meteoros poesía 1962-2006
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Antonio Pereira
M eteoros
p o e s í a , 1962-2006
CALAMBUR (Poesía, 58, M a d r i d , 2 0 0 6 )
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EL REGRESO [1964]
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A Úrsula
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Triste de aquel que corre y se dilata por cuantos son los climas y los mares. De la «Epístola moral a Fabio»
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Afirmación de vecindad Soy de una tierra fría, pero hermosa. Aquí la nieve, la esperanza helada de que se alumbre cada madrugada el destino difícil de la rosa. Y me basta. Me basta si esta rosa que al fin ha de nacer inmaculada se la puedo decir a quien me agrada, a quien conmigo va y en mí reposa. Queden en el dorado mediodía la pronta floración bajo otros cielos y los mares con lunas navegables… Yo, con vosotros. Dando cada día testimonio de cómo entre los hielos abre el amor sus minas imborrables.
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El desterrado He almorzado solo ahora, y no he tenido madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua. C és ar Va l l e j o
Diciembre veintisiete, Guayabamba y 38 grados a la sombra. Las calles salineras que mueren en el mar son ríos de silencio, ramos de hostilidad. Cesaron los pregones y el mundo está en su siesta, ajeno y sin piedad. Desde el alcohol que aguarda en el hondo cristal unos ojos le miran con un fijo mirar, y él se reconoce, y ellos le miran más.
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Los ojos que ahora miran al fondo, en otra edad buscaron las estrellas más altas de mirar. ¡Si tuviera sus montes, lobos de merodear, inviernos de ternura, y nieve, sobre todo la nieve de Valgrande y del Manzanal! Hay 38 grados a la sombra. Guayabamba. Prohibido soñar. Es rico de monedas ¡y no puede comprar sino el licor amargo de la soledad! O peor todavía si otros labios de sal le descubren mintiendo su lejana verdad. Calle arriba y abajo, losas para marchar despacio, porque todo en Guayabamba es lento, lento, lento como la eternidad.
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Calle arriba y abajo frescura de zaguán, pero él en las puertas, él afuera, él detrás. Las ventanas se cierran. ¡No las podrá rondar! Camina, se detiene… ¿Nadie le va a llamar por su nombre? No, nadie le llamará. Consulados de bronce, verjas de alto metal, templos de rito extraño, ¿dónde podrá llorar? ¡Dónde, dónde podré llorar…!
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Lola No miente, no, no miente. (O acaso mienta un poco, lo justo para alzaros en rosas desde el lodo.) Gime —decís— y engaña. Os engañáis vosotros. Ella, tendida, salva las distancias del gozo: Allá amanece ahora entre los montes. ¡Qué pura el agua inmóvil de los pozos! Las ventanas, ay luz, eran sin rejas. ¿De dónde, ay noche, el rondador que oigo? Tiembla, sentís. No finge. Vuestra boca en su boca es un sabor remoto.
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Los compañeros Hay hombres familiares de la noche, hechos a respirar la madrugada. Nadie pregunte dónde son sus días. Cuando se enciende el sol, ellos se apagan. Una noche cualquiera fui con ellos. Cocíamos el pan, y lo estrenaban nuestras manos, rompiendo en la corteza su palidez de flor anticipada. Éramos el retén de la ciudad dormida. Nos acompañaban pocos oficios. Las medianerías de la amistad se hacían más delgadas. A tiempo de esquivar la luz primera marchábamos en sombras alargadas. Éramos muy hermanos en la noche, más lejos del adiós y las palabras. Cuando volví a apuntarme a la costumbre de las horas del sol sobre las plazas, anduve como un ciego entre las flores y a pan sin sal me supo la jornada.
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Parque infantil Mirad la perfección: Todo está en orden, en higiene, en razón. Riesgo, ninguno. Las puertas para el gozo se abren lentas y se clausura el gozo a la hora en punto. Un guardia advierte con la voz a sueldo, sus galones de oro en paño oscuro: «—Hijos de la Ciudad, el Presupuesto os garantiza globos y columpios, pero hay que hacer en orden la alegría, acercarse a la fiesta de uno en uno». Dicen que en tierras pobres quedan niños corriendo libres con los pies desnudos, expuestos a morirse como niños a salto de torrentes y de muros. Vosotros, no. Tenéis los toboganes: cada niño su risa tres minutos. Basta ponerse en fila y estar atentos a que llegue el turno.
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Ciudades sucesivas Quisiera circular por carreteras anónimas, quitadas las señales, sin otra orientación que las estelas de un resplandor huyendo o de un aroma. Entonces llegaría por sorpresa a ciudades de nombres olvidados dentro de algún pupitre de la escuela. Siempre un camino ancho que no entra en la ciudad, la ciñe y la desdeña para seguir buscando lejanías. Yo escojo las veredas que llevan a las plazas donde el hombre, a los parques dorados de la espera. Vigilo los mandatos. Verde. Rojo. Verde otra vez, la luz desencadena. Y conduzco despacio, descendiendo mi corazón al borde de la acera. Ese hombre que vende, el guardia, el ciego, aquel niño que rompe su botella 23
pero fue sin querer… ¡y yo los amo antes de que los viera! A veces se ilumina el parabrisas de geranios y soles y melenas… Paso despacio mientras pienso un nombre —acaso Helen, Jacqueline, Teresa— para dejarlo unido a la memoria de la ciudad, que así es más verdadera. …Y otra vez el camino. Que me borren los letreros, las flechas, las banderas. Sólo mi corazón, partido siempre entre lo que persigue y lo que deja.
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Los paisajes Anchos a veces, dilatado sueño de la tierra acostada, que mis ojos ávidos tienen, siguen, y más tienen: también a pico donde el puerto angosto; azules que promueven sinfonías o de tan amarillos silenciosos: vienen a mi cristal. Conmigo viven sobre la sucesión de los kilómetros, hasta que blandamente se deshacen borrándose los unos a los otros. Yo sé que un día volverán exactos, cuando yo aparque al borde del reposo. Será de prisa, pasarán de prisa, más dentro de mi alma que en mis ojos. Y el último será mi último espejo: río de soledad entre los chopos.
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Casi como la muerte del soldado Era un día de paz, una mañana de Santiago, y al borde de las doce. Era la tregua del ponerse limpio y de atarse con calma los cordones, negra la pana, la camisa blanca, sin riesgo para el hombre. La tierra, de sentirse tan besada en plenitud de pájaros y soles, ardía sin secretos, alumbrando hasta la sombra azul de los rincones. ¿Este canto podría ser más bello? …Pero de pronto tropezó en el hombre un pecho de metal como la niebla oscuro, como la niebla torpe. Desde el tierno montón se levantaron unos cobardes ojos hasta el coche, pidiendo, preguntando, despidiendo la mañana tan clara de reproches.
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Cuando yo lo encontré ya le sobraban las palabras de amor y los relojes. Murió en mis brazos, de desesperanza, casi como un soldado, como un hombre.
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Ciudad de Normandía Esa piedra elocuente que levanta la nómina de muertos en abril, Charrier, Dupont, Durant (deux frères)… plantada en medio del jardín; las letras de oro entre las hojas secas de la ofrenda: Aux enfants de la Patrie; las cruces precisando en las colinas, aquí fue hermoso, la traición allí; el nocturno compás de las pisadas extrañas… ¿se van a repetir? No le pregunto al pozo de la Historia por si no alcanzo su profundidad. A los ríos pequeños, sin historia, les quiero preguntar. A los ojos de luz superficiales, a las manos amigas de estrechar. Y me responden desde el ancho vuelo los pájaros que vienen y que van
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y van y vienen sobre las fronteras bajo el cielo neutral. El hombre aprende contemplando el aire: «Lo que conozco puedo amar». ¿Pisaría mi bota estos vergeles que ando en la tarde blanda de humedad? ¿Derramaría el vino con que brindo? ¿Robaría aquel pan? A los ríos pequeños, sin historia, les quiero preguntar. ¿Y en el supremo gesto con que el hombre da al enemigo la inmortalidad, si estuvieras, Albert, frente a mi frente, con tu pecho de roca y de cristal? ¿Olvidaría tu reír tan noble, y la trilla en mis campos de Grajal, y el verso hermano con que traducías para tu lengua mi canción del mar? … Y me responden bajo el ancho vuelo los pájaros que vienen y que van.
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Para jugar al juego de la guerra acaso esté ya próxima la edad en que busquemos muy lejanamente bocas heladas antes de besar, manos que desconozcan nuestras manos, ojos que no nos griten su verdad. Y se abrirá quizás una mañana tan larga de amorosa vecindad que aunque busquemos pechos desamados no los sepamos encontrar.
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La fiesta No más que un día al año: es el festejo común de dos ciudades fronterizas. Se hermanan los colores, las monedas; el puente viene y va sobre la ría; postales y botijos del recuerdo bajo los arcos de la bienvenida. Pasa libre el amor de parte a parte y habla la misma lengua antigua: «—¿Vienes conmigo? Mira, esta es mi tierra, aquí mi fuego, más allá mis viñas». Los niños de aquel lado y de este lado saben el mismo idioma de la risa, y los viejos más viejos se recuerdan, y no riñen los canes ni se hostigan. «La paz es mucho más que una paloma», ora un prefecto, y otro le replica, «la paz es mucho más que dos banderas sobre un único mástil reunidas». La musical presencia de las patrias reparte en pasacalles la alegría.
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Breves las horas si en amor se cuentan, por la sierra ya está la anochecida. Se apagan poco a poco los clamores. La plaza queda absorta en sus bombillas. Cae un telón de pena desde el monte. Las banderas son dos. Color obliga. Con la boca reseca de los lunes van al trabajo los contrabandistas.
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Un árbol con su sombra prevenida Me esfuerzo un poco, y os comprendo casi, hombres de allende el aire donde canto, gentes desapartadas en el mapa, prójimos de mi viaje aunque lejanos. Llego a alcanzar los grises hiperbóreos de vuestras tardes, noche y aun temprano, —ay, luz occidua sobre mis sotillos donde lo oscuro se hace tan despacio— y aprendo vuestra prisa, vuestro modo de acelerar el pecho entre las manos, subir, bajar, la vida, la escalera, bajar, subir, la estrella, el subterráneo… ¡Quisiera preguntaros tantas cosas! Podríamos hablar de los muchachos: abiertos, tal los mozos de mi tierra sus ojos al amor, aunque más claros; de cómo las canciones femeninas en vuestro mundo igualan, sin pensarlo, —«espera, duda, desengaño, entrega»— el tema inmemorial de nuestro cántico.
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Entiendo, sí, de poco más o menos, la tabla gradual de los salarios, cómo se pide amor, y dónde el vino, y un parque a media sombra solitario. Puedo decir así que ya os conozco acaso un poco más de lo ordinario. Pero conozco sólo vuestra vida, y no me basta para estar a salvo. Porque conozco sólo vuestra vida: ¿Qué de la muerte? —con perdón— reclamo. ¿Llega por entre rostros bien sabidos? ¿Quién os recoge el corazón gastado? ¿Abren de rezo en rezo las ventanas para teneros oreados? ¿Qué toque de Ánimas y en qué campanas? ¿Cuántos vecinos juntos a llorarlo? ¿Hay procesión de llamas por el bosque para hacer el camino y alumbrarlo? ¿Marcháis a hombros sobre los amigos? ¿Os conducen sin prisa y con cuidado…? (Porque vivir podría, si se tercia, no importa en qué distinto meridiano; pero morir, morir, es más sencillo en la tierra de siempre un día claro, seguro el rito, la manera inmóvil, y el nombre a dos columnas del diario.) 34
Os presto el corazón por mientras valga. Y otorgo: Que dejo reservado el huerto familiar de la costumbre, y un árbol con su sombra prevenida, creciendo lentamente… Y esperando.
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El regreso Debía ser ahora, justamente cuando atardece. Porque el hombre parte de su costumbre un día que no importa, a cualquier hora sale, pero vuelve y se entrega sin aliento en el último plazo de la tarde. Yo soy el hombre, y esos horizontes que se avecinan son mis heredades. Vengo de los extensos regadíos, de los salarios altos, y quién sabe si de playas secretas con mujeres para la vacación de los Notables. Sobre las carreteras amarillas del mapa inolvidable vuelvo a lo mío, a hincarme de raíces en el suelo, mi suelo de verdades. Si antes conté el camino por provincias, luego por cordilleras y eriales, al fin por las acacias una a una y por pájaros vivos en mi sangre.
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Cuando corono el alto del portillo que guarda la ciudad, y Dios la guarde, me digo: Estoy en casa, estoy seguro hasta para morir o lo que cuadre. Y voy despacio la pendiente abajo, como despacio el sol sobre el paisaje que se recuesta detenidamente y acama los ganados donde pacen. Me acerco en paz —¿pero es que estuve lejos?— al confuso rumor que se reparte por las calles en sombra cuando se hacen misterio los portales. Y digo ¡cuánto os amo! a vosotros, los cien mil habitantes de esta ciudad que ni siquiera nombro, porque todos lo saben su nombre de carbón redondo y puro, de trenes en la noche palpitante, duro como una espada que parte en dos el corazón del aire.
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… y allí quiero dormir en mi remanso familiar, a dos metros de la nieve… Leopoldo Panero
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Los regalos Para ti, amor, ¿qué podría que no te haya dado ya? Para mi tierra secana, conchas donde suene el mar. Para el pecho de los padres, mi pecho sin nada más. A mi hermano, la guitarra más redonda de abrazar. Para la iglesia una Virgen de palo jacarandá. Cintas para las hermanas, pero a la pequeña, más. A mi ciudad, mil cerezos. Bien hay donde los plantar. Para mí no traigo nada. Sólo la voz y el cantar.
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Vedme las manos vacías, rico de solemnidad.
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3 poemas del estío 1. Sed en la ausencia Por fin llegó el estío, mas en vano buscó mi corazón tu forma ilesa. ¿En dónde estás? Un sol entero pesa tan inhumano ardor, tan inhumano tonelaje de luz sobre mis huesos, que he de morir de sed si tú no vienes —¡traedla pronto, arcángeles o trenes!— desbordada en el río de tus besos. ¿Ha de esperar aún esta ardentía a que el cielo libere hasta la arena de mi desierto el agua deseada? Yo, insomne, consumido en lejanía, sin ángel ni aeroplano que a mi pena le dé el alivio de su brisa alada.
2. Dos, uno, siete, siete… ¿Qué muralla de hielo, alta y ajena, alza su pecho entre tu voz distante 45
y esta voz mía? ¿Qué áspero bramante o cable nuestras voces encadena? ¿Por qué, por qué a la íntima colmena en que fabrico esta pasión amante no ha de llegar tu aliento, ya volante y evadido en la luz gozosa y plena? No me basta tu voz amortiguada, —casi perdida— en los auriculares. ¡Has de venir al sol de mis pinares! ¡Y he de prender en la escondida rada de tus labios el ansia de los mares y he de sorber tu lengua liberada!
3. Misa de doce Cual si el sol estrenase en la mañana de este domingo azul su limpia hoguera, todo amanece nuevo, todo espera un no sé qué de gracia más que humana. La luz se hace burguesa y provinciana, ¡y cómo alza tu línea de palmera y tu risa y tu gracia dominguera hasta las torres que mi anhelo grana! 46
Los álamos te ofrendan su rosario forestal y te anuncian las palomas en la atalaya gris del campanario. Todo me empuja a tu amorosa cita. Que hasta el llano he bajado de mis lomas por el roce de darte agua bendita.
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La ca sa, la noc he ¿Quién podría allanar este dominio a cal y canto? Ni siquiera un ángel si no viene de parte de Dios mismo. La noche está rozando los cristales como un lobo de cuento para niños. No le abriré. Quede la noche fuera con sus pálidos brazos ateridos. ¡Vientos, venid las alas a chocar, mantos de lluvia, cielos lívidos…! Ésta es mi casa donde estoy seguro aunque tiemblen delgados los ladrillos. ¿Quién acecha? ¿Quién ronda en el aliento espeso de la noche? Si furtivos ladrones, búhos, sombras avipardas, ésta es mi casa fuerte de pestillos. Ni a la Fortuna extraña que viniese a darme en peso su metal fundido, ni a la Gloria vestida color de verde olivo…
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Levantaré los hierros celadores sólo cuando se acerque sin ruido el ángel que no nombro, la noche que está escrito. Saldremos de la mano, y saltaremos luego en el vacío, yo bajo el manto de sus alas, con el temor de lo desconocido. Hasta entonces, ahora, mientras tanto… ésta es mi casa, y nada, nadie podrá conmigo.
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Memoria del fuego No podía saberse, no, qué noche sonarían las voces consabidas, aunque siempre de nuevo sorprendentes: ¡Agua, agua, socorro, fuego, fuego! El sueño, promediando por la sangre, defendía la cálida quietud, mas las voces, las voces asaltaban los dulces agujeros de la sombra. Entonces, las campanas de la Insigne Colegiata, más bronces que en un duelo, históricas, profundas, espantosas, empezaban el toque de rebato. —¿Dónde el fuego, vecinos, dónde, dónde? —¡Hijos, mirad la casa de la abuela! Todos los sacristanes alertados, las monjas campaneras que no duermen jamás —lo juraría— volteaban en nuestra villa pródiga de torres. ¡Descorred los cerrojos del recelo! Gimen los goznes, y de los portales
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van saliendo los hombres, en descuido de botones y barbas fatigadas. Hay una establecida jerarquía: Aquel es capataz, lo saben todos, confitero de oficio, y ya su padre heredó del abuelo la costumbre. Los demás se colocan en hilera y se pasan de prisa los calderos. A veces el caldero rebosante se lo da un hombre al hombre que más odia. Se miran fugazmente, encadenados, pero hombres al fin, y el agua vuela. Ya no puede la furia de las llamas. Tan sólo un humo triste y postrimero mientras arde quién sabe qué madera humedecida de sereno llanto. Las gentes volverán a su secreto. Van a sonar pesados los cerrojos. Pero antes de extenderse por las calles se contemplan los unos a los otros con un poco de amor, y van pensando: «Por cada fuego somos más vecinos».
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El pequeño tren Alabo el tren pequeño: dos vagones de tablas barnizadas, con cristales que cuadran los viñedos, con un timbre de alarma que quizá no suene nunca, con una mesa larga de Correos donde clasificar las novedades, con un furgón atrás para las cestas, sin coches camas y sin más historias; lo manda un maquinista de Monforte, lo atiza un fogonero de Monforte, el revisor también es de Monforte, Genaro es el cartero y es del Bierzo. Dieciocho kilómetros diarios, nueve y nueve contándole ida y vuelta, para enlazar a tiempo con los grandes expresos que conceden un minuto, no es gran cosa, pero es la lanzadera capaz de urdir la trama de los siglos, pequeño tren de vía secundaria, ¡y a veces hasta fue considerado, 52
trayendo un premio gordo, o un ministro, o el despojo de un duque recién muerto! Te alabo, breve tren irrelevante, pequeño tren, formado como tantos hombres con vocación a la modestia, y canto tu belleza subsidiaria.
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La Plaza Mayor Traspasada de silencio la Plaza Mayor está. Por siete calles delgadas derrama su soledad mientras dos ángeles velan con celo municipal. Arropados en la noche los hombres aman en paz y hacen corazones nuevos. La historia haciéndose va. Se está haciendo un nuevo día, aroma de fruta y pan que alerta por los tejados a los gallos de metal. Montañas que el viento afila abren sus pechos de sal y se hacen dulces regueros de blanca leche lunar. Flores sangrando rocío, acabadas de cortar, 54
ya vienen por los caminos con soles sin estrenar. Vírgenes apresuradas las traen en el delantal. De los páramos antiguos polvo de luz cereal blanquea por las arrugas de labriegos sin edad. Cuando el día se confirma sobre torres de cristal, ya son una sola sangre la del campo y la ciudad: Equilibrio de la Plaza Mayor, recinto cabal, con norma de simetría perfecta de vecindad.
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Al señor, día y noche en San Isidoro de León Tu clamor sin palabras, tu certero anegar de oro y miel los corazones, tu perenne alentar en aquilones que conmueven la vida en que yo muero, tu milagro sin par, tu lastimero pregón brillando en muros y blasones que guardaron Guzmanes y Quiñones como guarda la mies el meseguero… van hurtando mi nave pescadora al pleamar de hierro y de cemento que es la Ciudad. Y sólo leve viento apresado en tu mano regidora, voy a vivir en ti, hora tras hora, yo mismo luz, y pan, y sacramento.
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Nocturno en la colegiata de Villafranca Viejo libro de piedra y de cristales, archivo y fe de la memoria mía: tu secreto lo abrió mi alevosía una noche al trasluz de los vitrales. Fantasmas de cabildos colegiales, sombras de antaño, van en letanía, y hay una tiple voz de escolanía martillando las bóvedas claustrales. Abades, prebendados, racioneros… de una historia de siglos mensajeros bajo la luna pálida y felina van acudiendo a celebrar el coro. Y el fulgor de sus báculos de oro enciende una liturgia clandestina.
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Villaralbo con la casa amiga (1.361 habitantes de hecho 1.407 habitantes de derecho.)
Cruceros por el Sur, copas de espuma decoradas de rojo de los labios, y una orquesta en el fondo con violines. y espejos más de plata que los astros; bahías en nocturna claridad que alargan su perímetro de faros; riberas de azahar embriagadoras junto a playas de torsos desnudados donde las horas se disuelven tiernas como senos de arena entre las manos… ¡yo os abandono! Voy a otra querencia que me llama a la fiesta del verano. ¡Con cuánto amor las blancas alpargatas! Casi me bastan a llenar el hato, sin olvidar el libro compañero, la pluma de soñar a campo raso. Estoy seguro de lo que deseo en pos de la llegada y el abrazo: una nube de olvido que me envuelva hasta ponerme en paz con lo creado. 58
¡Oh pan de la amistad, ligero el vino sobre el mantel más puro y cándido! La casa está en silencio ¡y todo canta sin embargo! La sombra en el reloj, los limpios cobres y los vientres oscuros en que el barro reserva el agua… ¡y todo canta, sí, a nada que sepamos escucharlo! Cuando la tarde peina sus mitades, el pecho lo sentimos tan cargado de amor, que Dios se hace indispensable. Y le rezamos. Le rezamos así: por las cosechas en la extensión vecina de los campos, por los que están muriendo tal nosotros, por los que ya viviendo en Otro Lado… Es el rezo en común. Pero yo quiero hablar después a Dios en solitario bajo la luna enorme que persigue el corazón del Duero entre los álamos. Para pedirle a Dios por esta casa, para rogarle por sus amos. 59
Porque todos los hombres sobre el mundo sepan partir el pan, y celebrarlo unos con otros, y que tengan vino donde alegrar el corazón cansado para beberlo en compañía, chocando las miradas y los jarros. (Lujosos por el Sur van los cruceros de espaldas a la tierra de secano.)
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Los míos Canto la tierra, el trigo que le nace, y repito la rosa demasiado; los pájaros de Dios, las amistades y tantas hermosuras voy cantando. ¿Podré callar entonces lo más mío? Voy a decir los padres, los hermanos. Hoy os requiero en vecindad del río a merendar los dones del verano. Ahora que todavía, cuando somos, antes de que nos falte algún pedazo, éste es el tiempo de extender manteles sobre la hierba de los prados. ¡Qué júbilo de sol en la distancia y de azulada sombra en los castaños! Todo está pleno, el corazón, las cestas, y la tarde sus zumos derramando. Sobre la palma ruda de la tierra pongo mi cuerpo a contemplar tumbado la dimensión profunda con que el aire pesa sobre mi pecho sin cansarlo.
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A Dios lo siento arriba inconfundible, y por la espalda el suelo donde aguardo, y a vosotros os siento, los más míos, como un calor dormido en el costado. Esto es ser rico un hombre, tener madre donde llorar aún, espejo claro el padre que nos mira todavía, y sangre repetida en los hermanos. Decidme si no es tiempo hasta los bordes de levantar la espuma de los vasos, de saltar en el soto, de encender una lumbre donde oficiar el cántico: Porque madre se olvida de su espalda. Porque el padre envejece muy despacio. Porque les damos hijos de sus hijos. Porque nos mira Dios desde lo alto.
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El huerto ¡Cuántos años ganados esperando la madurez dorada de este tiempo hermoso, en que no se disipa ni una gota del jugo preciado de la vida! Porque ahora, por fin, acierto a demorarme en el huerto que es mío; alabo a Dios por la salud de la naranja con que me desayuno; cada abrazo de amor me obliga a nuevos himnos… Y aún espero otra edad más alta, que no en días felices se compute, mas en largos instantes, todavía alargados por la sabiduría de sentirme viviendo hasta los huesos. 63
Ciudad de los viejos Soy un hombre de paz, y lo confieso a quien me quiere oír y a quien no quiere; pero haría mi guerra, yo el primero, por alargar el reino de la tarde en el limpio dominio de los viejos. No los niños, que asumen en potencia oculto entre sus brotes indefensos el poder de la tierra. No los jóvenes cuerpos viriles, asombrados de la gloria descendida a sus músculos enteros. Ni siquiera la virgen, nunca inerme en la suave extensión de terciopelo, más fuerte que parece, más segura, bajo el arco tendido de los senos. La redondez augusta de la esposa dormida sobre el lecho, mullendo la blancura de las noches, amando en paz, pariendo, amasando en el día la esperanza 64
con sus manos de pan dorado y tierno, no me pide defensa, pues le basta su destino matriz del universo. Seriamente levanto mi bandera —primero en paz, un día ya veremos— para pedir países de hermosura, mejor que cementerios. Convoco a los poetas concejales, reclamo apasionados arquitectos que proyecten polígonos de espera sin callejones donde habite el miedo; plazas de sol con bancos verdeclaros, periódicos abiertos por el jersey azul de las muchachas y alacenas oliendo a ropa blanca con mezcla de membrillo y limonero… ¡Que se hayan previsto las palomas y la solicitud de los carteros! Hasta que un día… ¡No! Si soy poeta puedo inventaros un país sin tiempo. ¡Nadie os reclame por el nombre propio a los reinos extraños del silencio! A vosotros, mis amigos, los fuertes niños que mal llamamos viejos. 65
A todos los del mundo. A los más nuestros. A este viejo que se hace por mi sangre desde un trece de junio en movimiento por el soplo de Dios, Viejo Dios, Tú también, Viejo y Eterno.
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Úrsula ciudad La belleza plural de mis ciudades en una se resume triunfadora. Penúltima ciudad, acento esdrújulo que alza la voz y luego la desploma. Estás como te había presentido, sobre el énfasis leve de una loma, no tan alta que el sol te destituya, no demasiado al ras donde las otras. Ciudad mía, que sólo yo conozco en fuentes de la gracia surtidoras, ¡oh, jardines secretos donde entro y levanto un revuelo de palomas! Eres ciudad de estar. Si se pudiera… En ti se cumplen todos mis caminos y sólo queda hacer parada y fonda. Vengo a esperar a tu sala de espera, en tu hueco dulcísimo de sombra, la luz que irrumpirá por cualquier vía, acaso a contratiempo y en deshora.
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Ciudad sin tiempo Estaba ayer aquí, y era el verano, con regueros de luz en la besana y los insectos bajo el sol cantando. ¿Sabéis dónde es aquí? Es cualquier parte del paisaje común en que levanto mi soledad: Llego, la escojo y nombro sencillamente a Dios como notario. (Últimamente por costumbre acampa mi vocación en los Cantamilanos.) Estaba ayer aquí, iba diciendo. Hoy está otoño y el color cambiado. Los grillos que grillaban ¿qué refugio? ¿Y aquel cielo agostando los secanos? A la distancia de un cantar, de un grito, casi al roce posible de la mano, las montañas se agrisan en la espera de que las cubra el resplandor nevado. Esta tierra tan franca de otras veces, tan elocuente si la voy llamando,
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ahora me anuncia apenas con rumores que es el tiempo brumal de los presagios. Recuerdo una ciudad que no conozco y evoco lo que nunca he contemplado. Ésa es otra ciudad —otro cantar— que habrá que visitar tarde o temprano. Por el ejido en mi ciudad presente —ligeras las alforjas del viático y el corazón a varios bajo cero— saldré a la infinitud del campo raso. ¿Valdrá mirar atrás? ¿Podrá saberse si el pájaro nos llora en el tejado? ¿O habrá que caminar de cara al viento, desnudos de recuerdos y descalzos? Hoy más que siempre, al aire del otoño, no sé por qué, pero en Cantamilanos, entiendo que me esperas, Ciudad última, Ciudad mía, Ciudad sin calendario.
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DEL MONTE Y LOS CAMINOS [1966]
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A mi padre, que trabaja el hierro A mi madre
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1 del monte y los recuerdos
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1 Padre: primer momento del tiempo que rehago desviviendo hacia atrás por caminos borrados. A tus manos me acojo. De tu cuerpo recuerdo la fuerza, pero nada más cierto que tus manos. De tus manos llevabas mi vocación cogida y mis pasos se hacían memoria de tus pasos. Era la atardecida y tú los señalabas: picos, valles, congostos de soledad, malvises por sus nombres exactos. Decías: «Por entonces traíamos el hierro». ¡Y sonaban metales precipicios abajo! 77
«El camino —llamabas al recuerdo— era duro viniendo de los mazos». ¡Y mi infancia aprendía lo que cuestan las hoces! Porque nadie comprende cuánto es de barato, si se compra, ese filo que arrebata las mieses. En los adentros anchos de la patria fulguran las hoces bajo el sol, puras de veranía… ¡Y están hechas de monte y de caminos malos! paridas en invierno con sudor, en las fraguas primarias del cansancio. Padre: Te lo mandaba la sangre. Y al abuelo Manuel se lo mandaba otra sangre, con qué nombre, dime, que ya no puedo recordarlo. Con vosotros regreso, nunca martillos, yunques 78
de mis antepasados. A vosotros asciendo. Yo, degenerado hijo de las montañas, tantas noches perdido entre la seda. Yo, pecador, confieso y canto.
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2 Hoy no voy a cantar por una catedral. Ni siquiera por pájaro, mujer o nube altiva. Hermosa a su manera y de cantar posible si la mira el amor es la ferretería. Digo una tienda al norte que da a la carretera por dos puertas delgadas y por una vitrina; que da al mundo, a los carros, a la pequeña historia de la gente sufrida. De la gente sufrida, porque decidme: Quién compra las herramientas, si puede —no pañuelos bordados de batista—, para las manos duras, para la tierra dura —no las tazas a juego 80
de porcelana fina. Quién toma los alambres y los comprueba a pulso hasta saber su fuerza oculta y recocida, el filo de las hoces —siempre desconfiando— y las dulces navajas de adentrar en las viñas. Y los clavos, decidme, los clavos, qué parroquia van a tener si no es la gente sometida que va por los caminos con hierro en el calzado y señales profundas de clavos más arriba. Un libro un manifiesto un espeso inventario en símbolos están por las estanterías. Si se saben leer está cabal la historia de este poco de muerte, de esta media vida.
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Yo sé que no resumo una fácil belleza. Pero otro canto, ahora, de qué me serviría.
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3 Cuando descanso los ojos y voy flotando en el sueño, lo que escucho todavía es el sonido del hierro. Todo sonaba en la tienda enemiga del silencio: los clavos sobre el platillo de la balanza cayendo y el choque de las caderas redondas de los pucheros. La chapa galvanizada en hornos altos de fuego vibraba, curvada y dulce materia de los calderos. Las guadañas se escogían arrancándoles el eco. ¡Todo un bosque de metales y yo perdido en su centro! Podré olvidar el color de las cosas que me vieron
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crecer desde los estantes, pero su canción no puedo. Lo que sonaba en la tienda vuelve en la niebla del sueño, tan claro que me pregunto si estoy soñando despierto.
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4 Permite Dios, en ciertos días claros, que al aire de estos alpes trascienda la presencia lejana de las cúpulas. Más allá de las villas, al cabo de una raya azul donde se pierde la mirada, emerge la Ciudad. Aquí el padre mostraba con su mano el derecho camino de los ojos hasta encontrar con gozo las señales de la Ciudad cerrada de murallas. Cómo no conocerla en los reflejos de sus torres purísimas alzadas y en la mancha de piedra que sitúa su reposo tan duque junto al río. El padre recordaba los Cantones con estatuas de mármoles antiguos, y aunque fuese locura en la distancia, sentía las campanas de los Corpus.
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Los hombres de los montes hubo un día en que oyeron palabras como brasas: «Aquélla es la Ciudad. Os pertenecen sus jardines de sombra cada tarde». Pero ellos se miraban las manos, se miraban sus manos como yescas, su calzado ruidoso, y no entendían, aunque estaban sus ojos abrasando el horizonte. Un verano —de ayer, de cuántos años— vinieron abundantes los augurios: resplandores de sangres boreales y una lluvia de estrellas desplazadas. Los hombres, asomados a la roca más audaz de los anchos miradores, vieron cómo cercaban la Ciudad los dos brazos de un río dividido. Era un raro silencio, una espesura del aire que perdía ligereza. ¡Ay del cristal! ¡Ay de los tallos débiles! Y bajaron los hombres. Gravemente, sin extremo ademán, sin estandartes, 86
con alguna canción de hacer la ronda para andarse más blandos los caminos. Con una luz agreste en la mirada bajaban de la altura de los siglos por si había que dar alguna cosa seria por la Ciudad. No por Helena. Pero esto fue… ¡Dios sabe cuántos años! Hoy es Abril de mil y novecientos sesenta y cuatro, hay sol, se ve a lo lejos la Ciudad, se ve a lo lejos la Ciudad…
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ii del monte y los caminos
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1 Reduce los colores la tarde del invierno. La villa se recoge dentro de sus cristales y deja al forastero apenas un retén donde cargar la lámpara que alumbrará el camino: cuatro voltios linterna de luna acumulada con que aliviar el antro circular de la noche. Con mirada de envidia despide el ciudadano orden, la apariencia de plateada bondad cuando la villa alarga sus fluorescentes brazos, y el campesino piensa: «Casi cinco mil almas aquí disfrutan vida sin miedo de lo oscuro, y Dios les es diario y entero en cuatro iglesias, 91
y no se cuentan leguas de angustia a la botica». (Aunque por dentro sueñen los hombres más anchura y las vírgenes muerdan los mirtos impacientes.) Vecinal el camino se ciñe monte arriba. La población que resta aún llega a los alfoces en sonido perdido o en párpado temblando. Luego nada en la boca espesa del silencio. El hombre se limita al pálpito cercano que lo guía y desecha los plurales contornos de evidencia imposible. Apretado a la carne avanza más seguro soportando su inquieto corazón giratorio. El hombre no va solo. Un socio lo acompaña 92
y le ayuda a subir y a alzarse todavía. A la espalda le sigue, por la nuca le llega su húmeda constancia, y de la piel al hueso su presencia trasciende. Acercan los castaños sus brazos extendidos promoviendo a ambos lados dobles figuraciones y con rumor de hojas delatan el asedio de dulces alimañas venteando la sangre. Por los sentidos montan trampas engañadoras: luces, y no amanece, torpe aliento de flores que la noche derriba y sonidos extraños que no se identifican con la rama temblando o el viento en los canchales.
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Dónde golpear, decidme. No hay enemigo, cuerpo que hendir a mano airada, y están de sobra el brazo y el valor si lo hubiera. La lámpara se acorta y araña escasamente la montuosa piedra. Si el hombre fuese solo, aquí desarmaría su brazo y sobre el manto rudo, pavor o sueño clamaría o muerte. Pero el paisano lleva pegado a sus espaldas el miedo razonable y más alto se atreve. El miedo lo acompaña como un perro obstinado, mastín de brasa oscura que enfría cuanto lame. Por el miedo está cerca del amor y del fuego, de la ventana amiga donde tiembla la helada.
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Las cuadras se anticipan olientes a costumbre. Ni una luz en la aldea ¡y toda resplandece! El viajero se atreve a mirar el camino que deja atrás y siente como un extraño adiós perdiéndose en el eco de sus pasos… Y canta.
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2 Parece que decimos compañía si decimos caminos vecinales: lentos carros llevando hacia la noche su procesión de espigas candeales. Pensamos unos mozos a caballo, elemental belleza en los alcores, y novias regresando de las viñas por los senderos entre flores… Pero no los busquéis por esta guía de los sueños. Mejor sus piedras duras sabed, el desamparo de sus lindes, la soledad mortal de sus alturas. Los hombres van dejando en los carriles un reguero de vida que se pierde como grano menudo entre las peñas y ya nunca será trigo ni verde. ¡Qué extensa patria! harían los caminos si juntasen sus lechos alargados cerrando una heredad ¡y qué sufrida! la población de sus desheredados.
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No acertaréis a hallarlos sobre el mapa dibujados en rayas diagonales. Llevan los hombres con sudor escritas en la memoria sus señales.
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3 Pero decidme, a veces, qué se puede hacer con sólo el canto. Cuando gime una mujer de noche: aquella misma que iluminaba los alrededores con el rojo voraz de su corpiño y ahora está malparida, flor de espanto, vientre en hervor al filo de la luna. Porque a veces no es fácil la llegada de la luz, y ninguno soñaría que después de este trance se volviera a ver el sol temblando en los tejados. Aquí siento vergüenza de mi oficio de cantor y reclamo una herramienta para romper el paso, brazos rudos con que palear la nieve, y el esfuerzo para portar un cuerpo por el bosque de las sombras, como un árbol herido. ¡Pido un camino para hacer más corto el grito que pelea hacia la vida!
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4 No se inventó la rueda. Ya la tierra nació sobre su pecho soportando la lentitud sagrada de los bueyes y el destino remoto de los carros. ¿De qué niebla, de cuáles lejanías? ¿A qué límite van acompasados? Llevan entre sus ejes la paciencia y una lengua colgando a cada lado. Llevan también un hombre. A veces canta. Luego torna al silencio resignado. Vuelve a cantar. Vuelve a callar. El tiempo es suyo: Va cuesta arriba, y despacio. … Y el tiempo va rodando los caminos vecinales. Y un lunes preguntamos por dónde hemos de ir, y no hay respuesta, y no hay respuesta, y nos quedamos quietos sin voz hasta que vienen a llamarnos. Oímos nuestro nombre y apellidos y nos suenan como un río lejano perdiéndose entre peñas… Es el día. Seguro el día y puntual el carro. Detrás está un respeto de sombreros. Vamos a la frescura de los prados.
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¡Carro a la fiesta! Suavizadas llantas por una vez nos llevan cuesta abajo.
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iii del monte en soledad
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1 ¡Cerrad las puertas! Cese el acarreo de las ramas sin fruto destinadas al chasquido paciente de los llares. ¡Clavad con duros clavos las ventanas! No más el hormigueo hacia las cuevas. Pobre, pero cumplida está la patria de montones oscuros repartidos sobre el lecho extendido de las pajas. Todo conviene al sueño: Está la sangre como una tibia corza aletargada. Nadie la mueva. Que se tenga el viento frente al espino de la empalizada. Tregua de Dios: invierno. Por las tejas pasan los días y las noches. Pasan los sueños en el humo… No pasa nada.
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2 Acontece que a veces ni una aldea con unidad de vida se declara en leguas de silencio a la redonda. El monte hace las vidas separadas. En soledad enciende una familia cada día su lumbre, que levanta una señal perdida en el paisaje hacia el azul dominio de las águilas. Esta forma de estar hace a los hombres de una seca madera resonada donde el eco del mundo cumple el sitio en que hubieran crecido las palabras. El hombre habla hacia dentro y se contempla en el espejo cóncavo del alma. Lo que sabe lo aprende con su pena. Si pregunta a lo alto, Dios se calla.
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3 Pienso, en la vastedad de las alzadas, el vínculo secreto pero cierto que reúne el destino de sus gentes: única sangre bajo el mismo cielo. A veces se tropieza en las veredas el hombre con el hombre, y el sombrero hace el adiós, y salen las palabras —pocas— desde la hondura de los pechos. Porque es otro su modo de elocuencia, que les viene de haber junto a los hielos la endurecida piel disimulando corazones que aman sin saberlo. Lo saben cualquier día, cualquier noche, cuando la voz profunda de los cuernos avisa contra el lobo, hacia las trampas, bajo las lunas trágicas del miedo. Entonces es la patria solidaria, oh patria extraña que no suma pueblos sino esperas y largas soledades del hombre en los estribos de lo eterno.
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4 Cedo amanece Dios esta mañana. Aunque los días hayan alargado poco a poco su luz, hoy de repente lo vemos, lo sentimos, lo tocamos. El aire desentierra las campanas. Crece la savia nueva por los ramos. Todo es azul, sereno, como el humo que se levanta desde los tejados. Pero no llegará la primavera sólo porque lo fíen los presagios de la naturaleza convocada a la cita primera de los gallos. El hombre en soledad aprende a oírse el corazón, la sangre y sus oráculos: Cuando escucha en las venas una dulce presencia en crecimiento, cuando pájaros locuaces quiere, nubes encendidas… es primavera. Aunque él no sabría explicarlo.
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iv m e d i ta c i o n e s y p r e g u n ta s
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1 De entre estas peñas nace un hilo de agua tan débil que parece destinado a extinguirse sin valer remedio a sed ninguna. Y nadie soñaría, viéndolo infante a punto de perderse, su próxima grandeza derramada: Recogerá tributos que obligados le vienen desde el fondo de los tiempos hasta hacerse deseado y temido, cantado por el coro de poetas, seguido hasta su muerte en otras aguas por la amistad callada de los astros. Brota de entre estas peñas un suspiro de agua, menos que un arroyo como tantos perdidos en el monte. Pero ha salido apenas a la luz y ya es un nombre que repite el viento. Dios lo sabrá: Por qué entre mil regajos uno tan sólo hay que nace río.
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2 ¿Quién canta que los pájaros son libres? ¿Qué río inventa su fatal destino? Les duelen los pulmones a las aves cuando sostienen por demás el vuelo, y el agua que pensamos desatada se obliga a otra en lazos afluentes. Oíd, vecinos: ¡Árboles callados! ¡Peces de los espejos infinitos! ¡Pequeñas bestias que no sabéis dueño y os arrastráis despacio por la tierra!: Huéspedes somos bajo el mismo techo. Pero los hombres libertad clamamos donde vosotros sois silencio y tropa. O acaso no entendemos. ¡Acaso no entendemos vuestras voces!
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3 Dejadme que pregunte, cuando estoy más cercano de quien todo lo escucha, el nombre, el nombre, el nombre de aquel mar tan profundo, pozo de los vagidos de la tierra, residencia de algas con vocación de pan, vivero de estos robles, el mar donde aspiraban las ramas y los ojos que ahora pueblan la cumbre donde mi voz es sólo una señal perdida, unas alas minúsculas en el batir lentísimo de todo lo que existe hacia el azul más alto.
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v e s c e na s y p e r s o naj e s
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Un hombre como ellos Cuando Dios quiere hacerse muy del monte, más cegador que el sol en los neveros, más corporal que un árbol extendido con los brazos abiertos, más vivo que el cachorro más reciente, más gustoso a la boca que el centeno, más alto que la cumbre donde acaba la imagen del invierno… un hombre sube con su cruz pequeña, sube un hombre pequeño, por la cuesta del monte sube un hombre como ellos. Es como los demás. No extrañaría nadie sus ojos que oscurece el viento, el avezado son de sus pisadas de campesino, el frío en sus cabellos. Guardado entre la ropa lleva un vaso que a los rayos del día echara fuego. Sangre de Dios habrá cuando se alce después de las palabras del misterio.
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…Pero no se oirán las delicadas flautas del órgano moviendo el aire. Ni la luz tendrá vitrales con santos y prelados y guerreros. En vano buscaríamos un ángel que deje ver la gracia de su vuelo. Para llevar a Dios junto a los hombres va solo y cuesta arriba un hombre como ellos. Un hombre. Sólo un hombre como ellos.
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Los mozos Habría que correr detrás de aquellos mozos que con paso inseguro bajan hacia el olvido. Miradlos con sus cajas de tabla, sus papeles sellados y la ebriedad novísima del viaje. Habría que acercarse sin quebranto y hacerles dulces reconvenciones como quien enamora: «Hijos, dejáis la braña como una loba madre tendida en el silencio. Hijos, sabed a dónde». ¿O habría que ganarlos con amor prometido trayéndoles posibles la herramienta y la vida?
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«Hijos, lleváis los brazos fortísimos, los pechos expertos de la nieve, pero sabed a dónde». Los dejamos marchar como se escapa el agua pura entre nuestras manos, que luego nunca vuelve. Pero el hombre no es agua ni estación pasajera, sino apretado monte que responde a su origen. Habría que dejarlos partir, porque aprendieran de cómo la distancia es la forma suprema del amor.
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«Rubio» Tanto plomo que sientes en el párpado. ¡Ese golpe de sed! y la desgana para buscar el agua. El silencio del amo, que no obliga. Termina aquí tu historia, dulce animal tendido que recorres con un ojo cansado el familiar contorno de la pobreza. Como prenda que no consiente más agujeros te vas de muerte natural. Oh, tierna criatura de carga, poblador de un mundo donde acabas y queda un hueco grande como un hombre.
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Avión de línea ¡Extraño mundo! ¡Tiempo inesperado! Cuesta abrirse camino en la materia terrestre que se opone a la esperanza del hombre, y sin embargo, media legua hacia el cielo, y ya unos ojos nos miran muy vecinos desde un pájaro de metal. Todas las tardes cruza. Resplandece. Se acerca. Dios diario. El hombre está labrando la alta tierra. Despega el rostro de la tierra. Con su mano alzada dice adiós: ¡Hasta otra tarde! Y vuelve a la mancera del arado. Del arado romano.
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Un niño reciente No hay que ir más lejos para ver un niño caído dulcemente sobre pajas en olor de pobreza. Y por que todo se parezca a aquel tiempo, no le faltan las bestias, con su aliento más que humano, ni la miel, ni la leche, ni la música que hace el aire bailando por las ramas. Cada vez que sucede, van los hombres recordando que Dios les es amigo. Y los viejos se miran en los ojos recién hechos, y callan sus preguntas.
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La serranilla Tarde va la niña, tarde, de prisa por el sendero. El monte está entre dos luces. La tarde espesa su velo. —«Detén, la moza garrida, tu paso; no tenga miedo tu corazón de paloma; noble soy y caballero». —«Ay, señor de los halcones, volved al valle, volveos, que no soy moza de amar si no es a mi cabañero». Cuando llega por la fuente que nombran de Riosnegros le sale una voz al paso, morena como el enebro: —«Ven conmigo a mi cabaña. Dormiremos junto al techo del mundo y otras cabañas de leche y miel poblaremos».
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—«Ay, pastor de las alturas, mi madre que está en el cielo dio mi anillo de ofrecida a aquél mi novio guerrero». Círculos de sombra avanzan de los sitios avisedos. Por el caborco la niña escucha un hombre sin verlo: —«Te traigo rosas de Francia y cintas de terciopelo; galones sobre la hombrera, paga de cabo primero». —«Ay, que fue mucha la espera, y mis ojos no pudieron en tanto sufrir las fraguas de mi amante que es herrero…» Ya el humo por los tejados anuncia la paz del pueblo. La niña suelta su trenza y va riendo, riendo…
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La lección de geografía —«Si un día el sol tan grande amaneciera que iluminase el monte al otro lado, y vosotros los ojos atrevieseis muchas leguas al Este, o si la eterna nieve derribara el monte con su peso encanecido como se entrega un corazón que cae cuando le sobran los inviernos: ¡Creed en mi palabra! Mil naranjos y más y más van descendiendo hasta cerca del mar. Y por sus ramas los frutos encendidos se descuelgan. Baja el polvo de oro de la altura sobre los cuerpos que desnudos cantan. Y cuentan que hacia allí está Barcelona como un domingo lleno de banderas».
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Los sedientos Las viñas quedan bajas: donde el valle sereno. Algunas en laderas recuestan sus arbustos. Muy escasas se atreven por los terromonteros, pero éstas son las tristes madres de uvas sin nombre y mostos agraceños. Arriba, sólo el rudo dominio de los vientos que orean las pallozas: leche lunar, castañas y panes de centeno. De esta manera el vino mide el alejamiento. Los hombres alejados sueñan el vino nuevo que nace en los otoños, abajo, en los lagares cerrados y secretos. 125
Entonces, con el alba de un día ceniciento, bajan de las montañas por los alcorces secos, con las gargantas secas y los labios sedientos. Las castañas entregan, la grasa, los nacidos frutos de las parcelas altas de su destierro. Estos dones comunes hacen al hombre recio, pero no le hacen lumbre en las bocas de adentro. ¡El vino necesario! ¡La alegría fugaz del descomedimiento! Los hombres que bajaron silenciosos, se vuelven por los mismos repechos con sus odres colmados y los ojos en celo.
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Descubren de repente que hay estrellas y ciervos, que huelen sus mujeres a un caliente sahumerio… Luego duermen profundos y los traga el invierno.
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El manantío Desde un rato de amor, que acaso tiene su origen en el frío de los huesos que se buscan debajo de la manta; desde el abrazo a oscuras, primitivo y solemne como una ceremonia; desde una hora que no canta el gallo ni cuentan los relojes de la tierra; desde una esquina, desde el arrabal del mundo nueva vida está creciendo. Está en camino ya por entre peñas secretas. Como un hilo irrestañable que corre hacia los siglos de los siglos, siempre, siempre… Desde un rato de amor.
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SITUACIONES DE ÁNIMO [En Contar y seguir, 1962-1972]
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A Ramón Carnicer, este cuaderno
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El poema no tiene que llamarse nada. Si este poema tuviera que llamarse algo se llamaría La inocencia del poeta. Lo empiezo por llorar lo más perdido, no la pena del hombre que quisiera creer de nuevo en brujas y milagros, en quejas de doncellas ofendidas, en el frescor del agua en los botijos, en la seguridad de los caballos. ¡Más de nunca volver!: Digo aquella manera de ponerme a los versos como agachado al chorro de una fuente, y ahora mismo, si yo fuera más niño, más hombre, más verdad, «Oh, día de fervor», escribiría «(En la primera comunión de un ángel)», cosas así, si me atreviera.
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Ese niño que miro y que me mira Hizo falta este agosto sin orillas en la mañana que no mueve el viento, estar en vacación desde la nube hasta la paz tendida de los huesos. El sol parece quieto en su camino. Ningún latido en el compás del tiempo. Repliego la mirada hacia mi hondura y es un niño sin voz lo que contemplo. Torpe para nadar, le duele el agua. Torpe para los saltos y los juegos. —Torpe, torpe… —le dicen. Y él me mira. Tiembla una luz delgada entre sus dedos. Nunca se alzó bastante hasta los nidos. Torpe, si no era en alcanzar los sueños. Agua miope y dulce va a sus ojos. Yo me conozco naufragando en ellos.
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Recla mac ión del ma r El mar no es sólo de los litorales. Porque de tierra soy, de tierra adentro, al delgado confín donde la tierra cede proclamo mi derecho. Tan grande el mar, no basta para amarlo un amor marinero. Porque si el mar se definiese en suma como el verde remoto de los piélagos, por la alta mar y por la línea varia de las costas batidas por el viento; si a la espalda del mar no hubiese tierra sufrida, con praderas y centenos, montes y ríos, minas encerradas donde oscurece el hombre entre los hierros…
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si todo fuese mar ya mar no habría, agua sin forma bajo el cielo.
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Oración con mi cuerpo Me desnudo. Estreno una manera de sentirme de sangre y no de ropas. ¿Cómo saber, si el frío los ataba, la posible extensión de nuestros brazos? Aquí me llama el mar hasta su boca, y el hombre aquel que se tendía oscuro desenreda su cuerpo y lo levanta lento de asombro hacia la luz hermosa. Hoy rezo con mi cuerpo, por mi cuerpo, tan cercano de mí, tan fiel y amigo, verdad a la que toco y que me toca.
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Del libro de la madre «Escójanse los sanos y amarillos membrillos del montón que alza su aroma. Luego cocer, cortar hasta arrancarle al fruto el corazón bajo la piel rugosa. Póngase —con amor— todo el azúcar que cabe en unas manos generosas. Colóquese en los tarros transparentes la dulce carne, suavidad de rosa. Guárdese en el silencio de la casa, en los huecos amantes de la sombra». …Hasta la tarde larga de un verano que traiga al hijo, de la mar remota.
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Ciudad de la tr ist ur a Lo propio de esa hermosa ciudad que se reclina lánguida en las laderas de un olvido de siglos, es que festeja cuando va a empezar el otoño con su belleza honda, claudicante, tardía. Así sabemos, tristes, con los ojos llovidos, de una fecha sin horas en que se fue la música. En que se fue la novia de seda del verano. Ardió la última pólvora del corazón, y un can rastrea en los papeles que anunciaron la feria. Nunca calle tan larga de las tiendas oscuras. Pasa un poeta joven que envejece en la tarde.
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Madrigal del viajante Acaso pueda soportar yo solo mi diaria porción de malandanza: las ciudades sin sol y sus alcobas crujientes en la noche, los caminos de noviembre, los apagados llares. Para ir con mi cartera entre las vías puedo valerme de mis manos solas, de mis cristales que la niebla empaña, de mis pies de crecido niño torpe. Lo que nunca podré si no contigo, amor, es esta vacación pagada que Dios de vez en cuando nos concede: una tarde feliz mirando al río, un pedazo de música en la noche, una ciudad que no me compre nada.
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C ua ndo lluev e e n la ye dr a de mi cas a Cuando llueve en el mundo yo conformo mi paso a la canción verde del agua, puedo reír, besar, amar bajo las lonas, puedo incluso olvidar que está lloviendo. Cuando llueve en la yedra de mi casa mi tristeza no es hoy que veis conmigo llover, sino si un día… si un día llueve y llueve y estoy solo.
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Sólo la voz Si tuviera una guitarra, siempre callada estaría. Me basta con las palabras. La música va escondida. Digo amor, y suena el mar haciéndome compañía. Dios grito, y no es una cuerda, es mi corazón que vibra. Canciones sin más ni más que escribo, nunca más vivas. Si tuviera una guitarra, para qué me serviría.
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Me acuso de que cr eo Me acuso de que creo en lo que veo, y de que a veces veo lo que no creo. Que hay noches en que sueño que rompo el velo, y llega la mañana y sigo ciego. Que me digo a mí mismo: creo que creo; y otra voz me denuncia que estoy mintiendo. Solamente me acuso, no me arrepiento. Él bien lo sabe, cómo peleo.
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El nombre El periódico vino de negro a decir que murió don Raimundo. Don Raimundo, mi amigo, ¿por dónde van ahora tus pasos ocultos? Siete curas en fila te cantan sin perder el compás de difuntos porque sigas entero viviendo en la altura de los plenilunios. Y yo creo, yo creo, yo creo por tu nombre que fue don Raimundo y lo es y será para siempre como un manto de luz sólo tuyo. Miro pájaros, peces y flores, tristes bestias de Dios, los arbustos… Cuando mueren se mueren del todo porque acaba su nombre en el humo. Pero a mí me decís don Antonio, y aunque en tierra me acuesten desnudo, don Antonio seré para siempre, compañero de ti, don Raimundo.
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Estado de ánimo Descúbrase. Te quitas la camisa. Échese ahí. Estás crucificado. Respire lentamente, y tú respiras lentamente, acompasas los tramos de la espera hasta que un sobresalto te convence de que ya están en ti. Los ojos cierras. Pero en la sombra tensa reconoces cada instrumento por su propiedad, la i de lo incisivo, lo plano, lo cortante, lo rasposo. Muerdes tu voz. ¡Y todavía callas que ahora aceptarías la ruina, la vergüenza, el desleal olvido de quien amas! toda esa pequeñez que muchos dicen sufrimiento moral, si te apagaran este dolor, el único dolor, el dolor físico.
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Los suspensivos sí… Las entrevistas, las entresoñadas, las del cruce fugaz en las aceras, las reflejadas en escaparates, las que mueven los labios en el cine mudo de las cabinas telefónicas, las de arriba y abajo en los andenes, las que viajan de luto en el exprés, todas las mariposas que volaron sin posarse en mis manos extendidas, las que dicen adiós a los coches que pasan, las que encienden hogueras y se salvan huyendo, las que regresan del confesonario, las que llevan su L en el pecho tendido y uno devanea si será Luisa o Lola, las caras de viciosa en los cuerpos de virgen y las caras de virgen en los cuerpos de loba, las que se impresionaron en mi fondo de ojo y luego se proyectan una noche lejana, todas las que pudieron haber sido y no fueron, las que aún tendrán que ser sólo una letanía, poema inacabado, porque nunca se ha escrito de esta mano oración que más rehúya punto final, los suspensivos sí…
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CANCIONERO DE SAGRES [1969]
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Traer no un documento, sólo una música. (Aproximación a Cocteau)
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i pa i s aj e c o n h o m b r e s …a paz de Deus para todos os homens, para campos e casais adormecidos, e para a terra fermosa de Portugal, tão cheia de graça amorável, que sempre bendita fosse entre as terras. Eça de Queiroz A Ilustre Casa de Ramires
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Canción en la raya ¡Qué bien huele Portugal! El aire de sus pinares llega hasta Ciudad Rodrigo. Vienen a aromar en mí, si desde Ayamonte miro, briznas de algarves maduros y limones extendidos. Si desde Aracena, pan. Si desde Zamora, vino dorado al lado del Duero. ¡Pájaros, si desde el Miño! Toda la raya rayana me huele a amores antiguos. Para pasar la frontera, por el aroma me guío. Y nadie podrá decirme, nadie, que voy perdido.
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Paisaje con hombres Por caminos del monte bajo, a la orilla del verde brezo, los portugueses van o vienen, silenciosos hasta los huesos. Van o vienen, los portugueses, un sombrero, otro sombrero, Allá del Tajo, Tras los Montes, por el Algarve y en el Duero. Por una senda que no acaba, con la rosa del milagreo, los portugueses van o vienen bajo el sol que los hace viejos. Se hunde la luz en las fronteras y oscurece en los ojos negros de los portugueses que andan eternamente y sin remedio. No les preguntéis hacia donde van, ni si vienen de muy lejos. Los portugueses que yo digo, sólo hablan con su silencio.
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Viniendo por penafiel Viniendo por Penafiel vi que un anciano, a la aurora, cavaba solo la tierra como quien cava su fosa. Los brazos que antes lo hacían fueron a labrarse gloria. Sé de un héroe que ha muerto al sol de una isla remota. Al hermano que quedó guardando la vieja sombra de la casa, ¿quién le hará en su muerte la corona? Recuerdo el tiempo de oro sobre el libro de la Historia: ¡Qué bravura el navegar si otros guardaban las costas! ¡Qué honor a los mayorazgos que en sus caballos galopan, mientras las bestias humildes sacan agua de las norias! Yo canto por los que quedan, patria a la que nadie nombra. 155
Romance del quinhentos y aún Ribatejo, Ribatejo, el Tajo impaciente va. Nunca le apremiara tanto su camino hacia la mar. Por la mar llegan noticias, correos vienen y van que cuentan la maravilla de mundos sin estrenar. A los pastores les pesan sus montes sobre el costal. El segador que segaba soles de plomo a jornal pide ganar tierras propias donde siegue propio el pan. Curtidores y alfareros, qué ocasión para inventar materia nueva a las manos: por cueros, el tafetán, y en vez de barro, oro y plata amorosos de labrar. —«Te traeré dones de seda y medallas de coral». La mujer que se quedaba no se conforma al galán: —«Más vale la flor silvestre 156
que rosas de aventurar». El mozo promete ausencias, jura y más vuelve a jurar, labios de mujer oscura él nunca los besará. Los pechos que andan desnudos, ¡qué los haya de mirar! —«Pechos los que yo te diera, aún más blancos que el azahar». —«Con la seda que te traiga, cama de oro donde holgar, y un pájaro parlotero que llaman lorito real». Ya se desprenden los brazos. El río impaciente va. La mujer queda contando otoños de soledad donde dicen Portoalegre, ¡qué nombre de equivocar! (Un camión que marcha a Francia se esconde en la oscuridad.)
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C eme nt er io de év or a «Aquí yace José Pinto da Silva, tipógrafo esmerado, hombre de bien… Sus deudos lo recuerdan para siempre». Y no fue vanidad, piedra gastada en balde. A muchos años de silencio yo pienso en él, lo reconstruyo tipógrafo esmerado, hombre de bien, José Pinto da Silva. Acaso nunca fue tan verdadero.
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Campo maior Me dicen que a dos pasos de la reja Sor Jesusa descansa para siempre. Dentro de la clausura ningún sitio hay más cerca del pueblo. Vino de España un día. No acabó de llegar y ya se puso a hacer el mismo caldo de los pobres, a medias el milagro y la alegría, quizá un poco más suelto, el caldo verde. Más de cincuenta años Sor Jesusa allí y aquí, más de cincuenta años, y sin quitarse los pobres de encima.
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Carta a González Alegre Ramón, te debo carta. Sobre todo cada vez que envejezco junto a un río. Miro pasar el agua y es tu rastro de yedra lo que miro. El nombre… qué más da. Un día el Arno que encadena tercetos florentinos; Duero de don Antonio; este Mondego del hoy donde te escribo… Todo mi andar viajero de riberas si hay agua limpia es un estar contigo. Los ríos todos de la tierra toda reflejan tu destino. Al agua clara yo no le conozco un hermano más fiel y parecido que tú, Ramón. Y el agua, ¡qué contenta de ser como tú has sido! Recuerda cuando hablábamos de fuentes a palabra de amor y verso limpio, y tú decías son mis manantiales de rosas y de gritos.
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Amabas en su origen el milagro que aún no es Burbia, ni Sil, sólo un vagido abierto a la mañana. Y lo seguías hasta verlo crecido. Las cascadas de espuma, los cachones que van al corazón de los molinos, ¡cómo molían en tu corazón un verano de trigos! Y soñabas de pronto coceduras de blanco pan caliente y repartido. Para todos los hombres, para darlo por pueblos y caminos. Luego era el ancho estar de las orillas y el alma puesta al sol de los membrillos. Lo que entonces de Dios nos preguntábamos… ya lo tienes sabido. Te lo enseñó una aurora de setiembre y era el último puente del olvido, allá donde se vuelve mar salada el agua de tus ríos. ¡Tenía que contarte tantas cosas! Ya ves, aquí en un prado que no es mío,
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aunque en Coimbra torres que tú amabas suenen bronces amigos. Cosas de allá donde los dos sabemos, la patria verdadera de los mirtos, donde al amanecer cada mañana huele a flor del domingo. Te fuiste y te lloraron ruiseñores. Ensombreció la flor de los espinos. Por ti se retrasaron los almendros y fue más agrio el vino. Pero también un gozo que decirte, una posdata azul con que termino: Más homenaje que una estatua alzada a escote de vecinos, mejor que un nombre para los carteros y que la piel dorada de los libros: tu verso aquel… del río que no vuelve, ya lo cantan los niños.
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Sierra de Marão No todo es niebla o frío clamoroso en el límite gris de las coronas que rematan la tierra. Ni la espera ni el duro laboreo se prolongan más allá de la fuerza de los hombres: Aprieta Dios pero no ahoga. Como a la más secreta cárcel llega la fiesta un día y entran las palomas vulnerando la piel del reglamento, así viene a la sierra una mañana de agosto la ascensión de las carrozas. Suben desde los valles asombrados por los viales y las trochas, carros de la costumbre, hoy encubiertos bajo los mirtos, húmedos de rosas. Éste es el día del solar herrero, el reino azul de las pastoras, el privilegio de sus cintas sobre las faldas voladoras. …Y los hombres en corro levantando una Virgen pequeña, una esperanza 163
suficiente: Tregua de unas horas para sentirse rico en las alturas, para soñarse libre en el estallo sin plomo de la pólvora.
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De un retrato por Orlando Pelayo Hubo una tolvanera de colores nuevos de algún planeta sacudido, mas luego poco a poco serenándose. Del vórtice nacieron dos venturas, dos frutas, dos teticas nada apócrifas como a no mirar ya más en el mundo. La monja portuguesa escribe carta «Considera, amor mío, hasta qué punto» y chocan las palabras en los hierros de la imposible libertad dichosa. Apenas besa y firma «Mariana Alcoforado», retorna el torbellino, ¡ahora más rojo! Por Dios, no se disuelva la hermosura que hace secas las bocas con que pienso. Mis ojos ya no están. ¡La prisa loca de encontrar un caballo!
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El mixto De pronto, el tren, más cerca, paralelo. Yo por la carretera con mi mundo. El tren rodando su refrán del hierro. Ahora compartiremos el paisaje. Cedo la prisa, me desacelero. Nos repartimos el favor del aire y nos miramos compañeros. Él va sobrecargado de alegría. Yo me remuerdo de viajar ligero. En la boca del túnel se me pierde. Queda el humo detrás como un pañuelo.
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La aparición Rezan que vino la Virgen. Por aquel siglo las piedras se hacían flores en los caminos. Dicen que puede volver la Virgen. De todas partes corren testigos. Va la espera hacia las nubes blancas, buscan los ojos entre los lirios. (Hay una moza en medio de los que acuden: huele a membrillos. Nadie la mira. Flor ni gala no lleva sobre el corpiño. Tiene los brazos duros de amar la tierra; los ojos, niños. En su vientre sellado duerme una primavera ancha de trigos. —Muchas se le parecen 167
en cualquier barrio donde morimos—. Ningún sol la señala. Nadie pregunta con qué ángel vino.) Llega la noche. Todos siguen buscando entre las nubes, donde los lirios.
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C on cruz r ue da, en ama ra nt e Hoy he tratado con el tío Angel y pienso que está en Dios, bastante a gusto. Su voz no es que naciera entre las páginas del libro: de más lejos procedía. Yo leía entre brumas y él dictaba «cielo joyante», «gloria tardecina». Me hablaba con mesura: El movimiento justo en los verbos; troncos sustantivos con las ramas precisas y la flor; la oración como un río, a veces largo, otras, las más, como la vida misma, entrecortado. Su atavío, tan claro como siempre: caja del diez en el papel modesto y el colofón al acabar los signos Se escribió en el Retiro, casería del llano de Jaén… También yo pongo en limpio mis palabras, ésta sí, aquélla no, por si algún día dan con mi voz dormida en los estantes Teresa, Álvaro, Mónica, sus hijos,
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los hijos de sus hijos o un trapero. Si para entonces todavía hay trapos; si para entonces todavía hay hijos.
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Br á ca ra a ugusta Junto a la catedral de Braga vi un canónigo y me dio un vuelco el corazón. ¡A éste sí se lo podría decir! Antes pensé (Dios me perdone la vanidad) dejárselo saber al guardia perezoso de la esquina; al cajero del Banco Nacional Ultramarino; o al dueño de la ourivesaria, tan atento; o a un mendigo que estaba en los peldaños como quien tiene un puesto en propiedad. Mi mujer, ya ustedes saben, «Eso ni se te ocurra». «¿Y al canónigo?» «Menos, bastante les importa a los canónigos». De manera que Braga va a dolerme para siempre porque nadie advirtió que aquel su obispo, Fructuoso llamado, era paisano mío, quizás algo pariente, —«¿Tú crees?», mi mujer, ya saben, se sonríe—, y hace cientos de años andaba Bierzo arriba predicando justicias que poco se cumplieron, abriendo los caminos que aún están por hacer.
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Biografía Los poetas nacen en feligresías apartadas, de concejos con nombre de lluvia cayendo. En ciudades como Castelo Branco o Vila Real, como Viseu o Braganza, crecen a mocedad con un cuaderno que llevan bajo el brazo, pegado al corazón. Luego van a Coimbra y una imprenta compone su saudade personal: la ceniza del mirto, el otoño del Távora, las islas de la bruma, las alas de los sueños, el alma de los árboles, el libro de las mágoas, la sombra azul del humo. … Hasta un día en que tocan con la mano el pecho de otro hombre, tan duro y contrincante de la niebla y es una chispa roja lo que salta, la poesía necesaria.
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¿Oporto, sir…? O Douro é um rio de vinho que tem a foz em Liverpool e em Londres… Joaquim Namorado
Con una copa de oporto milord contempla en la lluvia indicios de un sol remoto. Dos copas le van poniendo en los ríos de la sangre el suave calor del sueño. Con tres copas se le entregan mujeres de blanca piel que inventa la chimenea. Con cuatro copas el mundo es un jardín entrevisto con árboles de oro puro. Aunque cinco copas beba, lo que no sueña milord es la sed de quien vendimia en Oporto bajo el sol.
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«To let» Cuando llega el verano, todo el pueblo se alquila: el sol, la sombra, el arenal extenso de la playa que recoge los cuerpos con blandura, un asiento en la iglesia del Señor y el cálido rondar de las guitarras. Hermoso es ofrecer la luz y el aire. Pero me quedan ganas de gritaros: ¡No cedáis más las íntimas alcobas donde la ropa huele a vuestros sueños! Todo el oro del mundo, y no se paga el rubor con que miran los retratos.
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La e sper a Los montañeses del monte, los marineros del mar, se ponen ropa de fiesta cuando van a la ciudad. La camisa —sin corbata— acabada de planchar. El traje, de paño entero. Por dentro es otro cantar. Van en busca de abogado, al médico doctor van, van a los altos señores que administran la verdad. En los zaguanes aguardan, callados, quietos y en paz. Va a ponerse el sol. Pero ellos no se cansan de esperar.
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La ot ra e str ada Le decimos perderse y es hallarnos el rumor olvidado de la sangre. Cuánto de amar es esta carretera sin rayas, sin avisos, donde son uno mismo el corazón y el canto redondo de motor, aquí donde transita la última misericordia que aún se aparta por la brizna de vida de un reptil, la bocina llama en las peñas solas, inocente baja la flor del monte hasta la orilla dudosa del asfalto… ¡Qué fresca la memoria descansa de saber por dónde viaja! Si hay una fuente, mana para todos. Si un animal se cruza, viene amigo. Si un peón caminero, se descubre. Si una vez hizo un duelo la revuelta, alzaron una cruz con sus señales. …Pero marchamos. Pájaros se quedan. Decimos encontrarse
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y es perderse cuando vamos a entrar en la riada. de los muertos anónimos. Stop.
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ii espejo entre dos luces Lisboa antiga repousa… Voz de Amália Rodrigues
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Gozos pa ra llegar a L isb oa Como inclinarse a un libro que conserva una flor apresada entre las hojas como alargar los brazos hacia un cuerpo de mujer sin saber cómo es tañido como engendrar un hijo oscuramente del que sólo su nombre resplandezca como viajar tendido sobre un carro alto de hierba contemplando el cielo como ver en silencio una guitarra tensa para romper por donde crece como hacerse temprano a la mañana y abrir todas sus rejas a los pájaros como arrimar la mano a una campana y ver que nos deshoja su sonido como comprarse un barco hacia el naciente con marineros ciegos que lo guíen
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como venir perdidos por la arena y contemplar el agua en un espejo casi como encontrar a Dios de cara y no acertar temblando el buenos días: así es entrar novicio en la hermosura de la ciudad que peina el sol reciente.
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O chiado Lisbonne est au vrai sens du mot le rêve des acheteurs! De una Guía para extranjeros
No creas si te dicen, mi amor, que Portugal es pobre, que no. Algún día los dos iremos al Chiado, tú y yo. Tuya será la seda mejor, rubíes como un rojo carbón y zapatos de blanco charol. Siete calles de espejos, mi amor, donde comprar la luna y el sol. 183
Que Portugal no es pobre, que no es pobre, que no.
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Episodio Vino de cualquier lejos, navegando con el cambio a favor. Los olorosos pregones en cuché lo habían llamado, la noble Historia, las fotografías de pescadores según San Mateo. De lo humilde admiraba el decoro exterior, la rosaleda, como en los rostros, sin mirar adentro, se puede ver una fachada altiva. Tomó del sol, del aire, de la vida. Impresionó recuerdos, tolerante. Casi se conmovió con las guitarras en la cena aux chandelles. Lo retrataron. Con la fatiga de la misma aurora que levanta a los hombres hacia el tajo, ¡Cochero, al Tívoli! 612. Cuelga un letrero: não incomodar.
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La aprendiza De quién la culpa. No sé. Mujer con cuerpo de niña y entresueños de mujer. Marzos airosos y abriles lluviosos, mayo otra vez… Sobre la blusa doncella aún no se tiene el clavel. Delgada y blanca se mira en el espejo de pie, desnudita en el espejo y no ve lo que no ve. Las más pequeñas, ¡qué risas jugando al condelaurel! Las de los pechos henchidos, ¡qué orgullo de redondez! Sólo la niña crecida de prisa, con hambre y sed de sueño largo y naranjas, triste y no sabe por qué.
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Fado de la limpiadora A las seis de la mañana fregar el Banco. Todo de mármol. A las diez de la mañana fregar la iglesia. Toda de piedra. A la siesta son los patios de las señoras. Todos de losas. Al anochecer la esperan largos pasillos. Todos ladrillo. Cuando se rinde en el sueño un ángel le hace caricias en las rodillas.
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Coral de Lisboa Os he admirado siempre, convecinos de la mañana, hermanos del trabajo durante el día, que al caer la noche como un cansado párpado sobre el sueño de la ciudad, aún guardáis una brasa en vuestra sangre para avivar la hoguera solidaria. Os veo por las calles desoladas, uno a uno, de prisa, sin pareja, llevando bajo el brazo las canciones junto al calor de vuestro pecho tímido. Luego os juntáis, y crece vuestra fuerza, como si de las manos enlazados hicierais corro a un fuego misterioso. Cuando oigo vuestro canto, no me basta su hermosura. Sois vosotros lo bello, hombres de los metales con los ojos cansados, muchachas del telar, delgados aspirantes al turno sudoroso de los días, que cada noche os apretáis en torno de una bandera clara donde cuelga la amistad sus corbatas de colores. 188
Este himno os debía. Si no vale la voz de un hombre solo, hacedme sitio para que cante hermano con vosotros.
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La exager ac ión Lo peor de ser en un cine de lujo, acomodador, no es acomodar señores. Lo peor es el color. El rojo cruel de la levita. El falso pecho de embajador. La sumisión de las hombreras, hechas con trampa y con cartón. Lo peor de un cine de lujo ni siquiera es eso. Lo peor es que uno vaya y vea a su padre vestido de acomodador.
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Postal a Fe de rico Ga rc ía A ti, Federico García, amiga voz que nunca oí de tu boca cuando eras hombre y hoy resuena más cierta en mí: Desde una noche de Lisboa, treinta años después, abril, quiero escribirte que estás vivo aunque no sepas tu latir. La Casa de Bernarda Alba. Negras las penas —y el mandil— en Portugal como en España. ¡Tu voz qué bien se entiende aquí! Tu palabra, viva moneda que sí se vuelve a repetir.
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Lunes, geografía En la calle del Agua don Manolo y Noviembre llovían muy menudo. Don Manolo los pies en el brasero. Su vara verde a vueltas por el mundo. Había que elegir entre asomarse a la verdad de la pared de enfrente o aprender a inventarse maravillas siguiendo el vuelo de la vara verde. El Turquestán: como una espada curva. Estocolmo: jardines de alta verja. Buenos Aires: calle que no se acaba. ¿Y Toledo?: como una espada recta. Lisboa era un espejo entre dos luces: ¡Quién me podrá decir si estos colores de la ciudad que hoy dejo son más ciertos que la ciudad soñada por su nombre!
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Tardes en los Jerónimos Cuánta alegría perdida ¡quién me pudiera decir! pensando cielos de plomo si luego nunca los vi. Los ruidos que me espantaban era el aire en el jardín. La muerte de cada noche venía y no era por mí. Cada vez que estuve triste por lo que fuera a ocurrir, perdí un puñado de rosas. ¡Ahora lo puedo decir! …Cuando no me quedan rosas. Ahora que ya no es abril.
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Si yo supiera lo que vive dentro de esta mesa de tabla donde escribo… Si yo supiera si una mesa muere cuando deja su amo de estar vivo… Si aunque la mesa deje de ser mesa queda la astilla, el ápice del pino, algo que siga y siga recordando el nombre de la mesa por los siglos… Si Dios cree en la mesa… Si la mesa cree en Dios… Si no es un desatino clavarme con los codos en la mesa hasta que sangro puntos suspensivos…
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Mi muerte no la sabré. Por qué habría de llorar la pena que no ha de ser. Por otras muertes vecinas pongo luto en el papel y en la corbata respeto. A mi muerte no estaré. Que no me importe el asunto, agua que no he de beber: De estar aquí a estar enfrente sólo una media pared. A este lado aún no es la muerte. Ya al otro la vida es. Muerte que anega los ojos, la mía no la veré. De pie la tarde rezada a la orilla del ciprés, me canso por los amigos, por mí no me cansaré. Si yo no sabré mi muerte, digo que no moriré. 195
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iii p u n ta d e s a g r e s No promontório de Sagres sonhaba o Infante D. Henrique, O Navegador… De la Historia de Portugal
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La hora de la sa uda de Anochece en Portugal. Toda la melancolía del mundo pesa en el alma. ¡Qué lenta la anochecida! Junto a la raya del Miño una moza se dolía de mal de ausencia. La noche se acercaba por la ría. Plaza la de Vila Real. Tristeza. Llegan noticias de Ultramar: «¡Y era tan joven!» Ojeras en las bombillas. En la catedral de Guarda suenan las horas marchitas. Por el Mondego las sombras ponen el cerco a Coimbra. Lisboa enciende faroles mientras la guitarra afina su voz delgada de llanto en barrios de pena antigua.
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Al toque de arriar banderas, silencio de la bahía. Los reyes en el exilio lloran sus patrias perdidas. Al sur un soldado sueña. En la plaza de Tavira mira y no sé para dónde. Tiene la mirada herida. Por fin, la roca de Sagres. ¡Qué vigilar de agonía! Los barcos iban partiendo, pero ninguno volvía…
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Noticia a Rafael Morales Cuando amo a una ciudad compro periódicos como el enamorado pide rosas. El señor Presidente del Consejo trabaja en su despacho, un accidente de emigrantes en Francia, en La Figueira da Foz están conformes con su alcalde, un carpintero en Brándara se daña, dos semanas de cárcel a un lechero, un trasplante con éxito en Coimbra, el pueblo escucha a Werther cinco escudos, los sucesos, las muertes subitáneas, concluidas escuelas en Aveiro, se presta hasta mil contos (garantías), intercambio de ideas brasileño busca morena clara 1,70, a un campeón ciclista lo comparan con Sísifo, anuncian procesiones y mañana saldrá la lotería… Amigo Rafael me estás riñendo de prosaísmo, como si lo viera. Pero atiende, un soldado que se ahogaba en el río Zambeze está en la orilla gracias a su guitarra, iba abrazado al cinturón remoto de la madre, al cabello tendido de la novia, 201
a una noche de luna en el Algarve, a esa caja sonora donde lleva un portugués las cosas del recuerdo…
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Batalla Si me llamáis a la guerra dadme una espada o cualquier manera de cuerpo a cuerpo. De lejos, no mataré. Para herir al enemigo quiero en sus ojos saber que si no clavo mi acero clavaría el suyo él. No me deis balas distantes, que no las dispararé. Valiente sólo de cerca, con el miedo a flor de piel.
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Soldado Juan A ti te dicen, Juan: ¡Colócate en tu sitio! Ya sabes, como entonces, cuando en el Castañón corría la pelota y Juan a las que pasen. «Llamad a Juan si estamos impares». Y venías a la medida, como un calzo en el que aploma todo el peso del mundo. ¡Retrasa el paso, Juan! No hay en este baile muchachas desairadas. Nadie te necesita. ¡Aparta del camino de los héroes! No estorbes. ¡Aparta, Juan! Colócate en tu sitio. Si Dios se lo propone, ya te mandará una bala perdida.
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Noche de marzo en Sagres Sólo un postigo y me encontré en la noche. No recuerdo la fecha del edicto, pero me sé llamado de muy lejos a estos idus turbadores de soledad, arruinada capilla donde poso cansado el corazón y me desarmo caballero. Don Sebastián, Don Sebastián… El Rey clamaba trigo a España para su plebe y ved cómo responde Lazarillo de Tormes con sus hambres. El Rey marchaba deslumbrante de armaduras, de raso las banderas, y en las tiendas alzadas frente al moro sonaba el adorable choque de las vajillas. Don Sebastián, Don Sebastián… Teneos, caballeros lusitanos, no vengáis a decirme de mis tejas de vidrio, de mi camisa propia y allá mis adalides. Donde pongo Don Sebastián puedo decir si cuadra Don Carlos el de Gante que desmochaba comuneros, juntar a Don Ordoño el de mi calle con Don Alfonso Henríquez que estrenaba capa,
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Don Dinís Labrador que era bueno y plantaba pinos, Don Ramiro Segundo que era cruel y arrancaba ojos, Doña Isabel de Portugal que inventaba rosas, Don Alfonso en la pared de las escuelas, Doña Leonor de las Misericordias, Don Pedro del amor y las venganzas, Don Juan Primero el de los buenos hijos, los Reyes de los hijos mal nacidos, los Príncipes al óleo y sus enanos, los Fernandos, los Sanchos, los Duartes… Larga y cara es la nómina de egregios, los vuestros y los míos de León y sus ensanches, con tiempo y ocasión de ser queridos por sus ricos brocados y sus glorias, odiados, deseados, maldecidos y vueltos a querer. En este promontorio hay que alzar a lo alto las trompetas de oro —alabado, alabado— o preguntar vasallos pero sin inclinarse, Alteza, Majestad, Como Se Diga: por el honor que disteis a los pueblos, por los duelos que hicieron vuestras armas. Por los mapas crecidos, pero también por tantos puentes y venturas
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y las enfermerías que nos dejasteis a deber. Don Sebastián, Don Sebastián.
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Lo digo por Antonio de Lama Cuando en Sagres escucho una campana vuelvo León adentro. Yo os lo fío: que a estos ocho compases de la tarde el bando de los grajos se asustaron de torre a torre en una catedral donde caben cien barcos y se mella el aire con la barba de los reyes. Ahora sale el amigo. Ya le hacen su sitio entre la gente y los relojes. Es la manera en punto de saberse completa la ciudad. Orilla el río. Pienso que está pensándome, esperándome. Quién se echaría al campo una mañana si no supiera que alguien le defiende la plaza y la costumbre, el vino alegre del regreso, los pálidos inviernos de alzar islas calientes en la niebla. Y qué valiera todo cuanto amo a este país de rosas y quebranto, sin otro corazón con quien partirlo.
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MEMORIA DE JEAN MOULIN [En Contar y seguir, 1962-1972]
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Il était le chef d’un peuple de la nuit ANDRE MALRAUX
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Uno La noche era pisadas La noche era candados La noche era las listas La noche era linternas La noche interjecciones La noche los adioses La noche era memoria tan remota que nadie recordaba el amor si no en lecho de esparto
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Dos …Hasta que al fin la noche cansada de crueldad se dejaba vencer hasta otra noche y el día lentamente restauraba la máscara en el rostro. «Buenos días, señor. Ah, buenos días. Somos hombres. Guardemos las maneras. Nadie podrá decir que nuestras manos… mientras llevemos su afilada sombra en el hueco suavísimo del guante». —Afeitado y azul el invasor ponía el ancho territorio de su bota sobre la calle, y muy piadosamente cubría los manchones del escándalo.— Niños cruzaban, pájaros de siempre, porque la vida, porque el mar y el cielo, y muchachas granando en su imprudencia hacia un destino como el sol remoto. El paso de los hombres resonaba opaco, la herramienta mirando hacia la tierra como un arma rendida en viernes santo, 214
tan cívicos por fuera. Porque era el día, el día; y era el día abriendo los cerrojos con su tregua, poniendo en orden trenes y mercados junto a la profusión de los edictos. Pero bajo la piel de las ciudades un corazón latía muy despacio su fuerza reservando hacia lo oscuro: el músculo del pueblo de la sombra.
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Tres «¡Un paso al frente! Tú serás la piedra». Como aquel hombre que llamaron Pedro. Este que llaman Juan, o cualquier otro nombre de salvación o de desgracia, de pronto encuentra ardiendo entre sus manos una llama, y hay hombres que le siguen. ¿Qué voz oculta, qué imperioso verbo vino a nombrarlo entre la muchedumbre? Ningún signo de luz sobre la barca, ni en la despierta carne de la madre el resplandor de los presentimientos. Acontece que un día ya no basta la mesa para cuatro con su pan seguro, pero amargo; y en el lecho feliz las horas blancas se revuelven. El ya no es él. Escapan al sentido todas las tiernas cosas renunciadas, pinceles, instrumentos, colecciones de deseos fingiendo mariposas. Ahora lo miran miles, le preguntan. El se mira también y se pregunta. 216
Nadie responde. Hay que inventar el modo, el camino, la letra de los himnos y la cueva feroz donde cantarlos. Era un pozo de asombro estremecido como aquel Pedro, pero un dedo firme señala su ocasión y lo designa, y es el jefe de un pueblo de la noche.
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Uno La noche era recados La noche juramentos La noche la esperanza La noche las traiciones La noche era los mapas los nombres de memoria La noche era los miedos sólo de tener miedo La noche era los santos y seña Crece el trigo
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DIBUJO DE FIGURA [1972]
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A Luis Hernando Avendaño
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i mozo del 44
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Circulaban rumores Circulaban rumores, fuentes bien informadas proveían detalles temblorosos, la curvada figuración de un cuerpo entre dos luces, la toponimia oscura de sus huecos, el cuido con que hay que jardinearlo y eso que los maestros llamaban la hora tonta de la incauta, el tiempo imperdonable de la recolección. Como pájaros nuevos aprendíamos y una tarde sin viento nos soltaban y había que volar. Yo conmemoro el inmenso desierto, la distancia infinita si la andan unos dedos primerizos, entre un rostro sabido y la profunda culminación de un seno, y hoy daría no sé lo que daría por rehacer el viaje, que tanto me cundiera un cuerpo de mujer.
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La c asa de mi amigo er a má s lumi n o s a La casa de mi amigo era más luminosa, iba a decir, y no sería eso, porque en los vanos de mi galería de sol a sol cegaban los pardales. El claror de la casa de mi amigo no sé de qué, de dónde provenía, acaso de que al padre no le decían de usted o de que el padre nunca hablaba de crisis no se vende qué pensará el Gobierno. Él cuidaba sus largas escopetas, la madre de mi amigo cuidaba sus largas manos, a mí me llamaban para jugar. Pero la luz más alta llegaba en los veranos, venía en los vestidos de las primas, no sé cómo mi amigo tenía tantas primas y ellas tantos vestidos. Cada año se enamoraba de una diferente, siempre mayor que él y hasta más alta, a mí me llamaban para jugar. Con el tiempo aprendíamos lo oscuro, las tardes de setiembre ensombrecían como alacenas los pasillos hondos, 226
pero la luz estaba donde hubiera una melena rubia, y el habla perezosa que nos avergonzaba de la nuestra, Qué brutos sois los chicos de este pueblo, y aquel olor a lejos, como a puerto de mar. Una mañana triste se marchaban y ya nadie en el mundo dudaría que iba a llover. Mi amigo se vengaba en los pájaros. Yo soñaba que ellas eran mis primas, deben ser muy hermosos los pechos de las primas temblando en los desvanes, pero a mí me llamaban sólo para jugar.
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El pudor era un meteoro El pudor era un meteoro el pudor era un meteoro como la lluvia y el viento el pudor era un meteoro como la lluvia y el viento [y el fuego de santelmo el pudor era un meteoro como la lluvia y el viento [y el fuego de santelmo y la nieve y el rayo el pudor era impredecible más que todos los [meteoros juntos porque no hay cabañuelas para el pudor, sabes que va a llegar, no dónde, cuando, si con la furia de la tormenta, si en el agua sumisa de las lágrimas. …Y la tarde pasaba larga larga, jugando a un botón más, oh riesgo hermoso.
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Cuando ya el asaltante sabía los postigos Cuando ya el asaltante sabía los postigos y la suave voluntad contraria se había doblegado con un asentimiento nunca dicho todavía faltaba un pedazo de patria, unos palmos de nada, un lugar más pequeño que lo que pide un árbol para acostar su sombra. Andaban los amantes lacios y rencorosos, dolidos de la tierra inmensa y tan injusta repartida. Pero el seso se aviva y se despierta para la vida más que por la muerte. Y fueron descubiertas las comarcas de la primera libertad, furtivo gozo de un bosque sin su guardabosques, ruinas de monasterios sin culebras, el prado sin alambres, un parque al que se arrancan los edictos. Volvíamos despacio con una hierba húmeda en los dientes, asombrados
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de que el amor nos ensanchase el mundo, quizás algo confusos por si pecábamos contra el Gobierno.
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Fom basallá es un nomb re en que resuenan Fombasallá es un nombre en que resuenan bombas de gran palenque, lejanísima pólvora. Era tocar el cielo con los brazos crecidos del cansancio, el día una antesala de la noche, la noche un redondel donde brincaban corzas, cintas de raso, piernas blancas de luna, y todavía un friso de viejas encendidas nos alentaba al gozo del instante con el sermón de sus sumidas bocas. Por los apartadijos de lo oscuro íbamos al amor más diferente, otras mañas, ahora del lobezno, otro olor en la piel nunca desnuda, otro el pasar del empujón que niega al abrazo feroz que nos consume, y todo sin palabras, sin suspiros, como dos bestias nobles que se embisten. Al mercado siguiente bajaban a la villa con sus cestas enredadas de fruta y una flor en los dientes, y no nos atrevíamos a mirar sus caderas, ¡los amores bravíos! ¡el roce de una seda! ¡el escarpado rastro de las mozas silvestres! 231
Alguna vez, más tarde, en el amor perfecto y blanco de la alcoba he limpiado mis ojos, cristales y recuerdos. Tienes los ojos tristes, oía a mi costado, pero me gustan a pesar de todo, y yo miraba lejos y veía de lejos la levantada cresta del Malvís.
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Intermedio moral En la ciudad de N. (como en una novela de otro siglo) a tantos de tantos de mil novecientos tantos reunidos los señores que al margen se expresan don Joaquín don Jerónimo don José don Silvano don Federico y el joven postulante (aquí mi nombre) dio comienzo la sesión con las preces reglamentarias lectura del acta anterior capítulo del Kempis (era un sagrado naipe, se baraja, se corta, siempre encarta como a cada conciencia le conviene) y un artículo del Reglamento. La colecta (secreta) treinta pesetas con cincuenta céntimos el diezmo de la misma corresponde al Consejo General. Se acordaron socorros (luego iríamos en parejas, lo manda el Reglamento por si se acude a huérfanas muy solas, subíamos las calles más estrechas tocábamos las puertas más delgadas 233
y después de la tos en cocinas humosas no exentos de ternura interrogábamos sobre el precepto, y dábamos los bonos, rebosados de idas y venidas, yo doy un bono, ellos Dios se lo pague, ellos el bono, el panadero el pan, el panadero el bono, nosotros el dinero, y nosotros el bono, ellos Dios se lo pague, era un cartón durísimo el cartón de los bonos). Fuera de lo ordinario la compra de una muda a Fulano de Tal que marcha al Hospital General. Y sin otros asuntos que las preces de rúbrica (más rezos) se levanta la sesión y de ella el acta que aquí consta («El chico tiene buena letra», yo obediente, yo objetivo erijo un testimonio y no reprocho nada a don Joaquín a don Jerónimo a don José a don Silvano a don Federico ni siquiera a mí mismo, un escribano da fe y se calla, ve volar las moscas
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y está pensando, pero siempre calla) lo firman los señores de la Mesa y yo secretario certifico.
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Las guerras unen mucho Las guerras unen mucho, también hay camaradas de los libros y de las herramientas, pero qué trabazón los compañeros en los domingos del amor. Estábamos en el café nos espiábamos las corbatas, rodábamos el humo de cigarros sin fin, la brillantina resplandecía al fondo de un espejo, y todos los relojes del mundo conspiraban contra nuestro deseo, perezosos. Cuando al fin nos juntábamos con ellas fingiendo una elegante indiferencia, marchábamos al río como un bando de pájaros mezclados, pero luego se esbozaban parejas, de dos en dos huíamos a las tupidas frondas, y eran primero gritos, luego risas, murmullos, y el silencio. No recuerdo más honda convivencia, mayor respeto que el de los amantes para los amantes, nunca sospechamos del confuso placer de no apartarse, 236
de los grupos de manos y de bocas, no sabíamos sino del mandamiento: No desearás la novia de tu prójimo. Los lunes podíamos mirarnos cara a cara, con ojeras acaso, más amigos, también algo más hombres.
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Hijo, mir a de se r c re ye nt e A Camilo José Cela
Hijo, mira de ser creyente pero crédulo nunca. Yo creía en las damas viudas de pálidos retratos de la guerra, creía que eran damas, creía que eran viudas, y en la guerra creía con tocarme el lado izquierdo junto al corazón. Parecían buscar la sombra fuerte, en Lugo estaban mismo en la muralla, en Oviedo donde los guardias de Asalto, en León por detrás de la catedral y en Madrid oficiaban bajo el signo de San Marcos el Evangelista. Yo creo, yo creo que nos daban unas briznas de amor, aunque ahora nos digan que el amor no era eso, y no era eso, mas tampoco era otras cosas que dicen son amor. La Luisa, la Mercedes, la Bienhecha, la Olga, la Dalmira, siempre la, la memoria que os vuelve está cargada de olores que distingo uno por uno, 238
el fijador barato, la cartera de ubrique, y de desinfectantes y de besos, y ese otro final, inexplicable, victorioso y cansado, que no sé si llamaban olor de contrición.
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Vino el destacamento Vino el destacamento. Vino el destacamento con sus galas, llenaron el casino, y la misa de doce, les limpiaban las botas bajo los soportales, y en el celoso corazón nosotros duelo llevábamos porque en los claros miradores miraban nuestras novias el paso de los otros, y no arrojaban sobre sus cabezas la pez hirviente como en un romance. Marchó el destacamento. Fue asombroso y alegre que el domingo volviese a ser domingo, la costumbre del amor de la tarde y los zapatos, hermoso tener moza en nuestro pueblo, tan bonitas y fieles como son cuando no miran a los invasores.
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En aquel tiempo había bastantes vírgenes En aquel tiempo había bastantes vírgenes. Las vírgenes por excelencia venían de las áridas provincias y unos días vivían en el pueblo dándole adiós al mundo, mirando todo, oyéndolo, palpándolo, averiguando el precio de collares que no las adornarían jamás. De algunas se recuerda la hermosura. Pero a mi corazón se ataban las alegres porque era indescifrable la alegría de los jóvenes dientes y los ojos, la recatada pero inevitable ondulación del cuerpo, todo para sumirse en una lejanía como la muerte oscura e ignorada. Y se quedaban cerca. Y se quedaban cerca, casi pared por medio, pared maestra, muro de muralla tan sólo adelgazado por mis sueños en los desasosiegos del verano. Revivo las melenas casi niñas 241
en su última flotación perdiéndose por la brecha fugaz de los portones hacia un rito solemne de tijeras de plata, podaderas de un alto jardinero. Qué fácil tener barba en nuestro pueblo, pecho de Bradomín, amores imposibles. En el último banco de la iglesia, al morirse la cera de la misa empezaba allá arriba la salmodia y era locura vana —«Domine labia mea aperies…»— buscar en el blancor del coro unánime la separada voz de aquellos labios. Todavía si paso junto al muro y sopla el aire de los colmenares y cruza una muchacha con su risa y la sangre me fluye como un verso muy largo, vienen a mi memoria rostros, nombres, ahora en sosiego, paz, no sacrilegio, inútil la esperanza de que alguien me recuerde a mí allá dentro.
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Por cada ve rso que os he dad o en limpio Por cada verso que os he dado en limpio otros sin culpa acaso se han quedado en el cajón que crece hacia el olvido. No me importan los himnos, renuncio a las arengas, lo sagrado me sirva para que San Miguel del fiel contraste nivele mis pecados: ahora que rebusco como quien ha perdido sus monedas en la extensión moviente de una playa, me agacho a lo divinamente cursi —¡divinamente cursi es un hallazgo!— del amor, y te sueño en cada nube en cada rosa el eco de otras voces, busca mi corazón tu forma ilesa, sufrimiento, tu voz amortiguada casi perdida en los auriculares, y porque éramos tierra muy adentro: de inmóvil soledad vivo esperando que el mar traiga tu nombre hasta la playa… Sólo ráfagas 243
hermanadas jamás en vuestro oído, y hoy hacen en mi alma un canto entero que ningún viento volverá pedazos.
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ii dibujo de figura
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Lo primero una recta Lo primero una recta. Sobre el exacto centro del segmento la perpendicular. Una circunferencia alrededor de un punto. Y así hasta el monumento final, victoria de lo inerte, colofón, Laus Deo. Yo no amaba compases —Torpe, torpe— y tampoco este frío de columnas para lujo del aire quiero ahora. (Todavía la piedra terso papel evoca, tinta china) …Pero ha venido un hombre —dibujo de figura su cabeza tan clara y misteriosa, la pared de su espalda, esa mano que no hace nada y pudo hacer el mundo— a guarecerse de la lluvia de marzo y todo ha sido 247
de pulpa y sangre, acaso un poco triste sin gabán alzadas las solapas de la chaqueta bajo un arco de triunfo, pero verdad al fin, en la Moncloa.
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Hoy lo he visto en la cebra Hoy lo he visto en la cebra de la calle de Prado junto al Palas, un cine que se para y de repente prosigue, el tiempo de su paso, y fue cívico y bello como una fiesta de la banderita. Porque vienen tullidos, sordos desconfiados, la inacabable variedad de cojos, y nadie se conmueve tan adentro como si pasa un ciego alto y delgado. Un ciego alto y delgado camina siempre la cabeza alzada, tendido el rostro igual que un arco a punto, y las manos lo anuncian como un aire abriéndose camino entre los trigos. Así en la guerra, grises hospitales, eran los tristes vientres en lo oscuro y las amputaciones, pero nunca faltaba una condesa blanquísima llevando por el parque a un ciego alto y delgado.
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Indescifrable estética secreta la pureza fugaz de los gentíos que dejan de empujarse con los codos para que cruce un ciego alto y delgado. En el paso de cebra, junto al Palas.
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En el parador nacional los cazadores En el Parador Nacional los cazadores se levantan temprano. Valerosos toman los jeeps, los enseñados caballos montaraces, alguien les dice el sitio y ellos a la espera fuman tabaco negro que reparten a derecha y a izquierda, Se agradece dicen los forestales y ya viene el venado hermoso Winchester la pieza está cobrada, Enhorabuena, y a la tarde las fotos el whisky y las propinas Se agradece y largas alabanzas en el bar del Parador Nacional. Y luego, el triunfo que viaja en la capota del coche, maniatado insensato venado 251
partidario de libertad, no sabe cuánto adorna un salón principal.
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Los santuarios siempre cuesta arriba Los santuarios siempre cuesta arriba. Por Quesada pregunto. Aquel repecho y ya ciega la cal, la tarde, el aire en que resalta el habitante oscuro y otro y otro, y todos me responden que dónde puede ser sino en lo alto, en el lugar más propio para un templo. Entro despacio, me descalzo el polvo de los días mal vividos, voy mirando el Museo, la belleza pueril de los azules, el ardimiento de lejanos lagos, todo cuanto en papel cuché loan los críticos, «Asocia el arabesco cubista de Picasso a un abolengo fauve paroxista» Me rebelo. Dejadlo en ese rostro del color de la tierra y aceituna, resumidlo en los ojos pacientes de ese obrero, que al pintor nos lo evoquen esas manos crecidas, las rayas de ese dril, confesión última. 253
Si ya se te entendía con mirarte la frente despejada y allí una arruga abierta donde duele, Rafael Zabaleta.
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Tres hermanas conservo Tres hermanas conservo, cuñadas no sé cuantas. Si ustedes no se enfadan yo les haría un verso. Lo comprendo, es un tema doméstico, pero miren, no hay nada que más consuele a un hombre —si le duele la espalda si lo vence una letra si el hijo si la esposa si el ministerio público— que llegar por la tarde, sentarme donde quiero y preguntar hermana (o cuñada) si tienes sólo un poco de vino. Con un poco de queso.
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H oy m e has t oc ado, pre dica d o r de pueblo Hoy me has tocado, predicador de pueblo, y no fue como quien oye llover. Hacías que viviésemos la fuerza de los números: «En esta misma hora tantos miles traspasan las cancelas, puestos en pie serían muchas calles, sus pañuelos harían un estadio ancho como una tarde de primavera, una provincia del interior, cogidos de la mano estirarían aún la carretera de [peregrinos limpios y gloriosos, cosidos, solidarios, y al final se vería Benavente». Tantas meditaciones, libros, noches interrogantes y nada más ahora empieza a conformarme un cura de labriegos, Hala vamos amigos, tú, Miguel, Úrsula misma, Enrique, Victoriano, Teodoro y Maruja, y el señor gobernador,
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que digan las esquelas Confortados con los auxilios de la Estadística, seamos muchos, una larga fiesta, así sí, así ahora, así cantando. Y eso que no conozco a nadie en Benavente.
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La altura de los bosques La altura de los bosques pone estilo al amor. Como colores hace que ignora el mar y la llanura; como difiere el habla de las flores, que aquí exhalan aromas más extensos; como el hombre, que mira más arriba si acostumbra su paso hacia las cumbres de la blancura eterna y pensativa; así el ave proclama una manera de altivez El urogallo canta su libertad y olvida al ojo frío del arma la ocasión de su garganta. No le compadezcáis. Su carne abierta por la pólvora negra y los metales sobrevive sonando, predicando muerte mejor que la de los corrales.
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iii consolación a claudia ¿Dónde aquellos coloquios en los que participaba con más gusto de lo que acostumbra una mujer, con más intimidad de lo que acostumbra una madre? SÉNECA Consolación a la madre Helvia
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Hoy vine a levantar las aldabillas Hoy vine a levantar las aldabillas y fue romper los sellos de la muerte. Se abrió el balcón y entró la voz del río, bandos de pájaros que ciegamente daban contra mi pecho, lavanderas, ¡crisantemos qué va!, sólo las flores amigas de vivir entre la vida. Me hice a un lado, mis manos en mis ojos. No es que entrara la luz, es que salía la oscuridad que tú nunca has querido, los negros algodones con que el celo amante da mordazas a sus muertos. Ahora puedes hablar, podemos, madre, hablar y hasta cantar, si no es muy alto no vayan a decir que ni siquiera nos pusimos de alivio.
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A h, los ata rdec er es de Esta m bu l Ah, los atardeceres de Estambul, el cambiante color de Marraqués. Yo propagaba el aura de mis viajes, hay nombres que se dicen y arden luces lejanas. Ah, los pasos del Bósforo. En la noche que tú, ya sabes la que digo, era Amsterdam, violines y cortinones rojos, y una dama muy blanca con su escote, todo tan increíble de tan cierto. Llegué a tiempo de verte y oír a tus costados No somos nadie, Quién iba a decirlo, y una sentencia nueva pero unánime en viéndome llegar, Ya no hay distancias. Desconfío del coro murmurado en los entierros, pero creo que puesto que me escuchas, que puesto que me miras, que puesto que me tapas en todas las alcobas del mundo, y me sujetas
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en torres que no tienen barandilla, madre, nunca más cerca, ahora de verdad Ya no hay distancias.
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A hora voy a de cirt e por qu é lloré aquel día Ahora voy a decirte por qué lloré aquel día aunque qué no sabrás tú de mis ojos. No era por mi blandura, no por niño que sufre en las películas, yo sabía que un muerto no es gran cosa en una edad de tapias y cunetas. Lloré por el adviento afectuoso, por el primor con que lo disponían, porque tiernos lo habían cultivado hasta la madurez de la cosecha. Él tenía una herida en el costado, la herida iba cerrando poco a poco, los guardianes entraban a quererle, «¡Veamos esa herida! ¡Con el tiempo de primavera curan las heridas!», y alababan su buena encarnadura. Al día en que los bordes se juntaron siguió una noche, una amanecida… No lloré por su pena, lo aseguro, era porque le habían ayudado a vestirse, a calzarse, y lo peinaban con el agua más pura de las fuentes. Lloré cuando piadosos me ilustraron.
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Para matar a un hombre tiene que estar entero, de otro modo sería rematarlo.
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Planchabas las camisas con exceso Planchabas las camisas con exceso, no es que te lo reproche, fue cuando me eché al monte, sin volver la mirada iba muy solo con el miedo sutil de tener miedo. El camino era duro pero claro, torcido pero exacto conducía al campamento donde sin banderas ocultaban su fuego los rebeldes. Bebieron de mi vino, las hogazas olían a tus tardes laboriosas, y al fin me hicieron sitio junto a ellos pero siempre miraban a mis manos y yo me avergonzaba de que fueran tan largas y afiladas. Acaso fui por esto el más veloz, el jinete de espuelas más hundidas, el primer cabalgante, el más tardío cuando el toque final de retirada. Yo amaba sobre todo los regresos al filo de la aurora, el alba en nuestros rostros sorprendidos, y mirando mis manos a la luz ya no desemejaban de otras manos. Sabía que en la noche me pensabas y en el día mirabas a mis cumbres, 266
no me extrañó el cosario, mensajero valiente de tu cuido, pero ahora he de volver a lo primero, no es echártelo en cara, cuánto amor pones en las camisas, cuello, puños, con mis letras bordadas en el pecho. Y esto, madre, es un grave contrabando pasárselo a un huido, como entrarle un libro de poemas, un violonchelo o cualquier otra fiesta solitaria. Me juzgaron y tuve que escuchar No eres de los nuestros. No somos de los suyos, tú tampoco con tu trabajo y tu penar a cuestas aunque no sean cuestas de estos puertos. Así voy desviviendo mi condena, no en mi ciudad, tan sólo en sus alfoces, no en el monte, tan sólo en sus estribos, repudiado por pobre de los ricos, arrojado por rico de los pobres, con señales que nadie creería bajo la seda blanca tan planchada.
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Yo tengo ant ec edente s, r ec ue rd o de mi infancia Yo tengo antecedentes, recuerdo de mi infancia el esperar absorto junto al agua que entraba borbotona en el botijo y constante salía adelgazada hilando el hilo largo de los sueños. Me soñé capitán aquel verano de estrellas y de emblemas, niño que no sabría sospechar ni una gota de sangre salpicada. Y hoy recaigo, miren mi historia clínica, los sueños de mandar son incurables. Nadie lo sabe, madre, hoy no es tantos de mayo, es aquella mañana de un octubre en que tú por vez última pasabas el puente, te llevaban los curas, vez primera sin el peso del viento en tus espaldas. Yo quiero y puedo que en las bocacalles presenten armas, el comercio ha cerrado sus puertas en señal de duelo como a veces se lee en los periódicos, y ahora lo más hermoso 268
una llave invisible en una esquina de los funerales y el coro se ilumina. Contempla aquí mi engalanada hueste, yo soy el director, ellos los súbditos atentos a la orden de mis manos que de puños blanquísimos emergen. Alguien tiene afinadas ya las voces, preparados los nobles instrumentos de los cuales ni el nombre sé siquiera, me reclaman, exigen mi dominio y salgo de la fila a edificar en tu memoria este monumento. Crece el silencio y crece hasta que no consiente más tensión y alzo mi batuta, preparados, y si por un instante me sonrojo implorando pianísimos, recobro mi poder hasta la última vibración de la tierra, ahora los llevaría con sus fraques y túnicas a la gloria, al abismo… —¡Ya despierta! Rompe una voz de sierva. Adiós mis coros y orquesta de Bratislava. Fuerzan mis labios Sí me llamo Antonio 269
Dos y dos cuatro ya no mando en nadie, el hospital mis pájaros huyendo, y el calendario lunes de ceniza.
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A h ora tengo una c asa junt o a l m ar Ahora tengo una casa junto al mar y no sé qué hacer con mis tardes. Españoles internos, lejano azul ceñía los costados del mapa, sobresaltaba el sueño ancho de los trigales, sonaba en el salón de los veranos, «espejo de mi corazón», y las novias poniendo sus mejillas, «cuantas veces me ha visto llorar la perfidia de tu amor». Ahora por delante de mi terraza pasa cuanto soñé que pasaría, frente a mis ojos, cerca de mis manos las mujeres más altas de soñar en los insomnios, gira una melodía intravenosa que disuelve en la sangre sus engaños, barcos cruzan cargados de pañuelos, trotan caballos cerca de la arena igual que en los anuncios exquisitos, y yo no sé qué hacer con mis tardes. A veces en la hora difícil de dos luces 271
lloro un hueco de caña o caracola, cuento lo que daría por una catedral, por menos, por un poco de penumbra románica, ver un canónigo con sus botones rojos de arriba abajo, oír campanas y sí saber dónde. Madre, ya sé que yo no tengo remedio, que me canta su nombre el mar si dicho entre centenos, pero que no hay belleza en todo el mundo como un río olvidado si nos renace entre caliente arena. Pero dime, tú que ya la resides, asegúrame de esa patria última donde borrosamente te imagino cuando caen las esteras del silencio. Si ya no hay lejanías que soñar. Si ahí tendré la casa que me haga olvidar todas las casas. Si por fin sabré qué hacer con mis tardes.
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No hay nada más c ansado qu e el rostro de un domingo No hay nada más cansado que el rostro de un [domingo si son las cinco de la tarde y llueve, no hay recuerdo más triste que el de los soportales y la humedad calando la suela del zapato. Pero a veces con sol y en día de diario, más veces cada vez, casi todas las veces, la fatiga del mundo hace eternas las horas. Si supieras qué largos van los trenes, el regreso obstinado de las moscas, lo inútil de esperar al camarero, la lacerante tos de los dentistas, el avión que nunca llega a este aeropuerto de El Ecuador, Disculpen por favor señores pasajeros con destino a Guayaquil, y nunca llega. No creas que te engaño. Reconozco también las horas tensas, ocasiones de amor, corazonadas que avisan de una súbita alegría. Pero tú ya no corres, los jaguares se suben a la acera a atropellar ancianos, 273
tú piensa en el sudor que te perdonan y en tanto aburrimiento. Recuerda los dentistas. Y aquello que enseñabas, El que no se consuela es porque no quiere. Descansa, madre. Duerme.
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U N A TA R D E A L A S O C H O [1995]
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…para que no sean tan sórdidas las ocho de la noche. Ramón Gómez de la Serna Automoribundia
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Prescripciones del vino No quisiera marchar dejando abierta la cuenta donde soy deudor del vino. Sólo hay un vino que deba pagarse, el del anochecer y nuevo y rojo. A la hora cansada donde fluye lo sobrante del mundo estás sentado. Tal es la condición, no de rodillas, nada que te recuerde a otros señores. El vino sólo es rojo y sólo es vino en la boca del hombre. La mujer, que lo desangre de segunda boca en el hervor del corazón amante. No levantes la copa ni inclines el cristal hacia los labios si falta tiempo en el reló impasible. Hay que ser muy blasfemo para beber deprisa. Hay que saber andar del vidrio a la caricia. De lo duro al amor viaje la lengua. Beber no es abrevarse, es deslizarse sobre la nieve que perfuma y quema.
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Bebe del vino que no alcanzó nombre. Si lo tiene lo borres, como un cuerpo deseado que buscas con tu cuerpo sin importarte más que su espesura. El vino alegra el corazón mortal. No envidies la templanza de los dioses. Él mismo es como un dios, un dios celoso, y mezclarlo es jurar el vino en vano. Beber con todos es beber con uno, beber a solas comulgar la tierra. Pero no bebas siempre por ti mismo. También para que el vino no esté solo. Háblale, recógete en silencio y háblate. Se ha tejido la púrpura del vino para cubrir las voces del que calla. No lo apremies al vino, desconfía de ventanas de golpe hacia naciente. Beber es tantear, palpar la niebla con la lengua metódica de un ciego. Sin embargo y en fin y sobre todo. No reclames al vino lo que les está negado
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a la flor y al gusano hijos del agua. Tú no eres más, acaso el disimulo con que tu boca llama sed al miedo.
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El pródigo Mi corazón vive por encima de sus posibilidades. Como los señores de mi juventud que gastaban más de lo que tenían y tenían menos de lo que debían. Mi corazón es pródigo como un cerezo enloquecido por el verano. Pero yo no le riño a mi corazón porque está consentido y a lo mejor ya saben.
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Sabidurías Cuando estaba en la flor de la edad yo entraba en los salones de baile y se empañaban mis lentes. Ahora veo perfecta la desolación de las estatuas. Alistado entre los hoplitas fallé el tiro de muchas flechas y hoy alcanzo las águilas con un oído perezoso. He necesitado lluvias y calendarios para triunfar sobre el gemido precoz. Tengo una amante que me regala pañuelos. Puedo escribir sin manos y besar sin dientes, nadie me manda cartas que no sean con la respuesta pagada. Y este gesto tardío, mío, de realzar la edad bajo la luz favorable de la tarde.
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Tardes del otro lado Cualquier tabla alargada (poco sé de maderas) una mesa marcada por navajas sin tiempo. Tener a mis costados la devuelta estatura del poeta del Ágape que cantaba en la noche, la gente de mi sangre, quien me escribiera cartas, el oscuro maestro de pasear los ríos. Y Dios en la merienda. No es pecado soñar que a Dios le gusta el vino.
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Los pretendientes Hace ya muchos años que convivo con mis pretendientes universales. Que distingo en la noche su impaciente respiración de realquilados. Les dejo que se coman mi pan y mis begonias promesa de mis huesos. Hace ya muchos años que estoy de vuelta en Ítaca. Dejo abiertas las salas. Y a veces me sorprendo subido en una silla colocando los cuadros como les gusta a ellos.
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Del juego Nunca sabrás las veces que un suicida se ha cruzado contigo y en el bolso dudaba de la cuerda de esparto ni las desconocidas que a tu lado viajaron y aún faltaba una hora para que fuesen adúlteras ni en la barra del bar los anarquistas que se daban valor para su primera bomba. Y tú estabas, pasabas. Y acaso un gesto tuyo hubiera desviado el brazo de El que tira los dados.
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Odio los autos que me han robado una ciudad que tenía muy bien soñada. He ido a la ciudad por las aduanas más delgadas y estaba llena de autos. He rodeado por caminos y era la encrucijada donde afluían los autos. En los atrios de las catedrales naranjos amargos de los que cuelgan los autos. He respirado la insania de los autos he chocado con todos los autos que ni siquiera me rozaron. He blasfemado autos. He llorado.
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L a prote sta Desarmado para la protesta porque qué sabes tú infelice de derramar carbón o clavos en las carreteras la intersección mejor para cortarlas y la conminación de los tenientes tú de muñecas delicadas para encadenarte a las verjas de los consulados mejor la huelga de silencio nunca pronunciarás el nombre del injusto.
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No es tu mejor amigo quien regresa en la noche y te trae pensamientos oscuros, el perseguido por papeles de oficio, el maniático insomne que comprueba las contras y ve desde tu cama el crespón de la duda. Apártalo aunque lleve el grosor de tus gafas y por mucho que tosa aire de tus pulmones. Lleva tus mismos trajes. Usa tu propio nombre. Ése no te conviene.
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Oración Señor ya sabes mis cuidados con el butano y los grifos todo lo cierro bien pero es difícil desentenderse inspecciono la antena las macetas con tantas criaturas que por debajo pasan sufro mucho Señor y aunque te agradezco no haberme hecho cirujano ni conductor del autobús escolar te pido que un ratito te quedes responsable que aguantes todo esto mientras voy a un recado y cualquier día no vuelvo.
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Conminación Y ahora que has salido en la televisión y en el Osservatore Romano a ver si tienes juicio y dejas el versículo y el artificio y el epinicio y de una vez escribes lo que te salga de ese sitio.
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Desacralizado La de veces que te habrás revestido de medio pontifical y a esperar como si el lugar natural del poema no fuese el billete del autobús o mejor la servilleta del bar.
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Centenario Advertido por la tendencia jubilar del boe y más aún por el mareo dulce de las vértebras cuando vacilo en los pasos de cebra me aplico disuasor contra mi centenario. Fuera horrible la mañana de junio del 2023 y un alcalde de limpio (puede que algún sobrino) evocando mis versos en estrofas constantes.
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Poética Ahora sé que es un crimen de lesa poesía exprimirle a la almendra del verbo su licor y entregarlo a los indiferentes. Oh, tú, poeta pródigo, malgastador de lo que sólo es tuyo durante un breve relajo de los dioses. Retén el aire en el pulmón florido hasta la hora en que tu canto sea disculpado por la necesidad, no vayas a jurar el verso en vano.
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Escrito lejos En Reggio de Calabria a las cinco de la tarde es algo triste se levanta aire y remolinos de plástico y papeles. Si es lunes y no llega el giro telegráfico puede uno morirse de tristeza en un bar en Reggio de Calabria palabra.
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Sesenta y cuatro caballos Los Pereira (o Pereyra) que salen en las enciclopedias heráldicas se nos hacen algo molestos a quienes somos sus parientes de la rama pobre, y es por lo tacaños y esa manera que tienen de saludar, como si diesen los buenos días desde encima de la montura. Ellos descienden derechamente de don Gonzalo Pereira, pero poco se parecen al antepasado dadivoso. Lo escribió Pedro de Bracelos: Que teniendo el don Gonzalo treinta y dos caballos, en un solo día regaló todos a distintas personas. La cosa huele a invención y adorno. Pero sigue la Crónica con que en ese mismo día los volvió a comprar don Gonzalo, aquellos treinta y dos caballos, para así poder regalarlos a otras tantas personas de su estima, y entonces el caso se hace creíble, porque a los bebedores del anochecer nos resulta más fácil aceptar lo enorme que lo mediano.
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V I VA V O Z [2006]
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Casa Y todo es más sencillo. Las palabras contienen el misterio, no hace falta oscurecerlas con las (malas) artes, son más profundas cuanto son más claras. Coge un lápiz de niño si con alma de niño, y una puerta y dos ventanas dibujarás casi sin darte cuenta con su tejado, y aún no será una casa. Sólo cuando la nombres. Una casa, la casa, nuestra casa, casa. Por más que lo imagines, esa cosa nunca pudo llamarse de otro modo que no fuera sus dos sonidos, casa, los cuatro signos por su orden, casa, dentro posee el fuego y una madre y ropa pero tú no tienes que enumerarlo, casa, te basta casa. Cómo hubiera podido ser: caloche o lipa o manderés, únicamente casa, y sobran otras señales de la casa: casa.
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Músico A Cristóbal Halffter
Ahora voy a contar, ¿o cantar?, de una noche de [agosto, hay un compositor que vive en un castillo, amo su música, la he seguido en sus tientos, su oficio de difuntos, las páginas gozosas, la he escuchado en catedrales góticas y también en [capillas a la medida de un temblor, y amo las palabras que el músico le pone a la amistad en una casa que afina los sonidos, el metal de una reja, el cristal de las copas, tal es la crónica de mi devoción. Una noche de agosto en el castillo me aparté solitario del arte y del artista, en el jardín vibraban las hojas de sus ramas, el aire sin batuta, o a saber qué obediencia hacía su concierto y pensé que ya nunca amaría otra música, adiós la pauta escrita, la cuerda, los oboes. Pero nunca retorna una noche de agosto con aquella canción, la de los olmos gregarios del maestro.
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La violinista Esa chica del violín que en la orquesta está lánguida de melena y a los mejor se llama María o Claudia, educada para la vibración casi celeste, trémolos, pizzicatos, a esa mujer vestida de raso ni se le ocurre que en la sala hay ojos codiciosos de hombres que la apartan a ella del conjunto e imaginan juegos de amor para sus manos, dedos.
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Balada de mi patio Un patio es una tregua frente al ruido y la cólera. No hay muros que confinen la libertad de un patio. Hasta en patio de armas hay siempre una paloma. Un país de vencejos sobrevuela los páramos y los patios de cárcel desde arriba son pechos que respiran con ansia la derrota del hierro. En los patios de monjas se apaga la obediencia y ellas se arrojan flores y quién sabe qué sueños. Yo mismo tengo un patio. El patio de mi casa es muy particular. Si llueve no se moja como los demás. Mi casa está en lo alto de un enjambre de náufragos se sube en una máquina y no han dejado sitio si no es a las alarmas. Pero tengo mi patio. Mi patio es lo que invento en las noches del vino o azotadas de ausencia. Lo trazo con palabras: palabras que si secas surten lanzas de agua, si nacidas del frío valen sol en el mármol, nombres de la celinda en patria del centeno, palabras como Córdoba, lejana y nunca sola. Sobre el costado izquierdo,
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de cara al yeso blanco, mi corazón insomne es el patio del mundo.
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Tie mpo de a mar Si el río se subleva por su pecho y allí estoy yo gritando con los brazos, ah, qué limpia madera salvavidas. (Y antes fuera tan sólo a la deriva un desdeñado vástago del árbol.) Si el motor tercamente se ha parado y pasa el sol, y yo no paso, ah, luminosas manos sabedoras de cuál tornillo. (Y sólo eran unas manos en un bosque de manos.) Si en dolor, cómo crece la mirada de quien nos vela. (Y nos enamoramos de los que antes fueran unos ojos dentro de un mar de ojos borrados.) Tronco de salvación donde abrazarme, manos de salvación, mirada amiga, ahora es el tiempo de decir que os amo: Cuando el agua es de seda, cuando vuelo adelantando al sol. Cuando me basto.
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Recuerdo para olvidar una historia Una vez llegó a la ciudad un auto negro que llevaba delante una bandera negra respetaba a los párvulos y a las gallinas los ocupantes saludaban con sus alas por las [ventanillas del auto negro Pararon en la plaza y agotaron el hielo todo mozo en sazón tiene la piel de arcángel a ellos se les veía en las hebillas de plata la cólera de un dios todavía sin nombre Se llevaron postales la flor de la cerveza luego arrancaron hombres a la lista del lunes y les daban al labio ese cigarro último que se enciende en el auto de unas bodas oscuras.
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Al pintor Norberto Beberide, en la plaza del mundo El eje de la tierra pasa por esta plaza. Han corrido alabanzas, se han soltado palomas, y es el día solemne de aventar tu secreto, celador del milagro, señor de las farolas. Tantas veces los niños habíamos venido a través de las cuestas y las tejas lluviosas. Subiendo desde un puente de goznes sigilosos, la plaza era más grande por tu paso o tu sombra: plaza de los señores, con miradores altos y al fondo una penumbra de espejos y consolas; plaza del pueblo abierta al tierno sol del ocio y un perfume de menta llenándonos la boca. Tú que nunca has dormido para que todos duerman y el primero en el alba saludas a la rosa y al caldero, a la escoba, al can y la avecilla, igual que un San Francisco hermano de las cosas, enséñanos la clave, dinos el santo y seña, tú que abres y cierras la plaza de las horas. Tú nos guardas la plaza, tú presides la plaza, y en los ojos profundos los colores acopias 306
y las formas del aire, la verdad de las formas. La plaza es un emblema de la vida y la muerte, una historia trenzada de entierros y de novias. Tú luego la recreas en los hondos talleres, y tú la condecoras. Esta plaza tan nuestra, esta plaza tan tuya, por tus manos ungidas y sacramentadoras es la plaza del mundo y tiene de arrabales a las plazas de Roma.
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5.ª Dinastía (Senetyotes con su esposo, 2560 antes de J.C.)
He cansado la tierra indagando los vestigios ilustres [del amor, el rastro de las naves de remos céleres y el canto de [hilandera que las llamaba desde la playa, la osamenta gloriosa de todos los caballos que fueron [reventados para llegar en punto, monolitos que cierran largos desfiladeros donde se conmemora un suicidio de trenzas, el balcón y la escala, la confusión del último ruiseñor que cede a la primera [alondra mientras el disimulo reina desde los astros. He buscado los lechos de los bien pareados, memoria de sus ojos a la altura condigna, la huella de los cuerpos hechos para los cuerpos, los ejemplos yacentes deducidos del mármol en que esposos o amantes duermen su simetría, 308
y como el peregrino que en vez del santuario adora [la doctrina, me he quedado en el gesto de esta princesa esbelta que muestra con orgullo a la ciudad y al orbe un hombre, su marido prepotente y enano.
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Apunte para Enrique Badosa En Marraquech de los decapitados atardece en jirones Hay un coro implorante Golpean la dureza de estaño Son los tristes que ven —¡Alá es grande escuchad compadeceos! Y un tumulto de ciegos sin bastones circulamos de prisa entre las torres sin acertar jamás con los aromas.
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Desnudo sobre raso Chica desnuda amando sus rodillas. Materia del pintor, tronco de música, pausa en la danza o mármol esperando, no me la quitaréis, ni el tejedor de sedas. Soy yo quien la desvela del lado de la sombra de la puerta de roble. Quien recobra el camino de esas manos delgadas que nunca alzaron leche sino a labio de adulto. Dedos como perdidos y hacia lejos desde el pelo [tienen que haber bajado. En los ojos detienen aceite de palmera que perfuma [pañuelos con nostalgia de trenes. Junto a conchas que fueron nácar y aún son nácar si se [estira la luz hasta la piel del lóbulo desentierran los ecos de lenguas y ventosas como [delicia o vuélvete. Un fulgor solitario de piedra aguamarina está cruzando [la mejilla profunda hasta alcanzar el borde del beso que no alcanza.
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Un aliento ovalado empañando el cristal de ese espejo que vaga junto a cartas y prefijos y suavísimas prótesis. Ya las palmas cortejan incansables los favores del cuello, cuello de la mujer, bisagra aleve donde madrugan aún más que el alba las [desolaciones. Cansadas de antepechos van las flores hermanas [abriendo su areola. Lástima que hacia el yeso de una pared ausente. Las yemas sabedoras de la calamidad reparten una [saliva neutra que apenas roza y se evapora, y círculos. Flancos resbaladizos. Pasar de largo y nada. Pero volver del muslo como quien va trazando flores [indiferentes y aliviar la negrura con uñas de ciclamen. Cortinas de arpillera se han corrido de pronto sobre [la dilatación de las pupilas. Cierres de chapa dulce han caído sobre las calles de [los escaparates.
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Otra luz ha de ser la que silencie todas las conjeturas [y alumbre más abajo y más pura la piel que envuelve al gozne tibio. Chica mayor sentada sobre el raso. Eres una canción apagada viniendo de un bosque. Una conformidad de humo gris y mechones sin cólera. Una lenta ironía donde masticas goma de malvavisco y tiempo y un [corazón casado de viajante. Azafata sin mancha mientras la hora se acerca en los [relojes céntricos. Ultima vez te miro antes de que te vistas lo impuro [de las botas, los cristales oscuros sobre armaduras blancas. El arsenal que arrastras cada tarde a las ocho por las provincias del interior.
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Los desencuentros Desencuentro, voz bastarda clamando en los desiertos más poblados, juegas a desmentir las rayas de la mano que anunciaban la cita de los amantes. Viajas en ascensores que se cruzan y se cruzan sin verse. Tuyas las avenidas paralelas que próximas se ignoran y una torre las mira. Eres el soplo húmedo que deslava las huellas. El arenal inmenso donde se agota un timbre
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contra puertas de alcoba que dieran a la nada… Oh arbitrador de azares. El fruto tierno de la ocasión, con qué uña lo alejas, trabajando para la manga estrecha de los confesores.
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Pa ra r ec or dar Desde que los espejos me anunciaron aquel bozo de sombra sobre el labio me puse a ahorrar para la senectud. Desde entonces sin falta cada noche voy con una mujer. Aplicado la aprendo. Me preparo para recordar el mar junto a la lumbre baja.
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The end Había que adelantarse a la piqueta desalmada. Cada cual quería su recuerdo del viejo cine, los carteles de un transatlántico iluminado o de apariciones de la Virgen o de los besos de tornillo de una espía rusa. Decidieron la voladura controlada. La última película que nos diesen. Y al estampido de la dinamita los équidos de la Remonta se espantaron, rompieron vallas, la ciudad fue un western, y caímos en que no hubiera existido el arte del cine si no se hubieran inventado los caballos.
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Pablo Creciendo (Homenaje a Picasso) A Sira y Jaime Quindós
No la consagración de lo intachable, sino la cuerda tensa de la vida. No la gloria que arde de su propia madera, pero la ancha panoplia donde escoges pluma o formón, o falo o daga contra el acopio de los almanaques. Más épocas que el arco de colores hacías sucederse, más arrugas de lo que puede el mármol, y en ti lo coriáceo del labio usado por el tiempo se hizo sabor afín a las doncellas. La complexión del ojo, la frente desatada, el amor o el olvido por estrechos divanes de fauno y arpillera y la lana del tórax, los nudos marineros. Una hogaza sagrada presta empleo a tus manos si una humilde garlopa. Ronco cristal del vino. Esa hombredad cuadrada de hombre de diario sobrepasa la cresta de tus gallos ardidos. 318
Aleja las palomas y arlequines. Los caballos de cuernos torturados desciende a otros limbos de niebla. Y te levantas tú, llamado Pablo, voz del estreno, heraldo del combate contra el sol perezoso que nace siempre siempre por el mismo descuido de la noche.
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Fies ta e n Mosc ú 1 96 0 Cornetas no se oyeron Gallos campanas no se oyeron El alba era sin embargo sin tacha sin reservas mentales tempranísima el alba (atención pido para la latitud) [en junio ya acudían de todas las repúblicas de suburbios y bloques familiares y del monocultivo ciudadanos que usted ha visto en carro alrededor de centrales eléctricas tractores también en linotipias y que luego componen frontispicios Con sus brazos tallados pañuelos de color gorras de [plato «Son el protagonista de nuestra Historia Unico» Palabra que los amo en cierto modo Acompaso mi paso Tomo el peso de un niño 320
Contribuyo y empujo Aprendo la canción Su techo me concierne en una casa exactamente para 3.000 huéspedes Su arte yo lo aplaudo en un teatro para 5.000 almas no almas muertas Sólo al final del día (es que no acaba de anochecer) la tentación me vence Y no sé lo que diera por la fiesta de una naranja a solas. Mía.
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El Ukase Ella opuso su mano vedándome sus labios entreabiertos, mano de fiebre, pálida, y a través de las venas y huesos más ardientes nos buscamos con rabia, impotentes contra el comisariado, «Prohibidos los besos boca a [boca».
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Pareja de niñas cómplices Estas niñas que miran al ojo que las mira no darán su secreto ni a un ayuno de alambres. Será inútil aislarlas o enredar sus mechones en las más gemidoras cuerdas de los desvanes. Perderán el azúcar y lo azul del verano. Besarán las paredes, pero nadie, no, nadie. Estas niñas que miran, miran como si nunca hubieran roto un pájaro o manchado la tarde. (Para una fotografía de David Santamarta.)
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Cautelas de la mirada A Lêdo Ivo
Lo primero que se enseña a los camareros es no mirar a los clientes que piden sólo agua y si se les mira no verlos. Lo primero que se enseña a los meritorios es no mirar ni siquiera por fuera los sobres lacrados. Lo primero que se enseña a los niños que nacen [mongólicos es no mirar para nada las estadísticas. Lo primero que se enseña a los seminaristas es no mirar a sus hermanas ni con ojos de hermano. Lo primero que se enseña en las guerras es no mirar por el punto de mira de las armas que saben disparar ciegamente. Lo primero que se enseña a los ciegos es no mirar [por los dedos lo que aún se alcanza por la llaga del ojo.
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Lo primero que se enseña a los blancos es no mirar el blanco de los ojos del negro. Lo primero que se enseña a las vírgenes es no mirar el tamaño de la ofensa. Lo primero que se enseña a las viudas que de noche se miran en los espejos no lo voy a decir por respeto a sus muertos. Lo primero que se enseña a la flor es no mirar con [envidia el vértigo de las abejas. Lo primero que los dioses enseñan es que no nos miremos de frente en su rostro. Porque nunca sepamos.
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Postales De Eugénio de Andrade: «Uma rosa depois da neve. Não sei que fazer de uma rosa no inverno. Se não for para arder, ser rosa no inverno de que serve?» Respuesta al maestro: Por los junios del trigo rosas de las carrozas, del collar de las novias. Sólo el poeta guarda en la noche del hielo la rosa que no sirve para nada que no sea ser rosa, rosa, rosa.
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A Victoriano Crémer A ti te llamo, Victoriano, amigo, porque me entiendas en la voz hermana con que arrimo a tu furia mi paloma, de tanto navegar desarbolada. No quiero en soledad la poesía, que me suena a oquedad; y a triste nada me ha de saber si en ti no lo reparto el jugo vegetal de las palabras. Quiero que me recibas en el hondo más hondo y avizor de tu mirada esta chispa minúscula que entrego y me devuelvas luz desparramada: la luz que oscuramente te fabricas con secretos de amor y dulce rabia para poder vivir; seguir viviendo, seguir queriendo, así como si nada…
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Bierzo de la helada tardía Difícil es cantar la primavera. Dolidamente el corazón os llora, frutales de mi amor, porque a deshora se heló la sangre que en la rama espera. Os veo como un mástil sin bandera, triste muñón que al tibio miembro añora. ¿Dónde aquella canción prometedora que el sol traía a vuestra flor primera? Malheridos estáis, mas no sois muertos. Se empreñarán las viñas y los huertos y volverán el pámpano y la higuera. Difícil es cantar. Pero no callo. Porque vivís. Porque si así no fuera, moriría de ver la muerte en mayo.
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Elección de la amada A Úrsula
No se puede elegir sin descubrirse. Cuando te dije salte de entre todas firmé en cristales mi declaración. Ahora tienen la ficha irrevocable de mis sueños, la clave de mis ojos, la razón de esta boca, ya por siempre sabrán dónde encontrarme, y la oscura pasión para qué seda, la medida del arco de mis brazos. He ido a plena luz a separarte. He quemado las naves y en ti misma canta lo que yo soy.
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Alba Por despertar cosido a tu costado, cómo agradezco, amor, la madrugada. Dios se nos da en la luz recién creada, eterno Dios, oh, Dios recién creado. Seguro y fiel estoy a tu costado, vuelto del bronco sueño y de la nada, y en tibia claridad sobre la almohada pensando nazco, niño y sin cuidado. Pues reposadamente y en secreto me recreas en tus maternidades, déjame perezoso en esta aurora. Déjame, amor, bajo la manta quieto, rehecho de sudor y de verdades en tu naturaleza creadora.
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A un poeta catalán Un límite delgado la forma de los cuellos el vuelo de los ojos el olor mismamente distinto en las imprentas y el que León lloviese lentas tardes de ropa. Cantábamos la trébede. Ay vosotros los rubios patroncitos de vela. Crecíais sin sabernos. Vuestros bolsos azules repletos de visados y tantas lenguas vivas.
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Canción de peregrinos con Amancio Prada De un alba de niebla vengo, la esperanza es mi país. Voy con el sol y los vientos por donde ellos mandan ir. Ay, edad de los prodigios, los cristos que sudan sangre por sus rostros de marfil. Puentes serenos que dudan y el gallo que dijo sí. Desde la torre más alta cayó un maestro cantero en brazos de un querubín. No hay romero solitario, la hueste es larga y sin fin, desde un tiempo sin memoria al tiempo que ha de venir. (Conmigo van los mendigos y el señor conde del Rin, Juana de Aviñón, alegre, y entre sus hombres el Cid. Los reyes con sus coronas 332
y mantos de carmesí. Los papas de los papados, con sus cruces de rubí. Mercaderes de Venecia, banqueros los de París y los bandidos que acechan oro y plata del botín. Mirad la Isabel Segunda por donde solía ir. El Duque de la Aquitania —don Gaiferos, es decir— y el Niño Jesús el pobre con san Francisco de Asís. No hay romero solitario, la hueste es larga y sin fin, los que ya son polvo ardido y los del año dos mil. Ay, que la tierra es muy dura en las cuestas de subir, dura en el llano y la fraga y en las piedras del cantil. Estepa de mil cuchillos y la sabría sentir como una alfombra de musgo regada de agua de abril.
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Cañada de las palomas, aroma del alhelí: quienes traigan son de guerra mejor no pasen de aquí. Santiago y abre los cielos a los vuelos del malvís. Santiago y cierra los cielos al azufre y al misil. Camino de los milagros, las hierbas para el febril y arenas que se hacen oro temblando bajo el candil. En la costa de la muerte el sol se pone a morir sin que nadie lo remedie. Quién me dijera al partir que al final de la jornada todo el milagro está en mí. Todo el milagro está en mí.
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Lenta es la luz del a manec er en los aeropuertos prohibidos Una vez estaba en la taberna el poeta inspirado haciendo su papel de poeta inspirado. Todos lo respetamos mucho en sus esperas de la voz misteriosa, aunque nunca se le haya visto una página terminada. Vino un parroquiano de la taberna con la alegría lúcida de los primeros vasos, y fisgó el renglón que campeaba en la hoja: Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos. El verso hermoso, todavía único, con que iba a arrancar el poema. El parroquiano suspiró: —Es un buen empiece, poeta. Pero ahora qué.
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L a e squela En la mesa de mármol del casino estaba el ABC memorioso y decía, doña Helena de Fiore de Luna y Pérez de la Plana, condesa de la Plana y de Santarcángelo, falleció en accidente en La Spezia (Italia) el día 31 de mayo de 1986. Hay una cruz, hay una esquela honrosa, sus padres excelentísimos, sus ilustrísimos hermanos. La condesa Helena contaba diecinueve años de edad y era imposible no ver una verja de hierro entornada, una fuente en un parque, el cuello de una estatua.
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El escalatorres Hay ciudades donde la escalada de torres es como un concierto de música al que se asiste en silencio, ciudades avaras donde el público desaparece a la hora de la colecta, pero también ciudades generosas y de brazos abiertos. En Osorno, provincia de Palencia, se cruzan apuestas sobre el espectáculo sin descuidar por eso las barajas. En la ciudad empedernida (pero de ésta no diré el nombre) alienta el deseo de ver cómo el artista se desprende de un saliente y se mata.
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Flecos Te lo juro, hermanico, por mucho que me pagues yo no puedo estar quince días sin verla, las sencillas palabras quedan flotando. Tú sigues. Son feriantes. Las vidas dejan rastro. Eso tu madre debió decírnoslo antes de la boda, la que habló tiene la voz delgada y ella es delgada y [viva, él va agachado de la cabeza, torpe, se alejan, cruzan otros, Qué va saber el pobre si le ocultaron los análisis, y este fleco es más grave, ves a un hombre asomado a su ventana que da a un jardín y acaso el hombre hace sus planes sobre las rosas. Son palabras al viento. Pero acaso habrá una que prenda en la conciencia del relator y quién sabe qué historia.
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Sobre los muertos Desentrañar la muerte empieza en discutirles las prerrogativas a los muertos el derecho que tienen la tarde de su esquela a sacarnos del café a que nos quitemos el sombrero. Desdeñar a la muerte requiere defenderse de la mano de plomo de los muertos los muertos que se creen que morir es un manto. Destemer a la muerte es reñir a los muertos de casa porque siguen dejando los grifos mal cerrados si no a ver quién ha sido. Que no es ningún pecado hablar mal de los muertos.
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Ambulatorio Ese reloj tan frío que miras y él te ignora Tanta espera y vienes del insomnio a usted doctora mía a pedirle recetas por cuenta del gobierno antes de que se acaben Mire por el cristal hay negros esperando cola de envejecientes y niñas asustadas por la píldora del día después. Mi entresueño es un sudor que ya no encuentra manta la bandera que acaso repartan sus colores y peor el espanto tengo que confesarle de que hagan almoneda de palabras en bloque las palabras sagradas que amo con mi sangre doctora por favor deme ya en español mis pastillas antes de que se acaben.
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A vosot ros Todos los que a mi edad no sabéis que la vida nunca [fue como era o como debiera ser ni muchacha que perdiendo su frescor alcanzara no obstante a servirnos las horas descansadas de la consolación Todos los que cerráis vuestras memorias clínicas con la esperanza loca de que no volverán a abrirse en distintos lugares las mismas cicatrices y subís y subís escaleras de sueños como los mares y los montes sucesivos engañan al viajero desde que el mundo es mundo y al viajero de atrás Los que sois de mi quinta aproximadamente y los [días declarados azules en el fondo del vaso contempláis los muslos [memorables creyendo que todavía falta el último tren.
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El poeta hace memoria
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Escuchen, por favor, estos versos: Lagrimitas de mujer, perlas de mi corazón, que venís a entristecer las delicias del amor.
Pueden sonreír, pero háganlo con piedad. El poeta tenía nueve, quizá diez años, vivía y soñaba —mucho, lo de soñar despierto— en una pequeña ciudad del interior, sin tranvías ni puerto marítimo, y la niña era de Bilbao. Son, absolutamente, los cuatro primeros versos que escribí, y no sé por qué se los oculté a entrevistadores y profesores que bastante hacían con preguntarme. Quizá mi nula simpatía por la precocidad. Ya hecho un hombre, conocí la vanagloria de algunos premios en certámenes y juegos florales, que en su día silenciaría arteramente en biografías y solapas. Así llegó el momento en que, sin apenas ayudas, comprendí que la poesía era otra cosa. Aunque no sabía qué cosa. Me relacioné con poetas y profesores en la capital. Asistí a tertulias. Escuché o leí sentencias como que la lírica moderna es un lujo del hombre manchesteriano y burgués, y ¡hala!, a repasar las teorías políticas y económicas y el término burgués que 345
vale tanto para un roto como para un descosido. Otro sabio me disuadió de mi prurito de perfección, porque si se escribiera un poema perfecto —vaticinó el sabio— el mundo se terminaría. Los francófilos se arrimaban a Mallarmé —«dar un sentido más puro a las palabras de la tribu»— y los atentos a los aires anglosajones te hablaban de Coleridge: «Las mejores palabras en el orden mejor». De esas ocurrencias, a miles. Me fui soltando de los mentores, y un día vi claro que las teorías no eran lo mío, que acudía a la poesía compulsivamente cuando una idea —o mejor, un sentimiento— alcanzaba en mí una maduración que podría decirse obsesión, y que para liberarla no había otra receta que tirarse a la piscina de la página en blanco. Y que en esa aventura había consolación. En una noche del invierno leonés pude hablar de estas inquietudes con Leopoldo Panero. Fue una larga conversación en la que retuve su idea de que si Dios está de dar, el poema nace en cualquier sitio y en cualquier momento. Escrito a cada instante es, coherentemente, el título del libro que me entregó dedicado. Del resto de sus teorías no doy razón, porque quedaron solapadas bajo sus propios versos, graves y calmosos: «Camino del Guadarrama / nieve fría de febrero / y a la orilla de la tarde / el pino verde en el viento». También en León nevaba. Bebíamos coñac. En León radicaba —y radicalizaba— el grupo Espadaña, al que llegué tarde, casi al final de su 346
movida navegación. Sólo tres poemas amorosos señalan mi paso junto aquella breve y esforzada hueste. De sus poetas, el de voz más contaminante era Crémer, y tuve cuidado de admirarle pero que no me influyera. Mis poemas iban saliendo sueltos en las revistas de la época. En Poesía Española, que gobernaba García Nieto ¡y pagaba puntualmente! Y con frecuencia en Alba, azarosa empresa de mi paisano Ramón GonzálezAlegre. El regreso ¿de dónde? A mis treinta y tantos años con bastante obra édita e inédita, yo no había publicado un libro. Mis coetáneos, que a su tiempo lo hicieran con algún éxito, entraron en una generación, que es la manera de salir siempre en la foto. Pero yo me había descuidado de tal protocolo y es difícil encontrar mis gafas de concha y mis chaquetas cruzadas en fotografías de grupo. Me avine, sin ningún retorcimiento, a hacer el camino a mi aire, procurando, esto sí, que mi obra no fuera sino a buenas manos editoras. El regreso salió en Adonais en 1964, con el número ccxx de la colección. Convendrá aclarar este retraso en lo editorial, tan incongruente con mi precipitación en dar las primeras señales de mi vocación vergonzante. Ocurrió que en plena juventud la vida me llevó y me trajo por oficios que me obligaron a moverme, a viajar dentro y fuera de España, a la disipación. Confieso que he volado, 347
pero que esa libertad de las alas avivaba la nostalgia de mis raíces. Días después de la salida de El regreso recibí con sorpresa, y también con temor, La Vanguardia de Barcelona, que en solemne página completa titulaba: «Palabras, formas, emociones. Antonio Pereira, nuevo poeta». Era mi primera comparecencia ante la crítica, y ésta venía firmada por «M. Fernández Almagro, de la Real Academia Española». Don Melchor venía a favor. Pienso que tomó por real mi destierro (voluntario o no; él se cura en salud) en países lejanos y ultramarinos, como esa Guayabamba de la que inventé el nombre y el color y olor de las calles. Que mi ficción resultase creíble lo tomé como un acierto, y creo que lo es, del «poeta-fingidor». Las palabras del crítico sonaban bien: «La sencillez y la transparencia de la expresión, la cálida temperatura humana de la emoción que el poeta transmite, el tornasol sicológico de todo eso que le impresiona a lo largo de su divagación por las calles que le imponen rutas al azar, seguro de no tropezar con nada que le sea conocido y amado, son señales inequívocas de la autenticidad con que ‘el desterrado’ solloza o está a punto de sollozar, sin eco en las gentes que pasan». En esto del alejamiento nostálgico insistirían otros críticos. (José María Balcells era por entonces un joven y batallador catedrático y llevó uno de mis poemas a su antología Poemas del destierro, que editó Plaza y Janés). Y en la misma idea abundó Rafael Morales. 348
También hubo coincidencias —mayores o menores— en los reparos. Algunos aparecían apuntados en F. Almagro, donde —seamos claros— no todo era agua de rosas. Se me reprocharon algunos prosaísmos, las caídas en lo coloquial y la atención a detalles nimios del entorno diario. Ah, que la vie est quotidienne, había leído yo en Laforgue, y me gustaba. Concretamente me riñeron por «El pequeño tren», del que son estos fragmentos: […] Dieciocho kilómetros diarios, nueve y nueve contándole ida y vuelta, para enlazar a tiempo con los grandes expresos que conceden un minuto, no es gran cosa, pero es la lanzadera capaz de urdir la trama de los siglos […] pequeño tren, formado como tantos hombres con vocación a la modestia, y canto tu belleza subsidiaria.
Es un poema que a mí me gustaba entonces y me gusta ahora, y déjenme que les coloque otra cita: «Conviene escuchar a los críticos, pero no tanto que se inmiscuyan en la escritura de tu siguiente libro».
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Y O PECADOR CONFIESO Y CANTO Me acuso de que en París iba a espectáculos indecentes, de que también en Tánger. Conocí buenos hoteles. Con imprudencia aposté en el casino de Estoril. Me gustaba aparentar, pero en el fondo mantenía la consciencia de mis orígenes y me corroía la pesadumbre de mis paisanos de los montes ásperos y de los caminos imposibles. Después de El regreso me pareció urgente escribir por ellos y para ellos un canto de alivio y de esperanza, y que eso era lo que mandaba la ética: la poesía necesaria. Escribí Del monte y los caminos. Cuando terminé el poemario, terminaba el plazo de admisión para los Premios Guipúzcoa. No es que desdeñara la dotación del premio de poesía, pero me interesaba sobre todo la publicación del libro. Facturé mis folios a San Sebastián, pasó tiempo sin noticias y casi me olvidé del tema, hasta que alguien me hizo llegar unos periódicos: ¡Por un tris! «Empate entre Del monte y los caminos, de Antonio Pereira, y La señal, de José Batlló, decidiéndose el jurado por este último». ¡Bien por José Batlló!, pude decir en seguida. Resultó ser un caballero, expresión esta que a él le haría reír por pequeñoburguesa. El poeta afincado en Cataluña, avanzado y rebelde, era el editor de El Bardo, una reciente colección de poesía que se estaba imponiendo como puntera en el mapa de la poesía española. La había abierto un libro de Gabriel Celaya y le habían seguido nombres como Vicente Aleixandre, Ullán, 350
Gloria Fuertes, el recentísimo Gimferrer con Arde el mar… Batlló me invitó a que el libro que había sido contrincante del suyo se publicase allí, sin demora, inmediatamente. Me pareció mejor premio que los seis mil duros que daban con el Guipúzcoa. Poesía Española encargó a Francisco Umbral la crítica de mi nuevo libro, y con ella se abría el número de la revista correpondiente a mayo de 1966. Un análisis lúcido que tuvo la virtud de ponerme frente a mí mismo: «Del monte y los caminos es obra que marca, precisamente, el despegue de Pereira más allá de lo conseguido. […] No sabemos si la exigencia le nace a este libro del tema o es una mera exigencia artística, humana, poética. En todo caso, Del monte y los caminos nos sorprende con una serie de poemas donde el poeta cambia de situación, canta desde otro sitio, o, cuando menos, canta hacia otro lado: Con vosotros regreso, nunca martillos, yunques de mis antepasados. A vosotros asciendo. Yo, degenerado hijo de las montañas, tantas noches perdido entre la seda. Yo, pecador, confieso y canto. 351
»Poco importa que esta toma de conciencia le haya nacido al poeta por incentivo exterior, por presión de la poesía ética ambiente o en natural evolución humana, en humano replanteamiento de vida y obra. Importa solamente comprobar que Antonio Pereira ha acertado en la adecuación de su rico lenguaje a una exigencia de sobriedad, a una ponencia sobre situaciones de compromiso. […] Hay que poner la vida y la muerte a la obra en marcha, y esto es, en definitiva, lo que potencia una calidad». Miguel Dolç, que luego se ocuparía repetidamente de la poesía que yo fui publicando, tomó este libro para hacerlo por primera vez, y fue en Levante, de Valencia. Otra cosa, que no una crítica, fue lo del maestro Gerardo. Gerardo Diego, que tachan de tacaño en las menudencias de la vida, me hizo un regalo generoso: «El sonido del hierro». Es un artículo hermoso donde se evoca mi canto al sonar de «los clavos sobre el platillo / de la balanza cayendo / y el choque de las caderas redondas / de los pucheros». Y confiesa, el poeta cántabro, su afición por el son de la fragua, que «rima maravillosamente con el de la lengua de España, una lengua fina, pero de hierro». De los viajes He aludido a esta circunstancia de mi vida, pero procuraba viajar «por atún y a ver al duque». En Buenos Aires, el «duque» fue Jorge Luis Borges, por más que 352
no viviera en un palacio y sí en un piso mediocre de la calle Maipú. Servirle voluntariamente de lazarillo me dio la recompensa de tenerlo durante horas para mí solo. Oí sus versos de su propia boca, «Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche», y había en su dicción un leve temblor emocionado, puede que un poco histriónico. Paseábamos por la calle Florida. La gente se paraba a estrecharle la mano y decirle unas palabras. Borges —le dije yo—: lo llevo a usted de mi brazo y tengo la impresión de que llevo la bandera de la Argentina. Le gustó, y ahora pienso si no habré estado cursi. En todo caso, fue una larga fiesta inolvidable. Otros encuentros tuve que enriquecieron mi quehacer poético, pero no es el lugar de detallarlos. El caso de Lêdo Ivo, no obstante, me pide unas líneas partidarias. Como puede pasarnos con una mujer, que nos enamora con uno determinado de sus encantos, yo me enganché al poeta brasileño por su extensa Elegía didáctica, y aún más concreto, por uno de sus versos: «Piensa en la lluvia cayendo sobre los huertos hipotecados». No es la saudade que con frecuencia nos impregna —o nos cala— en la lírica portuguesa. Es una emoción contenida que parece aludir a una situación de injusticia social, y bien sé que esta es mi percepción personal, acaso irritante por lo subjetiva. Después de ese poema, que Ivo escribió a sus ¡veinte! años, 353
hay una obra amplísima que me acompaña y me da salud. A Lêdo Ivo no tuve que prestarle mi apoyo. Al contrario, fue él quien me ayudó a transitar su fazenda en el Mato, donde me tuvo de invitado y de oyente privilegiado. Mi padre y L’Osservatore Romano Mi padre estaba orgulloso de mi poesía y de que me llegaran cartas de personajes como Vicente Aleixandre y Jorge Guillén, que a lo mejor un día les daban el Premio Nobel (esto del Nobel se lo decía yo). Pero mi padre tenía una espina: —¿Y Pemán?¿No te escribe Pemán? Un día creyó definitivamente en su hijo, y fue cuando en L’Osservatore Romano, «giornale quotidiano político religioso», se ocupaban de mi reciente Cancionero de Sagres. Mi padre tenía cargos en las Conferencias de San Vicente y en la Tercera Orden de San Francisco, y Roma era Roma. Mi poemario no tenía nada de beato. Estaba dedicado a Portugal (la nación que más quiero, después de la mía), escrito sobre el terreno en el país vecino cuando la dictadura de Salazar. Esta circunstancia, sin tener el libro un carácter político, asoma en muchos momentos y en su ambiente general: Por caminos del monte bajo, a la orilla del verde brezo, 354
los portugueses van o vienen, silenciosos hasta los huesos. […] No les preguntéis hacia dónde van, ni si vienen de muy lejos. Los portugueses que yo digo sólo hablan con su silencio.
Sí, la poesía es consolación La poesía, más que conocimiento o comunicación, es para mí una tregua de consolación, algo que encaja en aquel concepto de Gómez de la Serna cuando habla de un hiperespacio que Dios nos concede para que no sean tan sórdidas las ocho de la noche. Durante una temporada en los primeros años setenta, mis días tuvieron el color y la pesadumbre del plomo. Pero no me faltaron horas en que la poesía y algunos amigos poetas estuvieron conmigo. Escribí Dibujo de figura. No tuve que buscar editor, a mi retiro obligado vino Batlló y se llevó el manuscrito para publicarlo de inmediato, aunque en el Bardo, de prestigio creciente, connotados poetas hacían cola. Batlló era parco de palabras y poco querencioso, pero generoso en su comportamiento. Creo que me estimaba. Años más tarde publicó su Memoria y Antología de El Bardo (1964-1974), con sucintas notas sobre los autores: «La poesía de Pereira es una extensión de su personalidad, lo que raramente ocurre en los 355
poetas: moderado hasta rozar la reacción, tolerante e inconsecuente, todo ello con una ingenuidad desarmante y una constancia y austeridad genuinamente castellana, aunque aquí se trate de un oriundo del Bierzo». Sobre Dibujo de figura hubo el consiguiente cortejo de críticas y, entre ellas, una sorprendente. Por entonces salía con éxito en Madrid el Nuevo Diario, y en el número de I de noviembre de 1972 se dedicaban dos grandes páginas entusiastas a mi libro, con la firma de Romero Esteo. Escribí al crítico mi gratitud —no lo conocía y nunca lo conocí personalmente— y a sus señas de Málaga le fui enviando mis obras sucesivas, pero nunca más se supo. Con mis libros de poesía ya publicados, envidiaba el privilegio de verlos reunidos en la colección Selecciones de Poesía Española que Enrique Badosa conducía en Plaza y Janés. Yo seguía en el confinamiento forzoso, pero mejorando, gracias en parte a las satisfacciones y esperanzas que me dispensaba la poesía. Se lo insinué al director y poeta. Dicho y hecho. Enrique conocía de antemano toda mi obra, le envié el original y ¡a vuelta de correo! recibí el contrato y el cheque con el correspondiente anticipo. Me emocioné, y la debilidad del convaleciente se tradujo en unas lágrimas que ni olvido ni me dan vergüenza. Salió Contar y seguir (Poesía 1962-1972), prologado por el catedrático Miguel Dolç. 356
El poeta-lector Los lectores de poesía son pocos (no tan pocos como algunos creen), y con frecuencia ellos mismos son poetas. A veces son suscritores de pago de la colección, otras veces están en una lista del autor o del editor como merecedores de que el libro les llegue «gratis et amore». Cuando recibo una carta de acuse de recibo y gratitud, me huelo en seguida si son unas frases de trámite o una opinión sinceramente fundada en la lectura del poemario. El primer paso de la que sería relación fraterna con Ricardo Gullón fue su carta desde Austin sobre mi poema del soldado Juan (Cancionero de Sagres): ¡Aparta, Juan! Colócate en tu sitio. Si Dios se lo propone, ya te mandará una bala perdida.
Gullón quiso relacionarlo con Juan Panero, muerto de su «bala perdida» en un accidente de carretera cerca de León. «Pero otras balas, metálicas de veras, fueron a dar en el pecho de tantos amigos como hoy son polvo de nuestra tierra»… ¡Diáfano Ricardo! En sus lecciones de crítica literaria iluminó las relaciones entre mi poesía y mi cuentística, y mi salida en la 357
mítica Austral (Cuentos para lectores cómplices) fue abierta por su autoridad prologal: «Poeta original y a su manera ‘raro’, es decir, huidizo a las clasificaciones que lo agruparían según el criterio o la falta de criterio vigentes…» La correspondencia literaria con Martínez Cachero y Colinas y Carnicer y Buero y Cela y tantos otros se alimentó a lo largo de mis sucesivos poemarios. Gamoneda me tiene escrito, pero entre nosotros era menos necesario, por el frecuente trato personal. Este trato lo compartíamos con el cura Lama. Don Antonio murió en 1968, en una etapa gamonediana de travesía del desierto, y no pudo conocer Descripción de la mentira, un libro con frecuentes pasajes enigmáticos. Tengo el barrunto de que el personaje desaparecido está en el fragmento que comienza: «Tu serenidad era la servidora del desprecio». Más de medio siglo, Gamoneda y yo en tardes del vino de las tabernas, comulgando en la poesía y en los pequeños disturbios de las neurosis de la creación. El escritor de cuentos. y más poesía Al tiempo que componía y publicaba mis poemas, cultivé la narrativa breve. El cuento literario tiene mucha afinidad con el poema y, además, en mi poesía —soy devoto del Romancero— no es difícil encontrar ingredientes narrativos. Por otra parte, la disciplina del verso me proporcionó recursos impagables para el 358
relato: economía verbal, renuncia a los meandros y digresiones, poder de sugerencia de las palabras. ¿Será una falta de pudor si yo mismo declaro que tuve algún éxito? Las ediciones se van sucediendo, salen nuevas recopilaciones y antologías, ediciones críticas sobre mi cuentística. Pero no descuidé el huerto íntimo de la poesía. Publiqué Antología de la seda y el hierro (1986), una selección personal con poemas ya divulgados y algunos inéditos. En 1995 me hicieron el honor de que abriera en Villafranca del Bierzo la Colección Calle del Agua, y lo hice con Una tarde a las ocho. Fue una idea —la colección— trabajada por Juan Carlos Mestre, que creó una acertada maqueta, y Miguel Angel Varela. Pero a Mestre no se le debe únicamente la idea inicial y su plasmación gráfica. El poeta impuso a la colección un aire actual y universal, y quienes lo conocen saben sus dotes de seducción y su capacidad de convocatoria. También por entonces, la Universidad de León publicó (1996) Países poéticos de Antonio Pereira, cerca de cuatrocientas páginas en que Carmen Busmayor, doctora en Filología Hispánica, entrega un estudio que es obra de referencia para el conocimiento de mi poesía. Y ahora, en fin, un nuevo poemario, Viva voz, que figura al final de este volumen como aportación inédita al panorama de mi poesía. En él aparecen algunos poemas que fueron anticipados en revistas o en alguna selección como Antología de la seda y el hierro —banco 359
de pruebas— esperando su ubicación en libro unitario y la versión definitiva que aquí alcanzan. El lector de mi poesía, si también lo es o ha sido de mis cuentos, encontrará en Viva voz cuatro textos que habiendo visto la luz como microrrelatos, valen, a mi juicio, como poemas. Me ha parecido un experimento jugoso, que puede verse en «Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos», «La violinista», «La esquela», y «El escalatorres».
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BIBLIOGRAFÍA
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global», en De Jorge Guillén a Antonio Gamoneda, León, Universidad, 1998. BUSMAYOR, Carmen. Países poéticos de Antonio Pereira. Publicaciones de la Universidad de León. León, 1996. GONZALEZ BOIXO, José Carlos. Edición crítica de Recuento de invenciones de Antonio Pereira. Ed. Cátedra. Madrid, 2004. MARTINEZ GARCIA, Francisco. «Antonio Pereira», en Historia de la literatura leonesa. Ed. Everest. León, 1982.
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ÍNDICE
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Meteoros poesía 1962-2006 EL REGRESO Afirmación de vecindad . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 I El desterrado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 Lola . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20 Los compañeros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 Parque infantil . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 22 Ciudades sucesivas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23 Los paisajes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25 Casi como la muerte del soldado . . . . . . . . . . 26 Ciudad de Normandía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28 La fiesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31 Un árbol con su sombra prevenida . . . . . . . . . 33 El regreso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36 II Los regalos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43 3 poemas del estío . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45 La casa, la noche . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 48 Memoria del fuego . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 50 El pequeño tren . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 52 La Plaza Mayor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54 Al señor, día y noche en San Isidoro de León . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 56
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Nocturno en la colegiata de Villafranca . . 57 Villaralbo con la casa amiga . . . . . . . . . . . . . 58 Los míos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61 El huerto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63 Ciudad de los viejos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64 Úrsula ciudad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67 Ciudad sin tiempo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 68
DEL MONTE Y LOS CAMINOS I. DEL MONTE Y LOS RECUERDOS 1 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77 2 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 80 3 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83 4 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85 II. DEL MONTE Y LOS CAMINOS 1 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91 2 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 96 3 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 98 4 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99 III. DEL MONTE EN SOLEDAD 1 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103 2 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 104 3 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105 4 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106 IV. MEDITACIONES Y PREGUNTAS 1 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109 2 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 110 3 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111
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V. ESCENAS Y PERSONAJES Un hombre como ellos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115 Los mozos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117 «Rubio» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119 Avión de línea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 120 Un niño reciente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121 La serranilla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 122 La lección de geografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . 124 Los sedientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125 El manantío . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 128
SITUACIONES DE ÁNIMO El poema no tiene que llamarse nada… . . . . 133 Ese niño que miro y que mira . . . . . . . . . . . . . . 134 Reclamación del mar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135 Oración con mi cuerpo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137 Del libro de la madre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 138 Ciudad de la tristura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139 Madrigal del viajante . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 140 Cuando llueve en la yedra de mi casa . . . . . . 141 Sólo la voz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 142 Me acuso de que creo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143 El nombre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 144 Estado de ánimo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145 Los suspensivos sí… . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 146
CANCIONERO DE SAGRES I. PAISAJE CON HOMBRES Canción en la raya . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153 Paisaje con hombres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 154
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Viniendo por Penafiel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155 Romance del quinhentos y aún . . . . . . . . . . . 156 Cementerio de Évora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 158 Campo maior . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159 Carta a González Alegre . . . . . . . . . . . . . . . . . 160 Sierra de Marão . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163 De un retrato por Orlando Pelayo . . . . . . . . 165 El mixto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 166 La aparición . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 167 Con cruz rueda, en amarante . . . . . . . . . . . . . 169 Brácara augusta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171 Biografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 172 ¿Oporto, sir…? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173 «To let» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 174 La espera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175 La otra estrada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 176 II. ESPEJO ENTRE DOS LUCES Gozos para llegar a Lisboa . . . . . . . . . . . . . . . 181 O chiado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183 Episodio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 185 La aprendiza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 186 Fado de la limpiadora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187 Coral de Lisboa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 188 La exageración . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 190 Postal a Federico García . . . . . . . . . . . . . . . . . 191 Lunes, geografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 192 Tardes en los Jerónimos . . . . . . . . . . . . . . . . . 193 SI YO SUPIERA LO QUE VIVE DENTRO… . . . . . . . . . . . . . 194 MI MUERTE NO LA SABRÉ… . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195 III. PUNTA DE SAGRES La hora de la saudade . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199
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Noticia a Rafael Morales . . . . . . . . . . . . . . . . 201 Batalla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 203 Soldado Juan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 204 Noche de marzo en Sagres . . . . . . . . . . . . . . . . 205 Lo digo por Antonio de Lama . . . . . . . . . . . . . 208
MEMORIA DE JEAN MOULIN Uno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213 Dos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 214 Tres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 216 Uno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 218
DIBUJO DE FIGURA I. MOZO DEL 44 Circulaban rumores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225 La casa de mi amigo era más luminosa . . . . . . 226 El pudor era un meteoro . . . . . . . . . . . . . . . . . 228 Cuando ya el asaltante sabía los postigos . . 229 Fombasallá es un nombre en que resuenan . 231 Intermedio moral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 233 Las guerras unen mucho . . . . . . . . . . . . . . . . . 236 Hijo, mira de ser creyente . . . . . . . . . . . . . . . . 238 Vino el destacamento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 240 En aquel tiempo había bastantes vírgenes . . 241 Por cada verso que os he dado en limpio . . . . 243 II. DIBUJO DE FIGURA Lo primero una recta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247 Hoy lo he visto en la cebra . . . . . . . . . . . . . . . 249
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En el parador nacional los cazadores . . . . . . 251 Los santuarios siempre cuesta arriba . . . . . . . 253 Tres hermanas conservo . . . . . . . . . . . . . . . . . 255 Hoy me has tocado, predicador de pueblo . . 256 La altura de los bosques . . . . . . . . . . . . . . . . . 258 III. CONSOLACIÓN A CLAUDIA Hoy vine a levantar las aldabillas . . . . . . . . 261 Ah, los atardeceres de Estambul . . . . . . . . . . 262 Ahora voy a decirte por qué lloré aquel día . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 264 Planchabas las camisas con exceso . . . . . . . . 266 Yo tengo antecedentes, recuerdo de mi infancia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 268 Ahora tengo una casa junto al mar . . . . . . . 271 No hay nada más cansado que el rostro de un domingo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 273
UNA TARDE A LAS OCHO Prescripciones del vino . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279 El pródigo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 282 Sabidurías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 283 Tardes del otro lado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 284 Los pretendientes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 285 Del juego . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 286 ODIO LOS AUTOS… . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 287 La protesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 288 NO ES TU MEJOR AMIGO… . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 289 Oración . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 290 Conminación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 291 Desacralizado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 292
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Centenario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 293 Poética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 294 Escrito lejos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 295 Sesenta y cuatro caballos . . . . . . . . . . . . . . . . 296
VIVA VOZ Casa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 299 Músico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 300 La violinista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 301 Balada de mi patio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 302 Tiempo de amar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 304 Recuerdo para olvidar una historia . . . . . . . 305 Al pintor Norberto Beberide, en la plaza del mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 306 5.ª Dinastía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 308 Apunte para Enrique Badosa . . . . . . . . . . . . . . 310 Desnudo sobre raso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 311 Los desencuentros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 314 Para recordar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 316 The end . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 317 Pablo creciendo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 318 Fiesta en Moscú 1960 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 320 El Ukase . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 322 Pareja de niñas cómplices . . . . . . . . . . . . . . . . 323 Cautelas de la mirada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 324 Postales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 326 A Victoriano Crémer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 327 Bierzo de la helada tardía . . . . . . . . . . . . . . . 328 Elección de la amada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 329 Alba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 330 A un poeta catalán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 331
373
Canción de peregrinos con Amancio Prada . 332 Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos . . . . . . . . . . . . . . . . 335 La esquela . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 336 El escalatorres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 337 Flecos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 338 Sobre los muertos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 339 Ambulatorio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 340 A vosotros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 341 EL POETA HACE MEMORIA . . . . . . . . . . . . . . . 343 BIBLIOGRAFÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 361
374
Esta primera edición de
M eteoros p o e s í a , 1962-2006
de
Antonio Pereira s e acabó de imprimir en Madrid e l veintitrés de m arzo de dos mil seis
Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura
Dibujos de cubierta: Juan Carlos Mestre Primera edición: 2006 © Antonio Pereira Diseño gráfico: & © De la presente edición: Calambur editorial, sl 2006 C/ María Teresa, 17, 1º d. 28028 Madrid. Tel.: 91 725 92 49. Fax: 91 298 11 94
[email protected] - www.calambureditorial.com isbn: 84-96049-87-6. dep. legal: m-9.271-2006 Preimpresión: MCF Textos, sa – Impresión: Gráficas 85 Impreso en España – Printed in Spain calambur editorial, sl: Emilio Torné (Director literario), Fernando Sáenz (Director gerente), Juan Fco. Escudero
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c a l a m b u r
P o e s í a
1. Mario Hernández: Sombras y variaciones. I.S.B.N.:
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2. Alfonso Sánchez Ferrajón: Lavinia
O LIBRO DE LA
PUREZA. Epílogo de Fernando Quiñones. Ilustraciones de Gonzalo Torné.
72 págs. 1995. I.S.B.N.: 84-88015-16-x. 7,68/9,00 €.
3. Joaquín Gurruchaga: Últimos poemas (1983-1992). Prólogo de José Ortega Spottorno. 104 págs. 1995. I . S . B . N .: 84-88015-18-6. 8,65/9,00 €.
4. José Manuel Suárez: Desde más luz. Epílogo de Antonio Colinas. 120 págs. 1996. I.S.B.N.: 84-88015-21-6. 8,65/9,00 €.
5. Joaquín Gurruchaga: El tiempo, el humo, el pasado. 160 págs. 1996. I.S.B.N.: 84-88015-26-7. 11,53/12,00 €.
6. Ricardo Martínez Conde: Evoë.
64 págs. 1996. I.S.B.N.: 84-
88015-27-5. 7,68/9,00 €.
7. Rafael-José Díaz: El canto en el umbral. 96 págs. 1996. I.S.B.N.: 84-88015-28-3. 8,65/9,00 €.
8. Blas de Otero: Mediobiografía
(Selección de poemas biográ-
ficos). Edición de Sabina de la Cruz y Mario Hernández. 160 págs. 1997. I.S.B.N.:
84-88015-32-1. 11,53/12,00 €.
9. Enrique Amigó: Café. Emilio Belmonte: Palabras de la luz de la memoria. (Primer Premio ex-aequo del Primer Certamen de Poesía Universitaria de la U.P.M.). 120 págs. 1997. I.S.B.N.: 84-88015-34-8. 8,65/9,00 €.
10. Javier Villán: El fulgor del círculo (una tauromaquia apócrifa). 72 págs. 1998. I.S.B.N.: 84-88015-37-2. 7,68/9,00 €.
11. Roser Amills: Uno solo, por favor. Luis Manuel Moreno: Lloran los duendes en las calles del corazón (Primer Premio ex-aequo del Segundo Certamen de Poesía Universitaria de la U.P.M.). 128 págs. 1998. I.S.B.N.:
84-88015-40-2. 8,65/9,00 €.
12. Manuel Ríos Ruiz: La memoria alucinada
(Antología poética).
Prólogo de José Jaén Ruiz. 256 págs. 1998. I.S.B.N.: 84-88015-42-9. 17,30/18,00 €.
13. Juan Cobos Wilkins: Escritura o paraíso. 96 págs. 1998. I.S.B.N.: 84-88015-44-5. 8,65/9,00 €.
14. Emilio Prados: Mosaico: poema con espejismo. Prólogo de Christopher Maurer. Edición de Christopher Maurer, Anne Connor y María Paz Pintané. Incluye reproducción del manuscrito original (1925) de Emilio Prados. 192 págs. 1998. I.S.B.N.: 84-88015-45-3. 14,40/15,00 €.
15. Nacho Fernández: El breve paso. 64 págs. 1999. I.S.B.N.: 84-8801552-6. 7,68/8,00 €.
16. Juan Carlos Rodríguez Búrdalo: En el dócil fulgor de las palabras (Antología 1985-1993). 184 págs. 1999. I.S.B.N.: 84-88015-53-4. 11,53/12,00 €.
17. Rafael Morales: Obra poética completa. (1943-1999). 2ª edición. 368 págs. 1999. I.S.B.N.: 84-88015-57-7. 19,23/20,00 €.
18. Kepa Murua: Siempre conté diez y nunca apareciste. 3ª edición. 80 págs. 1999. I.S.B.N.: 84-88015-61-5. 8,65/9,00 €. 19. José Antonio Zambrano: Después de la noche. 72 págs. 1999. I.S.B.N.:
84-88015-60-7. 8,65/9,00 €.
20. Antonio Porpetta: Silva de extravagancias.
(Premio Ciudad de
Valencia de Poesía «Vicente Gaos», 1999). 80 págs. 2000. I.S.B.N.: 84-88015-62-
3. 8,65/9,00 €.
21. Francisca Aguirre: Ensayo general (Poesía 1972-1999).
364
págs. 2000. I.S.B.N.: 84-88015-58-5. 19,23/20,00 €.
22. José Manuel Lucía: Libro de horas.
96 págs. 2000. I.S.B.N.: 84-
88015-68-2.8,65/9,00 €.
23. Ferran Gallego: El beneficio de la duda. I.S.B.N.:
112 págs. 2000.
84-88015-66-6. 9,61/10,00 €.
24. Pablo Jauralde: Sin embargo. 144 págs. 2000. I.S.B.N.: 84-88015-674. 9,61/10,00 €.
25. JAVIER SANGRO: De todo lo visible y lo invisible. I.S.B.N.:
26. Kepa Murua: Cavando la tierra con tus sueños. I.S.B.N.:
80 págs. 2000.
84-88015-69-0. 8,65/9,00 €. 84-88015-75-5. 9,61/10,00 €.
96 págs. 2000.
27. Joaquín Gurruchaga: Primeros poemas. 144 págs. 2000. I.S.B.N.: 8488015-70-4. 11,53/12,00 €.
28. Alfonso López Gradolí: Los bosques de la memoria.
352
págs. 2001. I.S.B.N.: 84-88015-76-3. 19,23/20,00 €.
29. Darío Facal: Fotografías dobladas. 80 págs. 2001. I.S.B.N.: 84-8801573-9. 8,65/9,00 €.
30. Enrique García Santo-Tomás: Las verdades del arce. 76 págs. 2001. I.S.B.N.: 84-88015-74-7. 8,65/9,00 €.
31. Miguel Angel Muñoz: Las fronteras. 64 págs. 2001. I.S.B.N.: 8488015-77-1. 8,65/9,00 €.
32. Jesús Ayet: El transcurso del sol. 96 págs. 2001. I.S.B.N.: 84-88015-801. 9,61/10,00 €.
33. Manuel Altolaguirre: Alba quieta (retrato) y otros poemas. Ed. y prólogo de James Valender. 192 págs. 2001. 13,46/14,00 €.
34. Kepa Murua: Cardiolemas.
96 págs. 2001.
I.S.B.N.:
84-88015-82-8.
I.S.B.N.:
84-88015-83-6.
9,61/10,00 €.
35. Javier Lostalé: La rosa inclinada.
352 págs. 2002.
I.S.B.N.:
84-
88015-89-5. 19,23/20,00 €.
36. Ilia Galán: Arderá el hielo.
80 págs. 2002.
I.S.B.N.:
84-88015-93-3.
9,62/10,00 €.
37. Guadalupe Grande: La llave de niebla. 80 págs. 2003. I.S.B.N.: 8496049-06-x, 9,61/10,00 €.
38. Juan Carlos Mestre: Antífona del otoño en el Valle del Bierzo. 80 págs. 2003. Incluye CD: música original compuesta e interpretada por Amancio Prada, Luis Delgado, Pedro Sarmiento, Cuco Pérez y Rafael Domínguez, sobre poemas recitados por Juan Carlos Mestre. I.S.B.N.: 84-88015-92-5. 17,30/18,00 €.
39. Javier Yagüe: En extraño lugar
(Poesía 1980-2000). 386 págs.
2004. I.S.B.N.: 84-88015-91-7. 19,23/20,00 €.
40. Jorge Riechmann: Un zumbido cercano. 224 págs. 2003. I.S.B.N.: 8496049-07-8, 14,4/ 15,00 €.
41. Ferran Gallego: Al otro lado del paraíso. 80 págs. 2004. I.S.B.N.: 8496049-48-5, 9,61/10,00 €.
42. Kepa Murua: Las manos en alto. 96 págs. 2004. I.S.B.N.: 84-96049-442, 10,57/11,00 €.
43. Ángel Antonio Herrera: Donde las diablas bailan boleros. 64 págs. 2004. I.S.B.N.: 84-96049-51-5. 8,65/9,00€.
44. Jose Luis Puerto: De la intemperie.
104 págs. 2004.
I.S.B.N.:
84-
96049-57-4. 10,57/11,00€.
45. Javier Lostalé: La estación azul. 144 págs. 2004. I.S.B.N.: 84-96049-582. 11,53/12,00€.
46. Ramón Mayrata: Poemas del Café Estigia. 76 págs. 2004. I.S.B.N.: 84-96049-52-3. 9,61/10,00 €.
47. José Manuel Lucía: Prometeo condenado. 96 págs. 2004. I.S.B.N.: 84-96049-50-7. 9,62/10,00 €.
48. Pablo Jauralde: Calcetines rojos. 144 págs. 2004. I.S.B.N.: 84-96049-493. 11,54/12,00€.
49. Ricardo Bellveser: Fragilidad de las heridas. (Premio Ciudad de Valencia de Poesía «Vicente Gaos», 2003.) 72 págs. 2004.
I.S.B.N .:
84-
96049-53-1. 9,62/10,00 €.
50. Rafael Pérez Estrada: Bajo el cielo indeciso. I.S.B.N.:
144 págs. 2004.
84-96049-60-4. 11,54/12,00 €.
51. Carlos Edmundo de Ory: Los aerolitos. I.S.B.N.:
196 págs. 2005.
84-96049-65-5. 14,42/15,00 €.
52. Ilia Galán: Amanece.
100 págs. 2005.
I.S.B.N .:
84-96049-66-3.
9,62/10,00 €.
53. Javier Pérez Walias: Los días imposibles. I.S.B.N.:
78 págs. 2005.
84-96049-67-1. 9,62/10,00 €.
54. Kepa Murua: La poesía si es que existe. 112 págs. 2005. I.S.B.N.: 8496049-68-x. 10,54/11,00 €.
55. Roberto Loya: Artaud en la India.
72 págs. 2005.
I.S.B.N.:
56. Pedro José Moreno Rubio: No detengáis el alba.
(Premio
84-96049-71-x. 9,62/10,00 €.
Ciudad de Valencia de Poesía «Vicente Gaos», 2004.) 80 págs. 2005. I.S.B.N.: 84-
96049-72-8. 9,62/10,00 €.
57. Alfonso Sánchez Ferrajón: La fundación del oro (Poesía completa, 1971-1994), 284 págs. 2005. I.S.B.N.: 84-96049-82-5. 19,23/20,00 €.
58. Antonio Pereira: Meteoros (Poesía 1962-2006) 384 págs. 2006. I.S.B.N.:
84-96049-87-6. 24,04/25,00 €.
59. Antonio Espina: Poesía completa y epistolario, ed. de Eduardo Hernández, 496 págs. 2006. I.S.B.N.: 84-96049-73-6. 28,85/30,00 €.
60. Ana María Navales: Travesía en el viento (Poesía 19782005), 268 págs. 2006. I.S.B.N.: 84-96049-70-1. 19,23/20,00 €. 61. Luisa Futoransky: Prender de Gajo, 84-96049-81-7. 9,62/10,00 €.
96 págs. 2006.
I.S.B.N.: