Relatos
Beatriz Beneito Barquero
Un cuento de Otoño.
“Quiero que escuches mi voz que te habla desde la lejanía; yo ...
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Relatos
Beatriz Beneito Barquero
Un cuento de Otoño.
“Quiero que escuches mi voz que te habla desde la lejanía; yo soy el tiempo, la memoria, el silencio de todo lo que nunca se dijo, porque a menudo las palabras son vacuas y nada expresan más que dolor. Pero hoy has de prestar atención a la voz que te habla desde el otro lado del mundo, más allá de los sueños y de las esperanzas perdidas, desde esa sima profunda en la que ahogas el llanto de los desesperados. Hoy es el día en el que abrirás los ojos y comprobarás la fuerza de todos los actos, de todas las risas, de todas las furias. Hoy el miedo se ha evaporado; tienes que verlo esfumarse, diluirse en el lago infinito del olvido, tal como una vez te desprendiste del amor y de las pasiones. Hoy escucha lo que te digo, porque mis palabras están llenas de recuerdos que nunca pudiste borrar, porque forman parte de tu esencia, y el alma de las personas jamás se cambia, jamás tornan los colores para mostrarse puros si están mancillados con la ira o el dolor de esos tiempos pretéritos. Ahora busca en tu alma el error que no te deja avanzar, porque eres tú quien pone los baches y las piedras en el camino, y tú quien puedes ver por dónde has de colocar el pie en el siguiente paso para no volver a caer en la misma zanja... Todas las almas se merecen ese hálito de esperanza”. * * * * * Todas las sombras. Todos los silencios... El recuerdo diluido entre las gotas del otoño, cayendo como lágrimas del cielo... ¿Por qué te abandoné? Me dio miedo verte caer. Me dio miedo la derrota. Me asusté al comprobar que jamás sería ese sueño de la juventud, el héroe de las princesas dormidas. Y me marché. La noche acariciaba las almas que velaban estrellas extraviadas, buscando en el resplandor difuso de los astros un asidero para sus esperanzas. La noche azul de noviembre... Era quizá la oscuridad lo que más atenazaba a esos espíritus dolientes. Saber que no siempre estarían acompañados por la luz suave de los crepúsculos. Pensar en los abismos incomprensibles de los actos y las palabras que amenazan la paz del tiempo... Era quizá la soledad lo que temían, porque no podían comprender que a veces la única compañía válida es la del cuarto desierto y los pensamientos tranquilos. El temor a todos los rechazos. El temor a todos los abrazos...
“Por eso te dejé caer” pensaba él. Y contempló en el vacío de una oscuridad profunda esos ojos que una vez relumbraron junto a él y que hoy se habían apagado con las esperanzas de una vida mejor... Quiso odiar, porque siempre es mejor y más sencillo curar las heridas a través de la ira. Porque no hay mejor culpable que la persona que se acerca, aunque a menudo no existan razones para derramar culpas ni reproches. Pero el ser humano no entiende de justicia, sólo del egoísmo inherente a la razón que nunca tuvieron... Por eso la dejó caer... para poder inculparla de todas sus desdichas. Para poder limpiar su conciencia creyendo que sería inocente ante los ojos de los demás... Lo que nunca entendió es que jamás sería inocente ante sus propios ojos, ya que la visión de sí mismo estaría demacrada y desmenuzada por los errores cometidos y no aceptados... Lo que nunca entendió es que ante a única persona que hay que rendir cuentas es uno mismo... los demás son fantasmas de los propios anhelos. Por eso la dejó caer. Para no perderse en el abismo de la derrota prometida. Y se marchó lejos, hacia el País de las Almas Vencidas, sin darse cuenta de que caminaba ciego ya para siempre, en un mundo ajeno que él repudiaría hasta los últimos días de su falaz existencia... Por eso la dejó caer... * * * * * Ella tendió los brazos hacia la noche que abriga sueños rotos, queriendo remendar los jirones de sus ilusiones. Se olvidó que había sido hecha de todas las heridas, que su alma recogería siempre el dolor de todas las lágrimas derramadas porque había nacido de la Ira y la Venganza, como reencarnación de todo lo que jamás estuvo destinado a fructificar. Pero ella quería olvidarse de sí misma, aún sabiendo que se trataba del espíritu que desmadeja todas las cosas para tornarlas en vergüenza e ignominia. Como si amar fuese el crimen más horrendo, como si perdonar se tratase del mayor de los oprobios, como si las sonrisas escondieran siempre los puñales de las traiciones repetidas. Por eso se dejó caer. Se perdió en el abismo de su propia oscuridad, y arrastró a su miedo a todo el que una vez la hizo temblar, a todos los que en alguna ocasión la habían dañado, porque era la Hija de la Venganza y de la Ira y jamás entendería la piedad y el cariño de la gente... Por eso se dejó caer; y se marchó al País de los Abandonados, donde las almas se lamentan porque no saben modificar su destino, sino que giran sobre sus propios errores como un tornado devorador de emociones. Nunca hay perdón para los que no desean ser perdonados. Ella sencillamente ansiaba contemplarse en el Lago Diamantino y comprobar que su esencia no se hallaba corrompida. Y vagó tratando de buscar el camino que la condujese hacia el otro lado de su espíritu oscuro, donde no fuese capaz de dañar con un gesto o con una mirada.
Ella no quería para sí la compasión, sino el mérito de superar el escollo con el que había nacido. Saber que podía deshacerse de las sombras que acechaban cada uno de sus movimientos y la hacían tropezar en la misma brecha. Pero la Hija de la Venganza y de la Ira sucumbió al desánimo cuando se encontró en el País de los Abandonados, sola, extraviada y casi enloquecida. Así que se tumbó bajo la sombra de un árbol desnudo, una noche azul de noviembre, y se dejó mecer por el viento, que la arrulló hasta que se quedó dormida. Y recordó en la niebla que viste a los sueños la voz de alguien que una vez le había hablado con esperanza para que no se rindiese... Sin embargo, al despertar, envuelta siempre por la oscuridad que arrastraba consigo, se percató de que nadie acompañaba sus vigilias, ni la velaba cuando dormía. De modo que se diluyó la voz en el olvido y apenas recordó las palabras sin cuerpo, deshojadas por el llanto de quien no recuerda cuál es su misión en el mundo. Y quedóse ensimismada en el enjambre de confusiones que ahora acuciaban su alma inquieta. Desde entonces fue la estatua con la que durante años se toparon los transeúntes que paseaban ciegos por el País de los Abandonados, ya que no tuvo valor para azuzar su espíritu y volver a caminar para encontrar el Lago Diamantino donde limpiar su esencia de la oscuridad que la rondaba. Un día el viento habló, acariciando las mejillas de la muchacha adormecida. “Pequeña”... Ese suspiro despertó a la Hija de la Venganza y de la Ira de su letargo. “Pequeña...” Y la Hija de la Venganza y de la Ira supo que se referían a ella, pues en el fondo era apenas una niña buscando el amor que le fue robado desde que fue creada. Alzó la mirada para ver quién le hablaba, pero sólo supo escuchar en el viento murmullos que aleteaban alrededor de su cuerpo: “Pequeña...” Y la hija de la Venganza y la Ira lloró. “¿Quién eres, pequeña, que te lamentas en este recodo del camino?” susurró la brisa. “No tengo nombre, porque soy la Hija de la Venganza y de la Ira y nací para desmenuzar corazones y regar la tierra con el dolor que me entregaron, que es el dolor del mundo herido y abandonado. Soy el llanto, soy el miedo, soy lo que hace que todos acaben por sucumbir... hasta mi propia alma se derrumba porque estoy sola y mi compañía es la más peligrosa. No puedo sobrevivir así; por eso me escondo de la gente que me ataca tan sólo por, ser sin yo quererlo, hija de aquellos que me hicieron para dañar”. “Uy” suspiró el viento conmovido. Pero ella pensó que la había llamado por su nombre, así que se dijo que desde entonces se presentaría de esta manera a los desconocidos que se encontrase. “Y tú”, preguntó Uy, “¿quién eres, que no puedo verte? ¿Acaso me ha cegado la desdicha o tal vez no tienes forma?”.
“Mi nombre es Aekoroe y soy invisible a los ojos de los que no saben ver más allá del horizonte. Soy diosa del viento y doy aliento al que se rinde; elevo las palabras de los poetas y canto melodías a las estrellas”. “Aekoroe” rogó Uy; “dame ayuda para ver más allá del horizonte...” Pero Aekoroe respondió que eso no estaba en sus manos, pues ya había cumplido con su cometido, que era despertarla de esa somnolencia causada por el miedo a sí misma. Así que la diosa del viento revoloteó alrededor de Uy durante un momento, el instante en el que tremolan las hojas del otoño para danzar entre los árboles, y se marchó narrando viejas tonadas que nada decían pero otorgaban vigor al alma... Uy decidió entonces buscar de nuevo el Lago Diamantino donde purificar su alma. Sin embargo, a pesar de su tesón y las fuerzas renovadas, continuó vagando sin rumbo por el País de los Abandonados, porque no sabía la manera de zafarse de la oscuridad que la perseguía, ya que formaba parte de ella. E ignoraba que antes de poder contemplarse en el Lago Diamantino habría de saber mirar dentro de su alma y limpiarla de rencores y de miedos. Anduvo ocho días y ocho noches sin descansar, meditando en soledad las razones que la habían hecho sucumbir. Se cruzaba con ciegos y locos que habían sido apabullados por la desesperación, y se habían dejado caer al Abismo de los Llantos Que No Tienen Nombre1, tal como una vez hizo ella. Uy les contemplaba con turbación, pues se daba cuenta que cada uno de los habitantes de aquel lugar ansiaba escapar de sí mismo, y esa era la razón de que jamás hallaran el camino de salida. Por ello Uy se sentó y se detuvo a recordar; derramó lágrimas por el dolor que había causado, así como por el daño que le habían hecho. Y cada una de esas lágrimas lavó una parte de su espíritu quebrado, disolviendo el rencor y los temores que no la permitían ver. Entonces encontró las fronteras del País de los Abandonados. Había allí una cabaña desvencijada, hecha de juncos y maderas carcomidas. La habitaban dos ancianos que labraban durante los días las tierras yermas de su huerto, y por las noches remendaban una manta azul con hilos de seda. Pero durante las madrugadas las polillas roían aquella manta, y en los ocasos las aves devastaban los campos y se alimentaban de las semillas que con tanto esmero habían sembrado. Uy se acercó con el corazón acongojado, pues hubiese querido ayudar a aquellos ancianos otorgándoles una simiente que fructificase en ese campo estéril y eliminando a los insectos que devoraban su labor de cada noche. Pero cuando ellos la vieron acercarse, la miraron con desdén y se burlaron de su miserable aspecto. _ Uyiko-Kodami2 pretende ayudar a los desheredados_ dijo la anciana; _ aunque ella ni siquiera sabe cómo atravesar las fronteras de su propia desdicha. _ Uyiko-Kodami pretende ayudarnos_ rió el anciano; _ aunque huirá de nuevo de sí misma y regresará al laberinto de sus confusiones.
1 2
Se trata de otra denominación del País de los Abandonados. (N de la A). “Uyiko-Kodami”: Alma que llora. Es Uy. (N de la A).
Uy los miró con temor, pues estaban pronosticando el fracaso que devendría, y se preguntó si estaría preparada para caer de nuevo a ese pozo, si sería capaz de levantarse otra vez. Los ancianos contemplaron cómo la duda hacía mella en el espíritu de Uy. _ Uyiko-Kodami_ dijo la anciana, _ regresa al lugar que nunca debiste abandonar. _ ¿Por qué? _ Preguntó ella, con voz rota. _ Porque aún tienes sombras en el alma. _ ¿Quiénes sois? _ Preguntó Uy nuevamente. _ Uyiko-Kodami quiere saber quién la retiene, _ se burló el anciano. _ Ella ignora que son sus prejuicios los que no la dejan avanzar_ repuso la anciana._ Cree que ve, pero es ciega. Cree que oye, pero es sorda; y sus palabras nadie las escucha, porque están llenas aún de temores pretéritos. La anciana rió y habló de nuevo, esta vez con voz profunda: _ Vuelve, Uyiko, al lugar del que no debiste huir. _ Ese lugar se encuentra fuera, más allá de esta tierra yerma. _ ¿Y por qué lo abandonaste, Uyiko? _ Porque me dejé caer... _ suspiró ella. _ Porque tuve miedo y me encerré en esa sombra, en ese espacio donde las esperanzas se tornan grises y todo está plagado de recuerdos y rencores. _ ¿Y hacia dónde quieres ir, Uyiko? _ Me dirijo al Lago Diamantino, pues ansío contemplarme sin mácula y entender la verdad de todos los actos. _ Pero estás dispuesta a rendirte otra vez, Uyiko-Kodami; _ aseveró la anciana._ Y nadie puede atravesar estas fronteras si se va a rendir nuevamente ante el infortunio. _ No me dejaré caer otra vez. La anciana sonrió: _ Tendrás que demostrarlo, Uyiko-Kodami. Uy, que se había prometido no rendirse, aceptó el reto, a pesar de que estaba asustada. Por ello permaneció en la casa de los ancianos. Labró sus tierras cada día, contemplando durante los ocasos cómo las aves se comían sus cultivos, y tejió su manta cada noche, a pesar de que siempre las polillas engullían su labor. Todas las mañanas hincaba la azada en el huerto y depositaba semillas que jamás florecerían. Todas las noches se sentaba bajo la luz de un candil y cosía los mismos agujeros que la anterior vez. A menudo había de detenerse, puesto que las lágrimas cegaban sus ojos y no podía realizar bien su tarea. Pero continuó, más por terquedad que por autentica esperanza: aunque no viese jamás el Lago Diamantino, nunca le daría la razón a esa pareja de ancianos. A veces se quedaba sin fuerzas y creía que sucumbiría de nuevo a sus miedos. Como tenía el espíritu dolorido, su cuerpo se hallaba atenazado por multitud de enfermedades. Sin embargo, siempre se levantaba y reanudaba su tarea, por ardua que se le antojase. Llegó un día en que ya no se acordaba del lago que tanto anhelaba ver. Y se olvidó asimismo de las razones que la condujeron al desierto donde se hallaba.
Sus motivos para seguir eran los de labrar la tierra y tejer la manta. Se había convertido en todo su mundo. Comenzó a parecerle hermoso el transcurrir de los días, cuando cada noche llegaban las aves hambrientas para devastar su huerto, y cada madrugada las polillas se arremolinaban sobre su preciosa manta. Observaba a aquellos pequeños seres, degustando su trabajo de cada día, ajenos a las desdichas, y se dijo entonces que por fin había conseguido hacer algo bueno para otros sin dañarse a sí misma... Ese día la anciana le abrió la verja y le dijo que se marchara. _ ¿Hacia dónde he de dirigirme? _ Preguntó Uy, consternada. La mujer se limitó a encoger los hombros, como si ello no le importase en absoluto. Se dio la vuelta y comenzó su quehacer diario y banal, en el que cada día persigue al otro sin tropiezos. Uy salió del País de los Abandonados acompañada por su soledad. Pero, por vez primera, ésta no le dolía. Caminó sin rumbo, pues carecía de objetivos. Lo único que ansiaba era continuar, sin importarle hacia dónde. Llegó entonces a un bosque umbrío donde se esconden antiguas memorias. Al entrar allí se encontró con una sombra que había abandonado sus recuerdos. Ella no lo reconoció, pero supo que se había extraviado porque una vez lo odió y temió. _ ¿Quién eres? _ Preguntó Uy. _ Me llaman Saeko-Kodami3. _ ¿Y qué has olvidado, Saeko? _ Una promesa. _ ¿Qué prometiste? _ Lo que nunca pude entregar... _ ¿A quién? _ A la que se fue más allá de las esperanzas. _ ¿Y para qué has venido, Saeko-Kodami? _ Para que me perdone... Uy contempló los iris vacuos de aquel a quien hablaba y comprendió, una vez más, las razones de sus propios sufrimientos. _ El perdón no existe, Saeko... No te sirve de nada si tú no te perdonas, si tú no haces para que las cosas cambien. Es igual que una promesa: una palabra que vuela y se disuelve, etérea e imposible. El amor prometido es una falacia; la risa prometida, la absolución prometida... el juramento de que un día cambiarás... nada de eso es cierto. _ ¿Quién eres tú? _ Preguntó Saeko-Kodami. _ Me llamaban Uyiko-Kodami, pero en realidad no tengo nombre. _ ¿Y para qué has venido aquí? _ No he venido yo, me han llevado mis pies buscando razones que no existen... _ Te fuiste...
3
“Saeko-Kodami”: Alma que olvida. (N de la A.)
_ Me abandonaste, Saeko. Es lo mismo. Ahora sólo somos dos almas dispares, y esto es un desencuentro. Ambos con razón, los dos equivocados. Sigue tu camino en soledad, aún ciego, porque no comprendes en qué fallaste. Yo continuaré hacia donde otros me aguardan, porque ya sé cuáles fueron mis errores. _ Uyiko... _ Adiós, Saeko-Kodami. * * * * * Ella tendió los brazos hacia la noche que abriga sueños rotos, queriendo remendar los jirones de sus ilusiones. Se olvidó que había sido hecha de todas las heridas, y resolvió empezar de nuevo sin aguardar a que otros la salvaran de su miedo. Al abrir los ojos comprendió que no estaba sola, pues siempre había tenido la compañía del viento y de las aves, de los astros y de sí misma. Y renació la esperanza y la dicha, porque de nuevo había luz en las madrugadas.
Iriade En los días claros, se veía desde el puerto cómo las casas, desde la lejanía blancas y diminutas, semejantes a habitáculos de duendes, cabalgaban sobre la montaña y se perdían en un bosque de abetos escarchados. Y a medida que se deslizaban colina abajo se desgranaban como pequeños frutos albos, que a veces tornábansen grises o amarillentos, pues la humedad solía marchitar su pulcritud y belleza. Las callejuelas zigzagueaban igual que si jugasen al escondite, extraviándose en recovecos y esquinas, reapareciendo detrás de un prado o al lado de la iglesia. Y cuando la calima danzaba alrededor, con su traje de plata y diamantes y su fragancia a océano y montaña, cualquiera podría haber jurado que ese no era un poblado habitado por humanos, sino una aldea de fantásticas criaturas, de elfos y hadas, de duendes, gnomos y magia. Quizá por ese motivo a ella le gustaba contemplarlo desde la lejanía, donde la irrealidad parece posible, donde nadie socavaría jamás sus ilusiones ni desmembraría esa sonrisa demente que bailaba en su boca siempre que se deleitaba en fantasías. Ajadas por el trabajo y la brisa marina, tan perniciosa para la juventud de su piel como para cualquier otra cosa delicada, las mujeres del pueblo carecían de ánimos para el cotilleo y apenas murmuraban para sí juramentos que, más que plegarias, eran reproches dedicados a todas las vírgenes y todos los dioses que habían hecho posible la vida en semejante lugar. El viento y el clima habían modelado su carácter igual que lo hiciera antes con esa montaña rebelde o esos árboles perennes: convencidas de que dios, en su ignorancia, hacía nacer seres débiles y la naturaleza, siempre sabia, los seleccionaba según su valía, casi nunca derramaban lágrimas por el niño enfermizo que muriera o por la niña tonta que se cayera y se rompiese el cuello. Acaso, tal vez porque se trataban más de estorbos que de alegrías, solían prestar escasas atenciones a acontecimientos tan funestos y, de cuando en cuando, se sonreían. No era crueldad, sino supervivencia. La comida escaseaba y niños, si no eran laboriosos y avispados, daban demasiado trabajo. Para los que llegaban a adultos les resultaba muy fácil entender que aquel lugar había sido muy pronto olvidado del resto de los hombres, de manera que no entendían del todo por qué razón habrían de ceñirse a las mismas reglas de aquellos que los habían desterrado de sus memorias. Ignoraban si aquello era del todo positivo o negativo, porque de alguna manera sí se habían percatado que fuera, en el Exterior, ocurrían desgracias innombrables. Alguna vez algún joven se había aventurado allende los mares y no había regresado... o los que sí volvieron, tenían en las pupilas aquella mirada enajenada y vacía del llanto perpetuo. Y jamás volvían a hablar. A todos sorprendió que Iriade la Bella no hubiese muerto a los tres meses de su nacimiento. Su madre, cuyo corazón a menudo flaqueaba, no sabía si alegrarse por la evolución de su hija o lamentarse de no haberla arrojado al río cuando tuvo ocasión. Era completamente inútil, no colaboraba en tarea alguna,
y dedicaba las horas a contemplar las aves que surcaban los vientos o a escrutar toda suerte de insectos que llegaban a sus manos. Los retenía, los contemplaba detenidamente, les hablaba en murmullos y luego los soltaba, para exasperación de familiares y visitantes. Porque si al menos sirviese, se decían, para cazar moscones o escarabajos, como las arañas o los gatos, no resultaría tan enervante. Para mayor asombro de todos los habitantes de la Aldea Sin Nombre, la niña creció y se convirtió en una bien formada y muy hermosa joven. Y tanto esperaban, casi con morbosa ansiedad, el instante en el que ella sucumbiese a unas fiebres o fuese comida de lobos (pues mucho le agradaba rondar los bosques), que cuando Iriade, con su gesto desmayado, su piel casi translúcida y sus ojos de esmeralda, cumplió los quince años a punto estuvo de reunirse la Asamblea al completo para saber a qué diantres venía semejante disparate. Pues otras antes que ella, y muchas después, iguales en todo, hasta en actitudes y modos habían nacido y habían muerto sin dar tantos quebraderos de cabeza. Afortunadamente, juzgándolo un desvarío fruto de la desesperación, decidieron no dar término a semejante despropósito y continuaron, infelices, con sus insalubres vidas. La única que parecía dichosa en ese purgatorio de desdichados era precisamente la más ajena a todos: Iriade. Si acaso sus padres creyeron que podrían endilgársela a algún bobo que la ansiaba como esposa, pues era, con mucho, la más bella de todas las criaturas, pronto esa idea se desvaneció al contemplar el desdén que Iriade sentía, no ya hacia los hombres, sino hacia las personas en general. Tal vez porque desde niña, siendo como era sagaz observadora, no pasó por alto el hecho de que todos y cada uno de los que ahora requerían sus amores (y también aquellos que la desdeñaban) pretendiesen jugar a los accidentes y se lamentasen cada vez que ella salía indemne de todas sus vejaciones. Y, así como muy pronto notó el desprecio que los niños de su edad la tenían, también supo que esa actitud provenía de unos padres (los de todos) que se avergonzaban de su sola presencia. Porque parecía frágil. Porque era diferente. Porque no había muerto en el mismo instante en el que perdió la infancia, sino que conservó las ilusiones y se negó a ajarse, queda, como si de un mueble se tratase, y no de una persona, en semejante tumba llena de espectros, sombras de hombres y mujeres; más bien al contrario, se dedicó a vivir, a reír y a jugar con el mar y las estrellas. Pero ni el alma más pura e inocente puede durar mucho entre los acres humos de la desesperación y el odio, y ella, a medida que el tiempo se paseaba inexorable por todos los rincones, comenzó a agostarse, como todas las personas que aspiraban el aire pútrido del abandono. Y su mirada se tornó lánguida, y su sonrisa ausente. De manera que, mientras que antes, a pesar del oprobio que significaba reconocerlo, contemplarla era como ver el amanecer de la primavera, ahora todos sentían una punzada al mirar en su figura la melancólica decadencia de todas las edades. Por eso, desde hacía tiempo, Iriade dejó de perderse en los bosques y se dirigió al mar, como si allí anidasen todos sus anhelos, como si pudiese desprenderse de todas sus penas y olvidarse de todo su mundo.
La monotonía transcurrió, con ella ajena, como siempre, ahora anclada en la orilla de un sueño, contemplando el abandono, la soledad y la desidia del mundo. Pero ella ya estaba fuera, como si hubiese fabricado una barquichuela de emociones y hubiese bogado a través de la niebla del tiempo y de las derrotas para cobijarse en ese rincón desde donde su pueblo se asemejaba a una aldea de duendes. Entonces sonreía, porque no se sentía extraña, sino acogida por todos los seres que nadie más veía. Únicamente sus pulcros ojos verdes eran capaces de adivinar la presencia sutil de los dueños de la tierra... Una vez, cuando su lozanía comenzaba a declinar, decidió regresar al bosque y jugar, como antaño, con los árboles y las ardillas. Sus cabellos habían tomado el color tibio del crepúsculo, y destellaban reflejos áureos cada vez que la brisa se solazaba en ellos. Hacía mucho que no pisaba la aldea, y apenas la recordaban como la niña que no murió cuando debiera, sino que decidió fugarse y posiblemente se ahogó en el mar. Nadie sabía que ningún habitante de los abismos oceánicos hubiese permitido semejante acontecimiento, sino que, al contrario, se esmeraron en proporcionarle alimento y compañía. Junto a ellos, tritones, sirenas, estrellas de mar y algún pececillo despistado, aprendió el idioma de las mareas y los vientos, de las algas y de las aves. Los pájaros le enseñaron a hablar con la hierba y los árboles y ella maduró como lo hacen los frutos que nacen del vientre de la tierra. Su belleza se hizo más serena, sobria y contundente, como el otoño que anega las praderas e ilumina de ocre y rojo los árboles, mientras eleva aromas embriagadores que ni la más fragante primavera es capaz de otorgar: el olor a vida, a humedad, a lluvia, a nostalgia y a recuerdos de abrazos olvidados o sonrisas perdidas. Así regresó Iriade, como un fantasma de un pasado muy remoto y legendario, vestida con un viejo (y en verdad, escueto) traje de lana ajada, perfumada de mar y tiempo. Y nadie se apercibió de la pobreza de sus ropajes, pues resplandecía como oro bruñido: los cabellos de fuego, los iris de bosque, la sonrisa tibia y jugosa, piel tersa, siempre translúcida, aunque ahora dorada por los años al sol, y su indiferencia, esa indolencia con la que caminaba, como si el trayecto que recorría ahora fuese yermo, vacío, inhabitado, y su auténtico hogar se hallase al otro lado, en ese fastuoso bosque en el que ya nadie se adentraba. Aunque le hubiesen dicho algo, ella no hubiese escuchado a las sombras que se movían por allí, ni las veía si quiera. Pero nadie pudo articular palabra, anonadados como se hallaban por ese espejismo de diosa que caminaba entre sus ruinas. Algunos la reconocieron como la niña loca que se fue, que se perdió, y se lamentaron de haberle proporcionado un trato tan cruel siendo apenas una criatura. Pero fueron pocos los que vieron en aquella dama a la frágil pequeñuela que deambulaba charlando con insectos. Sin embargo, todos, sin excepción sí notaron que de pronto el vacío y la angustia hacían mella en su ánimo severo, y supieron que fue porque nunca dejaron nacer la risa y la fantasía en aquel erial olvidado. Iriade fue directa al árbol más añoso de cuantos allí había, y aguardó silenciosa junto al tronco que fue su madre y su padre y su cobijo durante sus
años pueriles. En su espera se le acercó un duendecillo, pequeño, burlón, de grandes ojos azabache y nariz chata, como aplastada. La sonrió, y mostró unos dientes demasiado grandes y algo amarillentos, mientras la señalaba con un dedo extraordinariamente largo y le decía: _ Eres muy fea. Iriade le devolvió la sonrisa y respondió: _ Lo sé. Había vivido tanto tiempo entre tritones y sirenas que su concepto de hermosura distaba completamente de lo que el ser humano suele considerar, de modo que se justificó: _ Soy hija de humanos. _ Pero tú no eres humana _ dijo apresuradamente el duende. Y se fue. A pesar de que su vida no había sido, digamos, normal, y ya pocas cosas la sorprendían, esto la dejó tan perpleja que permaneció un buen rato observando el lugar por donde la descarada criaturilla se había desvanecido. Se apoyó con firmeza en el viejo tronco, y aguardó silenciosa a que declinase la tarde y anidase la noche. Allí dormitó, bajo las estrellas, como en su infancia, cuando pretendían perderla entre los recovecos de un bosque que conocía mejor que cualquier otra cosa en este mundo. El alba llegó, arribó el rocío y se extendieron las brumas. Iriade abrió sus ojos verdes, pero hubo de cerrarlos de nuevo y volverlos a abrir para asegurarse de que no soñaba. Junto a ella, decenas de niños de mirada cansada y triste la rodeaban como implorando su ayuda. Y aunque Iriade tendió su mano, no pudo asir la mano de ninguno, pues no eran más que recuerdos de la niebla, y estaban hechos de nube y fantasías. Una voz grave, el eco quizás de un recuerdo, la llamó desde las profundidades del bosque: _ Iriade... Iriade... mi niña perdida, mi alma de viento, mi luz, mi llanto... Iriade, querida. Naciste para vengar a los que No Tienen Nombre; te engendré con la simiente de la tierra, sangre de hada y brillo de luna. Aquí los tienes, olvidados, perdidos, abandonados. Aquí los tienes, apenas sombras en las madrugadas, pesadillas en las noches de todos los hombres, que los dejaron morir, que los dejaron marchar. Apenas son la memoria de un tiempo que nunca pudo ser, Iriade, porque aquí, en esta aldea, se negaron a existir. Aquí todos nacen muertos, Iriade. Creen que viven porque caminan y lloran y trabajan y sufren y se lamentan día a día cada momento que transcurre. Pero matan cualquier atisbo de esperanza, de alegría, de inocencia, de risa. Matan, Iriade, porque sienten miedo. Es el temor más arraigado del ser humano: comprobar que están hechos de defectos. » Mírales, Iriade. Ellos fueron, una vez, como tu: almas con vida y con deseos. Almas diferentes. Gente a la que eliminar para que no enturbiaran la paz de su cementerio. Ni siquiera se percatan que incluso aquí, ahora, en este momento fugaz, tienen más vigor del que ellos acumularían en la eternidad de su tristeza. Porque son únicos, porque no les importa ser únicos. Porque no les preocupó nunca no encajar en el imperfecto puzle que los habitantes de esta tierra han creado para su deleite y su desdicha.
» ¿Te has fijado, querida? Ellos destruyen lo que no encaja, lo que no les gusta, lo que, en definitiva, resulta incómodo, engorroso o humillante. Apartaron de sí, de su memoria, esta isla, esta aldea, esta gente de almas grises porque no resultaban gratos; demasiado trabajo, demasiada desdicha. Desmadejaron sus vidas, construyeron sus historias, deshilacharon sus recuerdos y los abandonaron al destino de las Almas Olvidadas. Y de esas almas nacieron los Niños Sin Nombre, porque todos los muertos carecen de nombre. Apenas son polvo y recuerdo. Son dioses o demonios. Son páginas, son letras, son versos o son derrotas. Pero sus nombres ya no existen. Los muertos no tienen nombre, los espectros no tienen nombre. Al cabo, somos almas anónimas pugnando por la memoria desvencijada. » Vénganos, niña mía. Nace de nuevo, en ese mundo, en el Exterior, donde nosotras las hadas, los duendes y la magia no tenemos cabida; vénganos y danos nombre, danos vida, danos historias... » Porque los muertos, niña mía, no tiene nombre, ni sombra ni memoria... * * * * *
En los días claros, se veía desde el puerto cómo las casas, desde la lejanía blancas y diminutas, semejantes a habitáculos de duendes, cabalgaban sobre la montaña y se perdían en un bosque de abetos escarchados. Y a medida que se deslizaban colina abajo se desgranaban como pequeños frutos albos, que a veces tornábansen grises o amarillentos, pues la humedad solía marchitar su pulcritud y belleza. Las callejuelas zigzagueaban igual que si jugasen al escondite, extraviándose en recovecos y esquinas, reapareciendo detrás de un prado o al lado de la iglesia. Y cuando la calima danzaba alrededor, con su traje de plata y diamantes y su fragancia a océano y montaña, cualquiera podría haber jurado que ese no era un poblado habitado por humanos, sino una aldea de fantásticas criaturas, de elfos y hadas, de duendes, gnomos y magia. Quizá por ese motivo a ella le gustaba contemplarlo desde la lejanía, donde la irrealidad parece posible, donde nadie socavaría jamás sus ilusiones ni desmembraría esa sonrisa demente que bailaba en su boca siempre que se deleitaba en fantasías. A menudo bajaba a la orilla de un mar envejecido, ronco de tanto bramar a las gaviotas, buscando una razón olvidada. Dejaba caer su mirada hacia ese pueblo, tal vez en pos de una inspiración que nunca llegaría, y únicamente le invadía la nostalgia. No era como le dijeron: es mentira que el mar y los pueblos pequeños curen las heridas que las ciudades causan en el alma. Se despediría de sus tíos, volvería a la capital y reanudaría su vida donde la había dejado; en algún lugar entre el insomnio y las heridas. Justo donde nacen los deseos, donde aún tienen cabida los sueños. Ya en el avión, sentada con una revista en las rodillas, los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada perdida en un horizonte brumoso, atinó a recordar
una frase que nadie le había dicho, pero que ahondó en su alma llorosa porque le pareció sumamente triste: » Porque los muertos, niña mía, no tiene nombre, ni sombra ni memoria...
Sebastián, el ladrón de sueños.
Había recorrido un largo camino desde sus días sin sueños, cuando las noches vacías y silenciosas acompañaban la vigilia del joven Sebastián. En aquellos ocasos sin memoria, a lo largo de esos momentos sin historias, Sebastián no podía suponer que algo fallaba en su mecanismo de ilusiones; era incapaz de crear una sola imagen más allá de lo vivido, de modo que, a pesar de que era inteligente y sumamente hábil para casi todo lo que se proponía, nunca destacaba en ninguna de sus labores: había crecido sin ambiciones ni anhelos. A su paso nunca dejaba el recuerdo de una presencia quizá tierna, sino que normalmente se percibía el vacío que desprende un ladrón de quimeras. Porque los hombres no pueden crecer sin sueños, ya que las ilusiones también se atesoran como las más valiosas de las joyas. Sebastián, el hombre sin sueños, averiguó que debía apoderarse de esa maravilla que le había sido negada en la hora de su nacimiento; y, desde el mismo instante en que se apercibió de semejante necesidad, no se detuvo hasta arrebatar a todos sus fantasías. A veces, cuando la compasión mermaba su agilidad de ladrón, recordaba la ocasión en que, siendo muy pequeño, se habían burlado de él porque carecía de imaginación y no sabía crear historias. Aquel día lloró para el resto de su vida, pues cada lágrima estaba llena de todos los vacíos que le atormentaban. Cada llanto y cada suspiro desmenuzaban todos sus miedos, hasta que, abatido, quedóse dormido y descubrió que dentro de sí no había historias que crear... El mejor ladrón es aquel que deja la sensación de llenar lo que en realidad está vaciando. Sebastián, cuya naturaleza era la de un hombre calculador e inteligente, andaba tras la forma de apoderarse de todos los sueños sin que luego la gente dejara de producirlos, pues había notado que solía agotar las reservas de aquellos seres a los que les hurtaba las fantasías, de manera que terminaban marchitando sus espíritus y enfermaban durante largas semanas. Sebastián no podía permitirse el lujo de aguardar tanto tiempo sin ese alimento, sin esos anhelos ajenos que refrescaban su esencia adormecida. Pero como carecía de sensibilidad, puesto que la había derramado en aquel llanto oscuro, acababa por alejarse para buscar gente nueva con sueños diferentes, quizás más frescos y lozanos. Hasta que una vez se le acercó una joven hermosa cuya mirada derramaba la luz de todas las estrellas. Ella buceó entre los recovecos del alma de Sebastián tratando de anidar en su corazón y rezagarse en él como los océanos que se arremolinan en los arrecifes. Y, en el mismo momento en el que rozaba esa zona misteriosa y sombría, le pidió con voz de viento que le regalara todos sus sueños. Sebastián no pudo sino estremecerse al pensar que a él también podían arrebatarle lo que tantos años le había costado atesorar. El ladrón de sueños, que jamás había temido por nada, tembló al considerar que aquella muchacha pretendía absorber su bien más preciado. Supuso que jamás podría recuperar todos los años de esfuerzo y todas las horas que otros habían construido para su
deleite, así que huyó, comprobando cómo es el dolor que se siente cuando alguien saquea tus sueños.
ALMA ERRANTE. Se la oye rezar, murmura casi en silencio, oraciones extrañas. No son plegarias a un dios que no conoce, ni ruegos a un destino en el que no cree. Habla, sencillamente, con las estrellas. Porque siempre pensó que eran espíritus errantes, antiquísimos y sabios que la pueden aconsejar. Pero, ¿cómo algo tan lejano puede responderla, o tan siquiera escuchar lo que les dice? Ella no le da importancia a esas cuestiones. “Al menos yo veo las estrellas. Los dioses son etéreos e inalcanzables”. Muchos tratan de convencerla de que lo que ve desde la Tierra no es más que el reflejo de un pasado en el universo. La luz que siglos atrás brilló con fuerza y que nos llega hoy porque la distancia es enorme. “Tan fantástico es, entonces, que yo le hable a los astros como a un ente invisible, un dios lejano” arguyó en una ocasión, “pero yo los veo, aunque sean sólo reminiscencias de un remoto ayer. A Dios no lo percibo de ninguna manera”. Noa no puede dormir. Por eso se ha sentado en la terraza, vestida apenas con un camisón de raso. Puede sentir el frío en sus entrañas; un suspiro del viento estremece su cuerpo. Lejos queda el amanecer, lejos también sus horas de paz. Noa no puede dormir. Se lamenta de la situación y por ello sale a la terraza en busca de consuelo. El gélido ambiente que promete un invierno de nieves hace que no piense en otra cosa que no sea el frío. Desea mantener su cabeza ajena a todo razonamiento. La luna riela sobre una pátina de hielo azulado. Cuando emerge el sol de la oscuridad, la escarcha parece oro y malva. Luego se deshace en un charco gris sin encanto. Ella contempla ese pedazo de fantasía, mientras su mente divaga por senderos deseados. No puede dormir. Por eso se ha levantado. Odia revolverse entre las sábanas mientras la oscuridad la acecha. Piensa en lo que le deparará el destino, su día (le gusta creer que los días le pertenecen), todas las horas que aguardan en el rellano. Concluye que no ocurrirá nada especial, a pesar de sus ansias, de todos sus anhelos. Sin embargo, esa idea no la entristece. Siempre estará acompañada de sus sueños. “Sin ellos no soy más que un espectro, una sombra de mi auténtico yo”. Una vez estuvo a punto de quedarse sin sus sueños. Fueron días tristes y amargos. Ahora, una vez recuperados, ansía que nada le estropee la fantasía: “que ni el amor ensombrezca mi alma”. No puede permitir dejarse llevar por la vida, tan gris en ocasiones. Pero las fuerzas flaquean, como en ese instante, con el sueño ausente y velando las noches. Aún así, continúa mirando al cielo, pensando que los astros escuchan sus secretos, sintiendo el aire frío de la mañana, el otoño en su ocaso, Noa en su apogeo. No está triste. Siempre surca los océanos de su imaginación tratando de mantenerse a flote. A veces la borrasca de los sentimientos la hunden, su barca zozobra entre el oleaje del dolor y la pena. Pero siempre se detiene ante el abismo: no cae por el precipicio. Oye voces, siente consuelo. Manos amigas le tienden ayuda. Noa recoge esa cuerda y vuelve a flotar en su mar de quimeras.
“Todo falacias” rumia en silencio. Sonríe a su pesar: nada en la vida es una mentira si crees en ella con fervor. “Y yo creo en mí” suspira. Le aborda el cansancio ahora, cuando en el horizonte se atisba la claridad del crepúsculo. Las estrellas se disipan tras las nubes y la luz inmensa que llega. “Fatuo es el Sol que oculta los diamantes de la noche”. A veces odia los días, anegados de realidad. Ella prefiere ser la campesina de un cuento de hadas, no la muchacha que madruga y se esfuerza y sufre y vive una existencia a menudo extraña. Prefiere seguir siendo pequeña, pensar en las flores y los pájaros. Se va a la cama para dormitar las últimas horas de sueño. En su memoria, una frase que alguien pronunció hace ya mucho tiempo: “sigue adelante, siempre adelante, no te rindas nunca”. Y permanecerá en la brecha, al pie del cañón, porque una vez se lo rogó un amigo, y nunca hay que traicionar los deseos de la gente que te quiere.
EL HADA. La conocí en un infierno de soledades, sus ojos apagados, lamentos del alma reflejados en sus pupilas. La conocí cuando apenas era diosa y deseaba no existir. Cuando era aclamada y admirada, cuando el incienso perfumaba sus altares. Pero ella se apenaba de su destino. La conocí cuando su iris cerúleo, casi violeta, iba tornándose en celeste gris, amaneceres sombríos acunados por las olas y las nubes, augurando acaso males que casi ni se presienten. Nunca la hablé, pues mi espíritu se abotargaba ante su imagen divina, ante su aspecto imponente, tan frágil, tan sereno... era como la escarcha que cuelga de las ramas en el invierno, tornándose su luz en áurea o argentina, los colores multiplicados a través de la delicadeza del diamantino hielo, así ella, muda y hermosa, quedábase quieta en un océano de dudas, sin inmutarse, aunque el sol licuase su esencia recia en mil gotas de agua. Deseé desde el primer instante abrazarla, sentir lo que sienten las nubes cuando cubren a la luna, luminosa esfera para enamorados y noctámbulos románticos o dementes. Quise saber lo que la niebla experimentaba al rozar las cumbres de las altas montañas, y al descender sobre su regazo para acariciar la tierra que se aleja tanto del cielo. La amé sin conocimiento cuando presentí su presencia. Atisbé, ya que no pude contemplar, su belleza entre las sombras: ángel, ninfa, dríade, hada, fantasía que rondaba mis sueños y la vigilia que atormentaba mi ser. Entre la niebla, tras las brumas siniestras, oculta en la calima, allí ella aposentaba su llanto y descendía como el rocío que durante el alba humedece la tierra. Lágrimas tibias de profundo dolor, acaso por una pérdida irreparable, acaso por no sentirse capaz de volver al pasado, con algo más que la memoria sempiterna. Anhelé adentrarme en su corazón y descubrir la causa de tanta tristeza. Hube de ahondar en las profundidades de los lagos y descender por las simas oscuras y los acantilados rocosos elevados hasta el cielo. No llegué nunca a encontrar el infierno, ni jamás contemplé el paraíso celestial, pero estar con ella, olerla, sentirla, acariciarla era lo más parecido al denominado Edén de las leyendas: mi Walhala, mi Ávalon, mi Olimpo inescrutable, las Islas Afortunadas donde los espíritus nobles van una vez han dejado de vivir... Ese jardín, esa floresta, mi campo lleno de amapolas, el trigo fresco y oloroso... la vida, en sí misma, era ella para mí, y nada más existía. Descubrí que era inmortal a su pesar, pues seguramente hubiese preferido acompañar a quien se fue tras la oscura sombra que permanecer sitiada por la soledad que tanto la abrumaba. Mas cualquier intento de comunicación o contacto resultaba siempre vano e inútil, pues un muro transparente se interponía entre nosotros, una concha, una bola de cristal que había forjado para no volver a sentir. Fueron arduos y rudos mis enfrentamientos con semejante protección; una temible lucha comenzaba a fraguarse, sin embargo, en el pecho de mi dama, y el hielo que la cubría se resquebrajó hasta romperse en mil piezas cristalinas y relucientes que se deshicieron antes de llegar al suelo. Miróme la dama con esos ojos oscuros, ojos de mar en rebeldía, y preguntóme la razón de mis esfuerzos por tratar de contactar con ella.
Sucumbí ante sus palabras y caí de rodillas como se hace ante una figura celestial. Su lamento fue entonces tan grande que no pudo ni derramar lágrimas, pues no deseaba ser considerada como una deidad alejada del hombre, ya que sentía y sufría tal como ellos, o incluso más, pues el tiempo no era para ella motivo de consuelo, y su memoria impenetrable jamás se diluía en la fantasía del recuerdo, sino que permanecía imborrable en los siglos que durase su existencia. Quise verla como mortal, mas imposible me resultaba la tarea de hacer que una nube fuese hombre o mujer, y no era capaz de moldear la fina imagen que ante mis ojos atónitos se alzaba como una simple figura terrenal. Pero levanté los brazos al incorporarme, y con mis manos rocé sus mejillas sedosas y pálidas. Me estremecí ante el frío que emanaba de su cuerpo, pero no me arredré. Me acerqué a su cuerpo etéreo tratando de abrazarla; apenas sus labios color rubí me besaron, o me acariciaron con dulzura, tan levemente que pensé que nunca fue. Y por primera vez contemplé una sonrisa en esa faz luminosa. Conseguí adentrarme en los misterios de su alma, y ya no estaba sola, mas aún era inmortal. La acompañé durante los días y las noches fugaces, abrumados por relucientes soles o lejanas estrellas. Besé su cuerpo de infinitas curvas, lamí su alma y absorbí su llanto. Entonces la descubrí como era, mariposa de ensueño, nada más que un hada desolada que ha permanecido en el ostracismo el tiempo que la tierra lleva albergando al ser humano en su seno. Su único delito, el pecado que desencadenó su tortura, fue apiadarse de aquellos míseros seres, los mortales. Pero mi hada apreciaba la vida en todas sus formas: desde las plantas a los gusanos, hombres o ciervos, cerdos o águilas, peces o delfines, en mar, lagos, ríos, montes o praderas. Y se enamoró con fervor de un caballo, primero, hasta que el destino de éste acabó con sus días. Se transformó en cisne para estar al lado de uno con bellas plumas azabaches, mutóse en mariposa para revolotear al lado de otros lepidópteros y acabó siendo persona. Tales metamorfosis terminaron por enojar el ánimo de las demás hadas, pues consideraban, no sin cierta razón, que ellas habrían de permanecer con los de su especie, enamorarse de los bellos espíritus feéricos que rondaban por el mundo. El tiempo y el olvido hizo que ellas fuesen desapareciendo, mas no mi dama, que fue expulsada del paraíso tan sólo por amor. Nadie, ni tan siquiera ella, supo jamás qué fue de los otros espíritus, aunque es de lógica suponer que tan sólo se camuflaron ante el horrible acaparamiento del ser humano sobre la Tierra. Pero a ella ya no le estaba permitido transformarse en nada, por ello, tras la muerte de su último amor, quedó como persona triste y alejada del mundo. La conocí en un mar de soledades, ella en un infierno y yo rozando el paraíso. Al final ambos acabamos en la tierra, hombre y mujer, transformados en brisa que recorre los árboles y asciende por las laderas de las montañas, o se sumerge en los ríos límpidos que se esconden en las cuevas. Juntos en ese abismo que se llama eternidad...
Instinto Un día me di cuenta de que ella siempre estuvo allí, con el gesto tranquilo, la mirada fija en cada objeto, escrutándolo todo, acechando enemigos que nadie más veía. Para mí siempre fue una sombra, una sensación, el presentimiento de que alguien te vigila, aunque nunca supe identificar si era bueno o malo. Solamente después supe que era ella, cuando ya no quedaba más que la lluvia. * * * * * “Cuidado”. Esa fue la primera señal, un susurro que nacía de algún recodo de mi cerebro, lento, suave, imperioso... Se repetía de forma intermitente y era apenas perceptible, como si la brisa temblase un instante. Quizá porque no supe escuchar la voz de mi instinto, o porque temía a la locura, decidí ignorar ese aviso... “Cuidado”. De una palabra musitada se fue convirtiendo paulatinamente en un grito de alarma, pero sólo comprendí que no se trataba de mi imaginación cuando, transcurrido el tiempo, uní cabos y supe que el peligro me acechaba. La segunda señal de alarma se encendió un día tranquilo de primavera. Hacía calor y yo me regodeaba contemplando cómo las chicas más guapas se quitaban cada vez más prendas. Estaba sentado en un parque, degustando mis horas libres, cuando sentí el miedo cerca. Recuerdo que temblé y mi pulso se aceleró. La voz en mi cerebro cambió de palabra: “huye”. Pero continué ignorando estas sensaciones, como si se tratasen de un acceso de demencia, como si de algún modo creyese que si le daba la espalda a la verdad ésta se evaporaría. Sin embargo, no sólo permaneció contundente y cada vez más cerca ese peligro desconocido, sino que mis sentidos se agudizaban a pesar de mí, aunque yo mismo procurase cegarlos, ensordecerlos, mutilarlos para no volver a temer. Mas el miedo es un aviso para que actúes y no te escondas. Dicen que esa es la diferencia entre los valientes y los cobardes... sin embargo yo creo que todos en algún momento han huido de su propia imagen, porque nada hay más terrorífico que tener que enfrentarse a uno mismo, desnudo y sin mentiras... Entonces llegó el tercer aviso y supe que la amenaza provenía de algún lugar indefinible del exterior, allá en las fronteras mi mundo... Y la voz de mi cerebro se tornó en un grito casi angustioso: “HUYE”. Aquel día en que todas las luces de mi interior se encendieron y comprendí que ya era tarde hasta para ocultarse... Llovía... cada llanto del cielo era un grito de alarma: “HUYE”. Pero no sabía hacia dónde dirigirme. La ciudad me parecía extraña. Las personas de pronto no existían para mí: deambulaban alrededor como lo hacen los fantasmas, sin ser ni tan siquiera vistos. Y me pregunté si no sería yo el espectro en el que nadie se percataba, porque nadie era capaz de contemplar mi terror... Llovía... Agudicé todos mis sentidos tratando de escuchar ese grito que provenía del silencio de mis temores. Abrí los ojos para ver al enemigo que me atacaría. Y de pronto noté
que todos mis músculos estaban tensos, que no había una partícula de mi cuerpo que no se hallase alerta, aguardando al peligro que me perseguía. “Huye”... Todo eran sombras, sueños, imágenes difuminadas, diluidas por la lluvia. Observé cada rincón umbrío con la esperanza de poder desvelar a aquel que me amenazaba, pero no había nada más que personas disgregándose por la lluvia, niños jugando con el barro, comerciantes malhumorados debido a la ausencia de clientes, vagabundos remojados entre mantas y harapos viejos. Y pensé: “Estoy caminando por el borde de la demencia... la fuerza que tengo proviene de mi interior; también la angustia. Ahora la pugna se halla en quién podrá más, si la entereza o la fragilidad.” El oxígeno se ausentaba y tenía que respirar con mayor celeridad. Apreté las mandíbulas y me erguí, sintiendo cada gota acicateando mi rostro, el agua fría de un otoño que se adelanta. Un escalofrío me recorrió la espalda: el aviso de que todo está muy cerca, demasiado próximo... Gemí en un temblor de angustia: “No sé dónde esconderme...” Entonces cerré los párpados, aturdido. Consideraba que la imaginación me estaba jugando demasiadas malas pasadas. Relajé los músculos y bajé la guardia, respirando pausadamente, escuchando cada susurro... “Huye”. Continué atento a los sonidos... “Huye”. Pero no me moví. “Huye”... Miles de imágenes se amontonaron en mi cabeza, como un relámpago, una luz cegadora que inmoviliza los cuerpos... y la voz musitando: “ya es tarde”. Todo se mantuvo en silencio... de pronto el mundo se detuvo... las hojas de los árboles, el suspiro de la brisa, el goteo de la lluvia, cada paso de la gente... un segundo, un instante de percepción, cuando esa voz mistaba: “ya es tarde...” y se perdía en el mutismo de esa quietud intensa. Ya era tarde. Y lo supe incluso antes de que me lo dijera el instinto. Porque respiraba la tensión cuando cada membrana de mi cuerpo se aflojó... cuando mi respiración se calmó y olí aromas que provenían de todos los cuerpos... cuando escuché el silencio más allá de todas las voces... Ya era tarde. Sin embargo, aún no sabía ante lo que había de enfrentarme, si ante mis temores o ante un enemigo externo... o a ambos transformados en esa persona que siempre quise olvidar. Fue cuando abrí los ojos y la vi. Supe que no era la primera vez que me cruzaba con ella, que antes habíamos compartido alguna mirada huidiza. También permanecía firme y quieta a pesar de la lluvia y la multitud. Mirándome. ¿Dónde había visto esas pupilas antes, ese gesto ceñudo y gélido de las personas que no sienten, o que sólo odian y desprecian? Me estremecí, porque de repente me pregunté por la razón de su dolor. Fue como si percibiese su pena, más allá de toda defensa... Sentí una punzada en el pecho, igual que si me hubiesen clavado un puñal. Me palpé con manos temblorosas, buscando la sangre que manaba de la herida abierta. Pero la yaga era inalcanzable, porque nacía del interior de mis recuerdos, y lo que de ella se derramaba era el llanto que tantas veces había contenido para construir el muro con el que mantenía alejadas a las personas que no me gustaban.
Ella estaba deshaciendo esa pared con sus iris profundos. Y recordé la voz: “ya es tarde”. Me pregunté si me estaría enredando en una pesadilla imposible. Quise hablar, quise gritar y clamar a la lluvia que desmenuzase al fantasma que me contemplaba. Pero ni siquiera me inmuté, porque en el silencio de todos los momentos, amontonados entonces para nosotros dos, había contemplado dolor más allá de la dureza de sus rasgos y supe que sufría. Y en ese momento vi el destello de su sonrisa medio esbozada, la mirada más dulce, las defensas caídas. Se dio la vuelta y se alejó, desapareciendo entre la lluvia y la gente, detrás del murmullo creciente, más allá de todo bullicio y movimiento. * * * * * Percepciones. Todo se basa en eso. Mi mundo es un mundo de percepciones. Yo no veo como otros. Ni escucho los mismos sonidos. Para mí cada palabra son líneas escritas que esconden secretos más allá... en los gestos, las miradas, las actitudes y los silencios. A menudo es más elocuente el silencio que todas las frases. Fíjate en cada pausa, escucha las comas, las respiraciones, los instantes en los que tu interlocutor se detiene para fumar; cuando exhala el suspiro, cuando derrama el humo y se regodea en él, o se esconde en su interior, o huye con otra calada más rápida. Eso está lleno de significado, cuenta secretos que nadie quiere desvelar. Son sólo percepciones. Esto lo supe entonces, al verla alejarse bajo el torrente de agua y ruidos. Ella despertó los recuerdos dormidos, para que de nuevo me guiase por el instinto olvidado. Me encontraba en mi cuarto, con la luz apagada, recordando. La luna estaba alta y redonda en el cielo sin estrellas. Terciopelo azul... Sabía que la había visto antes, en muchos lados. Cuando dormitaba en el autobús camino del trabajo. Alguna tarde de sábado yendo de copas con mis amigos... quizá entre la amalgama de personas que se empujan en las discotecas. Siempre impasible, acechando. ¿Cuántas veces habré cruzado una mirada fugaz con sus iris de miel? ¿En cuántas ocasiones mi mano rozó su cuerpo para poder avanzar entre la gente? La noche danzó lenta sobre mi cuerpo mientras yo vigilaba la penumbra, quizá buscándola, o tratando de hallar la forma de que nos volviésemos a cruzar... Pero de eso ya se ocuparía ella... * * * * * “Huye”... Era un sábado por la mañana. Estaba tomando un café con unos amigos bajo el sol de septiembre. Hacía calor, pero mi cuerpo se estremeció de pronto. “Huye”... Los pájaros trinaban con jolgorio, los coches se arremolinaban en los semáforos y veía a la gente pasear tranquila en su día de asueto. Incluso los camareros, los tenderos, los taxistas y los conductores de autobús parecían alegres... Pero de algún modo no lo estaban.
Fachada. ¿Qué esconde la gente tras una sonrisa? En un instante todo se me hizo falaz y peligroso, porque esa voz en mi cerebro volvió a susurrarme el aviso de que me fuera... “Huye”. Concentré mis sentidos en observar a las personas que me rodeaban. Una pareja se besaba dos mesas más allá de la nuestra. El camarero les entregaba la cuenta que posiblemente habrían pedido tres minutos antes haciéndose el sueco, más ocupado en atender a otros clientes. Un barrendero pasaba moviendo el polvo de la calle con cierta pereza... algunos transeúntes se detenían en los escaparates o se adentraban en las tiendas y se perdían en su interior... o sencillamente continuaban su camino como si nadie más existiese. De nuevo una ciudad anónima. Como siempre. Entonces la vi, de pie, apoyada en una columna, con una lata en la mano, observándome ceñuda y fría. Sus ojos deshilachando mi alma... “Huye”... Escruté sus gestos, su quietud, sus rasgos secos y duros, aquella mirada penetrante. Parecía una batalla, y yo la perdí, porque no soportaba su impasibilidad. Bajé los ojos, temblando y sudando, exhausto; cuando quise volver a verla, ella ya se había marchado... Mis amigos se quedaron de piedra cuando me levanté corriendo para seguir su rastro. Balbucí una excusa estúpida mientras sacaba el dinero para pagar mi café. Con los músculos tensos, respirando de manera entrecortada (de nuevo el oxígeno que se escapa) seguí el camino que mi intuición me marcaba. Pero por mucho que lo intenté, aquel día no volví a toparme con ella. Las preguntas más inquietantes surgen en las noches de insomnio. Yo no cesaba de pensar en esa chica de ojos fríos, en las voces y las sensaciones. ¿Amiga o enemiga? Aquí el instinto no me respondía nada. Pero, de algún modo, sabía que esa cuestión se la podría plantear a ella. Y, del mismo modo, estaba seguro de que no me respondería... * * * * * Fiestas. La señal de alerta se encendía de forma más contundente, cegando mi cordura. El pueblo se llenaría de gente que se emborracha, que se desinhibe y no se domina. Las peores catástrofes pueden ocurrir en fiestas... Había quedado con Luis y Fran, aquellos a los que abandoné en la cafetería el sábado anterior. La pereza suponía un escollo muy grande que superar, pues al fin y al cabo, yo seguía trabajando, por mucho que el pueblo estuviese en fiestas... Me tumbé en la cama para reposar un poco, buscando el pretexto adecuado para no ir al tumulto de gente y de ruidos. Odiaba las fiestas. Cerré los ojos y me sumí en un sueño liviano. Lo único que ahora me preocupaba era descansar... “Te abro una puerta oscura. Dentro está mi alma. Dentro está mi llanto”. Desperté sobresaltado... “Dentro está mi llanto”...
No sabía si era una llamada o una advertencia. Me vestí corriendo y bajé las escaleras tan deprisa como pude. Pero antes de poder llegar al portal me detuve en seco. Ella estaba allí, aguardando. Y por vez primera, sus ojos no eran de hielo. * * * * * El cuarto en penumbra. La luna entraba por un recodo de la ventana, iluminando su cuerpo. Parecía hecha de nubes y de sueños. Sentí que lloraba por dentro, mientras se desvestía. Quise preguntarle si era alegría o sufrimiento, pero de pronto supe que el hielo se derretía entre mis abrazos... Era hecha de sueños y de nubes. Tan frágil se me antojaba que me daba miedo tocarla, no fuera a evaporarse... Apenas rocé su rostro cálido. Apenas acaricié su temblor, la piel de satén que se acercaba. Esa boca que nunca habló, que tremolaba tan cerca de la mía... Mis labios recorriendo su rostro de porcelana. Mi boca bebiendo de la suya... las manos entrelazadas. Los cuerpos acercándose. Y el silencio aunándonos, mientras nos fundíamos en la noche y sus penumbras. Iluminada por el reflejo de la luna era más bella que todas las diosas. Sus ojos de pronto tan hermosos como los deseos. El beso perdido en su cuerpo. Yo buceando entre sus abrazos... ambos derretidos en la pasión del amor anhelado. Hasta entonces la palabra amor siempre me había parecido vacía... Cuando desperté la vi sentada al lado de la ventana, fumando un cigarrillo con suavidad. Entonces supe que era humana, a pesar de la aureola de misterio que la rodeaba. Pero aún era incapaz de averiguar si se trataba de alguien que venía a salvarme de la desolación de mi vida o a precipitarme en el abismo de los desesperados. Impasible, como siempre, se giró para mirarme. Envuelta en la nube de humo y silencio, sus ojos del color de la miel se me hicieron más misteriosos e impenetrables que nunca. Me acerqué con paso lento, mientras ella desviaba nuevamente su mirada al cielo azul que se desperezaba en el amanecer. Como la noche anterior, tuve la sensación de que si la tocaba se evaporaría. Volvió a posar sus pupilas en las mías, y desarmó todas las fuerzas que contenía. Me senté cerca, temblando, incapaz de sostener aquel desafío. Y susurré: “No me gusta tu mirada”. Pero no era cierto. “A nadie le gusta” respondió, a pesar de que supo de algún modo de que yo no había dicho la verdad, sino que me había guiado por el miedo. “Tengo la capacidad de leer las almas”. No dijo nada más... Se marchó y yo permanecí allí sentado, preguntándome aún si debía fiarme de ella o huir, como me indicaba esa voz dentro de mi cerebro. * * * * * Silencio... Las calles estaban repletas y sin embargo sólo podía sentir el silencio. “Ya es tarde”... Ya nada se podía hacer, ni huir ni tener cuidado. “Manténte alerta” repetía la voz en mi cerebro. “Alerta... ALERTA”.
A pesar del tumulto, silencio. Y entonces recordé: “Fíjate en cada pausa, escucha las comas, las respiraciones, los instantes en los que tu interlocutor se detiene para fumar; cuando exhala el suspiro, cuando derrama el humo y se regodea en él, o se esconde en su interior, o huye con otra calada más rápida...” Y pensé: “quizás aún pueda hacer algo...” Todo se oculta en los silencios y las pausas. Mi corazón se aceleró. La voz me avisaba... “aún puedes hacer algo”, decía; pero al segundo gritaba: “¡ALERTA!” Alerta... Y me detuve para dejarme guiar por esa oleada de percepciones. Silencio... la gente en un bullicio... el peligro más cerca. Y ella, otra vez lejana, quieta entre la multitud que caminaba. Ahora no me miraba. No miraba a ningún lado. “Alerta”... Y saltó la alarma... “No lo hagas” rogué. “No lo hagas”... Pero el mundo se precipitó, en un estallido de miedo y dolor. De repente ya no había luz, y los gritos se derramaban en la quietud de mi mutismo... El oxígeno que se escapa... la claridad cegadora... “Ahora sí es demasiado tarde”. Un sonido estremecedor apagó todas las sensaciones. Más oscuridad. Humo... Abrí los ojos para contemplar la desolación que ante mis ojos se mostraba. La bomba había explosionado demasiado cerca. Los niños huían. La gente lloraba. La busqué, entre el humo y el fuego. “HUYE”. Entre el olor acre a sangre y pólvora... Entre los escombros y los cristales rotos... “HUYE”. La encontré en el mismo lugar, de pie a pesar de todo. Impasible como siempre. Sin mirar a ningún lado... “HUYE”. Pero no me moví. Porque ella estaba allí, porque quería averiguar si era amiga o enemiga. Porque sabía que peligraba, como todos los que estábamos en aquel lugar... pero los demás no me importaban. No les conocía. Sólo me preocupaba ella... De pronto se giró y me miró con furia inusitada: “¡HUYE!” gritó. Pero ya no fui capaz de reaccionar... Silencio. Por primera vez las lágrimas brotaban de sus ojos, la rabia contenida explosionó, y sólo quería que no la viese perder el control. Llevaba un cuchillo en la mano y estaba dispuesta a vengarse... pero no podía si yo la miraba. “Vete” suplicó. Y apretó su arma. Quise ver contra quien iba dirigida la puñalada, pero todo eran cuerpos deshechos... ya no era frágil diosa de porcelana, sino terrible mujer de hielo. Por última vez me miró, y había desesperanza en sus ojos de miel... “Sigue tu instinto”.
Pero no lo hice, porque me decía que me fuese de su lado. Corrí tras ella, que escapó blandiendo el cuchillo, veloz como un gamo. Pero de pronto se giró y me miró amenazante. Y supe que no había salida... Silencio. Sus ojos de hielo enfrentándose a mi miedo. “¿Por qué?” susurré... Pero no hubo respuesta. Simplemente avanzó, rauda como era, con el cuchillo en la mano, dispuesto para el ataque... “Directo a la yugular”. Y corrí hacia ella esperando esa amenaza, ese peligro, ese final avisado... Y escuché, en mitad del silencio, la voz susurrando: “No siempre se pueden explicar todas las razones... el ser humano es demasiado complejo... pero yo no puedo matarte... no puedo herirte. Llevo avisándote demasiado tiempo, y sin embargo no te alejas de mi lado. Vete, márchate...” La herida fue profunda pero no mortal. Ni siquiera lo suficientemente grave como para que peligrase mi vida. La vi llorar, mientras suspiraba al alejarse. “Volveremos a vernos...” Pero yo leí en su alma y supe que decía: “quizá te quiero...”
Aún es larga la noche Quizá aletea el amanecer. No lo sabe. Tiene los ojos cerrados, la mirada perdida en un lugar recóndito de su interior misterioso... Quizá los colores brillan, lejos ya de las sombras, más allá del negro manto nocturno... Pero le da lo mismo. Él ve igual que siempre, con los ojos cerrados, enredado en un sueño, en una búsqueda, en una quimera... Hace tiempo que no le importan cómo se visten los días, si los engalana el verde de una primavera incipiente o dormitan aún en el ocaso del invierno. Para él significa lo mismo, porque entiende que las sombras deambulan de igual manera bajo el reluciente sol de principios de marzo que durante sus frías noches. Contempla su mundo, y no ve sino espectros que creen ser personas con vida e identidad. Copias de deseos perdidos en algún rincón de la infancia del tiempo. Fantasmas desmadejados por la rutina de todas las mentiras. Copias de una copia más lejana y borrosa. Copias de un destello difuminado entre las nubes. Copias de una sonrisa que no llegó a emerger en el océano de su boca... Aún es larga la noche... ¿Cuánto tiempo ha pasado? Oh, mamá, ya no sé medir las horas. Se me ha olvidado lo que me enseñaste, hace ya muchos años, cuando yo aún era un niño... ¿Hace cuánto...? Te añoro, mamá, como añoran las aves al sol, como la ola que siempre regresa, como la playa que la espera... Pero tú no vuelves, mamá, tú ya no puedes regresar... ¡Qué triste pensamiento! Por eso, lo demás son sombras, son nubes, son mentiras... Quiero que vengas y cobijes mi miedo, mamá. Ahora, cuando yo tiemblo en la oscuridad. Pero no te veo, ni te siento... estás lejos, muy lejos, y no sé cómo volver a encontrar la calidez de tu abrazo, el amor que derramas, la seguridad que me dabas... ¿Cuánto tiempo ha pasado? Ya no sé medir las horas... Aún es larga la noche. Él mira desde sus párpados cerrados, buscando en el interior de su templo la luz que fuera no halla. Se encerró allí cuando la soledad lo abrumaba, y no contemplaba en el mundo más que fantasmas que vagan condenados en un castillo de aire... La realidad es un hosco vacío que no comprende. Siente un frío que recorre las entrañas. Se refugia en ese templo crepuscular, donde la luz siempre es penumbra, parapetado tras recias columnas, temblando, llorando. ¡Qué intenso es este frío! ¡Qué oscura soledad! Tensa los músculos, bregando contra sí mismo... no sabe quién ganará esta pugna, si el ser que añora los ojos tiernos de otro igual a sí mismo, o aquel que hace tiempo se rindió. Pero lucha con denuedo, porque cualquiera de ambas opciones le causa el mismo pavor. Es el miedo a lo que tienes, y el temor a lo que no sabes si existe en realidad... Se esconde allí, en ese interior tan baldío. Lo construyó hace siglos, para que no le dañasen. Cree que puede huir de allí con la facilidad con la que entró. Pero no se da cuenta de que no hay puertas ni ventanas por las que pueda escapar. No quiso que nadie entrase, y ahora no sabe salir. ¿Para qué? se pregunta. ¿Para quién? Aún es larga la noche...
¡Oh, mamá! Veo la felicidad de las sombras, y no sé si es real. Ahora ya no distingo qué mundo es el que está hecho de humo. Te hablo, mamá, porque te busco. Pero hace mucho que te fuiste. También te alejé, supongo. Recuerdo cuando era niño. Recuerdo tu fragancia dulce, mientras me acariciabas y me dabas un beso en la frente: “para que la noche sea bonita y llena de sueños”. Aún no sé cuándo se desmadejó todo ese Universo, y cayó en la laguna de los llantos, para permanecer siempre como el recuerdo que encierro con esmero dentro de mi cabeza. Ya no sé si tengo corazón, mamá, porque no abro mis puertas a nadie. Ni siquiera a ti. Todo transcurre fuera, más allá. Yo soy mero espectador desde este rincón que he construido. He visto mucho mundo, mamá. A veces he creído que era feliz. Ahora me doy cuenta de que todo lo he hecho solo, y me pregunto si eso ha hecho que todo lo que he vivido se encuentre fragmentado, como si algo importante hubiese faltado siempre... ¡Oh, mamá! Veo la felicidad de las sombras... Hace meses que no duerme. Observa transcurrir la noche, entre suspiros y luchas feroces. Se ha cernido sobre su alma el gran peso de la conciencia. Siempre había estado allí, se recuerda, desde que era niño y supo que el mundo alrededor eran sombras que deambulan. Apenas rememora una imagen dichosa, envuelta en el acre humo de la desdicha. Prefiere no preguntarse por qué. A veces no hay razones, dice, o, si las hay, éstas son en verdad más dolorosas. No quiere creer que él tuvo la culpa. Las imágenes danzan en su insomnio, y siente necesidad de abatirlas. Se incorpora de su lecho y respira la oscuridad que lo rodea. Decide escribir para conjurar sus temores. La hoja pulcra recoge pensamientos dispersos. Él sabe que no hay realidad en cada línea, pero degusta la sensación de engañar a otros que se devanarán los sesos tratando de entenderle. Cómo si ello fuese posible mediante unas historias que carecen de sentido. Es como hacer juegos malabares: despliega colores y los lanza al aire, combinando escenas, aunando palabras hasta que perturban los sentidos. De eso se trata, en realidad. Como los grandes prestidigitadores, mueve veloz su pluma y distrae la atención del espectador, que lo contempla con asombro. El truco está en hacer que los demás crean que han descubierto tu fragilidad. Nadie se da cuenta de que esas palabras apenas son el pañuelo que se despliega para ocultar la intimidad de los magos. Por un instante él mismo cree estar derramando verdades. Pero hace tiempo que su corazón no llora, así que no es capaz de plasmar un lamento que no existe. Tan solo crea preocupaciones que dispersen su auténtica ocupación, la de disgregarse en el mundo plagado de abandonos. No sabe que se ha escondido tras las recias columnas de su templo... Teje con esmero lágrimas que nunca fueron, para sentir que él también es otra sombra que vaga, y que tal vez pueda ser feliz. Las envuelve con esa manta de versos que le distraen, mientras se regocija pensando en las miradas de
asombro que otros pondrán cuando no entiendan de qué habla en realidad su cuento. Aún le rodea la niebla que le impide ver el fulgor de los días. A pesar de todo, continúa con los párpados cerrados. No sabe si ha amanecido. No comprende tampoco qué importancia tiene eso. Es un ave nocturna que se pasea con los astros que nunca declinan... Lee la historia que acaba de hilvanar. Habla de muerte y soledad, consciente de que las sombras que plagan el mundo considerarán que hay profundidad en sus pensamientos. Se ríe. Nada hay más vacío que ese papel manchado de tinta. Acaba de jugar de nuevo a los magos que crean ilusiones. Sabe que otros se esmerarán en adentrarse en su templo a través de esos escritos que nada cuentan. Sólo es muerte y soledad, amor y miedos, los tópicos que hacen que un corazón endeble se encienda y quizá llore. Pero él no tiene lágrimas que derramar. Ya no. Ni tampoco risa. En realidad su carcajada es un torrente tan vacuo como esa hoja mancillada por pensamientos baldíos. Esta llena de pesar, porque sabe que otros se sentirán identificados con la nada que relata. Sombras que vagan en un mundo que no entiende... ¡Oh, mamá! Qué lejos está el instante en el que yo no discurría de esta manera. Antes parecía todo más sencillo, cuando tú me cobijabas. Cuando te sentía como se siente el aroma de la primavera. Pero eso fue hace tanto tiempo que apenas lo recuerdo. ¡Oh, mamá! ¿Por qué cambió mi mundo? De pronto la realidad tan contundente... y tú tan lejana... y luego... el vacío que rodea al mundo. ¡Oh, mamá! Qué lejana infancia... Permanece estático en mitad de la noche. Allí, frente a un ordenador encendido. Acaba de guardar esos pensamientos que no son suyos. Los ha robado de otra gente, de otros seres que observa como se mira a especimenes extraños en un laboratorio. En realidad eso es la humanidad para él. Algo con lo que jugar y a lo que analizar despacio, hasta que se aburre. Todos creen que es interés lo que en verdad no se trata sino de hastío. Por ello se ríe, con esa tristeza que sienten los espíritus ajados. Desde que tenía apenas doce años ya se sabía viejo como el mundo. Pero se ha demorado unas cuantas decenas para burlarse de la vida de esta guisa. Y los demás creyendo que hay profundidad en su aburrimiento... Despega la mirada vacía de la pantalla refulgente. Busca en los astros la razón que no haya entre la gente. Ni siquiera son personas... Ya no existen las personas, individuos con pensamientos propios, con sentimientos reales, con inquietudes diferentes. Todos son la copia de una copia de un reflejo que se perdió en el océano del tiempo.
¡Cuánta tristeza le invade de pronto! Imaginar que sus retoños crecerán en un vacío imposible... Ni siquiera son personas... no, ya no existe el individuo... Abandona el ordenador y las historias desplegadas en él, como si hubiesen estado siempre allí y careciesen de importancia. Otros hallarán trascendente lo que para él apenas es un entretenimiento. Se dirige con paso lento hacia el salón, y se resguarda entre la música que asciende desde su cadena musical hasta el cielo de sus pensamientos. Es hora de abandonarse. Juguetea con las notas... siente que se eleva con la melodía, como si ya no tuviese cuerpo, como si por fin hallase su auténtica esencia. Ya no le importa el mundo, ni la gente, ni sus sombras... Ha decidido crear una puerta en su templo crepuscular. Una puerta de salida, para que otros individuos puedan entrar. Para que él mismo pueda salir. Allí, en el plano de su existencia más real, piensa que quiere ver de dónde nace el fulgor de una mirada ajena. Quizá no sean todos fantasmas que navegan a la deriva... tal vez otros descubran que él también sabe ser dichoso... y se lo hagan ver a sus ojos ciegos... Ha decidido abrir los párpados, en un esfuerzo de ver el amanecer que se despliega. Nunca creyó que vería nacer el sol tan tarde. Al cabo, el tiempo es otra sombra... y él ansía descubrir personas, porque tiene necesidad de compartir algo que hace mucho escondió tras las columnas de su templo, y que ahora pugna por salir... aunque a veces sienta miedo. Nunca creyó que vería nacer colores que creyó perdidos... Por eso sonríe, y ya no hay malicia en ese esbozo de alegría. No hay mentira, no hay vacío... no son palabras perdidas en un ordenador mudo, ni trucos de magia que desgrana para los espectros que danzan. Es un sentimiento que resurge y que tiene ganas de entregar a esa persona que de repente ha irrumpido en su tristeza para deshilacharla y tornarla en astro refulgente. Tal vez no se halle tan lejana la alegría.
UN ÁNGEL. Ser sacerdotisa del Diablo no fue nunca cosa sencilla, pues no goza de buena fama entre la gente: ya se sabe, come niños o tortura a las almas desviadas... bueno, así lo afirman. He de reconocer que no es un buen hombre (realmente ni siquiera es un hombre), pues tiene mal genio y escasa paciencia. Pero tampoco resulta malvado y horrible como narran las leyendas. No sé por qué me acogió en su regazo; no entiendo aún que le impulsó a albergarme en su caverna. En cualquier caso, es algo que le agradeceré siempre. Le debo la vida. La verdad, supongo que le debo la merced de que no me matase. Fue él quien destruyó a mi familia, a mi pueblo y a mi gente. Pero a mí me dejó vivir. Se me acercó, me miró a los ojos y pude contemplar compasión en sus pupilas: diría que ternura. Nadie me creería si afirmo que el Diablo entiende de penas y alegrías: de sentimientos en definitiva. Pero es cierto. Él carece de complejidades: simplemente se dedica a realizar su trabajo. Lástima que éste sea de tan poco agrado. De vez en cuando me recuerda a un decrépito mito, ajado y relegado a leyendas. Él se aprovecha de esa falta de fe en su existencia para crear la confusión entre los hombres. Disfruta siendo tan ignorado. En otras ocasiones es tan seductor y cariñoso que no acabo de comprender el temor que causa entre la gente. Yo siempre le quise, o sentí lástima de su aciago destino: jamás le odié. Ni tampoco a Dios, su alter ego al fin y al cabo. De un tiempo a esta parte, son muchos los locos que se entretienen en concederle misas negras y sangre para el culto de mi señor; lo que ellos ignoran es que el gusto de la sangre nunca le agradó al Demonio: siempre me dijo que tenía un sabor metálico y amargo. Lo odiaba. Prefería néctar y ambrosia... nadie ignora que Lucifer cayó de los cielos. En el fondo, no dejó nunca de ser el vencido de la batalla, un perdedor receloso... pero no es perverso. Apenas un derrotado que conoció la Luz y la Oscuridad; era poseedor de la Sabiduría Mayor, de la Magia y el Poder que sólo los ángeles reciben. Como alumno aventajado, deseó superar a su maestro; la envidia y la avaricia alcanza a todos los seres del universo. Pero fue expulsado de los palacios celestiales (como quizás antes otras divinidades que se ocultan en los mitos más antiguos, quién sabe). Recuerdo la primera vez que le vi. Parecía un endeble anciano que buscaba alimento y limosna. Las gentes se burlaron de su desdicha; tullido, casi ciego... pasó cerca de mí y un escalofrío recorrió mi espalda. Tuve miedo. Le miré a los ojos: apenas tendría yo seis años. Él me sonrió con dulzura. Pasaron dos años desde aquel acontecimiento. Llegó la fiesta del otoño y el paisaje estaba engalanado con hermosos atavíos ocres. No había árbol que no resplandeciese, el oro y carmín de las hojas caídas alfombraban las calles. Un joven apuesto de ojos verdes y porte majestuoso cruzó el pueblo. Le miré con curiosidad, pues me resultaba familiar, a pesar de ser un forastero. Me sonrió,
y en esa sonrisa descubrí al anciano que años antes se paseó por nuestras aceras, casa por casa rogando piedad. Sin embargo, el joven no mendigaba: al contrario, exhibía sus dones y regalaba cuanto los hombres le pidiesen. Se me acercó y me dijo: _ ¿Y tú qué quieres? _ Que no me haga daño, señor_ contesté. Y cumplió su promesa. Mató a los avaros, a los egoístas, a los que se burlaron de él cuando rogaba limosna, a los ladrones y los asesinos... Y marchó, tal como vino, sin remordimientos por la destrucción del pueblo. Pero yo sentí ira: mis padres y mis amigos habían muerto. Él era el responsable. Le grité furibunda, inconsciente de a quién me enfrentaba: _ Eres cruel y perverso_ le chillé. _ Dime por qué lo has hecho. Él creyó que me refería a mi vida: _ Tú me lo pediste_ contestó. _ Yo jamás te pediría que dañases a quien quiero. _ Es mi oficio_ susurró indiferente. Y fue entonces cuando sus ojos se entristecieron y asomó la compasión; me adoptó y me educó a su manera. Le dio pena saber que por su culpa una niña se había quedado sola en el mundo. Me proporcionó todo lo necesario para mi educación y mi desarrollo. Me mimó como a su discípula, su hija y su amada; jamás osó rozarme, pues temía que me quemara con su fuego... y nunca se portó mal con aquellos a quienes aprecié. Amó la vida tal y como yo la concibo y aprendió a respetarla... Es difícil ser la sacerdotisa del Diablo. Es difícil ser la sierva de un desterrado, amar a un dios relegado de sus funciones... el mundo tiene muy mal concepto de él. No, realmente nadie sabe lo que puede sufrir un ángel caído...
Nívluoya camina entre brumas. La luna llena rielaba en mitad de un cielo nebuloso. Nada había más bello aquella noche que su fulgor bañando las hojas de los sauces y los jirones leves de la niebla que se dispersa... era un sueño entre leyendas. Pero Nív se estremeció al contemplarla, tan clara y redonda. En medio del bosque, ella era quizá la única que se apenaba de tanta luminosidad. Cerró los ojos para no llorar, mientras sentía cómo la brisa jugaba con sus cabellos y acariciaba sus mejillas de seda... Allí, en lo alto del oscuro cielo, se hallaba el origen de sus lamentos. Luna cruel, tejedora de ensueños... Ella, que una vez había sido su confidente, que la había ayudado en sus flirteos con los silfos y los duendes... ahora se alzaba sobre la penuria de las almas sollozantes, regodeándose de su perversa hermosura que tantos quebraderos causan a los amantes locos y a los espíritus perdidos. El hada se sentó al pie de un árbol donde podía observar los tibios intentos de las nubes por cubrir ese resplandor tan osado. Pero nadie es capaz de enturbiar la luz diamantina que reverbera sobre las estrellas. Maldijo el día en que conoció a aquel que quebraría la amistad del hada y la luna. Se maldijo por dejarse seducir, por sucumbir a los hechizos que ella misma había creado en el albor de los tiempos... y lloró las perlas del rocío que se escarchaban en los corazones de los que nunca sabrían amar. Naero despertó cansado y aturdido aquella mañana de enero. Estaba acostumbrado a esa sensación, pero le incomodaba: como si en vez de dormir se hubiese dedicado a vagar durante la noche por todo el bosque. Le dolía la cabeza y el costado izquierdo; no le sorprendió ver que sangraba cerca del abdomen. También estaba acostumbrado a eso. A menudo se despertaba con heridas y magulladuras de todo tipo, y en una ocasión se encontró con un pie roto. Tardó demasiado tiempo en sanarlo, y no pocos dolores. Naero era un joven de tez morena y grandes ojos negros, profundos como la mar en calma. Su rostro parecía cincelado en piedra, pues apenas mostraba emociones, ni se tensaba con facilidad, ni sonreía. Sin duda se trataba de un ser hermoso y fuerte, acostumbrado a la vida salvaje y austera del bosque. Sin embargo, todo lo que tenía de luchador incansable se derramaba hoy en la maraña del abatimiento que sentía al despertarse y comprobar que nada había cambiado. Nunca se había dejado avasallar por la fácil derrota de los que se abandonan a su suerte, pero ahora le resultaba complicado incorporarse para iniciar nuevas batallas que sólo pronosticaban derrotas. Porque al llegar la noche, contemplaría de nuevo la luna y sabría que nada había cambiado. Cada amanecer era un reflejo de sus anhelos. Mañanas luminosas plenas de vida y esperanzas. Melodías diáfanas de aves tranquilas que sólo se ocupan de sobrevolar las sombras del bosque... Nada había cambiado. Aún buscaba en el resplandor del sol el cobijo de sus temores. Todavía se agazapaba en las noches de luna llena, temiendo ver en la
distancia el destello de la pesadilla que rondaba sus sueños. Y siempre, en cada minuto, durante todas las estaciones, se adentraba en la espesura para aguardar al único ser que hacía de su vida un paraíso más allá de toda duda. Pero no la había vuelto a encontrar desde los primeros días. Añoraba su piel suave y su aroma a madreselva. Vagaba por su sonrisa y se sumergía con la imaginación en la claridad infinita de sus ojos de luna... ¡Cuánto la había amado! Ni siquiera el cielo era capaz de contener ese secreto. No había canciones suficientes para describir su dicha, cuando sus besos eran promesas de un tiempo más cálido para el alma, cuando sus caricias abrían puertas a un mundo de dulces placeres... cuando nadaba entre su risa y respiraba de su boca el aliento perfumado de la tierra y de la vida. Nívluoya, Piedra de Luna, Madreperla y Nácar, pobre ninfa olvidada. Ella también se entregó a ti, hasta que sucumbió al desánimo y lloró. Nadie nunca ha visto el llanto de un hada. Dicen que se asemeja a una lluvia candorosa y tibia. Algunos aseguran que es peor que escuchar la voz de las sirenas, porque el hada que llora te entrega todas las penas de un alma antigua. Nívluoya derramó lágrimas por su amado una noche de luna llena, cuando descubrió por qué él tenía un corazón tan oscuro. Ella juró que algún día volvería a su lado, y se perdió entre las sombras buscando la manera de sanar al que tanto padecía, Naero, Hijo de la Tierra. La luna hiere con su luz a los corazones ensombrecidos por maldiciones. Aquellas viejas palabras hablaban de héroes pretéritos; fueron escritas en piedra y envueltas en silencio, oscurecidas por el olvido del tiempo. Pero Nív las recordaba... las elevaba en un canto perpetuo, durante las noches lánguidas, empañada por la niebla de sus desdichas. Luna cruel, pálida embaucadora, tejiste la red de su tristeza... Nívluoya, hada de viento, ninfa de sueño... ahora simple alma de cristal que se quiebra en los ocasos solitarios... Naero se deslizaba a través del bosque, en busca de aquella que formuló promesas imposibles. Palabras vacuas que se dispersan en el viento y se deshilachan en la memoria como humo... Sin embargo, él no se rendía, aunque las mañanas se tornasen dolorosas, y la soledad anegase su espíritu abatido. Nunca un alba había sido tan lóbrega... Nunca las esperanzas tan opacas... Naero avanzó hasta el estanque donde dormitaba el sol, respirando los vestigios de aquellos días, que aún permanecían anclados en la tierra, en la brisa perfumada, en el reflejo del agua... Se sentó bajo el frondoso árbol que había guarecido sus amores, envuelto en ensoñaciones... Quizás ahora podría besarla, tocar su piel trémula, vadear sus curvas para hallar la sonrisa más perfecta que nunca ser humano contemplase... Quizá, si nunca le hubiesen retado... Si no le hubiesen engañado... tal vez ahora la amaría de nuevo allí, con la naturaleza cobijando su secreto, ausentes el miedo y la duda.
Pero ahora él se hallaba solo, imaginando que era dichoso, a pesar de que su corazón lloraba, embriagado de recuerdos... Llegó la noche, el instante en el que la irrealidad sobrevuela el mundo y aúna fantasías. Nívluoya sollozó al contemplar cómo la luna se alzaba más allá del horizonte, redonda y lejana. Ya nada podía hacer. Su mundo se había extraviado en la sima de la desesperanza. Se hundió con las sombras, aguardando el final que la liberase de sus tormentos. Nívluoya, hada de viento... Habría sido imposible de todas las maneras, se dijo, aunque él no hubiese sido maldecido. Pero en el fondo ella no lo creía así. No tenía por qué ser así... De nuevo cantó al viento, dirigiendo sus plegarias al horizonte, con el único deseo de que él, Naero, escuchara y comprendiera que no tenía por qué ser así. Y susurró las palabras que aletearon en la noche, enturbiando la luz de la luna llena y el fulgor de las estrellas, recordando el juramento que una vez pronunció, y que casi muere en el silencio de las promesas incumplidas... Aún te busco en el corazón de todas las noches... Ven a mí... Porque eres el sueño que construí para que no se quebrara mi inocencia. Porque eres la luz que deshilacha la niebla de mis temores. Ven a mí... Porque eres soledad si no te acompaño; y yo sólo soy la penumbra de los días lluviosos. El llanto de un cielo que ha olvidado los colores que el sol regala... Ven a mí... Quiero que desgranemos las horas juntos. Quiero regalarte un collar hecho de tiempo y fantasías. Quiero que bucees a través de mi alma; que entiendas mi espíritu cansado y formes parte de ese anhelo. Ven a mí, junto a la ninfa que teje tus sueños... Un lobo se acercó a la orilla del estanque y se recostó en el regazo del hada. Ya daba igual lo que pensara la luna. Había hallado algo mejor que una cura inexistente... la comprensión. Porque le quería tal como era, por lo que era. Y rió cuando él aulló una melodía dulce que sólo entenderían aquellos que alguna vez habían tenido el corazón maldito...
Aquella mañana el aire destilaba aroma a juventud y primavera. Daba lo mismo que el invierno congelase el rocío mientras la tierra descansaba. Ya no había llanto, ni miedo, ni luna cruel ni noches vacías... Pronto florecerían las madreselvas.
El pozo. Una cuerda... Lo único que podía recordar era aquella soga tendida, que ascendía hacia una oscuridad tenebrosa. Lejos, susurros del viento musitando oraciones. Tal vez sus propias quejas danzando en la noche. Ya ni siquiera reconocía su propia voz. Víctor se había sumido en un letargo pesado y sin sueños con la esperanza lejana de no despertar. Más tarde concluyó que lo que no deseaba era despertar en aquel abismo de soledades; sentía el cuerpo aterido por la humedad y el aire gélido. No era capaz de mover los dedos de las manos y mucho menos de sujetar la cuerda que le prometía la libertad. Tenía miedo. O el miedo le poseía a él. Sería más correcto. Porque, aunque trató de desembarazarse de sus temores, ellos se aferraban a su alma y no se desprendían de su corazón. De este modo, Víctor veía fantasmas donde únicamente había estrellas; pensaba que tras la niebla se ocultaban los demonios, en vez de suponer que relumbraba un sol cálido. Y se negaba a entender que aquella cuerda se la habían lanzado manos amigas y no espectros infernales que únicamente ansiaban su desdicha. Todo tan lóbrego para esos ojos ciegos... Sin embargo, el temor de morir en soledad fue el más intenso de todos. Saber que jamás nadie le recordaría, que tan sólo los gusanos y las larvas silenciosas acompañarían su dolor... Por eso se aferró a aquel cabo y ascendió hacia un agujero sin estrellas. Cuál no sería su sorpresa cuando, una vez arriba, pudo contemplar un paisaje tranquilo e iluminado por la luna llena. Prados verdes y árboles frondosos. Quizás un lago, al otro lado de un camino sinuoso. La belleza rutilando frente a sus ojos acostumbrados a la nada. Se fijó con cierta pereza en el hombre que lo había rescatado: una figura no exenta de cierta comicidad, achaparrado y fornido, con los brazos demasiado largos para su altura, manos grandes y torpes, tez oscura y ojillos risueños. Cualquier persona que se topase con él en plena noche temblaría asustado y rogaría a los cielos para que no lo dañase. Ni siquiera bajo un sol de verano inspiraba paz. Pero Víctor no tuvo miedo, pues lo miró a los ojos y vio amor en aquellas pupilas oscuras. Al fin y al cabo, ese hombre fue el único que se detuvo para ayudarle; nadie más se había percatado de su desdicha. No se preguntaron nunca si aquella oscuridad era merecida. Entonces se nubló de nuevo su alegría. ¿La merecía? ¿Acaso no era justo que una mala persona se hallase oculta y apartada del resto de la humanidad? ¿No sería él tan perverso que por ello lo enterraron? Esas cuestiones estremecieron su ánima endeble. _ ¿Por qué? _ Preguntó Víctor entonces, con los ojos anegados de lágrimas. El hombrecillo se lo quedó mirando con perplejidad, como si la cuestión careciese de lógica. Pero el Víctor no aceptó su silencio. Le incomodaba, después de tanto tiempo, la presencia muda de otro ser. _ ¿Por qué? _ Preguntó de nuevo, acuciado por la duda y el miedo.
El hombrecillo se acercó a él y lo abrazó: fue un gesto tierno ausente de lástima. Tan sólo desprendía afecto. Víctor, nada habituado a demostraciones de cariño, continuó preguntando: _ ¿Por qué? Y entonces, por fin, el hombrecillo respondió: _ ¿Acaso ha de haber razones para los buenos actos? ¿No sería mejor que te cuestionases tu presencia en semejante abismo? ¿Por qué estabas allí, olvidado del mundo? Víctor permaneció mudo durante largo rato, meditando la pregunta. _ Quizás lo merecía_ adujo dubitativo. _ Nadie merece semejantes vejaciones. _ Quizás yo no sea un buen hombre. _ Todos somos buenos en el fondo, aunque a veces nos comportemos como seres perversos. Víctor asimiló tales palabras con dificultad. Bajó la vista y pudo ver una fila de hormigas que se colaba por una grieta en la tierra. ¿Cómo algún ser podía vivir en la oscuridad profunda de los subterráneos? Se estremeció al recordar sus días en el pozo. _ Algo malo debí hacer_ concluyó. _ ¿Qué fue?_ Le preguntó el hombrecillo; _ ¿por qué te dejaron allí? _ No lo recuerdo. _ Entonces no debió ser tan terrible... Víctor se encogió de hombros. _ Mi memoria es frágil. No lo recuerdo... _ Nada es lo suficientemente horrible para semejante castigo_ susurró el hombrecillo. Pero Víctor no sabía qué creer. _ ¿Por qué, entonces, he permanecido a oscuras y solo durante tantos días? _ ¿Importa mucho? _ Quiso saber el hombrecillo. _ ¡Desde luego! No quiero volver allí... Y al decir aquello una sombra oscureció su mirada. El miedo otra vez abrumando su alma... El hombrecillo, como si no hubiese oído la última frase, se encaminó hacia el pueblo con paso tranquilo. Desde una perspectiva lejana, se diría que abandonaba al hombre del pozo a su suerte. Sin embargo, de algún modo sabía que si lo dejaba regodearse en su tristeza se sumiría en un abismo aún mayor. Víctor vio cómo se alejaba, pero no se decidió a seguirlo. Hacía tiempo que no caminaba y sus pasos se habían vuelto inseguros. Necesitaba un punto de apoyo y por allí no había ningún lugar en el que sostenerse. Sin embargo, permanecer en aquel lugar sombrío le causaba aún más pavor que todas las caídas. Ese lúgubre recodo del mundo que significaba el recuerdo de sus días oscuros, una sombra de la que anhelaba deshacerse. Así pues, haciendo acopio de fuerzas, concentró toda su energía en cada paso. Primero el pie derecho. Despacio... Ahora el pie izquierdo. Y el suelo demasiado cerca. Se detuvo. Gritó al cielo... Ni siquiera recordaba cómo se andaba.
El hombrecillo se detuvo y se volvió para mirarlo. Avanzó de nuevo hacia el hombre del pozo mientras le decía: _ Debes aprender a pedir ayuda, porque si no los demás no sabremos si realmente la necesitas. _ ¿No es lógico suponer que alguien que ha estado en el fondo de un pozo necesite de tu auxilio? _ En principio no es lógico suponer que alguien pueda hallarse en el fondo de un pozo. Posiblemente si yo no te hubiese oído sollozar no me habría percatado de tu presencia. Víctor pensó en ello. Luego dijo: _ Se me ha olvidado caminar. _ No. Tan sólo has perdido la práctica. _ Ayúdame. El hombrecillo le sujetó para que caminase. Víctor descargó su peso sobre él, pero el hombrecillo no se quejó, sino que continuó avanzando con la misma entereza de siempre. Mientras dejaban el pozo y sus dolores, el hombrecillo dijo: _ Ahora ya no hay abismo ni soledades. Avanza con la cabeza erguida, mirando sólo el camino que se ha abierto ante ti. Y de este modo, ambos se alejaron en silencio, con el alma liviana y el corazón tranquilo.
Una historia sencilla Quisiera contarte una historia sencilla de un hombre corriente. Era uno más entre todos aquellos que nunca destacan: una sombra extraviada en la noche, una gota perdida en la lluvia. Nunca tuvo madera de héroe y jamás pretendió gestas memorables más allá de cuidar a su esposa y criar a sus hijos. Como siempre decía: “Los héroes no saben disfrutar: es tal la obsesión de que su nombre se recuerde que olvidan vivir de verdad; jamás son felices”. Entonces solían preguntarle: “y tú: ¿eres feliz?” Él se encogía de hombros y respondía con voz neutra: “Estoy satisfecho, que es casi lo mismo”. Generalmente ese tipo de conversaciones acababa con esa frase en el aire, para recrearse en temas más ligeros. Pero un día un muchacho insolente de ojos vivaces le preguntó: “pero, ¿qué es lo que te falta para ser feliz?” Y el hombre lo miró (de hecho, todos los hombres lo miraron), y en sus ojos se descubrió un destello fugaz que le iluminó la cara. De pronto, sus facciones quedaron envueltas en una extraña sombra de melancolía. Entonces encogió los hombros y respondió: “no lo sé”. Como la duda había hecho mella en su ánimo tranquilo, aquella noche el hombre miró al cielo y le preguntó a la luna. Pero ella estaba muy ocupada auxiliando a héroes, no tenía tiempo para dedicarle a gente sencilla. Más tarde le habló al viento, pero este no quiso escucharle, porque trataba de inspirar poesías y no tenía ganas de conversar con gente sencilla. El hombre se sentó en la orilla del río y se dirigió a las aguas, pero ellas no supieron ayudarle porque estaban acostumbradas a acoger las lágrimas de los grandes desesperados y no comprendían los problemas de la gente sencilla. Así que, hastiado, el hombre se dirigió a su casa, pensando que jamás hallaría respuesta para la pregunta de aquel niño. Cuando abrió la puerta, su mujer se le acercó, sumamente preocupada, ya que la noche se había cerrado sobre el pueblo y temía que le hubiese sucedido algo malo a su esposo. Él la miró con ojos cansados, y se encontró con un rostro amable de sonrisa tranquila. Mientras el hombre contemplaba aquella boca y aquella alegría, notó que el abatimiento desaparecía, así que se dirigió a su esposa y le preguntó: “¿qué nos falta, querida, para que podamos ser felices?”. Ella se acercó, le besó en la mejilla y le susurró al oído: “No nos falta nada. Si acaso, nos sobran preguntas”. Él la abrazó y supo que era cierto; no volvió a cuestionarse a sí mismo. Y, desde aquel día, cada vez que asoma una duda, no se le ocurre preguntárselo al viento ni acudir a la luna; prefiere hablar con su esposa o conversar con amigos, que también son, al cabo, gente sencilla.
Amistad Han transcurrido siglos desde la última vez que quise olvidarte, como si tu sola imagen arrastrase amargos recuerdos y viejas frustraciones. Tanto tiempo desde entonces, cuando ya no éramos los dos, porque tú te habías marchado. Porque preferiste vivir esta vida sin mí, como si yo coartase tu libertad, cuando lo único que ocurre es que el oxígeno falta cuando te vas, pues te llevas el aliento de mi vida, mis ilusiones, cualquier motivo para luchar. Después, cuando había logrado la paz en mi vida, cuando había creído que ya no existías y ya no me dolía tu ausencia, regresaste como un vendaval que asola ciudades, como un huracán que destroza pilares... Nunca supe cuánto te había añorado hasta que tu luz iluminó de nuevo mis días opacos. Me había habituado a la sed del desierto, a los parajes yermos y las oscuridades de un camino sin luna. Como si todo lo demás importase, como si hubiera algo aparte de ti... Por un momento demasiado fugaz creí que te quedarías, y fui feliz. Me contagiaba de tu risa, de tu amor por la vida y de tus decepciones. Ansiaba de tal modo que tú recordaras que alguna vez me habías amado, que no quise separarme de tu lado ni un instante. Tal vez por ello te explicaba mis tribulaciones, para que comprendieras que formaba parte de tu esencia, que esos días en que yo no estaba eran como un río sin agua. Y traté de llenarte de mí, para que de nuevo fuésemos uno, como si alguna vez hubiese ocurrido. Porque supuse que habías vuelto para quedarte, y de pronto comprendí el vacío de todo cuando te escapas... Transcurrieron las tardes con la intensidad de las mareas, tu voz resbalando sobre mi conciencia, meciendo las ilusiones de un reencuentro próspero y cierto, mientras yo te narraba mis tribulaciones sólo para que te adentraras en mi rutina y te enredaras en la maraña de mis emociones. Se perdieron los días entre las risas de esos momentos, mientras apenas oía tu voz, dejando escapar las palabras. Ahora, cuando ya todo es inevitable (quizás porque siempre lo fue, porque todo era falso ya que únicamente yo lo anhelaba) me arrepiento de no haberte escuchado, de no haber prestado atención a los términos en que te referías a ella, cuando describías sus ojos y recreabas su sonrisa. Ni siquiera cuando llegaste con ella cogido de la mano supe todo lo que significabas para mí, aunque mis noches se volvieron turbadoras, quizá porque imaginaba que te alejarías de nuevo. Sin embargo, te quedaste, y esa presencia inalcanzable se hizo más dolorosa que cualquier abandono. Y ella siempre contigo, entre nosotros, a través de tu boca, en cada retazo de sueño, en cada promesa... Quise buscar otros cuerpos para ahuyentar la soledad, para que no descubrieses cómo te necesitaba, quizá sólo para olvidarte. Y te hablaba de mis desventuras amorosas tratando de ocultar mi llanto y disimular mi pena. Sin embargo, cuando fue inevitable que yo lo descubriera, cuando se hizo evidente a mis ojos que te había entregado mi corazón en vano, me sentí turbado y humillado. Quise huir, porque es más fácil así, desaparecer para que
tú no reparases en mi error. Y me sumergí en una red de confusión, aturdido por ese torbellino de sensaciones que abrumaba mi pecho desgarrado. Realmente es extraño lo que a veces se esconde tras la palabra amistad...
Querida niña El otro día soñé que dormía, ya sabes, descansaba. Y debió de haber algo de cierto en esa fantasía, porque estaba envuelta en tules y sonreía. La sonrisa de los despreocupados. No recuerdo haber despertado, pero está claro que lo hice, porque ya no me paseo vaporosa. Porque no sonrío, ni descanso. Abro los ojos y veo noche. Noche, niebla, la eternidad de todas las horas, de todos los siglos... Cierro los ojos y veo oscuridad. A veces es plácida, suave, tal vez incluso perfumada de otoño... en ocasiones, en cambio, se viste de luctuosa amargura, llanto y pesar y un indefinido olor acre que se instala en el recuerdo. Y me gustaría volver a verme en ese sueño, dormida. Simplemente, como duermen los días, o las tormentas descansan, incluso los huracanes. Como duermen los volcanes y las olas del mar, a lo lejos... Como duermes tú. El otro día soñé que llorabas, con esa elegancia lánguida de las mariposas caídas. Había belleza, qué duda cabe, en cada perla que se deslizaba por tu mejilla. Y tanto dolor, mi niña, tanto dolor que no aguanté mirarte. Lo malo es que no llegué a averiguar si fue realmente un sueño. Si no fue uno de esos instantes borrosos que se diluyen en la memoria, que se detienen en el hilo invisible de la cordura o la invención. Que no fueron ciertas del todo, que no fueron falsas en realidad. Como aquella vez que me levanté y oí voces, ¿recuerdas? Y yo creía que me volvía loca por momentos. A mis años, ya ves. La vejez... Sólo quería un poco de agua. Todavía el insomnio no atacaba mi cuerpo. Y oí cómo hablaban, susurrando, sin entender las palabras. Yo compuse las frases que no comprendía; por eso me asusté. Porque la imaginación es más violenta que cualquier otra cosa, y le coloqué siniestros pactos a lo que, simplemente, era una conversación más entre vecinos. Las paredes, me dijiste, que son de papel y se oye todo. Yo, a la de arriba, la oigo gemir, cuando viene su novio, si no están sus padres. Y me muero de vergüenza. Me gustaría decirles algo, pero creo que ellos se lo tomarían peor; ¿te has fijado en la cara de remilgada de ella? Como si nunca hubiese roto un plato, mamá. Te lo digo en serio. Para mí, que en estos tres meses ya llevan una vajilla y media, entre los dos. Tenías razón, claro. Cuando agucé el oído pude entender algo así como: “es que no te entiendo, mujer...” y un desairado “tú qué vas a entender, que te vas de pingos por ahí con la otra, mientras yo te espero todas las noches, como una perrilla fiel a la que a veces sacas a pasear. Que no, que estoy harta, estoy cansada ya...” Al principio me dio lastima la pobre, llorosa y dolida en mitad de la noche. Luego, cuando la vi con ese, el que se pavonea de coche y de reloj pero no tiene para mucho más, que la cosa es aparentar, ya no sentí la misma pena. Ninguno fue inocente. Creo que la inocencia no existe. Salvo en ti.
Tú me dijiste que no me preocupara. Siempre decías eso, “no te preocupes, mamá, que todo se arregla”. Y, de pronto, llorando como una Magdalena, como una plañidera a la que se le ha muerto el padre, no sé. Pero más... inocente. Lo peor es que no recuerdo si fue real. Si acaso no sería como aquella conversación de pareja rota en la que yo me olía una maquinación contra el mundo. O como aquel día en el que creí que te habías ido. ¿Recuerdas? Eso sí fue un escándalo. Qué gritos pegaba, santo dios, ni que a ti te pudiera pasar algo. “¡Mi niña, mi niña, quiero a mi niña!” Tú te reías, escondida, sin saber nada. Claro, si supieses... Lo que digo, inocencia. Por eso me trastornó tanto verte derramar lágrimas que nunca, ni de bebé, habías vertido. Tonterías mías. La vejez... Fui otra vez a ver al médico ese. No me gusta, me hace perder el tiempo. Es simpático y todo eso, pero cree que estoy enferma. Lo que ocurre es que no duermo. Nada más. Pero, por lo demás, soy una mujer de hierro. Igualita que siempre. Como cuando me preguntaste aquella vez: “¿no te rompes, mamá?”. Tenías cuatro años y te habías hecho daño en una mano por una mala caída. Me habías visto caer a mí a veces, porque somos humanos y tropezamos, cosa lógica, ley de la gravedad... nada más. Y me miraste con tus ojos enormes para preguntarme eso: “¿no te rompes, mamá?”. Pensabas que era inmortal. Algo semejante a un superhéroe, pero sin disfraz. Alguien capaz de cobijarte la vida entera. El médico dice que no lo he superado, que no lo llevo bien, que no acepto los hechos. No sé a qué se refiere. No le entiendo muy bien. Yo le dejo hablar, que al cabo es su trabajo. Y siempre me manda unas pastillas con nombres muy raros que nunca me tomo. ¿Para qué? No tengo nada malo. La culpa fue de Andrea. ¿Te acuerdas de Andrea? Claro, mujer, esa rellenita que siempre sonríe y tiene caramelos en el bolso. Sí, la que parece un payaso, de lo maquillada que va. Cada cual tiene sus gustos, en eso no me meto. Pues me dijo que me veía mala cara. Preguntó por ti, seria, muy seria... así parecía más joven, fíjate lo que son las cosas, y no la abuelita que reparte caramelos, que es como siempre la hemos visto todos. Incluso siendo niña, tenía vocación de abuela. Así es la vida. Pues me aconsejó que fuese a ese doctor, ni me acuerdo de su nombre, siempre lo tengo que mirar en la agenda. Yo le dije que me parecía una bobada; acababa de llegar de ver a José, ya sabes, nuestro médico de toda la vida. Aunque también frunció el ceño, me aseguró que tenía buena salud.
Así fue: “buena salud”. Curiosamente también me preguntó por ti. Así que a ver si me escribes, si me respondes alguna carta de las que te mando, porque se van a creer que se las envío al viento. Quizá por eso Andrea me envió a ese doctor. No me gusta, ¿te lo he dicho? Pero como no me cuesta dinero, tampoco le hago mucho caso, y voy, como una chica buena. Que luego todas os quejáis. Tú también, querida, tú también. Menudo rapapolvo me echaste aquella vez, cuando lo de la gripe. Y eso que apenas contabas los once años. Vaya con la cría, siempre tan mandona. Es cierto que me costó aceptar que te marchases. Pero eso fue después. Todavía eres una niña para mí, entiéndelo. Mi niña. No es nada fuera de lo común que los padres quieran retener un poco más a sus retoños. Sobre todo siendo los únicos. Y como nunca visitas... No, no es un reproche. Bueno, sí lo es, pero es que te echo de menos. Tonterías, nada más. Ya llevas, ¿cuánto? No sé, unos cinco o seis años fuera. Y te va todo bien, tan feliz con el noviete ese que pescaste. Aunque a mí no acaba de gustarme, no tiene buena planta. Pero, claro, no soy yo quien tiene que vivir con él. Tú verás. Lo de no dormir viene de hace poco; medio año, o así. En verdad, fue una bobada. Una noche me desperté, y desde entonces. A trompicones, como digo, que eso no es descansar. Una o dos horas con los ojos cerrados y luego... nada, despabilada. Y no hay manera, chiquilla, de quitarme esto. Fue cuando soñé que habías muerto. Te encontraba en la bañera, pálida y muy pequeña. En mi sueño tenías catorce años. No, quince. Y habías llorado, pero yo no estuve para consolarte. Me desperté de un sobresalto, sudando. Fui a buscarte, pero, claro, no estabas. Hace tiempo que hiciste las maletas. Se lo comenté a Andrea, que de esas cosas sabe. De sueños y psicología y todo eso, no sé, como Freud, me dijo un día. Y me asustó, por su cara demudada, severa por vez primera, como si hubiese hecho algo malo y me fuese a regañar. “No fue un sueño” dijo, así, con voz grave, de ultratumba, “fue un recuerdo...” No lo pude evitar. Me reí a carcajadas. No conocía la faceta burlona de Andrea, y eso que la conozco de toda la vida. Un recuerdo. Qué estupidez. Pero me dio miedo dormir, por si volvía a soñar lo mismo. Que te digan una vez que eso que te angustia es verdad hace gracia únicamente una vez. Y porque es ella, que la quiero como si formase parte de la familia. A otro no se lo consiento.
Por eso, cielo, te pido que me escribas. Para darle con la carta en las narices a ella, a su Freud y a sus teorías ridículas. Pero si no lo haces, si no respondes, da lo mismo. Entiendo que ahora estás demasiado ocupada. ¿Cuándo te casas? Noviembre es buena fecha. Piénsalo. Bueno, me voy, que es tarde. Un besazo: Mamá.
Gaviotas Se hallaba apostada junto a la ventana, aguardando la llegada del amanecer sombrío. Hoy no habría malvas en el cielo. Desde la lejanía escuchaba la llamada del mar, su quejido lento y armonioso, bramando a la soledad del cielo. Y oía, aunque más tenue, la respuesta de la brisa, que cantaba dulces respuestas para consolar a las mareas. Ella contemplaba la luna. Estaba amarilla y casi redonda, engordada por el transcurso de los días. Su fulgor opacaba a las estrellas más cercanas, e iluminaba zonas recónditas de la habitación donde la joven se cobijaba. Zonas que no deseaba ver, ahora que iba a abandonarlas, después de tanto tiempo, cuando ese instante ya parecía imposible. Ella siempre lo había dicho, pero en el fondo de su alma nunca quiso creerlo, al igual que el resto de la gente que la había acompañado. Como si fuese una de esas palabras que vuelan en el viento y se disipan como el humo, jugaba con la promesa de que nunca ocurriría lo inevitable. Al principio tenía la certeza de que pronto se marcharía del pueblo que la acogió. Pero los meses y los años transcurrieron, y ese pensamiento se fue diluyendo en el deseo de permanecer al lado del mar, junto a aquellas personas... junto a esa persona. Y de pronto todo se transformó en una historia quimérica, en un torbellino que la atrapó y la alejó de sí misma, confusa, entre la dicha y la vergüenza, entre el amor y la gratitud debida... porque nadie aceptaría ese romance prohibido. De todas maneras, antes o después, ella tendría que marcharse. Y no cesaba de pensar que, si hubiese huido hace tiempo, cuando no se fraguaban todavía los fuegos que ahora ardían dentro de ella, no llevaría tanto dolor en el alma. Y se culpaba de haber retrasado de forma voluntaria lo que todos sabían que iba a suceder de un momento a otro... Por ello esperaba insomne el amanecer tardío, escuchando las melodías del mar y el viento. La noche se difuminaba en vetas plateadas y azules, dejando que el sol se desperezase para regalar el oro de las primaveras durante los segundos que se demora el alba en despertar. * * * * * * * Se llamaba Nerea y tenía los ojos pardos, una mirada limpia y la sonrisa inocente de quien se deja mecer por los sueños. Nerea, la que vino del mar... Ella nunca dijo que se quedaría, por eso el día en que decidió partir nadie quiso sorprenderse, a pesar de que todos ocultaron el llanto en la soledad de la noche, cuando ningún ser humano les puede recriminar la debilidad de sus almas. Rezaron a la Virgen para que fuese un pensamiento pasajero, una idea fugaz, una mentira que se olvida, y permitir así que ella, la que había traído un destello a ese pueblo perdido, no se alejara dejando tan sólo la penumbra de su recuerdo... Pero esa mañana Nerea se acercó al mar casi tal como vino, con el alma desnuda, poco equipaje y esperanzas lejanas en un horizonte extraviado más allá del sol. Llevaba un vestido largo de tela fina que danzaba con la brisa marina, y el cabello largo y moreno recogido en una trenza sin adornos. Aún así, tenía la
belleza de las ninfas, porque su piel era de porcelana, su figura grácil, aunque no esbelta, y su risa pura y sencilla. Quiso marcharse temprano, para que nadie la despidiera, porque prefería el silencio y la soledad en este tipo de situaciones. Pero cuando llegó al puerto donde aguardaba su embarcación la encontró allí sentada, los ojos refulgentes en una extraña mezcla de dolor y furia, como si la abandonase dejándola perdida en ese abismo intemporal y hosco en el que a menudo se había convertido su pueblo. Nerea la observó con infinita ternura, dudando si alejarse un poco antes de que la viera, para no enfrentarse a esa mirada y a ese reproche tan cierto. Pero sabía que antes o después tendría que verla y hablarla, pues ella era terca y no se movería de allí aunque el lugar se llenara de gente, pues ya no le importaban las opiniones ajenas, ni las reconvenciones que le hacían con desdén por “desviada”; porque ese pueblo estaba lleno de hipocresías, de gente que únicamente se ocupa de mantener limpia la imagen, que lo de dentro está más sucio que el estiércol, pero a nadie parece importarle. “Todo el mundo sabe que Don Pedro pega a su señora” le dijo una vez a Nerea, “pero es buen cristiano que va a misa siempre y da generosos donativos. Ayuda siempre a sus vecinos en todo lo que le pidan, pero a Doña Encarnación no la deja ni respirar. Ella trató de denunciarlo, pero este es un pueblo pequeño y nadie la hizo caso...” La hija de Don Eliseo y Doña Hipólita se había quedado embarazada de un campesino en una noche de verano. Ella tenía sólo dieciséis años y ya era la fresca del pueblo, porque aborrecía estar encerrada bajo unas normas tan absurdas que únicamente permiten la libertad a los hombres. La pegaron una buena zurra cuando se enteraron de que había pasado la noche en brazos del jovenzuelo ese, porque estaba enamorada. “¿Y qué sabrás tú del amor, niña?”, le preguntaron, no sin razón. Pero ella continuó viéndole en secreto, a pesar de todas las prohibiciones, o quizás precisamente por ellas. Acabó convencida de que no le amaba, sino de que amaba violar las normas absurdas, y por eso sus padres la repudiaron, sabiendo que la fama de su hija repercutía en su buen nombre. Pero unos meses después ella les dijo que estaba encinta, y ello les alarmó más que todos los rumores. Después de todo, se trataba de su pequeña. Le pidieron que abortara, a pesar de que ello estuviera en contra de lo que el Papa decía; pero no querían que su nieto fuese un bastardo y su hija una furcia. Ella se negó, porque era su hijo, y le importaba bien poco lo que dijeran los curas, el Papa, o todos los paletos de ese pueblucho perdido del mundo... Aquella noche doña Hipólita lloró mucho. Don Eliseo, incapaz de expresar su frustración en llanto, volvió a pegar a su hija, por si de esta manera cambiaba de opinión. Pero acabó sucumbiendo también al llanto, puesto que su pequeña ya era una mujer que se alejaba inexorablemente de los brazos que la habían criado como habían podido, y ya nadie podría mandar sobre su conciencia ni sobre sus actos.
Y entonces llegó el remordimiento y la culpa, porque siempre se preocuparon más del que dirán ellos, los del pueblo, que no qué opinará ella, mi niña, que ya no es una niña y ni siquiera la conozco... A todo esto se iba a referir Silvia, la muchacha que esperaba a Nerea en el muelle, porque ella era como la hija de don Eliseo, un alma libre que desdeña las opiniones de falsos puritanos y grandes arrepentidos que no han sabido vivir ni disfrutar. Silvia se incorporó al ver a Nerea y se acercó a ella con la cabeza erguida pero los ojos llenos de tristeza. “No te vayas” decía en silencio, “no es necesario que te alejes”. Pero ambas sabían que era inevitable, así que obvió todas las peticiones que escondía en el alma. _ ¿Desde cuándo estás aquí? _ Preguntó Nerea. _ Desde antes del alba, porque no sabía a que hora ibas a irte, pero estaba segura de que evitarías cualquier congregación. Nerea no dijo que a quien procuraba esquivar era precisamente a Silvia. Se miraron largamente, silenciando todos los deseos y todas las esperanzas que permanecían inmutables en el aire fresco de la mañana. Silvia alargó la mano y rozó levemente los dedos de Nerea: _ Ven, vamos a tomar un café. Por mucho que quisieses adelantarte, tu barco aún tardará en zarpar. Nerea asintió y se dejó llevar por esa muchacha que siempre había sido vivaz, aunque ahora le abrumaba la melancolía. Entonces, cuando se dirigían a la cafetería del puerto, se percató de que también Silvia llevaba una pequeña maleta, y recordó que una vez le había dicho: “si te vas, yo te seguiré”. Sentadas en una mesa, con el café caliente humeando ante ellas, ambas se preguntaban cómo habían llegado a esa situación a las orillas del pequeño Fames. Todos los habitantes las consideraron descarriadas, pero a Nerea le perdonaban sus “extravagancias” por su pasado incierto y porque, al fin y al cabo, los accidentes trastornan a las personas. Pero, ¿y Silvia? Siempre había sido una chica respetable. Ella misma se preguntaba dónde radicaba su error, sin percatarse de que no existía en realidad semejante equivocación, o, si la había, era precisamente el buscar lo malo de sus actos, cuando éstos nacían de la bondad y del amor... El silencio las envolvía de nuevo, pero ninguna se esmeró en quebrarlo, porque así se sentían cómplices de un secreto mil veces gritado al viento, pero que era suyo por derecho y nadie se lo iba a arrebatar. E, inmersas en ese océano de mutismos, se preguntaron por el momento en el que todo aquello comenzó, mientras se sonreían porque ahora lo inevitable parecía tener un desenlace diferente, ligeramente más tibio... * * * * * * * Nerea, la que vino del mar... La encontraron una mañana en una cala, inconsciente y casi muerta por la insolación, la sed y el hambre. Tenía la piel quemada y llena de llagas porque la
sal y la arena la habían dañado durante los días que estuvo perdida en el océano. El cabello largo y apelmazado estaba sucio y enredado por las algas; todo su cuerpo apestaba a sudor, a brea y mar envejecido. Habían oído hablar de un naufragio sin supervivientes hacía unos cuantos días, pero en Fames el tiempo a menudo se extravía y ni siquiera recordaban si aquello había sucedido de verdad. A ella se le había olvidado hablar. O quizá nunca lo intentó, porque desconocía el idioma de esa gente que se le acercaba a mirarla, como si se tratase de una atracción de feria. No era especialmente bonita, y menos en aquellas circunstancias, pero en Fames todas las novedades son bienvenidas porque la monotonía abruma al pueblo cada día y cada noche. La internaron en un hospital para curar sus heridas. Una enfermera piadosa la enseñó a decir algunas palabras, y cuando el resto de la gente escuchó su voz melodiosa, todos quisieron colaborar para que no dejara de hablar, porque inspiraba paz con cada sílaba. Y con cada logro, ella sonreía. Y con cada sonrisa, regalaba al mundo un destello nuevo. El día en que le dieron el alta, ella se despidió de todos y cada uno de los enfermos con un beso y unas frases de aliento. Ello le demoró gran parte del día, pero a Nerea no le importó. Por aquel entonces ya la llamaban así, puesto que ella no recordaba nada de su pasado, ni de sí misma: su nombre o sus aptitudes, sus sueños o el motivo que le impulsó a viajar... Pero ella fue como una oceánide que vino del mar, que emergió de las olas para alegrar con su sencillez todas las almas del pueblo. Por ello la bautizaron, y la llamaron Nerea. Cuando salió del hospital, descubrió que, a pesar de la bondad de los lugareños, ella en realidad carecía de un lugar donde cobijarse, de un modo honrado para mantenerse y de un sueldo con el que pagar las deudas que había contraído; porque el cuidado clínico, las medicinas, la comida y las enseñanzas que le habían proporcionado evidentemente tenían un coste, y ella, que era persona orgullosa, prefería pagarlo antes de que se lo pidieran. De modo que lo primero que hizo fue recorrer cada casa y cada tienda en busca de empleo, y no exigía nada; pero era, a pesar de todo, una extranjera sin precedentes, sin avales, sin recomendaciones... y allí primaba la imagen antes que el esfuerzo o la buena voluntad. Transcurrieron tres días así y ella comenzaba a desfallecer por el hambre. La gente, al verla tan abatida, decidió reunirse para ofrecerle una limosna, porque eran buenos cristianos y buenas personas que necesitaban mantener limpias sus conciencias. Cuando se acercaron a ella con un plato de comida y un vestido nuevo, ella los miró con desdén y rechazó todos los manjares, por mucho que su estómago rugiera con vehemencia. _ No es comida lo que quiero_ aseveró_ sino un trabajo para pagaros todas las deudas y poder comprarme yo mi comida y mis vestidos. _ Pero bonita_ contestó un anciano_ tú no nos debes nada. Come, que estás muy delgada y eso no es sano.
_ Yo no soy una mendiga. Tengo aptitudes, y sé que puedo hacer cualquier trabajo. Además, para limpiar suelos no hace falta títulos, sino esfuerzo. Y quizá usted ahora piense que no les debo nada, pero yo creo que sí, y eso es para mí más importante. Tengo que permanecer fiel a mí, no a un desconocido, por muy bondadoso que parezca. Pero mientras hablaba, por muy seguras y firmes que sonaran sus palabras, una duda ensombreció su mirada: ella misma era, en realidad, una desconocida. ¿A quién iba a ser fiel entonces, si su identidad estaba perdida en un vacío remoto, más allá del océano del que provino? Sin embargo, las palabras de Nerea hicieron mella en algunos corazones que temblaron de compasión al ver el orgullo herido de la chica. Otros, en cambio, confundieron su buena voluntad con soberbia, pues no aceptó limosnas y encima exigía (no se percataron de que rogaba) una forma de ganase la vida: ¿quién se creía que era? De modo que, unos y otros, bien por sentirse impotentes, bien por considerarse insultados, se alejaron sin mediar palabra, dejando a Nerea en soledad con sus pensamientos. Ella se contempló; aún vestía con harapos, porque era lo único que había traído consigo de su naufragio, pero al menos no hedía (aunque tres días sin ducha comenzaban a notarse, por cierto). Le habían cortado el pelo y ahora llevaba una media melena suave que a menudo le caía sobre la cara y le molestaba bastante, de modo que le daban ganas de rasurárselo completamente. Con ese aspecto de vagabunda era normal que nadie confiase en sus cualidades, fueran éstas las que fuesen. Pero antes de rendirse al abatimiento que acechaba feroz su soledad, una mujer de aspecto fornido y campechano se le acercó sigilosa y le tendió una mano: _ A mí me deberás más que a ninguno_ susurró con ojos brillantes. Y se la llevó a su hogar, donde la lavó, la vistió con ropa limpia y le ofreció uno de sus mejores platos. _ Bien sabes que esto no es gratis_ dijo la mujer una vez Nerea hubo terminado de rebañar el plato como una gata famélica._ Tú misma lo dijiste. Calló aguardando a que Nerea solicitase alguna explicación, o se ofendiese, o reaccionase de modo alguno, pero ella permaneció silenciosa y quieta. La mujer, incómoda, continuó: _ Mis manos ya son viejas para determinados menesteres, y no tengo hijas que me ayuden a realizar mis tareas. No te preocupes_ dijo al advertir un fugaz miedo en las pupilas de la muchacha_ yo no soy hilandera. A ti las hilanderas no te quieren, porque es una actividad tediosa, no apta para espíritus orgullosos como el tuyo... claro que la que yo te ofrezco tampoco lo es, pero siempre te resultara más sencilla. La mujer se levantó para recoger la mesa. Nerea no se inmutó, porque nadie le había dicho que se moviese. De algún modo intuía que en Fames esa era la actitud correcta para una mujer: oír, obedecer y callar. Lo de ver, mejor no, porque había demasiados secretos que estaban ocultos por demasiadas sombras. Por eso, lo más importante era callar. “Esta chica aprende rápido” se dijo la mujer, y sonrió para sus adentros.
_ Yo me ocupo de muchas tareas que no te incumben _ continuó la señora _, pero una de ellas es la de limpiar los hogares de algunos vecinos. Mi espalda y mis manos ya no soportan esa tarea, y tú pareces fuerte y llena de energía. Comenzarás por mi casa. Te ganarás comida y techo, pues me sobra una habitación desde que mi hijo marchó a la Capital... en el resto de las casas te darán un jornal, pero no te esperes una maravilla, que aquí son todos buenos cristianos, pero muy avaros a la hora de ayudar al pobre. Luego sonrió, burlona: _ A partir de ahora serás una criada, chica del mar... * * * * * * * Habían transcurrido algunos meses cuando ella juró que se marcharía. Las pagas, si las había, eran realmente mezquinas, de modo que tenía que trabajar casi doce horas en casi todos los hogares para ganarse un sueldo con el pagar todas sus deudas. Llegaba exhausta y hambrienta todas las noches, y, tras una cena abundante (de eso no podía quejarse), dormía profundamente. Como era muy eficiente y veloz (procuraba no demorarse en estupideces como limpiar un cenicero hasta que reluciese, cuando había un lavabo que la aguardaba), era la más recomendada y cada vez tenía más trabajo. De este modo conoció a Silvia. Silvia habitaba en una casa grande y luminosa; sus padres regentaban una tienda de ropa para las señoras. Ella estudiaba, porque tenía el propósito de escapar de ese anclado poblacho un día y triunfar lejos, muy lejos... La chica tenía un hermano, Ignacio, de hombros fuertes y mirada segura. Él se ocupaba de labores de hombres, porque eso de ayudar a sus padres en la tienda no lo consideraba muy viril. Así que, un buen día, se fue al campo y se hizo agricultor. Nerea llegó a casa de Silvia con la mirada cansada, la espalda dolorida, las manos callosas, el cuerpo sudoroso, el cabello sucio, la ropa andrajosa y el espíritu hastiado. Contempló el hogar de esa familia en silencio, con la envidia rezumando por sus pupilas. Pero obvio cualquier comentario, aguardando a que le encomendaran su tarea. Silvia recorrió con la mirada los rincones que antes había observado Nerea, y luego la estudió con detenimiento, silenciosa. Luego dijo: _ Mis padres aún tardarán en llegar; siéntate, mientras tanto, ¿quieres tomar algo, un refresco, agua...? Nerea la miró perpleja, sin responder. _ No te quedes ahí de pie_ rogó Silvia, apenada por el aturdimiento de esa muchacha. De repente se dio cuenta de que nunca la habían tratado como a una persona, sino como a una esclava. _ Estás demasiado cansada; le diré a tu patrona que te has pasado toda la tarde trabajando para nosotros... _ No se lo creerá... Silvia vio determinación en sus gestos. Sonrió. _ Tienes razón. * * * * * * *
Aquel fue un encuentro breve, pero a Nerea jamás se le olvidó. Pasaron meses hasta que volvió a ver a la muchacha, siempre amable y vivaz. Tenía los ojos claros, de un color indefinido, la tez ligeramente tostada por la brisa del mar, las piernas fuertes y los movimientos firmes y seguros. Había algo seductor en sus gestos, en su forma de caminar y en cada una de sus miradas. Los hombres siempre la miraban cuando paseaba, y a veces la saludaban, atraídos por la belleza que emanaba de su propia dulzura. Objetivamente no era una belleza: tenía un rostro vulgar, afilado y sencillo. Su cuerpo no era voluptuoso y lleno de curvas, y jamás lo embellecía con ropa que ensalzara una figura más bien corriente. Pero su gracia era natural, su alegría, su sonrisa y esa forma de mirar que hacía sentir a cada persona como el ser más importante de este mundo. Nerea era más visceral; tenía la hermosura de todos los misterios, casi salvaje. Y en las pupilas se derramaba el orgullo de una estirpe que lleva siglos tratando de sobrevivir, aunque todos desconociesen su origen real. En el siguiente encuentro Nerea llevaba el cabello un poco más largo, recogido en un peinado que acentuaba las líneas cinceladas de su rostro. Acababa de comprarse un vestido con los pequeños ahorros de su sueldo y estaba bien aseada pues, a pesar de que normalmente anduviese de rodillas limpiando las inmundicias ajenas, era una muchacha muy pulcra y orgullosa. Silvia caminaba con su aspecto desaliñado de costumbre, más por molestar a los ancianos que siempre cuchicheaban a sus espaldas que por ausencia de coquetería. Pero en esa ocasión se había arreglado su cabello rubio que flameaba al viento como oro recién bruñido. Iba acompañado por dos chicos que pretendían ser hombres: a uno lo reconoció como Ignacio, por su increíble semejanza con la figura de Silvia. El otro era un poco más bajo, más corpulento y, quizá, más atractivo, pues tenía un fulgor tenaz en las pupilas grises que hacía que no apartases tu mirada de la suya. Pero Nerea quedó hechizada por la sonrisa que desplegó Silvia cuando la vio: _ ¡Mirad! _ Dijo._ Es ella, la chica que vino del mar... “La que vino del mar...” A menudo le molestaba ese apelativo, porque para los habitantes de Fames tenía un deje de rechazo, una sombra de infamia. Tras esa frase se ocultaba siempre otras muchas que callaban... pero dicha por esa boca, por esa inocencia, parecía totalmente distinta, como si contuviese todos los misterios, pero careciese de todas las indignidades. Y sonrió satisfecha de ser ella la que vino del mar, como las sirenas o las ninfas, como los seres bellos que se ocultan debajo de las mareas, porque por un instante quiso olvidarse de que era la criada de todo el pueblo que escondía tras los rezos todos los secretos... Se acercaron a ella: Silvia con su desparpajo habitual, como si no le importase nada. Ignacio, rojo de vergüenza, porque estaba secretamente enamorado de ese cuerpo desde que lo vio hincado limpiando suelos y lo imaginó a su lado en la desnudez de la noche... El otro muchacho, que se llamaba Roberto, le miró con una mezcla de deseo y desdén, puesto que de algún modo debían confundir a las sirvientas con prostitutas, y esta no tenía mal aspecto...
Nerea sonrió a Silvia, saludó con un gesto cordial a Ignacio y se alejó sin ni siquiera prestarle atención a Roberto, que de pronto le produjo una repugnancia estremecedora. La joven rubia, al ver que la chica del mar se alejaba, se acercó a ella corriendo, como si estuviese presa de un penar muy grande. Quizá sentía vergüenza de la actitud de aquellos dos hombres que a menudo se portaban como necios, o tal vez por la postura que había tomado todo el pueblo frente a aquella chica honrada de la que parecían querer burlarse con sus juegos de sirvientes y patrones, cuando el hambre abundaba en cada casa... Tomaron un café en un bar cerca del puerto, mientras se miraban largamente, cada una escrutando los pensamientos de la otra. Al fin Silvia habló: _ En este pueblo solo hay hambre. Vete de aquí... no seas sirviente de pobres. Nerea no habló. _ No te fíes de nadie_ continuó Silvia, ante el mutismo de su compañera. _ ¿Ni siquiera de ti? Silvia se encogió de hombros con una sonrisa. “De ella sí me puedo fiar...” se dijo Nerea. Fue más bien un deseo que casi pronunció en voz alta, pero que se cuidó de callar. Silvia alargó las manos y rozó casi imperceptiblemente los dedos callosos de Nerea. Los contemplaba como si deseara estrecharlos pero se lo prohibiesen todas las fuerzas ocultas que hay en el mundo; había deseo e impotencia en los ojos claros de la lugareña; como si una súbita rabia hubiese despertado en el interior de la muchacha, la expresión de su cara se tornó dura de repente y dijo: _ No deberías ser la sirvienta de nadie. _ Pero tengo muchas cosas que pagar... _ adujo Nerea, con voz dulce y calmada. Silvia se encogió de hombros otra vez y permitió que la frescura de la mañana borrase los pensamientos turbios que la habían atormentado por un instante fugaz. De nuevo sonrió, con esa candidez que consigue iluminar todas las noches... * * * * * * * Nerea no recordaba que fumase, sin embargo, aquella tarde en casa de Silvia sintió un deseo irrefrenable porque corriese la nicotina en sus venas y aliviase un nerviosismo que no acababa de comprender. La había invitado Ignacio, pensando que a lo mejor conseguiría al menos una conversación agradable con una chica guapa. En el campo sólo se rodeaba de hombres rudos y era demasiado tímido para acercarse a una mujer, y demasiado desmañado para que, las pocas veces que lo conseguía, llegasen ambos a buen término. De modo que aprovechó la coyuntura de que Nerea mantenía cierta amistad con su hermana y la invitó a tomar un café a su casa. Olía a tabaco rubio y a colonia barata. Era fuerte, vigoroso y de buena apostura, aunque con la sonrisa torpe y los ojos demasiado sinceros como para poder simular las intenciones. En esta ocasión Nerea accedió porque lo vio igual de inocente que a su hermana, y se preguntó como dos almas así de limpias podían continuar en ese pueblo tan podrido por dentro. Y se preocupó de corazón,
porque los quería a ambos, como si siempre hubiese estado allí y hubiese crecido entre ellos, a pesar de llevar conviviendo en Fames apenas unos meses, casi un año ya... “Un año... ¿cuándo podré marcharme?” Pero esa pregunta le dolió, porque sintió que abandonaba a dos personas que la amaban y que no se merecían el abandono en la soledad de ese infinito olvidado. “En Fames siempre hay hambre” le dijo una vez Silvia. “Algunos tienen más y otros menos. Los que son menos pobres consideran que son ricos, pero en realidad les cuesta sobrevivir en la esterilidad de esta tierra como al resto de los habitantes de este pueblo maldito”. Siempre hay hambre y siempre hay codicia escondida bajo el hábito de los buenos cristianos... La penumbra difuminaba la habitación en sombras color sepia. Caía la tarde y Nerea aguardaba a que Ignacio le trajese el café. Habituada a ser ella la que servía, la invadió una sensación incómoda, como si no debiera estar allí. Contempló a través de la ventana las calles vacías del pueblo. De repente le dio igual todo lo prohibido, lo vetado, lo mal visto... ella también se merecía ese relajo... Cogió uno de los cigarrillos de Ignacio y lo analizó como si hubiesen transcurrido siglos desde la última vez que tocó uno. Lo contempló de cerca con cierta melancolía y algo de ansiedad: olfateó su perfume dulzón, acarició el papel rugoso que contenía las hierbas aromáticas... se lo colocó entre los labios, como un beso antiguo, como un reencuentro. Dudó, buscando el mechero, mientras Ignacio preparaba en la cocina algo para picar. Al fin lo encontró, y lo analizó también como si fuese un objeto extraño que debiese reconocer. Fugaces pensamientos se derramaban en su cerebro: ese vacío, esa sombra del ayer no recordado. ¿Quién era ella, porque ese empeño en olvidar? Pero había velado numerosas noches tratando de adentrarse en lo más profundo de su conciencia sin hallar vestigio alguno de la muchacha que fue... Sólo aquel cigarro y el orgullo de saber que siempre iba a ser fiel a sí misma... era lo único que perduraba en la memoria y en el tiempo... todo lo demás lo habían arrastrado las mareas, hacia las profundidades de un océano extraño. Llegó Ignacio con dos tazas de repletas de café que se iba derramando por todo su trayecto y un plato con pastas que poco faltó para que terminaran en el suelo. Lo soltó todo como pudo en una mesa y entonces se fijó en la figura alejada por ensoñaciones de Nerea; allí sentada, el cigarrillo en la boca, los ojos pardos relumbrando en la penumbra del ocaso, el cabello suelto cayendo sobre su espalda, los últimos rayos del sol besando su piel de porcelana... parecía un espejismo creado por sus fantasías de adolescente solitario, a pesar de que ya cumplía los veinticuatro y aquella no sería la primera mujer que estrecharía entre sus brazos... Suspiró, despertando a Nerea de sus meditaciones. _ Una mujer no debería fumar_ dijo él, procurando remedar el aire duro que daban los hombres del pueblo a todas las palabras. Ella sonrió, porque no conseguía intimidarla, ni aun con su mejor pose de tipo duro, cuando fruncía el ceño y tensaba cada uno de sus músculos.
_ Los hombres tampoco deberían_ respondió burlona. E Ignacio se quedó sin argumentos. Era demasiado sencillo desmadejarle, deshilachar sus ideas y reconstruirlas de otra manera para que él tuviese que esmerarse en comprender que aquel no era su pensamiento original. Por eso se dejaba llevar, por eso todos lo arrastraban. Y también aquel era el motivo por el cual ella lo quería tanto, pues sentía una mezcla de ternura y lástima que se aunaban en el cariño más puro e intenso. Nerea trató de encender el mechero, que tenía poco gas. Mientras, Ignacio le hablaba, sin que ella prestara demasiada atención a sus palabras: la vida y los chismes de Fames la aburrían. Él decía que estaba encantado de que se llevara tan bien con Silvia, siempre es bueno tener amigas, porque sino la gente ya comienza a murmurar, ya se sabe... “No sé ni los años que tengo, pero es probable que supere los veinticinco. Y este niño pretende que me preocupe porque la gente crea que soy virgen, cuando es evidente que no, aunque ni me acuerdo del momento en el que hice el amor por primera vez...” Y de repente pensó: “¡Qué lástima!” Pero obvió todos esos comentarios que avergonzarían tanto a los puritanos ciudadanos de Fames. “A menudo me pregunto si en este pueblo los niños nacen de las flores”. Esta apostilla se la hizo en una ocasión a Silvia y ella se rió con ganas. Con ella sí se podía hablar sin temor a una mirada perversa. Ignacio continuó: “Eres una buena influencia para Silvia...” decía, “porque siempre se la ve demasiado sola, y eso da qué pensar. Que los hombres son aquí muy aprovechados... “ Nerea se sonrió, porque nadie se percataba de las miradas llenas de fuego que ambas se dirigían en las sombras de la amistad más honorable. “No creo que ningún hombre pueda llegar a aprovecharse de ella...” no, al menos que la forzara, pero Silvia no era tan apetecible como para eso. Demasiado extravagante, quizás, y no lo suficientemente hermosa. _ Desde que tú estás con ella ha mejorado en los estudios y es bastante más ordenada. Nerea dejó el mechero en la mesa, como si hubiese renunciado a la tarea de tratar de encender ese cigarro. Miró directamente a los ojos a Ignacio, el cual hubo de bajar la cabeza para que no se percibiese el rubor que se arremolinaba en sus mejillas. _ Silvia siempre ha sido muy aplicada_ adujo Nerea, defendiéndola como una gata en celo que protege a sus crías._ Lo de ordenada, no sé, porque yo no convivo con ella. Pero es una chica que se esfuerza y que trabaja duro, pero que nunca apreciáis lo que hace... _ Eso no es cierto_ interrumpió él, ofendido. _ Siempre estarás tú para ensombrecer su obra_ dijo con dulzura Nerea. _ Sólo te darás cuenta cuando se vaya... pero no pongas esa cara, deja la pena. No es culpa tuya, es el pueblo. Aquí la labor de una mujer es demasiado limitada, y tu hermana vale demasiado como para quedarse hilando o fregando casas.extendió sus manos encallecidas. _ ¿Crees que ella se está esmerando tanto para
esto? ¿Para limpiar las inmundicias ajenas por una limosna paupérrima? No. Ella vale más, y tú lo sabes. Y se irá un día, como yo también lo haré, porque yo no soy de Fames y ella, aunque nació aquí, tampoco... Era la primera vez que decía en alto que algún día se marcharía. Y, a partir de entonces, lo repitió todos los días para que la gente comenzase a percibir su ausencia. Ese cigarro nunca se llegó a encender, pero Nerea lo mantuvo entre sus labios mientras contemplaba los ojos tristes de Ignacio. Aquella tarde en que le confesó que se iría, cuando él sólo quería abrazarla y permanecer a su lado siempre. Ella contempló la ternura y la desolación y de nuevo sintió que el vacío acechaba su alma. Despegó el cigarrillo de sus labios y se acercó suavemente a la boca de Ignacio: fue un beso tierno, sin promesas, sin esperanzas, sólo lleno de imposibles, de lágrimas dulces y de amor, aunque no del amor que él anhelaba. Y al separarse él la miró a los ojos y por primera vez leyó en el fondo de su alma, la más limpia que había contemplado jamás, y tuvo ganas de abrazarla para decirle en silencio que la entendía, que la apoyaba y que la quería, pues era lo único que siempre había querido, incluso antes de conocerla... Las lágrimas se concentraron en el aire, pero nunca cayeron. Brillaron las pupilas, se tendió el silencio, la luz y las sombras jugaron a danzar entre sus rostros quedos... apenas fue un suspiro, un tiempo concentrado en la eternidad de todos los momentos, conservado para siempre en la memoria de ellos dos, ni siquiera amantes, ni siquiera hermanos, sólo cómplices de un secreto prohibido. * * * * * * * Sin embargo, la presencia de Nerea se definió de forma más consistente, como si al saberla incierta temieran que realmente se desvaneciese. Las propinas se hicieron más generosas y comenzó a gozar de más tiempo libre, de modo que a menudo quedaba con Silvia o con Ignacio para tomar algo y contemplar atardeceres... A menudo sentía cierto hastío, puesto que se sabía vigilada. Ya estaba en edad más que casadera, y todos aguardaban a que Ignacio anunciase un compromiso que nunca iba a llegar. Quizás porque si se unía en matrimonio con ese joven ella permanecería en Fames para siempre, encadenada a esa prisión sin muros. Porque, al fin y al cabo, siempre fue y sería la que vino del mar, una mujer llena de misterios, como una fantasía que alegraba de algún modo las grisáceas vidas de aquellas gentes. Silvia y Nerea se alejaban siempre con la excusa de ejercitarse un poco y mantener la forma. A los hombres siempre les han gustado las chicas bien formadas. Escalaban una pequeña colina que había en las lindes del pueblo, llena de verde y con algún árbol alegre que hacía ver las ese paraje desde una perspectiva menos ajada. Parecía un oasis en mitad de todos los desiertos. Se sentaban bajo un frondoso sauce que recogía sus amores, y contemplaban la lejanía con la nostalgia de lo que aún no ha sucedido pero tiene que ocurrir de todas las maneras. Silvia estaba apoyada en el regazo de Nerea. Ella la protegía con su brazo, como si no quisiera que ni el viento la rozase. Acariciaba con ternura sus cabellos
dorados y se preguntaba por qué ella siempre la veía tan hermosa, cuando el resto sólo sabía contemplar una burda chica sin refinamiento. Entonces, de repente, tornó la cuestión: “¿por qué nadie sabe ver lo dulce y adorable y femenina que es ella? ¿Por qué aquí no aprecian su talento, su risa clara, su sinceridad, su nobleza?”. Pero ella misma supo responderse; Fames era un lago cristalino que reverberaba a la luz del sol con destellos hermosos e iridiscentes únicamente de cara al exterior. Debajo de tanto lucimiento y pulcritud había un fondo lleno de lodo putrefacto que contaminaba a casi todas las almas... Silvia alzó la vista y clavó sus ojos claros en los de Nerea: _ Te vas de verdad, ¿cierto? Nerea asintió en silencio. _ Si te marchas, yo te seguiré_ afirmó Silvia con seguridad. _ No lo hagas... _ susurró ella. Pero no se afanó en convencerla ni en aclararle motivos. Ya era adulta y sabía lo que tenía que hacer. Además, Nerea sabía de sobra que Silvia se iría, con o sin ella. Silvia se incorporó. _ Es todo demasiado complicado. _ Nosotros lo hacemos complicado. _ Sonrió con desdén mientras señalaba al pueblo; _ ellos, sí, ellos son quienes lo complican. Silvia sonrió. _ ¿Qué crees que dirán? Nerea se encogió de hombros. _ La verdad es que ni siquiera me preocupa. _ La observó lentamente, y sintió que le ardía todo su cuerpo. ¿Por qué habría de estar prohibido algo tan bello? ¿Por qué era tan horrible amarla? Casi quiso llorar, porque no le cabía la dicha en el cuerpo cuando ella estaba cerca y feliz... ¿y eso era malo? ¿No lo era que Don Félix engañara a su esposa con una niña que hacía poco había cumplido dieciséis años? ¿No lo era acaso que ni Doña Saturnina ni Don Fernando se desentendiesen de su prole y las criaturas se criasen prácticamente en la calle, siempre sucios, desaliñados, faltos de cariño y de apoyo? Pero ellas dos se querían, y eso, en Fames, era pecado... _ Me da igual lo que opinen esos pequeños palurdos _ repitió desdeñosa._ La gente que quiero me entiende. Eso me basta. Y la estrechó en un abrazo cálido mientras la cubría de besos plagados de tiernas promesas que esperaba poder llegar a cumplir... * * * * * * * Habían transcurrido dos años y Nerea había pagado su deuda. Por eso aquella noche preparó sus maletas y se dispuso a marcharse. No quería despedidas, porque odiaría contemplar el rostro de todos aquellos ante los que hubo de agacharse y sonreírles sin orgullo. Y tampoco deseaba alejarse de Ignacio, a quien quería más que a un hermano, y menos aún de Silvia... Aquella noche se llenó de las lágrimas que había contenido durante los años que estuvo en Fames. En cada recodo, en cada sombra, veía la silueta de Silvia, sus iris brillantes, su sonrisa...
Encendió ese cigarro que cogió de casa de Ignacio para verlo consumirse. Observaba la ceniza gris deshacerse entre el humo y el papel quemado. La habitación se llenó de ese aroma casi familiar y remoto, pero se negó a recordar... Ahora todo era Silvia... y la iba a abandonar. Por eso, cuando por la mañana la vio, su corazón le dio un vuelco. Realmente la alegría la desbordó, pero no deseaba que ella se alejase de su familia de malos modos. Porque los últimos recuerdos a veces quedan perennes como una herida, si el resto de los momentos no han sido suficientemente intensos. Y como nadie (salvo Ignacio) prestaba demasiada atención a las extravagancias de la mujer que ya era Silvia, Nerea creyó que sólo quedaría en la memoria la discusión final, en vez del resto e las sonrisas. Ya sentadas en el bar, con el café humeante ante ellas, las manos entrelazadas, Silvia aclaró que no hubo enfrentamientos, porque Ignacio la defendió. Y entonces ambas sintieron lástima por el muchacho que amaría siempre al sueño que fue Nerea y que se llevó su hermana. Pero lo honrarían más que nunca a ningún otro ser, porque fue el único de Fames que tuvo algo de honor e hizo prevalecer la dignidad de su hermana sobre las falsas apariencias que todos en aquel lugar se esmeraban en cuidar, con los vestidos casi limpios, las sonrisas casi ciertas, y el fango persiguiéndoles en cada falacia pronunciada, en cada chisme, en cada cizaña que todos se ocupaban de hacer fertilizar para luego cubrirla con rosas y malvas, como si nadie se percatara de que hasta en las iglesias más pulcras también hay platos que fregar... Olvidadas ya del mundo, pagaron los cafés y se alejaron, dejando atrás un principio y un final de muchas historias: la de ellas unidas en un abrazo eterno, esperando el barco que les llevaría a ese nuevo horizonte tantas veces soñado y planeado, prometido en cada beso y por fin cumplido en ese amanecer; la de Ignacio, que tomó la resolución de irse también, comprendiendo que el hambre del pueblo no estaba en la falta de comida, sino en la ausencia de esperanzas. Y la de todos los que se quedaron aguardando a que regresase la chica del mar, que no sólo limpiaba sus casas, sino también parte de sus almas...