dejado de alterarle los nervios. Pero por más que hizo por dormir, por más que intentó olvidar el desagradable incidente de esa tarde, el sueño no quiso cerrarle los ojos; y pensando que si no dormía no podría levantarse con la lucidez necesaria para dejar todo en orden en la oficina, Lucía optó por ir en busca de su paño de lágrimas. Sin hacer ruido, no queriendo despertar a sus padres, se dirigió al cuarto de Damiana. —Dami... —le dijo en voz baja—, Dami... Despertó Damiana. —¿Qué pasa, mi niña? —Que no me puedo dormir. Yo creo que lo del viaje me ha puesto nerviosa. ¿No me haces una tacita de manzanilla? Se la hizo Damiana, no sin antes preguntarle si no sería alguna otra cosa lo que le había espantado el sueño. —Yo creo que no, Dami —dijo Lucía. Pero a Damiana no era fácil engañarla. Insistió: —¿No será que el novio no se ha portado bien, mi niña? Ya se lo he dicho muchas veces, cuidado con él, a mí no sé que tufo me da. —No, Dami, es lo del viaje. Como me lo dijeron tan de repente.
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No dijo más Damiana y preparó la manzanilla. Se la tomó Lucía y volvió a su cuarto. Un rato después conciliaba el sueño. Ella sí, pero Damiana no. Porque a ella que no le viniera con cuentos. Qué viaje ni qué nada, pensó. Era alguna bribonada de ese novio tan horrible que su niña traía. Que Dios me la cuide, pensó, y apretó los ojos para ver si se dormía.
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XXIX Bien a bien Juan Antonio no acababa de aceptar a Ramiro. Sin embargo, hasta donde podía disimulaba su disgusto, pues no quería molestar a la hija. Esta, que por primera vez tenía novio, estaba entusiasmada con él y mucho habría resentido la escasa simpatía que su padre le tenía a Ramiro si Juan Antonio se la hubiera dado a conocer. Por eso el padre, haciendo de tripas corazón, le ocultaba a Lucía el poco o ningún afecto que por el futuro yerno sentía. Procuraba cruzar con él pocas palabras, no fuera a ser que entablando conversación con Ramiro algún gazapo fuera a asomar la cabeza. Tampoco a Damiana hacía feliz el noviazgo de su niña con Ramiro. —¿Por qué eres tan celosa, Dami? —le preguntaba Lucía—. Algún día me tengo que casar. Además, Ramiro es un buen muchacho. —Eso está por verse —contestaba Damiana, y arriscando las narices se iba a la cocina a sus ollas y sus guisos. De Martita hay que decir que traía la cabeza dándole vueltas desde que Lucía había entrado en relaciones con el joven Pérez. Motivo de grande, de gran-
dísimo júbilo, qué digo júbilo, de felicidad, era el incipiente noviazgo de la hija. Por lo pronto, la fiebre casamentera que casi todas las madres sufren cuando sus hijas llegan a la edad de merecer, había hecho crisis en Martita y la pobre no sabía qué rumbo tomar. Gracias a que Lucía la aplacaba, que si no sólo Dios sabe qué hubiera sucedido en aquel hogar de Tlalpan. Cuatro días pasaron los viajeros en San Antonio, los mismos que Martita y Lucía aprovecharon para darse la gran paseada. Atendidas a cuerpo sino de rey, sí de reina, madre e hija anduvieron de un lado a otro conociendo la ciudad que por primera vez visitaban. No deseando perder ni un minuto de los pocos que disponían, cuando les era posible hacerlo se iban a las tiendas a comprar cuanto se les ocurría. Para Martita el viaje fue delicioso, pues los organizadores del Congreso y sus esposas las colmaron de atenciones. Hubo paseos por el riachuelo que atraviesa la ciudad, hubo cenas, hubo comidas. En la misma gloria se sentía Martita, no así Lucía que haciendo por aparentar alegría, en realidad traía a todas horas clavada la espina de la extraña e inesperada actitud de Ramiro. El recuerdo de lo sucedido en la última vez que se habían visto, no la dejó gozar plenamente del viaje. Pese a la fatiga que el ajetreo de los días le ocasionaba, no dormía bien por las noches. No sabía, por más que repasaba lo sucedido, no sabía cómo explicarse el arrebato y los celos de que había dado vivísimas muestras la tarde en que la vio conversando con su jefe. No era la primera vez que la veía despedirse de él, y nunca antes dio señales de disgusto. Mucho menos de celos. ¿Por qué esta vez se había alterado en tal forma? ¿por qué había perdido los estribos? ¿por qué la había ofendido de manera tan descortés? Estas y muchas otras pre-
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guntas se hacía Lucía mientras acostada luchaba por conciliar el sueño, el sueño que se negaba a ayudarla a reponer la fuerzas y a recuperar la tranquilidad. Tres días duró el Congreso, pero Juan Antonio y su familia tomaron unos pocos más para pasear los tres juntos. A su regreso de San Antonio tuvo la muy agradable sorpresa Lucía de ver que Ramiro había vuelto a ser el de antes: jovial, cariñoso, consecuente con ella. Confesaba haberla extrañado mucho, y los informes de Damiana fueron inmejorables. Decía Damiana que ni uno solo de los días que Lucía estuvo ausente dejó el novio de tocarle la puerta para preguntar si ya habían regresado los viajeros. Pero no le duró mucho el gusto a la pobre de Lucía, pues pronto volvió Ramiro a perder su buen humor. Se sulfuraba por todo, se encendía a cada rato y a todas horas, y siempre se mostraba impaciente, colérico. Sus imprudencias menudeaban, y el inmenso cariño que le había tenido a Lucía parecía haberse transformado en falta de voluntad o resquemor. Ya no sabía qué hacer Lucía, pues los celos de Ramiro estallaban como la pólvora cuando se le acerca un cerillo, y la paciencia y la dulzura de la joven nada podían contra aquel humor cotidiano. Varias veces le propuso Lucía a Ramiro que era mejor terminar, una vez que él ya no la quería; pero siempre se negaba Ramiro a aceptar la solución que Lucía le sugería. Siempre le aseguraba que no era cariño lo que le tenía, que era adoración, y que no estaba, ni estaría nunca, dispuesto a dejarla. Se hacía cruces Lucía y no podía explicarse el cambio tan extraño que en su carácter Ramiro había sufrido, como tampoco acababa de resolverse a dejarlo por temor de que fuera alguna enfermedad la que al
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novio hubiera vuelto bilioso. Sentía lástima por él y no quería ir a agravar sus dolencias, imaginando que una ruptura en sus relaciones podría enfermarlo aún más. Pero era la verdad que la neurastenia de Ramiro iba en crescendo. Su humor iba de mal en peor, y cada día al llegar por Lucía al atardecer, no le faltaba con qué mortificarla. Cuando no era por una cosa, era por otra, y veces había en que sus impertinencias eran meras chiquilladas. Mejor dicho, eran verdaderas simplezas. Como cuando le exigió a su novia que descolgara de su taller de pintura el cuadrito que Lucía había titulado “Recuerdos de la infancia”. Amante de la paz y de la armonía, incapaz de armar camorra por un quítame allá esas pajas, Lucía descolgó el cuadro y lo guardó en un cajón de su peinador pensando que no viéndolo más, Ramiro se olvidaría de él. Pero no fue así. Dos o tres días después de haberle ordenado a Lucía que descolgara el pequeño cuadro, Ramiro volvió a la carga. —Oye, Lucía —le dijo de manera desarreglada—, ¿y qué hiciste con el cuadro que tanto me choca? —¿Cuál? —preguntó Lucía, por decir algo, pues bien sabía a cuál cuadro se refería Ramiro. —Ese cuadro en donde están tú y un flaco platicando en el kiosco de la Alameda de Santa María. —Ah, ése —dijo Lucía, y sin darle la mayor importancia, agregó—: se lo mandé a mi abuelita. Hace tiempo que me lo había pedido. —¿Le gustaba a tu abuela? —preguntó Ramiro como sin poderlo creer. —Yo creo que sí, para que me lo haya pedido. —Válgame, qué mal gusto tiene la pobre señora. —Pues ya sabes que en gustos se rompen telas, y que lo que a unos les gusta a otros les choca —dijo Lu-
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cía con cierto tonito de ironía que no pasó de noche a su novio y que lo exasperó mucho. —Si lo dices por mí, Lucía, atinaste, porque tu mugroso cuadro me repatea. Pensando que no tenía caso buscarle más ruido a Ramiro, Lucía se quedó callada. Esa noche, mientras cenaban, Juan Antonio le preguntó a Lucía que si no se sentía bien, pues él tenía días de notarla algo pálida y así como desmejorada. Contestó Lucía que se sentía perfectamente bien, que si no sería efecto de la luz del candil lo de la palidez que él creía ver en ella, porque se sentía muy bien. Otra cosa muy diferente hubiera podido decir Damiana, pues ella estaba segura de que su niña, lejos de sentirse bien, debía sentirse bastante mal. Y si no, ¿por qué se le alborotaban los nervios? ¿por qué le pedía, noche a noche, que le hiciera una tacita de manzanilla? Si se hubiera sentido bien, como quería hacer creer a su papá, no tendría necesidad de tomar manzanilla para poder dormir. Pero Damiana, incapaz de traicionar a su niña, nada dijo, y Juan Antonio cambió de tema.
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XXX —Bueno, hijo, pero ¿tú que piensas que no te paseas, que no tienes amigos? ¿Hasta cuándo vas a buscar una novia? ¿No te cansas de llevar una vida tan solitaria? ¿No tienes ganas de ir a fiestas, de bailar, de platicar con las muchachas? La que esto decía no era otra sino la madre de Hernán, que molesta y desesperada porque el tiempo pasaba y el mayor de sus hijos varones no daba señales de cambiar su modo de vivir, cansada de todo esto, sí, muy cansada, lo imprecaba duramente para ver si dándole una sacudida lograba sacarlo de la apatía en la que, según ella, vivía. Poco o nada contestaba Hernán a las filípicas de su señora madre, haciendo que con su silencio la marea subiera aún más. —De veras, Hernán, de veras que no sé qué pensar de ti —visiblemente disgustada, continuaba diciendo la señora Ruiz—. Parece que vives en Babia. Y lo peor es que das la impresión de estar muy contento ahí. Hernán no decía nada. Cuando mucho sonreía un poco, cosa que no dejaba de exasperar a su madre.
—No haces otra cosa más que estudiar y trabajar —decía, añadiendo luego—: ¡ah!, y sentarte en el jardín a ver las estrellas. Esto último era muy cierto, pues Hernán seguía platicando de vez en cuando con sus buenas amigas las estrellas. Y lo hacía con tanto gusto. Acababa de terminar su carrera, ya era Contador Público y, lo que era mejor, ya tenía un buen trabajo, pues el Contador Garza, conociendo las cualidades de Hernán, lo había invitado a irse al Despacho Contable que él y dos compañeros suyos manejaban. Hernán, que no deseaba otra cosa, no se puso moños y aceptó inmediatamente el trabajo que el Contador Garza le ofrecía. Sabiendo que de él mismo y de nadie más dependía el éxito o el fracaso de su carrera profesional, se entregó a su trabajo en cuerpo y alma. Trabajaba arduamente de día, y por la noche platicaba con las buenas de las estrellas que parecían escucharlo siempre con mucha atención y no poco placer. Pero además de platicar con sus amigas del espacio, Hernán también soñaba, y ahora lo hacía con más ganas y era mayor el placer que sus sueños le proporcionaban. Sin embargo, y no obstante el buen paso que Hernán llevaba, su madre seguía erre que erre. —Este Hernán —se quejaba con su esposo—, ¿hasta cuándo crecerá? Es un niño chiquito, se conforma con irla pasando. No le pide nada a la vida, no sabe lo que es la alegría, no mueve un dedo para conseguir la felicidad. Quiere que le caiga del cielo. —Estás completamente equivocada —le decía su esposo, y acto seguido, le explicaba muchas cosas que la buena señora parecía ignorar.
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—Mira, hija —le decía el señor Ruiz a su mujer—, tú no eres justa con Hernán. ¿No te das cuenta de lo mucho que este hijo nuestro ha logrado hacer? Es muy joven y ya terminó su carrera, también en sus estudios de piano va muy bien, los maestros lo estiman, lo prefieren a muchos de sus alumnos. ¿Qué te pasa que estás tan ciega, que no abarcas todo lo que Hernán ha hecho y sigue haciendo? Apenas se recibió, apenas terminó su carrera, y ya tenía trabajo. No creas que es tan fácil acomodarse en un despacho, y en un despacho de donde lo han llamado no que él haya ido a solicitar trabajo. Necesitas entender que la vida no es paseo, ni baile, sino trabajo y esfuerzo. Eso es lo que Hernán hace, se obliga y trabaja. ¿Para qué quieres que no haga más que perder el tiempo en bailecitos y mitotes? Lo interrumpió la madre de Hernán para defender su causa: —No, no quiero que Hernán pierda el tiempo, al contrario, quiero que lo aproveche. Porque nada más una vez va a ser joven, y si no aprovecha los años de su juventud después le va a pesar. Viendo que su mujer no entendía bien lo qué él procuraba hacerla ver, el padre de Hernán optaba por ponerle punto final a la discusión. Pero no era poco lo que su mujer le desilusionaba con su actitud de desaprobación a los esfuerzos y los logros de Hernán. No dejaban de caerle mal a Hernán las ilógicas censuras de su madre, pero acostumbrado a no darle demasiada importancia a todo aquello que no lo tenía, procuraba ignorarlas dedicándose de lleno a lo que juzgaba que sí valía la pena hacer. Del mismo modo que lo hizo en sus estudios, se puso a hacerlo desde el primer día en su trabajo. Su empeño, su seriedad y la
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corrección de sus modales, pronto le ganaron la simpatía de sus compañeros. El Contador Garza, que lo había recomendado como una magnífica adquisición para el Despacho, vio con gran satisfacción que no había engañado a nadie al alabar a Hernán como lo había hecho, y no dejó de alegrarse al ver que cuantos trabajaban en el Despacho aceptaban gustosamente la compañía del joven contador. De la casa a su trabajo, del trabajo a la casa, Hernán era verdaderamente feliz. Las que la llevaron fueron las estrellas pues, dedicándose al piano después de cenar, pocas veces le quedaba tiempo para ellas. —Ya platicaré después con ellas —pensaba—, cuando tenga algo que contarles. El que tuvo algo que contarle a él fue su hermano Jaime. Cayó una noche después de la cena, y eran tantas las novedades que quería desembuchar que casi, casi no lo dejó tocar. —Perdona que te venga a levantar del piano —le dijo—, pero hace días que te ando buscando para platicarte algo que a lo mejor te interesa. —¿De qué se trata? —preguntó Hernán. —Ahora lo verás, se trata de que quisiera presentarte a un par de chavas guapísimas y muy simpáticas. Buenas conversadoras y, lo que es mejor, excelentes bailadoras. Son hermanas, las conocí hace poco, y luego luego pensé que no estarían mal dos hermanos para dos hermanas. ¿Cómo la ves? ¿quieres conocerlas? Podríamos invitarlas el domingo en la tarde a bailar y luego a cenar. ¿Qué dices? ¿Te parece bien? —No está mal tu plan —respondió Hernán—, pero por mala suerte no puedo aceptarlo porque con el trabajo el tiempo se me ha acortado y he tenido que separar la mañana de los domingos para ir a caminar, y
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las tardes para el gimnasio. Así que ya ves que por más que me agrade no puedo aceptar tu plan. Además, apenas estoy empezando a trabajar y no creo que me convenga echarme encima complicaciones de esta clase. —¿De cuál clase, Hernán? —preguntó algo extrañado Jaime —De las que tú me estás proponiendo, Jaime. Complicaciones femeninas, para que me entiendas. —¡Ah, ya veo! Tienes miedo de meterte en líos de faldas. —No es precisamente eso, sino que por fuerza tendría que dedicarle bastantes horas a esta clase de asuntos, Jaime, y por el momento no estoy sobrado de tiempo; del que dispongo ahorita no me alcanza para más de lo que actualmente tengo que atender. Tendrás que disculparme pues, aunque tu proposición no deja de ser atractiva, yo no puedo aceptarla. Se quedó callado unos instantes Jaime, y después dijo: —Sabes, Hernán, que estoy pensando que mamá tiene razón en estar intranquila por la vida que tú llevas. La he oído decir muchas veces que estás desperdiciando tu juventud, y que un día te vas a arrepentir de haberlo hecho. Sin disimular el poco o ningún interés que las opiniones de su madre le merecían, el nuevo Contador solía escucharla como quien oye llover. Y ahora que su hermano le salía con la misma cantinela, Hernán se dijo: —Vaya, pues ya son dos las personas que por culpa mía sudan calenturas ajenas.
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XXXI Motivos de sobra tenía Lucía para que por las noches el sueño se le fuera. Ramiro continuaba con sus majaderías y su mal humor, y a tal grado le afectaba a ella el desasosiego que las impertinencias del novio le causaban, que su compañía en vez de darle gusto, la hacía sentirse mal. No eran pocas las veces que, repasando los malos ratos que Ramiro le diera, había llegado a la conclusión de que lo mejor que podía hacer para librarse de tales mortificaciones era cortar por lo sano y terminar, de una vez por todas, con aquel novio que tan difícil de tratar se había vuelto. Pero todo era que ella tocara el tema, que hablara de rupturas, de finiquitar unas relaciones que tantas y tan fuertes inquietudes le causaban, todo era que Lucía pusiera el dedo en la llaga, para que Ramiro abandonara, por el momento, su actitud ofensiva y altanera y se volviera una miel. Que no hablara de terminar sus relaciones con él, que por favor ni lo mencionara. ¿Qué no se daba cuenta del daño que con ello le causaba? ¿Qué no comprendía que él la adoraba, y adorándola como lo hacía, cómo iba a ser posible que viviera sin ella? No, por favor, que no volviera a mencionarlo, que no pronunciara la palabra, pues con solo
hacerlo le acuchillaba el alma. Lucía, que en el fondo seguía queriéndolo, se ablandaba, volvía a sentir lástima por él, y empujada en parte por la labia del novio, en parte por su propia bondad, retiraba lo dicho y, aunque de manera endeble, la paz volvía a reinar entre ella y Ramiro. Pero no por mucho tiempo, pues quién sabe qué araña le habría picado a Ramiro (alguna muy venenosa, se decía Lucía, a juzgar por lo malo que se ponía). Una vez pasado el susto, Ramiro volvía a sus necedades y a sus exigencias; y como era natural, la pobrecita de Lucía a su desasosiego y a su insomnio. Así, cayendo y levantando, pasaba el tiempo. Ramiro continuaba con sus secretos, sus malos ratos y sus negativas cada vez que Lucía hablaba de poner un hasta aquí a sus relaciones. Porque todo era que ella, armándose de resolución y poniéndose seria, tocara el tema, para que Ramiro le diera la rabiada y se transformara en el más cariñoso y convincente de los amantes. Que cómo lo iba a dejar, que ni lo mandara Dios que ella fuera a abandonarlo, que si le retiraba su cariño y lo condenaba a vivir sin tenerla a su lado era capaz de morirse de pura tristeza y dolor, pues la vida sin ella se volvería un martirio para él, martirio en que ni pensar quería. Y eran tales y tantas razones que aducía para obligar a Lucía a no hacer lo que resuelto llevaba, que el noviazgo continuaba y Lucía, que tan bien pensado llevaba su plan, echaba marcha atrás y seguía, como siempre, sobrellevando las durezas del carácter de Ramiro y desmejorándose cada vez más en su salud. Para esto, ya a Juan Antonio le iba pareciendo muy sospechosa la conducta de Ramiro que de tanto secreto rodeaba su vida, cuando sucedió algo que vino a con-
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firmar que Juan Antonio sí tenía razón cuando desconfiaba del novio de su hija. Fue así. Cumplía años Martita y sus amigas íntimas le organizaron una muy agradable tarde de jugada y merienda. Atareada andaba Damiana arreglando todo lo necesario para servirles a tiempo la merienda, cuando una de las asistentes le preguntó si podía pasar al baño. La dirigió Damiana al de Lucía, y en la recámara de la joven la señora se detuvo a ver detenidamente el retrato de Ramiro que Lucía tenía sobre su peinador. De regreso a la mesa donde jugaba, la visitante le preguntó a Martita que quién era el joven del retrato. —Es el novio de mi hija —respondió Martita. —Qué curioso, es igualito al esposo de una vecinita mía. Uno por otro —dijo la amiga de Martita. Por la noche, al retirarse a descansar, Martita le contó a Juan Antonio lo que su amiga le había dicho a propósito del retrato de Ramiro. —Yo he oído decir que todos tenemos un doble, y que cuando menos lo esperamos damos con él —le explicó Martita a su esposo al terminar de contarle lo que su amiga le había dicho. No hizo ningún comentario Juan Antonio, pero sí pensó mucho en lo que Martita le contó y no lo echó en saco roto. Sin decirle ni una palabra de ello a Martita, mucho menos a Lucía, al día siguiente buscó a un detective privado conocido suyo y le encomendó que le diera una buena rastreada a la vida del novio de Lucía. —¿Qué es lo que quieres saber de él? —le preguntó el detective. —Todo —respondió Juan Antonio.
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Una semana después el detective le entregó un informe detallado de los principales datos de la vida de Ramiro. Con el primero bastaba, los demás salían sobrando. Cuando menos para Juan Antonio, que así veía que sus sospechas estaban bien cimentadas. Empezaba el informe diciendo: Ramiro Pérez, casado, con dos hijos. Motivos de sobra para hacer de todo y de nada un secreto, para no dar ningún teléfono a donde se le pudiera hablar, para transformar su vida en un perenne misterio. Por algo nunca acabó de gustarle el tal Ramiro. Sería ése el tufo que tanto molestaba a Damiana. Contarle Juan Antonio a Martita lo del descubrimiento que de la vida íntima de Ramiro acababa de hacer, y ponerse Martita a llorar, fue todo uno. —¿Y ahora cómo se lo vamos a decir a Lucía? —sollozando preguntó Martita. —Pues diciéndoselo —le respondió Juan Antonio. Y así lo hizo. —Parece, hijita, que contra mi voluntad siempre tengo que darte malas noticias —por la noche, después de cenar, le dijo Juan Antonio a Lucía. —¿Y esta vez de qué se trata, papá? —le preguntó Lucía, que ni remotamente imaginaba el tremendo disgusto que, muy a su pesar, iba a ocasionarle su padre. —Se trata, hijita, de algo muy penoso. Se trata de que Ramiro se ha portado mal contigo, pues no teniendo ningún derecho para hacerlo, ha venido a inquietarte haciéndote proposiciones que ningún hombre decente te hubiera hecho. Porque Ramiro, hijita, es casado y tiene dos hijos con su esposa. No se alteró Lucía, ni siquiera perdió la calma. Guardó silencio unos instantes y luego preguntó:
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—¿Y tú cómo lo has sabido, papá? —Porque ocupé los servicios de un detective privado para que investigara la vida de Ramiro. Tanto secreto, tanta traba que te ponía para que le hablaras por teléfono, no me gustaron nunca y me hicieron sospechar que algo andaba chueco en la vida de este muchacho. Otro silencio de Lucía, y luego otra pregunta: —Y el detective que te ha proporcionado los informes, ¿es persona en quien se puede confiar? —Absolutamente. No es la primera vez que lo ocupo, pues en mis asuntos algunas veces tengo que hacer investigaciones muy personales. Nunca me ha fallado, tampoco me ha echado mentiras. Por eso recurrí a él, porque sé que es competente y honorable. Además, hijita, lo que dijo una de las amigas de tu mamá el día de su merienda me obligó a dar este paso. No sé si te enterarías de que al ver el retrato de Ramiro en tu peinador, a esta persona le llamó mucho la atención el gran parecido de Ramiro con el esposo de una vecina suya. Esto fue lo que me empujó a investigar la vida de tu novio, pues no creí ni justo ni correcto quedarme cruzado de brazos. Siento muchísimo, Lucía, darte este disgusto, pero estarás de acuerdo conmigo en que a esta clase de problemas es mejor ponerles remedio a tiempo y no dejarlos para después. No sólo estuvo Lucía de acuerdo con su padre, sino que insistió en ser ella misma quien pusiera el remedio: —Lo prepararé todo esta noche, papá —dijo—, y mañana mismo le entregaré sus cosas a Ramiro y terminaré con él. Dami me acompañará; ni tú ni mamá tienen por qué mezclarse en un asunto tan desagradable como éste. Me toca a mí resolverlo, ya sabes que el que se equivoca pierde, y el que pierde, paga.
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XXXII No perdió un minuto Lucía y en vez de acostarse se puso a preparar todos los regalos que Ramiro le había hecho en los diez meses que de ser novios llevaban. Los acomodó en una caja y cuando se disponía a poner encima de ellos el retrato de Ramiro, sin anunciarse, sin tocar la puerta, entró Damiana con una taza de té en la mano. Lucía no se la había pedido, pero ella (a quien Martita, toda llorosa, la había puesto al tanto de lo que pasaba), ella, que en todo pensaba, le traía su manzanilla para que le calmara los nervios. Los nervios, que cómo andarían con la bribonada del muy infame de Ramiro. —Le traje a mi niña su tacita de té para que el sueño no se le vaya —dijo, poniendo la taza sobre una pequeña mesa. —Gracias, Dami —dijo Lucía, y cogiendo la taza empezó a tomarse la manzanilla. Damiana acercó una silla a Lucía y se sentó. Sobre la cama vio la caja con los regalos y a un lado de ella el retrato de Ramiro. Nada dijo. —Estoy preparando las cosas de Ramiro para devolvérselas mañana, Dami. Quiero que vayas conmigo.
Tomó Lucía entre sus manos el retrato de Ramiro y lo puso en la caja sobre los regalos. —Le voy a regresar todo lo que me regaló, Dami —dijo. —Es mejor, mi niña, es mejor. Que no quede ni rastro de ese mal hombre —contestó Damiana. —¡Ay, Dami! ¿Por qué tendré yo tan mala suerte? —llorando le dijo Lucía. Damiana se puso a llorar con ella. Al día siguiente, en la casa de Juan Antonio y Martita, todo amaneció en santa paz. Como si nada desagradable hubiera pasado, como si ninguno de los corazones que ahí latían trajera su ritmo perturbado por sucesos inesperados, por maldades insospechadas. Lucía era la de siempre. Almorzó con sus padres, se arregló como todos los días, y antes de salir para su trabajo le dijo a su padre: —Imagino que tendrás el teléfono de Ramiro; quisiera que me lo dieras. Se lo dio Juan Antonio, lo apuntó Lucía y le dijo a Damiana: —Después del mediodía, a las tres vendré por ti, Dami. Que estaba bien, dijo Damiana, que estaría lista. Antes de llegar a la oficina, Lucía entró a un café cercano. Pidió un refresco y habló por teléfono. Marcó el número que Juan Antonio le había dado. Contestó una voz de niño: —¿Bueno...? —¿Cómo te llamas? —preguntó Lucía. —Me llamo Ramiro. —¿Y tu papá se llama igual que tú? —Sí.
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Segura de que era la casa de Ramiro, Lucía le dijo al niño que llamara a su papá. Lo hizo el niño, vino el padre al teléfono y no fue menudo el susto que se llevó al oír la voz de Lucía, quien fue derecho al grano. —Tengo que hablar contigo, Ramiro. Te espero a las tres en el parque a donde siempre vamos. Necesito que no faltes y que me lleves mi retrato, el grande que quisiste que me tomara especialmente para ti. No dejes de ir, a las tres, y no vayas a salir con que se te olvidó llevarme mi retrato. No quiero que me obligues a pedírselo a tu esposa. Si toda la nieve del Popo le hubiera caído en la cabeza, Ramiro no se habría sentido más atarantado. A las tres de la tarde en punto bajaron Lucía y Damiana del taxi y se adentraron en el parque. El taxista, hombre de toda confianza del jefe de Lucía, esperaría a sus dos pasajeras hasta que despacharan el asunto que al parque las llevaba. En la banca en donde Lucía y Ramiro acostumbraban sentarse a platicar, esperaba ya Ramiro. Lucía se quedó de pie. —¿No te sientas? —le preguntó Ramiro. —No tengo por qué hacerlo. He venido únicamente a entregarte tus cosas y a recoger mi retrato. —Déjamelo, Lucía, no me lo quites. Ya sabes cómo te quiero, cómo te adoro. —No vine a oír niñerías, te repito que vengo a entregarte tus cosas. Aquí las tienes —dijo Lucía, tomando la caja que llevaba Damiana y pasándosela a Ramiro—. Las mías puedes tirarlas, sólo quiero mi retrato. —¿Por qué no me lo dejas, Lucía? Estoy tramitando mi divorcio para casarme contigo. Tú sabes bien cómo te adoro. Si quieres que lo haga, hablo con don Juan Antonio para...
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Lo interrumpió Lucía. Dijo: —No te conformas con haberte burlado de mí, quieres hacer lo mismo con mis papás. Dame mi retrato, no deseo otra cosa. Viéndola tan decidida, no le quedó más remedio a Ramiro que entregárselo. Tomó Lucía el retrato que muy a su pesar Ramiro le alargaba, lo hizo cuatro pedazos y metiéndolos en su bolsa le dijo a Damiana: —Vámonos, Dami. Sin una palabra de despedida, sin dirigirle siquiera una mirada, Lucía echó a caminar hacia el taxi saliendo así, para siempre, de la vida de Ramiro.
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XXXIII —Señora Martita, yo quería hablar con usted —dijo Damiana, mientras ella y su ama preparaban la comida. —¿Y de qué quieres hablar conmigo, Damiana? —preguntó Martita. —De mi niña, señora, porque yo estoy muy preocupada viendo cómo se nos ha decaído con esta bribonada que le hizo el señor Ramiro. —Tienes razón, Damiana, Lucía está desmejorada. Y es que en vez de desahogar su pena, en lugar de llorar para echar fuera la tristeza, mi hija se ha propuesto hacerse la fuerte y ha querido ocultar lo que por fuerza ha de traer adentro. Creo que lo hace para no mortificarnos, o tal vez sea por orgullo, así como para hacernos creer que a ella Ramiro la tiene muy sin cuidado. ¿Tú por qué crees que le ha venido el decaimiento que nos preocupa? —Pues como yo conozco a mi niña como a mis manos, estoy segura que lo hace para que usted y don Juan Antonio no pasen cuidado por ella. Como que quiere hacerlos creer que la mala acción del novio no le importó nada y que ella vive tan a gusto sin él como vivía cuando era su novio. ¿No se le figura, señora Mar-
tita, que la niña Lucía se está esforzando mucho para que no se le note su tristeza? Porque a fuerza que lo siente, tanto que lo quería. Por eso me preocupo, porque cada día la veo más delgada y más pálida. No come bien, señora Martita, cuando recojo los platos veo que ella dejó mucha comida, que nomás la picó. ¿Qué será bueno hacer para que se reponga? —Todo lo que me estás diciendo, Damiana, ya lo hemos notado mi esposo y yo; tanto que tenemos pensado llevarla dentro de poco a pasar unos días lejos de aquí. A ver si con el paseo se mejora, a ver si deja de pensar en ese bribón. Como que se tranquilizó algo Damiana, pues no deseaba otra cosa sino que Lucía olvidara a Ramiro. La verdad era que Lucía ni suspiraba ni lloraba por el novio traidor. Lo que en realidad le había afectado era el papel tan triste que creía haber hecho al dejarse engañar con tanta facilidad. Le podía mucho no haber sospechado nada cuando Ramiro se negaba a darle algún número telefónico a donde ella le pudiera hablar. Se había portado como una inocentona, se decía, y Ramiro debió de haberla creído una tonta para que se hubiera atrevido a engañarla de manera tan burda. Por su parte Ramiro se daba cabezazos contra la pared por haberse portado como lo había hecho con Lucía. Sabía que la había perdido para siempre y le podía en el alma, pues cuando decía que la adoraba no estaba mintiendo. La tranquila belleza, los finos modales de Lucía, no eran para olvidarse fácilmente. Pensaba en ella a toda hora y, sabiendo que no la recuperaría jamás, sentía una desesperación muy grande. —No cabe duda —se decía—, me porté como un idiota.
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La cosa no tenía remedio, y Ramiro lo sabía; pero no queriendo darse por vencido, hacía lo imposible por recuperar lo que tanto le dolía haber perdido. Desesperado y molesto como andaba, echaba la culpa de su mala suerte sobre los hombros de terceras personas. Así, según él, la culpa de su neurastenia la tenía su pobrecita mujer. —Esta latosa de Olga —pensaba—, con sus sospechas y sus reclamaciones me echaba a perder la vida. Y la que la llevaba era Lucía, pues a lo tonto yo descargaba mi mal humor con ella. Si cuando menos me diera oportunidad de explicarle mi propósito de divorciarme de Olga, si cuando menos me escuchara para que viera que tengo las mejores intenciones de cumplirle. Si se me pusiera a tiro ya estaría yo diciéndole que no tardo en divorciarme y que en cuanto lo haga, sin perder ni un minuto, inmediatamente me caso con ella. Pero Lucía se había vuelto ojo de hormiga. A ninguna hora daba con ella Ramiro, ni siquiera la divisaba. Era que Lucía, habiéndolo visto una vez cuando la esperaba a la salida del trabajo, había tomado la costumbre de salir de la oficina por la puerta de atrás del edificio donde ésta estaba instalada. En fin, que nadie sabe el bien que tiene hasta que lo ve perdido y que Ramiro suspiraba por Lucía inútilmente, pues Lucía, lastimadísima como había quedado, no quería ni que se lo nombraran. Hablaron a solas Juan Antonio y Martita sobre el viaje que querían hacer para distraer a Lucía. Juan Antonio, que tenía una gran afición por la arqueología, decidió ir a Oaxaca. Monte Albán era un lugar que siempre había deseado visitar. Qué mejor oportunidad para conocerlo ahora que se hablaba de llevar a
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Lucía por unos cuantos días fuera de México. Que viera otros paisajes, que hablara de cosas distintas. Pensaba Juan Antonio que a lo mejor también Lucía podría interesarse por las ruinas y las tumbas. Él, que acababa de leer un interesantísimo libro sobre cuestiones arqueológicas, él creía poder hacerla olvidar su problema hablándole sobre lo que acababa de leer. Acostumbraban Juan Antonio, Martita y Lucía quedarse de sobremesa todas las noches después de cenar. Esa vez, Juan Antonio puso sobre el tapete lo del viaje que estaban planeando hacer a Oaxaca. Se interesó Lucía, hizo preguntas y, a su vez, Juan Antonio le preguntó si no le gustaría ir con ellos. —¡Cómo no! —respondió Lucía, al parecer alborozada ante la idea de acompañar a sus padres en su viaje. Era un buen principio que Lucía sintiera deseos de viajar. Se consiguió el permiso con su jefe, el cual, aunque no tenía detalles de la ruptura del noviazgo de Lucía y Ramiro, sospechaba que algo había salido mal, porque también él había notado el desmejoramiento físico de su empleada. Iría, pues, Lucía con Juan Antonio y Martita a cambiar un poco de aires, a conocer Oaxaca y a sacudirse la murria que la desafortunada conducta de Ramiro le había clavado. Éste, que no sabía qué pensar ya que por más luchas que hacía no daba con Lucía, éste empezaba a soltar los estribos buscando en las copas remedio a su desesperación y a su tristeza por la ausencia de Lucía.
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XXXIV Oaxaca con su límpido cielo azul, con su apacible aspecto, con el colorido de sus flores, cautivó a los tres viajeros que se felicitaban de haberla escogido para su viaje. Qué agradable les resultaba sentarse un rato, al atardecer, en las bancas de la plaza que quedaba frente al hotel. Pero, cosa curiosa, Lucía parecía arrastrar con ella, fuera a donde fuese, su suerte que empeñada estaba en voltearle la vida al revés cuantas veces podía. Y lo hacía, si lo hacía, con la mayor frescura del mundo. En Oaxaca no cambiaron las cosas ni un milímetro. Qué iban a cambiar, no podían hacerlo una vez que la culpa no era de ninguna otra persona más que de la propia Lucía. Quién le mandaba ser tan bella, quién le mandaba tener aquel dulcísimo carácter con el que a todo el que la trataba fascinaba. Naturalmente, aquel arqueólogo canadiense que por Monte Albán andaba dándole vuelo a sus ansias de mayores conocimientos, no pudo tampoco librarse del embrujo que, sin proponérselo siquiera, la hija de Juan Antonio y de Martita ejercía sobre todo el que por primera vez la contemplaba. Era al mediodía; Juan Antonio, su mujer y su hija acababan de sentarse a la mesa en el comedor del ho-
tel. Espaciosa era la mesa, fácilmente podrían caber en ella dos o tres comensales más, de modo que el señor arqueólogo —que desde su mesa donde acompañado solamente por su alma empezaba a comer—, el señor arqueólogo, digo, hechizado por la resplandeciente hermosura de Lucía, no pudo resistir el impulso de abandonar su solitaria mesa para ir hasta la de Juan Antonio y su familia y, pidiendo permiso para hacerlo, sentarse tranquilamente en uno de los lugares que al parecer lo estaba esperando. Aunque hubiera querido negarle a aquel hombre el permiso que de manera tan audaz había solicitado, Juan Antonio no lo habría podido hacer, pues antes de que él dijera nada, el canadiense ya le estaba ordenando al mesero que pasara su comida y su copa de vino al lugar que ahora ocupaba. Lo hizo así el mesero, y con la mayor frescura que imaginarse pueda, el intruso siguió comiendo. Se presentó hablando en español con perfecta fluidez y les contó que era canadiense y que su oficio era el de la arqueología. Dijo tener cosa de ocho años de andar recorriendo el suelo mexicano en busca de sorpresas, de ésas que a menudo se encuentran en las tumbas, en los templos o en las pirámides de civilizaciones pasadas. Con tanta familiaridad hablaba aquel buen señor, que cualquiera hubiera dicho que se encontraba entre viejos amigos; mientras que Juan Antonio, encantado con la oportunidad que la suerte le deparaba de hacer amistad con alguien dedicado a un oficio que tanto le atraía, Juan Antonio no sentía ni frío ni calor ante la rara conducta del de Canadá. Pero no se puede negar que no deja de ser un poco curioso eso de que un extraño se levante de su mesa y venga, sin
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más ni más y con toda naturalidad, a sentarse a la de una familia que le es totalmente desconocida. Para abrir boca los invitó a que fueran con él, en su jeep, a darse una vuelta por Monte Albán. Dijo que él podría explicarles algunas cosas interesantes aprendidas poco a poco y con mucha paciencia, como siempre lo hacían los que a esta clase de investigaciones se dedicaban. Lo consultó Juan Antonio con Martita y Lucía para saber si estaban dispuestas a aceptar la invitación del nuevo amigo. Ambas lo estuvieron y media hora después el canadiense fue por su jeep para ponerlo a disposición de los de Tlalpan. Se les fue la tarde viendo cosas que por primera vez veían y oyendo de labios de Christopher (Chris, como pidió que lo llamaran) historias interesantísimas y leyendas maravillosas. La conversación de Chris resultó muy interesante, y tan bien hablaba el español que Martita no pudo menos de preguntarle que dónde lo había aprendido. —En mi casa, cuando empecé a hablar —dijo el arqueólogo, luego siguió explicándole a Martita—: Mi madre era española, madrileña, y cuando yo dije mis primeras palabras ella se impuso la tarea de enseñarme el idioma de su patria. Siempre habló en español obligándome a que yo le contestara también en su lengua. Así fue como aprendí español. Por su parte mi padre, que era canadiense, me enseñó el inglés y el francés. Los tres idiomas me han servido mucho, primero en mis estudios y luego en mi trabajo. Al despedirse, de nuevo en el hotel, Chris invitó a Lucía a pasar un rato bailando después de cenar. Agradeció Lucía la invitación que el de los jeroglíficos le hacía pero, explicándole que se sentía un poco cansa-
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da, la rechazó. Diciendo que a ver si otra vez podrían hacerlo, Chris dio las buenas noches y se retiró. Al día siguiente con gran sencillez y siempre de manera muy correcta, Chris volvió a acompañar a la familia Valdés a la hora de la comida. Sentado al lado de Juan Antonio entabló una conversación con él en la que trató de cosas que nada tenían que ver con la arqueología. Así como fue como Juan Antonio se enteró que Chris era hijo único, que de sus padres había heredado una cuantiosa fortuna que le permitió dedicarse a aquella profesión que exigía, en primer lugar, que quien la siguiera no fuera ni pobretón ni pusilánime. El dinero se requería para emprender búsquedas que, las más de las veces, a nada conducían. Y el valor para lanzarse a aventuras que con frecuencia eran peligrosas. Sus padres le habían dado permiso y el dinero para que pudiera dedicarse de lleno a lo que con tanta fuerza le atraía. Y como cuando al morir le dejaron riquezas mayores de las que nunca soñara, siguió adelante con su adorada arqueología y aquí lo tenían, sumergido todavía en ella de los pies a la cabeza. Que ahora estaba pensando ir a Egipto. Que ya había estado allá tres años, pero que le faltaron muchas cosas por ver y deseaba regresar el año siguiente. Como si se tratara de un mapa así mostró Chris su vida a Juan Antonio, el cual lo escuchaba con atención y picado de curiosidad pues no sabía con qué finalidad el de Canadá le contaba todo aquello. Nada se dejó en el tintero. Repitió que su nombre era Christopher McDonald, dijo tener cuarenta años y que era soltero aún porque, ocupadísimo como siempre andaba con sus momias, sus cenotes y sus pirámides, nunca había tenido el tiempo necesario para cortejar a una
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mujer y hacerla su esposa. Y para sorpresa y disgusto de Juan Antonio, fue aquí donde salió la gallina. —Y ahora que usted ya sabe quién soy yo y a qué me dedico, tengo que pedirle un favor muy grande —dijo Chris, una vez que hubo terminado con aquella minibiografía que acababa de esbozarle a Juan Antonio. —Dígame, Chris, ¿cuál es ese favor que me va usted a pedir? —preguntó Juan Antonio. —El favor que yo le pido a usted, señor Juan Antonio, es que me dé permiso para casarme con su hija Lucía. Juan Antonio no azotó cuan largo era porque no tenía el hábito de hacerlo, pues no era hombre que acostumbrara poner en escaparate sus sentimientos. Pero de que la peregrina salida de Chris le cayera como puntapié en los riñones, de eso ninguna duda quedaba. Valiente ocurrencia de este sujeto, quererse casar con Lucía. ¿Y para qué? ¿Para llevársela a Egipto y tenerla allá entre puras momias un año y otro y otro? Y acá él y Martita muriéndose por verla. A poco iban a poder ir hasta allá cada rato. Como si fuera tan fácil trasladarse al país del Nilo. Viendo que Juan Antonio nada contestaba a su atrevida petición, Chris adivinó que lo que había dicho no le había caído nada bien al padre de Lucía. Pero no por eso se dio por vencido, y empezó a luchar como gato boca arriba para salirse con la suya. —Su hijita es muy preciosa —dijo—, y yo deseo que sea mi esposa. Ya le expliqué a usted que mis padres no eran pobres y que sus riquezas, completas, completísimas, fueron nada más para mí. Bien, pues todo lo que yo heredé de ellos será para Lucía. Ella tendrá mucho dinero para comprar todo lo que quiera: vestidos, pieles, joyas. Sí, señor Juan Antonio, si su hijita
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se casa conmigo nada le va a faltar. Permítame usted hablar con ella para ver qué me contesta. Como Juan Antonio sabía lo que su hija iba a contestarle al arqueólogo, juzgó prudente permitírselo para acabar, de una vez por todas, con tan enojosa situación.
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XXXV Entretenidísimas habían estado Martita y Lucía haciendo planes para unas compras que esa tarde pensaban hacer. Por eso la conversación que el arqueólogo sostuvo con Juan Antonio, les pasó de noche. —Hijita —dijo Juan Antonio interrumpiéndolas—, el señor McDonald acaba de pedirme permiso para hablar contigo sobre una cuestión que a él parece interesarle. Ya sabes que tu mamá y yo siempre hemos respetado tus decisiones. Te ruego que en tu respuesta al señor McDonald pienses únicamente en tus intereses personales. Resuelve el asunto como si nosotros no existiéramos. Martita y yo estaremos en el lobby, ahí puedes buscarnos cuando despaches el asunto que Chris tratará contigo. —Está bien, papá —fue todo lo que Lucía dijo, pues adivinando de qué quería Chris hablar con ella, se turbó toda. —Lucía, ¿no quieres ir conmigo a la plaza? —le preguntó Chris a Lucía, y agregó—: Está tan bonito el día que creo que estaríamos más a gusto que en este comedor. Que estaba bien, aceptó Lucía, y los dos se encaminaron a la plaza.
Escogieron una banca sombreada y Chris abrió el fuego diciendo: —Tú debes de saberlo, Lucía, porque no es posible que lo ignores. Eres preciosa y yo, que nunca he tenido tiempo para buscar una novia, ahora sí me lo voy a dar porque no resisto el deseo de casarme contigo. No contestó nada Lucía y Chris se lo repitió: —¿Qué me dices, Lucía? Yo me estoy muriendo por ti. ¿Quieres ser mi esposa? Hablaba con vehemencia y no le quitaba los ojos de encima. Pero Lucía no soltaba prenda, no decía ni que sí ni que no. —Lucía, Lucía —dijo angustiado Chris—, ¿por qué no me respondes? Te estoy pidiendo que seas mi esposa. Es la primera vez en mi vida que le digo esto a una joven. Siempre he vivido muy ocupado con mis trabajos, por eso nunca me había enamorado. Pero ahora será muy diferente. Tú serás lo que más cuente en mi vida, más que las pirámides, más que los templos, más que todas las ruinas del mundo. Seré únicamente tuyo, excluiré de mi vocabulario la palabra no, siempre diré que sí a todo lo que me pidas. Mi dinero será tuyo, tú harás lo que quieras con él, comprarás joyas, pieles, vestidos. Iremos a donde tú digas, pasearemos a donde tú quieras. Lo que trato de decirte, Lucía, es que casándote conmigo, nada te faltará, todo lo tendrás, todo. ¿Qué me dices? ¿Te casarás conmigo? Por toda respuesta, Lucía sonrió. Era tan hermosa su sonrisa, que Chris la malinterpretó. —¡Ah, qué feliz soy! —exclamó—. Porque con esa encantadora sonrisa acabas de decirme que sí te casarás conmigo. ¿Verdad que así es, Lucía? Como si lo estuviera pensando muy bien, como si no quisiera ofender a aquel hombre que tantas cosas
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buenas le ofrecía, después de otro silencio, Lucía por fin habló: —Es usted muy generoso, Chris, al querer casarse conmigo sin conocerme siquiera. Y también lo es al ofrecerme tantas cosas hermosas. Pero por mala suerte yo no puedo casarme con usted ni aceptar todo lo que con tanta amabilidad me ofrece. Quisiera poder hacerlo, pues sé que un esposo tan bueno como usted no lo voy a tener nunca. La interrumpió Chris: —Pero, ¿por qué no puedes casarte conmigo, Lucía? ¿Estás ya comprometida con alguien? No, que no estaba comprometida con nadie, respondió Lucía. —Entonces —dijo Chris con voz llena de júbilo—, entonces ¿por qué me dices que no? ¿no ves cuánto te quiero y cuánto más te voy a querer? Te repito que casándote conmigo serás muy feliz. ¿No me crees, Lucía? Volvió a sonreír Lucía, y dijo que sí le creía todo lo que le había dicho. —Entonces, ¿qué es lo que te impide aceptarme como esposo? Lucía, que no quería lastimarlo, dijo sencillamente: —Es que yo vivo muy a gusto con mis papás, Chris, y no deseo irme lejos de ellos. Por eso no puedo casarme. —¡Ah! —exclamó Chris—, si no es más que eso lo que no te deja casarte conmigo, me tranquilizo. Porque tengo el remedio para que puedas hacerlo sin dejarlos. Es muy fácil, tus papás podrán vivir cerca de nosotros. Nos los llevaremos a donde vayamos. ¿Ves qué fácil es? Pero a Lucía no le pareció fácil la solución que McDonald le ofrecía. Y así se lo dijo.
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—¡Ay, Lucía! —exclamó tristemente el arqueólogo— lo que pasa es que no te gusto para esposo y por eso no te quieres casar conmigo. Hizo Lucía todo lo que de su parte estaba para que Chris comprendiera que no era cosa de gusto o disgusto lo que no le permitía aceptarlo como esposo. Que más bien era cosa de hábito, pues ella estaba acostumbrada a ser soltera y a vivir con sus padres y que no creía poder cambiar de costumbres. Le pidió disculpas por no complacerlo y una vez más, antes de despedirse, le dio las gracias por haberse fijado en ella. Chris dejó a Lucía en el lobby con sus padres y se fue solo y triste otra vez a sus ruinas y sus tepalcates, mientras que Juan Antonio, Martita y Lucía subieron a sus habitaciones a descansar un rato. Antes de que Lucía pasara a su cuarto, Juan Antonio la detuvo diciéndole: —¿Qué nos cuentas, hijita? ¿En qué quedaron tú y Chris? —En qué podíamos quedar, papá: en nada. —Así creía yo. —Y creías bien, papá. Yo no estoy ahorita para meterme en nuevas aventuras. Sentí mucho desairar a Chris pues parece ser una buena persona. Pero no me quedaba más remedio. Propuso en ese momento Martita descansar un poco para ir después a las compras que ella y Lucía pensaban hacer. Pero para desilusión de Martita, Lucía dijo que ella no iría porque siempre no compraría nada. —¿Por qué, hijita? ¿Pues no tenías tantas ganas de comprar la bolsa que viste en un aparador? —Las tenía, mamá, pero ya se me quitaron —contestó Lucía, y se puso a llorar.
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Juan Antonio, que sabía bien que su hija no era dada a llorar, ni mucho menos mostrar en público sus sentimientos, se alarmó. Él sospechaba que la feísima acción de Ramiro no había dejado de lastimar a Lucía, pero nunca creyó que lo hubiera hecho al grado de hacerla perder su compostura. —No está bien que llores, hijita —le dijo—. Ramiro no merece ni una sola de tus lágrimas. A lo que Lucía repuso: —No lloro por él, papá. Lloro por Chris, porque es muy bueno y yo lo he ofendido. No dijo más Juan Antonio. En cambio Martita insistió en que, después de descansar, Lucía fuera con ellos, pues creía que su hija necesitaba pasear para quitarse el mal sabor que le había dejado su negativa a la propuesta de Chris. —Está bien, mamá, los acompañaré —dijo Lucía, que hacía esfuerzo por serenarse.
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XXXVI A solas en su privado, Juan Antonio marcó el número y nerviosamente esperó que le contestaran. —¿Bueno...? —dijo una voz conocidísima. —Soy yo, mamá —contestó Juan Antonio. —Sí, hijo —respondió la señora. —Recibí tu carta ayer, mamá, y me gustó tu idea. Tienes razón, a grandes males, grandes remedios. Me parece que en Europa, viendo pinturas, paseando mucho, esta pobre de Lucía podría recuperar la calma que la fea acción de ese pillo le robó. —¿Todavía no se ha podido serenar Lucía, hijo? —No, mamá. Y lo peor es que, como ya te he contado, en el intento que hicimos por ayudarla a serenarse el tiro nos salió por la culata. Pero ya tendremos oportunidad de platicar. Por ahora vamos a arreglar lo del viaje que me propones. ¿Por qué no vienes a pasar unos días acá? Podrías hablar con ella, interesarla, convencerla. Y harían sus planes. A lo mejor hasta podrían irse pronto. ¿Qué te parece? —Me parece bien, hijo. Mira, tengo que dejar acá todo en orden y preparar lo del viaje, pues estando allá no tendría caso volver a Monterrey. Procuraré es-
tar lista dentro de dos semanas. ¿Te gusta este plan, Juan Antonio? —Me gusta, sí, me gusta. —Entonces en eso quedamos. Te hablaré cuando tenga todo arreglado para que me vayan a esperar. Como lo prometió la abuela de Lucía, así lo hizo. Habló. Fueron a recibirla al aeropuerto. Como no queriendo la cosa a la hora de la cena sacó a relucir lo del viaje que quería hacer a Europa. La detenía solamente, dijo, la falta de una buena compañera que quisiera recorrer museos con ella. Y así como pensándolo al vuelo, dijo: —Oye, Lucía, se me acaba de venir al pensamiento esta idea: ¿por qué no vas conmigo? A las dos nos gusta la pintura. Qué bien nos caería recorrer los museos de España y de Francia. Nos pondríamos las botas con los excelentes pintores como ha habido en estos dos países. ¿Qué me dices, Lucía? ¿Qué te parece mi idea? Sin darle vueltas al asunto, sin pensarlo ni poco ni mucho, la nieta le contestó a la abuela que le parecía requetebién. Principio quieren las cosas. Así empezó a cuajar el viaje que empujado por su desesperación, Juan Antonio aceptó para ver si lograba hacer que su hija saliera del sopor en que la había sumido, primero, la cruel acción de Ramiro, y luego la tristeza que le había causado el tener que rechazar a aquel arqueólogo que tan buena impresión le había dejado. Pero (como le había dicho a Damiana), ¿cómo hubiera sido posible poner la inmensidad del océano entre ella y sus padres y la misma Dami? Ni pensarlo. * * *
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El tiempo pasaba, los meses se sucedían, pero era tal el desequilibrio que a su vida le había causado el sucio comportamiento de Ramiro, que en cuanto se acordaba de él la sangre se le agolpaba a la cabeza y empezaba a sentirse mal. Nunca antes había tenido Lucía días tan oscuros y tan cargados de tristes pensamientos como fueron los que le siguieron al descubrimiento de la fea conducta de Ramiro. No había vuelto a saber de él, no quería ni tenía para qué verlo. Pero por más esfuerzo que hacía, su figura se le ponía con frecuencia enfrente ora valsando “al compás de los dulces violines de Hungría”, ora besándola atrevidamente en el cuello. Lo había querido, eso que ni qué. Había sido su primer amor, y ahora que había terminado al quedar descubierta su marrullería, ahora por más que hacía, no acababa de olvidarlo. De no haber sido por Chris, tal vez el espectro de Ramiro habría seguido alojado en la retina de su recuerdo. Pero, eso sí, jamás lo mencionaba, nunca con persona alguna hablaba de él. Ahí que se fuera esfuminando el bosquejo de quien, con tan poco tino y tanta perversidad, había estrujado sus sentimientos como nadie lo había hecho antes. Por eso, tal vez, el recuerdo del arqueólogo canadiense le sabía bien y le servía como bálsamo que mitigaba su desilusión. Qué lástima, pensaba Lucía, qué lástima que de haberle correspondido a Chris hubiera tenido que irse a vivir tan lejos, tan pavorosamente lejos de sus padres. Porque un presentimiento muy terco insistía en decirle que con él sí habría sido feliz, que con él sí habría encontrado la tranquila felicidad por la que su alma suspiraba. Desgraciadamente, en esta vida el sol no suele brillar de manera absoluta, siempre hay nubarrones que no dejan de obscurecer el paisaje.
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Como siempre, Lucía era cumplidísima en su trabajo; como siempre, hacía lo posible, y lo imposible, por arrojar lejos de sí el recuerdo de Ramiro. Pero, emperrado en seguirla molestando, aquel mal hombre continuaba amargándole la vida obligándola a pensar que, con su falta de malicia, ella había tenido gran parte de la culpa en lo que había sucedido. ¿Por qué fui tan tonta? ¿Por qué no sospeché que algo andaba mal en la vida de Ramiro? Una y otra vez se hacía estas preguntas, y mucho le podía haberse portado como una inocentona, como una ilusa. Los días que en Oaxaca pasó fueron un remanso en el que su espíritu como que quiso volver a disfrutar de la paz que tanto añoraba. Lástima, se quejaba interiormente, lástima que este excelente hombre haya tenido que irse tan lejos de México. Creo que a su lado la vida habría sido muy agradable. Pero, ni modo, ¿cómo iba yo a abandonar a mis papás y a la buena de Dami para irme tan lejos con un desconocido? Imposible. Y creyendo que lo mejor sería no volver a pensar en él, ponía todo lo que de su parte estaba para no seguir acordándose de Chris. No lo lograba. Y no lo lograba porque lo que a la pobre de Lucía le pasaba era que la falta de un buen compañero con quien compartir lo bueno y lo malo de sus días se le iba volviendo insoportable. * * * Aunque aquella noche (como tantas otras) se le fue el sueño, Lucía no llamó a Damiana para que le llevara la consabida tacita de manzanilla. —Ya basta de estar molestando a Dami —se dijo—, después de lo mucho que trabaja todo el día, ahora re-
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sulta que tampoco puede descansar en la noche porque yo con mis niñerías y mis necedades no la dejo dormir. Vamos a ver qué se me ocurre hacer para resolver yo misma mis problemas. Estuvo dándole vueltas un rato al asunto y llegó a la conclusión de que lo que le convenía era regresar a lo que a últimas fechas le había sucedido y ver qué camino le convenía tomar para enderezar su pobre vida que tan maltrecha andaba. Puso primero sobre el tapete a Ramiro. Examinó detenidamente lo que había pasado y concluyó que, no obstante que su ex novio se había portado muy mal, la culpa del desastroso final de su noviazgo no debía echársela toda a él, pues indudablemente que su exceso de confianza contribuyó, y no poco, a que las cosas terminaran como lo hicieron. —Tengo que admitir —se dijo—, que si yo no me hubiera puesto entre las patas de los caballos, nada de lo que me pasó hubiera sucedido. De haberme tomado la molestia de escarbar un poco en la vida de Ramiro, a lo mejor no me enredo con él y estaría a estas fechas muy contenta en vez de estarme lamentando por cosas que yo misma, con mi negligencia, me eché encima. Por lo tanto, debo procurar que no me vuelva a pasar, debo abrir bien los ojos para no tener que lamentar después algo tan molesto y penoso como ha sido mi experiencia con Ramiro. Quién me mandó dejarlo todo en manos de él, bien pude haberme puesto un poco exigente ante su extraña actitud, bien pude haberle demandado que me dijera a dónde debía llamarlo cuando tuviera urgencia de avisarle o preguntarle algo. En vez de ello, por comodidad tal vez, me quedé siempre tan tranquila cuando Ramiro me de-
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cía simplemente que a él no le gustaba que sus asuntos anduvieran de boca en boca. —Sí —concluyó Lucía—, la verdad es que me pasé de tonta, debí haber insistido, y si no lograba nada, debí haberme negado a seguir siendo su novia. Pero no, en vez de eso, continué haciéndole el juego, cuando en lugar de aceptar las increíbles razones que me daba, debí haberme tomado la molestia de asomarme a su vida para ver cómo la llevaba. Y ya puesta en camino, Lucía no descansó hasta redondear el examen de conciencia que esa noche, por cierto, tomó el lugar de la tacita de manzanilla. —Pensándolo bien —siguió monologando silenciosamente Lucía—, pensándolo bien, muy merecido tengo lo que me pasó con este hombre tan poco escrupuloso. En cuanto a Chris, tampoco me he portado con mucha cordura dejándome llevar por la ilusión de que, de haberme casado con él, todo hubiera sido vivir entre nubes rosadas. Quién sabe qué me hubiera pasado, a lo mejor nada bueno. Quién sabe si me hubiera equivocado por segunda vez. Lo que debo hacer en estos asuntos es tener más cuidado, usar la cabeza, pensarlo mucho antes de volverme a meter con nadie. Sí, hay que irse con pies de plomo, pues de lo contrario puedo equivocarme de nuevo. Una vez tomada esta resolución, Lucía pudo conciliar el sueño y de ahí en adelante sus acciones fueron siempre regidas por una desconfianza poco usual en una persona tan joven como ella. * * * En Europa no le fue mejor a Lucía que en Oaxaca. Mejor dicho, le fue peor, pues si en tierra de los
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oaxaqueños se encontró con un arqueólogo que, con toda buena intención, le ofrecía casarse con ella para darle una vida de abundancia y felicidad, en las tierras europeas los que atraídos por su belleza se le acercaban, no le ofrecían nada que valiera la pena y, eso sí, seguramente esperaban algo muy positivo de parte de ella. En el país que estuviera —lo mismo daba uno que otro, y ya fuera un joven o un viejo el que la asediaba—, todos por igual hablaban el lenguaje crudo del interés solapado, del egoísmo burdo. De los muchos que en ella se fijaron, ninguno tuvo para Lucía cualidades sobresalientes, como no fueran las de la hipocresía que campeaba en su conducta o la ambición que guiaba sus pasos. —Ponle candado al corazón, hijita —le había dicho su abuela cuando pisaron suelo europeo. El consejo salía sobrando, pues escudada en su resolución, Lucía llevaba puesto un excelente chaleco de acero que habría de protegerla de todo género de asaltos. Y bien que lo necesitaba, una vez que si algo sabe hacer el europeo es aprovecharse de las oportunidades que día con día suele ofrecerle el río turístico que constantemente inunda a su continente. En los museos, en los restaurantes, en la calle, en los hoteles abundaban los gígolos que a caza de perdices vivían. Oportunidades no faltaban. Y si a la esperanza de un buen negocio se unía la de una hermosura sin igual, como era la de Lucía, el entusiasmo del interesado se centuplicaba. Hastiada de no poder pasear tranquilamente, de no poder disfrutar de sus visitas a los museos, de tener que vérselas con moscones atrevidos en la mañana, en la tarde y en la noche,
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Lucía, que ya no soportaba más, le propuso a su abuela regresar a México dos días antes de lo pactado. —¿Estás cansada ya de Europa, hija? —le preguntó la abuela, cuando supo que Lucía suspiraba por regresar cuanto antes a su casa. —De Europa no, abuelita, de los europeos sí —contestó Lucía—. Por eso ya quiero volver a México. Y la abuela le hizo el gusto a la nieta, pues estuvo de acuerdo con ella en que aquellos pobres diablos eran de un cargado subido hasta la exageración.
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XXXVII Aquella mañana al llegar a su trabajo, Hernán recibió una sorpresa muy agradable. Agradabilísima. —Tengo que pedirle un favor, Hernán —le dijo su jefe cuando apenas se dirigía a su escritorio. —Estoy a sus órdenes, señor Garza. —Se trata de lo siguiente: mi amigo, el contador Juan Antonio Valdés, tiene necesidad de un contador de toda confianza para que le ayude en algunos trabajos. Yo he pensado que la persona más confiable que conozco es usted. Y aunque sé que voy a salir perdiendo si me deshago de usted, aunque sea por corto tiempo, quisiera ayudar a Juan Antonio pues no son pocos los favores que de él he recibido. Hizo una pequeña pausa el Contador Garza así como para armarse de valor, y luego le preguntó a Hernán: —¿Querría usted hacerme este gran servicio, Hernán? ¿Consentiría en trabajar a las órdenes de mi amigo? ¿Cómo ve, puedo contar con usted? ¿Puedo decirle a Juan Antonio que desde mañana irá usted a ayudarle? En el pecho a Hernán el corazón como que le daba brincos de puro gusto. Juan Antonio Valdés, así ha-
bía dicho Lucía que se llamaba su papá. Y que era contador. Nada faltaba pues. Todo checaba perfectamente con lo que le había contado la niña que tanto y tan hondo lo impresionara. Fue tan grande el gusto que Hernán sintió que por el momento se quedó sin decir nada, y malinterpretando su silencio, el Contador Garza se deshizo en disculpas: —Perdóneme el abuso de confianza que con usted estoy cometiendo, Hernán, pero es usted tan serio y competente que, en verdad, de no ser usted no encuentro ningún otro a quien pudiera mandar. Pudo por fin hablar Hernán y dijo que no era necesario buscar a ninguna otra persona, que con mucho gusto él iría cuando fuera necesario y por todo el tiempo que el Contador Valdés lo necesitara. Tranquilizaron al Contador Garza las palabras de Hernán y quedó convenido que a la mañana siguiente Hernán se pondría a las órdenes de Juan Antonio. Le habló a éste el Contador Garza para notificarle que desde el día siguiente estaría a su disposición un contador que no lo defraudaría; y para que el asunto quedara cerrado, dio luego a Hernán la dirección del despacho de Juan Antonio. —Está un poco retirado —dijo—, pues queda en Tlalpan. —¡En Tlalpan! —con gran alegría repitió mentalmente Hernán. Por fin encontraba a Lucía. La fortuna, que por tantos años se le mostrara indiferente, se acordaba ahora de él y le abría la puerta que, si se jugaba listo, podría conducirlo al país de la felicidad. Esa noche platicando con las estrellas, Hernán les dijo todo alborozado:
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—Creo que estoy a un paso de dar con Lucía. Después no se sentó al piano, pues el gozo no le cabía en el cuerpo y se fue a acostar para seguir soñando con ella. Pero casi no pudo dormir. No se explicaba su insomnio Hernán; era que ignoraba que así como lo hacen las penas, las alegrías también suelen espantar el sueño. Qué larga se le hizo la noche a Hernán. —¿Hasta cuándo amanecerá? —se preguntaba a cada rato. Amaneció por fin y casi sin saber lo que comía, Hernán despachó el almuerzo, se despidió de sus padres y salió rumbo a Tlalpan. Una vez allá buscó la dirección que su jefe le había dado. Llegó al despacho contable de Juan Antonio y hecho un manojo de nervios entró a él. —Soy Hernán Ruiz. Vengo de parte del Contador Garza y deseo ver al Contador Valdés —le dijo a la recepcionista, la cual fue en el acto a avisarle a Juan Antonio que el contador que esperaba acababa de llegar. Juan Antonio lo hizo pasar inmediatamente a su privado y una vez que Hernán estuvo frente a él lo recibió con gran amabilidad. —Tengo que agradecerle a mi buen amigo el Contador Garza que me haya hecho el favor de desprenderse de usted para cedérmelo a mí. Pero sobre todo le doy a usted las gracias por haber aceptado venir a ayudarme en estos momentos en que me urge terminar varios trabajos para mí muy importantes. Hizo una breve pausa Juan Antonio y luego le suplicó a Hernán que tomara asiento. Lo hizo Hernán y, sin perder un minuto, Juan Antonio empezó a explicarle qué era lo que esperaba de él y cuáles eran los puntos que primero debía atender.
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Hernán, que hacía lo imposible porque no se le notara lo nervioso que estaba, procuraba poner gran atención a las indicaciones de Juan Antonio. Pero a lo mejor el cerebro lo traicionaba y le salía con que: —Sí, los ojos de Lucía son iguales a los de su papá. Y esas pestañas que me llamaron tanto la atención cuando la conocí, las sacó de él. Algo raro notaría Juan Antonio en la actitud de Hernán, pues inesperadamente le preguntó: —¿Me sigue usted, Ruiz, o voy muy aprisa en mis explicaciones? Controlándose, Hernán respondió que sí lo seguía y que creía haber comprendido todo, pero que para mayor seguridad no estaría mal que le repitiera los últimos dos puntos. Lo hizo Juan Antonio y Hernán no volvió a desbarrar. Encadenó sus nervios para que no le hicieran más perradas y, como acostumbraba hacerlo, se dedicó de lleno a su trabajo. Poco a poco le fue tomando la medida Juan Antonio a su nuevo ayudante, y pronto quedó convencido de que al elogiarlo como lo había hecho al hablarle de él, su amigo el Contador Garza se había quedado corto. —Lástima —se decía—, lástima que tenga que devolvérselo a Garza. El día que se vaya me van a faltar ojos para llorar. Pero mientras ese temido día llegaba, cuántas cosas sucedieron. La primera de ella fue que Hernán, que no perdía detalle y en todo estaba, supo por el propio Juan Antonio que, acompañando a su abuela, Lucía había partido para Europa. Aguzando el oído, se enteró por comentarios que las dos secretarias hicieron, que las
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viajeras iban a España y a Francia, y que andarían de paseo un par de semanas. Fue Juan Antonio también el que le contó que siendo tanto su madre como su hija muy aficionadas a la pintura, habían decidido viajar por esos dos países para visitar los museos donde se exhibían las obras de sus famosos pintores. —Ya irán a Italia en otra ocasión —había dicho Juan Antonio, y Hernán se entristeció pensando que con tanto viaje nunca iba a tener oportunidad de acercársele a Lucía. Pero qué equivocado andaba Hernán, pues otra vez y sin decir ¡agua va! la casualidad metió su cuchara y volvió a darle una manita. Según los cálculos de Hernán (que los llevaba al centavo), los quince días que en el viejo continente pasarían las viajeras estaban ya a punto de terminar, cuando Juan Antonio recibió una llamada de su hija avisándole que llegarían al día siguiente a México y suplicándole las fueran a recibir al aeropuerto. —No sé bien cuál será el motivo de este cambio —dijo un poco molesto Juan Antonio—, pues la fecha convenida para su regreso no era la de mañana sino hasta dos días después. Y lo peor es que no veo cómo le voy a hacer, pues llevé mi auto a una revisión total y no me lo entregarán hasta mañana. Ni modo de recogerlo hoy. Está todo desbaratado. Viendo que el imprevisto regreso de las viajeras inquietaba y molestaba a Juan Antonio, Hernán se apresuró a ofrecerle su ayuda y le dijo: —Si a usted no le mortifica viajar en una carcachita, podríamos ir en la mía a recibir a su mamá y a su hija.
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Juan Antonio, que vio el cielo abierto con el amable ofrecimiento de Hernán, respondió con genuina espontaneidad: —¡Pero cómo me va a mortificar si por años y años no anduve en otra cosa! Se pusieron de acuerdo ambos, fijaron la hora en que Hernán debería pasar a recoger a Juan Antonio y ya se despedían cuando éste tuvo una buena idea. —Oiga, Ruiz —le dijo—, creo que sería bueno enseñarle el camino a mi casa para que mañana no se le vaya a hacer tarde buscándola. Estuvo de acuerdo Hernán, y él y Juan Antonio se fueron en la carcachita hasta el domicilio de la familia Valdés. Una vez ahí, prometiendo estar a tiempo al día siguiente, Hernán se retiró en su pobre carcacha. Por el camino iba pensando: —Cuándo hubiera yo dado con Lucía, terco como estaba buscándola por la calle que sube hasta el panteón. ¡Ni peligro!
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XXXVIII Por segunda vez, Hernán pasó mala noche, tan grande era el gusto que sentía porque después de tantos años de soñar con ella por fin iba a encontrarse con Lucía; pero echó el sol su luz al mundo, y el joven contador saltó de la cama y sin perder ni un minuto pronto estuvo listo para dirigirse a Tlalpan. Su padre, que sabía lo que en aquel hijo tenía, no tuvo empacho en prestar su flamante carro. Diciéndole para qué lo necesitaba, Hernán se lo había pedido prestado, pues se le hacía muy duro hacer subir a su pobre carcacha a la familia de Juan Antonio. Puntual como un inglés llegó Hernán a la casa de Juan Antonio y éste, que esperaba en la puerta, no pudo menos de sorprenderse al ver que en vez de una pobre carcacha, Hernán tripulaba un flamante automóvil de cierto lujo. Como decían los cuentos de antaño, al padre de Lucía se le pusieron los ojos como ruedas de molino. Tal fue la sorpresa al ver el carro en que Hernán llegaba por él. —Oiga, Ruiz —le dijo—, dígame, ¿tiene usted una varita de virtud o cómo le hizo para transformar su carcachita en el lujoso automóvil en que viene?
Sonrió Hernán al oír lo que Juan Antonio le decía, y le explicó que no tenía ninguna varita de virtud, pero sí un padre muy bondadoso y comprensivo que le había prestado su auto para que no hiciera un mal papel. —¿Y sabe su papá para qué quiere usted su auto? —preguntó Juan Antonio. —Sí, señor, por eso me lo prestó, para que su familia no se viera en la dura necesidad de viajar en una pobre carcacha. Movió de un lado a otro la cabeza Juan Antonio y sonrió de la ocurrencia de Hernán diciéndole, al mismo tiempo, que si no tenía inconveniente en que su esposa lo acompañara al aeropuerto, pues quería ir también a recibir a las que de Europa llegaban. —No faltaba más, don Juan Antonio —exclamó Hernán—, usted es el que manda y se hará lo que usted diga. Entró a la casa Juan Antonio para hablarle a Martita, regresó con ella y se la presentó a Hernán. Se acomodaron los tres en el auto y partieron rumbo al aeropuerto. Tan contenta se sentía Martita yendo en el carro del papá de Hernán, que iba pensando: —Si he sabido que este muchacho venía por nosotros en este carrazo, me hubiera puesto mis aretes de brillantes. Pero como Juan Antonio me había dicho que íbamos a ir en una carcachita, me pareció exagerado llevarlos. A pesar de todo, con brillantes o sin ellos, el gozo se le salía a Martita por los ojos, por la boca. —¿Cómo me dijo que se llamaba usted? —desde el asiento de atrás (donde iba) le preguntó a Hernán, que conducía el carro.
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—Hernán Ruiz, para servir a usted —contestó el joven contador. —¿Y usted trabaja con mi esposo? —Por el momento, sí. —¿Por qué dice que por el momento sí? ¿Piensa dejar el trabajo? —Es que yo trabajo con el Contador Garza, que fue quien me mandó al despacho de don Juan Antonio. Creo que estaré ahí por algún tiempo. —Si por mí fuera, se quedaría usted para siempre en mi despacho —terció Juan Antonio—. Pero no sería correcto, ni justo, arrebatárselo a mi buen amigo el Contador Garza. Nada dijo Hernán, y fue otra vez Martita la que entabló conversación. —Dígame, Hernán —dijo—, ¿vive usted cerca de Tlalpan? —No, señora, vivo muy retirado. En la colonia Santa María de la Ribera tiene usted su casa, a media cuadra de la Alameda, por la calle del Ciprés. —¡Qué coincidencia! —exclamó Martita—. Yo viví en esa colonia cuando era chica. Por el Fresno. Hernán hubiera querido decirle a Martita que ya lo sabía, que su hija se lo había dicho hacía muchos años. Pero no lo hizo, solamente lo pensó. Siguió hablando Martita, y Hernán contestándole con gran urbanidad. (Después de todo, Martita era la madre de Lucía, de Lucía la de Tlalpan). —¿Y con quién vive usted, Hernán? ¿Con sus padres, o es usted casado y vive con su propia familia? Pregunta y pregunta, Martita desmenuzó la vida de los Ruiz en menos tiempo del que a un gallo le toma lanzar un quiquiriquí mañanero.
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—¿Sabes lo que estoy pensando, Martita? —dijo de pronto Juan Antonio, que había ido escuchando las preguntas de Martita sin decir ni pío—. Estoy pensando que de haber sido tú hombre, habrías hecho un excelente sacerdote. Porque para eso de confesar al prójimo te pintas sola. Mira nada más, en un periquete te has informado de la vida de Ruiz sin olvidar ni un solo detalle. No dejó de mortificar a Martita la llamada de atención que veladamente y entre bromas y veras, Juan Antonio le hacía. —Ay, sí, me doy cuenta que he sido muy preguntona —dijo—. Discúlpeme, Hernán, pero no lo hice con mala intención. Es que a mí siempre me ha gustado saber cómo viven y qué hacen las personas con quienes llevo amistad. Y aunque apenas acabo de conocerlo, es usted tan correcto y tan servicial, que sentí deseos de asomarme a su vida particular. Le ruego disculpe mi impertinencia. Que no tenía nada de malo que le hubiera hecho algunas preguntas, dijo Hernán, y que no había ningún motivo para pedirle disculpas. Tranquila, y muy agradecida de Hernán quedó Martita cuando oyó sus amables palabras; y seguramente hubiera seguido con su interrogatorio de no haber sido porque en esos momentos llegaron al aeropuerto. Hernán, al que un pudor exagerado le impedía ir con Juan Antonio y Martita hasta el lugar donde el avión que llegaba se detendría, insistió en quedarse esperándolos cerca del automóvil de su padre. Y Juan Antonio, pensando que a lo mejor lo hacía por vigilar el carro, no le terqueó para que los acompañara a él y a Martita y fuera también a recibir a la abuela y a la nieta que no tardarían en descender del aeroplano.
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Se quedó solo Hernán, pues, rumiando su gran alegría y luchando a brazo partido para que no se le desbocara aquel gustazo que traía adentro. Se adelantó un poco y aunque de lejos, pudo ver cómo se abrazaban y besaban las que llegaban y los que las recibían. El corazón quiso salírsele cuando distinguió a Lucía. —¡Santo cielo! —pensó—, pero si es más preciosa de lo que yo la imaginaba. Y viendo que Juan Antonio cargaba la más grande de las maletas que las viajeras traían, fue a prestarle ayuda. —Permítame, don Juan Antonio —le dijo, quitándole la maleta—, déjeme llevarla yo. Se sorprendieron la madre y la hija de Juan Antonio de que un desconocido le arrebatara a éste la maleta, y Juan Antonio, percatándose de lo que pasaba, se apresuró a presentarles a Hernán. —Les quiero presentar al contador Ruiz —les dijo, y agregó—: él nos hizo el favor de traernos a recibirlas, pues mi auto está desbaratado en el taller. —Pero no chocaste, papá —con visible inquietud dijo Lucía. —A Dios gracias no, hijita, se trata únicamente de una revisión general. Como creíamos que regresarían hasta pasado mañana, pensé que tenía tiempo para que de una vez lo checaran. Y a propósito, ¿por qué regresaron antes de lo convenido? Lucía se quedó callada, fue su abuela la que contestó la pregunta que Juan Antonio había hecho, y la respuesta que dio fue extensa y clarísima. Dijo así: —Nos regresamos hoy en vez de haberlo hecho pasado mañana, como estaba programado, hijo, porque Lucía ya no aguantaba a los gígolos. Te diré que son una plaga; viven de las pobres mujeres que un poco
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quedadas van a Europa en busca de marido. Parece que algunas lo consiguen, pues sobran pillos a caza de alguna inocentona desesperada que les haga el favor de mantenerlos. No faltan desvergonzados que hacen su América casándose con una de estas pobres mujeres que cogen lo que pueden. Pero como tu hija no está en esas condiciones, pues ya lo ves, mejor se regresó a su tierra antes de tiempo para no tener que seguir soportándolos. Porque si con las feas y quedadas estos tipos son empalagosos, imagínate cómo serán con una joven tan bonita como Lucía. El relato y los piropos de su abuela abochornaron visiblemente a Lucía que continuó callada. —Bueno —dijo Juan Antonio—, ¿pero cómo le hicieron para conseguir que les cambiaran la fecha de su regreso? Entiendo que es prácticamente imposible lograrlo. —Pues para Lucía no lo fue, hijo —replicó la abuela—. Acuérdate lo que me has contado que le dijo aquel militar que quería casarse con ella. —¿Qué le dijo, mamá? —preguntó Juan Antonio—. No lo recuerdo. —¡Válgame, hijo, te falla la memoria! Si tú mismo me lo contaste. Le dijo que tenía una cara que era un salvoconducto. No sé qué enjuagues harían en la compañía de aviación, el cuento que contaron fue que un par de turistas norteamericanos habían cancelado sus pasajes, y que por lo tanto en ese vuelo sobraban dos asientos. Y aquí nos tienes, porque los asientos que quedaron desocupados fueron en los que Lucía y yo vinimos sentaditas. Dijo bien el pretendiente militar de Lucía, mi nieta tiene una cara que es un verdadero salvoconducto. Conque ya sabes, Juan Antonio, en cuanto se te atore algo en el despacho, nomás ponlo en ma-
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nos de Lucía y ya verás cómo te saca adelante tu asunto por más intrincado que esté. No le quedaba más remedio a Hernán que ir escuchando todo lo que en el grupo iban platicando. Pero aunque no le iban, por lo general, ni le venían las conversaciones ajenas, éste sí le interesaba. Cómo no había de interesarle, si en ella andaba de por medio Lucía. —Bueno, hijita, en resumidas cuentas, ¿qué opinión traes de los países que visitaste? —le preguntó a Lucía Juan Antonio. Tardó un momento en responder Lucía, y cuando lo hizo dijo: —La verdad, papá, unos cuantos días no bastan para formar un juicio acertado de un país que visitas por primera vez, pero así a vuelo de pájaro te diré que tanto España como Francia me parecieron lugares llenos de historia a los que hay que ir con muchísimo tiempo, y no poco dinero, para conocerlos siquiera medianamente. —Y si interesantes te parecieron, ¿cómo es que desperdiciaste dos días viniéndote antes de lo que habías planeado? —Adelanté nuestro regreso a México por la razón que ya te explicó mamá grande. Entre éstos hay muchos que son sencillamente insoportables. Por eso me quise venir hoy en vez de hacerlo hasta pasado mañana. Con decirte que hubo un pegajoso de lo más chocante que tuvo el descaro de pedirme que me casara con él para que como marido mío él pudiera salir con toda facilidad de su país. ¿Te das cuenta? ¿No crees que hice bien en venirme antes de lo planeado?
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—Sí, estoy de acuerdo en que tu decisión fue correcta. Pero no me negarás que en México no dejan de cocerse habas. Algo turbada, contestó Lucía a su padre: —No puedo negártelo, papá, sería una tonta si lo hiciera. Pero estando acá cuando me toca la de malas los tengo a ti y a mamá conmigo. Y a Dami, que tú sabes cómo me quiere. Allá estaba sola, o casi sola, pues a la hora de un apuro no me habría atrevido a molestar a mamá grande. Ya ves por qué estoy aquí. —Lo veo, hijita, y me da gusto saber lo mucho que tu mamá y yo contamos para ti. Pasaron la revisión, echó Hernán a la petaca del auto el equipaje y se acomodaron para el regreso. Juan Antonio iba adelante con Hernán, pero eso no le impedía seguir platicando con Lucía, quien viajaba atrás con su abuela y con Martita. —Volviendo a lo que de Europa conociste, hijita —dijo Juan Antonio—, ¿no vendrás impresionada con lo que allá viste y ahora se te hará muy poca cosa tu Patria? —¡Qué esperanzas, papá! —exclamó Lucía—. México no tiene que pedirles nada a los países de Europa. Acuérdate de lo que te platiqué que dice el periodista alemán que escribe con el pseudónimo de C.W. Cerum. —No lo recuerdo, hijita, ¿qué es lo que dice este escritor? —Lo leí en un libro interesantísimo que me prestó mi jefe. En él, Cerum habla de las culturas antiguas. La egipcia, la cretense y otras más. Pero lo que más me llamó la atención es lo que dice de nuestras culturas, pues al referirse a ellas, a la de los mayas, los toltecas y los aztecas, dice con todas sus letras que los que nos conquistaron no supieron lo que hacían; pues
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la civilización que aplastaban era muy superior a la de ellos. ¿Qué te parece, papá? —¿Eso dice este escritor? ¿Y el de qué raza dices que es o era? —Es alemán, papá, y tiene toda la razón del mundo al opinar como lo hace. Nomás dime, ¿cuál de los países europeos tiene unas pirámides como las de Teotihuacán? ¿o un Monte Albán? ¿o unos templos como los de Chichen-Itzá? De veras, no nos queda más remedio que aceptar que ellos tienen pintores, poetas, filósofos. Pero muestras patentes de culturas avanzadísimas como las que en México tenemos, eso no se encuentra en Europa. Sus catedrales, sus museos, sus parques, son lugares muy atractivos para el turista, pero dime, ¿hay en Europa un calendario como el azteca o algún templo como los de Chichen-Itzá? Ya ves, papá, que se necesita ser muy simple para dejarse apantallar por lo que Europa ofrece al turista olvidando las genuinas maravillas que en nuestro país tenemos. Encantados iban todos con las explicaciones de Lucía, pero en eso llegaron a la casa y entre que Dami recibía con grandes expresiones de júbilo a las que regresaban, y que Hernán sacaba el equipaje de la cajuela, ya no hubo tiempo para seguir charlando. Le insistían Juan Antonio y Martita que se quedara a comer con ellos, pero Hernán creyó que no estaría bien hacerlo, no fueran a pensar que quería cobrar el servicio que acababa de hacerles, y puso como pretexto que le había prometido a su padre entregarle el auto en cuanto regresaran del aeropuerto. No insistieron más Juan Antonio y Martita y lo dejaron ir diciéndole que en otra ocasión tendría que comer con ellos.
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Excelente fue la impresión que Hernán dejó en la familia de Juan Antonio. En cuanto a él, iba pensando por el camino a su casa cosas muy agradables. —Es juiciosa —se decía—, más todavía de lo que yo la imaginaba. Y después, siguiendo con el mismo tema, se repetía una y otra vez: —Está claro que no tiene novio, pues de tenerlo habría ido a recibirla.
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XXXIX Por la noche Hernán se dio una asomadita al jardín para decirles a las estrellas que por fin —después de tantos, tantos años de espera—, por fin la había encontrado. La inmensa felicidad que embargaba a Hernán lo hizo sentarse al piano, y con la revoltosa y vibrante música de Chopin dejó que sus dedos, volviéndose indiscretos, confiaran al mundo entero el secreto de su vida. —Qué bonito estabas tocando anoche —a la mañana siguiente le dijo su hermano Jaime cuando desayunaban. —A lo mejor te desvelé —contestó Hernán. —No lo hiciste, pero si lo hubieras hecho nada habría tenido que ver, pues valía la pena escucharte. Estabas tocando con el alma. —Con el corazón —hubiera querido corregirle Hernán, pero prefirió quedarse callado. Sí, Hernán tocaba con el corazón, con aquel corazón que a ella le pertenecía, a la de Tlalpan, a Lucía, en la que a todas horas pensaba. Porque sale sobrando decir que enfrascado como andaba en aquel amor tan grande que por Lucía sentía, todo era que Hernán
pegara los ojos para que empezara a soñar con ella. Ahora que cuando despertaba no variaba mucho el panorama, pues ya tuviera los ojos cerrados, o ya los tuviera abiertos, el paisaje de sus sueños, por decirlo así, era el mismo: Lucía y siempre Lucía. Si las más elementales reglas de la buena educación no le hubieran impedido hacerlo, Hernán habría amanecido en casa de Juan Antonio al día siguiente de haber ido a recibir a Lucía. Pero no hubiera estado bien presentarse de buenas a primeras en su casa. ¿Con qué pretexto podía hacerlo? ¿Qué alegaría en disculpa de su atrevimiento? Porque no era cosa de soltarse diciendo: Aquí estoy. He venido para hablar con Lucía, porque hace doce años que le prometí buscarla para casarme con ella. Le dije entonces que la buscaría cuando creciera y ya no estuviera tan flaco. Ya crecí, ya no estoy en los puros huesos. De modo que vengo a cumplir mi palabra. Pero no, no era posible hacerlo así. De manera que no quedaba más remedio que armarse de paciencia y esperar a que la suerte, que tanto lo había ayudado ya, volviera a acordarse de él. Ni disimulada ni esquiva, la suerte se acordó de Hernán más pronto de lo que él imaginaba que lo haría. —Oiga, Ruiz, traigo un recado para usted —le dijo Juan Antonio ocho días después de la llegada de las que de Europa regresaron. —Dígame, don Juan Antonio. —Mi mujer quiere saber si usted puede cenar con nosotros el próximo sábado. Es algo completamente informal. Se trata de despedir a mi mamá que la semana próxima piensa regresarse a Monterrey. ¿Qué le digo a Martita? ¿Irá usted? Es nuestro único invitado.
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El gusto, que casi lo atarantaba, por poco le impide a Hernán contestar con las palabras que la ocasión exigía. —Pero, cómo no, don Juan Antonio..., por supuesto que iré. Y me hará favor de decirle a la señora Martita que le estoy muy agradecido, pues con tanta amabilidad me invita. Era miércoles cuando Juan Antonio le dio a Hernán el recado de Martita. Los días que para el sábado faltaban se le hicieron eternos al joven contador. Pero no faltó con qué llenarlos. Llevó a la tintorería el más decentito de sus trajes, se dio una vuelta por la peluquería, compró un par de zapatos para estrenarlos en tan señalada ocasión, y por último recorrió varias florerías hasta encontrar una que le llenó y ahí ordenó, para el sábado, tres pequeños ramos de violetas. Siempre le habían gustado las violetas. Tan discretas, tan humildes. Creyó que podrían gustarles a Lucía, a su mamá y a su abuelita, pues para ellas eran los tres ramitos que ordenó. Además, acordándose muy a tiempo de Dami, que tanto quería a Lucía (se lo había oído decir a la propia Lucía cuando venían del aeropuerto), quiso agradecerle el cariño que a la niña de sus ojos le tenía, y ordenó para ella tres hermosos claveles rojos. Llegó Hernán a casa de Juan Antonio hecho el pelo, estrenando zapatos y con una preciosa caja en donde los de la florería le habían arreglado las violetas. Llevaba, además, los claveles adornados con un poco de follaje y un moño de tul. Después de entregar las violetas, primero a la mamá de Juan Antonio, luego a Martita, y por último a la dueña de su corazón, Hernán le pidió permiso a Martita para darle a Dami los claveles. Maravillada quedó Martita del amable
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gesto de Hernán y le dijo a Lucía que llamara a Damiana. Fue Lucía a la cocina y volvió acompañada de Dami, quien en esa noche no estrenaba zapatos como Hernán, pero sí un bonito delantal blanco. —Ven acá, Dami, el contador Ruiz te trajo un regalo. No pudo disimular Damiana la sorpresa que las palabras de Martita le causaban, y muy grande fue su alegría cuando Hernán le entregó los claveles. —¡Claveles rojos! —exclamó—, muchas, muchas gracias. Cómo le gustaban a mi padrino. Mañana se los llevaré a su sepultura, y estoy segura que en el cielo él se va a alegrar mucho. Después le dio otra vez las gracias a Hernán y se excusó pues, explicó, no quería que se fuera a quemar la cena. Cuando Damiana se hubo retirado, Martita le dijo a Hernán: —No se vaya a sentir porque Damiana lleve sus claveles a la tumba de su padrino. Ella lo adoraba, y estoy segura que cree que es el mejor destino que puede dar a las flores que usted acaba de obsequiarle. La cena no se quemó, y estuvo exquisita. —Esta Damiana, cuando quiere hacer las cosas bien, se luce —dijo Juan Antonio. —Es que quiere mucho a tu mamá —le dijo Martita—. Y como sabía que era en honor a ella, pues nada, ya ves qué cosas tan sabrosas nos hizo. La verdad esté en su lugar, Hernán a ratos no sabía ni qué era lo que estaba comiendo porque todo se le iba en ver a Lucía. Tenía los ojos clavados en ella, mientras en el pecho su corazón bailaba una danza más atrevida que las que dicen que en tiempos leja-
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nos bailaban por las calles los osos al son de alguna viejísima pandereta. Tuvo Hernán que dejar de ver a Lucía para atender a la abuela que en ese momento (sin poder disimular lo bien que el joven le había caído) le hacía una pregunta: —Oiga, Hernán —dijo la madre de Juan Antonio—, ¿nunca va usted a Monterrey? —Figúrese, señora, que no lo conozco. —¿Pero será posible que no conozca usted la tierra del Cerro de la Silla? Sonrió Hernán y dijo que por mala suerte nunca había estado en Monterrey. —Pues tiene que ir uno de estos días porque yo lo voy a estar esperando para que vaya a comer conmigo. ¡Faltaba más! —Haré todo lo posible por ir, señora —contestó Hernán—, y no por conocer esa ciudad, sino por tener el gusto de saludarla. —Y por supuesto que aceptará usted mi invitación y me hará el favor de sentarse a mi mesa. —Tenga cuidado, Ruiz, no se meta en camisas de once varas —terció Juan Antonio—, mi mamá es muy terca y nunca quita el dedo del renglón. Conocerá usted mi tierra, de eso no me queda ninguna duda. —Mira, mira, Juan Antonio —dijo la abuelita—, no me estés desacreditando con Hernán. —No te estoy desacreditando, mamá, sólo quiero aclararle las cosas a Ruiz. Cambió de tema la señora y dirigiéndose a su nieta le dijo: —Ya hace mucho que te estoy pidiendo que me pintes algo para mi salita, Lucía. ¿Por qué no me compla-
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ces ahora y me pintas un cuadro con las preciosas violetas que Hernán nos regaló? Contestó que haría lo posible por darse tiempo para complacerla, y confirmando lo que su hijo acababa de decirle a Hernán a propósito de su terquedad, la madre de Juan Antonio insistió: —Si de tiempo se trata, eso no es ningún problema, pues acabando de cenar muy bien puedes sentarte a pintar. Por sorpresa le tomó a Hernán lo de la dedicación de Lucía a la pintura, y no pudo, o no quiso, quedarse callado. —No sabía que pintabas, Lucía —le dijo—, ¿en dónde estudias? Que por el momento no tenía maestro alguno, pero que en años pasados había estudiado con uno egresado de la San Carlo, respondió Lucía. Y como a Hernán le interesaba sobremanera todo lo que Lucía pensara, hiciera o dijera, siguió ahondando en lo de la pintura, interés que hizo decir a Martita: —¿Por qué no haces una cosa, Lucía? ¿Por qué al acabar de cenar no le enseñas a Hernán tu taller? No le pareció bien a Lucía la sugerencia de Martita y respondió que sería mejor dejar la visita a su taller para alguna vez que Hernán viniera a verlos de día. —¿Y eso cuándo podrá ser? —preguntó Hernán. —No sabría decírtelo ahorita —respondió Lucía—, pues por lo pronto la semana próxima será imposible hacerlo porque tengo miles de cosas que sacar adelante. Ya veremos si es posible después. Te mandaré decir con papá. Pero en esto Juan Antonio, que había seguido atentamente la conversación de los dos jóvenes, dijo:
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—No podrás hacerlo, hijita, pues desde el próximo lunes Ruiz ya no estará conmigo. Garza no se aguanta sin él y ayer me lo reclamó. Le prometí enviárselo el lunes. Tendrás que hablarle por teléfono. En eso quedaron Lucía y Hernán, y éste le dio el número de teléfono de su casa diciéndole: —Ojalá no se te olvide hablarme, Lucía, pues tengo muchos deseos de ver tus cuadros. Prometió Lucía hacerlo y Hernán, dando una vez más las gracias, se despidió y se fue no sin antes dárselas también a Damiana que encantadísima quedó con las atenciones que para con ella había tenido el visitante.
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XL Pasó una semana, pasaron dos, y nada que hablaba Lucía. Hernán, que ya había vuelto al despacho del Contador Garza, se sentía mal sin saber ni una palabra de ella. De haber estado todavía ayudándole a Juan Antonio, algo habría oído de lo que Lucía hacía o pensaba hacer; a lo mejor hasta algún recado o alguna disculpa le habría mandado con su papá. Pero estando completamente desligado de Juan Antonio, todo lo ignoraba y nada podía hacer para averiguar cuándo pensaba darle una cita Lucía para que fuera a conocer su taller y a ver sus cuadros. Por fin a la tercera semana, cuando Hernán ya empezaba a desesperar y a temer que Lucía no llegara a hablarle, ésta lo hizo y le dio cita para el sábado siguiente. —Vente a comer con nosotros y después de la comida subiremos a mi taller —había dicho Lucía, y fue tanto el gozo que al oírla decir aquello sintió Hernán, que de un brinco se subió al cielo y se instaló entre sus muy queridas estrellas. —Voy a comer con ella —les dijo—, y me va a enseñar sus cuadros. Sonrieron las estrellas y “¡Qué bueno!”, le dijeron.
Volvió a lucirse Damiana y tan buena como había estado la cena con que despidieron a la abuelita, estuvo la comida a la que Lucía invitó a Hernán, el cual esta vez llegó, también, cargado de regalos: una finísima caja de chocolates para Lucía, otra para Martita y tres ricos chocolates, en un cucurucho, para Damiana. Se conversó animadamente durante la comida, se le hicieron los honores a los exquisitos platillos que Damiana había preparado, y después del postre, Juan Antonio pidió permiso para retirarse, diciendo que debía ir a la peluquería para no presentarse “tan greñudo” en la cena a que esa noche estaban invitados él y su mujer. Por su parte Martita se disponía ya a recibir a su peinadora que acostumbraba ir a arreglarla todos los sábados. Por lo tanto no quedaba nadie más que Damiana y a ella volvió los ojos Lucía cuando, habiendo terminado de comer, Hernán le recordó que le había prometido enseñarle sus cuadros. Ni Lucía pudo hacerse la desentendida, ni Damiana negarse a acompañar a Lucía, la que, quieras o no, echó a andar hacia su taller flanqueada por Hernán y por Damiana. Una vez arriba del mirador, Damiana no tardó en excusarse diciendo que habiendo quedado la cocina toda revuelta, tenía que ir a poner orden en ella. Diciendo y haciendo, la buena Dami se bajó del taller dejando a los dos jóvenes solos. Hernán, que no deseaba otra cosa sino estar a solas con Lucía para poder poner sus cosas en claro, Hernán no perdió el tiempo y acercándose a Lucía le preguntó tiernamente: —¿Ya sabes quién soy, Lucía? Lucía, que no acostumbraba comerse la verdad, le contestó que creía saberlo. —Creo que eres el muchacho larguirucho que conocí en la Alameda de Santa María hace mucho tiempo.
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—Hace doce años —puntualizó Hernán—, los mismos que he pasado pensando en ti y buscándote. —Pues no tardaste poco en dar conmigo —dijo Lucía secamente. —Como me dijiste que vivías por la calle que llevaba al panteón, la recorrí miles de veces y pregunté en muchas de sus casas por la familia Valdés. Pero cómo iba a dar contigo si ya te habías cambiado. Tuve intenciones de buscarte en la secundaria, pero no me atreví a hacerlo, pues sentí miedo de que mis indagaciones pudieran perjudicarte. Además, no podía presentarme con las manos vacías. —Y ahora, ¿con qué las traes llenas? —le preguntó Lucía, no sin poner en sus palabras un dejo de sarcasmo. —Las traigo llenas con mi título de Contador, con mi trabajo y, sobre todo, con el inmenso amor que por ti siento. Ignorando la sinceridad y la ternura que en sus palabras había puesto Hernán, después de un breve silencio lo único que Lucía dijo fue: —Bueno, pero yo creía que habías venido a mi taller para ver mis cuadros, ¿o ya no te interesan? —Claro que tus cuadros me interesan, Lucía —dijo Hernán—. Por supuesto que quiero velos. Pero ponte en mi lugar, he esperado doce años para hablar contigo, para verte, para decirte cuánto te quiero. Por eso, antes que tus cuadros estás tú, está lo que tú me digas. Pero, vamos a ver tus cuadros, enséñamelos, no pienses que no me interesan. ¡Qué esperanzas! Los vieron. Despacio ambos fueron examinando los cuadros que colgaban de las cuatro paredes del taller, Lucía moviéndose lentamente y sin decir ni una palabra, y Hernán haciendo comentarios y dejando
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escapar exclamaciones que muy a las claras dejaban ver lo mucho que le gustaban los cuadros de Lucía. Pero ella no parecía sentirse halagada ni por el interés que sus trabajos despertaban en Hernán, ni por la satisfacción que a todas luces le causaban sus trabajos al amigo de la infancia. Ante uno de los cuadros se detuvo Hernán más rato que con los demás. Era aquél que tanto exasperaba a Ramiro y que Lucía, para evitar discusiones y problemas, había descolgado de su lugar y lo había escondido en la ropería de su recámara. El cuadrito en cuestión era el que Lucía había titulado “Recuerdos de la infancia” y que representaba a una niña y a un muchacho flaco y desgarbado sentados en los escalones del kiosco de la Alameda de Santa María. Después de verlo despacio, con voz trémula Hernán preguntó: —¿Somos nosotros, Lucía? ¿Somos tú y yo? En vez de contestar afirmativamente, y sin hacer más comentario, Lucía dijo: —¿Pues tú qué crees? —Quisiera creer que sí somos, Lucía —dijo Hernán, visiblemente conmovido—. Me daría muchísimo gusto saber que, a pesar del tiempo transcurrido, tú todavía me recordabas. Nada dijo Lucía. El que volvió a hablar fue Hernán: —Me encantaría tener este cuadrito en mi estudio, Lucía. ¿Me lo regalas? No sabes cuánto te lo agradecería. Lucía pareció pensarlo, y cuando Hernán creyó que iba a acceder a su petición, fue diciendo: —Mis cuadros los pinto para mí, no para regalarlos. La respuesta de Lucía lastimó profundamente a Hernán, pero no se lo dio a entender. Antes, por el con-
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trario, se disculpó por haber tenido tan grande atrevimiento. —Discúlpame, Lucía. Qué ocurrencias las mías de pretender quedarme con algo que te habrá costado mucho trabajo y tiempo hacer. Pero ¿sabes?, ese cuadrito tuyo representa un momento decisivo en mi vida. El momento en que te conocí y ya no hice más que pensar en ti. Por eso te lo pedí. Pero comprendo que hice mal. Siguió callada Lucía, y cuando habló, dijo: —Bueno, pues nos bajaremos; ya viste los cuadros. —Como tú digas —replicó Hernán, al que no se le escapaba que Lucía tenía prisa por deshacerse de él. Al pasar cerca de la cocina, le dio las gracias a Damiana. A Martita la encontró en el pasillo, pues acababa de despedir a su peinadora, le agradeció la invitación suplicándole diera en su nombre las gracias a Juan Antonio. Prometió hacerlo Martita y con gran amabilidad le dijo: —Lo esperaremos el sábado que viene, Hernán. ¿Puede comer con nosotros? Respondió Hernán que con muchísimo gusto estaría con ellos ese día, y sin quitarle más tiempo a Lucía, se fue, no sin llevarse el amargo que la rudeza de Lucía le había dejado.
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XLI No sabía qué pensar Hernán del mal talante de Lucía. ¿Qué le habrá pasado?, se preguntaba. ¿Por qué este mal humor con que me trata?, y por más que pensaba no lograba dar con el motivo que a Lucía empujaba a ser poco amable con él. Pero eso sí, no daba su brazo a torcer. Como lo hizo desde su primera visita, llegaba siempre a casa de Juan Antonio cargado de regalos. Era puntual, discreto y no machacaba en tema alguno que pudiera fastidiar a Lucía. A ésta ni le cambiaba el humor, ni demostraba tener afición alguna por Hernán. Antes a veces hasta se le hacía al pobre muchacho que el desamor que tan a las claras por él sentía, como que se iba acentuando, como que cada día se volvía más ponzoñoso. ¿Pero yo qué le he hecho? ¿En qué o cómo la habré ofendido? ¿Cuál habrá sido la ofensa que sin querer le he hecho? Si no sé cuál es mi pecado, ¿cómo voy a hacer para lograr que me lo perdone? Estas y otras preguntas más se hacía Hernán sin poder llegar al fondo de la cuestión por más vueltas que le daba. Amaneció el sábado, día en que atendiendo a la invitación que Martita le había hecho, Hernán se presentó en el domicilio de los Valdés. Lo recibieron con
gran amabilidad Juan Antonio y Martita pero, para su desconsuelo, Lucía no comía ese día en la casa, pues, explicó Martita, para cuando ella invitó a Hernán a comer con ellos el sábado, ya Lucía tenía compromiso de ir a comer, a su vez, a la casa de su amiga Sara. Disimuló lo más que pudo Hernán la desilusión que la ausencia de Lucía significaba para él, e hizo todo lo posible por estar atento a las conversaciones de Martita y Juan Antonio. Sabiendo que la peinadora de Martita no tardaba en llegar y presumiendo que Juan Antonio no le faltaba algún pendiente que atender, poco después de terminada la comida dio las gracias, se despidió de Damiana y sin estorbarles más a los padres de Lucía, dejó saludos para ella y se marchó. Mucho le mortificó a Martita el desaire que su hija le hizo a Hernán yéndose a comer con Sara sabiendo que ese día el joven contador comería con ellos. Tanto le pudo la falta de atención de Lucía, que no pudiendo contenerse se lo reprochó. —Hijita —le dijo—, no sé qué es lo que te pasa que ya no eres la de antes, la que siempre habías sido. Tú que eras la discreción en persona, que te conducías en todo momento de finísima manera, ahora me pones a pensar, pues no puedo dejar de notar que ya no te portas como acostumbrabas hacerlo, que tus modales ya no son los que siempre fueron. Dime, ¿qué es lo que te pasa? ¿por qué le has tomado mala voluntad a Hernán? Él nada te ha hecho. ¿No te parece que es injusto hacerle pagar culpas ajenas? Lucía se le quedó viendo a Martita y dijo: —¡Ay, mamá! Tú con tus fantasías de siempre. Ni le he cogido mala voluntad a Hernán, ni tengo por qué hacerlo pagar pecados que no ha cometido. Como
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acostumbras hacerlo, estás echando a volar la imaginación. Cálmate y deja de bordar en el vacío. Nada dijo Martita y no volvió a tocar el tema, pero siguió observando a Lucía y se convenció de que su hija no era la de antes y que lo que era a Hernán no le tenía ninguna simpatía. Pensando que invitándolo a comer le echaría un remiendo al desaire cometido por Lucía, Martita le habló por teléfono a Hernán. —¿Cómo anda de compromisos para el sábado, Hernán? —le preguntó—. Tenemos muchos deseos de que coma con nosotros. Sólo que por esta vez fue Hernán el que no podía disponer de ese día. Con mucha pena, y no poca tristeza, se vio en la necesidad de rechazar la invitación. —Sabe, Martita, que no me va a ser posible aceptar su amable invitación —le dijo—, pues el domingo tenemos una chopiniana en Bellas Artes y el maestro siempre exige ensayo final el día anterior. De manera que con mucha tristeza tengo que quedarme sin el rato tan agradable que en su casa paso y sin la comida tan rica que usted nos sirve. Le ruego me disculpe, ya ve que lo hago por dura necesidad. Quiso saber Martita si Hernán iba a tocar en el concierto, y cuando supo que sí lo iba a hacer, dijo alborozadísima: —Pues yo no me quedo sin oírlo. ¿Dónde se consiguen los boletos? —Mañana se los llevaré al despacho de don Juan Antonio —prometió Hernán. —¿Me lleva tres, Hernán? —dijo Martita, e imprudentemente añadió—: Pues estoy segura que Lucía también va a querer ir.
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No lo estaba Hernán, antes por el contrario temía que la chopiniana no iba a despertar interés alguno en Lucía. Pero incapaz de negarle nada a Martita, prometió llevarle los tres boletos al despacho de Juan Antonio. El domingo a la hora del desayuno, Lucía dijo a sus padres que no los acompañaría al concierto porque había amanecido con una jaqueca muy molesta. Por más que insistieron Martita y Juan Antonio, Lucía no dio su brazo a torcer, ni aceptó tomar algo que le aliviara la jaqueca, ni mucho menos quiso acompañarlos. Nada dijo Damiana, aunque se había dado cuenta de las pocas ganas que su niña tenía de ir al concierto. Pero cuando Juan Antonio y Martita acababan de salir para Bellas Artes, Damiana se le presentó a Lucía con una taza de manzanilla en la mano. En su cuarto, sin traza alguna de tener jaqueca, Lucía trajinaba arreglando cajones y revisando papeles. Su actividad cesó por completo cuando, con voz resuelta, Damiana le dijo: —Se va a tomar esto mi niña y se va a arreglar prontito para que se me vaya al concierto donde va a tocar el señor Hernán. Él no es ningún perro para que lo trate a puntapiés. Es un joven correcto y mucho muy educado. Así es que, sin perder un minuto, vístaseme prontito mientras yo le consigo un taxi que la lleve. Y aquí está su boleto, la señora Martita me lo dejó por si usted se animaba a ir. Quieras que no, Lucía se animó. Conocía a Damiana como a sus manos, y sabía que cuando hablaba en el tono en que lo estaba haciendo, no quedaba más remedio que hacerle el gusto. Se vistió Lucía en un decir ¡Jesús!, tomó su bolsa y se fue a la puerta del pasillo donde Damiana ya le tenía listo un auto. Se subió
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Lucía al auto y con un “que le vaya bien a mi niña”, Damiana la despidió al mismo tiempo que le echaba sus bendiciones. —Esta Dami... —iba pensando Lucía—, los chocolates y los claveles de Hernán la han trastornado. Pero la verdad era que lo que no habían podido hacer sus padres, lo hizo Damiana: obligarla a ir al concierto a oír a Hernán. —Sólo Dios qué mugreros irá a hacer Hernán —iba pensando Lucía por el camino. Llegó a Bellas Artes con los minutos justos para que la acomodadora la llevara hasta su asiento. Martita y Juan Antonio que estaban sentados junto al lugar de Lucía, cruzaron una significativa mirada pero nada dijeron. Cuando Lucía llegaba a su asiento, Hernán se desprendía del lugar después de haberles dicho a Juan Antonio y a Martita que al terminar el concierto quería presentarles a sus papás. En ese instante llegaba Lucía. —¡Lucía! —exclamó gozoso Hernán—. Creía que no ibas a poder venir. —Pues ya ves que sí pude —dijo un poco malhumorada Lucía—. Tuve que hacerle el gusto a Dami, que se empeñó en que viniera a oírte tocar. Los milagros que hacen tus claveles y tus chocolates. —Discúlpame, tengo que retirarme —dijo Hernán—. Al final vendré. Voy con el maestro. Y con dolor de su corazón, Hernán se alejó de Lucía. —Bendita Damiana —pensó mientras se dirigía al escenario. La sala estaba llena y el concierto, que había despertado mucho interés, iba resultando un gran éxito. Todos esperaban ansiosos el final que era cuando to-
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caría Hernán. Después de un breve intermedio salió a escena el maestro a decir que para finalizar la chopiniana, su distinguido y querido discípulo, Hernán Ruiz, tocaría para ellos el Scherzo que Chopin le había dedicado a Mademoiselle de Fürstenstein. Retumbaron los aplausos y más lo hicieron cuando salió al escenario Hernán y, con una modesta inclinación de cabeza, se sentó al piano. Las notas vibrantes y sonoras del Scherzo se dejaron oír. Con su traje obscuro y su cabeza levemente inclinada sobre el teclado, Hernán cortaba una simpática figura. Los dedos del ejecutante recorrían veloces el teclado, mientras en la sala no se oía ni un murmullo. Terminó el Scherzo; se vino abajo el teatro pues el respetable aplaudía delirantemente, y aún cuando el maestro no era muy partidario de los encores, tuvo Hernán que tocar un estudio y un vals para medio aplacar al público. Se entretuvo un buen rato en el escenario Hernán, a donde gran parte del público había subido para felicitar tanto al maestro como a sus discípulos. Cuando por fin pudo despegarse del motín que se había formado alrededor del maestro y los ejecutantes, Hernán fue a reunirse con sus padres y los llevó a presentar con Juan Antonio, Martita y Lucía. —¿Dónde está Jaime? —preguntó, pues por más que buscaba a su hermano no lo veía por ningún lado. —Nada más que acabaste de tocar, Jaime se llevó a tus hermanas a la casa —dijo su madre—. Es que las gemelas te prepararon una comida de sorpresa y se adelantaron para darle los últimos toques a los platillos que nos van a servir. Por cierto que nos daría mucho gusto que los señores Valdés y su hijita nos hicieran el favor de comer con nosotros.
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Se resistían Juan Antonio y Martita a aceptar la invitación pensando que a los Ruiz no dejaría de complicárseles la comida con tres comensales más; pero fue del todo imposible convencer a la mamá de Hernán de que dejara lo de la invitación para cualquier otro día en que no la fueran a molestar tanto. Que cuál molestia, que con muchísimo gusto los sentaría a la mesa, que era cuestión de echarles tantita agua a los frijoles, y que esto y que lo otro. En fin, que no hubo poder humano ni divino que lograra hacer entender a la señora Ruiz. Ella quería que la familia Valdés los acompañara en su festejo y no hubo más remedio que aceptar la invitación. En casa de los papás de Hernán todo marchó bien. Las gemelas se pintaban solas para cuestiones culinarias, nada les asustaba y nada faltó en la mesa. Hicieron prodigios no sólo en la comida, sino también en la distribución de los comensales. Los sentaron en lugares apropiados, acomodaron a Juan Antonio al lado del papá de Hernán, y a la señora Ruiz junto a Martita. En una pequeña mesa que a última hora se había pegado a la grande, sentaron a Hernán y Lucía junto con Jaime y su novia. Notó Hernán que Lucía estaba muy callada, pero como generalmente hablaba poco no le dio mucha importancia a su silencio. Sin embargo, sí la tenía y de ello se percató Hernán cuando ya para irse, Lucía, con toda intención, se quedó atrás de sus padres que daban las gracias y se ponían a las órdenes del señor Ruiz. —Quisiera hablar un momento contigo, Hernán —le dijo Lucía. —Los que tú quieras —respondió Hernán. —Dime una cosa Hernán, ¿por qué dijo tu mamá que tu hermano también había invitado a su novia?
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¿Qué quiso decir cuando dijo “también”? ¿No será que tú le has dicho que soy tu novia? No lo soy, eso lo sabes muy bien. Le cambió el semblante a Hernán cuando oyó hablar así a Lucía, sin embargo al responderle lo hizo con toda mesura. —De una cosa puedes estar segura, Lucía —dijo—, y es de que yo no acostumbro presumir lo que no tengo. —¿Y qué es lo que no tienes, Hernán? —machacó Lucía. —No tengo tu cariño, Lucía, pues lejos de caerte bien, te soy antipático. No dijo más Lucía, y Hernán tampoco volvió a hablar. Caminaron hasta donde los padres de Lucía ya se disponían a subirse a su automóvil. Se despidió Lucía de los señores Ruiz y se subió al auto sin decirle adiós a Hernán. Éste no supo qué pensar y trató de disimular para que el mal rato que Lucía acababa de darle no se notara mucho. Pero no obstante la discreción de Hernán, a una de las gemelas le pareció que algo raro pasaba y le preguntó a su hermano: —¿Así es Lucía de callada siempre o es que estaba disgustada por algo? —Así es ella, habla muy poco —respondió Hernán, y ahí quedó la cosa.
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XLII Por la noche Hernán, que había quedado muy lastimado por las palabras de Lucía, se dio a pensar en algo que hacía tiempo lo traía preocupado. Y era que el maestro tenía muchos meses de venirle insistiendo que aceptara una beca que para él había gestionado y que habría de permitirle a Hernán perfeccionar sus conocimientos pianísticos en la ciudad de Nueva York. Hasta la fecha Hernán había rechazado la idea de irse tan lejos de su ciudad. Y no lo quería hacer porque le aterraba pensar que entre él y Lucía iban a interponerse muchos, muchísimos kilómetros. —Después de tanto soñar con ella, acabo de encontrarla —se decía—, y ahora resulta que me voy a ir lejísimos. Pero el exabrupto de Lucía lo había tergiversado todo. Por eso esa noche había resuelto examinar detenidamente su situación y resolver, de una vez por todas, qué era lo que le convenía hacer. —¿A qué me quedo? —se decía—, si ella no hace más que rechazarme. Estoy volando detrás de un sueño que nunca será realidad. Estoy perdiendo el tiempo y desaprovechando la brillante oportunidad que el maestro me ofrece.
Siguió dándole vueltas a la cuestión y terminó diciéndose ya muerto de sueño: —Mañana mismo iré a ver al maestro. Fue, y el maestro quiso volverse loco de gusto al oír decir a Hernán que había resuelto aceptar la beca. El tiempo se le escurrió a Hernán como arena entre los dedos. Eran tantas las cosas que tenía que poner en orden antes de irse a los Estados Unidos, que no sabía por dónde comenzar. Pero poco a poco, fue sacando todo adelante. A propósito dejó para el último la despedida de los Valdés. Y cuando menos lo esperaban, los llamó por teléfono. Fue una noche en que Martita y Juan Antonio cenaban solos porque Lucía había ido a la fiesta de cumpleaños de una compañera. Casualmente Juan Antonio acababa de preguntarle a Martita por Hernán. —¿Qué desaire le habrá hecho Lucía a Hernán que hace mucho que ni habla ni viene? —preguntó Juan Antonio. —No te lo sabría decir —contestó Martita—, pero algo pesado le habrá hecho para que el pobre muchacho se haya retirado. —¿Y tú no lo has llamado invitándolo a comer? —preguntó Juan Antonio. —Lo llamé dos veces —repuso Martita—, pero las dos dijo no poder venir porque tenía compromisos previos. No volví a llamarlo. —Hiciste bien, Martita —aprobó Juan Antonio—. Esta Lucía no sabe apreciar los verdaderos valores, mientras que al bribón de Ramiro lo traía en palmitas, a Hernán lo ignora. Sólo que no podemos hacer nada, pues todo sería que se diera cuenta de nuestra inclinación por Hernán, para que se encaprichara más a repudiarlo.
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—Sí, así lo haría, pues ya sabes cómo es —corroboró Martita. —No era así antes del trastorno sentimental que le causó el fracaso del noviazgo con Ramiro. No creo —añadió Juan Antonio— que lo haya querido mucho, más bien se ha de tratar de un caso de amor propio herido profundamente. Te aconsejo, Martita, que nunca le toques el tema, sería echarle gasolina a la lumbre. Deja que poco a poco se vaya resolviendo la cuestión. Llegará un día en que ella misma arroje las últimas cenizas de tan molesto asunto. Pero mientras ese día llegaba, Lucía pagaba en carne propia el resquemor que la bribonada de Ramiro le dejó. Se disponían Juan Antonio y Martita a terminar con la sobremesa y a sentarse un rato a ver televisión, cuando llamó el teléfono. Lo contestó Damiana y les extrañó que se tardara un rato hablando. No acostumbraba recibir llamadas para ella, por eso les llamó la atención a los dos que Dami no fuera a decirles a quién le hablaban. Cuando por fin lo hizo, habló de manera que mucho les extrañó. —Es el señor Hernán que quiere hablar con la señora Martita —dijo, y su voz parecía ir mezclada con sollozos. Se levantó de su asiento Martita para ir al teléfono, y Juan Antonio le preguntó a Dami: —¿Qué le pasa, Damiana, por qué está usted llorando? —Porque el señor Hernán se va a ir muy lejos y no va a volver hasta dentro de medio año. Ahorita se despidió de mí —dijo Damiana, haciendo esfuerzos por serenarse. —¿Y a dónde se va a ir? —preguntó Juan Antonio.
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—Me dijo adónde pero no se me quedó, don Juan Antonio. Volvió Martita y ella sí pudo decirle a su marido a dónde iba Hernán y qué iba a hacer. —Te dejó muchos saludos —le dijo Martita a su marido—, y que lo perdonaras por no haber ido a tu despacho a despedirse de ti personalmente. Que le había sido imposible pues tuvo que sacar adelante miles de cosas para poderse ir. —Ya imagino cuántas vueltas habrá dado el pobre de Hernán antes de sacar adelante lo de su beca y su viaje —contestó Juan Antonio, y luego se quedó callado. —Le pregunté que por qué se iba tan de carrera, que por qué nunca nos había dicho nada de su beca. Y me dijo que aunque hacía mucho que su maestro se la había conseguido, él nunca tuvo intenciones de aceptarla. Que no fue sino hasta hace poco que se resolvió a irse a los Estados Unidos. ¿Tú crees que Hernán hace bien en dejar su trabajo para ir a estudiar piano, Juan Antonio? Ya toca muy bien. —Pero puede hacerlo mejor, Martita —respondió Juan Antonio—. En cuanto a su trabajo, no lo va a perder, porque a él le sobra quien lo ocupe. Es un muchacho excelente y está muy bien preparado. —¿Te lo llevarías tú a tu despacho? —preguntó a Martita. —Sin pensarlo dos veces, Martita —dijo Juan Antonio—, y añadió—: Muchachos como él no se dan en series. —¿Tan bueno es así Hernán? —insistió Martita. —Todo lo bueno que se diga de él es poco, Martita. —Ah —dijo Martita—. Yo sabía que Hernán era buen contador y buena persona, pero no creía que lo fuera tanto.
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—Pues lo es, Martita, y no estoy exagerando —concluyó Juan Antonio. Después preguntó—: Bueno, y dime una cosa, ¿no dejó saludos para Lucía? —Ni siquiera se acordó de ella —dijo Martita con gran ingenuidad. —No es que no se haya acordado de ella, Martita, es que está resentidísimo por algo que Lucía le habrá dicho o hecho. —¿Así lo crees tú, Juan Antonio? —Estoy seguro que en este repentino viaje de Hernán anda de por medio algún desaire de nuestra hija. Qué lástima que a Lucía se le pase la mano, pues te repito, muchachos como él no se dan en serie. Cuando al día siguiente Lucía se enteró del viaje que Hernán haría a Nueva York, y del tiempo que allá permanecería, se dijo: —Ya vendrá a despedirse. Pero no fue y tampoco habló por teléfono. Cosa curiosa, Lucía empezó a preocuparse, ella que tan indiferente se había mostrado siempre con lo que hiciera o dijera Hernán. A Martita la había aleccionado Juan Antonio. —Haz todo lo posible por no machacar en el tema, como si el asunto no te interesara —le había dicho a Martita, y Martita siguió sus indicaciones al pie de la letra. Por su parte Damiana se abstuvo de tocar el asunto, pues resentidísima como estaba con su niña porque se había portado mal con Hernán, prefería guardar su distancia. En resumidas cuentas, que del viaje de Hernán se habló poco, y Lucía, no queriendo que nadie se diera cuenta de la preocupación que la frialdad de Hernán le causaba, no hacía pregunta alguna sobre el parti-
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cular. Pero que andaba molesta por no tener noticia alguna del que sin despedirse de ella se había marchado, eso que ni qué. Lo estaba y mucho, pues acostumbrada como estaba a recibir atenciones y miramientos del muchacho, no acababa de hacerse a su desapego. —Nadie sabe el bien que tiene hasta que lo ve perdido —pensaba Martita, a quien Lucía no engañaba con su fingida actitud de desinterés. El tiempo, que por lo general pasaba muy aprisa para Lucía, empezó a pachorrearse. Los días se le hacían larguísimos, las semanas eternas. Se sentía mal, no sabía qué era lo que le pasaba y, lo que nunca, empezaba a sentirse fastidiada de tener que ir a la oficina. Como que su trabajo, que siempre le había gustado, la cansaba. Como que no le era agradable ir todos los días a la oficina. Pero si no iba, ¿qué otra cosa podía hacer? Se percató su jefe del cansancio, o tal vez aburrimiento, que a Lucía se le había echado encima, y le preguntó que qué le pasaba, que si no se sentía bien, que si no estaría anémica. Empeñada en no dejar traslucir el verdadero fondo de la cuestión, Lucía le contestó que nada le pasaba, que se sentía perfectamente bien y que no tenía por qué preocuparse. Pero se dio cuenta, por las preguntas de su jefe, que el desgano que la ausencia y el prolongado silencio de Hernán le motivaba, se le notaba. Se propuso ocultarlo mejor y se dio a la tarea de disimularlo y de volver a ser la de siempre.
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XLIII Damiana, que por muy disgustada que estuviera con su niña seguía adorándola, no pudo más y viendo cómo se iba desmejorando Lucía soltó la lengua y habló de Hernán. Era poco lo que podía decirle a Lucía acerca de Hernán, pero aunque poco, fue un gusto grande el que Lucía sintió cuando oyó que alguien le hablaba del que tan preocupada y triste la traía. Juan Antonio también se dio un resbalón, pues habiéndose topado en la calle con el padre de Hernán, lo saludó y recogió noticias frescas que para cuando acordó ya se las había contado a su mujer y a su hija a la hora de la cena. —Pues no tienen más novedad —les dijo— que me encontré al papá de Hernán y me platicó que a su muchacho le acaban de extender la beca por otros seis meses. Tan bien así lo está haciendo. De modo que en vez de volver en marzo no lo hará hasta octubre. Se le heló la sangre a Lucía. —Otros seis meses —pensó con tristeza—. Se me van a hacer larguísimos. Contó también Juan Antonio, porque el ingeniero Ruiz se lo había dicho, que él y su esposa pensaban ir en Navidad a Nueva York.
—Cenaremos con él el 24 y comeremos juntos el 25. El 26, muy temprano, Hernán se irá a sus clases y nosotros al aeropuerto —había dicho el ingeniero. —Resulta —dijo Juan Antonio— que Hernán no sólo sigue sus estudios de piano, sino que también está llevando la maestría de su carrera. Según dice el ingeniero Ruiz, apenas le queda tiempo para comer y dormir. Y que les escribe una carta cada quince días. Cartas telegráficas, nada más para que sepan que sigue vivo. Por una parte Lucía se entristeció al saber que Hernán estaría lejos por seis meses más; pero por otra se alegró al saber que sus estudios no le daban tiempo para nada. —Qué bueno que esté tan ocupado —se dijo—, así no le quedará tiempo para pasear con algunas muchachas. Porque a fuerza que conocerá a alguna o algunas. Tendrá compañeras, lo buscarán, le harán invitaciones. Pero estando tan ocupado como dice su papá que está, se me hace que no podrá asistir a muchas fiestas. Pero a lo mejor —seguía diciéndose—, a lo mejor se da tiempo para ir a una que otra fiestecita. Ni pensar quería Lucía en una posible deserción de Hernán. Nunca mientras lo tuvo cerca y rendido a sus pies, nunca supo entonces aquilatar su cariño ni apreciar sus cualidades. Ahora, cuando estaba tan lejos, era cuando había llegado a comprender lo mucho que su amigo de la infancia valía. Y es que, como lo había dicho Martita: nadie sabe el bien que tiene hasta que lo ve perdido. Faltaba poco para la Navidad y Lucía, que tenía muy presente lo que Juan Antonio había platicado, empezó a idear un plan para hacer que Hernán se acordara de ella. Subió a su taller, descolgó el cuadrito
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que hacía tiempo Hernán le había pedido, lo sacudió, le quitó el marco y se bajó con él a su cuarto. Ahí escribió una notita que decía: Hernán: Que pases la Navidad muy contento con tus papás. Te mando el cuadrito que una vez me pediste. Es tuyo. Le quité el marco para que pese menos, acá se lo volvemos a poner. LUCÍA
Después se fue al teléfono y habló con la mamá de Hernán para preguntarle si no sería mucha molestia para ella llevarle a Hernán un obsequio que quería mandarle. Que no era un bulto muy grande, le dijo, y tampoco pesaba mucho. La señora Ruiz, que seguía con su terquedad de casar a Hernán, aceptó la encomienda cayéndose de gusto. Lucía envolvió coquetamente el cuadrito, incluyó el mensaje y todo lo metió en una bolsa. Como era natural, Damiana fue la encargada de llevar al Ciprés, a la casa de los Ruiz, el paquete que a Nueva York iba destinado. No podían haberle dado a Damiana encargo que con más gusto hubiera cumplido. Faltaban tres días para la Nochebuena. Con mayor oportunidad no hubiera podido tener Lucía tan brillante idea. Loco de puro gusto estuvo a punto de volverse Hernán cuando su madre le entregó lo que Lucía le enviaba. —¿Pero cómo supo ella que ustedes iban a venir? —preguntó. —Es que tu papá y el papá de Lucía se encontraron en la calle, y como platicaron un rato tu papá le contó al señor Valdés que íbamos a pasar la Navidad contigo.
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—¿Y fue ella a llevártelo, mamá? —No, hijo, me lo mandó con una mujer que se me figura que ha de ser la sirvienta de su mamá. —¿Una señora alta y fornida? —preguntó Hernán. —Sí, y bastante morena. —Es Damiana, la sirvienta de la mamá de Lucía. Es una persona muy buena. Después de estar como pensando un momento, Hernán dijo: —Vas a tener que volverte a llevar el regalo de Lucía, mamá. Ya van dos veces que me roban en mi departamento. Esta ciudad es muy insegura, y no quisiera que me robaran mi cuadrito. Le voy a poner a Lucía una nota explicándole por qué se lo devuelvo. Se la mandas con el cuadro; puedes hablarle por teléfono para que mande a Damiana a recogerlo. Anotó Hernán el número del teléfono de la familia Valdés y se lo dio a su mamá. Después se puso a escribir una nota explicativa para Lucía. Querida Lucía (empezó): No tomes a mal que te devuelva el cuadrito. Esta ciudad es muy insegura —ya van dos veces que me limpian el departamento en que vivo. No quisiera que me robaran tu cuadro que tiene para mí un valor sentimental muy grande. Guárdamelo mientras estoy acá. A mi regreso lo recogeré. Mil gracias y un Año Nuevo muy feliz. Como siempre tuyo, HERNÁN
Aquella nota de Hernán fue un elíxir maravilloso que a Lucía devolvió las ganas de vivir. Una vez más era la de antes, la Lucía de los años anteriores a la fea jugarreta que Ramiro le hiciera.
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Mientras a Lucía le volvía el alma al cuerpo, en casa de los Ruiz todo era ajetreo y preparativos. Se casaba Jaime. Sería en abril la boda, pues creyendo que Hernán regresaría de Nueva York en marzo, la habían programado para el mes siguiente. Cuando se supo que le habían doblado la beca al hermano mayor, ya era muy tarde para echar atrás lo de la boda. De modo que al arroz le cayó un prietito que a toda la familia Ruiz molestaba mucho: Hernán no asistiría a la boda. Pero faltaban ocho días para que ésta se efectuara, cuando Hernán recibió un telegrama que decía: Me vas a hacer mucha falta, Astrónomo. Lo firmaba Jaime. Leer el telegrama y sentir Hernán que se le estrujaban las entretelas del corazón, fue todo uno. Sin pensarlo dos veces se fue al Consulado Mexicano a ver si dándole ellos un empujón lograba conseguir boleto en aviación para ir a la boda de su hermano. Tenía Hernán muchas esperanzas de lograr lo que buscaba porque una de las muchachas del Consulado le tenía echado el ojo y no perdía oportunidad de quedar bien con él. Lo ayudó la interesada joven, compró su boleto de ida y vuelta. Hernán estaría solamente un día en México, el de la boda, pero le bastaba para hacer lo que tan inquieto lo tenía: hablar con Lucía extensamente hasta dejar sus cosas en orden. Era o no era su novia, lo quería o no lo quería. Que se lo dijera con todas sus letras. Que no quedara ni la sombra de una duda. Porque eso de estar a cientos de kilómetros de lo que uno tanto quería, eso no le gustaba nada. Que se aclarara el horizonte, que se disiparan las nubes. Que Lucía le dijera “te quiero” o “no te quiero”. Le era absolutamente necesario saber toda la verdad. Aunque ésta fuera cruel, aunque fuera negativa. La prefería a la incertidumbre.
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Resuelto a averiguarla, fue al teléfono y marcó el número de la casa de Juan Antonio. Éste y Martita habían salido; Damiana descansaba en su cuarto; Lucía, que leía un poco antes de acostarse, oyó sonar el teléfono y fue a contestarlo. —¿Bueno? —¿Eres tú, Lucía? —Sí, Hernán, soy yo. —¿Cómo estás? —Muy bien, ¿y tú? —También. Luego habló de lo que tanto le importaba: —Estaré allá el sábado, Lucía, voy a la boda de Jaime. Pero no voy sólo a eso, voy sobre todo a verte, a hablar contigo. Por eso quiero que me separes todo el sábado. Nos va a faltar tiempo para platicar. ¿Qué dices? ¿Puedes dedicarme ese día? —Claro que sí, con mucho gusto. —Qué bueno. Llegando te hablo para ponernos de acuerdo. Además, quiero pedirte un favor: no le digas a mi familia que te hablé. No quiero que sepan que voy. Es una sorpresa. Prometió Lucía guardar una gran discreción y se despidió Hernán. Fue tan discreta Lucía que no les dijo a sus padres que había hablado Hernán. Ni siquiera se lo dijo a Damiana.
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XLIV Qué gusto, pero qué gusto tan grande fue para su familia el tenerlo con ellos en el casamiento del hermano menor. Menuda sorpresa la que todos se llevaron cuando fue entrando a la casa. Se había llevado a Nueva York las llaves de la puerta de la calle y ni siquiera tuvo que tocar. Con la presencia de Hernán, la boda de Jaime, que se perfilaba como medio tibia, medio desabrida, se transformó en una señora boda toda alegría, toda alborozo. Los novios se lo agradecieron con el alma, sus padres no durmieron del gusto de tenerlo con ellos, y él, Hernán, se felicitó de haber venido pues se percató que con haberlo hecho había contribuido grandemente al soberbio éxito de la fiesta de bodas. Mal entró a la casa de sus padres Hernán, cuando ya estaba en el teléfono hablándole a Lucía. Ésta, que desayunaba en compañía de sus padres, oyó llamar al teléfono y se levantó a contestarlo. —Para qué te levantas, deja que conteste Damiana —le dijo Martita, pero Lucía ya iba derechito al teléfono. Era Hernán que acababa de llegar y quería saber si podía ir por ella en media hora. —Cuando gustes —dijo Lucía, llena de gozo—. Voy a arreglarme inmediatamente.
—¿Quién era, hijita? —preguntó Martita. —Hernán, mamá. Voy a ir a la boda de su hermano y en media hora llega por mí. —No sabía que Hernán estuviera aquí —dijo Juan Antonio. —Acaba de llegar, papá —explicó Lucía, y dando un último trago de café, se excusó y se fue a su recámara. Puntual como un inglés llegó Hernán. Saludó a los padres de Lucía y a Damiana, se disculpó por no quedarse a conversar un poco pues, explicó, no tenía tiempo de hacerlo porque la boda civil estaba por llevarse a cabo. —¿Nos vamos, Lucía? —preguntó Hernán. —A la hora que gustes. —Bueno, ¿y en qué se van? ¿trae su carrito? —le preguntó Juan Antonio a Hernán. —Mi carcachita la vendí, don Juan Antonio, tomaremos un taxi. —No es necesario. Pueden llevarse mi auto, pues vamos a tener visitas y no saldremos hoy a ninguna parte —y alargándole las llaves del automóvil le dijo—: aquí están las llaves.. —No me parece bien dejarlo a pie, don Juan Antonio —dijo Hernán. —Ningún a pie, Ruiz; nuestros invitados vienen en coche, y si algo se ofrece, me pueden prestar uno. En resumidas cuentas, que Hernán y Lucía se fueron en el automóvil de Juan Antonio y en él se movieron todo el santo día, pues no les faltó a dónde ir. —Disponemos de casi una hora, Lucía, ¿a dónde quieres que vayamos? —le preguntó Hernán cuando salieron de la casa de Juan Antonio. No titubeó Lucía:
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—¿No te gustaría ir a la Alameda de Santa María? Ahí nos conocimos y sería muy bonito volver a ella. —Me parece una gran idea, Lucía —dijo Hernán—. Además, queda a un paso de la casa y cuando llegue la hora del Civil nos pondremos ahí en un momento. Buscaron una banca sombreada. Guardó silencio Lucía, cosa que no le extrañó a Hernán, pues sabía que por lo regular no hablaba mucho. Pero como no quería perder ni un minuto, abrió el fuego y fue directamente a lo que tanto le interesaba poner en claro. —Ya sabes, Lucía, que desde que te conocí cuando éramos niños no he hecho otra cosa más que pensar en ti y soñar contigo —empezó diciendo Hernán, y prosiguió por el mismo camino—: Mis sueños son siempre los mismos: que tú me quieres, que yo te adoro, y que juntando nuestras vidas somos muy felices. Hizo una pausa Hernán, pausa que Lucía no aprovechó para hablar porque la emoción no la dejaba decir palabra. Volvió a hablar Hernán: —¿Qué me dices, Lucía? —le preguntó—. ¿Te resuelves a ser mi novia? ¿Tendrás paciencia para esperar a que yo regrese de Estados Unidos y me ponga a trabajar para poder casarnos? Eso me llevará tiempo, Lucía; no soy rico y tendré que entregarme muy duro al trabajo para poder darte todo lo que tú mereces. —¿Y qué es lo que tú crees que yo merezca, Hernán? —cuando pudo hablar, preguntó Lucía. —Lo que tú mereces, Lucía, es lo mejor del mundo —así habló Hernán, y al hacerlo tomó entre sus manos las de Lucía y se las acarició con ternura. Después le dijo—: Pero no me has contestado lo que te pregunté, que si quieres ser mi novia. —Si tú me lo pides, sí...
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—Te lo estoy pidiendo, Lucía —Y yo te estoy diciendo que sí, Hernán. —Me haces muy feliz, Lucía, muy feliz. —y metiendo la mano a la bolsa de su pantalón sacó una pequeña cajita y dijo—: Esto es para ti, Lucía. Es un regalo que espero te guste. Algún día espero poder darte uno mejor, pero por ahora tendrás que aceptar este tan modesto. Ojalá te guste. Era un anillo de muy buen gusto, un anillo que le encantó a Lucía y la llenó de alegría porque no esperaba aquel hermoso gesto de Hernán. —¿Te lo pongo? —preguntó Hernán. No dijo nada Lucía, pero abrió la mano para que Hernán colocara el anillo en el dedo anular. Vio un buen rato el anillo Lucía y dijo: —Es precioso, muchas gracias. —Ahora estamos comprometidos, Lucía, y es para siempre, para toda la vida. —Para toda la vida —repitió Lucía. Con el vestido que se había puesto Lucía se veía hermosísima, tan hermosa que robó cámara y llamó la atención de tal modo que hubo invitado que no supo de la novia por extasiarse viendo a Lucía. Hernán, que no tenía ojos más que para ella, sentía que su felicidad era tanta que no le cabía en el pecho. Y no cesaba de repetirse: —Ahora sí soy feliz, muy feliz, pues poseo lo que tantos años busqué: el cariño de Lucía, ¿qué más puedo desear? Bailaban y mientras lo hacían se decían cosas que muy dulces sonaban en sus oídos. —¿No te arrepentirás de haberme dicho que sí, Lucía? —le preguntaba Hernán. Y contestaba Lucía:
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—Cómo me voy a arrepentir, Hernán, si he soñado contigo desde el día que nos conocimos en la Alameda. —No puedo creerlo... —¿Pues por qué crees que pinté el cuadrito que te regalé? Nada contestó Hernán, pero la estrechó fuertemente contra su pecho. Y seguían bailando, y seguían conversando. Era como si en aquellas pocas horas de que disponían quisieran acomodar todas las que sin verse habían pasado. —Sabes, Hernán, que se me va a hacer eterno el tiempo que falta para que regreses a México —le dijo Lucía a Hernán mientras sentados en la mesa de los novios, comían la exquisita comida que las gemelas habían preparado. —Te escribiré, Lucía, para que con mis cartas tengas la impresión de que estoy contigo. Sonrió Lucía y dijo: —No quiero quitarte el tiempo que necesitas para tus estudios. Me conformo con que cada dos semanas me pongas una nota que diga: Estoy bien y te sigo queriendo. ¿Lo harás, Hernán? Envolviéndola en una amorosa sonrisa, Hernán le contestó: —Ya verás como sí lo hago. Se acabó el día, se fueron los novios a su viaje, se despidió Lucía de la familia de Hernán y éste la fue a llevar a su casa y a entregar el auto de Juan Antonio. Platicaron más por el camino, y Lucía le comunicó a Hernán un plan que se le acababa de ocurrir para que no se le hicieran tan largos los meses que faltaban para que él volviera de Nueva York.
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—A mí se me hace, Hernán —dijo—, que cuando una tiene muchas ocupaciones el tiempo como que se va más aprisa. Voy a volver a la Alianza Francesa. Tengo muy olvidado mi francés y se me figura que me haría bien recordarlo. Hernán aprobó el plan de Lucía y luego hablaron algunas cosas más. Al llegar a la casa de los padres de Lucía, Hernán no quiso entrar. Se bajó del auto y le dijo a Lucía: —No voy a entrar a despedirme porque tu papá puede sentirse obligado a llevarme a la casa. No lo puedo permitir, él estará cansado y necesitará acostarse ya. Pero antes de irme, Lucía quiero que sepas que me has hecho el hombre más feliz de la tierra. Te escribiré seguido y haré todo lo que esté de mi parte para ganar dinero, pues tenemos que casarnos pronto. Adiós, Lucía. Se quedó parada en la puerta Lucía viéndolo alejarse, cuando de pronto Hernán se regresó y llegando hasta donde ella estaba, le dijo con voz emocionada: —Te adoro, Lucía. Ya se iba, pero Lucía lo detuvo diciéndole: —Sabes, Hernán, que mañana se me va a hacer que todo lo que ha pasado este día fue un sueño. No lo voy a poder creer. —Para que veas que lo de nuestro amor es realidad y no sueño, ponte tu anillito y no te lo quites. Él te asegurará que mi amor es un hecho y no una ilusión. Adiós, Lucía. Y se fue, ahora sí de verdad.
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XLV Su breve estancia en México se le fue a Hernán como un suspiro. Cuántas cosas hubiera querido hacer, a tantas personas que le hubiera gustado saludar. Pero ¿cómo?, si el reloj no tenía horas más largas, si todas eran de sesenta minutos. Y en las pocas que en la Ciudad de los Palacios estuvo, apenas pudo acomodar los dos asuntos que por fuerza quería atender: acompañar a Jaime en su boda, y dejar completamente arreglado lo de sus relaciones con Lucía. De santos se daba de haber podido sacar los dos negocios limpios de polvo y paja. Jaime se había sentido felicísimo de tenerlo en su boda, y Lucía no sólo había aceptado gustosamente su cariño, sino que también le había correspondido con el suyo. ¿Qué más quería?, se preguntaba Hernán, si hubiera pedido otras cosas de codicioso se habría pasado. Mientras tanto en México, Lucía se las ingeniaba para hacer que el tiempo que lejos de ella pasaría Hernán no se le hiciera tan largo. Como le había dicho a su novio que lo haría, se inscribió en la Alianza Francesa. Tomaría dos clases por semana, iría a ellas a la salida de su trabajo y una hora después Juan Antonio la recogería. Iba despacio el tiempo, pero después de todo caminaba, y Lucía, así como queriendo darse ánimo, todas las noches al meterse a la cama, en un pequeño ca-
lendario que sobre su buró tenía, cruzaba el día que terminaba diciéndose: —Otro menos. Las vueltas a la Alianza como que le ayudaban a vencer la murria que le entraba al pensar en los meses que faltaban para que Hernán regresara. —A lo mejor —se decía—, a lo mejor el día menos pensado se me aparece por aquí. Pero Hernán no se aparecía. Bien amarrado al potro lo tenían sus estudios, y no era cosa de abandonarlos a la mitad. Se había echado un compromiso tanto en la Academia de Piano como en la Universidad y no iba a salir ahora con un domingo siete. Pensando Lucía que sus clases de francés le harían más llevaderas la espera y la distancia que de Hernán la separaban, y en efecto, su tristeza y desesperación como que se atenuaban un poco con las idas a la Alianza. Ahí todo marchaba bien, y contenta porque aprovechaba su tiempo, y sintiendo que aunque muy poco a poco los días iban pasando, Lucía como que empezaba a acostumbrarse o a resignarse, a irla pasando sin el novio. Pero qué difícil era que su vida transcurriera sin novedades ni complicaciones. Quién le mandaba ser tan bonita. Para qué tenía aquella cara que, como dijera el Coronel Contreras, era un salvoconducto. Y cuando menos lo pensaba Lucía, ni lo esperaba, fue llegando a la Alianza al grupo donde ella estaba, un viudo joven, guapetón, sin hijos y con mucha plata. Ver a Lucía el viudo y echar la maroma, fue todo uno. Ya no supo nada del francés nuestro hombre, se olvidó de los planes que tenía de irse a vivir un año o más a París, motivo que lo había llevado a estudiar a la Alianza. Pero quién iba a acordarse de Bal-
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zac ni de Sartre teniendo enfrente a Lucía. Y no le quedó más remedio al viudo que abrir el fuego: —Dime una cosa, preciosa, —le dijo— ¿tú cómo te llamas? Nada dijo Lucía, pero uno de sus compañeros que oyó lo que el viudo preguntara, contestó por ella: —Se llama Lucía, —dijo, agregó—: Lucía Valdés. —Lucía —repitió el viudito—. Lucía... ¡qué bonito nombre! Como era su costumbre hacerlo, Lucía se quedó callada. Pero terminó la clase y Roberto (que así se llamaba el viudo alborotado) volvió a la carga. —Ya es algo tarde, Lucía —le dijo—, y no es conveniente que andes a estas horas sola por la calle. Te ofrezco llevarte en mi carro a tu casa. ¿Qué dices? —Muchas gracias, no es necesario que se moleste —replicó Lucía, y añadió—: mi papá viene por mí. En ese momento divisó Lucía a Juan Antonio que iba llegando, y diciendo: —Con permiso—, se adelantó a subirse al auto de su padre. —Conque me la tienen bien cuidada —se quedó pensando el viudito—, tanto mejor. Fue luego a sacar su automóvil en un estacionamiento cercano, y tanto lo había impresionado la belleza de Lucía, que al salir del estacionamiento por poco atropella a un peatón. Principio quieren las cosas. Así comenzó el asedio a la fortaleza, porque fortaleza era el corazón de Lucía. Fortaleza inexpugnable, pues si lo había sido cuando no tenía novio, ahora que sí estaba comprometida quién iba a poder tomarla. Pero vaya a usted a convencer a un viudo que ha resuelto a contraer segundas nupcias. Hágalo entender que no es cosa fácil asaetear el corazón de una joven que ya lo tiene traspasa-
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do por un certero dardo de cupido. De lado a lado había entrado la flecha en el corazón de Lucía, y no iba a ser fácil sacarla. Sólo que engolosinado y entusiasmado como Roberto andaba, ni veía ni oía. Él seguía su capricho, el cual no era otro que ganarse el cariño de Lucía, casarse con ella y llevársela con él a la Ciudad Luz. —Necesito hablar con tu papá —le dijo el viudo a Lucía una de tantas tardes cuando terminó la clase. —Está usted perdiendo su tiempo, don Roberto, y no voy a permitir que haga perder el suyo a mi papá —dijo Lucía terminantemente. El viudito sonrió y le arguyó: —Pero ni sabes de qué quiero hablar con tu papá, Lucía. Cuando te enteres de cuál es el negocio que quiero tratar con él, ya verás cómo no va a perder su tiempo el Contador Valdés. Conque dime: a qué horas y en dónde debo buscarlo. —No lo sé, don Roberto, y con permiso; ya me debe de estar esperando mi papá. Y sin más, Lucía fue a ver si ya había llegado por ella Juan Antonio. Pero cosa rara, él que siempre era tan puntual no había llegado aún. Lo esperó un rato Lucía, y viendo que no llegaba entró de nuevo a la Alianza para llamarlo a su despacho. Nadie contestó el teléfono, señal de que el despacho ya estaba cerrado. Viendo que Lucía se había regresado, el viudito se le acercó: —¿Qué pasa, preciosa? ¿No ha llegado tu papá? —le preguntó. No contestó nada Lucía y volvió a marcar el número de Juan Antonio. Pero fue inútil, nadie contestaba. Visiblemente nerviosa, volvió a asomarse a la calle. Nada de Juan Antonio, y el viudo que seguía pegado
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insistiendo en que no había por qué apurarse pues con muchísimo gusto él la llevaría a donde quisiera ir. Ya desesperaba Lucía temiendo algo le hubiera pasado a Juan Antonio, cuando éste llegó en un taxi. Se abalanzó Lucía a recibirlo. —Estaba con mucho cuidado, papá —le dijo abrazándolo. —Me dieron un golpe, hijita, y ya sabes cómo se complican estas cosas con las averiguaciones de los del tránsito. Pero por buena suerte no fue nada serio y aquí estoy ya. ¿Nos vamos? Tengo el taxi esperando. En ese momento se acercó Roberto y con gran comedimiento dijo: —Señor Valdés, no necesita usted ningún taxi, mi carro y yo estamos listos para llevarlo a donde usted nos diga. Soy compañero de su hijita Lucía, y con mucho gusto los llevaré a donde vayan. Antes de que Juan Antonio hablara, lo hizo Lucía: —Mucho le agradecemos su atención, don Roberto, pero no creo que sea necesario que se moleste por nosotros. Con permiso —y tomando del brazo a Juan Antonio le preguntó: —¿Nos vamos, papá? Se fueron y el pobre viudo se quedó pensando que con aquella lindísima muchacha iba a vérselas negras. No se equivocó. Enamoradísima de Hernán, Lucía no tenía ojos ni corazón para ningún otro hombre. Aunque fuera el creso más creso del mundo. —¿Quién es ese señor, hijita? —le preguntó Juan Antonio a Lucía cuando ya iban para su casa. —No lo conozco, papá. Dicen que es un viudo muy rico. —¿Anda detrás de ti?
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—No deja de molestarme —contestó Lucía, y añadió—: Estoy pensando en cambiarme de grupo a ver si así me deja en paz. Si no, tendría que salirme de la Alianza por algún tiempo. —Creo que es lo que vas a tener que hacer —dijo Juan Antonio, y no volvieron a hablar del viudo. Por la noche, a solas con Martita, Juan Antonio le dijo: —Parece que Lucía ya trae otro enamorado. Un compañero de sus clases de francés. Es viudo, joven todavía. —¡Válgame Dios, y ahora que está tan en paz con Hernán! —exclamó Martita. Luego agregó—: Más problemas para esta pobre de Lucía. Tuvo Martita boca de profeta, pues los problemas no se hicieron esperar.
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XLVI En el privado de Juan Antonio llamó el teléfono. Contestó la secretaria y después de una breve contestación se lo pasó a su jefe diciéndole: —El ingeniero Ruiz desea hablar con usted. —El ingeniero Ruiz —pensó Juan Antonio—. ¿Qué ingeniero Ruiz?, —y por lo pronto no lo conectó con Hernán. Debió haberlo hecho, pues era su padre. —¿Bueno? —dijo. Y le contestaron: —¿Cómo está, don Juan Antonio? Habla el papá de Hernán. Yo quisiera comentar algo con usted. ¿Qué le parece si nos vemos dentro de media hora en el café que queda en la esquina de su despacho? Así no tendrá que perder mucho tiempo. —Lo que usted me diga, ingeniero. —Bueno, son las once, estaré en el café a las once y media. —Ahí lo veo. Y colgaron. Intrigadísimo quedó Juan Antonio después de hablar con el papá de Hernán. ¿Qué sería lo que el ingeniero Ruiz quería comentarle? ¿Qué asunto lo movería a tener una entrevista con él? ¿Qué le pasaría a
Hernán, o cuál sería la preocupación que al ingeniero Ruiz llevaba a platicar con él? —Ya lo sabré —pensó Juan Antonio, y se puso a darle instrucciones a su secretaria sobre un trabajo pendiente. —Y no olvide —le dijo—, que eso se tiene que entregar mañana. Hay que darle la preferencia. Dijo la secretaria que así lo haría, y Juan Antonio se fue al baño a darse una peinadita. —Pues no —iba pensando—, no caigo en qué pueda ser lo que el papá de Hernán quiere comentar conmigo. Llegaron a tiempo los dos, pidieron una taza de café, y el ingeniero sin perder un minuto fue derechito a su asunto. —No sé si usted sabrá, don Juan Antonio —dijo—, que su hijita toma clases en la Alianza Francesa. —Yo voy por ella cuando sus clases terminan —respondió Juan Antonio. Pareció sorprenderse el ingeniero Ruiz. —Entonces sabrá que trae un pretendiente. —Anoche me lo dijo. Un viudo joven y al parecer con mucho dinero. Pero pierda cuidado, ingeniero, a Lucía no le interesan ni el viudo ni su dinero. Nada menos anoche me dijo que se va a cambiar de grupo para ver si así deja de molestarla este señor. Pero que si su plan no le da resultado, entonces dejará de ir a la Alianza. —¿Eso piensa hacer su hijita, don Juan Antonio? —Así me lo dijo. Y por mi parte yo quiero decirle a usted que no tiene por qué sudar calenturas ajenas. Lo que es a seria y formal nadie le gana a Lucía. Es incapaz de engañar a ninguna persona. Si usted llegó a pensar que atraída por este señor Lucía iba a abando-
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nar a su hijo, pensó mal. Lucía quiere mucho a Hernán y no sería capaz de hacerle una jugarreta sucia. La irá usted conociendo y se convencerá de que lo que le estoy diciendo es la pura verdad. —Me tranquiliza usted, don Juan Antonio, porque sabiendo cómo la quiere Hernán, andaba yo muy preocupado por este señor que tantas ventajas tiene sobre mi muchacho. —¿Cuáles ventajas puede tener sobre Hernán este nuevo pretendiente de Lucía, ingeniero? No sea usted modesto, muchachos con las grandes cualidades de su hijo no abundan en este mundo. Conque tranquilícese y deje que las cosas sigan su paso. De Lucía le respondo yo que la conozco como a mis manos. Pareció quedar muy satisfecho el ingeniero Ruiz con lo que Juan Antonio le dijo, y disculpándose por haber dudado de la seriedad de Lucía, se despidió. Pero antes de que se fuera, Juan Antonio quiso saber cómo y por qué conducto le había llegado al papá de Hernán la noticia del nuevo pretendiente de Lucía. —Es que un amigo de mi hijo Jaime conoció a Lucía precisamente en la boda de Jaime y como este muchacho estudia en la Alianza Francesa, pues está al tanto de todo lo que ahí pasa y se lo platicó a mi hijo. —Sería bueno, ingeniero —dijo Juan Antonio—, que no nos anduviéramos creyendo de cuentos. Ya ve qué mal fundados están. Por lo que a mí respecta, no pienso decirle nada a Lucía ni de sus inquietudes ni del chisme del amigo de su hijo. Se despidió Juan Antonio y el papá de Hernán no dejó de sentirse apenado por haber incurrido en tan grave indiscreción.
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—Bueno —se dijo—, es que no me hubiera gustado nada que esta muchachita anduviera loqueando ahora que Hernán está lejos. Y como para empeorar sus tribulaciones, su esposa (a quien le había confiado el cuento del amigo de Jaime), le había recitado aquellas coplas de Manrique que dicen: Quien quisiera ser amado, Trabaje por ser presente, Que cuando presto fuese ausente, Tan presto será olvidado. Lo pensó dos veces Juan Antonio y siempre resolvió decirle a Lucía lo de la entrevista que había tenido con el papá de Hernán. —Creo que será mejor que esté enterada de lo que pasa —se dijo—, nada se pierde con decírselo. Y se lo dijo. Muy mal le cayó a Lucía que su vida anduviera de boca en boca. Sin embargo, con la prudencia que la caracterizaba, no dijo ni una palabra sobre el particular. Pero que no hablara del suceso no quería decir que lo había olvidado. Qué esperanzas. Acostumbrada a ser discreta en lo que a su vida tocaba, no iba a echar en saco roto el cuento de tan mal gusto que el amigo de Jaime había propalado. Don Roberto no cejaba en su empeño por conquistar el cariño de Lucía. La buscaba en las clases, no perdía la oportunidad de estar cerca de ella y le hacía promesas sin fin. Se cambió de grupo Lucía, pero para lo que le sirvió. No tuvo más remedio que dejar la Alianza, ya vería si más adelante podía reanudar sus clases. Tal vez cuando aquel señor tan terco se hubiera
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ido a París. Si es que se iba, porque no daba trazas de hacerlo. No, el viudito no se marchaba al viejo continente. Cuando menos no sin haber quemado primero todos sus cartuchos. En la misma Alianza consiguió el teléfono de Juan Antonio y sin más ni más le habló para ver si lo podía recibir al día siguiente a las ocho de la noche. Que quería tratar —personalmente— un asunto de mucha importancia para él. Dijo sus señas completas: Roberto Parra, industrial, habitante del D.F. Con lo de Roberto tuvo Juan Antonio para saber cuál era el asunto que a este señor llevaba a su casa. Pero como la cortesía y la buena educación le impedían otra vez cerrarle las puertas al que con toda corrección le había pedido audiencia, no le quedó más remedio que decirle que podía ir, que sería bien recibido. Tuvo que poner a Lucía en los toros: —Prepárate, hijita —le dijo—, mañana en la noche viene este señor Roberto Parra. Imagino a qué viene. Esto de que me pidan tu mano ya se va volviendo costumbre. Tú sabrás que contestarle. Contestó Lucía con toda corrección, echó mano de las mismas razones que había dado cuando el Coronel pretendió casarse con ella, agradeció que el viudo se hubiera fijado en ella y colorín, colorado; no valieron ofrecimientos ni promesas para que cambiara de opinión. Después de mucho insistir para que su causa fuera bien vista, no sin haber prometido el oro y el moro, don Roberto no tuvo más remedio que aceptar la derrota y darse por vencido. Ni la visita de don Roberto, ni el asunto que en ella se trató, traspasaron los límites de la casa de los Valdés. Nada se supo en la Alianza, ni mucho menos el
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amigo de Jaime tuvo noticia del suceso. Todo, por decirlo así, quedó en familia, y algún tiempo después Lucía reanudó sus clases de francés, pues ya no había moros en la costa. Desconsolado y solo, don Roberto había partido para Europa.
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XLVII —No cabe duda —pensó Lucía después de leer la nota que un mensajero acababa de llevarle a su trabajo—, no cabe duda, todos están empeñados en separarnos a Hernán y a mí. Y volvió a leer la nota que decía: Querida Lucía: No puedo dejar de pensar en ti. Ayer pasé por una joyería en donde venden unos anillos muy bonitos. Quise comprarte uno pero creí que sería mejor preguntarte si te gustan los brillantes y las esmeraldas, que son las piedras que tiene el que yo he escogido. Luciéndolo tú se vería precioso. Tú me dirás. Quien mucho te quiere, ROBERTO
De primer intento Lucía iba a romper la nota, pero se arrepintió y mejor la guardó. Del asunto no habló con nadie, ni siquiera con sus padres. ¿Para qué?, esas cosas era mejor olvidarlas. Pero si ella ponía lo de la insistencia de don Roberto en el cajón de las cosas pasadas y olvidadas, él no se resignaba a perder a la que tanto lo inquietaba,
y cuando no era una tarjeta era un regalo lo que del otro lado del océano llegaba para Lucía. A Hernán, por supuesto, ni media palabra sobre aquel machacar interoceánico. Además, ¿para qué lastimarlo con algo que desde el punto de vista suyo, no encerraba ningún problema para él? Porque... ¿a poco iba ella a cambiar? ¿a poco iba a arrojar a los cerdos las margaritas de un amor tan puro como era el de Hernán? ¡Qué esperanzas! Así las cosas, la marea fue subiendo dado que, al contrario de lo que cualquiera hubiera pensado, con la distancia el amor de don Roberto se acrecentó y lo llevó a hacer verdaderas locuras. Como fue la de regresar intempestivamente a México y presentarse, de sopetón, en la casa de la familia Valdés para insistir en que le otorgaran la mano de Lucía. No dejó de ser bochornosa la situación para Juan Antonio y Martita pues, como se lo repitieron a don Roberto, ellos no acostumbraban meterse para nada en las resoluciones que su hija tomara. Se trataba de su vida, le dijeron al porfiado pretendiente, y nadie más que ella debía decidir cuál era el camino a seguir. Naturalmente, Lucía no cambió de parecer y se mantuvo firme en lo que la vez anterior había dicho. Por segunda vez el pobre de don Roberto tuvo que irse de la casa de Juan Antonio cargando unas calabazas que mucho lo lastimaban. Con su desesperanza don Roberto se llevó con él el precioso anillo que siempre había comprado para Lucía, pues ésta prefirió quedarse con el modesto anillito que Hernán le había regalado. Creyendo que don Roberto no volvería a pararse en la Alianza, Lucía fue a su clase al día siguiente de la segunda petición de mano. Pero resuelto a no de-
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jar piedra por remover, el viudo sí fue a la Alianza. Las cosas se le complicaron a Lucía, pues el maestro, habiéndose sentido enfermo, avisó que no podría dar su clase y Lucía tuvo que quedarse hasta que Juan Antonio fuera por ella. Se había sentado en el salón de clases completamente vacío, una vez que al saber que no habría clase, todos los alumnos se fueron a sus casas, mientras que Lucía tuvo que esperar a que Juan Antonio fuera por ella. Grande fue su sorpresa al oír ruido de pasos y ver que quien llegaba era nadie menos que don Roberto. El cual, con cara de pascuas y sin perder ni un segundo, se sentó junto a Lucía y se puso a platicar con ella. Le preguntó que qué hacía tan sola, y cuando supo lo del maestro enfermo le ofreció llevarla a su casa. —No puedo aceptar su amable ofrecimiento —le dijo Lucía—, pues debo esperar a mi papá que vendrá por mí. Entonces, y así como para que la espera no se le hiciera muy larga a la joven, el viudo permaneció a su lado y aprovechó el tiempo para seguir luchando su causa. —Conque dime una cosa, Lucía —dijo—, ¿no hay ni la más remota esperanza de que aceptes ser mi esposa? Nada contestó Lucía, y el viudo envolviéndola en una mirada llena de amor, insistió: —¿Qué me dices, Lucía? ¿No podrías cambiar de opinión y decirme que sí te casas conmigo? Toda turbada, contestó Lucía: —No, no creo poder cambiar de modo de pensar. Quiero mucho a mi novio.
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—¿Y se puede saber quién es tu novio y qué hace, Lucía? Nunca te he visto con él. ¿No serán historias chinas las que me estás contando para alejarme de ti? Dijo lo último don Roberto sonriendo francamente, como quien no cree lo que está oyendo. Sólo que la respuesta que Lucía le dio fue muy en serio: —Mi novio —le dijo—, es el Contador Público Hernán Ruiz. Usted no me ha visto con él porque está en Nueva York perfeccionando sus estudios de piano y haciendo la maestría de su carrera. —¿Se fue a Nueva York tu novio y te dejó acá sola? —preguntó con asombro don Roberto—. Oye, ese muchacho necesita un buen tirón de orejas. Pues ¿qué no piensa que pájaro que abandona su primer nido, si lo encuentra ocupado, bien merecido? Le explicó Lucía a don Roberto que cuando Hernán había aceptado la beca, todavía no eran novios, y que ella creía que Hernán se había ido porque entonces ella le hacía muchos desaires. Que tal vez sus malos modos fueron los que lo orillaron a irse de México. Pero que ya le faltaba poco para regresar. —¿Y se van a casar pronto? —preguntó don Roberto. —No lo creo, pues Hernán primero tendrá que trabajar muy duro para poder juntar con qué hacerlo. —¿Su papá no tiene medios económicos como para ayudarle? —Francamente, no sé, pero no me gustaría molestar a nadie. Mejor espero a que mi novio tenga lo suficiente para poner casa. —Batallas porque quieres, Lucía, ¿qué te cuesta casarte conmigo? Yo me muero por casarme contigo. La soledad me pesa mucho. Por las noches cuando lle-
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go a mi casa, vacía por completo, sin alguien con quien cruzar palabra, aunque fuera para pelear, por las noches al entrar a la casa lo que siento no es miedo, es pavor. Cásate conmigo, Lucía, lo tendrías todo luego luego. No tendrías que andar esperando. Sonrió Lucía y le dijo: —Parece que usted no acaba de comprender lo mucho que Hernán significa para mí. No lo cambiaría ni por todo el oro del mundo. Se quedó pensativo unos instantes don Roberto, y luego dijo: —Cómo se ve, Lucía, que nunca has sufrido, que tu vida ha sido siempre fácil. Lo vio Lucía con una mirada llena de tristeza, y le dijo: —Se equivoca usted, don Roberto. Si viera qué mortificaciones tan pesadas y qué golpes tan duros me ha tocado soportar. —¿Como cuáles, Lucía? —Mire, le contaré uno que fue muy cruel para mí. Cuando yo estaba en la secundaria, todavía no cumplía quince años, un compañero que era algo mayor que yo, me hacía la vida pesada. No me dejaba ni a sol ni a sombra y me hablaba en una forma muy ofensiva. Yo le tenía miedo, y más cuando la psicóloga de la escuela me recomendó que nunca fuera a andar sola con él. Yo me iba a la casa todas las tardes con un grupo de compañeras, pero era tanto el miedo que le tenía a Martín, que le había pedido a Damiana, la señora que le ayuda a mi mamá, que me esperara en la reja de la calle con el candado abierto para poder entrar pronto. Cuando llegaron las vacaciones me fui a Monterrey a pasarlas con mi abuelita, y le dije a Damiana que si Martín preguntaba por mí le dijera que me había ido
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a Europa a estudiar y que estaría allá un año. Martín, que a todas horas andaba rondando la casa, le preguntó por mí a Dami. Ella le dijo lo que yo le había encargado que le dijera. Entonces Martín se suicidó. Cuando regresé de Monterrey lo supe, me sentí culpable y me desmejoré mucho. Todas las noches lo veía en mis sueños pidiéndome, como siempre lo había hecho en vida, que me pusiera un vestido azul porque le gustaba mucho cómo me quedaba. Pasaron varios meses para que yo pudiera serenarme aunque la psicóloga me explicaba que Martín se hubiera suicidado valiéndose de cualquier pretexto, porque su cerebro no estaba bien. Me vino curando Dami con una tacita de manzanilla que su padrino, que era un curandero de Xochimilco, le dijo que me diera todas las noches. No se imagina usted, don Roberto, lo pesada que fue para mí esa temporada. Casi no dormía y comía muy mal. —¡Pobre Lucía! —exclamó don Roberto—, ya lo creo que debe de haber sido muy pesado soportar el remordimiento. Volvió a hablar Lucía. Dijo: —He tenido muchas otras penas, pero para no cansarlo le contaré sólo una más, la peor de todas. Verá, pensando que Hernán ya se había olvidado de mí, nos conocimos cuando éramos niños y prometió casarse conmigo cuando creciera, pensando que ya no se acordaba de mí, o que a lo mejor ya hasta estaba casado, me hice novia de un muchacho muy simpático. Teníamos unos diez meses de andar juntos, cuando una señora amiga de mi mamá vio el retrato de mi novio en la casa y le preguntó a mi mamá que quién era. Cuando supo que era mi novio, dijo: “Qué curioso, pero si es igualito al esposo de una vecinita mía.” Mi mamá le contó esto a mi papá, y él, que nunca quiso bien a
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bien a Ramiro, contrató a un detective particular para que investigara su vida. ¿Sabe, don Roberto, que el muy bribón era casado y tenía dos hijitos? Fue durísimo para mí, no porque lo quisiera mucho, yo creo que casi no lo quería, sino porque me sentí humillada, muy humillada. Me dio mucha vergüenza con mis papás, pues comprendí que para que Ramiro se hubiera atrevido a engañarme, era porque me había visto cara de tonta. Mi papá quería ir a hablar con él, pero no se lo permití. Yo me había equivocado, yo era la que tenía que poner las cosas en orden. Corté por lo sano y no he vuelto a verlo. Por esos días Hernán dio conmigo por pura casualidad. Estaba yo tan lastimada por la sucia jugarreta del otro, que no tuve para Hernán más que desaires. Fue entonces cuando aceptó la beca que hacía más de un año le venían ofreciendo. Cuando estuvo lejos, me di cuenta de que lo quería. Y es que como dice mi mamá: nadie sabe el bien que tiene hasta que lo ve perdido. Nos hicimos novios cuando vino a la boda de su hermano. Ya ve don Roberto que no la he pasado tan bien como usted imaginaba. Y ya no hay tiempo para seguirle contando, pero le aseguro que me quedan por narrarle muchas aventuras más. Grande fue la sorpresa de Juan Antonio cuando encontró a Lucía en cerrado coloquio con don Roberto. —¿Qué pasa aquí? —se preguntó—. Como no esté Lucía pensando en cambiar a Hernán por este señor. Don Roberto saludó afablemente a Juan Antonio al tiempo que le decía: —He pasado un rato muy agradable con su hijita. Parece que el profesor se sintió enfermo, y como Lucía tenía que esperarlo a usted, la acompañé para que no estuviera sola.
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Le agradeció Juan Antonio su atención y se despidió de él. Hizo lo mismo Lucía diciéndole: —Bueno, don Roberto, continuará. Muy en gracia le cayó a éste la broma de Lucía, y mientras vio al padre y a la hija alejarse en el automóvil, pensó: —Qué lastima que esta niña esté entusiasmada con su mentado Hernán. Es muy simpática.
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XLVIII No habían llegado a la esquina, cuando Juan Antonio abrió el fuego: —¿Quieres decirme, hijita, si estás pensando cambiar a Hernán por este don Roberto? —le preguntó a Lucía, sin poder ocultar el disgusto que la sola idea del trueque le causaba. —¡Qué esperanzas, papá! —exclamó Lucía. —Pues como te encuentro platicando con él, fue lo primero que se me vino a la cabeza. Rió Lucía con una risita en sordina. —Tranquilízate, papá. Yo sé que a ti Hernán te simpatiza mucho, por lo que imagino te caería muy mal un cambio como el que estás pensando que yo ando queriendo hacer. Como se lo acabo de decir a don Roberto, a Hernán yo no lo cambiaría ni por todo el oro del mundo. Pero nada quita lo cortés a lo valiente. ¿Qué pierdo con platicar amistosamente con él? En cambio, puedo salir ganando mucho. —¿Qué es lo que crees poder ganar si llevas amistad con este señor? —le preguntó Juan Antonio a su hija. —Te lo diré, papá. Mira, yo ando metiéndome a casamentera. Ya sabes cómo me preocupa la suerte de
Marianita, mi compañera de trabajo. Tú la conoces, sabes que no es fea y que es de una discreción encantadora. Tiene grandes cualidades. Sin embargo, va a ser difícil que consiga con quien casarse, pues el que lo hiciera tendría que mantener a tres personas: a ella y a sus papás. Están muy viejos y no tienen más que a Marianita. De modo que como son muy pobres pasan muchos apuros. Hizo una breve pausa Lucía, y luego continuó: —Pero si Marianita consiguiera un esposo rico, el problema de sus papás desaparecería pues bien podría ocupar una o dos enfermeras para que los cuidaran. Ya ves por qué he resuelto meter mi cuchara con mi amiga y con don Roberto. Es, según lo veo yo, una genuina obra de caridad: don Roberto está muy solo, y Marianita no tiene esperanzas algunas de llegar a casarse. —Bueno, pues viéndolo desde ese ángulo, sí podemos decir que estás haciendo una obra de caridad. Vamos a ver cómo te sale. Ojalá tus esfuerzos den algún resultado. —Vamos a ver —dijo Lucía, y se tiró de cabeza a trabajar en su proyecto. Empezó por invitar a Marianita a comer con ella en un buen restaurante el siguiente sábado. No quería Marianita aceptar la invitación alegando que no tenía ningún vestido decente como para presentarse en esos lugares. —Mira —le dijo Lucía—, mi mamá tiene vicio por estarme comprando ropa. Ya no sé qué hacer con tanto vestido. Hace quince días me regaló dos que todavía no estreno. Tú y yo usamos la misma talla; de la oficina nos vamos a mi casa, te pruebas los dos vestidos, te regalo el que te guste, y se acabó el problema.
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No quería aceptar Marianita lo que Lucía le proponía, pero ésta se las ingenió para vencer los obstáculos que su compañera le ponía para no ir con ella al restaurante. No le quedó, pues, más remedio a Marianita que aceptar la invitación y el vestido de Lucía. El segundo paso fue hablarle a don Roberto para, en cierta forma, comprometerlo a llevarlas, a Marianita y a ella, a comer a un buen restaurante. Ahí se las dieron todas a don Roberto. De perlas le pareció la proposición de Lucía. Si no quería otra cosa más que volverla a ver, platicar otra vez con ella, seguirla oyendo hablar de lo que en su vida le había pasado. —Lástima que no venga sola —se dijo don Roberto. Cerraron sus escritorios, se fueron a la casa de Lucía, se probó Marianita los dos vestidos, escogió uno que le quedaba pintado, se arregló también Lucía y salieron rumbo al restaurante donde, sin sospecharlo siquiera Marianita, habían de verse con don Roberto. Las esperaba el viudo a la puerta del restaurante, hizo las presentaciones Lucía y entraron a tomar una mesa. El establecimiento era de postín, cosa que no dejó de poner un tanto nerviosa a Marianita, poco hecha a frecuentar ese tipo de lugares. Hizo Lucía por tranquilizarla llevando la conversación por canales al alcance de su compañera, y ésta poco a poco fue ganando confianza y aplacando los nervios. Ya no se sentía tiesa ni tenía miedo. El susto que al llegar pasó al ver el lujo y el esplendor del restaurante, se disipó y dejó en su lugar una placentera tranquilidad que le permitió ver todo aquello confiadamente. Pudo tomar parte en la conversación que sostenían Lucía y don Roberto, y no lo hizo mal. Pudo relacionar el platillo que ordenó y, sobre todo, siguió y entendió todos los tópicos que el amigo de Lucía desmenuzaba. En una
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palabra, que Marianita ni enseñó las orejas ni se achicopaló. A Lucía no la hizo quedar mal, y a don Roberto lo dejó sorprendido con la exactitud de sus opiniones. Ni destanteada, ni equivocada, manejó acertadamente la parte que en la conversación le tocó llevar. En una palabra, que ni desdijo de su educación, ni traspasó los límites del buen gusto y la urbanidad. Marianita no sólo no hizo quedar mal a Lucía, sino que fue todo un éxito en aquella su primera entrevista con el viudo. De manera que si las jóvenes volvieron encantadas a sus casas, él no salió del restaurante menos satisfecho que ellas. —Para ser la primera vez que Marianita y don Roberto se tratan, creo que la ocasión ha sido muy provechosa —pensaba Lucía cuando el viudo las llevó a la casa de Juan Antonio y Martita. Saludó don Roberto a los padres de Lucía, se despidió de las muchachas y volvió a la soledad de su casa en donde tanta falta hacía una compañera. * * * Era sábado por la tarde. Juan Antonio y Martita habían ido a pasar el fin de semana a Cuernavaca, Lucía leía en su cuarto y Damiana trajinaba en el suyo, cuando llamó el teléfono. —¿Bueno? —contestó Lucía. —Soy yo, Roberto. —¿Cómo está y qué se ofrece? —preguntó Lucía. —Se ofrece que quiero hablar contigo, pero a solas. ¿Dónde y a qué horas puedo hacerlo? —Aquí en mi casa, estoy sola con Damiana porque mis papás pasan el fin de semana en Cuernavaca. A la hora que quiera.
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—¿Ahorita? —Ahorita. —Voy para allá. Llegó, saludó efusivamente a Lucía y habló en el acto de lo que le interesaba poner en claro. —Mira, Lucía —dijo—, yo ya no soporto la soledad. Voy a acabar como tu enamorado de la secundaria: suicidándome. Por toda respuesta Lucía sonrió. Don Roberto siguió hablando: —Vengo a preguntarte por última vez: con cien mil demonios, te casas o no te casas conmigo. Qué hierbajo te ha dado tu mentado Hernán que no puedes sacudírtelo por más explicaciones que te doy y por más ventajas que te ofrezco. Se animó Lucía a tomar la palabra para decirle a don Roberto que Hernán no le había dado ninguna hierba, que lo que le daba era cariño, y que hacía mucho que se querían, que no era posible aventarlo como si fuera un trapo viejo. —¿Entonces no me das ningunas esperanzas, Lucía? —un poco exasperado preguntó don Roberto. —Mentiría si se las diera, don Roberto. Si se pudieran repartir los corazones, si se valiera que yo partiera el mío en dos pedazos para darle uno a Hernán y otro a usted. Pero no es posible hacer eso. De manera que, insisto, si yo le diera esperanzas sería una mentirosa. Guardó silencio un momento don Roberto, después volvió a hablar y fue para decirle a Lucía: —Está bien, Lucía, no volveré a molestarte. Veo que tu mal es de los que no tienen remedio. Ojalá no te arrepientas cuando sea demasiado tarde. Porque yo ya no estoy dispuesto a seguir soportando esta so-
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ledad que tanto me horroriza. Me voy a casar, Lucía, y si te digo con quién, vas a soltar la carcajada. —¿Con quién piensa casarse, don Roberto? —le interrumpió Lucía. —Puesto que tú no me aceptas por más luchas que hago, me voy a casar con tu amiga Marianita. —¿Y por qué cree que me voy a reír al saber que usted piensa casarse con Marianita? —Pues porque apenas acabo de conocerla y ya ando pensando en proponerle matrimonio. —Lo que usted me cuenta no es para reírse, sino para sentir mucho gusto, ya que si usted se casa con mi compañera de trabajo sería usted un hombre afortunadísimo. Y hay que decirlo, casándose con usted la suerte de Marianita no sería poca, ya que usted es una persona muy bien educada y generosísima. —Bueno, pues no me queda más remedio que voltear la hoja y empezar un nuevo capítulo —iba diciéndose don Roberto cuando habiéndose despedido definitivamente de Lucía, salió de la casa de sus padres. —Y ahora —continuó el viudo con su monólogo silencioso—, ahora, manos a la obra. ¿Para qué perder tiempo si ya lo tengo todo resuelto? Le había pedido a Lucía la dirección de Marianita; hubiera querido saber también el número del teléfono, pero Lucía le informó que no lo tenían porque para ellos tenerlo hubiera sido un verdadero lujo. —En casa de mi amiga, don Roberto —le dijo Lucía—, va usted a encontrar solamente lo indispensable. Son muy pobres. Al oír esto, don Roberto pensó: —Mejor que mejor, así me aceptará sin pensarlo mucho.
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Camino a casa de Marianita se detuvo en una dulcería y compró una caja de chocolates. —Será mejor no llegar con las manos vacías —pensó—, pues no estará mal causar una buena impresión desde el principio. Localizó el domicilio en un barrio modestísimo, en el segundo piso de un edificio de viviendas. Subió las destartaladas escaleras, encontró el número que Lucía le había dado, tocó y le abrió la propia Marianita. No fue poca la sorpresa que se llevó la compañera de Lucía al ver que el que tocaba era nadie menos que don Roberto. —¡Don Roberto! —exclamó—, y su voz la delató pues sonaba no sólo a sorpresa, sino también a alegría. —Sí, soy yo, Marianita, que vengo a invitarte a que vayas a cenar conmigo. —¿Ahora? —Ahora mismo. En lo que lleguemos al restaurante será apenas buena hora para cenar. —Pero pase, don Roberto, para presentarle a mis papás y pedirles permiso para ir a cenar con usted. Pasó el viudo, le presentó Marianita a sus papás, diciéndoles que era un buen amigo de Lucía, y obtuvo el permiso para ir a cenar con él. Pero en esto don Roberto preguntó: —Oye, Marianita, ¿hay alguna panadería por aquí cerca? Te lo pregunto porque desde que llegué estoy oliendo algo como si estuvieran cociendo un pan sabrosísimo. Riéndose, contestó Marianita: —Es que mi mamá acaba de hacer gorditas de harina, don Roberto. Ella es de Lampazos, Nuevo León, y allá toda la gente acostumbra hacer de estas gorditas. ¿Le gustan a usted?
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Que nunca las había comido, contestó don Roberto, pero que a juzgar por los olores debían de ser riquísimas. —A nosotros nos gustan mucho —dijo Marianita—, se me figura que si las prueba, a usted también le van a gustar. De pronto Marianita tuvo una idea: —Mire, don Roberto, —le dijo, riéndose un poco—, ¿por qué no hacemos esto? Vamos cambiando lo de la invitación que usted venía a hacerme para que fuéramos a cenar juntos. ¿Qué le parece si en vez de invitarme usted, yo lo invito a cenar con nosotros? Así no nada más prueba las gorditas, sino también un cortadillo de pulpa que a mi mamá le queda riquísimo. ¿Qué me dice? ¿Volteamos la invitación? Con muchísimo gusto aceptó don Roberto la proposición de Marianita, y ésta, que en todo pensaba, le dijo: —Yo quisiera saber si a usted le gusta jugar al dominó, don Roberto. —Pero si es mi juego favorito —contestó don Roberto. Batió palmas Marianita, y dijo: —Pues entonces, mientras le hago unas gorditas para que las coma recién hechas, y mientras mi mamá prepara el cortadillo y unos frijolitos rancheros, usted y mi papá van a jugar dominó. Así se les pasará el tiempo sin sentir. Se sentó con el papá de Marianita don Roberto, se enfrascaron los dos en su juego, y les pareció cosa de minutos el tiempo que a Marianita y su mamá les había tomado preparar la cena. Sin lugar a dudas, la invitación que a Marianita se le ocurrió hacerle a don Roberto, fue un éxito comple-
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tísimo. Saboreó el invitado, una tras otra, las gorditas que para él había hecho Marianita; el cortadillo le pareció riquísimo y no dejaron nada qué desear los frijoles rancheros. Al final de la cena, Marianita abrió la caja de chocolates que don Roberto le había obsequiado, y sacando uno para cada comensal, les dijo a sus papás: —Miren qué postre tan rico nos trajo don Roberto. El atento gesto de Marianita le cayó muy bien a don Roberto, y más contento todavía se sintió cuando la joven les dijo a sus papás que don Roberto y ella iban a tomar un café al restaurante de la esquina. Fueron, pidieron sus cafés y cuando los tuvieron enfrente, don Roberto atacó de lleno el asunto que deseaba encarrilar. —Yo quiero preguntarte algunas cosas, Marianita —le dijo—. La primera: ¿cuántos años tienes? Contestó Marianita que le faltaban dos meses para cumplir veintidós. —Veintidós... —repitió don Roberto, y luego le dijo—: lo que ahora te voy a preguntar a lo mejor te va a parecer una indiscreción, pero en realidad no lo es, porque es indispensable que yo sepa algo de tu vida para poder seguir adelante con un plan que me gustaría que tú aceptaras. —¿Cuál es su plan, don Roberto? —preguntó Marianita. —Después te lo digo, por ahora necesito saber esto: ¿tú tienes novio, Marianita? Dime toda la verdad, no quiero que entre tú y yo haya nunca mentiras de por medio. Con que, ¿qué me dices? ¿tienes novio, sí o no? Guardó silencio un momento Marianita, después habló para decir:
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—No, don Roberto, no tengo novio, ni nunca lo he tenido, ni nunca lo tendré. ¿Qué no ve usted que mis papás son muy pobrecitos y si yo no los ayudo se me mueren de hambre? Por eso no tengo novio, don Roberto, porque yo no voy a casarme nunca. ¿Qué muchacho me aceptaría si yo le saliera con que tendría que llevarme a mis papás a vivir conmigo? ¿Ve usted por qué no tengo novio? Y ahora, ¿qué otra cosa me va usted a preguntar, don Roberto? Se le quedó viendo el viudo con una mirada llena de ternura, y luego le dijo: —¿De modo que tú vas a sacrificar tu vida entera, Marianita, para que tus papás no pasen hambre? Le interrumpió Marianita para decirle: —Usted es muy bueno, don Roberto, estoy segura que si estuviera en mi lugar haría lo mismo que yo pienso hacer. —Pues quién sabe, Marianita. Yo no tengo padres. Los dos murieron en un accidente cuando yo tenía seis años. Me crié con unos tíos que ya murieron también. Pero a lo mejor si tuviera mis padres no me portaba como tú estas dispuesta a hacerlo. A lo mejor me casaba sin pensar en nadie más. La soledad es terrible, y se me figura que yo no la soportaría. —Pero si yo no voy a estar sola, don Roberto, voy a estar con mis papás que son muy buenos conmigo. —Como eres joven, Marianita, todavía no has llegado a comprender que en la vida de una persona lo que más cuenta es el compañero o la compañera y no los papás. Pero con el tiempo irás abriendo los ojos. —¿Usted cree que así será, don Roberto? —No lo creo, Marianita, lo sé. El día que uno se enamora, nada lo detiene, nada le quita de la cabeza
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el deseo de estar a todas horas con la persona de quien está enamorado. —Ojalá no me suceda eso a mí, don Roberto. ¿Qué harían mis pobrecitos papás si yo llegara a desentenderme de ellos? —Pierde cuidado, Marianita, ya verás cómo a tus papás nunca les va a faltar nada. Pero ahora voy a hacerte otra pregunta, la más importante de todas las que te tengo que hacer. Piensa bien antes de contestarme, no te vayas a equivocar con tu respuesta. Yo deseo saber, Marianita, si tú me aceptas como esposo, si quieres casarte conmigo. * * * Se casaron el día que Marianita cumplió veintidós años. En la boda no hubo más invitados que los padrinos de la novia, y Lucía y sus padres. Una vez terminado el banquete, los novios partieron para Acapulco en donde permanecerían unas semanas. Después volarían a Europa. A su regreso don Roberto no pasaría más miedos al volver por las noches a su casa, y siempre que quisiera comería gorditas de harina y jugaría al dominó.
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XLIX Ya lo he dicho, pero quiero repetirlo: nunca falta un prietito en el arroz. Tan contenta como estaba Lucía desde que era novia de Hernán, tan bien que se iba deslizando su noviazgo a pesar del tiempo y la distancia que los separaba al uno de la otra. Pero..., pero no podía faltar el susodicho prietito. Y era que la cuñada de Hernán, o sea la mujer de su hermano Jaime, nunca le había perdonado a Lucía que el día de su boda la hubiera opacado con su belleza. Porque, la verdad esté en su lugar, ese día los invitados se quedaron lelos con la esplendorosa hermosura de Lucía y, por lo consiguiente, y como vulgarmente se dice, tiraron a lucas a la novia. Ésta, que no pudo menos que darse cuenta de lo que pasaba, se la guardó a Lucía y cuando se presentó la ocasión de pagársela, ni tarda ni perezosa lo hizo, ocasionándole a Lucía no poco daño y muchos disgustos. La cosa estuvo así. Por no sé qué motivo, Jaime y su mujer tuvieron que ir a Nueva York. Naturalmente allá vieron a Hernán. Y al volver a México, la cuñada de Hernán soltó la sin hueso y armó un chisme que para qué les cuento.
Que Hernán tenía montones de perseguidoras, pero que había una rubia despampanante que se lo traía bien apersogado, y que ella (la cuñada) si estuviera en el lugar de Lucía no estaría tan confiada. Los chismes andan en patines y llegan pronto a donde se quiere que lo hagan. ¿Cómo o quién se lo contó a Lucía? Quién sabe. Pero es el hecho que el cuento, con todos sus pelos y señales, llegó sin tardanza alguna a los oídos de la de Tlalpan. Los burdos cuentos de la cuñada de Hernán empezaron por llenar a Lucía de dudas. Por principio de cuentas pensó que a lo mejor había hecho mal en festinar el casamiento de don Roberto y Marianita. Tan contenta que se había sentido al ver la felicidad de su amiga y ahora ya resultaba que ya le pesaba haber contribuido a la feliz realización de una unión a todas luces afortunada. —Nomás eso me faltaba —se decía la pobre por las noches, cuando el sueño se negaba a cerrarle los ojos—. Nomás eso me faltaba que ahora fuera yo a arrepentirme de haber casado a don Roberto con Marianita. Porque, ¿qué voy a hacer si Hernán se enreda con esa rubia y me deja plantada? ¿Qué voy a hacer? ¿Con quién podría casarme para no quedarme a vestir santos? Éstas y otras consideraciones pesimistas se hacía Lucía por las noches mientras luchaba con el insomnio. Y para colmo, por esos días Hernán le escribió diciéndole que siempre no regresaría en octubre, pues le habían encargado que preparara un recital para finales de noviembre. Decía Hernán que aunque le podía no reunirse con ella en octubre, no dejaba de alegrarse, pues el concierto le daría a ganar una respetable
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cantidad de dólares que podrían guardar para ir juntando con qué hacer su casa. No dejó de preocupar a Lucía la noticia del retraso en el regreso de Hernán, porque no podía sacudirse una duda que la asaltó desde el momento en que llegó la carta: ¿sería verdad lo del concierto? ¿no se trataría de un pretexto para quedarse más tiempo al lado de la rubia con quien la mujer de Jaime había dicho que Hernán andaba entusiasmado? Ella jamás había sospechado que la conducta de Hernán no fuera correcta. Pero ¿quién podría asegurarle que la distancia y el tiempo no hubieran cambiado los sentimientos de su novio? Todo era posible. Ahí estaba el caso de Ramiro, de quien jamás sospechó que fuera casado. Y así, dándole vueltas a la cuestión, la pobre joven se hacía la vida pesada. Fue, otra vez, su abuela la que le dio la mano invitándola a pasar unos días en Monterrey. “Quiero aprovechar ahora que no está en México Hernán para que pasemos unos días juntas. Vente pronto, ya verás cómo el tiempo se te va a pasar muy aprisa, y cuando menos pienses ya estará de vuelta Hernán”, le decía en su carta la mamá de Juan Antonio. Aceptó la invitación Lucía y se fue a Monterrey, en donde le esperaban sorpresas y sucesos que no imaginaba. Llegó Lucía a Monterrey, se instaló en casa de su abuela, la cual dos o tres días después de su llegada le notificó que por la tarde recibiría la visita de una amiga suya que era muy popular entre las muchachas casaderas. —Sucede —le dijo la abuela a la nieta— que mi amiga tiene un hijo al que han dado en llamar Lorenzo el Guapo, y por el que más de cuatro jóvenes se andan
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bebiendo los vientos. Ojalá traiga a mi amiga o venga por ella para que lo conozcas. Poco o ningún interés sintió Lucía por conocer a Lorenzo el Guapo, pero estando en casa de su abuela no podía negarse a saludar a las personas que a visitarle llegaran. Y llegó Lorenzo el Guapo a dejar a su madre, pero en cuanto vio a Lucía, en vez de pedir permiso para retirarse, se sentó a platicar con ella y no dio trazas de levantarse de la silla en todo el tiempo que duró la visita que su madre hacía. Se hubiera dicho que estaba pegado al asiento con chicle. Las señoras se ocuparon de sus cosas, y Lorenzo el Guapo de las suyas, pues en cuanto vio a Lucía sintió un vivo interés por averiguar hasta el fondo su vida. ¿Qué fue lo que no quiso saber? Hizo pregunta tras pregunta: ¿que cuál era su nombre completo? ¿que dónde vivía? ¿a qué se dedicaba? ¿que si estudiaba? ¿que si trabajaba y en qué? ¿que con quién vivía? ¿que si venía muy seguido a Monterrey? ¿que si le gustaba Monterrey? ¿que si prefería vivir en México? ¿que cuánto tiempo se iba a quedar con su abuelita? ¿que si le gustaba bailar? ¿que qué deporte hacía? Vaya, que por preguntar no quedó, y que Lorenzo el Guapo habría seguido con su interminable cuestionario si no es que el teléfono llama y la sirvienta que lo contestó llegó a decir que de Nueva York le hablaban a la señorita Lucía Valdés. Fue rápidamente Lucía al teléfono y aprovechó la ocasión para darle un tirón de orejas de Hernán. —Dame razón, Hernán —le dijo—, ¿no estará por ahí a tu lado esa rubia con quien me han dicho que andas volado? —¿Cuál rubia, Lucía? ¿Quién te ha dicho tal cosa?
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—Tu cuñada, la mujer de Jaime, dice que es una rubia despampanante y que si ella estuviera en mi lugar no estaría tan tranquila. —Pero todo eso es mentira, Lucía. ¿Cómo es posible que mi cuñada invente esos chismes? Por supuesto que tú no los creerás. —Pues la verdad Hernán, no sé ni qué pensar. Ustedes los hombres son tan raros, luego salen con unos domingos sietes. —Por favor, Lucía. Tú me conoces, tú sabes cómo te quiero. —Yo lo único que sé, Hernán, es que estás muy lejos y que todo puede ser posible. —No entre tú y yo, Lucía. Sabes perfectamente cuánto te quiero. —Bueno, Hernán, ya platicaremos a tu regreso. Si es que regresas. Adiós. Colgó Lucía y fue a la cocina a beber un poco de agua. Lorenzo el Guapo, que desde lejos la había visto colgar y encaminarse a la cocina, se fue tras ella. La encontró sirviéndose un vaso de agua: —¿Quién te llama desde Nueva York, preciosa? —le preguntó con zalamería. —Un amigo —le contestó secamente Lucía. —¿Un amigo o un novio? —preguntó con malicia el Guapo. Nada contestó Lucía, y el Guapo, acercándose más a ella, le dijo muy cerca del oído: —Si vieras cómo me gustan a mí las muchachas reservadas. Tampoco hizo comentario alguno Lucía, y el Guapo, siempre muy cerca de ella, siguió con su matraca: —Pues sí, las muchachas reservadas me encantan. Y si son bonitas, más me gustan.
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Como Lucía siguiera callada, el Guapo, con una risita un poco estudiada, le dijo: —No me digas que te comieron la lengua los ratones. Fastidiada con la insistencia de Lorenzo, diciendo “con permiso”, Lucía se dirigió al lugar donde las señoras seguían entretenidísimas con las barajas. La invitaron a jugar pero Lucía dio las gracias y se disculpó diciendo que como no entendía mucho de cartas, prefería verlas jugar para ver si así iba aprendiendo. No tenía Lucía mucho rato de estar siguiendo el juego de las dos señoras, cuando volvió a llamar el teléfono y otra vez la sirvienta se acercó a decir que de Nueva York llamaban a la señorita Lucía Valdés. Contestó Lucía y Hernán le explicó que acababa de hablar con su cuñada y le había preguntado que por qué le había dicho a Lucía cosas que no eran ciertas. —¿Y sabes qué me contestó? —preguntó Hernán. —¿Qué te contestó? —Que había sido una broma que te había jugado. —¿Eso dijo? —Eso y soltó la carcajada. Le dije que me hiciera favor de no repetir sus bromitas, que ni tú ni yo le dábamos lugar para que se portara con nosotros de ese modo. Creo que voy a tener que hablar con Jaime para que le estire las riendas a esta tonta. —No lo hagas, Hernán. Tú y Jaime siempre se han querido mucho. No vayas permitir que las tonterías de tu cuñada los vayan a distanciar. Es mejor olvidarlo todo. —Tienes razón, Lucía, haré lo que tú me dices, pero siempre que mi cuñada no vuelva a molestarte con sus impertinencias.
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—No lo hará, ya verás, pues nunca la veo ni hablo con ella. Se despidieron en completa armonía y después de colgar el teléfono Lucía hizo por dirigirse de nuevo a donde las señoras jugaban. No se lo permitió Lorenzo el Guapo, que se le puso enfrente no dejándola pasar. —¿El mismo amigo, linda? —le preguntó socarronamente. Fastidiada con las indiscretas preguntas de el Guapo, Lucía nada le contestó. Pero Lorenzo, que no cejaba, insistió: —Digo que si era el mismo amigo —y su pregunta iba cargada de intención. Quiso Lucía volver a sentarse con las señoras pero, con gran decisión, el Guapo le estorbó el paso. —Déjame pasar, quiero ir con las señoras —dijo Lucía secamente. —Mira, preciosa, todavía no ha nacido la mujer que pueda ningunearme. Estoy haciéndote una pregunta y no me la has contestado. —Ni te la voy a contestar —dijo Lucía, cosa que pareció enfurecer a Lorenzo, pues tomando fuertemente de las muñecas a Lucía, y con voz amenazadora, le dijo: —No te pongas conmigo, tonta, porque te va a pesar. El tono con que Lorenzo habló y la cara que puso, llenaron de miedo a Lucía, la cual, sin subir la voz, le dijo: —Suéltame o le pido auxilio a mi abuelita. Tan decidida la vio el Guapo que la soltó no sin antes amenazarla. —Tú me lo estás pidiendo, atente a las consecuencias.
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En cuanto Lorenzo la soltó, Lucía caminó rápidamente hasta el lugar donde las dos señoras guardaban ya las barajas. Se despidieron la madre y el hijo y se fueron. No acababan de salir de la casa, cuando Lucía le dijo a su abuela: —Vamos a tu cuarto, abuelita, tengo que hablar contigo. Una vez a solas, Lucía le contó a su abuela lo sucedido; y al terminar de relatar lo que con el Guapo le había pasado, le preguntó: —¿Ha habido locos en la familia de Lorenzo? Porque la amenaza que acaba de lanzarme parecía hecha por un loco. La madre de Juan Antonio pareció pensar un poco antes de hablar. Era como si estuviera poniendo en orden sus pensamientos antes de responderle a Lucía. Cuando lo hizo habló con mesura y en su voz se notaba un dejo de tristeza. —Desgraciadamente, hijita —empezó diciendo—, tengo que decirte que sí los ha habido. El abuelo paterno de Lorenzo, y una tía abuela, murieron locos de remate. Y lo más triste del caso es que los dos eran locos furiosos. Los últimos años de su vida los pasaron encerrados en un cuarto, pues su locura los volvía peligrosos. Pero ¿por qué me lo preguntas? —Te lo pregunto, abuelita, porque cuando Lorenzo me amenazó, su cara y su actitud eran las de un loco furioso. Cenaron Lucía y su abuela, hicieron un rato de sobremesa, vieron algo de televisión y al irse a acostar Lucía dijo: —Mañana me regreso a México, abuelita.
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—¿Mañana? —preguntó con extrañeza la abuela—. Pero si me habías prometido quedarte una semana más, hijita. —Es cierto, abuelita, te lo había prometido. Pero le tengo mucho miedo a Lorenzo y por eso mejor me voy mañana. Discúlpame; ya sabes que hace mucho me tocó lidiar con un loco, y no quiero que se repita el caso. Aquél se suicidó, éste más bien parece querer matarme. Por eso no me quedo más tiempo en Monterrey.
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L No fue cosa para dar risa la pataleta que Lorenzo el Guapo hizo cuando supo que Lucía ya no estaba en Monterrey. Habiendo pasado gran parte de la noche ordenando en su deshilachado cerebro un plan para vengarse de la que había osado ningunearlo, al buscarle por teléfono y oír que la paloma se le había escapado, el nieto del abuelo loco echó espumarajos por la boca y humo por las orejas, amén de repetir sus amenazas a grito abierto. —Atente a las consecuencias —repitió—, porque lo que es de mí nadie se burla. Volvió luego a hablar a casa de la abuela de Lucía, le arrancó a ésta el teléfono de Juan Antonio, y sin perder ni un minuto, lo marcó para desahogar, aunque fuera por la vía telefónica, su inmensa rabia. Pero ni eso logró hacer, pues Damiana (que había contestado) le informó secamente que la niña Lucía estaba en su trabajo. Que le diera el teléfono del lugar donde Lucía trabajaba, ordenó con voz de trueno Lorenzo. No se dejó apantallar Damiana, y bien aleccionada, respondió que ella no lo sabía y que no podía preguntárselo a la señora porque ésta había salido. Acto seguido, Damiana colgó.
Como no le cabía en el cuerpo, la indignación se le salía a borbotones al Guapo: —Me las vas a pagar —chillaba—, claro que me las vas a pagar. Ya verás cómo te voy a enseñar a respetarme, ya verás cómo te voy a obligar a que conmigo no andes con tus cochinas bromitas... Mugrosa..., te crees muy salsa..., pero te voy a arrancar los moños... Sí, te los voy a arrancar. A los gritos de Lorenzo, su madre, que no ignoraba la terrible herencia que a éste amenazaba, fue a su cuarto a tratar de calmarlo. —¿Qué te pasa, hijo? —le preguntó. —¿Qué quieres que me pase? ¿Pues no se largó a México la nieta de tu amiga? ¿Pues no se regresó a su casa la muy indecente de Lucía sin decirme ni siquiera que ya se iba? ¿Te parece poco lo que me pasa? ¿Te gustaría que se rieran de ti? No me vayas a decir que sí te gusta, ¿eh?, porque ni pienses que te lo voy a creer. A nadie nos gusta que se rían de nosotros. Y menos a mí, que estoy acostumbrado a que las muchachas me lleven muchas atenciones. Por eso la bribonada que la nieta de tu amiga acaba de hacerme no me ha caído nada bien. —Serénate, hijo —dijo la angustiada señora—, a lo mejor ni ella sabía que iba a tener que irse luego luego. Bien puede ser que después de que tú y nos vinimos, sus papás le hayan hablado para decirle que tenía que regresarse inmediatamente. El razonamiento de su madre debe de haberle parecido bien a Lorenzo, pues su ira como que se aplacó y bajando la voz aceptó: —De veras, a poco cuando estuvimos en casa de su abuela, Lucía no sabía aún que iba a tener que irse.
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—Claro que no lo sabía —abundó la madre de Lorenzo, y continuó—, y es más, seguramente, que ni siquiera su abuela sabría nada, porque de haberlo sabido me lo hubiera dicho. * * * El intempestivo regreso de Lucía puso a pensar a sus padres. ¿Qué habría pasado para que Lucía se haya venido tan pronto?, le preguntaba Juan Antonio a su mujer. —Será algo muy de tomarse en cuenta —le contestó Martita—, para que se haya venido antes de lo que tenía pensado hacerlo. Juan Antonio se veía preocupado, y tanto lo estaba que, contra su costumbre, por la noche después de cenar, abordó el tema y le preguntó sin más ni más a su hija que por qué había decidido regresar antes de lo convenido. Lucía, que ya esperaba la pregunta, la contestó sin rodeos: —Me vine por miedo. Pensé que no era prudente quedarme en Monterrey. Es más, creí que debía venirme en el acto, sin dar tiempo a que algo irreparable fuera a suceder. Y les contó, de pe a pa, lo que con el Guapo le había pasado, sin omitir las amenazas que éste le había lanzado. —¿No estarás exagerando, hijita? —le preguntó Juan Antonio—. ¿No será que tus nervios te están haciendo una jugarreta? —No lo creo, papá —respondió Lucía—. Si vieras qué cara tenía Lorenzo, una cara que hubiera espantado a cualquiera. Una cara de loco, y de loco furioso. A mí me llenó de espanto. Por eso me vine inmedia-
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tamente. Si hice bien o hice mal, no sabría decirlo. Pero sí sé que no habría podido quedarme ni un día más porque estaba muerta de miedo. Lo que se dice muerta de miedo. Juan Antonio y Martita no insistieron y optaron por cambiar de canal. Platicaron de esto y de aquello hasta que, cansada por tantas emociones, Lucía dio las buenas noches y se fue a acostar. Se retiraron también los padres y una vez en su recámara, Juan Antonio dijo: —Esta pobre muchacha trae los nervios como tunas, llenos de espinas. Han sido tantos los percances que en su vida ha tenido que aguantar, que ahora se echa a temblar por cualquier cosa. Así opinó Juan Antonio, pero el tiempo y los acontecimientos habrían de demostrarle cuán equivocado había andado al juzgar que lo que Lucía aquejaba eran meros achaques nerviosos. Un mes más o menos después de que Lucía regresó de Monterrey, recibió una carta de su abuela. La leyó y se la pasó a sus padres para que se enteraran de lo que en ella relataba la madre de Juan Antonio. Decía la carta: Querida Lucía: Te escribo para pedirte, antes que nada, una disculpa. Confieso que te la debo, pues el día que regresaste tan a la carrera a México, yo me quedé pensando que eras una exagerada, que te alarmabas por la nada, y no sé cuántas cosas más. Lo que te voy a contar me ha probado que yo estaba completamente equivocada, y que tú hiciste requetebién en irte cuanto antes. Déjame platicarte lo que acaba de suceder. Pues nada, que mi amiga, la mamá de Lorenzo el Guapo, fue a visitar a una de tantas señoras que conoce y llevó con ella a su hijo, el cual (como lo hizo en mi casa cuando
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te vio) no se levantó de su asiento en cuanto divisó a una de las hijas de la amiga de su madre. Y del mismo modo que lo hizo contigo, lo hizo con esta joven. Esto fue platicar y sonsear con ella. Parecía estar a sus anchas, según dicen, y que le gustó tanto la muchachita que, sin perder el tiempo, le pidió que fuera su novia. Que la dispensara, contestó ella, que no podía corresponderle porque tenía su novio. Que lo dejara, le dijo Lorenzo, que a poco su novio le parecía mejor que él. Le explicó la muchacha que ella quería mucho a su novio, que no tenía porqué dejarlo, y que además, se iban a casar muy pronto. Lo del casamiento parece que fue la gota que acabó con la paciencia de Lorenzo, el que poniéndose de pie, me dicen que se abalanzó sobre la joven, la tomó por el cuello y empezó a hacer por estrangularla. Espantada al ver lo que Lorenzo pretendía hacer, la madre, a la que por fortuna el susto no la había dejado muda, empezó a gritar pidiendo auxilio. Sus dos hijos varones que acababan de llegar del trabajo, volaron a la sala a ver qué era lo que pasaba. La rabia que lo dominaba impidió a Lorenzo ver a los que, echándosele encima, lo obligaron a soltar a su víctima, a la cual la falta de aire y el susto la hicieron caer al suelo desmayada. Mientras tanto, a sus salvadores les faltaban pies para patear a Lorenzo y manos para abofetearlo. Excuso decirte, hijita, que el cuento anda de boca en boca y que no hay casa en donde reciban a la madre de Lorenzo y a éste. Por pretexto no queda. Como lo estarás imaginando, no queda una sola muchacha que siga llevando amistad con tan peligroso galán. Otra vez, mis más cumplidas disculpas, y me felicito de tener una nieta tan inteligente. Reciban tus papás y tú..., etc., etc.
Después de leer la carta de su madre, tentado estuvo Juan Antonio de darle, él también, una disculpa a Lucía.
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LI Se llega la muerte “tan callando”, que no se lleguen las cosas del diario vivir. Toda alborozada andaba Lucía porque en un par de días más llegaría, ¡por fin!, Hernán. Había preparado un vestido nuevo para recibirlo, había sacudido y envuelto con mucho cuidado el cuadrito que en Navidad había ido y vuelto a Nueva York, y le había encargado a Damiana que le hiciera un pastel que sabía le gustaba mucho al novio. En fin, en fin, que aquellos dos días, al parecer interminables, se irían como humo de tantas y tantas cosas que entre manos Lucía traía esperando la llegada de Hernán. La habían invitado los papás del que llegaba a que fuera con ellos a recibirlo al aeropuerto. Lo pensó despacio y dio las gracias no queriendo ser un estorbo en la recepción familiar. Después de todo, pensó, que la buscara Hernán, que viniera él a verla a su casa. Era lo correcto. Por eso dio las gracias al mismo tiempo que se disculpaba por no ir. Así era mejor, mucho mejor. No andaría de ofrecida, se daría su lugar. No estaba de más. Mientras descendía del avión, Hernán paseó la mirada registrando los grupos de personas que espera-
ban a los que llegaban. Distinguió a sus padres, a Jaime, a su cuñada, pero no a la que con tanto afán buscaba. —¿Y Lucía..., no vino? —fueron sus primeras palabras cuando llegó junto a los suyos. Que la habían invitado a ir al aeropuerto con ellos, pero que les había dado las gracias y que se había disculpado porque no podía ir, le dijo su madre. Como de costumbre, las gemelas habían preparado una rica comida para recibir a Hernán. Por eso no pudieron ir a recibirlo, pues estaban atareadísimas en la cocina. Se acomodaron en el auto Hernán, sus padres, Jaime y su mujer, la cual, ¡cuándo no!, dio la nota diciéndole a Hernán: —Más te vale, cuñado, no andarte yendo lejos por tanto tiempo. No lo andes haciendo, porque uno de estos días encuentras a la pajarita muy amartelada con otro. Nada bien le cayó a Hernán lo dicho por su cuñada, pero haciendo un esfuerzo logró controlarse y con voz serena le preguntó a la esposa de Jaime: —¿Qué es lo que me quieres decir con eso? No te entiendo, cuñada. —Lo que te quiero decir es que mientras tú no estás presente, a Lucía no le faltan pretendientes. Como uno viudo, joven y riquísimo, que en tu ausencia no se conformó con pedir una vez la mano de Lucía, sino que la pidió dos veces. Nada contestó Hernán, pero Jaime no pudo contenerse y en tono airado le llamó la atención a su mujer: —Me gustaría saber de dónde sacas tantos cuentos y tantos chismes, Herlinda.
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Herlinda, la mujer de Jaime, soltó una carcajadita y le replicó: —Nada de chismes y cuentos, Jaime, cosas ciertas, muy ciertas son las que estoy contando. Y si no, que Hernán le pregunte al papá de Lucía. Ya verán cómo les dice que esto que les cuento es la puritita verdad. —Que sea verdad o mentira me tiene sin cuidado, Herlinda —dijo Jaime cada vez más disgustado—. Lo que yo quisiera saber es de dónde sacas tus chismes. —Te repito que no son chismes, Jaime —insistió Herlinda—. Yo soy amiga de la secretaria del viudo que pidió dos veces la mano de Lucía. Ella me lo contó todo. —¡Bonita secretaria...! —exclamó Jaime, muy irritado. —Pero hijos, ¿qué manera es ésta de recibir a Hernán? Vamos hablando de otra cosa —dijo el ingeniero Ruiz, y dirigiéndose a Hernán hizo por cambiar la conversación a otro asunto—: Bueno, hijo, pero cuéntanos, ¿cómo te fue en tu concierto?, queremos saberlo todo. —Me fue muy bien, papá; no puedo quejarme —contestó Hernán con toda naturalidad, haciendo porque las cosas no se salieran de cauce. —Recibimos los periódicos que nos mandaste —dijo la señora Ruiz—. Y nos dio mucho gusto leer los elogios que de ti hacían. Por ahí se fue la conversación y el tema de la doble petición de mano no volvió a tocarse. Todas olorosas a pimienta y ajo abrazaron a Hernán las hermanas gemelas. Los olores que despedía lo que cocinaban eran riquísimos y lo menos que hacían era abrir el apetito. Cruzaron algunas preguntas
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y respuestas con Hernán las gemelas y se excusaron pues tenían, forzosamente, que estar muy pendientes de sus ollas y cacerolas. Entonces se acercó a Hernán su madre para decirle que ella y su papá deseaban invitar a Lucía y a sus padres a comer. —Voy a hablarle a Lucía, mamá, a ver qué dice —dijo Hernán dirigiéndose al teléfono. Como era natural que lo hiciera, contestó Lucía. —¿Lucía...? —Sí, Hernán, soy yo. Qué gusto me da que ya estés aquí. —¿De veras te da gusto, Lucía? Entonces, ¿por qué no fuiste a recibirme? —Después te digo por qué no fui. —Dímelo ahorita, quiero saberlo. Yo creía que ibas a ir, y la verdad no dejó de desilusionarme que no fueras. —Te lo voy a decir, Hernán, para que no pienses mal. No fui a recibirte porque pensé que yo iba a ser un estorbo para tu familia. Tus papás y tus hermanos, seguramente, tendrían deseos de platicar a gusto contigo, y creí que yo se los iba a impedir. Por eso no los acompañé al aeropuerto. No creas, me costó trabajo hacerlo, pues tenía unas ganas enormes de verte. Y las tengo. ¿Cuándo vienes? A Hernán le volvió el alma al cuerpo con la explicación de Lucía y, sobre todo, con lo que confesó de las ganas que tenía de verlo. Se tranquilizó, pues la indiscreción de su cuñada no había dejado de calentarle la sangre. —¿De veras quieres que vaya a verte? —le preguntó a Lucía. Y ella le contestó:
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—Claro que sí quiero que vengas. Después de tanto tiempo que estuviste lejos, me estoy muriendo porque vengas a mi casa para que me platiques de todo lo que has hecho, de cómo te fue en tu concierto, y de tantas cosas que te habrán pasado o que habrás visto. Bueno, pero dime, ¿cuándo vienes? De tanto gusto que sentía, Hernán no podía ni hablar. Por fin dijo: —Voy por ti en este momento —y acordándose de la invitación que a comer con ellos sus padres le hacían a los Valdés, agregó—: ¡Ah!, mis papás quieren que tú, don Juan Antonio y la señora Martita vengan a comer con nosotros. —Qué lástima, Hernán —respondió Lucía—, mis papás no podrán ir porque fueron a Cuernavaca donde van a ser padrinos de boda. Yo no fui con ellos porque quería estar aquí cuando tú llegaras. Pero yo sí acepto con muchísimo gusto la invitación, y se los agradezco a tus papás. No sabes la satisfacción que me da que hayan pensado en invitarnos. ¿Vienes por mí? ¿A qué hora? —Por supuesto que voy por ti. Ahorita mismo. Colgaron y Lucía fue a arreglarse y a decirle a Damiana que ya podía poner el pastel en su caja porque Hernán no tardaba en llegar. Se puso luego el vestido nuevo, se peinó una vez más, y preparó unas flores y unos dulces que para los padres de Hernán había comprado. Llegó Hernán, y Lucía, que lo esperaba en la puerta, lo hizo pasar. —Estás más linda que nunca, Lucía —dijo Hernán sin poder quitarle los ojos de encima. Lucía le sonrió y dijo—: Ven, vamos a sentarnos.
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Se sentaron en la sala y Hernán repitió lo que acababa de decir: —Estás más linda que nunca. En ese momento entró a la sala Damiana que iba a darle la bienvenida al novio de su niña y a entregarle el pastel. La saludó amablemente Hernán, y Damiana, visiblemente conmovida, le entregó la caja del pastel diciéndole: —Es para usted, señor Hernán, es un pastel de los que le gustan. Dio las gracias Hernán y le propuso a Lucía que se fueran a casa de sus padres. —No quisiera que llegáramos muy tarde porque mis hermanas quieren servir la comida a buena hora —explicó, agregando luego—: después de comer podemos ir un rato a la Alameda, ¿quieres? Que sí quería, dijo Lucía, y dándole otra vez las gracias a Damiana, Hernán se despidió de ella, subió el pastel, las flores y los dulces al auto y él y Lucía se fueron a la casa del Ciprés. Los recibieron los padres de Hernán, quienes tuvieron grandes atenciones para con Lucía y mucho sintieron que sus padres no pudieran ir. —Otra vez será —dijo la madre de Hernán, a quien Lucía entregó el hermoso ramo de rosas que para ella había comprado. Puso en manos del ingeniero Ruiz los dulces, al tiempo que le decía: —He sabido por Hernán que a usted le gustan mucho las almendras; como estos dulces están hechos con almendras, creo que le van a gustar. Ojalá no me equivoque. En cuanto a tu pastel, Hernán —dijo volviéndose de lado para hablar con su novio—, quiero decirte que va a ser nuestra contribución para la comida. Lo tomaremos de postre y creo que a todos les va a gus-
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tar. Y no pases cuidado, mañana mismo te hará otro Damiana. Los señores Ruiz quedaron encantados con las atenciones de Lucía, y las gemelas aceptaron gustosamente la contribución que Lucía y Hernán hacían. Que el pastel les caía como anillo al dedo, dijeron, pues el tiempo no les había alcanzado para hacer un buen postre. Rica a más no poder estuvo la comida, platicadores los comensales; Jaime, queriendo tal vez que Hernán olvidara la indiscreción de su mujer, supo darle a la reunión un toque de alegría y buena voluntad. Saborearon el pastel, se hicieron lenguas de él, y después de una buena sobremesa la reunión se disolvió. Querían descansar un poco las gemelas, Jaime y su mujer atenderían otro compromiso, y Hernán y Lucía iban a su querida Alameda a hablar de tantas cosas como tenían que comunicarse. Queriendo rememorar tiempos idos, volvieron a sentarse en los escalones del kiosco. —¿Traes tu anillo? —le preguntó Hernán a Lucía, tomándole la mano para ver si lo traía puesto. —Siempre lo traigo —contestó ella. —Es tan modesto..., ¿te gusta? —Me encanta. —Algún día podré comprarte uno que valga la pena. —No es necesario, por valioso que fuera, ninguno habría de gustarme más que éste. Sonrió Hernán y preguntó: —¿De veras? —De veras. No sabes cómo me gusta tu anillo y cuánto lo quiero. Guardó silencio unos instantes Hernán, luego dijo enternecido:
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—Por eso te adoro, Lucía, porque eres tan buena, tan buena, que no te merezco. —Si vuelves a decir eso, me voy a enojar contigo —dijo Lucía—. Tú mereces lo mejor del mundo, lo más bueno. Conversaciones de novios, de novios que se quieren.
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LII Qué siglos que Lucía no se acordaba de Ramiro. Ni siquiera para maldecirlo. Por eso cuando oyó su voz cerca de su oído, pues se le acercaba por detrás, se sobresaltó y no dejó de alarmarse. ¿Qué andaba haciendo Ramiro por su oficina? ¿A qué venía? ¿Qué asunto lo llevaba hasta ahí a la hora en que sabía que ella regresaba a su casa? —¿Cómo te va, Lucía? —le había dicho casi al oído Ramiro. No dejó de caminar Lucía y nada contestó. Ramiro se le puso al lado e igualó su paso con el de ella. —¿Cómo has estado, Lucía? —le preguntó. Tampoco esta vez contestó Lucía. Sin inmutarse porque Lucía lo ignoraba, Ramiro siguió hablando: —Pero ni para qué te lo pregunto, Lucía —dijo—, pues viéndote sé que has estado muy bien. Estás más preciosa que nunca. Ni mentía ni exageraba Ramiro, porque la felicidad que el regreso de Hernán le causaba, le salía a la cara a Lucía. No, no mentía Ramiro, tampoco exageraba: Lucía estaba más hermosa que nunca. Por fin habló Lucía para decir:
—Te suplico que te retires, Ramiro. —Pero, ¿por qué me corres? Tantas ganas que yo tengo de platicar contigo —arguyó Ramiro. —No me interesa en lo más mínimo tu conversación. Además, tu compañía me ofende y me disgusta —dijo Lucía con toda claridad y siempre caminando hacia la parada del camión. —Pero es que te traigo muy buenas nuevas —insistió Ramiro. —Te digo que tu conversación no me interesa —repitió Lucía. —Cuando sepas de lo que se trata, ya verás cómo sí te interesa. Muy molesta por la insistencia del ex novio, Lucía dejó de caminar para verlo a la cara y decirle en tono incisivo: —Te digo que me hagas el favor de dejarme en paz. Nada de lo que tú me puedas decir tiene el menor interés para mí. —Cuando oigas lo que quiero decirte, ya verás cómo sí te va a interesar. Y mucho, Lucía. Y sin darle tiempo a que le cortara la palabra, siguió hablando apresuradamente: —Se trata nada menos que de esto: ya me divorcié, ya podemos casarnos... No lo dejó continuar Lucía pues lo interrumpió diciéndole en tono burlón: —No falta más que una cosa: que yo quiera. —Pero cómo no vas a querer casarte conmigo, Lucía, si siempre me has querido mucho. Sonrió Lucía como mofándose de él, y le dijo: —Eso es lo que tú crees. Pero ni por el tono en que las dijo, ni por la dureza de las palabras de Lucía, se dejó apabullar Ramiro.
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—Mira, mira, no me vayas a salir ahora con que nunca me quisiste —dijo sin que le temblara la voz. Tan empeñado estaba Ramiro en convencer a Lucía de la bondad de su proposición, que no se dio cuenta que ésta, con gran rapidez, se subía al camión que se acababa de parar, y para cuando quiso subirse detrás de ella ya otras personas se habían interpuesto entre él y Lucía. No le fue posible abordar el camión, pues el chofer, queriendo tal vez aprovechar la luz verde del semáforo, se arrancó inmediatamente y Ramiro se quedó nomás viendo cómo se alejaba su ex novia. No dejó de ponerse nerviosa Lucía con la inesperada llegada de Ramiro. Su presencia la alteró y la proposición con que le fue saliendo la hizo sentirse muy mal. —Qué descaro —pensaba—, después de la bribonada que me hizo, tener la desvergüenza de salir con esto. Al llegar a su casa, Damiana, a la que no se le pasaba nada, notó la nerviosidad de Lucía y le preguntó: —¿Qué le pasa a mi niña? ¿Por qué viene tan nerviosa? Hubiera querido Lucía no decir nada de lo que acababa de sucederle, pero sabiendo que con Damiana no servían las mentiras, optó por decirle la verdad. —¡No tiene vergüenza! —exclamó Damiana cuando Lucía la puso al tanto de lo que acababa de pasarle. Y añadió—: Siempre dije que ese Ramiro era un mequetrefe. En ese momento llamaron a la puerta. —¡Ay! —exclamó Damiana—, el coraje que me entró con la sinvergüenzada del tal Ramiro, hizo que se me olvidara decirle a mi niña que el señor Hernán ha-
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bló por teléfono hace rato para decir que iba a venir. A lo mejor es él. Presurosa fue Lucía a abrir la puerta. Pero no era Hernán, era Ramiro que había tomado un taxi para venirse en seguimiento de Lucía. Molestísima por el atrevimiento de Ramiro, Lucía se descompuso e hizo a un lado su habitual buena educación. —¿A qué vienes? —le preguntó—. Tu persona no nos es grata en esta casa. Mejor será que te vayas. No esperaba Ramiro semejante chaparrón, pero haciéndose el que lo tomaba a broma contestó: —Qué bromista estás ahora, Lucía. A lo que Lucía contestó: —No es broma. Hablo en serio. A nadie nos parece bien que vengas a nuestra casa. De modo que ten la amabilidad de retirarte, no me obligues a cerrarte la puerta en las narices. Juan Antonio y Martita, que de regreso del cine iban llegando a la casa, alcanzaron a oír las duras palabras de su hija. —¿Qué anda haciendo aquí Ramiro, hijita? —preguntó Juan Antonio. —Ha venido a hacerme una proposición, papá. Una proposición que en vez de indignarme, me hace reír. Dice que como acaba de divorciarse ya nos podemos casar. ¿Qué te parece? —Me parece una grandísima majadería —contestó airadamente Juan Antonio, y agregó—: por lo que, como acabas de hacerlo tú, yo también le ruego que se vaya de nuestra casa y que nunca vuelva a pararse en ella. No le quedó más remedio a Ramiro que retirarse. Esta vez para siempre.
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LIII Como si la sorpresiva reaparición de Ramiro hubiera sido el toque de arranque, y como llovidos del cielo, los ex pretendientes de Lucía empezaron a llegar, uno tras otro, a exponer sus deseos, que no eran otros que casarse con ella. Ya sabemos que el primero en presentarse fue Ramiro, al cual ya hemos visto cómo le fue. Ni tantita gracia le hizo a Juan Antonio que el irresponsable de Ramiro les viniera a salir con la peregrina idea de que, habiéndose divorciado, ya estaba listo para casarse con Lucía. No fue ni amable ni acogedor el recibimiento que Juan Antonio le hizo, que por lo que toca al que la propia Lucía le dispensó, no hay para qué volver a hablar de él, pues bien claro quedó que lo que era con ella Ramiro no tenía ni la más remota probabilidad de ver sus deseos realizados. Se retiró de la casa de la familia Valdés y por decirlo así (aunque suene muy duro), salió con la cola entre las patas. Tan drástico fue el chaparrón que su absurda proposición le acarreó, que jamás volvió a atreverse a ir a buscar a Lucía. Y cuando ya el desagradable incidente empezaba a ser cosa del pasado, quién había de presentársele a Juan Antonio sino el arqueólogo canadiense. Llevaba el hombre la intención sanísima, no
cabe duda, de casarse con Lucía, a quien dijo no había podido olvidar. Prometió las perlas de la Virgen, y dijo que si era requisito primerísimo para poder casarse con Lucía el quedarse vivir en México, él estaba dispuesto a quedarse. Que si bien era cierto que en Egipto vivía encantado con tantas cosas maravillosas como había que estudiar, en México no lo estaría menos pues por pirámides, tumbas y ruinas no quedaba. Que qué decía Lucía, que si aceptaba casarse con él, que si se sentía inclinada a recibirlo como esposo. Que por principio de cuentas él le prometía quererla mucho y proporcionarle todo género de comodidades. De cuantos enamorados había tenido la hija de Juan Antonio y Martita, era el canadiense el que más le había llenado el ojo. Guapo lo era, educado también, y de trato simpático a más no poder. Tan bien le caía el de los jeroglíficos a la hermosa Lucía, que de no haber estado de por medio el de la Alameda de Santa María, a lo mejor hubiera dado su brazo a torcer. Pero estando como estaba Hernán de por medio, Lucía no tenía ojos ni corazón para nadie más. De manera que el pobre arqueólogo no tuvo más remedio que regresarse a Egipto a seguir estudiando las enormes tumbas de Keops, Kefrén y Micerino. Qué le iba a hacer, llegaba tarde. Llegue antes que Hernán diera con Lucía, y quién sabe qué vuelcos le hubiera dado a ésta el corazón. Por lo que toca a Lorenzo el Guapo, hay que decir que no pudo hacer acto de presencia en el “desfile del amor” porque, según les contara en reciente carta la madre de Juan Antonio, el pobre no hacía mucho que había acabado ahorcándose con su propio cinturón, en el interior de la ropería del cuarto en donde lo tenían recluido.
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Que de Martín Aguirre ni para qué hablar; pues por más ganas que hubiera tenido de rondar la casa de Lucía, no habría podido hacerlo, una vez que los muertos no les es dado volver al planeta donde moraron cuando estaban vivos. No le hace qué tan importante sea el negocio que en la tierra los reclama, ellos, ¡pobrecitos!, muertos y muy muertos se quedan. A don Roberto no hay para qué mencionarlo. Feliz, muy feliz con su bondadosa Marianita, el hombre no se cansaba de darle las gracias al cielo y a Lucía, por haberle proporcionado tan maravillosa mujercita. Se apareció también por la casa de Lucía, Albertico, el cual no obstante que sus cuatro cuñados lo tenían medio apersogado, de cuando en cuando se le daba sus escapadas a Diamantina. Fue a casa de Lucía, platicó con ella y no pudo ocultar lo mucho que lo impresionaba la belleza de la hija de Juan Antonio y Martita. Lucía, que ni en cuenta lo tomaba, conversó amablemente con él un buen rato, y luego lo despachó a su casa, enviándole mil y mil saludos a Diamantina, pues no quería echársela de enemiga. Y para que la media costilla de Albertico no fuera a imaginar que ella andaba coqueteando con su voluble marido, le dijo a éste que le comunicara a su mujer que ella, Lucía, se iba a casar próximamente con un novio de toda la vida, al que quería con el alma y con el corazón. Creyendo que así quedaba todo bien remachado, y que Diamantina no tendría motivo alguno para ponerse celosa, Lucía se despidió de Albertico y lanzó un suspiro. —¡Qué vida ésta! —pensó—, nomás falta que se presente el tío de Clara. Pero el Coronel Contreras no hizo acto de presencia en el desfile de amorosos pretensos, pues con el sustazo que su esposa morganática le arrimó, nuestro
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hombre se volvió más manso que un cordero. Se le acabó lo valiente y nunca volvió a divulgar piropos militarizados a las muchachas bonitas, como el que a Lucía le dijo cuando declaró que tenía una cara que era un salvoconducto. No, el Coronel Contreras no estuvo entre los que, con melosas intenciones, fueron a buscar a Lucía. Las agallas como que se le habían apachurrado. Tal el susto de los balazos con que lo había rociado la madre de sus dos hijos. Ni para qué decir que a la cabeza de los que desfilaron en aquella procesión del amor estaba Hernán. Hernán, el dueño del corazón que en el pecho de Lucía palpitaba sólo para él y por él; Hernán, que quería a la de Tlalpan más que a la vida misma y que por ella la habría dado. Preocupado, preocupadísimo andaba el pobre de Hernán con tantas muestras de amor como Lucía recibía. No las tenía todas consigo, pues aquella blitzbrieg amorosa no dejó de ponerlo nervioso. Temía que, cansada de esperarlo, no fuera Lucía a dejarlo por alguno de sus muchos pretendientes. Se devanaba los sesos buscando algún medio de ganar mucho dinero para poder casarse pronto. A toda costa quería dar con un sendero que lo llevara sin mayor dilación, al pie del altar donde, entre sonrisas tiernas y promesas de amor eterno, él y Lucía quedarían convertidos en marido y mujer. No deseaba otra cosa, no soñaba otro sueño. Casarse con Lucía, tenerla siempre a su lado: éste era el sueño que, dormido o despierto, Hernán soñaba un día sí y otro también. Pero por más que rumiaba, no podía dar con la solución. Fue su madre la que un buen día tuvo una brillante idea y lo sacó del berenjenal en que el miedo de perder a Lucía lo había metido.
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—¿Por qué no haces una cosa, hijo? —le había dicho—. Cásate, y mientras acabas de juntar para hacer tu casa, puedes vivir aquí con nosotros. Sobra lugar en donde se acomoden tú y Lucía, pues nos hemos ido quedando solos. Están la recámara tuya y la de Jaime, está la de las gemelas, y sobre todo está tu estudio. Podrías seguir estudiando el piano sin mayor complicación, porque tu estudio seguiría siendo tuyo. No dejó de gustarle a Hernán la sugerencia de su madre. Lo pensó un poco y resolvió comunicársela a Lucía para saber qué le parecía. Al día siguiente, domingo, pasó la tarde en casa de Lucía. Fue una tarde muy feliz, pero Hernán no había logrado hacerse de valor para exponerle el plan que le había sugerido la señora Ruiz. Temía que no fuera a ser del agrado de Lucía, y por eso no acababa de decidirse a tocar el punto. Sin haber hablado de lo que tanto le interesaba averiguar, Hernán se despidió y Lucía permaneció en la puerta de la casa viéndolo alejarse. Pero de repente Hernán se regresó y acercándose de nuevo a la joven le dijo: —Lucía, tú sabes que yo me muero por casarme contigo. Quiero que me digas si estás dispuesta a casarte conmigo. Acuérdate que cuando nos conocimos en la Alameda de Santa María yo te prometí venir por ti cuando creciera y no estuviera tan flaco. ¿Qué me dices, Lucía? ¿Quieres ser mi esposa? Se le quedó viendo Lucía sin contestar nada. Por fin, después de unos instantes de silencio, dijo: —Sí te acepto, Hernán, tú sabes cómo te quiero. Pero quisiera hablar primero con mis papás. —Hazlo, Lucía, es lo correcto —aceptó Hernán—. Pero, por favor, hazlo pronto. Ya ves cuántos años he
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soñado contigo. Es cierto que ahorita no podría yo hacerte la casa que mereces, pero mi mamá me sugiere que nos casemos y que mientras juntamos lo necesario para construir nuestra casa vivamos en el Ciprés con ella y mi papá. Les sobran cuartos. ¿Qué dices? ¿Aceptarías tú esto? ¿Vivirías a gusto algún tiempo con papá y mamá? —No me disgusta el plan que tu mamá te sugiere —dijo Lucía—. Es muy bondadosa ofreciéndonos albergue en su casa, y yo se lo agradezco. Pero no quiero ofender a mis papás, por eso antes de resolverte nada voy a consultarlo con ellos. —Me parece muy bien, Lucía. Son tus papás y con ellos debes contar para todo lo que hagas. Pero que no te tome mucho tiempo, porque ya ves que yo me estoy muriendo por ti. Le tomó Hernán las manos a Lucía con cariño, volvió a despedirse y por fin se fue. Una vez que despidió a Hernán, Lucía fue a buscar a Damiana. —Dami —le dijo—, quiero consultarte algo porque tú tienes muy buen ojo para estas cosas. Mira, Hernán quiere que me case con él. ¿Qué hago, Dami? ¿Me caso? Damiana la abrazó, le dio un beso en la frente, y entre sollozos le contestó: —Con él sí, mi niña, con él sí.
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LIV Consultó con sus padres Lucía sus dos pendientes, y Juan Antonio le contestó con toda mesura. —Mira, hiita —le dijo—, tu mamá y yo te quedamos muy agradecidos de que hayas pensado informarnos de tus problemas antes de tomar ninguna decisión. Eso nos satisface mucho, porque nos demuestra que además de querernos, como sabemos que lo haces, nos respetas. Y ahora quiero decirte que a quien corresponde resolver estas dos cuestiones es a ti y a Hernán. Únicamente ustedes dos son los que deben decidir qué es lo que les conviene o no les conviene hacer. Los demás no tenemos vela en el entierro. Platiquen ustedes, estudien los ángulos de ambas cuestiones, y escojan el camino que crean que más ventajas les ofrece. No olviden nunca que entre muchas cocineras, se quema la sopa. Agradeció Lucía las palabras de Juan Antonio y se las repitió a Hernán. Y una vez que entre los dos hubieran desmenuzado el pro y el contra de las veredas por las que podían echarse a caminar, se decidieron a aceptar el plan que la señora Ruiz le había sugerido a Hernán. Loco de gusto, éste agradeció a Lucía su bue-
na voluntad y sin perder tiempo voló a darles las buenas noticias a sus padres. El día que Lucía le dio el “sí” definitivo a Hernán, éste anduvo sobre algodones y a la hora de despedirse, como de costumbre, no acababa de hacerlo. Ya había dado algunos pasos, cuando regresaba a la puerta de la calle desde donde Lucía lo veía alejarse. Volvía a donde ella estaba para decirle, con toda sencillez, que era el hombre más feliz de la tierra. —También yo soy la más dichosa de todas las mujeres —le dijo Lucía. Con lo cual la felicidad de Hernán fue cien veces mayor. —Lucía, Lucía —le dijo todo alborozado—, tenemos que casarnos pronto, ya no puedo estar sin ti. Le dijo Lucía que sí, que harían lo imposible por hacerlo, con lo que Hernán se hundió hasta el cuello en los algodones en que caminaba. Esa noche, después de conversar con las estrellas y decirles cuán feliz era, se fue a la cama, pero no pudo dormir. Porque así como lo hacen las tristezas, las alegrías también ahuyentan el sueño. Al gusto que Hernán sintió porque Lucía aceptó casarse con él, y casarse pronto, siguió la satisfacción que su padre le dio al decirle que, habiendo resuelto obsequiarles como regalo de bodas un automóvil nuevo, deseaba que él y Lucía lo acompañaran a la agencia a escogerlo. Por su parte, Juan Antonio y Martita tampoco se hacían los desentendidos, y de buenas a primeras le dieron a Lucía un buen alegrón al decirle que ella y Hernán podían contar con la mitad de su enorme jardín para que allí construyeran su casa. En suma, que los novios no se podían quejar, pues aquello se iba poniendo bueno. ¡Ah!, y también Lucía
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aportaba su granito de arena al anunciarle a Hernán que el viaje de bodas —ocho días en Cancún— corría por su cuenta. —¿Y cómo le vas a hacer? ¿Tienes alguna varita de virtud? —preguntaba Hernán, hablando entre la seriedad y la risa. Que no tenía ninguna varita de virtud, contestaba Lucía, que lo que tenía era una cuentecita en el banco, pues su padre nunca le había permitido gastar un solo centavo de su sueldo. —Faltaba más que no te fuera yo a mantener —le había dicho—. Eres mi hija y para todo lo que necesites comprar yo te proporcionaré el dinero necesario. Guarda tu sueldo en el banco, algún día se te podrá ofrecer hacer algo con él. Y ese día había llegado, decía Lucía gustosísima de poder darle la sorpresa a Hernán. Tampoco don Roberto se olvidaba de los novios. Marianita y él, dijo, les regalarían el banquete y el pastel de la boda. No, no tenían de qué quejarse Hernán y Lucía, como no fuera de lo poco que el tiempo les rendía atareados como andaban con los preparativos del casamiento. En verdad, en verdad, los días que precedieron al de la boda fueron para Lucía un verdadero torbellino. Ella acostumbrada a llevar una vida ordenadísima, hacía lo imposible por mantenerla dentro de sus habituales cauces, pero por más empeño que en ello pusiera, no lo lograba. Con ese afán tan humano de disponer del tiempo de nuestros semejantes aunque sea para consumírselos con un inútil cotorreo, le caían a la pobre de Lucía visitas a las horas más inoportunas, y llamadas telefónicas que sin haber por qué ni para qué se prolongaban eternamente. De modo que
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por más que se esforzaba por controlar sus horas, y por más ayuda que Martita y Damiana le prestaban, la cosa no se componía, y sus días andaban, uno tras otro, patas arriba. Juan Antonio, viendo cómo se desesperaba su hija con aquel inusitado trajín, le aconsejaba lo tomara con paciencia. Sonrió Lucía al oír la recomendación de su padre, y le dijo: —La mera verdad, papá, creo que ya se me agotó la paciencia. Fue mucho lo que la tuve que estirar. —Estírala un poco más, hijita, te hará bien hacerlo —dijo Juan Antonio, y ya no pudo decir más, pues en ese momento se le fue presentando a Lucía nadie menos que el mismísimo Albertico, quien tampoco se salvaba del chocante afán de molestar al prójimo. Llevaba consigo una caja envuelta en papel que no dejaba lugar a dudas de que lo que encerraba la dicha caja no era otra cosa que un regalo de bodas. Entró campechanamente Albertico y habló con toda claridad: —He venido a traerte este regalo que Diamantina escogió para ti; pero, óyeme bien, te lo entregaré sólo que a cambio de él, tú me des una invitación para tu boda. Ya sabemos que no vas a hacer un bodón, que quieres casarte en privado. Lo que pienses hacer me tiene sin cuidado, pero lo que es a nosotros nos invitas o te quedas sin el bonito reloj que en esta caja viene. Es un reloj mágico que irá marcando, con gran precisión, todas las horas felices de tu matrimonio. Si como supongo, tú y Hernán se quieren de verdad, el relojito mágico le van a faltar manecillas para marcar los minutos y las horas felices que tú y tu adorado Hernán van a ir viviendo. Conque, ¿qué dices? ¿me das o
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no me das la invitación? Ya sabes, va el reloj maravilloso a cambio de ella. Después de oír el larguísimo discurso de Albertico, Lucía sonrió y abriendo el cajón de un secreter que cerca de ella estaba, sacó de él una invitación para su boda y se la presentó a Albertico diciéndole: —Aquí tienes tu invitación, ahora entrégame mi reloj. Se lo entregó gustosamente Albertico y se puso a examinar la invitación. Leyó en el sobre su nombre y el de su mujer, y dijo muy sorprendido: —Ya la tenías rotulada, Lucía; entonces sí nos ibas a invitar. —¿Y quién te dijo que no lo iba a hacer? —le preguntó Lucía. —Nadie —repuso Albertico—. Pero es que anda por ahí el rumor de que no quieres aglomeraciones, que deseas casarte como quien dice, silenciosamente. —Así es —le dijo Lucía—, pero eso no quiere decir que vaya yo a excluir a los buenos amigos como tú. Contentísimo se fue el inquieto Albertico, prometiendo al despedirse no faltar por ningún motivo a la boda. Y no faltó. Cuando Albertico se marchó, gustoso a más no poder porque llevaba consigo su invitación, Juan Antonio le dijo a Lucía: —Yo no sabía, hijita, que tu amistad con este muchacho fuera tanta así como para invitarlo a tu casamiento. —No lo es, papá —contestó Lucía—, pero me vi obligada a hacerlo pues el muy imprudente estuvo a visitarme hace unos días, y no hubiera faltado quién le llevara el chisme a su mujer, que es celosísima. A lo mejor se lo dice el propio Albertico. Yo, para evi-
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tarme líos, le mandé decir con su marido que me andaba casando. Así no podría pensar que yo le ando alborotando a Albertico. Por eso les preparé su invitación, pues me daba la corazonada que este muchacho vendría por ella. Sonrió Juan Antonio y le dijo a Lucía: —Mira nada más, hijita, pues no me estás resultando una Maquiavela. Primero casaste a don Roberto con Marianita, y ahora te las arreglas para que la mujer de Albertico no te cobre celos. —No me quedó más remedio que hacerlo, papá —dijo Lucía—, pues la verdad es que con este vendaval que me está azotando no podría aguantar las necedades de una mujer celosa. —Lo entiendo, hijita, lo entiendo —aceptó Juan Antonio—, y creo que apenas hiciste bien. Albertico se fue a su casa a llevarle la invitación a Diamantina. Pero como no era el único que se sentía dueño y señor del tiempo y la paciencia de Lucía, no tardaron otras gentes en llamar a la puerta de la familia Valdés. Cansaban a Lucía, la fastidiaban, pero por más fatigada que se sintiera, la pobre no se animaba a sentarse siquiera fuera un ratito, pues el tiempo se le iba acortando cada vez más. Y tantas cosas que faltaban por hacerse: las pruebas del vestido nupcial, el arreglo de la ropa que llevaría a Cancún, el reparto de las invitaciones y qué sé yo cuántos otros negocios que había que despachar antes del día de la boda. Hubiera querido Lucía tener cuatro brazos. Y eso que Martita y Damiana tampoco descansaban un momento ayudándole afanosamente a enderezar esto o poner lo otro en orden. —Yo no tenía idea de que casarse fuera tan complicado —pensaba Lucía.
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Le habría gustado que las horas de cada día se duplicaran. Y quién sabe si ni así le hubieran alcanzado para hacer tantas cosas como tenía que abarcar. —Tómate tu tiempo, Lucía —le decía Martita—, no te agotes, procura descansar. Pero cualquier día hallaba tiempo Lucía para descansar, si su vida era un remolino. * * * La boda sería al día siguiente. En casa de Juan Antonio el trajín no cesaba, y mientras Lucía, su madre y su abuela se ponían en manos de la peinadora, Damiana no dejaba de gimotear. ¡Aquellos lagrimones que vertía! ¡Había que verlos! Había también que oír sus sollozos. No cesó de alborotar con el ruido que con sus quejumbres metía, hasta que, aprovechando que Lucía fue a su taller a buscar algo, Martita la reprendió. —Deja ya de lloriquear, Damiana —le dijo—. Pues, ¿qué querías? ¿Que Lucía se quedara para vestir santos? ¡No faltaba más! Pero ni por eso acallaba Damiana su ruidoso llanto. Fue la madre de Juan Antonio la que por fin pudo hacer que Damiana cesara de llorar. —Mira, Damiana —le dijo—, ni para qué llores tanto. Es cierto que Lucía se te va a casar, pero qué tardará en traernos un Hernancito o una Lucía chiquita. Y ya verás cuánto vas a gozar cuidándolos como tú sabes hacerlo. De modo que deja de llorar, no tienes por qué hacerlo, ya verás; en tanto que canta un gallo vas a estar haciendo con el que venga lo que hiciste con Lucía. Lo vas a querer muchísimo y te va a faltar tiempo para cuidarlo.
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Cesó el llanto de Damiana. Las palabras de la abuelita de Lucía le daban un enfoque optimista a su pensamiento. La verdad esté en su lugar: a ella ni de lejos se le había ocurrido pensar en el alegre futuro que acababa de ponerle enfrente la madre de Juan Antonio. * * * Con las cientos de bujías que en los candelabros temblaban, la iglesia se convertía en una ascua de oro. Que de las flores, ni hablar. Qué profusión de aquellos alcatraces que a Diego tanto le gustó pintar. Y en medio de la luz y de las flores, Lucía resplandeciendo más que nunca. Ni siquiera el sacerdote que los casó pudo sustraerse al embrujo de su hermosura, y después de terminada la misa, le dijo: —Si la belleza de tu alma iguala a la de tu rostro, hija, vas a hacer muy feliz a tu esposo. —Pondré de mi parte todo lo que sea posible para lograrlo, Padre —emocionada contestó Lucía. * * * Con el banquete y el pastel, don Roberto y Marianita se lucieron. Ahora, que en el renglón de la alegría y la conversación, Jaime no lo hizo tan mal. Contentísimo porque el hermano se casaba, y porque lo hacía tan bien, Jaime derrochaba el gusto que en corazón no le cabía. Siendo dos hermanos que mucho se querían, la buena suerte del uno lo era también del otro. En una palabra, que la boda fue todo un éxito, que Albertico y su media costilla disfrutaron de ella a más no poder, y que Damiana, sentada no lejos de los
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novios, no volvió a moquear, pues las palabras de la abuela no sólo la habían calmado, sino que la habían llenado de hermosas esperanzas. Esperanzas que la hacían sentirse ya cuidando los bebés que seguramente su niña traería al mundo. Y con este pensamiento, y con la sorpresa y el gusto que Lucía le dio al nombrarla madrina de arras, la buena mujer se había instalado en el mismito cielo. Herlinda, la mujer de Jaime, a quien hasta lo que no comía le hacía daño, no pudo dejar de dar la nota. —¡Válgame, qué contento estás! —le dijo a su marido—, si hasta parece que eres tú el que se está casando. Jaime y Hernán se miraron sin decir nada. Hernán por prudencia, y Jaime porque empezaba a comprender que los celos de su mujer eran un asunto de difícil compostura. * * * A despedir a los novios al aeropuerto fueron sus respectivos padres, la abuela de Lucía y Damiana. Don Roberto se disculpó porque el médico le había ordenado a Marianita que no se fatigara. Estaba Marianita próxima a dar a luz, y don Roberto que sería papá por primera vez en su vida, la cuidaba más que a las niñas de sus ojos. A Herlinda no le faltó pretexto para aguarle la fiesta a su marido: alegó una supuesta jaqueca, obligando así a Jaime a llevarla a su casa. —Todo porque quiere privarme de ir a despedir a Hernán y a Lucía —pensó Jaime, pero no queriendo exponerse a un sainete de su mujer, no fue al aeropuerto.
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Con la cabeza llena de pájaros azules, Lucía y Hernán abordaron el avión que había de llevarlos a las rumorosas playas de Cancún. Pese a las precauciones que Juan Antonio y Martita tomaron, Lucía acababa casándose con el flacuchón de la Alameda de Santa María. Es por demás, con el destino no se puede. Estaba escrito.
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