el mundo del siglo xxi COORDINADOR
Daniel Cazés Menache FUNDADOR
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el mundo del siglo xxi COORDINADOR
Daniel Cazés Menache FUNDADOR
Pablo González Casanova CONSEJO EDITORIAL
Pablo González Casanova Daniel Cazés Menache John Saxe-Fernández Maya Aguiluz Ibargüen COMITÉ EDITORIAL DEL CEIICH
Luis Benítez-Bribiesca Norma Blazquez Graf Daniel Cazés Menache Enrique Contreras Suárez Rolando García Boutigue Alejandro Labrador Sánchez Rogelio López Torres John Saxe-Fernández Guadalupe Valencia García
TIEMPOS DE ABANDONO Y ESPERANZA
por VÍCTOR FLORES OLEA
portada de ivonne murillo primera edición, 2004 © siglo xxi editores, s. a. de c. v. en coedición con el centro de investigaciones interdisciplinarias en ciencias y humanidades, unam isbn 968-23-2549-8 derechos reservados conforme a la ley, se prohíbe la reproducción total o parcial por cualquier medio mecánico o electrónico sin permiso escrito del editor. impreso y hecho en méxico/printed and made in mexico
En el mundo del siglo xxi se publican algunas obras significativas de pensadores contemporáneos que, desde distintos espacios sociales, políticos y académicos, estudian los problemas locales, nacionales, regionales y globales que constituyen la compleja agenda de nuestro tiempo. Las primeras veinte obras que reúne esta colección son una muestra de la variedad de puntos de vista con que se observan y analizan la condición global del mundo y los intensos cambios experimentados en los últimos decenios en la sociedad, la economía, la política y la cultura.
ÍNDICE
PRELIMINAR
xi
I. EL PRINCIPIO DEMOCRÁTICO
1
Las luchas por la democracia, 1; La democracia confiscada, 5; ¿Una democracia sin alternativas?, 9; Globalización y democracia, 14; Sociedad civil y democracia, 21 II. POR UNA NUEVA IZQUIERDA
26
Hacia una nueva izquierda, 26; La lucha por el futuro, 33; La izquierda: por una democracia radical, 37; El socialismo posible, 40 III. LA REBELIÓN DEL EZLN
44
Diez tesis sobre la democracia mexicana (a propósito de la aparición del ezln), 44; Desde Chiapas: significado universal del zapatismo, 48; Derechos de los pueblos indios, sí; la paz también, 51; La larga marcha hacia la dignidad, 54; Lecciones para nuestra democracia, 57; La reforma malograda, 61; Radicalismo desde la nada, desde la esperanza, 65 IV. LA GLOBALIZACIÓN Y SUS ESTRAGOS
72
Las contradicciones de la globalización neoliberal, 72; El mundo actual: situación y alternativas, 77; La globalización y las opciones de cambio, 89; Tres falacias sobre el Estado neoliberal, 104; Globalización y soberanía, 108 V. LOS NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES
119
El decisivo actor político: la sociedad civil, 119; Trascender la globalización neoliberal: hacia una genuina democracia, 122; Porto Alegre: la alternativa, 125; “Otro mundo es posible”, 128; La dimensión de la utopía, 135 VI. ENTRE LAS NACIONES
140
Tiempo de balances: en lo internacional, 140; La violencia en el mundo, 143; Globalización, terrorismo y guerra, 146; Las consecuencias, 150; Dos años después, 157; El imperio manipula y ataca, 159; La primera línea de resistencia, 162; La
[ix]
x estrategia de la dominación, 165; El “imperio del bien” y las próximas guerras, 168 VII. LA GUERRA CONTRA IRAK
171
El nuevo imperio americano, 171; Por la vida, no la muerte, 174; Los crímenes del nuevo imperio, 176; Las derrotas de George W. Bush, 180; El mundo afirma su dignidad: contra la guerra, 183; Un tiempo de halcones, 185; La “gran democracia” totalitaria, 188 VIII. AL INTERIOR DE LA NACIÓN La reforma del estado (i), 192; La reforma del estado (ii), 195; Un Keynes para México, 199; Proyectos contradictorios de nación, 203; ¿Cuál transición?, 206; Privatizar: jaque a la nación, 210; Moral y política, 213
192
PRELIMINAR
Este libro reúne diversos textos, algunos publicados en revistas especializadas y la gran mayoría elaborados para la obra que se presenta. Todos ellos se refieren a algunos de los problemas contemporáneos más debatidos. Sobre ellos asumo una toma de posición inequívoca porque estoy convencido que en estos tiempos, en materia política y social, no es hora de ocultamientos o sigilos sino de definiciones. Con alarmante unanimidad se repite hoy que resultan imposibles en cualquier parte los cambios sociales, económicos y políticos y, en realidad, que debemos aceptar y conformarnos con la organización y los sistemas establecidos. Se trata de una nueva versión del “fin de la historia” apenas disimulada que sostiene en el fondo la inmutabilidad de las circunstancias, condimentada la más de las veces con las tesis de los “aparatos” del seudo saber y de la seudo ciencia tan arraigados en el corazón de las tecnocracias. En este libro, por el contrario, se ha asumido una perspectiva diferente y hasta radicalmente opuesta a la del conformismo generalizado. Por un lado, denunciando que las tesis del conformismo en realidad son interesadas y formuladas para consolidar, en diferentes grados, la constelación de los intereses establecidos, que dominantemente son de carácter internacional y que constituyen un bloque de fuerza que no se había producido antes en la historia con tales magnitudes. Y que no únicamente significan el control de los aparatos políticos, económicos y financieros sino que se valen con enorme eficacia de los aparatos de las industrias culturales, en primer lugar de los medios masivos de comunicación. Hoy, más que nunca, sobre la base de las últimas revoluciones tecnológicas, que exigen inversiones enormes, la ideología difundida y buena parte de la “cultura” generada por los mass media se combinan para sostener el orden establecido. El lector encontrará en el libro, al revés, que hemos puesto énfasis en las contradicciones al orden de poder vigente, mostrando que el sistema actual no solamente está lejos de la aceptación general que proclaman sus defensores sino que las devastaciones que ha propiciado han terminado por levantar un reclamo y un rechazo, [xi]
xii ese sí, altamente generalizado. Nos referimos a los nuevos y viejos movimientos sociales, que incluyen también al proletariado, que estallan en prácticamente todos los continentes y países denunciando las injusticias y el empobrecimiento que se deriva de la globalización actual en manos de los grandes centros de poder económico y financiero. Esta militancia cada vez más amplia resulta uno de los fenómenos políticos realmente significativos (y espectaculares) del tiempo presente, y plantea la necesidad de la reinterpretación de un buen número de categorías políticas claves: representación, democracia, Estado liberal, participación, significado del poder político, función de los partidos políticos, etcétera. Las consecuencias de tales movimientos están aún en proceso y no pueden aún ser “formalizadas” teóricamente y menos “fijadas” en el campo de la práctica. Pero lo importante es probar que están en marcha y observar su desarrollo y tendencias. Lo cual exige, por supuesto, “teorizar” acerca de los efectos políticos y sociales de estos movimientos y, en cualquier caso, anticipar sus tendencias. Hoy esta reflexión resulta de una importancia mayor y debiera abarcar buena parte del esfuerzo teórico del análisis de la sociedad actual y su desarrollo. En este aspecto, en el libro, preferimos aventurar hipótesis y perspectivas de acercamiento y no dogmatizar sobre los puntos de llegada, sobre la “formalización” de nuevas y posibles organizaciones, instituciones y categorías políticas o sociales. Lo importante es percibir que nos encontramos en un tiempo de cambios profundos y de formulación de alternativas, en muchos sentidos análogo a las preocupaciones teóricas dominantes en la segunda mitad del siglo xviii, que en el terreno de las transformaciones políticas ha sido sin duda uno de los más ricos y fructíferos en la historia humana. De lo dicho se desprende también la necesidad de trascender, en un horizonte de desarrollo no capitalista, ciertas categorías políticas del “marxismo clásico”, y desde luego del leninismo, tales como las nociones de partido único y del proletariado como la organización y clase privilegiadas de la revolución. Este alusión nos revela los enormes desafíos que tiene frente a sí el pensamiento contemporáneo en materia de reflexión sobre las indispensables transformaciones sociales y políticas en el mundo presente. La temática expuesta está formulada invariablemente en el horizonte del necesario cambio del régimen económico, político y social
xiii que vivimos. Una necesidad que se desprende de los horrores de la injusticia que se ha extendido por un mundo que ha sido capaz de acumular tanta riqueza y recursos concentrados mientras expulsa de sus beneficios a un número creciente de seres humanos. El desarrollo proviene del esfuerzo sumado de las generaciones que nos han precedido y sus resultados no pueden ni deben ser expropiados por unas cuantas manos. Tal movimiento y exigencia se fundan en una necesidad objetiva —el equilibrio y justicia de la sociedad humana— y en un ineludible imperativo ético. La necesidad de las transformaciones de la vida y de la sociedad actuales es pues de orden político, económico y social y su fin es el de una sociedad y de un individuo liberado de las servidumbres más degradantes, y capaz de realizarse en plenitud, de cumplir cabalmente su vocación y aptitudes creativas. Lo que equivale a decir: realizar cabalmente su condición humana, en lo individual y social. En el libro —tratando de estos temas cruciales—, no podía faltar una amplia referencia crítica a la política depredadora y criminal que ha emprendido desde hace unos años el gobierno de Estados Unidos, bajo la presidencia de George W. Bush. Esta política imperialista y colonial resulta para el mundo —y para el mismo pueblo estadunidense— uno de los peligros mayores a que se enfrenta hoy la humanidad. Aquí se añade otro motivo más de militancia teórica y política para terminar con uno de los regímenes totalitarios más peligros en la historia moderna de occidente. He aquí, dicho brevemente, el contenido e intención primordiales del libro que tiene en sus manos el lector. Termino agradeciendo al Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de México el apoyo para la publicación de estas páginas, como parte del trabajo que llevo a cabo en ese Centro, así como a Siglo XXI Editores por su amable recepción de las mismas.
I. EL PRINCIPIO DEMOCRÁTICO
1. las luchas por la democracia Cuando se habla de la democracia, en este principio de siglo, inevitablemente nos asalta un sentimiento de honda insatisfacción. La democracia hoy alude a regímenes políticos que cumplen con los procesos electorales y en que el voto se considera transparente, aquellos en que prevalece la división de poderes y en que las facultades del Ejecutivo se hallan acotadas. En una palabra: aquellos regímenes en que el poder o los poderes del Estado están subordinados al derecho y en que, hasta donde es humana y socialmente posible, se ha eliminado la arbitrariedad y el carácter subjetivo de las decisiones. Nadie, por supuesto, dejaría fuera de la democracia estas características de freno y regulación jurídica, y las que organizan el juego electoral y la competencia entre partidos. Éstas son sin duda “notas” conquistadas definitivamente por los regímenes de democracia liberal que, dicho sea de paso, han tenido la virtud de ocupar ampliamente el “imaginario” político. Para este imaginario (diría con mayor propiedad: para esta ideología), los principios democráticos de la ideología liberal se presentan como rasgos no sólo insustituibles de la democracia en general, sino como la meta acabada de toda democracia posible. La democracia, desde este enfoque, se agota en su versión liberal. Y, sin embargo... Una revisión más profunda del principio democrático moderno, desde sus orígenes en la Ilustración y en la Revolución francesa, nos enseña que tal principio surgió como algo más amplio y abarcador que la versión del mismo que hoy nos propone esa ideología, tal visión del mundo. En el fondo, con el paso del tiempo, el principio democrático se habría modificado de raíz —y reducido drásticamente— en su actual versión puramente liberal. Hannah Arendt afirmó que fue la Revolución francesa —y no la Revolución de Independencia de Estados Unidos— “la que verdaderamente incendió al mundo”, en el sentido de que penetró hondamente en las conciencias y en el “imaginario” del pueblo y su historia. Esa revolución habría sido entonces verdaderamente subversiva y [1]
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apuntó hacia una modificación profunda de las relaciones sociales y humanas. Los principios de libertad, igualdad y fraternidad, en que se expresó rotundamente la revolución de 1789, habrían sido demandas históricas del pueblo que aspiraba, con mayor o menor conciencia, a liquidar no sólo las diferencias “naturales” fundadas en la sangre y el nacimiento (la aristocracia), sino que postuló un ejercicio de libertades y una participación política igualitaria de todos los miembros de la sociedad, que no debería restringirse por motivos de fortuna u oportunidad social. Es decir, la igualdad, en definitiva, apareció también desde el principio como núcleo o elemento central de la democracia. Otro tanto, y no con un peso menor, ocurrió con los principios libertarios y de fraternidad. Pero el aspecto igualitario (precisamente como igualdad de todos los miembros de la sociedad, con las mismas oportunidades y posibilidades de desarrollarse plenamente, lo que Tocqueville llamó la igualdad de las condiciones), es el que habría sido gravemente olvidado con el tiempo y distorsionado por la visión y la ideología de la democracia liberal. La igualdad, desde esta perspectiva, se fue limitando, desde el siglo xix y de manera drástica en el xx y en los tiempos que corren, al mero concurso electoral, a la participación en el sufragio (por cierto, campañas electorales hoy también distorsionadas por los medios de comunicación), dando como resultado “poderes representativos” que escapan cada vez más al mandato de sus representados y se someten disciplinadamente a la influencia e intereses de los grupos económicos. Afirmamos entonces que resulta inadmisible que las clásicas nociones de libertad, igualdad y fraternidad, plenas de contenido revolucionario y aun subversivo en sus orígenes, hayan sido rebajadas a su expresión más elemental: a meros derechos políticos de la ciudadanía como el voto (que en muchos casos, por cierto, apenas se lograron 150 años después de la Revolución francesa, por ejemplo el derecho al voto de las mujeres). Debe por tanto admitirse que la cuestión central hoy de las luchas democráticas radica no únicamente en el perfeccionamiento de los procesos electorales (aun cuando también sea uno de sus objetivos fundamentales, como en México), sino en la lucha o en las luchas en contra de las desigualdades y las subordinaciones o, lo que es lo mismo, en favor de la igualdad efectiva y de la auténtica libertad y fraternidad. En esto radica, y no en otra cosa, el profundo aspecto subversivo del discurso democrático: libertad, igualdad y fraternidad,
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que han sido divisa y objetivo central de las luchas por la democracia en los dos últimos siglos. La batalla contra las desigualdades, y la negación de la subordinación y la explotación, continúan siendo “estrellas polares” de las luchas sociales más radicales, democráticas. En el origen, la crítica a las desigualdades políticas y jurídicas condujo inevitablemente a la crítica de las desigualdades económicas (la obra de Marx es un momento y un monumento fundamental de tal necesidad crítica, de tan indispensable cambio cualitativo). Ese mismo “espíritu” original condujo a lo largo de estos últimos decenios (y desde el siglo xix) a batallas que son mucho más amplias que las “avaladas” normalmente por la democracia liberal: luchas por los derechos de los trabajadores, luchas en contra de las discriminaciones raciales o por el derecho de los sexos, luchas en favor de los derechos humanos, luchas por los derechos de las etnias, luchas por los derechos soberanos de los pueblos (por la independencia y soberanía de las naciones). Luchas por los llamados derechos humanos de la “primera” y “segunda” generación. Y, por supuesto, luchas que procuran corregir de raíz las desigualdades y las injusticias sociales prevalecientes. Con el paso del tiempo, en que se afirmó la hegemonía del capitalismo y de las clases y sectores beneficiados por ese sistema, la idea original del cambio social hacia uno eminentemente igualitario perdió actualidad y vigencia. Las libertades individuales y sociales se tornaron cada vez más en libertades para comerciar y acumular, no en libertades que permitieran formas de vida en que imperara la igualdad y la fraternidad. Al contrario, éstas se redujeron y pusieron al servicio del crecimiento, que ha beneficiado cuantitativamente a los pocos dejando fuera de sus éxitos a muchas mayorías (independientemente de que el desarrollo capitalista haya sido también de manera relativa “democrático”, es decir, que haya penetrado socialmente en amplitud y profundidad, más que ningún otro sistema de producción anterior). Pero ¿por qué razón esas batallas democráticas en sentido amplio, en los dos últimos siglos, y por supuesto también en el tiempo de la globalización y del neoliberalismo, han sido desdeñadas y consideradas como subversivas e “inadmisibles? Hay al menos dos razones centrales: la primera es que tienden a ampliar el principio de la igualdad que, en la perspectiva liberal, se conforma con ser “igualdad” ante la ley, lo que en el fondo alude a una supuesta igualdad de todos los sujetos en el mercado, lo cual resulta una falacia y una ilusión. La libertad se confunde con la libertad mercantil, simple libertad para comprar y vender. En cambio, las luchas democráticas, las anteriores
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y las nuevas, apuntan a una dimensión social de la igualdad que contradice profundamente la visión puramente “democrático-liberal”. Las nuevas libertades e igualdades que se buscan resultan entonces profundamente “desorganizadoras” del orden establecido, del orden de la dominación y de la explotación imperantes. La segunda razón es que, actualizando el argumento, al revés de la globalización neoliberal, que busca estandarizar y homogeneizar a la entera sociedad a imagen y semejanza del mercado, las nuevas luchas democráticas “recuperan” la diferencia o, si se prefiere, consolidan a través de una política activa la pluralidad social, una realidad altamente diversificada que no se deja apresar por los propósitos estandarizadores del orden establecido (y del mercado). La perspectiva “homogeneizadora” de los estados nacionales encuentra sus límites y se afirma cada vez más el carácter heterogéneo, plural y diversificado de las sociedades. No hay duda de que las actuales luchas democráticas en contra de la globalización de las corporaciones son así “objetivamente” subversivas respecto al orden social existente. Las “nuevas ideologías conservadoras”, al contrario de las nuevas luchas democráticas, procuran restringir aún más el alcance de las libertades e igualdades que entraña el genuino principio democrático. Por un lado, procuran eliminar o reducir al mínimo cualquier intervención igualitaria del Estado (de ahí la destrucción del llamado Estado del bienestar y la liquidación de sus responsabilidades sociales); por el otro, sostienen que debe culminarse la separación entre política y sociedad (y economía), con el fin de “evitar” o “eliminar” cualquier forma de control público respecto a la decisión de los “expertos” en materia económica o financiera, y desde luego respecto a las decisiones de la clase empresarial. La operación es clara: concentrar tales decisiones en las manos de los dueños de los grandes intereses, marginando a la sociedad política y civil de la vigilancia real de los asuntos públicos, comenzando por el funcionamiento real de la economía. Esas decisiones quedan exclusivamente en manos de la tecnocracia pública y privada, y de los grandes intereses, en perfecto acuerdo. La “técnica” y los intereses suplen y usurpan las funciones y el lugar de la sociedad y la política, cuya función, en una auténtica democracia, sería la de buscar con equidad el “bien común”. Las luchas democráticas hoy, encabezadas frecuentemente por nuevos sectores sociales (y eventualmente con la participación de contingentes obreros y de ciertos partidos políticos), tienden a “rescatar” en extensión y profundidad el significado genuino del princi-
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pio democrático, y exigen que se “trascienda” la mañosa restricción electoral que se le ha impuesto durante decenios, particularmente por parte de la interesada, excluyente ideología liberal. Las nuevas luchas democráticas exigen la participación real de la sociedad en muy variadas tomas de decisión que afectan la vida pública y, al límite, en sus expresiones más radicales, aspiran a la autogestión y autoadministración de los diversos procesos y organizaciones sociales, incluso de carácter productivo o en materia de servicios. La democracia liberal se amplía, realiza y perfecciona en la democracia participativa. Las luchas por la transformación social son hoy luchas democráticas más amplias que las de la tradición liberal: se trata de batallas a favor de libertades que aluden a la autorrealización individual y social, con semejanza de oportunidades y en plena solidaridad. Tal cosa, por supuesto, hermana a tales luchas con el socialismo democrático (que ha sido parte central de las luchas democráticas de la humanidad), descubriéndose entonces en su esencia una radical oposición al capitalismo salvaje que nos ha invadido abrumadoramente bajo el disfraz del liberalismo democrático.
2. la democracia confiscada Hoy, a pesar de los entusiasmos que iluminan el rostro de las élites, prácticamente en todas partes, la democracia liberal parece estar en severa crisis general. La idea de una democracia capaz de expresar las necesidades del pueblo parece borrada del horizonte de la real política contemporánea, y de la economía “realmente existente”, que limita y sofoca la efectiva presencia de los intereses y perspectivas de la “voluntad popular”. Nos encontramos ante una democracia que se preocupa antes que nada por los aspectos técnicos formales del procedimiento, y que ha olvidado que la democracia, en sus orígenes, surgió como un sistema “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Este ideal democrático, que encuentra sus raíces en los grandes autores de la Ilustración, se haya confiscada por las élites económicas y políticas, para las cuales la democracia ha de detenerse allí donde afecta a sus intereses. Más aún: allí donde no es coincidente con sus intereses y los objeta es inmediatamente calificada como “subversiva” e “inadmisible”.
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Innumerables son los ejemplos de lo dicho, y es inevitable regresar a los tiempos de la Guerra Fría en que, para las grandes potencias, resultaban preferibles las dictaduras que la democracia, o que exigían sin excepciones democracias subordinadas y obsecuentes al llamado “mundo libre” (o a la “línea” de los partidos). En América Latina conocemos bien la tragedia de regímenes políticos dictatoriales y de “democracias” que apenas ocultaban bajo una vergonzosa hoja de parra su parcialidad y su verdadero carácter autoritario. La disciplina y la sumisión incondicionales estaban por encima de cualquier credo realmente democrático. En su última elección presidencial la “gran” democracia estadunidense confirmó lo dicho y exhibió nuevamente ante la conciencia universal la mascarada en que se ha convertido el principio democrático. Lo que interesa es menos el voto popular que las “reglas” de una votación controlada por los “aparatos” de los partidos, los jueces y los medios de comunicación (la élite del poder, en la formulación siempre actual de C. Wright Mills), que se impone para definir al mismo presidente de Estados Unidos. Tal cosa, sin contar que en la última elección presidencial de ese país, apenas el 50% de los electores potenciales se acercó a las urnas, confirmándose una vez más el desinterés de la ciudadanía por un ejercicio del poder en definitiva manipulado y en manos de unos cuantos círculos poderosos que de todos modos deciden y actúan en función de sus intereses. La última elección en Estados Unidos se “resolvió” no por la voluntad ciudadana sino por la decisión (de un solo voto) de la Suprema Corte de Justicia de ese país, claramente politizada y sobre la base de preferencias partidarias. ¿Ésta es la nación que dicta a otros países y regiones el paradigma de la democracia? Crisis general de la democracia y del Estado liberales: una democracia restringida, controlada y orientada por los grandes intereses, y manejada a placer por los grandes medios de difusión que proclaman una “única” visión del mundo, resultando que la democracia y el Estado liberales “típicos” han eliminado y satanizado cualquier decisión diferente y adversa a esos intereses. Crisis además de un Estado nacional que “dibuja” sus proyectos conforme al mercado, que plantea como exclusiva posibilidad de la sociedad aquella orientada a incrementar las tasas de ganancia de los poderes económicos y los consorcios, y que procura “uniformar” o “estandarizar” a la sociedad entera, regimentándola según sus metas y propósitos, y según las necesidades del mercado. Democracia y Esta-
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do liberales que, en definitiva, pretenden excluir del desarrollo de la sociedad humana cualquier opción que contradiga o se oponga a los intereses dominantes. Democracia y Estado “liberales” que se esfuerzan por homogeneizar a la sociedad y eliminar el real carácter plural de la misma, condenando como “heréticas” y “reprobables” las diversas expresiones de las culturas y hasta de las etnias que la integran. Mucho se habla ahora del “espectáculo de la política”, queriéndose significar con ello el carácter “externo” y “escénico” del acontecer político (el show business), y sobre todo el hecho de que el debate sobre la “cosa pública”, el examen de la situación, la posible discusión de las alternativas, el desarrollo de los argumentos, son manejados de una manera unilateral y parcial por los grandes medios informativos. Más que nunca estamos ante una democracia controlada, manipulada, inducida y acotada. Se trata de una clara política elitista y elitaria porque son grupos reducidos quienes tienen en sus manos los medios y porque la presencia en ellos cuesta una millonada. La democracia liberal ha sido confiscada por la “élite del poder” ya que únicamente esa élite tiene acceso a la organización de la voluntad ciudadana, condicionada de manera abrumadora por los mass media. Y lo más extraordinario: el hecho de que más allá de la competencia entre partidos y candidatos, en el fondo no es difícil descubrir una coincidencia escalofriante entre las “visiones” y “programas” de los candidatos y partidos y de esas élites, “visiones” que a veces cobran un poco de distancia en las campañas electorales pero que en la práctica de los gobiernos se parecen como una gota de agua a otra gota de agua. En la democracia confiscada se habría eliminado en esencia la posibilidad de discutir realmente otras alternativas del desarrollo político, económico y social, otras opciones que serían nuevos caminos para la sociedad humana, otras formas de organización que pudieran satisfacer genuinamente las necesidades de los hombres y las mujeres. Una mayoría, en cambio, parece por lo pronto satisfecha en lo fundamental con la sociedad prevaleciente: una sociedad dominada y controlada por los grandes consorcios (la sociedad de consumo) y por la imagen unidimensional de un solo pensamiento y de una sola forma de vida construidos conforme a los intereses de esos poderes económicos y políticos. “Consume luego existes”, parece ser el motto tiránico y absorbente que se impone a la sociedad actual. Una sociedad que no sólo parece dócil a su destino sino que parece alegrarse con ese destino, y celebrarlo.
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Por supuesto que esta democracia confiscada —y la crisis del Estado y de la democracia actuales—, se ha agudizado enormemente en el tiempo de la globalización neoliberal y de los mercados mundiales. Los “tentáculos” publicitarios han invadido las conciencias, y las definen en una repetición inacabable de mensajes y lugares comunes: así, los valores, las convicciones, las “ideas del mundo”, presentes a escala planetaria, tienden a suprimir y a condenar los márgenes de “disidencia” y “diferencia”. Hoy, el ideal de la globalización es el de una humanidad idéntica a sí misma en todos los confines del planeta, sometida a uniformes motivaciones e influencias a fin de que responda “positivamente” a los estímulos de un único mercado. Además de la pobreza ampliada que ha propiciado la globalización neoliberal, esta idea empobrecida y empobrecedora del género humano es su idea y su meta a realizar. La miseria que origina no es únicamente material sino también moral y espiritual. Por fortuna, el imperio arrogante de un mundo controlado por los grandes consorcios encuentra ya sus fronteras. No únicamente las demostraciones públicas de Seattle, Washington, Suiza, Praga, Niza, Génova, y otras ciudades del mundo que se multiplican, sino que crece geométricamente el desprestigio de los “dirigentes” de las democracias confiscadas, en Europa, en América Latina, en Asia, en Estados Unidos, mostrando que el sueño del “pensamiento único” y de la globalización depredadora se debilita y pasa a la historia aceleradamente. Nuevas voces se levantan universalizando la protesta y denunciando el carácter usurpador y devastador de una democracia y de un Estado en manos de los grandes intereses económicos. No se trata, claro está, de un simple reclamo ruidoso de los “globalifóbicos” (como puerilmente los calificó Ernesto Zedillo, reduciendo un problema social y humano a términos de psicología individual), sino de genuinas manifestaciones en contra de un sistema económico y político explotador y dominador que reproduce riqueza enorme en favor de los pocos y arroja al desempleo, a la marginación y a la miseria a un número cada vez mayor de hombres y mujeres en todas partes. Lo mismo en los países “centrales” que en los de la periferia. No se trata de una fobia psicológica sino de la lucha por otro u otros mundos posibles. Con una característica: que cada vez más los “rebeldes” en contra del sistema imperante asumen una conciencia expresamente anticapitalista, y comienzan a concertar sus luchas para hacer posible no sólo una globalización “con rostro humano”, sino realmente una mundia-
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lización solidaria al servicio de la sociedad general, que sea capaz de destinar los recursos y la revolución tecnológica, que son de todos (un verdadero patrimonio de la humanidad), a remediar las carencias también de todos, de orden material, espiritual, educativo, cultural. Estos “rebeldes” que se expresan ya mundialmente, luchan también en contra de la democracia confiscada y mentirosa que prevalece y en favor de una democracia que exprese genuinamente las necesidades de los pueblos, y que haga posible un desarrollo realmente igualitario y libre para todos. Luchan, para decirlo en otras palabras, por una democracia participativa plena de adjetivos: tal fin, a no dudarlo, constituye ya el futuro más lejano o cercano de todos nosotros, afortunadamente.
3. ¿una democracia sin alternativas? ¿La democracia confinada al “pensamiento único”? ¿Un totalitarismo tranquilo? Sabemos bien que resulta simplificador (cada vez menos) sostener que el Estado del neoliberalismo es el escueto “consejo de administración” de los poderes dominantes, ya que otras funciones completan su existencia social e institucional, por ejemplo “mediando” el conflicto político, difundiendo la ideología (y también los valores) del Estado de Derecho, organizando electoralmente la expresión de la “voluntad general”, reglamentando los intercambios económicos, financieros y comerciales, etcétera. Es verdad, todas estas actividades resultan necesarias a la función del Estado en la sociedad actual, pero ese mismo hecho es revelador y sugiere la siguiente pregunta: ¿Cuál es hoy la naturaleza efectiva del Estado y su relación con la sociedad? La crítica al liberalismo democrático que mencionamos arriba, que sigue siendo la más fuerte, es aquella que denuncia su incapacidad para otorgar genuinos derechos y libertades en beneficio de todos: las posibilidades del autodesarrollo que proclama se concentra en grupos restringidos pero ni de lejos en el conjunto de los sujetos que componen la sociedad. Por supuesto, un escenario de tal naturaleza revela la estructura real de las relaciones sociales existentes, fundadas en la explotación y la dominación y no en la equidad, y menos aún en la igualdad de oportunidades para todos y en la fraternidad y solidaridad de los sujetos sociales.
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Tal vez el escándalo mayor de las democracias liberales se refiere a la absoluta libertad con que actúan sus representantes, sin ningún control ni límite que puedan imponerles los representados, ni rendición alguna de cuentas de aquéllos a éstos. La elección de un representante, en la práctica, significa plena libertad de acción (lo cual no sería grave ni disfuncional si existieran los mecanismos de control de una democracia efectiva), pero el problema radica en que hay demasiados indicadores que confirman la penetración de los lobbys de interés manipulando esa libertad de criterio y acción, hasta el punto de que incluso en las más “acabadas” democracias se denuncia la corrupción de los representantes, a través de sobornos y otras prácticas de cohecho y de asociación ilícita en negocios, hasta pervertirse gravemente los procesos de toma de decisión en las democracias liberales (sin hablar de los financiamientos más que dudosos de las campañas electorales: la complicidad o “asociación ilícita” entre la política y los intereses económicos encarnan uno de los escándalos más serios en el seno de la democracia liberal contemporánea). Y éstas serían sólo algunas de las prácticas que han devaluado seriamente la legitimidad de las democracias liberales. Otras, más sutiles, se refieren al “estado general de los intereses”, que en conjunto los políticos siguen a pies juntillas, quedando así garantizado un sistema que consagra la desigualdad, los desequilibrios sociales, la concentración de la riqueza y la ampliación de la pobreza y las distintas formas de abuso, discriminación y exclusión que, en definitiva, se encuentran validadas por las reglas de la organización política liberal. Se repetirá hasta el cansancio que de todos modos la democracia liberal es el “menos malo” de los sistemas políticos conocidos. A esta noción que consagra “lo menos malo por conocido en lugar de lo bueno por conocer”, y que en definitiva “diviniza” lo existente, debe responderse diciendo otra vez que la historia humana ha consistido siempre en un afán inacabado de avance y superación, en una lucha por “trascender” lo dado, lo existente. En una lucha por hacer realidad las esperanzas. Lucha, por cierto, en que algunas veces coinciden los más lúcidos y los más necesitados, originándose entonces un binomio convergente que está en la raíz de los más hondos cambios políticos y económicos de la historia, de las revoluciones. Luchas a las que generalmente se oponen los beneficiados de la situación anterior; luchas que no se reducen hoy al tradicional enfrentamiento entre proletarios y propietarios de los medios de producción, sino que se definen por una contradicción social mucho más amplia en
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que participan, como fuerzas de la renovación, una variedad de grupos, sectores y clases sociales que escapan a la definición restringida de una sola clase privilegiada (de la revolución, noción que circuló y se impuso hace decenios, ya más de un siglo). Hoy la categoría de explotados es mucho más amplia que la restringida del proletariado. Otro de los motivos detrás de la severa devaluación de la democracia liberal es el hecho de que Occidente (pero llamémosle por su nombre: el imperialismo capitalista) impuso durante decenios (y más), en multitud de países (desde luego en América Latina), a dictadores y tiranías que decían “defender” el “Mundo Libre”. Vemos hasta que punto las mistificaciones y el cinismo, y los intereses económicos y políticos, en el marco de la “Guerra Fría”, negaron a veces brutalmente los valores reales de la democracia liberal y de qué manera se deterioró entonces la imagen de esta democracia que ha sido tantas veces traicionada. En nombre de la democracia las grandes potencias cometieron durante decenios atrocidades sin cuento, implantando tiranías y derrocando y asesinando a gobernantes incluso elegidos democráticamente (entre otros, Salvador Allende), violentado los principios internacionales de no intervención y autodeterminación, además de que han manipulado abiertamente a los “representantes” electos, presionándolos y corrompiéndolos. Naturalmente no generalizo de manera indiscriminada sino, que se entienda bien, apenas dibujo y dibujo los trazos de una situación que no se ha corregido sino que, por otros medios, se amplía a diario en el mundo. Claro que algún vivo dirá que la famosa “democracia socialista” tuvo históricamente un destino más desastroso aún que la “democracia occidental”. Y tendrá razón en recordarlo, ya que en efecto fueron innumerables las crueldades que se cometieron en su nombre, independientemente de las razones que se invocaron para tratar de justificar las atrocidades. En realidad, encontramos en las dos versiones de la democracia moderna, sin establecer gradaciones, una tremenda falsificación de sus formulaciones y vocaciones originales, y una lamentable distorsión que no ha podido resistir la prueba de la historia. Como lo ha dicho en un libro reciente el analista estadunidense Michael Walzer: “Vivimos una verdadera mutación cultural e histórica..., la cultura democrática está en crisis y tiene problemas para sostenerse incluso en los países que la vieron nacer... Sí, se acepta el pluralismo, los derechos de la oposición, un sistema organizado para
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remplazar a los dirigentes, las libertades de asociación e imprenta... Y, sin embargo, vivimos una profunda mutación de los paradigmas que fundaron a la sociedad política en el tiempo de la Ilustración... Algunas de sus causas reales y profundas son el individualismo (egoísmo) contemporáneo y el estallido del contrato social fundante como efecto de la globalización económica: todas estas circunstancias parecen coincidir en la muerte programada de la democracia...” En el fondo, se habría dado durante varios decenios del siglo xx una situación de abandono y desorganización real de la “voluntad general”, que habría sido aprovechada por los poderes económicopolíticos de cada nación y al nivel internacional (sirviéndose también de los medios publicitarios y de la comunicación), para “vaciar” de contenido las ideas de ciudadanía y democracia (es decir, la “voluntad del pueblo” y la idea de los necesarios controles democráticos), procurando su eliminación de la vida política efectiva al mismo tiempo que se conservan la apariencia y los rituales democráticos, haciendo más sutil entonces el dominio de esos intereses. Hasta el punto en que la democracia liberal, que ha sufrido golpes tan demoledores, parece ahora atada a esos intereses, y por lo tanto sin posibilidad de renovación, de alternativas, de cambios realmente profundos. Una “democracia sin alternativas”: significa, en el fondo, la negativa a reconocer la voluntad ciudadana como la instancia última de decisión política. Y significa que no se modificarán en un ápice los aparatos de la dominación actual. “Se hace lo que se puede” —predican los voceros de la democracia liberal—, pero eso que se “puede” resulta siempre funcional a los intereses de los poderes existentes, a los que nunca se toca “ni con el pétalo de una rosa”. Más bien se les defiende incondicionalmente. Claro está que tal “democracia sin alternativas” se pregona y consolida abrumadoramente sobre la base de un enorme aparato publicitario y de comunicación. A diario, y por todos los medios, se repite que vivimos en el mejor de los mundos y que no hay lugar para las protestas, sino apenas para ciertas llamadas de atención que buscarían subsidiariamente corregir al sistema. Democracia sin alternativas y pensamiento único: son las formas de ser y comportarse en el sistema político, económico, social y cultural de este tiempo. Formas de comportamiento que parecerían sancionar a primera vista la tesis del “fin de la historia”. En realidad, trátase de una etapa más de la historia que, por encima de las apariencias, está lejos de haberse congelado. Y que invita precisamente al pensamiento analítico
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y crítico a encontrar, junto a la acción de los protagonistas prácticos de la historia, las alternativas y opciones que de todos modos ofrece el sistema que vivimos (la historia), que por debajo de su superficie supuestamente calmada, unívoca y unidimensional —bien controlada—, encierra mil y una contradicciones que explotan ya con diferentes alcances y dimensiones, en muchas, en todas partes del mundo. Resulta claro entonces que no puede hablarse de un “fin de la historia” que consagraría como definitivo al actual sistema económico del Estado liberal. Entre otras razones porque a su proyecto “homogeneizador” planetario se opone ya una creciente pluralidad social que se expresa de distintos modos, comenzando por una sociedad civil que genera organismos al margen de los gobiernos, capaz de actuar a escala internacional y dando lugar a agrupaciones profesionales y de servicios que procuran asociarse no únicamente en defensa de sus derechos tradicionales sino para ampliar su acción e influencia, entre otros espacios, en los medios de trabajo, en las instituciones académicas y de investigación, diseñándose, aun cuando sea de manera incipiente, las modalidades de una autogestión y una autoadministración crecientes. Las mismas tendencias se observan en las comunidades étnicas, en los municipios, en otras comunidades que avanzan hacia una especie de “democracia directa” que vincularía más estrechamente a los dirigentes con su base social, a los gobernados con los gobernantes. A estos ejemplos habría que sumar, sin duda, las corrientes democratizadoras, en ocasiones radicales, que luchan por el respeto a los derechos humanos, a los sistemas ecológicos, a las mujeres, a los niños, a los homosexuales, etcétera. Debe aceptarse igualmente que estas tendencias de lucha crecen y se fortalecen a diario, y que revelan la extraordinaria creatividad de una sociedad que no parece conformarse más con el actual sistema económico y con los moldes tradicionales de la representación y de la acción política, buscando formas mucho más activas y directas de participación y representación. Y todo ello a un nivel nacional e internacional en que se exige (y logra con frecuencia), audiencia y atención por parte de los representantes ejecutivos y legislativos de los gobiernos y de los organismos internacionales. Por tal camino “negativo “y de “rechazo” se procura, en un mundo que se autodestruye, recuperar el desarrollo de la vida individual y social que sitúe en primer término la solidaridad, la igualdad y la libertad, sin las subordinaciones que imponen los poderes actuales. Frente a la globalización neoliberal y sus contradicciones se busca-
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rían “reformular” algunas de las categorías fundamentales de la historia política de las últimas centurias, precisamente aquellas categorías que le han dado pleno sentido al principio de la democracia. Es verdad: aún hay un trecho importante para “saltar” del momento puramente negativo al positivo, del mero rechazo al momento positivo y propositivo. Pero en eso se trabaja ya, incluso teóricamente: en todo caso, la sociedad civil y sus organizaciones parecen anunciarse como uno de los principales, tal vez como el principal actor político del siglo xxi. Se afirma así un nuevo principio democrático que proclamaría una participación social ampliada en los asuntos que interesan a toda la comunidad, un principio democrático no solamente formal, sino profundizado y ampliado. Tal profundización y ampliación de la democracia sería el nuevo “momento” positivo del movimiento histórico. La contradicción de fondo se daría entre los intereses de una “lógica” de maximización de las ganancias y las necesidades básicas del individuo y la sociedad, incluyéndose una agenda política de transformaciones democráticas en que estaría a la vanguardia la necesidad de eliminar la miseria y la pobreza extrema de grupos, sectores, clases sociales, regiones e incluso continentes enteros. Tales transformaciones democráticas —ciertamente complejas pero posibles— negarían objetivamente el sistema imperante y aludirían al auténtico interés general de la sociedad. Todo lo anterior apunta a la génesis de posibles y tal vez necesarias transformaciones institucionales, originándose nuevos pactos sociales, nuevas relaciones de poder y nuevas relaciones entre lo público y lo privado, entre gobernados y gobernantes. En la dinámica social y popular de hoy se construyen paulatinamente las instituciones y las formas organizativas del mañana. Después de todo así ha sido siempre en la historia.
4. globalización y democracia Entre las características dominantes de la globalización neoliberal en manos de las corporaciones, encontramos que ha significado un dramático retroceso y devastación para las mayorías del planeta, al interior de las naciones y entre las naciones. Son abrumadoras las cifras que muestran la explotación y transferencia de capitales de las periferias del mundo al centro, demostran-
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do los destrozos de la actual organización económica, política, social y cultural. Tampoco me extenderé sobre algunas de sus notas características: radical apertura de fronteras para el comercio y la especulación financiera, la eliminación del Estado como factor de equilibrio e igualdad y de inversiones sociales, la difusión planetaria de los valores funcionales al mercado, el poder de las corporaciones nacionales e internacionales, que imponen sus intereses por arriba de los estados. Por lo demás la “abstención” del Estado en la economía, que postula la globalización neoliberal, es perfectamente selectiva: mientras se restringe su intervención en los países con menor capacidad los más fuertes hacen uso de ella a conveniencia. Por eso decimos que la globalización actual está en manos de los ricos, y que favorece sobre todo a los intereses del capital concentrado, sin la mínima atención a las negativas consecuencias sociales y culturales que ocasiona este aparato de dominación que ha montado la economía capitalista. La supuesta globalización de la riqueza se ha convertido de una verdadera globalización de la pobreza. El proceso del desarrollo capitalista y su globalización neoliberal presenta, desde el punto de vista político, la fórmula ideológica siguiente: a] economía de mercado; b] democracia liberal; c] revolución tecnológica. En esta triple oferta encontramos hoy la sustancia de la ideología y de las presiones que los países industriales ejercen sobre los periféricos, con el señuelo de que les harán llegar cuantiosos capitales y una expansión comercial de tal magnitud que les permitirá resolver sus ancestrales problemas. Encontramos así una radical modificación de la estrategia política de los países “centrales” después de la caída del muro de Berlín, proponiéndose ahora, en vez de la “contención” del mundo comunista, una operación de gran alcance en que el objetivo principal sería definir el mundo como uno de libre mercado y de democracia liberal. Por este camino se pasó de la contención a la expansión. Las formas del sistema económico que prevalece se manifiestan en todas las esferas de la vida, y también en la cultura que define un tiempo. La globalización actual está basada en buena medida en los avances científicos y tecnológicos y en la explosión de las técnicas y medios de comunicación, que representan ciertamente transformaciones irreversibles de la sociedad humana. Pero debe decirse que cuando la técnica adquiere esa influencia y poder sobre la sociedad en realidad tal poder está en manos de los económicamente más fuertes y de quienes controlan los aparatos políticos, económicos y de la
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comunicación (y las tecnologías para la producción y distribución de los bienes de consumo, y para la producción y reproducción de los sistemas de poder). Claro que este aparato económico y de poder sostiene que hoy no existe “otra salida”. Los llamados mass media, la propaganda de los gobiernos, y a veces el aval del seudopensamiento y de la seudociencia de algunos medios académicos, sostienen que no hay otra alternativa. Como si viviéramos un huis clos en que no cupiera otra conducta ni posibilidad de libertad diferente a los dogmas de la “nueva economía” y sus principios. Y, claro está, como si la democracia liberal fuera la única forma de organización política posible. Hoy comienza a verse con claridad el fracaso de ese intento de “pensamiento único”, “unidimensional”. Desde luego, ha estallado el choque entre la “lógica” del capital y la existencia de comunidades culturales, étnicas, históricas, que tienen memoria y procuran sustraerse a la homogeneización del mercado y del pensamiento. En la práctica, la pluralidad cultural se organiza alrededor de una combinación de experiencias pasadas y presentes, y tal cosa ocurre no solamente en relación con las identidades “culturales” e “históricas”, sino con la pertenencia a la clase social, al sexo, a los grupos religiosos, a las comunidades étnicas, a los grupos políticos y sindicales y, al límite, a las naciones mismas. Y a batallas específicas en favor del medio ambiente, de la igualdad, de la mujer, de los homosexuales, de los derechos humanos. Podemos ver entonces el papel innovador de los organismos y agrupaciones de la sociedad civil, y su papel democratizador en el mundo de hoy. Tales asociaciones han proliferado y contribuyen hoy activamente a la expansión de los movimientos democráticos, y no tienen solamente una incidencia de carácter social y económico, sino política: significan hoy, en muchos casos, uno de los principales impulsos de la democracia local, regional y aun nacional, y de la “recuperación” de la comunidad como base de convivencia y de desarrollo cultural, pero además como plataforma de decisiones políticas. Desempeña hoy la sociedad civil el papel que hace más de dos siglos jugó el llamado Tercer Estado, del cual dijo el Abate Sieyés que “no era nada pero aspiraba a serlo todo”. Y no únicamente las organizaciones civiles y las etnias sino también los sindicatos y determinados partidos políticos o corrientes dentro de ellos que se suman ya a las diversas formas de movilización y resistencia en contra de la globalización neoliberal.
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Se ha dicho que las víctimas de la Tercera Revolución Industrial se cuentan por millones de trabajadores que son sustituidos por máquinas más eficientes y rentables. El desempleo crece y los ánimos se encrespan, atrapada la sociedad en la voluntad de las empresas de incrementar los sistemas productivos y la competitividad, con la exclusión de la fuerza de trabajo “sobrante”. Pero hoy se desarrolla un hecho nuevo: las “redes” organizadas de la sociedad inician un combate que es cada vez más anticapitalista y, en ocasiones, específicamente socialista. Se asume una posición crítica ante la idea de que el “destino” de la sociedad y del hombre están fatalmente en manos de “aparatos impersonales”, que vacían de toda función histórica al hombre y a la sociedad. La idea de la recuperación de la historia, de la economía, de la política y de las formas sociales y culturales, vuelve a estar a la orden del día. Cada vez hay más lucidez de que el mundo “reificado” de hoy debe ser tomado en propia mano, de manera democrática. La idea del socialismo y del marxismo, que muchos consideraron liquidada con la caída de los “socialismos realmente existentes”, vuelve a tomar vigencia, si bien con los elementos que definen la situación actual, ciertamente muy diferentes de la que condujo a esos “socialismos”. Las redes sociales que se organizan ayudan a mitigar los efectos más desastrosos del abandono económico, y se convierten también en grupos de denuncia y demanda. Y ayudan a cerrar la “brecha” entre las carencias sociales y las agencias gubernamentales. Hoy resulta inconcebible, en cualquier lugar del mundo, la participación política y democrática sin la acción de tales “redes” plurales de la sociedad. Aunque su inmediato significado es muchas veces de carácter social y económico, se afirma también crecientemente su significado político e intelectual, que contribuye ya a la profundización y extensión de la democracia moderna. Una democracia que procura trascender la crisis de la democracia liberal, un sistema que ha olvidado sus orígenes subversivos y se encuentra reducida a meros procedimientos técnicoelectorales. Procedimientos también manipulados por las nuevas élites del poder político y económico, subordinándolos a sus intereses. Las categorías de igualdad y solidaridad (o fraternidad), y el significado original emancipatorio de la democracia moderna, se niegan en los sistemas contemporáneos de democracia liberal. Superficialmente se denominan hoy democráticas a sociedades profundamente desiguales e inequitativas. La noción de igualdad se ha desvinculado del principio democrático. Otro tanto ocurre con las nociones de fra-
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ternidad-solidaridad y emancipación. En sociedades individualistas como las nuestras, en las que impera el principio de la competencia, la fraternidad-emancipación resulta una idea extraña y arcaica. Las categorías de libertad, igualdad y fraternidad-solidaridad, y su complemento emancipatorio, apuntan en su versión radical a la supresión de la explotación y de la dominación de unos hombres sobre otros. Tal significado original ha sido silenciado en las democracias liberales contemporáneas. El factor que prevalece es el de la competencia y la libertad de mercado. Las desigualdades, la explotación, la dominación y la vida alienada son “subproductos” circunstanciales que se consideran “irrelevantes” para la sociedad en general. Se habla del desarrollo de las naciones en términos macroeconómicos pero no en términos concretos, de vida efectiva de los pueblos. Por lo demás, debemos admitir que la globalización como fenómeno de interrelaciones e intercomunicación planetaria, es un proceso irreversible. Resultaría ingenuo encerrar hoy a los países dentro de sus fronteras y mantenerlos aislados. Lo que sí resulta reversible es la dirección y el sentido que ha cobrado la globalización de corte neoliberal impuesta, bajo los intereses hegemónicos del capital concentrado de los monopolios y los especuladores. Lo que sí es posible y necesario modificar es la estructura de poder y de dominio que se ejerce en la actual globalización. Es probable que esta globalización se expanda todavía durante un tiempo (limitado por crisis recurrentes), pero inevitablemente seguirá originando muy graves contradicciones: desempleo, pobreza, exclusión, reducción de la capacidad adquisitiva y también nuevas transformaciones tecnológicas que generarán alguna oferta de trabajo, pero muy distante de la demanda real de empleos. Entonces será cada vez más difícil que los gobiernos sean los exclusivos “gestores” del desarrollo económico y social. La legitimidad de las agencias gubernamentales está en rápido deterioro: las contradicciones se profundizan. La función histórica del Estado parece rebasada por la sociedad, que postula mayor democracia y justicia social. Esa tendencia es germinal pero mañana se desarrollará como una avalancha, con una intensidad y bajo formas difíciles de prever. En un libro reciente dice Alain Touraine que existen en la actualidad dos formas de “rebelión” y “protesta social”. La primera, más tradicional, tendría un significado exclusivamente “político”: el cambio de las estructuras de dominación y poder; la otra tendría un significado predominantemente “cultural” y “social”. La primera, en los procesos de cambio, otorgaría preferencia a los partidos políticos
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y a sus programas; la segunda sería más “espontánea” y “cultural”, más “autónoma” respecto a las organizaciones formales con explícitas ideologías. La primera tendría que ver directamente con el poder, la segunda con la sociedad. Para Touraine, ambas tendencias habrían sido históricamente contradictorias y excluyentes. Nosotros pensamos, por el contrario, que en las transformaciones que exige la actual sociedad capitalista ambas tendencias son complementarias, que están en proceso de convergencia y que se corresponden e incluyen, con otras formas de acción que aparecerán en el futuro. El hecho es que hoy resulta difícil pensar que los necesarios cambios vendrán “exclusivamente” de una instancia política, sea un partido, una clase privilegiada o el Estado. La fuerza de la movilización social y de los organismos de la sociedad civil también resulta decisiva, y a la misma se suman ya organizaciones de trabajadores e incluso ciertos partidos políticos, o tendencias dentro de éstos. Los cambios futuros (que son cambios en proceso) se realizarán inevitablemente sobre “varios pies”: sobre el apoyo de los movimientos sociales, incluidas las organizaciones obreras, que rechazan la actual condición económica del mundo, y sobre el apoyo de aquellos partidos políticos que comprendan efectivamente la situación y se sumen a las demandas sociales más generales. Tal es hoy la “matemática” de las transformaciones necesarias, y sostenemos que sólo en esa combinación (que incluye a lo político y a lo cultural, a los partidos y a las organizaciones cívicas y sociales) podrá tenerse éxito, lográndose una democratización más profunda y extensa que la postulada por la democracia liberal. Democracia que ha sido secuestrada por las élites y los grandes intereses y que se manipula a espaldas de las reales necesidades del pueblo. Cada vez resulta más evidente la separación entre la sociedad y el Estado, y la suplantación de la voluntad popular por élites que capturan en su beneficio el conjunto de las funciones del Estado. Los conceptos se vacían de su significado ético y la real politique cubre con un manto de disimulo las acciones de los más ricos y opulentos. La democracia que resulte de los fuertes movimientos sociales de nuestros días ha de “trascender” la simple organización democrático liberal del Estado. Esa democracia radical y sustantiva ha de orientarse a lo que hoy parece imposible: que el conjunto de los logros científicos y tecnológicos de la humanidad, que los recursos históricos de la sociedad, asuman otra función que la de maximizar las ganancias de las corporaciones. Tal democracia deberá resolver los problemas de
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la pobreza extrema y satisfacer las necesidades de educación, cultura, salud, abrigo y vivienda del mayor número de habitantes de cada nación y del planeta. Tal es la gran batalla política y social de estos tiempos, que es también una batalla cultural y moral. Contribuir a esa lucha y toma de conciencia es hoy, a mi entender, una tarea decisiva de los intelectuales. Desde el punto de vista intelectual surge la pregunta: los efectos negativos de la globalización neoliberal ¿serán resueltos dentro de la lógica del actual sistema económico de maximización de las ganancias. Tal divisa se ha convertido en una de las más perversas leyes del comportamiento humano. Por eso sostenemos, al contrario, que la globalización debe cambiar de signo y considerar en primer término un desarrollo humano que sea capaz de eliminar las injusticias, desequilibrios y miseria que afectan cruelmente a grandes sectores sociales de todos los continentes. En una democracia radical debería existir igualdad de acceso no sólo a los recursos materiales para el autodesarrollo y participación en la toma de decisiones en los campos social, cultural, político y económico. La radicalización de la democracia supone la redistribución del poder y el desmantelamiento de las instituciones que consagran la desigualdad, la explotación, el sexismo, la homofobia, el racismo. Pero en una época en que el poder transnacional se identifica con el capital financiero, las corporaciones y los centros de la economía globalizada, la democracia radical no puede limitarse a lo local y regional, sino que ha de tener un impacto y un alcance internacionales. Una estrategia real para la erradicación de la pobreza no puede consistir exclusivamente en la discusión de “lo que debe hacerse”, sino que exige una ardua lucha política para asegurar que las medidas indispensables se hagan efectivas. La lucha en contra de la pobreza en los países y en el mundo requiere de la participación política de la ciudadanía y de agrupaciones de la sociedad civil, no sólo para formular teóricamente las políticas adecuadas sino para que se tomen las pertinentes medidas legislativas. Por eso postulamos una efectiva profundización y ampliación de la democracia que permita garantizar la legitimidad del Estado según su capacidad real para resolver los problemas sociales, para movilizar y ser movilizado en la lucha por una sociedad más justa. El objetivo de la democracia radical sería, en libertad e igualdad, hacer posible la reproducción de la vida para todos en las mejores condiciones posibles. La crítica de la democracia liberal tiene un
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fundamento político y ético. Y esa sustancia ética se refiere al reconocimiento del “otro” y de los “otros” como sujetos dignos, autónomos y libres. Tal reconocimiento, que es un reconocimiento político y ético, hace posible esa crítica porque en la democracia liberal hoy se han desconocido y excluido el “otro” y los “otros” como reales sujetos vivientes, propiamente humanos. Sólo se reconocen como sujetos del mercado electoral y como potenciales sujetos de un voto a ganar publicitariamente. No, la reivindicación y emancipación a que tiende la democracia radical y participativa es la plena dignidad del “otro” y de los “otros” como seres humanos vivientes, que en el fondo es el motivo último y único de toda política democrática digna de ese nombre. Y de toda política, sin más. Por supuesto, el cambio de dirección de la globalización exige que se amplíen los lazos de la solidaridad internacional, buscándose alianzas y librándose batallas en diversos frentes y niveles de la sociedad civil, entre partidos políticos y aun estados que luchan por encontrar una vía diferente de desarrollo, un distinto modelo económico y político que el impuesto por los poderes centrales de la economía, las finanzas y el poder político. Se trataría de ir de la globalización neoliberal que vivimos a una globalización realmente democrática y fundada en la participación. Si no ocurriera esa necesaria transformación del mundo por la vía política y de las reformas profundas, se producirán inexorablemente brotes de violencia cada vez más intensos, hasta convertirse en imparables, en una nueva ola que cambiará y destruirá bruscamente los fundamentos actuales de la explotación humana.
5. sociedad civil y democracia En la discusión sobre la crisis de la democracia liberal y las posibilidades de una democracia más profunda basada en las iniciativas sociales, surge inevitablemente la cuestión de la “sociedad civil”. Vale la pena detenernos en el concepto. No deseamos discutir aquí la evolución de tal idea. Simplemente diremos que hoy se considera como una categoría opuesta al carácter público del Estado y precisamente como “otra” esfera de actividad en que se preservan las libertades individuales y de asociación, que frecuentemente rechaza y obstaculiza el Estado, por su carácter opre-
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sivo y dominante. Desde este ángulo, la sociedad civil es una esfera autónoma respecto al Estado en la que se subrayan las libertades de asociación, la conducta en común: la sociedad civil sería precisamente un campo plural y de diversidad que escapa a los objetivos del Estado que pretende homogeneizar a la sociedad y configurarla a su imagen y semejanza. Norberto Bobbio, el conocido estudioso italiano, nos dice que la sociedad civil “engloba el conjunto de la actividad organizada de la sociedad, pero precisamente aquella que no se realiza por medios coercitivos o bajo la amenaza de la coerción del Estado”. Se trataría “de una actividad privada y no pública, puesto que no proviene de la voluntad del Estado”. Para Bobbio, la sociedad civil “es la esfera de las relaciones entre individuos, grupos y clases sociales que se desarrollan fuera de las relaciones de poder que caracterizan a las relaciones estatales”. Sería un “cuerpo social” autónomo que no se identifica con el Estado. El reclamo básico de la sociedad civil es entonces antiestatista y libertario. En este aspecto, la sociedad civil se opone al carácter opresivo del Estado organizando resistencias y presiones sobre el mismo Estado para obligarlo a respetar las libertades sociales y ciudadanas. Sostiene las libertades y derechos de la sociedad a organizarse sin obstáculos por parte del Estado, defendiendo en primer lugar las libertades de asociación y la autonomía de sus iniciativas. Este “nuevo” concepto de sociedad civil celebra y refuerza por definición la pluralidad y diversidad de la sociedad: la diferencia. En tal enfoque hay una doble crítica: al Estado del liberalismo, porque considera que ejerce esencialmente un autoritarismo que limita las libertades ciudadanas, pero también a la izquierda (también de origen marxista) que habría olvidado la importancia de las iniciativas y autonomías sociales, la esfera de una vida ciudadana y de ejercicio de la democracia “más allá” del Estado. Resulta extraordinario que esta idea de sociedad civil fue seguramente el arma crítica más poderosa a la dictadura del Estado en los “socialismos realmente existentes” y a su negación de las libertades. La sociedad civil en esos países, en Polonia sobre todo, fue el fundamental ariete que condujo a su desmantelamiento. Solidaridad se opuso al Estado y al partido, y fue sin duda el movimiento social más poderoso que contribuyó a la liquidación del régimen anterior. En la medida en que en los estados del “socialismo real” todos los actos eran públicos —entraban en la esfera regulatoria del Esta-
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do— la sociedad de esos países reivindicó enérgicamente su autonomía y la esfera libertaria de sus decisiones. El carácter compacto del Estado “socialista” se resquebrajó precisamente por los ataques frontales a su estructura monolítica, a su esencial carácter totalitario. Su poder compacto de una pieza se hizo trizas precisamente cuando se “contestó” (cuando fue atacada) la función abarcadora de lo público y lo privado de aquellos estados, es decir, con su ambición y práctica totalizadoras. En Occidente la situación es distinta: las luchas de la sociedad civil se inscriben en los proyectos “antisistémicos” en la medida en que afirman espacios de libertad y autonomía, pero sobre todo porque “desorganizan” el proyecto homogeneizador del Estado (y, a través de esa acción, los proyectos estandarizadores y homogeneizadores de los consorcios y de los centros del poder económico). En tal sentido, aun cuando sea parcialmente, los “nuevos movimientos sociales” se enfrentan a la “lógica totalizadora” del capital, que busca exclusivamente su reproducción, su acumulación acelerada. Pero el gran problema y limitación de las acciones “antisistémicas” y “contestatarias” de la sociedad civil —que primordialmente persiguen espacios de autonomía y libertad— radica por un lado en su ausencia, al menos provisional, de perspectivas más amplias (incluso organizativas) acerca de la “sociedad posible” que se quiere, y también muchas veces en el “olvido” de que el sistema (capitalista) en cuanto tal controla y define al conjunto de las relaciones sociales. Se trata, no obstante, de un movimiento universal en proceso de maduración, que cada vez asume de manera más clara el análisis crítico y radical de las relaciones de producción y de explotación que el sistema capitalista impone a la sociedad. Ello precisamente en el tiempo de la globalización. Es verdad: apelar a la sociedad civil y a su militancia como elementos dinámicos del cambio tiene un contenido esencialmente “libertario” (en contra del carácter opresivo del Estado), aunque debe reconocerse que cada vez más, por ejemplo en las sucesivas reuniones de Porto Alegre, se considera como fundamental en el análisis y en la práctica de este movimiento “antisistémico” el carácter opresivo y explotador del capitalismo en la sociedad de nuestros días. En otros términos: podría sostenerse que la izquierda tradicional subrayó el carácter opresor del poder político olvidando el carácter liberador que significó en varios sentidos el Estado liberal. Las nuevas tendencias que exaltan el carácter “contestatario” de la sociedad
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civil subrayan el carácter opresivo del Estado pero frecuentemente olvidan las relaciones opresivas y explotadoras que impone el sistema capitalista a la sociedad civil en su conjunto. En realidad, debe aclararse rotundamente que la diversidad y pluralidad de la sociedad civil hoy no significa per se la fragmentación del sistema capitalista. No, éste es esencialmente unitario, y procura imponerse al conjunto social: la sociedad “soñada” del capitalismo sería una compacta y plenamente estandarizada y funcional a sus intereses, a través de los valores que difunde abrumadoramente la economía de mercado. Este “ideal” fue retratado, por ejemplo, en El mundo feliz de Aldous Huxley, pero por fortuna jamás se realizó plenamente salvo en ciertos momentos trágicos: los del fascismo. En el mundo real la sociedad escapa venturosamente, en alguna medida, a la pretensión homogeneizadora de la economía de mercado, y en la práctica genera contradicciones “desorganizadoras” de esa pretensión. En los procesos de la vida real se afirman la pluralidad y las contradicciones que rompen en varias dimensiones el carácter compacto del sistema. Este último es un objetivo y un “ideal” que no se cumple, que continuamente se frustra. Procuramos valorar la importancia de las acciones disidentes y contestatarias de los nuevos movimientos sociales. Pero el núcleo de la democracia más profunda que postulamos —la expresión política de la heterogeneidad social— ha de reflejarse también como democracia radical en el Estado, en las instituciones políticas. La sociedad diversificada de hoy ha de reflejarse en un Estado “nuevo” que admita por principio la heterogeneidad social. El Estado ha de abandonar entonces su proyecto cerrado homogéneo —de imposición estandarizadora—, para convertirse en un Estado abierto que dé plena cabida a los reclamos diferentes de la sociedad. La “nueva” democracia ha de ser la democracia de lo múltiple y no de lo unitario. Debe decirse igualmente que las luchas de la sociedad civil por la democracia ofrecen diferencias en la sociedad industrial avanzada y en los países que podríamos llamar en “transición hacia la democracia”, como México. Aquí continúa luchándose por un Estado de Derecho y por la puntual aplicación de la ley, y estas luchas son también sin duda progresistas. Pero debe también decirse que la lucha por la democracia de ninguna manera es excluyente de luchas más radicales de carácter “emancipador”. En realidad unas y otras son necesarias y se complementan. Las batallas por la emancipación humana y social pasa también por las batallas a favor de la democracia,
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y éstas no llegarán a buen puerto si no se avanza en la perspectiva de las transformaciones sociales y económicas más profundas. En países como el nuestro hay luchas viejas y nuevas por la democracia, sin que pueda olvidarse nunca el carácter explotador que unas clases ejercen sobre las otras. Jamás debiera olvidarse que los verdaderos espacios de libertad sólo podrán alcanzarse cuando se elimine la opresión del aparato estatal por arriba de la sociedad (la conquista democrática), pero también cuando desaparezca la opresión explotadora y dominadora que el actual sistema impone a la sociedad en su conjunto.
II. POR UNA NUEVA IZQUIERDA
1. hacia una nueva izquierda 1] Después de la caída del Muro de Berlín y del colapso del “socialismo realmente existente” la izquierda en todas partes se encontró sorprendida y sin orientación. No porque toda la izquierda se definiera por los principios de un “socialismo” burocratizado, corrupto e incapaz de sostener sus promesas históricas, sino porque inevitablemente ciertas referencias históricas que parecían inamovibles se colapsaron de la noche a la mañana. Por otro lado, el ímpetu de la “nueva economía” liberal parecía (en su propaganda) iniciar una etapa de la historia de progreso sin parangón; una etapa que supuestamente borraría las contradicciones más agudas del capitalismo llegándose a un “fin de la historia” en que se avanzaría sin graves sobresaltos. 2] Por supuesto, no fue necesario esperar demasiado tiempo para que se hicieran evidentes las falacias que encerraba el “nuevo” curso de la economía y la historia. Pronto resultó transparente que el neoliberalismo y la globalización en su forma dominante originaban contradicciones incluso más agudas y aceleradas que las de la anterior etapa del sistema, que había atenuado ciertos excesos de la explotación y que no había olvidado por entero la “cuestión social”. El Estado benefactor y algunas de sus instituciones, que ahora se liquidaban, disminuyeron relativamente los efectos extremos de un desarrollo y de una expansión capitalista que se ensañaba con los pobres. Ciertas medidas redistributivas aspiraron a acotar las consecuencias más destructivas del sistema, y precisamente ellas resultaron el primer objetivo a eliminar: la “nueva” economía liberal buscaba urgentemente incrementar la tasa de la ganancia y no toleraba ningún freno, regla o límite a su acción expansiva. 3] Ahora se repite con frecuencia, por los publicistas del neoliberalismo que, “en realidad”, la pobreza y la polarización social son producto de la etapa anterior de la política y la economía (populista, [26]
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estatista, proteccionista y retórica), y que la “nueva” economía estaría ya corrigiendo esos extremos negativos. Si aún hay problemas es por la razón —se dice— de que aún no se hayan cumplido hasta sus últimas consecuencias las prescripciones del neoliberalismo. Pero los datos en mano —de Naciones Unidas y de la cepal— indican precisamente lo contrario: la globalización neoliberal, en sus veinte o más años de funcionamiento generalizado, muestra una dramática concentración de la riqueza, al nivel internacional y al interior de las naciones, y una no menos dramática ampliación de la pobreza en prácticamente todos los continentes y países. Infinidad de estudiosos, instituciones y sectores sociales —incluso las agencias internacionales como las señaladas y otras— reconocen como evidente la tremenda polarización económica y social que impera en nuestros días. (Véase, entre otros documentos, los Informes sobre el Desarrollo Humano de Naciones Unidas.) 4] Todo indica pues que, lejos de atenuarse, las contradicciones del capitalismo y su indeclinable “esencia” que busca maximizar la ganancia a través de una plusvalía también acrecentada, sin la mínima preocupación por la exclusión social, la pobreza y los desequilibrios que origina, continúan tan vivas como siempre, o más aún, si se quiere, ya que la preeminencia del capital financiero impone sus reglas sin una mínima sensibilidad en cuanto a las realidades de la historia. A partir de esta situación, ha de admitirse no obstante que la crítica al capitalismo y a su funcionamiento, en nombre de la vida y de las posibilidades de un desarrollo más justo y equilibrado, han reaparecido en el mundo con fuerza irresistible. Por supuesto, se han elaborado ya multitud de trabajos teóricos que examinan en profundidad las contradicciones económicas del sistema en la nueva situación y en sus variadas manifestaciones en el ámbito político, pero también en el social, cultural y en el plano de la informática y de las comunicaciones, y por lo que hace a sus impactos en materia de derechos humanos, derechos de las minorías étnicas, sistemas ecológicos, etcétera. La fuerza crítica de la teoría social de la izquierda confirma su capacidad, con la condición de que abandone definitivamente los clichés del pasado y vea con espíritu original y penetración las condiciones de la nueva civilización que vivimos. Únicamente así podrá irse logrando en un trabajo teórico colectivo el diagnóstico de la actual situación, encontrándose los caminos de la práctica (movilización, militancia, organización) que abran las avenidas de la indispensable transformación social.
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5] Exigencia de un renovado ejercicio teórico en profundidad, y de la discusión abierta de una (o varias) praxis convergentes: he allí los desafíos que debe cumplir, que debe ir cumpliendo una izquierda nueva, a la altura de los tiempos, que responda a las necesidades sociales de hoy y que por su flexibilidad e imaginación sea capaz de lograr amplia penetración social, encarnando necesidades sociales que esperan expresión y que son la directa causa de nuevas y originales formas de militancia, de movilización, de influencia política, de organización. Caída del Muro de Berlín y colapso de los “socialismos realmente existentes”, pero también, simultáneamente, colapso y pérdida de vigencia de una variedad de principios y “verdades admitidas” por la izquierda más tradicional, que se han convertido en cosa del pasado. La “nueva izquierda” (o el “nuevo socialismo”), no será a menos de que se abra a pensar de nuevo y radicalmente el carácter y rasgos definitorios de la civilización de este tiempo y su funcionamiento, y a examinarlos críticamente pero con la mente, el espíritu, la inteligencia abiertos. Es preciso volver a reflexionar y volver a ver, a escuchar, a sentir, abandonando los anteriores clichés y penetrando en las realidades actuales, imaginando el nuevo futuro. Es ineludible reconstruir y volver a comprender y a proyectar. A la urgente necesidad de esta reconstrucción contribuirá decisivamente la tradición histórica y teórica del socialismo, pero no simplemente para “manipular” los encuentros del pasado aplicándolos forzadamente a la interpretación de los nuevos hechos, sino para considerar su “nervio” y sentido actuales y edificar las posibilidades del nuevo mundo que realistamente pueda surgir en el futuro. Repito: este trabajo necesario y urgente ha de ser cumplido colectivamente, con la aportación de muchos, con el concurso de diversas experiencias e inteligencias, en un esfuerzo que no será nunca meramente individual. 6] Aquí nos limitaremos a dejar unas notas sobre las tres cuestiones siguientes, que nos parecen fundamentales: a] La del “nuevo sujeto” de las transformaciones sociales, las reformas y la revolución; b] La de la democracia en el horizonte de la izquierda y el socialismo; c] La del mercado en el socialismo: sus necesidades y límites. A] Tal vez una de las ideas que son ya insostenibles, y que provienen del socialismo “clásico”, es la de asignar al proletariado el papel único, exclusivo y privilegiado de las transformaciones sociales. Desde
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finales del siglo xviii, pero sobre todo a lo largo del siglo xix e inicios del xx, la revolución industrial “promovió” la aparición de esa nueva clase social que pagaba colectivamente los tremendos costos humanos de la nueva economía y del nuevo desarrollo, apenas beneficiándose con ellos. Con abundantes razones, Marx pensó en su tiempo en el proletariado como la clase “elegida” de la revolución y de la negación del mundo que debía imponerse, como el protagonista por excelencia de las luchas que refutarían prácticamente al capitalismo, y también como el “portador” de la nueva sociedad que surgiría de ese movimiento revolucionario de la historia. La clase obrera industrial se afirmó teóricamente como el “sujeto por excelencia de la revolución”. La clase radicalmente explotada habría de liberarse a sí misma y, en el mismo movimiento, liberar a la sociedad entera de las alienaciones y subordinaciones impuestas por el sistema. De tal razonamiento se desprendió el corolario de que el partido de la revolución resultaba, también por definición, un partido identificado plenamente con la clase obrera, el único capaz de expresar sus necesidades y reivindicaciones. Partido del proletariado y clase obrera: dos términos del mismo movimiento histórico llamado a trascender la situación imperante. Que fue penetrante el análisis de Marx lo prueban las batallas del proletariado durante casi dos siglos. Hoy, sin embargo, en los inicios del siglo xxi (y aún antes), considerando las tremendas transformaciones que ha vivido el capitalismo y la sociedad contemporánea —y, por supuesto, con la experiencia que proporciona el ascenso y caída de los “socialismos realmente existentes”—, parece imposible sostener que el proletariado es la exclusiva clase de la revolución. Las más diversas experiencias excluirían hoy esa opción cerrada, sin ir más lejos por la complejidad y pluralidad que, dentro del capitalismo, alcanzó la sociedad actual, alejándose tremendamente de las confrontaciones y contradicciones simplemente bipolares. En este punto, para decirlo sintéticamente, nos acercaríamos más bien al análisis de Antonio Gramsci sobre las sociedades complejas y sus posibilidades revolucionarias, tan diferentes a las sociedades en que tuvieron lugar, ya en el pasado, las primeras tomas del poder por los partidos del proletariado. En una apretada reflexión diríamos que la sociedad se ha diversificado tremendamente y que resulta imposible el éxito de las transformaciones a partir de un exclusivo centro encarnado en un partido político, en una ideología o en una privilegiada clase social. La red horizontal no solamente de los intereses sino de los trabajos y servi-
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cios diferenciados, con sus contrastadas visiones culturales, la influencia que ejercen (para bien y para mal) los medios masivos de comunicación y la informática, las múltiples mediaciones que ejercen los poderes económicos y sociales, al interior de las naciones y en el ámbito internacional, plantean de manera radicalmente distinta la cuestión de las transformaciones. Podemos decir, para no ir más lejos, que hoy los explotados, marginados y “condenados de la tierra” son muchos en la escala social y pertenecen a diferentes estratos y “clases” de la misma: hoy el sujeto o motor de la revolución son variedad de grupos de la sociedad —al límite: la sociedad entera— y no solamente una de sus clases o sectores. Por otro lado, también parece excluirse definitivamente el “instante” de la toma del poder y favorecerse en cambio un proceso de transformaciones graduales en el tiempo, en que se combinan y complementan las reformas “reformistas” y las reformas “revolucionarias”, en una espiral ascendente de apoyos mutuos, de nuevas perspectivas que se abren y ensanchan, de nuevas revisiones y correcciones y de profundización de cambios que anunciarían la sustancia de la nueva sociedad. “Sociedad nueva” que nunca sería un punto fijo de llegada sino siempre un proceso de avances, correcciones, pruebas y experiencias provisionales en cuya dinámica correctiva deberá florecer (siempre de manera original) la libertad, el desarrollo, la igualdad. Proceso, por cierto, que ha de tener como núcleo de propósitos últimos la “realización social e individual”, negada por la mecánica del capitalismo cuyo signo único continúa siendo el de la maximización de la ganancia en el menor tiempo posible. (Y negada también, sobra decirlo, por los “socialismos realmente existentes”.) Nuevo bloque histórico hegemónico que es preciso ir construyendo en sus plurales combinaciones, que no son únicamente políticas y que se asientan en un solo partido, sino que han de construirse también en lo cultural, en lo ético y en lo económico con la participación de muy diversos grupos y clases sociales que han sido excluidos e ignorados por el capitalismo y la globalización neoliberal reinantes. Los explotados se cuentan por legión; los explotadores continúan siendo un núcleo relativamente reducido. De aquí se desprendería un corolario de la historia actual, que debe revisarse continuamente: la política, y el proceso de decisiones sociales relevantes, sufre un lento e inexorable “traslado” de los viejos centros de poder (el Estado y su variedad de instituciones, incluidos los partidos políticos) a las organizaciones cívicas y políticas de la so-
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ciedad, que gradualmente cobran mayor influencia y relevancia en la toma de decisiones. Debe examinarse permanentemente esta dinámica, pero sin olvidar que el “total” del movimiento apunta hacia una democracia radical que ahora sería una de las avenidas más amplias hacia la liberación, y que por supuesto no excluye las prácticas autogestionarias. El neoliberalismo y la globalización en su forma actual han planteado irreversiblemente la crisis del Estado y de la democracia liberales. La lucha por una democracia radical y por centros autónomos y autogestionarios se identifica hoy con las batallas por el socialismo y las convierte en uno de sus objetivos primordiales. B] Puede decirse entonces que la nueva izquierda y el nuevo socialismo han de luchar por la plena realización de los principios democráticos, por una democracia radical, entendiendo por ésta una democracia que trascienda los límites y la crisis de la democracia y el Estado liberales. Una democracia eminentemente participativa que considere como esencial la categoría de igualdad, no solamente ante la ley sino en el plano social, económico, cultural, como realización plena de la vida social e individual, colmada de oportunidades semejantes para todos. La crisis del Estado y de la democracia liberales han de ser motivo de examen teórico en profundidad, y el hallazgo de nuevas perspectivas democráticas deberá iluminar también la teoría y práctica de la nueva izquierda. Con una idea que subrayamos: a pesar de las distorsiones que ha sufrido en su historia la democracia liberal es preciso preservar los elementos igualitarios y antielitistas que también contuvo en sus orígenes. No se pueden negar u olvidar los principios de esta democracia (tachándola despectivamente, como se hizo antes desde la izquierda, de simple “democracia burguesa”), sino que es preciso respetar, asimilar e incluso transformar sus principios básicos, poniéndolos en práctica en su dimensión más radical y subversiva como defensa intransigente del Estado de derecho, como principios igualitarios y antiautoritarios y en contra de los nuevos núcleos de poder económicos y políticos, pero también como participación electoral transparente, como representatividad genuina, como defensa de los derechos humanos, etcétera. Por supuesto, la barbarie de los medios ha de ser desterrada y acotada en cualquier nuevo intento democrático de signo socialista. C] Otro de los rasgos de profunda obsolescencia de la vieja izquierda y de los “socialismos realmente existentes” es el de su definición
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sistémica con base en una planificación rígidamente centralizada. Hoy resulta evidente la imposibilidad de una centralización de tal naturaleza, que inevitablemente engendra privilegios, obstaculiza la democracia, acarrea desperdicios, detiene el desarrollo de las fuerzas productivas, reproduce las desigualdades y milita en contra de la justicia social. La planificación hipercentralizada y burocrática de los “socialismos realmente existentes” fue sin duda una de las causas decisivas de su fracaso y derrumbe. El tema debe ser discutido con mucha mayor amplitud, pero hay en la polémica al menos dos ideas básicas: ¿es posible la genuina planificación democrática? ¿Qué papel desempeñará el mercado en el nuevo proyecto de socialismo? En la discusión habría varias cuestiones previas a definir: por un lado, la impertinencia lógica y política de identificar mercado con democracia y libertad, como se pregona por los publicistas del neoliberalismo. Cuando se procede así se revela en verdad la “ideología” encubridora de los intereses económicos que motivan a los “luchadores por la libertad” y a los “predicadores de la democracia”: libertad para acumular y democracia que simplemente abre paso a los grandes intereses, consolidando su influencia política, económica y social, y convirtiéndolos en liquidadores de la genuina democracia. En realidad —así lo ha confirmado la historia última—, la identificación del mercado con la libertad y la democracia simplemente es una plataforma publicitaria y de lanzamiento para abrir nuevos espacios sociales y territoriales a las corporaciones. No obstante, parecería ineludible abrir un espacio al mercado, al menos en la llamada etapa de transición. Un mercado “acotado” que cumpla efectivamente con su papel de asignación más racional de los recursos y de los productos y que no signifique concentraciones que desarticulen el indispensable equilibrio de la nueva sociedad; un mercado que no sea mero reproductor del “consumismo” que conocemos. Un mercado limitado que no reproduzca las formas del “capitalismo salvaje” y que cumpla funciones distributivas y de creación de empleos. Un mercado que no destruya los sistemas ecológicos y que se subordine a las necesidades sociales básicas más generales. Idea ésta del mercado en la etapa de transición que debe ser considerado en sus efectos prácticos y revisado continuamente en sus efectivos alcances. He aquí, al menos, algunos de los temas y problemas que han de ser pensados hondamente en toda discusión actual sobre la “nueva
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izquierda” —sobre el “socialismo posible” hoy—, en México pero también en su significado universal.
2. la lucha por el futuro El derrumbe del Muro de Berlín significó una profunda crisis para la izquierda mundial. Habiendo fracasado el ensayo de los “socialismos realmente existentes”, ¿qué quedaba? Para algunos la opción misma del socialismo y, de manera genérica, las opciones de la izquierda, habían llegado a un callejón sin salida, o simplemente a su fin. ¿Tal cosa es verdad? Comencemos por decir que los motivos profundos de la crítica de izquierda al sistema de poder capitalista y a un mundo de explotación, marginación y exclusiones agravadas, sigue tan vivo y necesario como siempre, como siguen activas las fuerzas políticas de izquierda que postulan cambios —más radicales o no— al estado de cosas imperante. Y no sólo en México sino en el mundo entero. La vigencia de la “crítica de izquierda” al orden existente: una izquierda que va del marxismo a un conjunto de posiciones “antisistema” que no necesariamente se engloban en el socialismo o en la izquierda tradicionales, y que se alimenta de los extremos de pobreza y explotación a que ha llegado el “nuevo orden internacional” gobernado por los grandes centros de poder corporativo que ha erigido al neoliberalismo. Situación que pretende autojustificarse ideológicamente, precisamente a través de una ideología dominadora que no sólo abarca a lo económico sino que se extiende a lo político, a lo social, a lo cultural. Se destruyó (autodestruyó) el Muro de Berlín, pero en su lugar se estableció un orden internacional monopolar (bajo la hegemonía político-militar de Estados Unidos y, en lo económico, del G-7, para quienes sólo cuenta el interés privado, el sistema de libre cambio y de mercado y, en definitiva, el interés de las corporaciones) que ha sido capaz de instrumentar, además, para sus fines de dominación, la serie de revoluciones tecnológicas de los últimos tiempos, más recientemente la revolución de la informática, de los microprocesadores y de la comunicación instantánea a distancia. ¿Su resultado?: la implantación de un “orden internacional” que ha concentrado desmedidamente poder y riqueza, y que ha sido una eficiente fábrica de pobreza y exclusión, en todas partes.
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Contra tal dominación sigue viva y actuante una izquierda que ciertamente no concentra la “palanca” de las transformaciones y sus posibles beneficios, como hace unos años, en la “clase obrera” tradicional. En esto radica también uno de los fundamentales “cambios” del panorama político de las izquierdas después de la caída del Muro de Berlín. Hoy el “sujeto de la revolución” se ha ampliado extraordinariamente a diversos sectores sociales, a extensas y diversas capas de la sociedad que viven en carne propia (como exterminio y sufrimiento, como explotación y exclusión: terribles tributos a pagar durante la vida entera) la marginación y supresión que les impone una economía (y una política, y una cultura, los poderes hegemónicos de la sociedad actual) que beneficia privilegiadamente sólo a ciertas clases y grupos cada vez más reducidos, escuetos y concentrados. La economía —y la política, y los modelos sociales y culturales en manos del sistema dominante—, aspiran en definitiva a una sociedad homogénea y estandarizada, a una sociedad que se reproduzca “a imagen y semejanza” del mercado, de las ideas y valores en que se sostiene el sistema de los intereses y creencias dominantes. Esa “visión del mundo” aspira a ser total bajo el dominio del mercado y los principios económicos, políticos y culturales del “nuevo” liberalismo. Frente a esa visión “totalitaria” distintos grupos y sectores sociales se afirman como particulares y diversos. Y se sirven de distintos métodos y “tácticas” para combatir al mundo “homogéneo” y “uniforme” (el “pensamiento único”) que aspiran a imponer el neoliberalismo y los actuales sistemas de poder y dominación. Se trata de un conjunto de sectores que afirman la necesidad de defender los derechos humanos en general, otros el derecho de las etnias, otros más los derechos de la mujer o de los homosexuales, otros más los sistemas ecológicos, el pleno empleo, los derechos de los consumidores y de los deudores, y todavía quienes luchan por el respeto a un orden jurídico violentado y negado por la corrupción y el poder. También, sin duda, quienes continúan batallando por erradicar la pobreza y las enfermedades, etcétera, etcétera. Este abanico de movimientos sociales, que se multiplican y afirman en todas las sociedades a pesar del “designio” homogeneizador y estandarizador de los poderes establecidos, son por principio “antisistémicos”, más allá de la plena conciencia que puedan tener sobre su papel objetivo, o acerca de la real causa de los atropellos e injusticias (y de la explotación) en contra de los cuales luchan. Tales movimientos —y otros más— se han organizado casi siempre en ong y en una gran
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variedad de asociaciones cívicas y políticas de la más diversa índole. Su importancia hoy es universal y cobran cada día más influencia en el mundo actual. También en México, por supuesto. Entre estos movimientos “antisistémicos” habría que considerar igualmente —complemento y culminación, de alguna manera—, a los movimientos de trabajadores, en sentido amplio, que luchan no sólo por mejores condiciones de vida sino por una participación cada vez más amplia en la “gestión” de los centros de trabajo, en las instituciones sociales y académicas, y en la dirección política de regiones, territorios y localidades. Entre nosotros crece indudablemente la participación ciudadana en la gestión de los municipios. Estas agrupaciones y sectores que luchan por la autogestión de estructuras económicas, sociales y de poder representan “núcleos” de resistencia a los intereses establecidos y anuncian formas, ya en proceso, de una democracia radical, más profunda y extensa que las tradicionales formas de la democracia liberal. Una primera tarea fundamental de la izquierda en todas partes —también en México—, consiste en sostener la pluralidad y diversidad de la sociedad, en contra del proyecto homogeneizador de los poderes establecidos, y en apoyar plenamente la variedad de reivindicaciones (a veces de carácter general, otras sectoriales y sobre asuntos concretos) que surgen de la diversidad social. Este amplio, variado y poderoso conjunto de movimientos objetivamente “antisistémicos” encarnan hoy a la izquierda, son la izquierda contemporánea. Los partidos políticos de la izquierda han de definirse esencialmente frente a ellos y, desde luego, cumplen su “vocación” actuando (pero no de manera autoritaria, sino con su capacidad organizativa y de iniciativa, “desde abajo”) al lado de los conjuntos sociales que representan en nuestros días la negación de los poderes establecidos. Claro está, también han de batallar por hacer explícitas, teórica y prácticamente, las alternativas de organización social y política que busquen limitar e incluso cambiar de raíz la dirección de esos poderes. Su tarea es teórica y práctica, en una palabra: política. Una de sus funciones esenciales es sin duda la de “ilustrar” en los niveles teóricos y prácticos la estructura expoliadora del “orden establecido”, la de significar eventualmente la vanguardia de los movimientos “antisistémicos” de la sociedad y la de pensar (políticamente, es decir, activamente) las alternativas posibles, realistas, a ese orden. Tal sería la función primordial hoy de los partidos políticos de la izquierda.
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Hoy, resulta inconcebible un partido de izquierda aislado y aun alejado de las múltiples y variadas batallas de la sociedad civil. Su signo de izquierda se pondría severamente en entredicho. Y mucho más si su conducta, a la manera de los partidos tradicionales, se redujera a forjar élites de dirección que buscaran con exclusividad acomodos y ascensos en la estructura del poder. Una de las funciones por excelencia de la izquierda contemporánea consiste entonces en forjar amplias solidaridades sociales y partidarias. Solidaridades —en los planos nacional e internacional— que hagan posible la “subversión” del actual “orden”, cambiándolo de signo y de dirección para lograr un nuevo orden social en que prevalezca sobre cualquier otro criterio “la satisfacción de las necesidades del mayor número”. Cierto: la lucha por la democracia es una lucha central de la izquierda. Pero no por una democracia que se conforme con el espectáculo de las candidaturas y sus desplantes publicitarios (para elevar el rating) dirigidos a una sociedad que, en realidad, comienza a sentir indiferencia hacia ellos y aun desprecio, sino precisamente en favor de una democracia que complemente la “transparencia” y “equidad” de los procesos (que deben asegurarse y conservarse), pero sobre todo que impulse decisiones que favorezcan al mayor número, dirigidas a resolver las enormes carencias sociales existentes. La izquierda hoy lucha por el respeto a los principios democráticos “tradicionales” pero también, y más lejos, por una sociedad que ofrezca alternativas y oportunidades de desarrollo humano para todos. La lucha por la democracia, desde sus orígenes, estuvo regida por dos “esperanzas” de futuro: libertad e igualdad. En ambos campos se han logrado avances en los últimos doscientos años (al lado de monstruosas negaciones: las guerras coloniales e imperialistas, las cámaras de gas y los goulag, las violencias de la guerra fría, la masificación de la explotación bajo la globalidad neoliberal). Hoy, en tal sentido, deben completarse y culminarse las “promesas de futuro” que anunciaron los clásicos de la democracia y también, por supuesto, los clásicos del socialismo. La lucha es doble: en lo inmediato —el programa mínimo— por una democracia efectiva; y en ese proceso, estrechamente vinculado a lo anterior, por un futuro de mayor libertad e igualdad, en el sentido pleno de las palabras. Tal conjunto constituye la impostergable tarea de la izquierda en la actualidad.
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3. la izquierda: por una democracia radical Hay una evidente crisis teórica de la izquierda “clásica”, originada por las grandes transformaciones de la sociedad contemporánea. Hoy la sociedad es plural y heterogénea, y esto es primordial en cualquier intento de construcción de una nueva hegemonía. La consecuencia más importante es la modificación de la tesis de la lucha frontal entre las clases (propietarios de los medios de producción y proletariado) y su corolario práctico: la de un partido único que sería el agente privilegiado de las transformaciones revolucionarias. Visto el carácter plural y diversificado de la sociedad contemporánea habrían surgido básicamente dos tesis de remplazo: la primera diría que los “nuevos movimientos sociales” son un “mero” agregado o acompañante de la “lucha principal”, todavía anclada en el proletariado. La segunda tesis los vería como “sustitutos” del proletariado, como los nuevos y auténticos “sujetos” de los procesos revolucionarios (posición de Marcuse). Debe insistirse desde luego en que no existen más “sectores” o “clases sociales” privilegiadas en las luchas transformadoras. La experiencia histórica muestra que esas luchas son el resultado de complejas combinaciones de fuerzas sociales y políticas. En el aspecto práctico es necesaria la negociación y “alianza” entre esas fuerzas sociales y políticas y tal articulación requiere de un trabajo de militancia intenso y perseverante. Uno de los grandes problemas de ese trabajo político de articulación es el de encontrar su punto de convergencia unificador. Problema difícil pero no imposible, ya que no se trata de una dispersión extrema que haría imposible los esfuerzos unificadores. El capitalismo neoliberal ha globalizado también la posibilidad de la unificación. Lo digo de inmediato: el elemento unificador profundo hoy de las luchas revolucionarias, desde luego en México pero también a escala mundial, es la categoría de luchas democráticas por una democracia radical, la revolución democrática a que se refieren distintos pensadores y movimientos. Las luchas democráticas referidas no se limitan a la realización o vigencia de los principios de la democracia electoral y legal, aunque también los incluye. En México, tal ha sido hasta hoy el espacio privilegiado de las luchas democráticas, aunque no el único. Hemos avanzado en ese camino y las batallas democráticas han de continuar en la lucha por la profundización y respeto de la democracia electoral y legal (incluyendo una profunda reforma del Estado). Pero el objetivo unificador a que antes me referí no se limita a lo anterior.
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Resulta innegable que la democracia liberal vive hoy una irreversible crisis, cuyo fondo es su funcionamiento en el favor exclusivo de los pocos, de los privilegiados de la “nueva economía”. Por eso las luchas han de orientarse —principalmente— a radicalizar la democracia, a luchar por una democracia radical, integral. Es decir, a luchar por una democracia que no sólo asegure los principios de la democracia electoral, de la división de poderes y el federalismo, sino por una democracia que tienda a “desmontar” (o a “desestructurar”) los aparatos de la dominación vigente, de los poderes económicos y políticos actuales, puestos en práctica por un neoliberalismo que ha favorecido extraordinariamente la concentración de la riqueza, la extensión de la pobreza (la producción de más pobres sin horizontes ni futuro), el desempleo, la destrucción del medio ambiente, el abandono de necesidades sociales básicas (educación, salud, vivienda); que se ha propuesto, en suma, la privatización de la política y de la totalidad de las acciones sociales: la mercantilización de la vida. Se trataría, en síntesis, de “desmontar” o “desestructurar” unas relaciones sociales dominantes fundadas en la subordinación, en la opresión y en la explotación. Tal sería el objetivo básico de la revolución democrática radical, que hoy es objetivo revolucionario fundamental. El contenido de esa revolución es esencialmente igualitario. Pero en una lucha de tal naturaleza no es posible “separar” y menos “oponer” la lucha de clases a los movimientos sociales que caracterizan nuestro tiempo. Para todos, unos y otros —“clases” en sentido tradicional y nuevos movimientos sociales— la dominación y las opresiones que ha impuesto la “nueva economía” significan la pérdida del derecho fundamental de todo ser humano: el derecho a la vida. He aquí un concepto —y algo más que un concepto— capaz de unificar y ser el elemento catalizador de las luchas democráticas radicales. Las luchas de los trabajadores, pero también las luchas de los movimientos sociales, deben ser vistos como batallas complementarias y combinadas en contra de las estructuras de la dominación social y política prevaleciente. (Es significativo que Samuel Huntington, en un informe a la Trilateral, argumentara desde 1975 que las luchas por una mayor igualdad y participación social, como sustancia de las nuevas luchas democráticas mundiales, estuvieran convirtiendo en “ingobernable” a la sociedad contemporánea.) La revolución democrática de nuestros días ha de ser radical, igualitaria e inevitablemente plural. Radical porque busca la independencia y autonomía de los diversos sectores sociales (por ejemplo, a través
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de distintas formas de autogestión en colectividades de trabajo, etnias, centros de servicios y ámbitos de investigación y educación, etcétera). Reconozcamos que la noción de “trabajo” ha perdido su limitante proletario-industrial y se extiende a los servicios y a todos aquellos que efectúan labores “técnicas” e “intelectuales”. Estas luchas lo son de trabajadores que han visto gravemente vulnerado su derecho a la vida y a la posibilidad de desarrollo en una sociedad cuyo motto fundamental es el de incrementar la ganancia en el menor tiempo posible (incluso ganancias especulativas). En esas luchas están implicados también, a manera de ejemplo, los micro, pequeños y medianos empresarios, ya que las corporaciones gigantes reducen a ceniza sus posibilidades de trabajo, desarrollo y hasta de subsistencia. La consigna fundamental de la “nueva economía” de privatizar la vida social y política supone extremar la visión “individualista” del hombre, individualismo con una clara connotación “posesiva” con base en la propiedad. El sistema actual marginaliza y excluye al individuo desposeído. Tal visión, en una democracia radical, ha de ser moderada fuertemente por el principio de solidaridad social. La revolución democrática significa también la promoción de nuevos valores y es una revolución no solamente política, económica y social sino, en el más amplio sentido, una revolución ética y cultural. Estas cuestiones no son de “superestructura” sino centrales en el modo de ser y destino de la nueva sociedad, de la humanidad futura. Las tareas de la nueva izquierda no significan el abandono de los principios democrático-liberales sino su profundización y ampliación hacia una democracia radical incluyente. Y esencialmente participativa, en el sentido de que han de ser, en un horizonte posible y deseable, todos los sujetos sociales quienes tomen las decisiones relevantes, desde luego respecto a qué ha de ser producido y cómo ha de ser producido, y acerca de los modos de distribución de los productos. El gran problema práctico consiste en encadenar las distintas luchas sociales (las tradicionales “de clase” y los movimientos sociales) hacia esos objetivos, luchas en que se inicia el largo proceso de su convergencia pero que aún no alcanzan una vinculación política orgánica. Primordial esfuerzo de una izquierda moderna es precisamente la de articular la pluralidad de sujetos motor de las transformaciones. Y procurar que las reivindicaciones de cada uno se conviertan en reivindicaciones de los demás, de todos, de tal suerte que “el libre desarrollo de cada uno haga posible el libre desarrollo de todos”.
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No sólo se trata de lograr alianzas políticas sino de difundir la clara conciencia de que las luchas sectoriales no debilitan las luchas generales sino que las refuerzan y las convierten específicamente en luchas del conjunto. Las luchas de cada sector se cambian en luchas generales de los oprimidos y explotados que aspiran a una nueva hegemonía en beneficio de todos: una democracia radical que al mismo tiempo es plural y asegura la libertad del conjunto. Por supuesto, mucho habría que añadir a estas breves, iniciales notas. El horizonte está abierto y creo que es una tarea fundamental de la izquierda mexicana —y más allá— profundizar teórica y prácticamente en este conjunto de problemas.
4. el socialismo posible Se ha discutido en seminario universitario la cuestión de las alternativas posibles a un mundo cuyo “espectáculo” es el de una extrema concentración de la riqueza y de una pobreza que se extiende dramáticamente a lo largo y ancho del globo, de una revolución tecnológica que ha beneficiado al 20% de la población mundial al mismo tiempo que el restante 80% apenas recibe las migajas de los avances contemporáneos. Y frecuentemente ni siquiera esas migajas. ¿Qué hacer?, fue la pregunta generalizada entre los participantes. ¿Cómo superar una situación que resulta socialmente insostenible y moralmente intolerable? ¿Existe posibilidad alguna de corregir tal desastrosa situación? En realidad —se repitió en diferentes tonos y matices— la crisis de nuestro tiempo no es una genérica crisis de valores o creencias sino algo más concreto: el abandono, la ausencia de futuro, la negación de alternativas para la mayoría de la población de la tierra, mientras que un reducido número de hombres y mujeres cuentan casi ilimitadamente con las ventajas de la modernidad. Históricamente —también se repitió—, las generaciones anteriores tenían frente a sí una “promesa de futuro” que encarnaba en diversas organizaciones sociales y partidos políticos, y hasta en un Estado del bienestar que consideraba la “cuestión social” como aspecto estratégico de su función. ¿Los “medios” de esa promesa abierta? Varios, pero uno esencial era la fuerza del socialismo como idea y como política, que cubría un arco abierto de posibilidades, desde el sindicalismo hasta los movimientos antiimperialistas y de liberación
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nacional, incluidos los países del “socialismo real”, con todas sus deformaciones y traiciones, enteramente inaceptables. El hecho es que la “amenaza” del socialismo, en el plano de las ideas y la acción, estimuló dentro del capitalismo un conjunto de políticas que tendían a “suavizar” los efectos más negativos de una economía que privilegiaba a determinadas clases sociales, países y continentes. Desde el fin de la segunda guerra hasta los años setenta y principios de los ochenta, el Estado del bienestar no sólo habría tomado decisiones limitadamente “redistributivas” sino permitido la organización de movimientos políticos y sociales que presionaban al capital para que cediera parte de sus beneficios. Todo esto habría terminado dramáticamente a finales de los setenta y principios de los ochenta, con el “vuelco” económico que significó la implantación de la “nueva economía” liberal, con el debilitamiento primero y después el colapso del “socialismo realmente existente”, con la destrucción de las instituciones del Estado del bienestar y con la fragilidad y hasta languidez de las organizaciones sindicales y partidos políticos de la izquierda. El ascenso de la socialdemocracia en varios países europeos, a lo largo del decenio de los noventa, habría demostrado más bien la proclividad de esa izquierda partidista a “asimilarse” a la mentalidad y prácticas del neoliberalismo, apenas conservando un rastro de “preocupación” social. Históricamente, en realidad, su fórmula ha sido lamentable. No hay duda que su fracaso teórico y práctico contribuye a explicar el ascenso de la derecha europea en varios países, a finales de los noventa y principios del nuevo milenio. En la situación creada por la “nueva” economía liberal y por una globalización en manos de los consorcios internacionales, en que ha sido muy eficaz la propaganda de los medios masivos de comunicación, “parecería” que no hay ya espacios para serias reivindicaciones sociales y menos para batallas transformadoras. En realidad, una tremenda “ola” conservadora habría penetrado en todos los medios políticos y sociales, encontrándonos ahora incluso, como dijimos, con partidos socialistas que apenas se proponen ciertos “retoques” o “aderezos” cosméticos al sistema dominante, y a veces ni siquiera eso. En el seminario de referencia varios ponentes insistieron en el actual “clima” de abandono, de escepticismo y frustración. Sosteniéndose que, más allá de las palabras, grandes contingentes sociales actúan prácticamente como si de verdad se hubiera llegado al fin de la historia, como si el destino de la humanidad estuviera ya definido
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y fuera “inalterable”, teniéndose que aceptar como irremisibles los actuales extremos de injusticia y explotación. No obstante, las contradicciones se han agudizado al interior de las sociedades y entre las naciones, lo que comienza a generar respuestas y protestas cada día más radicales y violentas. La idea de “el fin de la historia” sería apenas una falacia interesada que no refleja la situación real del mundo. En buen número de países y continentes comenzarían a fortalecerse nuevas fuerzas de la izquierda, con más exactitud: contingentes políticos y sociales que rechazan el estado de cosas imperante. En América Latina misma, parecerían tomar nueva fuerza las organizaciones sociales y sindicalistas, desde luego en Brasil (ahora habría que mencionar el triunfo electoral de Lula, e incluir la protesta social en Argentina ante la crisis, y a Venezuela, en que la movilización popular fue determinante para frustrar el reciente intento de golpe de Estado), y por supuesto a México con la aparición del ezln y con una amplia movilización social que planteó la transición. Muchos datos confirmarían una militancia y un rechazo que revelan la inconformidad con el sistema del “nuevo” liberalismo y de la globalización neoliberal. En realidad, la denuncia y el repudio a la situación dominante se extiende poderosamente por el mundo. Y esto no sólo en los países pobres sino también en el corazón de las sociedades ricas, como se demostró en Seattle, después en Davos, Génova, Praga, Washington, en que se repudió el papel del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial y de la Organización Mundial del Comercio. Protestas semejantes y de militancia en contra al neoliberalismo se amplifican en variedad de espacios geográficos, con magnitudes insospechadas. Las batallas por la transformación se han ampliado espectacularmente y no pueden ser más atribuidas a una exclusiva clase social o a un solo partido privilegiado que represente el “total” de la revolución. De otro modo: la explotación, la exclusión y las dificultades de vida cruzan de un lado a otro el espectro social y no son prerrogativa de un solo sector o clase que monopolizaría la vanguardia de las luchas transformadoras. Hoy habría innumerables sujetos sociales que exigen cambios profundos, y que no están dispuestos a delegar el movimiento y la exigencia de sus reivindicaciones a una sola clase o partido político. Por supuesto, ha de reflexionarse sobre las dificultades organizativas de la protesta actual. Para algunos reinaría un inevitable espon-
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taneismo que es necesario respetar; para otros, la tarea organizativa, más allá de los vínculos y formas de estructura, tendría un carácter eminentemente cultural, en el sentido de que esos movimientos serían hoy un factor decisivo de toma de conciencia que, cada vez con mayor lucidez, encuentran que en el fondo real de su protesta está la irracionalidad y deshumanización del sistema capitalista, con su avidez irrefrenable de lucro. Subrayamos el carácter de “revolución cultural” que varios estudiosos atribuyen a las protestas contemporáneas. Es decir, a la dimensión de “conciencia” y de “claridad” en las ideas que supone el avance de los referidos movimientos de protesta. Y una cuestión central que aparece siempre: las nuevas formas organizativas de los “rebeldes” han de ser profundamente democráticas. Y ese carácter democrático tendría que prevalecer como una conquista sin retrocesos a lo largo de las batallas actuales y futuras. Se apunta entonces a formas de democracia radical hasta ahora inéditas pero que deberán prevalecer invariablemente. Por supuesto, en tales movimientos aparece también como constante el rechazo político y moral a la antidemocracia de los “socialismos realmente existentes”, atribuyéndose en buena medida su colapso, con razón, a esa torcedura y naturaleza dictatorial, que no podrían reeditarse más en el porvenir. Cuestión pues central de nuestro tiempo ésta de las alternativas, y también la del bosquejo de un socialismo posible como oposición y negación que supera a una globalización neoliberal empobrecedora del hombre no sólo en el aspecto material, sino también en el cultural y moral. Para ese socialismo posible los medios (democráticos) de las transformaciones han de estar estrechamente vinculados a los fines (también democráticos) de las mismas. Tal perspectiva, que se caracteriza por un indiscutible contenido ético, y que reivindica explícitamente la idea de una democracia profunda e integral, aparece con una nueva fuerza insospechada en las corrientes más avanzadas del pensamiento contemporáneo.
III. LA REBELIÓN DEL EZLN
1. diez tesis sobre la democracia mexicana (a propósito de la aparición del ezln) El 1 de enero de 1994 el ezln puso a la nación frente a su espejo: simbólicamente, el día mismo en que debíamos ingresar al Primer Mundo estos mexicanos y patriotas nos recordaron que esa fantasía olvidaba una parte de nosotros mismos, de nuestro propio ser. Un olvido que no era de ayer sino que nos había acompañado durante varios siglos, haciéndonos ver además que habíamos colocado a los pueblos indígenas a la orilla del mundo que habitamos, sin apenas percibirlos ni reparar en su condición, en sus necesidades reales, en sus formas de vida, en sus angustias y esperanzas. Un “olvido”, por supuesto, que no es ingenuo sino culpable, porque no se ha tratado de una “distracción” más de la vida moderna, sino de un trato discriminatorio y francamente explotador que los ha despojado de su riqueza y que ha significado la negación de su condición de hombres, de su dignidad, de su cultura, es decir, la negación de una parte entrañable de nosotros mismos, y por consiguiente de valores que son también fundamentales para la nación. Toma de conciencia de ellos que nos obliga a tomar conciencia a nosotros, los “olvidadizos”, y que no sólo se presenta como acción moral sino como rotunda posición política. Que nos hace ver, además, que la vida social no sólo se construye como agregado de gestos y acciones individuales sino que es también, inescapablemente, acción solidaria de todos, acción política y social. Los indígenas y campesinos de Chiapas nos han hecho evidente, de manera irrevocable, que en el aislamiento y la lejanía de unos y otros no se avanza colectivamente, y que la soledad y la incomunicación es el principio mismo del rezago y la parálisis. Pero el ezln —y esto tampoco debe olvidarse— no ha actuado únicamente en beneficio de sus filas y de las comunidades que acompañan a su organización, sino en beneficio de la totalidad de los mexicanos. Tal es el alcance de su llamado a la organización y a la movilización de la sociedad civil. Tal es su mayor virtud: recordarnos que la salvación —que la justicia, que la democracia— no es un [44]
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hecho aislado de personas y sectores, y que ni siquiera depende del triunfo de determinadas clases, sino que sólo puede ser el triunfo de todos los mexicanos unidos. O es de todos o no es de nadie. Por eso su clamor se ha convertido en clamor de la sociedad entera, en exigencia colectiva de una vida pública cada vez más transparente, en la necesidad de que la política y la acción social se funden invariablemente en el derecho y no en la arbitrariedad, en la democracia y en la participación, y no en la excepción y el privilegio: la historia ha de tener como soporte la memoria y no el olvido. Excepcional hecho de la mayor importancia la aparición del ezln, precisamente en el proceso de la maduración social y política de México y de la transición democrática. Por arriba de los partidos y las clases, por encima incluso de las reivindicaciones concretas de las comunidades indígenas y campesinas, su llamado se dirige al total de los mexicanos, diciéndonos que el consenso, la solidaridad y la moral son inseparables de la democracia y de la vida pública, y que la sustancia de ésta no se reduce a las formas y a los instrumentos, que no sólo es cuestión de técnicas y procedimientos sino que es cuestión de calidad, asunto cualitativo y no sólo cuantitativo que implica el respeto a otras dignidades, a otras existencias, a otras formas de ser y vivir que no únicamente son las de la llamada “modernidad”, sino que son eventualmente más profundas que las postuladas por la vida moderna. Por eso es académica la cuestión de si el diálogo de la sociedad y el gobierno de la República con los levantados en Chiapas tiene o no alcance nacional. Lo tiene ya históricamente y es inevitable. Las instituciones del gobierno han tenido el mérito de aceptar el diálogo: por eso estamos reunidos en torno a esta mesa. Ha de reconocerse también que las palabras que se pronuncien aquí tienen inescapablemente un alcance nacional, son parte de la transformación de la sociedad mexicana de hoy. Partiendo de estas premisas, permítanme proponer diez puntos indispensables de la democracia mexicana, es decir, de una sociedad no sólo capaz de elegir genuinamente a sus representantes sino de lograr una convivencia pública mejor y más justa de la que vivimos. Primero: La transición democrática es un proceso: esto significa que la democracia en México no se realizará en un instante del tiempo sino que exigirá aun arduas luchas que abarcan un abanico de temas, tácticas, estrategias variadas que no son excluyentes sino complemen-
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tarias. La lucha por la democracia es una lucha que camina sobre varios pies: sobre el pie de las presiones populares y de las movilizaciones, sobre el pie de las negociaciones de las organizaciones de la sociedad civil y de los partidos entre sí y con el gobierno, de donde resultarán las propuestas que formalizarán los cambios en nuevas leyes incluso constitucionales. Segundo: La democracia requiere de precondiciones necesarias, y en primer término de transparentes procesos electorales que aseguren la limpieza, el equilibrio y la legalidad del sufragio. Pero no basta: la democracia exige otros elementos igualmente imprescindibles. Tercero: Es preciso que la democracia abarque una profunda reforma del Estado: equilibrio de poderes, plena autonomía de los poderes Judicial y Legislativo respecto al Ejecutivo, límites jurídicos de lo que ha sido el inmenso poder de hecho y de derecho del presidente de la República, nuevas y más profundas formas de asociación federal. Pero no basta, requiere también de otras condiciones. Cuarto: Entre otras, la descentralización y desconcentración de los poderes acumulados en el núcleo presidencial, casi siempre con desprecio, atropello y olvido de las regiones y localidades de un país tremendamente diverso como el nuestro. Pero federalización efectiva de los poderes y no feudalización de los mismos, que gestaría nuevos cacicazgos y bastiones de los poderes más retardatarios del país. Es decir, federalización democrática, federalización con ejercicio efectivo de la democracia en los estados, en los municipios y en las comunidades indígenas, con respeto a sus tradiciones y formas organizativas. Quinto: La democracia comprende también por necesidad la vigilancia que ha de cumplir un cuerpo técnico y político sobre el presupuesto y gastos del Ejecutivo, y la responsabilidad política y jurídica que debe tener la presidencia ante ese cuerpo y ante la ley. El país que tiene como eje a “un solo hombre” debe desaparecer en favor de un país en que la sociedad misma —la voluntad general que logra representación indiscutible—, sea el punto de referencia único de la vida política. Sexto: La democracia supone la plena vigencia del Estado de derecho. Sin el estricto cumplimiento de la ley no hay democracia posible. La democracia como forma de gobierno que limita la arbitrariedad y la impunidad exige la rigurosa efectividad de la norma. En la permanente violación del derecho no hay democracia que sea posible. Séptimo: El principio de todo gobierno democrático es el consenso y la credibilidad. Sin estos atributos el poder se identifica con el uso
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desnudo de la fuerza, con la violación sistemática de las garantías individuales y sociales, con el atropello que es precisamente la marca de los gobiernos autoritarios y dictatoriales. Sin la regla del consenso y la consulta, que supone las más amplias libertades ciudadanas y la participación, no es posible un gobierno realmente democrático. La democracia radica en la soberanía del pueblo que se expresa en decisiones políticas y en un sistema normativo que ha de ser invariablemente respetado y garantizado. Octavo: Y todavía no basta: un sistema democrático digno de ese nombre ha de considerar siempre la sustancia, el contenido de las decisiones gubernamentales y, en primer lugar, la atención a las demandas sociales, a las exigencias populares, al desarrollo y a las oportunidades de la vida y de la calidad de la vida que ha de tener el pueblo entero. Por eso la democracia no se reduce a un sistema de procedimientos electorales, no es nunca un mero sistema técnico. La transparencia y equidad de las elecciones son indispensables para la vigencia de la democracia, pero no bastan. La igualdad y la justicia social son atributos irrenunciables de la democracia y piedra angular de un verdadero desarrollo humano para todos. Preguntémonos: ¿hay democracia allí donde existen tamañas desigualdades sociales, tal concentración de la riqueza y desequilibrio en las oportunidades de vida, esta dependencia del exterior y esta sumisión servil y humillante hacia el capital financiero, que en rigor encarna y define la globalización que vivimos? ¿Existe democracia allí donde se insiste lamentablemente en una política económica que nos somete a los mandatos del exterior, allí donde se privilegia el interés del capital acumulado y se desprecian las necesidades sociales? Todavía me pregunto si hay democracia allí donde aumenta dramáticamente la pobreza extrema, donde crece exponencialmente el número de los sin trabajo, donde se desbarata el tejido social y productivo de las medianas y pequeñas empresas. Noveno: Por eso la democracia en México implica necesariamente la revisión y la transformación de un modelo económico que nos ha empobrecido, que nos ha pulverizado socialmente, que ha sido el caldo de cultivo de una mayor corrupción e irresponsabilidad en la función pública, un modelo que elimina las políticas de beneficio popular y se olvida que la economía no tiene otro fin que el bienestar de los hombres y las mujeres. Un modelo, además, que ha hecho añicos una soberanía tan difícilmente conquistada, y nos pone a merced de otras voluntades e intereses. Sin una transformación profunda de
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la economía actual es imposible hablar de democracia, resulta inútil hablar de consensos, resulta mentiroso hablar de soberanía popular. Décimo: Por eso la democracia en México implica inevitablemente un nuevo pacto social. La Revolución mexicana postuló el suyo y transformó el país. Pero ese pacto de la Revolución se desvió y traicionó hasta convertirse, casi exclusivamente, en un pacto de privilegio para los propietarios y gerentes. Frente a este pacto entre propietarios y gerentes debemos construir —debemos ir construyendo— otro pacto que no sólo haga posible la transparencia de los procesos electorales sino que abra las puertas al desarrollo, al bienestar, a la igualdad, al futuro de todos los mexicanos. Somos puntuales en el pago de la deuda externa, y absolutamente irresponsables en el pago de nuestra deuda interna, en el pago de una deuda histórica que nos hace sonrojar y que tenemos con el pueblo: los campesinos y los indígenas, los mexicanos marginales, los trabajadores, los desempleados, las mujeres y los ancianos, los niños desheredados sin educación ni salud, y también con la llamada “pequeña burguesía” y hasta con amplios sectores de las clases medias. Deuda social e histórica que significa que la democracia en México no puede estar desvinculada de determinadas políticas, definidas, radicales, que se propongan satisfacer los rezagos sociales. Por eso la democracia en nuestro país sólo será posible verdaderamente en la reconstitución de las fuerzas sociales que funden un nuevo sistema de vida y un sistema político que satisfaga las necesidades, las demandas, los abandonos y olvidos de nuestras mayorías a que los han sometido las falaces modernizaciones que hemos vivido. La democracia en México ha de fundarse en un verdadero pacto social, pero en un pacto realmente definido por la alianza del pueblo y en favor del pueblo.
2. desde chiapas: significado universal del zapatismo No deja de ser “misteriosa” la razón del apoyo universal a la causa zapatista. ¿Por qué razón las masivas movilizaciones en México y en buen número de países en favor del ezln? ¿Por qué motivo el movimiento de una remota zona de Chiapas causa esa atención en el mundo, y concentra la solidaridad no únicamente de las sociedades
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de muchos países sino las palabras de apoyo de las cabezas de instituciones históricas como la Iglesia católica, en la voz del mismo papa Juan Pablo II? En un análisis superficial podría decirse que el fenómeno se explica por la veta “romántica” que de todos modos suscitan los líderes indígenas, el levantamiento de los pobres, la revuelta de las etnias. Sin descartar del todo esos elementos —y desde luego la crueldad de las instituciones y “parainstituciones” que se ensañan en contra de los más marginados entre los marginados—, me parece que la explicación es otra, se encuentra en otros elementos que aluden al significado histórico y actual de ese movimiento. Para decirlo en una palabra: la rebeldía zapatista, de la que ha hecho Marcos expresión altamente congruente, se sintetiza en una postura, en una ideología que rechaza el principio más extendido en el tiempo de hoy: la “lógica de la ganancia”, el comportamiento de individuos y sociedades enteras de acuerdo con un principio dominante: la acumulación del capital y la avidez del lucro como motivo primero y único de su “lógica de vida”. Y el hecho de que conociendo en carne propia esa aberración y experimentándola todos los días, amplios sectores de las sociedades de todo el mundo “leen” en el movimiento zapatista la actitud de repudio que se desearía asumir y que no siempre se hace, sino apenas marginalmente: el rechazo enérgico a una vida enteramente fundada en las “satisfacciones” materiales, negativa que ahora, en Chiapas, la hacen unos hombres y mujeres a los que les va la vida y la seguridad en esa lucha y en esa denuncia, hombres y mujeres pertenecientes a los pueblos indígenas, en que las posiciones políticas no son juego sino hondos compromisos con las propias convicciones, con la propia moral y con la vida de los demás, aún cuando esos “otros” moren en regiones muy lejanas de los lugares en que ha nacido y vive el movimiento zapatista. Por supuesto que los repetidos y crueles asesinatos de seres humanos inermes en la región —mujeres y niños en su mayoría—, han motivado la protesta y la indignación universales. No perjudicando la imagen de México —como han dicho algunos representantes gubernamentales— sino devastando la imagen, el prestigio, la confiabilidad y la figura del gobierno mexicano, lo cual es diferente. Podrá decirse que se simplifica metiendo en el mismo saco a “todo” el gobierno de México, pero es así, y no sin razón: el hecho de que se hayan firmado acuerdos por ambas partes y que posteriormen-
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te se haya desconocido la validez de lo convenido, y de que se haya frenado su aplicación, revierte drásticamente las responsabilidades al gobierno mexicano. Por omisión al negarse a cumplir lo pactado. Por exceso y comisión ya que se juzgo fácil y eficaz “sacar las castañas con la mano del gato”: puesto que la protesta nacional e internacional se levantaría violenta si se procedía a una exterminación en que participara directamente el ejército mexicano, se decidió formar, entrenar y armar a grupos paramilitares que “contuvieran” y mantuvieran a raya la rebelión zapatista. El objetivo estratégico se alcanzaría sin dar la cara, sin poner en demasiado peligro la fachada de las instituciones oficiales. Esa contención del zapatismo por vía “heterodoxa” ¿es el producto de un acuerdo del más alto nivel (presidencial) con el ejército? ¿Con el gobierno del estado de Chiapas o con ambos? ¿O es una iniciativa asumida por el ejército, siguiendo el abc de las tácticas de guerra contrainsurgente tan difundidas mundialmente? No lo sabemos, probablemente jamás se sabrá. El hecho real es que el gobierno mexicano no puede eludir sus responsabilidades por acción u omisión, y éste es precisamente el núcleo de la protesta universal que presenciamos y que lo castiga severamente. En tiempos de globalidad e interdependencia, tan repetidos por el propio gobierno, éste recibe una amargo revés. Hoy no es posible impunemente “tirar la piedra y esconder la mano”. Hoy las acciones tienen una instantánea difusión mundial y no es posible ocultarlas. Se simplifican muchas veces, es verdad, pero no se falla en los señalamientos esenciales. El gobierno de México no puede ni podrá ocultar su responsabilidad por los crímenes ocurridos en Acteal, ni a los ojos de los nacionales ni a la mirada de los demás pueblos. Entonces ¿guerra sucia paramilitar y militar para contener al zapatismo y aterrorizar con la violencia a sus poblaciones de apoyo? Sí, pero esa táctica dura poco y mal. Nuestros hermanos de Chiapas no se rinden tan fácilmente ni entregan armas por un kilo de arroz. La violencia, por el contrario, provoca más violencia y genera reservas de infinita tenacidad. Esto es elemental y ha sido, continúa siendo, la trágica debilidad de las guerras de contrainsurgencia en todas partes del mundo. Las patéticas omisiones y comisiones del gobierno federal —ahora puede verse con meridiana claridad—, se originan en una profunda incomprensión del fondo del problema: pensar que la rebeldía chiapaneca podía aplastarse a tiros y que era sobre todo una cuestión
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militar, no política, ni social, ni cultural, ni histórica. Y esa profunda incomprensión, que ha llevado al gobierno a despreciar los acuerdos y a privilegiar la violencia, es la madre de todos los desprestigios y deshonores. Y la generadora no necesariamente de derrotas militares pero sí de abrumadoras derrotas políticas y morales. Con el significado esencial a que nos referimos antes: el zapatismo encarna, ha sabido encarnar, uno de los movimientos más originales y significativos contemporáneos opuestos a la “lógica del capital”, a su incontenible afán de lucro y a su inevitable violencia. No, por supuesto —después del hundimiento del “socialismo realmente existente”—, proponiendo una salida específicamente socialista y menos a la vieja usanza, pero sí señalando con la mayor energía y claridad de qué manera el neoliberalismo y la globalización en manos del capital financiero y de las corporaciones significan hoy destrozo y devastación para la mayoría de los pueblos del mundo. El zapatismo ha postulado la necesidad de una democracia radical que tendría como escenario clave a la sociedad civil, y como fin otros muy distintos a los de pura ganancia y reproducción que postula el capital financiero, el sistema “realmente existente”. En definitiva —y de allí una fuerza que se ha hecho universal, mundial— la alusión, desde el fondo de las selvas y de los altos chiapanecos, a las posibilidades ciertas de una nueva sociedad fundada sobre otros valores y otras bases, efectivamente humanas, en que la “lógica del capital” se sustituya por la lógica de la creciente satisfacción de las urgentes necesidades colectivas, inaplazables, de los más pobres, incluyendo sus necesidades morales y culturales, las que exige la dignidad de estas heroicas y sufridas poblaciones.
3. derechos de los pueblos indios, sí; la paz también Es verdad que como resultado último de la presencia nacional del ezln se procura alcanzar la paz, pero en primer término —y tal es el camino hacia una efectiva paz justa, digna y duradera— de reconocer política y jurídicamente, incluso en la jerarquía constitucional, los derechos de los pueblos indígenas, derechos a los que aspiran legítimamente y que les han sido negados por una sociedad y un Estado que han sido durante siglos, en definitiva, discriminatorios y excluyentes.
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Parece una sutileza pero no lo es. La simple exigencia “de paz” en abstracto, sin referencia a los legítimos derechos de los pueblos indígenas, resulta objetivamente una presión injusta e intolerable sobre quienes habrían roto la paz: el ezln. En esa lógica, la avalancha de la opinión pública se dirige exclusivamente a ellos, exigiéndoles “paz” a toda costa y sin nada sustantivo a cambio. Tal es también la debilidad de las interminables repeticiones de “paz, paz, paz” en los discursos presidenciales, que en realidad plantean la simple vuelta a la habitual situación de la sociedad mexicana, que sería una de “armonía” y “reposo” y no de conflicto (sin utilizar la palabra “guerra”, pero sin desconocer los continuos hostigamientos del ejército y las matanzas que han perpetrado en Chiapas los grupos paramilitares). No debemos olvidar que la sustancia del proyecto de ley de la Cocopa, tiene como parte medular el reconocimiento constitucional de la autonomía cultural y étnica de los pueblos indios, precisamente en aquellos aspectos sustantivos que les confieren su razón de ser: formas de organización social y política, promoción y desarrollo de sus propias culturas, acceso al uso y disfrute de sus recursos naturales, definición de estrategias para su desarrollo autónomo. La consagración de esos derechos en el orden jurídico otorga cuerpo y sentido a la autonomía cultural de los pueblos indios y posibilita la realización de sus libertades básicas, que no pueden realizarse sin que se satisfagan sus necesidades elementales de sobrevivencia: alimentación, vestido, habitación, lo cual sólo es posible por la pertenencia a una comunidad y a ciertas normas de convivencia al interior de las mismas. Dicho de otro modo: después de cinco siglos de explotación, exclusión y olvido, los pueblos indios reivindican su derecho a ser ellos mismos y aspiran a hacer efectivo su desarrollo, a través de los medios y formas de vida que ellos mismos decidan. ¿Quién podría oponerse a estos objetivos? Y mucho menos si pensamos que las experiencias anteriores, en que se postuló el desarrollo de los pueblos indios en “otras” manos: las de la sociedad capitalista o las del Estado liberal, han significado un rotundo fracaso, una completa mentira y traición. En vez de desarrollo explotación; en vez de reconocimiento negación y exclusión; en vez de asimilación a una vida mejor destrucción y subordinación. Tales son los motivos históricos que condujeron a la rebelión zapatista de Chiapas y tal es el fondo de la cuestión. Ahora no simplemente la firma “de la paz”, sino el reclamo de una historia distinta para los
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pueblos indígenas, una nueva historia que ellos exigen con toda razón sea consagrada en el sistema jurídico mexicano, incluso a escala constitucional. Entendido así el conflicto chiapaneco alude a transformaciones fundamentales de la vida en México. No solamente en el aspecto jurídico sino en la vida política y social. En los últimos tiempos se han examinado las limitaciones, e incluso la crisis del Estado liberal contemporáneo, con origen en un tronco ideológico y cultural eurocentrista y con pretensiones de una hegemonía y de una homogeneidad que excluye brutalmente a los “distintos”, que les exige “rendición” y sometimiento, y que los considera por definición “bárbaros”, “extranjeros” y “ajenos”. En realidad, tal fue el origen profundo del rechazo que en su momento practicó el gobierno sobre los acuerdos de San Andrés (previamente firmados por sus representantes): la absurda idea de que en el Estado mexicano, en cualquier Estado “moderno”, no caben las diferencias, y de que cualquier afirmación autónoma significa la ruptura de la unidad del Estado nacional y el desmembramiento de su soberanía. Por supuesto, muchas reflexiones han demostrado hasta la saciedad (desde el punto de vista filosófico, moral, político, lógico), que el reconocimiento de la diversidad —que de todos modos existe en la sociedad real—, no rompe la unidad del Estado, y que es precisamente tal reconocimiento de la diversidad individual y social la que define el carácter democrático del mismo. Y que es la ausencia del reconocimiento de “lo otro”, de la “diferencia”, la que niega la democracia (y, al final de cuentas, debilita y divide al Estado nacional). Luis Villoro, que ha reflexionado sobre estas cuestiones, nos dice que un Estado genuinamente democrático y que actuara “conforme a la justicia tendría por tarea primordial la disminución y aun la eliminación de toda situación de exclusión actual o pasada, que impida la realización de la libertad para todos. Buscaría alcanzar la igualdad en las diferencias, asumiendo ese fin como justificación de un tratamiento preferente a los sectores que sufren una exclusión total o parcial. Desde esta perspectiva, la exigencia de justicia otorgaría al Estado una función que rebasa su carácter pretendidamente neutral”. Lo anterior, sin olvidar que el propio ezln ha insistido con claridad que su fin no es el desgarramiento de la nación, sino el reconocimiento de derechos legítimos de los pueblos indios que han sido brutalmente atropellados durante siglos. En tal sentido, el levantamiento
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del ezln en 1994 significa históricamente un momento privilegiado en la historia del país: la denuncia de un racismo más o menos larvado que se tradujo durante siglos en exclusión y explotación, y la exigencia a la nación de corregir ese intolerable estado de cosas. Y la denuncia explícita de que es imposible una genuina democracia en tanto exista la discriminación y explotación de que han sido víctimas los pueblos indios. Por eso decíamos que “la paz” en abstracto no es el momento profundo que vive la nación, sino que es el del reconocimiento político, cultural, económico, jurídico, de los derechos de los pueblos indios, con todo lo que ha de seguirse en la nación y en el Estado para corregir definitivamente esa situación. La paz sí, pero precedida de un reconocimiento explícito y de una voluntad política inequívoca de terminar con la explotación y exclusión que han vivido durante siglos los pueblos indios de México.
4. la larga marcha hacia la dignidad Paradójicamente el ezln es más fuerte despojado de las armas para emprender su marcha que con ellas a cuestas pero confinados en las profundidades de la selva lacandona. Estoy cierto de que el ezln y Marcos coincidirán con esa apreciación. Ya los días largos de su caravana por varios estados, que culminara en la gran concentración del Zócalo de la capital, les habrán mostrado que su popularidad en la sociedad civil es más poderosa políticamente que su hazaña guerrillera de resistencia en Chiapas. Aunque tal hazaña esté en la base de la admiración política y social que han suscitado. Pero también reconocerán que en su resistencia, a pesar de los ánimos liquidacionistas de algunos (la estricta minoría), ha tenido que ver el juicio sensato y favorable de muchos otros, que han sido factor de freno de los peligros (nunca enteramente desvanecidos) de acciones de fuerza en contra de los insurgentes chiapanecos. Reconocerán también que esa “barrera de protección” de la opinión pública nacional e internacional ha sido decisiva para evitar algún barbaridad de la que nuestra historia tuviera que arrepentirse y lamentarse siempre. La opinión mayoritaria y militante de la ciudadanía para que se expresen libremente los pueblos indios afirmando sus derechos, ha sido
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también factor decisivo en la derrota electoral del antiguo régimen. No únicamente porque la obsesión obnubilada de Ernesto Zedillo se expresaba contraria a ese elemental reconocimiento, sino porque el candidato Fox tuvo la habilidad de manifestarse sin rodeos en favor de esos derechos, y en favor de una paz digna con los guerrilleros chiapanecos. Pero veamos. Marcos y el ezln están ahora fuera de la selva e iniciando sus primeros pasos en el terreno de la política abierta que también está llena de escollos, de oposiciones, de insolencia y oscurantismo: una maleza diferente. En todo caso Marcos y el ezln saben ya por experiencia que su influencia mayor en el país consiste más en la política abierta que en su versión clandestina y armada. Hoy —lo saben bien— la sociedad civil cree y espera más de la política militante y abierta que de la insurgencia armada. Esto es más evidente después del 2 de julio electoral, en que la sociedad vivió la posibilidad de un importante cambio político sin recurrir a las armas, en todo caso recurriendo al “arma” simple y llana del voto y las urnas. Por tal razón decimos que la vuelta de Marcos y del ezln a la selva lacandona, después de su exitosa marcha, resultaría extravagante y tal vez un error político. El apoyo que ha recibido el ezln en los últimos días, no solamente de los pueblos indígenas sino de la sociedad entera (indios o no), “obligan” a Marcos y al ezln a emprender una acción política de otro tipo y por otros medios de la que han realizado hasta la fecha. Sí, una vez que se cumplan las condiciones que han señalado, pero sin estirar la liga más de lo necesario. Entre otros fines, para llenar un vacío de la izquierda que se ha convertido en parte del sistema, y para estimular a una sociedad que desearía llegar al fondo de la “transición” iniciada en las últimas elecciones pero que, ya se ve, quedará trunca y maltrecha si no se emprende el camino de transformaciones profundas. Una plena democracia con justicia, igualdad y dignidad es la próxima etapa que deberá recorre el pueblo de México. Marcos y el ezln pueden ser un factor decisivo en ese avance, pero ya no en las cañadas y en la selva sino en la espesura que también supone la política ciudadana, aquella capaz de movilizar a la sociedad civil estimulándola, orientándola, radicalizándola en una palabra. Sí, las graves responsabilidades de Fox y del ezln-Marcos. Pero ahora la mayúscula responsabilidad de circunstancia gravita en el Congreso de la Unión y, llegado el caso de reformas constitucionales, como quisiéramos, sobre el Congreso de cada uno de los estados. Tal
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es hoy el ámbito de competencia no sólo de la paz en México sino de una transformación política, jurídica y social de grandes alcances en el país. Estas líneas resultan entonces, sobre todo, un llamado a los legisladores para que ponderen con amplitud de miras el caso que revisarán. No se trata de una ley de coyuntura, sino de uno de los asuntos más importantes que han llegado a los órganos legislativos en muchos años. Con una consideración más: en sus manos está en buena medida la paz de la República y su gobernabilidad democrática. Es un momento histórico excepcional y así deben entenderlo los legisladores de todos los partidos. El hecho innegable es que la aparición en escena del ezln a principios de 1994, y las peripecias que le han seguido, algunas lamentables y otras favorables, trajo al primer plano de la atención nacional e internacional un hecho lastimoso: el abandono de la condición de nuestros pueblos indios, la discriminación abierta y disimulada que han sufrido, la explotación secular que les ha aplicado la sociedad “central”, la marginación y exclusión de que han sido objeto por parte de los “integrados” a la “sociedad nacional”. Un vergonzoso y despreciable olvido que los mestizos y “occidentales” hemos aplicado al menos a diez millones de mexicanos indios. Si fuera su única hazaña, esa tremenda sacudida a la conciencia nacional justificaría plenamente la aparición del ezln. Pero resulta que su persistencia, su inteligente rebeldía y su argumentación cerrada sobre el problema de los derechos indígenas han ampliado su significado nacional: la genuina democracia en el país —nos recuerdan— sólo puede tener lugar allí donde se reconocen y respetan las diferencias, allí donde se les proporciona autonomía y capacidad de propia gestión a las colectividades sociales y étnicas. Y tales planteamientos —tampoco puede olvidarse—, han recibido un enorme apoyo nacional e internacional, por la sencilla razón de que encarnan la vanguardia de las luchas democráticas en el mundo. Durante cerca de un siglo los mexicanos nos vanagloriamos de una Constitución (la de 1917) que en materia de derechos laborales y sociales significó un adelanto mundial. Ahora tenemos la oportunidad de repetir la gesta, con una diferencia: la Constitución de 1917 costó un millón de vidas. Ahora tenemos la oportunidad de efectuar otro avance del mismo alcance con un mínimo disparo de armas de fuego y de atrocidades (aunque también se dieron: la barbarie de Acteal será indeleble en la memoria).
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Decíamos: el ezln ha tenido el talento de comprometer para su causa a buena parte de la sociedad civil de nuestro país (y de otras partes). Y desde luego a la inmensa mayoría de los mexicanos que integran a los pueblos indios de la nación. Tal es un hecho irrefutable. Un hecho además que clama por una atención justa y digna: se trata de la reivindicación histórica, de la reivindicación jurídica, política, social y cultural de una parte significativa del país. Sí, en la solución del problema va la paz y la gobernabilidad de la nación, y también la oportunidad de tomar una decisión histórica en beneficio de la nación en su totalidad, de atender plenamente la demanda expresada por decenas de millones de mexicanos. Así lo indican las encuestas serias que se han realizado. Así lo indica la atención nacional e internacional que ha levantado la lucha por la reivindicación de los derechos de los pueblos indios de México como condición indispensable de una democracia verdadera en el país.
5. lecciones para nuestra democracia La presencia del ezln en la Cámara de Diputados marcó un vuelco de la democracia no sólo en México sino que tiene repercusiones de carácter general, me atrevería a decir: universal. No sólo por el hecho insólito de la presencia de una comandante guerrillera en la principal tribuna del poder Legislativo del país, sino porque ese hecho modifica la perspectiva misma con que, en adelante, hemos de ver a la misma democracia: por los inéditos caminos que abre, porque apunta hacia una nueva institucionalidad democrática, y porque confiere concreción y “realidad” a un conjunto de tendencias, ideas, principios que comienzan a diseñarse en el desarrollo político de las sociedades, en muchas partes del mundo. En su novena Carta de la Montaña Juan Jacobo Rousseau decía a sus conciudadanos ginebrinos: “Ustedes únicamente son comerciantes, artesanos, burgueses, siempre ocupados en sus asuntos privados, en sus trabajos, en sus intercambios, en sus ganancias: gentes para las cuales la libertad sólo es un medio para adquirir propiedades, para poseer con todas las seguridades posibles.” Sabía bien de qué hablaba uno de los padres fundadores de las libertades modernas. Clásico para el cual la democracia no se circunscribe a las “reglas” del procedimiento electoral sino que tiene un significado más profundo:
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la expresión de la “voluntad general” (que no es el simple derivado aritmético de una degenerada “voluntad de todos”). Para Rousseau la “voluntad general” tiene un contenido ético y social: es la decisión que busca el bien común y, al límite, no alude a un modelo institucional ni a un régimen específico de gobierno, sino a una manera de ser y expresarse la colectividad, que por ese hecho se autoinstituye democráticamente, más allá de los rígidos patrones que puedan establecerse. La democracia es así un acto de creación de normas, sometidas permanentemente a revisión, de manera que expresen las “necesidades” cambiantes de la colectividad. La democracia y la voluntad general son entonces una presencia continua de colectividad que se hace y rehace incesantemente. La colectividad que se expresa democráticamente crea su propio destino: creación y destino que no dependen de ninguna voluntad ajena y menos impuesta, sino de la voluntad social que se expresa precisamente como “voluntad general”. Bastan estas breves notas para percibir la diferencia abismal entre tal dinámica idea de democracia y la debilidad conceptual de quienes sostienen una idea de democracia rígida, fija de una vez por todas. La historia sigue, se crea y recrea, se “autoinstituye”: no hay entonces ni “último hombre” ni “fin de la historia”, como se ha sostenido falsamente. Las instituciones evolucionan y se revisan, los caminos quedan abiertos, la creación social no tiene fronteras ni reglas últimas. La presencia del ezln en el recinto del Congreso fue un acto de plena creación histórica y apunta hacia formas de democracia más plenas y completas: la colectividad, la comunidad expresándose y haciendo patente su voluntad, sus necesidades, participando directamente en la construcción de su futuro. En realidad, se recogen y materializan en ese hecho tendencias, voces, y movimientos que surgen en muchos lugares del mundo y que consideran a la democracia electoral, a la democracia “sin adjetivos”, como algo incompleto y cercenado, como un muñón de democracia, como una aproximación degradada de lo que podría y debería ser la democracia en un sentido profundo y plenamente realizado. Entiéndaseme bien: no es que se minimice o desprecie la democracia liberal y electoral. Ella ha significado un enorme avance histórico para la humanidad y deberá no sólo preservarse y defenderse, sino afirmarse y ampliarse. Lo que ocurre es que esa “pura” democracia liberal y electoral ha sufrido con el tiempo tremendas traiciones y distorsiones inaceptables. Es la democracia “de intereses” que tan duramente criticó Rousseau en sus conciudadanos ginebrinos. Es la
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democracia liberal y electoral que ofrece pleno espacio de manipulación a los grandes grupos de poder económico, es la democracia liberal y electoral que, como ejemplo concreto y próximo, ignoró el voto popular en las sórdidas maniobras que tuvieron como escenario Florida y la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos, durante la última elección presidencial de ese país. Una democracia que sólo da cabida a la expresión del pueblo cada tres, seis años, y en que los “representantes” quedan desvinculados de los “representados”, abriendo de par en par la puerta a una cauda de intereses no generales sino particulares. Una democracia en que los “representantes” actúan sin responsabilidad ante los “representados”, sino de manera muy relativa hasta las próximas elecciones, en que la “voluntad general” vuelve a quedar atrapada en las mallas del marketing y de quienes tienen la capacidad económica de condicionar a la “opinión pública”. Una democracia, en suma, que se convierte en control egoísta de los que más tienen en perjuicio inadmisible de quienes nada poseen. Entre muchos otros textos significativos sobre la democracia, Cornelius Castoriadis, en una conferencia sobre El imaginario político griego y moderno, sostiene: “En su verdadero significado la democracia consiste en lo siguiente: la sociedad no se detiene nunca en una concepción de lo que es justo, igual o libre, como si fuera fija de una vez para siempre, sino que se instituye de tal manera que las cuestiones de la justicia, la equidad, la igualdad y la libertad son permanentemente discutidas y replanteadas en el marco normal del funcionamiento de la sociedad.” Es decir, en definitiva la democracia y la política (más allá de las intrigas palaciegas), se refieren a un “modo de ser” permanente de la sociedad, a la necesidad de que formule en cada caso las decisiones definitorias de su futuro, de su porvenir. Política y democracia serían así la expresión profundas de la sociedad en cada uno de sus “momentos”, en su desarrollo histórico. Tal fue el significado de la presencia en San Lázaro del ezln. Tal es el significado profundo del mandato constitucional que proclama: “la soberanía radica en el pueblo”. Frente al “Estado soy yo” de las monarquías y de los autoritarismos, el principio democrático consiste en el pueblo afirmándose a sí mismo como el indudable sujeto y portador de la soberanía. Por supuesto, en términos prácticos el principio general que sostenemos ha de cobrar aun formas institucionales que son inéditas, apenas aproximativas, y que han de ir logrando con el tiempo su versión formalizada.
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No se trata, para ser claros, de expulsar o desplazar la organización democrático-representativa de los sistemas políticos actuales y futuros, sino de perfeccionarla, de conferirle un espacio y una flexibilidad de que ha carecido. No se trata de cancelar el avance democrático-electoral que de todos modos vive el país sino de ampliar el régimen democrático con nuevos “usos y costumbres” que lo harán más genuino. En tal sentido, la presencia del ezln en el Congreso ha significado un precedente de enorme riqueza, de enorme importancia política y democrática. No se trata, seguramente, de que cada vez que haya una reclamación o un agravio el grupo ofendido comparezca ante las cámaras. Pero aquí está precisamente uno de los filones creativos más importantes que pudiera tener el actual congreso y los partidos políticos: determinar las condiciones y ocasiones de esas comparecencias, cuando se trate de asuntos de importancia nacional, de importancia que afectan al destino de la nación. A manera de ejemplo: ¿no hubiera resultado de magna importancia que la sociedad expresara sus argumentos, hace algunos años, con motivo de las reformas al artículo 27 constitucional? ¿No sería ahora decisivo escuchar la voz de amplios sectores sociales a propósito de la pretendida reforma fiscal, o de la apertura a la inversión privada, incluso extranjera, en materia de energéticos? Voz de la sociedad no sólo “política” en el sentido vulgar del término sino también técnica, conocedora de las medidas en cuestión. Se trataría, en una palabra, de definir las reglas para que los “representantes” del pueblo (diputados y senadores) establezcan vínculos más sistemáticos y estrechos con sus “representados”, con sus electores. Tal cosa no haría sino fortalecer y engrandecer la legitimidad representativa del Congreso. Hay preocupación ahora del Congreso por marcar sus distancias respecto del Ejecutivo, y hace bien después de tantos decenios en que apenas fue un dócil servidor del presidencialismo todopoderoso y cuantas veces arbitrario. Ganamos todos con ese afán de marcar distancias. Pero ganaría también el país, nuestra democracia y el prestigio del Legislativo si se buscaran las formas específicas de establecer y regular las formas y condiciones de un mayor contacto sistemático con la sociedad representada. Por eso, entre tantos motivos, tuvo tamaña relevancia la comparecencia del ezln ante el Congreso. Repetimos: el arco de unión permanente entre los “representados” y los “representantes” sería decisivo para profundizar nuestra
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democracia, y tendría el significado de un acto de creación legislativa y política excelente para México y para otros lugares del mundo.
6. la reforma malograda Desafortunadamente para ellos, para el país, para los pueblos indios de México, los congresistas se quedaron cortos, y mal, regateando en la Constitución nuevas normas que hubieran significado un hito histórico en el país. Más allá de las intenciones, de que está empedrado el camino del infierno, el hecho es que el momento singular no encontró la voluntad, la fuerza creativa para transformarlo en acontecimiento excepcional. Faltó grandeza y vocación innovadora. Sobró mezquindad y estuvo ausente la largueza, generosidad e inteligencia necesarias para las acciones realmente históricas de una asamblea legislativa. A los líderes del senado, y después de la Cámara de Diputados, se los tragaron los prejuicios, los dominó la estrechez y las insignificancias leguleyas. La lectura del dictamen aprobado, si se compara con los grotescos pronunciamientos de antes de la marcha zapatista, en que se discutía la cuestión de la presencia de las capuchas en los recintos del Congreso, o se emplazaba a la sangrienta liquidación de los alzados, refleja algún avance. Sin embargo el esfuerzo se quedó a la mitad del camino, malogrando la fundación de un nuevo México. En materia tan importante se requería estar a la altura de los grandes momentos constitucionales de la historia del país, como en 1917 y todavía, con posterioridad, en algunos excepcionales. Por desgracia, el Congreso estuvo muy por debajo de la tarea histórica que pudo asumir y que demandaba México, para resolver ese problema centenario que arrastra nuestra larga vida. A menos de que la meta real —como muchos sostienen— haya sido la de favorecer los privilegios de los poseedores, de los caciques y terratenientes de toda laya, de consolidar el statu quo y no permitir ni por asomo la efectiva reivindicación de los indígenas. En tal caso se habría cumplido rotundamente el propósito liquidador de la mayoría de estos “representantes”. ¿A qué venía, con esa insistencia de mal gusto, despreciativa y arrogante, que violenta además la más elemental técnica jurídica (hiriendo dignidades), la repetición obvia, artículo tras artículo, de que los derechos de los pueblos indios deben ejercerse “en el marco” de
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la Constitución? ¿De qué otra manera puede ser tratándose de nuevas disposiciones que se incorporan a la misma Constitución? Y la de machacar que “la nación mexicana es única e indivisible”. Sí, muchos expresaron inquietud acerca de la posible “balcanización” del país, pero ante ese temor los pueblos indios (el Congreso Nacional Indígena), los zapatistas, todos quienes han intervenido en alta voz en este proceso, han negado rotundamente y con razones tal posibilidad. Consignarla una sola vez hubiera sido más que suficiente y menos hiriente, y los legisladores se hubieran ahorrado ese perfil de mezquindad que los singulariza en la redacción de la ley que aprobaron. Sí, conceden derechos de autonomía y libre determinación a los pueblos indios para definir sus formas organizativas y dilucidar sus conflictos ¿por qué entonces regatearles el estatus de sujetos de derecho público, reduciéndolos a la simple especie de entidades de “interés” público? ¿Qué tinterillo intervino para “hacerles ver” a los legisladores los peligros de que los pueblos indios, ahora sí en el marco constitucional, recibieran el reconocimiento de sujetos de derecho público? ¿Qué vivillo iletrado les encendió las farolas rojas de la desorganización del país? ¿Otra vez temor a la segregación o a la desintegración nacional? ¿A crear un “cuarto piso” institucional que, por cierto, se concreta ya en buen número de constituciones del mundo? Por donde se vea: confirmación del statu inamovible y renuncia a cualquier intento realmente creativo y fundador. Sí, se trata de una nueva ley que tiende a la descentralización ¿pero entonces no resultaba indispensable señalar imperativamente en la Constitución, como hace la ley Cocopa, en sus líneas centrales, las condiciones del ejercicio de los derechos de los pueblos indios, en vez de dejar tamaños espacios a la discreción de los estados y de sus leyes. ¿No conocen los señores legisladores la fuerza de las presiones e intereses locales, de caciques y jefes regionales, que han medrado hasta hartarse con la explotación de la mano de obra indígena y campesina, y que ciertamente se movilizarán a fondo para convertir el ejercicio de esos derechos en remedo, en caricatura y burla? Bien tienen razón quienes han sostenido que, en el fondo, es una ley cosmética que no transforma y sí convalida los poderes existentes. Se comprende entonces el rechazo indignado de la ley y las objeciones duras del ezln y del cni, y de tantas plumas que han expresado su desilusión y enojo por el aborto de una normatividad que nos hubiera puesto de nueva cuenta en la vanguardia de las transformaciones constitucionales en el mundo, ese necesario reconocimiento
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de los derechos de los pueblos indios con el que hubiéramos iniciado el pago de una deuda varias veces centenaria, y que significaba el inicio de una nueva nación, en lo político, en lo social, sobre todo en lo moral. Todavía: ¿por qué reducir hasta los huesos las normas en que se consignan los derechos de participación de los pueblos y comunidades indígenas en la formulación de los planes y programas que propiciarían su desarrollo, en lo cual, sin duda, es mucho más generosa la ley Cocopa? Y aspecto fundamental: ¿por qué eliminar la idea de la ley cocopa de “acceder de manera colectiva al uso y disfrute de los recursos naturales de sus tierras y territorios”, falseando el sentido de esa norma y limitándola tramposamente al “uso y disfrute preferente de los recursos naturales de los lugares que habitan”, después de imponer, por cierto, una serie de “candados” restrictivos? Ahora resulta que hasta la Corona, en tiempos de la Colonia, fue más generosa que nuestros señores legisladores. ¿Por qué, además, eliminar el precepto de la Cocopa en que se consagra la autonomía de los pueblos indios, entre otros fines para “adquirir, operar y administrar sus propios medios de comunicación”, convirtiendo tal derecho apenas en uno que abre esa posibilidad “en los términos que las leyes de la materia determinen”? ¿Los pueblos y comunidades indígenas “competidores” entonces de los monopolios de la comunicación, nacionales e internacionales? ¿No se percibe la desproporción y asimetría de lo dispuesto, y en la práctica el carácter nugatorio del precepto? ¿Se trata entonces de proteger “derechos de terceros”? Pero, ¿de qué “terceros”? No, los señores legisladores olvidaron rotundamente que se trataba de una reforma constitucional reivindicadora de diez millones de mexicanos, que no afectan a los otros noventa sino que también los hubieran reivindicado, desconociendo que el más elemental sentido de justicia impide ponerle un signo de igualdad a lo desigual, que la justicia referida a un grupo históricamente desfavorecido y explotado consiste precisamente en otorgarle un trato desigual a lo que es desigual? Pero como la justicia consiste también en reconocer las diferencias y marcarlas, señalemos que resulta una virtud del dictamen su prohibición constitucional de “toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, el género, la edad, las capacidades diferentes, la condición social, las condiciones de salud, la religión, las opiniones,
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las preferencias, el estado civil o cualquier otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas”. Aportación al capítulo de los derechos de la persona en la Constitución que no puede negarse. Como tampoco puede regatearse la virtud del catálogo de obligaciones dirigidos a la Federación, a los estados y municipios para promover oportunidades y abatir rezagos de los pueblos y comunidades indígenas en variedad de horizontes: escuelas, salud, vivienda, economía, mujeres, apoyo a actividades productivas, protección a sus emigrantes, en el país y en el extranjero, velando por el respeto a sus derechos humanos y laborales y promoviendo la difusión de sus culturas. Y que para tales fines se exige a las autoridades la asignación de presupuestos que las propias comunidades indígenas administrarían para fines específicos. Muy bien, pero fue una lástima que los derechos esenciales de los pueblos y comunidades indígenas, demandados por ellos mismos y por la mayoría nacional, quedaran desdibujados y oscuros hasta su desaparición en el dictamen aprobado. Y que los legisladores no acabaran de ver que el reclamo y la movilización nacional no tienen que ver, otra vez, con simples “reivindicaciones” sociales de ocasión sino con algo más profundo: el reconocimiento de la personalidad de los pueblos indios, confiriéndoles un haz de derechos que no únicamente servirán para “promover” su desarrollo sino que significan hondamente el reconocimiento de su estatus como sujetos de derecho público, como sujetos precisamente de dignidad, después de cinco centurias de agravios, de miseria y explotación: un urgente reconocimiento constitucional (¡deuda histórica mayúscula!) a quienes han sido reducidos inveteradamente a un mundo de no existencia, hasta de infrahumanidad. La cuestión era la del ser de los pueblos indios: los señores legisladores prefirieron sancionar el no ser, su inexistencia. Tal es el paso que no se atrevieron a dar los congresistas. ¿En algunos aspectos un avance? Sí, pero no en aquellos que significan el corazón de las luchas indígenas a través del tiempo y de la última movilización nacional, desde hace siete años, encabezada por el ezln y el Congreso Nacional Indígena. ¿Hay todavía posibilidades abiertas de corrección y reivindicación histórica? Llegarán sin duda por la vía de las luchas sociales, más pronto que tarde y por caminos que hoy son inéditos.
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7. radicalismo desde la nada, desde la esperanza Se comenta, según el medio político e intelectual, que el ezln habría asumido una posición “demasiado” rígida al romper los lazos de comunicación con el gobierno federal al negarse a continuar el diálogo y el contacto con esos representantes del gobierno (después del rechazo del legislativo federal a la ley Cocopa). Por supuesto, también se sugiere rigidez y radicalismo en el tajante rechazo al dictamen aprobado por las cámaras de Senadores y Diputados porque —argumentan algunos— “de todos modos” la ley aprobada significa un avance de la condición jurídica de los pueblos indios, ya que éstos cuentan ahora con un “estatuto” constitucional del que carecían antes. Un corolario que se desprendería de los anteriores puntos de vista es que, “como de costumbre”, los “grupos” indígenas carecen de flexibilidad y no están “realmente” dispuestos a hacer política, que jamás significa obtener el 100% de lo deseado. En esta línea sentenciosa se prescribe que la política consiste en lograr y ceder, en acercarse a las metas sin que jamás se llegue “por entero” a la tierra prometida, en definitiva, en transar no en negociar, en frustrar las propias esperanzas no en realizarlas por la vía de la razón, el diálogo y el derecho. Otro corolario diría que si bien el dictamen aprobado no es “exacto” a la ley Cocopa contiene avances y material muy valioso que resulta imposible negar y echar por la borda, y que mucho menos justifica el rechazo altisonante que ha merecido, por parte del ezln, del Congreso Nacional Indigenista y de amplios sectores de la sociedad civil. Para remate, el hecho de que los senadores de la fracción del prd hayan votado en “lo general” en favor del dictamen (con observaciones o diferencias “en lo particular”), parecería abonar la verdad de las tesis anteriores, ya que incluso integrantes de ese partido político consideraron (y consideran) que existe un avance indudable en el dictamen que comentamos. Con este tipo de razonamientos en el aire, aparece el artículo de Luis Villoro, “Dos ideas del Estado-nación” (La Jornada, 9 de mayo de 2001), que avanza sustancialmente en la discusión. En su escrito Villoro nos dice que el dictamen aprobado, ante las aspiraciones de los pueblos indios (recogidas en la ley Cocopa), tiene su raíz en una idea del Estado-nación que lo concibe esencialmente como homogéneo, en el fondo como un Estado que desconoce “la pluralidad de pueblos y culturas que constituyen la nación real, y que ha fincado su unidad en la igualdad formal ante una legislación única, sobre todas las diferen-
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cias, que persigue la construcción de una sola nación, con una lengua y una cultura únicas”. La unidad de tal Estado-nación, esencialmente abstracta, se debería a la “imposición de un modelo de Estado propio del grupo hegemónico”. Modelo que tendría su raíz en la filosofía de la modernidad de origen occidental y europeo. Villoro nos dice que el gran equívoco radica en que, desde ese modelo de Estado-nación (en el fondo discriminatorio, racista, explotador y reduccionista, decimos nosotros), se ha pretendido conceder derechos a los pueblos indígenas, cuando la real cuestión radica precisamente en “poner en cuestión” la idea de ese Estado y en reconocer entonces el derecho de los distintos pueblos que lo conforman a definir, “junto con nosotros”, una nueva idea de Estado-nación. Si en verdad se reconoce el carácter multilateral del Estado mexicano, sería necesario pasar inequívocamente de la idea de un Estado homogéneo a la de un Estado plural. La demanda de fondo de los pueblos indios, concentrada en la ley Cocopa, consistiría entonces en una modificación profunda de la estructura del Estado mexicano, otorgándole efectiva vigencia y reconocimiento a su carácter plural y dejando atrás (o comenzando a trascenderla, al menos), la imposición hegemónica de ciertos grupos dominantes (definidos por el poder económico, pero también culturalmente como mestizos y criollos). Así, no se trataba de iniciar otra etapa de asistencia social a los pueblos indígenas (como sugiere el apartado B del artículo 2o. constitucional del dictamen aprobado), sino del reconocimiento de tales pueblos como efectiva parte constitutiva de la nación. El debate de fondo, entonces, no se refiere a la institución de meros “auxilios” sociales y económicos en favor de los pueblos indios, como ha ocurrido en el pasado (en los momentos más “generosos” del Estado), sino del reconocimiento de un nuevo ser social, precisamente del reconocimiento de los pueblos indios como sujetos de derecho público. El sentido profundo de las luchas indígenas centenarias y del último levantamiento zapatista no alude, por consiguiente, a ninguna especie de asistencia social sino al reconocimiento de su dignidad y existencia. Es una cuestión de ser, no de dádiva, no de compensación sino de constitución, no de amparo sino de fundación y establecimiento, no de ceder sino, como decíamos, de reconocer una nueva dignidad fundada en la diferencia. No sería, para decirlo en términos filosóficos, una cuestión de mera moral sino de constitución ontológica radical.
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En medio de este debate, se publica también el libro de Enrique Dussel, Filosofía de la liberación (Primero Editores) que, en la misma vertiente y de manera aún más tajante, explica el reiterado y varias veces centenario fenómeno de la exclusión y marginación de los pueblos sometidos, como una de las manifestaciones clave de la dominación mundial centroeuropea (desde el siglo xv), en sus diversas expresiones: como conquista (ocupación militar), como imperialismo (directa extracción de riquezas sirviéndose de la mano de obra nativa), como dominio y control de las corporaciones y del capital financiero internacional (las decisiones políticas y económicas del Estado desplazándose hacia los consejos de administración y las gerencias de las corporaciones). El dominio y explotación de los pueblos marginados (por parte del nuevo sistema mundo central: europeo, estadunidense, japonés), no sólo asumiría una clara mecánica económica sino que acarrea con ella implicaciones éticas, culturales, ideológicas. Desde la “filosofía moderna eurocéntrica... se sitúa a todos los pueblos, a todas las culturas, y con ello sus mujeres y sus hijos..., como útiles manipulables, bajo el imperio de la razón instrumental”. La respuesta teórica a estos dilemas resulta lo de menos, “...en cuanto a la respuesta práctica, que es la real, la seguimos sufriendo todavía: no somos sólo la mano de obra, sino, irracionales al menos o ‘bestiales’, incultos —porque no [tenemos] la cultura del centro—, salvajes, subdesarrollados”. “No es lo mismo nacer en Chiapas que en Nueva York. La ‘caída del Muro de Berlín’ no ha cambiado esta situación; más bien la ha acrecentado. Dicha caída... ha hecho más trágica la situación presente. El ‘otro’ muro más antiguo es ahora más alto: comenzó a levantarse en 1492 y separa al norte desarrollado y el sur empobrecido, pasa por el Río Colorado, el Mediterráneo y las aguas territoriales de Japón.” En tales condiciones, los funcionarios de la dominación en los países centrales, pero también sus discípulos en los países de la periferia (técnicos y tecnócratas, funcionarios gubernamentales y “teóricos” del mismo sistema de dominación), imponen la “mirada” del centro: su tratamiento de los problemas de la periferia es desde los intereses de la dominación, subrayando consciente e inconscientemente exclusión y marginación, explotación y subordinación. En el plano filosófico, antes que el “yo pienso” (el ego cogito) hay un “ego conquiro” (el yo conquisto), como fundamento real y práctico del “yo pienso”. Contra tal discurso de la dominación, nos dice Dussel, comienza a levantarse en la periferia un discurso liberador que le otorga voz y
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existencia a los oprimidos, a los excluidos, “a las sombras que la luz del ser no ha podido iluminar”, al “silencio interpelante sin palabra todavía”. Una voz que comienza a constituirse desde el no-ser, desde la nada, lo opaco, el otro, la exterioridad, el excluido, el misterio de lo sin-sentido: desde el grito del pobre parte nuestro pensar”. Se pudieran multiplicar las menciones a la obra de Villoro, de Dussel y otros igualmente convincentes, en que se “revela” filosóficamente la condición de los excluidos. Pero baste lo dicho para arrojar luz, en el caso del movimiento zapatista e indigenista en México, sobre la sustancia y origen profundos de su rebeldía, de sus reclamos, de su “radicalidad”. Una “radicalidad” que no tiene que ver con ciertas concesiones u oportunidades reflejadas en el dictamen de ley aprobada por el Congreso de la Unión, que eluden la cuestión del reconocimiento del ser y dignidad de los pueblos indios, sino que tiene su Razón y razones de ser en su reclamo de afirmación y existencia como tales pueblos, como sujetos de derecho público, como parte real y no ficticia y espuria de la nación. Radicalismo en el rechazo del dictamen aprobado porque éste evadió la cuestión central y decisiva. Radicalismo porque el dictamen no da cuenta del reclamo histórico, muchas veces secular, de los pueblos indios en México. Radicalismo que, sin embargo, ha hecho política al aceptar como referencia satisfactoria el contenido de la ley Cocopa. Radicalismo que de todos modos se funda en la esperanza, en la confianza y certidumbre de que, antes que tarde, tendrá concreción ese reclamo que los llevará de su no-ser histórico a su ser en la historia. Radicalismo zapatista y de los pueblos indios en México fundado en la esperanza, aun cuando ésta no se cristalice en los “quince minutos” originalmente anunciados. Debe decirse que la lucha del ezln no únicamente ha significado la reivindicación de los derechos de los pueblos indios en México, en todas sus dimensiones: su lucha y presencia ha tenido además otro tipo de implicaciones, también vinculadas por supuesto a las reivindicaciones esenciales de esos pueblos, pero que no se detienen allí. Me refiero a la movilización de la sociedad civil y de las conciencias mexicanas en los últimos años —en lo cual ha sido clave el ezln-Marcos— buscando la democratización profunda del país, en todos los órdenes, tanto en la democracia “sin adjetivos” como en aquel más radical de una economía, de una cultura, de una participación política que lo sea de verdad y que permita acercarnos a ese ideal buscado y escurridizo de una sociedad igualitaria.
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Marcos y el ezln han sido indiscutible avanzada en la democratización de México, es decir, en ese proceso de galvanización de la conciencia nacional que se ha traducido en importantes presiones sociales para el cambio mexicano. Si dejamos de lado las superficiales versiones de un avance democrático circunscrito a la voluntad presidencial o a otros órganos del establishment político, y asumimos los procesos de la historia como procesos sociales más amplios, resulta inevitable concluir que en ese desarrollo Marcos y el ezln han cumplido en México una tarea decisiva: tarea que los sitúa además en la vanguardia de la movilización popular en México. Pero hay otra implicación primordial: puesto que en las luchas de la izquierda resulta central el cambio y la movilización social buscando una democracia más genuina, Marcos y el ezln se han colocado también, de golpe y porrazo, en la vanguardia de la izquierda mexicana (e internacional) por variedad de razones. El ezln ha sido objetivamente la fuerza más importante de la izquierda mexicana en los últimos años, ya probada como inteligencia y resistencia, y como un poderoso proyecto de vanguardia que colocaría bajo nuevos parámetros la entera política nacional. Sólo así se explicaba en su momento el barullo que entre unos y otros causó la discusión sobre el destino futuro del ezln y de Marcos. Reconversión no porque ese líder y esa organización no hayan hecho política en sus pronunciamientos abiertos —la han hecho a raudales y de manera eficacísima—, sino porque en adelante la harían o deberían hacerla no en el confinamiento de una región sino en el campo abierto de la nación. ¿Se trataría de la formación de un nuevo partido de izquierda? No lo sabemos, no lo creemos, en todo caso opino que ese nuevo “factor” político pasaría por distintas fases y tipo de acciones, con tiempos de duración y condiciones evolutivas imposibles de adelantar. En todo caso, se trataría de un muy amplio movimiento de las fuerzas democráticas y de izquierda mexicanas, que no ha tenido parangón reciente en el país. Es verdad: para muchos la única y última participación política reside en la acción de un partido, con su inevitable secuela de proselitismo contable nacional, presentación de candidaturas y eventual ejercicio de puestos de representación legislativa y gubernamental. De allí, por ejemplo, la fácil, engañosa y a veces ridícula metáfora del candidato Marcos, ya con nombre propio y sin pasamontañas, ocupando un escaño o una función electoral de gobierno. No deseo, por
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supuesto, eliminar a priori cualquier eventualidad. Ni deseo ni podría hacerlo. Simplemente sostengo que hay muchas formas nuevas y aun inéditas de “participar” y “hacer” política que no se limitan a las que cumple un partido político, al menos en su significado más tradicional. El propio Marcos y el ezln nos lo han mostrado lo anterior de manera brillante y contundente en estos años, desde su aparición en el panorama nacional al inicio de 1994. De hecho —y perdóneseme el riesgo de la opinión— me parece que el tipo de batallas políticas que desempeñarían los “convertidos” Marcos-ezln seguirían aproximándose más a un esquema de movilización de la sociedad civil que a los tradicionales de un partido político. Se parecería más a un movimiento que a una organización partidaria. La penetración, actualidad, alcance y eco en la sociedad mexicana e internacional que han alcanzado el ezln y Marcos tienen que ver más con “otras” formas de acción política que con la partidista acostumbrada. Precisamente con una forma de acción política que ha tenido como clave ampliar dramáticamente la “toma de conciencia” de muchos mexicanos acerca de la situación general de la sociedad que vivimos: la explotación del trabajo humano —manual e intelectual— en sus viejas y nuevas formas, la infame y abusiva concentración de los capitales, la intolerable condición de los excluidos, el hecho de una “civilización” controlada por las élites y en favor de sus intereses. Y, por supuesto, las vías posibles para “trascender”, liquidar, superar y dejar atrás esa situación. Una de las “visiones” y conocimientos que seguramente tienen Marcos y el ezln es que, por necesidad, los partidos políticos, incluidos los de oposición, se convierten al final de cuentas en “órganos del Estado”, es decir, en parte funcional del establishment. Espero no equivocarme al decir que tal es una convicción arraigada en el ezln-Marcos, no sólo por el tipo de aparición política nacional que emprendieron al inicio de 1994 sino porque así lo indican los escritos, reflexiones y posiciones políticas que han asumido desde entonces. Después de su silencio de más de un año ¿estarían dispuestos a ocupar ese espacio que les corresponde, que han ganado con tanta valentía y decisión? Por supuesto, esa variante de hacer política no los margina o aleja de los reales intereses nacionales, sino al contrario, los acerca tremendamente a ellos, a las reales necesidades del pueblo de México. Al contrario, decimos, porque esa opción parece hoy la necesaria en la actual situación del país: movilizadora de la sociedad civil, diálo-
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go permanente con las bases, oído y palabra que se confunde con las aspiraciones populares y sus reivindicaciones. ezln-Marcos han conservado toda su vigencia, actualidad política y popularidad. Y es por ellas que han obtenido la respuesta nacional e internacional que conocemos. Más aún: es por esa línea de acción asumida que pueden ser más eficaces en la historia del país, eficacia que difícilmente lograrían en la traza y con las acciones de un partido político en forma (convertidos además en militantes “funcionarios” de partido o de gobierno, de la manera más trillada y habitual). De lo que se trata entonces no es tanto de construir un nuevo partido político de izquierda para la competencia electoral, sino de crear una nueva hegemonía nacional portadora e impulsora de una nueva cultura, de una visión y de una nueva política fundadas en los principios igualitarios, libertarios y de fraternidad-solidaridad propios de una democracia profunda, de una democracia radical, de una efectiva democracia participativa. No en vano el ezln-Marcos, desde sus orígenes públicos, exigieron para el país una genuina democracia política y social. En esa tarea de contribuir decisivamente a la construcción de una nueva democracia y de una nueva hegemonía, el ezln y Marcos tendrían un papel definitivamente histórico. Porque es en ese terreno en el que han probado su eficacia, capacidad y talentos. Tal es su real y significativa función de vanguardia en México, una vanguardia de izquierda que “contaminaría” al resto de la sociedad, que se extendería como una gran mancha de bálsamo por todo el país, en todos los pliegues sociales. Como un aceite vivo y vivificador, dinámico y concreto. Es así como veo el futuro de Marcos-ezln y su gran aportación a la historia de México. Cuando menos en una fase de transición (cultural, de civilización, de política en el sentido más amplio y generoso del término), cuya duración es imposible de definir en el tiempo y el espacio. En una fase de transición hacia la nueva hegemonía que esperamos: la hegemonía de los valores sociales y de la solidaridad. Una “transición” que no se limita a la alternancia de un partido por otro en el poder y al cambio (relativo) del personal político, sino una transición que no lo es realmente si no es hacia una democracia igualitaria y “del pueblo y para el pueblo”. En esa tarea, hoy, en México, ningún colectivo más prestigiado y apropiado que el ezln y el subcomandante Marcos. Ya probados en un tiempo de nuestra historia.
IV. LA GLOBALIZACIÓN Y SUS ESTRAGOS
1. las contradicciones de la globalización neoliberal Se dice que la globalización es un resultado, por igual, de la revolución tecnológica y de la extensión sin fronteras de la economía capitalista: comercio y consumo mundiales, trabajo que se desplaza entre fronteras y aun entre continentes, decisiones económicas de los centros del capital internacional, comunicación electrónica instantánea entre las regiones más distantes del globo y un conjunto de otros “fenómenos” financieros, económicos y técnicos que definen el mundo contemporáneo. Por supuesto, un amplio movimiento ideológico de propaganda ha postulado que tal “mundialización” será y es ya la clave de una nueva prosperidad planetaria, de una “nueva civilización”. Pero cuando apenas penetramos la costra más superficial de esa economía global de mercado, percibimos que en realidad ha propiciado injusticias sin cuento en la sociedad humana, concentración de riqueza en unos cuantos países y zonas de la tierra y miseria en el resto del planeta. Hasta el punto en que hoy es abismal la brecha entre el Primero y el Tercer mundos (para emplear la terminología consagrada), siendo esa diferencia la fuente más grave de la inestabilidad mundial. Los dueños de la globalización predican que en esta nueva etapa de la historia no hay razón para los conflictos ideológicos y las contradicciones materiales, y han encontrado eco publicitario en el difundido y superficial libro El fin de la historia y el último hombre (1992), de Francis Fukuyama. Según el ensayista, después del colapso socialista seguiría un “orden internacional” armonioso, desde luego controlado y vigilado por las potencias vencedoras de Occidente, en el que reinarían indefinidamente el mercado y la democracia liberal. Naturalmente ese futuro mundo aséptico resultó una lamentable falsedad. Es suficiente seguir con mínima atención las noticias mundiales para observar hasta que punto el mundo está dividido hoy en guetos de riqueza y prosperidad, y en enormes manchas de miseria que se extienden a lo largo y ancho del globo. E igualmente el hecho de que esas zonas de pobreza invaden también el corazón de los centros de [72]
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riqueza: el Primer Mundo tiene también dentro a su Tercer Mundo. Es decir, en vez del “mundo armonioso” en que pensaba Fukuyama nos encontramos hoy con un mundo lleno de contradicciones y violencias sin cuento. Muchas son las contradicciones del mundo globalizado: guerras religiosas y enfrentamientos milenaristas, conflictos fronterizos y oposiciones nacionalistas, odios raciales y tentaciones de limpieza étnica. Uno de los más conspicuos subproductos de esta globalidad que sólo beneficia a los ricos y empobrece a los ya miserables, consiste en las corrientes migratorias que de manera masiva representan rasgo sobresaliente del mundo moderno. Las zonas de riqueza atraen a la mano de obra de las zonas de pobreza: la esperanza sigue siendo uno de los resortes más enérgicos de la conducta humana. La globalidad entonces como resultado de las grandes transformaciones tecnológicas y de la “mundialización” del mercado, y el neoliberalismo como ideología de tal “visión del mundo”, uno de cuyos objetivos es el de abrir mercados, debilitando a los estados nacionales (naturalmente de los países débiles), abriendo fronteras y privatizando los recursos públicos de las sociedades (naturalmente, las economías y los recursos públicos de los países débiles, no las de los fuertes). Las políticas que se imponen son en una sola dirección, en perjuicio de los pobres, en tanto idénticas medidas son inaceptables para los países más fuertes, que sólo las aplican y exigen a su conveniencia. ¿Qué falsedades encierran entonces tales políticas y afirmaciones doctrinales? El neoliberalismo niega los principios clásicos del liberalismo libertario, que prometía bienestar y abría nuevas esperanzas. O, con mayor exactitud, los convierte en exclusivo privilegio de unos cuantos grupos y clases: quienes ejercen el poder. Y esto, sin ir más lejos, porque la constitución de grandes monopolios niega la libertad del mercado y “traba” gravemente el desarrollo de la democracia y la vigencia de los órdenes constitucionales de derecho. Otra falacia del neoliberalismo es vincular mercado y democracia. Ésta, en las “democracias liberales”, se encuentra gravemente distorsionada, corrompida y aún negada por los lobbies, los grupos de interés, los representantes que se deben más a sus clientelas que a sus electores ciudadanos. Tal “corrupción” y “degeneración” ha hecho imposible el cumplimiento de los principios originales del liberalismo. Resulta por tanto falaz sostener que la globalización neoliberal (en que se identifican economía de mercado y democracia liberal)
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representa “el fin de la historia”, como quería Francis Fukuyama. Parece entonces útil poner de relieve algunas de las contradicciones del sistema capitalista contemporáneo, que ponen en cuestión las pretendidas realizaciones paradigmáticas del neoliberalismo y de la globalización de la economía. 1] El desempleo creciente en el mundo, en primer término, que en verdad es “calculado” y aun “proyectado” por la nueva economía liberal. En estas nuevas economías se privilegia el consumo, el equilibrio y la estabilidad del capital financiero sobre la producción, el empleo y el trabajo. 2] El creciente número de excluidos o marginales de la sociedad, tanto en lo nacional como en lo internacional. La globalización y el neoliberalismo han creado enormes bolsas de miseria en todos los continentes y al interior de las naciones, incluso las más ricas. Grandes grupos humanos han sido segregados del avance de la tecnología y de la prosperidad contemporánea, que es para los pocos. 3] Como consecuencia de ello nos encontramos con las grandes corrientes migratorias que, a su vez, han sido causa y pretexto del renacimiento del racismo y de la xenofobia en importantes núcleos de los países más desarrollados. 4] Habría que mencionar igualmente las “rudas” batallas económicas entre naciones, grupos regionales y continentes. La “armonización” del mundo bajo una nueva égida está lejos de realizarse y de hecho existen pugnas crecientes (de carácter económico, y eventualmente militar). No existe el pretendido “equilibrio” entre naciones y regiones sino antagonismo y competencia desconsiderados (Unión Europea, Estado Unidos, Japón, Cuenca del Pacífico, etcétera). 5] Debería mencionarse igualmente la casi total ausencia de reglas claras referidas al mercado. Mientras las grandes economías exigen de las pequeñas apertura, desregulación y eliminación de proteccionismos, ellas apenas aplican a sus economías estas prácticas, incluso recurriendo, cuando hace falta, al más cerrado proteccionismo y a los precios de dumping. Sus exigencias económicas y condiciones ideológicas sobre el Tercer Mundo tienen el claro propósito de ampliar su penetración y afirmar su dominio. 6] Tal economía e ideología han profundizado dramáticamente la división del mundo entre muy pobres y muy ricos, propiciando la transferencia de riquezas y capitales de las zonas no desarrolladas a las industriales, a través de los diversos mecanismos que han permiti-
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do la acumulación de una gigantesca deuda externa, la disminución del precio de las materias primas y utilizando otros mecanismos especulativos para hacer que la riqueza “emigre” de las zonas de pobreza y carencias hacia las de mayor riqueza y recursos. Muchas son las formas en que se materializa hoy la explotación del trabajo humano. 7] Por supuesto, esa misma transferencia y explotación se presenta al interior de las sociedades nacionales. 8] Es verdad, la globalización neoliberal está vinculada a los recientes avances científicos y tecnológicos y a la explosión de las técnicas y medios de comunicación, que representan transformaciones irreversibles de la sociedad humana. Pero cuando la técnica adquiere tal influencia y poder sobre la sociedad se confirma el dominio de los económicamente más fuertes y de quienes controlan los aparatos políticos, económicos y de la comunicación. 9] De tal situación se ha generalizado el intento de imponer un “pensamiento único” y “unidimensional”. Sin embargo, las abismales diferencias económicas y sociales y el choque entre la “lógica” del capital y las diversas comunidades culturales, étnicas e históricas procuran sustraerse a la homogeneización del mercado y del pensamiento. En la práctica, la pluralidad cultural se organiza alrededor de una combinación de experiencias pasadas y presentes que confirma las identidades y la pertenencia a una clase social, a un determinado sexo, a determinadas comunidades étnicas y religiosas, a grupos políticos y sindicales y, al límite, a las naciones mismas. Tales sectores y grupos afirman su diferencia ante las pretensiones estandarizadoras de la organización económica e ideológica dominante. 10] Las guerras interétnicas y religiosas representan también una de las principales fuentes de “desajuste”, contradicciones y enfrentamientos en el mundo “nuevo” de la globalidad. 11] La industria del armamento y el tráfico lícito e ilícito de armas no sólo desvía gigantescos recursos que deberían servir para el desarrollo sino que, cuando hace falta, los “capitanes” de esa industria sostienen a regímenes antidemocráticos y antipopulares. Ese tráfico, sobre el que se habla menos, es más importante aun que el de las drogas, sin mencionar la consolidación-expansión del complejo militar-industrial en los países más desarrollados, en primer lugar Estados Unidos. 12] Igualmente ha proliferado la “errática” diseminación de armas nucleares, muchas veces no controladas por ninguna autoridad estatal o de gobierno, sino en manos de aventureros o “nuevos mafiosos” del comercio y el tráfico nuclear.
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13] Al mismo tiempo han proliferado los “Súper estados” de las mafias y los cárteles del narcotráfico, penetrando inconsideradamente en los gobiernos de las sociedades de la abundancia y de la pobreza, por igual, en la economía globalizada y en las correspondientes relaciones internacionales. Verdaderas fuerzas cuyo alcance no se ha medido aún con precisión. 14] Son innegables igualmente las deficiencias, llamémosle “jurídicas”, de la organización internacional (de la organización del mundo y de las relaciones internacionales). Las relaciones entre el mundo industrial y el mundo subdesarrollado siguen siendo esencialmente de dominación, habiéndose suspendido las negociaciones pendientes (Norte-Sur) y, por supuesto, la indispensable democratización de las onu (la democratización internacional). La globalización del mundo se encuentra concentrada en unas cuantas manos y no existen “reglas jurídicas” que contrarresten esa enorme concentración de poder. 15] Las “contradicciones” y “excepciones” mencionadas niegan enfáticamente el carácter paradigmático de la globalización de la economía y de las relaciones internacionales, en su forma actual. La “mundialización” se ha revelado entonces como no homogénea ni armoniosa, ni más transparente que la sociedad “tradicional”, sino en realidad como mucho más compleja y caótica, con dos características esenciales que se agudizan: la dominación de unos por otros y la explotación. 16] No es posible pensar hoy en la historia como una historia “unilineal”, en que se funda la inaceptable tesis del “fin de la historia”, sino más bien como una historia enormemente fragmentada y contradictoria. Tal “fragmentación” no sólo se deriva de la crisis del colonialismo y del imperialismo en sus formas tradicionales, sino paradójicamente también de la acción de los medios masivos de comunicación. Aquí encontraríamos una importante dicotomía teórica: por un lado, como ejemplo, la visión de Horkheimer y Adorno sosteniendo que la prensa y la radio (y después la tv) han producido una estricta homogeneización y estandarización de la sociedad, siendo factores en el surgimiento de gobiernos totalitarios y dictatoriales en que un “Big Brother” todopoderoso vigila permanentemente la conciencia de cada uno de los “súbditos”. La difusión unilateral de la propaganda y la repetición de mensajes serían los instrumentos principales del control de tales poderes.
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En el otro extremo, Gianni Vattimo (y los partidarios del tiempo y de la historia “posmodernos”), consideran que precisamente la explosión de los medios informativos y la comunicación multiplican las “visiones del mundo”, expresándose entonces las más variadas culturas y subculturas, de etnias y grupos. La expansión misma del mercado —sostiene Vattimo— exige que los más diferentes eventos y valores sean presentados y discutidos en los medios. Por eso los medios masivos de comunicación son sustanciales en la redirección del espacio y tiempo nuevos, nos dice, que no serían unilineales sino abigarrados, fragmentados, contradictorios, opuestos entre sí: tal simultaneidad definiría el tiempo posmoderno (fenómenos tecnológicos como Internet habrían reforzado esta tendencia). ¿Una verdad —o una certidumbre más consistente— no contendría por fuerza elementos de ambas visiones?
2. el mundo actual: situación y alternativas Hoy el mundo no está más habitado por fantasmas sino por algunas realidades abrumadoras, entre ellas la de una globalización en manos de los consorcios transnacionales y multinacionales y de los centros del capital financiero y sus agentes. Y esa realidad tiene las más amplias repercusiones en la vida de individuos, clases y grupos sociales, pueblos y naciones, hasta en el último rincón de la tierra. La llamada globalización, que debiera significar un estadio de progreso para la humanidad, se haya secuestrada en beneficio de grupos reducidos, en vez de ser un signo alentador de universalidad y bienestar para el género humano. Hemos dicho que la globalización actual implica la tendencia del capital a constituirse en sistema mundial, esto es, a que su “lógica” de comportamiento se imponga como hegemónica en todos los ámbitos de la actividad humana: espacios geográficos, sociales, culturales, ideológicos. Por eso ha sido tan amplia la dimensión social, política, cultural e ideológica de su impacto, que es también una mundialización de valores, idiosincrasias, modas, formas de vida y de “ver el mundo”. La globalización contemporánea es el resultado de un largo proceso histórico, comenzando por las conquistas coloniales de los siglos xv y xvi, siguiendo con las invasiones imperialistas y, en los últimos
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tiempos, como resultado de la hegemonía del capital concentrado (las corporaciones y los centros de decisión financiera) y de las transformaciones tecnológicas que ha vivido el mundo. La globalización, aunque ciertamente es una etapa más en el desarrollo del capitalismo como sistema mundial (constituye un sistema-mundo, en la categoría teórica de Immanuel Wallerstein), tiene un significado y consecuencias de alcance indudable en las actuales formas de vida, maneras de pensar, producir y consumir de los hombres en sociedad. La globalización es una nueva “visión del mundo” y, como tal, marca diferencias contrastantes con las “visiones” y modus operandi respecto a otras etapas del propio desarrollo capitalista. Sus diferencias con lo anterior son cualitativas, de sustancia y no sólo cuantitativas, fenoménicas o de grado. Debe decirse que el tema de la globalización ha sido estudiado por una amplia literatura que se ha concentrado sobre todo en explicar el funcionamiento y las consecuencias económicas del fenómeno, y sólo en los últimos tiempos ha concentrado su atención en otros de sus aspectos, por ejemplo la expansión de las comunicaciones y de las industrias culturales, o las implicaciones políticas de la globalización (en que se modifican las formas tradicionales del Estado-nación y de la misma soberanía del Estado), o sus repercusiones sociales, o sobre las relaciones laborales, o sobre el medio ambiente, o acerca de las corrientes migratorias, o acerca de la educación y la cultura que hoy prevalecen. Desde el punto de vista de las ciencias sociales, una investigación objetiva de la globalización debiera ser interdisciplinaria, precisamente para aproximarnos al tema en su “poliédrica” realidad, más que conformarnos con una vista parcial de la misma. En este caso es preferible el riesgo de la amplitud a la limitación de las ordinarias visiones parciales. En un estudio amplio de la globalización surgen preguntas inevitables: ¿la globalización es hija de qué transformaciones históricas y de qué corrientes filosóficas e ideológicas? ¿Hacia dónde va? ¿Esencialmente a quiénes beneficia? ¿Qué contradicciones y oposiciones suscita? ¿Qué significado tiene la globalización para países como el nuestro? ¿Cumple las promesas proclamadas o más bien asume otros rostros, por ejemplo los de la opresión y la explotación, dentro de ciertas modalidades? En síntesis: ¿qué implicaciones políticas, económicas, sociales, culturales, filosóficas y éticas tiene el fenómeno de la globalización a fines del siglo xx y en los inicios del milenio que comienza?
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Tales preguntas indican que el fenómeno de la globalización es, por supuesto, un hecho mayor de la historia actual. Y como proceso de mundialización, por su vínculo con los adelantos técnicos y las “necesidades” económicas de los actuales sistemas financieros, comerciales y productivos, aparece como un hecho altamente irreversible de la historia (lo que estaría a discusión es las alternativas democráticas, participativas y aun socialistas que aparecen ante el actual sistema globalizado). La globalización: un fenómeno que define variedad de acontecimientos de la vida individual y social, en las naciones y entre ellas, y que actúa decisivamente sobre las relaciones de poder, de producción, de consumo, y sobre la comunicación entre hombres y pueblos y sobre las formas de la creación del arte y la cultura. Es decir, sobre las formas de vida más permanentes de pueblos y personas. En una investigación diacrónica y sincrónica sobre la globalización es inevitable la discusión acerca del significado moderno de la idea de Razón y su vínculo con las transformaciones histórico-sociales de la época, con el desarrollo del capitalismo y del Estado nacional que, después de grandes vuelcos, es hoy privilegiadamente el Estado liberal. La discusión sobre la Razón moderna nos permite relacionar las luchas políticas de hoy con sus precursoras. Desde su aparición, ligada al surgimiento y desarrollo del capitalismo, la idea de Razón se afirmó como una instancia de cálculo y previsión, de adelanto causal del futuro. En sus manos el avance científico y tecnológico (el dominio sobre la naturaleza), la producción económica (la idea del Progreso como infalible destino), la articulación de la sociedad y de sus instituciones en un poder político “democrático”, representaban una “promesa de futuro” que pugnaba por cumplirse. Infortunadamente, el nuevo orden político y económico liberal, y las transformaciones industriales aplicadas a la producción, no tardaron en mostrar el otro lado de la medalla, que refutaba el “bien de cada uno y de todos” que habían proclamado los economistas del siglo xviii. La concentración de la riqueza, la diseminación de una nueva pobreza, en ocasiones más cruel que la anterior, el poder económico y político concentrado construido con base en la explotación, abrieron no únicamente las compuertas del escepticismo y la desconfianza sino de la articulación de un crítica profunda a las nuevas formas de vida y organización política y económica. Marx y Nietzsche, en los extremos del espectro, y el reflejo de ambos en Balzac, sintetizan la negación y la expresión radical de las
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contradicciones a que había llegado el orden anunciado por la Revolución del Siglo de las Luces. Negación y contradicciones que, en los autores citados, cobran la forma de la lucha de clases y de la imposibilidad, sobre las bases proclamadas, de una plena realización del yo, del sujeto y su conciencia. En realidad, la “Diosa Razón” se fue convirtiendo en el instrumento del dominio de unos hombres sobre otros. Las viejas ilusiones libertarias e igualitarias se convirtieron en ilusiones perdidas, postulándose enérgicamente la necesidad de “volver sobre el camino” de un nuevo cambio revolucionario que modificara al mundo traicionado por la dinámica de la historia y los intereses. La Razón, víctima de sus deserciones, se había negado a sí misma y comenzaba a morir víctima de sus propias refutaciones. Entre otras quimeras naufragó la de un perpetuo Progreso con base en los adelantos científicos y tecnológicos. Las desigualdades y la injusticia social demostraron que las conquistas cuantitativas de la técnica y la economía no se transformarían necesariamente en dotes cualitativas para la vida. La Razón y el conocimiento se erigieron como principios de liberación, pero también de dominio y explotación: he aquí una de las contradictorias lecciones de los siglos xix y xx. Tal profunda ambigüedad parece ser la historia efectiva de los tiempos modernos, más allá de las proclamas humanistas que muchas veces se han disuelto en la retórica o en la barbarie. Debe decirse que el testimonio irrefutable de este proceso —de la “negación de sí misma” de la Razón— ha venido otra vez del lado oscuro de las sociedades “modernas”, de sus centros de poder económico y político, de los resortes que han establecido para ejercer su dominio (y explotación) sobre los débiles. El testimonio de la riqueza, como en un espejo distorsionado, se revela en la miseria de los excluidos: es en ellos en que se descubre la “verdad” degradada del poder y su opresión. La concentración de la opulencia, dentro de las naciones y en lo internacional, es denunciada y revelada acusadoramente por la miseria abismal que es su contraparte en el mundo, como una mancha que no ha cedido en el globo sino que más bien se extiende dramáticamente. Es verdad que la democracia liberal, los derechos del hombre y el respeto a la persona se afirmaron en los dos últimos siglos como base de la convivencia humana y como medios que han sido inapreciables para proteger la dignidad del ser humano. Pero también es verdad que ese sistema de derechos frecuentemente se ha puesto al servicio de la expansión y explotación del capital. Por eso decimos que
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el mercado y la avidez del capitalismo devoraron el lado luminoso de su promesa libertaria y, como Saturno, aniquilaron a sus propios vástagos. Competencia entre monopolios, lucha entre agrupaciones económicas regionales, devastación ecológica y del “Tercer Mundo”, negación de libertades, incertidumbre en los resultados del funcionamiento de las leyes del mercado: distorsiones y contradicciones de la contemporánea globalidad que no pueden pasarse por alto. Es claro que hoy, en el discurso político de los dominadores, se identifica mercado con democracia y apertura de fronteras con libertades cívicas y ciudadanas: tal es la mentira, la prédica repetida y mistificada que pretende dotar de verdad al embuste y “certificar” la conducta de los dueños del dinero y de la “moral” que buscan, más allá de los objetivos proclamados, la realización ineludible de la acumulación y la cosificación. En un mundo regido por las relaciones entre cosas, el hombre termina por convertirse él mismo en cosa. Los procesos de globalización son hoy parte de una realidad del mundo que testifica nuevas formas de dominio y explotación de unas clases sobre otras, en contradicción con las necesidades sociales más generales. En sus orígenes, el capitalismo suscitó un cambio drástico del lugar del hombre en el universo como sujeto que se convertía en medida de todas las cosas, pero también significó la moderna opresión de clase y de pueblos enteros: las conquistas coloniales y el imperialismo, las guerras a escala planetaria y hoy, con la globalización, la pretensión de homogeneizar y subordinar a sus intereses a la sociedad humana, a través del mercado y el consumo de masas. Lucha de la modernidad entre una genuina racionalidad de las relaciones sociales y su negación que envuelve, en dimensiones tal vez desconocidas antes, desequilibrio, injusticia y frustración para las mayorías en todas las regiones del mundo. Idea de Razón instrumentalizada por el capitalismo que ha generado también, desde los inicios del siglo xix, corrientes de negación y contrapoderes en lucha por la igualdad y la justicia, en favor del espíritu laico, en las batallas del movimiento obrero y del sindicalismo y, ya en nuestro siglo, las luchas anticoloniales y por la liberación e independencia de los pueblos, las batallas por preservar el patrimonio natural de la humanidad, los derechos humanos, la igualdad racial, la igualdad de género, los derechos de los grupos étnicos, la democracia y la paz, así como las luchas que se oponen a una globalidad que desprecia las necesidades humanas y las exigencias más elementales del desarrollo y el bienestar de las mayorías: alimentos, educación,
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salud, vivienda. Época moderna que también se caracteriza por un objetivo revolucionario permanente: “pacificar” la existencia, alcanzar la libertad, vencer a la necesidad, lograr la auténtica racionalidad de la sociedad humana y de las relaciones sociales. Aspecto ineludible del estudio de la globalización es el del surgimiento de visiones del mundo contrapuestas que encarnan ya en movimientos sociales y políticos que niegan su dirección actual y que, al negarla, buscan otras alternativas liberadoras del ser humano y la sociedad. La globalización, como mundialización de las más variadas relaciones humanas, es un hecho seguramente inalterable. Entre otras razones porque los avances tecnológicos que la han hecho posible no desaparecerán del arsenal de los logros de la sociedad humana. Pero es una realidad que no sólo debe y puede cambiar de signo y orientación, sino que es indispensable que así ocurra, si aún la humanidad aspira a vivir tiempos mejores, si la angustia y la desesperación no son el destino inescapable de la mayoría de los pueblos, de los hombres y las mujeres que los integran. Un estudio acabado de la globalización contemporánea comprende necesariamente una visión crítica de la misma, y es también una crítica de la orientación dominante y fetichizada que ha asumido, y una exploración de las alternativas realistas para flexionar y eventualmente corregir su dirección, que en su forma actual se subordina al poder de las megaempresas y de sus socios institucionales, y castiga a sectores sociales y pueblos enteros, y que se aleja de cualquier preocupación por satisfacer efectivas necesidades humanas. Por lo tanto, resulta imprescindible la búsqueda sistemática de las alternativas a esta situación; la otra ha de ser un alegato en favor de la democracia radical y participativa que estaría en la base de cualquier búsqueda —y encuentro— de alternativas políticamente viables para modificar la situación presente. Resumamos: la actual globalización es una etapa en el desarrollo del capitalismo pero es también, al mismo tiempo, una etapa en el desarrollo de la humanidad. Una etapa que bajo el capitalismo se muestra como una mundialización desfigurada y opresiva y cuyo cambio de signo resulta absolutamente indispensable para ponerla al servicio del desarrollo de la humanidad. Como derivado de estas afirmaciones, nos encontramos con una propuesta “utópica” (pero realista y posible) que propondría como contenido de la nueva globalidad el criterio de solidaridad y la primacía de valores comunitarios sobre los valores puramente individuales (y del mercado) a que lleva
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una lógica del capital definida por la maximización de las ganancias, profundamente destructiva de la vida comunitaria. Por eso aludimos también a una nueva, más radical y ampliada democracia que apunta en su núcleo al tema de la participación autogestionaria. Son claras algunas de las transformaciones que sufrió el mundo al finalizar la guerra fría. La opción del “socialismo real” se desplomó sin remedio. Las dictaduras y las suplantaciones de las promesas de una revolución en favor de la clase obrera y de los desposeídos, la barbarie entronizada en lugar de la legalidad, el desprecio a los derechos humanos y la visión totalitaria que pretendía un mundo homogéneo y sin variedad —y por supuesto el fracaso estrepitoso de una economía centralizada burocráticamente, sin flexibilidad ni eficacia, carcomida además por la corrupción—, salieron para siempre del horizonte de las “aspiraciones” de la historia. Pero el fin de la guerra fría abrió una nueva época histórica caracterizada por la organización unipolar de las relaciones internacionales, con pleno dominio de la lógica capitalista y la aplastante superioridad militar de Estados Unidos. Ese Nuevo Orden Mundial representaba —dijeron algunos— el “fin de la historia” que se liberaba de sus contradicciones anteriores y se definía por la economía de mercado y el Estado liberal. El mundo cobraba la fisonomía de un enorme espacio en que se efectuarían sin trabas inversiones, intercambios mercantiles y una división universal del trabajo que, en definitiva, acarrearía prosperidad para todos. El “sueño” de este orden mundial, que ha servido como marco ideológico, propagandístico, político y militar de la globalización neoliberal, pronto reveló sus límites: la aplastante superioridad militar de Occidente ha sido frecuentemente incapaz de controlar las nuevas rebeliones locales, nacionales y regionales. Los milenarismos religiosos y culturales han negado, también violentamente, las aspiraciones del mercado a un solo mundo homogéneo y hegemónico. La globalización quedó en manos de las grandes corporaciones y favoreció unilateralmente a los grandes centros financieros internacionales. En realidad, las condiciones en que aparece hoy la globalización del capital fueron “trabajados” por los grandes centros de poder económico y político en su exclusivo beneficio. La economía en su conjunto no tenía como fin resolver las carencias generales de la sociedad humana —como proclamaron algunos de sus partidarios más entusiastas— sino la de maximizar ganancias en el menor tiempo posible. El resultado de esa mecánica —que es la esencial mecánica
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del capitalismo, pero a través de nuevos procedimientos y tecnologías, entre ellos la revolución cibernética y de la informática y las comunicaciones a escala planetaria— está ya plenamente a la vista. La globalización del capital ha generado disparidades sociales como nunca antes: concentración extrema de la riqueza y pavorosa ampliación de la pobreza, opulencia para unos y marginación para los más. La economía de la globalización ha funcionado exitosamente como “técnica” de explotación y transferencia de capitales de las zonas “débiles” de la sociedad y del mundo a las zonas avanzadas y ricas, originándose una acumulación de riqueza en pocas manos que seguramente no se había visto durante siglos. Desde luego, por el hecho de que los recursos técnicos y la riqueza a disposición de la sociedad serían capaces potencialmente de promover un desarrollo y aliviar sufrimientos a una escala sin precedentes en el pasado. Entre otros hechos ha tenido lugar una enorme “refuncionalización” del Estado, que se ha convertido en una verdadera “correa de transmisión” de los intereses particulares. La “natural” tensión permanente en el Estado moderno entre el interés general y los intereses privados parece resolverse en favor de estos últimos, entre otras razones porque precisamente esos intereses imponen normalmente las decisiones clave en el moderno Estado liberal. La hegemonía del capitalismo de la globalización ha profundizado también las contradicciones y la competencia cerrada entre “pares”, entre los favorecidos por la actual economía mundial. El “sueño” del mundo homogéneo de la posguerra fría no ha sido una “vía real” ni siquiera para quienes lo imaginaron en su beneficio. Las nuevas formas de competencia están ya a la vista. Los países de los continentes tienden a seguir el camino de las uniones regionales, vislumbrando a veces para el futuro nuevas unidades políticas (la Unión Europea), sobre todo en aquellas regiones con mayores afinidades culturales. El hecho es que la regionalización de las economías en Europa, América del Norte, América del Sur y Asia parece constituir una fase “intermedia” de la mundialización del capital, pero generando también tensiones, competencias cerradas y hasta conflictos latentes graves para el futuro. Las contradicciones del capitalismo de la globalización estallan ya en varios niveles quebrantando el bienestar de poblaciones enteras y el hábitat del hombre: el consumo sin fronteras rompe el equilibrio ecológico del planeta y destruye recursos naturales no renovables. Pero las contradicciones se extienden al nivel político y al de la
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cultura. El Estado liberal entra en crisis por su desatención de las demandas sociales y su capricho de homogeneizar imperativamente, según el mercado, a una sociedad que es objetivamente diversificada y plural (en el plano internacional y en el de las naciones). Es claro que las mecánicas de la globalización del capital han conducido a una ola de privatizaciones y al desmantelamiento generalizado del sector público, a costa esencialmente del empleo y las inversiones sociales (educación, salud, vivienda), y a la implantación de ajustes económicos y de inversiones en países y regiones de más bajos salarios (sin “transferencia tecnológica”), y que han significado el fin de cualquier forma de políticas de bienestar y justicia social. Deben considerarse igualmente los negativos impactos sociales de la globalización: fragmentación de la sociedad civil y del movimiento obrero y, en general, de la nueva “sociedad de los servicios”. La globalización ha destruido en una escala sin precedentes la categoría del trabajo como piedra angular de la creación de riqueza, impulsando el trabajo cosificado y despojándolo de su dimensión “ética” como realización y cumplimiento de vocaciones. Y, de paso, debilitando las luchas seculares por la reivindicación del trabajo no alienado. Discusión central en este panorama del mundo globalizado es el de sus efectos generales sobre las comunicaciones: los enlaces instantáneos planetarios y el cambio de las nociones de tiempo y espacio, homogeneidad y estandarización de valores difundidos a través de los mass media y posibilidades de alentar su pluralización, debate sobre las industrias culturales y su significado, y, en general, acerca de las “fantasmagorías del mercado” y sus influencias sobre la cultura (según la expresión de Theodoro Adorno). En el campo cultural no hay duda que se consolida una todopoderosa industria de “consumo para el entretenimiento” que expande sus mercados y sirve de alfombra ideológica a la expansión global de la economía. Unas preguntas necesarias: en el tiempo de la globalización y de la cultura de masas, ¿el arte y la cultura están por fuerza degradados? ¿En qué podría consistir su importancia actual, no obstante que vivimos con tecnologías que permiten la reproducción mecánica (“democrática”) de las obra de arte y de la cultura, en la expresión de Walter Benjamin? ¿De qué manera se construye hoy el sujeto como fundamento del mundo y de las relaciones sociales? ¿O son éstas las constitutivas del sujeto? Tema preocupante es el de las identidades culturales e históricas, en que la presencia de los medios informativos y de las industrias
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culturales parecen aniquilar los rasgos originales de la personalidad cultural de pueblos y naciones. ¿Tiene solución el conflicto entre “aldea global” y “aldea local”? ¿Cuál es el destino de las “identidades” culturales en una época de intensa pluralidad y de fragmentación de las anteriores unidades sociales, que parecían compactas y plenamente coherentes en su solidez de una pieza? Sugerimos antes que tema central de análisis del mundo contemporáneo es el de los efectos de la globalización sobre las instituciones políticas modernas: la soberanía del Estado y la viabilidad de las naciones dentro de la tendencia hacia una nueva configuración nacional y mundial. En todo caso, la perspectiva de unidades políticas organizadas más amplias que la del actual Estado nacional parece por lo pronto un proceso a largo plazo. Entre tanto la política democrática, como real expresión de la voluntad general, parece cancelada por los centros financieros y las corporaciones, con poder suficiente para someter las “soberanas” decisiones del Estado liberal, que se convierte literalmente en un “consejo de administración” de los grandes intereses nacionales e internacionales combinados. Podemos apreciar en general que un conjunto de problemas básicos de la sociedad contemporánea han sido “secuestrados” y por lo tanto distorsionados por la ideología del capitalismo globalizador y neoliberal. El estudio de la situación actual del mundo no puede dispensarse de una teoría crítica de la globalidad. No puede ser de otro modo: la investigación de la génesis histórica del proceso de globalización, el señalamiento de sus contradicciones y la necesidad de “superar” tales contradicciones —la reflexión sobre las alternativas posibles para trascender la situación presente—, es decir, el análisis de las fuerzas y contrapoderes de negación que se extienden ya y fortalecen, y que representan las fuerzas posibles y reales de la transformación: movimientos sociales y políticos “en obra” que son energías latentes para alcanzar un mundo mejor. Por supuesto, los recursos tecnológicos de la humanidad representan un apoyo decisivo a los procesos de transformación posible. Utilizados de modo distinto esos recursos tienen capacidad para satisfacer infinidad de carencias sociales y humanas. Con una precisión: los recursos tecnológicos no resuelven per se los problemas sino que están vinculados a los objetivos que le asigne la sociedad, según específicas voluntades. Se exige así una nueva política que reoriente la economía a otros fines que no sean los de la simple acumulación. En este aspecto, el desarrollo de la tecnología moderna, también creación de la
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dinámica capitalista, proporciona una plataforma insustituible para alcanzar el genuino bienestar del mayor número. A condición de que se desarrolle una política profundamente democrática que la dirija. Sostenemos, con un contenido político explícito, que no es posible someter el destino de la humanidad a los fines del capital, y que los grandes temas sociales —vale decir: las grandes necesidades de la sociedad humana— han de ser atendidos prioritariamente, bajo la amenaza de una mayor descomposición del orden del mundo y de la implantación de barbaries tan extremas (¿o aún más?) como las presenciadas en el desventurado siglo que termina. ¿La respuesta a la situación presente?: la extensión y profundización de la democracia, posible en una sociedad mucho más participativa que la actual. Ante las repetidas “traiciones” de la Razón y la explotación generalizada, una racionalidad efectiva basada en una democracia plena e integral. Es así fundamental la discusión sobre la democracia posible hoy: una democracia que ha de ser más amplia, participativa y profunda que la ofrecida por el Estado liberal. Una democracia con adjetivos y finalidades sociales específicas. Diríamos que el desarrollo y la organización de la economía que se han impuesto, y el carácter vertical de las organizaciones políticas que han originado y que marginan a tan amplios sectores sociales, han cancelado en beneficio de unos cuantos las posibilidades reales del progreso de la sociedad humana. De esta manera, las decisiones democráticas de la mayoría podrían y deberían “rescatar” las posibilidades de una economía y de una organización social de signo diferente a la actual, en que se buscara el avance social y la satisfacción de las carencias. La democracia debería no sólo entenderse como “medio” para elegir “representantes” de manera transparente y con apego a derecho (lo cual en todo caso debe cumplirse rigurosamente), sino para decidir el contenido de las políticas y su dirección. Así, la democracia ha de ponerse al servicio real de la sociedad y no sólo fungir como “conveniente” mediación al servicio de intereses particulares. La exploración sobre las “alternativas” de una democracia radical, de innegables consecuencias teóricas, prácticas y políticas, es aspecto esencial de un análisis consecuente de la situación presente y de su futuro. Se subrayan así los valores de la solidaridad democrática y de la participación autogestionaria. Se plantea entonces la observación de los nuevos y viejos grupos sociales y políticos que descubren en la globalización contemporánea otra negación más, bajo nuevas prácticas, de las posibilidades reales de una sociedad más humana. Núcleos sociales y políticos en creci-
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miento (en las sociedades ricas pero también en las de la pobreza) que han iniciado el “trabajo” de las transformaciones sociales necesarias en nuestro tiempo. La política se desliza del Estado hacia la sociedad civil y hacia sus organizaciones formales e informales, cobrando una importancia cada vez más relevante, incluso decisiva. Por supuesto, la cuna filosófica que preside estas reflexiones es una declaradamente “optimista” o, si se quiere, una que reconoce en la historia humana —en sus mejores momentos—, un proceso en que no se ha perdido la búsqueda de la libertad y la justicia, o en términos de hoy: la liberación, la emancipación. Nuestra visión es la de una historia en que es posible el progreso y la ruptura de las cadenas: no como un desprendimiento que necesariamente se producirá, por alguna fatalidad escrita en un abstracto destino, sino como el resultado de un propósito plenamente consciente de la voluntad humana: superar la necesidad a través de luchas emancipadoras. Una genuina sociedad democrática y participativa tendría que ser el medio y la oportunidad única para realizar la emancipación o, si se prefiere, simplemente una sociedad más igualitaria y justa en que ningún hombre carezca de lo necesario a fin de vivir con dignidad material y desarrollar las capacidades creativas de cada quien: es decir, para vivir como hombre en toda la extensión de la palabra. Todavía diremos que la “mundialización” no puede considerarse desde una sola perspectiva, y que han de ser discutidas igualmente las relaciones del centro occidental consigo mismo y con las naciones periféricas. El desarrollo social y la cultura del mundo son hoy plurales y sólo con un espíritu marcadamente provinciano —y hasta aldeano— la historia contemporánea puede reducirse a una sola expresión parcial. A pesar del poderío occidental, han de considerarse las otras perspectivas del mundo, la pluralidad de las visiones de los pueblos, la variadísima fuente de las experiencias y de la “condición humana”, que también tiene historias particulares. Es decir, es preciso discutir las peripecias que ha vivido y vive el “centro” occidental del mundo —por su innegable influencia—, pero también la historia de las relaciones perversas que ha tenido con los “otros” mundos, con los de afuera, con el de los excluidos y subordinados. En esta perspectiva cobra relevancia el conflicto y la dialéctica entre aldea global y aldea local. En este panorama debe decirse, por supuesto, que la mundialización capitalista no es la única posible, sino que es pensable una mundialización o globalización democrática basada en principios comunitarios de solidaridad y participación. Así, entendemos que los procesos
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de globalización y mundialización están “cargados” de valores culturales y que expresan peculiares interrelaciones humanas que no se limitan al aspecto económico, y muchos menos que significan necesariamente relaciones de subordinación, explotación o independencia. En consecuencia, la globalización o mundialización que proponemos como alternativa es una de equilibro, justicia y bienestar sociales. Por eso sostenemos que es necesario contribuir a un movimiento político (universal) que trascienda la situación actual de la globalidad en manos de los intereses del capital, que simplemente acumulan la mayor cantidad de riqueza en el menor tiempo posible sin atención alguna a los efectos sociales devastadores que produce su conducta. Ante una globalización o mundialización puramente cuantitativa pugnamos por una eminentemente cualitativa, justa y equitativa.
3. la globalización y las opciones de cambio El Programa para el Desarrollo de Naciones Unidas ha publicado desde hace más de un decenio, año con año, Informes sobre el Desarrollo Humano, cuyas apreciaciones no son únicamente económicas sino referidas al bienestar general del hombre y la sociedad. Naciones Unidas precisa variables en que las opciones no solamente se refieren al mercado: elegir entre diferentes detergentes, o modelos de automóvil, o canales de tv, sino a las alternativas del ser humano para construir su vida en varias direcciones y dimensiones. Naciones Unidas recuerda que el fin de la economía, desde siempre, ha consistido en lograr que el hombre viva más años con mejor salud, disponiendo de bienes y servicios que enriquezcan cualitativamente sus formas de vida. Se alude también, claro está, a la adquisición de conocimientos y adiestramientos profesionales, y a varios “requerimientos” que, en nuestro tiempo, se consideran indispensables para una vida digna: libertad política, social y cultural, solidaridad comunitaria, oportunidades para la creación, y todo ello de una manera equitativa, participativa y sostenible. Tales opciones varían según el tiempo histórico. Hoy, el respeto a los derechos humanos, a las libertades de expresión, circulación y asociación, la libertad para elegir el trabajo y satisfacer las necesidades familiares, la seguridad ante la violencia, la opresión y la persecución, y la plena vigencia del derecho y la libertad religiosa serían
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exigencias de amplísimos grupos. El ingreso económico es básico —se sostiene en tales informes—, pero no es la única exigencia: el progreso material y cuantitativo ha de asociarse a otras necesidades de carácter cualitativo que hoy son fundamentales; incluso estos objetivos frecuentemente se valoran por arriba del mismo ingreso. Es verdad que la política y los sistemas económicos no satisfacen casi nunca esas aspiraciones, pero las instituciones no pueden perderlas de vista y su obligación consiste en crear las condiciones mínimas para alcanzarlas. Tales informes han abordado problemas fundamentales de la sociedad actual: la pobreza extrema, la sociedad de consumo, el empleo, y lo que han llamado una globalización con rostro humano. He aquí algunos de los números que nos proporcionan esos documentos: más de mil millones de personas en el mundo estarían hoy privadas de los bienes de consumo básico, dentro de un cuadro dramático de subalimentación y desnutrición. Las 3/5 partes de la humanidad carecerían de cualquier servicio sanitario y un tercio no tendría acceso a agua potable, 250 millones de personas carecen de vivienda adecuada y otro tanto no tiene servicios de salud ni acceso a educación alguna. Globalmente, la población con el 20% de los más altos ingresos en el mundo gasta en bienes privados de consumo el 86% del total, mientras que el 20% más pobre apenas consume el 1.3%. El 25% más rico consume el 45% de la carne y el pescado, el 58% de la energía eléctrica y tiene a su disposición el 74% de las líneas telefónicas. Año con año se incrementa el desempleo mundial, la pobreza y la marginación de poblaciones enteras, también al interior de los países industrializados. Los indicadores elaborados por la onu muestran que más de 100 millones de personas en los países ricos viven en la pobreza e incluso en la pobreza extrema, cerca de 200 millones no podrán alcanzar la edad de 60 años y más de 100 millones carecen de vivienda. La presión en favor de un consumismo de lujo y prestigio, al que empujan los aparatos publicitarios, se convierte en su contrario al reforzar la exclusión, el empobrecimiento, la desigualdad y, a la postre, la destrucción social y ecológica. Las presiones en favor de un consumo (y de una producción) dirigida a los pocos, transforma la riqueza potencial del planeta en pobreza para las mayorías. De otro lado, la Organización Internacional del Trabajo (oit) precisa que en 1997 había en el mundo más de 1 000 millones de desempleados, habiendo crecido todavía esa cifra en los últimos años. En ese decenio los empleos formales respecto a los años sesenta se
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habrían reducido en un 30%, y 20% respecto al década de los ochenta. En prácticamente todos los países se encontrarían datos sobre severos “ajustes” en el empleo, no solamente en los sectores agrícola e industrial, sino también en el de los servicios. En los países más desarrollados (Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña o Francia) la reducción del empleo se atribuyó frecuentemente a las abundantes migraciones que “desplazan” de sus trabajos a los nacionales, ya que los trabajadores emigrantes están dispuestos a desarrollar cargas de trabajo más duras y con bajos salarios. El hecho es parcialmente cierto —sostiene la oit—, pero también nos dice que las altas tasas de desempleo (que afectan también a los emigrantes) debieran atribuirse más bien a la automatización en las sociedades desarrolladas, condición para el incremento de la productividad en los sectores industrial, agrícola y en el de servicios. ¿Qué ha ocurrido? Todo indica que el sistema capitalista mundial, al entrar en un fuerte ciclo recesivo en el decenio de los setenta, decidió “rehacer” sus tasas de ganancia en relativo declive “refuncionalizando” el entero sistema económico, y también el papel del Estado, barriendo instituciones que habían mostrado clara preocupación por la “cuestión social” (el Estado Benefactor) y “reactualizando” algunos principios de la economía liberal: comercio sin barreras, eliminación de obstáculos a la libre circulación de capitales, desregulaciones en toda la actividad económica, reducción del papel económico del Estado y liquidación de los sectores públicos, etcétera. Los documentos referidos de la onu indican que esta “nueva economía” está en el origen de la actual concentración extraordinaria y desequilibrada de la riqueza y de los capitales. Por lo demás, otros autores sostienen que la “abstención” del Estado en la economía es selectiva, y que mientras se exigen restricciones a los países con menor capacidad los más fuertes hacen uso largamente, y a conveniencia, del proteccionismo e intervencionismo estatal en materia económica. En este punto deseamos señalar una paradoja central: en los decenios de los setenta y ochenta, dentro del llamado diálogo Norte-Sur, el Movimiento de Países No Alineados y de los 77 plantearon la necesidad de una revisión global del orden internacional a fin de eliminar gradualmente los desequilibrios entre países y continentes, y hacer posible el desarrollo de los más pobres. Los países desarrollados “del norte”, en cambio, se negaron siempre a considerar “globalmente” la nueva organización de las relaciones internacionales e insistieron inflexiblemente en la necesidad de negociar los asuntos “caso por
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caso”, sosteniendo la imposibilidad para ellos de tratar tales asuntos de manera “global”. Paradoja notable porque ahora la situación es la inversa: los países más desarrollados, por decirlo así, “secuestraron” la idea de globalización imponiéndola al conjunto de los países, hasta el punto de caracterizar el nuevo orden internacional como el de un mundo “globalizado”. La diferencia es que la “globalización” que planteaban los países del sur era una globalización que tendía a equilibrar las relaciones internacionales y a impulsar un desarrollo favorable a todos los pueblos y continentes. En cambio la globalización actual es sobre todo una “globalización” de los ricos, una “globalización” en pocas manos que desproporcionadamente favorece los intereses del capital concentrado, dentro del cual ha logrado preeminencia el capital financiero y especulativo. La globalización de la riqueza a que aspiraban los países del sur se habría convertido en una globalización de la pobreza. El hecho es que en el mundo globalizado de hoy los presupuestos de educación y salud se han reducido dramáticamente, así como han disminuido el empleo y los puestos de trabajo y el poder adquisitivo de los salarios, al mismo tiempo que se han desmantelado las instituciones de protección social y debilitado las organizaciones sindicales y las legislaciones laborales. A esto habría que añadir el deterioro del medio ambiente y las tendencias de irrupción de culturas ajenas con un contenido dominantemente mercantil que tiende a borrar las identidades y culturas tradicionales, nacionales, locales y regionales. Ante este panorama, Naciones Unidas recomienda fortalecer las políticas en favor del desarrollo humano, reducir la volatilidad financiera y sus costos sociales, tomar medidas que contrarresten las amenazas a la seguridad global: el crimen organizado, la degradación ambiental y la liquidación de la biodiversidad, así como fortalecer las políticas que contribuyan al desarrollo y a la erradicación de la pobreza extrema, revirtiéndola, y construyendo economías y gobiernos más incluyentes, que trasciendan la marginalización a que son injustamente sometidos grandes grupos humanos. Se ha mencionado la obra de Jürgen Habermas como paradigma del pensamiento occidental progresista. El propio Habermas reconoce que la modernidad se ha definido, desde sus orígenes en el Renacimiento y aún antes, por el sistema capitalista de producción, con sus implicaciones ideológicas, sus modelos políticos, sus referencias y valores éticos, su avance científico y el “tipo” de su civilización y cul-
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tura. Tal visión sería hoy la “visión del mundo” dominante. Habermas reconoce que esa ideología ha originado algunas contradicciones esenciales: por ejemplo, aquella entre un mundo tremendamente diversificado y la razón occidental (y el mercado imperante en el sistema) que tienden a homogeneizar el mundo; el conflicto entre una vasta mayoría de la tierra que no desea abandonar la variedad de sus formas de vida y que rechaza, como atentatoria a su dignidad, a su autonomía, a su propio ser y tradición histórica, la pretensión de que se le haga asumir un solo rostro y valores que han surgido en otros medios históricos y culturales, que le son ajenos. Hemos dicho que la globalización neoliberal se escuda tras la fórmula ideológica siguiente: a] economía de mercado; b] democracia liberal; c] revolución tecnológica. Y que en esta triple oferta encontramos la retórica de las presiones que ejercen los países ricos sobre los pobres, naturalmente con el señuelo de que les harán llegar cuantiosos capitales y una expansión comercial de tal magnitud que les permitirá resolver sus problemas. Debe reconocerse que esta idea de globalización, en que se combinan la idea de la democracia liberal y la economía de mercado, postulados como condición para ingresar al mundo avanzado, son ideológicas en el sentido de que sirven de “presión” sobre los países a fin de que abran sus economías a las inversiones de fuera. Es impresionante observar de qué manera se modificó la estrategia política de los países “centrales” después de la caída del Muro de Berlín, postulándose ahora, en vez de la fuerza de contención del mundo comunista, una operación de gran alcance en que el objetivo principal es definir el mundo como uno de libre mercado y de democracia liberal. Y tal fin por cualquier medio: de la contención del enemigo se pasó a la expansión de los propios intereses. El discurso urbi et orbi de los países avanzados se condensa en esa fórmula. Por eso sugerimos que el tema de la globalidad ha sido secuestrado por los intereses de los consorcios y del capital internacional. La globalización resulta un hecho económico, tecnológico, cultural, político y social que resulta incontenible, pero lo que sí es posible revertir es la orientación que define a la globalidad, lo que debiera ser posible es el cambio de sentido y significado que los grandes intereses le han impreso a la actual globalización. Una pregunta: los efectos negativos de la globalidad, tal como hoy se presenta ¿pueden ser resueltos dentro de la lógica del actual sistema económico: la maximización de las ganancias en el menor tiempo
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posible? Tal divisa se ha convertido en una de las más antiéticas y perversas leyes del comportamiento humano, demoledora de la civilización. Nosotros sostenemos, por el contrario, que la globalización debe cambiar de signo y que ha considerar en primer término un desarrollo humano que sea capaz de eliminar las injusticias, desequilibrios y miseria que afectan cruelmente a grandes sectores sociales de todos los países del planeta. La condición para que se corrija un “orden internacional” como el descrito dependerá primordialmente de una transformación de la relación de fuerzas políticas, de un nuevo pacto social (de carácter revolucionario) que asuma específicamente la necesidad de resolver los grandes problemas sociales y humanos pendientes. Por supuesto, se trata del desarrollo de la democracia al interior de los países, pero de una democracia que no se conforme con el cumplimiento de las “formas” de la democracia liberal: hablamos de democracias participativas y sociales en que se vinculen partidos políticos y organismos civiles y en que el resultado sea un Estado de democracia ampliada, en que no sólo cuenten las “reglas” y los “procedimientos” electorales sino la sustancia de las decisiones, en que se afirmen las libertades pero también la equidad y la igualdad en el desarrollo, que han sido abandonados y muchas veces negados por las instituciones de la modernidad. Tal democracia, profundamente participativa tomaría en cuenta los intereses privados, pero trascendiéndolos en el sentido de que no deberían prevalecer sobre el bien común, sobre el interés general de la sociedad. Este cambio de la actual globalización exigiría también que se extiendan los lazos de la solidaridad internacional, buscándose alianzas y librándose batallas en diversos frentes y niveles de la sociedad civil, y entre partidos políticos y aun estados que luchan por encontrar una vía diferente de desarrollo, un distinto “modelo económico” que el impuesto por los poderes centrales de la economía, las finanzas y el poder político. A manera de ejemplo, mencionemos nuevamente la movilización al nivel internacional que emprendieron organizaciones de la sociedad civil y partidos políticos de infinidad de países oponiéndose al Acuerdo Mundial de Inversiones (ami), y que han sido factor esencial para frenar la culminación de ese acuerdo. Es verdad que los cambios políticos y sociales no se presentan en un momento concentrado del tiempo. Son por definición procesos a veces prolongados en que la sociedad, los partidos políticos, los gobiernos y estados formulan sus objetivos y expresan finalmente la voluntad de
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impulsarlos. Resulta entonces indispensable construir una mayoría social y ciudadana que postule y decida democráticamente una nueva visión de las relaciones sociales e internacionales, un nuevo rumbo de civilización de suerte que los recursos tecnológicos y de riqueza material y cultural con los que cuenta la humanidad se pongan al servicio de las necesidades sociales, y que no estén más subordinados ciegamente a los fines de la acumulación a cualquier costo que determina el funcionamiento del sistema. Por eso dijimos que es indispensable un nuevo pacto social y político (incluso de carácter revolucionario) al inicio del siglo xxi. El carácter irreversible de la mundialización de la economía tiene su asiento en los avances tecnológicos, sociales y culturales que no pueden ser eliminados de la historia. Pudiera decirse inclusive que se trata de un hecho potencialmente positivo y un progreso de la historia. Pero su contenido final dependerá de las libertades reales y de la prosperidad que sea capaz de generar para el mayor número, y tal cosa está vinculada a la dirección que se le imprima y a los objetivos que se alcancen. Hoy resulta ingenuo oponerse sin más a la mundialización, entre otras razones por lo que supone de horizonte abierto a la universalización de las relaciones humanas. Pero la mundialización como actualmente se desarrolla, condicionada estrictamente por la “lógica” del capital de las corporaciones y de los centros financieros, especialmente el especulativo, tiene efectos perversos. Su cambio es imprescindible para que las fuerzas de la economía y la tecnología contemporáneas se realicen positivamente, permitiéndole al hombre resolver sus carencias materiales y ampliar sus capacidades espirituales; esto es, erradicar la miseria y desarrollar la cultura. Es posible la victoria en este combate no oponiéndose sino aprovechando el ímpetu de la mundialización, a condición de que se sustente en una internacionalización en que se rescaten los valores del trabajo (no explotado), la solidaridad, la cooperación y la universalidad humana. Sólo así la mundialización en curso podría acercarse a una genuina universalidad: a la voluntad de resolver los problemas de todos, no de unos cuantos sobre el olvido de los demás, una genuina universalización no excluyente sino profundamente incluyente. El rescate de la mundialización para fines sociales y humanos se hace así más urgente que nunca. Para tales fines deberían considerarse varias medidas de política económica y social —la onu sugiere algunas de ellas—, necesarias para trascender la dramática situación actual:
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1o.] Potenciar la participación democrática de hombres y mujeres a fin de que la sociedad total tome las decisiones que afectan su vida. La confianza de las comunidades y poblaciones pobres en su energía y creatividad debe reforzarse aplicando reformas y medidas normativas que les proporcionen seguridad en términos de tenencia de la tierra y de viviendas, así como el acceso a crédito y otros servicios financieros. Al mismo tiempo, es indispensable lograr compromisos que garanticen los derechos políticos, económicos y sociales de los más pobres. Igualmente, educación y salud para todos —incluyendo medidas de planificación familiar—, abastecimiento de agua y saneamiento, así como redes de seguridad social en casos de desastre. 2o.] Lograr la igualdad de género, como fundamento para potenciar el papel social de la mujer y erradicar la pobreza. Aunque por lo general la mujer está en el primer frente de la lucha para mejorar las condiciones de vida familiares y comunitarias, también con frecuencia carece de la voz necesaria en la toma de decisiones (en lo local, y también en lo nacional e internacional). La igualdad de género debe formar parte de la estrategia de cada país para erradicar la pobreza, comenzando por eliminar la discriminación en términos de educación, salud y aun sobrevivencia. Ha de garantizarse a las mujeres, además, su derecho al acceso a la tierra, al crédito y a las oportunidades de trabajo. Asimismo han de tomarse medidas para eliminar la violencia contra la mujer, frecuente como subproducto de la pobreza. No hay desarrollo sin igualdad de género y sin las aportaciones organizativas de la mujer en cualquier estrategia de lucha contra la pobreza. 3o.] Lograr un desarrollo acelerado y realmente compartido como base de una lucha eficiente contra la pobreza. El “crecimiento” (macroeconómico) por sí mismo no beneficia automáticamente al conjunto de la población, por lo que son indispensables medidas para una distribución más igualitaria de la riqueza y las oportunidades, impulsando políticas de desarrollo que incrementen los empleos, la productividad y el salario de los más pobres. Es decir, el crecimiento económico futuro ha de beneficiar esencialmente a los pobres y no a los ya ricos. Ello, simplemente porque el crecimiento concentrado y desigual se convierte en un obstáculo para la propia expansión económica, además de acentuar la pobreza y las desigualdades. 4o.) Acelerar el crecimiento en los países pobres (un mínimo de 4 o 5% anual es indispensable), con ingresos equitativamente distribuidos, para duplicar el ingreso en una generación y reducir sustancialmente la pobreza en un decenio. Una estrategia de erradicación
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de la pobreza y de impulso igualitario al desarrollo social implicaría mucho más que alcanzar ciertas metas de crecimiento y de luchas contra la inflación y el déficit público: significaría en primer lugar fijar claramente políticas igualitarias. 5o.] Como objetivo prioritario debe plantearse la erradicación de la pobreza en el campo, ya que la población más pobre de cada país vive en general en las zonas rurales. Ello implicaría aumentar la productividad agrícola y los ingresos de la gente del campo, lo que requiere el otorgamiento de créditos baratos, el estímulo a la producción agrícola en pequeña escala y la creación de microempresas vinculadas a la producción agropecuaria. Este tipo de actividades, además de proporcionar un medio de vida a la mayoría de la gente del campo, ayudaría a reducir el precio de los alimentos y materias primas. De hecho, invariablemente se encuentra el apoyo a la agricultura en pequeña escala en la base de todas las políticas eficaces que se han aplicado para la reducción de la pobreza en el campo. 6o.] El fomento al progreso tecnológico en el trabajo agrícola, el freno a las tendencias que originan el deterioro ambiental, la introducción de nuevas fuentes de energía renovable y limpia (como la energía solar y “molinos de viento”), la “transición demográfica” (la planificación familiar), la educación y la salud para todos resultan necesidades universales y urgentes a fin de reducir la pobreza a escala planetaria, pero sobre todo en los países atrasados. 7o.] Entre nosotros sería esencial establecer políticas de desarrollo industrial buscando integrar ramas de la producción potencialmente importantes pero que, ahora, requieren de enormes insumos casi siempre importados. En esa dirección, sería indispensable fortalecer las medianas y microindustrias y empresas de varios tipos a través de facilidades crediticias y fiscales. Serían indispensables adecuadas “políticas de desarrollo industrial” que incrementaran la participación de la producción nacional en las factorías de ensamblajes y maquiladoras. La pregunta que se ha hecho es enteramente válida: ¿no cabría en estos momentos volver a otra suerte de “sustitución de importaciones” actualizada que ayudara a equilibrar efectivamente la balanza de pagos? 8o.] Son necesarias políticas gubernamentales que hagan explícito el derecho de todos —individuos y familias— a condiciones de vida que satisfagan alimento, comida, vestido, vivienda, cuidados médicos, educación y, en general, servicios sociales básicos para el desarrollo al máximo de las capacidades físicas e intelectuales. Tales fines reclama-
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rían la combinación de acciones públicas y privadas en un adecuado marco de políticas fiscales, monetarias, comerciales y de precios. Es indispensable el incremento del ahorro interno y la expansión de un gasto público que asegure los servicios sociales básicos y su acceso en igualdad de circunstancias a pobres y ricos, a las poblaciones rurales y urbanas. Debería intensificarse el esfuerzo para construir infraestructuras de transportes, comunicaciones y energía eléctrica para el conjunto de las poblaciones; además, crear instituciones que proporcionen crédito barato para la adquisición de tecnologías productivas y materiales, para la construcción de viviendas y almacenamiento de alimentos. Debe alentarse el trabajo comunitario para promover la producción y la distribución locales. 9o.] La expansión del consumo en el siglo ha beneficiado a muchos sectores de la población mundial. Hoy encontramos a un mayor número de personas mejor alimentadas y con mejor habitación, con agua corriente y electricidad, que a principios de siglo, y con opciones recreativas y educativas inimaginables en aquel tiempo. Pero el aumento del consumo ha sido sumamente desigual, deteriorando por lo general la distribución de los recursos económicos. La presión en favor de un consumismo de lujo y prestigio, al que empujan los aparatos publicitarios, se convierte en su contrario al reforzar la exclusión, el empobrecimiento, la desigualdad y, a la postre, la destrucción social y ecológica. La globalización actual no sólo significa comercio, inversiones y apertura de nuevos mercados financieros, sino también busca “integrar” a los consumidores, imponiéndoles imágenes, formas de vida y valores que corresponden a los intereses del mercado que frecuentemente entran en contradicción con los valores y formas de vida de las comunidades locales, regionales o nacionales. La constante presencia de un torrente de nuevos productos coloca en el primer plano de las estrategias de competencia a la publicidad, ahora en escala mundial. Ésta se convierte en la clave del éxito. Cálculos recientes estiman que los gastos de publicidad están creciendo en el mundo a ritmos más rápidos que los de la población o las inversiones productivas, particularmente en los países “en vías de desarrollo”. Según cálculos conservadores el gasto mundial en publicidad se eleva ya a 435 mil millones de dólares anuales. Los viejos hábitos sociales se colapsan y cambian las aspiraciones y patrones de consumo, haciendo claro que el consumo no está asociado necesariamente al desarrollo humano, y que incluso hay patrones consumistas que son contrarios al desa-
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rrollo de largo plazo: cuando exacerba las desigualdades y “agrede” el bienestar de terceros, y cuando destruye los recursos naturales y el medio ambiente. Pero las tendencias dominantes hoy no son destino inexorable y debe pensarse que el cambio es posible y necesario. Debe reorientarse la producción (y el “tipo” del consumo, la economía en conjunto) a satisfacer las necesidades básicas de la población, a fortalecer y hacer posible la expresión de las virtudes y capacidades humanas en todas sus dimensiones; igualmente debe ser socialmente responsable y “sustentable”, en el sentido de que no perjudique a otros individuos y comunidades ni comprometa el futuro de las generaciones futuras. Resulta igualmente esencial modificar los patrones de consumo para que mañana sea más consistente y pleno el desarrollo social e individual. Los países subdesarrollados se enfrentan a un dilema crucial: o imitan el camino del crecimiento que ha prevalecido, con inadmisibles derroches y la irracional destrucción de los recursos naturales, o intentan avanzar por el camino de un desarrollo justo y equilibrado, conservando y aumentando además los recursos de la naturaleza en favor de las generaciones venideras. La onu pugna por reorientar el consumo y limitar la destrucción del medio ambiente, intensificar la eficiencia de los recursos y regenerar los renovables como el agua, los bosques, las tierras y la riqueza animal marina; proteger y promover los derechos de los consumidores a la información sobre productos perjudiciales y acerca del acceso a productos no dañinos; desalentar patrones de consumo que tienen un impacto negativo sobre la sociedad y que extreman desigualdades y pobreza; alentar los esfuerzos para evitar el deterioro del medio ambiente y reducir la pobreza global. “El mundo está gastando cientos de miles de millones de dólares en subsidiar su propia destrucción”, se dijo en la Conferencia de la Tierra de 1992 en Río de Janeiro. Tales subsidios deben ser eliminados reestructurando los impuestos y creando incentivos que favorezcan la producción y el consumo de bienes y servicios no perjudiciales al medio ambiente y que promuevan el desarrollo humano. Sería vital el incremento de impuestos a la producción y consumo dañinos a los sistemas ecológicos, lo mismo que la reducción de impuestos al trabajo y a las inversiones que incrementen el acceso de la población a los servicios sociales. 10o.] Vinculado a lo anterior, ¿sería posible fijar impuestos a los movimientos de capital, sobre todo a las inversiones de corto plazo,
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procurando limitar las enormes transacciones (más de mil quinientos miles de millones de dólares diarios) que se efectúan con fines especulativos? Debe decirse que estas medidas de regulación al capital financiero han existido antes y aún se conservan en ciertos países. Se trataría de aumentar los costos de las inversiones y transacciones en el corto plazo, en una palabra, de que los gobiernos y sociedades recuperen su autoridad sobre el movimiento de los mercados financieros. 11o.] Otra medida, para evitar los más estridentes excesos del capital, debería ser la limitación de créditos a los mercados financieros, que obtienen con toda libertad y fines especulativos bonos del propio gobierno y de otra naturaleza. Como lo han registrado diversos expertos (incluso del G-7) la liberalización financiera ha contribuido a disminuir el ahorro interno de los países y al incremento de las tasas de interés. La medida no es fácil: la relación estados-capital se ha pervertido hasta el punto en que el capital global no acepta intervención alguna del Estado para moderar o impedir los mecanismos que conducen a las crisis antes de que se produzcan, en cambio exigen su abierta intervención para reparar los destrozos de las mismas, aplicando severísimas medidas de “ajuste” que redoblan los problemas políticos y económicos internos y empobrecen a las mayorías sociales. La experiencia histórica ha ido en la dirección apuntada. Los inversionistas saben bien que los estados garantizan un manejo financiero que extrae inconsideradamente capitales de los países, y que la factura de esas transferencias será pagada por los contribuyentes y por la sociedad entera, que sufrirá limitaciones adicionales, y a veces dramáticas, en su bienestar. No se desconocen las dificultades para establecer medidas de tal naturaleza. Puede decirse incluso que políticamente los tiempos no son los más propicios. Hasta un personaje insospechable de radicalismos como George Soros escribió recientemente: “La lección aprendida es que los mercados financieros deben ser supervisados. Es sorprendente que las lecciones que se derivaron en los ochenta de la crisis de la deuda no hayan sido aprendidas. Y tampoco las lecciones que se derivan de las crisis financieras de los años noventa. La verdad es que hoy los intereses que apuntalan una competencia sin reglas hablan en voz más alta que nunca y son más influyentes que nunca.” El gran cambio del sistema tendría que darse de una situación en que los capitales especulativos, los más favorecidos hoy, cedan su lugar de privilegio a los productivos, y en que la generación de empleos
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y el crecimiento equitativo sean el signo del desarrollo económico futuro. 12o.] También en los países desarrollados son necesarias políticas para reducir la pobreza, la exclusión social y la marginación que se ha generado en su interior como resultado del incremento del desempleo, la caída de los salarios reales y la reducción de los servicios de salud y pensiones y, en algunos casos, también de educación y formación técnica y profesional. En tales países no se dio la esperada “reconversión social y económica” que se esperaba después del fin de la guerra fría, ya que la reducción (relativa) en gastos militares (ahora, por el contrario, bajo el gobierno de Bush en Estados Unidos el presupuesto de guerra supera a todos los anteriores de su historia), no fue aprovechada para la inversión social en la dimensión necesaria. El resurgimiento de la pobreza en el corazón de los países más desarrollados muestra claramente que la igualdad, tanto en política como en economía, jamás es automática, sino siempre el resultado de una voluntad y de propósitos definidos que busquen alcanzar tales metas. Todavía nos dice Naciones Unidas: “A medida que han aumentado el comercio y la inversión exterior, el mundo menos desarrollado ha contemplado desequilibrios cada vez mayores entre ganadores y perdedores en la globalización, en tanto que los países más industrializados también han visto aumentar el propio desempleo a escala es desconocidos desde los años treinta, y la desigualdad de ingreso ha llegado a escala es que no se conocían desde el siglo pasado.” Y continúa: “Los mayores beneficios de la globalización han sido obtenidos por unos poco afortunados. Se supone que una marea creciente de riqueza levante a todos los barcos. Pero algunos tienen más capacidad para navegar que otros. Los yates y los transoceánicos suben en respuesta a las nuevas oportunidades, pero muchas más balsas y lanchas de remo están haciendo agua, y muchas otras se hunden.” Precisemos que las luchas democráticas de la sociedad actual —las luchas “antisistémicas”— no son “lucha de clases” en el sentido tradicional, sino batallas de muchos segmentos de la sociedad, de contornos frecuentemente difusos. (En un análisis más cercano, sin embargo, resulta transparente que tales batallas son también expresión de una nueva lucha de clases, diferente a la del capitalismo industrial del siglo xix: hoy se trata precisamente de la lucha de clases en un mundo globalizado con enormes concentraciones de riqueza y variedad de segmentos sociales superexplotados.) Tales luchas se asumen como batallas de la sociedad en general, o de importantes
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sectores de la misma, que no únicamente persiguen mejores formas materiales de vida sino también posibilidades futuras de realización individual y social, lo que parece excluido de una economía dominada por la globalización presente, que ha resultado una gran fábrica de miseria y degradación de las condiciones de la sociedad general. Los problemas son experimentados por toda la sociedad (por su inmensa mayoría), entonces la solución de los mismos ha de venir de la totalidad social. En los necesarios procesos de cambio es indispensable que los grupos de la comunidad, las asociaciones profesionales, los sindicatos, también las comunidades étnicas, los medios informativos, los partidos políticos, ciertas empresas privadas y las instituciones gubernamentales se unan en alianzas de base amplia para la erradicación de la pobreza. Tales alianzas deberían fundarse en intereses comunes y transacciones negociadas, de tal suerte que socialmente se expresen las demandas de los pobres y se resista políticamente a las presiones de los intereses económicos más poderosos. Una real estrategia para la erradicación de la pobreza no podría consistir únicamente en la discusión de “lo que es necesario hacer”, sino que exige una lucha política para asegurar que las medidas indispensables realmente se hagan efectivas. La lucha por la pobreza requiere de una ampliación de la participación política de la ciudadanía y de agrupaciones de la sociedad civil, la garantía de la responsabilidad gubernamental sin corruptelas, la promoción de corrientes libres de información y la asignación a grupos de la comunidad y a las ong de un papel decidido en la formulación de políticas adecuadas y en la elaboración de pertinentes medidas legislativas. Se trata, en realidad, de una profundización y ampliación de la democracia, de una democracia radical y participativa distinta de la simplemente liberal, a través de la cual la legitimidad del Estado se mida por su capacidad real para erradicar la pobreza, y por su capacidad para movilizar y ser movilizado en la lucha contra la pobreza y las grandes carencias sociales. Al Estado con pretensiones de homogeneidad indisputada se opone una creciente heterogeneidad social que se expresa de diferentes maneras: la sociedad civil establece organismos independientes de los gobiernos y actúa en una vasta escala internacional, las agrupaciones profesionales y de servicios procuran “asociarse” en defensa de sus derechos y, además, con el fin de “racionalizar” su acción en los diferentes medios de trabajo, en las instituciones académicas y de investigación, en los “tradicionales” centros de trabajo, se diseñan de
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manera incipiente las modalidades de una “autogestión” creciente. En las comunidades étnicas eligiéndose a los directivos y “jefes” y fijándose las formas del ejercicio de la autoridad. En los municipios, la ciudadanía participando en diversos “cuerpos” de autoridad y avanzando hacia una democracia directa que vinculará más estrechamente a los gobernantes con los gobernados. En los niveles nacional e internacional exigiendo (y logrando muchas veces) las asociaciones cívicas y políticas audiencia y atención por parte de los representantes ejecutivos y legislativos de los gobiernos, y por parte de las organizaciones internacionales. Estas tendencias embrionarias crecen y se fortalecen todos los días y “revelan” la extraordinaria creatividad de la sociedad que no se conforma con los “moldes” tradicionales de la representación y de la acción política, y que busca formas más activas y directas de representación y participación. Hasta el punto en que, para el siglo xxi, la sociedad civil se anuncia ya como uno de los principales actores políticos de los tiempos próximos. Pero la “nueva” sociedad a que se alude no es una entidad a la que “debe” llegarse. Más bien es un proceso siempre inacabado y corregido, una vía permanente de avances, pruebas, aciertos que se consolidan y errores que se corrigen. Desde este ángulo, la democracia se entiende como una incesante dinámica de ampliación y participación ciudadana (y por necesidad de corrección). Estaríamos entonces frente a un proceso educativo permanente de enseñanza de la solidaridad como reconocimiento del nosotros en la dimensión real de la vida. Y esto supone, como proceso también constitutivo de la sociedad civil, el respeto a la autonomía, a la dignidad y a la libertad individuales. Es decir, se trata de una solidaridad no impuesta ni fundada en ningún irrevocable principio de autoridad o doctrina (la jerarquía estatal o un partido político), sino de la realización del contenido ético de la comunidad. Así, las formas de vida (de la producción, del consumo, de la cultura), estarían vinculadas a la diversidad social y orientadas por la composición compleja de la sociedad, y no por determinadas instancias —llámense Estado o corporaciones—, que verticalmente dominarían al conjunto. Esto es fundamental: la variedad, la pluralidad de la sociedad actual “prefigura” de algún modo las multiplicidad de instituciones que podrían en el futuro estar coordinadas por la participación ciudadana, y significan la transición hacia una nueva sociedad y una nueva democracia. Se trataría, como hemos sugerido, del establecimiento de un nuevo tipo de relaciones sociales y de parti-
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cipación política, y de nuevas maneras de producir, asociarse, trabajar y consumir; en síntesis: de nuevas formas de vivir. Se trataría, al límite, de fundar nuevas libertades, nuevas normas, un nuevo derecho y un Estado profundamente renovado. Podemos decir entonces que la contradicción básica de nuestro tiempo no es tanto entre los medios productivos y las formas de apropiación de esos medios, sino entre el extraordinario desarrollo de las fuerzas productivas y las necesidades básicas del individuo y la sociedad, que permanecen muchas veces olvidadas y sin satisfacer, poniéndose entonces en el primerísimo plano de una agenda política de transformaciones la eliminación de la miseria y la pobreza extrema, incluso en continentes enteros, y la orientación democrática de las fuerzas productivas y de las reservas científicas, técnicas y culturales de la humanidad, aplicándolas a la solución de los grandes problemas sociales pendientes, a través de un ejercicio de participación política cada vez más amplio que incluya la presencia “desde abajo” de la sociedad y de sus plurales organizaciones en la toma de las decisiones que marcarán su destino, presente y futuro. Trascender sí el capitalismo, reteniendo su dinámica y su capacidad creadora y de renovación innegables, pero proponiéndose como finalidad primordial un contenido de vida en que no sólo prevalezca la cantidad sino la calidad. No olvidemos que se cuenta con un avance tecnológico de tal magnitud que reorientado (y utilizado sobre otras bases) sería suficiente para satisfacer las necesidades básicas de la población de la tierra, capaz además de proveer al cumplimiento de lo que ahora es impensable, salvo para contados grupos e individuos (el conocimiento, la cultura, el goce estético, el placer de la vida). Al final de cuentas, debemos admitir que la globalización del capital y sus intereses no son “leyes objetivas” de la economía o de la historia, sino creación humana transformable.
4. tres falacias sobre el estado neoliberal En las discusiones sobre la globalización se subrayan con frecuencia algunos elementos “míticos” del “nuevo” Estado que corresponde a la “modernidad” encarnada en la actual globalización neoliberal. La primera de esas falacias (que tiene una evidente raíz ideológica y propagandística), consiste en decir que el Estado hoy, para respon-
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der a las exigencias del desarrollo en la economía de la “apertura” y la “desregulación”, ha de abandonar cualquier pretensión de injerencia en la vida económica y, con mayor razón, que debe abandonar sus recursos como “sector público” transfiriéndolos a la “iniciativa privada”, que sería el único sujeto eficaz en la competencia económica y en la promoción del desarrollo. Se conocen bien los corolarios de esta tesis: además de la privatización rápida y masiva de las empresas del Estado —tesis que va mucho más allá de la simple acción estatal en materia económica—, se sugiere el severo “adelgazamiento” del Estado y la reducción de su papel en la sociedad. De allí es fácil entender que el nuevo liberalismo haya pugnado por el abandono del Estado de sus tradicionales responsabilidades públicas, en el fondo postulando que el Estado debe limitar su acción al de mero “vigilante” del orden, con el objeto de garantizar el desarrollo de la “libre” acción de los mercados, ella sí en las exclusivas manos de los particulares. Se desprenden de esta visión de la economía y la sociedad otros claros postulados: por ejemplo, la necesidad de que el Estado proceda a un conjunto de desregulaciones y de apertura de sus fronteras, a fin de que el mercado y las inversiones se muevan sin traba alguna entre las naciones, precisamente en este “nuevo tiempo” de la globalidad. La tesis es que el Estado contemporáneo debe abandonar cualquier suerte de proteccionismo a fin de que fluya “naturalmente” la economía de “libre mercado” y de que no se distorsione la “sana” competencia mercantil. Un primera evidencia de estas tesis ideológicas es que provienen de los grandes centros de poder político y económico, habiendo sido elaboradas precisamente para “consumo” de los países “periféricos”, pero que de ninguna manera se aplican a las mismas potencias “centrales”. Habría muchas pruebas de que el “adelgazamiento” económico del Estado y la renuncia del proteccionismo es una prédica de los estados fuertes hacia los débiles, normas que ellos (los fuertes) están lejos de cumplir. De hecho, todo indica que en los últimos años los gobiernos de grandes potencias como Estados Unidos y Alemania se han fortalecido notablemente, y que lejos de haberse “adelgazado” han crecido, y que no sólo no han renunciado a su intervención en la economía sino que la utilizan plenamente cuando hace falta, sin pudor alguno. Resulta lógico: en un mundo de recia competencia internacional el proteccionismo y la intervención en materia económica es algo
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“natural”, eso sí, tratándose de los estados fuertes, quienes en caso necesario aplican toda su fuerza para respaldar sus intereses económicos, incluso la fuerza de orden militar. En otras palabras: las presiones y exigencias de los poderes “centrales” para que los estados “periféricos” desregulen sus economías y abandonen cualquier tipo de proteccionismo, tienen como propósito último “abrir” las economías de estos países a los productos e inversiones (de carácter productivo o especulativo) de los países más poderosos, persiguiendo el acceso fácil a los países menos favorecidos y procurando que sus inversiones puedan ser retiradas de los mismos sin ninguna condición. Los países “centrales” buscan simplemente abrir mercados a sus capitales y productos, sin tomar en cuenta las necesidades del genuino desarrollo ni las necesidades reales de las sociedades de los países de la “periferia”. Se trata, como dijimos, de una operación ideológica y publicitaria que asegura subordinación de los más débiles y ampliación (globalización) de los intereses de los más fuertes. Por supuesto, los principales organismos financieros y económicos, como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio, participan activamente en esa operación, convirtiéndose al mismo tiempo en herramientas de presión sobre los estados débiles y en aval y vocero de los intereses del capital internacional más poderoso. Los intereses económicos concentrados en unos cuantos países imponen a la mayoría de naciones, como si fueran condiciones “naturales” y “necesarias” al desarrollo, sus prescripciones oportunistas de conducta, y predican que su incumplimiento significa la catástrofe para aquellos que se atrevan a desviar, negar o rechazar tales ordenanzas. La acción coercitiva se produce, sin duda alguna, lo que ya no resulta tan cierto es que los países “periféricos” sean simples “víctimas” de las “confabulaciones” del exterior. La verdad es que los dirigentes y las llamadas élites políticas y económicas de nuestros países no sólo han aceptado las imposiciones del exterior, sino que las han introyectado y hechas suyas, porque creen en ellas firmemente. Tal es otra de las falacias o mitos a destruir: que nuestros países se hayan visto “obligados”, sin más, a acatar las condiciones de la economía internacional. En realidad son nuestros propios “dirigentes” quienes aplican con gran entusiasmo y convicción esos principios. Pero la subordinación de nuestros países a los intereses del capital pasa por un momento más grave aún: la subordinación intelectual y moral, el abandono de la dignidad y la profunda ignorancia de “nues-
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tros” dirigentes acerca de lo que realmente puede ser la defensa de los intereses nacionales. Hoy, la situación de dependencia y fragilidad económica que viven estos países “transita” también por los intereses domésticos que en realidad se comportan como verdaderos voceros y “correas de transmisión” de los intereses externos, como sus representantes oficiosos y oficiales. Por eso es que aspecto esencial de la “reconversión” económica y política de un país como México, exige necesariamente una profundización de la democracia, de manera que los dirigentes políticos respondan puntualmente a las necesidades de la sociedad nacional y a su bienestar, y no simplemente a las exigencias del exterior y a intereses que son contrarios a nuestras reales necesidades de desarrollo. Una tercera falacia que sostienen los centros de poder es que el mercado pretendidamente “libre” resolverá las necesidades de la sociedad, y que por tal razón el Estado debe retirarse de muchas de las “dispendiosas” inversiones sociales que hasta ahora han corrido a su cargo. La primera mentira evidente es que el pretendido mercado “libre” no tiene en rigor realidad en ninguna parte del mundo, ya que la economía de monopolios y oligopolios ha sepultado definitivamente el mito del perfecto mercado “libre”. La mentira esconde simplemente el hecho de que los intereses del gran capital (sobre todo el especulativo) procura desmantelar la resistencia de los estados nacionales. Y eso lo hace en nombre de la mitología de la libertad del comercio y el mercado. Por lo demás, está ya probado que las necesidades sociales básicas de los estados —educación, salud, vivienda, protección del medio ambiente, seguridad y tantas otras— de manera alguna pueden quedar en manos del mercado y de los intereses privados, porque no son capaces de satisfacer tales necesidades básicas de la sociedad ni está en su interés hacerlo (salvo tal vez, en la educación, que se procura funcionalizar a la economía de la globalidad neoliberal). Por eso es que tales urgencias sociales han de continuar siendo materia impostergable e irrenunciable de las funciones y responsabilidad del Estado, asunto propiamente de compromiso público. Si examinamos el alcance de esos embustes, que han penetrado tan profundamente como fórmula y doctrina de los últimos gobiernos y directivos de la economía en México, descubriremos fácilmente la raíz de las acciones que nos han llevado a las catástrofes sociales que vivimos.
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¿El indispensable corolario de tal evidencia? Conquistar plenamente la democracia y ejercerla absolutamente a fin de que el modelo de la catástrofe que se nos ha impuesto en los últimos años, por las élites de dentro y los intereses de fuera, sea modificado por una política económica que responda genuinamente a los intereses del pueblo, a las necesidades vitales e impostergables de nuestra sociedad.
5. globalización y soberanía La génesis del Estado moderno en el Renacimiento y la aparición de la categoría de soberanía del Estado no fueron ajenos al desarrollo del capitalismo. La expansión del sistema requería de reglas claras y aplicables. Primero en las monarquías y después en las democracias, el Estado monopolizó la capacidad de dictar la ley y hacerla cumplir: tal facultad se convirtió en la principal “marca” de la soberanía del Estado. Ninguna autoridad política o jurídica estaría por encima de su poder supremo. Pero debe decirse que esa “suprema certidumbre” de las normas que regulan la sociedad no provino de una idea abstracta sino de condiciones altamente pragmáticas: la exigencia de la nueva economía (el capitalismo en crecimiento) requería para su desarrollo de unidad jurídica y política y de plena certeza en las “reglas del juego”. La extensión de los intercambios entre estados y la consolidación de los mercados nacionales fortalecieron al nuevo Estado soberano y éste, a su vez, impulsó el desarrollo económico. Digamos también que la actividad en el mercado y, con el tiempo, las inversiones nacionales e internacionales, significaron los primeros pasos en el camino de la mundialización de la economía, en lo cual cumplieron papel decisivo los descubrimientos de nuevos continentes y las conquistas coloniales e imperialistas. La transformación de la economía formó nuevas relaciones nacionales e internacionales, consolidándose el derecho interno y originando un derecho internacional que ordenaría las relaciones entre los estados soberanos de la comunidad de naciones. En esta evolución aparecen tendencias y contradicciones presentes en la discusión actual: una primera se refiere a la dicotomía sociedadEstado, que tanto las corrientes liberales como las socialistas consideraron antitéticos, o alejados una del otro. Los liberales, al sostener que la vida social y la expansión económica sólo podía realizarse por la
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acción de los particulares, y que la función del Estado debía limitarse a la vigilancia de las iniciativas privadas, absteniéndose de cualquier estorbo o interferencia. El Estado debía restringir su papel y simplemente garantizar el libre juego de las fuerzas del mercado, en manos de los particulares. En el lado opuesto, los socialistas sostuvieron que, en realidad, la nueva sociedad no aseguraba la “efectiva” igualdad de los hombres, sino que éstos vivían en condiciones muy diversas porque la explotación separaba tajantemente a unos hombres de otros, a unas clases sociales de otras clases sociales; diciendo que el Estado, en tal situación, no guardaba neutralidad sino, por el contrario, que avalaba las diferencias y el poder de unos sobre otros, cumpliendo el papel de defensor de las relaciones de explotación vigentes en la sociedad. (Hoy sabemos bien hasta que punto el control centralizado y burocrático de la economía y del conjunto social por el Estado está en el origen de la catástrofe y desaparición de los llamados “socialismos realmente existentes”. Pero también sabemos hasta que punto el liberalismo económico sin riendas —el “capitalismo salvaje”—, no sólo no ha logrado un desarrollo armónico de la sociedad, sino que infinidad de datos mostrarían la creciente polarización que viven las actuales sociedades en lo interno y los enormes desequilibrios económicos en lo internacional.) En el siglo xx, como consecuencia de la primera guerra mundial, del crack económico de 1929, de la presencia de un socialismo en posible ascenso y de la tensión creciente que precedió a la segunda guerra, el capitalismo liberal “clásico” arrió parcialmente banderas y aceptó un sistema de paliativos que lo llevaron a no descuidar la “cuestión social”. El capitalismo sufrió una inevitable corrección aceptando la participación económica del Estado, la inversión social, la protección de los niveles de vida y el estímulo a los empleos, así como la construcción de una amplia infraestructura material (educativa, cultural, de salud, de habitación) que debía mitigar las contradicciones sociales. Tales correcciones se materializaron en el Estado benefactor que profundizó sus políticas después de la segunda guerra bajo presión sindical en lo interno y de la guerra fría en lo externo. Tesis central de esta corrección descansó en la idea de que el mercado y la competencia, abandonados a su mecánica espontánea, originaban desigualdades sociales intolerables que echaban por tierra las pretendidas “virtudes” del sistema, y que el Estado reducido a una función de mero “vigilante nocturno” resultaba incapaz de atender las necesidades de la compleja sociedad contemporánea.
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Muchos afirmaron, no sin razón, que el principio de libertad se contraponía a ese otro principio esencial de los tiempos modernos: el de igualdad. La competencia económica y el mercado libre, que procuran maximizar a corto plazo las ganancias, echaban por tierra el otro principio fundante de la modernidad política: la igualdad. Las luchas políticas se esforzaron en garantizar las libertades dentro del Estado y también, desde otro ángulo, obtener igualdad social y económica. Estos “polos” siguen vigentes en la discusión política actual, a veces extremando las posiciones, otras procurando hacer compatibles libertad e igualdad. Los decenios de los setenta y ochenta, a los ojos de diversos estudiosos, se significaron por una disminución de la tasa de ganancia del capitalismo, entrando en crisis el Estado benefactor. Se postuló entonces la reestructuración del sistema con la eliminación de las “contaminaciones” restrictivas de la libertad de comercio y de los movimientos de capital, así como de cualquier género de “intervencionismo” en materia económica y social: suprimiendo las nacionalizaciones, restringiendo el sector económico público y las defensas arancelarias, modificando las leyes laborales y los reglamentos limitativos de las inversiones, así como reduciendo los gastos sociales (en educación, salud y vivienda, esencialmente). El Estado benefactor debía empequeñecerse y aún anularse ante las espontáneas fuerzas de la sociedad y ante la dinámica de los agentes del capital. Para los partidarios de ese nuevo liberalismo sólo la acción privada cuenta y es eficaz, el progreso únicamente se desprende de la acción de los particulares, el despliegue de las libertades consiste en primer término en el ejercicio de las libertades económicas (de trabajo, de producción, de comercio, de inversión). Para la contraparte social, en cambio, la libre acción de los actores económicos ha conducido a mayores desigualdades, a una mayor concentración del capital y a la creación de monopolios que niegan las libertades proclamadas por el propio liberalismo. Para los partidarios de “lo social” la acción pública es la única capaz de compensar y equilibrar las injusticias sociales, y de atender las necesidades de los sectores más necesitados. Otros afirman, por lo demás, que la minimización del Estado que postula la economía neoliberal se ha convertido en una clara movilización del Estado en favor de los más fuertes grupos económicos, y el hecho de que la nueva economía “sin intervenciones” ha sido en realidad el producto de la acción deliberada del Estado. El Estado no se habría adelgazado y, lejos de ser imparcial, ha tomado partido. Tal cosa no
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únicamente en los países “periféricos” sino también en los “centrales”. Difícilmente puede hablarse entonces de un laisser-faire, laissezpasser, sino más bien de un Estado como principal agente de la acción “libre” de la economía y como su principal impulsor activo, en beneficio de quienes detentan la riqueza. Parecería imposible explicar hoy los procesos de apertura económica al exterior, de desregulación de los flujos de capitales, de seguridades al capital financiero y a las inversiones, de facilidades para el avance de la globalización y la incorporación de los países a la economía internacional, si no es a partir de un Estado que milita eficientemente en favor de tales objetivos. En este complejo de cambios el Estado ha sufrido fundamentales modificaciones en el “papel” que tradicionalmente ha asumido, entre otros el de asumir y ejercer sus facultades soberanas. No solamente las fuerzas económicas internas y externas pondrían en cuestión la idea y la práctica de la soberanía (como plena autonomía y capacidad de decisión sobre las políticas nacionales), sino que los dirigentes de esos estados se habrían vinculado estrechamente, en general, a los consorcios nacionales e internacionales, subordinando en la práctica los fines del Estado “a los intereses del capital dominante”, en la formulación de Nikos Poulantzas. En definitiva existiría hoy una “interrelación” entre capitales (externos e internos) que modifica sustancialmente el significado tradicional de los estados soberanos y su función de poder político supremo en un territorio. La globalización, como hemos dicho, no es un fenómeno nuevo sino inherente al desarrollo del capitalismo desde sus inicios. Pero debe decirse que hay diferencias cualitativas entre el orden mundial anterior y el de las postrimerías del siglo xx. Tales diferencias se vinculan a la tercera revolución industrial, con un alto componente científico-técnico (computación, informática, comunicaciones a larga distancia). La acumulación actual, según algunos observan, tiene su fuente sobre todo en el conocimiento y en bienes no materiales ni territoriales. Sin desconocer el carácter relativo de esta afirmación (la explotación del trabajo no ha disminuido y aun se ha extendido a los niños y a las mujeres, particularmente en los países atrasados), puede decirse que la diferencia cualitativa entre la globalización de tiempos anteriores y esta de finales de siglo —como la imponen las corporaciones y el capital financiero—, radica en su mayor productividad y amplitud geográfica, y en una más precisa definición de sus objetivos: la extensión mundializada de los mercados sería un rasgo distintivo de la globalización a finales del siglo xx.
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Pero no es el único signo de la globalización actual: el capital financiero —que opera sobre la base de la informática y de las comunicaciones instantáneas de un lugar a otro del planeta— incluye una radical novedad: la renta más productiva del capital se logra no necesariamente como producción de bienes y servicios, sino como “especulación” del capital y de los recursos financieros, que aprovechan el extraordinario dinamismo de los mismos para obtener ganancias a veces extravagantes en el simple movimiento de los recursos financieros per se, sin vínculos con la creación de valores de uso y de valores de cambio. La renta lograda se obtiene en coyunturas favorables, y casi siempre tiene consecuencias negativas en el largo plazo: frecuentemente provoca empobrecimiento y destruye poder adquisitivo, niveles de vida, originando además recesión y eliminando recursos para la inversión social. Debe decirse que la globalización del capital no ha “globalizado” con la misma rapidez y alcance la vida política y social. Los estados nacionales continúan afirmándose (aunque en otro sentido, según los intereses de sus élites, se hayan convertido en agentes de la globalización), de la misma manera que la vida social sigue respondiendo en gran medida a motivaciones locales. La sociedad global de consumo y el consumo de masas mundial —las tendencias hacia la homogeneización de los mercados— no han logrado romper el carácter particular de los estados y de las comunidades nacionales, regionales y locales. Es verdad que la organización regional de las economías —los estados celebrando acuerdos para la ampliación regional de los mercados: la Unión Europea, el Tratado de Libre Comercio (tlc), el Mercosur, la apec (Tratado de Cooperación Económica de los países del Asia y del Pacífico)— subordina a estos fines de interdependencia ciertos aspectos de la vida política y social de los países. Sin embargo, aún sería larga y compleja la evolución de las organizaciones políticas actuales hacia nuevas formas de gobierno regional y mundial. El rasgo distintivo de la globalización hoy consiste en el fortalecimiento del capital financiero y transnacional y en su amplísima movilidad internacional. Tal sería el fundamento del llamado “nuevo orden mundial” bajo el predominio de los centros más avanzados de poder económico, financiero y tecnológico. En realidad, el nuevo orden mundial, diseñado al derrumbe de los países del “socialismo real” y al finalizar la guerra fría, constituye el campo de acción del complejo de los consorcios, del capital financiero, de los medios de comunicación y de la informática, teniendo como decisivo res-
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paldo y última ratio la fuerza militar de los países occidentales bajo el liderazgo de Estados Unidos. El cambio del mundo multipolar al unipolar ha permitido sostener a algunos, no sin razón, que la globalización actual es en realidad la “estadounidización” del mundo y de las relaciones internacionales. El Estado liberal ha sido el vehículo primordial de la globalización y de la aplicación del neoliberalismo en la economía. Debe decirse entonces que la nueva economía ha implicado severas restricciones a los procesos de decisión política y a las facultades tradicionales de los estados. El “entorno” internacional financiero, encabezado por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, presiona enérgicamente a los estados y les imponen condiciones. Nikos Poulantzas, el autor citado, nos dice que el Estado contemporáneo ha interiorizado casi sin excepción las exigencias de la globalización del capital, no únicamente sometiéndose a ellas sino recibiéndolas con entusiasmo. Así, los gobiernos tenderían a convertirse en una suerte de “correo de transmisión” de las exigencias de la economía internacional. Tal subordinación creciente del Estado a las exigencias de esa economía habría originado importantes cambios en la estructura del poder y en la organización de los gobiernos al interior. No hay duda, por ejemplo, que hoy tienen mayor jerarquía política los ministerios de comercio y finanzas, los bancos centrales y otras agencias económicas que los tradicionales ministerios encargados de las inversiones y servicios sociales (desarrollo, educación, salud, trabajo y vivienda). La política —las decisiones fundamentales del Estado— se concentran en las áreas vinculadas a las finanzas y al manejo de la economía, y se minusvalúan aquellas orientadas a otros servicios (que, al límite, se convierten en “apaga fuegos” de los daños sociales provocados por la globalización en sus actuales términos). El hecho irrefutable es que la Organización Mundial del Comercio, los criterios rectores del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, determinados acuerdos regionales y multilaterales como el tlc y el ami —en proceso de negociación que se ha suspendido en los últimos meses—, y la “coordinación” por excelencia de los centros financieros, industriales y comerciales del planeta en manos del G-7 (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Italia, Alemania, Canadá y Japón, que se convierte en G-8 con Rusia para cuestiones no económicas), determinan áreas de la mayor importancia en las decisiones económicas y también políticas, sociales y culturales de los estados. Tales organismos definen los criterios clave de los presupuestos
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y ajustes nacionales, las decisiones que se refieren a las reglas del comercio, la orientación de las inversiones, el estatus de las inversiones extranjeras y su movilidad, la situación de las corporaciones internacionales en cada ámbito estatal, frecuentemente discriminatorias de las empresas nacionales, los procesos de privatización y la extensión (o disminución) de los sectores públicos en la economía, las medidas fiscales para impulsar (o frenar) las medianas y pequeñas empresas y determinadas áreas de producción o desarrollo regionales, todo ello con fuertes implicaciones, casi siempre negativas, sobre las relaciones laborales, la protección del medio ambiente y las inversiones de carácter social. La contemporánea globalización en manos del capital se distingue por el desmantelamiento de los sectores públicos de la economía, la desregulación de los mercados financieros internacionales y nacionales, la preponderancia del capital financiero y especulativo sobre el productivo. Tales serían algunos de los rasgos “duros” de la ideología neoliberal, con las implicaciones sociales que ha tenido como la disminución de los niveles de empleo, el recorte de los gastos sociales, las políticas de austeridad y la consecuente disminución del poder adquisitivo de los salarios. Todo ello tendría como propósito fundamental —dijimos antes— el restablecimiento de la tasa de recuperación del capital. Vale la pena subrayar que las exigencias de reducción del tamaño de los estados y del desmantelamiento de los sectores públicos de la economía, la eliminación de cualquier regulación a las inversiones y a los traslados de capital, son exigencias de los estados centrales a los estados periféricos, pero de ninguna manera son mandatos que se apliquen en los mismos términos al interior de los estados centrales, que continúan siendo proteccionistas y libres para defender sus intereses nacionales cuando así conviene a los mismos. En realidad, el Estado de los países centrales está lejos de reducirse; más bien se ha incrementado, y tal cosa ocurre en Estados Unidos y en los países de la ocde. El fondo de la cuestión es que, como aparato ideológico y publicitario, se ha exaltado el valor de lo privado y degradado el valor de lo público: todo en beneficio de los intereses privados, lo mínimo en beneficio social. En realidad, lo que habría ocurrido es una enorme refuncionalización del Estado y su conversión, de atender los asuntos generales de la sociedad (acepción clásica), a un aparato convertido eminentemente en “correa de transmisión” de los intereses nacionales y transnacionales, eminentemente financieros.
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Pero insistimos: el desvanecimiento de las unidades estatales, soberanas y nacionales, se anuncia como extraordinariamente complejo y disputado. Largo en el tiempo porque los estados no abandonarán fácilmente sus prerrogativas, su estatus internacional. Hoy las transnacionales deciden por arriba de las fronteras y sin tomarlas en cuenta, sin considerar estados y nacionalidades; pero el Estado en su conjunto (no necesariamente los gobiernos pero sí las naciones en sentido histórico y sociológico), ofrece aún resistencia para ceder sus atributos esenciales en favor de los intereses privados. Una cosa es que las transnacionales “no tengan patria” y otra es que hayan disuelto las estructuras políticas y sociales de los estados-nación. Estas permanecen, a veces con modificaciones de importancia y otras a pesar de sus élites que responden a la mentalidad, intereses y “visión del mundo” de fuera. Por lo demás, con frecuencia activos núcleos de resistencia nacional y local se pronuncian en contra de la devastación económica, política, cultural y social que ha efectuado la globalización. Existen factores y fuerzas de carácter interno e internacional que se oponen a las tendencias homogeneizadoras, a la penetración económica y al establecimiento de mercados mundiales estandarizados, y al debilitamiento de la soberanía de los estados. Se registran resistencias y se constituyen núcleos políticos que militan en contra de una realidad del mundo definida primordialmente por la ampliación de los mercados y la acumulación concentrada de los capitales. Pero tales fuerzas —debe igualmente decirse— tienden también a debilitar el carácter unitario y compacto del Estado tradicional, su carácter homogéneo: nos referimos a la tremenda diversidad de la sociedad contemporánea que milita en contra de las rígidas unidades políticas tradicionales y que tienden a disolver al Estado en la sociedad, o al menos a poner un coto a su poder vertical y exclusivo en las unidades territoriales que domina: los movimientos sociales, étnicos y culturales y sus reclamos de democracia radical encarnarían esas fuerzas centrífugas que buscan la redefinición del Estado moderno. Un Estado, según se desprende de lo dicho, asediado desde el lado internacional por los grandes núcleos económicos y desde el interior presionado —con poderosas razones— por los pueblos (también indígenas), las corrientes, grupos, clases, y asociaciones que no reconocen ya en él una real representación de sus intereses y necesidades. No obstante, los estados nacionales siguen siendo los principales actores políticos en el escenario nacional e internacional. La globalización determina aspectos importantes de las relaciones entre esta-
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dos (como ha ocurrido siempre en el aspecto internacional) pero éstos no se han “desvanecido” como pivote nacionales e internacionales de las decisiones. Los “gobiernos mundiales” o incluso “regionales” están aún en un horizonte demasiado lejano, a pesar de los pasos en esa dirección de ciertas organizaciones regionales, como la Unión Europea. La función del Estado es básica en las decisiones políticas esenciales: el mantenimiento del orden, las políticas de desarrollo y sus prioridades, las iniciativas sociales y, desde luego, en el fundamental terreno de las relaciones internacionales. La cuestión de la limitación de soberanías, en la etapa actual de la globalización, es pues relativa y circunscrita a ciertas esferas que no suprimen las “marcas” fundamentales de la propia soberanía. Se trata de una tendencia debilitadora pero no de un hecho consumado. El Estado continua siendo la instancia en que se definen gobernabilidad, consenso y legitimidad, realización de la democracia, actividad de los partidos políticos y acciones de la sociedad, es decir, la primordial relación entre gobernados y gobernantes. La globalización significa que los estados viven hoy dentro de más intensas (y tensas) relaciones internacionales, y con un mayor entrelazamiento económico, pero no comporta el desvanecimiento de la estructura estatal y nacional como punto de referencia clave de la política contemporánea. Sin embargo, lo anterior implica una profunda crisis del Estado liberal, al menos desde tres ángulos: sus dificultades para procesar las demandas de la compleja y plural sociedad actual, y su pretensión homogeneizadora que choca con la enorme diversidad de la sociedad civil. El hecho de que el Estado liberal está sometido a permanente presión por parte de los intereses del capital interno e internacional. Por lo demás, el nuevo Estado liberal ha abandonado esencialmente sus responsabilidades sociales con el fin de satisfacer las necesidades de amplios sectores de la población, y se configura como un poder que se manifiesta esencialmente como “representante” de los grandes intereses económicos, no de la sociedad en su conjunto. El Estado liberal hoy se encuentra asediado interna y externamente, y sufre una grave carencia de representatividad ante las más generales demandas sociales, que se agudizan debido a la crisis económica. El complejo financiero-corporativo-tecnológico de las comunicaciones y la cultura y su alejamiento del principio democrático, y su pérdida de legitimidad, representatividad y gobernabilidad, son causa de la severa crisis por la que atraviesa el Estado liberal. Lo cual significa la crisis de una élite político-económica que procuró sin
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éxito conciliar la defensa de los derechos individuales con la concentración de capitales. En el plano internacional —consecuencia también de la desaparición del “campo socialista” y del ascenso del “nuevo liberalismo”—, el tema de las disparidades en el mundo y de su posible solución ha sido prácticamente borrado de la agenda internacional, aún cuando vemos que sus estragos siguen siendo materia de los mejores documentos de ciertos organismos de Naciones Unidas. No se ha dejado de invocar su importancia central —por la injusticia que significa, por los sufrimientos que acarrea, por las inestabilidades políticas que provoca, con peligro de anticipar catástrofes de mayor envergadura—, pero el silencio y bloqueo de que ha sido objeto el tema por parte de las grandes potencias, representan un nuevo testimonio de desinterés por los problemas sociales de la humanidad. Hemos ya mencionado anteriormente las escalofriantes cifras que proporcionan los informes de Naciones Unidas sobre el desarrollo humano de 1999, y que muestran, entre muchos dramas contemporáneos, hasta qué punto las presiones en favor de un consumo (y de una producción) dirigida a los pocos, transforma la riqueza potencial del planeta en pobreza para las mayorías. Resumiendo: pudiera decirse que los procesos de la globalización actual han sido secuestrados primordialmente por los intereses del capital internacional y que, hasta hoy, su orientación básica ha sido definida por esos intereses. Sostenemos entonces que, para resolver los grandes problemas sociales pendientes, debe darse clara prioridad a lo que precisamente la onu ha llamado desarrollo humano, antes que a esa insaciable divisa de la acumulación del capital en el menor tiempo posible, que “gobierna” la economía y la política de nuestros días. El desarrollo humano debería ser capaz de eliminar las subordinaciones y miserias a que está sometida más de la mitad de la población de la tierra. Para esta transformación esencial sería indispensable un nuevo pacto social que asuma específicamente objetivos sociales y humanos como clave del quehacer político y económico. La globalidad es un hecho económico, tecnológico, cultural, político y social altamente irreversible. Es, en más de un sentido, la manera de ser de nuestro tiempo, pero lo que sí debería ser reversible es la orientación que los grandes intereses le han impuesto, que origina graves problemas y también nuevas perspectivas, siempre que llegara a prevalecer un enfoque de la globalidad en que impere el criterio social, la perspectiva de una sociedad —de una casi inagotable variedad de sociedades— en que los valores de solidaridad
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e igualdad, de cohesión y armonía imperen sobre los de rentabilidad y acumulación maximizada. Son indispensables entonces medidas correctivas al actual funcionamiento de la globalización. Medidas que deberán efectuarse en los estados y en el ámbito internacional, so pena de que la globalidad, en su actual versión, conduzca a un despeñadero generalizado. El abandono de la mitad de la población de la tierra, la destrucción de los recursos naturales, es decir, la posibilidad de una catástrofe de dimensiones planetarias inimaginables, sólo podrá evitarse si se toman importantes medidas correctivas de redistribución de la riqueza, inversiones sociales y limitaciones efectivas a la desmedida ambición de los intereses establecidos. Son muchas las dificultades para llevar a cabo transformaciones de tal envergadura. Pero nos preguntamos: ¿cuántos desastres habrá que vivir aún para que la necesidad de racionalizar la situación se extienda y sea comprendida por la comunidad internacional? En todo caso, apuntamos que se anuncian ya y están en movimiento las fuerzas políticas, sociales y culturales que se pronuncian en contra de tal situación disparatada. Es verdad: resulta necesario aún modificar la correlación de fuerzas políticas para alcanzar las transformaciones indispensables. Un Estado y una sociedad realmente democráticos parecen la condición sine qua non a ese viraje. El cambio del sistema implicaría que los capitales especulativos, los más favorecidos hoy, cedan su lugar de privilegio a uno en que la producción, el empleo, la satisfacción de las necesidades sociales y el crecimiento equitativo sean el signo del desarrollo económico, y de una sociedad que pueda desprenderse paso a paso de sus cargas más onerosas. Sólo por ese camino podrá pensarse en una real y renovada soberanía de los estados, viviendo en solidaridad y equidad con el resto de los estados y sobre la base interna de sistemas profundamente democráticos.
V. LOS NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES
1. el decisivo actor político: la sociedad civil Puede parafrasearse la sentencia de hace ciento cincuenta años: “Un fantasma recorre el mundo, el fantasma de la sociedad civil...” En los últimos años ha surgido un nuevo actor político mundial con sus mil rostros e iniciativas, con su fecunda diversidad de esperanzas, con su ubicuidad sin fronteras y su capacidad de comunicación instantánea, además de su agilísima eficacia movilizadora. ¿Sus propósitos? Tantos como sus rostros, en la medida en que van surgiendo problemas que afectan a los grupos humanos: una suerte de genérica vigilancia ética y jurídica del dicho y hecho de los poderes del Estado (ejecutivos, legislativos, judiciales), pero también de los partidos políticos y de toda suerte de organismos públicos. ¿Sus medios de expresión? La denuncia, la presión, la exigencia, la revelación, la difusión. Sobre todo de los agravios que comete la autoridad y que, sin tales señalamientos, se quedarían sin sanción. La sociedad civil movilizada significa hoy “contención” del poder público y de las jerarquías burocratizadas insensibles a los requerimientos sociales. La sociedad civil: un arma secular de lucha —el pueblo en movimiento— que desconfía de las instituciones y decide emprender su propia “larga marcha” política. La sucinta pintura anterior pudiera dejar la impresión de que se trata de un nuevo movimiento anarquizante que no respeta normas ni leyes, y cuyo propósito fuera el desorden. Por el contrario, la presencia de la sociedad civil en el mundo se origina, entre otras causas, por la desatención, mentira, corrupción y abuso de las autoridades encargadas de aplicar la ley. Su papel —de la sociedad civil— es antes que nada reivindicativo y de exigencia de mayor cuidado del orden social, en sentido profundo, y del bien común. Nos encontramos ante el surgimiento de un nuevo y decisivo protagonista de la política contemporánea. Y con un hecho mayor en la vida pública actual: el deslizamiento de la política hacia la sociedad. Ya no la política como monopolio del Estado y de las instituciones estable[119]
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cidas, sino la política como expresión y militancia de núcleos cada vez más amplios del pueblo entero. Con otra característica: la capacidad de comunicación instantánea entre los organismos sociales del mundo. De la misma manera en que no existen hoy estados aislados tampoco hay sociedades civiles aisladas. Por el contrario, apenas se presenta en cualquier punto del globo un asunto digno de reclamo brilla la ubicuidad y la capacidad comunicativa de estos grupos. No se trata entonces de movimientos “desorganizados” sino de acciones cada vez más coherentes y mejor concertadas, y esto seguirá intensificándose en los próximos años y representará —representa ya—, en el inicio del nuevo siglo, una de las más poderosas y novedosas formas de militancia política. La forma más extendida que ahora asumen esos grupos es la de Organizaciones No Gubernamentales: en favor de los derechos humanos, de los derechos de las etnias, del medio ambiente, de las mujeres, de los homosexuales, de los niños, en contra de la discriminación racial y otras discriminaciones, etcétera. Su capacidad de acción y dinamismo es tan grande que los estados nacionales y los organismos internacionales no tienen más remedio (y también los partidos políticos) que tomarlos en cuenta en sus decisiones, que escucharlos y discutir con ellos (sus proyectos políticos dominantes). Hoy no se puede decidir en contra de la sociedad civil. En este tiempo de transición de la política, de exclusividad representativa del Estado y de los partidos, las estructuras tradicionales caen inevitablemente en la desorientación: no saben qué valor asignar a los señalamientos de los organismos de la sociedad civil, en lo nacional e internacional, no conocen qué trato ofrecer a estos nuevos protagonistas de la política ni cómo atender sus demandas. Digamos además que la militancia de las organizaciones de la sociedad civil ha proliferado precisamente por la profunda desconfianza de principio que tiene hoy la mayoría social respecto a la palabra, acciones y omisiones de los gobernantes, de los “representantes” en sentido tradicional. Por cierto, esa incredulidad y sospecha han sido ganadas a pulso por los dirigentes del Estado y de los organismos burocráticos. La “Ley de Hierro” de Mosca y Pareto se habría plenamente confirmado en la visión popular: el Estado y los partidos estarían controlados por grupos cerrados que únicamente buscan el ascenso social y que han olvidado sus compromisos con la “voluntad general” democrática que los eligió.
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Éstas son, por supuesto, algunas razones de la “desafección” actual respecto al Estado y, en general, respecto a los partidos políticos. La otra poderosísima causa es obra de la crisis económica que se vive no precisamente en las élites sino en vastísimos sectores de la sociedad. Una economía que cada vez produce más riqueza concentrada y más miseria amplificada, y que se predica como “la única” salida posible, provocando rechazo radical y desafección profunda respecto a los organismos y líderes que sostienen tamaños desequilibrios e injusticias. Las instituciones representativas tradicionales pierden legitimidad y credibilidad, al mismo tiempo que la legitimidad y credibilidad política se traslada del Estado y sus instituciones hacia la sociedad misma. Es por ello por lo que ha surgido un nuevo actor, un nuevo protagonista de la política contemporánea: la sociedad civil, en cuyas acciones solidarias se tiene más confianza que en los galimatías políticos y en las contradictorias explicaciones de los dirigentes tecnócratas. Sin ir más lejos, la sociedad civil de muchos países se ha levantado para exigir al gobierno mexicano respeto a los derechos humanos y a los de las comunidades indígenas. Y para exigir el castigo de los culpables de asesinatos, sin disimulos ni complicidades. Como sola respuesta el gobierno de México se rasga las vestiduras del “intervencionismo” e “injerencismo”. No, ya pasaron los tiempos en que la barbarie podía ocultarse bajo el manto de la no intervención. En tiempos de la globalidad todas las naciones viven en casa de cristal y no pueden sustraerse a la crítica, a la opinión, a las demandas de la sociedad universal. Pretender sustraerse simplemente significa asumir, a los ojos del mundo, culpas y actitudes de brutalidad consentida. Hoy así es el mundo y ha cambiado respecto a los “buenos tiempos” en que México utilizaba el argumento de soberanía para defenderse —y defender a otros pueblos débiles— de la ambición agresiva de los imperialismos de todos los colores y sabores. Hoy sirve para esa defensa pero no para aislar u ocultar impunidades. Y la única respuesta posible es la de actuar sin tapujos ni fingimientos para asegurar en el país —y especialmente respecto a las comunidades indígenas— el absoluto respeto a los derechos humanos y a los derechos de las etnias.
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2. trascender la globalización neoliberal: hacia una genuina democracia El núcleo de todas las discusiones —no sólo en México sino en el mundo entero—, cuando se plantean los problemas de vencer la miseria, el desempleo, la concentración de la riqueza, la destrucción del medio ambiente, el poder del capital especulativo que se impone a los estados y desbarata el destino de las sociedades, se refiere a la necesidad de trascender, de liquidar la globalización neoliberal, que es el “modo” en que se expresa el actual desarrollo del capitalismo. También desde el punto de vista de los valores y la cultura tal “modelo” económico tiene las más nefastas consecuencias. Y es que la globalidad controlada por el capital procura uniformar y estandarizar a las sociedades en favor de los mercados, militando por la aceptación sin protesta del statu quo. La catástrofe de ese “modelo” de desarrollo —más que una política económica, en realidad una “visión del mundo” impuesta, una visión dominadora—, es que está guiada por una divisa fundamental: maximizar las ganancias en el menor tiempo posible, con el absoluto desprecio de las necesidades y carencias sociales. ¿De qué manera superar esa situación? ¿Cómo hacer para que tal sistema abandone sus “fundamentalismos” antidemocráticos, y se abra paso no solamente un nuevo “modelo de desarrollo”, sino más radicalmente una “nueva civilización”? ¿De qué manera lograr que los inmensos recursos científicos, tecnológicos y de riqueza material que ha logrado la humanidad se orienten a satisfacer las carencias de grupos y pueblos enteros, en vez de servir al exclusivo enriquecimiento de grupos restringidos? La discusión que describimos tiene las más hondas repercusiones políticas y sociales. Todos sabemos bien, por ejemplo, que México se ha empobrecido extraordinariamente por la aplicación de las políticas neoliberales, originando marginalismos lacerantes y estimulando fenómenos intolerables como el de una delincuencia y una violencia crecientes en las ciudades y en el campo. La discusión del “modelo de desarrollo” es en realidad una verdadera discusión sobre el “modelo de civilización” en que hemos de vivir. De allí la importancia mayúscula del tema. La “irracionalidad” del sistema que se vive tiene que ver con el gran desarrollo de las fuerzas productivas del mundo actual —los recursos de la tecnología, los medios de comunicación y de trans-
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porte, los avances científicos, etc.— y con el hecho de que ese gran desarrollo sólo beneficia a unos cuantos. Por eso, en toda política genuinamente democrática se plantea como primer punto de la agenda la cuestión de las necesidades básicas del individuo y la sociedad, a fin de eliminar la miseria y la pobreza extrema de los grupos, sectores y clases sociales que han sido excluidos de la actual prosperidad ultraconcentrada. El objetivo democrático por excelencia hoy es el de cancelar la globalización neoliberal y sustituirla por una globalización democrática apta para los fines del desarrollo íntegro de la sociedad, un desarrollo que sea incluyente y no excluyente, que proporcione oportunidades para todos y no únicamente para unos pocos privilegiados. Se abre así una nueva posibilidad de luchas políticas que contendrían una real “promesa de futuro”. Tal es el fondo real de las luchas democráticas hoy en día, que en definitiva significan la lucha por una nueva civilización. ¿Qué hacer? Una primera cuestión que se observa es que la política ha sufrido un gradual desplazamiento del Estado hacia la sociedad. En esa medida, el proceso de las transformaciones democráticas es acción de la sociedad civil en su totalidad. Claro está, acción de los partidos políticos pero también de las asociaciones cívicas, de derechos humanos y de todos los luchadores en favor de los derechos de los pueblos indígenas, del medio ambiente, de la igualdad entre los sexos, etcétera. Por supuesto que ha de avanzarse en la transparencia de los procesos electorales, en el equilibrio de los poderes, en el acotamiento de los poderes presidenciales, en la implantación de un real federalismo, pero la lucha democrática sustantiva apunta hacia una reconversión que tiene que ver con la participación, con la igualdad y la justicia social; con una situación en que los recursos de la humanidad se orienten a satisfacer las carencias que afectan a las cuatro quintas partes de la población de la tierra. A las cuatro quintas partes de la sociedad mexicana, para no ir más lejos. No hablamos de utopías sino de un proceso en marcha de la historia que se expresa ya en muchos países y continentes. También en el nuestro. Los partidos de oposición y multitud de asociaciones cívicas y políticas coinciden ya —a veces de manera implícita, otras expresamente— en la necesidad de cambiar radicalmente una economía y una política que se ha caracterizado por el uso de poderes concentrados y antidemocráticos, por el profundo desprecio de las
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mayorías, a las que no solamente se ha dejado fuera del “banquete de la historia”, sino que han sido reducidas a una situación inhumana y degradante. Por supuesto, la clase trabajadora en su acepción clásica tiene también la palabra —y la acción— en esta lucha por una democracia radical y participativa. Pero no es la única clase ni grupo social: la globalización neoliberal ha tenido la “virtud” de afectar prácticamente a toda la escala social, de arriba abajo, de la izquierda a la derecha, y hoy es un conjunto amplísimo de grupos, sectores y clases sociales quienes exigen el cambio radical, quienes plantean con urgencia la necesidad, como decíamos, de una “nueva civilización”. Por eso se habla también de la necesidad de un nuevo pacto social de carácter democrático. Pacto democrático que no se refiere únicamente a las “reglas” de la competencia política, sino que apunta inequívocamente a la modificación sustantiva del “modelo económico”. Por tales razones, hoy mantiene una vigencia excepcional la idea de las convergencias democráticas, que se refiere a la unión de todos aquellos sectores, clases, individuos, partidos y grupos políticos que luchan por el avance de la democracia formal y electoral, pero también por una democracia real que vaya encontrando las fórmulas para que el desarrollo económico asuma los compromisos humanos y sociales de que ha sido despojada por la globalización neoliberal. Se suscitaría así una pujante reivindicación de derechos que negaría objetivamente las mecánicas destructoras del capitalismo y del mercantilismo “salvajes”, que tendería a debilitar las estructuras del poder de los intereses económicos, del poder de las más fuertes y de las tecnocracias a su servicio. Por lo demás, la “nueva” sociedad que se propone no es una entidad a la que “debe” llegarse. Más bien es un proceso en marcha pero siempre inacabado y perpetuamente corregido, una vía permanente de avances, pruebas, aciertos que se consolidan y errores que se corrigen. Desde este ángulo, la democracia se entiende como una incesante dinámica de ampliación y participación ciudadana (y por necesidad de corrección). Y esto supone el efectivo respeto a la autonomía, a la dignidad y a las libertades individuales. Es decir, se trata de una solidaridad surgida desde abajo, producto de una convicción moral y cultural, y no impuesta desde arriba, desde ninguna jerarquía de autoridad. Me atrevería ha decir que, como recurso inmediato y provisional, puede sugerirse la “vuelta” al Estado benefactor, como una etapa preli-
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minar de transición, que tendería a corregir los más duros extremos destructores de la globalización neoliberal. No sería la meta a lograr —repetimos—, pero un “keynesianismo global” que combatiera la desocupación, la miseria extrema y proporcionara recursos públicos para atacar las más urgentes cuestiones sociales, no sería seguramente despreciable en el corto y aun en el mediano plazo. Como una etapa rigurosamente intermedia, en tanto se hace posible un “modelo de civilización” que no se administre ya más en el exclusivo beneficio de las élites políticas y financieras, sino orientado democráticamente en interés del conjunto. Un “modelo” político y económico que tendría que ver más con la autoadministración y la autogestión que con el manejo de la política y la economía por los tecnócratas y “profesionales”. En México conocemos bien a qué extremos de desastre ha conducido este manejo antidemocrático e interesado de la economía y la política.
3. porto alegre: la alternativa Se ha decidido por las organizaciones sociales antiglobalización que cada año, al mismo tiempo en que se reúne el Foro Económico Mundial (Davos), se realice en otro lugar del planeta una reunión simultánea que congregará a las cabezas pensantes y críticas del desgaste en acto de la globalización en manos de los pocos, de unas cuantas corporaciones y gobiernos que han extremado la concentración de la riqueza y la extensión de la pobreza dentro de las naciones y entre las naciones. Se trata del Foro Social Mundial, cuya primera versión ha tenido lugar a finales de enero de 2001, en Porto Alegre, Brasil, y que reunió a líderes políticos y sociales, a dirigentes sindicales, a directivos de organizaciones no gubernamentales, a representantes de redes ciudadanas del más variado tipo: ecologistas, feministas, luchadores en favor de los derechos humanos y de las etnias, sin faltar economistas, filósofos y juristas que han decidido trabajar teórica y prácticamente en oposición a un “tipo de mundo” y a unas “formas de vida” que los ideólogos del statu quo presentan como inmutables. Se trata entonces de otro think thank que reflexiona ya críticamente acerca de las alternativas posibles —no a corto plazo sino en proyección— de una organización económica, política y social que no sólo
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ha significado la acelerada destrucción del medio ambiente sino del tejido social, y en más de un sentido de la vida humana “encadenada” inflexiblemente a una mercantilización que parece irremediable y que niega la libertad misma. En realidad, debe decirse que este “foro alternativo” había surgido ya hace unos cuantos años en el mismo Davos, pero ahora cobra una dimensión insospechada en cuanto densidad de prestigios reunidos y número de participantes (alrededor de tres mil). En realidad —debe reconocerse— los encuentros bulliciosos en las calles, sin que se abandonen, comienzan a ser sustituidos por un “frente” organizado que alcanzará pronto gran influencia teórica y política, y prestigio mundial. Las inteligencias que piensan hoy en las posibilidades de un desarrollo pleno del ser humano y en la creación de una sociedad en que sea posible el bienestar de todos, están reunidos en Porto Alegre para pensar colectivamente las opciones a la sociedad actual y los caminos de su realización. Tal reunión —este pensamiento alternativo al unidimensional de los poderes establecidos—, está llamado a constituir “vanguardia” de los inconformes del mundo y a ofrecernos una reflexión crítica del más alto nivel. Según se dice en Le Monde Diplomatique (diciembre de 2001), los “asistentes irán de los cuatro puntos cardinales y son aquellos sectores significativos que se oponen a la actual barbarie económica y rechazan al neoliberalismo como ‘horizonte insuperable’, procurando, con un impulso que debe calificarse de innovador, sentar las bases en Porto Alegre de un verdadero contrapoder”. Ante el sistema económico vigente, al que Noam Chomsky ha llamado “mercantilismo de las corporaciones”, el Foro Social Mundial de Porto Alegre proporciona una oportunidad sin precedentes para la unión de fuerzas populares de los más diversos sectores, en los países ricos y pobres, en el sentido de desarrollar alternativas constructivas en defensa de la población mundial, que sufre constantes agresiones a sus derechos humanos fundamentales. “Tal es también una importante oportunidad para avanzar en el sentido de debilitar las concentraciones ilegítimas de poder y extender los dominios de la justicia y de la libertad”, según nos dice el propio Chomsky. Algunos de los temas fundamentales que se discuten en Porto Alegre son aquellos que se refieren a la construcción de un sistema de producción de bienes y servicios para todos, al tipo de comercio internacional que queremos y que es indispensable para el desarro-
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llo, a las características de un sistema financiero que elimine la especulación y que asegure la igualdad y el desarrollo, a las condiciones sociales para traducir el desarrollo científico en verdadero desarrollo humano, al modo de garantizar el carácter público de los bienes comunes de la humanidad, a su desmercantilización y al control social sobre el medio ambiente; además, acerca de las formas posibles de promover la universalización de los derechos humanos y de asegurar la redistribución de la riqueza. Y todavía, a manera de ejemplo: ¿Cómo fortalecer la capacidad de acción de las sociedades civiles y la construcción de nuevos espacios públicos? ¿Cuáles son los límites y posibilidades de la ciudadanía planetaria? ¿Cómo asegurar el derecho a la información y la democratización de los medios de comunicación? ¿Cómo garantizar las identidades culturales y proteger la creación artística de la mercantilización? ¿Cuáles son los fundamentos de la democracia y de un nuevo poder? ¿Cómo democratizar el poder mundial? ¿Cuál es el futuro de los estados-nación? ¿Cómo mediar los conflictos y construir la paz? Es suficiente con revisar esta agenda para percibir el alcance estratégico del Foro Social Mundial de Porto Alegre. Ese Foro es pues ya un espacio de intercambio de ideas y un lugar de debates sobre las grandes opciones económicas, sociales, culturales, científicas, tecnológicas y políticas a las cuales se enfrenta hoy la sociedad humana. La riqueza de esa temática resulta incomparablemente más promisoria que la estrecha del conciliábulo de Davos. A diferencia de Davos, tales temas se discuten desde la perspectiva social y ciudadana y no en la de los financieros y patrones de empresa. Es decir, resulta también ocasión única para revisar el avance en la formación y coherencia de los “contrapoderes” que están en proceso. Los reunidos en Davos tienen así la oportunidad única de saber nuevamente que no son los únicos actores en el escenario mundial, sino que ese espacio es también reclamado —cada vez con argumentos y razones de mayor peso—, por otros protagonistas que se han propuesto construir desde ahora un futuro, un mundo diferente. En contrapunto de la cumbre de los explotadores de Davos (capitanes de la industria, la banca, las finanzas y el comercio, Estados y poderes políticos que imponen sus decisiones, Organización Mundial del Comercio, Fondo Monetario Internacional, Banca Mundial, ocde, Grupo de los 7, etcétera), se desarrolla en Porto Alegre esa otra internacional de la rebeldía que elabora una nueva visión futura del mundo. No simplemente para expresar ruidosamente su protesta
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como en Seattle, Washington, Praga o Niza, sino para reflexionar acerca de las condiciones de una mundialización de nuevo tipo, precisamente democrática y al servicio de la sociedad. No es difícil escuchar ya, desde el lado del pragmatismo más limitado, el argumento de que se trata de una “utopía”, en el significado despectivo e ignorante del término. Sí, se trata de una utopía pero precisamente en la acepción de Ernst Bloch, es decir, de una “utopía posible” que sintetiza las aspiraciones colectivas y que comienza, por lo demás, a estar “inscrita”, a “tener lugar” en la realidad misma. Sin olvidar que las “utopías posibles” requieren de un arduo trabajo teórico y de grandes esfuerzos políticos, organizativos y sociales. Por supuesto, en los documentos preparatorios de la reunión de Porto Alegre se habla ya de esta búsqueda de “alternativas” como una de las tareas fundamentales de la izquierda mundial posterior al derrumbe del Muro de Berlín. En tal sentido —se nos recuerda— no son suficientes las denuncias de los abusos y la “deslegitimación” del sistema capitalista, sino que es preciso movilizar a la opinión pública en esa dirección, al mismo tiempo que se logra la convergencia de las acciones y el trabajo teórico para la construcción de las alternativas posibles, realistas. Por ejemplo, entre muchos otros temas, ¿sería necesario recurrir a una etapa intermedia o de “transición” que comenzara a corregir los estropicios causados por el sistema de la dominación y de la explotación imperantes? Podría resumirse el significado de la reunión de Porto Alegre diciendo que, ante la globalización neoliberal de los participantes del foro de Davos, se busca “otro” tipo de globalización —la globalización que quieren los pueblos—, una globalización o una mundialización precisamente democrática, en que la política, la economía, la cultura y la revolución tecnológica se “reinserten” nuevamente en la sociedad, a fin de que ésta (y el ser humano en general, la población del mundo) logren una vida de mayor libertad, igualdad y bienestar.
4. “otro mundo es posible” En esta divisa se concentra el objetivo básico de los movimientos sociales que se oponen a la globalización neoliberal. Como consta en los últimos Foros de Porto Alegre, tales movimientos se fortalecen día a día y alcanzan un apreciable nivel de coordinación política y
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coherencia teórica. En muy corto tiempo sus expresiones (y explosiones) de protesta han madurado y logrado una presencia equiparable a la del Foro Económico Mundial, que reúne a la élite empresarial, financiera y política del mundo. Siendo el Foro Social de Porto Alegre, como lo tiene presente el lector, el exacto opuesto del cónclave elitario que habitualmente se reúne en Davos. Un par de precisiones iniciales. Frente a los movimientos sociales, como los que se dan cita anualmente en Porto Alegre, todavía existen al menos dos graves prejuicios, o tal vez más bien una abierta hostilidad. El primero, por supuesto, viene de la derecha, que los considera simplemente anarquizantes y peligrosos para las instituciones que encarnan “el orden establecido”. En el rechazo de la derecha se argumenta que tales movimientos debilitan o rompen la “democracia” vigente, puesto que implican objetivamente un debilitamiento del Estado y de los partidos políticos (cada vez más, unos y otros en su mayoría, subordinados al poder de los centros financieros y empresariales que gobiernan el mundo). El segundo argumento viene de una izquierda (ciertamente envejecida) que los considera también anarquizantes y “atrasados” por el hecho de que no buscan asumirse como partidos políticos y no declaran explícitamente que su lucha es por el poder (del Estado). Y por la circunstancia de que tales movimientos resultan (aparentemente) contradictorios y sin referencia expresa a ciertos principios ideológicos fijos. Vale la pena detenernos un instante en ambos razonamientos. Es verdad, los movimientos sociales representan hoy el desafío mayor a que se enfrenta el “orden” de la globalización neoliberal. Un orden que ha alterado profundamente el significado del Estado y de los partidos políticos democráticos, revolucionarios en sus orígenes a finales del siglo xviii (la Revolución francesa). Un origen emancipador, subversivo y laico que aspiraba a liquidar el “orden” aristocrático anterior, y que con el tiempo (pero con rapidez) se convirtieron en el “brazo armado” y en fuerza de choque de los intereses prevalecientes. Pronto fueron el vehículo de la dominación y muchas veces de la explotación, sin excluir por supuesto al Estado y a los partidos políticos del poder en los “socialismos realmente existentes”. Tienen mucha razón los conservadores y grupos y clases dominantes del mundo hoy: los movimientos sociales, que se han reunido ya dos veces en Porto Alegre pero que son mucho más extensos y numerosos que los allí representados, significan una creciente corriente
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política e intelectual de carácter mundial que denuncia las atrocidades de un fundamentalismo del mercado que ha enriquecido más a los ricos y empobrecido a los pobres, que sin miramientos atropella a los sistemas ecológicos, que difunde una ética y una cultura con exclusiva referencia a la acumulación de riquezas y que las ha pervertido profundamente al imponer unas relaciones sociales que se definen exclusivamente por el mercantilismo y el espíritu de lucro. Después del derrumbe del Muro de Berlín y de los sistemas socialistas, y de la agresiva afirmación del neoliberalismo globalizador como única forma de vida y producción en el mundo, estos movimientos sociales significan hoy la única alternativa sólida para un cambio mundial de grandes proporciones. Desde la izquierda no parece haber otra corriente práctica efectiva que encarne la necesaria transformación del mundo actual, hacia uno más humano y más justo. Ya hemos visto, por ejemplo, que la izquierda socialdemócrata que subió al poder (sobre todo en Europa) en los decenios de los ochenta y noventa, se disciplinó con facilidad a los dictados del poder financiero y de las corporaciones transnacionales que, por cierto, también han contribuido decisivamente, pero con otros fines, al debilitamiento del Estado y de los partidos políticos tradicionales, al subordinarlos y ponerlos al exclusivo servicio de sus intereses. “Otro mundo es posible”, dice el lema de estos movimientos sociales. Su simple enunciado nos aleja ciertamente de las clásicas formulaciones referidas a la directa “toma del poder” de los partidos y movimientos revolucionarios, como se entendieron en el siglo xix y durante la mayor parte del xx. No hay duda que el derrumbe de los “socialismos reales”, con la tremenda carga de frustración que trajo consigo, provocó un giro de 180 grados en la tradición revolucionaria y socialista, más precisamente, en la manera de entender los procesos revolucionarios y sus instrumentos tradicionales de acción: la clase (obrera) y el partido político revolucionario de esa clase. No hay remedio: la construcción de los “socialismos realmente existentes” como regímenes totalitarios, la “sustitución” de la clase y del partido por la burocracia, la formación de un nuevo poder elitario y excluyente y, en definitiva, la honda negación democrática que también representaron, hacían muy difícil si no imposible rescatar al movimiento revolucionario y las ideologías de la tradición como si nada hubiera ocurrido. Por supuesto, las críticas teóricas que hoy se hacen a la globalización neoliberal siguen teniendo una deuda enorme con la tradición
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socialista y específicamente marxista. No hay crítica verdaderamente profunda al capitalismo sin el marxismo como referencia. Pero ya no son los mismos los procesos revolucionarios postulados ni los caminos de una eventual transformación del poder. Hoy no se acepta ni se asimila más la idea de un partido único y de una clase única y privilegiada de la revolución. Hay demasiadas experiencias desgarradoras en la historia del siglo xx que hicieron inaceptables (colectivamente hablando) las propuestas que quisieran regresar a la idea de una sola clase y de un solo partido como exclusivos instrumentos de la revolución: tales exclusividades, que se tradujeron inexorablemente en totalitarismos, se contraponen radicalmente a la nueva experiencia social y a las nuevas movilizaciones. Puede decirse que los problemas a que se enfrenta hoy el movimiento revolucionario guardan analogías con los de varias fases del capitalismo anterior (con las sustanciales variantes del caso), pero la perspectiva de su solución (de la lucha revolucionaria) que se ha modificado tremendamente. En rigor estamos más cerca de la tesis de Gramsci que postulaba la creación de una “nueva hegemonía” política, social, económica y cultural que de la leninista “toma del poder”. Termino estas líneas con una doble referencia: los movimientos sociales reunidos en Porto Alegre levantan como consignas básicas la radicalización de la democracia y la preservación del pluralismo que los ha caracterizado desde el origen. Ambos términos van de la mano y son complementarios. La radicalización de la democracia significa en primer término la crítica profunda a los regímenes de democracia liberal que han traicionado a sus propios orígenes. La “democracia del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” se habría convertido con el tiempo más bien en un régimen político “de los poderes económicos y financieros y en beneficio de los mismos”. La actual democracia ha de rehacerse entonces profundamente a fin de que las instituciones y organismos del Estado y la política se pongan auténticamente al servicio del pueblo, de sus intereses, y cuya función genuina sea la solución de los problemas de todos, sin exclusiones. La democracia radical ha de ser realmente participativa y no una mascarada en que los procesos electorales y las votaciones se “secuestran” a la postre en beneficio de unos cuantos. La sociedad no puede seguir engañada de esa manera. La transparencia política ha de consistir profundamente en el poder del pueblo tomando las decisiones fundamentales y vigilando la marcha de los asuntos públicos.
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Los movimientos sociales han tenido un origen plural y se proponen conservarlo, ya que sin tal pluralidad sería imposible mantener la democracia radical que se postula. Sin pluralidad hay exclusión y marginación. Sin pluralidad existe un reduccionismo que se opone a la genuina democracia y que está en la raíz de los totalitarismos. El “pensamiento único” de la globalización en manos de las corporaciones transnacionales aspira a un mundo estandarizado y perfectamente unitario —por supuesto se trata de la estandarización de los valores y de la imposición de “únicas” formas de vida—, sin divergencias de ninguna especie, que es precisamente el mundo homogéneo y cerrado a que aspira el fundamentalismo del mercado, que es la base práctica y seudoteórica en que se asienta la globalización neoliberal. Democracia radical, por cierto —han dicho voceros de estos movimientos sociales— que ha de estar en perpetua revisión y corrección de sí misma, que no es un “objetivo” a lograr y a congelar sino que es siempre un proceso de revisiones y aproximaciones encadenadas. Un mundo en perpetuo movimiento que busca la justicia en el mundo, que se opone a la guerra y que detesta las discriminaciones. Democracia, pluralismo y lucha contra la globalización neoliberal y sus secuelas más perniciosas: la exclusión, la injusticia social, la destrucción del planeta y por supuesto la guerra, el militarismo y la violación de los derechos humanos a escala mundial, constituyen objetivos esenciales de los movimientos sociales que se han reunido dos años consecutivos en Porto Alegre y que actúan cada vez de manera más organizada en todos los rumbos de la tierra. Luchas, es verdad, que no se amparan en precisas referencias doctrinarias y menos dogmáticas: la libre circulación ideológica es una de sus características libertarias y, en ellas, se encuentran creencias, credos y corrientes políticas de las más variadas tonalidades. Sus fuentes son ciertamente muy diversas aunque en las batallas concretas que libran se perfila de manera cada vez más clara un haz amplio de coincidencias. El origen plural de esos movimientos no impide su unidad sino que la promueve: unidad en la pluralidad que fortalece la solidaridad abierta (y no impuesta) y que justamente combate la fragmentación social y la ausencia de solidaridad que fomenta la globalización neoliberal. Un arco iris pues de intereses, luchas específicas y objetivos: una de sus principales metas, como se afirmó en Porto Alegre, es ahora la cancelación de la deuda externa que “los países del Sur han pagado muchas veces. Una deuda que es ilegítima, injusta y fraudulenta y que
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funciona como un instrumento de dominación privando a las personas de sus derechos humanos fundamentales y con la única meta de aumentar la usura internacional.” Al mismo tiempo, estos movimientos se pronuncian “contra las actividades especulativas, exigiendo la creación de impuestos específicos, como la Tasa Tobin, sobre el capital especulativo y la supresión de los paraísos fiscales”. Muchos otros puntos tienen un interés central para dichos movimientos: por ejemplo, “los pueblos tienen el derecho a alimentos sanos y permanentes sin organismos genéticamente modificados. La soberanía alimentaria en el ámbito nacional, regional y local es un derecho humano básico y para lograrlo es clave una reforma agraria democrática y garantizar el acceso de las campesinas y campesinos a la tierra.” Asimismo se denuncia la manera en que la pobreza y la inseguridad generan tráfico y explotación de mujeres y niños, que fueron condenados enérgicamente en Porto Alegre ya que empujan a millones de seres humanos a la emigración, negándose su dignidad, libertad, derechos y legalidad, por lo que se demanda el derecho al libre movimiento, la integridad física y un estatus legal en los países del trabajo. Por lo demás, estos movimientos declaran enérgicamente que “defendemos los derechos de los pueblos indígenas y el cumplimiento del Convenio 169 de la oit y su inclusión en las leyes de los respectivos países, así como su aplicación”. Todavía podrían mencionarse otros objetivos de lucha, expresados en la “Declaración de los movimientos sociales reunidos en el Frente Social Mundial”, como el apoyo a los derechos de los trabajadores y a sus luchas sindicales, en favor de la huelga y de los contratos colectivos de trabajo, al tiempo que se repudia la esclavitud y la explotación laboral de niños, mujeres y ancianos y se denuncia la llamada “flexibilización” laboral, la subcontratación y los despidos, que son todas modalidades que están imponiendo globalmente las corporaciones transnacionales. En muchos aspectos, como se ve, la globalización neoliberal retrotrae las condiciones laborales a una situación comparable a la prevaleciente a mediados del siglo xix. El derecho humano a la comunicación; los derechos de las mujeres frente a la violencia, la pobreza y la explotación; el derecho de los jóvenes a una educación pública y gratuita; y, por supuesto, los derechos a la autodeterminación de los pueblos, en especial de los pueblos indígenas, constituyen otros objetivos de la militancia y del trabajo teórico que, desde muchos lados y experiencias, se elabora ya desde el lado de esta alternativa en marcha al mundo de violencia y
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explotación que se nos impone. Los movimientos sociales como los reunidos en Porto Alegre pugnan por una globalización solidaria que esté al servicio de los pueblos y de sus necesidades, y no al servicio de una acumulación hiperconcentrada de la riqueza que deja fuera a las mayorías del mundo. La globalización ha sido secuestrada por esos intereses y los nuevos movimientos sociales se proponen rescatarla y cambiarla de signo. En efecto, la categoría de globalización fue utilizada primeramente por los países del Tercer Mundo (en los decenios de los setenta y ochenta) cuando trataban de lograr en el ámbito internacional unas negociaciones globales, un diálogo equitativo norte-sur que condujera a un Nuevo Orden Económico Internacional con mejores equilibrios entre el centro y la periferia y que lograra, entre otros propósitos, precios más remunerativos para las materias primas y transferencias tecnológicas que contribuyeran al desarrollo de los países necesitados. Tales negociaciones fueron rechazadas siempre por los países ricos, sin considerar siquiera el contenido de unas relaciones internacionales en beneficio de todos los pueblos del globo y no de unos cuantos. El interés particular y sectorial privó siempre sobre el interés universal y global. Hoy, como vemos, la globalización secuestrada es otra de aquella que se postuló originalmente por los países pobres. A escala mundial, los movimientos sociales y su coordinación, en la que se avanza en reuniones como el Foro Social Mundial de Porto Alegre, tienen un primer efecto de gran importancia: hacer presente, en dimensión mundial, las posibilidades de una cultura y de una sociedad alternativa a la actual sociedad de la explotación globalizada y neoliberal. “Otro mundo es posible”, como reza su lema central. Ante el fundamentalismo dogmático y cerrado que postula las excelencias del mercado salvaje y sin restricciones, defendido y difundido por los medios informativos modernos, resulta absolutamente necesario que se abran las puertas de la esperanza, y que todos aquellos que han vivido y viven las crueldades de la actual economía excluyente y concentradora tomen conciencia de que “es posible” la transformación del orden de cosas que hoy prevalece. La amplitud de los temas tratados en estos foros convoca también a numerosas poblaciones a luchar sobre temas específicos según experiencias concretas. No hay temas específicos que sólo estén al alcance de un puñado de revolucionarios profesionales. Los problemas de la sociedad —hoy se ve con más claridad que nunca—, son compartidos por la sociedad global y la sociedad global puede actuar para denun-
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ciarlos y corregirlos, para intervenir y participar en su solución. Estos foros, como el de Porto Alegre, muestran que los temas y problemas de la transformación del mundo (“hacia un mundo mejor”) son colectivos y requieren de la participación solidaria de toda la colectividad. A diferencia de hace 100 años, la cuestión del cambio revolucionario del mundo no es más un asunto de “elegidos” y “profesionales” clandestinos, sino un asunto verdaderamente público y social. El gran avance es que se difunde a escala universal una cultura de las alternativas y se ventila públicamente, por muchos millones de personas en el mundo, la posibilidad concreta de una sociedad distinta, más justa y democrática. Algo más: foros como el de Porto Alegre permiten que cada vez se desarrolle una conciencia más lúcida de carácter anticapitalista, en la medida en que la repudiada globalización neoliberal es una etapa más del desarrollo (o antidesarrollo) capitalista. Por supuesto, el acercamiento a posiciones específicamente socialistas se incrementa también necesariamente, no hacia un socialismo autoritario como el que se conoció durante la mayor parte de la centuria pasada sino como uno que sea genuinamente democrático, plural, abierto y creativo. Hoy, los estigmas de la antidemocracia, del dogmatismo, de la violencia y de la cerrazón intelectual y cultural no son ya, como durante tantos años, peculiares al socialismo, sino precisamente son propios de esta nueva economía capitalista que todos los días muestra su intolerancia, su fundamentalismo dogmático y su carácter cruelmente excluyente y explotador. Que además, para afirmarse y expandirse, recurre a la violencia, a las armas y a la guerra indiscriminada, y al brutal atropello de los derechos humanos, individuales y colectivos. Foros como el de Porto Alegre anuncian un mundo mejor, anuncian que es posible “otro mundo”. Ayudemos todos a hacerlo realidad.
5. la dimensión de la utopía En un pasaje de la gran obra de Robert Musil El hombre sin cualidades el personaje central Ulrich sostiene en un momento: “La estupidez se caracteriza por ser profundamente ajena a la dimensión de lo posible.” Podría decirse también que la estupidez es la antiutopía por excelencia. El hombre sin cualidades, aquel que no levanta la vista de
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lo más inmediato, del funcionamiento en marcha de las cosas y del orden establecido, que se le imponen y reinan en su horizonte vital, es precisamente aquel de la dócil aceptación de una realidad frente a la cual no tiene respuesta alguna, la mínima perspectiva de renovación y menos aún el impulso para modificarla: vive, por decirlo así, secuestrado por ese estado de cosas, cosificado en un mundo que considera la expresión única posible de la verdad, y ante el cual resulta inútil y pérdida de tiempo aspirar a algo mejor. En esta perspectiva, el conformismo y la docilidad serían también dimensiones acabadas de la estupidez. La idea viene a cuento porque en el mundo dominante hoy, en el “orden establecido de las cosas”, el invariable argumento que se utiliza para defenderlo es precisamente que “las cosas son así”, inmutables e inmodificables. Tratar de cambiarlas es estéril pérdida de tiempo; y más bien se invita al conjunto social, y a cada individuo, a la obediente aceptación, al acomodo y a la disciplina. Desde el punto de vista personal y colectivo tal disciplina se ofrece como el más seguro camino del éxito y el ascenso, mientras que la disidencia, la oposición y la negación del “orden de las cosas” resultan conductas contraproducentes: la exclusión, la marginación y la devaluación social son el futuro previsible de quienes no ajustan sus vidas a lo inmediato real, al sistema de poderes existente, al sistema de la dominación en turno. Recordamos por supuesto aquí el estudio de Max Horkheimer y Teodoro Adorno (La dialéctica de la Ilustración) sobre los aparatos culturales de la modernidad que, nos dicen, despiadadamente controlan las conciencias y excluyen de la circulación a quienes no atienden las “reglas fijas de lo establecido”. Y la manera en que la moderna idea de Razón, que se desarrolló en el siglo xviii, radical y subversiva, cambió con el tiempo y de ser un poderoso instrumento de liberación social y política (del absolutismo monárquico, y también de las supersticiones y las mitologías) se convirtió en un aparato de sumisión propia y ajena, en aparato de dominio y represión. Los aparatos del poder político y económico —nos dicen Horkheimer y Adorno—, reducen a la nada al individuo y sus libertades: la Filosofía de la Ilustración promovió en su tiempo las libertades y al mismo tiempo los mecanismos sociales, culturales, económicos y políticos de su negación. En buena medida, la historia del mundo se ha “fabricado” siempre entre los polos del conformismo y el rechazo. Sólo un par de ejemplos más: sigue siendo actual el estudio “de la sociedad industrial más avanzada” de Herbert Marcuse (El hombre unidimensional) en
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que muestra con lucidez la reificación y el control represivo que se ha implantado en el mundo más desarrollado, y podríamos decir hoy también en sus derivados mundiales (incluso en el Tercer Mundo), en que la globalización del capitalismo y su dominio ha integrado a las sociedades de todas partes convirtiéndolas en “materia prima” subordinada a los centros de poder. A pesar de esa integración globalizada al sistema de poderes dominantes (integración también de la clase obrera, en palabras de Marcuse), sigue presente la contradicción básica entre el sistema imperante y las necesidades vitales de porciones crecientes de la humanidad, que son insatisfechas. La “integración” de amplios sectores de la sociedad al sistema de la dominación no elimina entonces tal contradicción fundamental, que de todos modos se manifiesta políticamente en el rechazo y en la disidencia, nos dice Marcuse, de los marginados y rechazados, de los explotados y perseguidos, de los desempleados y de aquellos que hasta han perdido toda posibilidad de trabajo en la “nueva economía”. Pertinentemente Marcuse transcribe al final de su libro la emocionada frase de Walter Benjamin: “Sólo en nombre de los sin esperanza tenemos esperanza.” No obstante la integración represiva del sistema actual, para Marcuse siguen abiertas las alternativas. Para George Lukács, en su principal obra del inicio de su dramática y contradictoria biografía (Historia y conciencia de clase), mucho más cercano política e intelectualmente a las discusiones clásicas de la teoría marxista y revolucionaria, la conciencia de clase del proletariado es la única que puede mover al mundo, la única fuerza capaz de transformarlo. Aludo sintéticamente a esta posición, porque no obstante el fracaso de los “socialismos realmente existentes” hoy también, en los movimientos posibles del cambio social, en esa dimensión de lo posible de que habló el personaje central de la obra de Musil, el proletariado sigue conservando una fuerza central y potencial indiscutible como posible motor del cambio, pero entre otros sectores sociales. Las circunstancias se han modificado y no parece haber una sola clase y un solo partido que sean los exclusivos portadores de la revolución y de las transformaciones liberadoras. Pero el proletariado sigue siendo uno (entre otros) de los principales contingentes sociales y políticos de la transformación. El asunto del Estado, sin embargo, fue efectivamente el gran ausente en Porto Alegre. Es decir, la cuestión del Estado en el posible
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proceso de las transformaciones en nuestro tiempo. Pero pregunto: ¿el Estado ha de “tomarse” y “manejarse” para operar esas transformaciones? Probablemente sí, pero también muy probablemente no a la manera en que se pensaba en la tradición revolucionaria de ya casi un siglo y atrás, ya que la historia nos mostró práctica y patéticamente que la “toma del poder” (del Estado) parece reproducir infaliblemente la dominación y los aparatos de poder, ahora en manos de un partido y de la inevitable burocracia que se gesta y desarrolla. No, el camino de las transformaciones hoy parece ser otro: el de la conversión del Estado (o de la “sociedad en marcha”) en un proceso democrático ininterrumpido y profundo, radical. Hoy las transformaciones han de ser obra de la participación de todos los explotados, marginados y excluidos de la sociedad globalizada, que desbordan los límites del proletariado “clásico” pero que eventualmente lo incluirán. Tal es, a mi modo de ver, el “diseño” que hoy se apunta como posible en el plano político, social y económico de las transformaciones. Tal es la dimensión actual de lo posible, la medida de las alternativas en marcha, la utopía realizable que debe asumirse como pensamiento crítico y como opción en movimiento. ¿Que han de cumplirse todavía una infinidad de supuestos y condiciones? Sí, pero también debe admitirse que tal es el rumbo que ha tomado hoy práctica y efectivamente la oposición al mundo de la dominación y de la explotación que se impone globalmente. Cuando en Porto Alegre se sostiene que otro mundo es posible, y cuando responden a esa convocatoria multitud de organizaciones sociales de todo tipo, hemos de pensar que no se trata ni de una invención de escritorio ni de una movilización puramente anarquizante, sino de una movilización real que niega fácticamente el tipo de globalización que vivimos. Esta movilización, como es fácil ver, empieza ya a tener detrás de sí una pequeña pero rica historia que se acumula: de Seattle pasando por Washington, por Davos, por Praga, por Génova y otros lugares, hasta las dos reuniones de Porto Alegre y, todo indica, a un Tercer Porto Alegre, en un año además cargado de movilizaciones y de diferentes frentes sobre una variedad grande de temas y circunstancias. Es verdad también: ese movimiento que postula otro mundo como posible y que exige otra globalización, ha de enriquecerse todavía mucho tanto en el aspecto teórico como en el plano práctico y organizativo. Pero no podemos borrarlo simplemente del panorama actual por el
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hecho de que no recorre el camino de las discusiones y la cultura de hace un siglo. Cierto, debe considerar también esas discusiones porque sin ellas es difícil el avance teórico, pero hemos también de ver con frescura las características y significado concreto de los nuevos movimientos sociales. En el plano de la historia su aparición es todavía joven y en alguna medida apenas balbucea, pero en esa misma dimensión histórica sus posibilidades futuras están abiertas y son tremendamente promisorias. No desesperemos. Y menos cuando vemos que los aparatos de la dominación actual han registrado la presión crítica y comienzan a considerarla seriamente. Y cuando se reúne en la línea de Porto Alegre un número importante de las mejores cabezas de la actualidad. Y, además, cuando esa negación y oposición al orden existente muestra esa dimensión de lo posible que escapa a la estupidez del conformismo y de la dócil disciplina frente lo que es: una realidad inaceptable que ha de transformarse.
VI. ENTRE LAS NACIONES
1. tiempo de balances: en lo internacional Al día siguiente del fin de la guerra fría parecía que el mundo entraba en un periodo de menores confrontaciones y peligros. No ha sido así, aún cuando es verdad que las confrontaciones hoy no parecen contener los peligros de un holocausto nuclear y de la destrucción masiva del género humano, como antes. El antagonismo entre las “dos grandes potencias” (en un mundo en que hoy sólo existe una gran potencia) ha tomado la ruta de diluirse en confrontaciones locales y limitadas. Ganancia en cuanto al alejamiento de la amenaza de destrucción total del planeta, sin que esto signifique que el mundo sea hoy “más racional” y “más pacífico” que anteriormente. El primer efecto del fin de la guerra fría en materia internacional ha sido la conversión del mundo de bipolar en unipolar, con una sola potencia actuante y decisiva en lo militar: Estados Unidos. Este hecho abrumador ha tenido varias consecuencias que vale la pena examinar. La primera es que el “orden internacional” multilateral orientado a la paz y a la seguridad, encarnado en la Carta de Naciones Unidas, específicamente en su Consejo de Seguridad, ha cambiado dramáticamente de función “por la fuerza de las cosas”. Las dos acciones bélicas más importantes de la “posguerra fría”: los ataques a Irak en 1991 y a Kosovo en 1998, han sido “diseñados” y decididos por Estados Unidos (también, como mampara, a través de la otan) y muy subsidiariamente, apenas avalados post facto por el Consejo de Seguridad. Por lo demás, todos sabemos en buena lógica que el tiempo y modalidades del ataque fueron definidos por motivos internos de la política de Estados Unidos (la inminencia del juicio político a Bill Clinton), y no por un acuerdo de los organismos internacionales autorizados para decidir la acción. Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad, como escribió el diario francés Le Monde, recibieron en el rostro un ominoso bofetón. En esta ocasión, con la “cooperación” de última hora de Gran Bretaña, Estados Unidos decidió el ataque. Ya ni siquiera cubrió las formas de 1991, de lograr que el Consejo de Seguridad “firmara” anticipadamente su decisión. [140]
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Encontramos entonces que el “orden internacional”, particularmente en materia de paz y seguridad, se “funda” en una sola voluntad, criterio y decisión: el de la Gran Potencia. Evidentemente la Organización del Atlántico del Norte (otan), resulta la otra fuerza militar disponible y está también, prácticamente sin reservas, bajo las instrucciones de Estados Unidos. El carácter “monopolar” del “orden” internacional se ha inclinado abrumadoramente hacia un solo lado de la balanza. Parece finalizado así, por un periodo cuyo límite temporal no se percibe, el tiempo en que la estabilidad mundial dependía del balance y equilibrio de las potencias. Hoy no hay ninguna que parezca dispuesta —casi ni siquiera verbalmente— a “contradecir” el orden de las cosas en que una sola potencia manda y decide. Por supuesto, la capacidad económica de Estados Unidos fortalece su primacía militar. Pero las cosas no son así de simples. La Unión Europea, que debiera fungir como contrapeso económico al poderío estadunidense, sufre en su significado militar un severo desplazamiento y humillación. Y no sólo en el aspecto militar, sino en el político, en su capacidad de intervenir y participar en las decisiones de carácter político-militar que afectan al planeta. La bofetada a la onu por el último ataque a Irak es también una manotazo deshonroso al orgullo europeo. Pero es verdad, ya se perciben algunas reacciones tanto en Europa como en Rusia que consideran inadmisible la exclusividad militar planetaria de Estados Unidos, y su constitución de facto en policía y juez único de la vida internacional. En el futuro pudiera haber esfuerzos adicionales de la nueva Unión Europea y Rusia para procurar un cierto balance militar. Por el lado de Rusia probablemente se multipliquen las ayudas “discretas” a los países de su entorno geográfico con material bélico a fin de que no se conviertan en “tierra de nadie” sujeta a las veleidades estadunidenses, definidas incluso por las peripecias de su provinciana política local. Varios editoriales en la prensa europea y rusa señalan la necesidad de ir construyendo, aun cuando sea débilmente, un cierto equilibrio militar. La abrumadora intervención estadunidense en los conflictos de la antigua Yugoslavia —hace unos años Bosnia, hoy Kosovo—, subrayan la reducción del papel ruso y europeo en asuntos tradicionalmente de su esfera de influencia y acción. Su incapacidad para resolver mínimamente esos conflictos ha estimulado, claro está, el intervencio-
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nismo estadunidense en los Balcanes, y el papel preponderante de la otan en ellos, también bajo el control de Estados Unidos. Hace algunos años se insistía con argumentos en el carácter “multipolar” de la organización real internacional, al menos en materia económica. Japón y el sudeste asiático parecían haber logrado una prosperidad que les otorgaba capacidad de respuesta y acción en ese plano. La severa crisis económica de la región (y de Rusia, el otro posible vértice multipolar) ha reducido dramáticamente el significado global de esas economías..., hasta nueva orden. La Unión Europea, en cambio, sí pareciera tener capacidad real para establecer equilibrios económicos en el nuevo mundo unipolar. El conjunto de esos países significaría un objetivo balance al poderío económico de Estados Unidos. Ya se calcula que en unos cuantos años el volumen de las transacciones económicas mundiales podría, en su mayor parte, realizarse en la nueva moneda europea, que ha entrado en vigor precisamente el 1 de este año de 1999. El tema crucial del planeta, en este último año del siglo y del milenio, es sin embargo el de la dramática pobreza que se ha extendido a lo largo y ancho de la tierra, sin ahorrar por cierto a las sociedades más prósperas. Las desigualdades, el atraso, el marginalismo severo (la pobreza extrema) en el que vive más de mil millones de hombres y mujeres en el mundo (según cifras de Naciones Unidas: Informe sobre el Desarrollo Humano: 1997), constituye el escándalo mayor de nuestro tiempo..., y el mayor peligro. Pero no sólo es la pobreza extrema: más de los dos tercios de la población de la tierra viven sin recursos elementales para llevar una vida mínimamente digna. Un darwinismo rampante domina ominosamente el mundo. Una civilización (tecnológica) que ha sido capaz de facilitar muchos aspectos de la vida, se halla a disposición de sectores reducidos de la población humana, al mismo tiempo que pueblos y continentes enteros carecen de lo más indispensable para subsistir. Los patrones actuales de la producción y el consumo no sólo favorecen a esos sectores restringidos, sino que alientan las desigualdades y la marginación, y destruyen aceleradamente el hábitat humano y los ecosistemas. Nuestro mundo sigue siendo de excluidos y castigados, y se condena a las generaciones futuras a una vida que será aún más pobre y dramática que la actual de la mayor parte de la población de la tierra. Éste es el descomunal problema al que se enfrenta hoy la humanidad. Ante el mismo, los demás parecen subsidiarios. Sin embargo, las
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potencias y los ricos de la tierra no parecen inmutarse ni emprender nada realmente importante para enfrentar esta cuestión crucial. Los intereses mandan y prevalecen. Pero tal es la lucha que también se ha emprendido, pugnando por el avance de una efectiva democracia participativa hasta el cambio radical de los escandalosos “modelos” económicos que se nos han impuesto. La dificultad no debiera intimidarnos y deberíamos multiplicar los esfuerzos para hacer realidad los cambios indispensables. Tal es la conclusión a que nos lleva este tiempo de balances en el último año del siglo y del milenio.
2. la violencia en el mundo Al repudiable ataque terrorista en contra de Nueva York y Washington ha seguido la agresión, no menos repudiable, de la primera potencia militar en contra de uno de los países más pobres de la tierra. Al primer acto de irracionalidad consumada ha seguido la saturación destructiva de la tecnología de guerra más avanzada, que también ha tenido “equivocaciones”, como era de preverse, que han costado ya un número alto de vidas humanas. Y todavía a esa respuesta siniestra parece seguir otra respuesta igualmente siniestra o más: la de una potencial guerra bacteriológica que ha cobrado ya vidas en Estados Unidos y que mantiene en alta tensión psicológica a los habitantes de ese país, y de muchos países europeos y de otras partes. Lo inconcebible se hace realidad: el mundo y el “orden internacional” entran ya en una espiral en que impera la inverosímil bestialidad que no parece tener límites. La confrontación y el desorden más agresivos, incluso cotidianos, como modo de vida “normal”. Seguramente los medios informativos, tan proclives a presentar la violencia como algo habitual en nuestro tiempo, y la misma ficción audiovisual, han tenido que ver con esa especie de aceptación consciente e inconsciente de que tal es una forma “natural” de existir. El problema más grave reside allí: el que tales desatinos mortíferos se presentan como fuerzas de la naturaleza irremediables ante las que nada tenemos que decir o hacer. Es mucho más grave que la proclamada “crisis de valores” que viviría el mundo desde hace decenios o más: ahora se trata de “vivir” con una violencia desencadenada que nos habla de un terrible desorden mundial, que nos arrastra a
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todos irremisiblemente. Tal vez peor aún que la carrera nuclear que vivió el mundo después de la segunda guerra que, vista con un poco de distancia, nos revela hasta qué punto los poderes imperiales han actuado simplemente para afirmar su poder y no para resolver los ingentes problemas de la miseria, la ignorancia, el hambre y la salud de los dos tercios de la humanidad. Un mundo profundamente irracional dividido entre quienes tienen lo superfluo y quienes carecen de lo más estricto. Así van las cosas, de manera abrumadora. Pero no se piense que el mundo está paralizado y que se ha llegado al “fin de la historia”. Nada de eso. A pesar de la impotencia y desilusión que muchos puedan sentir, el mundo se mueve. Sí, ante la catarata de la información que sólo viene de un lado, y que no parece dejar rendijas para otras voces, hay quienes se levantan y hablan. Palabras que pueden parecer débiles e insignificantes ante la estridencia de quienes tienen los amplificadores. Pero son palabras llenas de sensatez y valentía. Palabras de quienes creen que todavía es posible un mundo sin guerras, un mundo que no esté sometido a los intereses y visiones de las corporaciones transnacionales, un mundo que no se incline ante los señores y gobiernos que echan mano de la violencia indiscriminada y del terrorismo; un mundo, en fin, que pueda ser vivible, y que sea más justo, democrático, dueño de un destino que sea soportable para todos, creador y no destructor, como parece ser exclusivamente el actual. Al lado de la guerra que ha estallado, nos llegan de todos modos señales prometedoras de grupos, corrientes, fuerzas políticas que se oponen a esa guerra y que otra vez luchan por la paz y por un mundo más racional y pacífico. Y tales movilizaciones se producen en todos los continentes, en multitud de países, en numerosas regiones y comunidades. Y esto a pesar de que uno de los efectos más desastrosos del “quien no está con nosotros está contra nosotros y en favor del terrorismo” es el de poner en peligro a los contestatarios, a quienes se oponen a la violencia, a quienes niegan la legitimidad de quienes han desencadenado, de todos lados, tanta muerte y asesinatos. No olvidemos que la Libertad duradera contiene también amenazas en contra de aquellos que rehúsan plegarse a los mandatos de los señores de la guerra y la violencia. Nuevamente, entre todas las movilizaciones que denuncian el “desorden internacional”, nos encontramos con el Foro Social Mundial que se ha establecido en Porto Alegre y que reúne lo más lúcido de los luchadores del mundo en contra de una globalización con-
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trolada por las corporaciones internacionales y los gobiernos que las apoyan ciegamente, hasta la guerra y la destrucción. En su segunda edición, el Foro Social Mundial ha actualizado su agenda, que incluye también la nueva situación después del 11 de septiembre. Esa agenda incorpora ahora las cuestiones cruciales de la paz, la defensa de la autodeterminación y de la soberanía nacional, de las libertades civiles y los derechos humanos, de la tolerancia religiosa y cultural, el combate al racismo y la xenofobia y la lucha contra la militarización y las agresiones imperialistas. Incluyendo la oposición en contra de las intervenciones militares, en un escenario en el que la mundialización del capital y la dominación de Estados Unidos asumen características cada vez más agresivas. Nuevamente un conjunto de temas esenciales a la lucha por la democracia definirán esa agenda, además de los propiamente económicos que denuncian el poder de las transnacionales en una globalización que ha concentrado la riqueza y que se ha convertido, en todas partes, en una eficientísima “fábrica de pobres”: desde luego el combate a las discriminaciones, la democratización de las comunicaciones, la cultura de la violencia, los problemas nuevos que viven las migraciones y los refugiados, así como las que aluden a los poderes que manejan hoy la globalización y su contrapartida en una democracia participativa que hará posible que la globalización responda a las necesidades de los pueblos y no de las élites. En esta rápida descripción, en que no queda fuera el tema de los sistemas ecológicos destruidos por la rapacidad de los intereses económicos, se observa ya con claridad la perspectiva de pensamiento que informa a estos movimientos, que hoy están entre los más avanzados y que tienen la más alta calidad intelectual y ética que nos hace pensar en que todavía podemos lograr un mundo pacificado, más justo y democrático. Hoy: un mundo que parece sepultado entre las cenizas de la violencia irracional y tragado por un arco de intereses que se extiende de los sectores dominantes de los países industriales al de los países pobres; un mundo en que también se fortalece la acción y elaboración teórica de un conjunto de movimientos que postulan un mundo mejor. Unas relaciones internacionales que no se determinan por el “choque de civilizaciones” sino que se perfila ya por la lucha contra las élites de los países desarrollados y las de aquellos en “vías de desarrollo”, por parte de los pueblos del sur y del norte que son explotados y marginados. No una “guerra entre culturas” sino la lucha mun-
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dial entre quienes más tienen y los desposeídos de todas partes. En México, por supuesto, no podemos desentendernos de estas acciones y de esta situación mundial, en la que inevitablemente participamos.
3. globalización, terrorismo y guerra Volvemos al tema. Muchos han interpretado los acontecimientos actuales como un “choque entre civilizaciones” que enfrentaría al mundo judeo-cristiano y occidental al islámico, o como una confrontación entre el norte desarrollado y el sur pobre. No, el choque no es entre culturas o civilizaciones sino entre las clases dominantes del norte y del sur y las clases explotadas del norte y del sur, aunque superficialmente el “sur” parecería encarnar el punto de conflicto con el norte. No, hoy mismo se ve ya que la mayoría de los gobiernos y grupos dominantes del sur se han aliado con sus pares del norte en esta llamada lucha contra el terrorismo, que es en verdad una lucha contra los enemigos de Estados Unidos, precisamente en el esfuerzo de la potencia para afirmarse como hegemónica, única y última del sistema-mundo que vivimos (en la expresión de Immanuel Wallerstein). Se ha dicho que después del 11 de septiembre cambiaron muchos aspectos del orden internacional. Y uno de ellos es el hecho de que Estados Unidos se haya afirmado como el poder hegemónico incontestable. La actual operación bélica de Estados Unidos es una de las más agresivas que haya hecho potencia alguna en la historia para asegurarse el dominio mundial. Claro que los actos de terrorismo sobre Nueva York y Washington les cayeron redondamente a sus estrategas a fin de “ensamblar” su operación de conquista. Numerosas son las consecuencias, pero mencionemos en primer lugar la ruptura del derecho internacional y la violación a variedad de derechos y garantías individuales y sociales que son conquista de los tiempos modernos. La exaltación de la xenofobia y la discriminación racial, y también el endurecimiento policiaco que limita las libertades de pueblos y sociedades, anuncia que éstas, en adelante, vivirán bajo controles más estrictos. Se restringirán gravemente las libertades de los oposicionistas al sistema. Tiempos más duros vivirán quienes luchan contra la globalización neoliberal. La Ley Antiterrorista firmada por George W. Bush restringirá severamente en su país los derechos de reunión,
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asociación y circulación de las personas, sin excluir medidas “extraordinarias” para escuchar llamadas telefónicas y la detención y eventual deportación sumaria de extranjeros sospechosos. La prensa mundial reporta también restricciones a la libertad y detenciones arbitrarias en países europeos. Las redes del espionaje actualizado están a la orden día en dimensión global. Pero también el derecho a la información ha sido severamente coartado. Está a la orden del día la manipulación informativa y las restricciones a la difusión de ciertas noticias. En realidad, se trata de una guerra no solamente contra los terroristas que destruyeron las torres gemelas de Nueva York sino una guerra de subordinación incondicional de la comunidad de naciones a los intereses de Estados Unidos. Es, para decirlo en una palabra, una guerra que criminalizará las disensiones y las oposiciones, y que procurará silenciar las críticas. La vocación de los imperios de imponer y conquistar, y de restringir libertades en su universo se dominio, resucita con fuerza en Estados Unidos y conducirá a un mundo menos libre, equitativo y democrático del que hemos vivido últimamente. Por supuesto, seguirá promoviendo un sistema económico global con enormes desigualdades e increíble miseria, y exhibiendo su inmensa arrogancia al despreciar el derecho y las organizaciones internacionales. Derecho y organizaciones internacionales que la superpotencia se propuso destruir o debilitar desde hace decenios, y que atacó al primer signo de discrepancia. Estados Unidos parece ahora seguir una sola norma: el derecho del más fuerte, el suyo. Una potencia que ya no se ve siquiera en la obligación formal de recabar el acuerdo de los organismos internacionales encargados de la paz y seguridad para efectuar sus acciones punitivas, sino que se conforma con “notificarles” y “hacerles saber” sus decisiones. Así fue anunciado: para el caso de que Estados Unidos ataque otros países además de Afganistán el Consejo de Seguridad de la onu será apenas “notificado” y de ninguna manera consultado, no obstante que es el único organismo facultado para decidir sobre la paz o la guerra y sobre la seguridad internacionales. Tales son las intenciones expresadas por voceros de la Casa Blanca. Pero la globalización capitalista y su prolongación militar encuentra también su contraparte. Ante una globalización que aspira a la homogeneización del mundo, funcional a los intereses del mercado, contemplamos ya una rebelión que se generaliza, todavía de manera incipiente pero que crece en dimensión: las culturas locales, regio-
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nales y nacionales rechazan la imposición y reivindican sus tradiciones, afirman sus derechos y niegan la estandarización de los valores, gustos y formas de vida que impone el capitalismo mundial. Ante la homogeneización del capital globalizado surgen tendencias de oposición política, social y cultural que pugnan por cambiar realmente a la sociedad y a la civilización actuales, que luchan por descentralizar los poderes y diversificar las jerarquías verticales. Que se obstinan en contrarrestar lo homogéneo y convertirlo en heterogéneo, en buscar nuevos caminos y en denunciar el aspecto opresivo y degradante del actual modo de producción. Pese a que las corporaciones transnacionales controlan la globalización capitalista y neoliberal, no se ha cumplido la profecía orwelliana de la “unidad” impuesta. Es decir, no ha tenido lugar el control social último ni la homogeneización irrevocable de las conciencias y sus conductas. Subrayamos que individuos, grupos, minorías, comunidades étnicas y subculturas diversas levantan la voz y dan testimonio no solamente de sus formas de vida, tradiciones y experiencias, sino que se movilizan política e intelectualmente en contra de la dominación vertical que se les impone. Es verdad que la presencia pública de las minorías no equivale a su emancipación política, pero también es cierto que su refutación activa del orden existente amplía los espacios críticos y democráticos en el mundo. Estas contradicciones internas del sistema comienzan a aflorar poderosamente y otorgan nuevas bases a las libertades y a la democracia participativa en el mundo. Dicho lo anterior debe subrayarse también el repudio que merece el terrorismo por su violencia indiscriminada, y porque destruye una de las altas conquistas de la civilización: las posibilidades de la acción política. Por ello es que prácticamente en todas las sociedades se levanta la voz en contra del terrorismo, incluido el terrorismo de Estado que representa la guerra de la gran potencia en contra de unos de los países más pobres de la tierra, y que cobra ya innumerables víctimas inocentes en el pueblo afgano, y seguramente en otros en que pueda extenderse la agresión. Una de las grandes interrogantes que se plantea hoy al mundo es la de cómo restablecer, reconstruir y afirmar un orden jurídico mundial capaz de ordenar las relaciones entre Estados, entre países, entre comunidades libres, y que sea capaz de construir una paz y una seguridad internacional durables, en manos del conjunto de las naciones y no de una sola voluntad. ¿Es aún posible?
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Lo sería si la comunidad internacional lo exigiera unánimemente. No lo es si la mayoría de países se pliega incondicionalmente a la potencia. La globalización, que ha abierto paso a un nuevo tipo de dominio y explotación, impone sus reglas de fuerza y sometimiento. Ahora incluso por la vía militar. Y esto es lo que ha de superarse democráticamente por los pueblos, por las sociedades, en un gran esfuerzo mundial de racionalización que supone también dar fin a la explotación, y la vigencia de los principios éticos y jurídicos del derecho internacional. Ojalá que países importantes de Europa participen también en esta “contracruzada”. La superpotencia está obligada por las normas del derecho internacional y por los principios de conducta del mundo civilizado. Los pueblos (y los gobiernos) han de recordarle a la potencia (y a sus círculos de poder), que a pesar de su capacidad militar y económica, y precisamente por ella, están obligados por responsabilidades ineludibles de carácter jurídico y moral. Como decíamos, el poder civilizado nunca ha sido arbitrario sino siempre sometido a la ley y a los principios ético-jurídicos y ético-políticos que prevalecen en un tiempo de la historia. De otra manera habríamos regresado sin más a la ley de la selva. De allí las voces enérgicas —también al interior de Estados Unidos—, que ya se levantan en favor de la paz y en contra de la guerra. Lo que significa también una oposición tajante a que haya represalias y venganzas indiscriminadas. Voces que rechazan que la guerra actual sirva simplemente a los intereses estadunidenses, entre otros fines concretos alcanzando una posición estratégica-militar en Asia Central que les permita controlar los hidrocarburos en la zona, o que permita el ataque indiscriminado a otros países que supuesta o realmente albergan a la especie terroristas, que serían los enlistados por el Departamento de Estado con ese adjetivo. La posibilidad de tales ataques es la tesis sostenida por los “halcones” del gobierno de Bush. Tal es uno de los aspectos decisivo del debate mundial. La lucha es hoy también por un mundo de respeto al derecho internacional. Pero también, y sobre todo, en favor de un mundo democrático en que los gobiernos pasen del poder de las élites al poder de los pueblos y las sociedades. En el fondo, la lucha es por un mundo de plena democracia al interior de las naciones y entre las naciones.
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4. las consecuencias Después del ataque terrorista del 11 de septiembre se produjeron algunos efectos fundamentales en la esfera interna de Estados Unidos y de otros países, y en el plano internacional. Son muchos y de muy diverso orden. Señalemos algunos primordiales: Uno de los más importantes se concentra en la real (no virtual) invasión de los espacios privados de la ciudadanía en Estados Unidos, en violación flagrante de los principios constitucionales que consagran las garantías individuales y los derechos humanos en ese país. La “patria” de la vigencia y respeto a los derechos humanos se encuentra hoy en un verdadero estado de “excepción” que, por cierto, corre el riego de prolongarse largo tiempo, mientras dure la “guerra contra el terrorismo”. Una “guerra” que por definición no es ganable y que propiciará, no sabemos durante cuantos años, la suspensión de facto de las garantías individuales consagradas en la constitución del país. El hecho es que, como en el “americano feo”, el fascismo se mete por la rendija del puritanismo (“somos los buenos destinados a eliminar el mal del mundo”) haciendo presa de instituciones y tradiciones democráticas para abolirlas de un plumazo. Un plumazo que esconde sus consecuencias más ominosas tras las máscaras sonrientes de George W. Bush, del vicepresidente Dick Chaney, del secretario de la Defensa Donald Rumsfeld y del procurador John Ashcroft. Para deslizarse a los terrenos del totalitarismo el presidente, el vicepresidente y su abogado general no han necesitado ni de los delirantes desfiles de Nuremberg ni de los pardos uniformes de los ss. Ya se ven, no obstante, algunas de las aberraciones que han hecho presa del país después del 11 de septiembre, con el pretexto de vencer en la “guerra contra el terrorismo”. Algunas de las más escandalosas medidas: la creación de tribunales militares de excepción para el juicio y condena de personas en sospecha de terrorismo (incluso potencial), siendo el presidente de la República quien decidirá en pleno arbitrio quiénes serán los reos de estos tribunales sin rostro y sin procedimientos conocidos. En esta versión siglo xxi de El proceso de Franz Kafka, que otra vez brilla por su intuición premonitoria, se eliminan los jurados que serán sustituidos por comisiones especiales de las fuerzas armadas. Se establecen además limitaciones a la comunicación entre el procesado y sus abogados (que son designados por el propio ejército). Por supuesto, para
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redondear el carácter kafkiano de la situación ni acusado ni abogados defensores tendrán acceso a la documentación base de la acusación. La presunción de entrada —contrariando principios jurídicos milenarios— es la de la culpabilidad, salvo prueba de inocencia en contrario. En estas parodias de juicio que hubiera envidiado la Santa Inquisición se elimina por supuesto cualquier recurso de apelación. Pero la cuestión no termina allí. Miles de ciudadanos estadunidenses de origen árabe son hostigados diariamente en centros de trabajo, escuelas y oficinas públicas. Y muchos de ellos han sido ya detenidos y podrán serlo sin las garantías legales y de acuerdo con las nuevas reglas caprichosas de la excepción. En la práctica ha sido suspendido el habeas corpus (equivalente a nuestro juicio de amparo) y los inmigrantes son apresados o secuestrados con base en simples denuncias, en la inmensa mayoría sin sustento alguno (y que son suficientes para definir la culpabilidad de los acusados, quienes después han de probar su inocencia). Y todavía: automáticamente es considerado traidor quien se atreva a expresar alguna crítica a la guerra en Afganistán o al apoyo de Estados Unidos a Israel, o quien denuncie las masacres de palestinos por Israel. Esos “traidores” son ya suspendidos de sus puestos o despedidos, amén de que toda comunicación normal, a través de cartas, correo electrónico o llamadas telefónicas puede ser ahora controlada sin orden judicial alguna. A esta situación totalitaria de hecho debe añadirse todavía la censura y prohibición que férreamente se ejerce sobre los medios de comunicación. En un artículo James Petras (Una nación de soplones), se refiere escandalizado a las 700 mil denuncias que se registraron en Estados Unidos entre los meses de septiembre y noviembre de 2001, que no condujeron a ninguna pista consistente sobre los atentados del 11 de septiembre y que fueron realizadas en la inmensa mayoría de casos por simple venganza, hostilidad racial o personal. Miles de estudiantes de origen musulmán que efectúan estudios en universidades de ese país prefieren ahora volver a sus lugares de origen. Cientos de miles de personas han sido molestadas e investigadas. Por supuesto, tal ambiente persecutorio y de denuncias ha dado poquísimos resultados —o ninguno— en la “lucha contra el terrorismo”. En un artículo en el The New York Times Frank Rich nos dice que la siniestra manía persecutoria del procurador Ashcroft, cuyos servicios han pasado 30 días interrogando a más de cinco mil inmigrantes, y a pesar de su poderoso brazo de controles policiacos, “no ha tenido visibles resulta-
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dos”. La última ocurrencia del procurador fue declarar que ese “arduo” trabajo lo había ayudado a “fijar un conjunto de parámetros genéricos”. Todo indica, nos dice el propio Rich, que varios jefes locales de policía se revelan ya en contra de ese arbitrario programa. Desde el principio se anunció en todos los tonos el peligro del endurecimiento militar y policiaco que seguiría a los atentados del 11 de septiembre. Estamos ya abiertamente en ese proceso, en Estados Unidos desde luego y sin descartar el riesgo de que la coalición internacional antiterrorista siga por tal derrotero en otros países. En Europa, no obstante los brotes antislámicos de que dio cuenta la prensa, parece sin embargo haber más conciencia de las moderaciones indispensables. Pero se trata de una amenaza latente de la que podrán echar mano los gobiernos para aplastar a sus enemigos, en el momento más conveniente, o a las disidencias de cualquier tipo. La vigilancia y el trabajo de los defensores de los derechos humanos es ahora más necesaria que nunca (y también más peligrosa), sobre todo cuando Estados Unidos se prepara irrevocablemente a continuar y extender su “guerra antiterror” más allá de Afganistán. En el régimen de Bush coincidieron los infames ataques terroristas con uno de los equipos de gobierno más “duros”, incultos e irracionales de que se tenga memoria, encabezado por la tripleta AshcroftRumsfeld-Rice, y seguido de cerca por algunas segundas líneas con marcada influencia, como el subsecretario de defensa Paul Wolfowitz, quien ha sido uno de los más insistentes en la “reordenación” de las relaciones internacionales bajo la égida militar de Estados Unidos como “nación esencial (y predominante) en el nuevo orden”. Este personaje maniobra ahora para lograr, probablemente con éxito, la extensión de la “guerra contra el terror” a Irak y Somalia. Probablemente la “aventura” afgana apenas sea el primer episodio de una vasta “cruzada” estadunidense no para eliminar el terrorismo del mundo, sino para afirmar su control indiscutible político, militar y económico en Asia Central y en el Medio Oriente. Debe aceptarse que para los “halcones” del gobierno de Bush resultaron “providenciales” los ataques del 11 de septiembre. Sobre esa base —en palabras del propio Bush— Estados Unidos está dispuesto a encabezar la lucha para defender “la civilización”, ya que están en juego “las libertades en Estados Unidos” y la propia civilización universal. Bush regresa frecuentemente sobre el tema: “Es un momento histórico tan importante para esta generación como fueron los primeros momentos de la guerra fría o de la segunda guerra mundial.”
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Por su parte, analistas como Michael Klare (The New York Times) sostienen que las hostilidades actuales, además de la derrota de los talibanes y el control sobre Osama bin Laden y Al Qaeda, “tiene como propósito esencial asegurar el dominio estadunidense en el golfo Pérsico contra toda forma de amenaza, no sólo de terroristas potenciales, sino desafíos militares también”. El control del petróleo en la región es, por supuesto, otro de los argumentos definitivos. De hecho circulan versiones en el sentido de que los estrategas del Pentágono diseñan ya sus “planes de contingencia” para continuar esta ofensiva militar en otros países, muy probablemente Irak. El propio Klare ha dicho: “a nadie debe permitírsele establecer un poder equivalente, jamás. Esto implica que aun Naciones Unidas y la Organización del Tratado del Atlántico Norte están al final de cuentas subordinadas al poderío estadunidense.” La denuncia de Estados Unidos del Tratado Antibalístico de 1972 se inscribe puntualmente en esa perspectiva: constituye una advertencia y una amenaza a Rusia y China para el caso de que esos colosos se atrevan a desafiar la supremacía militar estadunidense. También se envían claras señales a países como Corea del Norte u otros que pudieran caer en alguna forma de tentación provocadora. Tales son algunas de las realidades que se han afirmado en el mundo a los cien días de la tragedia del 11 de septiembre en las torres gemelas y en Washington: ¿hay motivo para ser optimistas? A pesar de todo sí, porque la humanidad ha salido siempre de encrucijadas como ésta. Puede no ser en el cortísimo plazo pero el cambio llegará en una perspectiva de tiempo mediano, naturalmente con la lucha consecuente por la paz, la justicia y los derechos humanos de muy importantes contingentes de hombres y mujeres de todos los rincones del planeta. Tal reivindicación última llegará y será obra de la humanidad en su conjunto. En ese nuevo estilo de periodismo al futuro, el gobierno de George W. Bush filtró hace unos días a The New York Times el plan de la nueva guerra que prepara contra Saddam Hussein. El hijo se propone finalizar la tarea inconclusa del padre y, de paso, reforzar la hegemonía mundial de Estados Unidos, trabajar en favor de las compañías petroleras en las cuales su familia (carnal y política) tiene intereses enormes y, todavía de paso, ayudar a combatir las actuales debilidades de la economía estadunidense. “Decenas de miles de marinos y soldados invadirán Irak desde Kuwait. Centenares de aviones de guerra desde ocho países…, em-
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prenderán un fuerte ataque en contra de miles de objetivos, incluyendo aeropuertos, carreteras y centros de comunicación. Fuerzas especiales y operaciones encubiertas de la cia atacarán depósitos o laboratorios en que se almacenan o fabrican las supuestas armas de Irak de destrucción masiva y los misiles que podrían lanzarlas.” 250 mil tropas podrían intervenir en la acción —comenta The New York Times— para derrocar al gobierno de Saddam Hussein e imponer un régimen pro Estados Unidos. Las guerras de los últimos veinte años —por más discutibles que hayan sido—, se han hecho invariablemente como respuesta a una agresión manifiesta. Esta “nueva” guerra de Bush hijo, a diferencia de “Tormenta del Desierto” (1991), que respondió a la irracional invasión de Saddam Hussein a Kuwait, sería meramente “preventiva” y sin causa visible. En realidad, tal es el origen de los obstáculos y las diferencias de opinión que provoca ya esta guerra al interior y fuera de Estados Unidos, no sólo despertando la objeción demócrata sino la de un importante número de republicanos incluso afines al clan Bush. En un artículo publicado en The Wall Street Journal, Brent Scowcroft, quien fuera cabeza del Consejo Nacional de Seguridad de Bush padre y factor en la coalición internacional de la Guerra del Golfo, advierte “que un ataque sobre Irak en estos momentos perjudicará seriamente, si no destruye, la campaña antiterrorista global que se ha emprendido”. El ex funcionario e influyente republicano comenta que se corre el riesgo de perder aliados, crear una mayor inestabilidad en el Medio Oriente y perjudicar los intereses de Estados Unidos en el largo plazo. Otra “novedad” de la próxima guerra de Bush hijo —aunque esto se discute menos—, es que no se hace la mínima mención a un posible acuerdo del Consejo de Seguridad de la onu, como antes se buscaba. ¿Ni siquiera se guardarán las formas? ¿Hasta ese punto de nulidad ha llegado el papel de la onu, o se da por descontado que la Organización se doblegará dócilmente ante la exigencia de Estados Unidos? ¿Koffi Annan, el sumiso secretario general, recibirá instrucciones en su oportunidad y sin más las ejecutará? El hecho es que los principales países europeos —tal vez con la excepción del Reino Unido, más exactamente de Tony Blair— no parecen ahora tan disciplinados a la potencia: Francia por sus lazos históricos con el mundo árabe, Alemania por las próximas elecciones que puede perder Shroeder en favor de la extrema derecha, y así por el estilo. La debilidad mayor de la nueva aventura guerrerista del jefe
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de la Casa Blanca es que carece de causa suficiente demostrable. A nadie ha impresionado la ridícula retórica de Condolezza Rice, la actual consejera nacional de seguridad, cuando dice que “ciertamente no podemos permitirnos el lujo de no hacer nada…,” o que Saddam Hussein es “un hombre diabólico que provocará nuevos desastres…” O que la presencia de Saddam Hussein es “crítica para la seguridad nacional de Estados Unidos”. Un conocido periodista británico, Hugo Young, escribió que muchos europeos, que apoyaron en otros tiempos la guerra de los Balcanes y la Guerra del Golfo, e incluso el absurdo de la guerra de las Malvinas, se opondrán a una guerra preventiva contra Irak. Ellos ven claramente su origen en intereses políticos y económicos inmediatos (en primer lugar las elecciones legislativas del próximo noviembre en Estados Unidos, de allí que la “nueva guerra” estaría “prevista” para octubre), y rechazan tajantemente su pretendida “justificación moral”. En el caso del pueblo británico ciertamente habría temor de que sean tragados por esos hoyos negros de irracionalidad y de ausencia de argumentos morales y diplomáticos, por una tierra que de todos modos está a cinco mil kilómetros de distancia. Todavía añade: “Después del 11 de septiembre los hombres del poder en Estados Unidos han empujado agresivamente a la ejecución de su agenda a fin de configurar las relaciones internacionales en favor del dominio global estadunidense. Una nueva guerra contra Irak es clave para afirmar esta visión. La ‘doctrina Bush’ no tiene nada que ver con ‘proteger al mundo’ o ‘salvar las vidas del pueblo americano’… Se trata más bien del desnudo poder imperialista, de un gangsterismo a escala global.” Por lo demás, en el mencionado The Wall Street Journal se comenta que la idea de la guerra contra Irak surgió inmediatamente después del 11 de septiembre, aun cuando no hubiera ninguna real evidencia de que Saddam Hussein tuviera nada que ver con los ataques terroristas. Numerosos inspectores de la onu, especializados en armas, sostienen que Irak se ha desarmado ampliamente y que su fuerza militar actual es apenas alrededor de un tercio de la que poseía en 1990. Y para acabar de demoler la “cruzada Bush” y su “férrea moral” en contra del uso de armas químicas y de destrucción masiva que estarían en manos de Saddam Hussein, el The New York Times revela (18 de agosto) que fue el propio Estados Unidos, bajo la administración Reagan, que prestó asistencia de inteligencia militar a Irak en su guerra contra Irán, sabiendo perfectamente que los iraquíes emplearían
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armas químicas, según oficiales militares de entonces que conocían la situación. Este programa secreto se ejecutó cuando Ronald Reagan y sus altos colaboradores en materia internacional, incluyendo al secretario de Estado George P. Shultz, el secretario de Defensa Frank C. Carlucci y el general Colin L. Powell, consejero de Seguridad Nacional, condenaban públicamente a Irak por el uso de gases letales en marzo de 1988, en su ataque a los Kurdos en Halabja. Estados Unidos, bajo la presión de Arabia Saudita, decidió que Irán debía ser doblegada a fin de que dejara de ser “competitiva” con otros países aliados de la región, en materia de producción petrolera. Estados Unidos, con pleno conocimiento de causa, habría prestado auxilio a Irak con fotografías de satélite para precisar los movimientos de los ejércitos iraníes. Vale la pena recordar que “Tormenta del Desierto” costó entre 100 mil y 200 mil vidas iraquíes, y que la nueva guerra en preparación dejaría pequeños esos números. ¿Todo por las combinaciones internas y las ambiciones del clan Bush? Eso sin contar el costo en vidas humanas y en enfermedades y desnutrición que han causado las sanciones a Irak impuestas por Estados Unidos a través del Consejo de Seguridad de la onu. Más de un millón de vidas y destinos humanos, se calcula conservadoramente. Terribles calamidades que ahora podrían crecer explosivamente, puesto que además sabemos bien que las “maravillas” técnicas de la guerra moderna de pronto carecen de precisión y arrasan con infinidad de vidas inocentes. ¿No lo hemos visto así en Afganistán desde la “guerra antiterror” iniciada hace diez meses? Por supuesto que lo dicho no disminuye un ápice las responsabilidades de Saddam Hussein, dictador desde hace casi veinticinco años y culpable de prácticamente todo lo que se le acusa, desde luego violador flagrante de los derechos humanos y genocida en contra de su pueblo, de núcleos étnicos al interior, y hasta de naciones y pueblos colindantes. Pero ¿tales referencias abrumadoras autorizan a la Casa Blanca a emprender unilateralmente otra guerra genocida para deponerlo? La comunidad de naciones se encuentra en vísperas de otro hecho de fuerza que escapa a la regulación del derecho internacional, ahora en nombre de los intereses más coyunturales de la potencia. ¿Y México? ¿Cuál será su postura ante el conflicto que se avecina? Ante hechos así, ¿seguiremos sosteniendo sin más la tesis del apoyo
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incondicional a la potencia o rescataremos los principios más universales del derecho de gentes? Para mí la respuesta es obvia, ¿pero nos llevaremos otra vez una sorpresa desagradable?
5. tres años después ¿Qué vemos en la arena mundial? 1] Que la llamada “guerra antiterror” ha transformado las relaciones internacionales, de una situación “monopolar” en que se reconocía la indiscutible superioridad económica y militar de Estados Unidos, a otra cualitativamente distinta en que ese país despliega expresamente su poderío militar para imponer urbi et orbi su visión e intereses. Es sabido que George W. Bush, apenas designado presidente de Estados Unidos, encargó a su secretario de Defensa Donald Rumsfeld la organización de una “estrategia de guerra” que muy pronto, a consecuencia de los ataques terroristas, afloró como política central de su gobierno. Esa estrategia se funda en tres principios básicos. A] El “centrismo estadunidense”, que exige la utilización del poderío de la nación en función de sus intereses nacionales. B] El despliegue de esas fuerzas a escala planetaria, con capacidad para actuar instantáneamente en cualquier parte y circunstancia. C] La supremacía militar “perpetua” de Estados Unidos, que aseguraría históricamente su predominio (¿debemos recordar aquí al Reich de los mil años?). Con tal fin deberán subordinarse los desarrollos científicos y tecnológicos de la potencia (incluida su capacidad “mediática”), y desde luego sus recursos económicos. 2] El “centrismo estadunidense”, tal como lo entiende el gobierno de Bush, supone desde luego violentar y negar cualquier “traba” jurídica que limite la acción de ese país en defensa de sus “intereses nacionales”. Tal principio no debe frenarse o someterse al derecho internacional y ni siquiera a la legislación interna del país, incluida su constitución. Muchos serían los ejemplos a mencionar otra vez: la no ratificación del Tratado de Kyoto; la negativa a firmar el Tratado sobre la Corte Internacional Penal, que refleja la oposición a que puedan ser sometidos a juicio militares estadunidenses por sus actividades criminales en el extranjero; su hostilidad a cualquier acuerdo en favor
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del medio ambiente; la denuncia del tratado abm, en nombre de un incierto escudo antimisiles que estimulará la carrera armamentista en varias zonas del mundo. Y ahora, el inminente ataque a Irak con la pretensión de eliminar la autorización del Congreso y, a mayor razón, del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. ¿El objetivo?: someter una vez más a la onu y a la Organización del Tratado del Atlántico del Norte al poder estadunidense. Y después ¿qué otros ataques emprenderá la potencia imperialista, en vista de su nutrida lista de países que integran “el eje del mal”? 3] Al interior de Estados Unidos ya se ha escrito abundantemente sobre las frecuentes violaciones a los procedimientos del derecho interno en las detenciones arbitrarias que se han llevado a cabo con motivo de la “guerra antiterror” y al establecimiento de tribunales militares especiales en violación flagrante de la constitución de ese país. Y escándalo mayúsculo: la carta blanca de Bush a la cia autorizándola a asesinar dirigentes de otros países (abrogando la prohibición expresa establecida por el ejecutivo de Estados Unidos en 1974). 4] El “cálculo” del gobierno de Bush, al asumir expresa y descarnadamente esta línea, está vinculado a su futuro electoral, y también a los intereses de las corporaciones del complejo “militar-industrial”, incluidas las petroleras de las que la cercana familia política y de sangre del presidente obtiene enormes utilidades. Es claro el mensaje al electorado: no pueden los patriotas cambiar al jefe de la nación y a su gobierno cuando el país está comprometido en uno o varios frentes de guerra. El carácter “abstracto” de las visiones del mundo se materializa en beneficios contantes y sonantes. 5] Por supuesto, esa “visión del mundo” que podrá materializarse en el ataque a Irak desencadenará reacciones imprevisibles en el mundo árabe (y en otras zonas del planeta), como ya fue advertido recientemente por la Liga Árabe. El incondicional apoyo de Estados Unidos al Israel de Ariel Sharon se suma a las ofensas imperiales (la nueva guerra contra Hussein ampliaría para Sharon el “permiso” de matar aún más palestinos), así como esa “danza con los dictadores” que ha sido una constante planetaria de la política estadunidense, y que ahora se acentúa en el mundo árabe con el apoyo al dictador golpista paquistaní Pervez Musharraf, para no hablar de la eterna luna de miel entre la Casa Blanca y la dinastía saudita, antidemocrática por definición. 6] Todo indica entonces que la “guerra contra el terrorismo” y contra Irak germinarán aún en más terrorismo y violencia indiscrimi-
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nada contra poblaciones inocentes, de uno y otro lado. Y prueba otra vez que el camino de agresiones asumido por el gobierno de Bush se propone eliminar a los enemigos reales y potenciales que se oponen a su voluntad de dominio planetario, un dominio que es primordialmente económico y militar. A un año de la destrucción de las torres gemelas la “globalización neoliberal” se dobla y complementa con una “globalización del terror bélico”. 7] En días pasados se publicaron en El Universal dos artículos de Noam Chomsky y Zbigniew Brzezinski (¡tan alejados uno de otro en sus enfoques políticos!), que sin embargo muestran una coincidencia básica: la única manera de luchar y vencer realmente al terrorismo, y al “odio” que se ha generado contra Estados Unidos, es atacando sus causas, que esencialmente son de índole política y económica: negociación y arreglo de los conflictos y no violencia indiscriminada, real democracia y no apoyo oportunista a crueles dictadores que atropellan los derechos humanos, y claro está programas efectivos, con la participación internacional, de desarrollo que beneficien realmente a la generalidad de los pueblos. Hemos consignado aquí los virulentos trazos del panorama mundial después del 11 de septiembre, en que impera una gran inseguridad internacional sin aludir a los desastres económicos, a la pobreza extrema y a la destrucción de la naturaleza que ha sido señalada tantas veces. ¿Qué hacer? Una infinidad de acciones, sin excluir la confianza en que el pueblo estadunidense, en las próximas elecciones legislativas (noviembre próximo) y presidenciales de su país (noviembre del 2004), envían claras señales a la actual administración y, eventualmente, llegado el momento, la envíen al desván de los desechos totalitarios, del cual no debió salir. Pero por lo pronto será necesario lidiar en todas partes con la nefasta realidad de un nuevo imperialismo que se manifiesta ya en toda su fuerza y en su carácter implacable y perverso.
6. el imperio manipula y ataca En las semanas previas a la invasión de Irak se multiplicó el bombardeo de las imágenes sobre el 11 de septiembre y sus secuelas: las escenas sobrecogedoras no habían perdido su dramatismo, antes bien
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han incrementado de alguna manera su impacto humano y, con un poco de “distanciamiento”, su carácter marcante de una época. Estados Unidos, antes de ese ataque, declaraba su voluntad irrevocable de llevarlo a cabo en flagrante atropello del Derecho Internacional y de la onu. Hoy, en una operación perversa y, a lo que parece, de enorme eficacia mediática, Bush y sus adictos se revisten con piel de oveja y se anuncian dispuestos a “consentir” una auscultación con sus legisladores y, en su discurso ante la onu, a reunirse con el Consejo de Seguridad, a fin de que éste acepte sin discusión ni tardanza una nueva resolución sobre Irak que contendría, en esencia, los siguientes puntos: 1] Eliminar “inmediatamente y sin condiciones” su armamento de destrucción masiva, todos sus misiles de largo alcance y todos los materiales relacionados; 2] Terminar inmediatamente con el apoyo al terrorismo; 3] Dejar de perseguir a la población iraquí, las minorías étnicas y los grupos religiosos; 4] Solucionar los puntos contenciosos que subsisten tras la invasión de Kuwait y la Guerra del Golfo (1991), en particular los casos de personas desaparecidas y la indemnización de los afectados; 5] Poner fin a todo comercio ilícito fuera del programa “petróleo por alimentos” supervisado por la onu, y aceptar que la onu administre los fondos de ese programa para asegurar que son utilizados en beneficio del pueblo iraquí. Si tales exigencias perentorias no se acuerdan inmediatamente por el Consejo de Seguridad y se atienden por Irak, Estados Unidos “de todos modos” ejecutaría su decisión bélica, que además está en vías de realización con el envío masivo de unidades militares para la “nueva” guerra en el Golfo. Naturalmente, George W. Bush se ha apresurado a advertir a las partes —incluido el Consejo de Seguridad—, que el asunto no es de meses o años, sino de días y a lo más de semanas. Por eso es que el gobierno de Estados Unidos considera “académica” e inaceptable una nueva discusión en el Consejo de Seguridad sobre la “vuelta” de los inspectores de armas a Irak. No, ahora se trata de actuar en el menor tiempo posible. Hoy, las resoluciones en la onu han de tomarse con una pistola apuntada a la sien, “resoluciones” por cierto ya decididas por la potencia y en vías de ejecución. Lo dijimos antes: el “fondo” de esta nueva guerra unilateral apenas busca ponerse “la hoja de parra” de la legalidad interna y del multilateralismo, para “moderar” un tanto a sus críticos, y tiene como fin efectivo asegurar las próximas elecciones legislativas de noviembre y, claro está, el control económico y militar del Asia Central, que tiene
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un fuerte olor a petróleo. ¿Quién se opondría al gobierno de Bush actuando en una nueva guerra? ¿Quién se atrevería a votar electoralmente en su contra estando en juego la “seguridad” de la nación? Para los disciplinados subalternos de la potencia estas “concesiones” parecen ya brindarles la ocasión de tranquilizar la conciencia y autoconvencerse de que “ahora sí” sus acciones serán avaladas por el derecho. La estrategia publicitaria del gobierno de Bush se ha desplegado impecablemente y con enorme eficacia: primero amenazar y presentar un irremediable escenario bélico y después ofrecer “magnánimamente” la oportunidad de que el resto del mundo se sume con entusiasmo a sus conclusiones: “quien no está con nosotros está contra nosotros”. En esta nueva avalancha mediática el nombre del desaparecido Bin Laden también se ha esfumado de las primeras páginas de periódicos y noticieros de radio y tv. Ahora el “enemigo público número 1” se llama Saddam Hussein, no Bin Laden, mostrándose una vez más el poder de los medios para construir coyunturas y modificarlas a voluntad, y de la volubilidad de un gobierno que se mueve por el más desenfrenado de los pragmatismos políticos. Si Irak y el Consejo de Seguridad no cooperan perentoriamente con sus exigencias, Estados Unidos actuará solo y “habrá guerra”. Bush añadió: la “acción será inevitable y un régimen que ha perdido su legitimidad perderá también el poder”. Para reforzar el escenario de las gesticulaciones teatrales, Bush anunció el regreso de Estados Unidos a la Unesco, después de dieciocho años de despectiva separación, ya “que ahora el organismo se ha reformado” y como una muestra del multilateralismo de su gobierno y “señal de su compromiso con la dignidad humana”. En esta hora de exigencias intimidatorias, de todos modos vale la pena recordar las palabras del secretario general de la onu, tan proclive en general a satisfacer las exigencias de Estados Unidos: “Cada país que respete sus leyes debe también respetar la ley en el exterior.” Defendiendo además al multilateralismo como única vía legítima de la acción internacional y reprochando las pretensiones de cualquier Estado a actuar unilateralmente, al margen de las instituciones internacionales, concretamente del Consejo de Seguridad: “no hay sustitutos para la única legitimidad que confiere la onu”, dijo Koffi Annan en su discurso de apertura de la 57 sesión de la Asamblea General de la onu. Es clara la “doble pista” de la estrategia de Bush: en la “forma” se cubrirá alegando que cumplió escrupulosamente con las exigencias
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jurídicas internas y con las del derecho internacional. En el “fondo” actuará sin variación alguna de las decisiones ya tomadas, en atropello efectivo de ese derecho interno y del derecho internacional. La potencia manipula y se cubre de terciopelo para actuar en “buena conciencia” con las garras agresivas del imperio. Por supuesto, Bush no ha mostrado prueba alguna conclusiva de que Saddam Hussein esté vinculado a los terroristas del 11/9; tampoco ha presentado evidencias de que Irak haya reconstruido sus arsenales nucleares o de armas biológicas o químicas. Tal presupuesto sirve para presionar a sus aliados diciendo que nadie en el mundo debe tolerar la amenaza de un país que se dispone a utilizar “armas de liquidación masiva”. Tales argumentos sirven para el chantaje político y moral y no forman evidencia. Hasta el líder mayoritario del senado de Estados Unidos, el demócrata Tom Daschle, desentonó del coro diciendo “que estaba lejos de haberse hecho indiscutible el caso para un ataque preventivo a Irak”. Apareció en The New York Times una entrevista con Vicente Fox: de manera pertinente el presidente de México se queja del práctico abandono del gobierno de Bush de la agenda bilateral y de las expectativas que había levantado la posibilidad de un arreglo con nuestro país en materia migratoria. Y se pregunta si debe elegirse entre la seguridad y el combate al terrorismo y las relaciones bilaterales, concluyendo que es posible trabajar en las dos pistas. “El mundo debe continuar trabajando”, dice Vicente Fox. Sobre Irak, repite lo comunicado días antes telefónicamente a George W. Bush: “debe haber una nueva oportunidad para la visita de los inspectores de armas de Naciones Unidas a Irak”. Palabras prudentes pero que parecen fuera de frecuencia. Lo importante es que ahora México sostenga indeclinablemente en el Consejo de Seguridad tal postura y la de la plena vigencia del derecho internacional. Si no ¿con qué objeto estamos allí?
7. la primera línea de resistencia Un día tras otro, el 19 y el 20 de septiembre de 2002, aparecieron en Estados Unidos, en The New York Times, dos documentos de mayúscula importancia política para ese país y para el mundo entero. El primero se titula: “No, en nuestro nombre. (Llamamiento de intelectuales
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y artistas estadunidenses contra la guerra).” El segundo, de la Casa Blanca: “La Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos”, que pronto será enviado al congreso como declaración de la política (nacional e internacional) del gobierno de Bush. Documentos excepcionales que se sitúan en los extremos: el primero, con 4 mil firmas, revela en el más alto grado la inteligencia, la sensibilidad política y humana de muchos de los mejores hombres y mujeres de Estados Unidos. El segundo, en cambio, está hecho de la retórica y prepotencia de un gobierno totalitario que reivindica paladinamente su derecho a matar. El primero contiene un llamado al pueblo estadunidense a resistir la “guerra sin límites” y la “instauración de nuevas medidas represivas” por el gobierno de Estados Unidos, “que ponen en grave peligro a los pueblos del mundo”. El segundo, el del gobierno de Bush, fija la tesis de un dominio mundial y, en el fondo, anuncia su decisión de violentar todas las normas del derecho interno e internacional para ejecutar su “guerra preventiva” contra Irak, mejor dicho, su guerra de dominación planetaria. En el primero se sostienen las libertades de las personas y las naciones ya que ambas “tienen el derecho a determinar su propio destino, libres de cualquier coerción militar de las grandes potencias”. El segundo, precisamente sostiene el derecho “de la gran potencia” a intervenir, prevenir, atacar, eliminar a cualquier núcleo de personas y actividades, en cualquier lugar de la tierra, en el fondo por disentir de los “principios del mercado” que sostiene la élite del poder en Estados Unidos. En uno, se defienden las libertades y se llama a la resistencia en contra de las injusticias impuestas agresivamente por el gobierno de Estados Unidos, que lo hace falsamente “en nombre” del pueblo estadunidense. Los artistas e intelectuales niegan enfáticamente que se pueda hablar en su nombre al imponer mundialmente tales atrocidades, y niegan que ellos apoyen tales políticas. Su manifiesto es ya un primer paso extraordinario en la lucha al interior de ese país contra el belicismo y las represiones del gobierno de Bush. Se sostiene además que la política de Bush “es injusta, inmoral e ilegítima…”, decidiendo (los intelectuales) “hacer causa común con los pueblos del mundo”. Ante los horrores del 11 de septiembre (“que nos ha traído a la memoria escenas similares en Bagdad, Panamá o, hace una generación, en Vietnam”), el gobierno habría “acuñado una consigna simplista: ‘buenos contra malos’, que inmediatamente
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ha sido adoptada por medios de comunicación sometidos y acobardados. Nos han dicho que el mero hecho de plantear preguntas sobre estos terribles sucesos rozaba la traición. No debía haber debate alguno. No había lugar para dudas éticas o políticas. La única respuesta posible era la guerra en el exterior y la represión dentro de casa.” En su escrito los intelectuales y artistas se preguntan: “¿Qué clase de mundo será éste si se permite al gobierno de Estados Unidos lanzar comandos, asesinos y bombas donde quiera que se le antoje?” Y nos dicen también: “Resistiremos frente a la máquina de la guerra y la represión y haremos todo lo posible para detenerla.” Y todavía: “…nos inspiran numerosos ejemplos de resistencia y conciencia que nos ofrece la historia de Estados Unidos: desde los que combatieron la esclavitud hasta los que pusieron fin a la guerra de Vietnam incumpliendo órdenes, negándose a incorporarse a filas y apoyando a los que resistían.” El movimiento opositor a la globalización en manos de las corporaciones y a su expresión belicista se ha transformado en pocos años cuantitativa y cualitativamente. Hoy es más extenso que hace poco tiempo, y además se difunde la evidencia de que en la raíz del guerrerismo y del dominio económico se encuentra la especulación y el afán de lucro de las corporaciones transnacionales. No es sólo una cuestión moral —aunque también lo es—, sino eminentemente política: ¿de qué manera frenar y transformar un sistema del que ha resultado tal destrucción humana y natural, más pobreza para un mayor número y una sociedad incapaz de destinar los recursos que ha construido en la historia para satisfacer los más urgentes problemas colectivos. Sobre las causas de este escamoteo perverso hay creciente lucidez. En esa lucha a veces se simplifica demasiado y no se consideran las fuerzas de resistencia del propio pueblo estadunidense. Ya que la dominación se ejerce también a través de los mass media atropelladamente se descuenta la capacidad de resistencia y lucha, la fortaleza moral, la inteligencia y la honradez de sectores muy importantes de Estados Unidos. Precisamente, como lo recuerdan los intelectuales y artistas, fue al interior de ese país, a través de enormes y sostenidas movilizaciones y de una gran combate político e intelectual que, al final de cuentas, se detuvo la masacre de Vietnam. Se nos olvida también que el movimiento igualitario y antirracista de los años sesenta, y su éxito fundamental, fue sobre todo un triunfo de la sociedad civil estadunidense.
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Hoy, para comenzar, 4 mil firmas se articulan en torno a un documento emocionante por su calidad, claridad y valentía, por su fuerza analítica y por su tono categórico. De nueva cuenta varios miles de estadunidenses se pronuncian en contra del carácter totalitario de su gobierno, se oponen a los actos de represión interna y externa que comete y anuncian que lucharán en contra de las decisiones guerreristas, intervencionistas y violatorias del derecho que efectúa su gobierno, de manera abusiva y global. Cuando además se solidarizan con los pueblos que viven la agresión del gobierno de Bush, es claro que hacen también un llamado a que se les apoye en la batalla que han iniciado en su primera línea de resistencia. No podemos hacer oídos sordos a este llamado. Pienso que los intelectuales y artistas de México deberían no sólo expresar su pleno apoyo y solidaridad con los estadunidenses que han dado este primer paso, sino comprometerse a luchar por las mismas ideas y principios. Esperamos que así sea. En primer término, porque también ha de ser claro para nosotros que los actos de barbarie que comete y anuncia el gobierno de Bush nos golpean en lo individual y como país. Es verdad, las atrocidades de ese gobierno no pueden hacerse “en nombre del pueblo estadunidense”, pero tampoco “por la libertad y la democracia de todos”. Muchos miles y millones de ciudadanos de ese país disienten profundamente de esas acciones y se oponen con firmeza a ellas. Pero afuera también hay legiones de opositores a esas políticas. En nuestro siguiente artículo de esta pequeña serie examinaremos las aberraciones que se han atrevido a formular los dueños de la Casa Blanca, y que han presentado como “Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos”. Salta a la vista en primer término, entre ambos escritos, el abismo moral e intelectual entre los 4 mil firmantes del primer llamado generoso, y la mentalidad provocadora de los autores del segundo, que desafortunadamente ocupan hoy los puestos de mando en la casa presidencial de Estados Unidos.
8. la estrategia de la dominación El segundo de los documentos mencionados se refiere a “La Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos”, que abarca tanto la política interna como externa de ese país, y que resulta un prototipo de texto imperial en que se elaboran los puntos de vista del gobierno
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de Bush, con un fin meridiano: “justificar” las acciones guerreras unilaterales de Estados Unidos en el mundo. Se trata de un “Manifiesto” del nuevo imperio y del nuevo imperialismo que se presenta sin escrúpulos a fin de que nadie se llame a engaño en el caso de disentir u oponerse a la voluntad y a la visión política de los dueños actuales de la Casa Blanca. Como ya se habrá adivinado, se trata de un documento ideológico en el peor sentido de la palabra: allí se disfraza apenas la determinación del gobierno de Bush de convertirse no sólo en policía global sino en la instancia última del poder político, económico y militar mundial. Y no sólo eso. Las pretensiones son aún más altas: erigirse en tribunal único y último de las relaciones sociales planetarias, incluyendo los valores, creencias, formas de cultura y de vida que habrán de prevalecer obligatoriamente urbi et orbi. Se trata de la afirmación más rotunda del poder de los consorcios internacionales y de su modo de operar. Es un verdadero Manifiesto económico-político y militar del capitalismo de nuestros días, envuelto apenas en el papel celofán de una verborrea democrática y defensora de los derechos humanos. Si no fuera por la gravedad del asunto estaríamos tentados a calificarlo de burla sin atributos. Unos cuantos ejemplos: “Estados Unidos goza hoy de una posición de inigualable poderío y gran influencia económica y política…, y al conservar nuestra tradición y nuestros principios no usamos la fuerza para presionar a favor de ventajas unilaterales… Defenderemos la paz justa en contra de las amenazas de terroristas y tiranos…” Por fortuna, existe una historia detallada que muestra de qué manera se ha utilizado el poderío de Estados Unidos para obtener precisamente ventajas unilaterales e indebidas, a costa de los países pobres, incluyendo la imposición de dictaduras cruentas que han tiranizado a los pueblos. En América Latina conocemos bien esa áspera realidad. La intención última de Bush sería “extender la paz estimulando sociedades abiertas y libres en todos los continentes…, empujando una nueva era de crecimiento global a través del libre mercado y del libre comercio…”. Claro está, abriendo “nuevas” oportunidades obligadas para sus corporaciones. Sabemos ya bien que las libertades humanas, la democracia y el desarrollo, para los dueños de la Casa Blanca y de Wall Street, sólo tienen concreción como libertad para las empresas. La intervención gubernamental y los proteccionismos indispensables únicamente pueden ser utilizados por ellos, no por ningún otro gobierno del mundo.
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Un punto particularmente retórico y tramposo se refiere al compromiso de Estados Unidos con la onu, con la omc, con la oea y con la nato. Sin embargo, el mundo sabe bien que, para Washington, esas instituciones sólo cumplen su cometido sometidas a la voluntad y a las determinaciones estadunidenses. Si se alejan de la “partitura” las presiones no se hacen esperar. Hoy mismo, sobre la decisión de Estados Unidos de atacar a Irak, prácticamente se le ha dirigido un ultimátum al Consejo de Seguridad de la onu a fin de que avale la decisión de la Casa Blanca, amenazando a la organización mundial de declararla “inservible” para los “compromisos” futuros del siglo xxi, en caso de que no se pliegue a los propósitos del gobierno de Washington. Desde hace un buen rato, al menos diez años, desde la terminación de la guerra fría, nos encontramos en esa increíble situación: los países y organismos internacionales que “se atrevan” a opinar distinto de la gran potencia están sometidos a su poder de fuego y al peligro de que desaparezcan de la vida activa internacional. Hoy mismo, en el documento citado, se dice sin tapujos: “la coalición de voluntades (léase: la unidad de voluntades en torno a la estadunidense), prolongará la vida y fuerza de esas instituciones”. En todo caso “las obligaciones internacionales deben tomarse seriamente, no simbólicamente, y no bastan los ideales si no se apoyan en el terreno de los hechos…” (Otra vez léase: esas obligaciones, para que sean serias y no retóricas, han de ajustarse a la interpretación estadunidense, y a los requerimientos de acción que postule la potencia). En realidad, uno de los alegatos centrales del documento tiene que ver con la posibilidad de “ataques preventivos” (de la potencia, en el caso de Irak), al contrario del “ataque inminente” o “real” a que se refiere la Carta de Naciones Unidas, lo que confirmaría la hipótesis de la autodefensa en el plano internacional. No, para Estados Unidos no necesariamente deberán cumplirse los supuestos lógicos y jurídicos de la norma internacional, sino que basta una “suficiente” amenaza a la seguridad nacional de ese país para que se sienta autorizado a lanzar un ataque “preventivo” (todo ello, claro está, a juicio de la misma potencia). No sería pues indispensable un “ataque inminente” o “real”, como lo señala la norma internacional, sino que basta la “sospecha” de una agresión para iniciar la guerra preventiva, “aun cuando no haya certidumbre sobre el tiempo y el lugar del ataque enemigo”. Estados Unidos también “aprovecharían la ocasión” (¿a través de una nueva guerra?) para expandir el círculo del desarrollo y abrir
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a las sociedades, construyendo la infraestructura de la democracia. Desde luego, aprovecharían cualquier oportunidad para “promover el libre flujo de la información y las ideas a fin de estimular las esperanzas y las aspiraciones de libertad en aquellas sociedades gobernadas por los patrocinadores del terrorismo global”, y para convencer a quienes “rechazan los valores humanos básicos y alimentan odio hacia Estados Unidos y todo aquello por lo que lucha este país”. El gobierno de Bush confiesa que sus principales instituciones de seguridad nacional son hoy obsoletas ya que fueron “diseñadas para otros tiempos y objetivos. Todas han de ser transformadas”, desde luego reafirmando el “papel esencial del poderío militar de Estados Unidos, cuya primera prioridad es defender al propio Estados Unidos”. En esta “reafirmación” deben ser también “reasegurados” los aliados y amigos de la potencia, sin olvidar que se “disuadiría cualquier competencia militar futura”. El garrote escondido tras la mano cubierta de terciopelo. Podríamos continuar indefinidamente mencionando las “perlas” de este documento, sin olvidar su mensaje pacificador a aquellos países que, aun fuera de su directa órbita de influencia, han mostrado avances espectaculares en la economía de mercado y de aceptación de la iniciativa y de la propiedad privadas: aquí no podía faltar el nombre de China y, ya como un país “convertido” en lo esencial, y el de su antiguo adversario en la guerra fría: Rusia. ¿No se trata de un verdadero Manifiesto electrizante que diseña el proyecto de un poder total de la potencia para el siglo xxi, sin miramiento alguno por el derecho internacional y por los derechos de otros pueblos?
9. “el imperio del bien” y las próximas guerras El mundo está al borde de nuevas guerras de consecuencias imprevisibles, pero que serán catastróficas para muchos y a diferentes niveles: la voluntad ya comprometida del gobierno de Bush de que el “Imperio del Bien” suprima de la faz de la tierra a los “Imperios del Mal”, parece ser nuestro destino ineludible en los próximos tiempos, no tan remotos sino a lo más en unas cuantas semanas o meses. Se ha repetido abundantemente: la potencia mundial presiona y actúa para “armar” un nuevo orden internacional sometido a sus decisiones. El multilateralismo se troca en unilateralismo incondicional.
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Desde luego, resulta impresionante la campaña mundial “mediática” y de directas presiones políticas y económicas que efectúa el gobierno de Bush, a lo largo y ancho del mundo. Es clara la perversidad moral y política de esa campaña, y la mezquindad de los fines que persigue, pero no puede desconocerse el formidable poder organizado que caracteriza a la primera potencia: ideológico, económico, político y militar, sin paralelo hoy como ella misma lo declaró en ese documento para la historia publicado apenas que contiene las definiciones de la estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos, y que es sin disfraces un texto imperial, el “manifiesto” del nuevo imperio y del nuevo imperialismo asumido sin pudor por ese consejo de administración de los consorcios transnacionales que es el gobierno del país. La campaña mediática: primero fue Bin Laden y la necesidad de una guerra total “antiterror” para detenerlo, después de sus salvajes crímenes en Nueva York y Washington. Ahora es Saddam Hussein y la urgencia de una guerra preventiva para salvar a la humanidad de sus aviesas intenciones. En el futuro pudiera ser Corea del Norte, con precaución, es cierto, porque China no dejará fácilmente que se intervenga en sus zonas de influencia. Todo ello cobijado por una guerra contra el terrorismo que sirve a la potencia de pretexto para exigir a todos los pueblos y gobiernos que violenten la ley interna e internacional. ¿Primer campeón de esa violencia? El propio “Imperio del Bien” que nos “enseña” los caminos de la libertad y la democracia. Un “Imperio del Bien” que, en su agonía dialéctica, no parece jamás encontrar el camino sin construir enemigos que justifiquen su actuación. ¡Materia para una suerte de psicoanálisis histórico que probablemente nos hablaría de profundas debilidades y temores compensados por ambiciones pantagruélicas! Un verdadero manjar para el análisis multidimensional y multidisciplinario que, tal vez, concluiría con la reiteración de un hecho simple: el mundo construido por Washington sencillamente pone a la riqueza en la cima de los valores, un mundo definido infaliblemente por esa “verdad” última y suprema que es el interés material. Represión y atropello a la ley: he aquí dos signos distintivos y perdurables del proceder imperial. Y hay otros: el uso mistificado del idioma en que los calificativos y los epítetos se dirigen a los otros cuando en primer lugar son aplicables a sí mismo. ¿Armas nucleares en manos de Corea del Norte? ¿Y los arsenales estadunidenses que rebozan de esas armas? ¿Armas químicas y biológicas en Irak? ¿Y las avanzadísimas con que cuentan sus propios arsenales? ¿Terrorismo?
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Parece que definitivamente tiene la razón Noam Chomsky cuando sostiene que el primero y más cínico Estado terrorista del mundo encarna hoy en Estados Unidos. ¿Y las presiones políticas y económicas para vencer resistencias y criterios diferentes y aun opuestos? ¡Quien no está conmigo está contra mí! Lo que resulta bárbaro y angustiante es el silencio y, en el fondo, en número abrumador, la “coincidencia” interesada o real con la visión estadunidense. En todas partes y, salvo contadas excepciones, también en Europa, cuyos gobiernos abandonan las tradiciones culturales y democráticas del viejo continente y se someten lisa y llanamente a la voluntad de la primera economía. En un editorial de Le Monde Diplomatique Ignacio Ramonet recuerda que “un imperio no tiene aliados sino vasallos”. “Olvidando la historia y bajo la presión de Estados Unidos países en principio soberanos se dejaron alistar en la guerra contra Irak, permitiendo así su reducción a la triste condición de satélites.” ¿Los países europeos pudieran oponerse a las futuras aventuras de la Casa Blanca? Sí, en principio y de muchas maneras, aunque después de la oposición de Francia, Alemania y Rusia al ataque a Irak estos países parecen plegarse definitivamente a los designios estadunidenses. Para hacerlo permanentemente, como dice el mismo Ramonet, “tendrían que comportarse verdaderamente como socios, no como vasallos”. A pesar de todo, la catarata de opiniones contrarias a Washington, que se han manifestado de muchas formas a escala mundial, a pesar de sus aparentes debilidades, son fundamentales para evitar un mundo en el que el gobierno de Estados Unidos tenga el derecho de matar, de “lanzar comandos, asesinos y bombas donde quiera que se le antoje”, como sostuvieron los 4 mil intelectuales y artistas estadunidenses en su magnífico manifiesto “No en nuestro nombre”. Sí, en general parece renacer el espíritu combativo de los años sesenta y profundizarse una serie de pronunciamientos y movilizaciones mundiales en contra de la guerra, incluyendo por supuesto a la ciudadanía estadunidense, que está llamada a jugar un papel fundamental en la historia como dique y resistencia a la conducta imperialista del gobierno de Bush.
VII. LA GUERRA CONTRA IRAK
1. el nuevo imperio americano Es sorprendente de qué manera publicaciones de Estados Unidos abundan en escritos en que se presenta como hecho consumado el carácter imperialista de la potencia. Pero no, no se piense que tales escritos vienen de alguna izquierda radical y contestataria sino que, al contrario, han sido elaborados por consistentes integrantes del establishment intelectual de Estados Unidos y son, por decirlo así, francamente apologéticos y elogiosos del hecho. Claro que debemos preguntarnos por las razones de tan insólita franqueza. ¿De qué se trata? Por el contenido de los principales de esos escritos parece claro que se trata de una vasta operación publicitaria e ideológica para “preparar” al mundo a lo inevitable: no sólo la aplastante superioridad militar mundial de Estados Unidos, sino hacer escuchar las explicaciones “constructivas” respecto a la guerra contra Irak y otras guerras futuras posibles que pudiera emprender el imperio. Pero no se trata simplemente de lograr que se “tolere” lo inevitable, sino de que se perciba como algo valioso y deseable para todos. Se trata de que se vea al Nuevo Imperialismo Americano como el mejor destino al que pueden aspirar los pueblos, razas, religiones y culturas, y desde luego los sistemas políticos y económicos. Pero además, se trata de que se vea ese imperialismo como algo necesario, como si el “destino” (la moira griega) condujera insoslayablemente al país de George W. Bush a asumirse como Imperio: Estados Unidos recibe el manto imperial por designio de la fatalidad. Un antecedente: desde hace un par de años Irving Kristal, uno de los “teóricos” más conspicuos del extremo conservadurismo, escribió en The Wall Street Journal que “uno de estos días nos despertaremos con la novedad de que Estados Unidos se ha convertido en una nación imperialista… Y eso ocurrirá porque el mundo desea que tal cosa ocurra”. Y todavía, curiosa explicación: “Una gran potencia puede llegar a asumir compromisos sin desearlo explícitamente… En verdad el siglo xxi, no el xx, será el periodo de la mayor preeminencia mundial de Estados Unidos.” [171]
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En un largo artículo de Michel Ignatieff (del Carr Center en la Kennedy School of Governement de Harvard), en Newsweek, se presenta al “Nuevo Imperialismo Americano” más como una “carga” que como una fortuna, sosteniendo que “constituirse en Imperio es más que ser la más poderosa nación o la más odiada. Significa forzar al orden mundial para servir a los intereses americanos. Y eso significa imponer las reglas que desea Estados Unidos (en todo, desde el mercado hasta las armas de destrucción masiva), al mismo tiempo que se exceptúa a sí mismo de su sometimiento a otras normas (por ejemplo el Protocolo de Kyoto sobre Medio Ambiente, o el Tratado Antimisiles de 1972, o la Corte Penal Internacional), por estar en contra de sus intereses. También significa ejercer funciones imperiales en los lugares en que fracasaron los anteriores imperios del siglo xx (el otomano, el británico, el soviético). En el siglo xxi Estados Unidos regirá sólo, luchando por someter las zonas insurgentes, Palestina y la frontera noroeste de Pakistán, para únicamente mencionar dos sitios que significaron el fracaso de los imperios del pasado”. Pero sigue diciendo Ignatieff, en una extraña mezcla de prepotencia pragmática y fundamentalismo bíblico: “El Imperio Americano no es como los imperios del pasado, formado por colonias, conquistas y demás cargas que tuvo que soportar el hombre blanco. Tampoco estamos en la era de la United Fruit Company, cuando las corporaciones estadunidenses necesitaban de los marinos para defender sus inversiones en ultramar. El imperialismo del siglo xxi es una invención original en los anales de la ciencia política, un imperio ‘suave’, una hegemonía global cuyas notas graciosas son los mercados libres, los derechos humanos y la democracia, reforzadas por el más apabullante poder militar que haya conocido el mundo. Es el imperialismo de un pueblo que recuerda que logró su independencia rebelándose en contra de un imperio, y al que le gusta pensar en sí mismo como amigo de la libertad en todas partes. Es un imperio sin conciencia de sí mismo como tal, y afectado siempre por el hecho de que sus buenas intenciones suscitan resentimiento en otros lugares. Pero todo ello no lo hace menos Imperio, con la convicción de que él sólo, en palabras de Herman Melville, encarna ‘el Arca de las libertades en el mundo’.” El texto no tiene desperdicio y expresa efectivamente la psicología profunda, la ética, el comportamiento político, económico y cultural dominante de la mayor potencia de la historia. Por supuesto, en los conceptos anteriores se reflejan los trazos dominantes de la política de la administración Bush, contenidos en su documento sobre la
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Estrategia Nacional de Seguridad de Estados Unidos (septiembre de 2002). Y se refleja con claridad el cuerpo de ideas del establishment político, económico e intelectual de ese país. Y más allá, si observamos la permanente campaña mediática (sin excluir escuelas y universidades) a que está sometido el pueblo estadunidense. Debe reconocerse, por lo demás, la cínica franqueza del equipo gobernante de George W. Bush al fijar las características del Nuevo Imperio y determinadas líneas políticas y estratégicas que desean irreversibles, por encima de que en el futuro arriben gobiernos demócratas o republicanos (no tan distintos). El aparato actúa y se impone, el bunker funciona y no puede echar marcha atrás: se trata de una “visión” general que se afirmará en la historia hasta su límite y más allá de ese límite…, como también ha sido declarado. Por supuesto, el escandaloso fariseísmo que encierran estas palabras estalla ruidosamente y exhibe su doble rostro: el de la explotación y subordinación de los otros, el del desprecio al derecho y el del recurso a la fuerza cuando el imperio encuentra resistencia a sus demandas, el de la violencia para aplicar sus “creencias” e intereses. Sin olvidar que, para el Imperio, el derecho internacional y las organizaciones mundiales y regionales sólo tienen valor cuando se pliegan a su voluntad y se exhiben como manipulables. El “suave” Imperio que proclaman los voceros de la administración Bush se torna en implacable y cruento cuando se trata de imponer sus intereses económicos y estratégicos. El 11 de septeimbre de 2001 exacerbó estos rasgos. La “guerra antiterror” se configuró rápidamente como una guerra no contra los terroristas sino contra los genéricos enemigos de Estados Unidos. Sólo así se entiende la “ampliación” casi inmediata de las hostilidades en contra de Irak y Sadam Hussein, y la visión del mundo integrado también por ciertos “ejes del mal” definidos y extirpables por la potencia. Los intereses petroleros de la familia Bush, y de las corporaciones de ese país, estarían más próximos a una explicación consistente de las pasadas y futuras acciones de guerra, y no la etérea metafísica de un país supuestamente predestinado. Lo que cuenta en definitiva es el unilateralismo de los intereses y no la ética del “salvador del mundo”, no la lucha por las libertades y la democracia en abstracto sino la batalla en concreto por suculentos negocios y oleoductos en Asia Central (en Afganistán e Irak ya conquistados). En realidad sólo es aparente la mezcla de fundamentalismo “idealista” con el extremo pragmatismo que define la psicología, las formas
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de vida y la conducta de las mayorías en Estados Unidos. El resultado es entonces un comportamiento de aparente “buena fe” (para eso sirven los principios “éticos”) que, combinado con el ultrapragmatismo prevaleciente, arroja de pronto procederes atroces que se ejecutan en nombre de esos principios y de los que resultan violencias y crímenes innombrables. Tal es parte de las realidades del mundo que vivimos. Vale entonces la pena continuar la exploración de este peculiar fenómeno contemporáneo: el del Nuevo Imperialismo Americano —según propia confesión— y, sobre todo, la manera de “darle la vuelta” o de “escapar” de ese abrumador hecho: la existencia de un terrible Leviathán contemporáneo de presencia universal.
2. por la vida, no a la muerte En definitiva, en esa frase se concentra el sentido final del pacifismo, la lucha contra la guerra, la movilización mundial para que el tercer milenio, el siglo xxi, no se distinga otra vez por las hecatombes que hemos conocido antes, por otros espectáculos de violencia y muerte que fueron trazos definitorios de la mayor parte del siglo xx. No se trata de ese “pacifismo” genérico que es hoy motivo hasta de escarnio, precisamente por los guerreristas abiertos o embozados, sino de algo mucho más serio: ¿el mundo es capaz todavía de “racionalizarse” mínimamente para darle oportunidad a la vida sobre la muerte? ¿O no hemos aprendido nada respecto a la ética del poder? Todo indica, desafortunadamente, que la codicia, la utilidad y la mentira siguen siendo los resortes profundos del actuar de las grandes potencias, y particularmente de la mayor potencia del planeta. La irracionalidad y el desprecio al derecho y a la vida se confirman a diario como sus atributos dominantes. Frente a tal demencia, por otro lado, se afirma también en todos los tonos e idiomas el derecho a la vida: “sangre por petróleo, nunca más”, reza una de las miles y miles de pancartas que se han exhibido en todos los continentes, procurando frenar la aberración de quienes tienen el dedo puesto en el gatillo. John Le Carré, en reciente artículo y con estilo poderoso, ha sostenido que “Estados Unidos ha entrado en uno de sus periodos de locura histórica, pero éste es el peor de todos los que recuerdo: peor que el macartismo, peor que Bahía de Cochinos y, a la larga,
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potencialmente más desastroso que la guerra de Vietnam… Las libertades… de Estados Unidos están siendo sistemáticamente erosionadas… La reacción al 9/11 está más allá de cualquier cosa que Osama Bin Laden pudo soñar…” Si no fuera por ello George W. Bush “aún estaría tratando de explicar algunos asuntos espinosos: en primer lugar, cómo fue que resultó electo presidente; además de Enron, su desvergonzada forma de favorecer a los que ya son demasiado ricos, su irresponsable actitud de ignorar a los pobres del mundo y a la ecología, y el hecho de que se retiró unilateralmente de una serie de tratados internacionales. También tendría que explicarnos por qué apoya a Israel en su continua desobediencia a resoluciones de la Organización de Naciones Unidas.” En todo caso, además del masivo rechazo a la guerra por la opinión mundial, y por su repulsa creciente dentro de Estados Unidos, parece también perfilarse una oposición de importantes grupos económicos y financieros en el propio Estados Unidos y en los “capos” del sistema del capitalismo mundial. En esos grupos comienza a considerarse como un enorme “desperdicio” el gasto de guerra, precisamente en uno de los momentos más críticos económicamente de Estados Unidos en los últimos veinte años. La desocupación aumenta en flecha y es el primer registro de la crisis económica. En los dos últimos años se habrían perdido más de 2 millones de puestos de trabajo (alrededor del 1.5% del empleo total), según datos del Departamento de Trabajo de ese país. Y la desocupación parece cada vez más amenazante como consecuencia de la guerra contra Irak: el aumento de los precios del petróleo resulta devastador para la recuperación económica, así como las objetivas limitaciones que se imponen para emprender nuevas inversiones y procurar la renovación tecnológica para la producción. Se señala ya además, en muchos círculos económicos de Estados Unidos, que las del equipo de Bush para “reanimar” la economía son insuficientes y además ineficaces: su recorte a los impuestos sólo favorece a los más ricos, en tanto que los enormes gastos de guerra sólo beneficiarán a una franja restringida del complejo industrial de ese país, sólo aquel vinculado a la fabricación de armas. Para el resto será un verdadero sacrificio. La excesiva concentración de los beneficios de una intensiva política de rearme también origina reacciones adversas en los centros neurálgicos del sistema, y de ninguna manera, pese a la intoxicación mediática, ha logrado que la mayoría de los “agentes económicos” coincidan con la “utilidad” nacional de
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la polítca armanentista de George W. Bush. Antes bien, incluso para la mayoría de los intereses económicos los conflicto bélico parecen radicalmente negativos. Recordemos que Bush padre perdió las elecciones por el estancamiento económico de aquellos años: ¿no se pone en riesgo la reelección de Bush hijo con una guerra que pudiera ahondar la crisis económica? Por lo demás, la objetiva devastación ecológica que significaron las guerras a Afganistán y a Irak es otro elemento de la “alienación” estadunidense del resto del mundo. Como lo son evidentemente las guerras construidas de pies a cabeza para favorecer a las corporaciones del complejo militar-industrial y petrolero. buen número de los principales integrantes del gobierno de Bush. Resulta absolutamente extravagante que unos cuantos intereses concentrados —es verdad, del gobierno más agresivo e irracional de nuestro tiempo—, emprendan la carnicería de inocentes y la destrucción ecológica de dimensiones increíbles que hemos visto como derivados de la política armamentista de Bush y de sus guerras construidas a base de falsedades. Sin embargo, como contrapartida y contrapeso de esas políticas hemos visto ya en este tiempo que el mundo entero se pronuncia en contra, manifestándose masivamente en todos los lugares del mundo en favor de la vida y en contra de la muerte, que es el dilema extremo en que el gobierno totalitario de Washington ha colocado a la humanidad.
3. los crímenes del nuevo imperio Además de los incontables horrores de la guerra, de las liquidaciones y muertes de poblaciones inermes, el ataque de Estados Unidos y sus aliados-cortesanos a Afganistán primero y después a Irak, modificó profundamente el orden internacional. El Nuevo Imperio se afirma en parte según los modelos del pasado, pero resaltando ahora ciertas notas que lo distinguen de los anteriores imperios y que resultan aterradoras y genocidas. 1] Por supuesto, el Nuevo Imperio se distingue por su desprecio al derecho internacional y su abierta violación de la Carta de la onu. Con la invasión a Irak la autoridad del Consejo de Seguridad y de la onu quedan pisoteadas, si no es que definitivamente vulneradas, ya
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que ahora una potencia se arroga unilateralmente (es decir de manera subjetiva) el derecho de decidir la guerra, rompiendo una norma de hace casi seis decenios que deposita en el Consejo de Seguridad la única autoridad legítima para autorizar una intervención armada (salvo el caso de flagrante de agresión que obligue al agredido a responder en defensa propia, que también ha de ser convalidada a posteriori por el propio Consejo). Ahora el Imperio que puede hacerlo decide sobre la paz y la guerra atendiendo exclusivamente a sus intereses y ambiciones. 2] En sus guerras en Asia Central Estados Unidos y aliados no sólo actuaron sin el acuerdo del Consejo de Seguridad sino, en el caso de Irak, estando en marcha un proceso pacífico de inspecciones que el propio Consejo había acordado previamente (en su resolución 1441 de noviembre de 2002). Tal violencia de la norma internacional subraya más aún el carácter arbitrario y unilateral del Imperio y sus decisiones. 3] Se trata de un magno atropello al orden internacional, que es acompañado de la más escandalosa distorsión de las palabras y los conceptos. Los feroces ataques se convierten en “bombardeos humanitarios” y en “batallas por la libertad”. Conforme al gang en el poder que encabeza George W. Bush el Consejo de Seguridad no asumió sus responsabilidades, lo cual habría decidido al gobierno de Estados Unidos a actuar “para salvar el orden internacional”. En tal sofisma la ley se invierte y es el delincuente quien salva la ley, aún cuando sus acciones no sean autorizadas por la instancia única de legitimación de las acciones militares en el mundo. 4] Como se recuerda, en el caso de Irak la hiperpotencia no consiguió dentro del Consejo de Seguridad los votos necesarios para convalidar su agresión. La decisión de atacar a Irak, de “desarmar” a Saddam Hussein y de apoderarse de esa región del mundo, está siendo ya analizada abundantemente por la geopolítica, la economía y hasta por la psiquiatría. Es evidente ahora que se trató de un ataque decidido antes incluso de que el asunto fuera examinado en el Consejo de Seguridad, en el cual se pretendía “legitimar” la agresión. A esta aventura decidida previamente se le ha llamado “fracaso de la diplomacia”, que para el Nuevo Imperio hubiera sido sólo un medio “decente” para cubrir sus decisiones previas de agresión. La hiperpotencia no consiguió la mayoría requerida dentro del Consejo de Seguridad por la simple razón de que el sistema de los ins-
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pectores estaba funcionando, y nada autorizaba a pensar que se hacía ya imprescindible la guerra. El desarme de Saddam Hussein estaba prosperando “por otros medios”, por medios pacíficos, lo cual nos revela ahora que el verdadero objetivo del gang que se ha apoderado de la Casa Blanca no es tanto lograr ese desarme sino apoderarse de un territorio rico en petróleo, y además “posicionarse” estratégicamente en una región del mundo de importancia crucial. Sin contar al lobby militar-industrial que presionó fuertemente para abrir las hostilidades, lo cual se tradujo inmediatamente en contratos multibillonarios en dólares a su favor. 5] El Nuevo Imperio, por definición, está por arriba de la comunidad de naciones. Si recibe su incondicional apoyo el Nuevo Imperio tolera a los otros estados, de otra manera los atropella, ofende y hasta destruye. 6] El Nuevo Imperio, según se puede leer en el documento La Nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos (septiembre de 2002), establece la “acción preventiva” contra cualquier Estado o grupo que califique como un peligro para su seguridad. Tal enfoque otorga al Nuevo Imperio el “derecho” de definir sin más a sus amigos y enemigos y de actuar contra ellos “preventivamente”, lo cual “corrige” sustantivamente “el carácter inminente del peligro” que dispone la Carta de Naciones Unidas. La definición amigo-enemigo se asemeja como una gota de agua a otra gota de agua a la teoría política del nazifascismo de los años treinta. 7] En ese mismo documento se establecen dos principios cardinales de la estrategia de dominio planetario del Nuevo Imperio: “Estados Unidos no permitirá jamás que sea desafiada su supremacía militar, de la misma manera en que ocurrió bajo la guerra fría.” Uno de los aspectos más aterradores de este documento se refiere a que “el presidente no tiene la intención de permitir que ningún poder internacional alcance y menos opaque el indiscutible liderazgo de Estados Unidos desde finales de la guerra fría”. Y todavía: Estados Unidos tomará las medidas pertinentes que le convengan para contener a aquellos grupos o estados “que odian a Estados Unidos y a los valores que representa”. “Nuestras fuerzas serán tan fuertes que podrán disuadir a potenciales adversarios que tengan la ilusión de construir un poderío militar que iguale o supera al de Estados Unidos.” Además, el poderío militar estadunidense deberá durar en la historia, “decenios” y “aun siglos”. He aquí otra similitud impresionante con el proyecto político de dominio milenario del Tercer Reich.
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8] Otra característica del Nuevo Imperio es su capacidad global de amenazar, presionar y extorsionar a otros estados y naciones. Claro está, su poderío militar significa en sí mismo una permanente intimidación a la comunidad internacional. Al finalizar la guerra fría el Nuevo Imperio decidió conformar al mundo de acuerdo a los principios del mercado libre y la democracia liberal (por supuesto hechos a su medida e interpretados según su voluntad). No se tolera a ningún país que evada tales principios: de inmediato es objeto de presiones y extorsiones para “traerlos” a la observancia de los mismos. Si persiste en la disidencia pudiera colocarse en el rango de quienes los “desilusionan” y hasta en el campo enemigo y de los “ejes del mal”. 9] El mundo de la globalización neoliberal (en manos de los grandes consorcios) y de sus encargados gubernamentales se dobla ahora de una “globalización del terror bélico”. 10] Esta operación planetaria de dominio utiliza redundantemente un aparato publicitario y de información impresionante y global, subordinado a los intereses del Nuevo Imperio. Las palabras se distorsionan y cambian de significado, hasta convertirse en el contrario de su sentido original, racional y de buena fe. En vista de la enorme tecnología desarrollada en el campo de las comunicaciones, la eficacia de ese control despótico encarna uno de los mayores peligros para la civilización: el mundo es bombardeado a diario por la mentira y por un lenguaje que ha perdido toda significación, y que únicamente puede ser leído en las claves que indica el Gran Poder. 11] Estas implicaciones trágicas penetran también el mundo de la cultura y de la creación intelectual. Los productos intelectuales o del espíritu son objetos de compra-venta, y su rango se mide por su impacto mercantil y no por la calidad de su contenido. El Nuevo Imperio procura a toda costa apoderarse del alma y el pensamiento de sus súbditos y sometidos. 12] Por supuesto, en contra de su enfermiza visión y de su poderío militar y tecnológico, el Nuevo Imperio no subsistirá según su proclama. Sus dirigentes iniciaron ya el camino del aislamiento universal que será su cruz y calvario. Desde luego respecto a la opinión mundial que inicia otro ciclo de alto repudio a la violencia, a la arrogancia y a la prepotencia del Nuevo Imperio. Y esto no sólo por parte de la más general opinión pública, sino por la más concreta de una vasta mayoría de estados, partidos políticos y organizaciones sociales a lo largo y ancho del mundo.
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Consecuencia de los actuales crímenes del Nuevo Imperio son el debilitamiento de Naciones Unidas, la división de la Unión Europea y de la otan, el repudio del mundo árabe y de las otras grandes potencias del Este y del Extremo Oriental: Rusia, India, China, sólo para mencionar los más notables. La arrogancia del Nuevo Imperio representa para el mundo un peligro intolerable y será combatido de manera permanente y terca en todas las regiones del mundo. La inestabilidad internacional será en primer lugar la peligrosa y constante inestabilidad que sufrirá el Nuevo Imperio. 13] Desde luego, crecerá dentro de Estados Unidos una ola de repudio cada vez más grande a la política agresiva de su gobierno, que “no puede hacerse en su nombre”. Esa ola crítica, ojalá más temprano que tarde, será decisiva para enviar al gang de George W. al desván de la historia del que no debió salir jamás.
4. las derrotas de george w. bush Los especialistas en estrategia militar estuvieron de acuerdo: la victoria militar sería para los “coaligados” en esta guerra criminal. Pero esa fácil victoria militar que adornó fugazmente el pecho de los generales significa al mismo tiempo para las potencias invasoras y sus dirigentes un abrumador fracaso político y moral. Al mismo tiempo, el “reestablecimiento” de la paz está siendo uno de los afanes más huidizos de que se tenga noticia: las decenas y centenares de muertos del ejército estadunidense, por la resistencia iraquí, es una cuota que necesariamente paga el pueblo estadunidense por la codicia de sus dirigentes. Así, la historia registrará esta “hazaña” como una de las más absurdas e inconsecuentes de cualquier imperialismo en toda época, y posiblemente marque el principio de la ruina del imperio estadunidense. Pero vale la pena el recuento, por fuerza breve, de los desastres que ya viven los gobiernos de los países agresores, y las derrotas que ya pueden registrarse en la biografía de ese presidente-perverso que se llama George W. Bush. 1] En el plano de la economía resultan escandalosos los costos financieros (además de los humanos) de estas guerras. El gobierno de Bush ha exigido a su Congreso fondos cada vez más cuantiosos para financiar sus aventuras guerreristas. Por lo demás, el cambio de la opinión pública estadunidense respecto a estas acciones militares,
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por las mentiras y disimulos del equipo Bush, incluso en los discursos sobre el “Estado de la Unión”, se ha revelado ya como un enorme costo político que paga el jefe de la Casa Blanca, y que pudiera llevarlo a la derrota en sus aspiraciones electorales. Ya el padre fue derrotado en situación semejante y el hijo pudiera seguir puntualmente las mismas huellas. 2] El terrible hecho que ya ha salido a flote, a pesar de la estricta censura que se ejerce sobre los medios de comunicación (sobre todo electrónicos), es la crueldad de las guerras que se emprendieron contra las inermes poblaciones civiles de Irak y Afganistán. Por supuesto, no han faltado las excusas de la Casa Blanca y el Pentágono diciendo que se ha tratado de “lamentables errores”, que durante la guerra se repitieron a diario a pesar de las armas supersofisticadas y las bombas “inteligentes”. La resistencia pertinaz, pese a que Bush declaró “el fin de la guerra”, hace pensar en que la ocupación seguirá por mucho tiempo, lo mismo que las muertes de todos los bandos. Ante la resistencia la represión se ha incrementado de una manera impresionante. 3] Debe subrayarse la severa censura que se ha impuesto a los medios informativos, que prácticamente silenciaron en el interior de Estados Unidos, el levantamiento mundial en contra de estas guerras y de su comandante supremo George W. Bush. Denuncias de violaciones a la Convención de Ginebra que se han revertido en contra del gobierno estadunidense, entre otros motivos por los detenidos talibanes en Guantánamo, desde hace ya años, encerrados en jaulas y sin que se haya iniciado procedimiento o juicio alguno en su contra. Y, ante la publicidad mediática de la recepción entusiasta de los ejércitos invasores de la coalición, el hecho abrumador de una resistencia que no cede y que incluso va en aumento. Tales mentiras publicitarias se comparan a los erróneos cálculos de la cia cuando predijeron que la invasión a Cuba en Bahía de Cochinos haría que el pueblo se levantara en contra de Fidel Castro. Groseros fracasos propagandísticos que denotan, por lo demás, un grave desconocimiento de la situación real de los sentimientos de los pueblos invadidos. De allí, por supuesto, las “sorpresivas” dificultades que esta guerra ha encontrado en el camino. 4] Todo esto sin contar con que las famosas armas de destrucción masiva de Saddam Hussein, que fueron el principal pretexto de la guerra, no han aparecido por ningún lado, ni evidencias de ninguna especie que probaran los vínculos de Saddam Hussein con Al Qaeda.
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Este conjunto de patrañas han marcado el declive de la popularidad de George W. Bush después de la invasión a Irak. 5] Por lo demás, la prensa mundial ha señalado también las detenciones arbitrarias en Estados Unidos de luchadores pacifistas y los miles y miles de interrogatorios arbitrarios que se efectúan en ese país a posibles “sospechosos” y, desde luego, a ciudadanos estadunidenses de origen árabe. El gobierno de Bush es entonces uno de los mayores violadores de los derechos humanos en nuestro tiempo y a la propia Constitución de Estados Unidos. 6] Otro motivo de escándalo ha sido la negativa cerrada del gobierno de Bush a que la onu participara de algún modo en la “reconstrucción” política y material de Irak. En este punto la Casa Blanca ha sido “intransitable” y ha dado origen a nuevos roces con su principal aliado Tony Blair, quien no parece haber logrado ni una discreta rebanada del pastel. ¿La explicación? Los gigantescos contratos multibillonarios que han beneficiado a las corporaciones estadunidenses, una de las cuales ha sido Halliburton, encabezada hasta hace algún tiempo por Dick Cheney, el vicepresidente de Estados Unidos, y del cual sigue recibiendo fabulosas regalías anuales aun ahora que ocupa un alto puesto en el gobierno. El hedor del tráfico de influencias y del aprovechamiento económico de la guerra por círculos políticos y económicos de Estados Unidos es ya una evidencia mundial. 7] Otra de las derrotas de Bush se sitúa en el terreno de las dificultades económicas. El fmi, por ejemplo, anunció desde el principio que la prolongación de la guerra traería consigo la elevación de los precios del petróleo, un anémico crecimiento económico y la depresión de los inversionistas y los consumidores. La suma de estos factores representa ya un fuerte obstáculo para la recuperación económica global. 8] La crítica a Bush, al interior de Estados Unidos, cada vez subraya más su abandono de los problemas internos del país, y el hecho de que sus medidas afectan dramáticamente sobre todo a la población de menores ingresos. El incremento del desempleo ha sido uno de los mayores problemas, así como los cortes drásticos a los presupuestos en educación y salud. Sin embargo, no puede olvidarse que distintas voces en Estados Unidos sostienen que la protesta por esta lamentable situación ha estado silenciada por el miedo a las acusaciones de antipatriotismo. Y que la administración de Bush y sus aliados en el Congreso han
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liquidado una tras otra las propuestas para mejorar los niveles de vida de los estadunidenses combatientes y del pueblo en general y que, al contrario, las han debilitado gravemente. En síntesis: los ciudadanos estadunidenses han ido conociendo los gigantescos costos económicos y humanos de esta guerra innecesaria, muy superiores a los calculados inicialmente, que además ha significado para su país tamaño desprestigio mundial. Es entonces probable que deparen a Bush hijo el mismo destino que corrió Bush padre, al que hace diez años decidieron no reelegir, a pesar de su victoria en “Tormenta en el Desierto”. En tales prolegómenos estamos ya, aun cuando falte algún tiempo para la prueba de las urnas: la reelección a la presidencia de Estados Unidos George W. Bush, en alivio de la humanidad, parece ya desde ahora altamente problemática.
5. el mundo afirma su dignidad: contra la guerra Se presentó como un hecho nuevo en la historia la avalancha de la opinión pública mundial condenando la agresión del gobierno de Estados Unidos en contra del pueblo de Irak. Una guerra largamente anunciada pero que en poco tiempo mostró sobre el terreno su rostro de sangre y barbarie. Nunca antes tanta gente —una práctica unanimidad de todos los pueblos en todos los continentes— había censurado tan severamente una guerra, desde su inicio mismo. Gente de las más diferentes ideologías, religiones, clases sociales, tradiciones culturales: el gobierno de George W. Bush logró el milagro de unificar en su contra a prácticamente la humanidad entera. Y eso nos invita a revisar otra vez ciertos “supuestos” del nuevo tiempo y de la nueva sociedad mundial que parecían definitivamente establecidos. En primer lugar, la visión de un mundo globalizado por la informática y los medios de comunicación que parecía condenado a la uniformidad de los valores y criterios, y sometido sin apelación a los “dictados” de la publicidad. Supuestamente, un mundo así debía comportarse según las reglas estandarizadas de una “granja de animales” (Animal Farm) y vivir sometido a la vigilancia perpetua del implacable “Big Brother” (como en 1984, otra de las famosas novelas de George Orwell).
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Pero resulta que no es así: a pesar de la masiva coordinación de los aparatos publicitarios de los grandes intereses y gobiernos imperialistas, y de la nauseabunda repetición de mensajes y falsedades, antes y después de la guerra, el mundo sigue siendo tan plural y diverso como era de esperarse de una humanidad que supera ya a los 6 mil millones de personas. En otras palabras: la reacción mundial en contra de las agresiones bélicas, políticas y económicas del Gran Imperio nos muestra que la “organización” y difusión de sus intereses se ha topado con una resistencia inesperada, originada por las más diversas razones. Repugnancia moral y también rechazo profundo a que el mundo sea el juguete de una sola potencia que puede ser, como ahora y como muchas otras veces en el pasado, irresponsable, déspota y fanática. Por supuesto, en el banquillo de los acusados no está el pueblo de Estados Unidos sino el gobierno de George W. Bush y su pandilla que ha secuestrado y silenciado por ahora las mejores tradiciones democráticas que también tiene su país. Repulsión moral por el gangsterismo instalado en la Casa Blanca y por su desprecio a todas las normas de convivencia civilizada, lo mismo del derecho internacional que de los principios más elementales del respeto a la vida y a los derechos humanos. Vivimos un tiempo de atropellos y ofensas que la mayoría de nosotros, más allá de consideraciones políticas, resentimos en el fondo del alma, colectiva e individual. Todos, cada uno de nosotros, hemos experimentado esta guerra criminal como una ofensa a la integridad y a la decencia de la vida que procuramos cumplir, que es nuestra realización. Por supuesto no todas son malas noticias: y la primera buena y más admirable es precisamente aquella que se manifestó y se ha manifestado en prácticamente todas las ciudades del planeta, en que el repudio a la agresión y al crimen han aflorado poderosamente, haciéndonos ver que la dignidad, la vergüenza y el honor siguen siendo marcas indelebles de lo mejor del género humano, y que el intento de uniformar a la sociedad general es una de las tentativas frustradas y más viciosas de que se tenga noticia en la historia. Los hombres y las mujeres del mundo, según se ha mostrado abrumadoramente en estos últimos tiempos, ni están definitivamente regimentados por los grandes intereses económicos y políticos ni han perdido su integridad moral. Al contrario, ante el brutal asalto a la dignidad que se repiten continuamente, la reacción de repulsa se completa con una afirmación
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admirable: la inmensa mayoría de los hombres y las mujeres mantiene los más altos valores que ha construido, y continúa expresando su dignidad y honor, y la indestructible variedad de su palabra y sentimientos, que están muy lejos de ser esclavizados por los aparatos publicitarios y de comunicación. Las mujeres y hombres de hoy se salvan por esa libre diversidad de palabras y acciones, por esa irreducible pluralidad cultural que postula diariamente, por su oposición a cualquier forma de opresión e indignidad, en suma, por la libertad que continúa encarnando la expresión más alta de la condición humana. El gobierno de George W. Bush, además de su violencia inadmisible e ilegal, ha cometido un cúmulo de errores que ya paga desde luego en el plano político. El error estratégico de enfrentarse a la opinión mundial. George W. y sus seguidores ganaron la guerra a Irak pero no han ganado la paz. Lo anunciado tantas veces como “inestabilidad” en muchas regiones, comenzando por el Medio Oriente y el Asia Central, hoy cobra horizontes de concreción que se harán cada vez más evidentes. El terrorismo se dispara ya en muchas zonas del mundo. A las ofensas universales que comete el imperio se responde con dignidad, incluso con actos desesperados. La desconfianza, el odio y el recelo son algunas de las cosechas que ya levanta su política guerrerista, y ellas se prolongarán en el tiempo por necesidad. Por ello es que la paz, como convivencia en armonía, es algo que ha liquidado por largo tiempo la acción del gobierno estadunidense. La pacificación del mundo es algo que mucho le costará a sus futuros dirigentes, aun decidiendo hacerlo. No lo hará Bush, y ésta es la gran hipoteca que deja a sus sucesores.
6. un tiempo de halcones ¿Cuáles son los argumentos de los halcones incrustados en Washington que empujan a nuevas guerras? En primer lugar —la Gran Razón— lograr la reelección de George W. Bush a la Casa Blanca. ¿Lo lograrán? Ya se levantan muchas dudas, a pesar de que en las semanas y meses que siguieron a la guerra contra Irak parecía asegurado el triunfo electoral de los halcones para un segundo periodo presidencial. Y esto, principalmente como consecuencia, en el fondo, de la evidente urdimbre de mentiras y exageraciones con que se “vendió” la guerra a Irak.
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Robert Reich, el famoso economista que fue durante un tiempo secretario del Trabajo de Bill Clinton, nos dice que la posibilidad de guerras al exterior continuará distrayendo la atención del público de los problemas centrales de una economía deprimida que “entre febrero y marzo de este año [2003] perdió casi medio millón de puestos de trabajo, hecho atroz que no atrae la mirada pública mientras la guerra o las guerras sigan ocupando las ocho columnas de los periódicos”. El propio Reich nos dice (Los Angeles Times, 18 de abril de 2003) que la “amnesia continuará y que Estados Unidos, con los halcones en control del poder, en su guerra preventiva contra Irak apenas ejecutaron la primera fase de una más amplia estrategia preventiva en el Medio Oriente: para ‘estabilizar’ la región —aquí habla irónicamente Reich, en el lenguaje de los halcones— es necesario eliminar a los crueles déspotas y asegurarnos de que los terroristas no tengan acceso a las armas de destrucción masiva: es por ello que debemos trasladarnos cuanto antes hacia el oeste, hacia Siria”. Los de comentaristas señalan a Paul Wolfowitz, Condolezza Rice, David Rumsfeld y Dick Cheney, el vicepresidente de Estados Unidos, como los “jefes de fila” de los halcones del gobierno de Bush. Con una corte que comprende a “intelectuales” de la “talla” de Richard Perle, Elliot Abrams (condenado hace años por el affaire Irán-contras), Douglas Feith y otros. Obviamente sería imposible consignar aquí un mínimo retrato biográfico de cada uno de ellos, aunque los observadores coinciden que en ese grupo, y en sus asesores se han generado las tesis que ha asumido George W. Bush para gobernar a Estados Unidos. Tal grupo sería el creador de la tesis de la “guerra preventiva y perpetua” que “obligaría” a Estados Unidos a actuar a la menor señal de desacuerdo de otras naciones, y a mantener “para siempre” la superioridad militar, asegurando su capacidad de intervenir simultáneamente en dos o más puntos del planeta, si fuera necesario. Por supuesto que este cerrado grupo de halcones también está dispuesto a librar rudas batallas burocráticas al interior del propio gobierno. Newt Gingrich, quien fuera líder de la Cámara de Representantes, ha pedido una completa reestructuración del Departamento de Estado, en el fondo planteando una purga de los diplomáticos de carrera, entre los cuales abundarían “liberales” que serían hoy en Estados Unidos una fauna casi comparable a los comunistas de Joe MacCarthy de hace cincuenta años.
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Gingrich forma parte de la influyente Junta de Asesoría de Defensa cercana al grupo que jefatura al Pentágono. Esta cacería de brujas en contra del cuerpo diplomático, tramado en el Pentágono, está evidentemente dirigido a eliminar del escenario a Colin Powell que, a pesar de su muy dócil pliegue a las políticas de los halcones, no le perdonan algunas “veleidades” que para ellos significaron piedras en el camino. Gingrich caracterizó al Departamento de Estado como “un instrumento diplomático roto que apoya a dictadores, fracasa en hacer que avancen los intereses estadunidenses en el mundo y debe ser derrocado”. (Jim Cason y David Brooks, La Jornada, 23 de abril). No le perdonan a Colin Powell, por ejemplo, que haya permitido llevar el asunto de la guerra a Irak a la onu, cuyo Consejo de Seguridad aprobó a la unanimidad la resolución que creó un cuerpo de inspectores que debía explorar en ese país la existencia de las armas de destrucción masiva. Resolución que, a la postre, resultó el mayor obstáculo para que la comunidad internacional respaldara la invasión a Irak. Tampoco le perdonan que no haya conseguido al final de cuentas los votos necesarios para emprender una guerra “autorizada”, y tampoco el hecho de que haya fracasado en lograr el permiso de Turquía para el libre tránsito de los ejércitos de la “coalición”. La paradoja es que el general y diplomático, que se sumó incondicionalmente a los “locos” del gobierno de Bush, como él mismo los calificó anteriormente, no ha salvado el pellejo. La moraleja es que, a pesar de todas las maniobras de que seguramente es capaz un político experimentado en los laberintos burocráticos de Washington, como Colin Powell, el personaje ha quedado disminuido, vulnerado. Y es que con los halcones y su fundamentalismo no hay medias tintas: “o se está con ellos o contra ellos”, que es la misma vara con la que han medido a sus “disidentes” mundiales. Lo anterior, no obstante que Colin Powell, después del ataque, se apresuró a “castigar” verbalmente a Francia, por haberse opuesto a Estados Unidos en su guerra contra Irak. Francia “se enfrentará a consecuencias y Estados Unidos revisará sus relaciones con Francia”, afirmó. De paso recordemos que los halcones del Pentágono fueron uno de los grupos más “ofendidos” por la posición de Francia, Alemania y Rusia en el Consejo de Seguridad, hasta el punto de que Donald Rumsfeld aplicó calificativos vejatorios a la “Vieja Europa” (para el caso representada por Francia y Alemania), al mismo tiempo que exaltaba las virtudes del “Nuevo Mundo” encarnado por Estados Unidos.
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Claro, en la mirada homicida de los halcones está también Cuba, que tiene su propio lobby de delincuentes encabezado por personajes como Otto Reich y la pandilla de Miami. Su objetivo continúa centrándose en la reconquista y recolonización de la isla, y en la liquidación de los avances sociales de la Revolución. Y tal cosa significaría una intolerable regresión de la historia de América Latina. Por eso, a pesar de posibles diferencias, hemos de defender “hasta siempre” esas conquistas, como dijo en un artículo Pablo González Casanova.
7. la “gran democracia” totalitaria Ciertas guerras por la democracia son el peor cáncer contra la democracia jean-paul sartre El título de este parágrafo no es un contrasentido sino la descripción que merecen los proyectos políticos del actual gobierno de Estados Unidos. Por supuesto, hablando de ese gran país que es Estados Unidos no podemos utilizar el término “totalitarismo” como si se tratara de un hecho consumado en el conjunto de la nación, como un “estado de ánimo” o una voluntad definida que abarcaría al país entero o a una neta mayoría suya. No, la situación es paradójica porque, sobre la base de las instituciones esencialmente democráticas que han definido la historia estadunidense, ahora el gobierno de Bush procura destruirlas y subordinarlas a “otra” visión del mundo y del propio país: una visión que no vacilamos en llamar totalitaria. Claro, en todas las sociedades “abiertas” hay corrientes y “liderazgos subversivos” que se proclaman totalitarios y que, sin disfraces, batallan por el poder: hace unos meses el “fenómeno” Le Pen en Francia, y antes (exitoso) el de Heider en Austria. Pero el caso de Estados Unidos hoy resulta paradigmático, a pesar de que por tradición el partido republicano ha cultivado siempre una ala extrema de “halcones” que se confunde en la práctica con los más radicales de sus primos europeos (y de otras partes). El último ejemplo nutrido de esta cepa nos lo dio el gobierno de Ronald Reagan, pero la verdad es que el equipo del vaquero tejano supera con creces en materia de radicalismo al del vaquero californiano. Para escándalo del mundo entero.
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La “guerra antiterror” está en la génesis, pero no milagrosa, de tal situación. Tanto que muchos continúan preguntándose si el criminal ataque a las Torres Gemelas no se urdió en algún bajo fondo del aparato de poder en Estados Unidos. En todo caso, se recuerda que Bin Laden y Al Qaeda no salieron de la nada sino que fueron creación de la cia como puntas de lanza contra la invasión soviética en Afganistán. El “fundamentalismo” musulmán sería una buena defensa ante el expansionismo “comunista” en Asia Central, y fue apoyado entonces militar y financieramente desde Washington (a través de Pakistán). Sobre lo que no hay duda es que el 11 de septiembre de 2001 ofreció una oportunidad dorada al régimen de Bush para “legitimar” un triunfo presidencial que sólo se materializó por el voto de un magistrado de la Suprema Corte. La oportunidad llegó en bandeja de plata y fue aprovechada no sólo para “fortalecer” a un presidente débil sino para emprender una de las operaciones publicitarias y políticas más impresionantes de que se tenga memoria. Claro está, esa brillante oportunidad entraña todos los riesgos y borrascas de una burbuja, pero también la fuerza que encierra el puño apretado de la potencia más iracunda de la historia. Que la Gran Democracia está “doblada” de un inequívoco totalitarismo en la idea y en los procedimientos lo muestra ese documento sin desperdicio que presentó hace poco el gobierno de Bush para fijar las líneas de la seguridad nacional. Allí, sin el menor pudor se postulan los valores, las creencias y las formas de vida que defiende ese gobierno como valores, creencias y formas de vida “universales” e indiscutibles, en todo caso que deben ser cumplidas universalmente. Y que también se presentan como valores y creencias del pueblo estadunidense, lo cual resulta falaz ya que ese inmenso país es mucho más diversificado y plural que los campeones del “pensamiento único” y “fundamentalista” incrustados en el gobierno de Bush. (Aunque es verdad: los medios masivos de comunicación, al servicio de los intereses del gobierno y del establishment industrial-militar, han contribuido con eficacia a difundir “esos” valores y a presentarlos como valores “de todo el pueblo estadunidense”. Se trata, como es claro, de una enorme y cínica operación ideológica y manipuladora.) Un paréntesis: no, no es verdad que en México haya un “antinorteamericanismo” por principio ni que el nacionalismo mexicano se defina por “nuestra” adversidad al pueblo estadunidense. No, la oposición mayoritaria mexicana es a un gobierno como el de George W. Bush ahora, y respecto a otros en el pasado que se han distinguido
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por su política imperialista (respecto a México y a América Latina, y en relación con muchas otras geografías). No, el rechazo mexicano se refiere a gobiernos de Estados Unidos prepotentes, explotadores, terroristas, también mentirosos, tramposos y dominadores, y que cuando ha hecho falta han enviado marines y otros contingentes para ocupar territorios y asesinar gente inocente, y que ahora se valen de su tremenda fuerza militar y tecnológica para cumplir esos objetivos. No, el “antinorteamericanismo” mexicano no es contra el pueblo estadunidense sino contrario a sus gobiernos y corporaciones que son también hipócritas y capaces de cometer actos criminales. Contra esos gobiernos y tales aparatos de poder —lo sabemos bien—, están también sectores muy amplios del pueblo estadunidense, con los que nos sentimos identificados y aun hermanados. No, no hay ninguna esquizofrenia entre el amplio intercambio de las dos sociedades vecinas y el rechazo tajante que muchos mexicanos —me atrevería a decir una gran mayoría— siente por el gobierno de George W. y por los poderes corporativos que están detrás de su trono. No hay “antinorteamericanismo” sino severo rechazo a un sistema imperial que se nos impone y se impone sin miramientos: no hay “antinorteamericanismo” en abstracto sino antitotalitarismo en concreto, venga de donde venga. ¿A quién debe apoyarse?¿A los Estados Unidos de los tribunales militares de excepción y de los bombardeos indiscriminados en Afganistán —el gobierno de Bush—, o a los Estados Unidos del Habeas Corpus, de la Declaración de los Derechos del Hombre y de la autodeterminación de los pueblos, en cuyo favor militan también muchos millones de estadunidenses? “Mercados y comercio libres, libertad empresarial, que llevaremos a todos los rincones del mundo.” “La estrategia de seguridad de Estados Unidos está basada en un internacionalismo que refleja la unión de nuestros valores con nuestro interés nacional” y muchos etcéteras más. En cada línea de ese documento de Seguridad Nacional elaborado por el equipo Bush se revela la ley del imperio y la ley de una potencia que no sólo postula sus valores como “indiscutibles” sino que los universaliza como únicos e irrevocables, y procura imponerlos a toda costa. Por supuesto, en el tiempo posterior al 11 de spetiembre se ha definido el carácter totalitario y violentador del derecho del gobierno de Bush: creación de tribunales militares especiales, detenciones arbitrarias de extranjeros y nacionales, espionaje y deportaciones violatorias de la propia ley y Constitución. En aras de la “lucha an-
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titerror” se sacrifica el Estado de derecho. Y ahora la creación del Home Security Departement que algunos han calificado ya como el Gran Leviatán policial del gobierno de Bush, como el Pentágono del despotismo y del abuso en el territorio nacional. Un Súper Ministerio del Interior con 170 mil empleados que reunirá a 22 agencias hasta ahora dispersas; el monstruo burocrático contaría ya con una legislación que permitiría el control discrecional de las comunicaciones y que potencialmente convierte a cada ciudadano en un “soplón”. Nos encontramos ante una nueva y masiva expansión de los poderes gubernamentales y de la burocracia. En efecto, la guerra, el incremento del autoritarismo y la erosión de las libertades democráticas está dividiendo a Estados Unidos. ¿De qué lado nos colocamos? Decíamos que se trata de una de las mayores operaciones publicitarias de la historia. Para hacer triunfar el totalitarismo en un país como Estados Unidos claro que es indispensable repetir discursos sobre la libertad y la democracia. Y eso es lo que hace profusamente el gobierno de Bush. La mentira política se cubre con la mentira mediática y ésta confirma las falsedades políticas. Los actos de guerra son presentados como “intervención humanitaria”, la ocupación militar y hasta el asesinato de miles de civiles como operaciones de “mantenimiento de la paz”; la violación de los derechos humanos como “necesidad” para garantizar la “seguridad interna” y hasta para defender los propios “derechos de la persona (¡!)”. En el reino de la publicidad y de la difusión mediática las palabras pierden su sentido y se convierten en su contrario: tal es la piedra de toque más profunda que exhibe el desliz totalitario de la potencia mundial. La “Gran Democracia” se enreda en las entretelas del totalitarismo, y eso es lo que denunciamos y rechazamos. “No en nuestro nombre”, sostuvieron en su momento 4 mil intelectuales, profesores y artistas de Estados Unidos, denunciando la caída de su gobierno del lado de los regímenes represivos y violatorios de la ley. El Súper Ministerio de la Seguridad Interior (Home Security Departement) confirma la profundidad de esa caída y nos recuerda a todos, aquí y allá, que probablemente no hay tarea política más importante en nuestros días que luchar en contra de las estructuras totalitarias y negadoras del derecho y la democracia, en cualquier lugar que aparezcan.
VIII. AL INTERIOR DE LA NACIÓN
1. la reforma del estado (i) Por supuesto, una de las fundamentales tareas pendientes de la transición democrática, en su aspecto institucional, se refiere a la Reforma del Estado que, en realidad, quedó pendiente (salvo algunos aspectos: la reforma electoral) desde la presidencia de Ernesto Zedillo. En ese horizonte recordamos bien sus resistencias a innovar la estructura del gobierno federal: tales resistencias fueron también motivo de la votación adversa y reprobatoria del 2 de julio de 2000. El presidente electo Fox estableció una mesa para estudiar la Reforma del Estado, y su coordinador Porfirio Muñoz Ledo estableció una agenda muy completa (pero siempre abierta) de los problemas decisivos en la materia. La agenda básica de tal ejercicio de reflexión (derechos humanos y libertades públicas, representación política y democracia representativa, formas de gobierno y organización de los poderes públicos, federalismo, descentralización y autonomías, objetivos económicos y sociales del Estado, constitución y globalidad) encierra, como es fácil verlo, con sus abundantes apartados, una suma de temas que podrían ser materia de un verdadero tratado de derecho político y constitucional y, sobre todo, de un “nuevo proyecto de nación” digno de discutirse con la mayor seriedad. He aquí algunos comentarios a ese intento de reflexión. Comencemos por la importancia que tiene en las agendas la cuestión de la “democracia participativa”. En el fondo del problema se anida lo que hemos llamado la crisis de la “democracia liberal” o “electoral”, lo cual en México pudiera sonar paradójico porque precisamente entramos apenas a una fase en que se afirma apenas la transparencia de la democracia-electoral. Pero el hecho no hace sino subrayar nuestro desfase histórico ya que celebramos un logro que, a nivel histórico, debió lograrse con mucha mayor anticipación… De otro modo: la sociedad de hoy, prácticamente en ninguna parte, tampoco en México, se conforma con asegurar la transparencia de la democracia electoral. Esto no sig[192]
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nifica que la rechaza sino que se plantea ya la necesidad de trascender esa reforma electoral, conservando escrupulosamente sus formas al mismo tiempo que procura ir más allá, expresándose la democracia (y la sociedad en ella) en nuevas formas y vías que apenas se dibujan en el horizonte. No me refiero solamente a las formas de “democracia directa” ya consagradas en las constituciones de diversos países, como el referéndum o el plebiscito, sino precisamente a nuevas formas de iniciativa social y popular que debieran asumir adecuadas formas institucionales. Es interesante, a manera de ejemplo, que en el informe para la “Cumbre del Milenio” del secretario general de la onu Koffi Annan, se mencione insistentemente que hoy la economía y, en general, la dirección de los estados debe dar “más cabida a todos”. Y se sugiere que los organismos internacionales, incluida Naciones Unidas y cada uno de los gobiernos, deben abrirse ampliamente a los más distintos organismos de la sociedad civil, los parlamentarios, las autoridades locales, las asociaciones científicas, las instituciones educativas y muchas otras. Hoy no puede gobernarse sin el concurso de la sociedad. El Estado tiende a diluirse ante (y en) ese otro gran protagonista de la política que ha surgido en los albores del siglo xxi: la sociedad civil y sus organizaciones. Sujeto hoy imprescindible de las transformaciones, los organismos sociales han de estar presentes en la discusión y en la toma de las decisiones políticas de los estados. México, en la Constitución de 1917, fue pionero en una visión mixta de la economía nacional, y en muchos aspectos de los derechos sociales, especialmente en materia laboral. Hoy, no obstante sus rezagos en el campo de la democracia y su arribo tardío a la efectividad del sufragio, pudiera ser otra vez vanguardia de una visión de la democracia ampliada y más extensa, más profunda y radical, que serían esas formas participativas de la comunidad —que apuntan hacia la autonomía y a la autogestión—, y que eventualmente serían materia de una reforma constitucional, y que a escala internacional serían de avanzada y adelanto. Por supuesto, podría hablarse largamente de los rasgos y significados de la democracia radical y participativa que proponemos. Sin embargo, digamos ahora resumidamente que una democracia ampliada en profundidad y extensión aspira no sólo a la equidad material —indispensable en cualquier convivencia armónica— sino que exige la participación significativa de la sociedad en la toma de
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decisiones en los principales campos de la vida pública. En definitiva, una democracia profunda, como la aquí sugerida, implica la redistribución del poder y el desmantelamiento (aun cuando sea gradual) de las instituciones que consagran el autoritarismo en todos los niveles (en la política, en el trabajo, en las estructuras económicas), y que perpetúan la desigualdad, la explotación, el sexismo, la homofobia, el racismo y otras formas de opresión. Se trataría de desmantelar la democracia de y para las élites y de fundar una democracia verdaderamente social y popular. Tal tendencia implica el desmantelamiento de las tradicionales formas de corporativismo que subsisten en México, y la afirmación de la autonomía y el ejercicio democrático en sindicatos y demás asociaciones de carácter gremial y profesional, sin desconocer diferentes niveles concretos y posibles de autogestión. Después de todo, el empuje social “autónomo” fue ya el principal factor de desarticulación del “viejo régimen”, por arriba de partidos y candidatos. Esto que resulta obvio no se valora aún debidamente y más bien nuestra “transición” se atribuye a los méritos y defectos de individuos particulares, candidatos triunfadores y derrotados: siempre la consideración personalizada que no considera suficientemente el hecho histórico colectivo —una nueva sociedad— que fue el principal protagonista del 2 de julio y de otros fundamentales acontecimientos del país en los últimos años. Dijimos que en México llegamos tarde a la democracia electoral y que todavía mucho deberá hacerse para consolidarla y evitar retrocesos. Y dijimos también que, a pesar de lo anterior, existen posibilidades ciertas de avanzar hacia formas de democracia más profunda que afloran ya en muchas sociedades, también en la nuestra. En este ejercicio de reflexión sobre la Reforma del Estado, que abarca tantos puntos decisivos, el tema pues de la democracia ampliada en profundidad y extensión —sobre todo en extensión participativa— resulta uno de los más promisorios. Promisorios también para un país que en otras circunstancias ha hecho al mundo aportaciones políticas y jurídicas de primera magnitud. En todo caso existen hoy condiciones para avanzar constitucionalmente en un camino como el descrito.
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2. la reforma del estado (ii) El meollo del asunto: el gran problema de nuestro tiempo, no sólo en México, alude a una cuestión central: ¿es posible vivir en una sociedad en que se privilegia la optimización del lucro, originándose, por ejemplo, una sociedad de consumo que define autoritariamente (más allá de las apariencias) las formas de producir, pensar y vivir. Gianni Vattimo (en El fin de la modernidad), sostiene que el verdadero nihilismo de nuestro tiempo consiste en esa “reducción del Ser al valor de cambio”. La oposición a un mundo configurado de tal manera se levanta entonces en favor de la sociedad humana y de sus libertades efectivas, y concretamente defiende los derechos de los trabajadores, los derechos humanos, los derechos de las etnias, el medio ambiente y los recursos naturales, las diferencias culturales y raciales, rechazando al mismo tiempo las desigualdades económicas y sociales que han originado esa impresionante secuela de horrores y barbarie destructoras de vidas que conocemos, que aniquilan además la salud y, en general, las posibilidades del desarrollo humano. Una sociedad autoritaria y fundada en el lucro es depredadora de la vida colectiva y de las libertades y vocaciones creadoras de hombres y mujeres. De allí que sostengamos, como indispensable principio de equilibrio, la necesidad de una democracia que se transforme en amplitud y profundidad, y que sea capaz de reflejar las reales necesidades sociales y de la persona. No a la sociedad de consumo que niega los valores humanos, sí a una sociedad en que esos valores puedan florecer y realizarse. En esa batalla convergen grupos, clases y sectores que se pronuncian en contra de una situación profundamente deshumanizadora. Esta convergencia de movimientos se produce en los niveles nacional e internacional (bajo la forma de ong y de otras organizaciones cívicas y ciudadanas), y logra paulatinamente una sólida relevancia política y social. En estos tiempos resulta imposible la gobernabilidad sin atender los señalamientos, exigencias y demandas de estos grupos que se convierten cualitativamente, de manera cada vez más nítida, en acción política eficaz. Este cambio social en que se reconoce el papel de la sociedad y de sus organizaciones cívicas y políticas, y que ha de reflejarse aun constitucionalmente, no puede sin embargo considerarse nunca como algo “acabado” y “último”. Trátase más bien de un proceso siempre inconcluso y corregido, una vía permanente de avances, pruebas, aciertos
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que se consolidan y errores que se corrigen. Desde este ángulo, la democracia de nuestros días ha de entenderse como una incesante dinámica de ampliación y participación ciudadana (y por necesidad de corrección). En alguna forma estaríamos frente a un perenne proceso pedagógico de enseñanza de la solidaridad como reconocimiento del “tú” y del “nosotros” como dimensión real de la vida. Y esto supone el pleno respeto a la autonomía, a la dignidad y a las libertades individuales y colectivas. En una Reforma del Estado que apuntara hacia una democracia participativa de tal naturaleza, deberían “fijarse” los principios mínimos que establecerían la participación social y ciudadana en la toma de decisiones políticas, sociales y económicas y, al mismo tiempo, dejándose abiertas las formas concretas en que esa participación se expresaría, renovándose y asumiendo nuevas formas que deberían siempre reconocerse. No se trataría entonces de formalizar de una vez para siempre (a la manera del viejo constitucionalismo) las maneras que asumiría esa participación, sino que se dejaría abierto un importante caudal a la creatividad, a la renovación e incluso a la “espontaneidad” social. Los equilibrios pueden ser delicados, pero si hablamos de un avance real de la democracia tendríamos que admitir un amplio margen de reconocimiento y confianza en la acción de la sociedad. Un Estado democrático no debería ir perpetuamente a la zaga de las iniciativas sociales, como hasta ahora ha ocurrido. En otros términos: en la sociedad civil, a través de la acción de estos movimientos, emerge una pluralidad de formas democráticas que obligan a definir a la democracia en términos abiertos. Debe insistirse en que el principio del liberalismo (que es parte sustantiva de nuestra cultura política y moral profunda) ha de preservarse, lo cual supone, por cierto, no abandonar los principios democráticos al laisser-faire del mercado que termina destruyéndolos (aun cuando en la superficie parezca preservarlos), ya que simplemente se pone a la democracia en manos de los intereses más poderosos. Por eso decimos que ha de reforzarse el carácter plural y no homogéneo de la sociedad civil, reconociéndolo constitucionalmente y subrayando que la diversidad social es un proceso y una acción permanente de construcción y modificación, y también una continua acción pedagógica (autoeducativa u autocorrectiva) a lo largo y ancho de la vida civil. Uno de los más fuertes argumentos en favor de esta democracia, no solamente participativa sino creativa y en incesante actualización, pondría particularmente de relieve el carácter cualitativo de una so-
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ciedad realmente libre. La vida social y política no sería nada más, o de preferecia, la organización para la producción, sino precisamente para hacer posible una mayor calidad de la vida, para desarrollar formas de convivencia más armónicas y libres, más desarrolladas. El elemento primordial de esta idea de democracia renovada no debiera ser el de la acumulación material sino, sobre la base de la esencial satisfacción de las necesidades de cada uno y de todos, la capacidad de realización del ser humano (el desarrollo de las facultades físicas y espirituales del individuo y la sociedad, una cultura realmente íntegra e integrada). No parecería del todo imposible consagrar constitucionalmente, en fórmulas abiertas y sintéticas, ideas de tal naturaleza, que por lo demás desarrollan la noción de una sociedad compleja y diversificada, pluridimensional y pluricultural, ya reconocida. Y que apuntan no hacia un Estado y una sociedad esquemáticos, administrados verticalmente, sino al contrario, a un Estado y a una sociedad construida de abajo hacia arriba y de la periferia al centro. Las nociones del federalismo se engarzarían bien a estas ideas, que además lograrían un enorme apoyo político y social y un gran reconocimiento internacional. Otra vez México ocuparía un lugar de vanguardia “prefigurando” formas de democracia que surgen y comienzan a reclamarse en muchos lugares del mundo. En tal sentido, podrían y deberían actualizarse las normas constitucionales en que, reconociéndose la vigencia de las libertades económicas, se dijera expresamente que la función primordial de la economía y de sus instituciones consiste en la satisfacción de las necesidades sociales. Y que sólo así se justifican tales libertades económicas. El principio de la democracia consagraría entonces, como dijimos, un “sistema” social y estatal no unitario, no burocrático y administrativo, no vertical y de arriba hacia abajo sino de abajo hacia arriba y de la periferia al centro, plenamente plural en el que se mantendría la independencia de los agentes sociales: prensa, ideas, universidades, organizaciones laborales, organizaciones civiles, organizaciones de carácter étnico (los pueblos indios), etcétera, y en el cual los sectores se expresarían para orientar al conjunto, al mismo tiempo que la manifestación de cada uno de esos “núcleos” equilibraría los intereses sectoriales y los intereses del conjunto, en un proceso solidario y realmente democrático. Por este camino se llegaría a un sistema constitucional “no administrado” en favor de las élites (políticas, financieras, corporaciones,
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intermediarias), sino orientado democráticamente en interés del conjunto. Pero, ¿quién definiría ese interés? Han de definirlo las partes sin exclusiones y sin perder de vista su propio interés y el interés de la totalidad. Por ello insistimos en la necesidad de ampliar y fortalecer la democracia no solamente como transparente proceso electoral, sino como práctica participativa en que las razones y los intereses de las partes definen (en su autonomía, con sus propios fines equilibrados), la orientación del conjunto. Una orientación democrática del conjunto social en que las partes fijan (democráticamente, es decir fielmente) su propio interés y el interés de cada una como integrante del conjunto, su propio destino como partes (que se mantienen libres, no subordinadas, autónomas) de la totalidad social. Se trataría de eliminar las subordinaciones en favor de una plena cooperación social libremente consentida que reconocería los principios de la autonomía, la autoadministración e incluso la autogestión de las agrupaciones y sectores sociales. Se trataría de una realización democrática en que se destierra la concentración de los beneficios y en que la orientación de la sociedad deja de ser excluyente y se convierte plenamente en incluyente, en profundamente democrática, no sólo en relación con lo político sino también con lo económico y social (se asumiría plenamente la igualdad y la solidaridad como esenciales al desarrollo y a la democracia). Por lo demás, habría que decir también que las organizaciones de la sociedad civil debieran estar sometidas ellas mismas a una permanente dinámica de responsabilidades y de vigilancia democrática, a fin de asegurar su “transparencia” plena y su renovación continua, evitando su cosificación burocrática, o su absorción o asimilación mediatizada por los poderes que se establecieran (el corporativismo). Obviamente en un país como el nuestro debería privilegiarse como orientación de esta democracia la solución de los más agudos problemas sociales acumulados: educación, vivienda, salud, alimentación, trabajo. No veo argumentos serios que se opondrían a que una verdadera Reforma del Estado incluya normas jurídicas, incluso de rango constitucional, que consagren una democracia actualizada como la apuntada brevemente.
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3. un keynes para méxico Se sabe que la crisis del capitalismo del año 29 del siglo pasado fue enfrentada por Franklin D. Roosevelt con base en las hipótesis de un famoso economista británico, John Maynard Keynes. Keynes sostenía, con argumentos sólidos que convalidó la historia del capitalismo durante decenios, que en tiempos de depresión económica, algunos de cuyos efectos más destructivos son el desempleo masivo, la evaporación del poder adquisitivo de los consumidores, es decir, la severa reducción del mercado interno y la carencia de capitales para invertir, el gasto gubernamental resultaba una palanca decisiva para restaurar la economía. En realidad Keynes sostuvo ante los tradicionalistas el fracaso político y económico del mercado y del laissez-faire abandonados a su suerte, en tiempos de dificultades económicas. La “mano invisible” del mercado resultaba incapaz de resolver los efectos de una economía en declive. En esa situación era indispensable la intervención económica del Estado, vía el gasto, para aumentar la capacidad adquisitiva de la sociedad, para combatir el desempleo e impulsar el consumo y la inversión privada. Esa “demanda agregada”, a los ojos de Keynes, era el único remedio posible para dinamizar la economía. Sus propuestas, según se reconoce, fueron esenciales para superar la depresión de aquellos tiempos, facilitada también su realización, es verdad, por la economía de guerra y por los enormes gastos de la reconstrucción europea. Pero el hecho es que el capitalismo siguió hasta el decenio de los setenta, con éxito, las “recetas” keynesianas que le aseguraron recuperación y expansión. Más tarde, a finales de ese decenio y principios de los ochenta, se produjo el “gran viraje”. Aquí irrumpió arrolladoramente la “nueva” teoría ultraliberal que auspiciaron tan enérgicamente Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Se prometía una nueva prosperidad (la recuperación de la tasa de ganancia del capital), pero en función de ciertas variables que resultarían ineludibles: por un lado, la concentración acelerada de los capitales e incluso la especulación, y por el otro la severa exclusión de grandes sectores sociales, al interior de los países y en el plano internacional. Pronto se vio que los beneficiarios de la nueva bonanza resultaban sectores restringidos de los países “centrales” y también de los “marginales”, con el creciente empobrecimiento de muchos otros sectores en ambos países, pero sobre todo en los países pobres. La prosperidad capitalista continuó (para unos
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cuantos), en cambio las mayorías en todas partes se abismaban en crecientes dificultades económicas, y hasta en una cruel pobreza y miseria. Tal es la fisonomía que hoy presenta universalmente la revolución ultraliberal de Thatcher y Reagan. Una globalización, puesto que de tal cosa se trata, que con el tiempo ha exhibido sus serias debilidades y contradicciones, que por supuesto no se han superado sino, antes bien, se han agudizado. Debilidades y contradicciones, a lo que parece, que en los países “centrales” procuran ahora superarse aprovechando los ataques terroristas del 11 de septiembre. ¿Por qué camino? ¡Quién lo hubiera creído! Precisamente amplificando significativamente el gasto gubernamental para reforzar el consumo de un mercado que se debilita, no sólo por una nueva caída de la tasa de ganancia del capital sino por la “retracción” en el gasto que han implicado psicológicamente, en todas partes del mundo, los actos de terrorismo sobre Nueva York y Washington. Y no sólo eso: porque esos gastos orientados esencialmente al complejo militar-industrial están lejos de beneficiar a la economía en su conjunto. Lo extraordinario del caso es que prácticamente en todas las economías desarrolladas, ante la desaceleración y recesión en marcha, se ha proclamado el gasto público ¡nuevamente! como la manera más segura y rápida de revitalizarlas. Por ese medio se espera acortar el ciclo crítico y la caída antes de regresar a la economía de los controles y los ajustes. Por lo pronto se recurre nuevamente a ciertos postulados del viejo Keynes, como punto de equilibrio y aun de salvación. Otra vez se considera que el fortalecimiento del mercado y el incremento de los recursos a disposición de los consumidores constituyen la forma más eficaz de levantar una economía postrada. Se reconoce también que sin empleo las economías no tienen ninguna posibilidad de rehabilitarse. La ortodoxia neoliberal deja su lugar a un pragmatismo que busca resolver los problemas, sin atenerse a ningún “sacrosanto” principio. El “prontuario” de Tatcher y Reagan entra en crisis y el realismo de los negocios se impone sobre las recetas del manual. Por supuesto en México, como si el país estuviera en Marte, nada de lo anterior ha penetrado. Vamos bien y no hay nada que corregir. Lo repiten una y otra vez los “zares” de nuestra economía. Ni un paso atrás. La Canacintra pidió a Vicente Fox que se revisara el modelo económico que se aplica. Carlos Slim ha hecho alusiones muy pertinentes sobre el particular —necesidad de reforzar el poder adquisiti-
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vo del mayor número posible de mexicanos—, con sentido práctico. Andrés Manuel López Obrador ha hecho con fuerza política los mismos reclamos, pero sin resultados positivos ni atención suficiente por parte de quienes encabezan las instituciones económicas y financieras del país. Negativa rotunda ya que, en la reiterada voz presidencial, vamos por el mejor camino posible y no hay nada que corregir, ninguna iniciativa novedosa que tomar. La ortodoxia neoliberal, aprendida en los libros de texto, debe aplicarse sin más, sin desmayo ni desviación. Para nuestros economistas del aparato oficial siguen siendo válidas las fórmulas de otros tiempos y para otras realidades. Ni siquiera se han puesto al día respecto al pragmatismo con que ahora reaccionan sus mentores de los países centrales. Las instrucciones están dadas y hay que seguirlas al pie de la letra, mientras no lleguen otras nuevas. Refiriéndose a la ignorancia de los economistas tecnócratas John K. Galbraith dijo alguna vez: “Los economistas son también ‘económicos’ en sus ideas, y las que tienen, en el mejor de los casos, son aquellas que aprendieron en los pizarrones de su época de estudiantes”. El horizonte de nuestra tecnocracia es entonces el de la estricta disciplina y el acatamiento de las órdenes recibidas del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y de la Organización Mundial del Comercio, sin importar siquiera ni reparar en los titubeos e indecisiones que a veces muestran los voceros de esos organismos. Los países pobres —es la psicología y la “formación” de nuestros tecnócratas— sólo existen para obedecer. Así se conduce nuestra vida económica. En la obediencia y en la humillación, y en la ineficacia, sin importar lo que cueste socialmente hablando y caiga quien cayere. Tal es uno de los problemas más lamentables de la barbarie —no es exagerada la expresión— que vive hoy nuestro país. Tal es uno de los obstáculos más escandalosos a que se enfrenta la vida pública en México hoy, y precisamente nuestra incipiente democracia. En verdad, el núcleo y verdad de los enfrentamientos en el país, más allá de las peripecias políticas, está entre quienes proponen una vía de desarrollo que es ya absolutamente impostergable, después de treinta años de fracaso neoliberal, y aquellos que continúan aferrados a las caducas recetas del laissez-faire como panacea. Desde luego la llamada “reforma fiscal” pasa por esta disputa de la nación entre quienes simplemente se proponen incrementar la ventaja y el dominio de unos sobre otros, y aquellos que pugnan por una sociedad más equilibrada y por una vía democrática que se haga patente en todas las dimensiones de la vida.
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Tal decisión pasa por los partidos políticos pero también atañe a los grupos empresariales. Algunos, como Carlos Slim, han proclamado ya repetidamente, con razón y razones, y con la mirada puesta en el largo plazo, que la real prosperidad de los pueblos es idéntica a la prosperidad de su gente, a su bienestar, y por lo tanto también a la capacidad de consumo de su colectividad, al crecimiento y fortaleza de su mercado interno. Carlos Slim, que no es precisamente el menor de los empresarios mexicanos, lo ha dicho con franqueza: sin el poder adquisitivo de un creciente número de mexicanos, y sin una distribución más equitativa de la riqueza, nuestra economía será por necesidad frágil, dependiente y marginal. Sin futuro ni posibilidades reales de crecimiento sustentable. Con ellos coinciden integrantes de diversos partidos políticos y multitud de organismos de la sociedad civil que vienen exigiendo mayor y mejor distribución de la riqueza, un país que sólo puede salir de sus dificultades con mayor equidad, con más justicia y democracia. Hay aquí materia y razones para la movilización del conjunto nacional demandando perentoriamente el cambio de un modelo económico que ha demostrado históricamente su fracaso, que en tiempos de dificultades, es incluso modificado en los países desarrollados. Sí, en beneficio de sus corporaciones, pero también en favor de una economía de conjunto más equilibrada que aquella de la cual se presume en la retórica oficial de todos los días. Sin duda, el “bono democrático” que parece haber conquistado el país ha de ser ahora redondeado por un “bono” de economía más equitativa, justa y equilibrada. En caso contrario serán cada vez mayores las dificultades que vivirá México, en lo económico, político y social. Urge una mejor distribución de la riqueza en el país y la ampliación del poder adquisitivo de las mayorías, el fortalecimiento del mercado interno. Y ante esto no puede permanecer cruzado de brazos el Estado, pero tampoco la sociedad. Hace falta un frente nacional que exija del Estado acciones realmente distributivas y de justicia social. Aun cuando sea como transición, pero ya se pide a voces en la coyuntura, a falta de algo mejor, un Keynes para México.
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4. proyectos contradictorios de nación Hemos venido sosteniendo que en experiencias recientes, incluida la última elección mexicana, se indica inequívocamente que en el nuevo curso del desarrollo económico y político, al menos en América Latina, se hará un esfuerzo cada vez mayor para que representantes, mejor dicho, integrantes de la iniciativa privada, ocupen los puestos de dirección política en nuestros países. El caso de Vicente Fox es paradigmático, y lo quiso ser también el intento frustrado de golpe de Estado en Venezuela. (El triunfo de Luis Ignacio Lula da Silva en Brasil prueba sin embargo que las opciones están abiertas y que el diseño de los amos neoliberales no son fatales ni indispensables. El triunfo de Lula, quien precisamente dirigió su campaña electoral con base en la idea de una alternativa al neoliberalismo, resulta una extraordinaria excepción a la regla que procuran establecer los países “centrales”. América Latina se significa otra vez como un posible escenario de nueva historia.) El esfuerzo tendiente a imponer gobernantes de la iniciativa privada es naturalmente encabezado por los círculos de poder en Washington y por el “arco iris” de los dueños del dinero en los países latinoamericanos. Decimos que el caso Fox es paradigmático porque en varias dimensiones se probaría el tremendo beneficio que resulta de este ensayo para los inversionistas (de dentro y fuera), además de que se evita, en su perspectiva, cualquier tentación “espuria” de reivindicación o transformación social seria. Por supuesto hay que considerar, en el caso mexicano, los talentos de vendedor del actual presidente en tanto candidato, y los desaciertos y corrupción que habían invalidado a la clase política del antiguo régimen: ambos factores se reunieron explosivamente para hacer posible el cambio de un régimen político más que setentón. El hecho mexicano de que un empresario ocupe la silla presidencial, ha desencadenado sucesos y contradicciones que, por lo demás, eran ampliamente previsibles. Menciono por lo pronto dos que ocupan directa o indirectamente la discusión y la crítica políticas, y que obviamente no serán fáciles de superar. Una de ellas es el reproche reiterado —y plenamente justificado— que se le hace al presidente de la República por el incumplimiento de sus compromisos de campaña. Él mismo ha reconocido que tal vez “abrió demasiadas expectativas”. Sí, pero si vamos al fondo del asunto veremos que, para un vendedor, su función consiste precisamente
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en “vender demasiadas expectativas”. Sólo así es capaz de colocar su producto, únicamente así “engatusa” al posible comprador. Creo que todos hemos sido víctimas, en algún momento de nuestra experiencia personal, de la charlatanería de algún vendedor que después se desdice, corrige, incumple, desvía, vuelve a la carga y a utilizar la misma labia como si no hubiera pasado nada, para convencernos otra vez de que él siempre tuvo la razón y de que nosotros somos injustos en los reproches. Su producto es siempre el mejor y el más confiable: la mentira grandilocuente es su modo se vivir y funcionar: su relación con la realidad es confusa y variable porque en definitiva esa realidad, la única consistente, es para él exclusivamente su palabra, su “anuncio” de vendedor, y nada más. Palabra, por lo demás, frágil y mutante, según las circunstancias, capaz de cambiar cada minuto sin que él en su función y en su fuero interno (en su moral) se vea afectado en lo más mínimo. Al contrario, los saltos de argumento en argumento, de pretexto en pretexto, de justificación en justificación, por más contradictorios que sean, resultan prueba adicional de su rectitud, de la eficacia con que desempeña su cometido. No podemos desvincular de tal estilo inconsistente y retórico al gobierno Fox. ¡Pero atención! ¡Lo anterior no significa que el gobierno de Vicente Fox carezca de una política definida! No es verdad que su gobierno carezca de proyecto y de objetivos. Por supuesto que los tiene, más allá de que su aplicación se lleve a cabo en zigzag, con la torpeza y el mal estilo que comienzan a ser proverbiales. Su brújula y objetivos consisten, primero que nada, en desmantelar las instituciones nacionales y públicas del país. Y en reforzar, exaltar, favorecer, cada vez que sea posible, los intereses de la iniciativa privada, del capital de fuera y dentro. Por algo y para algo está a la cabeza del Ejecutivo un empresario. Aquí no puede haber equívoco. Lo que ocurre es que, una y otra vez, Fox y sus publicistas procuran enredar a sus “compradores”, la ciudadanía entera, repitiendo incansablemente que su acción es “modernizadora”, que los “emisarios del pasado” se oponen a sus reformas y novedades, que se le frena en su ímpetu renovador y en su “amor por México”. Publicidad gruesa que no pueden tragarse sino los inadvertidos, porque los otros, quienes la propagan y ensalzan, viven cómodamente en el mismo espacio de intereses de los favorecidos por el régimen de la “transición”. Pero realmente, ¿de la “transición” hacia qué y en nombre de qué? No deseo ser injusto. Fue y será mérito de Fox el haber derrotado a un régimen que se había cerrado ya todas las salidas y que se
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consumía en una reproducción ad nauseam de sí mismo. No le regateamos ese mérito. Ni el mérito, a lo que parece, de haber frenado esencialmente la corrupción de los funcionarios públicos, al menos en el “primer” nivel de gobierno (salvo que más tarde, mañana, nos “salte la liebre” de donde menos esperamos...). Otro mérito que no debe silenciarse: el haber respetado hasta ahora, esencialmente, una libertad de expresión que en otras condiciones se hubiera probablemente limitado. Transición entonces hacia un tipo de régimen en que “lo privado” (los intereses privados, el capital privado, la iniciativa privada), tendrán —y tienen ya—, el privilegio de “marcar” dominantemente a la sociedad y el desarrollo mexicano. Es verdad también: dentro de un propósito (¿hasta dónde y hasta cuándo?) de respetar las más externas reglas de la democracia formal; eso sí, ignorando y olvidando que la democracia real, tal como fue proclamada por sus clásicos y mejores exponentes en los dos últimos siglos, significa inescapablemente, por rotunda necesidad, un camino hacia la igualdad y hacia la justicia social, hacia el bienestar colectivo, hacia el real progreso de las mayorías. No reincidamos en las superficialidades importadas (y hoy asumidas por muchas voces interesadas en nuestro país): la democracia sí tiene adjetivos, y no simplemente puede confundirse con las libertades del mercado y de la libre empresa. Su función última —como en realidad la función última de la economía—, es la de hacer posible el bienestar y si es posible a prosperidad, la solución de los problemas que viven las mayorías del mundo y de nuestro país. Se trata con toda claridad de un proyecto privatizador definido que choca con las realidades del país que, con todos los tropiezos que se quiera, mantuvo desde hace casi un siglo, desde la Revolución de 1910, un proyecto nacional y público todavía no muerto por entero. Mejor aún: vivo en la medida en que no se ha realizado. Y todavía más: vivo en la medida en que se extreman las disparidades del país. Las resistencias al proyecto privatizador de Fox (electricidad, petróleo, legislación laboral, servicios sociales básicos), no son simplemente los obstáculos que el presidente encuentra en el Legislativo y en los políticos “del pasado”, sino en fuerzas vivas y actuantes del pueblo mexicano (que sólo parcialmente representa el Legislativo, pero que también están presentes en ese poder). Se trata de fuertes contingentes sociales que se resisten a la manipulación y a la sumisión, que rechazan convertirse en un simple objeto subordinado al capital (un mundo en que sólo interesa la tasa de ganancia, la inversión
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redituable, el consumo como divisa, la productividad como interés del aparato económico en manos de los privados). La resistencia y oposición de una sociedad que rechaza ser objeto y tiene la voluntad de erigirse en sujeto de su propio destino. ¿Y en qué otra cosa consiste la verdadera, la real democracia? Con el poder —con las instituciones del Estado en sus manos—, la iniciativa privada sólo piensa en ordenar los negocios, escapándosele esa conducta y esperanza de los hombres que es irreductible a lo cuantitativo y numérico. No debemos engañarnos: para la iniciativa privada, en el fondo de las cosas, la historia es apenas una entidad petrificada (que sólo se conoce en los balances de sus contadores y en sus reglas de cálculo). Los conflictos sociales, la lucha por las ideas, las demandas y reivindicaciones o no son vistas o no tienen a sus ojos relevancia ninguna (son, para su mentalidad, un remoto ruido de cascajo, murmullo incomprensible y desechable). Su interés primordial es entonces el de “ajustar” la realidad a un esquema preestablecido; la función política y social de los gobernantes, y más cuando esa función se asume por los mismos empresarios, no tendría como propósito crear consensos democráticos sino, al límite, indicar autoritariamente la única vía posible, la indicada por el infalible argumento de las ganancias. Las contradicciones y resistencias que encuentra el proyecto Fox no son entonces de simple acomodo y negociación entre partidos y poderes del gobierno, no son transacciones cupulares, sino incompatibilidades de fondo entre una visión que procura reducir el mundo y la sociedad al principio de la “crematística” (Aristóteles), y otra que rechaza la manipulación última a la que se le procura someter en nombre del interés privado, y que entiende la vida social como la oportunidad de resolver los problemas colectivos, incluso a través de una democracia que no sea la farsa que encubren los intereses empresariales. La contradicción no es de coyuntura sino histórica, y tiene que ver con dos proyectos esencialmente discrepantes de nación.
5. ¿cuál transición? Pocas palabras han sido tan utilizadas en los últimos tiempos, en el lenguaje político de México, como la de transición. Referido al supuesto cambio de un sistema a otro, mucho se habló de la edición doméstica de un Pacto de la Moncloa (al inicio de la España posfran-
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quista), o de un acuerdo de las “fuerzas democráticas” al estilo de las chilenas que salían del régimen de Pinochet. Nunca se dio en nuestro país un “pacto” semejante, y probablemente tampoco se realice en el futuro, a pesar de que Vicente Fox parece buscarlo afanosamente. ¿Por qué razones? Una muy evidente, me temo, es que en México no se vivía la situación de emergencia que se experimentó durante muchos años en nuestro ejemplo español o chileno. En el país sudamericano se vivió durante cerca de veinte años una dictadura que no ahorró ni la sangre ni el fuego. España, después de cuarenta años de franquismo (oscurantismo), que vivía un pasmoso retraso respecto a Europa en lo económico y político, no obstante que el abundante turismo y los contactos humanos habían iniciado antes la “transición” social, estaba urgida de una modernización en que le iba su propia existencia, su historia. El acuerdo de “casi” todo el abanico político resultaba una necesidad apremiante y fue el cimiento de la transición “pactada”. La condición de México ha sido distinta. No salíamos de una dictadura en el sentido franquista o pinochetista. Los retrasos eran de carácter eminentemente político, y en esto coincidían todas las oposiciones (pan y prd) y amplísimos sectores ciudadanos, que hicieron posible el voto del cambio. Pero las oposiciones, incluido el pri como partido de oposición después de consumada la “alternancia”, han mantenido su propio proyecto nacional, alejado uno del otro aun cuando haya convergencias en temas específicos. En vez de un “pacto general de transición”, que equivalía a otorgarle carta blanca al nuevo gobierno de Fox, la política consistiría en eventuales “pactos” específicos sobre temas específicos. Tal es la realidad de la nueva situación, que ha hecho punto menos que imposible un “pacto general” de transición o de gobernabilidad. Las visiones generales sobre la sociedad y su futuro son demasiado divergentes y muchas veces contradictorios entre el gobierno de Fox y los partidos de la oposición, y a veces entre Fox y su partido nominal: el pan. Hemos subrayado antes las “virtudes” inherentes a la alternancia foxista, y en primer término el “despegue” de la independencia de los poderes Legislativo y Judicial respecto al Ejecutivo. La rígida, automática sumisión de esos poderes al Ejecutivo en los largos decenios de gobierno priista (sin importar sus anteriores encarnaciones bajo otras siglas), sintetizaba el autoritarismo del antiguo régimen, y era raíz indudable de la impunidad y la corrupción. El inicio de la independencia entre poderes probablemente será considerada en la
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historia como uno de los puntos menos debatidos y más favorables de la alternancia foxista: como un real avance político nacional. Esto, a pesar de las reticencias y críticas de Fox a un Legislativo que ya no es incondicional al Ejecutivo. La “rendición de cuentas” del gobierno es una demanda en crecimiento y probablemente cobre pronto su forma jurídica concreta, es decir, su aplicación legal sin condiciones ni excepciones. Resulta parte sustancial de esa Reforma del Estado tan nombrada y tan etérea, tan pospuesta. Pero la cuestión que está en el fondo del creciente repudio ciudadano al gobierno de Fox, el desplome del apoyo que recibió el actual presidente en cuanto candidato y en los primeros “cien días” de su gestión, se debe esencialmente a su política económica, a su visión del desarrollo de México, centrado más aún que antes, si es posible, en la apuesta a la iniciativa privada como resorte único y primordial del “avance” económico del país. Aspecto decisivo de la derrota del pri fue el empecinamiento de sus últimos gobiernos en asumir el “consenso de Washington” como fórmula única y casi mágica de gobernar y enfilar la economía mexicana. En esto Fox tiene la memoria corta y debiera saber que tal es la causa última de su desplome de popularidad. Tal es el origen de que haya dilapidado tan rápidamente el “capital” político que acumuló como protagonista de la “alternancia”. Sí, son graves sus contradicciones y disparates verbales, su impericia como jefe de Estado y de gobierno, y suman en su cuenta negativa. Pero en definitiva no representan el motivo de fondo de su acelerado declive político: la causa eficiente, como decíamos, es su desempeño en materia económica, que toma a la letra la visión del neoliberalismo y nos impone —procura imponernos— una economía fundada por entero en la iniciativa privada y en el mercado, como posibilidad única y última del “desarrollo”. Convicción ingenua además y sin matices en el momento en que innumerables voces en el planeta denuncian en alta voz —tirios y troyanos—, las imposibilidades y contradicciones de la economía neoliberal, sus extremos concentracionarios de riqueza y de ampliación de la pobreza. Ponen en evidencia la quimera fantasmal y el impedimento definitivo de que por ese camino —por el del capitalismo salvaje y el mercado sin freno— se resuelvan los problemas sociales. Por esa ruta, en la que todo indica persistirá tesoneramente el actual presidente, se topará con una bola de nieve en aumento de opinión adversa y aun de repudio. Su futuro no será por ese camino uno de éxito sino de fracaso seguro. No será uno que se recordará en
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la historia nacional como satisfactorio sino más bien como calamitoso y condenable, en el mejor de los casos. La verdad es que resultaba ingenuo por imposible esperar algo diferente, otro enfoque y otro “sentimiento” de la nación (del desarrollo nacional) por parte de nuestro “empresario-presidente”. Con excepción de la iniciativa privada, y todavía sacando de este consenso a las medianas y pequeñas empresas, y a los empresarios nacionales que se hacen día a día una especie en extinción, la sociedad logra una rara unanimidad, o una aplastante mayoría, que expresa en los más diversos lenguajes y tonos su repudio a los perfiles básicos de la política económica foxiana. Rechazo a la privatización de las riquezas nacionales (todos sabemos a qué han conducido otras privatizaciones, por ejemplo la de la banca: al saqueo del fobaproaipab y su desnacionalización casi completa), rechazo a una reforma constitucional que se propone aniquilar los derechos sociales y laborales de la Carta Magna de 1917, división de facto del país en un norte anexado a la potencia vecina y un sur que apenas servirá como bolsa o como ejército de mano de obra barata, un Plan Puebla-Panamá que reforzará una integración sometida a los consorcios internacionales y a sus socios nacionales y centroamericanos. La implantación en la frontera de una “vigilancia inteligente” y nuestra incorporación a un Comando Norte dirigido estratégicamente por Estados Unidos, que pese a su apariencia inocua conducirá al país, si es posible todavía, a un mayor sometimiento. A lo anterior deberían agregarse los mil y un canales, abiertos y ocultos, en que se lleva a cabo la creciente transferencia de riqueza nacional al extranjero. Si a lo anterior se suma al desempleo y a la pauperización de las clases laborales y de otros importantes sectores del país, incluidos los pequeños empresarios y las clases medias, nos encontramos todos, y desde luego el gobierno Fox, ante un panorama desolador. Una realidad nacional que requerirá cada vez más, para sostenerse, si es que lo logra, de un mayor empleo de la fuerza, y en su momento quizá hasta de la represión. Hablando en plata, tal es la transición que vivimos bajo el gobierno de Vicente Fox. Una transición que no apunta hacia la genuina democracia —que por definición busca la equidad y la solución de los problemas sociales—, sino que es su exacto contrario: concentración salvaje de la riqueza y extensión de la pobreza. Debilitamiento de la “cosa pública” que por definición es la política y privatización de la misma a todos los niveles. No los valores sociales sino casi exclusivamente
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los valores empresariales. No el desarrollo integral que exige criterio y dirección, sino abandono del país a las leyes del mercado, con su resultado ya insoportablemente inequitativo y descapitalizador de la nación. Por supuesto tal no es la transición que deseaba la mayoría de los mexicanos. Pero ¿hasta cuándo? Difícil responder, sin olvidar las fuertes tradiciones democráticas del pueblo de México, capaces de expresarse en los casos límite, según se ha visto en nuestra historia nacional ya dos veces centenaria.
6. privatizar: jaque a la nación Entre las aparentes razones que apoyan la reforma del sistema eléctrico nacional, como Vicente Fox la ha propuesto al Congreso, descuellan algunos “honores” monumentales: 1o.] La manifiesta ausencia de imaginación (profesional, jurídica y política) para resolver el problema de otro modo que no sea en la más obvia inercia de las recomendaciones privatizadoras de los organismos internacionales. ¿Falta dinero y está en entredicho el desarrollo futuro? Pues recurramos a la inversión privada que nos sacará del atolladero. 2o.] La ausencia de memoria histórica. Sin ir más lejos, regresemos a los argumentos de hace diez o quince años para la privatización de la banca: los usuarios tendrán mejores precios —gracias a la competencia— y mejores servicios, se dijo hasta el cansancio. Hoy sabemos bien que no ha sido así: peores servicios hoy que después de la banca nacionalizada en 1982 y, desde luego, infinitamente más caros que entonces, con el agravante de que hoy la banca ya ni siquiera está en manos de capital mexicano sino que es en 95% de consorcios extranjeros. ¿Y la tremenda agresión que sufrió y que todavía paga y seguirá pagando el pueblo de México con el fobaproa-ipab? Al final de cuentas el atraco también se consumó en beneficio de los consorcios. 3o.] Terrible ausencia de mirada sobre nosotros mismos que nos reflejamos por adelantado en el espejo de otros países y regiones. La brecha abierta que se ahonda abismalmente entre los ricos y los pobres del mundo tiene un nombre concretísimo: transferencia de capitales y riquezas de las zonas pobres a las ricas, al interior de las naciones
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y en el plano internacional. Y uno de los agentes de esa brecha es el de las privatizaciones. Esa riqueza, que indefectiblemente abandonaría el país a manos llenas, sería entonces una riqueza que se estaría sustrayendo perversamente a las posibilidades del desarrollo nacional. Con muchas agravantes más: no sólo la dirección y el tipo del desarrollo quedaría en la voluntad del capital extranjero (los consorcios que “distribuirían” la energía eléctrica a los “megaconsumidores”), sino que el país estaría sometido a los chantajes y presiones de esos mismos consorcios. Veámonos en el espejo de Argentina, Brasil y del mismísimo estado de California, una de las tierras más ricas del mundo, sometida al implacable aumento de las tarifas, a los cortes de energía, a la mala administración e incluso del fraude de las empresas (Enron). 4o.] Pero la situación extravagante, que se silencia y de allí el tremendo engaño público, es que hablamos precisamente de dos empresas públicas nacionales que son perfectamente solventes y que han funcionado siempre con índices de “rentabilidad” más que satisfactorios. El argumento vulgar del foxismo, que no se atreve a decir su nombre, es que en el futuro no habrá recursos bastantes para garantizar el desarrollo de la Comisión Federal de Electricidad y de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro. El argumento simplemente oculta la verdad. Lo que ocurre es que el fisco se lleva la tajada del león al sustraer las ganancias de esas empresas (y de Pemex) para sus gastos corrientes y, según se nos dice, para “gasto público”. Entre esas necesidades fiscales entran rubros, desde luego, como el pago de los intereses de la gigantesca deuda improductiva que cargamos. Con esas mermas escandalosas, claro está, no hay empresa pública o privada que resista. ¿La salida? Jaque mate: la privatización. 5o.] La cuestión radica entonces en otra parte: en una serie de medidas que fortalezcan la hacienda pública, en primer término evitando las multimillonarias evasiones fiscales y procediendo a un real impuesto progresivo al que no se han atrevido ni éste ni los gobiernos anteriores. Y, por supuesto, procediendo a una reorganización institucional de las compañías energéticas nacionales que implicarían mayor eficiencia y capacidad de autofinanciamiento. ¿Que el tema y la solución es a largos plazos? No, lo fundamental es que esas empresas son rentables hoy, y tienen asegurados para el futuro su expansión y la de las crecientes necesidades energéticas del país. Con una condición, ciertamente: que se les libere del yugo del fisco.
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6o.] Probablemente la salida se encuentre, como ya ha sido propuesto, no en la modificación de los artículos constitucionales que propone la privatización foxista, sino en la conversión de las empresas nacionales (Comisión Federal de Electricidad, Luz y Fuerza del Centro y Pemex) en empresas corporativas públicas con autonomía de gestión, vigilancia contable legislativa y suficiencia financiera. Y, para ello, no hace falta ninguna reforma constitucional. El problema está en otro lado y no simplemente en seguir las instrucciones y la rutina privatizadora, para lo cual no se exige demasiada imaginación ni talentos especiales (con un tremendo costo histórico, no sólo para Fox y su gobierno sino para la nación entera). 7o.] Fox repite que no se propone vender los activos de las compañías de electricidad, y no lo hace además porque no encuentra quien se atreva a comprar sus pasivos, sobre todo laborales. Pero pone a la oveja en medio de los lobos. Con el tiempo el enjambre de los empresarios, sobre todo extranjeros, que ellos sí se afilan los dientes viendo ya la tajada suculenta de la generación y distribución de la energía a los “megaconsumidores”, ampliarían por supuesto sus ambiciones y negocios. ¿Y las compañías hoy nacionales? Gracias, serían puestas en hibernación hasta que, una vez exprimidos sus últimos recursos, no quede más remedio que “también” privatizarlas directamente. La estrategia foxista: jaque mate en dos jugadas. 8o.] ¿El fondo de la cuestión? Seguir adelante con el desmantelamiento de las funciones públicas y sociales del Estado: la empresa privada es todo, el Estado nada, es otra de las consignas de la mercadotecnia foxista. Con todo lo que esto implica de sometimiento del país y de entrega de su futuro a voluntades externas, radicalmente antagónicas al interés nacional. Con todo lo que supone, además, sumergirnos en otro universo adicional de presiones y corrupción sin límite. 9o.] Pero no, no pasará, otra vez la propuesta foxista (¡ya perdimos la cuenta!) está llamada al fracaso. Hay reservas nacionales en el Legislativo que, además, están apoyadas por una inmensa mayoría de mexicanos. Se trata de una batalla decisiva no sólo para resguardar la dignidad nacional sino la soberanía y nuestra capacidad de desarrollo. Otra vez el intento de jaque mate foxista se revertirá en su contra y se convertirá en una línea más, exitosa, de la resistencia nacional.
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7. moral y política En el fondo de las discusiones sobre política hoy, aun cuando no se diga, se encuentra la cuestión de la ética como trasfondo de todo juicio. Sobre todo al salir de un largo periodo de gobierno en que imperó el “partido único”, etapa en la cual, al menos en sus postrimerías, el criterio del pragmatismo y de la eficacia desnuda o ayuna de otros referentes se impuso sobre cualquiera otra consideración. Claro que los partidarios de la “transición” o la “alternancia” invocaban un conjunto de principios morales como justificación y fundamento de los “nuevos tiempos” políticos que proponían. El “Gran Rechazo” del pueblo de México el 2 de julio de 2000 tuvo sin duda un marcado componente ético. Cuando el candidato Fox llamó a eliminar del gobierno mexicano la corrupción y el envilecimiento en el desempeño de la función pública, se refería en el fondo a una nueva moral de gobierno, a una nueva responsabilidad que debía caracterizar centralmente la conducta de los funcionarios públicos. Hay que decir que en buena medida su triunfo se debió a ese llamado, a ese compromiso. Sin embargo en el foxismo, ya con las riendas del gobierno en las manos, se han pronunciado al menos tres tipos de “procederes” que han sido la causa determinante de la desilusión actual que ha generado, entre muy amplias capas de la población, un rechazo que comprende a muchos más mexicanos de los que harían suponer las encuestas que circulan. Encuestas que están mínimamente estratificadas respecto a los sectores y las clases sociales, ya que “otro” tipo de sondeos —entre los grupos menos favorecidos del país—, mostrarían una profunda decepción, una avalancha de rechazo tajante al gobierno de Fox. La primera causa del desengaño alude a la falta de correspondencia entre los dichos y los hechos del gobierno, al abismo establecido entre la palabra y la acción, entre los compromisos adquiridos y el olvido de los mismos, o al menos respecto a la vacilación y dispersión de la actuación gubernamental para cumplirlos. Tal es uno de los “hechos” notables que han impactado a la opinión pública, y que han sido causa devastadora del derroche de capital político que ha sufrido el foxismo después de su entrada al gobierno. La segunda causa tiene que ver con la ineficacia generalizada de las instancias gubernamentales, con la ineptitud del “aparato” de gobierno, que se explican sólo parcialmente por la novatez de la mayoría de
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los funcionarios, incluso de alto nivel. Ineficacia que se dobla, por cierto, de los desajustes, exabruptos y contradicciones pendencieras entre los funcionarios. Sería largo enlistar las agresiones entre miembros del gabinete que se han acumulado en este tiempo, aunque llama la atención el carácter particularmente vulgar de las frases que Gil Díaz le aplicó a Francisco Barrio. La “pipa de la paz” que ambos habrían fumado en Bucareli, acogidos por el secretario de Gobernación, no borra la impresión de prepotencia zafia que define al secretario de Hacienda, según pudieron verlo millones de televidentes. El triunfo de Fox a mediados del año 2000 se fincó también en su promesa de esforzarse en lograr mejores condiciones de vida para los mexicanos desheredados. Muchos le creyeron y por esa razón fueron movidos a votar por el candidato del pan. También aquí se descubre un abismo entre los compromisos declarados del candidato y las realidades efectivas de su actuación al frente del gobierno. Esta cadena de desajustes ha provocado que buena parte de la ciudadanía sienta no sólo que ha sido engañada, sino nuevamente que la moral y la dignidad en política y en las esferas de gobierno han sido avasalladas por la ambición, el pragmatismo y el uso del poder como fin en sí mismo. La desilusión respecto a las instituciones públicas se extiende y, tal vez, no haya razón más fuerte —así lo ha probado la historia en muchas partes—, del desprestigio de los gobiernos y de las instituciones que esa falta de credibilidad y confianza. El destierro de la moral y de la dignidad de la función pública —a que lleva el abandono de los compromisos y la contradicción entre las palabras y los hechos— apunta por necesidad a una crisis mayor de la política. Inevitablemente se propaga el descrédito de los hombres de gobierno, que es una de las primeras causas de la desconfianza ciudadana en las instituciones públicas. No es una cuestión de grado: por idénticas razones y otras semejantes el gobierno de la transición “asume” el descrédito anterior, lo envuelve, lo disimula y de alguna manera lo oculta, al repetirlo ahora como “virtud”. Las diferencias son de grado, si las hay, no de sustancia. La imagen de un gobierno sin principios sólidos, y con objetivos que no corresponden a las esperanzas de las mayorías ciudadanas, hace estragos en el necesario mínimo prestigio que han de tener las instituciones para que haya real gobernabilidad, real legitimidad. No la gobernabilidad que preocupa y que es aquella superficial que resultaría del mínimo acuerdo político entre los “actores” que gesticulan en el escenario, sino aquella otra, duradera, sólida, la que es en serio, y que
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no puede resultar sino del vínculo realmente democrático entre las instituciones públicas y el pueblo. El cimiento real de ese vínculo está construido ineludiblemente de principios morales, éticos. Lo que nos lleva a considerar que no hay verdadera acción política sin la obligada referencia a principios valorativos, a principios de moral y ética profundas. Y que, en política, la regla de la moral pública consiste precisamente en acciones e iniciativas que de una manera clara, decidida, beneficien a la población entera. De otra manera, inevitablemente la ciudadanía ve en la acción política una “pura” manipulación, un engaño y maniobra inconfesable de intereses. La decepción de la política por parte de la sociedad tiene su contrapartida —su causa real, mejor dicho—, en la versión de la misma que asumen los propios funcionarios, al considerarla un mero ejercicio de manipulación, una ocasión de engaño y aprovechamiento de las ventajas del poder en beneficio propio. El pueblo no se equivoca y su visión está llena de exactitud, y para avalar su verdad están allí los “procederes” de la mayoría de los funcionarios, que antes han degradado la política y la función de gobierno en ejercicio de la maniobra y en el aprovechamiento de ventajas. Tal degradación es la razón última de la crisis política que vivimos, de la desconfianza y aun repulsa de la ciudadanía respecto a las instituciones, de su desconfianza “última” en la política como un todo. Este proceso, por cierto, se ha ido profundizando en México en los últimos años y en muchas otras partes. La crisis de la política es, en definitiva, la eliminación de la ética y de la dignidad como ingredientes constitutivos de la acción pública, y este curso se ha venido acentuando en los últimos tiempos. Por cierto, desde tiempos de Maquiavelo —injustificadamente— la política se interpreta por muchos como un “modelo” de conducta en que han de imperar la perfidia y el cinismo. Digo injustificadamente porque esa versión corresponde a la vulgar interpretación de Maquiavelo, a la que ciertamente contribuyeron personajes de la historia nada “vulgares” como Napoleón y Federico el Grande. Aquí simplemente diré, por falta de espacio, que Maquiavelo fundó el pensamiento político moderno al conferirle a ese sistema de conducta una “legalidad” propia de que antes carecía al estar subordinada a la religión, la metafísica y otros sistemas de pensamiento. Todos los grandes pensadores políticos de la historia han hecho siempre ese llamado a la moral y a la ética como bases concretas de toda política
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posible realmente digna de ese nombre. No son excepción en la época moderna Bodino, Hobbes, Rousseau, Montesquieu o Marx, para todos los cuales la política, sin esa referencia a la ética y a la moral, se degrada en exclusivo ejercicio desnudo del poder. Su finalidad no sería la “clásica” de alcanzar y fomentar el “bien común”, sino apenas aquella de satisfacer los apetitos más inmediatos de unos cuantos. ¿Saldremos de esta crisis de la política que vivimos, en que la función, para un sinnúmero de representantes “públicos” se reduce a actuar en el beneficio de unas estructuras de poder en beneficio de los pocos? Tal es en el fondo la crítica y el despego creciente ciudadano respecto al gobierno de Fox, más allá de las declaraciones que se multiplican. O, con más exactitud, porque los hechos y el proceder real no corresponden al “discurso” y a los compromisos contraídos. Corregir tal simulación es hoy el reto de nuestro sistema político y el gran desafío que enfrenta el avance democrático de México. En todo caso no debe olvidarse que no hay verdadera política al margen de la moral y la dignidad. Tal es la gran enseñanza de la historia que no podemos olvidar.
se compuso con la familia tipográfica new baskerville 10/12.5 se imprimió en programas educativos calz. chabacano núm. 65-a, col. asturias octubre de 2004