Políticas de la filosofía Dominique Grisoni (comp.)
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Políticas de la filosofía Dominique Grisoni (comp.)
Traducido por Oscar Barahona y Uxda Doyhamboure Fondo de Cultura Económica, México, 1982 Título original:
Politiques de la Philosophie, 1976
La paginación se corresponde con la edición impresa.
I. OBERTURA Dominique Grisoni
1. MODO DE PRODUCCIÓN NO CABE duda. Un día, hace mucho tiempo, en el mes de mayo de 1968, algo sucedió. Nostalgia de los tiempos pasados, se dirá. Pero no. Mayo fue una ruptura, y así es como debemos contemplarlo. Por primera vez quizá desde hace lustros, la filosofía despegaba de su natal tierra nutricia: la Institución; quizá por vez primera el pensamiento trataba de nomadizarse, de abandonar sus códigos establecidos (sistemas, dialéctica y demás códigos de enunciación) para expresarse sin presentar sus títulos de paso; por vez primera quizá la calle unía efectivamente la filosofía con la política. Explicaré estas formulaciones que a más de uno parecerán enigmáticas. Pero antes, quisiera justificar brevemente la existencia de este librito, para el cual solicité a unos cuantos filósofos (confesos o reconocidos), de los más importantes del momento, una intervención que “habla” de ellos sin hacerlo.
Todo comienza con el sueño: tomar estas piezas dispersas, estos miembros, debería yo decir que constituyen una forma abstracta y monstruosa, pomposamente bautizada Filosofía francesa contemporánea, y tratar de reunirías en un mismo espacio (el del 7
libro) para conferirles, aunque sólo fuera por una vez, la materialidad de un cuerpo filosófico. Compréndaseme bien: yo no quería un cuerpo estatua, un monumento a la gloria del ombligo por fin encontrado, ofrecido a la contemplación de las multitudes; quería un cuerpo–síntoma, un cuerpo de varias voces, de varias entradas, quería que la multiplicidad de los discursos afirmara, más allá de la diversidad y la diferencia, en qué había quedado, hoy día, “la” filosofía Luego el sueño se convirtió en proyecto. Comenzaban entonces las verdaderas dificultades. Había que colocar en su lugar las modalidades prácticas para la realización de semejante “cuerpo”, es decir: 1. bosquejar un esquema de las tendencias profundas de la filosofía que se quería ver representada; 2. someter a prueba la validez de esta organización del rompecabezas solicitando la apreciación de algunos de los que no serían mencionados directamente; 3. (esto sería lo más difícil pues, al contrario de lo que se cree, un filósofo siempre está muy ocupado) requerir la participación de los “elegidos”. Insensiblemente, el sueño, convertido en proyecto, pronto cobró el aspecto de un programa. Unas cuantas llamadas telefónicas. Seguidas de un encuentro en que, ex–profeso, permanecía evasivo, para no influir en el resultado que deseaba obtener. La máquina estaba encarrilada. Tenía la aprobación de todos. Menos la de uno que, ulteriormente, se convertiría en negativa. Sin embargo, el asunto aún no culminaba exitosamente. Había que contar también con los imponde8
rables, con los “fallos”, con esas nimiedades que hacen que —como diría alguien que aprecio y que admiro— “cuanto más falle tu asunto, mejor funcionará”, en suma con ese encadenamiento de acontecimientos imprevistos que, sin cesar, amenaza con hacer retornar el proyecto a su estado inicial de sueño. Así aprendí que existían ecuaciones nulas que podían expresarse en forma distinta a enunciados numéricos. Por ejemplo: calor + tiempo disponible insuficiente + ambiente vacaciones + entrevista (grabada) mal preparada = 0. O bien: temperatura agradable + tiempo disponible suficiente + ambiente de trabajo + entrevistas logradas = 0. De hecho, los fracasos fueron escasos y, para confesarlo francamente, si el factor tiempo hubiera tenido menor importancia, no habría ocurrido ninguno. Y mi sueño se convirtió en este libro... de filosofía. Naturalmente, no sugerí la pregunta: ¿qué es la filosofía? Que quienes se la plantean consulten su diccionario, y no dejarán de hallar en él la única respuesta posible, quiero decir el silencio. Por supuesto, tampoco solicité una reflexión acerca del estatuto, el lugar o la función de la filosofía y si algunas intervenciones aluden a ello, se debe a que se trata de un problema político decisivo que atraviesa (a menudo en forma subterránea) el trabajo filosófico. Me atuve a esta idea muy simple: que si un filósofo hablaba de sus preocupaciones actuales, que si trataba el “tema” inhibido, aun oculto, de sus trabajos 9
anteriores, que si “analizaba la situación” de su entorno teórico, o bien si enunciaba algunos esbozos de una reflexión concerniente a su práctica, al mismo tiempo no dejaría de realizarse algo de mi sueño inicial. Un algo por cierto no sistematizado en las figuras de un discurso explícito, de un discurso que lo expondría a la mirada de todos, sino un algo implícito que se transparentara en una lectura. El acontecimiento se produjo. Entiéndase: el algo efectivamente se realizó. Un hilo rojo hilvana con otras las intervenciones aquí reunidas. No sólo se dibuja, en filigrana, un perfil de la filosofía actual, de la filosofía nueva (o renovada), sino además se traslucen las mutaciones internas, las rupturas, las discontinuidades que surcan el campo filosófico. Por eso me decidí a escoger este título: Políticas de la filosofía. Un poco por provocación: no creo que haya hoy día un solo filósofo que se adhiera al mito de la filosofía una e indivisible, de la Filosofía con una F mayúscula. Un poco por comodidad: porque encontrar un título nunca resulta muy fácil y éste me torturaba el espíritu desde hace tiempo. Mucho por cansancio: ¿cómo nombrar de otro modo la filosofía, aun cuando muchos admiten que la filosofía ya acabó y que algunos rechazan (con cierto humor, ya que se trata de su medio de sustento) la denominación misma de filósofo? En cuanto al plural de Políticas, lo justificaré por el respeto de las diferencias, a veces notorias, que distinguen a cada uno de los presentes en este libro.
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2. MODO DE EMPLEO Era necesario y, por consiguiente, fatal, dar un “orden de prelación lógico” a estos artículos, y organizarlos para su lectura y, por ello, a causa del lugar que iban a ocupar, correr peligro de desviar su sentido. Para hablar francamente, esperé hasta “el último minuto” antes de cumplir con esta exigencia: el mayor goce siempre se siente antes del acto mismo, y cuando se trata de un sacrificio, los últimos segundos que preceden a la muerte por llegar son innegablemente los más sublimes. Cada texto era autónomo y se bastaba a sí mismo. Evidentemente, podía preservar esa autonomía: los artificios de presentación lo permiten. Por ejemplo, podía imaginar que los aislaba unos de otros intercalando dos o tres hojas blancas para señalar las fronteras. O bien, podía introducir mis consideraciones, escribir unas cuantas líneas que habrían significado las rupturas; en suma, señalar los límites del principio y el final de cada uno. Soluciones todas que sólo me satisfacían a medias. Entonces escogí un orden: de él nació una continuidad. Arbitraria, es cierto. Pero no gratuita. Y como de todas formas el lector perspicaz la descubrirá, no importa enunciarla en seguida. Se pueden distinguir varios niveles. El primero, el más evidente, es el ensanchamiento progresivo de lo que se entiende por filosofía. Me explico. El trabajo crítico al que se entrega François Châtelet, una 11
reflexión acerca del “buen” uso de la historia de la filosofía, se continúa en el primer “curso” de Jacques Derrida que interroga al profesor (filósofo) y cuyo estatuto, apuntado al “cuerpo”, lo disuelve progresivamente. A continuación, un descanso, o un deslizamiento: Michel Serres hace el balance del horizonte teórico actual; se ubica y desubica; por decirlo así, des–marca la filosofía. Y, por último, segunda parte, cuando ya no se trata directamente de filosofía: Jean François Lyotard, que clava la mirada en el “sistema”, en nuestras sociedades, pone sutilmente en actividad el movimiento que percibe y no puede dejar de complacerse por ello, en tanto que Michel Foucault, con los ojos igualmente fijos en el “sistema” propone descifrar la historia de algunas de sus instancias, las represivas. El saldo de este primer nivel, una doble puesta en perspectiva de la “acción” de la filosofía, tanto con respecto a sí misma como con respecto a su entorno institucional. El segundo nivel. Escenifica exactamente diversas formas del poder. Me refiero a que cada texto toca, según una concatenación que voy a indicar, algunas de las modalidades de la dominación. François Châtelet: la historia de la filosofía hace las veces de reserva de Logos. El discurso saca su poder de los fundamentos que se le suponen, es decir de la legitimidad de la que hace alarde. El empleo de tal concepto (filosófico) particular implica de inmediato la captación en el auditor de una referencia cultural precisa que, pese a estar enterrada en el olvido, se refiere a la existencia de un modelo pasado ideal cuya reactivación se sugiere implícitamente. Y la memoria 12
se vuelve entonces auténticamente poder: el que dispone del pasado filosófico, lo arregla según sus necesidades, lo reorganiza, lo transforma en sistema de dominación. Porque ese pasado tiene algo que ver con la Verdad. Luego Jacques Derrida: en tomo a (o a partir de) la metáfora del “cuerpo” docente, denuncia, pero también enumera, los poderes que lo recorren, que lo mutilan y que tratan de borrar la realidad del cuerpo propio del profesor. El establecimiento de un “cuerpo” totalizador, es decir la institucionalización de lo singular y lo diferente, he ahí nuevamente un efecto del poder: esta vez, quizás y sobre todo, la dominación del Estado. Luego Michel Serres: hace el balance, decía, del horizonte teórico. Era el primer nivel, y el texto, en el orden que yo daba a esa sucesión de intervenciones, servía de articulación. Para el segundo nivel, será del mismo modo un eje, para que lleguemos a otra vertiente. La racionalidad de un sistema de se lo tome desde el punto de vista económico, de hecho desde cualquier es la racionalidad de cierto poder, o, otro modo, la racionalización del poder.
orden dado, ya político, social, punto de vista, para decirlo de
Algunos denuncian hoy día el “regreso” del Déspota: Michel Serres nos revela, de una sola vez, sus contornos. Se advierte, en la práctica, que el modo– de–pensar (en su forma más elaborada), después de haber sido estructuralista, se encuentra con un nuevo establishment intelectual fijado en torno a un punto par: topología–energética, y confiesa una sujeción casi total a la racionalidad guerrera. “Es la primera 13
vez, que la totalidad de nuestras prácticas y de nuestra cultura cae en las manos ensangrentadas de Marte.” El paso está dado. Jean François Lyotard, ahora. La filosofía y la crisis. Los lugares comunes teleológicos están en mala situación: el capital no está en vías de desaparición, no va hacia su fin... simplemente va. Y el movimiento que lo anima, la decadencia, segrega las ambigüedades del desciframiento político–filosófico que damos de él. Su poder, por lo tanto: el Fénix que muere, para renacer mejor. He aquí las bases de un nuevo discurso político. Michel Foucault, para terminar. Arqueólogo o genealogista, en todo caso uno de los primeros en leer en profundidad la historia de ciertas instancias represivas del Estado. Por esta brecha, penetra en lo esencial, o sea una vez más el juego del poder : “Desde 1820, se observa que la prisión, lejos de transformar a los criminales en gente honrada, tan sólo sirve para fabricar nuevos criminales, o a hundir aún más a los criminales en la criminalidad. Fue entonces cuando se produjo, como siempre en el mecanismo del poder, una utilización estratégica de lo que era un inconveniente. La prisión fabrica delincuentes (cursivas del autor), pero los delincuentes resultan a fin de cuentas útiles, tanto en el ámbito económico como en el ámbito político.” .
Nuevo balance: como se ve, esta continuidad propuesta no es la del análisis de un poder, sino del poder. En ningún momento aparece un centro privilegiado a partir del cual se difundiría la dominación sobre el área social, un centro que sería por ejemplo una clase, o la Institución, es decir el Es14
tado en su generalidad: simplemente hemos redes, hemos cabalgado sobre flujos, hemos sobre algunas fibras del poder. Continuidad ria, pero que puede comprenderse cuando se que el poder sólo se capta en la pluralidad perspectivas.
seguido viajado arbitraadmite de las
Tercer nivel. No me detendré mucho en él. Tiene que ver directamente con el título del libro: son las políticas trabajando. Aquí conviene (hay que evitarlo por completo) no dar a la continuidad el sentido de complementaridad. Estas políticas no se “suman hasta formar un perfil de la Política, ni tampoco encajan unas en otras, ni tampoco convergen. Están en obra. Se desprenden prácticas múltiples, que son otras tantas prácticas minoritarias con las cuales uno no puede portarse como un gran congregador, es decir como un centralizador. Dejémoslas, pues, en su singularidad, no borremos sus límites: las paredes son porosas, permeables; pasa quien quiera, como quiera; el menor decreto suprimiría este efecto. Podría enumerar otros estratos de esa (finalmente) seudocontinuidad que he querido instaurar, a fin de otorgarle, más aún, una legitimidad. Es inútil. Pues esa legitimidad no es más que una máscara. No la volvamos más deforme. El cuerpo–filosófico existe. Provisionalmente. Bajo su apariencia más “realista”, o sea tal–como–en–sí– mismo, segmentado, reventado, diferenciado, hinchado, portador de todas las subversiones, rico de todas las posibilidades. Y si sugerí un modo de empleo, la tarea del lector será substituirlo por el que le indique su mirada. Todas las entradas son “bue15
nas”, operatorias, eficaces. Ninguna giarse. Porque ninguna es privilegiada.
puede
privile-
Una última palabra, a guisa de punto final a estas justificaciones molestas. Acerca de los dos apéndices que cierran este libro. El primero, sobre Michel Foucault, repite, al parecer, la presencia del personaje mismo. No es más que una ilusión. Pienso por el contrario que tiene ese raro mérito de brindar, en unas cuantas páginas tan sólo, valiosísimas indicaciones acerca del “sistema Foucault”. Por eso me pareció ser un prolongamiento “natural” de la entrevista precedente. Sin caer en la paráfrasis o el modo de empleo simplificador del tipo: “—¿No han entendido?— No importa: yo se los voy a explicar.” El segundo, sobre Jean Paul Sartre, cae como un pelo en la sopa. Quizás. A decir verdad, Sartre debía figurar en este libro. Habíamos incluso trabajado juntos en una entrevista. Pero surgieron incidentes de recorrido, los “imponderables”. Y el texto murió por ellos. Como estimo: 1. que Sartre constituye una de las ramas sustentadoras de nuestra modernidad; 2. que provocó una ruptura decisiva en el campo del discurso revolucionario; 3. que remodeló en forma notable —como lo observa, con mucha razón, Pierre Victor— la figura del intelectual; y 4. que dio las premisas políticas necesarias para el nuevo examen de las prácticas “militantes”, o sea necesarias para el enjuiciamiento global de los esquemas tradicionales que petrificaban la acción en recetas de valor universal y eterno; como, por lo demás, estaba yo enfrascado en un trabajo sobre su obra y que, hace unos meses, 16
había redactado ese breve artículo que toca el importante debate que lo opuso a los estructuralistas, debate cuyas resonancias políticas son evidentes, resolví juntarlo al conjunto de los demás textos. No para llenar un vacío: su única pretensión es marcar una presencia. Ahora quisiera volver a las frases que abren este libro. En las que me coloco, de entrada, bajo el signo de Mayo. No lo hago, decía yo, por nostalgia. Menos aún por moda. Ciertamente no para poner mi voz al unísono con las demás. (Los hijos de Mayo hablan lenguas tan diferentes.) Mayo tiene una función de punto de referencia. Y lo utilizo como tal. Como marca en la historia, con respecto a la cual se vuelve posible localizar las múltiples transformaciones que se produjeron en el campo de lo social, lo político o lo teórico. Transformaciones que ya estaban antes. Que se vuelven evidentes, después. En última instancia, Mayo sólo actuó como revelador. Con Mayo, pues la filosofía también habrá experimentado algunas sacudidas. La más violenta, y muy probablemente la más decisiva, será la que hizo añicos la omnipotencia del Logos. La palabra se “liberó”, porque cada quien se apoderó del derecho al discurso, espontáneamente. Gesto ejemplar que cobrará una dimensión cacofónica, donde los discursos se entrechocan, donde la palabra se vuelve imagen, metáfora, actitud, sueño, lema, ruido, color... cualquier cosa. Donde todo se vuelve palabra. Mayo, el lenguaje se reinventaba sin cesar, sin reglas de uso o de com17
prensión, sin gramática o sintaxis, sin códigos y sin valores. Desorden sublime de la comunicación, durante algunos días las redes del poder quedaron interferidas: ya nada pasaba nítidamente, los flujos de la regulación social, flujos de transmisión, se perdían, se modificaban, se invertían, eran subvertidos, nunca llegaban intactos a su destino. Por ende, el Logos murió como poder: lo cual no podía dejar de producir efectos inmediatos en la filosofía.
3. LAS HIPÓTESIS Pongo un plural cuando en realidad sólo formularé una hipótesis, ésta: la actividad actual de la filosofía va en el sentido de una nomadización del pensamiento. Los demás desarrollos llegarán como hipótesis locales y convergentes. Me explico en cuanto a la nomadización. Rápidamente, una ubicación de la actividad filosófica con respecto, por una parte, a lo que llamaré la “Institución”, máquina sedentaria y de sedentarización, y por otra, el “Margen”, máquina nómada y de nomadización. Desde hace varios siglos, la filosofía occidental, al participar de la Institución, tenía por función racionalizar (es decir codificar según el modo–de–pensar dominante) los discursos producidos en los diversos campos de lo social. En otras palabras, seleccionaba, levantando una línea divisoria entre lo que venía en apoyo de la Institución y lo que, al emanar del Margen, podía estorbar los procesos de sedentarización (admitiendo que el Margen es el 18
lugar de renovación de la Institución, esta última echa allí sus desechos liberándolos parcialmente, pero también saca de allí los elementos de su reproducción por codificación y sobrecodificación, o sea por racionalización),1 y adaptaba. Recuérdese, a manera de ilustración sumaria, las relaciones que mantuvieron la ciencia y la filosofía durante la Edad Media. O bien, divirtámonos, hoy día, con este juego inocente: evaluar, aunque sea burdamente, la normalización del discurso político por el discurso filosófico. En todos los casos, cualesquiera que sean los ejemplos escoUna precisión de orden conceptual. Llamo Institución a lo que abarca el ámbito social, lo regula, lo organiza, le confiere un modo de funcionamiento preciso, etcétera, en resumen ese amplio conjunto que rige tanto la vida colectiva como la vida individual. Es una máquina sedentaria y de sedentarización, por “naturaleza”, y por necesidad de funcionamiento. El Margen es la exterioridad de principio de la Institución, y se presenta como su contrario: de ahí el nomadismo que implica. La relación Institución/ Margen es una relación de connivencia, por ser de funcionamiento: se alimentan mutuamente. No obstante, existén, en el Margen, elementos libres, nómadas, irrecuperables por la Institución y que pueden constituir los primeros balbuceos de una futura subversión. En esta perspectiva, si bien el Margen es indispensable para el buen funcionamiento de la Institución, representa para esta última un peligro (potencial) permanente. Tendré la oportunidad de volver sobre esto muy largamente en un próximo trabajo dedicado a la fiesta: en él estudio particularmente esta capacidad (potencial) del Margen de subvertir los mecanismos activos, de captar, además de los sistemas de defensa institucionales, los elementos irreductibles del Margen (= no sedentarizables) que amenazan en todo momento con irrumpir en el ámbito social, con “agarrotar” su funcionamiento, y con romper los equilibrios inestables. 1
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gidos, resulta que la función de la filosofía era,2 a) establecer una coherencia entre los diferentes discursos internos de la Institución (lo político, lo religioso, lo científico, lo jurídico, etcétera), o sea una función de armonización y de reunión, b) a nivel de cada uno de los discursos, otorgar una especie de visa de expresión (ya que confería, en forma general, las reglas de inteligibilidad y de veracidad: la filosofía decretaba: esto es comprensible, esto es justo, o esto es inaudible, esto es erróneo), c) pero también, a ese mismo nivel, proporcionar a cada campo sus fundamentos esenciales, d) irrigar el gran cuerpo institucional (no sólo codificaba, clasificaba, en una palabra regía cada discurso, sino además, porque circulaba a través de todas las esferas de la Institución, transportaba informaciones de una a otra y les transmitía las orientaciones del devenir social), e) elaborar, por cuenta de la Institución, un modelo abstracto y global de su futuro (es en este sentido Quizás haya que matizar. No me decido a hablar de dos filosofías, de las cuales una sería tradicional, antigua, y otra nueva. La primera respondería a la descripción que hago, la segunda provocaría la nomadización que pretendo descubrir, o sea abandonaría la totalidad de las funciones atribuidas a la filosofía antigua. La pregunta queda planteada. Es demasiado pronto para pronunciarse. Sin embargo, si bien resulta difícil hablar de dos filosofías, parece menos “peligroso” considerar, para nuestra actualidad, la cohabitación de dos prácticas filosóficas radicalmente diferentes: la primera que sigue asumiendo (muy mal además, pues ha sido suplantada) las funciones denunciadas; la segunda que ya no quiere asumir nada (ni siquiera la gestión del espacio teórico llamado de la filosofía) y que se conforma con actuar del lado de la subversión. 2
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que hay que entender ese papel de “guía” atribuido durante tiempo —y aun ahora— a la filosofía, así como esa capacidad que se le reconocía de dominar los problemas (¡una expresión muy elocuente!). Por lo tanto, la filosofía hacía las veces de vocabulario, de sintaxis, de reserva de sentido, es decir codificaba rigurosamente los discursos de la Institución. Al mismo tiempo, como lo señalé anteriormente, tomaba del Margen los elementos necesarios para la renovación de la Institución. Hasta ahora, pienso yo, Gramsci ha sido el que mejor ha desmontado la función y la práctica filosóficas.3 Sin querer volver a sus análisis, añadiré simplemente que indicó (muy involuntariamente quizás) los límites objetivos que circunscribían de entrada el horizonte de una posible filosofía “marxista” (entendida como una filosofía revolucionaria). En efecto, el conjunto de su reflexión sobre ese problema tendía a preservar la función tradicional de la filosofía que, en el marco de una Institución no capitalista, se habría vuelto positiva, puesto que habría obrado en lo sucesivo en el “buen” sentido; por lo tanto, los esfuerzos debían concentrarse únicamente en una transformación de la naturaleza 3e la filosofía (el materialismo en vez del idealismo). Estos preliminares me permiten precisar lo que entiendo por el efecto de nomadización que produce la Cf. los “Quaderni del carcere”. Cf. también L’actualisation de l’utopie (La actualización de la utopía), “Les Temps Modernes”, febrero de 1975 (el artículo desarrolla la concatenación gramsciana: filosofía./.ideología./.política./ historia). 3
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actividad filosófica contemporánea. Lo haré en forma de hipótesis.
Hipótesis 1: el filósofo, la política, la muerte. Recordemos: Sócrates murió por haber querido hacer política. Vivimos bajo el signo de esta condena. Porque se sacó la lección. Desde entonces, el filósofo ya no quiere morir. Deseo legítimo, pero que implica cierto número de desvíos. El principal: que la filosofía tenga un lugar de expresión y de transmisión privilegiado. Será en primer lugar la Academia. Es hoy día la escuela y la Universidad. Sócrates filosofaba en cualquier parte, con cualquier persona. Interrogaba, hacía encuestas. Todos los espacios eran adecuados para sus investigaciones. Primer desvío, por lo tanto: el filósofo debía detenerse, instalarse, tomar posición en un lugar determinado del espacio político de la Institución. Sedentarización de la filosofía que, de inmediato, se convierte en un saber. Acto de fundación, quizá de la biblioteca. Segundo desvío: el filósofo escribe la política. El paso es importante. Porque la escritura autoriza todos los controles, todas las revisiones y, sobre todo, procede siempre en lo imaginario. Sócrates hablaba, Platón escribirá; Sócrates interrogaba, Platón enseñará; Sócrates politizaba la calle, Platón redactará. su Utopía. Tercer desvío: la filosofía era antes que nada el viaje, el encuentro efectivo de la diferencia, la experimentación de la alteridad. Por eso es que el Ciudadano mató al filósofo : el mundo acababa en las .
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murallas de la ciudad. Más allá, los signos y los códigos dejaban de tener eficacia. Porque el nómada atraviesa los signos y disuelve los códigos, sin padecerlos. Se habla entonces de subversión. La muerte era efectivamente el único medio de sedentarizar al filósofo. Por lo tanto, hay que interiorizar el viaje, para sobrevivir. Cuarto desvío: la reproducción del filósofo (= la perpetuación de la filosofía) por la especialización. Fin del reparto: ya no todos los hombres son filósofos. Única concesión: todos los hombres pueden llegar a serlo. Se sabe qué ambigüedad encubre ese pueden. Pues finalmente se podría leer toda la historia de la filosofía como la historia de su progresiva selectividad: ¿cómo lograr que los hombres pierdan incluso ese poder de ser todos filósofos (en potencia)? Tal es la pregunta que parecen plantearse los sucesores de Sócrates. La respuesta será la de los hechos, una respuesta ejemplar: el filósofo–rey de Platón.
Hipótesis 2: el filósofo funcionario. Teniendo siempre por horizonte último su supervivencia, el filósofo se ha vuelto funcionario. Precisemos que el estatuto es relativamente reciente. Sin embargo, no es más que la materialización del viejo sueño de Platón: poner la filosofía al servicio de la Institución. ¿Por qué esta última tardó tanto en reconocer ese servicio ? Puede verse en ello un purgatorio, una puesta a prueba, se puede interpretar como el pago de la deuda contraída por Sócrates y que su muerte no bastaba para pagar, etcétera. Se pueden formular tantas hipótesis como se quiera. El hecho es que en adelante el filósofo .
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recibe una remuneración por su tarea de profesor, y que, peor aún, se fijó esa tarea como su finalidad. La burocracia es el último avatar del sedentario: éste queda arraigado a su lugar de trabajo, se inmoviliza definitivamente, se incorpora a los ritmos sociales (y a los ritos) de la Institución. El filósofo funcionario sabe que ya no podrá recurrir al nomadismo: eso significaría nuevamente su muerte.
Hipótesis 3: el filósofo, el salón de clases, el alumno. El filósofo es, pues, profesor. De ahí que la filosofía ya no sea más que una pedagogía. Los papeles quedan distribuidos, el decorado instalado. Curiosamente, tan sólo los actores son analizados, escudriñados a fondo por el análisis sociológico, interrogados acerca de su “sentido” político. El decorado, por su parte, siempre es olvidado. Como si no contara. Ahora bien, un salón de clases revela mucho. Es el lugar en que se forma el cuerpo del sedentario. Espacio caricaturesco por excelencia ya que sólo aspira a desarrollar la inmovilidad física en provecho de una mayor agilidad intelectual. El filósofo ha ocupado su lugar, detrás de su cátedra, la espalda contra la pared. Ante él, la clase (el término designa, entre otras realidades, la colectividad de los alumnos que él educa y el salón donde él enseña). Una clase: un espacio totalmente codificado, política, ideológica, religiosamente, etcétera. En última instancia, un espacio militar. Con su filas, sus alineaciones geométricas de objetos y de cuerpos, la jerarquización de sus “lugares”, con sus sitios estratégicos (aquéllos en que la atención es máxima, así 24
como la visión y la participación; aquéllos en que la fuga, o sea la ausencia al “curso” es óptima. Como se entendió, hablo de los lugares abiertos y los lugares cerrados, de la primera y de la última fila), con su recorte por zonas de silencio (no se habla de una mesa a otra, o tan poco). El filósofo participa, pues, de este espacio, se inserta en él en el lugar del maestro, eleva su discurso hasta ese punto en que está el saber y, por consiguiente, por más que pretenda otra cosa, acepta ser percibido como el dispensador del saber filosófico. Ya no queda entonces más que contar los pasos que separan ese saber de la Verdad. Como maestro, el filósofo garantiza las determinaciones del espacio escolar: queda fijo allí, en la posición docente, y se vuelve gestor de un segmento de poder. La ganancia obtenida de la sedentarización: un excedente de poder. Que quizá se traduce en términos de goce.
Hipótesis 4: la nomadización. Con el filósofo, avaro de su vida, el pensamiento entró en los códigos. Lo cual significa, in extenso, que la reflexión sedentaria será acumulativa, acumuladora, archivista: nuestra reflexión moderna, nacida a la sombra de las murallas de la Ciudad. ¿Qué es entonces el nomadismo? Un resurgimiento de la subversión. Por tanto cabe preguntarse por qué el filósofo jugaría al juego de lo subversivo, por qué, hoy día, usaría de ardides con la Institución. Procedamos con orden. En primer lugar no es la filosofía la que se desprende de la Institución, que abandona su papel de homogeneización de lo social; son 25
las prácticas filosóficas las que obran en adelante del lado de la subversión. ¿Separación interna en el ámbito filosófico? No resulta interesante responder, por el momento, a esa pregunta. Lo que se comprueba: algo, que tiene que ver con lo filosófico, desempeña otro papel que el de la filosofía. La relación con la Institución se modifica, en un sentido se subvierte. Luego, el nomadismo. El elemento esencial es el rechazo de los códigos, de nuestros códigos, directamente surgidos de la civilización tecno–urbana que proscribe el libre desplazamiento, el movimiento fluido y la ausencia de fundamentos (= de arraigos). Ya se sabe, la eficacia del pensamiento es en primer lugar la eficacia de sus códigos: son ellos los que crean la realidad. Ahora bien, brutalmente, se efectúa un rechazo, aparecido quizás en el cuerpo del marxismo: el rechazo de una racionalidad generadora de esa búsqueda angustiada, característica de nuestra modernidad, del equilibrio, de lo estable, o sea del orden. En otras palabras, la práctica filosófica 4 ya no regula en su totalidad el funcionamiento interno de la Institución, pero además ya no interviene de modo tan decisivo en la articulación (contradictoria) Margen/Institución. Y, si bien otros discursos han tomado el relevo de la filosofía, se ven obligados hoy día a arrostrar los enjuiciamientos de esta última. Si se considera bien la historia, se observa que la filosofía recibía el apoyo de disciplinas aliadas en su tarea de regulación. Así, hoy día, el psicoanálisis, la sociología, la historia son apoyos privilegiados que, además, tienden a volverse dominantes. Pero eso es harina de otro costal. Volveremos a referirnos a ello. 4
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En concreto todo esto significa que la gran figura oculta del nómada reaparece en el seno mismo de la Institución. Porque la filosofía abandona parcialmente su función. Por ahora, todavía no se trata de la marejada. Las hordas no se han juntado, sólo viven comunidades minoritarias, dispersas: hippies, vagabundos de todo tipo, drogados, homosexuales, militantes políticos sin territorios (aun grupusculares), guerrilleros, etcétera. Pero, localmente, esas comunidades actúan, incluso reaccionan: en los lugares de la Institución que atraviesan. Y así corno se constituyen minorías sociales nómadas en la máquina sedentaria, que recortan en nuestro espacio cultural–teórico zonas liberadas, fuera de códigos o fuera de valores, que consumen los signos de la Ciudad pacientemente acumulados, parcamente valorados por una circulación de escasos desarrollos, del mismo modo aparecen en el aparato de producción teórica elementos “incontrolados”, discursos menores que atraviesan los discursos dominantes y acarrean consigo los gérmenes de un nuevo nomadismo. Esos surgimientos minoritarios carecen, por lo tanto, de territorios, de historia, de lógica. Y su existencia escapa a nuestras clasificaciones de inteligibilidad: ni proletarios, ni burgueses, ni revolucionarios, ni reaccionarios, ni ricos, ni pobres, ni jóvenes, ni viejos... Inasequibles, porque se desplazan permanentemente; solo dejan huella de su paso.
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II. EL PROBLEMA DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA HOY DÍA François Châtelet
LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA COMO INSTITUCIÓN ¿POR QUÉ plantear el problema de la “Historia de la filosofía1”? ¿Acaso no es hora de considerar el pasado filosófico como algo caduco, de contemplarlo como si no fuera más que un gran cuerpo muerto y de tildar de académicos los debates referentes a Descartes, Rousseau, Platón o Kant? Para ser más precisos, ¿no es hora acaso de comprender (por lo tanto de reconocer), que en el fondo toda filosofía pasada siempre estuvo más o menos vinculada al discurso del amo y que, de resultas, nuestros ancestros filósofos, pese a algunos despropósitos, no hicieron más que expresar (sino repetir, amplificar) ese discurso magistral.? De hecho, esta actitud ha sido la de una parte Este problema no se refiere solamente a la actualidad de un conjunto de libros, titulados “Historia de la filosofía”, ni siquiera al hecho de que yo me haya ocupado del secretariado, de la organización, luego de la dirección de cierto número de volúmenes dedicados a la historia de la filosofía. El problema rebasa ese simple fenómeno que calificaré de actualidad literaria. Quisiera más bien reflexionar acerca del “sentido” o el valor que podemos otorgar hoy día a nuestro pasado filosófico. 1
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importante de la “clase” intelectual que, en cierta época y en nombre de lo moderno, de lo nuevo y del porvenir, condenó el pasado por ser innecesario. El punto de vista del “rechazo” no es pues un fenómeno contemporáneo. Hubo un tiempo, por ejemplo, en que la ortodoxia marxista predicaba la ignorancia de las obras anteriores a los escritos de Marx: lo que precedía a Marx era reaccionario (y si era absolutamente preciso hablar de ello, tenía que ser para denunciar su contenido represivo o su método insuficiente y el carácter utópico). Asimismo, para tomar otro ejemplo más “clásico” y más distante, el reverendo padre Nicolás Malebranche considera que todo lo que precede a Descartes en el ámbito de la filosofía, pertenece al mundo del Demonio. Platón y Aristóteles son portavoces del diablo: por lo tanto más vale no hablar de ellos y no referirse más que a los verdaderos orígenes, o sea a los textos sagrados, de una parte, y de la otra a las obras de Descartes, esclarecidas por la luz natural. Armado de esas dos series de textos únicamente, Malebranche pensaba poder construir la nueva filosofía y llevar a buen término la búsqueda de la Verdad. En otras palabras, el problema de la “Historia de la filosofía” se plantea quizás hoy día en forma nueva, pero no por ello constituye un problema nuevo.2 Por Para ser aún más explícito, quisiera insistir en el peligro que representa una interpretación marxista–dogmática de la historia de la filosofía. Considerar esta última como una birria, es ni más ni menos adoptar una actitud hegeliana, pero mucho más violenta, mucho más peligrosa. En efecto, puede admitirse que Hegel, con ese liberalismo que lo caracteriza, trataba humorísticamente a los adeptos de 2
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tanto, precisaré mejor mi interrogación, tratando de no modernizar un enunciado clásico (lo cual nos dejaría en la tradicional redundancia filosófica), sino por el contrario, procurando esclarecer el “sentido” de nuestra relación con el pasado. Preguntaré por lo tanto: ¿por qué y cómo, en nuestra época, referirnos a los autores del pasado? Pero antes, debemos volver a una idea muy difundida acerca de la historia de la filosofía: a saber, que constituye lo esencial de la enseñanza filosófica universitaria. El examen, aun superficial, de un manual de los últimos cursos del bachillerato (el Cuvillier es el mejor ejemplo que pueda encontrarse) basta para confirmar esta idea. Y, por si fuera necesario, el programa para el examen del bachillerato la verifica. Desde luego, las circulares ministeriales recomendaron durante mucho tiempo evitar el uso de los manuales; por cierto, durante los cursos se habla mucho de una concepción de la actualidad teñida de un gusto exclusivo por el pasado. Tienen ustedes perfectamente el derecho, les dice en substancia, ustedes que viven en 1825, de desempeñar el papel del monje ascético, o bien de tomarse por el “Sobrino de Rameau”. Sepan sin embargo que están ustedes a la zaga de su tiempo y que, por ende, su papel se vuelve grotesco y risible. La ortodoxia marxista, que adopta esta actitud de rechazo, abandona los matices: ya no se trata de ironía o de humor. Su “lógica” radical lleva directamente al dogmatismo: si usted es platónico, reza más o menos, es que usted es partidario de la aristocracia (no en el tiempo de Platón sino ahora), y de Santo Tomás y, por consiguiente, es usted un secuaz de la religión. Violencia ciega del dogmatismo: nadie escapaba de ella, ni siquiera Demócrito o Lucrecio que, a falta de haber recibido la palabra de Marx, no pudieron dejar de ser “¡materialistas mecanicistas”! 30
conceptos. Pero todo el mundo sabe que una circular no es más que una cubierta abstracta y que, demasiado a menudo, el análisis de un concepto equivale a hacer la historia de ese concepto, desde Parménides hasta Jean–Paul Sartre. Me explico sobre este último punto, ya que plantea el problema de la enseñanza. En efecto, el método tradicional de presentación de los conceptos filosóficos (la memoria, la conciencia, la personalidad, etcétera) consiste en hacer desfilar, según una serie cronológica, las diversas posiciones expresadas por los autores a lo largo de los siglos. El asunto se complica; pues, en esa partida que se juega entre tres: el alumno, la filosofía, el profesor, los dos primeros elementos se han considerado estáticos, y por lo tanto están privados del derecho de intervención, en tanto que el tercero, el profesor, está dotado de un “libre arbitrio” que le confiere esa capacidad de instituir tal o cual solución, es decir tal o cual posición como la más aceptable. Por tanto, puede efectuar sutiles síntesis que ponen en cortocircuito la historia propiamente dicha de la filosofía, que la vuelven intemporal y le atribuyen ese movimiento (llamado dialéctico) que transforma el pasado en un cursus evolutivo en que los pensadores–filósofos son captados como “edades” de la filosofía.3 Este planteamiento del profesor es conforme a las recomendaciones de Victor Cousin, iniciador de la enseñanza de la filosofía en Francia, que preconizaba que se tomara un poco de cada uno, entre los mejores, para elaborar una especie de “Arlequín filosófico” que serviría de base para la “disertación” filosófica. 3
Acerca del punto preciso de las “edades” de la filosofía 31
Esta actitud “universitaria”, por no decir escolarizante, ha contribuido durante mucho tiempo al descrédito de la historia de la filosofía, modelando la percepción que podíamos tener de ella y el uso que de ella podíamos hacer según las normas de una sacralización total del presente. En otras palabras, la historia de la filosofía era el contenido de la filosofía porque la filosofía funcionaba como legitimación del estado de cosas existente. Ahora bien, yo creo que se ha vuelto posible, hoy día, valerse de la referencia a los autores del pasado en el sentido de una desacralización, de una desmistificación de los discursos actuales del poder. Dicho de otro modo, se trata para nosotros de desplazar el campo de aplicación de la historia de la filosofía.
DISCURSOS FILOSÓFICOS Y POLÍTICOS Una primera observación se impone en este enfoque. Se refiere a la relación de conjunto que mantienen discursos filosóficos y políticos. La historia de la filosofía no es un campo particular separado del sistema social en su conjunto. La filosofía, como modo de pienso en León Brunschvicg que consideraba que hay “progresos” del espíritu humano (cf. su obra titulada: Les ages de l’intelligence [Las edades de la inteligencia]). Según esta concepción, Platón era un niñito, balbuceante, pero atractivo por su frescura y originalidad; Aristóteles, más serio, tenía unos doce años; Tomás, unos quince. Con Descartes llegamos a la edad adulta. Luego Kant, y sobre todo Hegel, introducían la madurez, o sea los cuarenta años. Y por último, Brunschvicg, los sesenta años bien cumplidos, podía darnos la lección definitiva. 32
expresión (entre otros), posee un arraigo en datos históricos pertenecientes a las sociedades. Para convencernos de ello, tomemos el caso del “dato” lingüístico. Una filosofía se elabora a partir de cierto código, de un lenguaje determinado. Diferentes trabajos, entre los cuales los de Benveniste en particular, muestran muy claramente que lo que nosotros, en Europa, llamamos filosofía, es estrechamente dependiente de la estructura de la lengua griega. Por ejemplo, el concepto del “ser”, a nivel de la simple denominación, sólo tiene sentido (entiéndase: sólo fue posible) porque, en una época determinada, en una civilización determinada, funcionaba un código preciso que permitía al significante to on, convertirse, con los latinos en: ens, para llegar a nuestro être (ser). Por lo tanto, existe una raíz gobernada por un código que ya no es el nuestro, pero al cual nos referimos todavía en forma implícita, cuando no inconsciente. Asimismo, este arraigo histórico de la filosofía puede evidenciarse en el caso de la reproducción de los enunciados filosóficos. Escribir esto es una trivialidad, pero nunca se repetirá demasiado: en cierto momento de la historia del pensamiento occidental, la existencia de un discurso de matemáticos o de geómetras determinó un modelo de racionalidad al cual no podían dejar de referirse los chantres de la nueva razón. Algunas páginas admirables de Foucault desmontan los enunciados del discurso clásico y nos revelan la permanencia del modelo de la épistémé matemática. La historia de la filosofía no es, pues, una esfera autónoma de la historia: es indisociable de una historia de las ideologías, al mismo tiempo que de una his33
toria de las sociedades y de sus transformaciones. Marx, en el libro I del Capital (F.C.E.) observa por lo demás, a propósito de la religión, que no es posible hablar de una historia de las religiones independientemente de la historia de las formaciones sociales.4 En efecto, la primera forma parte integrante de la segunda. Sucede lo mismo con la filosofía y su “historia”. No obstante, resulta que, por una serie de encuentros históricos generalmente relacionados con las luchas políticas, el discurso filosófico ha desempeñado, en particular como género cultural, un papel muy importante en la civilización occidental en cuyo seno nos encontramos metidos, hundidos, inmersos. Hegel dio una explicación muy personal de ello, recalcando el carácter decisivo que reviste: según él, “el discurso filosófico es, por excelencia, el discurso del Espíritu, es decir que está perfectamente adecuado a la realidad y a sí mismo. El hombre habla filosofía, como se diría del bretón o del ruso que habla bretón o ruso”. Lo cual significa, para Hegel, que el hombre posee con la filosofía su mejor lenguaje: le brinda su modo de expresión máximo. Por mi parte, diré que la filosofía ha ocupado a menudo una posición estratégica en los debates intelectuales y ha llegado a desempeñar de ese modo un papel político eminente, Por eso es que la interpretaCarlos Marx, El Capital, Tomo I, cap. XIII, p. 303, n 4. F. C. E . México, 1976. En esa nota dice en particular: “Ni siquiera una historia de las religiones que prescinda de esta base material puede ser considerada como una historia crítica”. 4
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ción de la tesis XI de Marx5 merece la mayor circunspección. Afirmar que los filósofos no han hecho más (sobreentendido: hasta que llegué yo) “que interpretar el mundo”, es proponer una reducción de la historia y una visión de la filosofía completamente apartadas de la realidad: desde Platón los filósofos siempre han sido hombres “comprometidos” y siempre han intervenido políticamente en su “tiempo”. Incluso se puede decir que tenían intenciones políticas precisas. Por cierto, con frecuencia las disimularon. Sus discursos, tomando vías indirectas, dejaban creer que hablaban de otra cosa. Que yo sepa, no existe un solo filósofo que no haya intervenido en la realidad, No temo afirmar, por mi parte, que los filósofos siempre participaron en la transformación del mundo, políticamente. No es raro provocar sonrisas cuando se hace referencia a Platón. Efectivamente, sus tres tentativas políticas, en el sentido en que quiso asumir una tarea política oficial, fracasaron. Platón, al igual que Marx más tarde, malogró su práctica militante. Ello no impidió que el platonismo tuviera éxito políticamente. Invoco simplemente como prueba que varias órdenes religiosas de función docente se atribuyeron voluntariamente, desde el periodo medieval, el platonismo para dispensar cierto tipo de enseñanza (no cito más que un ejemplo de reconocimiento declarado; ¡habría que ver también del lado de lo inconfesado!). Una enseñanza que durante mucho tiempo será dominante. Me permito recordar esta tesis: “Los filósofos no han hecho más que interpretar al mundo de diferentes maneras, cuando lo que importa es transformarlo ”. 5
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Fuera del “caso” Platón —que resulta quizás un tanto lejano— los filósofos que, en su tiempo, no tomaron partido políticamente, pueden contarse con los dedos de una mano. Entre los llamados “grandes” de la filosofía: Platón, Aristóteles, Tomás, Spinoza, Malebranche, Hume, Kant, Fichte, Schelling, Hegel, Nietzsche, etcétera, tan sólo Descartes no escribió un texto explícitamente político. Se trata de una excepción interesante porque nos permite esclarecer nuestra tesis de un discurso indirecto : considerando que la política depende de la moral y la moral de la ciencia, Descartes despreciaba la política como medio de acción sobre los hombres y se proponía intervenir directamente en su organización constituyendo una moral consecuente. Y por ello el Tratado de las pasiones del alma debe leerse como su obra política mayor. .
Los filósofos intervienen pues en la realidad y, en la medida en que su discurso aspira a la transparencia, al rigor y a la claridad, yo diría que su modo de intervención es dominante ya que representa una reserva privilegiada para lo político.6 Añadiré como prueba, o como síntoma suplementario, que un gran número de artículos de las constituciones elaboradas por los revolucionarios franceses emanan, casi palabra por palabra, del segundo Tratado sobre el gobierno civil de John Locke. Y, por último, todas nuestras Declaraciones de los derechos humanos, desde la primera Declaración norteamericana hasta las más Utilizo aquí “político” en su acepción más amplia, o sea la que me permitiría ortografiar el concepto al mismo tiempo en femenino, en plural, en neutro y en singular. 6
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recientes de la ONU, están repletas de conceptos filosóficos. Eso no es una casualidad: con ello nos confrontamos con una manifestación, totalmente empírica, de la importancia del género cultural filosofía. Importancia que, por lo demás, volvemos a encontrar al nivel más cotidiano de los actos de gobierno. La filosofía, desde Napoleón Bonaparte, ha proporcionado el relevo al vocabulario religioso que hasta entonces permitía estructurar los discursos políticos. Las fórmulas del tipo: “Nosotros, rey, por la gracia de Dios”, correspondientes al periodo de la monarquía absoluta, fueron remplazadas por fórmulas que utilizan conceptos cuyo contenido fue definido previamente por filósofos. Así, por ejemplo, el concepto de libertad. ACERCA DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA COMO DENUNCIA
En otras palabras, ese subcódigo que constituye el código filosófico posee una importancia determinante en la fabricación de los mensajes políticos cualesquiera que sean:7 mensajes de poder o bien mensajes de los que quieren tener el poder, reformadores o revolucionarios, etcétera. Deleuze–Guattari, Lyotard, y otros no se equivocaron y emprendieron con impertinencia la introducción en el discurso filosófico de esas El mejor ejemplo, el más caricaturesco, de los préstamos que los mensajes políticos hacen al discurso filosófico es, a mi parecer, ese opúsculo redactado por un ex–prefecto de policía (el señor Papón): Pour un nouveau discours de la méthode (Por un nuevo discurso del método). Su lectura es muy instructiva. 7
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palabras “vulgares”, esas demasiado famosas “groserías”, que se excluían tradicionalmente del lenguaje “serio”, didáctico, filosófico. Nueva forma de desacralización, se dirá. Más aún: el código mismo es el que es alcanzado y se vuelve inutilizable, es decir que ya no puede servir de garante teórico (o de reserva de conceptos) al discurso político. También resulta posible romper el subcódigo filosófico —posición que es la mía— remitiendo los conceptos tomados por el discurso político a su pasado real o, si se prefiere, a su acepción original en el orden filosófico. ¿Qué, sucede gracias a semejante operación? Es muy sencillo: la revelación de la incultura voluntaria o involuntaria de los usuarios políticos del concepto. El empleo del término libertad por ejemplo, leitmotiv de los discursos de derecha o de izquierda, es una perfecta ilustración de lo que digo. Los que lo utilizan no solamente se abstienen de darle la menor consistencia, sino que además lo presentan como una solución. A lo sumo se proclaman sus guardianes o sus defensores. ¿Es acaso una manera de dar un “sentido” al concepto? Se entregan más bien a un abuso de autoridad psicológico de suma deshonestidad: se supone que su auditor (o el “telespectador”) sabe de lo que se está hablando. Estamos entre gente inteligente, alfabetizados, con sentido común, por lo tanto no los injuriaré precisando las palabras que empleo. Todos sabemos lo que quiere decir libertad. Y ya está, el concepto quedó escamoteado: no se le reconoció como lo que es: un haz de preguntas; en ningún caso una respuesta, una categoría claramente establecida, o una solución. 38
Me sitúo, pues, en esa postura —cercana a la provocación— en que el análisis de la relación amo/esclavo en Aristóteles, el estudio del Contrato social de Jean–Jacques Rousseau, constituyen un cuestionamiento del uso actual de los conceptos. Con ello quiero decir que se trata de desbastar los términos del lenguaje político para mostrar que tras la incultura y la estupidez se esconde la mentira. Una idea que tomo de Nietzsche, Nietzsche filólogo que quería tomar las palabras en su sentido propio. Diré que la referencia al pasado posee esa virtud de obligarnos a reflexionar acerca del uso que hacemos de cierto tipo de vocabulario. Y de resultas nos damos cuenta de que sería imposible refugiarse en palabras tabú: detrás de cada palabra se constituye una compleja red de pensamiento desprovista de sacralidad (ésta sólo se forma precisamente porque no se interrogan las palabras, porque se aceptan como tales). Al escribir esto, me sorprendo pensando en el philein griego, que la modernidad traduce llanamente por amistad. Por supuesto, sí significa esa relación de lo singular con lo singular, ese vínculo entre dos individuos. Pero los griegos también lo utilizaban para expresar la solidaridad entre los combatientes en el campo de batalla, la solidaridad que une a los que luchan en contra de un mismo peligro (en particular, en ese caso: la esclavitud). Por último, podía significar ese carácter de intercambiabilidad de las diferentes magistraturas. Y cuando pienso en philein, de inmediato acuden a mi mente reflexiones concernientes a la estructura del Estado griego: un Estado sin funcionarios. Platón, Aristóteles, Tucídides, Isócrates 39
nos permiten comprender lo que era, nos dan la posibilidad de romper con esa sinonimia contemporánea Estado = funcionarios, y nos restituyen el funcionamiento de un Estado en el modo de la magistratura. Jean–Jacques Rousseau, ese “salvaje” que recorría las calles de París, repentinamente se da cuenta de que la delegación de poder sólo puede ser provisional, mientras que para nosotros, hoy día, eso cae por su peso, como una fatalidad propia de la democracia. Podría multiplicar los ejemplos. Todos convergen hacia esta observación: que la referencia al pasado nos permite pensar nuestra actualidad (y quién sabe: imaginar nuestro futuro) a través de lo diferencial. Los etnólogos, desde que se liberaron del positivismo burdo que falseaba su visión de la otredad, nos proporcionan elementos de método. La captación de la diferencia inaugura, a mi parecer, una relación con el pasado que preserva su originalidad y le confiere una importancia por lo menos igual a la que atribuimos al presente que exhibe, ante nuestros ojos, por ejemplo, la existencia de sociedades ordenadas desprovistas de poder.8
HISTORIA DE LA FILOSOFÍA Y FILOSOFÍA DE LA HISTORIA Volvemos así a la pregunta que planteábamos desde el principio en cuanto al problema de la “historia de la filosofía”: ¿qué sentido reviste para nosotros Pienso en la obra admirable de P. Clastres, La Société contre L’Etat (La Sociedad contra el Estado), Ed. de Minuit, 1974. 8
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hoy día, o sea a qué tipo de referencia al pasado podemos aspirar? Se da por entendido que no se trata de construir una historia de la filosofía eternista —repetición en formas diferentes de la misma concepción fundamental—, ecléctica —introducción de la complementaridad de las diversas doctrinas— o “progresista” según la concepción de León Brunschvicg. De entrada, se levanta un ídolo en nuestro camino: la filosofía de la historia. Como quiera que se capte, parcelario o totalizante, idealista o materialista, el ídolo debe ser derribado. Para ver con claridad, tomaré como ejemplo esa lectura del materialismo histórico que considera que ciertas infraestructuras causan ciertas superestructuras y que, además (y recíprocamente), las superestructuras no dejan de influir en las infraestructuras, desempeñando también el papel de causa. Esta lectura no es ilegítima: Marx y Engels (sobre todo Engels) tuvieron la tentación de sucumbir a esa visión de las cosas y, por lo tanto, favorecieron de antemano un enfoque de la historia de la filosofía y del pasado cultural de la humanidad basado en esos principios iniciales. Ahora bien, tras este tipo de comprensión de la historia del pensamiento, descubrimos nada menos que una teología al revés. Dicho de otro modo, entre la concepción del pasado de la humanidad según Agustín y la concepción según Marx, la elección es una simple cuestión de gusto. O de nacimiento. ¿Pertenece uno a las clases dirigentes? Se preferirá Agustín, y se partirá del Espíritu. ¿Pertenece uno a las clases explotadas? Entonces será Marx, y todo comen41
zará por la Materia. Nos encontramos hundidos en plena fantasmagoría. Se requiere todo el ingenio de Lucien Goldmann en el Dieu caché para lograr aplicar un método de ese tipo a los jansenistas, multiplicando las mediaciones, las observaciones profundas, a fin de explicar cómo esa ideología resultaba de una posición de clase determinada. De hecho, el materialismo histórico puede comprenderse de una manera totalmente diferente. No sólo Marx y Engels, en otros textos, presentaron el materialismo histórico en ruptura con toda clase de filosofía de la historia, aunque fuera dialéctica, sino que además sus escritos específicamente históricos remiten a un modo de explicación mucho más sutil y original. Tanto en unos como en otros, se hace hincapié no en el juego más o menos complejo de una causalidad ontológica, de la infraestructura sobre la superestructura (y en la causalidad retroactiva de ésta sobre aquélla), sino en la necesidad de definir, en la investigación histórica, un nuevo modo de inteligibilidad. Éste es materialista en la medida en que la referencia última a la que conviene recurrir es la de fuerzas productivas y de modos de producción, dando por sentado que esos dos conceptos reagrupan y componen factores a la vez “naturales”, técnicos y humanos, y que, en una misma situación histórica, pueden coexistir modos de producción diferentes. Este dato de facto que, hay que repetirlo, debe estudiarse meticulosamente en cada caso, pertenece a lo que los historiadores llaman hoy día “la larga duración”: permite comprender el sistema de las relaciones de producción dominante en una socie42
dad dada en una época dada. En el seno de esta materialidad se desarrolla la historia en el sentido estricto del término, es decir la lucha de clases : la que está activa en la realidad social entera; la atraviesa de parte a parte y el análisis de sus modalidades específicas es la clave de la inteligibilidad de todos los “acontecimientos”, ya pertenezcan a la política, a lo cultural, a lo intelectual, a lo imaginario, así como a la vida cotidiana. .
Gracias a semejante lectura del materialismo histórico, evitamos, por una parte, los enigmas (o cuando se ignoran estos últimos, las simplificaciones) que suscitan las teorías conjuntas de la causalidad y del reflejo —cualquiera que sea la forma en que se presenten— y se restaura, por otra, la contingencia del devenir sin la cual es impensable la acción política. Además, con este enfoque, se vuelve posible considerar un hecho insoslayable: el de la especificidad de las actividades y de los géneros culturales. Como lo mostró muy bien MacPherson en la Théorie de l’individualisme possesif, 9 resulta, por ejemplo, que en el siglo XVII, particularmente en Inglaterra, se produjo una transformación del mercado asignando al individuo tal lugar que se volvió necesaria10 la elaboración de un tipo de reflexión particular que .
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N.R.F., traducción de M. Fuchs, 1971.
Se trata, por supuesto, de una necesidad de hecho, no de derecho. Hubiera podido suceder perfectamente que no surgiera ningún “teórico político”. Contrariamente a lo que afirma el Marx hegeliano —sí existe, y hasta 1883—, es falso que “la humanidad sólo se plantee los problemas que puede resolver”, y que siempre sea capaz de resolver los problemas que se le plantean. 10
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tomara como objeto la política como tal: se puede considerar que de ese modo nace un género cultural cuyas premisas pueden hallarse anteriormente (la República de Bodin, entre otras), pero cuya esencia sólo queda claramente definida con la publicación del Leviatán de Hobbes. Desde el momento en que se constituyó, este género se mantiene y debe ser estudiado como tal durante todo el tiempo en que se mantiene.
¿QUÉ HISTORIA DE LA FILOSOFÍA? Desde este punto de vista, también resulta posible concebir una historia de la filosofía materialista. Sin embargo, en el estado actual de las investigaciones, de los hábitos mentales y de las instituciones y, sobre todo, dada la lucha de ideas que opone materialismo e idealismo (por idealismo, entiendo simplemente el conjunto de las escuelas que consideran que la filosofía responde a una tendencia natural del pensamiento al saber, y los filósofos como sujetos conscientes creadores que construyen sistemas, “así nada más”, en función de su interioridad, de la religión de sus padres o de la influencia a que fueron sometidos), semejante historia debe proceder, a mi parecer, a la inversa del esquema ideal que acabo de proponer. A fin de distinguirse perfectamente de toda filosofía de la historia, es decir de todo necesitarismo espiritual o economista (y de precaverse contra él), tendrá que comenzar por lo que se presenta más arriba como el fin: por el texto mismo, 44
por el hecho de que éste se da como filosófico, con sus objetos, su campo y sus leyes específicas; así definirá una serie de interrogaciones que, en el fondo, tienden a responderá la pregunta global: ¿por qué este discurso en particular, por qué este diálogo de Platón, este tratado de Hume, este artículo de Heidegger, afirman pertenecer al género filosofía ? He aquí algunos elementos de respuesta: .
1. Al caracterizarse —ésta es quizá la explicación de la posición dominante que fue la suya en la civilización occidental— por su pretensión exorbitante, nunca realizada (salvo quizás en Hegel), de constituir el discurso transparente por excelencia, la filosofía desencadena, dentro de sí misma y en su periferia, una serie de debates. En otras palabras, en cuanto se constituya como género autónomo, la filosofía se plantea problemas que le son específicos: problemas de coherencia interna. Esos problemas, como se habrá comprendido, apuntan esencialmente, ya que van a permitir circunscribir un campo singular, a definir las reglas de producción de los enunciados que circularán en su interior (para fundarlo, enriquecerlo, etcétera) y en el exterior (para volverlo dominante) del campo de que se trata. A partir de esto, se nos plantean dos preguntas: ¿qué tipo de mensaje es emitido fundado en reglas de producción determinadas (ya dije que en el caso de la filosofía occidental, estas reglas fueron establecidas por Platón y Aristóteles)? ¿A qué otro tipo de mensaje va a confrontarse el primero? Nuevamente sugiero que tomemos un ejemplo que explicará lo que digo ilustrándolo. Aristóteles y su 45
crítica del platonismo. Recuérdese que Aristóteles, con mucho sentido común, denunciaba la teoría platónica de las Ideas: pero entonces, objeta al maestro, ¿esas Ideas están separadas, o participan acaso en el mundo sensible? Platón, que se daba cuenta de la dificultad, había creído evitarla recurriendo al mito, gracias al cual daba a comprender que estaban separadas y que participaban, o sea que el mundo sensible era radicalmente diferente del mundo inteligible, y sin embargo, que el primero imitaba al segundo. Demostración poco convincente para Aristóteles: el diagnóstico cae, incisivo: la ambigüedad (o contradicción) que gobierna la teoría de las Ideas la vuelve ininteligible. Llega entonces un discípulo de Platón, contemporáneo de Aristóteles. Es verdad, confiesa, que la dualidad de las Ideas encubre una mayor dificultad. Sin embargo, si uno se niega a soportarla, surgirá entonces una dificultad más importante: a saber, que en el seno de la realidad empírica no se puede negar que las Ideas existen. Un no reconocimiento del hecho equivaldría entonces a renunciar a la filosofía, es decir a hablar de manera coherente. Si, por el contrario, se acepta la hipótesis de las Ideas, hay que admitir que son y no son, es decir, que están aquí y en otra parte, que están en la cosa misma y en la esfera de lo inteligible. Esta polémica ha ocupado quince siglos de pensamiento. ¿Separación o no separación? La querella de los Universales —como ya se habrá comprendido, de ella se trata— sigue sin zanjarse y alimenta, aún en el siglo XX, los debates entre los matemáticos. 46
Para seguir ilustrando los problemas internos del ejercicio filosófico, me gustaría contar una anécdota. Se remonta más o menos al año 1957, con motivo de una conferencia de Ferdinad Alquié, durante la cual un estudiante le hizo esta pregunta: ¿cómo puede uno, después de haber sido surrealista, volverse incondicionalmente cartesiano y aceptar sin estremecerse las dificultades de la unión del alma y del cuerpo? Y Alquié respondió con una frase que me parece llena de sentido común: “efectivamente la unión del alma y del cuerpo es algo muy difícil de pensar, pero lo es infinitamente menos que las soluciones que se ha pretendido poner en su lugar”. Y añadió, como para sí mismo: “en el fondo, es la solución menos embarazosa”. A decir verdad, yo también estimo que esa “solución” es, en todo caso, más clara que las afirmaciones de Engels relativas al salto cualitativo dialéctico, la materia que se vuelve espíritu, que a final de cuentas no son más que metáforas. Todo esto nos muestra cuan complejo es el asunto, dentro de lo que llamé el género cultural filosofía: los mensajes emitidos se entrechocan, se “contradicen”, se oponen: así nacen las escuelas filosóficas. Así, sin dejar el estudio de los textos, llegamos a un segundo tipo de problemas: los problemas de límites. Estos aparecen cuando las reglas de producción de los enunciados filosóficos entran en conflicto con otras reglas de producción de enunciados que también se proclaman filosóficos (pero que para la filosofía stricto sensu no lo son). Así, el “buen hombre” Isócrates elabora una serie de discursos, de obras 47
retóricas, del mayor interés político y les confiere el título de philosophia. Platón y Aristóteles se quedan atónitos: lo no filosófico se arroga la etiqueta philosophia. Una provocación que abre un debate cuyo alcance no hemos logrado esclarecer hasta la fecha: nadie ignora que la filosofía no se define. ¿Qué hacer, qué decir frente a textos que no obedecen a las reglas de producción de los enunciados filosóficos, pero que tratan de problemas filosóficos.? Eso sucede, por ejemplo, con Pascal: ¿escribe o no filosofía? La posición clásica responderá que se trata de un hiperfilósofo, que se encuentra más acá de la filosofía. Pero Francis Ponge, con el que me encuentro perfectamente de acuerdo, estima por el contrario que Pascal no fue más que un triste apologista que acabó vendiendo santurronerías... Demos, pues, una primera conclusión, provisional: la “buena” y estricta historia de la filosofía hoy día es la que comienza planteando los problemas internos y los problemas de límites del discurso filosófico, o sea la que se interroga acerca del “orden de las razones”. Armados de este enfoque crítico, estamos en condiciones de penetrar mejor una estructura de pensamiento antigua, por ejemplo, y por consiguiente otra, que funciona según hábitos y códigos mentales diferentes de los nuestros.
2. Sin embargo, esta concepción de la referencia al pasado, que se efectúa en forma de una sistemática fundada en lo que Hegel llama historia reflexiva, sigue siendo insuficiente. El “orden de las razones” o sea la restauración de la coherencia interna de un sistema debe proseguirse mediante la integración de 48
problemas políticos. Por una parte, como decía hace un momento, esos problemas están presentes por lo general en el discurso del filósofo —y si no aparecen hay que indicar la laguna y explicarla. Por tanto, una historia global de la filosofía debe ser capaz no solamente de restituir la coherencia interna de los enunciados que tratan de objetos específicamente filosóficos: el ser, la substancia, la relación substancia./ accidente, esencia./.apariencia, alma./.cuerpo, cualidad primera./.cualidad segunda, etcétera, sino también de introducir una coherencia entre esos enunciados filosóficos y los enunciados que tratan directamente de los objetos políticos. En otras palabras, se trata de evidenciar la coherencia interna que une los escritos filosóficos y los escritos políticos de un filósofo. Queda claro que hablo de escritos políticos, no de las posiciones políticas empíricas. De ese modo, la historia de la filosofía supera ciertas contradicciones aparentes de la obra descubriendo el principio de orden interno, subterráneo, a veces incluso profundamente oculto, que la rige. Es, por lo tanto, algo más que un cuadro descriptivo: es una red de comprensión que une estrechamente lo filosófico y lo político. Una red que permite comprender tanto el hecho de que Platón sea a la vez el defensor de las Ideas separadas y el partidario de un comunismo integral, como el hecho de que Kant sea a la vez autor en 1781 de la Crítica de la razón pura y el ferviente admirador de la Revolución francesa, aun en sus formas más terroristas (o así llamadas) con Robespierre y Saint–Just. O bien que permite comprender que Hegel, que escribió los Principios de la 49
filosofía del derecho (1821), sea también el redactor de la Constitución del Wurtemberg, la primera constitución liberal de Alemania. Dicho de otro modo, el estudio de un filósofo según el “orden de las razones” da necesariamente acceso al estudio de su política. Y debe mostrar claramente que posturas estrictamente filosóficas, que versan sobre objetos filosóficos: el Ser, la nada, lo Uno, lo múltiple, etcétera, se insertan de entrada en debates de política–teórica o de teoría política. Más arriba, aludí a la discusión Ideas separadas./.Ideas no separadas. Quisiera presentar su significación política en la época de Platón y de Aristóteles. Gracias a su teoría de las Ideas separadas, Platón construye un modelo: el de la Ciudad Ideal. Y, para realizarlo, propone más o menos esto: sea usted “hijo de familia”, acomodada, es decir sin problemas pecuniarios; inscribíos en la Academia. A partir de ese momento vuestra vida se organizará así: durante 15 años (10 a 25 años): ejercicios militares y gimnasia; luego, durante los siguientes 15 años (25 a 40 años): ejercicios intelectuales: geometría plana, geometría en el espacio, matemáticas, astronomía, etcétera, luego, cuando tengáis unos cuarenta años, os convertiréis en un magistrado todopoderoso y tendréis de vez en cuando la ocasión de contemplar las Ideas (de vez en cuando, o sea únicamente cuando resulte útil para la tarea política de dirección de los asuntos públicos); no será sino hasta los sesenta años, si aún estáis vivo, cuando se os otorgará la “jubilación”: y podréis “brincar como becerros en el prado de las Ideas”. Aristóteles, más sensato, objeta a Platón que nadie 50
aceptará semejante tratamiento. Por lo tanto, elabora a su vez un programa, más “realista”: y así comprendemos que sus tesis filosóficas remiten a dos concepciones políticas radicalmente diferentes, en particular en lo que se refiere a la naturaleza de las magistraturas. Platón propone establecer un Estado “tecno– burocrático”, en tanto que Aristóteles preconiza el mantenimiento de las constituciones griegas en su estilo tradicional, pero propone como remedio a la crisis que el funcionamiento de la Ciudad quede a cargo de un personal que tenga conocimientos enciclopédicos y sea amigo del justo medio (hasta entonces, la gestión pública había sido confiada con mucha frecuencia, según él, a hombres sin cultura, demagogos o tiranos).
3. Ahora comprendemos mejor que el debate político–teórico del filósofo remite a planteamientos empíricos precisos, es decir que responde a luchas políticas reales. El filósofo no es un portavoz, o un “reflejo”; su discurso lo transforma en un político activo cuyas intervenciones marcan las luchas que le son contemporáneas, pero también las luchas ulteriores. Citaba hace un momento el caso de John Locke cuyos textos (que datan de 1690) producirán efectos un siglo después. Podría citar a Hegel una vez más (ya muchos otros) cuyos Principios de la filosofía del derecho resurgen en las negociaciones y los contratos que Willy Brandt firmaba con los trabajadores alemanes. Por eso puedo afirmar que una historia de la filosofía, ya sea global o no se refiera más que a un filósofo determinado, es necesariamente una historia 51
política, una historia política del pasado que puede ser constantemente reactivada por la historia política actual.
EL PASADO Y EL PRESENTE Esta reactivación no significa aquí que yo pretenda, por decirlo así, encontrar en el pasado “modelos” teóricos susceptibles de explicar el presente. Significa simplemente que el pasado posee, pone a nuestra disposición instrumentos teóricos gracias a los cuales podemos intervenir en nuestra actualidad. Por ejemplo, es de buen tono, en los “medios avanzados” de hoy día, hacer una crítica de la ideología de la ciencia con ayuda de un aparato cultural crítico, sumamente sofisticado, elaborado durante el siglo XX. Ahora bien, esa actitud deja ignorar que el problema de la relación ciencia./.poder había sido claramente enunciado por Rousseau en su primer Discurso (reflexiones acerca del origen de las ciencias y las técnicas, titulado Discurso sobre las ciencias y las artes.). Además, también entierra en el olvido las cuestiones planteadas por el segundo Discurso (Discurso sobre el origen de la desigualdad.) y el Contrato Social, relativos al espinoso problema de la libertad individual, de su relación con el interés general, etcétera. Decía yo “medios avanzados” queriendo así referirme a los “medios marxistas”, pues este olvido de las tesis esenciales del rousseauismo es característico del pensamiento marxista contemporáneo.11 Una vez más, la Con algunas escasas excepciones. Pienso en particular en el Rousseau et Marx de Della Volpe (Grasset). 11
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filosofía de la historia resulta no ser más que una gigantesca mitología donde los recién llegados esconden a sus predecesores, cuando no los esterilizan. Bruscamente, porque ve a Marx, el historiador de las ideas, decreta que ya no puede ver a Rousseau. Esto me lleva a plantear el problema de la cronología. Problema que yo había parcialmente recusado cuando asumí la dirección de una Histoire de la philosophie colectiva.12 En efecto, cada uno de los cuarenta y tantos colaboradores que participaron en la elaboración de ese vasto trabajo reaccionó (sin que haya habido antes una concertación real) ante el aspecto diferencial de los diferentes pensadores y filósofos acerca de los cuales debía reflexionar y escribir. Por lo tanto, cada autor pudo elaborar, poner en su lugar conceptos que habían (o parecían haber) caído en desuso. Cada autor reflexionó nuevamente sobre esos conocimientos de tal modo que recuperaron un poder, una validez, una especie de efectividad que eran perfectamente actuales. El resultado de esto no sólo fue borrar parcialmente la forma cronológica (que tradicionalmente prevalece sobre el “fondo”), sino además evidenciar una nueva dimensión del concepto de clasicismo. Generalmente, el clasicismo se refiere a la noción de eternidad. Lo dicho de un filósofo o de un escritor se considera como clásico cuando resulta que será cierto para todos los tiempos. Racine o Sófocles son clásicos significa generalmente: la naturaleza humana siempre se conmoverá con esos personajes que representan la naturaleza eterna del hombre. De 12
Hachette–littérature, 8 volúmenes, 1971-1973. 53
hecho, este planteamiento de ‘‘eternización” de la obra es propiamente idealista, en la medida en que se apoya en el reconocimiento de una esencia, de un “fondo” humano inmutable y trascendente. Nuestra práctica, por el contrario, ha demostrado que conceptos elaborados en circunstancias históricas dadas, o sea en el curso de luchas intelectuales (políticas) fechadas, insertas en una estructura mental diferente a la nuestra y con códigos distintos, que esos conceptos, correctamente trabajados, podían introducirse en otra época, a otro sistema de racionalidad, y seguir siendo operantes, constituir factores de inteligibilidad decisivos. Por ende, el clasicismo se caracterizaría más bien por la capacidad de un concepto, o de una tesis filosófica, de evolucionar (en el sentido de moverse) y no por su inmutabilidad. Su omnitemporalidad no radicaría en absoluto en una eternidad, sino en su posibilidad de ser constantemente reactivado, reactualizado. Así, la teorización por Aristóteles de la relación amo y esclavo sigue siendo, como esquema de las relaciones de dominación, de las relaciones jerárquicas, sumamente pertinente y nos aporta elementos de inteligibilidad (por consiguiente, instrumentos teóricos de lucha) para la comprensión de situaciones actuales que hacen intervenir ese tipo de relación.
POR UNA GEOGRAFÍA DE LAS IDEAS La referencia a la historia de la filosofía consiste, pues, en una doble operación: descentramiento y 54
distanciamiento, doble operación que nos brinda una visión diferente de la realidad en la que estamos metidos y, al mismo tiempo, comporta la posibilidad de importaciones decisivas en el ámbito de nuestra contemporaneidad Desde este punto de vista, la noción de genealogía cobra su plena significación que rebasa las ideas de engendramiento o de saber: se vuelve una localización crítica. Localización de una situación que dura, de relaciones que se mantienen en el seno de contextos históricos, políticos, sociales, económicos, etcétera, radicalmente diferentes. Localización crítica, decía yo, porque debe acompañarse forzosamente de reajustes. Con la noción de genealogía (tomada de Michel Foucault), quiero señalar firmemente que las connotaciones de orden causalista o de orden biológico, que regulan las concepciones de la historia del pensamiento, han sido abandonadas. Por cierto, un enunciado, un concepto filosófico no surge en cualquier momento y de cualquier forma. Obedece, lo recuerdo una vez más, a reglas de producción precisas. Son ellas las que resultan decisivas para nuestra comprensión y para nuestra utilización, ya que son ellas las que comunican e interpretan el código cultural (el contexto histórico) a partir del cual se constituyeron concepto y enunciado. Por eso es que, además, una historia genealógica, que también es una geografía de la filosofía, no debe señalar solamente los conceptos positivos. Los malos conceptos son igualmente interesantes: son susceptibles de transmutaciones. Para terminar, insistiré en ese subtítulo de geografía de la filosofía, dándole una legitimación práctica. 55
Esta designación remite, como se habrá entendido, a una visión espacial de la filosofía. Si bien inventó la trascendencia, la filosofía es como la matemática, una superficie. Por tanto sólo podemos trabajarla correctamente procediendo a su proyección en un plano, o sea considerándola en un espacio. Una geografía de las ideas concebida de ese modo permite comprender cómo esas mitologías racionales que son los sistemas filosóficos son los elementos de polémicas intelectuales, que participan a su vez en estrategias políticas y remiten a la lucha de clases.
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III. DÓNDE COMIENZA Y CÓMO ACABA UN CUERPO DOCENTE Jacques Derrida
SE TENDRÁ más de un signo: estas notas no estaban destinadas, como se dice, a su publicación. Sin embargo, nada debía mantenerlas ocultas. Nada más público, en principio, y nada más mostrable que una enseñanza. Nada más expuesto que, como sucede aquí, su puesta en escena o su enjuiciamiento. Por esta primera razón, acepté la propuesta que se me hizo de reproducir estas notas sin la menor modificación. Habrán sido necesarias otras razones puesto que tardé mucho tiempo antes de decidirme. En efecto, ¿qué podía significar el fragmento (encuadrado más o menos arbitrariamente, con la “guillotina”) de una sola sesión, la primera por añadidura, marcada más que otras por las insuficiencias, las aproximaciones, la generalidad programática enunciadas ante un auditorio más anónimo e indeterminado que nunca? ¿Por qué esa sesión y no otra, y por qué mi discurso continuo y no otros, y no los intercambios críticos que vinieron después? No hubiera podido dar una respuesta a esas preguntas pero acabé pensando que la lucha que ha entablado el GREPH [Groupe de Recherches sur l’Enseignement Philosophique] hoy día las volvía secundarias: puesto que la sesión propuesta se re57
fiere esencialmente al GREPH, ¿por qué no aprovechar (por la banda) esta oportunidad para dar mejor a conocer los planteamientos y los objetivos de su trabajo? Otra objeción, más grave: ¿acaso mi participación en este volumen era compatible con el propósito mismo que esas notas, por lo menos en parte e indirectamente, darán a leer? ¿Debía yo servir (o hacer servir) una de esas numerosas empresas (aquí en su forma inmediatamente editorial) que multiplican las escaramuzas contra aquello mismo (dicho sea sin sospecha, eso importa poco, todas las intenciones de todos sus agentes) de lo cual sacan su existencia y mantienen las coartadas? Para ser más preciso ¿la reunión de los nombres, la selección de las figuras y la exhibición de los títulos no provoca acaso la aparición de uno de esos fenómenos de autoridad (sólido, ya, contra–institución, aun si su unidad, considerada desde otros puntos de vista, debe dejar perplejo e invitar a la más circunspecta investigación) forzosamente producidos por el aparato que, por el contrario, se trataría de dislocar? Las conexiones entre ese aparato y el de la edición son cada vez más evidentes. Forman precisamente uno de los objetos de trabajo, uno de los blancos más bien, del GREPH que debería articular su acción con la de un grupo de investigaciones e informaciones sobre la máquina editorial. Manifiesto (no disfrazado), el propósito de lo que se lee aquí mismo es llamar a semejantes acciones, en el lugar de trabajo. Pero simplifico mucho, hay prisa. Las leyes de ese campo son retorcidas, hay que acometerlo acó58
metiéndolas. En resumen, tomando en cuenta el mayor número de datos a mi disposición, y porque los objetivos del GREPH me parece que lo imponen, prefiero finalmente correr el riesgo de plantear aquí (esta vez desde un borde interno) problemas en espiral tocantes a los lugares, las escenas, a las fuerzas que todavía les permiten presentarse. El fragmento de esta primera sesión abría una especie de contraseminario del Centro de investigaciones sobre la enseñanza filosófica. Constituido en la Escuela Normal Superior desde hace dos años, ese Centro es en buena ley, distinto del GREPH con el cual, naturalmente, no le faltarán ocasiones de intercambio. Para el año 1974–1975, aparecen en el programa las siguientes preguntas: •
¿Qué es un cuerpo docente —de filosofía?
•
¿Qué significa hoy día “defensa” y qué significa hoy día “filosofía” en la consigna “defensa de la filosofía”? •
La ideología y los ideólogos franceses (análisis del concepto de ideología y de los proyectos político–pedagógicos de los Ideólogos franceses en torno a la Revolución). Éste, por ejemplo, no es un lugar indiferente. No habría que olvidarlo. Habría que (tratar primero, para ver, un discurso sin “hay que”, y no solamente sin “hay que” aparente, visible como tal, sino sin “hay que” oculto; les propongo desalojarlos en los discursos supuestamente teóricos, aun trans–éticos, e incluso cuando no se presentan como discursos de enseñanza; en el fondo, en estos últimos, los discursos 59
docentes, el “hay que” —la lección impartida en cada momento, en cuanto se toma la palabra— tan sólo es quizá, ingenuamente o no, más declarado, lo cual puede, con ciertas condiciones, desarmarlo más rápidamente), habría que evitar, pues, naturalizar este lugar. Naturalizar equivale siempre, o por lo menos poco falta, a neutralizar. Al naturalizar, al aparentar que se considera como natural algo que no lo es y nunca lo ha sido, se neutraliza. ¿Qué se neutraliza? Se disimula más bien, en un efecto de neutralidad, la intervención activa de una fuerza y de un aparato. Al hacer pasar por naturales (fuera de dudas y de transformaciones, por consiguiente) las estructuras de una institución pedagógica, sus formas, sus normas, sus coerciones visibles o invisibles, sus cuadros, todo el aparato que habríamos llamado, el año pasado, parergonal y que, pareciendo rodearla la determina hasta el centro de su contenido, y sin duda desde el centro, se encubren con miramientos las fuerzas y los intereses que, sin la menor neutralidad, dominan —se imponen— al proceso de enseñanza desde el interior de un campo agonístico heterogéneo, dividido, dominado por una lucha incesante. Toda institución (me valgo una vez más de una palabra que habrá que someter a cierto trabajo crítico), toda relación con la institución, por lo tanto, convoca y de antemano, en todo caso, implica una toma de partido en ese campo: tomando en cuenta, 60
efectivamente en cuenta, el campo real, un partido, un tomar posición. No hay lugar neutral o natural en la enseñanza. Éste, por ejemplo, no es un lugar indiferente. Aunque en principio un análisis teórico no baste, al no volverse efectivamente “pertinente”, más que para poner en escena y en juego a quien prácticamente se arriesga al análisis hasta desplazar el lugar mismo desde el cual analiza, aunque sea insuficiente e interminable como tal, un análisis consecuente (histórico, psicoanalítico, político–económico, etcétera, y aun en parte filosófico) se impondría para definir ese aquí–ahora. Tiene la apariencia inmediata de una sala de teatro o de cine, de un salón de fiestas transformado (por razones de seguridad y a falta de lugar en los salones llamados de clases que se reservaba antes al reducido y escogido número de los normalistas). Aquí, en la Escuela Normal Superior, en el lugar en que yo, este cuerpo docente que yo llamo mío y que ocupa una función bien determinada en lo que se llama el cuerpo docente filosófico francés hoy día, yo enseño, yo digo ahora que enseño. Y donde por primera vez, por lo menos en esta forma directa, me dispongo a hablar acerca de la enseñanza filosófica. Es decir donde, después de aproximadamente quince años de práctica llamada docente y veintitrés años de burocracia, comienzo apenas a interrogar, exhibir, criticar sistemáticamente (comienzo, más bien, a comenzar por eso, comienzo por comenzar a hacerlo sistemática y efectivamente: es el carácter sistemático 61
lo que importa si uno no quiere resignarse con una coartada verbal, con escaramuzas o arañazos que no afectan al sistema establecido, que ningún filósofo un tanto despierto habrá dejado nunca de hacer, y que por el contrario forman parte del sistema predominante, de su código mismo, de su relación consigo mismo, de su reproducción autocrítica, la reproducción autocrítica formando quizás el elemento de la tradición y de la conservación filosófica, de su relevo incesante, con el arte de la pregunta del cual se hablará más tarde: es el carácter sistemático lo que importa y su efectividad, que jamás pudo recaer en la iniciativa de uno solo, y es por eso que, por vez primera, vinculo aquí mi discurso al trabajo de grupo emprendido con el nombre de GREPH), comienzo, pues, tan tarde, a interrogar, exhibir, criticar sistemáticamente —con miras a una transformación— los bordes de aquello en lo que he pronunciado más de un discurso. Cuando digo “tan tarde”, no es, principalmente por lo menos, para hacer una escena, y una vez más entrar al juego da la auto–rectificación, del mea culpa o de la mala conciencia en exhibición. Eso sería un gesto que podría justificar largamente del que yo me abstengo. Digamos, para ser muy breve, que jamás nunca tuve ese gusto y que incluso hice de ello una cuestión de buen gusto. Cuando digo “tan tarde”, es más bien para comenzar el análisis tanto de un retraso que, como es sabido, no es únicamente mío y no se explica solamente por insuficiencias subjetivas o individuales, como de una posibilidad que no surge hoy día por casualidad o a partir de la deci62
sión de uno solo. Y el retraso y el darse cuenta de él, en diversas formas, y el principio de un trabajo (teórico y práctico, como se dice) sobre la enseñanza de la filosofía, todo eso responde a cierto número de necesidades. Todo eso se analiza en efecto. Pero que no se trate aquí, en última instancia, ni de errores ni de méritos individuales, ni de sueño dogmático ni de vigilancia personal, no tomemos ese pretexto para disolver en la neutralidad anónima lo que no es, una vez más, ni neutral ni anónimo. Como saben ustedes, insistí en ello repetidas veces: la Escuela Normal no debería estar ni en el centro, y ni siquiera en el origen de los trabajos del GREPH. Ciertamente. Pero no hay que omitir ese hecho, no es nada fortuito, que el GREPH haya parecido por lo menos comenzar a localizarse aquí. Esto constituye una posibilidad, un recurso por explotar, hay que analizarlo y aplicarlo en todos sus alcances históricopolíticos. Pero esta posibilidad importa también sus límites. No se podría salvarlos sino con la condición (necesaria aunque insuficiente) de tomar en cuenta, una información crítica y científica, de ese hecho poco discutible. Sin retraso ni miramientos, deberemos tomar (teórica y prácticamente, como hay que decirlo) en una cuenta rigurosa el papel que esta institución extraña desempeña todavía y sobre todo habrá desempeñado en el aparato cultural y filosófico de ese país. Y cualquiera que sea el balance, ese papel habrá sido —cualquier denegación a este respecto sería vana o sospechosa— muy importante. Sostener por otra parte que yo, aquí, no aportaré más que una contribución parcial o particular a los 63
trabajos del GREPH, sin comprometerlo y sobre todo sin orientarlo, esto no debe dejar desconocer o sustraer al análisis (descontar) el hecho de que por lo menos parecí, después de haberlo anunciado desde hace tiempo, haber tomado la iniciativa, en un seminario que yo animaba, de la constitución del GREPH, y en primer lugar de su anteproyecto sometido a la discusión de ustedes. Esto no es fortuito. No lo recuerdo para marcar o apropiarme de una nueva institución o contra–institución sino, por el contrario, para voltear una superficie, restablecer, restituir, someter un efecto muy particular que obedece a mi función en este proceso. De lo que llamaré, para ir de prisa, mi lugar o mi punto de vista, era desde hace tiempo evidente que el trabajo en el cual estaba enfrascado —nombrémoslo álgebra, a riesgo de nuevos malentendidos, la desconstrucción (afirmativa) del falogocentrismo como filosofía—, no pertenecía simplemente a las formas de la institución filosófica. Ese trabajo, por definición, no se limitaba a un contenido teórico, incluso cultural o ideológico. No procedía según las normas establecidas de una actividad teórica. Por más de un rasgo y en momentos estratégicamente definidos, debía recurrir a un “estilo” inadmisible para un cuerpo de lectura universitario (las reacciones “alérgicas” no tardaron en producirse), inaceptable aun en lugares en que uno se piensa ajeno a la universidad. Como es sabido, el “estilo–universitario” no siempre domina solamente en la universidad. Sucede que se pega a la piel de los que dejaron la universidad, e incluso de algunos que nunca asistieron a 64
ella. Eso se ve desde los bordes. Ese trabajo, por lo tanto, acometía la subordinación ontológica o trascendental del cuerpo significante con respecto a la idealidad del significado trascendental y a la lógica del signo, a la autoridad trascendental del significado y del significante, por lo tanto a lo que constituye la esencia misma de lo filosófico. Así, es desde hace tiempo necesario (coherente y programado) que la desconstrucción no se limite al contenido conceptual de la pedagogía filosófica, sino que se las vea con el escenario filosófico, con todas sus normas y formas institucionales así como con todo lo que las hace posibles. Si no hubiera pasado, lo cual sólo fue considerado así por aquéllos que sacaban algún provecho de no querer ver nada, de una simple desconstitución semántica o conceptual, la desconstrucción no habría formado más que una modalidad —nueva— de la autocrítica interna de la filosofía. Habría corrido el peligro de reproducir la propiedad filosófica, la relación de la filosofía consigo misma, la economía del enjuiciamiento tradicional. Ahora bien, en el trabajo que nos espera, deberemos desconfiar de todas las formas de reproducción, de todos los recursos poderosos y sutiles de la reproducción: entre los cuales, si todavía puede decirse, el de un concepto de reproducción que no se puede utilizar aquí (“simplemente”) sin “ampliarlo” (Marx), ampliar sin reconocer en ello la contradicción en acción y de modo siempre heterogéneo, analizar en su contradicción esencial sin plantear en toda su magnitud el problema de la contradicción 65
(o de la dialéctica) como filosofema. ¿Es acaso con semejante filosofema (con algo así como una “filosofía marxista”) que en “última instancia” puede operar una desconstrucción efectiva de la filosofía? A la inversa, si la desconstrucción hubiera descuidado al principio la desestructuración interna de la onto–teología falogocéntrica, habría reproducido, por precipitación politista, sociologista, historicista, economista, etcétera, la lógica clásica del marco. Y se habría dejado guiar, más o menos directamente, por esquemas metafísicos tradicionales. Eso es, a mi parecer, lo que acecha o limita, en el comienzo, los escasos y por lo tanto valiosísimos trabajos franceses sobre la enseñanza filosófica, cualesquiera que sean las diferencias o las oposiciones que los relacionen unos con otros. Pero mi reserva aquí —trataré más tarde de argumentarla estudiando más detenidamente el problema— no me hace desconocer, ni mucho menos, la importancia y la función de abertura que pueden tener los libros de Nizan o de Canivez, de Séve o de Châtelet, por ejemplo. Por tanto la desconstrucción —o por lo menos lo que propuse con ese nombre que es equiparable a otro, pero nada más— siempre tuvo en principio por objeto el aparato y la función de enseñanza en general, el aparato y la función filosófica en particular y por excelencia. Sin reducir su especificidad, diré que lo que ahora se emprende no es más que una etapa por salvar en un trayecto sistemático. Etapa sin duda, pero que se tropieza por así decirlo al desnudo (o casi, como siempre hay que decir en gimnasia) con una temible dificultad, una puesta 66
a prueba histórica y política cuyo esquema de principio quisiera indicar desde ahora. Por una parte: la desconstrucción del falogocentrismo como desconstrucción del principio onto–teológico de la metafísica, de la pregunta “¿qué es?”, de la subordinación de todos los campos de cuestionamiento a la instancia onto–enciclopédica, etcétera, semejante desconstrucción ataca la raíz de la universitas . : a la raíz de la filosofía como enseñanza, la unidad última de lo filosófico, de la disciplina filosófica o de la universidad filosófica como asiento de toda universidad. La universidad, es la filosofía, una universidad siempre es la construcción de una filosofía. Ahora bien, resulta difícil (pero no imposible, trataré de señalarlo) concebir un programa de enseñanza filosófica (como tal) y una institución filosófica (como tal) que sigan de modo consistente, o aun sobrevivan a una rigurosa desconstrucción. Pero por otra parte: concluir de un proyecto de desconstrucción a la pura y simple, a la inmediata desaparición de la filosofía y de su enseñanza, a su “muerte” como se diría con la necedad del qué ignorase aún hoy día cómo resucitan los muertos, sería una vez más abandonar el terreno de una lucha a fuerzas muy determinadas que siempre tienen interés, según vías que tendremos que estudiar, en instalar en los lugares aparentemente abandonados por la filosofía, y por tanto ocupados, preocupados por el empirismo, la tecnocracia, la moral o la religión (y todo eso a la vez) un dogmatismo propiamente metafísico, más vivo que nunca, al servicio de las fuerzas que siempre han estado vinculadas a la hegemonía 67
falogocéntrica. Dicho de otro modo, para no llegar todavía más lejos que el álgebra de esa colocación preliminar, abandonar el terreno bajo el pretexto que ya no se puede defender la vieja máquina (y que incluso se contribuyó a dislocarla), sería no entender nada a la estrategia desconstructora. Sería confinarla en un conjunto de operaciones teóricas.: inmediatas, discursivas y finitas. Aun si, al privilegiar la operación teórica y discursiva la forma filosófica de los discursos, ya hubiera alcanzado resultados de principio suficientes (lo que dista mucho de ser seguro, se tiene demasiados indicios de ello), ese discurso filosófico está a su vez determinado (en efecto) por una enorme organización (social, económica, pulsional, fantasmática, etcétera), por un poderoso sistema de fuerzas y de antagonismos múltiples: que la desconstrucción misma tiene por “objeto” pero del cual es también, en las formas necesariamente determinadas que debe tomar, un efecto (remito a lo que digo en otra parte, en Positions, acerca de esa palabra). Siempre inconclusa en ese sentido, y para no reducirse a un episodio moderno de la reproducción filosófica, la desconstrucción no puede ni asociarse a una liquidación de la filosofía (triunfante y verbosa en un caso, vergonzosa y aún muy atareada en otro) cuyas consecuencias políticas están diagnosticadas desde hace largo tiempo, ni aferrarse a alguna “defensa–de–la–filosofía”, a algún combate de retaguardia reactiva que, para conservar un cuerpo en descomposición, no hace más que facilitar las cosas a las empresas liquidadoras. 68
Por consiguiente: luchando como siempre en dos frentes, en dos escenarios y según dos alcances, una desconstrucción rigurosa y eficiente debería simultáneamente desarrollar la crítica (práctica) de la institución filosófica actual y emprender una transformación positiva, afirmativa más bien, audaz, extensiva e intensiva, de una enseñanza llamada “filosófica”. No ya un nuevo plan de la universidad , en el estilo escatoteleológico de lo que se hizo con ese nombre en los siglos XVIII y XIX, sino un tipo de propuestas totalmente diferentes, que competen a otra lógica y que toman en cuenta un máximo de datos nuevos de todo tipo cuya enumeración no voy a emprender ahora. Algunos de ellos aparecerán rápidamente. Estas propuestas ofensivas se ajustarían a la vez al estado teórico y práctico de la desconstrucción y cobrarían formas muy concretas, las más eficientes posibles en Francia, en 1975. No dejaré de tomar mis riesgos o mis responsabilidades en cuanto a esas propuestas. Y dejaré bien claro —si es que se da el nombre de Haby al indicio más visible de ese contexto— que no me aliaré con los que se proponen “defender–la–filosofía” tal como se practica hoy día en su institución francesa, que yo no suscribiré a cualquiera forma de combate “por–la–filosofía”, pues lo que me interesa es una transformación fundamental de la situación general en la que se plantean esos problemas. Si emití estas primeras observaciones acerca de la posible relación entre los trabajos del GREPH y una empresa de desconstrucción, no es sólo por lo que acabo de decir, sino para no neutralizar o naturalizar 69
el lugar que ocupo, para ni siquiera hacer como si lo descontara, como a veces ha podido parecer útil hacerlo, salvo en algunos simulacros cuya lógica quisiera reconstruir. Esa lógica nos introducirá quizás al problema del cuerpo docente. Dentro de la Educación Nacional, mi función profesional me vincula por prioridad inmediata a la Escuela Normal Superior en la que ocupo, con el título de maestro–adjunto de historia de la filosofía, el puesto definido desde el siglo XIX como el de catedrático–repetidor. Me detengo un instante en esta, palabra de repetidor para empezar a tratar el problema del cuerpo docente en lo que lo somete a la repetición. Repetidor, el agrége* repetidor no debería producir nada, al menos si producir quisiera decir innovar, transformar, hacer advenir lo nuevo. Está destinado a repetir y hacer repetir, reproducir y hacer reproducir: formas, normas y un contenido. Debe asistir a los alumnos en la lectura y la comprensión de los textos, ayudarlos en la interpretación y a comprender lo que de ellos se espera, a lo que deben responder en las diversas etapas del control y de la selección, desde el punto de vista de los contenidos o de la organización lógico–retórica de sus ejercicios (explicaciones de texto, redacciones o lecciones). Por lo tanto, debe convertirse ante los estudiantes en el representante de un sistema de reproducción (complejo sin duda, minado por una multiplicidad de * Agrégé: persona autorizada después de un concurso, a enseñar en un liceo o en una facultad en Francia. [T] 70
antagonismos, relevado por micro–sistemas relativamente independientes, dejando siempre debido a su movimiento una especie de toma de derivación que sus representantes pueden, en ciertas condiciones, explotar y volver en contra del sistema, pero éste se jerarquiza a cada momento y tiende constantemente a reproducir esa jerarquía), o más bien en el experto que, pasando por conocer mejor la demanda a la cual tuvo que plegarse primero, la explica, la traduce, la repite y la re–presenta, pues, para los jóvenes aspirantes. Esta demanda es forzosamente la que domina en el sistema (llamemos eso por el momento, por comodidad, el poder, dando por entendido que no se trata sencillamente de lo que se entiende en general con esa palabra, sobre todo no simplemente el gobierno o la mayoría del momento), representado por el poder relativamente autónomo del cuerpo docente, que delega a su vez sus jurados de concurso o de tesis, sus comisiones o sus comités consultivos. El repetidor pasa por ser experto en la interpretación de esa demanda, no tiene que formular otra que no someta por tal o cual vía a la aprobación de dicho poder que puede o puede no, o no puede o no quiere poder o no quiere querer dejarla pasar. En todo caso, se trata siempre de la demanda del poder dominante que el experto se compromete por contrato a representar ante los aspirantes; los ayuda a satisfacerla, y esto a petición general de la cual no está excluida evidentemente la demanda del aspirante. Al ser este campo, ciertamente, una multiplicidad de antagonismos siempre sobredeterminados, la correa de transmisión trabaja y atraviesa toda clase de re71
sistencias, de contra–fuerzas, de movimientos de deriva o de contra–bando. El efecto más aparente de ello es entonces una serie de disociaciones en la práctica de los repetidores y de los aspirantes: se aplican reglas en las cuales ya no se cree en absoluto o ya no del todo, que se critica incluso por otra parte y a menudo violentamente. El aspirante pide al repetidor que lo inicie a un discurso cuya forma y contenido parecen a una o a ambas partes, caducos. Caducos por razones muy determinadas y bien conocidas por algunos, lo cual se juzgará más o menos grave según el caso, propias de una especie de lengua extranjera, viva o no. En el mejor de los casos, el repetidor y el aspirante intercambian guiños cómplices al mismo tiempo que recetas: qué hay que decir, qué no hay que decir, cómo hay qué o no hay qué decir, etcétera, dando por entendido que estamos de acuerdo para ya no suscribir a lo que se nos pide, a la filosofía o, digamos por comodidad, a la ideología implicada en el pedido, así como tampoco reconocemos la competencia de los que el poder designa para juzgarnos, según las modalidades y finalidades criticables. Que no se limite esa situación a los “ejercicios” y a la preparación explícita de los exámenes o concursos: es la de todo discurso que se pronuncia en la universidad, desde los más conformistas hasta los más subversivos, en la Escuela Normal como en cualquier otra parte. Al mismo tiempo, el repetidor y el aspirante se dividen, se disocian o se desdoblan. El aspirante sabe que muy a menudo debe presentar un discurso conforme al cual él no suscribe nada ni en cuanto a la forma ni en cuanto al contenido.
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El repetidor se pone en su papel profesional para corregir las redacciones y “reanudar” lecciones, dar consejos técnicos en nombre de un jurado y de cánones que para él están desprestigiados. Al igual que los aspirantes, juzga severamente, por ejemplo, algunos informes publicados por algún jurado; y cuando los unos o los otros llegan a dirigir sus protestas a los Inspectores generales o a los Presidentes de jurado, saben por experiencia que sencillamente se quedarán sin respuesta. Y en su “seminario”, puesto que desde hace algunos años a los repetidores se les autoriza aquí a animar un seminario además y al lado de los ejercicios de repetición propiamente dichos, el repetidor reproduce la división: trata de ayudar a los “candidatos” y al mismo tiempo introduce, como en contrabando de trayecto largo, premisas que ya no pertenecen al espacio de la agrégation* general, e incluso lo socavan más o menos solapadamente. Esta disociación está tan bien asumida o interiorizada por ambas partes que yo he podido, por mi parte, abstenerme, casi totalmente durante los ejercicios, aun parcialmente durante los seminarios, de implicar un trabajo que prosigo por otra parte y que se puede consultar eventualmente en publicaciones. Hago como si ese trabajo no existiera y sólo aquellos que me leen pueden reconstituir la trama que, naturalmente, aunque está disimulada, mantiene unidos los textos publicados y mi enseñanza. En principio, en el seminario todo debe comenzar en un punto cero ficticio de mi relación con el auditorio: como si todos fué* Véase nota p. 74. 73
semos en cada momento “grandes principiantes”. Y deberemos volver a esos dos valores (repetición y “grandes principiantes”) para buscar en ellos una ley general del intercambio filosófico, ley general y permanente cuyos fenómenos habrán sido sin embargo, diferenciados, específicos e irreductibles en el curso de la historia. Esta ficción disociativa es bien asumida por ambas partes, con algunas astucias y rodeos; me ha ocurrido oírmelo decir, si quieren ustedes, por dos alumnos de la Escuela, antaño y no hace mucho, que cito no por la anécdota sino por el síntoma. Uno de ellos me dijo durante sus estudios: “Yo he decidido no leerlo para trabajar sin prevención y simplificar nuestras relaciones.” Y de hecho, parece que me leyó después de la agrégation*, incluso me citó en algunas de sus publicaciones (por lo demás notables) lo cual le valió, según me dijo, algunos problemas con tal o cual comisión ante la cual aún se hallaba en situación de aspirante. El otro, después de haber terminado su escolaridad y una vez nombrado en el puesto de maestro adjunto en una universidad parisina, me dijo recientemente que prefería tal de mis publicaciones a tal otra y me preguntó si yo compartía su sentimiento; como yo manifestaba alguna reticencia y alguna impotencia para calificar mis propios ejercicios, concluyó disculpándose: “Sabe usted, lo que digo acerca de ellos, es sobre todo para mostrarle que ahora los leo”. Ahora, es decir ahora que ya no soy candidato a la * Agrégation: concurso para el reclutamiento de los profesores de liceo o de ciertas facultades en Francia [T.]. 74
agrégation, ahora que ya no corre peligro (eso es lo que él creía) de complicarse el espacio de repetición en el que usted, repetidor, debía reflexionar ante mí, para que yo reflexionara a mi vez, un código y un programa. Por programa, no me refiero solamente a aquél que, de modo bastante arbitrario (y en todo caso según motivaciones que nunca se exponen, acerca de las cuales nadie puede pedir cuentas) fija y recorta, en la primavera de cada año, un sujeto (por ejemplo un presidente de jurado), a su vez sacado por una decisión ministerial del cuerpo docente del cual es miembro; esa elección escapa a la publicidad y a la iniciativa del propio cuerpo docente, a fortiori del cuerpo de los aspirantes, y lo oculto de la decisión ministerial se propaga en lo oculto de la cooptación. En todo caso, el lugar de esa ocultación se puede localizar claramente: es uno de los puntos en que un poder no filosófico y no pedagógico interviene para determinar quién (y lo que) determinará de manera decisiva y absolutamente autoritaria el programa, los mecanismos de filtración y de codificación de toda la enseñanza. Cuando se piensa en la estructura centralista y militar de la Educación Nacional francesa, vemos cuáles movimientos del ejército se desencadenan en la universidad y en las editoriales (aquí, los mecanismos de conexión son un poco más complejos pero más reducidos) por la menor vibración de programadora. A partir del momento en que detenta tal poder, del ministerio, sin ninguna consulta del cuerpo docente como tal, el jurado o en general el aparato de control (aun si 75
es elegido, la mayoría de las veces no lo es más que en parte y toma en cuenta, de hecho, los resultados de concursos apreciados por un jurado nombrado) puede darse una representación teatral de su libertad o de su liberalismo. En realidad, experimenta, directamente o no, la coacción ideológica o política, el programa real del poder. Y, por tanto, tiende forzosamente a reproducirlo en lo esencial, reproduciendo sus condiciones de ejercicio y rechazando todo lo que se aparta de ese orden. Con el nombre de programa no señalo, por lo tanto, tan sólo el que parece caer del cielo todos los años, sino una poderosa máquina de complejos engranajes. Comprende cadenas de tradición o de repetición cuyos funcionamientos no son propios de tal o cual configuración histórica o ideológica particular, y que se perpetúan desde los inicios de la sofística y de la filosofía. No solamente como una especie de estructura fundamental y continua que soportara fenómenos o episodios singulares. De hecho, cada configuración determinada vuelve a cercar, a informar a emplear en su totalidad esa máquina profunda, ese programa fundamental. Una de las dificultades del análisis se debe a que la desconstrucción no debe, no puede seleccionar entre cadenas largas o poco móviles y cadenas cortas y pronto caducadas, sino exhibir esa lógica extraña mediante la cual, al menos en filosofía, los poderes múltiples de la máquina más vieja pueden siempre volver a ser cercados y explotados en una situación inédita. Es una dificultad pero también es lo que vuelve posible una desconstrucción sistemática preservándola del asombro em76
pirista. Y esos poderes no son solamente esquemas lógicos, retóricos, didácticos, ni siquiera esencialmente filosofemas sino también operadores socioculturales o institucionales, escenarios o trayectos de energía, conflictos de fuerza que utilizan toda ciase de representantes. Por tanto, naturalmente, cuando digo, según una fórmula trivial, que el poder controla el aparato de la enseñanza, no es ni para colocar al poder fuera del escenario pedagógico (se constituye en el interior como efecto de ese escenario mismo y cualquiera que sea la naturaleza política o ideológica del poder establecido en torno a él), ni para dar a pensar o a soñar una enseñanza sin poder, liberada de todo poder exterior o superior a ella o de sus propios efectos de poder. Esa sería una representación idealista o liberalista con la que se resigna eficazmente un cuerpo docente ciego al poder: aquél al cual está sometido, aquél del cual dispone en el lugar en que denuncia al poder. Este es bastante retorcido: deshacerse de su propio poder no es lo más fácil para un cuerpo docente, y el hecho de que eso ya no dependa de una “iniciativa” o de un “gesto”, de una “acción” (por ejemplo, política en el sentido codificado de esa palabra), pertenece quizás a esa estructura del cuerpo docente que deseo descomponer aquí. Por tanto, donde quiera que tiene lugar la enseñanza —y en la filosofía por excelencia— hay poderes, que representan fuerzas en lucha, fuerzas dominantes o dominadas, conflictos y contradicciones (lo que llamo efectos de diferencia) dentro de ese ámbito. Por eso es que un trabajo como el que em77
prendemos —he aquí una trivialidad que, como nos lo indica la experiencia, hay que recordar siempre—, implica por parte de todos aquellos que participan en él una definición de partido político, cualquiera que sea la complejidad de los relevos, de las afianzas y de los rodeos estratégicos (nuestro anteproyecto les dedica la mayor parte, pero sin embargo, habrá hecho huir a algunos “liberales”). Por lo tanto, no podría haber un cuerpo docente o un cuerpo de enseñanza (educador./.educando: ampliaremos la sintaxis de esa palabra, del cuerpo educando al cuerpo de los discípulos): homogéneo, idéntico a sí, suspendiendo en él las oposiciones que tendrían lugar afuera (por ejemplo las políticas), y defendiendo si llega el caso LA FILOSOFÍA EN GENERAL en contra de la agresión de lo no filosófico proveniente del exterior. Si hay, pues, una lucha en cuanto a la filosofía, no puede dejar de tener su lugar en el interior así como en el exterior de la “institución” filosófica. Y si hubiera algo amenazado que defender, eso también tendría lugar adentro y afuera, pues las fuerzas de afuera siempre tienen a sus aliados o representantes adentro. Y recíprocamente. Podría suceder que los “defensores” tradicionales de la filosofía, aquellos que nunca tienen la menor sospecha en cuanto a la “institución”, sean los agentes más activos de su descomposición, en el momento mismo en que se indignan ante los que claman contra la muerte–de–la–filosofía. Ninguna posibilidad queda excluida jamás en la combinatoria de las “alianzas objetivas” y a cada paso se cae en una trampa. 78
La defensa, el cuerpo, la repetición. La defensa de la enseñanza filosófica, el cuerpo docente (expuesto, lo veremos, como un simulacro de no–cuerpo reduciendo al no–cuerpo al cuerpo educando; o inversamente, lo que da lo mismo, cuerpo reduciendo otro cuerpo a no ser más que un cuerpo o un no–cuerpo, etcétera), la repetición: eso es lo que habría que reagrupar para mantenerlos juntos en su sistema y bajo observación si la tarea fuera aquí pensar con el conjunto y mantener bajo observación, es decir si aún se tuviera que enseñar. ¿Qué hay que? (cf. supra) (¿Qué le hace falta al aforismo para volverse docente? ¿Y si fuese a veces, el aforismo, la autoridad didáctica más violenta? ¿Como la elipsis, el fragmento, el “no digo casi nada y lo retiro en seguida” potencializando el dominio de todo el discurso retenido, inspeccionando de antemano todas las continuidades y todas las diligencias por venir?) Una de las razones por las cuales insisto en la función de repetidor que aquí me ocupa, es que si bien la palabra parece hoy día reservada a la Escuela Normal, con ese aire retrasado o desusado que sienta tan bien a toda la nobleza que se respeta, la función sigue estando por doquier activa hoy día. Es una de las más reveladoras y de las más esenciales de la institución filosófica. A este respecto, leeré un largo párrafo del libro de Canivez, Jules Lagneau, profesor y filósofo, Ensayo sobre la condición del profesor de filosofía hasta finales del sigla XIX, uno de los dos o tres libros que yo sepa que en Francia tratan directamente ciertos problemas históricos de la 79
institución filosófica. En él se trata un material indispensable: o sea que también se lee, se selecciona, se evalúa según el sistema de una filosofía, de una moral o de una ideología muy determinadas. Las estudiaremos aquí y trataremos de identificarlas no solamente en tal o cual profesión de fe declarada, sino en esas operaciones más ocultas, sutiles, aparentemente secundarias, que producen —o contribuyen poderosamente— el efecto tético de todo discurso; éste es por añadidura una tesis principal para el doctorado de Estado que milita por una especie de espiritualismo liberal, ecléctico por liberalismo, aun si sucede que condene el eclecticismo cousiniano. Pero sabemos que el eclecticismo no existe, al menos nunca como esa abertura que deja pasar todo. Su nombre lo indica, practica cada vez, abiertamente o no, filtración, selectividad, elección, elitismo y exclusión. El pasaje anunciado describe la enseñanza filosófica en el siglo XVIII, en Francia: No hay que olvidar que la instrucción se acompañaba de una educación de inspiración religiosa. La práctica pedagógica siempre está atrasada con respecto a las costumbres, sin duda porque la enseñanza es más retrospectiva que prospectiva. Interrumpo un momento mi lectura para un primer apartado. Si la “práctica pedagógica” “siempre está atrasada con respecto a las costumbres”, proposición que a este respecto descuida quizá cierta heterogeneidad de las relaciones pero que parece, globalmente, poco 80
discutible, esta estructura retrasada de la enseñanza siempre puede ser interrogada como repetición. Esto no exenta de ningún otro análisis específico pero evidencia un invariante estructural de la enseñanza. Procede de la estructura semiótica de la enseñanza, de la interpretación prácticamente semiótica de la relación pedagógica: la enseñanza entrega signos, el cuerpo docente produce (muestra y emite) señales, para ser más preciso significantes que suponen el conocimiento de un significado previo. Referido así, el significante es estructuralmente secundario. Toda universidad coloca al lenguaje en esa posición de retraso o de derivación con respecto al sentido o a la verdad. Que ahora se coloque el significante o más bien el significante de los significantes —en posición trascendental con respecto al sistema—, eso no cambia nada al asunto: se reproduce aquí, dándole un segundo soplo, la estructura docente de un lenguaje y el retraso semiótico de una didáctica. El saber y el poder permanecen en el principio. El cuerpo docente, como organon de repetición, tiene la edad y la historia del signo, vive de la creencia (¿qué es entonces la creencia en este caso y desde esta situación?) en el significado trascendental, revive más y mejor que nunca con la autoridad del significante de los significantes, por ejemplo del falo trascendental. Eso es tanto como recordar que una historia crítica y una transformación práctica de la “filosofía” (se puede decir aquí de la institución de la institución) tendrá, entre sus tareas, el análisis práctico (o sea efectivamente descomponente) del concepto de enseñanza como proceso de significancia).
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Después de este apartado, vuelvo a Canivez: La práctica pedagógica siempre está atrasada en relación a las costumbres, sin duda porque la enseñanza es más bien retrospectiva que prospectiva. En una sociedad cada vez más laicizada, los colegios mantenían una tradición en la que el catolicismo aparecía como una verdad intocable. Esa es una pedagogía que conviene a una monarquía de derecho divino, como lo escribe Vial (Tres siglos de enseñanza secundaria, 1936). Interrumpo una vez más la cita. La observación de Canivez, y a fortiori el texto de Diderot que va a seguir, muestra a las claras que el campo histórico y político no podría ser en ningún momento homogéneo. Una multiplicidad irreductible de conflictos entre fuerzas dominadas./.dominantes trabaja todo el campo pero también todo discurso sobre el mismo. Canivez toma partido (como Cousin) por el laicismo, observa también la contradicción entre una sociedad en vías de laicización y la práctica pedagógica que sobrevive en ella durante mucho tiempo. En esa misma época, Diderot entablaba con otros un combate que aún no termina; también recordaba el motivo político disimulado bajo lo religioso o confundido con él: Rollin, el famoso Rollin no tiene más objetivo que hacer curas o monjes, poetas u oradores: ¡de eso se trata, efectivamente! ... Se trata de dar al soberano sujetos activos y fieles, al imperio, ciudadanos útiles; a la sociedad particulares instruidos ho82
nestos e incluso amables; a la familia buenos esposos y buenos padres; a la república de las letras unos cuantos hombres de buen gusto y a la religión ministros edificantes y apacibles. No es esto un pequeño objetivo... (Plan de una universidad para el gobierno de Rusia, 1775-1776.) En la época en que Diderot escribe esto, el cuerpo de los profesores de filosofía dista mucho de ser, sin distinción y de manera homogénea, la representación servil de un poder político–religioso a su vez obsesionado por contradicciones. Ya en el siglo XVII, en los archivos de las deliberaciones de la universidad de París, hallamos acusaciones en contra de la independencia de ciertos profesores, por ejemplo, contra aquellos que pretendían enseñar en francés (problema muy importante que consideraremos más adelante). En 1737, recuerda todavía Canivez, se les ordena a los profesores dictar sus cursos. Por le demás, esa era una regla que se recordaba más que se instauraba. Dictar era sinónimo de enseñar. “Un regente podía decir que había ‘dictado’ durante diez años en tal colegio.” El “dictado” del curso repetía un contenido fijo y controlado, pero no se confundía con la “repetición” en el sentido estrecho que determinaremos en un momento. Al llegar a un colegio, el profesor debía someter el programa de su enseñanza a la jerarquía. Semejante “prolusión” tomaba a veces la forma de esas “lecciones inaugurales” que aún conocemos. A menudo también, de ahí la ventaja de un dictado más controlable, debía someter la totalidad de sus cuadernos de cursos. “Se había pasado insensiblemente de la lectura, estudio de un 83
texto y de su comentario, al curso dictado, a medida que el contacto con el texto se volvía más lejano. El curso había sido primero el resumen de la doctrina de Aristóteles o de un escolástico, acompañado de un compendio de su comentario, luego se había convertido en la clasificación de las opiniones medias relativas al contenido de las materias filosóficas explotado por la tradición. No es sino hasta el siglo XIX cuando los programas establecerán temas por aprender y ya no autores por estudiar.” En efecto, nos tocará ver lo que sucede en el siglo XIX a este respecto, pero no imaginemos que el paso a los temas transforma radicalmente el escenario pedagógico o que la supresión del “dictado” acaba con todo dictado. El programa de los temas (por “aprender” dice justamente Canivez), la lista de los autores y demás mecanismos eficaces que trataremos de analizar, están allí para pulir y perfeccionar el dictado, volverlo más clandestino y, en su operación, su origen, sus poderes, más misterioso. Canivez prosigue: “En la antigua perspectiva, no les pasaba por la mente a los profesores y a sus superiores que los cuadernos pudieran ser obra personal más que por su arreglo. Se ponía mayor atención en sus errores, sus torpezas, las novedades que contenían, provenientes del ambiente de la época, que en su originalidad versátil. El profesor es el transmisor fiel de una tradición y no el obrero de una filosofía en proceso de elaboración. Los regentes se traspasaban con frecuencia cuadernos que ya habían sido utilizados por sus predecesores, o que habían redactado en sus primeros años de ejercicio, desdeñando 84
ulteriormente las aportaciones recientes de la ciencia.” Aquél que Canivez llama “El obrero de una filosofía en proceso de elaboración”, al margen o fuera de la institución vigente de la filosofía, se entrega ya a una crítica precisa, aguda, del poder docente. En el caso de Condillac. Precede e inspira gran parte de los proyectos críticos y pedagógicos de los Ideólogos bajo la Revolución y después de ella. Nos tocará examinar todos los equívocos. Pero ya el final de su curso de estudios sobre la historia moderna, condena sin apelación la universidad filosófica, oponiéndole la creación de las academias científicas y lamentando que las universidades no sigan su progreso: “La manera de enseñar continúa bajo la influencia de siglos en que la ignorancia formó su plan: pues mucho dista que las universidades hayan seguido el progreso de las academias. Si bien la nueva filosofía comienza a introducirse en ellas, tiene muchas dificultades para establecerse; y además no se la deja entrar a menos que se ponga algunos andrajos de la escolástica. Se han creado para el adelanto de las ciencias, establecimientos a los que uno no puede más que aplaudir. Pero no se los hubiera creado sin duda, si las universidades hubieran sido capaces de cumplir ese cometido. Los vicios de los estudios parecen, pues, haber sido conocidos; sin embargo, no se les corrigió. No basta con crear buenos establecimientos: es necesario destruir los malos, o reformarlos siguiendo el plan de los buenos, o si es posible, uno mejor.” La contradicción intra–institucional es tal, que la defensa del cuerpo docente (universitario) (defensa 85
y cuerpo son palabras de Condillac, las subrayaré) no se efectúa contra “el–poder”, contra cierta fuerza en aquel entonces provisionalmente en el poder y ya desarticulada en su interior, sino contra otra institución en vías de formación o en vías de progreso, contra–establecimiento que representa otra fuerza con la cual “el–poder” debe contar y negociar, a saber las academias. Por otra parte, el abad de Condillac, preceptor del príncipe de Parma al cual se dirige aquí, condena esa universidad, penetrada de contrabando por la “nueva filosofía”; la condena como cuerpo, y cuerpo que se defiende, cuerpo cuyos miembros están sometidos a la unidad del cuerpo. Y ve en las escuelas confiadas a órdenes religiosas el agravamiento de ese fenómeno de cuerpo dogmático. No pretendo que la forma de enseñar sea tan viciosa como en el siglo XIII. Los escolásticos le han restado algunos defectos, pero insensiblemente y pese a ellos mismos. Entregados a su rutina, se aferran a lo que aún conservan; y con la misma pasión se aferraron a lo que han abandonado. Libraron combates por no perder: librarán otros para defender lo que no han perdido. No se dan cuenta del terreno que han tenido que abandonar: no prevén que se verán obligados a abandonar otros: y aquél que defiende pertinazmente el resto de los abusos que subsisten en las escuelas, habría defendido con la misma porfía cosas que condena hoy día, si le hubiera tocado vivir dos siglos antes. Las universidades son viejas y tienen los de86
fectos de la edad: quiero decir que están poco hechas para corregirse. ¿Se puede acaso suponer que los profesores renunciarán a lo que creen saber, para aprender lo que ignoran? ¿Confesarán acaso que sus lecciones no enseñan nada o que sólo enseñan cosas inútiles? No: pero como los alumnos, siguen yendo a la escuela para cumplir un deber. Si les da de que vivir, eso les basta; como también les basta a los discípulos, si consume el tiempo de su infancia y de su juventud. La consideración de que gozan las academias es un estímulo para ellas. Además los miembros, libres e independientes, no se han obligado a seguir ciegamente las máximas y prejuicios de su cuerpo. Si los ancianos sostienen antiguas opiniones, los jóvenes tienen la ambición de pensar mejor; y son siempre ellos los que llevan a cabo en las academias las revoluciones más ventajosas para el progreso de las ciencias. Las universidades han perdido mucho de su consideración, la emulación se pierde todos los días. Un profesor meritorio, se asquea cuando se ve confundido con pedantes que el público desprecia, y cuando se da cuenta de lo que habría que hacer para distinguirse, juzga imprudente intentarlo. No se atrevería a cambiar por completo todo el plan de estudios, y si quiere aventurar sólo algunos cambios menores, se ve obligado a tomar las mayores precauciones. Si las universidades tienen estos defectos, ¿qué será de las escuelas confiadas a órdenes religiosas, o sea a cuerpos que tienen una manera de pensar a la que todos los miembros están obligados a someterse? 87
No cité este largo texto para jugar con su actualidad; ni tan sólo para tomar nota de todas las líneas de separación que siempre, y siempre de modo específico, dividen un ámbito de lucha incesante en cuanto a la institución filosófica. Pero también para anticipar un poco. Condillac se opone a una institución a partir de otra institución, de otro lugar institucional (las academias), y lo hace en nombre de una filosofía que inspirará masivamente los proyectos pedagógico–filosóficos de la Revolución y de la posrevolución (el episodio propiamente revolucionario, lo veremos reducirse a casi nada). Se tratará, pues, de un planteamiento central, visible o disimulado, de toda la historia político–pedagógica desde el siglo XIX hasta nuestros días. Pronto emprenderemos directamente su análisis. De aspecto revolucionario o progresista para cierto cuerpo docente, el discurso de Condillac representa ya otro cuerpo docente en formación, una ideología (ideológica) a punto de convertirse en como se dice dominante, prometida a su vez a reveses ambiguos, a toda una historia compleja y diferenciada, desempeñando a la vez el papel de freno y de motor para la crítica filosófica. En sus líneas más formales, este esquema también es actual. Para no retener hoy día más que un signo de esta ambigüedad, no olvidemos que esta crítica, a la vez que sostiene el progreso de las academias modernas, pertenece a la relación pedagógica de un preceptor con un príncipe. Y, rasgo más duradero, reproduce un ideal de autopedagogía para un cuerpo virgen, ideal que sostiene una poderosa tradición pedagógica y halla su forma ideal, precisamente, en la 88
enseñanza de la filosofía: figura del hombre joven que, a una edad muy determinada, cuando ya está totalmente formado, y no obstante virgen todavía, se enseña a sí mismo, naturalmente, la filosofía. El cuerpo del maestro (profesor, intercesor, preceptor, partero, repetidor) sólo está allí durante el tiempo de su propia desaparición, siempre retirándose, cuerpo de un mediador simulando su desaparición en la relación consigo mismo del príncipe, o en provecho de otro cuerpo esencial del cual se hablará más tarde. A vos, Monseñor, os toca en adelante instruiros solo. Ya os he preparado para ello y aun acostumbrado. Ha llegado la hora en que se decidirá lo que vos seréis algún día: pues la mejor educación no es la que debemos a nuestros preceptores; es la que nos damos a nosotros mismos. Os imagináis quizá haber terminado; pero soy yo, Monseñor, quien he terminado: y vos tenéis que volver a empezar. El repetidor se esfuma, repite su esfumación, lo señala fingiendo dejar al discípulo príncipe —que debe volver a empezar a su vez—, reengendrar espontáneamente el ciclo de la paideia, dejarlo más bien engendrarse principalmente como autoenciclopedia. Detrás de la “repetición” en el sentido estrecho, aquella que considera por ejemplo Canivez, siempre hay una escena de repetición análoga a la que quise indicar de esa referencia a Condillac. Canivez lamenta que la repetición y el repetidor falten cada vez más en la enseñanza actual. Durante un análisis histórico, de aspecto descriptivo y neutro, añade, como 89
de paso, una apreciación personal que, junto con tantas otras observaciones de este tipo, constituye el sistema ético–político–pedagógico de la tesis. “Al ejercicio fundamental que es el curso se añadía en primer lugar la repetición. Se evitaba el estudio solitario; el profesor, el repetidor o un buen alumno, el decurión, revisaba el curso con el auditor, corregía sus errores, le explicaba los pasajes difíciles. Era el momento de un intercambio personal entre ellos y particularmente fructuoso cuando su virtud se salvaguardaba y no se tornaba en un aprendizaje de memoria o a una interrogación disciplinaria. Es uno de los ejercicios que más faltan en la enseñanza actual.” Y después del examen de una disertación de la universidad de Douai (1750), he aquí, en el muy conocido estilo de los informes: “Los ejercicios de los bachilleres de nuestros tiempos no son mejores; tan sólo son más vagos y menos estructurados.” El repetidor o la repetición en el sentido estrecho tan sólo vienen a representar y determinar una repetición general que abarca todo el sistema. El curso, el “ejercicio fundamental”, ya es una repetición, el dictado de un texto dado o recibido, etcétera. Ya está repetido siempre por un profesor ante jóvenes de una edad determinada (preciso aquí que esta cuestión de la edad, que me parece captar en ella todas las determinaciones, digamos para ir de prisa, psicoanalíticas y políticas de la enseñanza filosófica, me servirá constantemente de hilo conductor durante las próximas sesiones), por un profesor, hombre, esto es obvio, soltero de preferencia. La regla del celibato eclesiástico, otro indicio de la escena sexual que 90
nos interesará, se había mantenido, más o menos apremiante, a pesar de la secularización de la cultura y como saben ustedes había sido restablecida por Napoleón. (“No habrá Estado político, fijo, si no hay un cuerpo docente con principios fijos. (...) Habría un cuerpo docente, si todos los directores, censores y profesores del Imperio tuviesen uno o varios jefes, como los jesuitas tenían un general, unos provinciales; (...) Si se juzgare que fuese importante que los funcionarios y profesores de liceo no estuviesen casados, se podría llegar a ese estado de cosas fácilmente y en poco tiempo ( . . . ) , e l modo de obviar todos los inconvenientes sería hacer una ley del celibato para todos los miembros del cuerpo docente, salvo para los profesores de las escuelas especiales y de los liceos y para los inspectores. El matrimonio en esos puestos no presenta ningún inconveniente. Pero los directores y maestros de estudio de los colegios no podrían casarse sin renunciar a su plaza. (...) Sin estar vinculado por votos, el cuerpo docente sería igual de religioso.” (Instrucciones a Fourcroy.)) Esta repetición general (así representada por el maestro de estudio o el cuerpo más avanzado de un ex alumno), la volveremos a encontrar en el espíritu que define la función que me ocupa aquí, en este lugar que no es indiferente. El agrégé repetidor fue en primer lugar, sigue siéndolo ahora en ciertos aspectos, un alumno que se quedó en la Escuela después del examen de oposición para ayudar a los demás alumnos, haciéndoles repetir, a preparar los exámenes y concursos, por ejercicios, consejos, una especie de asistencia; asiste a la vez a los profesores 91
y a los alumnos. En este sentido, enteramente absorto en su función de mediador dentro de la repetición general, también es el que instruye por excelencia. Como en los colegios de jesuitas, es en principio un buen alumno que ha dado prueba de sus aptitudes y que se queda, con la condición de ser soltero, interno de la Escuela durante unos cuantos años, tres o cuatro a lo sumo, comenzando a preparar su propia habilitación (su tesis) para tener acceso al cuerpo superior de la enseñanza. Esta era, muy estrictamente la definición del agrégé–repetidor cuando yo mismo era alumno de esta casa. Esta definición no ha caducado del todo. Sin embargo, una complicación la afectó un poco, cuando hace unos quince años, el compromiso entre dos necesidades antagonistas creo en Francia el cuerpo de los maestros adjuntos: funcionarios con cierta seguridad (con ciertas condiciones) de su estabilidad en la enseñanza superior pero sin título ni poder magisterial. Promovidos con bastante regularidad al rango de maestros–adjuntos, los agrégés–repetidores tienden a sedentarizarse en la Escuela, se les autoriza a dar cursos y a animar un seminario siempre que sigan asumiendo los cargos del agrégé–repetidor. Ya no viven forzosamente en la escuela, se casan con más frecuencia, lo cual, asociado a otras transformaciones, cambia la naturaleza de su relación con los alumnos. No es nada fortuito, esto es a lo que quería llegar con ese indicio, el hecho de que la crítica de la institución universitaria sea muy a menudo (todo esto no tiene más que valor estadístico, tendencial, típico) la iniciativa de maestros–adjuntos, o sea de sujetos 92
que, bloqueados o subordinados por el aparato, ya no tienen simplemente interés en conservarlo, como los profesores del más alto rango, ni inseguridad o represalias masivas que temer, distintos en ello a los adjuntos que son dependientes y solicitantes puesto que pueden perder su puesto en cualquier momento. El esquema es por lo menos análogo en la enseñanza secundaria (un cuerpo superior de titulares, un cuerpo inferior de titulares y un cuerpo de no titulares). El maestro–adjunto traduce una contradicción y una brecha del sistema. En lugares así es donde un frente tiene siempre las mayores oportunidades de instalarse. Y en el análisis que el GREPH debería proseguir incesantemente en cuanto a su propia posibilidad o su propia necesidad, en cuanto a sus límites también, tendrá que tomar en cuenta entre otras cosas, esas leyes y esos tipos. Quería tan sólo anunciarlo con un indicio. Aquí no es, pues, un lugar neutral e indiferente. Además de lo que acabo de recordar, este lugar se transforma y se disloca. El hecho de que la mayoría de ustedes no pertenezca a la Escuela Normal Superior e incluso, si no me equivoco, se considere bastante poco apegada a ella (conformémonos con este eufemismo), constituye un primer signo, visible aquí, pues, en una sala de cine o de teatro apenas transformada en salón de seminario, aquí, en la Escuela Normal Superior que se transforma resistiendo a su propia transformación, aquí en el lugar en que yo, este cuerpo docente que llamo mío, —topos muy determinado en el cuerpo que se supone enseña la filosofía en Francia, hoy día, yo enseño. 93
En una especie de contrabando entre la agrégation y el GREPH. Digo que sólo voy a hacer propuestas siempre sometidas a la discusión, que voy a plantear preguntas, por ejemplo esta que, aparentemente por mi propia iniciativa, puse hoy en el programa, a saber: “¿Qué es un cuerpo docente?” Naturalmente, todo el mundo puede interrumpirme, hacer sus “propias” preguntas, desplazar o anular las mías, lo pido incluso con una sinceridad poco fingida. Pero todo parece organizado para que yo conserve la iniciativa que tomé o que me hice otorgar, que no pude tomar más que plegándome a mi vez a cierto número de exigencias normativas complejas y sistemáticas de un cuerpo docente autorizado, por la representación estatal, a otorgar el derecho y los medios de esa iniciativa. En realidad el contrato al cual me refiero es aún más complicado, pero también estipula que me dé prisa. Cuando digo que planteo preguntas, finjo no decir nada que sea una tesis. Finjo plantear algo que en el fondo no se plantearía. Como la pregunta no es una tesis —eso es lo que se cree— no plantearía, no impondría, no supondría nada. Esta supuesta neutralidad, la apariencia no tética de una pregunta que se plantea sin ni siquiera parecer plantearse, eso es lo que construye el cuerpo docente. Como se sabe, no hay pregunta (la más escueta, la más formal, la forma interrogante misma: ¿qué es? ¿Quién? ¿Qué? etcétera: reconoceremos en ello la próxima vez el recurso de los recursos para la implantación y para la contra–implantación institu94
cional) que no esté obligada por un programa, informada por un sistema de fuerzas, cercada por una batería de formas determinantes, seleccionantes, acribillantes. La pregunta siempre está planteada (determinada) por alguien que, en un momento dado, en una lengua, en un lugar, etcétera, representa un programa y una estrategia (por definición inaccesible a un control individual y consciente, representable). Cada vez que la enseñanza de la filosofía está “amenazada” en este país, sus “defensores” tradicionales advierten, para convencer o disuadir tranquilizando: cuidado, van ustedes a atacar la posibilidad de un enjuiciamiento limpio, libre, neutral, objetivo, etcétera. Argumento sin fuerza ni pertinencia que, no nos sorprendamos de ello, jamás ha tranquilizado, jamás ha convencido, jamás ha disuadido. Heme aquí, yo soy el cuerpo docente. Yo —¿pero quién?— represento un cuerpo docente, aquí, en mi lugar, que no es indiferente. ¿En qué es un cuerpo glorioso? Mi cuerpo es glorioso, concentra toda la luz. En primer lugar la del proyector que está encima mío. Además irradia y atrae hacia él todas las miradas. Pero también es glorioso en tanto que ya no es simplemente un cuerpo. Se sublima en la representación de otro cuerpo, al menos, el cuerpo docente del cual debería ser a la vez una parte y el todo, un miembro que permite ver el ensamblado del cuerpo; que a su vez se produce esfumándose como la representación apenas visible, transparente, del cor95
pus filosófico y del corpus sociopolítico, sin jamás exhibir el contrato entre esos cuerpos en el escenario. De esta esfumación gloriosa, de la gloria de esta esfumación se obtiene una ganancia, siempre, de la cual queda por saber por qué, por quién, con miras a qué. La cuenta siempre es más difícil de lo que se cree, dado el carácter errático de cierto remanente. Y lo mismo sucede con todas las ganancias suplementarias obtenidas de la articulación misma de esos cálculos, por ejemplo aquí, hoy día, por quien dice: “Yo —¿pero quién?— represento un cuerpo docente.” Su cuerpo se vuelve docente cuando, lugar de convergencia y de fascinación, se vuelve más que un centro. Más que un centro: un centro, un cuerpo en el centro de un espacio se expone por todos los lados, pone al desnudo su espalda, se deja ver por aquel a quien él hoy no ve. En cambio, la excentricidad del cuerpo docente, en la topología tradicional, permite simultáneamente la vigilancia sinóptica que abarca con su mirada el ámbito del cuerpo enseñado —del cual cada parte es tomada en la masa y siempre rodeada— y el retiro, la reserva del cuerpo que no se entrega, ofreciéndose tan sólo de un lado a la mirada que sin embargo, moviliza por toda su superficie. Esto es bien conocido, no insistamos. El cuerpo no se vuelve docente y no ejerce lo que se llamará, con riesgo de complicar las cosas más tarde, su dominio y su magistralidad, más que jugando 96
con una esfumación estratificada: delante (o detrás) del cuerpo docente global, delante (o detrás) del corpus enseñado (aquí en el sentido de cor pus filosófico), delante (o detrás) del cuerpo sociopolítico. Y no comprendemos primero lo que es un cuerpo para luego saber lo que pasa con sus esfumaciones, sumisiones y neutralizaciones con efectos de dominio: lo que un filósofo aún llamaría el ser o la esencia del cuerpo llamado “propio” (respuesta a la pregunta “¿qué es un cuerpo?”) llegará quizás a sí mismo (o sea a otra cosa) desde esa economía de la esfumación. Esa captación por esfumación, esa neutralización fascinante tiene cada vez la forma de una cadaverización de mi cuerpo. Mi cuerpo sólo fascina cuando juega al muerto, en el momento en que al hacerse el muerto, adquiere la rigidez del cadáver: tenso pero sin fuerza propia. Sin disponer de su vida sino tan sólo de una delegación de vida. A semejante escena de seducción cadaverizante, no la nombro simulacro de esfumación en virtud de una equivalencia vaga de la negatividad de la muerte con la de una eliminación de escritura. La esfumación, aquí, es efectivamente, por una parte, la erosión de un texto, de una superficie y de sus marcas textuales. Esta erosión es el efecto de una represión y de una inhibición, de una agitación reactiva. Lo filosófico como tal siempre procede a ello. Por otra parte y al mismo tiempo, la esfumación hace desaparecer, por aniquilación sublime, los rasgos determinados de un facies, y de todo lo que en el rostro no se reduce a vocablo y a lo audible. 97
Por lo tanto, todas las retóricas de esa esfumación cadavérisant son relaciones de cuerpo a cuerpo. Los efectos de cuerpo de los cuales juego yo —pero entiéndase bien que cuando yo digo yo, ya no saben ustedes quién habla y a qué remite yo, si hay o no firma de docente, puesto que también pretendo describir en términos de esencia la operación del cuerpo anónimo en tránsito docente— fingen suponer o hacen creer que mi cuerpo no tiene nada que ver: no existiría, no estaría allí más que para representar, significar, enseñar, entregar los signos de otros dos cuerpos por lo menos. Los cuales* APÉNDICE
Groupe losophique, El
de
Recherches
sur
l’Enseignement
Phi-
(Grupo de Investigaciones sobre la Enseñanza Filosófica), se constituyó durante una primera asamblea general el 15 de enero de 1975. Desde el año anterior, se habían llevado a cabo reuniones preparatorias. Durante la sesión del 16 de abril de 1974, un grupo de unos treinta profesores y estudiantes habían adoptado por unanimidad el Anteproyecto siguiente. Este documento, a propósito abierto al más amplio consenso, acompañó la invitación a la primera asamblea constituyente, invitación dirigida al mayor número de alumnos, maestros de secundaria y de universidad, estudiantes (disciplina filosófica o no filosófica, en París y en provincias). GREPH
* Sic. Así acaba el artículo de Derrida en la edición impresa. Quizá no se trate de un error. Basta recordar la “guillotina” con que estaba encuadrado este fragmento (p. 57) (N del E. digital) 98
ANTEPROYECTO PARA LA CONSTITUCIÓN DE UN GRUPO DE INVESTIGACIONES SOBRE LA ENSEÑANZA FILOSÓFICA
De los trabajos preliminares que lo han evidenciado, hoy día resulta posible y necesario organizar un conjunto de investigaciones sobre lo que relaciona la filosofía con su enseñanza. Estas investigaciones, que deberían tener un alcance crítico y práctico, intentarían, en una primera fase, responder a ciertas preguntas. Esas preguntas las definimos aquí, a título de adelanto aproximativo por referencia a nociones comunes sometidas a la discusión. El GREPH sería, por lo menos, un lugar que volvería posible la organización coherente, duradera y pertinente de semejante discusión.
1. ¿Cuál es el vínculo de la filosofía con la enseñanza en general? ¿Qué es enseñar en general? ¿Qué es enseñar para la filosofía? ¿Qué es enseñar la filosofía? ¿En qué la enseñanza (categoría que hay que analizar en la red de lo pedagógico, lo didáctico, lo doctrinal, lo disciplinario, etcétera) sería esencial para la operación filosófica? ¿Cómo se constituyó y diferenció esta indisociabilidad esencial de lo didáctico– filosófico? ¿Es acaso posible, y con qué condiciones, proponer una historia general, crítica y transformadora? Estas preguntas son de una gran generalidad teórica. Requieren evidentemente ser elaboradas. Ese sería precisamente el primer trabajo del GREPH. 99
En la abertura de esas preguntas, sería posible —digámoslo solamente por ejemplo y a título muy vagamente indicativo— estudiar tanto a) modelos de operaciones didácticas legibles, con su retórica, su lógica, su psicología, etcétera, dentro de discursos escritos (desde los Diálogos de Platón, por ejemplo, las Meditaciones de Descartes, la Ética de Spinoza, La Enciclopedia o Las Lecciones de Hegel, etcétera, hasta todas las obras llamadas filosóficas de la modernidad), como b) prácticas pedagógicas administradas según reglas en lugares fijos, en establecimientos privados o públicos desde la Sofística, por ejemplo, la quaestio y la disputatio de la Escolástica, etcétera, hasta los cursos y demás actividades pedagógicas instituidas hoy día en los colegios, liceos, escuelas, universidades, etcétera. ¿Cuáles son las formas y las normas de esas prácticas? ¿Cuáles son sus efectos buscados y los efectos obtenidos? Aquí se estudiaría, por ejemplo: el “diálogo”, la mayéutica, la relación maestro./.discípulo, la pregunta, la interrogación, la prueba, el examen, el concurso, la inspección, la publicación, los marcos y los programas del discurso, la disertación, la exposición, la lección, la tesis, los procedimientos de la verificación y del control, la repetición, etcétera. Esos diferentes tipos de problemáticas deberían articularse conjuntamente del modo más riguroso posible.
2. ¿Cómo se inscribe la didáctica–filosófica en los ámbitos llamados social, económico?
pulsional,
100
histórico,
político,
¿Cómo se inscribe en ellos, o sea cómo opera y se representa ella misma su inscripción y cómo está inscrita en su representación misma? ¿Cuál es la “lógica general” y cuáles son los modos específicos de esa inscripción? ¿de su normatividad normalizante y de su normatividad normalizada? Por ejemplo, la Academia, el Liceo, la Sorbona, los preceptorados de toda clase, las universidades o escuelas reales, imperiales o republicanas de los tiempos modernos prescriben, según vías determinadas y diferenciadas, al mismo tiempo que una pedagogía indisociable de una filosofía, un sistema moral y político que forma a la vez el objeto y la estructura en acto de la pedagogía. ¿Qué pasa con ese efecto pedagógico? ¿Cómo de–limitarlo teórica y prácticamente? Una vez más, estas preguntas indicativas son demasiado generales. Están sobre todo formuladas, a propósito, según representaciones corrientes y, por lo tanto, requieren ser precisadas, diferenciadas, criticadas, transformadas. En efecto, podrían dejar creer que se trata esencialmente, incluso únicamente, de construir una especie de “teoría crítica de la doctrinalidad o de la disciplina filosófica”, o de reproducir el debate tradicional que la filosofía ha abierto regularmente acerca de su “crisis”. Esta “reproducción” será también uno de los objetos del trabajo. De hecho, el GREPH debería participar en la analítica transformadora de una situación “presente”, interrogándose en ella, analizándose en ella y desplazándose desde lo que, en esa “situación”, lo vuelve posible y necesario. Por tanto, las preguntas pre101
cedentes deberían trabajarse sin cesar a partir de esas motivaciones prácticas. Así, sin excluir nunca el alcance de esos problemas fuera de Francia, se insistiría primero masivamente en las condiciones de la enseñanza filosófica “aquí–ahora”, en la Francia de hoy día. Y en su urgencia concreta, en la violencia más o menos disimulada de sus contradicciones, el “aquí–ahora” no sería ya simplemente un objeto filosófico. Esto no es una restricción del programa, sino la condición de un trabajo del GREPH en su propio ámbito práctico y con respecto a las siguientes preguntas:
1. ¿Cuáles son las condiciones históricas pasadas y presentes de este sistema de enseñanza? ¿Qué ocurre con su poder? ¿Qué fuerzas se lo dan? ¿Qué fuerzas lo limitan? ¿Qué ocurre con su legislación, con su código jurídico y con su código tradicional? ¿Con sus normas exteriores e interiores? ¿Con su ámbito social y político? ¿Con su relación con otras enseñanzas (histórica, literaria, estética, religiosa, científica por ejemplo), con otras prácticas discursivas institucionalizadas (el psicoanálisis en general, el psicoanálisis llamado didáctico en particular —por ejemplo—, etcétera)? ¿Cuál es, desde esos diferentes puntos de vista, la especificidad de la operación didáctica–filosófica? Se puede acaso producir, analizar, poner a prueba leyes sobre objetos tales como —una vez más no son más que indicaciones empíricamente acumuladas— por ejemplo: el papel de los Ideólogos o de un Víctor Cousin, de su filosofía o de sus intervenciones políticas en la universidad francesa, la constitución de 102
la clase de filosofía, la evolución de la figura del profesor–de–filosofía desde el siglo XIX, en el liceo, en la clase que prepara a la Escuela Normal Superior, en las escuelas normales, en la universidad, en el Colegio de Francia; el lugar del discípulo, del alumno, del candidato; la historia y el funcionamiento:
a) de los programas de exámenes y de concursos, de la forma de sus pruebas (los autores presentes y los autores excluidos, la organización de los títulos, temas y problemas, etcétera);
b) de los jurados, de la inspección general, de los comités consultivos, etcétera;
c) de las formas y normas de apreciación o de sanción (las calificaciones, la clasificación, la anotación, los informes de concurso, de examen, de tesis, etcétera);
d) de los organismos llamados de investigación (CNRS, Fundación Thiers, etcétera);
e) de
los instrumentos de trabajo (bibliotecas, textos escogidos, manuales de historia de la filosofía o de filosofía general (sus relaciones con el sector comercial de la edición por una parte, con las instancias responsables de la instrucción pública o de la educación nacional por otra);
f) de los lugares de trabajo (estructura topológica de la clase, del seminario, de la sala de conferencias, etcétera);
g) del reclutamiento de los profesores y de su jerarquía profesional (el origen social y las posturas políticas de los alumnos, de los estudiantes, de los profesores, etcétera).
2. ¿Qué es lo que está en juego en las luchas den103
tro y en torno a la enseñanza filosófica, hoy día, en Francia? El análisis de ese ámbito conflictual implica una interpretación de la filosofía en general y, por consiguiente, definiciones. Exige, por lo tanto, acciones. El GREPH podría ser, por lo menos en una primera fase, el lugar definido y organizado en que:
a) esas definiciones se declararían y se debatirían a partir de un trabajo real de información y de crítica; b) esas acciones se emprenderían y explicarían según modalidades que serían determinadas por los que participen en la investigación. Resultarán necesarios divergencias o conflictos dentro del GREPH. Por tanto, la regla que parecería imponerse en un principio es la siguiente: Que las definiciones y eventualmente los desacuerdos puedan formularse libremente y que las decisiones se tomen según modalidades que decidirá la mayoría de los que participan efectivamente en el trabajo. Este contrato sería una condición mínima de existencia. En la medida por lo menos en que el objeto de este trabajo no puede localizarse más que en el espacio filosófico y universitario, hay que admitir que la práctica del grupo, en esa medida al menos, sigue competiendo a la crítica filosófica. Excluye, por consiguiente, en esa medida los dogmatismos y los confusionismos, el oscurantismo y el conservadurismo en sus dos formas cómplices y complementarias: la habladuría académica y el verbalismo anti–universitario. En esta medida, por cierto, pero tan sólo en esta medida, el GREPH procede, para delimitarlo, a partir de cierta interioridad de la universidad filoso104
fica. No puede ni quiere negarlo, viendo en ello por el contrario una condición de eficacia y de pertinencia. ¿Cómo organizará el GREPH su trabajo? He aquí algunas propuestas iniciales, también sometidas a la discusión y a la transformación. Desde la reapertura del año universitario 1974– 1975 y regularmente después, se llevarán a cabo debates generales para preparar, luego para discutir y desarrollar los trabajos por venir o los trabajos en curso. Se constituirán grupos especializados, más o menos numerosos al principio. Esto no excluye en absoluto la participación individual de investigadores aislados. Desde ahora, el GREPH solicita a todos aquellos, en particular a los alumnos, profesores y estudiantes de filosofía que quisieran participar en estas investigaciones (o simplemente mantenerse al tanto de ellas), darse a conocer y definir sus proyectos, sus proposiciones o contra–proposiciones. Un secretario se esforzará por asegurar un trabajo de coordinación y de información. Sería deseable, en particular, que el GREPH mantenga relaciones regulares y organizadas con todos aquellos, individuos o grupos que, en los liceos, las escuelas normales o las universidades, en las organizaciones profesionales, sindicales o políticas, se sientan vinculados a estos proyectos. Todos los trabajos y todas las intervenciones del GREPH se difundirán: por lo menos en una primera fase, entre todos los participantes y todos aquellos que lo soliciten, luego, por lo menos parcialmente y según modalidades por prever, por vía de publica105
ción (colectiva o individual, firmada o sin firma). Por esta razón, es deseable que, cualquiera que sea el objeto (investigación elaborada, documentación global o fragmentaria, información bibliográfica o factual, preguntas, críticas, propuestas diversas), las comunicaciones dentro del GREPH tomen, cuando sea posible, una forma escrita (de preferencia mecanografiada) y fácilmente reproducible. Pueden dirigirse desde ahora (en espera de la elección de un secretariado al reiniciarse las clases) al secretariado provisional del GREPH, c/o J. Derrida, 45 rué d’Ulm, 75005 París. (Este anteproyecto fue aprobado por unanimidad durante la sesión preparatoria del 16 de abril de 1974). Durante la primera asamblea general, el GREPH definió sus modos de funcionamiento (estatutos). He aquí algunos extractos:
MODOS DE FUNCIONAMIENTO DEL GREPH (estatutos) El GREPH, constituido el 15 de enero de 1975, se da por objetivo organizar un conjunto de investigaciones acerca de las relaciones que existen entre la filosofía y su enseñanza. Con el fin de suprimir cualquier ambigüedad, precisamos que: —No pensamos que la reflexión acerca de la enseñanza de la filosofía sea separable del análisis de las condiciones y de las funciones históricas y políticas del sistema de enseñanza en general.
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—Puesto que no existen investigaciones teóricas que no tengan implicaciones prácticas y políticas, el GREPH también será un lugar en que las posturas frente a la institución universitaria serán debatidas y se emprenderán acciones a partir de un trabajo real de información y de crítica, —En la medida al menos en que el objetivo de nuestro trabajo no puede localizarse más que en el interior de la institución universitaria, hay que admitir que la práctica del grupo compete todavía a la critica filosófica y que el GREPH se instituye a partir del interior de la universidad filosófica. Pero este punto de partida y esta localización inmediata no pueden ni deben limitar el ámbito teórico y práctico del GREPH. Surgirán forzosamente divergencias o conflictos. El GREPH parece tener que imponerse como regla que las posturas y los desacuerdos puedan formularse claramente y que las decisiones se tomen según modalidades que decidirá la mayoría de sus miembros. Proponemos como base de adhesión al GREPH el reconocimiento de las orientaciones mínimas definidas así y de la estructura de funcionamiento propuesta más adelante. Desde un punto de vista practico, se reconocerá como miembro del GREPH a toda persona que se dé a conocer llenando una solicitud escrita de suscripción al boletín interior del GREPH y que haya recibido confirmación del registro de dicha solicitud.1 En caso de que la suscripción al boletín del GREPH sea solicitada por una colectividad, se podrá pedir a esa co1
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A partir de esta fecha, el GREPH constituye grupos de trabajo y de acción, en París y en provincias, define posiciones y entabla luchas coordinadas. Todas las informaciones disponibles a este respecto se recopilan en un boletín interior dirigido a quien haga la solicitud al secretariado. Hasta el mes de octubre de 1975, fecha en la que se propondrán nuevos estatutos2 con miras a una mayor y más efectiva descentralización (creación de grupos autónomos y confederados en donde sea posible, definición de una nueva fase de trabajo y de lucha, etcétera), las solicitudes de información o las adhesiones deberán dirigirse, así como toda correspondencia, a la dirección provisional del secretariado, 45, rué d’Ulm, 75005 París.3
lectividad la lista de sus miembros que desean afiliarse al GREPH. 2
Los nuevos estatutos fueron votados desde entonces.
Un año después de publicadas estas Políticas de la filosofía, el GREPH publicó Qui a peur de la philosopbie? (París, 1977) donde, además de su anteproyecto, la descripción de su funcionamiento y su exposición de motivos, se incluyen trabajos sobre “la edad de la filosofía”, “la filosofía desclasada”, “la carga del discípulo” y los trayectos propiamente dichos del GREPH. [Ed.] 3
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IV. ESTIMA Michel Serres
DESDE HACE unos veinte años, todos somos neoleibnizianos. La ola había subido a lo largo del siglo XIX. El combinador (combinateur) se hallaba por doquier: en lógica, en álgebra, en química; el teórico de las comunicaciones, en la tecnología de la transmisión de las señales, en cibernética; el antinewtoniano en mecánica relativista; el filósofo de la fuerza y de la energía, en la nueva dinámica. No hablo aquí más que de los casos en que los instauradores de lo nuevo designaron expresamente a Leibniz como predecesor. Hacia la segunda Guerra Mundial, esta ola rozaba el umbral de los sistemas vivientes, en que los genetistas formaban un organón del alfabeto, de la codificación, de los arreglos y de las traducciones. Era, en el estado de reanudación, el arte combinatorio y el sistema de la comunicación de las substancias, desplazadas o vueltas a trabajar. Ahora bien, al mismo tiempo, lo que se comenzaba a llamar las ciencias humanas, cobraba, globalmente, el mismo gesto. En el balance general, eso formaba, como se dice ahora, un paradigma. Súbitamente, y eso fue en un momento muy sensible, los investigadores separados se comprendían entre sí. La vieja torre de Babel se tornaba en la república. Una lengua común se ponía a circular. Sigue circulando. 109
A las ciencias humanas les ocurrió toda una serie de venturas que nadie se hubiera atrevido a prever. Se hallaban interrumpidas de improviso por métodos que daban pruebas brillantes de sus aptitudes en campos reconocidos por la tradición con el nombre auténtico de ciencias. Y esto, casi a la vez. Disciplinas tan diversas como la historia de las religiones, la etnología, la lingüística o la interpretación de los textos se sometían a estrategias compatibles con objetos que no solían ser de su incumbencia: el tratamiento por subconjuntos, la evidenciación de elementos, el
reconocimiento de operaciones simples y generales, un álgebra combinatoria, la construcción de modelos y la demostración de invariancias o de estabilidades por la variación de los modelos. Seis gestos fundamentales que se solía ver realizados cotidianamente por algebristas, aun por físicos, químicos o bioquímicos, y que practicábamos sin dificultad en un campo en que nuestros padres habían predicho que nunca se instauraría un saber riguroso. Es que ellos estaban bloqueados por las ideas fijas de la medida y de la cantidad. Como si el acceso a la exactitud estuviera condicionado en primer lugar por la evaluación de una balanza o de una regla, y no por las permutaciones de notas cualesquiera y las invariancias formales. La métrica siempre es secundaria: Leibniz remplazaba a Comte, y el positivismo se derrumbaba. Obteníamos resultados en los lugares en que nuestros predecesores firmaban impresiones. El humanismo subjetivista se vaciaba de su aspecto patético, porque el sujeto de la observación retrocedía indefinidamente detrás del combinador, y el cogito carte110
siano o trascendental detrás del atomismo descriptivo. Más aún que Leibniz, eran quizá Epicuro y Lucrecio los que rehabitaban el terreno. Que nadie se engañe. Esto es una adquisición definitiva y ya no podrá equivocarse el camino. Se trata, para ser exactos, de la formación de las ciencias humanas por interferencias complejas y cruzadas con un saber antiguamente prejuzgado de otro orden. El hecho de que haya tenido lugar entre la neblina de las querellas, que haya padecido el resentimiento de aquellos que no podían ni querían participar en la conversación, que métodos tan simples y claros hayan sido tan mal percibidos porque se tenía la nariz encima y porque eran, propiamente, deslumbradores, no cambia gran cosa al asunto y es la dinámica muy común del cambio de paradigma en el subgrupo local de los trabajadores del signo. Nada más que lo ordinario histórico. Sin embargo, por más que se haga, por más que se abran nuevos caminos, siempre habrá que volver, en uno u otro momento, y de cerca o de lejos, a esos gestos instauradores, las seis reglas del método. Sencillamente porque nadie ha visto o practicado jamás ciencia alguna que pueda prescindir de elementos y de conexiones, de variaciones y de invariancias. Ni en el campo del rigor, lógico o matemático, ni en el de la precisión, de la exactitud, saber aplicado a los sistemas vivientes o inertes, ni por último en el de la transmisión de las señales. Siempre hay partículas e interacciones, siempre hay un alfabeto provisto de una sintaxis, siempre hay complexiones estables o fluyentes, y cualquiera que sea el contenido que se les dé a esas palabras. Regreso 111
en feed–back a lo elemental, tal como todos los saberes lo han experimentado siempre, en los tiempos de crisis o de instauración. Así, el Renacimiento y la edad clásica realimentaban muy naturalmente su física mecanizada con su primera formación, por el modelo epicúreo y su matematización exhaustiva en la obra de Arquímedes. Así, el siglo XIX logicista o formalizante exigía un regreso a los griegos. Así, el nuevo paradigma y el arte combinatorio. Es constantemente la reanudación de lo elemental y lo operatorio, de lo estable y lo variable. Esto, se dice, era imprevisible para la ciencia humana y, sin embargo, por lo menos desde Leibniz, todos hubieran podido preverla. Y practicarla libremente. Formado este paradigma tiende a convertirse en sistema. Todavía no, ni mucho menos, en un sistema de las cosas, del universo o de la historia, sino en un sistema del saber o, por lo menos, de los métodos. Esto se debe, en parte, a su génesis propia: el neoleibnizianismo, al igual que el antiguo, se da un horizonte de universalidad, haciendo fuerza en las diferencias, mejor aún, partiendo de ellas. De ahí la apelación de estructuralismo, cuya desinencia implica menos una filosofía que una comunidad de trabajo y de operaciones. Esto se debe, además, y principalmente, a un camino conexo que recorre la vieja enciclopedia y como ortogonal a toda división de las ciencias. Una estructura, por definición, o sea por consenso, es un conjunto que consta de elementos y dotado de una o varias operaciones, invariante de modelo a modelo separados. Los matemáticos, por 112
tanto, son estructuralistas, con el mismo título que los etnólogos, los físicos, los químicos y así sucesivamente. Basta seguir ese hilo para leer un texto tal como fue escrito. Ese es el paradigma, en su simplicidad abstracta, y el sistema de métodos que toman como de refilón el espacio completo del saber. A lo largo de ese canal, todos los trabajadores se comprenden entre sí, como si una lengua de repertorios intersecados se hubiese constituido durante las últimas décadas. Apenas me atrevo a decirlo, pero se trata efectivamente de la esperanza, tanto tiempo acariciada como un sueño, de una mathesis universalis. Que hoy día hablemos de una teoría generalizada de los sistemas, se debe, por cierto, a consideraciones conjuntistas practicadas en todo lugar, pero se debe, sobre todo, a una traza abierta en común. Es este camino, para ser precisos, en el que ya no se puede errar. Asistimos, quizá, al final de la diáspora científica, y los trabajadores del saber de todos los países pueden, al menos, encontrarse. No para regocijarse de una identidad falaz, sino para transformar, enriqueciendo, campos muy fluctuantes y muy alejados unos de otros. Creo que esas interferencias fueron condenadas. Sin embargo, es un burdo error de lógica confundir intersección y reunión. Una es la suma y la otra el producto: o sea el inverso de la división, del trabajo en particular, como el operador exacto de la producción misma. Producir nunca es más que hacer un producto. Por lo tanto, los sabios, casi tautológicamente, y sin duda como todo el mundo, producen por intersecciones, donde la información crece, donde se realiza la transformación. La fragmentación 113
y la separación que no eran, desde la Revolución industrial y la entrada en masa, directa, de las ciencias en las instituciones de enseñanza y de investigación, más que la imagen en el espejo epistemológico, formado en esa misma época por efecto de poder, de su esclavitud sociopolítica, de su avasallamiento ordenado, podían ceder el lugar a una comunicación posible. Como reacción, el saber entra en crisis. No solamente en virtud de esa reacción, sino también de su efecto. La práctica cotidiana de la interferencia, la dinámica de los transportes y de los cortocircuitos, la construcción progresiva de una intersección no vacía y limitada de repertorios, ponen en crisis su estado dividido, trastornando desde el interior las clasificaciones adquiridas y mantenidas desde el exterior, amenazan los conservadurismos que juegan a la desestructuración para reinar mejor, incluso los corporatismos locales que tienen interés en bloquear aún más el cierre de los subsistemas o regiones. Una desgracia (suele decirse), nunca viene sola: del mismo modo que una conciencia nunca ha sido más que el efecto de un contacto de alguna cosa con otra, la ciencia corría el riesgo, en ese juego, de cobrar un día conciencia de sí misma. De ahí el velo que quiere ocultar esa novedad, las prohibiciones, y el trabajo reanudado de la disolución. Por tanto, hoy es preciso volver a trazar el camino. Si pudo abrirse, si bien aún frágil y desconocido por aquellos, mayoritarios, que repiten, friolentamente, el discurso desusado de la institución, o su juego a la baja, es bajo la dominante singular de un modelo lógico y matemático, y bajo clima nominalista. El 114
paradigma entero comporta un núcleo irradiante, y ése es su poder, y ése es su defecto. Es que el método fue perfeccionado en primer lugar por el álgebra en su integridad. También y sobre todo una comunidad de trabajo en el campo de los signos había formado su lengua elemental por conexiones entre departamentos de dialectos vernáculos y, en virtud de ese procedimiento, había resuelto problemas profundos, sin duda insolubles de otro modo. El álgebra se formó, a principios de este siglo y durante el anterior, por comparatismo. La axiomática no hizo más que seguir y exponer el resultado. La consecuencia de este éxito hizo estremecerse a toda la enciclopedia. Se propagaba la nueva de que una estructura se construía por analogías y se exhibía por postulados constitutivos de una lengua simple. Eso sigue siendo visible en la física de los modelos y lo está siendo en la genética reciente: El comparatismo, caído en desuso por un momento, volvía a aparecer en las ciencias humanas con la obra de Dumézil que trabajaba la analogía y restituía las constantes, sin exponer aún su lengua. A partir de ahí, todo el movimiento consistía en localizar elementos y operaciones, en instituir una combinatoria, por lo tanto en construir modelos, en hacerlos variar hasta lo estable. Toda la empresa, por ende, era efectivamente algébrica, el paradigma era formalizante y el sistema a la vista seguía siendo formal. De ahí la importancia, sobrestimada por un momento, de las cuestiones de lógica y de lingüística. El álgebra imponía una lengua en las ciencias llamadas exactas, la lengua imponía su modelo en las ciencias 115
llamadas humanas. Todo, por tanto, se volvía discursivo. Tanto en el espacio de la nueva enciclopedia, como en el espacio de escuelas a veces muy opuestas, tan violentamente como pueden serlo unos gemelos. Decadencia fulminante del método en el camino de la filosofía. Reinaba el clima nominalista: todo volvía a la designación, a la sintaxis, al signo, al símbolo, al tropo, a la escritura, al discurso, al sistema general de las lenguas. La proliferación de los resultados, la fecundidad de los métodos, los resultados globales de la estrategia, permitían ocultar un poco el carácter posiblemente escolástico de la filosofía que pretendía haber surgido de ello. Que acababa por demostrar que nada podía existir ni ser percibido fuera de la lengua. Toda la historia entra en sus rastros. En sus marcas y sus restos. Eramos efectivamente neoleibnizianos, por el cálculo raciocinador y la combinatoria universal, por la construcción algébrica de las lenguas y la pluralidad de los axiomas posibles, pero no éramos más que semileibnizianos. He aquí por qué. Es que existe la construcción y el funcionamiento de un sistema, elementos y operaciones, deducción, por ejemplo, y existe la descripción. La que se puede hacer de él y que no le pertenece, y aquélla misma que el propio sistema hace. La elección decidida para una sola cara del Cratilo o para la postulación leibniziana es arbitraria. Dicho de otro modo, el rigor nunca ha sido más que la condición necesaria de un saber, cualquiera que sea, dista mucho de ser suficiente. Se necesita, además, la fidelidad. Por fidelidad quiero decir la relación directa y recíproca, pro116
ductiva, casi homeostática entre un discurso y un subconjunto indicado por él de lo que no es él, relación mantenida indefinidamente y de control conjugado. Sin esa doble relación moviente y sometida a fluctuaciones de fase, no hay tiempo, historia, trabajo, física en particular, ciencia en general y discurso a final de cuentas. Es incomprensible que exista significado. Ahora bien, no lo puedo evitar, funciona. Para mostrar que se puede salir fácilmente del sistema de las lenguas, basta levantarse, caminar, sufrir, tener hambre o regocijarse de la aurora. Simplemente ser en el espacio, ser espacio. He aquí los espacios, las formas, los márgenes, las conexiones, la continuidad, vecindades y desgarrones, hoyos, pozos y puertas, toda una estereoespecificidad. Digo esto como mínimo. Puedo callar y tropezar con un relieve: el obstáculo. Ese núcleo irradiante, álgebra o lingüística, en el mero centro del paradigma, eficaz y fecundo en los caminos del método, imponía su imperio filosófico como lo único imaginable, como sucede exactamente cada vez que un sistema está centrado o centralizado. No por lo que es sino por el sitio en que se lo coloca. No por su funcionamiento sino por su lugar. Bastaba desfasar el centro y pasar del álgebra a la topología, como Leibniz, justamente, lo había hecho. Lo intuitivo, entonces, bordea lo discursivo, el recorrido produce el discurso, y las formalidades, por lo general, son lugares singulares, excepcionales, sobre las variedades. El discurso conecta lo ya desgarrado, o desgarra lo ya conectado. El método ya sólo tenía una regla, el sentido indicado por la palabra, marcha en un camino a través de estados 117
que la palabra no designa. Deducción, inducción, producción, traducción, variaciones distinguidas de un solo y mismo gesto. Que se evitará cuidadosamente colocar en un sitio central. Insuficiente en su universalidad local, aunque superabundantemente fructuoso en la explotación refinada del mundo textual, ese paradigma, en que nos encontramos inmersos, no puede ver, debido a su hipótesis, que las cosas están en un espacio y se transforman en él unas por otras aun cuando no estuviéramos allí para escribir o hablar de ello, que los hombres agonizan en el transcurso del tiempo, aun si permanece silenciosa sobre esos asesinatos una historia escrita u oral, que no aglomera jamás, más que los archivos del proceso perenne que los dominadores dejan como legado sobre sus víctimas. Si no hubiera en todo y por todo más que discursos, signos, escritos, ningún trabajo tendría lugar nunca, ninguna física incluso, ningún simple relato más que el que enmudece a los oprimidos. El idealismo siempre trajo ese teorema principal: no hay camello en el desierto sin un beduino que lo atestigüe o lo señale. El animal no sería nada más que un recorte de cultura. Y sin embargo, allí está. Corre a las estepas más desérticas. El idealismo quiere que las cosas no sean más que palabras, y los objetos más que efectos de la lengua. De hecho, troca: cambia cosas por palabras, y cree que así cambia estas en aquéllas. Así, la lengua es un robo. Como un intercambio leonino. Parásita las cosas, sobrevive por un desvío parasitario. Y ese idealismo, aun colectivo o culturista, es la 118
esencia del parasitismo. Lo muestro en otra parte, en su lugar, en que el hombre parásito vuelve a hallar súbitamente todo un paradigma perdido. Las formalidades sólo están allí a consecuencia de un juego complejo, tan fino y tan fecundo, seguramente, tan productivo que puede uno entregarse a él toda su vida, y que es, quizá, constitutivo de la historia, o por lo menos de lo que hemos aprendido a denominar así. No por ello alcanzaremos jamás las propias cosas, los objetos en el espacio y las energías con profusión que les forman y les trabajan. La lengua no está sola en el mundo, una voz gritando en el desierto. Las señales se pierden, se borran, en lo que queda el desierto, sus vías, sus relieves y sus cañadas y la arena atómica numerosa que corre a lo largo de las dunas, o que puede amontonarse en nubes en el lecho turbulento de los vientos. Hay topologías, variedades especiales, energías, poder. El paradigma que precede estaba sin casa ni hogar: expedientes y miseria de Hermes. El par topología–energética generaliza el antiguo proceso de conocimiento por figuras y movimientos, que tomaba sus valores en la geometría de Euclides y en una mecánica sumaria del equilibrio y de los transportes. Y los sistemas, bien llamados, no eran más que máquinas simples. Ese neo–leibnizianismo contemporáneo es efectivamente un clasicismo. Basta, en efecto, abstraer y analizar, para obtener el par estructural de los elementos y de las operaciones, en un conjunto cualquiera, a partir de las figuras y movimientos. El gesto inverso o complementario produce el par propuesto. La condición concreta del reposo 119
o del desplazamiento es la fuerza, y la condición de la fuerza es el poder. Necesaria y suficiente, por una vez: pues la energía produce realmente fuerzas, y éstas movimientos. De ahí la invariancia y las variancias. Así, nadie encontró nunca figuras más que trazadas en una variedad espacial, ni elementos más que distribuidos en una multiplicidad. Por tanto, el par es a la vez lo más general y lo más concreto. Prueba de ello, de paso, es que aún se puede, a partir de él, encontrar, como caso singular, todo el modelo lingüístico. Basta para ello pasar de las grandes a las ínfimas energías: he aquí la información y la descripción ordinaria; y se marca en tal o cual variedad espacial todas las singularidades que se necesita: he aquí las unidades, diferencias, articulaciones, y así sucesivamente. Se trata efectivamente de un clasicismo generalizado, por lo tanto de un estructuralismo generalizado. Reducción clásica
Figuras
Movimientos
Par estructural abstracto
Elementos
Operaciones
Par general y concreto
Topología
Energética
Caso particular de los signos (lenguaje)
Singularidades sobre una variedad
Energías ínfimas: información
El camino hacia lo universal es el que lleva a lo real. Nos libera por fin de la prisión de los signos, del idealismo, sin duda, que reduce todo al lenguaje, o, 120
al menos, nos libera del nominalismo. El discurso es un recorrido singular que sólo requiere poca energía. El discurso está inmerso en lo intuitivo, es un archipiélago en el mar. Toda combinatoria se capta en medio de una forma moviente, a su vez formada, continua, desgarrada, estocástica, entre transiciones de fase, por lo tanto en un flujo energético. Lo formal es una excepción en las variedades. El leibnizianismo global ya había intuido esto. Sin embargo, esta lección no se volvía visible más que por la intervención del siglo XIX, cuando la Revolución industrial, al construir las máquinas de fuego, realizaba, teorizaba, lanzaba la edad de los motores. La producción del movimiento bajaba del cielo a la tierra, de la Metafísica de Aristóteles a la física del trabajo. No es difícil describir el funcionamiento de ese objeto nuevo, ni ver ordenarse de nuevo las formaciones culturales en función de él. Las tres nociones fundamentales de Reserva, Diferencia y Circulación aparecían en Sadi Carnot, para extenderse a todo lugar del trabajo, del mundo y de los textos. Invaden incluso ese objeto singular llamado desde hace tiempo la subjetividad. Cuando trataba de describir las propias cosas, el siglo pasado lo hacía siempre a partir de un depósito, de un desfase, y de una multiplicidad de flujos. La cosa es legible por doquier, quiero decir bajo firmas antaño o hace poco tiempo reputadas diferentes u opuestas. Una filosofía es a menudo un índice de un cambio de paradigma. Su atestado, su marca o su promoción. Entonces el único objeto o la única ocasión de la fi121
losofía radica en la novedad. Es discurso formado, dinámico y autocontrolado, de una anticipación de las prácticas humanas, aquí, localmente, y a esta hora, por un tiempo. Fuera de estas circunstancias, repite, codifica, argumenta, se entrega a lo reflexivo o a lo universal, alinea sus razones y su verdad vieja, no es más que un discurso de poder, la legitimación furiosa de la violencia y la muerte. Cuan duros eran los tiempos, hace poco o antiguamente, cuando los autores que vivían de la filosofía no disponían, no eran portadores más que de una novedad. Era la época del monoteísmo: lo nuevo era único y la transformación lineal. La crisis griega de los irracionales, la instauración moderna de una física exacta, la revolución copernicana, la economía convertida en ciencia, o el problema de la energía, algunos ejemplos, entre otros, de innovaciones singulares y regionales. Los textos de Platón, Descartes, Kant, Marx o Bergson, pasan de una orilla a otra de la falla en un camino relativamente monodromo, y el nuevo saber promovido, en el momento de la emergencia y de la previsión, se coloca automáticamente en la fundación del nuevo discurso. Es a la vez su condición epistemológica, y el motor momentáneo de su producción. Hoy día sería mucho más fácil producir una filosofía. La innovación sobreviene de todas partes, de la multiplicidad de las regiones de la enciclopedia. Es la era del politeísmo: lo nuevo es cuantioso y la transformación espacial tiene varias dimensiones. Cada mañana la tierra tiembla y henos aquí zambullidos, trabajando, en un paisaje inventado. Las 122
convulsiones no sólo afectan un recorrido, sino el mapa, el terreno solidario. Que se levanta, pliega, se ahueca, se ladea, se rompe, forma puertos, pozos, chimeneas, donde anteayer no había más que una planicie. Lo que se congela, se repite y se bloquea, sería más bien la historia, me refiero a las instituciones, sociales, políticas o culturales, y su dinámica reproductiva, consideradas en adelante como enormes fuerzas de inercia frente a la profusión ardiente de las innovaciones paradigmáticas y contra ellas. Condiciones y condicionados girando parcialmente, en un lugar dado, como en círculo, la repetición automática y angustiada regresa en feed–back a la producción científica, la frena y la hace trabajar, de modo creciente, para la muerte. Su juego es acabar por tener razón y vencerla. Las políticas, en particular de la ciencia, viven en parásito sobre la novedad, la recuperan para la repetición. De ahí el desgarramiento de la filosofía entre lo inaudito, rechazado a los márgenes, y lo siempre ya conocido, que se pulveriza y que se descompone. Decir que las matemáticas han cambiado, que Lagrange, Euler o Cauchy ya no nos comprenderían, por lo menos sin diccionario, que eran clásicas y que son modernas, no es nada. Esta proposición lineal no tiene, sin duda, ningún sentido asignable. De hecho, han transformado todas las cosas en torno a ellas del mismo modo que rehicieron sus fundamentos y sus múltiples edificios, sus condiciones, su ejercicio, su lengua y su historia. De ahí la invasión, como por una crecida repentina, del espacio global del conoci123
miento, de las viejas decisiones, escuelas o querellas de la filosofía–nominalismo, realismo, intuición o formal discursivo, y así todo lo que se quiera hasta las nuevas ciencias humanas; tomando en cuenta, además, que extienden bruscamente su productividad a los lugares tradicionales de aplicación, química o biología, por ejemplo. Esa ciudad en reconstrucción ya no está en la ciudad. Había proporcionado, antaño, las palancas del trabajo, hoy día otorga la lengua de la cultura. Que llena el volumen dejado por el silencio o las ecolalias del antiguo universal derrumbado, el humanismo. Nadie viaja o produce sin hablarla, poco o mucho. No, como otrora, que nadie entre aquí, en este lugar cerrado, si no es geómetra, sino que nadie salga, aquí, allá, ni en otra parte, si no lo es en alguna medida. En cierta forma aún por describir, la matemática ya es la lengua universal. En extensión, es demasiado visible, pero también en comprensión, puesto que se puso a hablar lenguas. La crecida cae o caería en el imperialismo, si ese estado de cosas no se produjera por doquier, a partir de otras fuentes. Cae sin embargo, o tiende a caer en ello. Lengua de cultura, la matemática es en seguida el principal instrumento de la pedagogía, el medio de la selección, el apoyo de las políticas, el objeto de la impugnación. El feed–back de la condición y de lo condicionado funciona en ciclo, de nuevo, y la cultura remplazada hace trabajar su reemplazante en la iteración, en la reproducción, en la muerte. No hay efectivamente más que lo nuevo, desde los fundamentos hasta los resultados más sofisticados, desde la invención propia hasta la dina124
mica ampliada de la aplicación, pero el conjunto de la novedad puede ser hurtado por la vieja danza macabra de la repetición. Decir que otras ciencias han cambiado, que eran clásicas y que son modernas, no es nada. Esta proposición lineal es bastante frívola para valer tanto como los sombreros de mi tía y las pelucas de mi sobrina. De hecho, cada una de ellas, o casi, alcanza en su trabajo local suficiente profundidad, universalidad, para pronunciarse ahora, tanto como las matemáticas, acerca de la totalidad de la ciencia y del mundo. Cada saber es de filosofía. Cada uno está en crecida y tiende a ocupar el espacio. Se podría decir incluso que ese es un criterio de su madurez como ciencia. Se habla comúnmente de crisis en filosofía: sin embargo, nunca antes había habido tanta. El exceso, a veces, ciega, aún más que la falta. Si se escoge una subregión de las matemáticas, las probabilidades, por ejemplo, se repite la misma crecida. Eficaces a veces en teoría de los números, se extienden a todas partes, desde la física teórica hasta la sociología, en el examen de las formaciones, de la evolución, del funcionamiento general de los sistemas vivientes, en resumen, desde los gases hasta las lenguas. Forman un paradigma, eso es claro, y su modelo es una nube. Temible ya por las manipulaciones que autorizan, cuando lo colectivo pasa de los axiomas perdidos, a la calle y al ministerio. Sin embargo, eran portadoras de una filosofía, por las grandes poblaciones y la escasez demostrable de las cosas que creemos sometidas a leyes: el desorden, en primer lugar. He aquí exactamente una revolución de 125
mayores consecuencias que todas las copernicanas de la historia, y que las fuerzas de repetición y de muerte se ahorraron. ¿Qué sería de las instituciones, los poderes y la historia si el orden no siguiera siendo el gran organizador de las representaciones? Y sin embargo, el desorden es el mar en el que nuestro mundo y todo lo demás no son más que esporádicos archipiélagos. Filosofía posible, realizada, presente, y verdadera, para colmo de desgracia, pero esfumada, olvidada, nacida muerta. El problema hoy día no es carecer de filosofía, ésta abunda, sino extraerla de la viscosidad en que su palabra está atrapada, salvarla de los amos del eco. Desde Boltzmann y Gibbs, las matemáticas de lo aleatorio sitiaron la termodinámica. En esta conexión, dejemos las ciencias puras y sigamos el camino encontrado. La teoría del calor, a partir de Carnot, es ciencia de la práctica de los motores, de las máquinas de fuego. Parece surgir tan marginalmente que el texto de fundación tardó dos lustros en ser leído. La fuente parece poco fértil y la difusión lenta. Y sin embargo, la crecida se reanuda, aquí, con la misma variación de crecimiento que la fulminante Revolución industrial. La termodinámica se convierte rápidamente en una filosofía general de las ciencias: es casi igual que la física, local y general, en la experiencia y sus evaluaciones, en la teoría y sus principios reguladores, se parece a la química, a las ciencias de la tierra, a la astrofísica, a las ciencias de lo viviente, genética o ecología, y así en derredor. Forma un nuevo paradigma que se impone, tan global, que aún no lo hemos reconocido claramente, cuando hace 126
más de un siglo que trabajamos y pensamos de él y en él. Él es el que vuelve anticuados los discursos de la mecánica ordinaria y que devuelve al siglo XVIII todas las teorías informadas solamente del movimiento producido por una relación de fuerzas, estática y dinámica. Es el productor de las propias fuerzas, por reserva, por diferencia y por circulación, puede y sabe construir motores. Y, de repente, todo es motor: así es como funcionan el mundo, el mar, los vientos, los sistemas dotados de vida y los emisores de señales, todo lo que está en movimiento, desde las herramientas hasta el cosmos y desde la historia hasta las lenguas. Filosofía general de las cosas de la cual no es seguro que hayamos salido, pues no nos damos cuenta que estamos en ella. Todos los tratamientos textuales del grupo colectivo, de sus transformaciones y de su historia, del sujeto patético presa de los desplazamientos o prendido por las condensaciones, de la circulación del dinero y de los signos, han sido atravesados, sin que siempre lo veamos, por sus reglas y su leyes. Eso es lo que realmente está en juego en la modernidad industrial o al menos en el terreno de su juego y de sus estrategias, para las técnicas del trabajo, las fluctuaciones de la economía, los conflictos de poder, la supervivencia de los grupos humanos, las relaciones con el medio, los sistemas de comunicación. En cualquier discurso así como en cualquier práctica, asignamos o producimos una reserva: saber absoluto, enciclopedia, clase, lago, mina, bolsa, constante de energía, capital o memoria, integral de los tiempos; una diferencia de dos fuentes, como una lucha, una bajada, un desfase de nivel, la heteroge127
neidad en general, diferencia que, en los textos, lleva a veces nombres propios, otras veces nombres comunes y otras veces signos cualesquiera; por ende se produce una circulación, de agua, de sangre o de objetos diversos, de vida, de signos o de sistemas. Esta fluencia moviente puede ser continua o cortada por estancias catastróficas, suelen ser a menudo de metamorfosis. Plano, corte, elevación, azul de un motor en general, bastante invariante en todas las variaciones por las que ha pasado desde Carnot. El mundo, el saber, el trabajo, el sujeto, colectivo o entremetido y la historia no son más que motores transformacionales. Era fatal que el primer motor de Aristóteles muriera a causa de ello. A decir verdad, ya no tenía nada que producir. La termodinámica, en crecida en la práctica y en la teoría, por lo tanto elevada al rango de paradigma, visión del mundo o sistema comunes, produce, desde hace medio siglo, una especie de subparadigma. Se trataba constantemente de energías en general, o de aquellas que tienen algún sentido a escala entrópica. Sobre todo, de hecho, de aquellas que están concentradas, que pueden soslayarse óptimamente, por lo tanto robarse: la filosofía dominante surge de ese gesto de apropiación, clausurar exactamente una concentración en general. Este tratamiento no podía eludir una filosofía de la naturaleza, un naturalismo, o una jerarquía de hecho en que la física prevalecía, un fisicalismo. Dentro de ese marco global, se evitaba aún menos el crecimiento de la entropía y, nuevamente, las condiciones de la clausura. De ahí los intentos del siglo pasado para esca128
par al término fatal, desde los regresos eternos hasta las estrategias de la abertura. Por otra parte, se aplicaban los resultados de la física a problemas sobre los cuales nadie estaba seguro que tuviera gran cosa que decir. De ahí la importancia, repentina, de ese subparadigma, en que la experimentación se dirigía hacia las energías ínfimas y la circulación de las señales. A partir del momento en que León Brillouin observaba y mostraba que la información era neguentropía, cabía la esperanza de resolver los problemas cruciales del siglo XIX. Esperanza que produjo una nueva crecida, aquélla precisamente que nos hizo caer de un fisicalismo a un nominalismo. A su vez, la teoría de la información trazaba un camino normal para las clasificaciones usuales, desde las matemáticas hasta las ciencias humanas, por la física y por la biología. El motor transformacional se traducía en motor informacional. Recorrido transverso que elevaba la teoría al rango de filosofía, de las ciencias en particular. En efecto, una epistemología ya no es en adelante más que una disciplina en crecida, una de aquéllas que pueden abrirse un recorrido en el espacio enciclopédico global. ¿Qué son las matemáticas sino las lenguas que aseguran una comunicación perfecta o desprovista de ruido? ¿Qué es la experimentación en general sino un balance informacional y energético del laboratorio? ¿Qué es un sistema viviente, sino una isla de neguentropía, torbellino abierto temporal, emisor y receptor de ríos de energía y de información? ¿Qué es una lengua, un texto, la propia historia y sus huellas y marcas, sino objetos cuya teoría define el funcionamiento? 129
Por una consecuencia ordinaria, los viejos discursos filosóficos se rebajaban, no debían su estado nuevo más que por la traducción del paradigma en su subparadigma, de la termodinámica en teoría de la información, de las macro–energías en micro–energías. Lo que, por ejemplo, dentro del sujeto patético era una energía exactamente, se convertía en un lenguaje, el del inconsciente; las dos fuentes de Carnot, ya traducidas por Bergson, se volvían diferencia, para el habla o la escritura, en la circulación de los signos en general; la entropía ya traducida por Lalande en disolución, se diseminaba a nivel de los textos; las condiciones expresas de abertura o de clausura, ya transpuestas por Bergson en el funcionamiento del grupo y de su historia, se extendían a todo discurso. La era del significante, es la era de la información, signos y señales mezclados juntos. Lo que seguía estando realmente en juego era la energía, pero esto sólo se volvía a ver desde el punto de vista informativo, después de haber puesto entre paréntesis al mundo. De ahí el nuevo nominalismo: la sub–crecida desbordaba la crecida, el sub–paradigma cubría su conjunto, la filosofía, una vez más, había tomado las palabras por las cosas. Curiosamente, la renovación de la física, esa ciencia fiel al mundo, llegaba a los mismos resultados que los que habían producido las innovaciones del álgebra. Su travesía de la enciclopedia era global, y el paradigma formado en total, sumamente fecundo en todos sus encuentros, no reproducía más que un idealismo. Amo de la información, produciéndola de sí y conduciéndola a su antojo, disfrazado tras ella, con la condición de 130
comprenderla mal, el fantasma del hombre, en tercera persona en neutro o en primera persona del plural, volvía a ocupar el centro del mundo, reducido una vez mas a la representación. De hecho, no es más que objetiva, y el fantasma, lejos de producirla es producido por ella. Una vez más, tenemos que poner los pies sobre la tierra, en lugares descentrados. El acosmismo reciente, nominalismos, logicismos, formalismos, están aprisionados en los sistemas de señales. Su itinerario es demasiado largo para alcanzar algún día las cosas, cuando no traza un mundo invertido, como un reflejo en un espejo. Los emisores no están solos, no son más que los amos. Nueva toma de poder por la “recentración” del saber. De ahí la necesidad de reconstituir los espacios, y de complementar los discursos por lo que los produce, al margen, la energía factual, sus transformaciones y sus metamorfosis. De ahí el par al que llegaba yo: topología–energética. Cambios de fase tienen lugar en una variedad definida. Un nuevo paradigma ha nacido, cuyo teorema es esta aserción. De los viajes numerosos cuyos complicados recorridos acabo de describir, la estima, si es que es posible, brinda ese punto, justo a mediodía. Es un punto, no un centro, en un espacio interferido, en que el poliformismo permanece irreductible. Hallamos un mundo en que la circulación de los signos existe como caso singular de la circulación en general. Esos flujos, diferenciados, se agitan entre sí y pueden transformarse uno en otro. Lejos de estar 131
metidos en ellos, somos ellos. Mañana, otra disciplina, como decíamos cuando nos gustaba el látigo, aquélla precisamente que, en este discurso que yo escribo, es la fuente de las metáforas, aumentará su crecida: la mecánica de los fluidos. Pronto vamos a reconocer su eficacia productiva en las formaciones más ocultas de nuestro saber. Anterior a la mecánica ordinaria, la que describe los sólidos, evalúa su asiento y su movimiento, y da su crédito a los sistemas rígidos y rigurosos, los de un aparato en general, surgida de la física griega mejor constituida, es decir matematizada sobre un fondo de desorden, me refiero aquí a la física atomista, fecunda y única motriz para la renaciente reanudación de las ciencias aplicadas, olvidada, hundida, reprimida por peligrosa, reaparece, hoy día, como fundadora. Volveremos a encontrar los viejos torbellinos, los que calificábamos de no científicos. La crecida, esta noche, será turbulenta y borrascosa. La palabra revolución describe un círculo cerrado y rechaza el disturbio. Las cosas del mundo, galaxias o cristales, ya no serán sistemas, serán sirremas. Las relaciones dejarán de ser estáticas, dinámicas u homeostáticas, serán réticas o, a veces, homeorréticas. Ya no se hablará de un sistema viviente o de un sistema de señales. Y no de archipiélagos estables en el mar, sino de nudos abiertos, complexiones temporales en que las diversas corrientes se encuentran: Gulf–stream o Kouroshivo. Los sistemas están muertos y los motores acabados, por explosión o agotamiento. Y nuestros discursos, fatalmente, rodarán con sus volutas abiertas, como vórtices viscosos. Voluptuosidad. Sirremas, parástasis, todo en lo suce132
sivo, será concebido y transformado, en, por y como desviación al equilibrio. Toda existencia es circunstancia: teorema tautológico y funcionamiento general Topología–energética, aquí y ahora. Esos espacios, en realidad, ya ocultan una trampa. Todos tienen un propietario, una policía para vigilar. Las principales energías, grandes o pequeñas, sus fuentes y sus fluencias, están en manos de los ejércitos para conservarlas cerradas. En cuanto un dominador posee un espacio y sus caminos, así como las energías o las potencias que lo surcan, detenta una estrategia. La estrategia es un método, pero es un arte de la guerra. El método era camino en un mapa. La estrategia nunca es otra cosa más que el desplazamiento ordenado de potencias en un espacio. El saber más general que sea posible formar, el más exacto, el más fiel y el más eficaz, puede ser descifrado por un modelo militar. El discurso del método es una ciencia de la guerra. Las políticas y las economías, lo sabíamos y lo experimentábamos, funcionan cada vez más por ella. La propia ciencia es en adelante su patrimonio. Obra, recolectivamente, con miras a la repetición y la muerte. En la trilogía Júpiter, Marte, Quirinus, que, desde Dumézil, se reconoce como perteneciente a la matriz europea, es la primera vez, sin duda, que la totalidad de nuestras prácticas y de nuestra cultura ha caído en las manos sangrientas de Marte. Como no existe una estrategia antiestrategia que no sea a su vez una 133
estrategia, el dios de la guerra siempre acaba venciendo, cualquiera que sea el vencedor, por la lógica disyuntiva que impone. Irán le ganó a todo, todas las novedades refluyen hacia un monstruoso arcaísmo. Romper para siempre con toda estrategia. La solución no tanatocrática es, por lo tanto, fragmentar el espacio, desconcentrar las energías. La única filosofía posible, es decir vital, consiste en repudiar lo universal. El pluralismo y el polimorfismo. En donde encontramos a Leibniz nuevamente y, tras él, a Epicuro.
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V. PEQUEÑA PERSPECTIVA DE LA DECADENCIA Y DE ALGUNOS COMBATES MINORITARIOS POR ENTABLAR ALLÍ Jean–François Lyotard
LA CRÍTICA, LAS MINORÍAS COMO preámbulo, más bien una especie de advertencia.: para decir que trataremos aquí de evitar el tradicional “punto de vista crítico”. La crítica es una dimensión esencial de la representación: en el orden de lo teatral, es lo que tiene lugar “afuera”, lo exterior situado sin cesar con respecto a la interioridad, o sea la periferia relativa al centro. Entre los dos se establece una relación, como se dice, dialéctica; no salva para nada la autonomía de la crítica, ni mucho menos. Dos posibilidades gobiernan esa relación: sea la periferia conquista el centro (primer destino de la crítica: por derrocamiento y toma del poder); sea el centro sitúa la periferia y la utiliza por cuenta propia, para su dinámica interna (segundo destino: la puesta en oposición). Dos casos, pues, de muerte gloriosa. Hay muertes no gloriosas. En desorden: la destrucción del movimiento campesino en Alemania inaugurada por la matanza de Frankenhausen en 135
mayo de 1525; la liquidación de los donatistas y circonceliones en África del Norte romana en el siglo IV; la exterminación sangrienta de las revueltas bagaudas en Armónica por los bárbaros aliados de Roma en el siglo v; la de la Comuna por Versalles y el Reich; la de las comunas y comités catalanes por los ejércitos franquistas y por la policía política comunista en 1937; la destrucción del comunismo húngaro en 1956; la liquidación del movimiento checo en 1968; las matanzas y deportaciones de las naciones indias en el siglo XIX por los yankees, etcétera. Omito algunas, y de las más “importantes” seguramente, ¿pero quién puede juzgarlo? Siempre se trata de minorías aplastadas en nombre del Imperio. No son necesariamente críticas (los indios); son mucho “peores”, no creen, no creen que haya identidad o coalescencia entre la Ley y el poder central, afirman otro espacio hecho de un patchwork de leyes y de costumbres (ahora se dice culturas), sin centro. En este sentido son politeístas, pese a lo que hayan dicho y pensado de sí mismas: a cada nación sus autoridades, sin que ninguna tenga valor universal ni vocación totalitaria. Esas luchas son luchas de minoritarios, cuyo objeto es seguir siendo minoritarios y ser reconocidos como tales. Ahora bien, nada es más difícil: son transformados en nuevos poderes, en oposiciones de Su Majestad —o en montón de cadáveres. Se les interpreta, es decir que se les inscribe en el espacio imperial como tensiones provenientes de la periferia, en el discurso imperial como momentos dialécticos, en el tiempo imperial como anuncios apocalípticos. 136
Así, se les despoja de entrada de su poder propio. Al prohibir sus culturas, sus hablas regionales, se quiere destruir su fuerza afirmativa, la “perspectiva” (en el sentido nietzscheano) que describe cada una de esas luchas —en un tiempo que no es acumulativo. (A este respecto, el capitalismo cumple fielmente con la tradición imperial.) Por lo tanto, hay que insistir en ello: la fuerza de esos movimientos no proviene del hecho de que son críticos, que se sitúan con respecto al centro. No intervienen como peripecias en el recorrido que siguen el Imperio y su idea; fabrican acontecimientos. Ahora bien, esos movimientos muestran de manera muy amplificada algo que no cesa de producirse a pequeña escala, incluso microscópica, en la vida cotidiana de los “pequeños”. La afirmación minoritaria no deja de producirse aun cuando es imperceptible. Es refinada y delicada, mucho antes de que pueda decirse y comportarse en la plaza pública: miles de millones de raciocinios sordos de las mujeres en el hogar, mucho antes del MLF ; miles de millones de pequeñas vergüenzas padecidas, lloriqueadas, rencorosas, trágicas, mucho antes del MLAG ; miles de chistes contados y repetidos en Praga antes de la “Primavera” checa; millones de pequeños rituales de encuentros por mímica e inscripciones en los lugares semipúblicos para los homosexuales prohibidos en el escenario social, mucho antes del FHAR; miles de millones de combinaciones aisladas o colectivas de los trabajadores en los talleres y las oficinas, materia innoble que no puede ser admitida en el discurso sindical más que disfrazada de reivindicaciones negocia137
bles. Esta realidad no es más real que la del poder, de la institución, del contrato, etcétera, lo es en la misma medida; pero es minoritaria; por lo tanto, es forzosamente múltiple, o si se prefiere, siempre es singular. No vive sino dentro de la gran política en el mismo pellejo, pero de otra forma. En lo que sigue, como en cualquier movimiento minoritario, se podrá mostrar fácilmente que hay un aspecto crítico, que este discurso repite formas críticas. Pero es que dentro de él se disimula una posición afirmativa. En la crítica, en el sentido marxista, se privilegia lo negativo. Se la considera como potencia activa capaz de despertar, de mover, de “llevar a las masas a la acción” (para emplear un estereotipo). En otras palabras, posee lo que se admite comúnmente como una virtud revolucionaria esencial: la función pedagógica. Lo negativo en la crítica es el elemento motor de la convicción, educa destruyendo lo falso. Ahora bien, eso disimula, apenas disfrazado, el socratismo. Y es precisamente con eso que nosotros rompemos (aunque la idea de ruptura sea, en muchos aspectos, una idea ingenua), con una tradición del pensamiento que cuenta con la eficacia de lo negativo, que predica la fuerza de la convicción, y que quiere suscitar el despertar de la conciencia. Si el pensamiento, teórico y práctico, sigue imaginándose a sí mismo como pedagogía, repite forzosamente esas características. Ponerse “del lado de” lo afirmativo implica el abandono de las categorías de “enfermedad”, “desviación”, “degeneración”, “podredumbre”, etcétera. Esas categorías son prejuicios, estereotipos; remiten a la concepción de un 138
organismo cuya vocación es ser perfecto, pero cuyo estado actual es el de la perversión, de la degradación y del infantilismo. La tarea de lo político consiste entonces en restituirle la perfección que es la suya. AGRAVAR LA DECADENCIA DE LO VERDADERO Hay que reflexionar sobre la idea de decadencia. Tomando una característica que Nietzsche anota en los manuscritos para la Voluntad de poder, Existe efectivamente, dice Nietzsche una decadencia de las sociedades. Pero titubea. No adopta un curso lineal, ni un ritmo continuo: prorroga. O mejor dicho, existe una prórroga de la decadencia que forma parte de la decadencia. Por una parte ésta actúa (cómplice evidente del nihilismo) como destrucción de los valores, en particular del de verdad ; y por otra (movimiento contemporáneo del primero), obra como establecimiento de “nuevos” valores. Así, tenemos un nihilismo pánico y patético, para el cual ya nada vale, y un nihilismo activo que responde: ¿ya nada vale? tanto mejor, continuemos en ese sentido. Esto, del lado de la destrucción. Del otro, es el regreso de la fe, la recurrencia de una creencia obstinada en la unidad, la totalidad y la finalidad de un Sentido. Así, el valor de la verdad, desplazado por cierto, sigue empeñado sin embargo en atravesar el discurso de la ciencia y la atención que se le presta, Nietzsche vio muy bien esta restauración de la fe bajo las apariencias de la cientificidad. Ya no se cree en nada, pero algo queda sin embargo: la ascesis científica. Es la escuela de la sospecha, de la descon.
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fianza, porque nada está nunca definitivamente establecido; pero esta desconfianza, que atraviesa de parte a parte la práctica de la ciencia, encierra un acto de confianza renovado una y otra vez en el valor del trabajo, con miras a saber y dominar. La confianza, oculta en el espíritu crítico, mantiene la actividad y el pensamiento en la creencia de que lo verdadero es la cosa más importante. Lo que se revela ya no es por cierto la propia verdad, pero la felicidad de las sociedades y de los individuos queda suspendida a un mejor conocimiento de la realidad. Así persiste el platonismo hoy día: el prejuicio de que hay una realidad por conocer. Se desconfía de todo, pero no de la desconfianza. Hay que ser prudente, se dice; ¿pero si la prudencia fuera lo más imprudente que existe? Abundan los ejemplos, nobles y groseros, de este vigor de la creencia en lo verdadero. Ejemplo: los intelectuales siguen creyendo en la teoría económica, social, política, esperan de ella un buen conocimiento de las realidades, piensan que sin ella no podrá producirse una transformación social justa (eficaz y éticamente positiva). Los más honestos atribuyen al marxismo o a formas de discurso que toman partes de su léxico y de su sintaxis, ese doble privilegio, de ser por excelencia el lenguaje que contiene la sospecha y que escapa a toda sospecha (“insoslayable”). Ejemplo más sumario: algunos científicos no vacilan en presentar a la “ciencia” como la única razón de vivir que sobrevive al desmoronamiento de los valores —postulando así su candidatura a la sucesión de los cleros. 140
Ejemplo igualmente trivial: la importancia otorgada por la cultura de los medios de comunicación masiva a los trabajos científicos, en vista de sus resultados espectaculares, y también de mesas redondas entre investigadores de gran renombre. Aun cuando éstos expresan públicamente sus dudas, sus sospechas, su escepticismo con respecto a su propia actividad —aun cuando, por consiguiente, atestiguan la decadencia del valor de la verdad allí donde se supone que persiste intacto—, eso no cambia gran cosa: el aparato de los medios de comunicación masiva, espectadores incluidos, lo convierte en otras tantas características que distinguen a los héroes confrontados con tareas inmensas. El heroísmo de la voluntad de saber con miras al mejoramiento de la vida sigue siendo un valor seguro, que atraviesa todas las muestras de las formas de la confianza (de la confianza en la desconfianza). Un último ejemplo: lo que los científicos norteamericanos llaman la “nueva gnosis”.1 Unos cuantos físicos del universo y biólogos tratan de establecer una especie de discurso derivado de las paradojas provenientes de los resultados de sus ciencias, capaz de envolver estas últimas y dar cuenta de ellas. A través de su humor propio, la empresa aspira evidentemente a reconstituir valores de seguridad, que son los mismos que han servido a cubrir y reprimir el nihilismo desde Platón. La decadencia está hecha de un doble movimiento, de una vacilación permanente entre el nihilismo de la incredulidad y la religión de lo verdadero. No es 1
Raymond Ruyer, La Gnose de Princeton, Fayard, 1974.
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un proceso de descomposición,2 proceso unívoco que proviene de un modelo biológico de lo social, ni tampoco un proceso dialéctico en su sentido marxista más refinado. Nietzsche indica más bien un movimiento de in situ que por una parte exhibe el nihilismo hasta entonces escondido por los valores, y al mismo tiempo vuelve a cubrir ese nihilismo con otros valores. A este respecto, la ciencia parece cumplir de maravilla con la doble exigencia: todo debe ser examinado, pero no el deber de examen —simplemente confundido con el “pensamiento”. La prórroga nace de esa contrariedad de movimiento, la decadencia no cobra la forma de una degeneración. Habría que decir que dura desde el platonismo, que nunca ha cesado desde entonces. Y como lo recalca Nietzsche en el Crespúsculo de los ídolos, que los remedios, terapéutica, filosofía, política, pedagogía, forman parte integrante de ella. De pronto, en una sola perspectiva, se “decidió” que la humanidad está enferma y se comenzó a intentar curarla. He aquí una línea política: endurecer, agravar, acelerar la decadencia. Asumir la perspectiva del nihilismo activo, no quedarse en el simple testimonio, depresivo o admirativo, de la destrucción de los valores: emprender su destrucción, ir siempre más adelante en la incredulidad, batirse contra la restauración de los valores. Avancemos rápido y lejos en esa dirección, seamos emprendedores en la decadenLe Pourrissement des sociétés, número especial de la revista Cause commune, UGE, 10/18, 1975. 2
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cia, aceptemos, por ejemplo, destruir la creencia en la verdad en todas sus formas. La cosa es grave, para nosotros, que pretendemos ser no solamente intelectuales, sino además “de izquierda”, o sea garantes de lo verdadero. Exige por lo menos que abandonemos nuestra fe en el valor de la posición de nuestro propio discurso, del discurso teórico, de su función de discurso verdadero o de discurso con miras a lo verdadero.
LA CIENCIA ENTRE PODER E INGENIOSIDAD Una observación. A aquellos que seguramente van a replicar: “Todo eso, son abstracciones; de hecho la ciencia funciona, y no deja de obtener resultados más brillantes”, les pedimos que vayan a interrogar el estado de las ciencias. Desde hace más o menos diez años, los medios científicos directamente implicados se plantean la pregunta de su existencia: ¿qué es lo que estamos haciendo?3 Pregunta que pasa los límites de la versión simplificada, proporcionada por el aparato de los medios de comunicación masiva, del: ¿Para qué sirve?, ¿cuál es el uso que hacemos de nuestros descubrimientos?, etcétera. Significa más bien: ¿cómo podríamos saber que lo que decimos es cierto? El Varias obras son los síntomas de lo que sostengo. No citaré más que una (de las más interesantes): Autocritique de la science, de A. Jaubert y J. M. Levy–Leblond, Seuil, 1973. Este libro ha sido recientemente reeditado en la colección Point. 3
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hombre de ciencia admite con toda simplicidad que lo que se llama verificaciones se resume a una especie de operatividad. En efecto, la ciencia inventa enunciados que cumplen con ciertas exigencias formales, que deben poder transcribirse en dispositivos prácticos, experimentales, cuyos efectos pueden observarse y, de ser posible, preverse. Esos efectos son modificaciones de una o diversas variables, suponiendo que las demás son definidas; son susceptibles de observaciones y de descripciones. La “investigación científica” comprendida de este modo, no es la de la verdad, sino de la eficiencia, u operatividad controlada, previsional. La verdad consiste en que se produzca, al mismo tiempo que los enunciados, 1) una unidad teórica del conjunto de los enunciados, y, 2) una metaunidad de esa unidad teórica con el conjunto de los datos. Ahora bien, si se examina el estado de las ciencias únicamente desde el punto de vista de la teoría científica (una unidad): vemos montones de enunciados, a menudo independientes, a veces incompatibles unos con otros, cuya única condición de coexistencia no es una unidad aun oculta (del tipo: última instancia), sino un criterio inmediato de operatividad. La ciencia contemporánea descubre ante nuestros ojos un espacio de discurso y de práctica cuya forma no está definida en absoluto, finalmente, en términos de conformidad con un objeto, ni siquiera con un principio formal de unidad, incluso de compatibilidad de los enunciados entre sí, sino cuya forma, cualquiera en verdad, está supeditada a un criterio constante y mínimo de eficiencia. Por tanto, el discurso político
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y teórico de los filósofos, de los sociólogos, de los epistemólogos, y demás doxógrafos, por ejemplo marxistas posalthusserianos o estructuralistas postlevistraussianos, está muy al lado de lo que los científicos saben de sí mismos, de lo que han aprendido acerca de su práctica. Al lado, porque mantienen las exigencias tradicionales: discurso unificado, centralizado, que abarca la totalidad de los datos del campo científico (el “centralismo democrático” en materia de saber). La ciencia, en su existencia cotidiana, la de unos cuantos millones de “investigadores” minoritarios, no tiene nada que ver con eso. Por tanto, en materia de decadencia de la idea de verdad, resulta nefasto atenerse al nivel crítico habitual que denuncia la ciencia al servicio del capital.; pero hay que plantear el problema de la eficiencia de los enunciados científicos, en sí mismos, en los términos en que se define científicamente hoy día: previsión mediante control exacto de las variables. Un ejemplo se impone como por sí mismo, tan inmediata es en él la transcripción política, por el Centro, de los requisitos de la psicología skinneriana: el del tratamiento de los presos políticos alemanes, conocidos por el nombre de RAF (Fracción Ejército Rojo). El expediente publicado en Francia sobre las condiciones de su detención4 relata hechos sumamente interesantes a este respecto. En él aprendemos que A propos du procés Baader–Meinhof, Fraction Armée Rouge: de la torture dans les prisons de la R.F.A. Collection Burgois poche, 1975. 4
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los militantes de la RAF han sido, entre otras cosas, sometidos a experiencias llamadas de “privación sensorial”. Los sujetos son colocados en una célula, transformada en medio acromático y en que todos los sonidos están neutralizados (dispositivo de white noise : el individuo ya no oye nada, ni siquiera los ruidos de su cuerpo, latidos del corazón, respiración, crujir de dientes, etcétera; los gritos son inaudibles). A mediano plazo, el desenlace de la experiencia es la muerte del sujeto: caso de Holger Meins; a corto plazo, como lo dice uno de los sabios responsables de los progresos importantes obtenidos en esta rama, el profesor Jan Gross, “este aspecto (posibilidad de influir en alguien por el aislamiento) puede desempeñar seguramente un papel positivo en penología (ciencia del castigo), saber cuándo se trata de reeducar a un individuo o a un grupo, y cuándo la utilización de semejante dependencia unilateral y de semejante manipulación puede influir eficazmente en el proceso de reeducación”. 5 .
Pero lo que es particularmente revelador en lo que dice el mismo Jan Gross, es que las condiciones de Baader–Meinhof, ibid., p. 71. Es bueno saber que esas investigaciones son llevadas a cabo por el Sonder Forschungsbereich 115 de la Universidad de Hamburgo. El mismo Instituto de Hamburgo participó en 1973 en jornadas organizadas por la OTAN dedicadas a la agresividad. Además de los Estados Unidos, Inglaterra, Canadá y Noruega, Polonia estaba representada. ¿Se trata acaso de pasos en falso de la ciencia socialista? ¿O bien toda ciencia es capitalista? ¿O bien es el socialismo que lo es? ¿O más bien no se trata acaso, por doquier, en todo discurso de saber, bajo todos los regímenes, de la misma locura imperial.? 5
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privación sensorial permiten obtener un conejillo de Indias que se encuentra en las condiciones óptimas de experimentación, o sea que los factores no controlables que pueden actuar en el sujeto se han vuelto despreciables (casi nulos) en el desarrollo del experimento. El aislamiento total, tal como se lo practica en los miembros del grupo Baader, brinda así la posibilidad de dominar el conjunto de los datos del experimento. Las modificaciones que se obtendrán en los individuos–conejulos provendrán exclusivamente de los stimuli provocados por el experimentador.6 Se trata de un tremendo perfeccionamiento de las técnicas de tortura, que provoca el asco, el odio, el terror. Y hay además otra cosa: el viejo sueño de las ciencias humanas se realiza, que es constituir un objeto totalmente controlable; por lo tanto, ya que se trata de seres humanos, obtener sujetos cuya capacidad de retorsión esté totalmente neutralizada, o sea apoderarse de las informaciones con las que se los bombardea y desviar sus efectos. Aquí es cuando volvemos a encontrar la cuestión de la eficiencia. En Texto del Instituto especial de investigaciones: “Como el individuo que padece el test no posee, en tales condiciones, ninguna o casi ninguna posibilidad de someter a prueba la realidad de lo que lo rodea, resulta relativamente fácil, mediante instrucciones, instaurar situaciones que, de otro modo, serían muy complicadas de lograr” (Ibid., p. 76). Gross y su colega Svab escriben: “Esta dependencia unilateral del conejillo con respecto al experimentador es, en el caso del aislamiento sensorial, más fuerte que en otras situaciones; por eso nos decidimos a utilizarlo como modelo de relación paciente–médico” (Ibid., p. 71). Última palabra del pensamiento como terapéutica o pedagogía. 6
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efecto, definir la eficiencia de un enunciado científico equivale exactamente a poder leer y describir un resultado cuyas variables, presentes en el momento de su producción, han sido dominadas por el investigador, en su totalidad, sin ninguna interferencia. Ahora bien, tras este ejemplo del tratamiento al cual está sometido el grupo de la RAF, localizamos una especie de congruencia entre cierta idea de la eficiencia científica y cierta idea, que es mucho más que la de la represión, una idea del control de los datos en un capitalismo avanzado y liberal: los cuerpos son de esos “datos”. No es necesaria la panoplia hitleriana, esto se lleva a cabo bajo un régimen democrático.7 Pero la ciencia no puede reducirse en absoluto a ese aspecto centralista totalitario, aquél mediante el cual la ciencia es congruente con el discurso del saber y con el imperialismo intrínseco del capital. En primer lugar, hay las matemáticas en las cuales el problema del control de las variables no se plantea, en que por el contrario el problema planteado desde siempre es el de la invención de nuevos conceptos, el de volver operatorios en la forma de símbolos apropiados los propios obstáculos con que se topa el deseo de operar: invenciones de números, de espacios que cambian de arriba abajo las matemáticas naturales. Por cierto, no hay que decir que esas formaciones Alguien escribió, mejor que nadie, sobre el delirio de homogeneidad aplicado al “cuerpo social”: es Claude Lefort, en su comentario al Archipel du Goulag, Textures, 10–11, 1975. 7
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muy sofisticadas escapan por principio a un uso imperial; pero no cabe duda que corren parejas con la decadencia de una concepción centralista homogénea del espacio, como en topología, o contable del número, como en teoría de los números. Así, abren la puerta a un poder de imaginar y de operar que hace caso omiso de las imposiciones antes consideradas divinas, naturales, esenciales o trascendentales. Y luego, además de esa matemática creadora, a veces gracias a ella, se instauran una física, una lógica también artistas en que los requisitos de la unidad, de la totalidad y de la finalidad sencillamente se abandonan. En ciertas partes de la ciencia actual, lo impensable da lugar a pensamiento, a discurso coherente: espacio de las vecindades y de los limites anterior a cualquier medición; antipartículas; lógicas extrañas: la de Lesnievski permite demostrar la proposición: El canto del libro es el libro. No basta observar que esas invenciones nos acercan muy positivamente a los rasgos del inconsciente que Freud describía negativamente; tienen que inspirar nuestra imaginación y nuestra practica de un espacio sociopolítico no mensurable, no mediatizado por un centro contable, no homogéneo; y también de una lógica no aristotélica, como decía Van Vogt En esta función la ciencia no deja de ser ella misma, sigue sometiéndose a la regla de la fecundidad operatoria: el nuevo símbolo debe definirse, la nueva proposición demostrarse, los efectos de la nueva ley observarse en condiciones reproducibles. Pero la aportación debe volver a disparar la imaginación in149
ventiva de los investigadores. Entonces la condición de eficiencia cambia de sentido. En vez de hacer hincapié en el control de las variables (como la agresividad), éste ya no sirve, en forma de exigencias formales lógicas, de axiomáticas, de dispositivos experimentales, más que como medio para la ingeniosidad. La ciencia no es el discurso del saber eficaz, que pretende hallar en su conformidad con “la realidad” la prueba de su valor, es creadora de realidades, y su valor consiste en su poder de volver a distribuir perspectivas, no en su poder de dominar objetos. A este respecto, es comparable a las artes. En éstas también existe un gasto de energía dedicado a definir medios que vuelvan realizable la “idea” del artista; pero en primer lugar los artistas siempre los han concebido como pruebas de ingeniosidad más bien que como garantes de verdad; y lo importante sobre todo, en particular para el arte moderno, no es que los efectos de las obras sean conformes con una “idea”, con una “realidad” cualquiera (del alma, del sentimiento, del hombre, de las estructuras sociales, de los conflictos políticos), lo importante es el contenido en potencia de efectos nuevos en las obras. Uno puede engañarse en lo tocante a esa novedad, asimilarla a la tradición de lo nuevo que introdujo la industria de gran consumo, y reducirla al mercantilismo de las “innovaciones”. Pero la novedad es además otra cosa, sumamente grave; dice: no hay naturaleza, historia, Dios, no hay sentido recibido, dado, revelado, descubierto, hay energías (manera de hablar) cromáticas, sonoras, del lenguaje, que no
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obedecen a constantes de orden más que por excepción, y que toca a los hombres, como a cualquier pedazo de materia, jugar con ellas para volverlas perspectivas, conjuntos de relaciones. El objeto de esos juegos no es ni alcanzar lo verdadero, ni lograr la felicidad, ni demostrarse su dominio, sino gozar del simple poder de poner en perspectiva, aun a una escala minúscula. (Lo que aquí se escribe no es, por su parte, más que una pequeñísima puesta en perspectiva.) Así es cómo la decadencia de lo verdadero puede agravarse hasta en la ciencia. Tiene que hacer una elección en lo tocante al lugar por otorgar a la eficiencia y al control: ocasión de una racionalización, de un totalitarismo incrementados; o medio para multiplicar ingeniosas realidades. Hay que contar con que la ciencia use de ardides consigo misma.
DECADENCIA DE LA IDEA DE TRABAJO Otra pregunta: ¿qué es lo que está en decadencia? Nietzsche dice que son los valores. Otros piensan, sobre todo en estos tiempos de desempleo, que es el capitalismo, que está en crisis, y quien dice crisis siempre se refiere, ya sea a corto o a largo plazo, a una imposibilidad de funcionar, un bloqueo en el curso de un proceso (regresaremos dentro de un momento a esta noción). Pero antes, una observación: el capital no experimenta una crisis, no está él mismo en decadencia, sino que su funcionamiento supone e implica la
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decadencia, o si se quiere, la crisis. Mejor dicho, la crisis es una condición de su posibilidad de funcionamiento. El capital es crisis porque, como lo decía Marx, necesita destruir las instituciones, los valores, las normas precapitalistas, ordenando la “producción” y la “circulación” de los bienes, de los hombres, de las mujeres, de los niños nacidos y por nacer, de las palabras... Pero lo es además porque debe proceder sin cesar a la destrucción de sus propias creaciones. Aquí, nuevamente, encontramos ese movimiento de in situ del cual hablábamos hace un momento. Una especie de movimiento incesante de molturación./ destrucción./.construcción. La crisis es permanente, tanto como lo es el capital. Y sí, siguiendo a Nietzsche, se le quiere dar la connotación de una decadencia, es que el funcionamiento del capital necesita en efecto disgregar, a medida que las elabora, las instituciones familiares, sociales, las comunidades humanas, etcétera. El propio Nietzsche no describe esta situación como la del capital. Habla de la decadencia de los valores, de la cultura, no la atribuye. Me parece que tiene “razón”: la decadencia es una perspectiva, o el complemento indispensable de una perspectiva, que es el “platonismo”. Presentar la decadencia en términos de capital, muestra que el capitalismo es un nuevo relevo del platonismo, pero desplazado, un platonismo de la vida económica y social, no es explicar la decadencia por el capital, sino tan sólo extender la idea de “perspectiva”, relativizar el dispositivo de la “modernidad”, y también rehusarse a la actitud terapéutica: pues ésta forma parte de la decadencia.
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Veamos ahora el caso del trabajo. Para Marx, el valor del trabajo, la importancia que hay que otorgarle, tanto en la sociedad como en la vida de los individuos, no se enjuicia: lo que debe abolirse es la explotación y la enajenación que padece la actividad productiva. Ahora bien, hoy día es más probable que nunca que el valor otorgado al trabajo está decayendo, en particular en Occidente.8 En Francia, una encuesta reciente revela que casi el 50% de los jóvenes, tomados en todas las categorías socioprofesionales, no reconocen al trabajo otro fin más que el de asegurar la supervivencia. Se le niega cualquier valor ético (está bien trabajar) y cualquier valor de ideal individual (me realizo en el trabajo: más o menos el ideal del yo freudiano). Dicho de otro modo, la idea de trabajo ha perdido parte de su poder de motivación: ahora bien, éste era no solamente una pieza importante del funcionamiento de la gran máquina capitalista, sino también un motor de la crítica socialista, en la medida en que transmitía el desagrado de las grandes profesiones por las condiciones industriales del trabajo. El fenómeno es interesante porque se inscribe visiblemente en el movimiento de la decadencia: el sistema destruye un valor que parece serle indispensable. Pero aquí también hay que desarmar la trampa que tiende a los políticos de izquierda, la costumbre de pensar en términos de procesos tendenciales, es Véase en particular la encuesta de Jean Rousselet, L’Allergie au travail, Senil, 1974; y la obra de J. P. Barou, Gilda je t’aime, a bas le travail, France Sanvage, 1975. 8
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decir de historia agustiniana o hegeliana que lleva a un fin. Resultaría vano construir una política ajustada a semejante concepción de la historia, construirla en la perspectiva de la ruina del valor del trabajo. La decadencia de esta idea no es su simple decaimiento, y no introduce una catástrofe. El decaimiento se reanuda constantemente, se invierte, se neutraliza, y esto de muchas maneras. Socioeconómicamente primero: la parte del capital total que se invierte en fuerza de trabajo disminuye en provecho de la parte inmovilizada en medios de producción; en última instancia, se debería tener una producción sin trabajadores; en todo caso la crisis del trabajo perdería de ese modo algo de su importancia. Pero esta agravación de la composición orgánica del capital debe a su vez ponerse en tela de juicio; hay que distinguir la cantidad de los asalariados y la masa de los asalariados, hay que contabilizar los salarios indirectos que entran en la circulación del capital, hay que hacer intervenir multiplicadores de empleo para cada “mejoramiento” técnico o tecnológico, hay la inmigración de fuerza de trabajo proveniente del Tercer Mundo, etcétera. Todo eso tiende a mantener cierta tasa de empleo, y por ello la actualidad de una “crisis” de la idea de trabajo. Pero, sobre todo, el punto importante es que el capitalismo no necesita que el trabajo sea valorizado (como tampoco necesita que la verdad lo sea en el orden del discurso científico), le basta con que exista. Es incluso mejor así, para él: los apegos del trabajador calificado a sus hábitos profesionales son equi154
vocaciones que obstaculizan una libre circulación de la fuerza de trabajo. El valor otorgado al trabajo era de hecho cierto dispositivo pulsional de inversiones en los productos, las herramientas y las maneras de operar; da lugar a inversiones muy distintas. Resulta prematuro aspirar a definir estas últimas en términos libidinales; en realidad debe haber un gran número de ellas. Sin embargo, es importante mostrar que con el nombre genérico de trabajo asalariado, se han producido y se producen modificaciones en la colocación de los afectos en las tareas. “Enajenación” no sólo es un término que pertenece a la problemática pedagógica, la de los maestros, sino que es una palabra vaga que no permite distinguir y seguir esas modificaciones que, por el contrario, las oculta. Estos problemas de denominación encubren actitudes concretas. Todos los discursos y todas las acciones reivindicativas o políticas que se contentan con denunciar los salarios (explotación) o las condiciones de trabajo (enajenación) para mejorarlos son otros tantos rechazos de hacer eco y de dar curso a las modificaciones de inversión libidinal de las que hablamos; por lo tanto, otros tantos bloqueos represivos. Los sindicalistas y los políticos encauzan la riqueza de la decadencia in situ de la idea de trabajo dentro del léxico, de la sintaxis y de la retórica del discurso magistral, dentro del espacio–tiempo de los amos. Sin embargo, no hay que decir que es porque son malos, etcétera, que es su interés; y tampoco que nada de esa decadencia se presta a la transcripción en reivindicaciones y programas comunes.
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El aplastamiento que las organizaciones de trabajadores, con la complicidad circunstancial de los propios interesados, propinan a los desplazamientos libidinales en el trabajo se debe al hecho de que los aparatos representan sus mandatos, encarnan el sujeto que supuestamente constituyen, o sea: en un espacio y en un tiempo unitarios, en el escenario llamado de la historia. Los desplazamientos de inversión libidinal en el trabajo ocurren en espacios, tiempos y obedecen a lógicas que no tienen nada que ver con los de la filosofía de la historia, si bien no están alojados en ninguna otra parte. Suceden allí mismo, pero los signos que hacen allí (movimientos reivindicativos, declaraciones, manifestaciones), no son las tensiones que son. Si hubiera que esclarecer esas misteriosas tensiones o derivas en cuanto al trabajo, se podría aprovechar la oportunidad de la actual “crisis” asociada al aumento de los precios de la energía en Europa occidental. Se sabe qué disminución del poder adquisitivo debe resultar de él, sin hablar del desempleo. En la perspectiva reivindicativa, la alternativa es simple: o bien la pauperización aplasta a los trabajadores, y el temor de perder lo poco que les queda aniquila su combatividad; o bien exasperados, “no teniendo nada que perder”, entablan hachas duras. Esos son los dos enunciados que permite y puede anticipar la lengua de los militantes. Y en efecto, ¿qué otra cosa pueden decir las “masas”, si deben hablar una lengua rápidamente traducible por sus dirigentes en diálogos con los patrones y en decisiones de acciones, fuera del: Sí, vamos / no, no vamos.? 156
Ahora bien, al parecer nada de eso se produce, en el momento de escribir estas líneas: ni gran miedo ni gran revuelta. No es que no suceda nada, sino que lo que sucede no encuentra la manera de decirse actualmente en esa lengua. Esto no es solamente cierto para los movimientos visibles, cuyas singularidades resultan muy difíciles de describir si no se está en el lugar mismo: sino que es probablemente también el caso de situaciones o de hechos juzgados anexos, que lo son efectivamente si nos atenemos al idioma magistral de los militantes, en el que se esbozan las dimensiones espacio–temporales y lógicas de una “experiencia” que esa lengua desconoce. Para no dejar el caso del trabajo, el trabajo clandestino sería uno de esos desplazamientos notables. Podríamos suponerle en la crisis actual una función doblemente importante. En primer lugar, resulta verosímil que permite a muchos asalariados y desempleados mantener ilegalmente su poder adquisitivo; en segundo lugar, su propiedad epistemológica singular merece atención: el hecho de que escape, por posición, a la encuesta económica y sociológica, no implica tan sólo que no se pueda apreciar su amplitud, y que el deseo totalitario de “clarividencia” se encuentre allí con una opacidad hermética; pero si se supone que esta amplitud no es despreciable, hay que admitir que muchos bienes y servicios se intercambian sin pasar por el intermediario del control de los amos, ya sean los patrones, las administraciones locales o nacionales o las instancias sindicales. Como se trata de trabajos de reparación, de mantenimiento o de 157
fabricación de encargo, es probable que no encontraríamos en ello las características del trabajo industrial en serie: inversión pulsional diferente. Asimismo, las relaciones en este tipo de trabajo merecerían ser descritas detenidamente: los controles del empleador, del sindicato, de las administraciones son puestas en cortocircuito, se conoce a menudo al cliente, se llega a un arreglo directamente con él, etcétera. Por cierto, hay que tener cuidado de no edificar a partir de esas diferencias una especie de utopía del trabajo bueno o verdadero, que sería el clandestino. Pero no deja de ser cierto que en el interior del cuerpo del capital existe otra forma de vida socioeconómica, otro “reino”, no centrado, formado de una multitud de intercambios singulares o anárquicos, ajeno a la “racionalidad” de la producción. Y no puede decirse que esta forma de vida sea una impugnación, una crítica del capitalismo (ni siquiera es seguro que se relacione con la decadencia de la idea de trabajo). Pero revela esa paradoja que, aun en una sociedad centrada principalmente en la producción y el consumo, trabajar puede volverse una actividad minoritaria, es decir que es irrelativa al Centro, ni suscitada ni controlada por él. Esta independencia es vasta: si bien es cierto que el trabajo clandestino es una forma de usar ardides con la baja del nivel de vida, es una estratagema que, además, no implica ningún resentimiento: la “crisis” se experimenta sin abatimiento ni revuelta, sin credulidad frente a la catástrofe. Es sin duda en Italia donde aparecen mejor estas características, en la vida 158
al día, en la pequeña vida : en ella se encuentran repetidas veces situaciones que distan mucho de ser exclusivamente agradables (o desagradables), que están hechas todas de iniciativas independientes, aun negligentes, frente al poder central. Una especie de “sociedad civil” muy poco hegeliana, muy blanda y muy activa, no cesa de eludir las instancias magistrales. .
LA MENTIRA COMO PERSPECTIVA Ahora otra reflexión, menos sociológica, sobre la “crisis”. La idea misma de crisis, como se dijo, inscribe el objeto en una perspectiva dialéctica. Ésta dibuja la imagen de una historia, de una especie de cuerpo inmerso en una temporalidad homogénea, en donde va a alcanzar el límite de su organización, exceder sus condiciones de posibilidad, y deshacerse en otra cosa. En El Capital, en particular, Marx da a entender que la crisis es el momento contradictorio, interno al capital, que lo lleva a su fin. Eso equivale a situar el cuerpo social en una temporalidad negativa, en un tiempo que es el concepto mismo como contradictorio. Aquí, la pregunta: ¿qué es lo que determina la elección del tipo de temporalidad? ¿Una práctica puede acaso situarse en otra temporalidad que la del concepto? Según Nietzsche, la decadencia pone en juego tres categorías: lo verdadero, la unidad y la finalidad. Decadencia de lo verdadero = decadencia de 159
cierta lógica, de cierto tipo de racionalidad; decadencia de la unidad = decadencia de un espacio unitario, de un espacio sociocultural dotado de un discurso central; decadencia de la finalidad = decadencia de una temporalidad escatológica, orientada, finalizada. Si se transcribe esos múltiples aspectos en términos de capital, podemos observar que cada uno de ellos describe operadores lógicos, tópicos, crónicos, que definen nuevas prácticas “políticas”.
Acerca de la decadencia de lo Verdadero, una vez más. El capital es ese supuesto organismo que sin embargo es incapaz de proporcionar el discurso que funda su propia verdad. No dispone del discurso religioso, metafísico, susceptible de dar cuenta de su existencia y autorizarla. No hay el más mínimo He aquí por qué estoy aquí, o por qué tengo o soy el poder. No sólo nuestra sociedad está desprovista de fundamento, sino que además hace declinar intensamente la idea misma de un fundamento, de una autoridad última. En su lugar, el capital toma la iniciativa; perspectiva genial, en un sentido, porque trastoca completamente el problema del sentido: no me importa, dice, fundar el sentido, es decir recibirlo de otra parte; en cambio, propongo axiomáticas que son decisiones acerca de lo que tiene sentido, elecciones de sentido. La coherencia del sistema yace en los meta–enunciados que deben poder agruparse en un conjunto de axiomas: todo el mundo debe estar de acuerdo con este último, si no se infringe la “racionalidad”. Toda la lógica moderna, la filosofía analítica trabajan en ese espíritu. ¿Qué hizo Piero 160
Sraffa, sino escribir la axiomática de un capitalismo regulado in self–replacing state ? .
Ahora bien, una vía se muestra aquí, que no es de crítica teórica, epistemológica, ni política, pero en donde puede “cuajar” una perspectiva seudoteórica y seudopolítica muy diferente. Ese formalismo que da lugar a axiomática, económica por ejemplo, mantiene cierto estatuto de la verdad. Éste es ciertamente distinto de lo que es en una metafísica o en la teología de una religión revelada; pero tiene que existir, si no, al parecer, se vuelve imposible asignar a ningún enunciado un valor de verdad determinada. Los enunciados que declaran la verdad o la falsedad de un conjunto de enunciados no tienen que formar parte de la clase de estos últimos. Para decirlo de otro modo: que el discurso que decide acerca de lo verdadero no esté incluido en los discursos (matemático, etcétera, pero también económico, político, etcétera) cuyas condiciones de verdad, los axiomas, establece. Para hablar concretamente: es preciso que el enunciado del panadero: este pan parisiense vale y centavos, o del patrón: su hora de trabajo (la de usted, obrero no calificado, soltero de la región parisiense) vale y francos (tipo 1), es preciso que esos enunciados no pertenezcan a la misma clase que el enunciado que dice: esos valores son correctos (tipo 2). ¿Quién enuncia esta última proposición? La instancia de un poder, gobierno, cámara, magistratura del trabajo, a su vez expresión de un soberano, el “legislador”, que se supone que es por ejemplo ei “pueblo”. Si dejamos de lado por el momento la cues161
tión de la representatividad, ¿en qué se reconoce esa instancia en materia de verdad? Precisamente en la simple propiedad que sus enunciados establecen el valor (verdadero./.falso, bien./.mal, etcétera) de los demás enunciados, los del patrón y el panadero; y que por lo tanto no pertenecen a la misma clase que ellos. Por lo tanto, disociar enunciados del tipo 1, cuyas referencias son “objetos” cualesquiera (el pan, la hora de trabajo: mercancías en nuestros ejemplos; pero hay otros: alumnos de establecimientos escolares, número de compañeros sexuales, responsabilidad de los padres...) y enunciados del tipo 2, cuyas referencias son totalidades de enunciados de tipo 1:
declaramos que es verdad que el pan parisiense vale 150 centavos.; o sea: cualquiera que sea la variable preposicional x (este pan, aquel otro: los individuospanes), el enunciado f(x) = y, que se lee, para x, el precio en francos es 1.50, siempre es verdadero. (Una observación: Marx mantiene esa posición de verdad. En efecto, el texto del Capital implica que existe un enunciado o un grupo de enunciados de tipo 2 que afirman el valor de verdad de todos los enunciados del tipo 1 que son las ecuaciones que regulan los intercambios capitalistas: moneda./.mercancías. El meta–discurso de Marx declara que no es verdad que todos los intercambios se efectúan con igualdad de valor; localiza por lo menos en ellos una inecuación, la de la fuerza de trabajo con la mercancía, y en eso radica su crítica. Pero él mismo establece un enunciado de tipo 2: declaro que es verdad que todo valor de una mercancía consiste en la cantidad 162
total de tiempo de trabajo social promedio necesario para su producción; esta ecuación es el meta–operador de todas las demás; no forma parte de ellas.) Ahora bien, esta disociación de los enunciados y de los meta–enunciados exige tan sólo una decisión. Se decide ante todo salvaguardar la posibilidad de lo verdadero. Eso es lo que dice sin ambages Bertrand Russell mientras se ocupa de refutar la paradoja del Mentiroso.9 Cicerón expone esta última en la siguiente forma: Si dices que mientes y si dices la verdad, entonces mientes.10 Enunciado que nos pone en la indecibilidad: si por lo tanto mientes cuando dices que mientes, entonces dices la verdad; pero si dices la verdad cuando dices que mientes, entonces mientes... Russell piensa acabar con la perplejidad declarando: mientes es un enunciado de tipo 1, y dices (verdad o mentira) que ... es un enunciado de tipo 2. El paralogismo consiste en incluir el segundo en el conjunto de los primeros. La finalidad del trabajo del lógico, es salvaguardar el meta–lenguaje comprendido como lenguaje que establece los valores de verdad para un conjunto de enunciados. También es la del Centro; con la diferencia sin embargo de que éste se propone autorizar a su vez el estatuto de tipo 2 de sus enunciados derivándolo de una instancia de estatuto superior, por ejemplo la opinión de la mayoría, o algo por el estilo. Lo que después de todo no es menos paradójico que Bertrand Russell, Histoire des mes idées philosophiques, trad. francesa, Gallimard, 1961, cap. VII. 9
10
Cicerón, Primeros académicos, II.
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el Mentiroso, puesto que esa opinión mayoritaria está hecha de un conjunto de enunciados de tipo 1.11 Pero aun sin insistir en ese circulus, ese pequeño circo, no deja de ser cierto que si seguimos la reflexión de un Russell, se debe tomar una decisión para desunir enunciados 1 y 2 si se quiere que el valor de verdad de un enunciado cualquiera sea decidible. De hecho, a la paradoja del Mentiroso le tiene sin cuidado que se pueda decir o no de un enunciado que es verdadero o falso; más aún: constituye un pequeño dispositivo tal que esa decisión no puede tomarse. En que, por lo tanto, ninguna autoridad puede establecerse, determinarse, que disponga del metalenguaje. Inspira por ende otra “lógica” muy diferente, en que no habría metalenguaje, y esto no porque se nos ocultaría para siempre (como en tal religión [judaica] o tal versión [lacaniana] del inconsciente), sino porque mentira y veracidad son indiscernibles. Cualquier enunciado de pretensión metalingüística es eventualmente susceptible de pertenecer al conjunto de los enunciados que constituyen su referencia. Pero nadie sabe cuándo... Puede suceder que la clase de todas las clases forme parte de estas últimas. Si ahora transponemos directamente y sin miramientos esta última proposición al ámbito socioeconómico, implica que ninguna “clase” social tiene autoridad ni vocación para disponer del metalenguaje, o que todas la tienen: nadie sabe cuándo miente el amo y cuándo dice la verdad. Y por clase social, hay 11
Se dará curso a este problema en otras páginas.
164
que entender todo conjunto de individuos definidos por un montón de características distintivas: madres de familia, propietarios de capitales, bretones, zurdos, vegetarianos, bachilleres... Aquí vemos en qué forma la lógica revelada por la decadencia de lo verdadero se encuentra con la política de las minorías de la cual hablábamos hace un momento: política sin amo, lógica sin metalenguaje. Pero basta con ello por el momento.
LAS MINORÍAS COMO PERSPECTIVA
Acerca de la decadencia de la unidad , segunda característica señalada por Nietzsche, que tomamos aquí en su acepción política. Se ha dicho que el capitalismo había inventado la nación. Se trata seguramente de una reducción histórica; no obstante, se puede admitir que las burguesías han, si no producido, por lo menos impuesto, con el nombre de nación, una especie de metaconjunto de poblaciones diversas cuya unidad tenía una connotación económica, política, a veces religiosa, cultural. Estamos en el último cuarto del siglo XX y al parecer se ha iniciado un movimiento inverso, aparentemente. Un movimiento de decadencia de la unidad nacional, que tiende a sacar multiplicidades; y éstas distan mucho de no ser más de lo que eran antes de la formación de las unidades nacionales. Este movimiento puede aparecer como el adversario del capitalismo, pero pertenece a la decadencia de los valores que le es contemporánea. Nietzsche dijo: ¿por qué nos hemos vuelto 165
incrédulos y desconfiados? Porque nos han enseñado la veracidad y porque volvimos su exigencia contra la palabra que se daba por la veracidad misma, la palabra revelada. Asimismo, se puede decir: ¿por qué las minorías nacionales se levantan en los países modernos? Porque se nos enseñó la nacionalidad, y porque la volteamos contra la minoría que se daba por detentadora de la nación. Las naciones nacieron en la fragmentación del espacio del Imperio; pero esta fragmentación hizo muchos imperios; para las provincias de nuestros días, la capital nacional es como era Roma para las provincias de la antigüedad. A escala del hexágono, los amos reales o republicanos de París no fueron y no son menos imperialistas con respecto a sus provincias de lo que fue Roma con respecto a las suyas o de sus aliados. El lenguaje sostenido por París es sospechado, detestado. Se enjuicia el centralismo, y junto con él el espacio sociopolítico (y económico) que le es propio, y cuyas características euclidianas: isomorfia de todas sus regiones, neutralidad de todas sus direcciones, conmutabilidad de todas sus figuras según leyes de transformaciones, ya se encontraban en el ideal griego y en la idea jacobina de la ciudadanía Lo que se esboza es un grupo (por definir) de espacios heterogéneos, un gran patchwork de singularidades minoritarias todas; el espejo en el que se supone que reconocerán su unidad en forma de la imagen nacional, se rompe. Decadencia de la puesta en escena, en producción espectacular, que era lo político. Europa baja un punto en la definición de los grupos políticos elementales: mientras que los 166
amos tratan de unificarla por arriba, los pequeños vuelven a dividirla por abajo. Esto es muy importante. No porque convenga esperar de ello la promesa de una felicidad, de una igualdad... Por ejemplo, ya existe algo parecido en el espacio sociocultural norteamericano, y sin embargo la coexistencia de muchas minorías no es allí precisamente idílica. En este hecho de decadencia de la unidad, se plantea un problema, que ya fue planteado por los políticos (por los partidarios de la Comuna de París en 1871 en particular), pero que se plantea ahora en los afectos más recónditos y a la vez más evidentes de los pueblos: o bien el mantenimiento de un Centro, cualquiera que sea la fraseología política (unión de repúblicas, de Estados, federación, república, imperio...) o socioeconómica (liberalismo, socialismo) que se le dé a la función magistral; o bien la fragmentación en minorías, corriendo por cuenta de ellas establecer y restablecer incesantemente entre sí un modus vivendi. La decadencia del Centro se acompaña del ocaso de la idea de Imperio. En este contexto, hay muchas cosas más que hallar del lado de los pensadores de las multiplicidades, como Tucídides y Maquiavelo, que del lado de los centralistas de cualquier tendencia. Dos observaciones más a este respecto. En primer lugar, el movimiento de fragmentación no concierne solamente a las naciones, sino también a las sociedades: aparición de nuevos grupos elementales que no figuraban en el Registro Oficial: mujeres, homosexuales, divorciados, prostitutas, expropiados, inmigrados...; con la multiplicación de las categorías, 167
entorpecimiento y complicación de la burocracia central; pero también tendencias a arreglar sus asuntos uno mismo sin pasar por el intermediario autorizado del Centro o poniéndolo en cortocircuito cínicamente (como en las tomas de rehenes). Y luego: con respecto a este proceso de multiplicación, las organizaciones políticas existentes parecen comprometidas a fondo en el otro sentido. Pertenecen plenamente al espacio magistral, reconfortante, representativo, exclusivista. Contribuyen ampliamente a la prórroga de la decadencia del Centro. La “política” de las minorías exige el decaimiento de esas organizaciones.
LA OPORTUNIDAD COMO PERSPECTIVA Tan sólo unas cuantas palabras acerca de la decadencia de la finalidad. Años 1850–años 1950: discursos escatológicos, tanto del lado liberal, planista, fascista, nazi, como del lado socialista, bolchevique, comunista. Son oposiciones vivas, sangrientas, pero en el mismo ámbito de una temporalidad orientada por los valores más o menos compatibles de felicidad, libertad, grandeza, seguridad, prosperidad, justicia, igualdad. Para hablar de prisa, el ámbito común a esos finalismos es el que circunscribe Agustín: el De civitate Dei contiene tanto el tema de la acumulación de las experiencias, que hallamos laicizado en el discurso del liberalismo, como el del derrocamiento de las jerarquías, que brinda su motor a los movimientos revolucionarios, ambos articulados en una teleología La gran oposición del tiempo continuo y del tiempo 168
discontinuo, que dio lugar a las discusiones más intensas dentro del movimiento socialista alemán de los años 80s y siguientes, o también a la ruptura de Lenin con la dirección bolchevique en abril de 1917 —esta oposición es muestra del mismo enfoque de la temporalidad. Ahora bien, todo eso permanece vivaz, tanto en el discurso liberal como en el discurso de izquierda; todo eso sigue siendo capaz de captar las fuerzas acumuladas en malestar y descontento entre los pequeños, en voluntad de mayor poder entre los grandes. No hay que decir que todo eso está acabado o va a acabar: nueva escatología. Pero en esa vivacidad misma despunta la decadencia de los fines, que consiste en la retirada de su poder de “poner en perspectiva”. El finalismo de izquierda, el único que nos interesa (con razón o sin ella), puede perfectamente hablar en voz alta y verse otorgar un número no despreciable de sufragios a la hora de los votos, ello no impide que nadie viva según sus valores, y que probablemente nadie esté en condiciones de sacrificarle, como se dice (desde Jesús, Mat., XIX, 16–30), sus disposiciones reales de vida, aun en tal o cual “gran ocasión” —salvo los políticos. La decadencia de la idea de revolución puede compararse (no resulta novedoso decirlo) con la de la idea de Juicio Final en los principios del cristianismo: en lugar del reino para siempre ausente de Jesús se instalan los gerentes del imperio eclesiástico. No son ni traidores ni impostores, son más bien ejemplares, por desgracia. Su fuerza se debe a que mantienen una perspectiva que salvaguarda a la humanidad occidental de hundirse en el nihilismo. La 169
Iglesia (= el Partido), o nada (= la nada, el mal interminable). Lo que los políticos critican (en la intimidad) como apatía de las masas, disminución de combatividad, enajenación, es otra cosa muy distinta. Es una discordancia aguda, aun si ésta es a veces imperceptible, entre la perspectiva llamada política y otra, poco definida; y esta discordancia no pasa entre los dirigentes y la gente de la base, los atraviesa a todos. Se refiere efectivamente a la temporalidad. Aguarden, esperen, emprendan, preparen, organícense, dice la voz política; y la otra voz: aprovechen el buen momento, el futuro está, eventualmente, no necesariamente, en el instante, y no mañana, no caigan en el voluntarismo, hagan lo que se les presente como por hacer, escuchen lo que desea hacerse y háganlo. Por lo tanto, no hay ninguna puesta en historia escatológica, pero en frente tampoco la ética de la realización de los deseos o la teología del goce (que son, los simples reversos del ascetismo clásico, en el mismo ámbito). La oportunidad, que los Trágicos y Gorgias llamaban kairos. Nada es más realista que esa otra perspectiva, contrariamente a lo que se dice de ella para difamarla. Muchas luchas que se llevan a cabo en las empresas o en otras partes desde hace varios años, desde siempre quizás, la tienen por motor, junto con otras. Sólo en la perspectiva escatológica se puede pretender oponer a semejante iniciativa considerada desde ese momento como imaginaria, irrealista, irresponsable, una supuesta realidad final y en último análisis. Poco importa, pues, que los políticos lancen esos anatemas. 170
Después de un siglo de su práctica, el estado actual de las cosas da la medida de su realismo.
UNA EFICACIA SIN TERCEROS Una vez más la “Red Army Fraction”. ¿De qué índole era la eficacia que se esperaba de sus acciones? El problema no carece de cierta analogía con el planteado por la eficiencia científica. La objeción que suele hacerse a la nueva perspectiva12, es que descuida la eficacia. No harán tambalear el sistema si no coordinan sus acciones, si no explican su alcance. A falta de ello, no van a ser los pequeños abandonos libidinales en el seno de pequeñas minorías improductivas los que causarán ni por asomo, no decimos siquiera perjuicio, sino resentimiento al sistema. No discutamos eso ahora, pero observemos esto: que en un movimiento tan extremo como la RAF, el valor de la eficacia también está en plena decadencia, y que ésta no consiste en absoluto, como parecen creerlo nuestros oponentes, en el descuido por los efectos, sino en una especie de doble movimiento: la atención prestada a los efectos se divide, según dos perspectivas. Hay dos tipos de efectos, a veces indiscernidos, y aquí también habrá que escoger. Dufrenne cita algunos pasajes de Marcuse13, que No nos interesan más que las que formulan espíritus abiertos a dicha perspectiva, incluso inclinados a ella: Pierre Gaudibert, L’Ordre moral, Grasset, 1973, pp. 141–142; Mikel Dufrenne, Art et politique, UGE, 10/18, 1974, cap. VII. 12
13
Contre–révolution et révolte, París, Seuil, 1973, pp.
68–73. 171
desaprueba sin por ello condenarlos, donde la eficacia está abiertamente subordinada a la pedagogía, conforme a la antigua tradición. Ahora bien, en el expediente del proceso Baader–Meinhof, hallamos rastros de esta actitud clásica. A una pregunta del periodista del Spiegel.: “¿No se han dado cuenta que ya nadie sale a la calle por ustedes? ¿No se han dado cuenta que en cuanto lanzaron bombas en torno a ustedes, ya nadie les tiene una cama a su disposición?”,14 el miembro de la RAF responde citando sondeos de 1972 y 1973 que pretenden ser prueba de la audiencia del grupo ante el público alemán, y que tienden a probar que si el grupo no convenció, por lo menos logró granjearse la simpatía de una parte importante de la población: momento indispensable para el proceso pedagógico. O también, en la circular del 2 de febrero de 1975 dando la orden a los prisioneros de interrumpir la huelga de hambre, se dice: “Las luchas de clase no están bastante desarrolladas, debido a la corrupción de la organización de clase del proletariado y a una izquierda revolucionaría débil (...) Las posibilidades de la izquierda legal (...) no se han desarrollado suficientemente (...) Declaramos que la huelga ha logrado todo lo que era posible hacer aquí para explicar, movilizar y organizar la política antiimperialista, su escalada no fue percibida como una lucha de una calidad nueva”.15 La eficacia que se requiere aquí es la de la peda14
Baader–Meinhof, op. cit., p. 241.
15
Ibid., pp. 213–214. 172
gogía: sacar a la luz el principio de racionalidad, el logikon platónico en el alma de los niños, las masas. Hay por lo tanto tres polos en ese campo estratégico: nosotros, RAF; ellos, el aparato imperialista; ustedes, los alumnos, las masas. Somos eficaces cada vez que ustedes nos comprenden. ¿Pero quién juzgará si ustedes comprenden? Será cuando estén de acuerdo con nosotros; o sea si hablan según nuestra lengua y actúan según nuestra ética. Por lo tanto, nosotros juzgaremos, así como lo hace Sócrates juez del momento en que Menón es racional y del momento en que no lo es. (Por si hace falta, precisamos que nuestra descripción no implica en absoluto que haya que prolongar a toda costa la huelga de hambre...). Pero el mismo grupo busca y a veces obtiene una eficacia muy distinta. Por ejemplo: cuando destruye la computadora del ejército norteamericano en Heidelberg que programaba, entre otras cosas, los bombardeos en Vietnam del Norte, no dice: las masas van a comprender; sino: es un ataque al potencial del adversario imperialista, no sólo militar, sino moral.16 Eso es todo. Aquí estrategia sin terceros (falsos terceros por lo demás, ya que una de las partes, Sócrates, también es juez): tan sólo la RAF y el ejército norteamericano. El efecto esperado no es el despertar del logikon de las masas, sino la desorganización, aun provisional, del enemigo. Ninguna demostración. Y eso es lo que escribe el grupo: “Concluimos que el sujeto revolucionario es todo aquel que se libera de las obligaciones del sistema y niega su participación en los 16
Baader–Meinhof, p. 239.
173
crímenes del sistema. Que todos aquellos que se identifican políticamente con las luchas de liberación de los pueblos del Tercer Mundo, cada uno de los que se rehúsan, los que ya no están de acuerdo, cada uno de ellos es: sujeto revolucionario, camarada”.17 Así queda señalada la desaparición del tercero, del niño como sujeto razonable potencial, del proletariado como sujeto revolucionario potencial. Y una implicación inmediata de esa desaparición se halla en las respuestas hechas al Spiegel, en el enunciado del principio siguiente a propósito del régimen penitenciario: “Cualquier proletario prisionero, que comprende políticamente su situación, y que organiza la solidaridad, la lucha de los prisioneros, es un prisionero político, cualquiera que sea el motivo que lo llevó a la cárcel”.18 Bajo las viejas palabras, se desprende otra perspectiva. Imaginemos que ésa hubiese sido la línea de los comunistas alemanes (y otros) en los campos nazis, en lugar de la de la salvaguardia a toda costa del aparato, que describe David Rousset... Por tanto, ¿cuál eficacia? No defendemos aquí la estrategia militar de la RAF; pensaríamos más bien que el extremismo de sus acciones permanece tributario, en su desesperación misma y por inversión, del modelo clásico de la acción política educativa. Y es 17
Mener la lutte anti–impérialiste, construiré l’armée
rouge, folleto de la
1972, citado por Viktor Kleinkrieg (¡bonito nombre!), op. cit., p. 33 (pasaje subrayado en el texto). 18
RAF,
Op. cit., p. 219. 174
sin duda por esa razón, en ese caso aparentemente límite, que aparece la prórroga de la decadencia en materia de eficacia. La eliminación del tercero educable, pertenece a la nueva perspectiva, como la eliminación de la finalidad, de la verdad, de la unidad; y su mantenimiento, a la antigua, en el que también estamos metidos. En el primer caso, no hay cuerpo que organizar, que reorganizar, sino hostigamientos. Y aquí habrá que mostrar, 1. que existen muchas otras formas de hostigamiento que por bomba; y 2. en qué consiste el hostigamiento. Se vería que siempre es algo así como una retorsión, la astucia o maquinación mediante la cual los pequeños, los “débiles”, se vuelven por un momento más fuertes que los fuertes. Hacer de la enfermedad un arma, decía el Colectivo socialista de pacientes de Heidelberg. Y el Comité contra la tortura de los presos políticos en la República Federal Alemana: “Cobrar conciencia de esa fuerza material que es la debilidad transformada en fuerza.” Esas retorsiones pertenecen de los sofistas y retóricos de la del lógico, a un tiempo de las reloj de la historia mundial, minorías, sin centro.
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a una lógica que es la primera generación, no oportunidades, no del a un espacio de las
VI. LOS JUEGOS DEL PODER (Entrevista)
Michel Foucault —Una de las preocupaciones de su libro es denunciar las lagunas de los estudios históricos. Por ejemplo,
usted observa que nadie ha hecho nunca una historia del examen: a nadie se le ocurrió, pero es increíble que a nadie se le haya ocurrido. Los historiadores están acostumbrados, como los filósofos o los historiadores de la literatura, a una historia de los pináculos. Pero hoy día, a diferencia de los demás, aceptan con mayor facilidad manejar un material “innoble”. El surgimiento de ese material espurio en la historia data de unos cincuenta años. Existen, por lo tanto, menos dificultades para entenderse con ellos. Nunca se oirá decir a un historiador lo que dijo en una revista increíble, Raison présente, alguien cuyo nombre no importa, acerca de Buffon y de Ricardo: Foucault sólo se ocupa de mediocres.
—Cuando usted estudia la prisión, al parecer lamenta la ausencia de un material, de monografía acerca de tal o cual cárcel, por ejemplo. Actualmente, se regresa mucho a la monografía, pero la monografía considerada menos como el estudio de un objeto particular, que como un intento por hacer resurgir los puntos en que un tipo de dis176
curso se produjo y se formó. ¿Qué sería ahora un estudio sobre una cárcel o un hospital psiquiátrico? Se hicieron cientos de ellos en el siglo XIX, sobre todo sobre los hospitales, estudiando la historia de las instituciones, la cronología de los directores, qué sé yo. Hoy día, hacer la historia monográfica de un hospital consistiría en sacar el archivo de ese hospital en el movimiento mismo de su formación, como un discurso en curso de constitución, y mezclándose al movimiento mismo del hospital, a las instituciones, influyendo en ellas, reformándolas. Lo que se trataría de reconstruir sería el enmarañamiento del discurso en el proceso, en la historia. Un poco en la línea de lo que hizo Faye para el discurso totalitario. En mis investigaciones, la constitución de un cuerpo plantea un problema, pero un problema sin duda diferente al de la investigación lingüística, por ejemplo. Cuando se quiere hacer un estudio lingüístico, o un estudio del mito, es preciso darse un cuerpo, definirlo y establecer los criterios de su constitución. En el campo mucho más impreciso que yo estudio, el cuerpo es en un sentido indefinido: nunca se logrará constituir el conjunto de los discursos pronunciados acerca de la locura, aun limitándose a una época dada y en un país dado. Para la prisión, no tendría sentido limitarse a los discursos pronunciados sobre la prisión. También están los que vienen de la prisión, las decisiones, los reglamentos que son elementos constituyentes de la prisión, el funcionamiento mismo de la prisión, que tiene sus estrategias, sus discursos no formulados, sus ardides que no son finalmente los de nadie, pero que sin embargo son vividos, ase177
guran el funcionamiento y la permanencia de la institución. Todo eso es lo que hay que recoger y hacer aparecer. Y el trabajo, en mi opinión, consiste más en evidenciar esos discursos en sus conexiones estratégicas, más bien que constituirlos con exclusión de los demás discursos.
—Usted determina en la historia de la represión un momento central: el paso del castigo a la vigilancia. Eso es. El momento en que resultó evidente, según la economía del poder, que era más eficaz y más rentable vigilar que castigar. Este momento corresponde a la formación, a la vez rápida y lenta, de un nuevo tipo de ejercicio del poder, en el siglo XVIII y a principios del XIX. Todo el mundo conoce los grandes trastornos, los reajustes institucionales que provocaron el cambio de régimen político, la manera en que fueron modificadas las delegaciones de poder a la cabeza misma del sistema estatal. Pero cuando pienso en la mecánica del poder, pienso en su forma capilar de existir, en el punto en que el poder se acerca al grano mismo de los individuos, alcanza sus cuerpos, se inserta en sus gestos, sus actitudes, sus discursos, su aprendizaje, su vida cotidiana. El siglo XVIII encontró un régimen por así decirlo sináptico del poder, de su ejercicio en el cuerpo social. No por encima del cuerpo social. El cambio de poder oficial estuvo relacionado con ese proceso, pero a través de desfases. Un cambio de estructura fundamental fue lo que permitió que se realizara, con cierta coherencia, esa modificación de los pequeños ejercicios del poder. También es cierto que fue la formación de ese 178
nuevo poder microscópico, capilar, lo que impulsó al cuerpo social a expulsar elementos como la corte, el personaje del rey. La mitología del soberano dejaba de ser posible a partir del momento en que cierta forma de poder se ejercía dentro del cuerpo social. El soberano se volvía entonces un personaje fantástico, a la vez monstruoso y arcaico. Existe, por lo tanto, una correlación entre los dos procesos, pero no una correlación absoluta. En Inglaterra hubo las mismas modificaciones del poder capilar que en Francia. Pero allá, el personaje del rey, por ejemplo, fue desplazado a funciones de representaciones, en vez de ser eliminado. Por consiguiente, no puede decirse que el cambio, a nivel del poder capilar, esté absolutamente relacionado con los cambios institucionales a nivel de las formas centralizadas del Estado.
—Usted muestra que a partir del momento en que la prisión se constituyó en su forma de vigilancia, segregó su propio alimento, o sea la delincuencia. Mi hipótesis es que la prisión se vinculó, desde el principio, a un proyecto de transformación de los individuos. Se suele creer que la cárcel era una especie de muladar de criminales, muladar cuyos inconvenientes resultaron ser tales con el uso que se llegó a la conclusión de que se tendrían que reformar las cárceles, convertirlas en un instrumento para la transformación de los individuos. Eso no es cierto: los textos, los programas, las declaraciones de intención están allí. Desde el principio. La prisión debía ser un instrumento tan perfeccionado como la escuela 179
o el cuartel o el hospital, e influir con precisión en los individuos. El fracaso fue inmediato, y se registró casi al mismo tiempo que el propio proyecto. Desde 1820, se observa que la cárcel, lejos de transformar a criminales en gente honrada., tan sólo servia para fabricar nuevos criminales, o para hundir aún más a los criminales en la criminalidad. Fue entonces cuando se produjo, como siempre en el mecanismo del poder, una utilización estratégica de lo que era un inconveniente. La prisión fabrica delincuentes, pero los delincuentes son finalmente útiles, tanto en el ámbito económico como en el político. Los delincuentes sirven para algo. Por ejemplo, en la ganancia que se puede sacar de la explotación del placer sexual: es el establecimiento, en el siglo XIX, del gran edificio de la prostitución, que sólo fue posible gracias a los delincuentes, que tomaron el relevo entre el placer sexual cotidiano y costoso y la capitalización. Otro ejemplo: todo el mundo sabe que Napoleón III tomó el poder gracias a un grupo constituido, por lo menos en su nivel más bajo, por delincuentes de derecho común. Y basta ver el miedo y el odio que sentían los obreros del siglo XIX hacia los delincuentes para comprender que éstos eran utilizados contra aquéllos, en las luchas políticas y sociales, para misiones de vigilancia, de infiltración, para impedir o romper las huelgas, etcétera.
—En resumen, los norteamericanos, en el siglo XX, no
fueron los primeros en utilizar a la Mafia para ese tipo de trabajo. 180
En absoluto.
—También
había el problema del trabajo penal: los obreros temían una competencia, un trabajo a bajo precio que hubiera arruinado su salario. Quizás. Pero me pregunto si el trabajo penal no fue organizado precisamente para constituir entre los delincuentes y los obreros esa desavenencia tan importante para el funcionamiento general del sistema. Lo que temía la burguesía era esa especie de ilegalismo sonriente y tolerado que se conocía en el siglo XVIII. No hay que exagerar: los castigos en el siglo XVIII eran de un gran salvajismo. Pero no deja de ser cierto que los criminales, al menos algunos de ellos, eran bien tolerados por la población. No había una clase autónoma de delincuentes. Alguien como Mandrin era recibido por la burguesía, por la aristocracia, así como por el campesinado en los lugares que atravesaba, y protegido por todo el mundo. A partir del momento en que la capitalización puso en manos de la clase popular una riqueza invertida, en forma de materias primas, de máquinas, de máquinas herramientas, hubo que proteger absolutamente esa riqueza. En efecto, la sociedad industrial exige que la riqueza esté directamente en manos no de los que la poseen, sino de los que permiten sacar de ella una ganancia haciéndola trabajar. ¿Cómo proteger esa riqueza? Por supuesto, mediante una moral rigurosa: eso explica la tremenda capa de moralización que cayó desde arriba sobre la población del siglo XIX. Véase las formidables campañas de cristianización ante los obreros que 181
tuvieron lugar en esa época. Fue absolutamente necesario constituir al pueblo como un sujeto moral, por lo tanto separarlo de la delincuencia, por lo tanto separar nítidamente el grupo de los delincuentes, mostrarlos como peligrosos no sólo para la gente rica, sino también para la gente pobre, mostrarlos cargados de todos los vicios y perpetradores de los mayores peligros. Así nació la literatura policiaca, y se empezó a darle importancia en los periódicos a las gacetillas, a los relatos horribles de crímenes.
—Usted muestra que las principales víctimas de la delincuencia eran las clases pobres . Y mientras más víctimas eran, más miedo tenían de ella.
—Pero se la reclutaba en esas clases . Sí, y la prisión fue el gran instrumento de reclutamiento. A partir del momento en que alguien entraba a la cárcel, se echaba a andar un mecanismo que lo volvía infame; y cuando salía de ella, no podía hacer otra cosa que volver a ser delincuente. Caía forzosamente en el sistema que lo convertía en un rufián, o en un policía, o en un soplón. La cárcel profesionalizaba. En vez de tener como en el siglo XVIII sus bandas nómadas que recorrían el campo y que eran a menudo muy salvajes, se tiene ese medio delincuente bien cerrado, bien infiltrado por la policía, medio esencialmente urbano, y que es de una utilidad política y económica nada despreciable. 182
—Usted observa, con razón, que el trabajo penal tiene la característica de no servir para nada. Cabe
preguntarse entonces cuál es su papel en la economía general. En su concepción primitiva, el trabajo penal no es el aprendizaje de tal o cual oficio, sino el de la virtud misma del trabajo. Trabajar sin objeto, trabajar por trabajar debía dar a los individuos la forma ideal del trabajador. Quimera quizás, pero que había sido perfectamente programada y definida por los cuáqueros en los Estados Unidos (constitución de las workhouses ) y por los holandeses. Luego, a partir de 1835–1840, se volvió evidente que no se procuraba corregir a los delincuentes, ni volverlos virtuosos, sino agruparlos en un medio bien definido, fichado, que pudiera ser un arma con fines económicos o políticos. El problema entonces no era enseñarles algo, sino al contrario, no enseñarles nada, para estar bien seguros de que no pudieran hacer nada al salir de la cárcel. El carácter de vanidad del trabajo penal, que estaba relacionado al principio con un proyecto preciso, sirve ahora para otra estrategia. .
—¿No piensa usted que hoy día, y es un fenómeno notable, se vuelve a pasar del plano de la delincuencia al plano de la infracción, del ilegalismo, desan-
dando así el camino recorrido en el siglo XVIII ? Me parece en efecto que la gran intolerancia de la población frente al delincuente que la moral y la política del siglo XIX habían tratado de instaurar, está desmoronándose. Se acepta cada vez más ciertas 183
formas de ilegalismo, de irregularidades. No sólo las que se toleraban o aceptaban antaño, como las irregularidades fiscales o financieras, con las cuales la burguesía vivió y mantuvo las mejores relaciones. Sino esa irregularidad, por ejemplo, que consiste en robar un objeto en un almacén.
—Pero el hecho de que las primeras irregularidades, fiscales y financieras, fueran del conocimiento de
todos no modificó el sentimiento general hacia las “pequeñas irregularidades”. Hace algún tiempo, unas estadísticas de Le Monde comparaban el perjuicio económico considerable de las primeras, y los pocos meses o años de prisión con que habían sido sancionadas, con el reducido perjuicio económico de las segundas (incluyendo las irregularidades violentas como los atracos) y el número considerable de años de prisión que les valieron a sus autores. Y el artículo manifestaba un sentimiento escandalizado ante esa disparidad. Este es un problema delicado, que es actualmente objeto de discusiones en los grupos de exdelincuentes. Es cierto que en la conciencia de la gente, pero también en el sistema económico actual, cierto margen de ilegalismo resulta no ser costoso, y perfectamente tolerable. En los Estados Unidos, se sabe que el robo es un riesgo permanente, corrido por los grandes almacenes. Se evalúa aproximadamente a cuánto asciende y se observa que el costo de una vigilancia y de una protección eficaces sería demasiado elevado, por lo tanto no rentable. Se deja hacer. Los seguros cubren, todo eso forma parte del sistema. 184
Frente a ese ilegalismo, que parece extenderse actualmente, ¿estamos en presencia de un enjuiciamiento de la línea divisoria entre infracción tolerable, y tolerada, y delincuencia infamante, o presenciamos simplemente una relajación del sistema que, al darse cuenta de su solidez, puede aceptar en sus márgenes algo que, a final de cuentas, no lo compromete en absoluto? También hay indudablemente un cambio en la relación que la gente tiene con la riqueza. La burguesía ya no tiene hacia la riqueza ese apego de propiedad que tenía en el siglo XIX. La riqueza ya no es lo que se posee, sino lo que se aprovecha. La aceleración en el flujo de la riqueza, sus capacidades cada vez mayores de circulación, el abandono del ahorro, la práctica del crédito, la disminución de la parte de los bienes raíces en la fortuna, hacen que el hurto no parezca a la gente más escandaloso que la estafa o el fraude fiscal.
—También hay otra modificación: el discurso sobre la delincuencia, simple condena en el siglo XIX (“ro-
ba porque es malo”) se vuelve hoy día explicación (“roba porque es pobre”) y también: es más grave robar cuando se es rico que cuando se es pobre. Hay algo de eso. Y si no hubiera más que eso, quizás podríamos tranquilizarnos y ser optimistas. ¿Pero no hay acaso, mezclado en eso, un discurso explicativo que comparta, en cambio, cierto número de peligros? Roba porque es pobre, pero es bien sabido que no todos los pobres roban. Por lo tanto, para que ése en particular robe, es preciso que tenga 185
en él algo que no funcione muy bien. Ese algo es su carácter, su psiquismo, su educación, su inconsciente, su deseo. De resultas, se remite al delincuente a una tecnología penal, la de la cárcel, a una tecnología médica, si no la del asilo, por lo menos la desempeñada por personas responsables. —Asimismo, la relación que usted establece entre
técnica y represión penal y médica corre peligro de escandalizar a ciertas personas. Sabe usted, hace unos quince años quizás se lograba todavía escandalizar diciendo cosas como ésas. He observado que aun hoy día los psiquiatras nunca me perdonaron la Historia de la locura (F .C .E .). No hace ni quince días que recibí otra carta llena de insultos. Pero creo que este tipo de análisis, por más heridas que pueda seguir causando, sobre todo a los psiquiatras que arrastran desde hace tanto tiempo su complejo de culpa, se admite mejor hoy día. —Usted muestra que el sistema médico siempre fue el auxiliar del sistema penal, aun hoy día cuando el psiquiatra colabora con el juez, el tribunal, la prisión. Para ciertos médicos más jóvenes, que han tratado de zafarse de esos compromisos, este análisis es quizás un tanto injusto. Quizás. Por lo demás, en Vigilar y castigar no hice más que preparar el terreno. Estoy elaborando actualmente un trabajo acerca de los dictámenes psiquiátricos en materia penal. Voy a publicar expedientes de los cuales algunos se remontan al siglo 186
XIX,
pero de los cuales otros son más contemporáneos, y que son propiamente asombrosos.
—Usted distingue dos delincuencias: la que acaba en la policía y la que se hunde en la estética, Vidocq y Lacenaire. Detuve mi análisis en esos años 1840, que me parecen muy significativos. En esa época comienza el largo concubinato de la policía y de la delincuencia. Se hace el primer balance del fracaso de la prisión, se sabe que la cárcel no reforma, sino que por el contrario fabrica delincuencia y delincuentes, y es el momento en que se descubre los beneficios que pueden sacarse de esa fabricación. Esos delincuentes pueden servir para algo, aunque sólo fuera para vigilar a los delincuentes. Vidocq es muy característico en esto. Viene del siglo XVIII, del periodo revolucionario e imperial, época en que fue contrabandista, un poco rufián, desertor. Formaba parte de esos nómadas que recorrían las ciudades, el campo, los ejércitos, circulaban. Criminalidad al viejo estilo. Luego fue absorbido por el sistema. Después fue al presidio, salió de él convertido en soplón, luego se volvió policía y por último jefe de la policía. Es, simbólicamente, el primer gran delincuente que haya sido utilizado como delincuente por el aparato del poder. En cuanto a Lacenaire, es la señal de otro fenómeno, diferente, pero vinculado al primero: el del interés estético, literario, que comienza a prestarse al crimen, la heroización estética del crimen. Hasta el siglo XVIII, los crímenes sólo se glorificaban en dos modos: un modo literario, cuando eran los crímenes 187
de un rey y porque eran los crímenes de un rey, o un modo popular que hallamos en los periodicuchos, los volantes que cuentan las hazañas de Mandrin o de algún gran asesino. Dos géneros que no comunicaban en modo alguno. Hacia 1840, aparece el héroe criminal, héroe por ser criminal, que no es ni aristócrata ni popular. La burguesía se dota entonces de sus propios héroes criminales. Es en ese mismo momento que se constituye esa separación entre los criminales y las clases populares: el criminal no debe ser un héroe popular, sino un enemigo de las clases pobres. La burguesía, por su parte, constituye una estética en que el crimen deja de ser popular para convertirse en una de esas bellas artes de la cual únicamente ella es capaz. Lacenaire es el tipo de ese nuevo criminal. Es de origen burgués o pequeñoburgués. Sus padres hicieron negocios sucios, pero fue bien educado, fue al colegio, sabe leer y escribir. Esto le permitió desempeñar en su medio un papel de líder. La manera en que habla de los demás delincuentes es característica: ellos eran las bestias brutas, cobardes y torpes. Lacenaire, en cambio, era el cerebro frío y lúcido. Así se constituye el nuevo héroe, que presenta todas las señas y todas las pruebas de la burguesía. En la novela policiaca nunca se ve un criminal popular. El criminal siempre es inteligente, juega con la policía una especie de juego de igual a igual. Lo divertido es que, en la realidad, Lacenaire era lamentable, ridículo y torpe. Siempre había soñado con matar, pero no lo lograba. Lo único que sabía hacer era chantajear en el bosque de Boulogne a los homosexuales que pescaba. El único crimen 188
que cometió, fue contra un viejito con el que había hecho algunas cochinadas en prisión. Y poco faltó para que Lacenaire fuera asesinado por sus compañeros de detención en La Forcé porque éstos le reprochaban, sin duda con razón, ser un soplón. —Cuando usted dice que los delincuentes son útiles,
¿no podría pensarse que en gran medida la delincuencia forma más bien parte de la naturaleza de las cosas que de la necesidad político–económica? En efecto, podría pensarse que para una sociedad industrial, la delincuencia es una mano de obra menos rentable que la mano de obra obrera. Hacia los años 1840, el desempleo, el empleo parcial son una de las condiciones de la economía. La mano de obra sobraba. Pero pensar que la delincuencia forma parte del orden de las cosas, también forma parte sin duda del pensamiento burgués del siglo XIX. Hacía falta ser tan ingenuo como Baudelaire para imaginarse que la burguesía es tonta y mojigata. Es inteligente y cínica. Basta leer lo que decía acerca de sí misma y, mejor aún, lo que decía acerca de los demás. La sociedad sin delincuencia fue un sueño de finales del siglo XVIII. Y luego, nada. La delincuencia era demasiado útil para que pudiera soñarse algo tan tonto y tan peligroso como una sociedad sin delincuencia. Si no hay delincuencia, no hay policía. ¿Qué es lo que vuelve la presencia policiaca, el control policiaco tolerable para la población, sino el temor del delincuente? Qué buena oportunidad. Esa institución tan reciente, y tan onerosa, de la policía 189
sólo se justifica por eso. Si aceptamos entre nosotros esa gente uniformada, armada, cuando nosotros no tenemos derecho de estarlo, que nos piden nuestros papeles de identificación, que vienen a merodear en el umbral de nuestra puerta, ¿cómo sería eso posible si no hubiera delincuentes? ¿Y si no hubiera todos los días en los periódicos artículos en que se nos cuenta cuan numerosos y peligrosos son los delincuentes?
—Es usted muy duro con la criminología, su “discurso parlanchín”, su “machaconería”. ¿Ha leído usted alguna vez textos de criminología? Es como para dejarlo a uno patidifuso. Y lo digo con asombro, no con agresividad, porque no logro comprender cómo es que ese discurso de la criminología no pudo pasar de ahí. Se tiene la impresión que el discurso de la criminología tiene tal unidad, es requerido tan fuertemente y vuelto tan necesario por el funcionamiento del sistema, que ni siquiera necesita otorgarse una justificación teórica, o aun simplemente una coherencia o un sostén. Es enteramente utilitario. Y me parece que hay que averiguar por qué un discurso “sabio” se volvió tan indispensable por el funcionamiento de la penalidad en el siglo XIX. Se volvió necesario por esa coartada, que funciona desde el siglo XVIII, que si se impone un castigo a alguien no es para castigarlo por lo que hizo, sino para transformarlo en lo que es. A partir de ese momento, juzgar penalmente, o sea proclamar a alguien: te vamos a cortar la cabeza, o meterte a la cárcel, o aun simplemente te vamos a 190
escarmentar porque has hecho tal o cual cosa, es un acto que ya no tiene ninguna significación. En cuanto se suprime la idea de venganza que era antaño el atributo del soberano, del soberano atacado en su soberanía misma por el crimen, el castigo no puede tener significación más que en una tecnología de la reforma. Y los propios jueces, sin quererlo y sin siquiera darse cuenta, pasaron poco a poco de un veredicto que aún tenía connotaciones punitivas a un veredicto que sólo pueden justificar, en su propio vocabulario, siempre que sea transformador del individuo. Pero es sabido que los instrumentos que se les dio, la pena de muerte, antaño el presidio, hoy día la reclusión o la detención, no transforman; de ahí la necesidad de transmitir sus poderes a personas que van a sostener sobre el crimen y los criminales un discurso que podrá justificar dichas medidas.
—En resumen, ¿el discurso criminológico sólo sirve
para dar una apariencia de buena conciencia a los jueces? Sí. O más bien es indispensable para permitir juzgar.
—En su libro sobre Pierre Rivière, el que habla y escribe es un criminal. Pero, a diferencia de Lacenaire, llegó hasta el fin de su crimen. En primer lugar,
¿cómo encontró usted ese texto sorprendente? Por casualidad. Buscando sistemáticamente los dictámenes médico–legales, psiquiátricos en el plano penal, en las revistas de los siglos XIX y XX. 191
—Pues es rarísimo que un campesino iletrado, o muy poco letrado, se tome el trabajo de escribir así cuarenta páginas para explicar y cantar su crimen. Es una historia absolutamente extraña. Sin embargo, puede decirse, pues es algo que me llamó la atención, que en esas circunstancias escribir su vida, sus recuerdos, lo que le sucedió a uno, constituía una práctica de la cual encontramos un número bastante grande de testimonios, precisamente en las prisiones. Un tal Appert, uno de los primeros filántropos que recorrió una cantidad de presidios y de cárceles, hizo escribir a los detenidos sus memorias, de las cuales publicó algunos fragmentos. En los Estados Unidos, encontramos también en ese papel a médicos y jueces. Era la primera gran curiosidad hacia esos individuos que se deseaba transformar y para cuya transformación había que dotarse de cierto saber, cierta técnica. Esta curiosidad por el criminal no existía en absoluto en el siglo XVIII en que se trataba simplemente de saber si el inculpado había realmente cometido lo que se le reprochaba. Esto establecido, la tarifa era fija. La pregunta: ¿quién es ese individuo que cometió ese crimen? es una pregunta nueva. Sin embargo, no basta para explicar la historia de Pierre Rivière. Pues Pierre Rivière, él lo dice claramente, había querido comenzar a escribir sus memorias antes de cometer su crimen. En este libro, no quisimos en absoluto hacer un análisis psicológico, psicoanalítico o lingüístico de Pierre Rivière, sino hacer resaltar la maquinaria médica y judicial que rodeó la historia. 192
En cuanto a lo demás, cedemos la palabra a los psicoanalistas y a los criminólogos. Pero resulta asombroso que ese texto, que los había dejado sin voz en aquella época, los haya dejado en el mismo mutismo hoy día. —En Historia de la locura* encontré una frase en la
que usted dice que conviene “separar las cronologías y las sucesiones históricas de cualquier perspectiva de progreso”. Es algo que debo a los historiadores de las ciencias. Tengo esa precaución de método, ese escepticismo radical, pero sin agresividad, que se da por principio no tomar el punto en que nos encontramos como el resultado de un progreso que tendría precisamente que reconstituirse en la historia, o sea tener con respecto a nosotros mismos, de nuestro presente, de lo que somos, del aquí y del hoy, ese escepticismo que impide suponer que es mejor, o que es más. Lo cual no quiere decir que no tratemos de reconstruir procesos generativos, pero sin asignarles una positividad, una valorización.
—Mientras que la ciencia partió durante mucho tiempo del postulado de que la humanidad progresaba. ¿La ciencia? Más bien la historia de la ciencia. Y no digo que la humanidad no progrese. Digo que es un mal método plantear el problema: ¿cómo es que progresamos? El problema es: ¿cómo sucede? Y lo * Historia de la locura, F.C.E., 1976. 193
que sucede ahora no es forzosamente mejor o más elaborado, o mejor dilucidado, que lo que sucedía antaño. —Sus investigaciones se refieren a cosas triviales, o trivializadas porque no son vistas. Por ejemplo, me llama la atención que las cárceles estén en las ciudades, y que nadie las vea. O que , cuando uno las ve, uno se pregunte distraídamente si se trata de una cárcel, de una escuela, de un cuartel o de un hospital, sin más. ¿El acontecimiento no reside acaso en hacer saltar a la vista lo que nadie veía?
En cierto modo, tanto estudios muy detallados como la situación del régimen fiscal y del campesinado del bajo Languedoc entre 1880 y 1882, como un fenómeno capital que nadie miraba, tal como la prisión. En un sentido, la historia siempre se hizo así. Hacer aparecer lo que no se veía puede deberse a que se utiliza un instrumento de aumento, y que en vez de estudiar las instituciones de la monarquía entre el siglo XVI y el final del siglo XVIII, se puede perfectamente estudiar la institución del Consejo de Arriba entre la muerte de Enrique IV y la llegada al trono de Luis XIII. Nos quedamos en el mismo ámbito de objeto, pero el objeto está aumentando. Pero hacer ver lo que no se veía, puede ser desplazarse de nivel, dirigirse a un nivel que hasta entonces no era pertinente históricamente, que no tenía valorización alguna, ni moral, ni estética, ni política, ni histórica. El hecho de que la manera en que se trata a los locos forme parte de la historia de la razón, re194
sulta evidente hoy día. Pero no lo era hace cincuenta años, cuando la historia de la razón era Platón, Descartes, Kant o aun Arquímedes, Galileo y Newton.
—Y eso que entre razón y sinrazón existe un juego de espejos, una antinomia simple. Que no existe
cuando usted escribe: “Se hace la historia de los experimentos en los ciegos de nacimiento, los niños salvajes o la hipnosis. Pero quién hará la historia más general, más imprecisa, más determinante también, del examen... Pues en esa pobre técnica se encuentran comprometidos todo un campo de saber, todo un tipo de poder.” Por lo general, los mecanismos de poder nunca han sido muy estudiados en la historia. Se estudió a la gente que tenía el poder. Era la historia anecdótica de los reyes, de los generales. A la que se opuso la historia de los procesos, de las infraestructuras económicas. A esta última, se contrapuso una historia de las instituciones, es decir lo que se considera como superestructura con respecto a la economía. Ahora bien, el poder en sus estrategias, a la vez generales y finas, en sus mecanismos, nunca se estudió mucho. Algo que se estudió aún menos, son las relaciones entre el poder y el saber, las incidencias de uno en otro. Una de las tradiciones del humanismo es admitir que en cuanto se toca el poder, se deja de saber: el poder vuelve loco, los que gobiernan son ciegos. Y tan sólo aquellos que están distanciados del poder, que no tienen nada que ver con la tiranía, encerrados en su cuarto con calefacción, meditando, sólo ellos pueden descubrir la verdad. 195
Ahora bien, me da la impresión de que existe, y he tratado de evidenciarla, una perpetua articulación del poder con el saber y del saber con el poder. No basta contentarse con decir que el poder necesita tal o cual descubrimiento, tal o cual forma de saber, sino que ejercer el poder crea objetos de saber, los hace surgir, acumula informaciones, las utiliza. No se puede comprender nada del saber económico si no se sabe cómo se ejercía, en su cotidianidad, el poder, y el poder económico. El ejercicio del poder crea perpetuamente saber, e inversamente el saber provoca efectos de poder. El mandarinato universitario no es más que la forma más visible, más estancada y menos peligrosa de esta evidencia. Hay que ser muy ingenuo para imaginarse que los efectos del poder vinculado al saber culminan en el mandarín universitario. Se encuentran en otra parte, en forma mucho más difusa, anclada y peligrosa que en el personaje del viejo profesor. Por lo tanto, el humanismo moderno se equivoca al establecer esa separación entre saber y poder. Están integrados, y no se trata de soñar en un momento en que el saber ya no dependería del poder, lo cual es una manera de revalidar el mismo humanismo en forma utópica. No es posible que el poder se ejerza sin saber, no es posible que el saber no engendre poder. “Liberemos la investigación científica de las exigencias del capitalismo monopolista”: esto quizá sea un excelente lema, pero nunca será más que un lema.
196
—Con respecto a Marx y al marxismo, usted parece guardar cierta distancia, lo cual ya se le había reprochado a propósito de la Arqueología del saber. Sin duda alguna. Pero también hay por parte mía una especie de juego. A menudo cito conceptos, frases, textos de Marx, pero sin sentirme obligado a adjuntarles la piececita autentificadora, que consiste en hacer una cita de Marx, en poner cuidadosamente la referencia al pie de la página y en acompañar la cita de una reflexión elogiosa. A cambio de esto, uno es considerado como alguien que conoce a Marx, que reverencia a Marx y que se verá honrado por las revistas llamadas marxistas. Yo cito a Marx sin decirlo, sin poner comillas, y como ellos no son capaces de reconocer los textos de Marx, paso por aquél que no cita a Marx. ¿Acaso un físico, cuando hace física, siente la necesidad de citar a Newton o a Einstein? Los utiliza, pero no necesita comillas, nota en pie de página o aprobación elogiosa que pruebe hasta qué punto es fiel al pensamiento del Maestro. Y como los demás físicos saben lo que hizo Einstein, lo que inventó, demostró, lo reconocen de paso. Es imposible hacer historia actualmente sin utilizar una retahila de conceptos relacionados directa o indirectamente con el pensamiento de Marx y sin colocarse en un horizonte que fue descrito o definido por Marx. Cabría incluso preguntarse qué diferencia podría existir entre ser historiador y ser marxista. —Para
parafrasear a Astruc cuando dice: el cine norteamericano, ese pleonasmo, se podría decir: el historiador marxista, ese pleonasmo. 197
Más o menos. Y la discusión comienza dentro de ese horizonte general definido y codificado por Marx. Con aquéllos que se declaran marxistas porque juegan esa especie de regla del juego que no es la del marxismo, sino de la comunistología, o sea definida por partidos comunistas que indican la manera en que se debe utilizar a Marx para ser declarado, por ellos, marxista. —¿Y qué pasa con Nietzsche? Me llama la atención su presencia difusa, pero cada vez más fuerte, y finalmente en oposición con la hegemonía de Marx, en
el pensamiento y en el sentimiento contemporáneos desde hace unos diez años. Ahora permanezco silencioso cuando se trata de Nietzsche. Cuando yo era profesor, hice a menudo cursos sobre él, pero ya no lo haría hoy día. Si fuera pretensioso, daría como título general a lo que hago: genealogía de la moral. Nietzsche es el que dio como blanco esencial, digamos al discurso filosófico, la relación de poder. Mientras que para Marx, era la relación de producción. Nietzsche es el filósofo del poder, pero que logró pensar el poder sin encerrarse dentro de una teoría política para hacerlo. La presencia de Nietzsche es cada vez más importante. Pero me cansa la atención que se le presta para hacer sobre él los mismos comentarios que se hicieron o que se harían sobre Hegel o Mallarmé. Yo, a las personas que me gustan, las utilizo. La única prueba de reconocimiento que pueda manifestarse ante un pensamiento como el de Nietzsche, es 198
precisamente utilizarlo, deformarlo, hacerlo rechinar, gritar. Entonces, que los comentadores digan si uno es fiel o no, eso no tiene interés alguno.
Palabras recogidas por J.–J. Brochier*
* Esta entrevista proviene del número especial del Magazine littéraire dedicado a Michel Foucault (núm. 101 de junio de 1975). 199
ANEXOS EL SISTEMA FOUCAULT
I TODO COMENZÓ,
recordémoslo, con esa suntuosa historia de la locura en que Foucault contaba las principales etapas del “gran encerramiento”, 1657, y la fundación de un “Hospital General” en que se interna a los locos pero junto con ellos, e indistintamente, los parásitos, los pobres y todos los nuevos pordioseros del capitalismo naciente, 1794, y la liberación de los encadenados de Bicêtre: se devuelve a la locura su especificidad, se la libera por fin de su horizonte de delincuencia, se le otorga asilos en que podrá curarse, y se le aplica un saber que se llama la psiquiatría... De hecho, simple manera de fortalecer el internamiento: el loco no queda liberado, sino encerrado en su enfermedad, obligado a deponer las armas, y reducido al aislamiento. La razón ha ganado, la exclusión se ha consumado. ¿Por qué este ensañamiento? Porque lo que estaba en juego no era de poca monta y porque se trataba para el Occidente, al proscribir sus demonios, de descubrir su propio rostro, al encerrar a sus locos de reconocer su territorio, al crear ghettos de trazar mejor sus fronteras, al localizar sus afueras de estructurar sus adentros... Como si la Edad Clásica necesitara, 200
para lograr definirse, la imagen de su imitación fraudulenta: forzando al historiador a desviarse —ya pasar, también él, por el espacio del libro, del otro lado del espejo. Así pues, cuando Michel Foucault anunciaba una arqueología de la sinrazón, bosquejaba en realidad un cuadro de la razón. Lo cual no carecía de importancia teórica puesto que de él iban a salir un nuevo concepto de fundamento1 y, a cierto plazo, una nueva teoría de la sociedad. En efecto, he aquí una Razón fundada, ya no a partir de su fondo, sino con respecto a su borde. Una cultura que ya no está fundada en sus bases, sino por sus márgenes. Un fundamento que por vez primera no tiene ya nada de una fundación sino que tiene que ver con una valla. Un suelo que, por un extraño efecto óptico, tiene todas las características de una frontera... Inimaginable por supuesto en el esquema marxista, pero suficiente ya para mermar sus certezas: en su punto más sensible, el de su teoría del poder... No anticipemos. Lo esencial por el momento: si tal era efectivamente el proyecto de la “Historia de la locura”, debe leerse después como la exacta simetría de Las palabras y las cosas que siguieron. ¿De qué se trataba esta vez? De describir la Edad Clásica, luego la modernidad, ya no a partir de su Otro, sino a partir del Mismo. Directamente si se quiere, en el origen de sus discursos y de sus enunciados. La edad clásica habló: ¿cómo se ordenaba su palabra, cómo clasificaba sus objetos, cómo marcaba sus diferencias? El siglo XIX dio a luz a tres ciencias por lo menos, la filología, la biología y la economía política: ¿por qué precisamente en esas fechas y qué es lo que las 1
Michel Serres: Hermès 1 (Minuit, ed.). 201
volvió posibles? ¿Cuál es su principio de coherencia y cómo se distribuyen? ¿Existen leyes, reglas o coacciones que, al controlar la producción de los discursos, autorizan, para una época, a hacer su cuadro? Sí, precisamente, y es lo que hace Foucault. A partir de los enunciados de la historia natural, de la gramática general y del análisis de las riquezas para el siglo XVIII. A partir del discurso de la filología, de la biología y de la economía política para el siglo siguiente. Inventando un método —“la arqueología”— que se da un objeto nuevo —la épistémé. Entiéndase: para una época dada, el suelo de su saber, el campo de su percepción, y el pedestal inmóvil que reparte sus discursos. El espacio en que sus objetos se perfilan, la ley de proliferación de sus conceptos, el régimen de dispersión de sus problemas, la regla de distribución de sus estilos: toda una capa de coacciones, anónimas y sin rostro, que marcan de antemano el lugar de todo discurso. Arqueología del Otro, arqueología del Mismo: dos libros, dos perspectivas, que describen cada una a su manera esa desnivelación en que se origina nuestro presente. Este zócalo silencioso sobre el cual, por un tiempo, reposamos todavía. Hasta el día en que a su vez amenazará con derrumbarse, llevándose con él las figuras de nuestro saber. II Eso es precisamente lo que, según Las palabras y las cosas, amenaza con producirse. El inicio de una fractura, análoga por su amplitud a la que separó la edad clásica de la modernidad. Y cuya primera víctima será, explica Foucault, aquella figura familiar, que 202
creíamos eterna, pero que también es mortal, y cuya próxima desaparición puede preverse: el Hombre. El Hombre no es eterno: hay que entender con ello que no es el problema más antiguo, ni siquiera el más insistente, que se haya planteado en nuestras culturas. Que no es verdad, por consiguiente, que los hombres hayan reflexionado, desde la noche de los tiempos, sobre el ser de su naturaleza, la ley de su lenguaje, la estructura de su deseo. Que es incluso casi seguro que el hombre no tuvo durante mucho tiempo ningún lugar, ningún sitio asignado, en el edificio del saber. Que en todo caso, la edad clásica se ordenaba en torno a reglas que no le reservaban ninguna superficie de emergencia. Que los análisis de aquella época acerca de los oscuros misterios de la “naturaleza humana”, acerca de los vértigos del cogito cartesiano, no lo concernían más que la gramática general el lenguaje, o la historia natural la vida... Los hombres estaban allí, pero el Hombre no era pensable: excluido del campo de lo visible y por lo tanto de toda teoría. Una fecha de nacimiento reciente, añade Foucault: efectivamente, el final de la Edad Clásica y el alba de la modernidad. Su advenimiento requería el trazado de una valla, a cuyo abrigo pudiera desplegarse. Las ciencias humanas necesitaban un emplazamiento específico en la configuración de la épistémé. Esa valla que va poder acoger al Hombre, ese lugar propio que incluso va a requerirlo, es el nuevo “triedro del saber” descrito al final de Las palabras y las cosas. Es en ese espacio voluminoso, en el intersticio de sus tres dimensiones —ciencias exactas en una, filosofía en la segunda, ciencias deductivas en la última-— que las ciencias del Hombre van a poder por fin repartirse. Sin pertenecer propiamente a ninguna 203
de las aristas del triedro, sirviéndose de sus distancias y haciendo las veces de intermediarias, sufren por ser derivadas y por consiguiente inestables: peligrosamente familiares de la filosofía, tentadas de tarde en tarde por los modelos matemáticos, adosadas mal que bien contra los demás campos del saber... De ahí su inevitable precariedad, y el presagio de su desaparición. El Hombre llegó recientemente al escenario del saber: podría salir de él, con igual necesidad. Por poco que desaparezcan sus condiciones de posibilidad, por poco que se disloque la estructura del triedro, y será el fin de su lugar reservado. Vacilará a su vez, y abandonará, desfigurado, el horizonte de nuestra cultura: dejando el lugar quizás a una nueva aurora. Y eso es efectivamente lo que se produce ya en el propio discurso de Foucault, y en su método de la Historia. Pues, ¿qué es lo que hace acaso cuando asigna a los enunciados ese oscuro subsuelo, hecho de reglas anónimas y de leyes materiales? ¿Qué es lo que hace cuando, a las “invenciones” del genio y a las sorpresas del talento, opone la verdad muda de reglas de producción y de regímenes de dispersión? ¿Qué es lo que hace una vez más cuando al sueño de una “continuidad” de la Historia, opone fracturas, umbrales y cesuras? ¿A su supuesta “totalidad”, estratos y niveles, escansiones específicas, rebeldes a cualquier ley común? ¿Al sentido que se le supone, al progreso que se quiere leer en ella, el errar y el azar? ¿Qué es lo que hace, pues, cada vez, sino arruinar cualquier pretensión del hombre de dominar y totalizar el curso de su historia; eliminar el sujeto, el sujeto trascendental, el sujeto soberano; desalojar metódicamente todos los últimos recursos de la conciencia infeliz del Occidente? 204
De ahí, por lo demás, un malentendido en cuanto a un supuesto “estructuralismo” de Foucault. Él mismo lo explicó al final de “La Arqueología del saber”. Casi nada en común con los análisis de Lévi–Strauss que además no escapan a las advertencias foucaultianas en contra de los espejismos tenaces de la interioridad, la tentación constante de añadir a los textos un “sobre dicho” para hacer hablar mejor su “no dicho”... Nada en común tampoco con esas nociones aparentemente vecinas que son la “valla” o clausura derridiana (valla sin afueras, frontera sin borde) o la “problemática” althusseriana (matriz de un discurso y no régimen de dispersión), nociones todas que funcionan admirablemente en su campo, que quizá tampoco tengan mayores títulos para proclamarse estructuralistas pero que no se confunden en todo caso con los conceptos de la arqueología. Por ende, Foucault no es estructuralista, pero de todos modos es extraño que se haya insistido tanto en que lo fuera. Extraña también esa serie de malos procesos que no han dejado de hacérsele. Mordaces, la acusación de “tecnocracia” y la denuncia de su método cono “fijista” e “inmovilista”... Como si se tratara a toda costa de olvidar lo esencial: que es la historia tradicional, la historia de lo continuo y del sujeto, la que ha dado desde hace tiempo pruebas de su impotencia política. Que era necesario, por el contrario, pasar por todos los desgarramientos foucaultianos, que había que trazar el esbozo de una teoría general de las producciones, para darse una oportunidad —algún día— de ir a dar con la práctica política. Que era urgentemente necesario devolver al discurso su materialidad, atenerse escrupulosamente a su positividad de enunciado, para darse una oportunidad —algún día— de restituirle sus poderes. 205
III Y efectivamente había algo de desconcertante en esa atención escrupulosa prestada, desde el “Raymond Roussel”, a los fenómenos de lenguaje. Algo enigmático en ese archivismo paciente, en esa sabia erudición, siempre ejemplar además, y jamás cogida en falta. Y cabía plantearse la pregunta, planteársela a Foucault: ¿por qué esa fascinación por el documento, por qué esa ingrata arqueología del monumento, por qué en una palabra ese exorbitante privilegio del discurso? La respuesta llegó, en 1970, en la lección inaugural en el Collége de France, puesta a prueba luego en cinco años de cursos cuyo coronamiento parece ser el último libro, Vigilar y castigar. Primer elemento de respuesta: cosa entre las cosas, el discurso es como cualquier cosa objeto de una lucha por el poder. No es tan sólo el reflejo de combates políticos, es mucho más que el teatro de las inversiones de deseo, es a su vez propiamente envite del deseo y del poder. La verdad de un enunciado no radica en el silencio de su sentido, en su palabra muda que el comentario articula, sino en su posición, y en la estrategia de su locutor... De tal modo que la única pregunta que resulta esencial plantearle no es ya la de lo que dice, sino quién lo dice, y por qué lo dice. ¿Quién se apropia el discurso y con qué propósito lo hace? Eso es ya lo que Nietzsche, como buen filólogo, no dejaba de recomendar. Pero Foucault da un paso más y se propone mostrar, siempre en su lección inaugural, que podría ser que el discurso no fuese un objeto de poder como los demás sino —por qué no— lo que está decisivamente en juego en el poder. Cómo explicar 206
de otro modo ese lujo de precauciones y de medidas disciplinarias en que las sociedades occidentales han solido encerrarla. Esa acumulación de prohibiciones, de tabúes, de barreras que controlan su producción y censuran sus excesos. Ese juego sutil de repartos, de exclusiones, de fronteras que son otros tantos obstáculos a su proliferación. ¿Acaso el rigor mismo de las reglas de la épistémé , no funciona a su vez como una policía de los enunciados? ... Prodigiosa logofobia que sólo se explica por el temor inmemorial de Occidente ante los maleficios de la palabra y el posible desencadenamiento de sus poderes. Hay por lo menos un caso, se dirá, en que el discurso puede pretender sustraerse a esos controles, una forma de enunciación que parece por definición fuera del alcance del Poder, su forma más venerable y más indiscutible: la forma de la verdad y la figura del rigor... Precisamente, responde Foucault, ¿se está realmente seguro de la índole de esa voluntad de verdad? ¿Nos hemos preguntado realmente por qué los hombres desean lo verdadero? ¿Se ha analizado bien el principio mismo de ese reparto que rechaza a su vez hacia los márgenes toda una teratología del saber?... De ahí la hipótesis de que la voluntad de verdad nunca es inocente, de que es un instrumento más en la disciplina del saber, de que ella también funciona como principio de rarefacción del discurso, y que es quizás el remate de todos los demás, aquél según el cual se ordenan y hacia el cual derivan. El ideal científico, el ideal policiaco: ésta también era hace dos años la conclusión del bello libro de Guy Lardreau, Le Singe d’or . 2 (El simio de oro). 2
Mercure de France ed. 207
Ahora comprendemos mejor cómo la arqueología del saber nunca fue más que la otra cara de una genealogía del poder. Que con el mismo paso se recorría las playas áridas de la épistémé, y los círculos trágicos del gran encerramiento. Que el saber psiquiátrico llevaba en sí la clausura del Asilo; la ideología de Bentham, la disciplina de la Prisión; la gramática de Port–Royal, la estructura de la Escuela; la medicina de Bichat, el recinto del Hospital; y la economía política, el círculo de la Fábrica. Con, a cada vez, el nacimiento correlativo de una nueva figura de encerrado: el loco, el delincuente, el adolescente, el enfermo y por último el proletario... En “Nacimiento de la clínica” sin embargo, Foucault advertía contra una interpretación mecanicista de esa relación Poder./.Saber. No existe ningún vínculo de analogía, decía, entre la idea médica de solidaridad orgánica y de comunicación de los tejidos orgánicos, y la idea política de relaciones funcionales y de solidaridades económicas. Tampoco existe una causalidad lineal entre la valorización del cuerpo como instrumento de trabajo y el cuidado muy nuevo dedicado a su patología. “La arqueología, añadía, sitúa su análisis a otro nivel”: y del poder al saber evita establecer vínculos simples y únicos. Lo cual, como vamos a verlo, constituye toda la originalidad del proyecto. Ni relación de analogía, ni relación de causalidad: es en términos de articulación, de relación biunívoca, funcionando en ambos sentidos, que hay que entender ahora la relación de las prácticas discursivas y de las prácticas no discursivas. Así como lo prueba por ejemplo el hecho de que las grandes reformas hospitalarias de la Revolución francesa fueron necesarias para que se modificara la mirada del clínico, pero 208
que inversamente fue por falta de una mutación acabada del fundamento epistémico del saber médico, que los convencionistas fracasaron en aplicar su política de asistencia. Poder/Saber, Saber/Poder: imposible sin duda alguna privilegiar uno de los dos términos. Podría creerse que son pura y simplemente intercambiables...
IV Eso es en todo caso lo que parece indicar cierto número de análisis realizados en el Collège de France desde 1970 hasta 1973 y parcialmente reanudados en “Vigilar y castigar”. Foucault muestra por ejemplo que el concepto de “medida” en los griegos era a la vez, y en el mismo movimiento, ese instrumento de poder que definía el principio de orden al cual debía plegarse la ciudad, y ese instrumento de saber que servía de matriz a las ciencias matemáticas. Que la noción de “encuesta” en la Edad Media funcionaba indiferentemente en la práctica de la Inquisición, al servicio del poder real, y en el campo de los saberes empíricos nacientes, como garante de su cientificidad. Que el “examen”, en nuestros días, es a la vez principio de selección, en la escuela o en la fábrica, y modelo teórico de la mayoría de las ciencias humanas, comenzando por la sociología y el psicoanálisis... No podría soñarse intrincamiento más estrecho. Cortados en el mismo molde, y conformados uno por otro, la relación del Saber y del Poder debe pensarse de manera indivisa. De tal modo que, desde la “Historia de la locura” hasta “Vigilar y castigar”, Foucault quizás no ha hecho más que provocar esa minúscula deriva, ese 209
ligerísimo deslizamiento de sentido, mediante el cual lo que ayer nombraba “saber”, hoy lo llama “poder” Un trastocamiento imperceptible, de consecuencias sin embargo fundamentales, puesto que allí donde se articulaban enunciados, delgados fragmentos de discursos arrancados a las continuidades engañosas y a las finalidades reductoras, vemos ahora dispersarse formas de micro poderes arrancados al cuerpo del Príncipe, “infinitamente pequeños del poder político”. Y el objeto de “Vigilar y castigar” es precisamente describir la física de esa máquina que es el nuevo poder disciplinario. Sólo eso faltaba para que la concepción marxista del poder se fracturara y, progresivamente, el conjunto organizado y coherente de la estructura que remata. ¿Qué hay de común, en efecto, entre esos micro poderes universalmente dispersos, organizados en finas redes y substancialmente homogéneos, y el Poder de los marxistas que era sistema de engranajes, articulación de instancias, disparidad fundamental? ¿Se puede incluso seguir hablando de instancias, heterogéneas y separadas, unas determinantes, otras determinadas, cuando se ven los añicos, los añicos de poder, ordenarse espontáneamente a lo largo de líneas oblicuas que atraviesan de parte a parte las paredes de la estructura? ¿Qué sentido tiene hablar de “determinación” cuando hemos visto, en el seno de esas perturbadoras y equívocas realidades que son los poderes–saberes, intercambiarse las funciones y confundirse los papeles? ¿Y puede todavía pensarse en términos de estructura ante esa cuadrícula y esa constelación, esas fuerzas que se enfrentan y esas mónadas que se equilibran? El poder se disemina, y el cuerpo social se constela: tras la verborrea de las metáforas se elabora sorda210
mente una nueva filosofía política, y con ella quizás una nueva práctica de la política. Una palabra simplemente sobre este último punto pues es demasiado pronto para concluir: Foucault realiza esa proeza de ser a la vez uno de los pocos filósofos militantes de este tiempo, y uno de los pocos en haber sabido producir la teoría de su militantismo. Uno de los pocos en bajar efectivamente a la arena, él que fundó el G . I .P. (Groupe d’Intervention Psychiatrique) y sostuvo durante un tiempo a “Libération” y al mismo tiempo el único en encontrar en su sistema, en su “caja de herramientas” teóricas, con qué legitimar la forma de su compromiso. Un ejemplo: es porque reconoce en teoría la forma constelada del poder, que se justifica en la práctica una política de la puntualidad. Otro: es porque ya no imagina unidad del cuerpo social más que en forma de red, que halla su razón de ser, en la práctica, la idea de coordinación transversal, sin aparato y sin centro reductor. Otro, por último, quizás el más claro: porque saber y poder son dos realidades homogéneas, uno puede en la práctica servir de relevo al otro, la palabra filosófica no tiene por qué articularse con la “práctica de masas”, sino reconducirla y prolongarla: el filósofo habla y, por ese hecho mismo, altera el orden del mundo.*
Bernard–Henri Levy
* Texto publicado en junio de 1975 en Le Magazine littéraire, núm. 101. 211
SARTRE: DE LA ESTRUCTURA A LA HISTORIA PROFUNDAMENTE arraigado en el mundo y en su tiempo, el itinerario de Sartre podría seguirse no, como algunos lo pensarán, por la huella dejada en el camino de la escritura por un pensamiento en su despliegue, sino más bien por su no huella, por esa serie de lugares dejados vacantes que constelan un recorrido y brillan irónicamente ante la mirada del observador por la ausencia que en ellos se encuentra: aquí, por ejemplo, en el sitio del estructuralismo, el silencio (o casi) cercano por lo tanto a la ausencia. Un blanco en una obra que más que definir una falta o un fracaso, prueba por el contrario que en ese punto preciso se produjo un paso y no una parada. Nos proponemos partir de esta hipótesis: para comprender por qué Sartre, tan íntimamente ligado a las “ideologías” de su época, no entró en estructuralismo como lo hizo la casi totalidad de la intelligentsia francesa, y finalmente, para mostrar cómo esa política sin compromisos revela a fin de cuentas, no un rodeo, ni un retraso, sino un superamiento inmediato y radical. El estructuralismo, pasado y luego superado, afirmamos: no hay que ver en ello una provocación. Recuérdese simplemente el debate que animó los años 65, en particular después de la publicación de las obras en adelante clásicas de Foucault, Lacan, Althusser, Barthes y Lévi–Strauss: las ciencias humanas, adoptando una metodología y un arsenal de 212
instrumentos sofisticados, directamente tomados de la lingüística, cobraban un auge sin precedente. Lo real, cuya creciente complejidad obstaculizaba las investigaciones, se esclarecía súbitamente, se volvía transparente respecto al investigador, se explicaba en cuanto se ponía de manifiesto su estructura oculta. Se descubría que la estructura, nuevo demiurgo de las mil redes, juego sutil de conexiones y de enlaces inconscientes, regía, subterráneamente, la vida social del “primitivo” y del “civilizado”. De resultas, el ascenso hacia el hombre, aprendíamos, era asunto de estructurártela.: se trataba de poner en evidencia la estructura de sus relaciones con el Mundo, consigo mismo (o sea con su Otro), con la historia (léase: su pasado), con sus Mitos y su Imaginario, en resumen con ese Todo aún mal definido, del cual se admitirá provisionalmente y por comodidad, que
se representa en lo que escapa a las ciencias de la naturaleza. En ese debate Sartre quedaba colocado en el centro, en posición conflictiva. Todo sucedía de hecho según esta “ley” bien establecida: que una filosofía nueva sólo puede constituirse con respecto a la anterior, por su crítica, y por lo tanto contra ella. Resulta inútil hacer aquí el proceso de ese punto de vista reductor. Pero sin embargo, nos interesa, en la medida en que precisamente el advenimiento del estructuralismo, su reconocimiento oficial, coincidió con el enjuiciamiento por Lévi–Strauss de las tesis esenciales de la Critique de la raison dialectique.1
1
Gallimard, 1960. 213
I Sartre dijo repetidas veces de la Critique que debía servir de fundamentos a una antropología estructural. ¿Qué es lo que entendía con ello? Demos brevemente las premisas de su proyecto. 1. El marxismo es, dice, “la filosofía insuperable de nuestro tiempo”, o sea que define el medio político– ideológico dentro del cual nacen, se organizan y se reparten el conjunto de las prácticas y de la reflexión humanas. Ahora bien, dice también Sartre, “el marxismo se ha detenido”, se petrificó en fórmulas mecanicistas de donde se escapa el “sentido” del hombre así como el “sentido” de la historia. En otras palabras, se ha convertido en fuerza de inercia y de bloqueo: concebido como visión del mundo, pero tampoco como método de investigación dialéctica, integró al hombre al proceso general de una dialéctica de la naturaleza y lo planteó como momento del despliegue irreversible de la materia hacia un “fin” de contornos vagos que, en último análisis, no es más que una inhumanidad. 2. Si se opera un regreso a Marx, resulta de inmediato que este último no proporcionó un marco de inteligibilidad suficiente para, por una parte, fundar ontológicamente su concepción del mundo y, por otra, dar cuenta del modo de formación, de funcionamiento, de las sociedades que no sean industriales. En otras palabras, Marx no estableció el principio originario que rige implícitamente toda sociedad humana. 3 . La situación actual se caracteriza por un oscurecimiento, por un opacamiento de la historia: el Hombre ya no sabe que él la hizo . De ahí esa separación dramática entre un hombre, hundido en una realidad que des214
conoce, en la cual ya no puede aplicar sus decisiones, y su visión del mundo, es decir su filosofía, susceptible de restituirle la conciencia de la historia, de volver eficaz su praxis. Como se ve, esas premisas hacen en filigrana un balance político y plantean una doble pregunta: ¿por qué la edificación del socialismo produce, allí donde se realiza, una parálisis de la teoría que la subtiende? ¿Por qué el hombre, en adelante informado de su condición, de su situación y de las modalidades de su liberación permanece inactivo y acepta la perpetuación de su enajenación? Preguntas decisivas, relacionadas con la elucidación de la Verdad de la historia , con la definición de un estatuto del hombre y con la comprensión del mundo. Por tanto, Sartre va a tratar de aportar una primera respuesta global a ese haz de problemas, todos convergentes hacia un mismo punto: que el hombre asuma su propio porvenir. Los términos de semejante respuesta se inscriben entonces en la perspectiva de “un verdadero conocimiento comprensivo que hallará al hombre en el mundo social y lo seguirá en su praxis o, si se prefiere, en el proyecto que lo lanza hacia los posibles sociales a partir de una situación definida”. Ese “verdadero conocimiento comprensivo” sólo podrá establecerse cuando el marxismo haya recuperado su dimensión primera, o sea cuando su nueva partida se efectúe en el sentido de una antropología “a la vez histórica y estructural”. La disociación entre lo histórico por una parte, y lo estructural por otra, es, según nosotros, la pieza sustentadora de la empresa sartriana. En primer lugar porque tiene valor de método: historia y estructura son distinguidas pero también conjugadas. Y pronto vamos a ver que la superación del estructuralismo se 215
efectúa a partir de ese doble movimiento. Luego, porque tiene valor de enriquecimiento conceptual.: la antropología no es solamente la ciencia de lo estático, de los sistemas humanos constituidos; también es la de lo moviente y, por consiguiente, puede proceder a totalizaciones sucesivas, a síntesis globales o parciales que restituyen íntegramente la dinámica social y el despliegue histórico. Por último, porque tiene valor político: la distinción./.conjugación de la historia y de la estructura restaura la comprensión de la praxis humana como transformación del mundo, como selección y realización de los proyectos que se fijó el hombre. Por tanto, en el origen, la operación sartriana de constitución de una antropología integra el estructuralismo como momento analítico del proceso dialéctico. Lo cual equivale a conferirle el sentido de un mero método, sin autonomía propia, puesto que no puede dar cuenta de lo real en tanto que es historia, o sea en tanto que es transformación en curso. Este planteamiento de Sartre no es inocente. Contradice de lleno una de las tesis emitidas por Lévi–Strauss en su Antropología estructural, 2 tesis según la cual las dos disciplinas: etnología e historia irían a la par, colaborarían estrechamente, una llenando las lagunas de la otra e inversamente, en resumen estarían en un estatuto de igualdad. Ahora bien, con .
En ese texto que data de 1958, Lévi–Strauss dice lo siguiente: “Sería inexacto decir que, en el camino del conocimiento del hombre que va del estudio de los contenidos conscientes al de las formas inconscientes, el historiador y el etnólogo caminan en direcciones opuestas... Verdadero Jano de dos frentes, es la solidaridad de ambas disciplinas lo que permite, en todo caso, conservar ante los ojos la totalidad del recorrido’’, p. 32. 2
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Sartre, la historia pasa a una situación dominante: es el cemento que suelda entre sí las “disciplinas auxiliares” (sociología, psicoanálisis, e indirectamente, la etnología), las depura de su positivismo constitutivo y permite adjuntarlas al corpus marxista, en particular porque entran en la fundación de una antropología concreta. Las implicaciones inmediatas de ese desplazamiento operado por Sartre son decisivas en cuanto a la configuración global de su antropología. Se habrá entendido: tras la historia, es el hombre concreto, el hombre actuante y viviente que aparece. El objeto, el “casi objeto” de las ciencias humanas se volteó sobre sí mismo para convertirse en “sujeto– objeto u objeto–sujeto”. En lo sucesivo, como lo dice Sartre, el interrogador también es el interrogado y la interrogación. III En el debate que va a inaugurar,3 cuyos prolongamientos repercutirán en el conjunto de las ciencias humanas y sociales, Lévi–Strauss entabla a Sartre un doble proceso: se trata de establecer que el estructuralismo procede de una nueva racionalidad científica, o sea que entrega al mismo tiempo un nuevo modo de pensar y los instrumentos adecuados para su aplicación. En otras palabras, que define la línea divisoria entre ciencias sociales y ciencias humanas, otorgando definitivamente a las primeras el estatuto de la cientificidad y rechazando definitivamente a las segundas hacia la esfera de lo especula3
La pensée sauvage, Pión, 1962, pp. 324 a 357. 217
tivo. Y nuevamente, tras este planteamiento que no puede negar parecer académico, se dibuja en punteado lo que verdaderamente está en juego en el conflicto: el hombre. Siempre presente.
El proceso del método. Más que el método sartriano propiamente dicho, “progresivo–regresivo”, tal como está expuesto en la Critique, y al que suscribe parcialmente, Lévi–Strauss toma como blanco lo que legitima, a saber la relación que une Razón dialéctica y Razón analítica. Según Sartre, la Razón analítica es el momento de la fijación, de la escisión y de lo fragmentario. Digamos, para ir de prisa, que es el momento de la estructura, o sea el momento en que la realidad se considera como inerte, sistema constituido, estructura petrificada de las relaciones Hombre(s).–.Hombre(s), Hombre(s).–.Naturaleza, Hombre(s).–.Instituciones. A este nivel se desarrollan las operaciones conjuntas del análisis y de la descripción: se trata de la fase en que la razón dialéctica está “en el grado cero”; fase de pura exterioridad, cuando el objeto sólo se capta a partir de su mera espacialización, de su fisionomía interna./.externa propia, y de la red de relaciones que mantiene con los demás objetos circundantes. Por consiguiente, la Razón analítica o Razón positivista es una razón informativa, que podríamos llamar también razón archivista —en el sentido en que colecciona, acumula y clasifica informaciones sin poder dar su “razón”—, es decir no puede ser “más que cierto momento práctico de la Razón dialéctica”. El proceso debe, por tanto, continuarse por el trabajo de la Razón dialéctica que, al superar la fase estructural, abandona su inercia para recuperar su función totalizadora. En otras palabras, la aplicación de la Razón dialéctica restituye en seguida a la 218
praxis humana y a sus resultados la dimensión temporal —su historicidad— que le había suprimido el momento analítico, y la restablece en su transparencia indicándole el proyecto que la gobierna. Se instaura un movimiento de intercambio dialéctico en que “la interioridad se exterioriza para interiorizar la exterioridad” que revela la porosidad de la relación del hombre con el mundo, su permeabilidad, pero también determina la conciencia que tiene de esa misma relación puesto que está en condiciones de confrontar en cada momento los efectos de su praxis con el proyecto que la anima, es decir que está en condiciones de decir en dónde está, de situarse con respecto a su pasado totalizado y a su futuro en curso de totalización, por lo tanto de estar totalmente inmerso en una historia que hace consciente y libremente —al igual que esta última reacciona sobre él— comunicándole su orientación. El movimiento dialéctico de la Realidad —que, como acabamos de verlo, puede ser abstracto para volverse movimiento del Conocimiento— coloca el momento analítico, por lo tanto la Razón positivista, en posición de subordinación como preludio al paso de la exterioridad hacia la interioridad. Sartre lo dice bien: “nadie puede descubrir la dialéctica si se coloca desde el punto de vista de la Razón analítica, lo cual significa, entre otras cosas, que nadie puede descubrir la dialéctica si permanece exterior al objeto considerado... La dialéctica sólo se descubre a un observador situado en interioridad...”. En otras palabras, la Razón analítica sólo es eficaz y sólo produce resultados prácticos en la medida en que es prolongada por la Razón dialéctica: no es más que un instrumento de percepción de las superficies inertes. Sólo la Razón dialéctica da acceso a las pro219
fundidades, capta las praxis en el espesor de su temporalidad y puede dar cuenta de la unidad de las multiplicidades y de las simultaneidades. Lévi–Strauss rechaza categóricamente la distinción de Sartre, que considera vacilante y mal establecida: a veces, dice, las dos razones se oponen, otras veces se completan; en todos los casos su intención es llevar a las mismas verdades. ¿Para qué distinguirlas entonces4 puesto que el único objeto de esa operación es supeditar la Razón analítica a la Razón dialéctica? Tesis indefendible para el estructuralista que, negando toda jerarquía en el orden de las razones, afirma que “la razón dialéctica... no es otra cosa que la razón analítica”. Crítica de mala fe: la distinción de Sartre dista mucho de ser vaga. Por el contrario, diríamos que de su precisión nace a veces la apariencia contradictoria. De hecho, el problema de método que se enjuicia aquí remite a ese otro más amplio del estatuto de las ciencias, de su función en la historia. Sartre no pretende confinarlas en un papel subalterno: simplemente descubre que son insuficientes, por y en sí mismas, en particular a nivel de su metodología, y no pueden captar lo real en su despliegue ni proporcionar una perfecta inteligibilidad del movimiento que lo anima. De ahí esa búsqueda de una unidad, que ataque el positivismo crónico de las ciencias —o si se quiere, su tendencia a parcelar el conocimiento— y que vuelva sin tregua, por medio “Por lo tanto, se reconocerá que toda razón es dialéctica, lo cual estamos dispuestos a admitir por nuestra parte, ya que la razón dialéctica nos parece ser la razón analítica en marcha; pero la distinción entre ambas formas, que es la base de la empresa de Sartre, se habrá vuelto sin objeto”. La pensée sauvage, pp. 332-333. 4
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de la praxis consciente, a totalizaciones cada vez más amplias, hasta permitir una comprensión global de la Realidad que deviene, o sea hasta permitir que el hombre alcance esa plena conciencia de la historia, ese momento en que la multitud de los proyectos humanos convergirá para definir una sola orientación, el sentido de la historia,
El proceso de concepto. Como lo decíamos más arriba, el proceso de concepto surge directamente del anterior. La historia, tal como está bosquejada en el tomo I de la Critique , es su objeto esencial y, a través de ella, se tratará del hombre hacedor de historia : porque el proceso de la historia engendrará inevitablemente el del hombre. .
El problema planteado por Sartre es este: ¿es acaso posible, en base a un pasado de la humanidad que se nos habría vuelto transparente, es decir cuyas líneas directrices habríamos podido hacer emerger, comprender totalmente las razones de nuestro presente, para intervenir concretamente en nuestro futuro? Dicho de otro modo, ¿con qué condiciones es posible una historia total, o mejor dicho, con qué condiciones podemos reducir las historias a la historia? La historia siempre es proyecto : proyecto abortado, proyecto realizado, proyecto pro–yectado. También es reino de las multiplicidades, de las disyunciones, de las estratificaciones y de las diversidades, y al mismo tiempo reino de las unidades, de las conjunciones, de lo peculiar y de las singularidades; contradicción puramente formal sin embargo: la simultaneidad de esos “contrarios” sólo está ahí para disimular el movimiento dialéctico que la atraviesa y la anima. Es por último el medio de la praxis concreta, totalización y síntesis, pero sin totalizador y sin sintetizador, porque no es el producto de un .
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proyecto singular o de una praxis única. “Lo cual equivale a decir que la historia es inteligible si las diferentes prácticas que podemos descubrir y fijar en un momento de la temporalización histórica aparecen al final como parcialmente totalizantes y como reunidas y fundidas en sus oposiciones mismas y sus diversidades por una totalización inteligible e inapelable. Al buscar las condiciones de la inteligibilidad de los resultados y vestigios históricos llegaremos por vez primera al problema de la totalización sin totalizador y de los fundamentos mismos de esa totalización, o sea de sus motores y de su orientación no circular”. Así pues, para Sartre la historia total es concebible. Debe ser posible hacer emerger un espesor fibrillar de la historia, cuyo corte horizontal revelaría el momento de las totalizaciones en curso, el momento en que todas las prácticas están separadas pero al mismo tiempo orientadas según un sentido común, es decir revelaría una red de circulaciones internas por la que pasan las informaciones (totalizaciones parciales, síntesis proyectivas, etc.) que emanan de las demás prácticas que se despliegan en la simultaneidad; y cuyo corte vertical haría surgir la orientación profunda de las totalizaciones progresivas, que determinan las fases constitutivas de esa orientación, de esa vectorialización de la historia llamada: devenir. Lévi–Strauss opone a esa visión universalistadialéctica la de un estructuralismo radical: “una historia verdaderamente total, dice, se neutralizaría a sí misma: su producto sería igual a cero”. De ahí su conclusión inapelable: “la historia no está vinculada al hombre, ni a ningún objeto particular. Consiste enteramente en su método, cuya experiencia prueba que es indispensable para inventariar la inte222
gridad de los elementos de una estructura cualquiera, humana o no humana”. De hecho, la crítica de Lévi–Strauss merece aquí un interés particular. No porque “dé en el blanco”, sino porque es la ocasión de precisar lo que es una historia estructural. Demos su perfil en unas cuantas palabras. Puesto que la idea de totalidad remite a la de nulidad toda concepción de la historia implica forzosamente una visión no unificadora, o sea el reconocimiento de una pluralidad de campos históricos, permeables o no unos a otros, imbricados o no unos en otros y articulados o no unos con otros. Si se quiere, “la historia es un conjunto discontinuo formado de campos de historia, de los cuales cada uno se define por una frecuencia propia, y por una codificación diferencial de lo antes y de lo después”. Por consiguiente, “no sólo resulta ilusorio, sino contradictorio concebir el devenir histórico como un desarrollo continuo”. Ahora bien, hasta aquí no puede decirse que haya realmente alguna contradicción con el esquema sartriano. Por una parte, cuando Lévi–Strauss habla de campos, Sartre habla de lugares o de momentos de totalizaciones parciales; por otra parte, en lo que se refiere a la discontinuidad, encontramos todavía equivalentes posibles, en particular en el caso de ciertas disoluciones de grupos o también con ese fenómeno de latencia de las praxis, cuando por ejemplo las praxis individuales se someten pasivamente al soberano. La contradicción —el término es impropio: deberíamos hablar de una oposición— radica en el hecho de que la historia estructural de Lévi–Strauss no pasa de allí, considerando imposible —es un postulado— que pueda haber una relación cualquiera de 223
unidad entre los diferentes campos de la historia: lo cual significa que cada uno de ellos es específico e irreductible. Pero lo que olvida, lo que pasa deliberadamente por alto, es que cada campo, lo quiera o no, avanza, o sea va en cierto sentido —aun si es el de una estática social en que una sociedad se momifica más que evoluciona— que esa “avanzada” no puede dejar de producir efectos en el conjunto de los demás campos, en su orientación, y por lo tanto que, a fin de cuentas, debe ser posible superar esa fase de la historia constituida, recogida en sí misma, para llegar a la transparencia del sentido de la historia, a su (o sus) Verdad. En otras palabras, Lévi–Strauss deja escapar la historización del estructuralismo. III Este rodeo un tanto largo era sin embargo necesario. La posición de Sartre frente al estructuralismo está enteramente contenida en la Critique.: los textos de entrevistas5 a los cuales se referirán ulteriormente sus críticos y “denunciadores” sólo hacen las veces de repeticiones esquemáticas, incluso lapidarias, y permanecen completamente gratuitos —estamos dispuestos a concedérselos— si no son esclarecidos por las tesis, por los desarrollos propuestos en este escrito esencial del pensamiento moderno. Hasta aquí hemos dejado presentir más que exPensamos sobre todo en ese texto de entrevista que aparece en el número de L’Arc (1966): Sartre denuncia en él al estructuralismo como un fenómeno de pensamiento vinculado con la sociedad tecnocrática moderna. Cabe también referirse útilmente a Situations IX, l’Anthropologie. 5
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presar, lo que entendíamos por nuestra fórmula: la empresa sartriana es una superación inmediata y radical del estructuralismo. En efecto, este último reivindica su autonomía como método de enfoque científico de lo real (en todas sus formas de aparición) y, al mismo tiempo, pretende ser capaz de dar cuenta tanto de sus fundamentos como de sus “fines” a partir de la evidenciación de sus modos de constitución, de sus tipos de organización y de los elementos invariantes que allí se encuentran. Ahora bien, si bien lo real está efectivamente estructurado, lo cual Sartre no pone de ningún modo en duda, ¿cómo un método que no obra más que en el desglose, que procede por aislamiento de estados, o sea de estructuras particulares, y por lo tanto evacúa lo complejo y lo contingente, que abstrae su objeto del medio natural en que vive, funciona y se desarrolla, cómo semejante método puede aspirar, so capa de la ciencia, a restituir esa realidad en su dimensión histórica y en todo el espesor de su irracionalidad —en el sentido en que la racionalidad presente es el resultado de una tremenda violencia ideológica impuesta a la conciencia humana? Colocarse desde el punto de vista de la estructura siempre es ponerse uno mismo en la exterioridad, no tener acceso más que a lo constituido. En páginas muy bellas, Sartre, que se refiere al ejemplo citado por Lévi–Strauss de los indígenas de Ambrym que brindaron al observador una explicación de su sistema de parentesco con ayuda de un diagrama trazado en el suelo, muestra claramente que “la decisión de hacer del sistema de parentesco un objeto fabricado e inorgánico (líneas dibujadas en el suelo) corresponde, en el indígena, a un intento práctico de valerse del apoyo de la materialidad inorgánica para 225
producir las estructuras en forma de esquemas inertes y abstractos. La razón de ello, es que los explica a un extranjero situado en el exterior, por lo tanto pensando en términos de exterioridad...”. La estructura revelada durante esa operación pone entre paréntesis la praxis relacional del indígena, su vivencia cotidiana y la vivencia histórica de sus predecesores; mejor aún, borra su pasado, o sea el ritmo de su constitución, de sus transformaciones, en provecho de esquemas petrificados cuyo estudio comparativo sólo lleva a descubrir rupturas y diferencias, ocultando la praxis humana constituyente, por lo tanto los modos de formación de esas grietas diferenciales, sus variaciones mínimas o accidentales, y lo que verdaderamente circula (circuló) en la red así definida. Sartre supera el estructuralismo porque vuelve a traer a la historia sobre el escenario, y a través de ella al hombre, como sujeto de una praxis. Al hacer esto, expulsa el sueño milenario de nuestra metafísica occidental, que quisiera inscribir al hombre en un devenir cerrado en que el juego de las combinaciones infinitas —pero “calculables”— reemplazaría la expansión sin límites de los posibles humanos, hacia su utopía física: establecer una estática del movimiento. El análisis estructural, que sólo capta la inercia y lo petrificado, deja pasar “el reverso dialéctico” de la realidad y nunca muestra “la historia produciendo las estructuras”. Es en este sentido que Sartre produce su superación: cuando lo integra en un proceso de conocimiento, cuando el hombre objeto recupera su humanidad, es decir lucha por recuperar su libertad, recobrando entonces su conciencia de la historia. Pero por esa superación, quizás, hemos tocado lo 226
que sería algo así como un “más allá” de la Ciencia, o al menos algo así como su “Otro”: “la filosofía comienza en el momento en que la relación dialéctica historia–estructura nos revela que, en todos los casos, el hombre —como miembro real de una sociedad dada y no como naturaleza humana abstracta— tan sólo es un casi objeto para el hombre”. Y así habremos comprendido que el debate no apuntaba, en último análisis, más que a la elucidación de la relación Ciencia–Filosofía: Sartre trata de fortalecer la unión íntima del par y de salvar una nueva “etapa del (devenir–mundo) de la filosofía”, en tanto que los defensores de un cientificismo riguroso reivindican la disolución de ese mismo par y afirman la autonomía de la Ciencia así como su derecho a dirigir por sí sola los destinos humanos.*
Dominique Grisoni
* Texto publicado en septiembre de 1975 en Le Magazine littéraire, núms. 103–104. 227