SELECCIÓN MENSUAL DE RELATOS DE FANTASÍA Y
1 Dirección literaria: DOMINGO SANTOS Selección de textos: D. SANTOS Y LUIS ...
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SELECCIÓN MENSUAL DE RELATOS DE FANTASÍA Y
1 Dirección literaria: DOMINGO SANTOS Selección de textos: D. SANTOS Y LUIS VIGIL Supervisión técnica: J. RIBERA MAS Portada: ENRICH En la estela del cohete, un mundo nuevo se abre ante la humanidad. Nuevas razas, nuevos héroes, nuevas estructuras también. Un universo nuevo que se define ante nuestro futuro: e! universo que ha nacido ya en las historias de anticipación... Depósito legal B 36.790-66 Printed in Spain Editorial FERMA Avda. José Antonio, 800 Barcelona Río Bamba, 333 Buenos Aires
ÍNDICE NOVELA COMPLETA LA MESETA, por Christopher Anvil . . . . . . . . 69 Teniendo un hidrofusor es fácil construir otro. Pero, ¿cómo puede construirse uno sin tener otro anterior que lo fabrique? CUENTOS A LA OTRA ORILLA DEL RÍO, A TRAVÉS DEL BOSQUE, por Clifford D. Simak . . . . . . . . . . . 5 Una vieja granja en Wisconsin, las conservas de manzana de Mrs. Forbes y... MUTT, NO VENGAS A LA TIERRA, por F. Valverde Torné . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14 El cuerpo del piloto muerto iba a ser el lazo que uniera a venusinos y terrestres. LAS POLILLAS, por Arthur Porges . . . . . . . . . 23 Un hecho nimio puede cambiar el curso de la historia. Pero, ¿puede cambiarlo realmente? EL VIEJO Y EL ESPACIO, por Gérard Klein . . . . 47 Uno de los mejores escritores galos de anticipación, en una de sus muestras mas brillantes. LIMPIO, SANO Y JUSTICIERO, por Juan G. Atienza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60 El día de la ejecución fue declarado festivo, para que todo el mundo pudiera presenciar el instructivo espectáculo. Y 3 cuentos de choque de Jacques Stemberg DOSSIER INFORME SOBRE LOS OVNIS - I . . . . . . . . . 31 Un análisis apasionante sobre el problema más real de nuestro tiempo. DIMENSIÓN 66 ESTUDIO ¿Qué es la fantasía científica? . . . . . . . . . . 123 INFORMACIÓN Marte, la Luna y las fotos del Mariner IV: un enigma sorprendente. Y Correspondencia, Cuestionario . . . . . 139
PREFACIO La aventura del lanzamiento de una nueva colección de fantasía científica es algo así como la aventura del lanzamiento al espacio de una nueva astronave. Como en la partida de un cohete hay en torno a ella emoción, miedo, esperanza. La nave está lista: sus bodegas están llenas, los cohetes a punto, el cargamento de hechos, proyectos e ilusiones completo. Alrededor de su vibrante mole hay expectación. Se aguarda el momento del disparo... Así nace hoy ANTICIPACIÓN. una colección distinta. Una colección que no pretende ser solamente una colección más de relatos de fantasía científica, y mucho menos una colección más de «ciencia-ficción». Una colección que, como su nombre indica, quiere ser, precisamente, una colección de relatos de anticipación.
PARTIDA Anticipación en el tiempo, Anticipación
en
el
espacio,
Antici-
pación en las ideas y en las concepciones, Anticipación en el Hombre y en todas sus creaciones.
ofrecer la más audaz información, crítica, estudio y, si es necesario, también la polémica. Anticipación en presentar una visión nueva de lo que nos rodea, con
Anticipación en divulgar las tendencias más actuales, en dar a conocer los nuevos estilos literarios, en ofrecer los más importantes temas.
una personalidad propia, un contenido original, y un estilo distinto. Anticipación en crear una obra de todos, por todos y para todos. Este es a grandes rasgos el baga-
Anticipación en hacer llegar al
je de la astronave que se encuentra
público hispano las nuevas y hasta
ahora en la pista de despegue,
ahora casi desconocidas escuelas de
aguardando el instante de su parti-
fantasía científica de otros países,
da. La carga está asegurada, el
las
francesa,
combustible en los depósitos, los
alemana,
motores a punto. La cuenta atrás ya
magnificas
italiana, rusa...
escuelas
portuguesa, y,
naturalmente,
LA
ESPAÑOLA. Anticipación en ofrecer los mo-
ha empezado. ANTICIPACIÓN va a partir. Estén preparados.
vimientos literarios de vanguardia,
Cuatro, tres, dos, uno...
uniéndolos también a los más im-
¡Cero!
portantes clásicos. Anticipación en
Vuelva
la página, por favor...
Clifford D. Simak
A LA OTRA ORILLA DEL RÍO, A TRAVÉS DEL BOSQUE Ilustrado por LEVEGHI Aquellos dos chiquillos decían que ella era su abuela, pero era imposible. Y sin embargo...
Los dos chiquillos vinieron caminando afanosamente por el sendero. Era la época de hacer conserva de manzanas, cuando florecían las primeras varas de San José y se desplegaban las margaritas silvestres. Cuando Mrs. Forbes reparó en ellos desde la ventana de la cocina, parecían unos niños que vinieran de la escuela, pues ambos llevaban un saco en el cual podían estar sus libros. Como Carlos y Santiago, como Alicia y Margarita... pero ya se hallaban en un lejano pasado la época en que estos cuatro habían atravesado el sendero en sus diarios recorridos a la escuela. Ahora tenían hijos propios que iban a ella. Volvió al fogón a remover las manzanas que cocían, para las que esperaban sobre la mesa los tarros de ancha boca, y luego miró de nuevo a través de la ventana de la cocina. Los dos niños se hallaban ya más cerca y vio que el chico era el mayor de los dos... diez años, acaso, y la muchachita no más de ocho. Pensó que podrían ir de paso, aunque aquello no parecía probable, pues la senda conducía a su granja y a ninguna otra parte. Los chiquillos dejaron el sendero y penetraron en el caminito que conducía a la casa, siguiendo tenazmente por él. No había ninguna vacilación en ellos; sabían a dónde estaban yendo. Se dirigieron a la puerta de rejilla de la cocina y se detuvieron ante ella, quedándose mirando a la mujer. El muchachito dijo: —Tú eres nuestra abuela. Papá dijo que teníamos que decirte enseguida que eras nuestra abuela. —Pero eso no es... —dijo ella, y se detuvo. Había estado a punto de
decir que ello era imposible, que ella no era su abuela. Y mirando a las serenas caritas infantiles, se sintió contenta por no haber pronunciado aquellas palabras. —Yo soy Elena —dijo la niña, con voz de flauta. —Vaya, es extraño —dijo la mujer—. Ese es también mi nombre. El chiquillo dijo: —Yo me llamo Pablo. Mrs. Forbes abrió la puerta y los pequeños entraron, quedándose callados, examinándolo todo en derredor, como si nunca hubiesen visto una cocina. —Es igual a como papá dijo —manifestó Elena—. Ese es el fogón, y la mantequera, y... El muchachito la interrumpió: —Nuestro apellido es Forbes —dijo. —Cómo, eso es imposible —dijo—. También ese es nuestro apellido. El muchachito asintió solemnemente: —Sí, sabíamos que lo era. —Quizá queráis un poco de leche y pastelillos —dijo la mujer. —¡Pastelillos! —exclamó Elena con un chillidito encantador. —No queremos causar ninguna molestia —dijo el chico—. Papá dijo que no debíamos molestar. —Dijo que debíamos ser buenos —añadió Elena con su aflautada vocecilla. —Estoy segura de que lo seréis —dijo la mujer— y no causáis ninguna molestia. En unos momentos había conseguido enderezarlo todo, pensó. Fue al fogón y apartó a un lado el caldero con las manzanas, para que cocieran lentamente. —Sentaos a la mesa —dijo a los pequeños—. Voy a traer la leche y los pastelillos. Lanzó una ojeada al reloj de pared, que punteaba los minutos sobre el anaquel. Casi las cuatro. Dentro de poco volverían los hombres del campo. Jackson Forbes sabría qué hacer; siempre lo había sabido. Los pequeños treparon a dos sillas, sentándose con solemnidad y mirándolo todo atentamente en derredor, al reloj de pared desgranando su tictac, al fogón con su madera ardiendo y el fulgor de las llamas en su tiro, a la leña apilada en su cajón, y a la mantequera que se hallaba en la esquina. Pusieron sus sacos en el suelo junto a ellos, y la mujer se fijó en que
eran unos sacos extraños. Estaban hechos de tejido grueso o lona, pero no tenían cuerdas o correas para sujetarlos. Sin embargo, a pesar de no tener cuerdas o correas, estaban cerrados. —¿Tienes algunos sellos? —preguntó Elena. —¿Sellos? —preguntó a su vez Mrs. Forbes. —No le hagas caso —dijo Pablo—. No debiera habértelos pedido. Los pide a todo el mundo, aunque mamá le dice que no lo haga. —¿Pero, sellos? —Los colecciona. Anda siempre cogiendo cartas. Por los sellos, ¿sabes? —Bueno, pues sí que debo tener algunas cartas antiguas —dijo Mrs. Forbes—. Luego las buscaremos. Fue a la despensa y tomó el jarro de loza con leche, y llenó un plato con pastelillos del tarro. Al volver vio a los niños sentados muy formalitos, en espera de los pastelillos. —Estaremos aquí sólo poco tiempo —dijo Pablo—. Un breve asueto. Luego vendrán a buscarnos de casa para volvernos a llevar. Elena asintió vigorosamente con la cabeza. —Eso es lo que nos dijeron cuando nos fuimos. Cuando yo tuve miedo de marcharme. —¿Tuviste miedo de marcharte? —Sí. ¡Era todo tan raro! —Quedaba tan poco tiempo... casi nada —dijo Pablo— y tuvimos que salir tan pronto... —¿De dónde sois? —preguntó Mrs. Forbes. —Pues —respondió el muchachito— de poca distancia de aquí. Caminamos no mucho y además teníamos el mapa. Papá nos lo dio y nos lo explicó todo cuidadosamente... —¿Estáis seguros que vuestro apellido es Forbes? Elena sacudió la cabeza afirmativamente, diciendo al mismo tiempo: —Pues claro que lo es. —¡Qué raro! —dijo Mrs. Forbes. Y resultaba más que raro, pues no había otros Forbes en la vecindad excepto sus hijos y nietos. Y aquellos dos niños, dijeran lo que dijesen, eran extraños. Los dos pequeños estaban ahora ocupados con la leche y los pastelillos, y Mrs. Forbes volvió al fogón y puso de nuevo el caldero con las manzanas en el fuego, removiendo la fruta con una cuchara de madera. —¿Dónde está el abuelo? —preguntó Elena. —En el campo. Ya vendrá pronto. ¿Habéis terminado con vuestros
pastelillos? —Los hemos acabado todos —dijo la chiquilla. —Entonces pondremos la mesa y haremos la cena. Quizá os gustará ayudarme. Elena saltó de su silla, diciendo: —Pues claro que sí. —Y yo —dijo Pablo— traeré un poco de leña. Papá dijo que debía ayudar. Dijo que podía traer la leña, y dar de comer a los pollitos, y recoger los huevos, y... —Pablo —dijo Mrs. Forbes—. Podría ayudar el que me dijeses lo que hace tu padre. —Papá —respondió el muchachito— es ingeniero temporal. Los dos jornaleros estaban sentados a la mesa de la cocina, con el tablero de damas entre ellos. El matrimonio se hallaba en la salita de estar. —Nunca verás algo semejante —decía Mrs. Forbes—. Había una pieza de metal y tirabas de ella, y corría a lo largo de otra tira de metal, y el saco se abría. Y tirabas en la otra dirección, y el saco se cerraba. —Algo nuevo —dijo Jackson Forbes—. Deben haber muchas cosas de las que no hemos oído hablar por estos remotos lugares. Hay inventores que sacan toda clase de cosas. —Y el muchachito —dijo ella— tiene la misma cosa en sus pantalones. Los tomé de donde los había tirado cuando se fue a la cama, y los plegué y los puse sobre la silla. Y vi esa tira de metal con los bordes como mellados. ¡Y la ropa que llevan! Los pantalones del chico están cortados sobre sus rodillas, y el vestido de la niña es tan corto... —Hablaban de unos artefactos —murmuró Jackson Forbes—, algo que al parecer se emplea para que viaje la gente. Y de cohetes... como si hubiese cohetes cada día y no precisamente en la Tierra. —No podíamos interrogarles, desde luego —dijo Mrs. Forbes—. Hay algo en ellos... algo que noté... Su marido asintió. —Ellos estaban asustados también. —¿Estás tú asustado, Jackson? —No lo sé —respondió él—, pero no hay otros Forbes. No por aquí, quiero decir. Carlos es el más próximo y está a cinco millas. Y ellos dijeron que habían caminado sólo un poco. —¿Qué vas a hacer? —preguntó ella—. ¿Qué podemos hacer?
—No lo sé exactamente —respondió él—. Ir a la cabeza del partido y hablar con el oficial de justicia, acaso. Esos pequeños deben haberse perdido. Alguien debe estar buscándolos. —Pues no actúan como si estuviesen perdidos —arguyó ella— Sabían que venían aquí. Sabían que nosotros estaríamos aquí. Me dijeron que yo era su abuela y luego preguntaron por ti y te llamaron abuelo. ¡Y están tan seguros! No actúan, no, como si fuesen extraños. Les han hablado de nosotros. Dijeron que estarían aquí poco tiempo y así es como actúan. Como si únicamente hubiesen venido de visita. —Creo —dijo Jackson Forbes— que voy a enganchar la yegua después del desayuno y daré una vuelta por la vecindad, para hacer algunas preguntas. Acaso habrá alguien que pueda decirme algo. —El chico dijo que su padre era un ingeniero temporal. Eso no tiene sentido. Temporal significa el poder mundano y la autoridad, y... —Podría ser alguna chanza —respondió el marido—. Algo que el padre dijo en broma y el chico tomó al pie de la letra. —Creo que voy a subir y ver si están dormidos —dijo Mrs. Forbes—. Y si han apagado las lámparas. Son tan pequeños, y la casa les es tan extraña... Si están dormidos, se las apagaré. Jackson Forbes gruñó su aprobación. —Es peligroso —dijo— dejar las lámparas encendidas de noche. Hay demasiada probabilidad de incendio. El pequeño estaba dormido, echado de espaldas, con el sueño profundo y saludable de los niños. Había tirado su ropa al suelo al desnudarse, pero ahora la tenía muy bien plegada en la silla, donde Mrs. Forbes la había puesto cuando fue a la habitación a dar las buenas noches. El saco estaba junto a la silla, abierto, reluciendo difusamente las dos tiras de metal mellado al tenue resplandor de la lámpara. En su umbroso interior percibíanse oscuras formas de efectos mezclados desordenadamente, no dispuestos como debían estarlo en un saco. Mrs. Forbes se detuvo, tomó el saco y lo puso sobre la silla, asiendo luego la trabilla metálica para cerrarlo. Por lo menos, se dijo a sí misma, debía estar cerrado y no abierto. Deslizó pues suavemente la trabilla por las tiras de metal, deteniéndose al ser obstruido el recorrido por un objeto que asomaba del interior. Vio que era un libro y se dispuso a ponerlo de manera que pudiera cerrar el saco. Pero al hacerlo vio el título en su lomo, en letras de opaco dorado... Santa Biblia.
Vaciló un instante, con sus dedos asiendo el libro, y luego lo sacó lentamente. Estaba encuadernado en costoso cuero negro, con su brillo amortiguado por el tiempo. Los bordes estaban resquebrajados y el cuero ajado por un largo uso. El dorado del canto de las hojas estaba desvaído. La abrió vacilante y allí, sobre la hoja de guarda, apareció la dedicatoria ya desteñida: A la hermana Elena, de Amelia 30 de octubre de 1896 Por muchos años.
Sintió aflojársele las rodillas y las dejó posar cuidadosamente sobre el suelo, donde, agazapada junto a la silla, volvió a leer la dedicatoria. 30 de octubre de 1896... Era ciertamente su cumpleaños, pero aún no había llegado, puesto que apenas estaban en el comienzo de septiembre de 1896. Y la Biblia... ¿qué edad tendría aquella Biblia que mantenía en sus manos? Cien años, quizá acaso más. Una Biblia, pensó... exactamente la clase de regalo que Amelia quería hacerle. Pero un regalo que no se lo había hecho todavía, uno que no podía ser hecho aún, pues el día que estaba señalado en la hoja de guarda se encontraba a un mes en el futuro. No podía ser aquello, desde luego. Se trataba de alguna especie de estúpida broma. O una coincidencia, quizá. En alguna otra parte había alguien que se llamaba también Elena y tenía una hermana que asimismo se llamaba Amelia, y la fecha era un error... alguien había escrito el año equivocado. Era cosa fácil de suceder. Pero no estaba convencida. Ellos habían dicho que su apellido era Forbes y habían venido directamente allí, y Pablo había hablado de un mapa indicador del camino. Acaso había otras cosas en el interior del saco. Lo miró y sacudió la cabeza. No debía hurgarlo. Había hecho mal en sacar la Biblia. El 30 de octubre tendría cincuenta y nueve años... una vieja granjera con hijos e hijas, y nietos que venían a visitarla los fines de semana y en vacaciones. Y una hermana Amelia también, que en este año de 1896 quería obsequiarle una Biblia como regalo de cumpleaños. Sus manos temblaban cuando alzó la Biblia y la volvió a meter en el saco. Tenía que contarlo a Jackson cuando bajara. Él podía tener alguna idea
sobre la cuestión, y sabría lo que hacer. Metió, pues, el libro de nuevo en el saco, tiró la trabilla y lo cerró. Lo volvió a poner en el suelo, y miró al muchachito tendido en la cama. Seguía dormido como un tronco, por lo que apagó la lámpara. En la habitación contigua dormía la pequeña Elena, de bruces, igual que una muñeca. La tenue llama de la lámpara titilaba bajo la brisa que penetraba por la abierta ventana. El saco de Elena estaba cerrado y alineado junto a la silla, en un buen sentido de la pulcritud. La mujer lo miró y vaciló durante un momento, moviéndose luego en torno a la cama hasta donde se hallaba la lámpara sobre la mesita de noche. Los chiquillos estaban dormidos y todo estaba en orden, por lo que no tenía más que apagar la lámpara y bajar a hablar con Jackson. Y quizá así él no tendría que enganchar la yegua a la mañana siguiente, e ir a hacer preguntas por la vecindad. Mas al inclinarse para apagar la lámpara vio el sobre en la mesita de noche, con los dos grandes sellos multicolores pegados en su esquina superior. ¡Qué lindos sellos!, pensó. Nunca había visto otros tan bonitos. Se inclinó para mirarlos mejor, y entonces vio grabado el nombre de Israel sobre ellos. Israel. ¡Pero si no existía tal nación! Era un nombre de la Biblia, pero no un estado. Y si no era una nación, ¿cómo podía tener sellos? Tornó el sobre y examinó los sellos, para asegurarse de que había visto bien. ¡Preciosos sellos! Los colecciona... Pablo lo ha dicho. Anda siempre cogiendo cartas de los demás. El sobre llevaba una estampilla, y al parecer una fecha, pero todo ello estaba muy borroso y no pudo sacar nada en claro. El borde de una carta asomaba ligeramente por la esquina del rasgado sobre. La sacó, jadeando en su prisa por leer el contenido, al par que sentía una helada punzada de miedo en su corazón. Vio que sólo era el final ce una carta, la última página de una carta y estaba en letras de molde y no manuscrita... con caracteres como los que se ven en los libros. Acaso estaba hecho por uno de esos aparatos de nuevo cuño que tenían en las oficinas de las grandes ciudades, pensó, y de los que había oído hablar. Máquinas do escribir... ¿era así cómo los llamaban? ...no creas, decía la única página, que tu plan es factible. No hay tiempo. Los ajenos nos cercan, y no nos darán ocasión.
Y además hay la ulterior consideración de su ética, aun en el caso de que pudiera llevarse a cabo. No podemos, en toda conciencia, retrotraernos al pasado y enviar nuestros problemas a la gente de hace un siglo. Piensa en los nuevos problemas que se crearían para ellos, en la confusión económica y en el efecto sicológico. Si crees que debes, cuando menos, enviar atrás a los chicos, piensa un momento en el desquiciamiento que se operará en esas dos puras almas cuando se percaten de la verdad. El suyo es un mundo pulcro y sólido... seguro e incólume y firme. Los conceptos de ese loco siglo destruirían cuanto tienen, todo en lo que creen. Pero supongo que no puedo atreverme a aconsejarte. He hecho lo que pedías. Te he escrito cuanto sé de nuestros antepasados de aquella granja de Wisconsin. Como historiador de la familia, estoy seguro de que mis datos son exactos. Empléalos como creas conveniente y Dios se apiade de todos nosotros. Tu amante hermano, Jackson P.S. Una sugerencia. Si envías a los chicos, podrías hacerlo con una generosa provisión de la nueva droga preventiva del cáncer. La tatarabuela Forbes murió en 1904 de lo que sospecho era esta enfermedad. Con estas píldoras podría haber vivido otros diez o veinte años. ¿Y qué habría supuesto ello, te lo pregunto, hermano, para este embrollado futuro? No pretendo saberlo. Puede salvarnos a nosotros. O bien matarnos más pronto. O acaso pueda no surtir efecto alguno. Te dejo el acertijo. Si puedo acabar el trabajo aquí y escaparme, estaré contigo al final. Volvió a deslizar mecánicamente la carta en el sobre y lo dejó sobre la mesa, junto a la resplandeciente lámpara, dirigiéndose luego lentamente a la ventana que daba al desierto sendero. Vendrán a recogernos, había dicho Pablo. ¿Pero cuándo vendrían? ¿Podrían acaso venir alguna vez? Sintió deseos de que viniesen. ¡Aquellos pobres seres, aquellos infelices chiquillos asustados, cogidos tan lejos en el tiempo! Sangre de mi sangre, pensó, carne de mi carne, a tantos años de distancia. Pero todavía su carne y su sangre, no importaba cómo estuvieran desplazados, no sólo estos dos seres que se encontraban bajo su techo esta noche, sino todos los demás que no habían de ir con ella. La carta había dicho 1904 y cáncer, y eso sería dentro de ocho años... y ella una vieja entonces. Y la firma había sido Jackson. ¿Un antiguo nombre
de familia, se preguntó, continuado y proseguido, una larga cadena de seres que llevaron el nombre de Jackson Forbes? Se sentía yerta y embotada. Después se sentiría espantada. Después desearía no haber leído la carta, ignorar su contenido. Pero ahora debía bajar y contárselo a Jackson de la mejor manera que pudiese. Atravesó la habitación, y tras apagar la lámpara salió al pasillo. Una voz salió de la próxima puerta abierta. —¿Eres tú, abuela? —Sí, Pablo —respondió—. ¿Quieres algo? Desde el umbral lo vio acurrucado junto a la silla, al rayo de la luna filtrándose a través de la ventana, hurgando en su saco. —Olvidé—dijo el muchachito—, algo que papá me dijo te entregase enseguida. Título original: OVER THE RIVER & THROUGH THE WOODS Traducción de V. de ARTADI
Para los venusinos, la llagada de la nave extraña fue la solución a uno de sus mayores misterios.
Sin
embargo,
hasta
que
franquearan con ella la barrera de nubes que los ocultaba el cielo, no sabrían todo lo que hay más allá de su planeta...
MUTT, no vengas a la Tierra F. Valverde Torné Ilustrado por BUYLLA
Para los más inteligentes sabios de Venus, el enigma había revelado una cosa asombrosa: era indiscutible que había, por lo menos, otro mundo habitado en algún lugar. Y este descubrimiento, además de haberles dejado estupefactos, les creaba toda una serie de problemas sin solución. Jamás se habían planteado la cuestión de la pluralidad de mundos, entre otras causas porque desconocían por completo qué había más allá de las impenetrables nubes que cubrían todo el planeta. Pero un día, del otro lado de aquellas nubes, cayó un cuerpo extraño, en cuyo interior hallaron un ser vivo de gran tamaño, inconsciente y cubierto de sangre. —Es una nave que ha venido de otro mundo, —dijo alguien—. Y el desgraciado ser que ha venido dentro sin duda nos trae un mensaje. La única solución que podían esperar los venusinos para resolver todos los problemas que les habían planteado era que el piloto de la astronave lograra sobrevivir y pudiera entender. Un pueblo tan adelantado que podía
volar a otros planetas forzosamente debía ser capaz de hacer llegar su mensaje a otras razas, por muy opuestas que fueran intelectualmente. Sin embargo, aquel piloto no parecía pertenecer a un pueblo espiritualmente desarrollado, y esto era, quizás, lo más increíble. A pesar de la inconsciencia en que se encontraba, sus ondas cerebrales adivinábanse extraordinariamente débiles, aun cuando en estado normal se ampliaran mucho. En cambio, resultaba evidente que aquellos seres ejercían sobre la materia un dominio prácticamente absoluto, lo cual para los habitantes de Venus resultaba casi imposible. Ellos, los venusinos, conocían el misterio de la vida y la muerte, pero no habían penetrado en el secreto del átomo. Su espíritu se había desarrollado a sus máximas posibilidades, pero eran incapaces de asomarse al Universo, al que sólo presentían como una sucesión de formas en las que el alma también podría encontrar espacio. A veces lo habían intentado, pero el vértigo les sumía en una sima negra sin fondo. Y he aquí que por fin la suerte, el azar, o el destino, les había brindado la oportunidad de encontrar el camino de la perfección máxima. —Si pudiéramos intercambiar nuestros conocimientos— había dicho el Supremo Rector—, tanto ellos como nosotros penetraríamos en el conocimiento de ocultos misterios. Por lo menos pódenos asegurar ya que existe otro mundo además del nuestro, donde las fuerzas naturales han podido ser sometidas. Ellos, como lo demuestra ese piloto agonizante que encontramos en la nave, ignoran los misterios del espíritu y de la vida. Por eso se encuentra en trance de morir. Pero nosotros hemos de salvarle. Sólo es preciso que logremos encontrar su alma, que no ha podido manifestarse. Entonces estaremos en condiciones de liberarle a él, y a todo su pueblo, de los sufrimientos físicos que conducen a la muerte. Y a nosotros nos ofrecerán los caminos de esos nuevos mundos que solamente podemos presentir, y en cuya existencia casi no nos atrevíamos a pensar. Pero aquel ser de otro mundo sucumbió sin poderles revelar sus
secretos. Fue algo inesperado, porque la muerte había dejado de tener, para los habitantes de Venus, un sentido de fin. Y con aquella muerte también sucumbieron sus esperanzas. —Es imposible que no tuviera alma —dijo el Supremo Rector, desconcertado—. Lo que ocurre es que no hemos conseguido penetrar en ella. Era sólo una cuestión de tiempo, pero su cuerpo estaba demasiado herido para resistir. ¡Pobre raza! ¿Cómo podríamos hacer para salvarles del sufrimiento? Los más profundos sabios del país seguían investigando aquel objeto venido de más allá de las nubes, sin poder comprender cuál era su secreto, ni la fuerza que lo hacía moverse. Para ellos, hasta una sencilla rueda habría carecido de explicación. Pertenecían a una especie que había evolucionado íntegramente en sentido espiritual, aunque esta condición les permitía, por lo menos, imaginar que una evolución en sentido opuesto también era posible. Si ambas civilizaciones podían encontrarse, si entre ellas se lograba establecer un intercambio de conocimientos, de puntos de vista, podrían esperar encontrar el equilibrio perfecto que pudiera conducirles a la máxima sabiduría. Mientras unos eran capaces de alcanzar otros mundos, los otros podían imponerse a los males físicos. Ellos, los habitantes de Venus, habían logrado vencer a la enfermedad, habían superado el dolor, tal vez porque ellos lo habían experimentado muy crudamente en sus carnes antes de descubrir que eran poseedores de una vida superior inmaterial. Su misticismo les había encerrado totalmente en su propio interior, impidiéndoles proyectarse hacia el mundo que les rodeaba. Eran, como la raza de aquel desgraciado piloto de otro mundo, seres incompletos, en realidad monstruosos, como si hubieran desarrollado hasta el máximo su brazo derecho a expensas de la total atrofia del izquierdo. Por primera vez en su historia, aquel objeto venido de otro mundo, pilotado por un extraño ser vivo, les hacía comprender la verdad: que su perfección era incompleta. La esperanza de encontrar una salvación mutua había desaparecido al morir aquel cuerpo, en cuyo espíritu no habían podido entrar. Pero no estaba todo perdido. Mutt había acariciado durante mucho tiempo su idea, hasta que adquirió la suficiente consistencia para exponerla al Supremo Rector. Además, era preciso actuar antes de que el cadáver del piloto comenzara a adquirir una rigidez que le hiciera totalmente inútil. —Tenemos en nuestras manos una última oportunidad, que seguramente no se nos presentará nunca más —empezó Mutt—. Durante
algún tiempo he estado madurando mi idea, y creo que es realizable. —Habla, Mutt —le apremió el Rector. El tiempo no solía tener el menor significado para los venusinos, pero en aquel caso se había convertido en un factor de la mayor importancia. Mutt contemplaba las nubes eternas e impenetrables de aquel cielo que tantos secretos ocultaba, y a los que por fin podían pensar en asomarse. —No hemos podido penetrar en el alma de ese gigante extraño, pero nada nos impide volverle a la vida, adoptando su cuerpo uno de nosotros. Creo que podríamos lograrlo. Yo me ofrezco voluntario, Supremo Rector. Lo he pensado bien. De este modo tal vez pudiera comprender el manejo de esa máquina, y dirigirla a su punto de origen. Entonces yo, con un cuerpo como el de ellos, podría pasar inadvertido en su mundo, estudiarlos y asimilar su cultura. Sería un proceso largo, pero nuestro objetivo quizás no podrá llevarse a cabo con la rapidez que desearíamos para ellos, puesto que para nosotros el transcurso del tiempo no importa. El plan a seguir debería hacerse después cuando comprendiéramos mejor el espíritu que anima a esos extraños seres. Pronto sin embargo, creo que podríamos hacerles comprender nuestro mensaje. Y si fracaso... sólo puede ocurrir que regrese de nuevo, o que tenga que permanecer para siempre en aquel desgraciado mundo. Es un riesgo que hemos de correr. —De acuerdo —aceptó el Supremo Rector después de reflexionar—. Sólo deseo que esto último no ocurra. En cualquier caso, tu sacrificio jamás será olvidado. ¿Estás dispuesto a someterte a la experiencia? —Ahora mismo. No fue tan fácil como habían imaginado. Una fuerza casi impenetrable se oponía tenazmente a que el espíritu de Mutt penetrara en el cuerpo de un ser tan extraño. —Algo muy poderoso separa los mundos aunque se encuentren —pensó Mutt después de varios intentos—. Pero una vez me propuse ser árbol y lo conseguí. Quizás sea la muerte la que me cierra el paso... Nosotros la hemos vencido. ¿Por qué no ahora? Volvió a concentrarse en la soledad de su celda, en la que se había encerrado junto con el cadáver. Podía trasladarse a todas partes, incluso salir al exterior si se le antojaba, pero aquel cadáver parecía rodeado de un muro imposible de derribar. Por fin lo consiguió. La memoria ancestral del dolor regresó desde una distancia de millones de generaciones de olvido para hacerse presente con toda su crueldad. Mutt se creyó incapaz de resistirlo, pero logró dominarse,
para lo cual tuvo que realizar un esfuerzo aún mayor. Y el cuerpo del piloto espacial volvió a la vida. Mutt, a través de sus ojos, descubrió un lugar nuevo. Era la misma celda, sólo que se presentaba con distintas dimensiones y con colores nuevos. Incluso algunas sensaciones, como la del olfato, le desagradaron vivamente. En cuanto a los recuerdos, en contra de lo que había supuesto, no existían. Aquel nuevo cerebro estaba en blanco para él. Sin duda había sufrido una conmoción demasiado fuerte, y no sabía cómo regenerarlo. Mutt seguía siendo única y exclusivamente Mutt, aunque podía ver su propio cuerpo exánime en un rincón. Se preguntó si alguna vez volvería a poseerlo. En aquel momento le era sencillísimo volver a recuperarlo, pero sólo debería hacerlo a su regreso. No quería, por otra parte, correr el riesgo de fracasar en un nuevo intento, después de que aquel éxito le había costado tanto esfuerzo. Sus ondas mentales encontraban una gran dificultad para proyectarse al exterior. Casi no podía recibir tampoco los mensajes de sus hermanos. Por lo menos la mitad de él pertenecía ya a otro mundo. Los miembros le obedecían fácilmente, pero se sentía torpe. Aquellas manos de sólo cinco dedos no parecían apropiadas para hacer cosas tan complicadas como una nave interplanetaria. Claro que su torpeza estaría compensada con creces con la eficacia del cerebro, que por otra parte continuaba ocultando toda clase de recuerdos. Consiguió emitir una orden y la puerta de la celda se abrió. Sus hermanos le contemplaron entre temerosos y sorprendidos. Allí estaba el Supremo Rector, con el que mentalmente pudo comunicarse, aunque todo intento de emisión mental le costaba un tremendo esfuerzo. —Temíamos que no lo conseguirías —dijo el Rector. —He conocido de nuevo el dolor —repuso Mutt—. Creo que he logrado regenerar los órganos destrozados de este cuerpo, pero el cerebro no admite regeneración. La facultad de la memoria está dañada. También me resulta casi imposible mantenerme en pie. —Lo conseguirás. No olvides que de momento debes pasar inadvertido para los habitantes de ese mundo desconocido al que deberás viajar. —Desconozco su forma de comunicarse. Ignoro si es telepática, sonora o visual. —Lo sabrás cuando estés allí. Y puesto que son tan imperfectos, es posible que tu desconocimiento de su lenguaje pueda pasar como un
fenómeno de amnesia, lo que después de todo parece ser cierto. Después aprenderás. —¡Pobres seres! ¡Cuántos males padecen! —Nosotros les libraremos de ellos. ¡Suerte, Mutt! Mutt consiguió a duras penas introducirse en la nave. Después de un rápido examen se convenció de que no podría encontrar sus señales. Aquello seguía siendo totalmente extraño para él. Se movió incómodo en aquella cámara que apenas tenía las dimensiones justas para su cuerpo. Se acomodó lo mejor que pudo e intentó, con sus poderosas ondas mentales, realizar el fenómeno de telequinesis que había de poner en movimiento la nave. No lo consiguió hasta que las fuerzas de las ondas del exterior actuaron al unísono con las suyas sobre la máquina. Ésta se elevó despacio, y de nuevo volvió a caer. No, allí debía haber algún secreto oculto, una fuerza mucho más poderosa que todas las fuerzas mentales juntas de todos los habitantes del planeta. Nunca conseguiría elevarse por encima de las nubes si no lograba descubrir aquel secreto. —Es demasiado pesado. No lo conseguiremos. Tal vez fue la casualidad que quiso que las nubes se desgarraran unos segundos y los rayos del Sol bañaran las células fotoeléctricas de la nave. Era aquel un fenómeno que ocurría muy raramente, y que por unos momentos permitía a la Gran Luminaria inundar de luz cegadora una reducida zona de la superficie del planeta. Mutt no pudo darse cuenta de esto, ya que le era imposible contemplar el exterior, pero de pronto se encendió ante él una luz que parpadeaba a intervalos, y un extraño silbido llegó a sus nuevos oídos. Entonces la nave salió proyectada al espacio, penetró en las nubes y se sumergió en la inmensidad del Cosmos. En la estación de seguimiento de Cabo Kennedy los observadores lanzaron un grito de triunfo. —¡Ha despegado del planeta! —exclamó el encargado de los mandos a distancia. —¡No es posible! —dijo el profesor Livingstone. —¡Pues se oyen claramente sus posibles averías, aunque las tuviera, de nuevo se dirige a la Tierra! —¿Cómo lo habrá logrado? Sus baterías estaban agotadas, y las células solares no recibían luz. —Eso demuestra que sabemos mucho menos de Venus de lo que
suponíamos. —Es verdad. Sin embargo, varias horas después comprobaron que no era posible establecer una comunicación regular con la nave, lo cual impedía dirigirla en su trayectoria. —Debe haber sufrido serias averías. —Se dirige a la Tierra —informó la voz del observador de radar—. Pero es imposible saber en qué punto caerá. —Va a estrellarse —murmuró el profesor Livingstone sombrío— ¿Hay señales de Philip? —Al parecer, respira con dificultad, pero sobrevive. El profesor pensó que de poco le serviría respirar al astronauta, puesto que le era imposible dirigir la nave, única forma de evitar que se estrellara. —No me explico cómo ha podido despegar de Venus —murmuró para sí—. De todas formas esta vez se matará. Sólo puede salvarle la suerte. A Mutt le habría gustado asomarse al exterior, pero algo le decía que era peligroso salir de su encierro. Por lo tanto, se mantuvo inmóvil, hasta que por fin comprendió que se acercaba al término de su viaje. Empezó a sentir sobre su nuevo e incómodo cuerpo un peso extraordinario. Los miembros se le agarrotaron. Apenas podía moverse. Hasta aquel momento había sentido frío, pero de pronto la temperatura se hizo insoportable. Y súbitamente todo se vino abajo a su alrededor. Milagrosamente, aunque sabiendo que se había roto algún hueso, salió arrastrándose de la destrozada nave. Una emoción extraña le embargó al contemplar el nuevo mundo al que había llegado. El cielo era negro, salpicado de millares de lucecitas, en un conjunto de destellos y profundas tinieblas de una belleza inimaginable. A su alrededor reinaba un silencio apacible. Se movió penosamente entre lo que le parecieron unos matorrales. —Bien, espero que alguien me encuentre pronto —pensó—. Debo encontrarme bastante mal. El dolor vuelve a invadirme. He de luchar contra él... Avanzó penosamente, aunque ignoraba si sería mejor mantenerse quieto, esperando que le encontraran. Después de todo estaba seguro de que la nave había sido dirigida a distancia. Alguien debía saber que se encontraba allí.
De pronto oyó un ruido acompasado, y una luz surgió en forma de rectángulo, y poco después apareció una extraña silueta. Mutt esperó con ansiedad y con una alborotada alegría que hizo saltar su corazón... El granjero regresó malhumorado al dormitorio. Su esposa, a la que también había despertado aquel ruido, estaba sentada sobre la cama. —¿Qué ha sido eso? —preguntó. —Una rata en el patio —respondió el hombre, metiéndose de nuevo en la cama y apagando la luz—. Debió caerle algo encima, estaba ya medio muerta. Sólo tuve que acabar de aplastarla. Puedes dormirte tranquila. Poco después ambos dormían profundamente. Mientras, por occidente, anticipándose al Sol, Venus asomaba resplandeciente sobre el horizonte...
Hacía más de una hora que andaba cuando aquel hombre llegó a la callejuela. Vaciló, pareció buscar alguna cosa, después echó repentinamente a correr. A su espalda no habla ninguna persona; nadie, ni siquiera una sombra. Y mucho menos ningún ruido sospechoso. Sin embargo, el hombre no corrió mucho trecho. Se detuvo de pronto bruscamente, como abatido por un golpe en la espalda, y cayó hacia adelante con los brazos extendidos. Cuando se le recogió estaba muerto. Fue fácil determinar que una bala de grueso calibre le había partido la columna vertebral. La cuestión de la bala, sin embargo, fue menos sencilla de resolver: nadie la halló, pese a ser buscada por todos lados. Además, no se produjo ningún disparo, y los habitantes de la callejuela se mostraron unánimes al afirmar aquel hecho. Porque el disparo, efectivamente, no resonó en aquella misma callejuela sino una hora más tarde. Y esta vez todos sus habitantes lo oyeron sobresaltados, estupefactos. No se pudo detener jamás al desconocido que efectuó el disparo. Se observó, sin embargo, que iba corriendo, como si persiguiera al vacío ante él, cuando de pronto se detuvo y disparó súbitamente, a diez metros del lugar donde se había hallado el cuerpo del hombre. Y la bala que se halló era exactamente la misma que lo matara. Se investigó largamente el hecho, pero no se pudo llegar a comprender jamás. Porque
la
causa,
ciertamente,
se
había
presentado
después
de
la
consecuencia. Y pese a lo inexplicable del hecho, fue preciso reconocer que sí había sucedido, y admitirlo a pesar de todo...
JACQUES STENBERG
Un biólogo otrora famoso, la llama de una vela en una cabaña, una polilla en la llama... y el futuro de un hombre pendiente del siguiente paso.
LAS POLILLAS Robert Rohrer Ilustrado por ENRICH Antes de convertirse en un alcohólico —y eso fue hace muchos años, muchos más de los que ahora podía recordar, aun en sus breves intervalos de lucidez—, Gene Temple había sido un biólogo prometedor. Hasta en su presente estado había ocasiones en que, haciendo una pausa en su errante vagabundear, descubría con un sobresalto de recuerdo cómo algún insecto revoloteante, cómo un lagarto al abalanzarse o cómo un halcón planeando en las alturas, traían a sus labios sus nombres en latín, nombres que sabía eran certeros, aunque por años los hubiera olvidado. El principio había sido un breve episodio, profesionalmente inexcusable, que había arruinado su carrera. Había permitido que se escapase de su laboratorio una especie de escarabajo altamente nocivo para varios tipos de vitales plantas alimenticias. Especie cuya entrada en el país sujeta a las más rígidas condiciones de aislamiento, únicamente era autorizada para la realización de experiencias científicas. Únicamente las medidas desesperadas de otros entomólogos vigorosamente respaldadas
por fondos gubernamentales, habían impedido que el insecto dañara irreparablemente a todo un estado. Y todavía ahora, cerca de cuarenta años después, la huella del escarabajo obligaba a un control y exterminio constantes con insecticidas especiales. Sólo unos pocos de sus íntimos sabían lo que se había ocultado tras su negligencia: la muerte de su joven esposa, tan amada por él, víctima de una dolorosa enfermedad, y la inmensa distracción que siguió a este hecho. Casi loco de dolor, Temple no había sabido siquiera, hasta meses después, que había dejado abierta la jaula de alambre, dando oportunidad a escaparse, utilizando sus fuertes alas, a una docena de hembras preñadas. No había presentado excusas, simplemente había dimitido. Después, a pesar de que muy pocas oportunidades de trabajo se le presentasen ya, rehusó las disponibles y desapareció. Al principio sólo se sentía miserable y culpable, pero al correr de los años una nueva emoción ahogó las otras: el resentimiento. Resentimiento con sus colegas por no haberlo defendido más vigorosamente, resentimiento con la prensa por tratarlo como un criminal, y finalmente un resentimiento vago hacia el mundo en su totalidad que, se convenció a sí mismo, había abusado de él tal como había abusado de tantos y tantos hombres de talento. El que estas acusaciones fueran en su totalidad exageradas, por no decir bastante infundadas, era un hecho que su cerebro embriagado, envenenado por tanto alcohol, no alcanzaba a comprender. Echado en el sucio camastro de una cabaña abandonada hacía mucho tiempo por su primitivo dueño, Temple acostumbraba a soñar despierto sobre el pasado, viéndose a sí mismo como un joven científico brillante injustamente aplastado por el destino —con la pérdida de Julie, su mujer— y después despiadadamente maltratado por el público. Tenía visiones de los descubrimientos que podría haber realizado, y sin los cuales debía pasar ahora el mundo. Una cura para el cáncer, basada en su noción —¿cuánto tiempo hacía de esto?— sobre las cecidomias y las agallas que producen en las plantas... sí, la gente lo iba a echar a faltar, ¡naturalmente! O aquellas ortigas, con sus gruesas raíces ferozmente vitales. Si alguien pudiese injertar frutales y plantas más valiosas a tan resistentes vegetales, ninguna clase de insectos u hongos podría atacar las cosechas; ¡ni siquiera se podía matar una de esas malditas ortigas con un lanzallamas! Claro que no era fácil; los manzanos y las malas hierbas no se injertaban ni por asomo; pero con las nuevas técnicas radioactivas —para destruir las
reacciones de rejección— un joven ingenioso podía lograr milagros. Joven, pensó amargamente Temple; estoy a punto de cumplir los setenta, o tal vez sean sesenta, bueno, de cualquier manera, me siento como si tuviera noventa. Dio la vuelta sobre la manchada colcha, gimiendo, y se tocó cautelosamente el abdomen. A través del hundido tejido podía notar una gran masa, gruesa y esponjosa. Sabía que era tan sólo el abuelito, sus hijos y nietos se repartían por todo su cuerpo. Cuestión de meses, tal vez de semanas. Bueno, cuanto antes mejor. La autopista se acercaba y esta miserable parcela de hierbajos —cincuenta acres de tierra sin valor— sería pronto engullida, dejándolo tan sin hogar como un roedor expulsado de su madriguera por un arado. Y no tenía otro lugar donde ir. Aquí los veinte dólares mensuales de la pequeña herencia de Julie lo mantenían vivo hasta cierto punto, y aun abastecido de bebida, claro que siempre que comiese pan duro, habas rancias y no desdeñase las sobras en la ciudad. Sí, mejor terminar aquí que en cualquier Casa de la Caridad, yaciendo sobre su propia suciedad con aburridos, desabridos y malpagados cuidadores estatales esperando a que muriese. Oscurecía. Ordinariamente no le importaba, porque soñar era más fácil en ausencia de la luz. El rostro fantasmal de Julie se aclaraba a medida que la penumbra se deslizaba hacia el interior de la cabaña; y podía ver de nuevo el brillante equipo de laboratorio, y el bello microscopio de fase. Pero este atardecer la noche no era bien recibida; presagiaba la otra Noche que pronto caería sobre él, una Noche que creía eterna. Esto no importaba tampoco. Si hubiese sido tan cándido como para creer que Julie le esperaba más allá, habría sido demasiado estúpido para llegar a ser un científico; era mejor la honestidad intelectual que el aliento de mitos idiotas. Shakespeare explicaba claramente toda la historia; era más convincente la teología de «Macbeth» que la de Santo Tomás, Calvino, Basth, Lutero, toda aquella multitud de tontos. Un cuento contado por un Idiota, lleno de Ruido y de Furia, no significando Nada. La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Todo lo que uno tenía que hacer era darle una buena ojeada al mundo. Niños agonizando por todas partes, el mal floreciente, el bien acorralado, incapaz de hacer nada. Si yo estuviese diseñando el Universo, se dijo a sí mismo por enésima vez, haría que la salud fuese contagiosa y no la enfermedad. Diseño Perfecto... bazofia. ¿Tenía que ser comido un pobre gorgojo por larvas de mosquitos para hacer perfecta la obra de Dios? ¡Qué contrasentido!
Pero esto no solucionaba la creciente oscuridad. Había un cabo de vela por alguna parte. Se sentó, gruñendo, y lo buscó. Encontró el trozo pegado al fondo de una lata de atún, lo encendió y lo puso sobre una caja de embalaje. Le recordó el chiste de Mark Twain. Tener que encender una vela para buscar otra. Suspirando se dejó caer de nuevo en el camastro. De entre las sábanas extrajo una botella de vino, donde sólo quedaban algunas gotas. Las sorbió, lanzó una maldición, y tiró el recipiente vacío a un lado. Luego se recostó sobre un costado, consciente del bulto en su cuerpo, mirando a la llama. Fue entonces cuando llegó la polilla, pasando a través de la ventana desprovista de rejilla y cristal. Siguió su vuelo desabridamente al principio, luego con interés creciente. ¡Seguro que era una Melittia gloriosa cookei! Parpadeó incrédulamente. Esta bella y extremadamente rara subespecie de polilla sólo se había encontrado en aquel país, pero de esto hacía lo menos cincuenta años, se creía comúnmente extinta hacia 1918. Él mismo nunca había visto una con anterioridad, excepto en colecciones. Estaba tan interesado que ni siquiera le sorprendió la tenacidad de su memoria al recordar todo esto. La enorme polilla, con su abdomen negro y amarillo, alas anteriores marronáceas y posteriores de color naranja, constituía una llamativa visión mientras revoloteaba cerca de la llama de la vela. Temple bizqueó sus ojos legañosos, casi dispuesto a capturar al raro insecto. Entonces vio algo más, algo que no podía creer apenas. La llama chisporroteó, esto debería haber significado una polilla tullida, con alas quemadas, pero no se notaba ninguna señal de daño cuando el insecto reanudó su vuelo. Obviamente, se dijo a sí mismo Temple, no había tocado la llama. Pero un nuevo portento le esperaba. La polilla quedó suspendida en el aire, directamente sobre la extremidad amarillenta, parecía como si frotase su abdomen en el fuego. La llama parpadeó de nuevo y ahora el insecto se detuvo en su mismo centro. Luego se marchó volando, fuerte e intacto. Temple se levantó, tambaleándose. La polilla se posó en la caja de embalaje y, extendiendo rápidamente una mano con asombrosa destreza, el hombre la capturó. Hasta el mismo tacto de las alas le llenó de asombro. Acercándolo a la llama, Temple estudió el palpitante insecto. Después de todo no era una cookei; había ciertas diferencias, diminutas pero inequívocas para un experto. Era una mutación, sus mismas alas parecían laminillas de metal, no
era extraño que el fuego no las dañase. ¡Cielos, si era una hembra cargada de huevos! Cubrió con un mugriento vaso a la polilla y precipitadamente improvisó una jaula con una caja de cartón y un pedazo de tela metálica; bueno, como jaula era una porquería, pero cumpliría con su cometido. Temple olvidó que era viejo y estaba enfermo y miró con satisfacción malsana a su prisionera, hasta que se consumió la vela. Si había otra, ahora no la podía encontrar, así que volvió al lecho con su cerebro funcionando a un ritmo frenético. Un mutante, pero no sólo eso; un mutante francamente improbable y desconocido. Consideran do lo rara que era la especie originaria, era probable —casi seguro— que este insecto fuese único que no existiera otro en todo el mundo. Pero llevaba huevos. Tenía que ver si transmitía sus características genéticas. ¿La nueva generación sería capaz de colocarse sobre las llamas de las velas? Además, ¿por qué lo hacía ésta? ¿Qué misión tenía esto en la lucha por sobrevivir de esta polilla, si es que tenía alguna? Tumbado allí, en la oscuridad estival, de repente se envaró ¡Energía! ¿Qué otra cosa podía ser? Tenía que ser esto. La polilla tomaba energía directamente de la llama. No, era demasiado absurdo, demasiado tonto, demasiado anticientífico. Y, de todas maneras... De todas maneras, se dijo firmemente a sí mismo, pruébalo y luego habla. Al día siguiente la polilla puso sus huevos, y murió. Temple los vigiló cual si fuese una clueca cobijando a sus polluelos. Cuando eclosionaron, les ofreció raíces de zumaque, uno de los alimentos básicos de la especie de la que provenían. Las larvas las ignoraron por completo, nada apetecían, y sin embargo iban creciendo. Retorciéndose sin cesar al sol, sus cuerpos se desarrollaron y finalmente tejieron sus capullos. Tras un período de metamorfosis, señaladamente corto, emergieron de éstos. Temple vio con alegría que la mayor parte mantenían la herencia, llevando las mismas características de su madre, la media luna negra en las alas traseras. Se agarraban débilmente a los tallos que había él colocado para su producción de seda. Se agarraban hasta que les dio el sol; entonces se inclinaron hacia él, con las alas extendidas a modo de capas. Y todavía rehusaban cualquier alimento; azúcar, miel, jarabe. Las cosas que tentaban a todas las polillas eran absolutamente indiferentes para éstas. Diariamente se inclinaban hacia el sol y, si hubieran estado en libertad, hubieran volado muchos kilómetros. ¡Polillas buscando al sol!, era algo excitante para un entomólogo, aunque fuera para uno moribundo. Temple tuvo una visión final. Esas polillas, las únicas en el mundo, eran
convertidores de energía, extrayendo su vitalidad del fuego: del fuego solar, del de una vela, y sin duda de cualquier otro. En sus cuerpecillos estaba la respuesta a las necesidades energéticas de la Tierra. La fisión nuclear había resultado un fracaso. Los carburantes orgánicos ya casi habían desaparecido. El mundo estaba superpoblado y hambriento. Él, Temple, podía ser el salvador del mundo, ésta era la realidad. Todo lo que tenía que hacer era dar a manifestar a esas polillas. Tal vez los científicos fueran escépticos, pero no podían desdeñar ninguna posibilidad, no en estos días. En los modernos laboratorios, con cuarenta años de adelanto sobre el que había sido suyo, podrían obtener de los insectos el más preciado secreto del siglo, en realidad de todas las épocas: el aprovechamiento directo, por conversión, de la energía solar. Seguro, podía salvar al mundo. Pero ¿qué era lo que le mandaba hacerlo? Las polillas revoloteaban incesantemente en su prisión. Estaban ansiosas de ser libres, de poder usar su bullente energía, de propagar su especie. La Naturaleza no volvería a producir otras como ellas. Fuese cual fuese la fantástica combinación de genes, de ADN, que les había dado el ser, no iba a producirse otra vez de inmediato y menos partiendo de una subespecie tan rara. Se tardaría millones de años en ello, en el mejor de los casos, y la Tierra no disponía de ese tiempo, no, al menos, la Tierra del Hombre. Temple sintióse viejo y enfermo, la masa en su estómago le empujaba hacia el suelo. ¿Qué le importaba a él la población mundial, la ciencia o las polillas? ¡Que muriesen de hambre todos los estúpidos y hacinados billones! Puso la jaula sobre las astilladas tablas del suelo, y la aplastó pesadamente con su pie derecho. Hubo un relámpago de brillante luz y notó calor aun a través de la gruesa suela. Luego oyó un sonido como el de un gran fusible al saltar. Levantó el zapato. Una pulpa verdosa. No más belleza, no más potencia anhelante. Simplemente un cieno de color verde. Se arrastró hacia la cama, cayó de bruces en ella y chapuceó ciegamente en el enredo de sábanas. Encontró una botella llena en una tercera parte y la miró parpadeante, con alegre asombro... Al anochecer, tras mucho buscar y refunfuñar, encontró un palmo de gruesa vela, la colocó en el borde de la caja de embalaje, y se dejó caer de nuevo al camastro para poder contemplarla. Pero sabía que ya no vendrían más polillas. Poco después, murió. La vela terminó por consumirse, pero una débil llamita se alzó en un ángulo de la caja de madera.
Aquella noche de verano, cuando la cabaña era una inmensa columna de fuego, dos polillas llegaron en distintas direcciones. Cada una de ellas tenía un par de medias lunas negras. Ambas quedaron suspendidas en el aire, en éxtasis, agotadas en la corriente de aire ascendente, brillando cual joyas. Entonces se aparearon. Título original: THE MOTHS Traducción de LUIS VIGIL
Aquí el mayor Wayne Cravney Hoffstedder Tercero, desde la superficie lunar. Mi compañero, de cuyo nombre no me acuerdo, y yo, hemos logrado llegar hasta aquí...
Existen en el mundo una serie de hechos que son considerados como malditos. Existen negados por todas las ciencias... pero existen. Sus nombres son muy varios. Se les conoce por platillos volantes, civilizaciones desaparecidas, percepción extra-sensorial, ritos ocultos, magia, leyendas incluso... Se les conoce por muchos nombres, pero no se les conoce tampoco. Juntos, forman un importante dossier. Es el dossier de los hechos malditos, de las verdades vetadas por la ciencia. Un dossier que, si fuera ofrecido sistemáticamente y en forma objetiva a la luz pública, cambiaría tal vez muchas verdades que hoy se dan por irrebatibles. Este es el espíritu que ha animado la creación, dentro de ANTICIPACIÓN, de este DOSSIER. Su propósito es ofrecer, número a número, una visión clara, sistemática y objetiva de todos estos hechos malditos, examinados a la luz de la razón y la ciencia, de sus verdades y de todas sus mentiras. Número a número, con la colaboración de un numeroso equipo de especialistas, DOSSIER reunirá el material, lo seleccionará, lo compondrá, y lo ofrecerá al público. Número a número, sistemáticamente, científicamente, los hechos más sorprendentes de nuestro mundo actual serán expuestos, analizados, juzgados y sentenciados. Así se abre hoy la primera carpeta de...
DOSSIER
DOSSIER
INFORME SOBRE LOS ONIS
1.- Primera de la serie de cinco fotografías que el reporter gráfico Ed Keffer tomó en Barra-da-Tijuca (Río de Janeiro) el 1 de mayo de 1952 (detalle del aparata, muy ampliado; nótese el fuerte grano de la emulsión}. La USAF americana pagó por los cinco negativos la exorbitante suma de 20.000 dólares, más de un millón de pesetas.
1.- Análisis de un problema: No es probable que exista actualmente en el mundo un tema que levante tantas controversias, polémicas y discusiones como el de los mal llamados platillos volantes. El público los toma a broma, los periódicos los ridiculizan, los gobiernos intentan ignorarlos, algunos los defienden contra viento y marea, otros los niegan categóricamente —incluso por sistema—, unos terceros aprovechan la ocasión para hallarle al asunto ribetes místicos, teosofistas, ocultistas... Ante tal caos de informaciones contradictorias, el que desea tener conocimiento exacto del problema se mueve en un mar de dudas, sin saber a qué fuente acudir. Según unos, no son más que el producto de alucinaciones; otros afirman que se trata de armas secretas de «alguna potencia enemiga»; los más niegan rotundamente su existencia, sin dar ninguna otra explicación.
Y ante esta inseguridad general es preciso hacerse, en buena ley, una pregunta definitiva: ¿qué son, en realidad, los platillos volantes? Pero la respuesta es mucho más compleja de lo que parece a primera vista.
¿ONIS o platillos volantes? La primera dificultad con que se enfrenta el que pretenda estudiar de una manera seria y científica el problema es la de su propio nombre: platillos volantes. Este desafortunado nombre nació a la luz pública el 24 de junio de 1947, cuando el piloto civil norteamericano Kenneth Arnold realizó su clásica y sensacional observación de nueve ONIS sobre los montes Rainier. Al relatar lo ocurrido, describió los objetos como unos discos planos, como moldes de pastel, y tan brillantes que reflejaban la luz del sol como un espejo. Parecían platos vueltos al revés. La frase fue recogida por un periodista, que la utilizó para bautizar con ella a los extraños objetos observados, y así recorrió todo el mundo, haciéndose célebre en poco tiempo. Tanto es así, que la palabra original inglesa, flying saucers, ha sido traducida literalmente en casi todos los idiomas: soucoupes volantes en francés, dischi volanti en italiano, pires voadores en portugués, letaiusche tarélki en ruso, platillos volantes en español1 (*). Y ciertamente —y así ha sido reconocido mundialmente— el nombre no puede ser más desafortunado para un problema tan serio como éste. Sólo su mención induce ya al comentario gracioso, al chiste fácil, al juego de palabras. Ha sido el principal talón de Aquiles por el que los detractores a priori del asunto lo han atacado, ridiculizándolo hasta tal punto que actualmente sólo oír este nombre predispone ya a un importante sector del público —que generalmente debería ser un poco más inteligente de lo que demuestra— a considerar el tema como cosa de locos. Es por el conjunto de todas estas circunstancias que, junto con la denominación de flying saucers, ha nacido otra, mucho más descriptiva y mucho más ajustada al fenómeno que debe situar: Unidentified Flying Objects (UFOS, en abreviatura), que también ha sido adoptada por casi todos los idiomas: Mystèrieux Objects Celestes (MOC) en Francia, Objetos No Identificados (ONIS) en España, Objetos Volantes No Identificados (OVNIS) en algunos países de Hispanoamérica. 1
Citado por Antonio Ribera en su magnífico libro "El gran enigma de los platillos volantes" (Editorial Pomaire, Barcelona, 1966). Es de hacer notar que en algunos países sudamericanos se les ha dado el nombre de platos voladores, menos desafortunado que el que conocemos en España. Sin embargo, como contrapartida, en estos mismos países los mismos OVNIS son designados, en lenguaje corriente, con el absurdo y horripilante nombre de platívolos.
Así, han aparecido dos formas distintas de hablar de un mismo problema: hablar de ONIS o hablar de platillos volantes. Hablan de platillos volantes los periódicos, los libros sensacionalistas, los que intentan atraer de cualquier modo la atención del público; los detractores, con el afán de ridiculizar el tema; los exaltados, que intentan hallar en él conexiones que está muy lejos de tener. En cambio, las siglas ONIS —mucho más frías, más escuetas, pero también mucho más apropiadas— son usadas únicamente por quienes intentan dar al problema su medida justa y actual, por los investigadores; por las Fuerzas Aéreas de los distintos países, por los que intentan, por encima de todo sensacionalismo, estudiar el asunto racional y científicamente, y hallar en su misterio inextricable un atisbo de realidad. Ante estas dos posturas opuestas, la segunda es, por encima de todo lo demás, nuestro objetivo.
¿Qué son los ONIS? Y una vez bien sentado este extremo, la pregunta surge de nuevo ante nosotros. ¿Cómo definir algo que no es más que un misterio inextricable, cuya solución no tendremos quizás hasta que uno de ellos entre en contacto directo con nosotros y podamos examinarlo, o hasta cuando sus tripulantes —ellos, sean quienes sean, procedan de donde procedan— decidan iniciar una comunicación. Porque, lo único que podemos afirmar sin lugar a dudas en este asunto es que los ONIS son aparatos tripulados, al parecer procedentes del espacio exterior. Esta es la conclusión a la que han llegado la totalidad de quienes han estudiado el problema de una manera completa, e incluso la de grandes personalidades como Von Braun («Nos encontramos frente a poderes mucho más fuertes de lo que hasta ahora habíamos supuesto, y cuya base nos es desconocida»), Jean Cocteau («Sólo los imbéciles vocingleros son capaces de creer en globos sonda, fantasmas y alucinaciones cada vez que el Universo se expresa al margen de sus programas de creencias y prejuicios»), C. G. Jung («Los ONIS no constituyen un mero rumor; una explicación psicológica tampoco sirve en estos casos, ya que los citados objetos han sido observados por numerosas personas a la vez. Todo indica que están dirigidos por pilotos de naturaleza humana y construidos por seres inteligentes superiores»), Hermann Oberth («Los ONIS son objetos reales y proceden del espacio interplanetario, pues ninguna potencia de la Tierra se halla en disposición de crear aparatos que reúnan sus extraordinarias
características»), y muchos otros cuya lista se haría interminable2. Las pruebas que podrían acumularse son concluyentes, y solamente un necio podría negar la evidencia. Ciertamente, el misterio continúa aún: desconocemos su naturaleza, su origen y sus ambiciones; no sabemos quiénes los tripulan, aunque sepamos que han de estar tripulados; ignoramos sus medios de propulsión, aunque existan teorías al respecto que pueden darse por ciertas totalmente, y sus características técnicas. Pero sabemos que existen, que no son alucinaciones ni fenómenos naturales. Sabemos que, dentro de la maraña de observaciones falsas e incluso engaños, hay un elevado porcentaje (que el ATIC, el servicio de inteligencia técnica de las fuerzas aéreas de los Estados Unidos, llegó a calcular en el año 1952 era de un 26'94 %3 que no tienen explicación posible, más que aceptando el que los ONIS son aparatos tripulados procedentes del espacio, puesto que no pudo probarse —a pesar de que el ATIC lo intentó por todos los medios— que fueran objetos o causas naturales, como son aviones o globos sonda, inversiones de la atmósfera, pájaros, etc. Sabemos que estas observaciones parecen atenerse a un plan predeterminado, señalado por las ortotenias (descubiertas por el investigador francés Aimé Michel), y una periodicidad asombrosamente correlativa a las oposiciones de Marte; sabemos también que en multitud de casos se han hallado huellas, se han hecho fotografías, se han filmado películas, se ha registrado su presencia en las pantallas de radar. Las pruebas se ofrecen concluyentes a los ojos del investigador atento. Si se parece a un pato, grazna como un pato, camina como un pato y nada como un pato, ¿qué otra cosa puede ser sino un pato?
Y sin embargo... Y sin embargo, la gente demuestra no sólo desconocer, que en cierto modo sería disculpable, sino ignorar por completo el problema. «Para la inmensa mayoría del público —dice Aimé Michel, en uno de sus más interesantes artículos4— el problema de los ONIS se presenta actualmente de la manera más simple del mundo: los platillos volantes son una farsa, los que los han visto son farsantes o iluminados, y el problema en sí mismo no existe». Esta es, desgraciadamente, la más pura realidad. Los ONIS pertenecen al reino de los Hechos Malditos de la ciencia, y quien comulgue con ellos es excluido del círculo de las personas sensatas. Hablar de ONIS es cometer una idiotez, defender su existencia, es una locura. Nadie puede 2 Aunque posteriormente, y de manera harto tendenciosa, demostrará estadísticamente que en la década que va de 1955 a 1965 este porcentaje había descendido a un promedio de un 1'5 a un 4 por 100. 3 Aparecido en el número 10 de la revista "Planète", correspondiente a mayo-junio de 1963. 4 Citado por Antonio Ribera.
exponerse a hablar del asunto, a menos que no le importe verse ridiculizado por las personas que por su cargo o su condición deberían mostrar mayor interés. Por eso no se puede por menos que admirar a personas como el mayor Donald E. Keyhoe o el capitán Edward J. Ruppelt en los Estados Unidos, Aimé Michel o Jacques Vallée en Francia, Antonio Ribera o Eduardo Buelta en España, a quienes no les han importado las críticas, duras muchas veces, injustificadas siempre, para seguir con sus investigaciones y lograr, gracias a ellas, una mayor comprensión y alcance del problema. ¿Cuáles son las causas de esta actitud del público, que ignora la realidad del problema y critica a quienes intentan ofrecérsela? Se podrían encontrar muchas causas, pero fundamentalmente pueden agruparse en tres, todas de indudable importancia y responsabilidad: la existencia de una prensa tendenciosa, la proliferación de los «místicos» y exaltados, y la inhibición de los gobiernos a ofrecer una explicación clara y definitiva del fenómeno, junto con la actitud pasiva o francamente hostil de los científicos profesionales (que muchas veces es miedo a comprometer sus empleos y gajes con declaraciones «platillistas»).
La prensa tendenciosa. El fundamento de toda la prensa, su misma razón de existir casi, es la necesidad de una información exacta, libre e imparcial. Desgraciadamente, no existe ninguna muestra en todo el mundo de este tipo de prensa: toda la prensa mundial está influida por tendencias más o menos fuertes, que tanto pueden ser políticas como económicas, sociales, de partido o de clase. Toda la información que llega a un periódico sufre una transformación, sutil a veces, manifiesta otras, antes de llegar al público. Las causas, motivaciones y consecuencias generales de esta transformación son complejas, y no tienen cabida aquí más que en un sentido: el de que también toda la información relativa a los ONIS sufre esta transformación antes de ver la luz, transformación que, la mayoría de las veces, la desvirtúa completamente. La mayoría de los periodistas —por no decir todos ellos— muestran desde lejos una profunda aversión a todo lo que respecta a los ONIS. Ciertamente, no se les puede culpar enteramente de su actitud, aunque sí en gran parte. Desde tiempo inmemorial el tema de los ONIS ha sido desvirtuado, atacado, ridiculizado desde todos lados. Tanto es así, que los periodistas actúan en este terreno con prevención. Decir ONI es decir platillo volante, y decir platillo volante es pisar suelo resbaladizo. El temor al ridículo es un gran miedo que tienen la mayor parte de todos los que se encuentran en comunicación directa con el público. Es por ello que, cuando alguien
informa de una observación de ONIS, el periodista adopte una postura recelosa: ¿engaño, alucinación, misticismo exasperado? La información, así, es cautelosa, vaga, poco digna de crédito... a menos que el periodista adopte la postura de tomar la cosa a broma y ridiculice el caso, como en una información aparecida hace algún tiempo en un periódico del norte de España, según la cual —según el periodista que la redactó, mejor dicho—, el ser extraterrestre que afirmaba haber visto el testigo, entre otras cosas, hablaba correctamente el español, aunque con «un ligero acento catalán»5 (*). La actitud puede ser en cierto modo disculpable, pero nunca justificable para quien tiene por misión informar verídicamente y con objetividad.
Por otra parte, la mayor parte de los periódicos y semanarios que se publican en el mundo demuestran demasiado frecuentemente un criterio muy poco honrado a la hora de elegir sus artículos, sacrificando muchas veces la veracidad en pro de un mayor sensacionalismo. De esta manera la reseña de una observación que por sus características puede ser importantísima se pierde en una información de agencia de apenas cinco líneas, mientras otra observación —frecuentemente tan sólo una seudoobservación— que no tiene ningún viso de verosimilitud, es comentada a dos o tres columnas, sólo porque es mucho más sensacionalista que la otra. 5
No señalamos con mayor precisión las características de este artículo periodístico para que nunca su autor pueda sentirse agraviado por nuestras palabras. Sin embargo, en este caso concretamente, la responsabilidad de los "sabrosos añadidos" era totalmente del periodista, puesto que nuestras investigaciones demostraron que la observación había sido un hecho cierto... aunque no había ocurrido todo como relataba el artículo precisamente.
Es entonces misión del investigador rebuscar entre la letra impresa, indagar incluso en las fuentes directas del lugar del suceso, para desentrañar la verdad de la noticia y llegar a una conclusión por encima de lo que ha llegado al público. Pero el público en general no tiene esta oportunidad, y así solamente puede guiarse por lo que lee directamente, que en general es precisamente lo que no debería leer. ¿Cómo puede exigírsele entonces un margen de confianza e interés hacía el asunto, si lo que lee relativo a él no le ofrece, por poco inteligente que sea, ninguna garantía de veracidad?
Los «místicos» y los exaltados. «No me es posible decir cuando empezaron mis primeras experiencias, ya que todo se ha producido gradualmente o sin saltos, pero ya en julio de 1961, previo anuncio indirecto en el campo, vi el primer platillo volante. Concretamente el domingo 9 de julio, sobre las 10 de la noche». Copiamos textualmente este párrafo6 como muestra de esta nueva «literatura de contacto con seres extraterrestres». Su autor es el autotitulado profesor Fernando Sesma, místico, astrólogo, fundador de la «Sociedad de Amigos de los Visitantes del Espacio», autor de centenares de horóscopos en diversas revistas, más de treinta artículos sobre platillos volantes (no sobre ONIS), y tres libros sobre el mismo tema, cuyos títulos son «La piedra de la sabiduría», «Yo, confidente de los hombres del espacio», «Yo y los hombres del espacio». El «profesor» Sesma afirma seriamente estar en contacto con seres procedentes de los planetas Auco y Niquivil (cuya lengua, la de los habitantes de este último, es nada menos que el vascuence), y para ampliar su afirmación da una serie de detalles que harían reír a un niño de ocho años. Y lo más interesante del caso no es que dicho profesor Sesma pretenda convencer con una serie de argumentaciones como éstas a un público ya de por sí reacio a ese tipo de informaciones, sino el hecho de que su autor cree firmemente en todo lo que dice, y llega incluso a irritarse si alguien (como la revista de donde hemos entresacado el fragmento que citamos) afirma no creer en sus palabras o no las toma suficientemente en serio.
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Revista "siglo 20", n.° 3, 15 de mayo de 1965.
2. — Estos aviones pueden ser confundidos con ONIS... para alguien que no esté experimentado en conocerlos y distinguirlos. En la primera línea, el A-11; en la segunda, el F4F «Phanton», el F-106 «Delta Dart» y el F105 «Thunderchief»; en la tercera, el F-104 «Starfighter» y el F-101 «Voodoo»; en la cuarta, el británico T-188, de gran velocidad, y el americano X-3 «Stiletto»; en la quinta, el británico VTOL de despegue vertical, el americano X-13, el francés «Coleopter VTOL», también de despegue vertical, y el XF-85
Official Speed Records: Aircraft
3.- Es interesante examinar los récords de velocidad de los principales aviones, y compararlos con los de los ONIS. En el gráfico, la línea unida por aspas señala los récords oficiales de velocidad en aviones, en todo el mundo; la línea unida por círculos blancos los mismos récords en cohetes. Los puntos negros señalan las velocidades de algunos ONIS detectados por el radar. (La columna vertical señala la velocidad en millas por hora; la horizontal los años de las observaciones y los récords.)
El «profesor» Sesma es solamente una muestra, a nivel hispánico, de la legión de personas que afirman, de una manera más o menos plausible, haber entrado en contacto con seres extraterrestres. Todos ellos vienen a decir lo mismo, aunque sus descripciones de estos seres y sus aparatos son tan dispares que si tuviéramos que aceptarlas todas, tendríamos que creer que nos visitan cientos de civilizaciones distintas. Todos ellos han escrito uno o varios libros sobre sus «importantes experiencias», han dado conferencias, han fundado clubs y asociaciones... y han ganado, si han podido, algún que otro dinero a costa de los bobos y los crédulos. El pontífice de todos ellos ha sido George Adamski, cuyo primer contacto con un «ser extraterrestre», el 20 de noviembre de 1952, es considerado ya como un clásico de este género de narraciones. Adamski describió a su ser como un venusiano rubio, hermoso, angelical casi, con el que estuvo hablando casi una hora mediante signos y telepáticamente. Después de este primer contacto hubo muchos otros, en los que fue llevado incluso de paseo hasta la Luna, donde pudo ver y describir cosas maravillosas7. Después de él, el número es legión, y los seres extraterrestres pasan a ser, de enanos vestidos de aluminio a soberbias astronautas con toda su cohorte de honor, pasando por todos los grados intermedios. Los artículos de visiones (que no hay que confundir con los artículos de observaciones) se suceden los unos a los otros, y los periódicos, ávidos de sensacionalismo, los acogen con los brazos abiertos. Los libros que relatan este tipo de historias tienen unos títulos característicos, que van desde el clásico: «Yo estuve en un platillo volante» hasta el cerebral: «Mis amigos los seres del espacio». ¡Y sus ediciones se agotan rápidamente! Existen, repartidas por todo el mundo, más de cien sociedades de «amigos de los platillos» y «amigos de los seres del espacio», tras las cuales se esconden místicos, teósofos, espiritistas, y, como siempre, los aprovechados que pretenden hacer negocio con los incautos. Se ha dicho que los ONIS procedían de la Luna, de Venus, de Marte, de Tau Ceti, de Epsilon Eridani, de varias docenas de estrellas más (sin olvidar el delicioso planeta Auco del profesor Sesma, al que se conoce también con el nombre de «La dignidad exaltada de nuestro cosmos»); ni de Clarion, planeta gemelo de la Tierra y oculto detrás del Sol, y que se ha dicho que procedían del Más Allá, que eran manifestaciones del
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Que se apresuró a divulgar a los cuatro vientos, y a trasladar a los tres libros que publicó "Flying Saucers Have Landed" (1953), "Inside the Space Ships" (1956) y "Farewell to the Flying Saucerr' (1964). No puede negársele sin embargo a Adamski un fondo de verdad; es indudable que vio algo. Aunque luego, aprovechara el tema para su propio provecho, las fotografías que obtuvo, como mínimo, no se ha podido probar que no fueran auténticas.
subconsciente humano, que estaban tripulados por nuestros muertos, que estaban tripulados por ángeles. Se les ha buscado conexiones directas con la Religión. Se ha dicho de ellos tantas barbaridades, que en cierto modo no resulta extraño que, a la vista y lectura de algunos de estos sabrosos y divertidos textos, cualquier persona un poco inteligente se ponga en guardia contra este tema que demuestra ser tan poco serio. Donde hay trigo crece siempre también la cizaña. Y un solo grano de esta cizaña hace más daño que bien cien espigas de trigo.
El silencio de los Gobiernos Y ante todo esto, quienes deberían ser los primeros en colocar el asunto en su justo lugar y dar una visión clara y definitiva de la magnitud del problema, quienes se encuentran en realidad en posesión de las pruebas más definitivas sobre el caso, guardan silencio. Se inhiben del problema, cuando no lo niegan abiertamente, y se encogen de hombros ante las demandas de los investigadores del problema y del público en general. En los Estados Unidos principalmente, país que, por su sistema político, parece el más adecuado para una apertura de fronteras ante la verdad, se utiliza el famoso «no coment» cuando no se niega abiertamente la existencia real del problema. Las fuerzas aéreas de los Estados Unidos mantienen, bajo la cláusula del «top secret», uno de los mayores y más completos archivos sobre el dossier de los ONIS, donde se acumulan fotografías, películas, informaciones, encuestas, recopilado durante varios años por el ATIC. Este archivo permanece ignorado para todo el mundo, y solamente muy de tarde en tarde algún investigador o algún especialista militar ha podido llegar hasta una ínfima parte de él. Parece machacona la periodicidad con que la USAF da comunicados a la prensa notificando que el 99 % de los casos de observaciones de ONIS son explicables naturalmente, pero sin hablar nunca de este 1 % restante. Resulta machacona también la regularidad con que algunas personalidades importantes que han señalado que, a su juicio, los ONIS sólo pueden ser aparatos artificiales gobernados por inteligencias extraterrestres, se retractan repentinamente, dando explicaciones poco convincentes y muchas veces incluso absurdas para intentar demostrar que se habían equivocado, y que realmente no existen ONIS y todo puede explicarse naturalmente, aunque sea recurriendo, como el doctor Donald H. Menzel8, a inversiones de temperatura en la atmósfera. Y sin embargo, en todos los países existen comisiones oficiales que
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En su nada convincente obra "Flying saucers".
investigan —aunque sea en secreto— el problema, pues es algo que no se puede ignorar, algo que puede afectar a la defensa de todos ellos. Incluso la escéptica Unión Soviética, que afirmaba desdeñosamente que los ONIS no eran más que alucinaciones del público o armas secretas imperialistas (sic.), se sintió alarmada cuando cayó bajo una indescriptible oleada de observaciones en el año 1956, hasta tal punto que, sin previo aviso, solicitó urgentemente de la organización civil francesa CIEO (Comissión Internationale d'Enquête OURANOS) una suscripción al boletín que la misma edita periódicamente, así como el envío de todos los datos que tuvieran en sus archivos. ¿Cuál puede ser la razón de esta postura de todos los organismos oficiales ante el problema? Por encima de todas las explicaciones más o menos fantasiosas que han querido dar algunos exaltados y otros demasiado entusiastas del asunto, existe una bien sencilla, que justifica este pertinaz silencio y negativa oficiales: el temor a una posible ola de pánico que podría desatarse si se divulgara la noticia de que realmente los ONIS son aparatos tripulados por seres inteligentes de otros mundos. Como dijo uno de los más cualificados miembros de la Comisión de Encuesta de la USAF a Aimé Michel, en una visita que le hizo para intercambiar datos: «Lo hacemos para mantener la paz. No olvide que la comisión americana es una comisión militar. ¡Si la USAF confiara esta tarea a los hombres de ciencia...!»9. Ciertamente, no es una razón trivial si se tiene en cuenta que la aparición de un gran ONI sobre la ciudad de Indianápolis, en julio de 1952, que fue visto por millares de personas, causó un pánico solo comparable al que ocasionara años antes la emisión de «La guerra de los mundos», de Wells. Pero, ¿hasta qué punto es una razón lícita y justificable? Todo depende no de lo que se diga al público, sino de cómo se diga. La misión de los gobiernos, por encima de su pertinaz silencio que a ningún lado conduce, ha de ser preparar al público ante esta nueva situación, prepararlo poco a poco si se quiere, pero ir haciéndolo gradualmente. No se hace así, dan como pretexto los organismos oficiales, para evitar un pánico injustificado. Cierto. Pero, si estos misteriosos aparatos llegan a decidir algún día una toma de contacto con nosotros (algunos estudiosos del asunto afirman que lo único que los detiene es su incapacidad actual de adaptarse a nuestra atmósfera) y nos cogen desprevenidos, ¿será menos pánico el que se apoderará del mundo porque sea un pánico justificado? Y existen además otros peligros. El mayor Donald E. Keyhoe lo describe ampliamente en el epílogo de su libro «Flying saucers from Outer Space»: 9
Citado en su artículo "Oui, il y a un problème soucoupes volantes", en la revista Planète, n.° 10.
«El dejar a los ONIS sin identificación acrecienta más el peligro de una guerra. Cualquier país puede afirmar de improviso que esas máquinas son armas secretas suyas. Haciendo circular falsos rumores sobre ataques mediante platillos podría desatar el pánico en las ciudades, bloquear las carreteras de la defensa y paralizar las comunicaciones precisamente antes de que ocurran los ataques con bombas atómicas». Ciertamente no es un peligro que se pueda desestimar. Como tampoco lo es el que por un desconocimiento del público, pueda frustrarse sangrientamente un primer contacto de los tripulantes de los ONIS con seres terrestres. ¿Acaso no puede suponerse también que todas sus maniobras actuales no son, además de una exploración sistemática de nuestro mundo antes de la toma de contacto, una maniobra de aproximación para que precisamente nosotros nos vayamos preparando para cuando llegue este momento? Los poderes públicos, sin embargo, siguen guardando silencio, siguen cerrando bajo llave sus fabulosos archivos oficiales, y siguen negando sistemáticamente la existencia de «eso que llaman platillos volantes». ¿Es realmente lógica, justificable y correcta esta posición? Creemos que sólo la opinión pública bien expresada podría dar una respuesta definitiva a esta pregunta.
Pero los ONIS existen. Pero a pesar de todo, los ONIS existen. En este breve análisis preliminar a un problema apasionante, una cosa queda bien sentada: la gente los desconoce, los poderes públicos los ignoran, la prensa los ridiculiza, pero existe un hecho cierto que nadie puede negar; sean lo que sean, vengan de donde vengan, son reales. No cabe argüir que se trata de fenómenos naturales, cuando hay un tanto por ciento de observaciones que ni siquiera los fenómenos más peregrinos pueden explicar. No se puede hablar de alucinaciones colectivas, cuando estas alucinaciones dejan huellas de su paso en el suelo, y son impresionadas en fotografías, películas y pantallas de radar. No se puede hablar de fraudes y mixtificaciones, cuando estos fraudes son vistos por miles de personas a la vez, cuando son vistos simultáneamente por personas desconocidas entre sí y separadas por cientos de kilómetros. No se puede hablar de falta de garantía de los observadores, cuando casi un 40 % de estos observadores son personas avezadas en ver toda clase de aparatos y fenómenos aéreos, como son los pilotos y tripulantes de aviones, operadores de torres de control,
meteorólogos, científicos, ingenieros, técnicos10. No puede negarse sencillamente su existencia ni su extraña naturaleza, cuando su periodicidad y regularidad de aparición puede estudiarse con leyes matemáticas y utilizando la regla y el compás, y a través de métodos como son las ortotenias, el ciclo de exploración de la tierra, los lugares de interés estratégico, y tantos otros. No puede evidentemente prescindirse de la realidad de un problema como éste, sin antes haberlo estudiado a fondo. Y resulta curioso constatar que la mayor parte de los reacios a ultranza a admitir el fenómeno ONIS han cambiado su actitud por otra de interés y entusiasmo, en cuanto han podido disponer de datos serios y científicos sobre el tema y han podido darse cuenta de su verdadera naturaleza e importancia. ¿No es esta, acaso, una de las razones más definitivas para poder emprender un estudio serio y racional del fenómeno ONIS y del problema ONIS, a fin de buscar una mayor comprensión a todo —TODO— lo que nos rodea, sea conocido o desconocido?
En el próximo número: II.- Vida pública de los ONIS
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Resulta muy significativo el dato de que un importante porcentaje de las observaciones consideradas como inexplicables pertenezcan a observadores como los aquí citados, que son precisamente quienes por su conocimiento del medio ambiente en que se mueven menos pueden equivocarse en sus observaciones, y quienes están en mejores condiciones para tropezarse con verdaderos ONIS.
4. — «Sensacional fotografía de un ser extraterrestre obtenida en el momento...» Este podría ser el titulo de esta fotografía, en unas hábiles manos sensacionalistas, cuando en realidad se trata de una magnífica foto del astronauta Leonov en el momento de salir de su nave «Voskod 2». La «fabricación» de un ONI o de un ser extra-terrestre se encuentra hoy al alcance de cualquier aficionado a la fotografía que posea laboratorio propio, aunque estas supercherías son pronto descubiertas por los técnicos, que dictaminan sin lugar a dudas la autenticidad o no de todas las pruebas gráficas que llegan hasta sus manos.
Gérard Klein
EL VIEJO Y EL ESPACIO Ilustrado por ENRICH Sólo con la angustia, con el dolor y con la muerte, el hombre conquistará al fin las estrellas. AYER TARDE, EN SU MODESTA PROPIEDAD DE ZANADU, FALLECIÓ X... EN LOS ÚLTIMOS DÍAS, EL MUNDO ENTERO TENÍA LOS OJOS VUELTOS HACIA... Dos hombres escuchaban la radio. A través de la ventana de la estancia podían ver dos lunas minúsculas en el cielo. Una de ellas se movía muy rápida. —Ha muerto —dijo uno. —¡Ah! —hizo el otro. Esto no significaba ni asombro, ni pesar, ni compasión, ni tristeza. Era una constatación, pero también algo más profundo. No tenía nada más que decir: el acontecimiento, aunque esperado, lo dejaba mudo. —Era un hombre. Después de esto, no dijeron nada más. Cerraron la radio; no sentían necesidad de más noticias.
«Debe ser sencillo morir, cuando se ha hecho alguna cosa» (escrita por X... en un trozo de papel, probablemente alrededor de su decimoctavo aniversario. Hallada casualmente en un cajón de su mesa de despacho). SIEMPRE PERMANECERÁ EN NUESTRAS MEMORIAS EL HOMBRE QUE HA SABIDO DAR UN ROSTRO AL MAS LOCO, AL MÁS NOBLE DE TODOS LOS
SUEÑOS. SU BRILLANTE CARRERA SE CONFUNDE CON LA MISMA HISTORIA DE NUESTRO PLANETA EN LOS ÚLTIMOS VEINTE AÑOS. EL IMPULSO QUE SUPO DARLE A...
HEMOS INTERROGADO A ALGUNAS PERSONAS EN LA CALLE: PERDONE, SEÑORA, ¿PODRÍA DECIRNOS LO QUE USTED PIENSA DE LA VIDA DE X...? NO LO SÉ, TENGO PRISA. ¿INVENTÓ EL COHETE, NO? ¿Y USTED, SEÑOR? ES UN GRAN HOMBRE. ¿LE HA SORPRENDIDO LA MUERTE RECIENTE DE X..., SEÑORA? NO LO SÉ, NO LE CONOZCO. ¿CUÁL ES SU PROFESIÓN? SECRETARIA. ¿Y USTED, SEÑORA, LA QUE LLEVA ESE CESTO? ERA UN POLÍTICO. HA ENVIADO VARIOS COHETES A MARTE, ¿NO ES CIERTO? ERA EL QUE DIRIGÍA TODO ESO. MI MARIDO LE RESPONDERÍA MEJOR. ERA MUY RICO. SÉ QUE TENÍA DOS HIJOS, LO HE LEÍDO EN LOS PERIÓDICOS. ¿LO QUE HA HECHO? DIRIGÍA UN GRAN NEGOCIO; NO, ESPERE, CREO QUE SE OCUPABA DE UN ORGANISMO INTERNACIONAL. ¿NO FUE EL QUE FIRMÓ AQUEL TRATADO CUANDO SE LLEGÓ A LA LUNA? SU VIDA FUE UNA HERMOSA VIDA. NO ME GUSTABA SU VOZ. Ahora, supongo que ya no haré nada jamás. No escribiré mis memorias. Ahora puedo al fin ser franco conmigo mismo, no es éste el momento de empezar a mentir a los demás. Tengo quizás aún diez años de vida, o una semana tal vez. Los médicos no lo saben. Veamos, recapitulemos. Los hombres han llegado a Marte. Un cohete sale cada dos meses hacia Marte, excepto en el momento de la oposición. El otro día pasé por una calle que llevaba mi nombre. Me pregunto qué efecto me habría hecho esto cuando tenía veinte años. Me hubiera puesto probablemente a reír. Me siento fatigado: ¿por qué? Puedo descansar todos los días. He hecho todo lo que tenía que hacer. Está escrito en los periódicos. ¿Qué es pues lo que quería hacer? SE HA LLAMADO A ESTOS AÑOS LOS «AÑOS LOCOS», SIN DUDA A CAUSA
DE
LA
TENSIÓN
INTERNACIONAL
Y
LA
CONTENIDA
DESESPERACIÓN QUE CERNÍAN SOBRE LA TIERRA LA PERSPECTIVA DE LAS ARMAS ABSOLUTAS Y LA AMENAZA DE LA SUPERPOBLACIÓN. LA
SITUACIÓN NO SE NORMALIZÓ JAMÁS ENTERAMENTE, DESPUÉS DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL. MIENTRAS TANTO, LA TECNOLOGÍA HABÍA CONSEGUIDO UN PROGRESO CONSIDERABLE. LA HUMANIDAD PODÍA CONOCER UNA NUEVA EDAD DE ORO; SOLO LE FALTABA UN GRAN SOPLO, UNA RAZÓN PARA COMBATIR Y PARA VIVIR.
DE ACUERDO, HAY HOMBRES SOBRE MARTE. ¿ES QUE LA GENTE ES MÁS FELIZ POR ESO? CONTÉSTENME, POR FAVOR: ¿LA GENTE DE TODOS LOS PAÍSES? EVIDENTEMENTE, NO. SOLAMENTE EN LOS GRANDES PAÍSES. PARECE QUE LOS BRASILEÑOS SE HAN CORTADO PARA SÍ MISMOS LA PARTE DEL LEÓN. Todo comenzó en un tren. Fue allá que comprendí lo que debía hacer. Lo sabía desde hacía tiempo, pero estaba dentro de mí y jamás me lo había dicho a mí mismo. En el tren, supe lo que llegaría a ser y cómo llegaría a serlo. Después, jamás tuve piedad. De todos modos, ha sido duro. Pero ya he llegado, ahora ya he llegado, al menos puedo decírmelo a mí mismo. Todo ha terminado ya. *** Durante la noche, en un tren, se ven las estrellas inmutables. Bailan sobre nosotros, pero no cambian jamás. Llega un momento en que los fuegos de la Tierra las eclipsan, pero llega un momento también en que, al subir el tren por una colina, se las distingue casi encima de uno mismo, como si el tren se precipitara directamente hacia ellas. Es un cambio brusco: a mi derecha Altair, delante a la derecha Antarés, y el viento de la luz que empuja mis velas hacia Andrómeda, las estrellas son grandes navíos que sacuden mi débil cascarón. Sacudió los párpados medio adormilado, acunado por el jadeo monótono de la máquina y el golpeteo de las ruedas en los raíles; el periódico había resbalado hasta el suelo y la fecha era bien visible, 12 de junio de 1964. Cerca de dos años ya pasados en la tienda de Larcher, dos buenos años perdidos, y catorce meses que encontré a Cristina, y veintiocho años de vida, veintiocho años sin densidad, a pesar de todo el trabajo acumulado, veintiocho años de búsqueda incierta, de tiempo desperdiciado; Cristina, qué burda ocurrencia cuando pienso que creí descubrir las estrellas en el interior de tus ojos. Mi querida Cristina; me pregunto si nuestra unión hubiera sido más larga si te hubiera hablado menos de las estrellas. Pero a través de ti,
realmente, era a ellas a las que yo esperaba encontrar, y no había estrellas dentro de tus ojos, ni entre tus cabellos, no había más que el espacio vacío, y cuando nos amábamos él estaba allá, no entre nosotros sino alrededor de mí, y creo que tú jamás te dabas cuenta de ello. El espacio se extendía alrededor de mí y delante de mí, y tú estabas ausente; no era tu culpa, quizás era la mía, o tal vez la de las estrellas. Espero que no me echarás de menos... Ellos no alcanzarán jamás las estrellas, jamás, pese a sus cohetes y sus ecuaciones, superficies pulimentadas y frías. Ningún tren alcanza jamás ninguna estación, si se divide por dos el camino que le falta recorrer y si se prosigue la operación, sea un tiempo T supuesto infinito... La campanilla repicó. «Primer servicio». Se desperezó, soñoliento. El resto, nadie lo cree. Han partido hacia el espacio, una mañana de verano, como se sale de vacaciones, sin saber porqué, sin haber experimentado jamás las heridas de esta enfermedad que no nos abandona: la soledad, y la necesidad de un vacío más definitivo todavía. Han partido sin sentirlo, y es por eso por lo que han regresado. Intentan en vano instalar una pequeña parte de la Tierra en el vacío, encima de nuestras cabezas. El año próximo, los rusos y los chinos es probable que pongan sus pies en la Luna, y los americanos y los ingleses, también. Pero las estrellas se ríen de esto. Las estrellas están demasiado lejos y el horizonte de los hombres es limitado. Ellos no creen que el hombre, con una gran H, alcance jamás las estrellas. El hombre no me importa, pero yo, yo, quiero ir hasta ellas. Se enderezó un poco, sin abrir los ojos, y apoyó su codo sobre la pequeña mesa desplegada ante él. Si yo hubiera sido un ingeniero hubiera construido cohetes. ¿Y después? No, no quiero construir cohetes; quiero hacer el gran viaje. Cuando hayan construido su nave estelar, yo iré hasta ellos y les diré: dádmela, quiero partir, yo llevaré hasta allá vuestra gloria, sobre todos estos mundos que vosotros ni siquiera imagináis, cristal y turquesa con océanos
como los ojos de Cristina. A la proa de la carabela de acero que un pueblo entero habrá construido, todo un planeta, proa de titán y penacho de fuego invisible, me hundiré en la noche rodeada de estrellas, y todo será algo grande, esto es el futuro; y llevaré a través del tiempo y del espacio la semilla de imperios aún no nacidos, el esplendor de ciudades por construir, colosal filamento de trayectorias estelares mezcladas como cabellos, y todos me olvidarán, todos, todos, pese a que yo sea ellos en último análisis. No hay más que esto verdadero: las estrellas, desorden, llamarada, estallido, dinamismo... ausencia de nombres. Si supieran, todos ellos se dedicarían al trabajo; sin titubear, sin respirar siquiera; no se detendrían ni de día ni de noche, cesarían incluso de amar, y construirían la nave gigante que llevaría su destino a las estrellas. Yo puedo decírselo. Yo puedo ayudarles a hacerlo. ¿Quién soy yo? Adulto. Veintiocho años, especialista en el arte de engañarse a sí mismo, embarrancado sobre la Tierra en una madriguera de absolutamente nada. Pero quiero ir a las estrellas. No cesaré hasta que las haya arrastrado en mi estela. Jamás tuvo pasado. Y era así, él no se había vuelto jamás hacia su pasado, estaba libre de recuerdos, abierto todo él hacia el porvenir. Y era así porque vivía, acababa de descubrirlo, era porque hasta entonces había vivido, sin color, sin densidad y era necesario llenarse de futuro, y proyectarse hacia el porvenir y colocar a los otros a su alrededor en las profundidades del movimiento de todos los tiempos. Puede que éste sea un falso porvenir, no lo sé. Después, ha sido duro llevarlo a cabo. Pero no tan difícil como lo hubiera podido creer. He trepado a lo alto de una montaña. A esto se le llama una ascensión. Por otra parte, no es nada más que una madriguera... EL 22 DE JUNIO DE 2018 HA MUERTO, EN SU PROPIEDAD DE ZANADU, X... FUE DURANTE TODA SU VIDA UN GRAN CONDUCTOR DE HOMBRES. EL INVIERNO PASADO DIJO, EN UN DISCURSO: «SUPONGO QUE LOS FARAONES HUBIERAN TENIDO MAYOR SUERTE CON SUS ESCLAVOS SI HUBIERAN PODIDO HACERLES COMPRENDER QUE SU OBRA COLECTIVA, LAS
PIRÁMIDES,
PERMANECERÍAN
DURANTE
MILENIOS,
PERMANECERÍAN HASTA NOSOTROS Y MÁS ALLÁ AUN DE NOSOTROS». CUANDO ENTRÓ AL SERVICIO DE LA AGENCIA ESPACIAL, ÉSTA EMPLEABA CERCA DE DOCE MIL HOMBRES, POSEÍA DOS BASES DESLIGADAS ENTRE SÍ, UN CONTINGENTE DE COHETES DE POCA
FUERZA, EL PROYECTO DE UNA ESTACIÓN AUTOMÁTICA EN LA LUNA Y UN CIERTO NÚMERO DE SATÉLITES INHABITADOS E INHABITABLES... CUANDO ÉL ABANDONÓ SU PUESTO DE DIRECTOR GENERAL, POR RAZONES PERSONALES, HACE DIEZ AÑOS, LA AGENCIA EMPLEABA A CERCA DE UN MILLÓN DE HOMBRES, HABÍA CONSTRUIDO EN EL ESPACIO
O
SOBRE
OTROS
MUNDOS
CATORCE
ESTACIONES,
VEINTIOCHO BASES SOBRE LA TIERRA, Y CIENTO CUARENTA Y SIETE LABORATORIOS DE INVESTIGACIÓN TRABAJAN EXCLUSIVAMENTE PARA ELLA. LA ENERGÍA QUE PRODUCÍA Y CONSUMÍA REPRESENTABA CERCA DEL CUATRO POR CIENTO DEL TOTAL DE LA ENERGÍA PRODUCIDA SOBRE LA TIERRA...
USTED LO HA CONOCIDO ÍNTIMAMENTE. ¿PUEDE DARNOS ALGUNAS IMPRESIONES SOBRE ESTE HOMBRE EXTRAORDINARIO? NO PUEDO DECIR QUE YO LO CONOCIERA BIEN. ERA MUY RESERVADO, INCLUSO TACITURNO EN LOS ÚLTIMOS AÑOS DE SU VIDA. ESTO LE VINO DESPUÉS DE LA MUERTE DE SU ESPOSA, HACE VEINTITRÉS AÑOS. CREO QUE SE SENTÍA SOLO. ENTIENDA, TODO EL MUNDO LO RODEABA DE DEFERENCIA, INCLUSO DE TEMOR. PODÍA PARECER GLACIAL A TODOS LOS QUE TRABAJABAN CON ÉL. SUPONGO QUE ERA EN EL FONDO TÍMIDO... ERA UN ESPÍRITU PROFUNDAMENTE ORIGINAL, Y UNA FUERTE PERSONALIDAD. CUANDO ABANDONÓ LA AGENCIA, HACE DIEZ AÑOS, PARA DIRIGIR NUEVAS INVESTIGACIONES, BIOLÓGICAS ESTA VEZ, MUCHA GENTE SE SORPRENDIÓ. TENÍA LA COSTUMBRE, ANTES, DE DECIR QUE SE LLEGARÍA A VENCER A LA MUERTE SI SE DEDICABA A ELLO EL TIEMPO Y EL DINERO NECESARIOS. ERA UN NUEVO COMBATE AL QUE SE ENTREGÓ DE LLENO. PERO NO ERA PORQUE TUVIERA MIEDO A LA MUERTE. NO, NO LO CREA ASÍ. ERA POR CURIOSIDAD, POR PURA CURIOSIDAD, PARA SABER LO QUE EXISTÍA DETRÁS DEL HORIZONTE DE LOS AÑOS. QUERÍA BATIRSE CONTRA LA MUERTE AL IGUAL QUE SE HABÍA BATIDO CONTRA EL ESPACIO. ERA UN COMBATE METAFÍSICO. Supe que me había vuelto realmente poderoso cuando inauguramos este campo, en Australia. Hacía calor. Rodábamos sobre un desierto de cemento blanco. Tan lejos como el ojo podía alcanzar, se extendía una llanura de cemento blanco. Una línea negra estaba pintada sobre esta superficie uniforme, deslumbrante, y nuestros vehículos la seguían.
Después, las torres aparecieron como los mástiles de un navío sobre el horizonte. Eran blancas también, eran montañas de hormigón, de metal y de vidrio, erizadas por la vegetación geométrica de las antenas. Y vimos al fin el cohete, plantado en el suelo como una aguja. Nuestros ojos no podían sostener su brillo. Un poco más tarde, se produjeron los discursos. Y mi nombre apareció entre las palabras con una regularidad metronómica. Los discursos eran pronunciados en todas las lenguas y yo no comprendía las
palabras, salvo mi nombre, singularmente desollado, y rápidamente no tuvo para mí ninguna significación. Recuerdo que movía la cabeza de tiempo en tiempo, en señal de aprobación, más no escuchaba ni siquiera la minúscula voz del intérprete que se albergaba dentro de mis auriculares. Era sin duda el calor. Pensaba solamente en que todos me envidiaban. Era una cosa que no podía comprender, pero de la que estaba seguro. No sabían exactamente por qué me envidiaban, pero era así. Sin duda porque cien mil hombres podían ponerse en movimiento con sólo poner yo mi firma en la parte inferior de una hoja de papel. Y era porque me envidiaban que no se condolieron cuando Ana murió. No les pedí tampoco que se condolieran; nunca les he pedido nada. Les reclamé tan sólo un poco de silencio, pero ellos no me lo dieron tampoco. Recuerdo, desde que Ana, mi mujer, murió, en aquel accidente estúpido; sé que siempre he estado solo, siempre, incluso con ella. Como con Cristina. No era la misma clase de soledad, pero sí era la misma distancia. Solamente ahora empiezo a suponer alguna cosa, comienzo a entender que esta distancia he sido yo quien la ha cultivado cuidadosamente, la ha hilvanado, la ha edificado, la ha reforzado. Cuando la llama apareció bajo el cohete, me pregunté a mí mismo: «¿por qué he hecho todo esto?». No era la primera vez que me planteaba esta cuestión, pero por primera vez discerní en ella un destello de humor. No tenía aún sesenta años. Me encontraba en la cumbre de la montaña. Había construido una pirámide y me encontraba en la cúspide de esta pirámide. La última piedra había sido puesta. No era cierto que la tarea estuviese terminada, pero mi pirámide sí estaba terminada. No era una tumba como las pirámides de los Faraones, sino que era una enorme construcción hecha de hombres y de máquinas, de órdenes y de ambiciones, de sueños, de gráficos, de planos, de edificios, de pilas nucleares, de meteoros, de telescopios, de calculadoras, de tractores, de autopistas, de vehículos, era un amontonamiento inmenso y ordenado, y por primera vez no sabía exactamente cuándo ni porqué había comenzado a edificar aquel amasijo colosal. Las circunstancias, probablemente. Y con todo esto, nunca había estado verdaderamente en el espacio. El cohete ascendía lentamente. Era el más grande, la mejor máquina que jamás se había construido sobre la Tierra. Era la piedra final de mi pirámide, y yo estaba a una cierta distancia, contemplándola, y ahora sentía deseos de irme, las manos en los bolsillos, hacia el centro inencontrable de aquel
desierto de cemento. Y tuve la impresión de haber olvidado alguna cosa, cuando el cohete desapareció en el cielo. Ignoraba lo que era, pero aquello me retorcía el corazón. Bruscamente, la Agencia me dio la impresión de ser un enorme juguete. Cuando los faraones habían terminado su pirámide, supongo que se limitaban a esperar la muerte. Al año siguiente abandoné la Agencia. «Los resultados obtenidos sobre un porcentaje significativo de ratas parecen concluyentes. Se puede esperar que algunos procedimientos apropiados paliarán el efecto de las enzimas y que el envejecimiento será considerablemente retrasado...» Me di cuenta de que había sido un motor a resorte, nada más. Que a este motor se le había dado cuerda años y años antes, no sé justamente cuándo, en alguna parte entre mi quince y mi veinticinco aniversario y que se había desarrollado luego. ¡Oh, el resorte estaba lejos de su agotamiento! Pero la rueda dentada no había hecho presa sobre nada. Los engranajes giraban locamente, no llevaban consigo ninguna clase de mecánica. «Trabaja usted demasiado», me han dicho los médicos. «Su angustia es un fenómeno fisiológico corriente. No puede esperar el escapar de ello simplemente porque se llama X...» No sabían nada. Yo sabía lo que es la angustia. Todos estos años en los que construí la pirámide, raramente me hallé frente a la angustia. No tenía tiempo, imagino. Nada de tiempo. La angustia se te viene encima cuando hay demasiadas posibilidades ante ti, o cuando han sido todas consumidas. La angustia, para mí, es el hombre que se precipitó un día en mi despacho, con aire alocado, habiendo forzado todas las puertas y atropellando a las secretarías, y que se puso a gritar: —¡Quiero ir a un satélite, quiero subir allá arriba, donde no hay en absoluto peso! —¿Por qué? —le pregunté. —Soy cardíaco. Soy joven aún, pero tengo el corazón enfermo. Los médicos no me pueden curar. Pero me han dicho que en un medio sin peso podré vivir aún algunos años más. Sacudí la cabeza. —No es posible. —¡Soy rico! —gritó el hombre—. ¡Puedo hacer construir un cohete. Sé que usted necesita dinero!
—No es posible —repetí, en el momento en que dos guardias y las secretarias se precipitaban en mi despacho, y yo hacía un gesto vago que significaba: dejadle, ¿no veis que está enfermo, no su corazón, no su cuerpo, sino su espíritu, la angustia? Se detuvieron en el umbral, y permanecieron silenciosos. Era una mañana de mayo. Había llovido. Las hojas jóvenes de los árboles eran aún muy verdes. —¡Puedo pagarle! —gritó el hombre. —No es posible —dije por tercera vez, en voz muy baja. Hubiera podido explicarle que aquello no serviría de nada, que no soportaría la aceleración del cohete, y que la vida, allá arriba, es un infierno perpetuo, que debería forzar sus pulmones para respirar, bajo una presión débil y un aire ardiente de oxígeno. ¿No se lo han dicho sus médicos? pensaba; y sin duda lo habían hecho, pero allí no había peso, no había mas que el grito de aquel hombre que aspiraba al espacio, a aquella libertad oscilante del no-peso como el ahogado en las profundidades glaucas del mar aspira a las extensiones para él perdidas de las orillas. Hubiera podido decírselo, añadir que el dinero no conseguiría nada en aquel asunto, y que un hombre no puede pretender servirse de los esfuerzos de todo un planeta, ni siquiera para prolongar su propia vida. Permanecí sentado detrás de mi mesa de despacho, las manos inmóviles sobre el largo papel secante de color malva, planas, los dedos separados, y pensando que existía una similitud al menos entre aquel hombre y yo, esta enfermedad que todos llevamos en nosotros mismos, él en su corazón y yo en mi espíritu, y que nos impulsaba al uno y al otro hacia el espacio, como a través de un espejismo. Un hombre no puede pretender servirse de los esfuerzos de todo un planeta; ¿pero no es esto lo que yo hacía? pensé un breve instante. Después, levanté la mano derecha y los guardias entraron y se llevaron al hombre, hundido, una ligera baba en los labios, los ojos vidriosos; «un ataque, llamen a un médico», dije, con mi más calmada voz. Pongo casi inconscientemente mi mano sobre mi costado izquierdo, y mi corazón late regularmente, poderosamente; no es esto lo que está enfermo dentro de mí, pese a que haya buscado con más avidez que este hombre el subir hacia las estrellas. Mi gran suerte ha sido la angustia de los demás... PORQUE NO ES POR NADA EL QUE SE HAYA LLAMADO A ESTOS AÑOS LOS «AÑOS LOCOS» O AUN EL «TIEMPO DE LA ANGUSTIA». PORQUE
TODO ESTO NO SON MAS QUE PALABRAS. TRAS TODO AQUELLO HABÍA EL SIMPLE HECHO DE QUE LA EDAD DEL ESPACIO HABÍA LLEGADO, Y QUE TODO EL MUNDO LO SABÍA, LO SENTÍA. PODÍA SER UNA NUEVA ÉPOCA GEOLÓGICA, BIOLÓGICA O HISTÓRICA: UNA NUEVA ERA, O SIMPLEMENTE UNA PÁGINA DE HISTORIA A PUNTO DE SER ESCRITA. MAS TODO FUE COMO UN GOLPE SOBRE UNA COSA A PUNTO DE REALIZARSE, Y NADIE PODÍA IGNORARLO. Y NADIE PODÍA SACIARSE TAMPOCO DE PRECISIONES Y DE SUEÑOS, PUESTO QUE HABÍA LLEGADO AL FIN EL TIEMPO EN QUE LOS HOMBRES HABÍAN CAÍDO DEL CIELO, PERO DE UN CIELO EXTRANJERO, Y HABÍAN TOCADO LA TIERRA, PERO UNA TIERRA EXTRANJERA, Y ESTO HABÍA SIDO SUFICIENTE PARA CORTAR TODA LIGADURA ENTRE EL PASADO Y EL PORVENIR, UN PASADO LARGO Y PROFUNDO COMO UN POZO, COMO UN ABISMO, EN DONDE EL NOMBRE HABÍA SIDO SOLEDAD, AISLAMIENTO INFINITO, UN PORVENIR A MENUDO LLENO DE ESPACIO DONDE SE PODÍA RESPIRAR SIN TEMER MAS LA TORTURA DE ESTAR ATADO, UN PORVENIR LLENO DE GRANDES HORIZONTES, EL MISMO QUE EL DEL PROPIO UNIVERSO. HABÍA TRAS TODO AQUELLO EL HECHO DE QUE LAS RIVALIDADES ENTRE LOS PAÍSES RICOS NO TENÍAN NINGÚN SENTIDO EN RELACIÓN AL ESPACIO, EL HECHO DE QUE TAMPOCO LO TENÍA ENTRE LOS HOMBRES, PUESTO QUE ELLOS DESEABAN TAMBIÉN REALIZAR EN COMÚN UNA OBRA NUEVA E INMENSA PARA REHUSAR EL MATARSE ENTRE
SÍ,
Y
ESTO
DE
LA
MANERA
MÁS
SIMPLE DEL MUNDO,
REHUSANDO SENCILLAMENTE EL EMPLEAR SUS INTELIGENCIAS PARA RESOLVER
OTROS
PROBLEMAS
QUE
NO
FUERAN
LOS
QUE
LES
APASIONABAN. LA AGENCIA DIO A TODOS LOS PAÍSES, A TODAS LAS PROVINCIAS DE LA TIERRA, A TODOS LOS HOMBRES, EN FIN, LA IMPRESIÓN DE QUE EL ESPACIO LES PERTENECÍA UN POCO. Y ERA ESTA UNA IMPRESIÓN QUE ESTABAN DISPUESTOS A DEFENDER CONTRA VIENTO Y MAREA...
Hasta que caí en mi propia angustia. LA F.I.C. SE PROPONE PRODUCIR UN FILM RELATANDO LA VIDA Y LA
OBRA DE X... SE BARAJAN LOS NOMBRES DE VARIOS DIRECTORES PARA REALIZARLO.
He estado solo. Uno de mis hijos murió en el mismo accidente que mi esposa. El otro es escritor: no comprendo lo que escribe. Me siento muy tranquilo ahora, por fin en paz conmigo mismo. No me muevo casi nunca. De todos modos, hubiera deseado saber. Nunca me he detenido un minuto a hacerlo. Hubiera debido. Me siento en paz, pero siento también el no haberme detenido una vez, al menos una vez. Me pregunto lo que ella pensó cuando el vehículo se salió de la carretera. ¿Lamentó acaso alguna cosa? Ella conducía. Nadie me ha dicho jamás si... Yo me encontraba al otro lado de la Tierra. No pude acudir enseguida. De todos modos, ella estaba ya muerta. Me puse pálido, interiormente también, cuando me lo dijeron. Después, han pretendido decir que ella no era feliz. Lo dijeron en los periódicos. Jamás he podido saberlo. Hay una nave en el espacio que lleva tu nombre, Ana. No sé siquiera si te he amado alguna vez. Creo que sí. He querido vivir a fuerza de edificar, y ahora sé que me he equivocado. Me siento en paz. Jamás hasta ahora lo he estado. Demasiado trabajo, demasiadas responsabilidades. Pero la paz es como una llanura, con una bestia que cava bajo ella. He alcanzado la meta, pero sé ahora que la meta no tiene importancia, es sólo el largo camino, lo que la tiene y llega un momento en el que la meta es alcanzada y entonces solamente se mide la extensión de la jugada. Mientras el peso de la pirámide pesa sobre tus espaldas, puedes ignorar este lastre aplastante que llevas en ti mismo, este cáncer de plomo que ha engrandecido tu espíritu. Mas en el momento en que te descargas de la pirámide... Me encuentro en su cúspide, pero ella se apoya sobre su punta. Necesitaría otra existencia para sacar partido de todo lo que sé ahora. Viviría otra existencia. Uno se encierra en una idea; entra en una pirámide para protegerse. Me pregunto lo que ha huido en mí. Se encuentra en alguna parte, entre mi quince y mi veinticinco aniversario. Necesitaría otra existencia para descubrirlo. Lo tengo todo para ser feliz, ¿no es así? Salvo el tiempo. Otra existencia para encontrar lo que hay en mí, como dentro de una concha, como dentro de una ostra: una impureza, un grano de arena que fuerza al animal a segregar el nácar, a producir una esfera redonda que
existirá más allá de ella y que durante su vida la habrá protegido contra una cosa escondida —y otra existencia aún para sacar partido de este conocimiento— haré no importa qué, no haré nada. O quizás, aunque viviera mil años, no lo encontraría. Me pregunto qué es lo que me ha faltado. Es curioso como una parte de mi espíritu se encuentra calma y en paz, y llena de curiosidad y de inteligencia, y se pregunta qué es lo que llegará mañana, y lo que será preciso hacer aún, y la otra no es más que niebla, y se extiende, recubre a la primera. Estoy casi llegando a saber, es algo curioso la memoria, voy andando por las calles llenas de sol, y las piedras calientes tienen el sabor de una piel; hace cincuenta años de todo esto y no puedo recordar esta otra cosa; la memoria es singular, un juego de lazos, será preciso escoger con una paciencia infinita, examinar los hilos para reencontrar la malla al revés de cómo ha empezado todo, una cosa de la que no dudan las demás. Ellos piensan que soy fuerte, que siempre he sido fuerte. Jamás he estado tan fuerte como ahora, cuando ya no tengo necesidad de construir más, ni de dormir, ni de vivir siquiera... Los dos hombres, en Marte, hablaban. —Lo he visto una vez, una sola vez —dijo el mayor, que tenía un rostro delgado y unas manos nerviosas—. Nos habló. Nos dijo que el hombre había alcanzado las fronteras de su mundo y que en todas partes, sobre cada isla, sobre cada pico, en cada bahía, se ha encontrado a sí mismo. Y que ahora aspiraba a descubrir otra cosa. Que él escudriñaba el espacio con la esperanza de encontrar un mensaje, que él excavaba la arena de Marte esperando levantar alguna huella, que él se prepara al gran salto que lo conducirá más allá del límite de lo desconocido, que él quiere desgarrar la resistente membrana que lo envuelve y sumergirse, pero que para esto le hace falta una ayuda exterior, que le falta una nueva visión, algo de otra clase, que le falta un médico venido de más allá para extirparle este mal tenaz: la soledad. No la soledad individual, sino más bien la soledad de toda una especie, la soledad de un planeta, de una civilización que se ha extendido por toda la superficie de la Tierra y ha unificado y uniformizado a todas las cosas. «Me pregunto si creía en todo ello. —¿Por qué no? —dijo el otro hombre, un asiático—. ¿Por qué habría desplegado tanta energía si no lo creyera? El primero no respondió. Miraba el cielo a través del gran ventanal. —Me pregunto —dijo—, si se llegará algún día a las estrellas.
El asiático dejó caer la hoja de papel cubierta de símbolos matemáticos que corregía trabajosamente, y sonrió. —No —dijo—; no. Están demasiado lejos.
Título original: LE VIEIL HOMME ET L'ESPACE Traducción de: DOMINGO SANTOS
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Cerraron, ayer, el Centro de Cheques Postales. Se están buscando nuevos empleados. Se busca, entre los antiguos, al culpable. Se preguntó cómo se le puede encontrar, y cuál será la pena que se le infligirá, sí algún día se llega a arrestarlo. Se duda, se discute, se busca en el mayor secreto. Pero se conocen los hechos irrefutables, y se tiene el apoyo de las pruebas, irrefutables también. Es bien conocido que, en el Centro de Cheques Postales, la llamada se hace por números. Se empieza por la mañana a las nueve con el 0001, después con el 0002, y así hasta la noche, a través de un bien conocido sistema de micrófonos. Y así resulta que, entre las tres y las cuatro de la tarde, los números oscilan siempre entre el 1.940 y el 2.000, lo que normalmente sugiere la noción de una fecha. Así, ha quedado probado que todos los dios, sin duda desde hacía ya varios años, los clientes recibían en aquellas horas un número que, siempre, siempre, correspondía con exactitud al año durante el cual iban a morir. Sí. Cerraron, ayer por la mañana, a las nueve, el Centro de Cheques Postales... JACQUES STENBERG
En un mundo perfecto, la justicia vela por la limpieza de la sociedad. Pero había un niño...
Juan G. Atienza
LIMPIO, SANO Y JUSTICIERO Ilustrado por VALVERDE —He dicho —concluyó el fiscal, haciendo una ligera reverencia hacia la máquina. Se retiró a su asiento. Y el juez, revestido con la severa toga de los procesos por asesinato, hizo un gesto hacia los ingenieros electrónicos. Los ingenieros, que durante todos aquellos días se habían mantenido silenciosos, dedicados únicamente a controlar los diales y a alimentar las cintas magnéticas de los circuitos de memoria de la gran computadora, asintieron solemnes a la señal del juez y tomaron de sus manos las dos tarjetas perforadas que contenían las dos únicas preguntas que la máquina debía responder: primera, ¿El acusado era culpable o inocente del delito de asesinato?; segunda, ¿Qué condena le correspondía si era culpable? Tras haber preparado durante un minuto los mecanismos de la justicia, los ingenieros introdujeron en la máquina la primera pregunta. Del ordenador comenzó a surgir un zumbido muy leve. Y aquel zumbido fue, durante veintisiete segundos, el único sonido que pudo apreciarse en la inmensa sala artesonada de la audiencia federal. Veintisiete segundos durante los cuales el fiscal se dedicó tranquilamente a cerrar los ojos, confiado. Veintisiete segundos durante los cuales el juez no apartó la mirada del computador, una mirada remotamente envidiosa ante el milagro
electrónico que había restringido sus funciones a un papel meramente decorativo. Veintisiete segundos durante los cuales el abogado defensor mantuvo sin demasiada fe su mano húmeda sobre los dedos nerviosos del acusado, que tenía ahora su vida en manos de la absoluta exactitud matemática. El público contenía el aliento, escuchando aquel zumbido constante que iba a resolver diez días de careos y preguntas, de pruebas y coartadas, de testimonios y acaloradas muestras de insegura inocencia. Los representantes de la prensa, con un pie fuera de su asiento, se disponían a correr hacia los teléfonos en cuanto el Jurado Electrónico hubiera emitido su inapelable veredicto. Veintisiete segundos. La computadora cesó de zumbar. El silencio de la sala se hizo tenso. Las miradas de todos se volvieron hacia la gran página blanca del cuerpo impresor. Súbitamente, las teclas se movieron, rapidísimas y seguras, imprimiendo algo sobre la página. Los ingenieros retiraron el papel y se lo entregaron al juez. Luego introdujeron la segunda tarjeta perforada y la máquina imprimió rápidamente un segundo resultado sobre otra hoja de papel. También ésta fue separada de la máquina y entregada a Su Señoría. El juez se levantó con toda la solemnidad ficticia de su cargo, colocó sobre su cráneo rapado un birrete negro y leyó lentamente, con voz opaca: —Este tribunal, oídas las declaraciones del acta de acusación, la defensa y el descargo del acusado, las pruebas aportadas por la parte fiscal y por los testigos; constatados todos los testimonios y verificados los tests sicodiagnósticos del acusado, declara a éste... CULPABLE sin atenuantes del delito de asesinato. Pasó a la segunda página, entre el rumor creciente y admirado de un gran sector del público y continuó, elevando la voz: —En consecuencia, condena al dicho acusado a la pena de MUERTE, que
le será aplicada en la forma acostumbrada, tan pronto como quede cerrado el concurso que queda abierto en este instante para procurar sus más eficaces y pedagógicos medios de difusión. El proceso ha terminado. Saludó con una ligera reverencia que más parecía el gesto de un vencido y miró por el rabillo del ojo a los dos agentes de bata blanca que se llevaban en volandas al acusado. Minutos después, al sentirse solo, se esforzó en pensar que su conciencia podía reposar tranquila. No había sido él quien envió a aquel hombre a la muerte, había sido la obra milagrosa de un proceso matemático. Y, además... —el nuevo pensamiento le recorrió la espina dorsal con un hormigueo de gusto— se trataba del progreso y el progreso estaba por encima de todas las cosas. El padre trabajaba en el piso cincuenta y tres. La madre en el dieciocho. Todos los mediodías se encontraban en el restorán económico del piso treinta y aprovechaban la media hora de asueto para cambiar impresiones sobre problemas hogareños. —Han prometido fiesta a los chicos ese día —dijo la madre. —¿Pues no es un acto pedagógico? —se encogió molesto de hombros el padre—. Que lo vean en la escuela. —Les han dicho que se trata fundamentalmente de un acto cívico, que tiene que ser contemplado en la intimidad del hogar. —¡Excusas!... —Eso creo yo también... —¿Y les tendremos que soportar todo el día? —Supongo... —¡Qué lata!... Yo que me las prometía tan felices, tú y yo solos en casa, ante la televisión... —No protestes; es un día... —Un día de fiesta... Guardaron silencio un momento, entre plato y plato. El padre suspiró. —¿Cuándo será? —No está fijada la fecha. Parece que hay mucha competencia. —Claro. No se presenta todos los días una ocasión así... Los altavoces sonaron por todo el complejo industrial, llamando urgentemente al Secretario General Técnico al departamento de publicidad. El Secretario se desplazó por las naves casi desiertas, aspirando profundamente el olor a ácidos y grasas que constituían la materia prima de la gran industria S.I.D.A. —Sociedad Intercontinental de Detergentes Alcalinos— y las células fotoeléctricas le franquearon las puertas de las
oficinas de publicidad, donde se hallaba reunida la plana mayor de los dirigentes. En aquel momento, el Presidente del Consejo de Administración terminaba tristemente su comunicado: —...en vista de lo cual, si carecemos realmente de motivos para intervenir en el concurso, creo conveniente retirar nuestra propuesta, que no significaría más que un gasto suplementario e inútil. —¿Motivos? —preguntó el Secretario General Técnico, sentándose en el único sillón vacío. —Eso dije: motivos... ¿Qué razones puede tener la S.I.D.A. para gastar millones en patrocinar un acto que ni siquiera puede darnos pie a una publicidad efectiva? —Pero... —el Secretario sonrió: siempre guardaba su triunfo para el último momento y sabía que esa espera era su mejor baza—. ¡Pero es que existe el motivo! —¿Cuál? —y veinte rostros expectantes se volvieron hacia él. El Secretario General Técnico paseó su mirada lenta y triunfante por todos sus compañeros, demorando el desvelar su idea: —La limpieza... ¿No basta? Le gustaba comenzar así, de un modo más o menos críptico que acrecentaba la fama de inteligente que tenía entre todos los miembros del consejo. Luego, cuando se convenció de que nadie había captado su idea genial, se sentó y abrió los brazos: —¡Está más claro que el agua, amigos!... La limpieza del cuerpo... y la limpieza de la sociedad, ¿estamos? La Justicia limpia a la sociedad de sus elementos nocivos... Nosotros, la S.I.D.A., limpiamos a la sociedad de sus miasmas con nuestros detergentes. ¿Les parece poco motivo publicitario? En mi humilde opinión —y recalcó la palabra humilde— esta idea vale todos los millones que queramos poner. Me atrevo a asegurar que nuestras ventas se verán incrementadas en un noventa por ciento a lo largo del año. Podríamos poner toda la carne en el asador y el resto de las campañas publicitarias quedarían eliminadas por inútiles... Hagan números y comprueben si merece la pena. Se hicieron números y se comprobó que merecía la pena. «Papá es un señor mui grande y mui fuerte, kasi tan grande y tan fuerte como el maestro y nos a prometido ke si somos buenas y acemos bien todos nuestros deveres ke nos dejará mirar por la tele lo de la egecución. Llo no se lo ke quiere decir esa palabra pero papá a dicho ke no me importa, ke soy demasiado chico para esplicarme, pero ke es un acto
istrutivo i ke aprederemos mucho biendolo. Me imajino ke será avurrido porke todo lo ke es para aprender algo es avurrido y porke en el colé el maestro nos a dicho ke tenemos ke escrivir luego todo lo ke allamos bisto y esplicar el porke de todas las cosas, a mi eso no me gusta prefiero ber una película antigua de divujos animaos o los reportages del biaje a Marte pero tendré que tragarme lo de la egecución ke seguro ke será como akello de la conferencia sobre la relatividá para niños, ke no se entendía mi palote pero todos dezian ke era istruztiva y ke ké bonito.» ¡SINTONICEN SUS APARATOS POR LA CADENA TRIDIMENSIONAL, AMABLES TELEVIDENTES!... ¡EL MARTES VEINTISIETE, A LAS SEIS EN PUNTO DE LA TARDE, SERÁ RETRANSMITIDO EN DIRECTO, POR INTERCESIÓN DE LA GRAN FIRMA COMERCIAL S.I.D.A. (RECUERDEN EL JABÓN EN POLVO ORION, QUE DEJA LAS MANOS TAN SUAVES COMO LA SEDA DEL CAPULLO; RECUERDEN LA LOCIÓN DETERGENTE ÚRSULA, LA QUE MIMA SU CABELLO; Y NO OLVIDEN LOS POLVOS FREGA-PLATOS MIAU, QUE DAN NUEVO BRILLO A SU VAJILLA), EL MAGNO ACTO DE JUSTICIA QUE TENDRÁ LUGAR EN LOS ESTABLECIMIENTOS PENITENCIARIOS FEDERALES. ¡UN ESPECTÁCULO NUNCA CONTEMPLADO!... ¡MÁS SANO, MÁS LIMPIO, MÁS JUSTICIERO!... ¡EL MÁS ALECCIONADOR EJEMPLO QUE PUEDE PROPORCIONARLES NUESTRA CIVILIZACIÓN, GRACIAS A LA MARCA MÁS PRESTIGIOSA DE LA INDUSTRIA! ¡LA JUSTICIA DE LA ERA PLANETARIA!... UN EJEMPLO PURO Y SANO PARA LA HUMANIDAD. LA LECCIÓN VISUAL DE LA JUSTICIA PARA LOS HOMBRES DEL MAÑANA ¡... Y NO LO OLVIDEN, SEÑORAS, PARA DEJAR SU COLADA AUN MÁS BLANCA, LOS PRODUCTOS S.I.D.A. NO TIENEN RIVAL EN EL PLANETA!... —Pedro... —¿Qué? —Los niños... El padre dio una chupada profunda a su pipa y apartó la mirada de la pantalla con una mueca de hastío. —Está bien, mujer, déjalos... Ya les avisaremos cuando sea hora... —Pero es que va a empezar... —Faltan dos minutos de anuncios... —Dijeron a las seis en punto... Se lo prometiste a los chicos, no lo olvides... —Está bien... Se levantó desganado, bebió su último sorbo de café, ya frío, y caminó
perezosamente por el pasillo oscuro. Bajo la última puerta se filtraba un rayo de luz tenue. La abrió. Los tres chicos — once, ocho y seis años— levantaron las miradas ansiosas hacia su padre. Él les miró con ojos adustos, uno a uno, y señaló finalmente al hijo mayor. —Tú... —Sí, papá... Ya he hecho los deberes. —¿El ácido sulfúrico? —Ese O cuatro Hache dos... El padre movió la cabeza en dirección al saloncito de la televisión. El chico corrió como liberado, se esfumó. —Tú —miró el padre al segundo. —Sí, papá... —Trece por trece... El niño pensó un momento, con los labios contraídos, haciendo rápidos cálculos mentales. El padre repitió sádico: —Trece por trece... —Ci... ciento sesenta y nueve —contestó el chico, en un susurro. El padre repitió el gesto y el muchacho se esfumó. Quedaron solos el padre y el más pequeño frente a frente y el chiquillo tragó saliva ante aquella mirada ajena que iba a decidir su presencia o su ausencia ante aquella entelequia que él apenas comprendía: —Sí, papá... —imitó el tono de voz de sus hermanos. —A ver: siete más nueve... —¡Dieciséis! —gritó el pequeño y se esfumó sin esperar al gesto aprobatorio de su padre. Cuando el padre regresó al saloncito, los chicos habían ya tomado asientos de primera fila ante el receptor tridimensional. El espectáculo había comenzado. Se veía la sala, grande y aséptica, pintada en un tono verde pálido; la mesa niquelada en el centro, inundada de luz blanca y los solemnes sillones de altos respaldos que, en ese instante, estaban siendo ocupados por los invitados de excepción, cubiertos con túnicas con los colores distintivos de sus altos cargos gubernamentales. La comitiva que conducía al reo apareció por la puerta roja que resaltaba al fondo de la gran sala y se escuchaba la voz bien timbrada del locutor: —¡LAS SEIS EN PUNTO, SEÑORAS Y SEÑORES!... ¡LAS SEIS EN PUNTO MEDIDAS EXACTAMENTE CON UN RELOJ OMICRON! LA COMITIVA DE LA JUSTICIA HACE SU APARICIÓN EN ESTOS INSTANTES. ES UN MOMENTO EMOCIONANTE, QUERIDOS TELEVIDENTES. UN MOMENTO QUE, ESTAMOS SEGUROS, NINGUNO DE USTEDES PODRÁ OLVIDAR FÁCILMENTE MIENTRAS
VIVA; COMO NINGUNA AMA DE CASA PODRÁ OLVIDAR EL JABÓN EN POLVO ORION, QUE DEJARÁ SUS MANOS TAN SUAVES COMO LA SEDA DEL CAPULLO... EN ESTOS MOMENTOS, LA... —Papá... —¿Qué? —¿Dónde lo echan? —En una mesa de operaciones... —¿Para qué? —Para empezar... —¿Pero le matan ya? —Primero le duermen... —...BASTAN CINCO CENTÍMETROS CÚBICOS DE UNA SOLUCIÓN AL TRES POR CIENTO DE... —¿Y ahora, papá?... —Ahora le someten a un..., ¡ejem!... a un campo electromagnético que hará transparente el cuerpo... —¿Para qué? —Para que podáis verlo por dentro... —Pero está muy lejos... —Ya se acerca... Tú —el padre señaló a su hijo mayor. —¿Sí, papá? —¿Qué es eso que se mueve a la altura del pecho? —Pues... El corazón será, ¿no?... —¿Dónde están las aurículas? —Ahí... Las dos de arriba... —GRACIAS A UNA PERFECTA TRASMISIÓN QUE PERMITE APRECIAR CADA DETALLE, DEBIDA A LOS CONSTANTES DESVELOS DE LA S.I.D.A. POR FAVORECER A SUS CLIENTES QUE LLENAN EL PLANETA Y PARA OFRECERLES SIEMPRE... ¡LO MEJOR DE LO MEJOR!... NUNCA, SEÑORES, UN ACTO DE TAL TRASCENDENCIA CULTURAL PUDO SER... —¿Y eso que se detiene? —¿Dónde? —Ahí... —Los pulmones... Está dejando de respirar... Ese movimiento se llama
estertor... —¿Por qué? —Pedro, explícale a tu hermano por qué se paran los pulmones. —Pues, porque... porque el individuo deja de respirar y... —¿Porque se muere? —intervino el más chico. —Tú, a callar. —¿Pero le hacen daño? —¡A callar te digo! —¡Niños!... —...UN LENTO PROCESO DE NECROSIS EN EL IMPULSO VITAL, COMO FIRME COLOFÓN A LA IMPLACABLE MANO LIMPIADORA DE LA JUSTICIA, QUE... —¡Papá!... —¿Qué te sucede? —Que... ¡Que se está muriendo!... —Naturalmente... —¡Pero yo no quiero!... —¡Chitón! El pequeño se encogió como un caracol y miró al vacío, precisamente cuando un corazón humano dejaba lentamente de latir al otro lado de la pequeña pantalla tridimensional. Una veintena de estudiantes de batas sucias rodeaban el circuito de televisores de la Facultad de Estudios Médicos y Biológicos, mientras el viejo catedrático explicaba con la voz llena de sanas emociones científicas. —Observen atentamente cómo la detención de las funciones vitales no tiene lugar de un modo unánime. La muerte de la víscera cardiaca no implica necesariamente la inmediata necrosis de todos los órganos. Contemplen en la pantalla número cinco cómo los nervios intercostales prosiguen inalterables su movimiento vibratorio. Y aquí, en la pantalla número siete — señaló con el puntero transparente —vean cómo las funciones digestivas, detenidas momentáneamente por impulsos reflejos, son estimuladas por impulsos nerviosos secundarios una vez que la trasmisión se restablece a partir de los nódulos abdominales que reemplazarán, durante cierto tiempo aún, aproximadamente tres horas, los impulsos primitivos procedentes de los centros nerviosos. Ahora también, volviendo al corazón, podemos asegurar, contra la opinión científica de diez años atrás, que su detención
provoca, no sólo una lenta e inalterable atrofia de todas las funciones, sino... —...QUE HAN PODIDO USTEDES CONTEMPLAR, GRACIAS A LA INTERCESIÓN DE LA GRAN MARCA S.I.D.A., CREADORA DE LAS GRANDES SOLUCIONES DE LA HIGIENE DOMÉSTICA. NO LO OLVIDEN USTEDES, AMABLES TELEVIDENTES: LA JUSTICIA PARA LA HIGIENE SOCIAL, S.I.D.A. PARA LA HIGIENE DOMÉSTICA. ¡RECUERDEN! JABÓN...
El padre desconectó el aparato. La sombra sustituyó a la brillante pantalla tridimensional, en la que estaban apareciendo los productos detergentes de la marca patrocinadora. El hijo mayor emitió un bostezo: —¿Podemos comer algo, mamá? —¿Terminaste tus deberes? —¡Buuh!... ¡Hace rato! El padre, solo de nuevo, les escuchó trastear por la cocina y se sintió satisfecho por el deber cumplido. Pasó una hora y el silencio llenó la casa. El padre y la madre cenaron solos y se retiraron a descansar. Apagaron la luz y se hicieron el amor. Era la Paz. La Paz y la Justicia cumplida. Las conciencias ciudadanas tranquilas, una fuerza nueva para contemplar con los ojos abiertos un mañana mejor. Un nuevo slogan publicitario en un mundo ávido
de slogans que dirigieran su vida. El padre respiró profundamente, se volvió de espaldas para dormir. Entonces se oyó el grito, procedente de la otra habitación. —¡¡Papá!!... ¡¡Mamá!!... —¡Qué pasa!... Se levantaron como autómatas, el padre y la madre. Corrieron alarmados al cuarto de los chicos y encontraron a los dos mayores inclinados sobre la camita del más pequeño, que lloraba mansamente. —Pero bueno, ¿qué sucede ahora? —Éste, que no deja de llorar y no nos deja dormir... La madre se acercó al chiquillo. Se inclinó sobre él. —¿Qué tienes?... ¿Te duele la tripita? El chico negaba con la cabeza. —¿Te han pegado tus hermanos? —No... —¿Por qué lloras, entonces? —Porque... porque lo han... lo han matado... ¡Lo han matado! ...¡Lo... lo han... matado!... El padre y la madre se miraron preocupados. No dijeron nada. Administraron un somnífero al pequeño y volvieron a la cama, como unos buenos padres, una vez que comprobaron que la tableta había hecho su efecto y que el niño se había dormido. Sólo entonces se miraron el uno al otro, durante largo rato, ninguno se atrevió a confiar lo que estaba pensando. —¿Lo has visto? —Sí... —Entonces... es cierto... —Sí... Debe serlo... Habrá que afrontar la realidad. —Si el niño no es normal... —¿Tú crees?... —¿Cómo lo llamarías, entonces?... La madre calló. No podía hacer otra cosa. Las palabras del padre le sonaron como el eco de sus propios pensamientos. —Cuanto antes... Mañana mismo, ¿quieres?... Mañana mismo le llevaremos al siquiatra.
Para los invasores, las armas con que luchaban los terrestres eran ciertamente extrañas: el sentido del olfato, la química, el humor, la ficción, la sorprendente ayuda del Dios de la Guerra, la del Inmortal Shurlok Homes...
Christopher Anvil
LA MESETA Ilustrado por ENRICH I La Tierra fue conquistada. Los tacones de hierro resonaron por las calles de Nueva York y Moscú. En un arco de ciento veinte millas desde Yinkow a Antung, a lo largo de la base de la península de Kwantung, los chinos muertos se corrompían en las pilas de cadáveres. En las ruinas de la mitad norte de Londres, la lucha había terminado, en medio de restos humeantes y radiactivos. Al sur de la línea del Támesis, no había ningún mortal con vida desde Portsmouth a Márgate. La Tierra fue conquistada. No había en ninguna parte del globo un cuerpo de tropas bien equipado que fuese mayor que un pelotón.
II Dionnai, conde de Maivail, estudió los informes de los comandantes del Grupo de Invasión, y envió a buscar al Jefe de su Estado Mayor Ejecutivo. El Barón Angstat apareció ante él, y saludó con un fuerte entrechocar de tacones y una envarada inclinación de su cintura. —¿Excelencia? Maivail inclinó la cabeza ligeramente hacia los informes. —Estoy muy satisfecho. La Fase Militar se ha completado. Mis
felicitaciones, caballero. A usted, al Estado Mayor, y a los comandantes de Grupo. —Me siento muy honrado, señor. Transmitiré sus palabras. Y muchas gracias en nombre del Estado Mayor Ejecutivo. —Ahora empezaremos la Fase Industrial. De la misma forma que nuestros golpes iniciales fueron una completa sorpresa, a continuación y sin previo aviso, dos años después de que ellos alcanzasen su primera y verdadera capacidad interplanetaria, así nuestros próximos golpes representarán también una gran sorpresa en el momento en que ellos apenas empiecen a recobrarse del primer golpe. Angstat inclinó la cabeza. —Entendido, Excelencia. —No necesito recordarle al Jefe del Estado Mayor Ejecutivo que en este planeta la agricultura debe de ser considerada como una industria. —Así está planeado, Excelencia. —La producción centralizada de la fuerza eléctrica y su transmisión debe ser considerada como una industria. —Entendido, Excelencia. —Las represas, los puentes, los buques, los centros de transporte aéreos y terrestres, los hospitales, las escuelas, los centros de comunicación electromagnética con hilos y sin ellos..., deben todos ser considerados como industrias. —Así será, Excelencia. —Y ahora que se ha concluido la primera fase, deseo tener un informe personal y completo de nuestro principal agente residente. —Lo enviará, Excelencia. —Bien. Retire las tropas a las zonas despejadas y empiece a explorar al punto. Angstat chocó los tacones y saludó. Dionnai, conde de Maivail, se irguió en su asiento y devolvió el saludo secamente. En la conquistada Tierra, desde Inglaterra a China, desde la Unión Soviética a Estados Unidos, los victoriosos invasores empezaron a retirarse a sus fortalezas.
III Richard Holden vigilaba la reluciente superficie, débilmente lechosa, de la fortaleza enemiga, a través de unos prismáticos. Luego, se tendió de espaldas para contemplar las formas plateadas que entraban y salían en hileras interminables, dividiéndose hacia el norte y el oeste, para luego
volver a separarse más lejos, volviendo finalmente hacia el sur. Meneó la cabeza. —¿Cómo conseguiremos vencerles jamás? Su compañero, Philip Swanbeck, era un individuo de recia constitución, con una sola estrella plateada en el cuello. —No podemos rendirnos —gruñó—. Jamás nos entregaremos. —Ahórrese los discursos para las tropas — replicó Holden—. Ya nos han vapuleado. —Algo se consigue —murmuró Swanbeck— aprendiendo del enemigo. En la segunda guerra mundial, hubo un piloto alemán que poseía cierta filosofía. No creo que fuese original. Pero la expresó en una frase. ¿Quiere oírla? Holden miraba por los prismáticos a la reluciente y semitransparente superficie que había resistido un impacto directo causado por un cohete Naomi con una cabeza de proyectil de cincuenta megatones. —Seguro. Continúe. —Escuche atentamente. —Estoy escuchando. —Sólo está perdido el que se considera perdido. Holden meditó la frase mientras estudiaba la barrera. Fuese lo que fuese aquella brillante superficie, obstaculizaba en absoluto la entrada de los humanos al valle, como si fuese de acero y de una milla de espesor. Y sin embargo, los resplandecientes aviones sin alas pasaban a su través como si fuese de humo. Holden meneó la cabeza y bajó los prismáticos. —El piloto debería de haber visto esto. Pero puedo condensarle aún más esta filosofía. Swanbeck estaba parpadeando a fin de distinguir mejor la brillante superficie. Miró luego la brújula y tomó unas notas en un pequeño cuadernillo. Miró después a Holden con sorpresa. —¿En menos palabras todavía? —Muy fácil. Escuche.
—Estoy escuchando. —Todavía vivo. Swanbeck pestañeó y sonrió lentamente. —Sí, exacto. ¿Quién lo dijo? Holden sonrió. Sacó la cámara de su estuche y la apuntó de forma que enfocase directamente el sitio por donde los aviones sin alas atravesaban la barrera. —¿Ha oído hablar de John Carter? —Ese nombre me resulta ligeramente familiar. ¿Quién es? —Un terrestre inmortal que se convirtió en el Dios de la Guerra de Marte1. Swanbeck miró agudamente a Holden y después sonrió. —¿Un héroe de ficción? —¿Quién sabe? No hemos explorado Marte con demasiada atención. Y estos tipos —señaló hacia la reluciente barrera— proceden de algún lugar mucho más lejano, o les habríamos visto despegar, con toda seguridad. Swanbeck sonrió. —Todavía vivo. Sí, es muy bueno —cerró el cuaderno—. ¿Ha obtenido la foto? —Varias —Holden deslizó la cámara a su estuche. Swanbeck se guardó la brújula, plegó algo parecido a un transistor, asentado sobre unas patas cortas y con una mira en ángulo, y abrió un grueso tubo que llevaba en su mochila. Sacó del mismo un objeto marrón, ovalado, con un aguijón en el fondo, miró a su alrededor, aflojó un tornillo junto a la base del aguijón, y fijó éste en tierra. —Bien. Los nuestros verán esto cuando se dispare, y podrán entonces verificar nuestra posición. Ahora, larguémonos de aquí. Cuidadosamente, retrocedieron y después, poniéndose de pie, corrieron colina abajo.
IV Dionnai, conde de Maivail, asintió impersonalmente al agente residente Sumer Lassig. —Sí. Sus informes han sido investigados completamente, agente Lassig. Tuvo razón al recomendar la «reducción» de aquel individuo. Sus informes han sido recibidos con la más alta aprobación por parte del Consejo Supremo Determinante. Yo mismo, naturalmente, los he revisado.
1 John Carter es el protagonista de una célebre serie de novelas de fantasía científica de Edgar Rice Burroughs. (N. del T.)
Lassig se inclinó. —Muy honrado, Excelencia. —Ahora, sin embargo, quiero oír sus explicaciones de viva voz. —Sí, señor —las transparentes membranas se deslizaron sobre los ojos de Lassig, mientras meditaba, y luego volvió a subirlas—. Para empezar — dijo—, yo llegué aquí sólo hace cuatro meses, tiempo local, encontrando que mi predecesor había descuidado sus deberes. Era evidentemente un individuo de tipo profesional, muy poco adecuado para esta labor. Maivail asintió con interés. —¿Qué había hecho? ¿En qué estado le encontró usted? —En cuanto a lo que había hecho, había enviado unos comunicados confusos al principio, sugiriendo la posesión de una habilidad extraordinaria por parte de los nativos. Al ser interrogado, confesó su error, excusándose en las dificultades del lenguaje, y después envió unos informes inocuos que fueron debidamente aceptados como válidos, hasta que los locales enviaron la primera expedición de importancia que fue, claro está, captada por el monitor. Éste negó la pintura que aquél había creado. Cuando yo le encontré, estaba rodeado por la traducción de los documentos locales, y musitaba para sí mismo: «No puede ser verdad. ¿Pero qué es esto? Me volveré loco». No había esperanza para él. Le maté. —Excelente. ¿Y su estado mayor? —Se puso de manifiesto que también ellos estaban infectados. Varios tomaban narcóticos. Los demás se mostraron incoherentes. Parloteaban respecto a «proezas múltiples», hablaban de una «escala de consecuciones», decían que los nativos habían alcanzado «casi todos los peldaños, no sólo los superiores», y cosas por el estilo, y me presentaron una lista de cosas que, afirmaron, los nativos poseían y nosotros no. Maivail pareció interesado. —¿Posee la lista? —Era un pedazo de papel. Pensé que usted querría verlo. Lo guardé. Maivail lo cogió y lo repasó. —Hum... «Humor». «Química». «Ficción». «Sentido del olfato» — levantó la vista—. ¿Qué son estas cosas? —Por si acaso podían servir para algo, interrogué al personal con más atención. Sus respuestas fueron completamente heréticas. Para impedir que la infección se extendiera a mi propio personal, gasifiqué inmediatamente a tales individuos. —Muy bien hecho. Pero... meditemos sobre la primera palabra. «Humor». ¿Qué es?
—Es una palabra local, señor. Hemos intentado traducirla, pero resulta imposible. No poseemos una palabra correspondiente. Según el personal, es un sentido peculiar que provoca la risa de los nativos... —¿Qué? —¿Señor? —¿La risa? ¿Qué significa esto? —Es una contracción espasmódica del diafragma, acompañada de un enrojecimiento de la faz, y ruidos ahogados. —Entiendo —dijo Maivail—. Veamos, Lassig. Por favor, no emplee palabras locales para definir otra. Resulta muy difícil de entender. —Lo siento, señor. Procuraré evitarlo. Bien, este peculiar sentido del «humor», hace que los nativos se ahoguen y gangueen en situaciones. —Supongo que el «humor» puede traducirse como «polvillo en los tubos de aire». Obviamente, las contracciones espasmódicas del diafragma deben ser provocadas con la finalidad de expeler el polvillo. —Exactamente, señor —asintió Lassig—. Pero el personal afirmó que era psicológico. —¿«Psicológico»? —Sí, señor. —Hum... Contracciones espasmódicas del diafragma. Ahogo. Gargarismos... ¿Esto es psicológico? Lassig extendió las manos. —Señor, así lo afirman. Dicen que el súbito miedo de alguien, o el escapar a un peligro por poco, les causa la risa a los locales, muy a menudo. Maivail reflexionó largamente. —¿Cuál es la relación causal? —Según el personal, señor... el «sentido del humor». Maivail parpadeó. —Esta explicación tiene cierto tinte de locura. —Exactamente, señor. —¿Y la siguiente palabra de la lista: «Química»? ¿Qué es? Lassig adoptó la postura de un hombre enfrentado con la tarea de levantar un objeto pesado, careciendo de manos. —Bien, señor... ah... supongo que... Es una forma de la ciencia. —Sólo hay una verdadera ciencia: el control de «mer», o sea la energía-materia. Lassig pareció inquieto. —Sí, señor. Usted tiene razón, señor. El personal continuó hablando de la escala y proclamó que el control de «mer» originalmente tuvo dos partes:
el control de la materia y el control de la energía. «La química» fue el control de la materia. —¡Diantre! —exclamó Maivail. Cualquier imbécil sabe que la materia y la energía son, básicamente, la misma cosa. La materia es energía condensada. La energía es, por otro lado, materia altamente rarificada. —Sí, señor. —¿Cómo explicó esto el personal? —Afirmaban, señor, que para alcanzar el conocimiento científico hacía falta mucho tiempo, siendo un proceso laborioso, gradual. —¡Esto es fantástico! —se maravilló Maivail—. Se tarda exactamente tres años en aprender todo esto. —Sí, señor. Es lo que les contesté, precisamente. Pero el personal arguyó que hubo una época, antes de las facultades... —¿«Antes de las facultades»? —Sí, señor. —Entonces, ¿quién enseñó a la juventud? —Dijeron que... eh... la gente de entonces tenía que aprender por sí misma. —¡Aprender por sí misma! Pero... Veamos, seguramente los miembros del personal habrían visto algún «hidrofusor». ¿Cómo diablos puede construirse uno, si no se posee otro? —Dijeron que la gente de este planeta —Lassig meneó la cabeza, dubitativamente— estaba progresando gradualmente para construirse uno. —¿Cómo? —Esto no puedo ya explicarlo, señor. —El instrumento básico para el control del «mer» es el hidrofusor. Y no es posible fabricar uno a menos que ya se posea otro. No es posible construir un hidrofusor de la nada, lo mismo que es imposible criar «slergs» sin un padre «slerg». Pero cuando se posee un hidrofusor o un padre «slerg», entonces es fácil. —Sí, señor. Fueron más lejos, señor. No era posible discutir con ellos. —¿Y lo siguiente? «Ficción». ¿Qué puede ser? —El personal se mostró muy confuso a este respecto, señor. Parece ser que los locales... Bien, sinceramente, señor, no sé qué es ficción. Esto era lo que mi predecesor estaba tratando de descubrir cuando yo llegué aquí. Me dijo que algunos de los informes locales resultaban irreales... no, sintéticos, dijo. —¿Informes sintéticos? —Maivail abrió los ojos, asombrado—. ¿Quiere decir que los nativos falsifican sus propios informes?
Lassig pareció haberse quedado sin aliento. —Esto es lo bello. Aquel tipo afirmó que no se trataba de una falsificación. —¿No es una falsificación? Pero si es sintético... —Añadió que los nativos sabían que los informes eran sintéticos, por lo que no se llamaban a engaño. Maivail tragó a duras penas. Su orgullo estaba siendo atrozmente vapuleado. —Veamos, Lassig. Si los locales saben que un informe es falso, ¿qué provecho obtiene el falsificador? Lassig pareció desamparado. —Presumamos por un momento —exclamó Maivail, irritado—, que yo soy un inspector de suministros. Presumamos, asimismo, que usted es un maldito estafador. Usted ha entregado seis y nueve décimas de glúteos de esmolonio, con un tanto por ciento de 006. Pero usted se había comprometido a entregar siete glúteos de 008. Usted falsifica la factura y me la presenta, etiquetada, como «Falsa». Bien, usted sabe que es falsa. Yo sé que es falsa. ¿Dónde vamos a parar? ¿De qué sirve la falsificación? Lassig no halló respuesta. —O estos nativos son una raza muy complicada —afirmó Maivail—, o todo el personal falsificó sus datos. Y sin embargo, ¿quién podía creerles? ¿Cuál era su propósito? Hay algo particularmente desenfocado en esto. Bien, tratemos respecto a otra cosa. ¿Qué es ese «sentido del olfato»? Lassig pasó nerviosamente una mano por su orificio del conducto de la respiración. —Bien, señor... en cuanto a esto... Maivail le vio vacilar y le contempló con frialdad. Se trataba de un hombre elegido por su habilidad en absorber, calcular y explicar las culturas extranjeras. Pero a pesar de la perfección con que habían sido llevadas a cabo todas las operaciones militares, Maivail sintió que algo quedaba fuera de su alcance mental y visual.
V En el centro de mando subterráneo, todo estaba tranquilo. Los papeles estaban extendidos bajo el resplandor de las luces fluorescentes. —Está bien —dijo Swanbeck—, por fin lo hemos conseguido. Holden miró el dibujo. El lugar preciso y el ángulo por el que discurrían los aviones, entrando y saliendo de la barrera, y el lugar y ángulo por donde los vehículos volvían a penetrar en ciertas ocasiones, estaban plenamente
visibles. —Será un problema —Holden sacudió la cabeza— lograr que un Naomi haga impacto en la barrera, en este ángulo preciso. Además, tiene que chocar en el momento adecuado, o chocará en cambio con uno de los aviones. Y recuerden que un Naomi se mueve a unas dieciocho mil millas por hora. —No se preocupe por esto. Gracias a esta calma podemos estar de nuevo en contacto con Denver. Hay media docena de lanzamientos preparados con el nuevo tipo de Raquet. Si el Naomi no lo consigue... —El Raquet tiene una cabeza de proyectil química. —No los nuevos. Holden meditó. —Philip, acabo de tener una idea. Swanbeck sonrió. —No sea modesto. Oigámosla. —Si esto no marcha... —En tal caso, no estaremos peor que estamos —replicó Swanbeck—. Volveremos a intentarlo de otra forma. —Un momento... —No hay que preocuparse respecto a un fallo, Dick. No hablemos más —Swanbeck hizo acción de marcharse. —De acuerdo —dijo Holden—, pero ¿y si marcha? Swanbeck volvió a su lado, frunciendo el ceño. —Estaremos dentro. —Y ellos estarán sobre aviso. Swanbeck parpadeó. —Ahora nos hallamos demasiado ocupados buscando la forma de que se consiga, para preocuparnos por si marcha o no marcha —contestó Holden—. ¿Pero y si obtenemos éxito? ¿Cuántas oportunidades nos quedan? —¿Qué piensa? —Media docena de fallos simultáneos no nos lastimarán. En realidad, estaríamos como estamos. Pero si obtenemos simultáneamente media docena de éxitos... —Sí, lo entiendo —asintió Swanbeck, lentamente—. Veremos si Denver puede dar la noticia.
VI Dionnai, conde de Maivail, dejó a un lado los informes del nuevo personal. —Muy bien, Angstat. Estos son más completos. ¿Cuál es su impresión
de la reacción local? —Rápida y flexible, señor. Debo decir que su recuperación, militarmente hablando, está muy por encima de lo que cabía esperar. Particularmente he observado que procuran no permanecer dispersos. Otro factor de peso es que esquivan todos los esfuerzos vanos. Después de sus iniciales tentativas, abortadas de combatir contra las zonas despejadas, sólo han efectuado ligeros reconocimientos. Pero su organización les está reuniendo con rapidez. —Podría haber sido un adversario más peligroso. Angstat asintió. —Una vez adaptada su fuerza hidrofusora a la interplanetaria, para usos interestelares, habrían resultado altamente peligrosos. Por suerte, su base, sólo este planeta, es demasiado pequeña, y por tanto vulnerable. Su demora en conseguir una base más amplia les ha costado cara. No entiendo sus motivos. Maivail asintió pensativamente. —Supongo que jamás los conoceremos. El informe de Lassig muestra una increíble confusión mental por su parte. Posiblemente, restos de alguna religión o alguna filosofía de pequeño planeta, gracias a la cual se volvieron de espaldas a la galaxia, fue la causa de este fallo. ¿Se acuerda de nuestros fanáticos adeptos a la naturaleza? —¿Quién podría olvidarlos? —dijo Angstat—. Destruyeron su hidrofusor, rompieron los correctores, se metieron desnudos dentro de un agujero infecto, y empezaron a comer carne ahumada, mientras las chinches pululaban a su alrededor en nubes. ¡Y afirmaban que realmente vivían! Esto es lo que la naturaleza quiere, pregonaban. Pero el Gran... —se calló, aclarándose la garganta—. Estaban equivocados. Cuando yo tengo dolor en las rodillas, o un ataque de trombosis galopante, me gusta hallarme donde haya un corrector a mano. —La única interpretación posible —observó Maivail— de los datos de Lassig parece ser que este planeta está lleno de toda clase de fanáticos, amantes de la naturaleza. Y, claro está, nuestros exploradores nos han traído fotos de ellos en acción. ¡Increíble! —Sí, no hablan muy alto en favor de su nivel intelectual. —No. Sin embargo, su reacción militar... Otra vez sintió Maivail aquella impresión de enfrentarse con algo que se escapaba a su visión. Angstat se aclaró de nuevo la garganta y se puso más erguido y rígido. —¿Respecto al principio de la Fase Industrial, Excelencia? — preguntó.
Maivail se irguió también, considerando la pregunta. —Su recuperación parece haber empezado... Todos los comunicados indican una marcada recuperación de los transportes de superficie y las comunicaciones electromagnéticas sin hilos. Muy bien. A la próxima vuelta del reloj, hay que ordenar a los exploradores que vuelvan, y asegurar los pasos abiertos. La Fase Industrial empezará un reloj más tarde. El barón Kram Angstat chocó los tacones y saludó. Dionnai, conde de Maivail, permaneció sentado, muy rígido, y devolvió el saludo.
VII Swanbeck se llevó el teléfono al oído y tomó rápidos notas. —Sí, muy bien... Sí, pero no podemos demorarnos más allá de esa hora. No sabemos cuánto tiempo durará esta oportunidad... No, pero puede haber algo similar a cerrar una puerta. De otra forma, no entiendo cómo entran y salen, siempre por el mismo sitio. Sí... Sí... Muy bien... Sí, señor. Lo haremos. Volveremos a retrasarla hasta las 16,30... Sí, señor. Adiós. Gruñendo, colgó el teléfono y luego le dio unas órdenes a un coronel, que saludó y se marchó. —¿Qué pasa? —preguntó Holden. —Los Chicom están listos —replicó Swanbeck. —Este reconocimiento atento —observó Holden— no durará siempre. Más pronto o más tarde meterán dentro su último avión y obturarán las brechas. —Lo sé. Pero Denver desea vapulearles lo antes posible. ¡Maldición! Tal como están las cosas, tiene que ser o todo o nada. Holden sonrió amargamente. —No es necesario. Alguien puede saltar el arma. El rostro de Swanbeck se contrajo. —Denver no podría estar tan ocupado —rezongó Holden— ¿verdad? si no pensaran en esto. —Lo descubriremos —Swanbeck volvió a coger el teléfono.
VIII Dionnai, conde de Maivail, eligió una jarra de delicada factura, y contempló el líquido color violeta de su interior. —Excelente matiz, Choisoiel. Ferrard Choisoiel, el ayuda de cámara de Maivail, dobló una rodilla e inclino la cabeza con gratitud. —Gracias, señor.
Maivail golpeó el borde de la jarra con un dedo y giró la cabeza para escuchar el sonido. El barón Kram Angstat sonrió, alzando su jarra. —Buen timbre y mejor resonancia, Excelencia. —En efecto. Choisoiel estaba lleno de entusiasmo. Angstat oyó en aquel momento el tañido de una campana de plata. —La vuelta del reloj, señor — anunció—. La señal para el regreso de los exploradores. —Ah... pronto empezará la Fase Industrial. —Exactamente, señor. Maivail levantó la delicada jarrita. —Por el éxito de todos nuestros planes... —...y la obstrucción de todos nuestros enemigos —añadió Angstat. Bebieron.
IX Swanbeck dejó el teléfono en su horquilla y sonrió. —Denver ya les ha dicho a los Chicom que hay veintiocho cohetes Naomi con las espoletas a punto, por si acaso nos están engañando. —¿Cuál es la reacción de los Chicom? —Colaboradora. Aparentemente ya están hartos de los extranjeros que gustan de provocar mares de sangre mediante océanos de llamas. —Entonces, esto nos hemos ahorrado —Holden consultó su reloj—. Si al menos fuesen ya las 16,30. —No falta mucho. Entró un joven teniente, vio a Swanbeck y saludó. —Señor, los Chinches han dejado de enviar exploradores. Y todos los aviones se están replegando a su base. Swanbeck miró su reloj. —¿Qué hacemos? —continuó el teniente—. ¿Esperamos a las 16,30? Swanbeck miró al teléfono y luego al teniente. Holden suspiró, enojado. —No —decidió Swanbeck—. Ataquémosles.
X Dionnai, conde de Maivail, colocó su bota sobre el travesaño. —Soberbio, Choisoiel. Eligió una menta de color azul pálido, con motitas de plata, y se retrepó plácidamente.
Angstat suspiró y mordió otra delicadamente. Choisoiel les dio las gracias respetuosamente por los cumplidos que le habían prodigado, y comenzó a llevarse todas las cosas del servicio. Maivail y Angstat se contemplaron mutuamente, con expresiones resplandecientes. Ambos habían tenido la misma idea y hablaron al unísono. —El perfecto final de un... El «Bum» sonó muy fuerte y aún creció de tono. Sus asientos se vieron levantados y arrojados de nuevo al suelo pesadamente, y el muro fronterizo se abombó hacia ellos. Ferrard Choisoiel se arrojó entre Maivail y el muro. Maivail y Angstat se levantaron, con las manos en las culatas de sus armas. El muro se incendió y un resplandor blanco lo iluminó todo. Maivail contempló el incendio, mientras una brillante y blanca lanza de destrucción saltaba de su instrumento hacia el caos.
XI Swanbeck abatió los prismáticos. —¡Bravo! ¡No sobrevivirán a esto! Ante ellos, el resplandor continuaba en toda su intensidad, pero desde un costado surgía un plumón de gas muy blanco, humo y restos de materiales, produciendo todo ello un estrépito como el de un cohete al despegar. —Esto es el fin de esos tipos —asintió Holden—. ¿Pero y los otros? —¡Maldición! De haber tenido tiempo, habríamos liquidado las tres cuartas partes de esos sujetos en busca de modernos equipos bélicos. —Tal vez lo hayamos hecho... si los otros reaccionaron a tiempo... —Tal vez. Bien, ya está. Hemos vencido, aunque esto no sea más que una victoria parcial. —Sí —asintió Holden—. Ahora ya sabemos que son vulnerables. Y que nosotros no estamos indefensos. Colocó el filtro sobre los cristales de los prismáticos. —Es mucha verdad aquella frase: Sólo está perdido quien se considera perdido. Swanbeck inclinó la cabeza en señal de asentimiento y estudió la base enemiga. —Todavía vivo —dijo.
XII Maivail vio las luces rojas y verdes. Su cuerpo estaba quemado por
completo. Envuelto en llamas, giró como un torbellino en medio de una masa estelar a la deriva. Luego pareció caer, deslizarse, y el cosmos en torno suyo empezó a balancearse como dentro del agua. Una voz le habló y, mientras Maivail trataba de entenderla, las palabras se le escapaban, y únicamente consiguió retener un comentario: —El albergue de su alma vuelve a estar listo. Ofuscadamente, Maivail abrió los ojos. Estaba tendido en un corrector, descansando sobre muelles cojines. Enmarcado en la abertura superior, Angstat le estaba contemplando. Maivail tragó con dificultad. —Estuve a punto. —Ya lo creo. —¿Qué sucedió? —Evidentemente, arrojaron un hidrofusor a través de un paso, y luego lo desestabilizaron. Maivail consideró lo que esto significaba en términos de velocidad y control de trayectoria. —El objeto —continuó Angstat— arrolló las pantallas secundarias y el exceso de radiación incendió los costados de las naves. Hubiéramos terminado si un técnico no hubiese pensado en aquel instante en maniobrar un interruptor para el exceso de radiación. El interruptor actuó sobre el control potencial del circuito de energía. Las baterías invirtieron la polaridad y absorbieron parte del exceso de energía, a fin de que las pantallas pudieran recuperarse. El calor y la presión, lentamente, surgieron por el paso de salida. Las astronaves se hallan en muy mal estado. —Bien —suspiró Maivail—. Apártese. Voy a salir. Se izó fuera del corrector, y brevemente consideró el estado en que debía estar cuando entró en él. —¿Cuánto llevo aquí? —Cuatro días. Maivail recordó que medio día servía para curar cualquier enfermedad ordinaria, un día corregía un caso grave de fatiga acumulada. Dos días podían curar a la víctima de una explosión, si no estaba convertida en fragmentos pequeños. Los soldados que padecían heridas graves tardaban mucho menos. ¡Y él había estado cuatro días! Flexionó los brazos y se agachó para luego erguirse. Se sentía ya bien. Angstat le entregó un uniforme flamante. Maivail se vistió rápidamente. —¿Cuántos hombres se salvaron? —Un tercio, señor —al parpadear Maivail, Angstat añadió—. Me siento
dichoso al poder afirmar, señor, que su ayuda de cámara, Ferrard Choisoiel, se cuenta entre ellos. Actuó heroicamente en el momento del desastre, colocándose entre usted y el muro, tan pronto empezó a arder. —Recompénsele con la Orden del Sol de Cobre con doce rayos —dijo Maivail. Miró en torno suyo—. ¿Dónde nos encontramos? —En el plano B de la base subterránea, que estaba en construcción en el momento del ataque, señor. Las naves se hallan en reparación. Todas, excepto tres, están agujereadas y todas sin excepción han sufrido daños externos.
—Bien, esto puede arreglarse —Maivail se dijo que, a pesar de sus emociones íntimas, debía mantener un aspecto inconmovible. Pero lo cierto era que experimentaba las mismas sensaciones emocionales de la persona que ha sido atacada por un oso, perdiendo un brazo y una pierna en la primera embestida—. ¿Cuántas bajas entre los nativos en esos días? Angstat abría la marcha por el corredor. Abrió una puerta adornada con los emblemas del Comandante y el Estado Mayor Ejecutivo. —¿Bajas entre los nativos, excelencia? —Mis órdenes —replicó Maivail— fueron de comenzar la Fase Industrial después de un reloj a continuación del regreso de los exploradores. —Por desgracia, señor, de un total de dieciocho zonas despejadas, protegida cada una por una gruesa pantalla, seis sufrieron la misma suerte que nosotros. Maivail estaba completamente apabullado. —¿Fueron muy graves los daños? —Dos tercios del total. La voz de Maivail pareció venir de muy lejos:
—Cuando doy una orden espero que sea obedecida. Sin tener en cuenta las pérdidas. —Sí, señor. —¿Por qué no se ejecutó, pues, mi orden? —Porque el mecanismo del mando quedó temporalmente destruido, por encima del plano de los comandantes del Grupo de Invasión. Durante un día y medio, todo el Alto Mando Ejecutivo quedó inerme. Incluso más tarde, hubo cierto retraso debido a que las partes externas del equipo de comunicaciones se habían evaporado. El resultado fue el cese inmediato de las más perfectas funciones de control y coordinación. El resto de los comandantes de grupo no consiguieron restablecer el cuartel. Seis de los dieciocho grupos de Invasión habían, aparentemente, dejado de existir. Nadie sabía lo que acababa de suceder. —Sí, sí, entiendo —Maivail había vuelto a la realidad. Halló una puerta con su emblema, la empujó, pasó al interior del despacho y se sentó fatigadamente. Deseaba volver al corrector, pero reprimió aquel deseo. —¿Cuál ha sido el porcentaje total de pérdidas? Angstat sacó un papel con varias cifras anotadas. —Un veinticinco por ciento, señor. Maivail se imaginó lo que sucedería cuando la noticia de esta derrota llegase a oídos del Consejo Supremo. Bien, era inútil lamentarse. Necesitaba realizar algo más positivo. —Las fotos, los mapas, los datos y las listas clasificadoras de los exploradores... ¿subsiste todo esto? —Por suerte, señor, los datos archivados no han sufrido apenas daño alguno. El calor y las presiones asociadas crearon una inestabilidad en algunos bancos de memoria. Pero hemos logrado superar el daño. —Bien. Con estos datos podemos reconstruir los modelos y las listas de clasificación. —Sí, señor. Nos pondremos al trabajo inmediatamente. —Perfecto. ¿Podremos volver a estar en comunicación con los comandantes de grupo? —Sí, señor. —Magnífico. Que construyan nuevos generadores protectores, y coloquen pantallas exteriores en torno a cada de las ya existentes. Que empleen cierta cantidad de pasos despejados, en estas nuevas pantallas externas, y bloqueen y despejen dichos pasos, haciendo que el tráfico se efectúe por diversos lugares, al azar. He dicho al azar. —Sí, señor.
—Además, cada grupo de pasos despejados en la capa exterior tendrá que ser cambiado al finalizar la jornada, empleando unos pasos completamente diferentes al día siguiente. —Sí, excelencia. ¿Debemos mover nuestras fuerzas para equilibrar la fuerza de todos los Grupos? —No. Los grupos completos, una vez autoprotegidos, llevarán a cabo la Fase Industrial en sus zonas. Los grupos menoscabados volverán a la Fase Militar. Cuando los grupos completos hayan terminado la tarea en sus regiones se unirán a los grupos menoscabados en «sus» regiones y procederán a realizar la Fase Industrial, absolutamente olvidados de los recursos industriales de tales zonas. Angstat chocó los tacones y saludó. —Así se ejecutará, Excelencia.
XIII Swanbeck dejó el teléfono en su horquilla y miró a Holden con curiosidad. Holden fruncía el ceño, al tiempo que estudiaba varios dibujos y bocetos, cada uno de los cuales mostraba un objeto semejante a una cúpula, parcialmente sumergida en una estructura parecida a un buñuelo. Desde distintos puntos de dichas estructuras se proyectaban unas líneas cortas, con una serie de ángulos situados a los lados de las líneas, y con horas escritas muy cerca. Swanbeck se aclaró la garganta. Holden levantó la vista. —Han barrido el puesto de mando al oeste de Centerville —dijo Swanbeck—. Y Higgins y Delahaye han sido capturados. —¿Cómo ocurrió? —quiso saber Holden. —Salieran de la hondonada y llegaron al puesto de observación de madrugada. Como los árboles carecen de hojas, es inútil observar en tales condiciones. Por tanto, se arrastraron entre tinieblas, ocultándose en un hoyo formado por la maleza, hoyo que ellos mismos ensancharon, a fin de quedar completamente fuera de vista. —¿Por qué no excavaron un hoyo en el borde del bosque? —Hay allí una gradual pendiente, con muchos álamos en el campo, de forma que desde el nivel del suelo no se distingue nada. Desde la maleza pensaron que estarían a salvo de ser observados desde cualquier dirección, al tiempo que lograrían una vista bastante amplia de la barrera, y podrían transmitir la información empleando un teléfono direccional. —¿Qué sucedió? —Los Chinches tienen la costumbre de lanzar bengalas a horas extrañas
de la noche, y tienen aviones que patrullan en un radio de dos millas sobre la barrera. Ante cualquier cosa sospechosa, disparan. La maleza tenía unos cincuenta pies, y como no deseaban ser avistados al resplandor de ninguna bengala, Higgins y Delahaye retrocedieron varias veces. Cuando salió el sol, descubrieron que un sendero de heno había sido abierto por donde habían retrocedido. Era como un sendero de cincuenta pies que llevaba directamente a donde ellos estaban ocultos. —¿Y entonces...? —Holden lanzó un juramento. —Enviaron informes, hasta que el sol alcanzó el ángulo debido, y algún Chinche descubrió el sitio donde el heno había sido aplastado. Entonces salieron un transporte de tropas y varias fortalezas volantes, y los Chinches, bien pertrechados con toda clase de armas, les rodearon por completo. Higgins y Delahaye contaban con un arsenal de descubridores de dirección y distancia, cámaras, y un aparato destinado a explorar dentro de la barrera... —¿Sirve? —No —Swanbeck hizo una mueca de disgusto—. En consecuencia, sólo poseían una pistola del 45 para los dos. Dispararon algunas veces, y entonces los Chinches los acorralaron y los metieron dentro del transporte. Holden sostuvo la respiración. —Higgins y Delahaye eran dos de nuestros hombres más inteligentes. —En realidad, Higgins cogió el teléfono direccional en el último instante y gritó: «¡Todavía vivo!». Los otros se lo llevaron al puesto de observación. Pero nadie supo qué había sucedido hasta que Schmidt, que había estado en el límite del bosque procurando escrutar por entre las hojas de los álamos, lo contó. —Gracioso ¿verdad? —Holden frunció el ceño—. Estuvimos hablando de esta misma expresión. ¿Por qué la empleó? Swanbeck tabaleó sobre la mesa. —¿Leía mucho Higgins? —Sí, era un lector empedernido. Se tragaba los estantes de libros como una máquina el carbón. Ambos hombres son una pareja de entusiastas de la naturaleza, y sin embargo, poseen un buen cerebro. —Tal vez Higgins lanzó esta frase como un desafío. —Tal vez. —¿Cree que puede haber algo más? —No lo sé. Pero Higgins y Delahaye poseen un crítico sentido del humor. Y me parece... —Holden meneó la cabeza. Swanbeck frunció el ceño y finalmente se encogió de hombros. —Si se sienten humoristas —dijo—, necesitarán muchas dosis de
humor. Bien ¿qué opina de los Chinches? ¿Han mejorado sus barreras, verdad? Holden estudió los diagramas. —Tenemos una mínima posibilidad de lanzar un cohete por entre alguno de sus agujeros, pero no hará mucho daño. Han construido una especie de antecámara. Sus naves, al regreso, pasan a dicha antecámara, luego se cierra la entrada exterior y se abre otro paso en la barrera interna. Si conseguimos lanzar un cohete por entre la entrada exterior, el daño quedará reducido a la antecámara. —No basta. Casi los pusimos fuera de combate la última vez. Esta vez hay que exterminarlos. —Se trata de una oportunidad... pero muy tenue. —¿Qué está usted pensando? — preguntó Swanbeck. —¿Está usted familiarizado con las «minas lapa»?
XIV Dionnai, conde de Maivail, estudiaba los últimos informes con el aspecto satisfecho de un campeón de boxeo que, habiendo sido abatido con un gancho de derecha, ha pasado los siguientes asaltos acorralando a su contrario por todo el cuadrilátero. Los informes militares eran espléndidos. Maivail frunció el ceño, sin embargo, ante algunos párrafos al final de un comunicado de la Inteligencia, y volvió a releerlo todo por si se había dejado algo. El informe se titulaba: «Interrogatorio de los Prisioneros. Un resumen de conclusiones.» La primera parte describía los métodos empleados: «Los prisioneros fueron colocados en grupos de tamaño parecido, lo cual conduce a la libertad expansiva entre aquéllos. Cada celda estaba provista de micrófonos ocultos. El verdadero interrogatorio fue llevado casi siempre a cabo individualmente o por parejas, y las discusiones que tenían lugar cuando los prisioneros regresaban a sus celdas fueron cuidadosamente analizadas. Este documento contiene un resumen de dichas discusiones y conversaciones, así como de los interrogatorios, llevados a cabo en distintas localidades de un sector muy amplio de la superficie de este planeta, entre varios grupos étnicos, lingüísticos y culturales de la población local.» Maivail asintió para sí. Excepto el empleo de tres palabras largas en lugar de dos cortas, esta parte del informe era muy clara. Repasó el contenido del informe, y localizó un párrafo que sintetizaba el resto: «Estos seres se hallan, por tanto, divididos en varios grupos religiosos,
raciales y culturales. Han llegado en dichas divisiones hasta un extremo increíble y sin embargo, con toda atención puede observarse que existe entre ellos una generalidad de miras, con algunas excepciones (ver 3-4). Debe notarse, de modo particular, que la población se halla eminentemente dividida en dos grupos primarios: 1) Los educados en la Ciencia. 2) Los no educados en la Ciencia. La casta de los guerreros pertenece evidentemente al segundo grupo, dado que ningún; preso manifestó poseer ningún conocimiento del hidrofusor —el instrumento básico de la ciencia—, y en realidad, dichos individuos no supieron distinguirlos, cuando se les presentó diversos hidrofusores. Sin embargo, la existencia del conocimiento científico está obviamente demostrada por la técnica manifestada casi en todos los órdenes. Hay que maravillarse ante la ausencia de un equipo eficaz de protección, y debe suponerse que los hidrofusores que emplean son rudimentarios y sufren de algún desconocido defecto, posiblemente una fluctuación periódica en su puesta en marcha, que origina un retraso y (o) cierto efecto de superposición.» Maivail parpadeó durante algún tiempo. Seguía teniendo la impresión de que la persona que había redactado el informe había dejado algo, o había deformado parte de la realidad, de acuerdo con sus ideas preconcebidas. Lo peor era que, fuese cual fuese la dificultad, Maivail no se veía capaz de comprenderla. Lo cual resultaba perturbador, aunque mucho peor era la serie de hechos presentados modestamente en el cuerpo del informe como 3-4. Mirando la última página, Maivail leyó: «Gavik, mayor K. Baron: «Informe Intel. S63. Observaciones anómalas... Conversación entre prisioneros.» Dicho informe era un resumen de otros varios, estableciendo que varios prisioneros de localidades ampliamente separadas entre sí, expresaban su perplejidad respecto a los acontecimientos relativos a la invasión y a sus interrogatorios, habiéndose referido a un individuo de apariencia formidable que permanecía, al menos en apariencia, al margen de la lucha. Este sentimiento había quedado diversamente expresado por varios según la siguiente declaración: —Bien, Shurlock Homes podría averiguarlo. La creencia ampliamente extendida de que esta entidad, Shurlock Homes, solucionaría el problema, aunque personalmente no pareciese interesado en el mismo, cuando en realidad se trataba dé algo tan grandioso como la conquista del planeta (desde el punto de vista local), resultaba sorprendente.
¿Significaba la palabra Homes —plural de hogar2—, algo a tal respecto? ¿Significa Homes algo distinto de hogar? ¿Más que un hogar planeta? Aun más asombrosa era la falta aparente de sentimientos del tal Shurlok Homes al no querer entrar en el combate, a pesar de los grandes poderes que tenía al perecer. (Si Homes se halla en algún lugar, situado en otro planeta hogar, posiblemente no esté enterado de lo que ocurre en éste, lo cual explicaría su no intervención en el presente conflicto.) Maivail comenzó a sentir jaqueca, y resolvió volver al corrector a la primera oportunidad. Sin embargo, tras haber terminado con atención el informe 3, pasó al 4: «Sarokel, teniente K: Informe de Intel. 12.438. Conversaciones Higgins-Delahi. Cuartel General Interior. Primera Unidad.» «El informe comunica, en detalle, las conversaciones en su celda entre Andru Higgins y Stefin Delahi. Los dos cautivos no son guerreros, al parecer, sino miembros de una organización técnica local, actuando en colaboración con las fuerzas armadas. Hay que resaltar la calificación al parecer, porque en las conversaciones mantenidas por ambos en su celda, al revés que en los demás casos, cambiaron totalmente el sentido de sus respuestas dadas en el interrogatorio directo. »Hay que observar que ambos hombres son miembros de distintas razas. Higgins ofrece una coloración de piel clara, y Delahi es completamente negro. Exteriormente (con respecto a sus inquisidores) se apoyaron firmemente uno al otro, afirmando que eran técnicos locales. Higgins le decía «Steve» a Delahi, y éste llamaba al otro «Andi». Una vez a solas, sin embargo, Higgins y Delahi, cuando la guardia se había ya retirado del corredor, empezaron a llamarse entre sí por nombres diferentes. Delahi se convirtió en el «Doctor Sojak». Y Higgins pasó a ser «Ordwor Jaf Kalas». Su comportamiento entre sí también se tornó más ceremonioso, menos informal. Los principales temas de conversación pertenecen a dos categorías: 1) Qué les harían a los invasores (nosotros) si tenían la oportunidad. 2) Por qué medios prácticos podrían informar a un ser, que entre ellos denominaban «El Dios de la Guerra». «Parece impracticable resumir la conversación de estos dos individuos. Sin embargo, el siguiente breve extracto es sumamente instructivo. «Doctor Sojak: Si al menos no hubiésemos permitido que ese maldito Tovas no hablara de esto... Para él es sólo un experimento. »Odwor Jaf Kalas: Regresaremos, no te preocupes. Tan pronto como 2
Home, en inglés significa hogar (N. del T.)
surja la ocasión, él hará que regresemos. »Sojak: Mientras tanto, Barzum no está avisado. »Kalas: ¿Cómo podíamos avisarle, Doctor, si jamás habíamos estado aquí? Pensemos qué les haremos a esos imbéciles, y no malgastemos el tiempo preocupándonos. »Sojak: El principal problema será ponernos en comunicación con él Dios de la Guerra. Si está en otra expedición, tal vez no resulte fácil localizarle. »Tal vez sea prematuro sacar conclusiones de ambos informes, pero hay una sugerencia que se impone por sí misma. »¿No podría ser ése Shurlok Homes el Dios de la Guerra, a quien es difícil localizar, a no ser en una terrible acción? »Por favor, estudiad el problema para su solución.» Dionnai, conde de Maivail levantó la vista, sintiéndose deprimido. La jaqueca había progresado. Se levantó y estaba a punto de encaminarse hacia el corrector más próximo cuando entró Angstat, con aspecto preocupado. —Señor, faltan dos prisioneros. —¿Cómo es posible? —Maivail estaba irritado. —Nadie lo sabe, señor. Se han desvanecido. Maivail empezó a lanzar una aguda exclamación, pero de repente cogió el informe que había estado leyendo. Repasó unos párrafos: «Ordwor Jaf Kalas: Regresaremos, no te preocupes. Tan pronto como surja la ocasión, él hará que regresemos.» Maivail contempló atentamente a Angstat. —¿Cómo se llaman los dos prisioneros desvanecidos? Angstat le entregó un fragmento de papel. «Andru Higgins y Stefin Delahi»
XV Swanbeck, Holden y otra media docena se hallaban en torno a la mesa, con las colillas de cigarrillos en un cenicero colocado en medio. Había lápices, pisapapeles, reglas por todas partes, y montañas de documentos atestaban la mesa y el suelo. —Bien —dijo Swanbeck, tras haber examinado un dibujo—. Ya tenemos el esquema y, como han dicho ustedes, el objeto debe casar completamente contra la fachada que alberga la rueda posterior. Tal vez ellos no se han dado cuenta de ello. —Usemos una cápsula de aluminio ligero —dijo un individuo delgado, de ojillos vivaces, con un lápiz sobre una oreja—, y será un conjunto perfecto.
Ellos tienen al menos tres dibujos de este avión. El que posee una serie de portillos para permitir que la rueda posterior parezca la misma si lo arreglamos con una rueda trasera «fija». —En vuelo, tal vez —opinó Swanbeck—, pero al aterrizar, la rueda posterior encajará en un ángulo distinto, y no habrá portillos. —Tal vez no se den cuenta. Podemos poner unos portillos de imitación. —Bueno, esto está demasiado a popa —exclamó inesperadamente Holden—. El peso hará que caiga la cola. —¿Qué otra cosa podemos hacer? —preguntó Swanbeck—. No podernos adelantarlo. Dos modelos de esta clase de aviones tienen ruedas anteriores que se pliegan a los costados del aparato. El otro modelo posee ruedas anteriores fijas. Pero de todas maneras, esto sería como un pulgar dolorido en cualquier sitio, salvo delante de la rueda posterior. —De acuerdo, Phil, pero así la cola bajará. Si lo ponemos ahí, tendremos que inventar algo para darle la explicación lógica que explique la bajada de la cola. —¿Qué? Holden frunció el ceño largo rato. —Tal vez podríamos encajarlo con aquel pequeño problema de mantener el objeto unido en el primer sitio. —Sí, seguro que sí —afirmó Swanbeck—. Lo que necesitamos es algo que atraiga su atención y les haga aterrizar. O forzarles a bajar. El individuo del lápiz tras la oreja, dijo: —Podría ser, ¿pero se le ha ocurrido a alguien que estos aviones poseen un diseño especialmente sencillo? —¿Qué quiere decir? —inquirió Holden. —No hay más que mirarlos. Obviamente, emplearon grandes conocimientos técnicos cuando los construyeron. Los hicieron sin alas, y son de un metal muy duro que puede destruir a nuestros aparatos, mientras que los nuestros apenas mellan los suyos. Y sin embargo, aquí hay uno con un equipo fijo de aterrizaje. Lo cual me produce la impresión de un cruce híbrido entre una técnica avanzada y otra simple, como si un Spad de la Primera Guerra Mundial se hubiera aparejado con el Marte I, y hubiesen tenido un vástago. O como si nosotros estuviésemos invitados al lanzamiento de una raza técnica, y cuando la cuenta llegase al punto de «ignición», un muchacho con un traje de amianto destrozase el cohete, arrojando una cerilla encendida por un agujero. Como si se abriese la capota del motor de un coche, y en su interior, en lugar de la maquinaria, hubiera media docena de ardillas. No sé si pueden comprenderme.
—Veamos de nuevo estas fotografías —propuso Holden. Alguien las colocó sobre la mesa y Holden y Swanbeck se inclinaron para estudiarlas. El primero utilizaba una lente de aumento. —Sí, es un equipo de aterrizaje sumamente tosco. —Claro —dijo alguien—, algunas grandes mejoras, incluso los más grandes adelantos tienen sus desventajas. Tal vez esta gente gusta de las cosas sencillas. —Sí —asintió otro—. Pero lo malo de las cosas sencillas es que tornan los procedimientos lentos y complicados. Sirven para muchas cosas, pero si se las quiere emplear como instrumento de aplicación general, son como un hombre provisto de un martillo y una sierra tratando de competir con instrumentos eléctricos. No, desafía a la razón que una raza tan adelantada utilice un equipo de aterrizaje tan simple. —¿Por qué no? Tiene pocas partes. Es... El individuo del lápiz tras la oreja les interrumpió con impaciencia: —Porque es una cosa muy tosca, he aquí por qué. ¿Pueden ustedes pensar que un ingeniero lo dejaría así? —¿Qué piensa usted de esto? —Swanbeck volvió a dirigirse a Holden. Holden dejó las fotos sobre la mesa. —Lo cierto es que los utilizan. —Sí ¿pero por qué? Frunciendo el ceño, Holden cogió una fotografía. —¿Por qué una raza tan adelantada produce metales súper-duros, pantallas de fuerza y, aparentemente, antigravitatorias, y en cambio tiene un equipo de aterrizaje tan sencillo? —Pensándolo bien —replicó Swanbeck—, no es sólo esto lo único tosco y rudimentario que poseen. También es tosca su estrategia y su táctica. —Nos han aplastado. —¿Y cómo no, con su superioridad? Han empleado el procedimiento de dividir la Tierra en varios sectores, poner una fuerza expedicionaria en cada uno y, metódicamente, ir aplastándonos. Lo cual sólo demuestra la superioridad de su fuerza. Holden, exasperado, arrojó la fotografía sobre la mesa. —Sí —dijo— ¿pero cómo consiguieron esta superioridad? Han solucionado problemas que nosotros reputábamos imposibles, y esto supone un nivel de habilidad técnica que unos necios no podían poseer —volvió a contemplar la fotografía que tenía delante y de nuevo su mano avanzó para cogerla. La rueda, tosca, rudimentaria, le miró burlonamente.
XVI Maivail contempló atentamente al guardián. —Veamos si lo entiendo —dijo—. A usted le ordenaron llevar a los prisioneros a presencia del teniente Sarokel para ser interrogados. El guardián, pálido y tembloroso, estaba militarmente rígido. —Sí, señor. —Usted se acercó a la puerta de la celda, sacó la pistola y les ordenó a los presos que se alejaran de la puerta. —Sí, señor. —¿Obedecieron? —Señor, lo ignoro. Algo pareció estallar en mi conducto respiratorio. Sentí una frialdad, una sensación de... como una niebla muy densa, luego... bien, no lo sé. Cuando volví en mí, estaba en el suelo. Los prisioneros habían desaparecido. —Bien —Maivail frunció el ceño—. Usted recuerda con claridad que, cuando se acercó a la celda, los presos estaban en ella ¿verdad? —Oh, sí, señor. —¿Efectuaron algún movimiento amenazador hacia usted? —No, que yo recuerde, señor. —¿Vio a alguien más? —A nadie, señor. A nadie en absoluto. —¿Oyó algún movimiento a sus espaldas? —No, señor. —¿Le duele la cabeza? —No, señor. —Cuando volvió en sí, los prisioneros se habían evaporado, pero la puerta seguía completamente cerrada, ¿verdad? —Sí, señor. —La puerta de la celda, en otras palabras, estaba exactamente como cuando usted se acercó a ella para dejar salir a los presos, ¿no es así? —Sí, señor, exactamente. Maivail miró a Angstat, frunciendo el ceño. —¿Y sus llaves? —preguntó Angstat—. ¿Se las habían quitado? —Estaban en el llavero sujeto a mi cinturón, señor. Igual que antes. —¿A qué distancia se hallaba usted de la puerta cuando perdió el conocimiento? —inquirió Maivail. —Muy cerca, señor. A punto de abrirla. Maivail dirigió una mirada inquisitiva a Angstat, el cual meneó la cabeza. Luego volvió a concentrar su atención en el guardián.
—Bien, puede irse. El guardián saludó rígidamente y salió. El Facturador de Aviones entró entonces, se detuvo, saludó, y permaneció firmes mientras Maivail y Angstat le miraban atentamente. —Bueno —dijo Maivail—, según su informe no se ha echado en falta ningún aparato. —Exactamente, señor— musitó el Facturador. —Hable más alto —exclamó Maivail, colérico. El Facturador se envaró, con lo cual su estatura ganó un cuarto de pulgada. —Lo siento, señor. Correcto, señor. No falta ningún aparato. —¿Ninguno en absoluto? —Correcto, señor. —¿Qué posibilidades existen de que los presos hayan podido penetrar en uno? —Señor, es posible. Si llegaron a un hangar de mercancías sin ser vistos, y con cautela, es probable que entrasen en un aparato sin grandes molestias. Siempre hay al menos una docena en trance de ser cargados. Los mozos no se muestran excesivamente vigilantes, no tienen motivos para ello, por lo que sería muy sencillo penetrar en un avión. Además, la dotación de vuelo siempre espera al último instante, y sólo sube al aparato cuando el jefe del hangar indica que se ha completado la carga. La dotación no tiene ningún motivo para registrar la sección de mercancías. Cuando llegan a la zona señalada, pulsan el transportador y envían a alguien para que mantenga los fusores en la cinta y corrijan las palancas. Naturalmente, si el transportador se atasca, todos corren hacia atrás para apartar los hidrofusores a punto de lanzamiento, puesto que muchos van graduados, lo cual limita excesivamente el margen de tiempo. —¿Cuándo serían descubiertos los prisioneros? —Señor, si se arrastrasen sobre la rueda trasera y no hiciesen ruido, no serían descubiertos. —Bien. Que tres hombres registren cada uno de los aparatos a medida que vayan regresando. —Señor... Desde que efectuaron aquel ataque, andamos cortos de personal. La única manera de disponer de tres hombres es pidiéndolos al jefe de hangares, o bien tres individuos de una dotación de vuelo. —Sáquelos de una dotación. De la otra forma se demoraría todo el procedimiento. —Sí, señor.
—Quiero a esos presos. —Sí, señor. —Bien, nada más. El Facturador saludó y salió. —¿Qué opina? —le preguntó Maivail a Angstat. —Está más allá de mi inteligencia, señor —se disculpó el aludido—. ¿Qué le ocurrió al guardián? Si le hubieran tenido a su lado y le hubiesen golpeado en la cabeza, lo comprendería. Pero no fue así. —Bien, se ha registrado toda la zona despejada y no se les ha encontrado. Lo cual significa que están fuera. No falta ningún avión, por tanto, no robaron ninguno, ni arrollando a una dotación ni por ningún otro medio. O sea, que se hallan escondidos a bordo de uno o... —Maivail cogió el informe resumido del teniente K. Sarokel y leyó—: «Tan pronto como surja la ocasión, él hará que regresemos». Maivail estaba exasperado. —¡Que se presente Sarokel! — ordenó.
XVII Swanbeck escuchaba la voz que estaba hablando por teléfono. Por fin dijo: —Sí, señor... Entiendo, señor... Sí, señor... —y dejó el receptor. La estancia estaba sumida en el más absoluto silencio cuando levantó la mirada. Holden empezó a preguntarle qué había ocurrido, pero al ver la expresión de Swanbeck, prefirió callar. —Era Denver. Por fin han conseguido bastantes informes para formar un buen cuadro del conjunto. —¿Es... muy malo? —quiso saber Holden con angustia. Swanbeck asintió. —Había dieciocho fuerzas de invasión. Nosotros destruimos seis. Bien, todos se metieron dentro de la cápsula y durante unos días no ocurrió nada. Mientras tanto, estuvieron construyendo esas cámaras en forma de buñuelo para protegerse contra otro ataque nuestro. —Pero no se han movido de donde estaban —dijo Holden—, aunque con fuerzas disminuidas. —Sí. Bien, en los seis lugares donde atacamos han hecho lo mismo que aquí. Pero en los otros doce sitios, han cambiado su táctica. En vez de tropas de ataque, rampas de lanzamiento de cohetes y demás instalaciones militares, están atacando todas las instalaciones industriales. Uno de sus aviones se desplaza sobre un punto, va volando por entre una nube de
fuego, producto de los antiaéreos y cohetes, y finalmente deja caer una serie de bombas. La instalación del lugar elegido desaparece por completo. El avión se marcha en busca de otro cargamento de bombas. ¿Qué podemos hacer? —También esto es rudimentario —señaló Holden. Swanbeck le miró consternado. —Sí, es lo que estábamos diciendo antes —continuó Holden. Sus métodos son eficaces pero sólo a causa de su fuerza arrolladora. Swanbeck adoptó la expresión de un hombre con dolor de estómago. —Lo sé. Es mi propia argumentación. ¿Pero dónde está la diferencia? Seguro, emplean unas poderosas fuerzas. Arrojan una docena de bombas H cuando bastaría con una. ¿Pero qué hay con eso? Tienen bombas H en cantidades masivas. ¿Qué importa que el adversario malgaste sus fuerzas si las posee ilimitadas? Había desesperación en la voz de Swanbeck. —Sólo está perdido quien... — dijo Holden en voz baja. —Lo siento —se excusó Swanbeck—. Pero es lo mismo que celebrar un duelo con un ser poseedor de una armadura impenetrable, una hoja que corta el acero como el queso y con tan perfecta salud que jamás se fatiga, sanando sus heridas ante tus ojos. ¿Qué podemos hacer? El hombrecillo del lápiz tras la oreja lanzó una seca carcajada. —Es una respuesta generalizadora para este problema. No se puede vencer contra su estilo. En cambio, se les puede arrojar tabaco mascado a los ojos. Swanbeck comenzó a vociferar coléricamente, pero luego calló, parpadeando asombrado, como Holden. Por un instante, algo pareció flotar en el aire, algo que ambos hombres trataron de asir. —La idea de la mina-lapa —dijo al fin Swanbeck—. No habíamos vuelto a pensar en ello. —Exacto —Holden estaba intrigado por hallar la solución, de la cual tan cerca se sentía—. Pero aparte de saber que tenemos que atacarles... —No hay una solución general —le interrumpió Swanbeck—. Aunque destruyamos tres o cuatro bases suyas, ¿qué les impide lanzarse sobre nosotros desde las demás? Mientras tanto, si sólo una de estas fuerzas de invasión descubre el truco, puede notificárselo al resto. ¿Y si entonces ellos envían un equipo de inspección para comprobar los aviones que entran? —Esto nos detendría. Swanbeck asintió. —Nos hallamos en un terrible dilema. Tenemos que atacarles cuanto
antes porque el tiempo está de su parte. Sin embargo, poseen una defensa casi perfecta. El único sitio por donde sería posible cruzar la barrera es el agujero por el que pasan los aviones. Pero es sumamente difícil. Han abierto cierto número de pasos, que sólo están abiertos brevemente. Y aun logrando penetrar dentro de la barrera, no podríamos alcanzar su base interior. —Por esto hemos pensado en la mina-lapa —asintió Holden—. Si no ven la mina y el avión pasa al interior, entonces volará... —Sí, pero existen demasiadas condiciones. El primer plan que empleamos ofrecía la posibilidad de destruir dos tercios de sus hombres, como así ocurrió. Este plan de ahora sólo ofrece la oportunidad de destruir a dos o tres. Tras lo cual aumentarán sus precauciones, y ya será completamente imposible llegar hasta ellos. Holden exhaló un profundo suspiro. —Tienes razón —dijo. Hubo un silencio sepulcral, en busca todos de otra solución. En aquel momento apareció un sargento, con aspecto sobresaltado. —Señor, los señores Higgins y Delahaye están ahí fuera. Swanbeck y Holden contemplaron fijamente al sargento. —Que pasen.
XVIII Dionnai, conde de Maivail, miró al teniente K. Sarokel. —¿Me está contando que ellos le interrogaron a usted? Sarokel extendió ampliamente las manos. —Excelencia, mi propósito era obtener información de ellos. Un buen oficial de Inteligencia puede aprender muchas cosas permitiendo que los presos le interroguen. —Sí, pero a cambio, ellos también obtienen información. —¿Pero qué ganan con ello, señor? Un prisionero, dentro de nuestra cápsula, no tiene en absoluto contacto con el exterior... —Pues esta pareja lo tenía, al parecer. —Señor, tan pronto como les oí ufanarse de sus posibilidades de fuga, dejé de darles informaciones. Antes no se me había ocurrido la posibilidad de que pudieran escaparse. —Supongo que la información que les pasó era correcta. —Señor, dar informes falsos complica el asunto. Estos nativos no son tontos, señor, sino muy perspicaces. —¿Son inteligentes todos los presos? —No tanto como ese par. —Y, naturalmente, usted les dio información a los más peligrosos.
—Los más inteligentes siempre son los más peligrosos, Excelencia, pero son también aquéllos de quienes más puede aprenderse, y quienes pueden ayudar en mayor grado si se obtiene su colaboración. —¿Obtuvo la colaboración de esos dos? —No, señor. Aunque creo que conseguí amortiguar algo su enemistad. Maivail se retrepó en su butaca. —Haciendo amistad con el enemigo y consolándole, ¿eh? —Los presos que están siendo interrogados pertenecen a una categoría especial, señor. El consuelo que reciben y las comodidades que se los otorgan están destinados a beneficiarnos a nosotros. Si se sienten mejor durante el interrogatorio, esto no nos perjudica a nosotros. En cambio, hablarán con más libertad, como si estuvieran conversando con un amigo. —Entonces, ¿mataría usted con la misma facilidad a un preso con quien está entablando lazos de amistad, que a otro en condiciones normales? —No, señor. Lamentaría la necesidad de matarle. Pero lo haría, si fuese preciso. Mi superior, sin embargo, seguramente no me lo ordenaría, pues siempre hay que ver la reacción de los presos en los interrogatorios sucesivos. No me gustaría tanto trabar amistades si supiera que más tarde debo de matar a un preso. Mi tarea, señor, es estricta y terminantemente obtener información. Tal vez pierda el puesto algún día, pero mientras esté en él, hago cuanto puedo por cumplir con mi deber. —Y no obstante —replicó Maivail—, estos presos se escaparon, teniente. Sarokel pareció lamentarlo, pero no perdió un ápice de su firmeza. —Vigilar a los presos no entra dentro de mis atribuciones, señor. —Cierto. Bien, usted afirma que puede aprender muchas cosas dejándose interrogar por un preso. Y, naturalmente, también aprende de cuanto puede escuchar. —Depende de las circunstancias, señor —vaciló Sarokel. —¿Cuáles? —Bueno, señor, los prisioneros no siempre son sinceros. —Ahora me refiero a las conversaciones mantenidas en sus celdas. —Sí, señor. Existe la presunción de que cuanto se dice en las celdas es siempre correcto, pero si presumirnos también que hay presos inteligentes, debemos suponer que también saben cómo defraudar a sus captores. —¿Quiere decir —se irritó Maivail—, que usted les dijo a esos dos que había micrófonos ocultos en la celda? —Ciertamente no, señor. No les dije tal cosa. Ni me lo preguntaron. Sólo quise decir que los dos eran individuos de gran inteligencia, y que por tanto pudieron sospechar la presencia de tales micrófonos.
Maivail tabaleó sobre la mesa. —¿Entonces no cree usted en la conversación sobre la que informó? —Ni creo ni dejo de creer, señor —contestó Sarokel, incómodo. —Pero usted envió un informe. —Para evaluación del mismo por parte de mis superiores, señor. —De acuerdo, teniente —asintió por fin Maivail—. Ha sabido defenderse correctamente. Y tengo la impresión de que usted debe de haberse formado una idea bastante coherente de esos tipos, sus costumbres y habilidades. Me gustaría formularle a usted ciertas preguntas. —Ciertamente, señor. Le diré lo que pueda.
XIX Swanbeck y Holden contemplaban a los dos ex cautivos. Higgins llevaba al brazo izquierdo un cabestrillo y Delahaye se apoyaba en unas muletas. Los dos sonreían. —No fue tan malo —dijo Delahaye—, teniéndolo en cuento. —Aquellos árboles sólo parecían blandos —añadió Higgins. Holden contempló agudamente al hombre del lápiz y a la silla vacía que tenía al lado. Luego, trasladó de nuevo la mirada a Delahaye. —¿Le molesta estar de pie? —Bien... Al extremo de la mesa, alguien se aclaró la garganta. —Venga aquí, Steve. Tenemos una butaca sobrante. Higgins y Delahaye se contemplaron mutuamente. El último sonrió y avanzó hacia la silla vacía, en la que se sentó, siendo al instante rodeado por los inquisidores. Holden se concentró en Higgins. —Están destruyendo casi todos los centros civilizados del planeta. —Naturalmente. —¿Por qué? ¿Qué les hemos hecho nosotros? —Bueno —repuso Higgins con sequedad— enviamos un equipo de exploración planetaria. —¿Y por qué les molestó esta exploración? —Obviamente, nos consideraron una potencia rival. Vieron que poseíamos... hidrofusores, y que por tanto resultábamos peligrosos. —¿Qué es un hidrofusor? —El instrumento básico de la ciencia. —¿El qué? —No hay ciencia sin hidrofusor. Los hidrofusores son los instrumentos básicos de la ciencia. La ciencia es el conocimiento de lo que puede hacerse
con los hidrofusores, y cómo hacerlo. Sólo se puede construir un hidrofusor cuando ya se poseen otros. Cuando se tienen hidrofusores y se sabe utilizarlos, se posee un poder infinito; puede controlarse la estructura atómica y molecular, los procesos de los metales, crear barreras impenetrables, crear la antigravedad, construir correctores, y fabricar más hidrofusores. Si se tiene un enemigo, hay que construir grandes cantidades de hidrofusores, colocar una clavija especial a uno de sus costados y arrojarlos sobre él. Cuando estallan debido a su inestabilidad, claro está. Holden estaba inclinado hacia delante, las manos sobre la mesa. —Está afirmando que poseen un instrumento básico... ¡Un momento! ¿Se trata de un reactor de hidrofusión controlado? —¿Cómo pueden saberlo? Y si no lo saben... —Un momento. ¡Si lo han construido, tienen que saberlo! —¿Por qué? ¿No es posible utilizar un martillo sin conocer la composición del acero? —Sí, pero es imposible fabricar otro martillo sin saber cómo está hecho. —Seguro. Hay que saber cómo está hecho. Lo que se hace entonces es coger cuatro «hidrofusores» y estudiar los procedimientos en el manual, bajo el epígrafe conveniente. Entonces se cogen las debidas cantidades de material, y utilizando otro hidrofusor como modelo, se coloca a éste en el foco alfa de los otros cuatro. Bien, se comprueban los diseños de los cuatro hidrofusores, y se mueve el ensamblaje de forma que los materiales se hallen en el foco beta. Entonces, se sitúan los cuatro en forma de inestabilidad cíclica, y se dejan por un tiempo. Después, la mayoría de los materiales han desaparecido, y se poseen seis hidrofusores en vez de cinco. Se redactada un nuevo manual para el reciente hidrofusor y ya está. Es muy fácil. Esta lección es de la Ciencia Seis. Holden y Swanbeck se miraron mutuamente. Swanbeck contempló después a Higgins y dijo: —¿Cómo sabe...? —¿Que me dijeron la verdad? —terminó Higgins, con aspecto cándido—. Claro que no lo sé. Posiblemente pensaban dejarnos marchar después de contarnos una sarta de embustes, y por esto nos ayudaron a huir. —Bien —se maravilló Swanbeck—, hallo muy extraño que consiguiesen escapar. Holden, que conocía la repugnancia que Higgins sentía hacia toda autoridad, no dijo nada. Higgins poseía un aspecto de su carácter que Holden siempre trataba de evitar. Higgins estaba sonriéndole a Swanbeck, descansando su mirada en la
estrella plateada de su guerrera. La nuca de éste enrojeció. Apretó convulsivamente la mano, y luego la relajó. —Vamos a ello —dijo, bruscamente. —¿A qué? —Higgins le miró con ironía. Swanbeck esbozó un gesto de disgusto. —Mientras estamos aquí, los Chinches siguen adelante con su plan. Higgins dirigió su mirada a un rincón de la estancia, se levantó y salió fuera. —¿Qué le ocurre? —le preguntó Swanbeck a Holden. —No le gusta la autoridad. Además, usted dudó de sus palabras. —Tenía que dudar. —¿Qué importa? Swanbeck vio cómo Higgins regresaba, llevando una caja oscura del tamaño de un diccionario. Se sentó enfrente de Swanbeck y giró la caja hasta que una ranura quedó delante de aquél. La ranura tenía una pulgada y media de anchura por dos de longitud. A su lado derecho había un triángulo de color anaranjado, apuntando hacia abajo, con lo que parecían unas letras griegas en la base de un triángulo. A la izquierda de la ranura había un triángulo similar de color verde, apuntando hacia arriba. Una esquina de la caja se hallaba desgarrada, manchada. —Bien —dijo Higgins sin dejar de mirar a Swanbeck—, le diré cómo conseguimos huir de la prisión de los Chinches. Buscó en su bolsillo y extrajo una pistola aplanada, de juguete, con la que apuntó a Swanbeck. Éste no alteró la expresión de su semblante. —Esto es una jeringa —explicó—. En el inyector hay un pedazo de cera —cubrió el extremo de la pistola con una mano y luego la retiró. La expresión de Swanbeck no cambió. —Éter —dijo. Higgins asintió. —Éter. Estuvimos en la base de la hondonada cuando nos marchamos en el reactor. Yo había tenido ciertas dificultades en poner el motor en marcha, por lo que me llevé esta jeringa para inyectar éter al carburador. Pero Andy ya había descubierto el fallo, por lo que desaparecieron todas las dificultades. Ensarté esta pistola dentro de mi bota, y cuando los Chinches nos atraparon no la encontraron. Los Chinches poseen una vista tremenda, con unos ojos enormes, pero se nos parecen mucho. Sólo poseen un rasgo peculiar. En lugar de nariz tienen algo que parece el extremo de un conducto inhalador de aire, completado con un enrejado. No sólo respiran a través del
emparrillado, sino que los sonidos salen por allí. No tardamos en averiguar que no poseen el sentido del olfato. En la cápsula existe mucha materia corrompida, y su hedor casi nos hizo desmayarnos. A los Chinches parecía también molestarles un poco, pero no como a nosotros. »Bien, para descubrir si olían o no, vertí un poco de éter en mi pañuelo, y lo exhibí cuando entró el guardián. No hizo el menor comentario, pero perdió el equilibrio y pareció ofuscado. Cuando llegó el momento de escapar, le lancé un buen chorro a su conducto respiratorio y se desvaneció. Salimos, nos ocultamos en un avión, y cuando pasamos encima de unos pinos bajos, arrojamos esta cajita y saltamos sobre los árboles. Bien, afirmo que esta caja es un hidrofusor, que ellos emplean para fabricar cosas, y que convierten en una bomba por un procedimiento que sitúa una palanca bajo la ranura, donde usualmente hay un espacio libre. Higgins miró intensamente a Swanbeck. —Tal vez nos hayan engañado. Tal vez nosotros seamos unos necios. Pero apriete la palanca y descúbralo.
XX Maivail escuchaba atentamente, con un profundo surco en la frente, a medida que Serokel hablaba. —Resumiendo, señor, tengo la impresión de que esos individuos poseen un abordamiento completamente distinto al nuestro. Haciendo una comparación..., ¿está usted familiarizado con la Gran Meseta de Sanar? —¿Dónde está situada la ciudad de vacaciones? Ciertamente; he estado allí varias veces. —Bien, señor, recordará cómo es el contorno. El centro de la zona es una marisma. Maivail sonrió, reminiscente. —Sí, y los fanáticos de la naturaleza van montados en ruedas de autofuerza desde el aeropuerto espacial, a través del pantano, y luego trepan por la ladera de la Meseta —se echó a reír—. De niño, formé parte de un grupo adicto a la naturaleza, y pasé por ese camino sobre una rueda. El lugar estaba plagado de chinches. Después llegamos al fondo de un empinado promontorio y trepamos, trepamos. Yo me sentí cansado, desdichado. A mi alrededor, los demás deseaban, sin más demora, escalar el risco. En la ladera existe un pequeño nicho donde pasamos la primera noche. El muro delantero del risco era vertical, como la fachada de un edificio. »Cuando íbamos a empezar la ascensión, hubo un grito, y vi a varios escaladores silueteados contra el cielo, atados por una cuerda. Cayeron
contra una roca y ya no pude verles, pero seguí oyendo el grito. Aunque eran varios, sólo pareció resonar un grito. Luego se produjo un estallido. «Nuestro grupo estaba pálido. Varios temblaban. Pero el jefe, un mocetón fornido, exclamó sin alterarse: ¡Esta forma de trepar nunca ha dado buenos resultados! Bien, arriba. Ya es hora de empezar. »En aquel momento —continuó Maivail— un aerotaxi se posó a un costado, y el conductor gritó sin grandes esperanzas: ¿Alguien va hacia arriba? Entré en el taxi con tanta premura que se ladeó. Bien, yendo hacia lo alto pasamos por delante del muro erecto, y me sentí tentado a dar gracias por aquel impulso que me había hecho coger el taxi, en vez de atarme a una cuerda con otros dos o tres temblando delante, y el precipicio debajo. Luego, por algún oculto motivo, comencé a tacharme de cobarde, y casi fui lo bastante necio para pedir que volviésemos de nuevo abajo. Pero por fortuna se me ocurrió pensar que iba a la Meseta a pasar unas vacaciones, y como parte de un programa de adiestramiento militar. Llegué a la cima, gocé de mis tres días de vacaciones y naturalmente pude disfrutar de más tiempo que los que ascendieron por el risco. Me gusta la Meseta. Pero no escalarla por el costado. Sarokel escuchaba con suma atención. —Sí, señor. Así es exactamente. La tierra de abajo es lisa, pero infestada de cucarachas y chinches. La tierra de arriba también es lisa, pero aparte de los lagos y pantanos, es tierra seca, firme, suave. Pero para llegar a la cima, si no se dispone de un aerotaxi, es muy dificultoso, aun cuando se vaya por el camino más accesible. —No vale la pena —asintió Maivail—. Excepto, claro está, que no haya otro medio de subir. —Así es, señor. —¿Qué quiere decir? —La comparación es perfecta. Nosotros estamos en la Meseta. Los nativos o se hallan en la llanura de abajo o están escalando el costado de la Meseta. —Parece correcto —dijo Maivail, tras unos instantes de meditación. —¿Verdad? Además, es fantástico. —¿Pero piensa que es verdad? —Sí, señor. —¿Y puede relacionar su comparación con los hechos? —Creo que sí, señor. —Bien, adelante —y Maivail aguardó en completa tensión.
XXI Swanbeck y Holden contemplaban el aparato de aspecto inofensivo, con sus palancas y numeradores, el montón de tornillos que habían colocado en uno de los extremos, y la pequeña barra brillante aparecida en el otro. Holden vaciló, y finalmente asió la barrita. Al tacto estaba caliente, y era muy pesada para su tamaño. —¿Es...? —empezó a preguntar Swanbeck, frunciendo el ceño. Estudió el rostro de Holden, luego miró el aparato, y por fin trasladó su mirada a los tornillos. Holden saco un cuchillo del bolsillo. —Es relativamente blando —dijo—. No es hierro. Y es pesado. Muy pesado. Si no es platino es: algo por el estilo. —Entonces —terció Swanbeck— debemos presumir que este... aparato transforma el hierro en platino. —¿Presumir? —preguntó Holden, con ironía. —Exacto. ¿Cómo sabemos que no se trata de un juego? Esta es la clase de trucos que le gusta a la gente, y con los que se deja engañar todo el mundo. Higgins, aquí presente, ha estado en manos de estos extranjeros sumamente adelantados cierto tiempo, el suficiente para que le hiciesen un lavado de cerebro, lo hipnotizasen y lo preparasen para nacerle creer cuanto ellos quisiesen. Seguro, vemos las pequeñas barreras formadas a cada extremo, y nos enfrentamos con los tornillos que no son de hierro ni de platino. Muy convincente. ¿Y si empezamos a estudiar y analizar esa caja y perdemos con ello un tiempo precioso para atacar al invasor? —¿Bill...? —Holden había arrugado profundamente el entrecejo. —¿Más clavos? —preguntó uno de los de la mesa. Holden asintió y cogió la caja que podía ser un «hidrofusor». —Los suficientes para llenar esto. —Seguro. Holden llamó a otro individuo. —Busque un contador geiger, ¿quiere? —se volvió a Swanbeck—. No me gusta tener que manejar esto, que puede ser una bomba de fabricación extranjera. Swanbeck, que había estado examinando la barrita, la soltó apresuradamente. Higgins pareció aturdido un instante, luego se levantó y apartó a Delahaye de entre sus interrogadores. La misma expresión de Higgins apareció en el semblante de Delahaye. Los dos, muy graves, sacaron unos cuadernos y lápices, se sentaron, y comenzaron a dibujar el «hidrofusor».
Swanbeck miró a Holden y asintió, frunciendo el ceño, en dirección a Higgins y Delahaye. Holden estudió sus rostros, y luego le devolvió a Swanbeck su mirada. —Han recordado algo. O creen que pueden haber pasado algo por alto y tratan de averiguarlo. Esta es mi suposición. —Parecen preocupados. Holden se encogió de hombros. —En tal caso, es su problema. Son conscientes y podemos fiarnos de ellos. Swanbeck no pareció muy convencido, pero no contestó. Uno de los hombres de Holden regresó y llenó la cajita de clavos. Otro apareció con un contador geiger, lo probó en la barrita y meneó la cabeza. —Nada —dijo. Holden lo probó también y asintió. —Mi reloj de pulsera está mucho peor que esta caja —dijo. Higgins y Delahaye trazaron varios bosquejos, los estudiaron gravemente y cerraron los ojos un instante como para dar gracias por algo, tras lo cual se levantaron simultáneamente. El rostro de Swanbeck continuaba inexpresivo. —De acuerdo, no está mal —concedió Higgins—. Y es verdad. Pudieron lavarnos el cerebro, pero si fuimos hipnotizados y nos enseñaron a utilizar esto en estado de hipnosis, me sorprende que nuestra memoria sea mejor que si sólo hubiéramos aprendido la calidad de ese aparato mediante una demostración. Y no es así. Higgins y Delahaye le entregaron a Swanbeck sus bocetos. El último los comparó con el hidrofusor y luego entre sí. En ambos, las proporciones generales del aparato eran perfectas, y la posición relativa de la mayoría de los numeradores y clavijas era exacta. Pero algunas clavijas estaban mal colocadas, sus medidas no estaban claras, y mientras las posiciones relativas eran casi exactas, no lo eran las verdaderas. Los bocetos eran lo que cabía esperar de dos observadores que han tratado de intuir cómo se emplea la pieza de un aparato desconocido, pero que no han tenido ocasión de estudiarlo con atención. Swanbeck asintió y le pasó los dibujos a Holden. —¿Pero por qué —quiso saber el último, mirando a Higgins y Delahaye alternativamente— les enseñaron cómo se usaba?
—Tuvimos un hábil interrogador —explicó Higgins—. ¿Por qué no tenía que enseñárnoslo? Mediante nuestra reacción podía averiguar si también en la Tierra poseíamos un hidrofusor. —Además —agregó Delahaye—, pensaban que ya nunca saldríamos de allí. —¿Piensan que lo poseemos? —Swanbeck miró a Holden intencionadamente. —¿Qué otro artilugio pudo atravesar la barrera, causándoles tantos
destrozos? Holden se dedicó a estudiar el extraño objeto, y por fin volvió a mirar a Swanbeck. —Esto podría explicar la tosquedad de sus aviones. Sí pueden producir metales muy pesados, pero no saben cómo formarlos ni proceder con ellos... Al fin y al cabo, cuando es posible, se termina de afinar la superficie del acero inoxidable antes de tratarlo por el calor... —¿O sea que construyen todas sus cosas de la manera más simple? —Creo que se ven obligados a ello —contestó Holden, mirando a Higgins—. ¿Son científicos? —Claro que sí —repuso el aludido con sequedad—. La ciencia es «cómo emplear el hidrofusor». —No tienen ninguna palabra que signifique «investigación» —añadió Delahaye. —¿Y la medicina? —quiso saber Swanbeck. —Los correctores. —¿Qué es un corrector? —Uno entra dentro, se queda dormido, y cuando se despierta, está ya curado. —Cuando nos atraparon me hice un corte en una muñeca —explicó Higgins—. Bien, me metieron en un corrector, y la herida se cerró. No puedo demostrarlo porque el corte ya no existe. Ni hay cicatriz. —¡Un momento! —gritó Holden—. ¿Recuerda aquella vez en que se cortó lo mano con aquel tubo de vidrio roto? Déjeme ver su mano. Higgins dio la vuelta a la mesa y tendió su mano derecha. El brazo izquierdo estaba dentro de un cabestrillo, pero la mano carecía de vendaje. Holden estudió ambas manos. —¿Cuál era? —Creo que la derecha. —¿Fue un corte grande? —Profundo —repuso Higgins. —No era peligroso —añadió Holden—, pero dejó una marcada cicatriz. Ahora no hay la menor señal. —¿Cuándo se lastimó el brazo? —tronó Swanbeck. —Al saltar del avión. O mejor, al tocar el suelo. —No puedo aceptar la realidad de este... hidrofusor —decidió Swanbeck—, como no creo tampoco en una curación automática de las enfermedades. Holden se rascó la nuca.
—La verdad, Phil. En esta mano había una cicatriz y ya no está. ¿Cómo actúa? —la pregunta iba dirigida a Higgins—. ¿Bajo qué principio? Higgins pareció vacilante y miró a Delahaye. Éste meneó la cabeza y tendió la mirada por la estancia. —Querer obtener teorías de esos tipos es como querer sacar agua de una piedra —dijo Higgins, finalmente. —Lo intentamos —afirmó Delahaye—. ¿Cuál fue la explicación? Algo respecto a la corriente alfa, pero creo que esto estaba relacionado con la forma en que uno estaba allí. ¿Qué fue lo otro que... ? —Creo que lo recuerdo —dijo Higgins. Holden y Swanbeck se inclinaron hacia delante. —El aparato detecta, mediante un examen, un estado poco saludable en la persona, y lo corrige. Naturalmente, porque ésta es su misión. Holden lanzó un juramento. Swanbeck pareció aturdido, y luego exclamó: —¡Un instante, Higgins! ¿Tenía usted algún defecto físico? —Naturalmente. —¿Le faltaba algún diente? —Seguro —con la lengua palpó su dentadura—. Es una tontería —dijo al fin. —Un aparato es muy difícil que ponga o extraiga un diente —observó Holden. —De acuerdo —gritó Swanbeck, exasperado—. Pero pongamos un límite al asunto. Estoy ya harto de maravillas y misterios. Tenemos que hallar algo que ellos no puedan hacer. —De acuerdo, Andy —dijo Holden, levantándose—. Siéntese aquí. —¿Para qué? —preguntó Higgins, furioso. —Para poder inclinar la cabeza hacia atrás. Figúrese que ha llegado la hora de su examen dental. Enfadado, Higgins obedeció. Delahaye sonrió. Holden se inclinó sobre Higgins y Swanbeck encendió una linterna. Se produjo un gran silencio. Holden se enderezó, su rostro mostrando un gran sobresalto. Swanbeck mantenía un semblante inescrutable. Higgins cerró la boca con un suspiro y miró angustiado a su alrededor. —Esto no tiene límite —sentenció Holden—. ¿Seguro que no se lo hicieron mediante la hipnosis? Swanbeck meneó la cabeza. —El suspense le está matando —sonrió Delahaye—. ¿Qué le pasa a su boca?
—Treinta y dos dientes perfectos —declaró Holden. —No es bastante batirles —exclamó Swanbeck—. apoderarnos de su equipo.
Tenemos
que
XXII Dionnai, conde de Maivail, se sentía trastornado. —Sin correctores. Entonces, ¿cómo se curan cuando les sobrecoge la fatiga? —Dejan de existir físicamente. Como nosotros en los accidentes imprevistos. Como los salvajes, los animales y los fanáticos de la Naturaleza. —¿Todos ellos? —Por lo visto, señor. —¡Hum...! ¿Y las enfermedades y heridas? —Curas específicas y tratamiento. Distintos para cada dolencia. —Y considerando todo esto, ¿cómo se explica que consigan tener tanta resistencia? —Han estado trepando largo tiempo —dijo Sarokel, con cautela—. No han llegado a la cima de la Meseta, pero tampoco están en el llano. Casi saben cómo construir lo que nosotros consideramos básico. —¿No sacará ninguna conclusión de esto? —quiso saber Maivail. —No, Excelencia. —Entonces tengo que interrogarle. Usted afirma que ellos se hallan a punto, por ejemplo, de construir el hidrofusor. —Sí, señor. —¿Y construirlo sin tener ninguno? —Sí, señor —Sarokel estaba tenso. —¿Podemos nosotros hacerlos sin tener antes un modelo? —preguntó Maivail, inclinándose hacia delante. —No, señor —suspiró Sarokel. —¿Entonces pueden ellos hacer lo que no podernos nosotros? —La conclusión, aunque desagradable, se impone por sí sola. Maivail asintió y se retrepó en el asiento. —Esto es herejía —dijo—. Recuerde sus enseñanzas: »1) Al principio estuvo el Hombre y sus hidrofusores, y el Manual, y encima de todo el Espíritu Ordenador. »2) Y por mandato del Espíritu Ordenador, al Hombre se le enseñó a usar sus hidrofusores, y a leer el Manual. »3) Y el uso del hidrofusor, según el Manual, es la Ciencia, y se nos enseña que la Ciencia coloca al Hombre por encima de todos los demás seres.
»4) Y el uso de la Ciencia destruye el hambre y el dolor, viste y alimenta al Hombre, y derrota a sus enemigos... Maivail hizo una pausa y repitió: —1) Al Principio estuvo el Hombre y sus hidrofusores. ¿No es esto cierto? —Puede serlo para nosotros, señor —replicó Sarokel, inquieto—. Pero estos seres no han alcanzado todavía lo que nosotros consideramos el principio. —¿Pero están ya muy cerca? —Sí, señor. Según lo que he deducido por los interrogatorios, por sus conversaciones en las celdas y estudiando toda la información disponible, no veo otra conclusión razonable. —Correcto. Lo cual nos lleva a dos puntos. Primero, si ellos llegan a producir nuestros aparatos, ¿qué ocurrirá? ¿Quién será más poderoso? —Bien, señor..., por ahora la balanza se inclina a nuestro favor. Nuestra base es mucho más amplia. Pero ellos no son tontos. Con nuestros aparatos sumados a los suyos... Parece claro que ellos obtendrían un considerable refuerzo. Por ejemplo, pensemos en cómo podrían incrementar sus defensas. Ello obstaculizaría nuestro ataque. Otra cuestión que se me ocurre es: ¿Es nuestra Meseta el punto más alto de alcanzar? Vacilo en seguir adelante, a menos de caer en la herejía. Sin embargo, aun sin tener esto en cuenta, me parece claro que si ellos lograsen construir nuestros aparatos, además de los suyos propios, que ya nos han producido daños considerables... —¿Podrían vencernos? —Con el tiempo. Esto parece razonable, señor. —Si A es sólo ligeramente mayor que B —asintió Maivail—, se deduce que A más B es mucho mayor que A. Esto es lógico. —Sí, señor. Maivail volvió a asentir, con la expresión de un hombre que acaba de morder un trozo de carne y encuentra un grano de pimienta. —Muy bien. Veamos la segunda cuestión. El Dios de la Guerra —dijo, tras mirar el informe. —Señor —se lamentó el teniente—, ya he admitido que no sé nada a este respecto. —Entonces, aparte de su memoria la incertidumbre —replicó Maivail, mostrando un montón de informes—. Aquí están las memorias de ese tipo, traducidas. Llegaron hace poco. Sarokel contempló el título del informe:
—Una traducción de: EL DIOS DE LA GUERRA, DE 1202 (2P6) 11-4. Recuerdos Personales. Sarokel levantó la mirada. —Bien, éste es el planeta que sigue a éste en su sistema. —Exacto. Pero la descripción no concuerda con nuestros comunicados de exploración. —Creo que puedo explicarlo, señor. Al fin y al cabo, si este Dios de la Guerra es una realidad, de ahí se deriva que las conversaciones entre Higgins y Delahi son ciertas. Es la obra de un aparato de camuflaje realizado por dos científicos del planeta 1202 (2P6) 11-4. No recuerdo sus nombres, pero están en un informe. Los dos prisioneros se refirieron a ello un día. Lo recuerdo con toda claridad. Los prisioneros comentaban la gravedad del planeta. Uno de ellos observó que por esta razón el Dios de la Guerra no podía venir directamente hasta aquí con sus ejércitos, pero sí animarnos a invadir su planeta. Sus palabras fueron: «Será mucho más fácil matarles allí». Pero el primero dijo que este aparato de camuflaje que Tovas había hecho —sí, éste es uno de los nombres—, nos impediría la invasión, ya que pondría una falsa imagen en nuestras mentes y nuestros instrumentos. Después el segundo preguntó que en tal caso cómo iban a volver sus espadas contra nosotros. El primero replicó que no había que mencionar esto, pero que el Dios de la Guerra hacía tiempo había enviado a uno de los científicos mencionados —creo que nombró a otro—, a establecer una «factoría automática». Creo que esto es un ensamblaje de varios hidrofusores, cronometrado, para fabricar naves espaciales. Con ellas, siguió uno de ellos, sería sencillo cortar nuestras comunicaciones con nuestra región, y podrían sostener una descomunal batalla aérea contra nosotros cuando tratásemos de despegar, lo cual les proporcionaría mucha gloria. Lo único que tendrían que hacer para empezar la batalla sería localizar al Dios de la Guerra. Más tarde uno se refirió a la magia del científico que les envió aquí y le preguntó al otro si se daba cuenta del idioma en que estaban hablando. Y este fue el final de la información, señor. El otro contestó algo así como: Raj dia, doctor, sij haed... »No pudimos encasillar estas palabras con ninguno de los idiomas locales, y antes de que la cinta grabadora recogiese más informes, ellos se desvanecieron. Maivail estaba completamente interesado. —¿No dijeron nada respecto a la hora del ataque, o a su táctica con las
armas? —Nada, señor. Comprendí que todas las decisiones deben de ser efectuadas por ese Dios de la Guerra. Tendremos que tomar en consideración a ese individuo. Maivail ya lo estaba haciendo. Era obvio que ese tipo era un entusiasta de las guerras. Inquieto, Maivail se inclinó hacia delante. —Oiga, Sarokel, ¿cuánto tiempo cree que tardarán en localizarle? —No tengo idea, señor. Con un esfuerzo, Maivail logró contener su ansiedad y asintió. —Bien; gracias por su ayuda, teniente. —Gracias a usted, Excelencia. Sarokel salió. Maivail exhaló un profundo suspiro y recordó que ignoraban, sobre la base de la observación física, que el Dios de la Guerra fuese una realidad. Pero si no lo era, ¿por qué habría redactado sus memorias aquel tipo? Frustrado y colérico, Maivail maldijo en voz baja. ¿Por qué debía él, el Mariscal General Dionnai, conde de Maivail, Comandante Supremo de la Fuerza 12 de la Invasión Combinada, vacilar en medio de una charca pestilente de hechos inciertos? ¿Por qué tenía que evaluar tales misterios? Entonces recordó que la causa del conflicto era tan sólo debida a que el primitivo agente residente en el planeta, que había enredado el asunto, había sido asesinado por el segundo residente, Lassig, así como había también muerto todo el primitivo personal, que más o menos había logrado intuir la verdadera situación. Y, naturalmente, el personal de Lassig había tenido buen cuidado de no llegar a la misma solución. Por un instante, Maivail vio puntitos luminosos delante de sus ojos. Luego pensó con cierta satisfacción que estaba completamente justificado coger a Lassig y... Pero después recordó que él, Maivail, no podía obrar de tal forma, considerando que ya había recompensado a Lassig con una nébula de plata por los actos que ahora estaban produciendo tantos males. Maivail golpeó la mesa con el puño. Con la atención fija en problemas inconcretos se dio cuenta de una sensación rasposa en su garganta. Le parecía estar nadando dentro de agua gaseosa. El balanceo del mar provocaba la deformación de los objetos de la estancia. Mirando ofuscadamente, pareció empeorar. La mesa se convirtió en un aeropuerto espacial. El muro opuesto se encogió en un tabique no más grueso que un papel. Maivail se movió entre los gigantescos objetos de su despacho, y
extendió un brazo del tamaño de una nave espacial para oprimir el timbre que llamaría al Jefe del Estado Mayor Ejecutivo, barón Kram Angstat. Sin embargo, apretar el botón no fue tarea fácil. El movimiento del brazo de Maivail tenía que ir coordinado con precisión, o no tocaría el botón. Mientras lo miraba con frustración, el brazo pasó por el lado del timbre, y cuando envió una orden mental para corregir el error, el brazo se retiró a fin de efectuar otra tentativa. Peor aún, un brazo de tal magnitud era muy pesado y le hacía perder el equilibrio. El siguiente intento de Maivail, sin embargo, colocó su voluminoso índice en medio del botón, pero en aquel momento se le ocurrió que algo no marchaba como era debido. La voz de Angstat sonó con toda claridad. —Señor, hay un nuevo informe de ese Shurlok Homes... ¿Eh?... ¡Señor!... ¡Su Excelencia! ¿Qué ocurre? Las últimas palabras resonaron como un trueno en los oídos de Maivail. —¡Maldita hormiga! —exclamó, contemplando la diminuta figura que tenía delante—. Baje su voz a un tono normal o le pondré la mano encima. La diminuta figura de Angstat pareció alarmarse cuando Maivail le amenazó con su brazo del tamaño de una nave espacial. Luego, bruscamente, Angstat corrió hacia delante, aumentando enormemente de tamaño. La estancia resonó con fantásticas vibraciones, cambiando todos los objetos de forma, proporciones y posiciones relativas. La enorme mesa quedó invertida, increíble proeza para un objeto del tamaño de un planeta, efectuándola junto con la butaca, aún sujeta al suelo. Angstat empezó a decir algo, con una voz como diez hidrofusores vueltos inestables al instante, y de repente todo aquello fue excesivo para Maivail. De pronto toda la escena se desvaneció..., la visión, el sonido, el tacto, el equilibrio..., todo, y entonces se vio libre del espejismo.
XXIII Swanbeck dejó el auricular. —Denver opina que nos queda muy poco tiempo. Los Chinches empiezan a llevar sus fuerzas a territorio nuevo. Denver nos puede proporcionar el éter. Pero hay que meterlo dentro de las cabezas de proyectil, de forma que se escape por el aire, y no se inflame... —La única forma de llevarlo allí dentro es en uno de esos aviones. —¿Y cómo? Hubo un tenso silencio en torno a la mesa. Holden miró a Higgins. —Usted saltó de uno de esos aparatos y aún vive. ¿Fue un salto muy
bajo? —De unos diez pies sobre las copas de los pinos —respondió Higgins—, cuando el avión aflojó la marcha y varió de rumbo. —No es frecuente —afirmó Swanbeck—. Pero de noche, cuando ellos protegen los pasos de la Barrera, a veces bajan hasta cincuenta o setenta y cinco pies sobre el suelo. Holden asintió y se volvió hacia Higgins. —Usted estuvo en un avión. ¿Poseen algún rasgo especial? —Seguro. Las paredes son tan resistentes como el acero y de unas tres pulgadas de espesor. —Los aviones tienen ventanillas. ¿Cómo son los cristales? —Como una gruesa armadura. Holden, exasperado, apartó la cajita para estudiar las fotografías que había debajo. Estudió el avión del tren de aterrizaje fijo. La tosquedad del mismo pareció azotarle el rostro. —Bien —exclamó—. ¿Y este equipo inferior? ¿No podríamos disparar una flecha con un sedal de pescar entre el eje y el fuselaje? —Hum... —hizo Swanbeck. —¿Con un sedal atado? —se interesó Higgins. Miró a Delahaye, que asintió, y luego lastimeramente golpeó el cabestrillo de su compañero y sus muletas. Higgins pareció alicaído, pero en seguida se reanimó—. Podemos atraerlos hacia abajo. Incluso podríamos volver allá. —¿Cómo? —preguntó Holden. —Vigilamos mientras estuvimos allí. Poseen mucha fuerza, por lo que el Chinche medio no necesita reflexionar. —Adelante. —Bien, mientras estuvimos allí dentro, nuestro interrogador nos preguntó casualmente por Sherlock Holmes. ¿Sufría nuestra moral por no haber dicho personaje tomado parte en la guerra, ayudándonos? Holden parpadeó, sobresaltado. —¿Por qué les preguntó esto? —Sólo existe una razón concebible. Creen que es un ser real. —El tiempo vuela —intervino Swanbeck, consultando su reloj. —Un momento —pidió Holden—. ¿Cuál es la relación? —Nosotros introducimos la idea en sus mentes de que actualmente existe una civilización marciana. Si creen en una ¿por qué no creer en otra? —¿Pero por qué tienen que creer en ambas? —Porque existe la rutina, y por ella tienen equipos ocupándose de nuestra literatura, los llamados «Recuerdos Planetarios». Su forma de
pensar es diferente de la nuestra, y todavía no captan ciertas cosas. —¿Qué adelantamos con engañarles? —Pensarán que un ejército marciano está dispuesto a descender sobre ellos. Al menos, perderán tiempo imaginando qué podría pasar en tal caso. —¿Y cómo nos ayuda en conseguir que bajen? —quiso saber Holden. —Tuvimos acceso —prosiguió Higgins— a las máquinas de efecto terrestre, y a las facilidades para fabricar grandes y pequeñas piezas de metal rápido. —¿Bien, y qué? —Sólo esto —contestó Higgins. Y cogiendo un pedazo de papel, comenzó a dibujar con rapidez, hablando al mismo tiempo en voz baja.
XXIV Dionnai, conde de Maivail, abrió los ojos y vio a Angstat mirando por la abertura del corrector. Maivail, sintiéndose ya bien, salió del aparato. —¿Cuánto tiempo esta vez? —Casi dos días, señor. —¿Tanto? Iban ya por el corredor. —Sí, señor. Yo también he entrado en otro. Parece ser que ronda por aquí una especie de epidemia. Tendremos que triplicar el número de correctores. —¿Cuál es la causa? —La de costumbre, señor. Algo de los alimentos, o el aire. Los detalles no importan. Saltaron por encima de un cadáver tendido en el pasillo, en el lugar donde la primera explosión había destruido una rampa que conducía a la superficie. —Hay que limpiar esto —dijo Maivail. —Lo sé, señor. Pero hay cosas más importantes... —Angstat descubrió a un técnico andando errabundo por el pasillo. Parecía que estuviese danzando por el universo—. ¡Usted! —gritó. —¿Señor? —Venga un momento. ¿Ve aquello? Llévelo al rincón con los demás, entiérrelos y luego despeje el suelo. Cuando el técnico se dispuso a obedecer, Angstat se reunió con Maivail. —Tenía razón, señor. No es conveniente para la moral no actuar con disciplina. Cuidaré de que toda la zona quede limpia lo antes posible. —Y ahora —asintió Maivail, aprobando—, pasemos a los asuntos de
mayor importancia. —Sí, señor. —¿Se ha localizado a los dos prisioneros? —No hay indicios de ellos, señor. Se desvanecieron en el aire. —¿Algún signo de... hostilidad desde el cuarto planeta? —Nada en absoluto, señor. Seguramente no han conseguido localizar a ese Dios de la Guerra. —¿Cómo sigue la conquista de los nativos? —Bien, señor. Existe esa enfermedad, pero en conjunto todo marcha espléndidamente. Hemos bombardeado fábricas de producción en dos tercios de los distritos, reduciéndolos a polvo —vaciló—. Sin embargo, señor..., en el resto de los distritos, lamento decir que se han producido incidentes. —¿Cuáles? —Bien, por un lado, en cada sitio donde los nativos contraatacaron se han producido variantes de la dolencia. Todo el mundo se encuentra, se ha encontrado o se encontrará en baja forma. Más de dos tercios del personal quedó batido en aquel momento, y nuestras fuerzas han decaído. —¡Vaya al grano! —rugió Maivail—. ¿Qué ha ocurrido? —Debido a la fatiga y a la enfermedad, señor, los Controladores del Tráfico se han mostrado algo descuidados y han variado el orden de abertura de los pasos según una pauta, en vez de hacerlo al azar. Los locales no han tardado en comprender la pauta y han disparado cosas al interior de los pasos. —¿Daños? —La Base 4 sufrió el impacto de lo que debió ser media docena de hidrofusores inestabilizados, perdiendo veinte aviones con sus tripulaciones. Los pasos de la barrera interna fueron cerrados, sin embargo. »La Base 6 tuvo ardiendo un enorme avión local junto a la barrera interior, pero por fortuna no ocurrió ningún desastre. »Las Bases 8 y 11 fueron bombardeadas con tambores que estallaban, dejando escapar millares de insectos. Estos insectos apestan, y producen graves molestias. Hemos llevado los Grupos 14 y 17 a las zonas despejadas de las Bases 8 y 11, poniéndolas bajo la protección de los refugios 8 y 11. Los hombres, sin embargo, se niegan a desembarcar a causa de los insectos. —¿Están dentro de la barrera interior? —Sí, por desdicha, señor. El paso interno se abrió, de acuerdo con el reglamento, al cerrarse los exteriores. Los insectos pasaron y... ¡Allí reina el
caos! —Bien, sobreviviremos a esto, aunque los correctores tengan que verse muy concurridos. ¿Algo más? —Casi nada, señor —añadió Angstat—. Todavía queda la Base 9. —¿Qué ocurrió allí? —Bueno... Fueron atacados por la enfermedad —Angstat iba manoteando para apartar las moscas que invadían el corredor—. Supongo que se mostraron descuidados. El Controlador del Tráfico fue hallado inconsciente con una horrible mueca en la cara, y estuvo seis días en el corrector. —¿Seis días? —Sí, señor; un hecho sin precedentes. Bien, hallándose en este estado, entrando y saliendo todos del corrector, olvidaron despejar los pasos, y una banda de nativos penetró con una cuerda. Las cosas cogieron mal cariz allí, señor. Maivail iba estudiando todas aquellas desdichas mentalmente. —Arrojaron de allí a los nativos, ¿verdad? —No. Pero trasladamos al Grupo 15, el cual lo consiguió. —Entonces, todo está arreglado. —Sí, señor. Excepto que ahora el Grupo 15 sufre la enfermedad. Están fabricando correctores a toda velocidad, y apenas puede servirse la demanda. Maivail meditó cuanto acababa de oír. La capacidad productora y bélica del enemigo estaba reducida en dos tercios de las zonas de guerra. Sin embargo, casi un cuarto de las fuerzas invasoras había sido destruido en el primitivo contraataque enemigo y el resultado había sido agrupar tres grupos de invasión. El efecto había sido reducir la fuerza en un cincuenta por ciento. —Oh —añadió Angstat—, hay algo más. Iba a decírselo cuando usted se puso enfermo. —¿Qué es? —Maivail frunció el ceño al pisotear una fila de hormigas. —Hemos descubierto más sobre Shurlok Homes. Maivail ya lo había olvidado. Aplastó una cucaracha verde y luego abrió la puerta de su despacho. Dentro, varios miembros del personal estaban arrojando nubes de moscas, en tanto comían su pitanza. Había moscas en el aire y en la mesa, moscas que se posaban sobre los bizcochos, que nadaban dentro de la sopa. El personal seguía comiendo estoicamente. Maivail desdeñó tales trivialidades, recordando que un guerrero debe
estar preparado para soportar estas molestias. Enfocó sus pensamientos sobre asuntos de mayor importancia. —¿Este Homes es el Dios de la Guerra? —No, señor. Son individuos distintos. Pero tenemos pruebas positivas de que los locales poseen correctores, aunque evidentemente en número limitado. Maivail se acomodó a su mesa. —¿Cómo es eso? —Hemos calculado que ese Homes tiene unos cien años, o más. En este planeta, setenta años es la capacidad media de la existencia. Sin embargo, los comentarios de los nativos demuestran que consideran a Homes como un ser lleno de vigor y en posesión de todas sus facultades. Por tanto, debe de poseer un corrector para eliminar el exceso de fatiga.
Maivail aplastó una cucaracha. —¿No estamos mostrándonos excesivamente inteligentes, Angstat? ¿Por qué no preguntar a los nativos cosas relativas a ese tipo? Angstat meneó la cabeza. —Lo intentamos. Y ello provocó los sonidos de ahogo y carraspeo que llaman risa, señor. Después, cuando escuchamos sus conversaciones, hablaron de él como si no existiera, pero más tarde se refirieron a él como a un ser real. Hemos logrado deducir que está de viaje. —Nunca hemos visto a ese Homes —exclamó Maivail, de repente—. Tampoco hemos visto a ese Dios de la Guerra, aunque haya una prueba de su existencia. Ya tenemos bastantes complicaciones sin tener que ocuparnos de tales misterios. Olvidémonos de ese Homes. En cuanto al Dios de la Guerra, sólo tenemos que vigilar el cuarto planeta. Una vez los tengamos conquistados, podremos ocuparnos de aquél —Maivail se sentía en plena forma después de la estancia en el corrector, y añadió con animación—. ¡Al diablo todas esas entidades misteriosas! —manoteó, apartando las moscas—
. Si no puede verse una cosa, ¿cómo puede molestarnos? Angstat, hay que trasladar los Grupos de Invasión restantes a las zonas despejadas... —¡Señor! ¡General Angstat! —la puerta acababa de ser abierta de improviso. Maivail levantó la vista, asombrado. Un miembro del personal, con la cuchara en la mano y una nube de moscas en torno suyo, señaló urgentemente la estancia contigua. —¡Señor, una nave espacial extranjera! —¿Y eso qué tiene de extraordinario? —rugió Maivail. —¡Es exactamente igual a los bocetos diseñados como pertenecientes a la nave del Dios de la Guerra! Maivail y Angstat se abalanzaron a la habitación indicada, y apartaron a todos los miembros del personal para poder mirar por la pantalla. Detrás de una colina cercana había una fantástica nave, con mástiles cortos, aparejos, cañones a popa y proa, una cabina en el centro, y varios guerreros del color del cobre, con pieles y acero en cubierta, junto a los cañones. —Está bien —rezongó Maivail, mirando a los aprensivos miembros de su personal—. Finalmente llegaremos al fondo de este asunto. Ordenen a los Grupos 2, 5, 16 y 18 que custodien el planeta contra ataques externos. Los Grupos 7 y 10 quedarán a la reserva inmediata. Y ahora cojan todos los transportes y aviones de combate y traigan a mi presencia a todos los soldados que puedan. —Señor —tartamudeó un miembro del personal—, tal vez no sea prudente... Maivail le contempló con olímpico desprecio. —Los Grupos 3 y 13 —continuó— actuarán como reservas de los Grupos 4, 6 y 12, que reconocerán al planeta buscando cualquier señal de esos invasores. El Grupo del Cuartel General se dedicará a capturar a esos soldados. ¡Obedezcan! El personal se decidió a actuar. —Señor —dijo Angstat, tan pronto como estuvo solo en el despacho de Maivail—, tal vez nos encontremos con dos guerras a la vez. —Este asunto no es de mi incumbencia. Y si así ocurre, tendré que averiguarlo antes de que sea tarde. Ponga al Estado Mayor de Planteo a trabajar en la ruta más rápida para salir de aquí. —Sí, señor. Maivail se sentó y dejó correr los dedos sobre la mesa. ¿Y si había un Dios de la Guerra al mando del cuarto planeta? ¿Y si Shurlok Homes existía, con todo su enorme poder, y en posesión de un corrector? En un archivo
estaban otras formidables entidades que parecían vivir una existencia encantadora. Algunos de dichos seres poseían sus propios ejércitos. Algunos vivían en distantes planetas pero podían presentarse en cualquier momento en el espacio con una flota espacial. Otros podían cambiar de forma a voluntad. Unos cuantos poseían poderes peculiares que detenían un proceso mental. ¿Qué haría si sus hombres se enfrentaban con un ser que cabalgase por el aire mediante su solo poder, sin poder ser destruido por los explosivos? Maivail se retrepó en el asiento, vio un nuevo informe sobre la mesa y lo cogió. El título decía: «Ultimas Conclusiones de la Estructura Social de los Habitantes Locales de 1202 (2P6) 11-3». Frunciendo el ceño, Maivail le echó una ojeada y luego se irguió, animado. El informe estaba redactado en lenguaje vulgar, sin emplear generalmente palabras largas en lugar de otras cortas similares y, por encima, no se refería a ninguna clase de misterio. Era posible leerlo, no descifrarlo, e incluso tenía una introducción al principio y un resumen al final: «Según los hechos, a saber: 1) El alto nivel de destreza técnica que evidencian los nativos; y 2) la aparente existencia de Inmortales reconocidos, tales como el famoso Homes, y el admitido Inmortal Dios de la Guerra, resulta evidente que este planeta, lógicamente, debe de poseer correctores e hidrofusores. »Pero también se deduce, según la corta existencia de sus habitantes, que los correctores no se hallan debidamente distribuidos. Su existencia no está ampliamente conocida, y las largas existencias de los Inmortales se explican bajo distintas formas. »¿Por qué? »Este informe concluye, tras un cuidadoso estudio de los documentos traducidos, que un pequeño grupo de ciudadanos excepcionalmente competentes detenta esos aparatos para su propio uso, elige nuevos miembros para su grupo y no deja que miembros extraños al mismo conozcan la existencia de tales ingenios. »Esta conclusión se armoniza con los hechos locales con una demostrada y básica regla de Ciencia: «Un hidrofusor no puede ser fabricado más que por quienes se hallan ya en posesión de otro hidrofusor, hábiles en su empleo». Asimismo, los correctores no pueden hacerse más que con ayuda de los hidrofusores. «Inmediatamente se plantea la cuestión: ¿Por qué los habitantes, en su mayoría, no saben nada de estos artilugios? «Existen dos respuestas:
»1) Los Inmortales desean reunir los frutos de la diversidad que la falta de estos últimos instrumentos obliga a los habitantes a emplear. »2) Básicamente, la naturaleza del grueso de tales habitantes es tan caótica, tan falta de disciplina, dividida, violenta, ambiciosa y falta de visión, que la posesión de estos aparatos crearía el caos. Para evitar tal desorganización, los Inmortales restringen tales aparatos a su propio uso, pero permiten el uso de otros recursos similares, aunque menos poderosos. Así se consigue cierto grado de organización y armonía. Si los últimos inventos fuesen generalizados, quedarían en manos de facciones de tendencias muy diversas, lo cual significaría la mutua destrucción, y el engrandecimiento de los Inmortales. Pero no tardaría en sobrevenir el caos. «Afirmamos que esta explicación es simple, lógica, de acuerdo con los hechos conocidos, y por tanto, tiene que ser la verdadera.» Maivail se sintió grandemente aliviado, alivio que desvaneció un grito en el exterior. Angstat penetró corriendo en el despacho. En la oficina exterior irrumpieron unos guerreros de matiz cobrizo, cubiertos de pieles y metal, con los extremos de unas cuerdas aún anudados a las muñecas, vacías las fundas de sus armas, empuñando pequeñas pistolas. No tenían nariz ni olfato, pero el personal y unos cuantos guardias iban cayendo a diestro y siniestro. Maivail se sobrepuso a su estado de estupor. —¡Cerrad la puerta! Angstat se precipitó a cerrarla y atrancarla. Maivail rompió un cristal colocado sobre un botón rojo de su despacho. Apretó dos veces el timbre y resonó un clarín, al tiempo que una orden chillaba: —¡Retirada, a las naves! Hubo un pesado choque contra la puerta. Maivail abrió un cajón de la mesa, le entregó una pistola a Angstat, se metió otra en su cinturón, cogió un hidrofusor de un estante, lo mantuvo apuntado y excavó un agujero a través del muro del corredor. Hubo otro pesado choque contra la puerta, pero Maivail y Angstat se hallaban ya en el corredor. La llamada resonaba por todo el centro subterráneo, en torno a Maivail y Angstat, en tanto los hombres se iban retirando, empuñando sus pistolas, blandiendo sus sables, arrastrando sus piernas rotas... —¡Cuidado! ¡El Dios de la Guerra! —gritaban desde todos los rincones. Antes de poder llegar a las naves se produjo un movimiento de pánico—: ¡Shurlok!
Maldiciendo ferozmente, Maivail y sus oficiales consiguieron por fin empujar a la desorganizada horda hacia las naves en uso. Antes de que ocurriese una catástrofe, Maivail giró el interruptor que daba orden de abrir un paso en la pantalla externa. El enlace cumplió su tarea y Maivail ordenó: —¡Despeguen las naves! Entonces se elevaron y surgieron del caos. —¿Y ahora qué, señor? —quiso saber Angstat. —No quiero combatir contra dos planetas a la vez —decidió Maivail—, pero aún no estamos batidos. —¿No sería mejor salir de aquí antes de que aparezca la flota espacial? —Aún no. Tenemos que dar el golpe final.
XXV Swanbeck salió al aire libre. —¡Qué peste! ¿Cómo vivían en este degolladero? —Sin sentido del olfato —explicó Holden—, y una cura universal a mano, esto es lo que cabía esperar. Los dos hombres habían recorrido largas distancias, y ahora estaban contemplando la barrera en forma de buñuelo. Swanbeck se aclaró la garganta. —Al menos, es una posición defensiva impenetrable lo que poseemos. Completada con fuentes de energía, controles, naves espaciales de combate, docenas de hidrofusores, correctores, y otros fantásticos instrumentos,, además de los prisioneros que nos facilitarán toda la información necesaria, explicándonos cómo utilizar esos aparatos. —¡Vaya agujero pestilente!! —asintió Holden. En la Barrera estaban bajando un enorme fardo al extremo de una cuerda. Era fácil imaginarse la carga de su interior. Varios hombres cayeron y procuraron obtener una bocanada de aire. —Bien, ahora enviemos la novedad a Denver —dijo Swanbeck. Se enfrentó con la enorme ladera, hizo un ademán y movió los brazos arriba y abajo. Hubo un clamoreo, y un jeep bajó por la pendiente. Subieron al vehículo y ascendieron por la colina, descendiendo por el lado opuesto, siguiendo luego por un camino polvoriento. —Esos tipos están corriendo —observó Swanbeck—. Lo peor ya ha pasado.
Holden trataba de asir algo que se le escapaba de la mente. Cuando saltaron del jeep se mostró confiado y Holden mantuvo cruzados los dedos, para desearse buena suerte. Anduvieron por un sendero entre las rocas, procurando no dejar rastro para no denunciar su refugio. El jeep les fue siguiendo.
Tan pronto penetraron en el interior, un cabo corrió hacia Swanbeck. —Señor, Denver está en la línea. Tienen una brasa ardiendo en la garganta. Swanbeck, maldiciendo, cogió el teléfono. —¿Hola...? Sí, salió perfecto... No... No, señor. Perfecto. ¿Qué?... ¿Despegue de naves? ¡Sí!... ¡Sí, señor!... ¿Qué? ¿Qué pasa, señor? —el tono animado de Swanbeck decayó de súbito—. ¿Qué esperan conseguir con esto?... Sí, señor. Bien, lo que podemos hacer...
Holden esperaba lo peor. Swanbeck dejó el aparato. —¿Y ahora qué? —quiso saber Holden. —Vayamos adentro. Tal vez ahora ha empezado aquí. —¿Qué ha empezado aquí? —¡La maldita respuesta! Holden tragó saliva. Temía seguir preguntando. Una vez fuera, Swanbeck escudriñó el cielo. —Allí hay una. Holden parpadeó. A cuarenta o cincuenta pies arriba, revoloteaba un fragmento de papel. Lo vieron descender, y Swanbeck se agachó a recogerlo. —Sí; esto es. Se lo entregó a Holden, que leyó: —«Criaturas... Durante años habéis sido víctimas de vuestros jefes, que poseían, sin saberlo vosotros, maravillosos instrumentos capaces de haceros a todos sanos, ricos y poderosos, como jamás soñasteis. »Ellos han tenido apartados de vosotros tales instrumentos. Nosotros os hemos invadido, no para conquistaros, sino para apartar las manos de estos jefes de vuestras gargantas. Estamos decididos a que tan maravillosos aparatos sean vuestros... »Para demostrar cuanto decimos, hemos dejado en vuestro planeta algunos de nuestros instrumentos, y preparamos manuales simplificados en vuestros idiomas para que sepáis cómo usarlos. «Somos vuestros amigos. »No os acusamos, tampoco ponemos precio a nuestros preciosos regalos. «Tendréis eterna salud, podréis hacer cuanto gustéis, podréis conquistar la gravedad, gozaréis de intimidad en cualquier parte, seréis inmensamente ricos, como, nunca habéis soñado. »Pero tenéis que procurar que vuestros traidores jefes no vuelvan a privaros de estos aparatos.» Holden levantó la vista, aturdido. A un centenar de pies revoloteaba otra octavilla. —Mire allá —exclamó dolorosamente Swanbeck. Una caja de color oliva, aparentemente desprovista de gravedad, derivaba cerca del camino, dejándose mecer por el viento. Swanbeck la cogió y la abrió, hallando en su interior el ya familiar aparato, junto con un manual simplificado. Holden abrió el manual y procedió a su lectura.
—«Cómo crear un refugio privado, cómo crear oro, cómo reproducir comida sin trabajar, cómo fabricar un corrector y tener eternamente buena salud, cómo defenderse uno mismo, cómo fabricar más hidrofusores, cómo destruir a vuestros enemigos...» Aturdidos, Swanbeck y Holden se contemplaron mutuamente.
XXVI Dionnai, conde de Maivail, moviéndose lentamente a gran altitud, le explicó la situación al barón Kram Angstat, al tiempo que el flujo de hidrofusores surgía de su nave. —Ofrece a un hombre, largo tiempo desdichado, su más caro anhelo, y no lo rechazará. Primero, habrá peleas porque faltarán hidrofusores. Después, habrá toda clase de santuarios particulares donde podrán hacer lo que deseen, gracias al refugio, y escapar a las consecuencias, gracias a los correctores. Sólo después de muchos años de entregarse a todos los excesos y cometer grandes imprudencias comenzarán a ver los fallos de tal situación. Mientras tanto, olvidarán sus otras habilidades. El resultado, Angstat — exclamó entusiasmado—, será una completa desintegración. Se le ocurrió una súbita idea. No la pregonó. Pero una mirada al rostro de Angstat le hizo comprender que también el otro pensaba lo mismo. —¿Pudo habernos ocurrido esto mismo a nosotros hace muchos años? —pensó, confundido.
XXVIII Swanbeck, Holden, Delahaye e Higgins estaban agazapados sobre los libros de instrucción. A un lado, un capitán bilingüe, con una pistola en el cinto, iba vertiendo una catarata de información procedente de un Manual de gran tamaño. A media milla de distancia, unos cuantos globos iridiscentes recorrían el valle, revoloteando lentamente de vez en cuando, cuando sus dueños se detenían para mirar en torno. Swanbeck alzó el rostro y lanzó una maldición. —¡Miradles! ¡Sobre la montaña a pleno día! ¡Una deserción imposible de castigar! Holden indicó el Manual. —Bien, menos charla y pensemos más. Swanbeck accedió colérico, lanzó una última y fría mirada a los refugios privados y volvió a abismarse en las instrucciones. Sólo era preciso imaginarse toscamente lo que había en el interior de la caja, y construir el objeto según el sistema de conocimiento acumulado
antes de enloquecer y olvidar tal conocimiento. Y, se dijo a sí mismo, no importa cuan grosero sea el camino. ¡Nunca cederé!
XXVIII Dionnai, conde de Maivail, miró el montón de documentos humanos ya traducidos. La flota se hallaba ya muy lejos del peligroso planeta, pero Maivail sabía que la permanente superioridad de su pueblo sólo podría conseguirse cuando añadiesen los conocimientos de los terrestres a los suyos propios. Cuando llegase a su hogar, Maivail desarrollaría esta idea sin dejarse atrapar por la herejía. Ahora, su problema era absorber la sustancia de unas docenas de documentos traducidos, a fin de poder dar una reseña general de lo que formaba la Ciencia de aquel planeta. Esto le capacitaría para presentar su argumentación con plena lógica cuando llegase el momento. Con toda seguridad, se dijo, no sería difícil. Se frotó la frente, cerró el último expediente, lo puso a un lado, y eligió otro. El tiempo fue transcurriendo. Aislados fragmentos de información de varios informes pasaron por la mente consciente de Maivail. —...elevados a 350°F, agitando para mantener una temperatura uniforme. Esto produce el primer enyesado. Es el medio hidrato de CaSo4 1/2 H2o. El segundo yeso anhídrido se produce por... «...un filtro de poco paso para el ruido, presumiendo que lo haya, esto es, que la señal pueda ser satisfactoriamente abordada por la expansión K2+K1t+K2t+ ...+Knt, en la que... «... 4.000 a 5.000 psi. La mezcla 70-30 puede ser disparada bajo el agua, o bien... «...el tipo más pesado de estas dos clases de mesones tiene una masa 273 veces la del electrón; es el pión. El mesón más ligero tiene una masa 207 veces la del electrón; es el muón. El pión y el muón pueden estar ambos cargados positiva o negativamente. Espontáneamente, un pión cargado (si antes no ha sido capturado por un átomo), se transforma en... Maivail estaba mareado. Se prometió que si la jaqueca aumentaba, iría al corrector más cercano. En realidad, no sería una mala idea instalar uno en el despacho, donde siempre estaría a mano. Ávidamente, Maivail sacó otro informe y lo abrió al azar: «...si f (x) es finito y su único valor en el intervalo pi tiene sólo un
número finito de máxima, y mínima y discontinuidades en este intervalo, entonces...» De repente, la cabeza de Maivail amenazó con estallar, y se puso en pie. Sabía que el compromiso en que había colocado a los humanos era duro. Manejar las cosas en la Meseta no era tarea fácil. Pero Maivail sabía que volver a aprender cómo trepar era peor todavía... Título original: THE PLATEAU Traducción de GIMÉNEZ SALES
Primero, el niño capturó a la araña y la encerró en un pequeño recipiente. Luego capturó a la mosca y la encerró en otro pequeño recipiente. Aguardó unos días. Entonces observó: la araña pareció, en condiciones de atacar; la mosca, de defenderse. Colocó entonces a los dos adversarios en un frasco de vidrio, y aguardó. No ocurrió nada. El niño sintió una alegría más grande de la prevista, y decidía aguardar aún algunos días más, separar de nuevo la araña de la mosca y dejarlas crecer todavía un poco más. Y verdaderamente los insectos crecieron considerablemente; y la araña parecía más y más dispuesta a matar, y la mosca más y más dispuesta a no morir sin lucha. Un día, al fin, el niño decidió terminar el experimento. Por segunda vez colocó a la mosca y la araña en un mismo frasco. Nada ocurrió tampoco. Pasaron otros dos días, y los insectos siguieron creciendo. El niño se vio obligado a cambiar el frasco por un pequeño acuario. Colocó allí a los dos personajes de aquel drama que, ciertamente, no tardaría mucho en desencadenarse. Se pasó toda la tarde gustando la inminencia del drama, con los ojos clavados en el vidrio de la pared del acuario. La araña se había retirado a un rincón; la mosca, a otro un poco más alto. Sorprendentemente, parecía como si no se observaran. Miraban más bien a otro lugar, situado más allá del cristal. El niño sonrió, preguntándose qué mirarían, preguntándose qué esperarían. Estuvo cavilando sobre estas cuestiones durante varias horas. Después, cansado de su paciencia, se adormeció. Entonces la araña se movió, dirigiéndose hacia la mosca. La mosca se movió también, y se dirigió hacia la araña. Así, los dos insectos se situaron junto a la pared de vidrio; hicieron saltar el brocal del acuario, salieron fuera y, en seis minutos... JACQUES STENBERG
ESTUDIO
Gloria y miseria de la Anticipación (¿Qué es fantasía científica?) Desde que Luciano de Samosata escribiera su famosa Historia Verdadera hasta la concesión del último Hugo1, la fantasía científica ha sido el objeto da las más apasionadas controversias. Defendida por algunos, criticada por muchos, incomprendida por la mayoría, se ha abierto sin embargo paso de tal forma en el mundo que hoy en día, y pese a sus muchos detractores a ultranza, ocupa uno de los primeros puestos en el complejo universo de la literatura moderna, desbancando a otros géneros y a otros estilos que, hasta hoy, ostentaban la más absoluta primacía. En el curso de tan solo unas decenas de años, la fantasía científica ha conocido el auge más asombroso, un auge que ha situado al mundo ante un nuevo modo de decir, de sentir y de pensar. ¡Qué lejano parece, pese a estar aún tan cerca, aquel 1926 en que Hugo Gernsback fundaba Amazing, primera revista de fantasía científica exclusivamente que existió en el mundo! ¡Qué lejana aquella otra etapa de los pulps, en el primer auge de la fantasía científica, y que tanto daño le hizo en realidad! Ahora, madurada ya, habiendo encontrado su camino y su finalidad, habiéndose despojado de muchos de los erróneos principios que la acometieron en sus comienzos, habiéndose librado de gran parte del morbo y del terror que la asolaron en la década de los años 30, habiéndose purificado de todos sus errores y desviaciones, la fantasía científica se presenta al mundo tal como es, en su forma real. Aparece ante el mundo, lo empuja, lo transforma. No puede negarse su poder de sugestión... aunque algunos intenten negarlo. No puede negarse su profunda actualidad, su dinamismo, en este mundo nuestro en 1 Premio anual que, en honor al pionero de ¡a fantasía científica Hugo Gernsback, se concede internacionalmente a los mejores trabajos —relatos, novelas, artículos, ilustraciones, colecciones, revistas profesionales, etc.— aparecidos dentro del campo de la fantasía científica.
constante cambio. Y sin embargo, la fantasía científica es aún la gran incomprendida. Cuando algo irrumpe con su fuerza es ciertamente difícil clasificarlo, estudiarlo y colocarlo en su justo lugar sin dedicarle una cierta atención. Nadie puede permitirse hablar de automóviles sin estudiar antes lo que es, cómo funciona y bajo qué principios se mueve un automóvil. Sin embargo, mucha gente se permite hablar de fantasía científica sin saber exactamente lo que es, sin haberse preocupado de estudiarla y sin tener en cuenta ninguna de las circunstancias que la han rodeado y la rodean. Para muchos, la fantasía científica es aún un género menor, una especie —a decir de algunos críticos— de infraliteratura. Otros imaginan que se trata de una sucesión a escala actual de las aventuras de Flash Cordón, mientras algunos intelectuales se afirman en la para ellos incuestionable idea de que solamente es fantasía científica lo que transcurre en el espacio, entre astronaves, planetas y seres extraterrestres. Algunos críticos han llegado a afirmar que obras como un mundo feliz, 1984, y otras semejantes, no pertenecen al género de fantasía científica porque no entran en los cánones de lo que ellos han establecido como límites máximos de la fantasía científica. Existe un gran sector del público que considera a la fantasía científica exclusivamente historias-de-marcianos, y otros la comparan con el western, un western espacial donde los caballos son astronaves, los colts pistolas lanzarrayos y los indios marcianos. Hay finalmente quienes claman en contra de la fantasía científica llamándola literatura deformante de la juventud, tal vez confundiéndola con los horribles comics que, bajo el disfraz de literatura gráfica seudojuvenil, buscan en la fantasía científica su pretexto para un éxito fácil. Es una creencia muy extendida —y muy errónea— el considerar a la fantasía científica como literatura juvenil, cuando en realidad los jóvenes son quienes menos gozan con la verdadera fantasía científica (que no debe confundirse con las aventuras espaciales ni con las historias de marcianos), que está demasiado por encima de sus aún limitadas posibilidades de atención y comprensión. Los muy eruditos hablan de la fantasía científica buscando correlaciones con los géneros fantástico y de terror, sacan a relucir a Matheson, Lovecraft, Drácula y Frankenstein, y empiezan a hacer comparaciones, diciendo que el género humano siempre ha sentido un gran interés por lo fantástico, desde las antiguas historias de brujas y aparecidos hasta los últimos relatos de ciencia ficción (sic.) Y existe un núcleo, finalmente, aunque más reducido cada vez, que ha adoptado la postura mejor: ignorarla totalmente, no hablar de ella en
absoluto. Creer que no existe, olvidar su fuerza y el movimiento que se mueve a su alrededor, no preocuparse por su vigencia. Ignorarla por completo, al igual que ignorarían en su caso al Quijote, pese a su fama y su leyenda, sí el Quijote hubiera sido una obra de anticipación. Y ante todo esto, ¿qué es la fantasía científica? Es difícil intentar definir un género que, como éste, es tan amplio que prácticamente puede abarcarlo todo. Y así se comprende que nadie esté de acuerdo en hallarle una definición exacta y acertada. Se ha definido a la fantasía científica sucesivamente como «elucubraciones científicas o seudo-científicas proyectadas sobre un hipotético futuro», «relatos científicos novelados», «utopías futuras basadas en los avances de nuestra técnica actual», e incluso como «cuentos de hadas para personas mayores». Naturalmente, la mayoría de estas definiciones, elaboradas con los pies más que con la cabeza por personas que apenas conocían nada de fantasía científica, se explican por sí mismos. Otras, en cambio, ofrecen un evidente afán de intentar centrar el género de una definición válida para todas las obras que lo componen. Kingsley Amis, por ejemplo, define la fantasía científica2 como «el género que narra con carácter de verosimilitud los efectos que tienen sobre la humanidad algunas espectaculares alteraciones del medio ambiente, deliberadamente provocadas o sufridas involuntariamente». Brian Aldiss, en el prólogo de uno de sus libros3 la define como una variante de la poesía, «pues la fantasía científica y la poesía tienen mucho en común: ambas poseen una música insidiosa y sorprendente; ninguna de ellas resulta demasiado fácil de cultivar y de aprehender». Pero la definición a la vez más sencilla y más acertada de la fantasía científica es a mi modo de ver, la que expone el doctor Ortiz Muñoz en un muy interesante trabajo4, al señalar que la fantasía científica es a su juicio «una especulación racional sobre los aspectos que la vida podrá asumir para el linaje humano en otras circunstancias de lugar y tiempo». Porque esto es precisamente la fantasía científica: una trasposición de la vida humana a otro plano, un plano que tanto puede ser superior como inferior. Y ahí radica la dificultad de una definición completa y acertada, puesto que en realidad, más que un simple género literario, la fantasía 2
En su libro El universo de la ciencia ficción (Ed. Ciencia Nueva, Madrid, 1966). Pese a ser muy incompleto y en ocasiones incluso tendencioso, es, hasta hoy, el mejor y más honesto de entre todos los aparecidos sobre este tema y, junto con el de Moore (que se cita más adelante) los dos únicos libros, de estudio que han aparecido hasta ahora en lengua española sobre fantasía científica. 3 Space, time and Nathaniel. Publicado parcialmente en español en el número 80 de la colección Nebulae (EDHASA, Barcelona, 1962) con el título Nataniel. 4 Publicado como prólogo en la Antología de cuentos de ficción científica de editorial Labor (Barcelona, 1965).
científica es la expresión literaria de un nuevo modo de ser y de sentir. Es una nueva visión del hombre ante este mundo que nos rodea, que no es el mundo que siempre habíamos imaginado a nuestro alrededor sino otro mundo distinto, cambiante y nuevo, tanto en sus estructuras físicas y científicas como en las sociales, políticas y humanas. Es la expresión más genuina del futuro humano, la imagen de una humanidad ante este destino que se le está escapando constantemente de entre las manos. Es el hombre empezando a darse cuenta de lo infinitamente pequeño que es, siendo al mismo tiempo tan grande, el hombre enfrentado a todo el universo y dándose cuenta de todo el camino que le falta aún por recorrer. Es, como dijo Arthur C. Clarke en 1962, en su discurso de recepción del premio Kalinga de divulgación científica, en Nueva Delhi5, «el único género que tiene proyección hacia el futuro, cuando los otros géneros, los que muchos llaman literatura mayor, lo único que hacen es congelar a gusto del escritor un determinado momento del pasado, ofreciendo al lector la visión de una sociedad estática y, por decirlo así, muerta para su futuro». La fantasía científica abre al hombre nuevos horizontes, y se los abre en todos los órdenes. Le ofrece una visión de nuestro mundo —mejor dicho, de nuestros mundos— de hoy, en su proyección hacia el futuro. Y ahí radica su principal virtud, puesto que no se limita a registrar un momento dado de una sociedad ya pasada, sino que plasma una proyección hacia delante, una proyección al futuro. Es una literatura evolutiva, una literatura (usando las palabras de Arthur Clarke) que postula al cambio. La única literatura que nos ofrece una visión de nuestro mañana y puede hacernos sentir orgullo, temor, ansia, irritación... ante algo que tanto puede ser extremadamente bello y apetecible como horrible y sangriento. Es por todas estas cualidades que no puede darse una definición exacta y concisa de la fantasía científica. Porque la fantasía científica lo abarca absolutamente todo. No es ya sólo la astronáutica y la conquista del espacio, sino también la conquista de la Tierra, y sobre todo la conquista del Hombre por el hombre. El objetivo de la fantasía científica puede ser tanto la política como la sociología, la biología, la técnica, la cibernética, cualquier cosa que esté en situación de cambiar el destino del hombre. Cualquier cosa que, en una palabra, tenga un sentido de anticipación... Y aquí es preciso hacer un paréntesis, para delimitar claramente el significado de tres palabras: ciencia ficción, fantasía científica y anticipación. Fue ciertamente un error —y un error que se ha pagado caro— designar con 5
Véase El Correo de la Unesco, año XV, número 11, noviembre de 1962.
el nombre de science-fiction a las primeras muestras de este género. El nombre (que en España, tan dados a traducir literalmente los nombres extranjeros sin preocuparnos demasiado por su significado, tradujimos textualmente por ciencia ficción) indica claramente un contrasentido: hacer ficción con la ciencia. Nada hay que esté más lejos de la ficción que nuestra querida y tradicional ciencia, que necesitó varios siglos antes de poder admitir que la tierra era redonda6 y que giraba en torno al sol, y para quien todo lo que no pueda comprobarse al menos experimentalmente es un hecho maldito. Hablar, pues, de ciencia ficción o de fantasía científica es designar a este género casi como un engañabobos; es hacer burla de la ciencia, lucubrar en torno a ella, desprestigiarla incluso al trasladarla al futuro y hacer aventuradas (e incluso erróneas) suposiciones que llenarían de horror al más liberal de los científicos. Pero da la casualidad que la fantasía científica no es ni con mucho esto. Aunque ciertamente la ciencia entra en gran medida en la elaboración de cualquier obra de fantasía científica, no es en absoluto la base indispensable de todo relato. La fantasía científica no puede olvidar a la ciencia, puesto que la ciencia es parte integrante —y parte importantísima— de nuestro mundo actual. Pero su misión es muy distinta a la de lucubrar en torno a los progresos científicos y trazar proyecciones de la ciencia cara al futuro. La ciencia es para la fantasía científica tan sólo un medio, no un fin. Así, para aclarar este aparente contrasentido y dar al género un nombre mucho más apropiado a sus verdaderas características, en algunos países ha empezado ya a usarse una nueva denominación, mucho más descriptiva que las anteriores: literatura de anticipación. Porque ésta es precisamente la principal característica de este género literario: anticipar. Anticipar en el tiempo, anticipar en el espacio, anticipar en las ideas y en las concepciones. Esto no quiere decir que la expresión fantasía científica sea incorrecta; sólo es incorrecto el sentido que puede dársele —y muchas veces se le da— a la palabra científica. En realidad, la palabra ciencia junto al elemento ficción no tiene aquí etimológicamente otro sentido que el de distinguir este género de la ficción pura y simple, que prescinde totalmente de las realidades de nuestro mundo actual para sus ideas. La fantasía científica las tiene en cuenta, muy en cuenta, y es por eso que se le ha añadido esta palabra ciencia, para marcar la diferencia.
6 Aunque, después de leer recientemente las originales declaraciones de una sociedad inglesa que se autotitula pomposamente la Sociedad de la Tierra Plana, aparecidas en la prensa diaria, uno se dé cuenta de que no todo el mundo admite aún esa verdad fundamental.
Sin embargo, muchos críticos, incluso algunos especialistas en el tema, caen en el error de considerar que sólo es fantasía científica aquella que tiene un fundamento real y verdadero, e incluso afirman a veces que la fantasía científica ha de instruir deleitando, es decir, ha de ayudar a divulgar conocimientos científicos actuales al mismo tiempo que deleita. Así, Patrick Moore, en uno de los pocos libros de estudio sobre la fantasía científica que se han publicado en España7 comete el error de dividir las obras de fantasía científica en dos únicos grupos: a) aquellas que científicamente son inexactas, y b), las que se ajustan en todo lo posible a los conocimientos actuales de la ciencia, si bien —se apresura a añadir— han de concederse necesariamente algunas licencias. Afirmando más tarde peregrinamente que sólo pueden considerarse estimables y de valor las obras que pueden incluirse en el segundo grupo. Ciertamente, esta clasificación es muy válida para determinado tipo de obras, como son por ejemplo los arenas de Marte, preludio al espacio o Satélite T-1, interesantes libros que, además de deleitar al lector, le inculcan conocimientos científicos muy interesantes; pero clasificación que deja a un lado obras tan fundamentales como son crónicas de Marte, mercaderes del espacio y otras muchas, en las que la ciencia no aparece casi en absoluto, y que según Moore deben quedar excluidas del género de fantasía científica.
A la vista de estas circunstancias, el nombre de anticipación es pues el que mejor cuadra a las características del género, aunque sea preciso aún seguir usando muchas veces el de fantasía científica, hasta que el público se acostumbre a la nueva designación y la acepte como la más idónea. En cuanto a la desafortunada castellanización del science-fiction americano en ciencia ficción (palabra que, examinada fríamente, no quiere decir 7
Patrick Moore, Ciencia y Ficción (Ed. Taurus, 1965). Libro que no deja de ser interesante, pese al fundamental defecto señalado, para el profano que desee penetrar un poco en el fabuloso mundo de la anticipación.
absolutamente nada), sería preferible correr en su torno un tupido velo, y olvidarla en algún rincón. La fantasía científica carga sobre sus espaldas un mote al mismo tiempo terrible e injustificado: el de ser una literatura escapista. ¿Hasta qué punto es esto verdad? «La literatura de anticipación —escribió hace poco tiempo un renombrado critico español— sumerge al lector en el más profundo vacío. Le despoja de su ser y de su personalidad, de su mundo incluso, y le hunde en las más sorprendentes fantasías, llevándole de la mano hacia mundos ignotos que le hacen olvidar su realidad y sus preocupaciones, vaciándole el cerebro de ideas y obligándole a no pensar. He aquí el motivo del éxito de este género y de que cada vez hayan más lectores que se apasionen por él». En nuestro mundo actual, lleno de problemas y de preocupaciones, puede considerarse ciertamente importante el género literario que permita al lector sumergirse en él hasta tal punto que olvide lo que le rodea y logre, al menos por unos instantes, un estado de felicidad. Así pues, estas palabras, más que una crítica, pueden considerarse como un buen elogio a la anticipación. Sin embargo, no pueden aceptarse porque no son enteramente ciertas. El modelo tipo de novela escapista es aquella que sumerge al lector en el absorbente mundo de sus páginas hasta tal extremo que lo desliga de su mundo actual, pero que apenas terminada su lectura desaparece por completo, no dejando en la mente del lector más idea que la de los momentos de placer que le ha proporcionado su lectura. La novela de fantasía científica, en cambio, queda (siempre que sea buena, claro) en la mente del lector, y madura, trabaja, forma ideas. Se la ha acusado de prescindir de nuestro presente y situar sus lucubraciones en tiempos remotos, tomando esta afirmación como principal defensa para mantener el calificativo de escapista. Y sin embargo, las pruebas demuestran precisamente todo lo contrario. «A menudo —ha dicho H. L. Gold, redactor en jefe de la revista Galaxy desde su fundación8—, releyendo las antiguas historias de fantasía científica, podemos hacernos una clara idea de cómo era la sociedad de aquel tiempo en que fueron escritas, una idea tan clara que para conocer bien a esta sociedad no será necesario recurrir a la lectura de novelas de la época o estudios no novelados. Pocos géneros literarios revelan tan explícitamente cómo la fantasía científica los deseos, las esperanzas, los temores, las inquietudes y las tensiones de una época, y definen sus contornos con tanta precisión». La fantasía científica no prescinde nuestro presente, no puede prescindir de él, puesto que es la base 8
Citado por Kingsley Amis en su libro El Universo de la Ciencia Ficción.
de nuestro futuro. Las utopías que forme el autor de novelas de anticipación, por lejanas que parezcan, son siempre consecuencia directa de su mundo actual. Así, Ray Bradbury dice al respecto de algunos de los pasajes de su libro Fahrenheit 451, utopía en la que el cuerpo de bomberos, sin fuegos ya que apagar, se dedica a quemar con la ayuda de lanzallamas todos los libros que una cultura de masas ha considerado como nocivos para la sociedad. «Al escribir Fahrenheit 451 creí describir un mundo cuya existencia amenazaba con sobrevivir en el plazo de unos treinta o cuarenta años. Pero hace solamente unas semanas, en Beverly Hills, a una hora avanzada, vi venir hacia mí un hombre y una mujer que paseaban a su perro. Me volví estupefacto hacia ellos cuando me cruzaron. La mujer tenía en la mano una radio del tamaño de un paquete de cigarrillos, cuya antena oscilaba levemente. De la radio salían unos cables acabados en un cono delicadamente sujeto a la oreja derecha de la señora. Iba ausente, como sonámbula, escuchando con atención el tintinear de los anuncios de jabón, ayudada a subir y bajar las aceras por un marido que podía perfectamente no haber estado allí. Aquello no era ficción»9 ¿Quién puede olvidar sus preocupaciones actuales yendo al Marte de las crónicas marcianas de Bradbury, o prescindir de la importancia de la publicidad leyendo para evadirse los mercaderes del espacio de Pohl y Kornbluth? ¿Quién puede olvidar nuestro perturbador mundo actual leyendo, para evadirse, la perfección del mundo feliz de Huxley? Uno de los mejores sistemas de conocer la calidad de un cierto género literario es averiguar el público que lo compra y lee. Algunos críticos han apuntado que los lectores de fantasía científica suelen ser «curiosos en busca de sensaciones», «retrasados mentales a quienes les gustan aún los cuentos de hadas», «inadaptados sociales, a menudo subversivos», etc. Una encuesta acerca del público que compra y lee fantasía científica representará una sorpresa grande para una buena parte de estos críticos. Según las estadísticas a las que tan aficionados son los norteamericanos, un porcentaje elevado de lectores de fantasía científica está compuesto por jóvenes, principalmente por jóvenes técnicos, o sea aquellos que mayor interés sienten en ver, conocer y comprender este futuro que nos está reservado a
9
Bradbury se refiere a una parte determinada del mundo pintado en su novela, dominado por ¡os espectáculos y las diversiones masivas: televisión de cuatro paredes, Parques de Diversiones, cápsulas de radio, etc. Es curioso constatar que uno de los peligros más importantes de nuestra época actual, la conversión del hombre en masa, el auge de los espectáculos multitudinarios, la entrada de estos mismos espectáculos en el hogar, la fabricación humana en serie, es también uno de los temas más tratados en las mejore» y más importantes novelas de anticipación. Cosa que dice muy poco en favor de los críticos que la tildan de literatura escapista y que prescinde por completo de nuestra realidad actual.
todos. La mayoría de los lectores no son por otra parte gente cualquiera, sino que la inmensa mayoría poseen una carrera universitaria, tienen un título o una profesión especializada, y sus otras lecturas, aparte la fantasía científica, son cuidadosamente seleccionadas. «Aquellos que leen las crónicas de sociedad o el capítulo de sucesos de los periódicos no suelen nunca mostrar el menor interés por la fantasía científica». Según el director de la prestigiosa revista Astounding Science Fiction, casi todos sus lectores tienen un empleo o una profesión de carácter técnico, y abundan los jóvenes. En el ámbito hispánico, las cosas vienen a ser semejantes. Según una estadística realizada en 1953 por la revista argentina Más Allá10, casi el 83% de sus lectores no llegaban a los 30 años de edad, siendo tan sólo el 17% restante los que la sobrepasaban. En cuanto a sus ocupaciones, un 40% del total de lectores estaba formado por estudiantes, la mayoría universitarios; otro 24% por empleados; un 11% por profesionales de diversa índole; un 6,5% por industriales y comerciantes; otro 11% por obreros especializados, ¡y solamente un 6,5% por obreros no especializados y otras ocupaciones no cualificadas! Estas cifras, completamente válidas aún hoy en día, muestran dos hechos irrefutables: a) la juventud que empuja — los estudiantes son la base del futuro de toda nación— se muestra ampliamente interesada por la fantasía científica, y b) quienes gustan mayormente de este género no son los ignorantes, los morbosos, los sensacionalistas y los inadaptados, sino las personas que tienen un criterio claro, una cultura formada y una cierta inquietud. La literatura de anticipación no se ha de gustar solamente: se ha de entender. Y en muchos casos se necesita una formación bastante amplia para captar todo el alcance de una buena obra de anticipación. «Esos horrendos libros —escribía recientemente un crítico madrileño, de cuyo nombre no quiero acordarme— vacíos y deshumanizados, dominados enteramente por las máquinas, y en los que el hombre aparece empequeñecido, aplastado, subyugado...» Son estas unas afirmaciones bastante generalizadas dentro del campo de los detractores a ultranza de la fantasía científica: los libros de anticipación están protagonizados por máquinas, el hombre ha desaparecido, los robots y los cerebros electrónicos ocupan su lugar, la fantasía científica es un género deshumanizado, las máquinas han usurpado 10
Publicada en su n.° 7, diciembre de 1953. Más Allá fue el primer intento serio de lanzar una revista de fantasía científica en lengua española, y su éxito fue tan rotundo que aún hoy, a los diez años de su desaparición, sigue siendo considerada como la mejor realizada en su género, muy por encima de las muchas y efímeras que le sucedieron.
el lugar del hombre y lo han borrado de allí... Son argumentos repetidos miles de veces, pero argumentos que sólo pueden esgrimir quienes no hayan leído ni un solo libro de fantasía científica11. Porque en el mundo deshumanizado de hoy, el hombre es precisamente el único protagonista que puede quedarle a la fantasía científica. Y no ya sólo el hombre, sino el Hombre (así, con mayúscula), por encima de todo lo demás, por encima de las máquinas incluso. «No me interesa —ha dicho al respecto Ray Bradbury— cómo se construye una bomba atómica, sino tan sólo cómo puede usarse el átomo para conducir a la humanidad a un futuro mejor. Adivinar los futuros posibles, basados en las posibles máquinas que asumirán las filosofías de la humanidad en formas concretas, es el cometido de los escritores de fantasía científica. En todo caso, preferiría adivinar las reacciones del hombre ante las máquinas del futuro que adivinar las mismas máquinas». Al escritor de fantasía científica —y lo afirma un escritor— no le interesan las posibles máquinas del futuro más que en la influencia que puedan tener sobre el futuro de la humanidad. Es por ello que la fantasía científica es una literatura eminentemente humanística. Así ha quedado constancia en cientos de libros, cuya lista (que tal vez sería interesante suministrar a algunos críticos) sería interminable. Así quedó constancia también en el Manifiesto publicado en marzo de 1961 por los escritores españoles12, cuando aún la fantasía científica era en España un género maldito, en el apartado número ocho, en la siguiente forma: «Creemos que, además de cumplir una función social y de reflejar las inquietudes y los anhelos de nuestra época, la fantasía científica ha de ser ante todo obra de humanismo; es decir, que sus protagonistas no serán los robots, ni las máquinas ultraperfectas, ni los marcianos ni demás extraterrestres de ficción, como equivocadamente creen muchos, sino el Hombre, el hombre en mayúscula y el hombre actual, que en el fondo no son más que el Hombre eterno». Será el Hombre enfrentado a las máquinas, el Hombre enfrentado a los seres extraterrestres, el Hombre enfrentado a sí mismo, el Hombre enfrentado a ese futuro que parecemos tener al alcance de nuestras manos pero que tan distante está de nosotros; pero siempre el Hombre... por encima de todo lo demás. Y ésta es la grandeza, y ésta es también la miseria de la anticipación. Desde su aparición ha tenido que soportar la presencia de numerosos «hermanos menores» que se han alimentado de su sangre: el western espacial, las novelas de marcianos, la 11 Que, repito una vez más, no se debe confundir con el western espacial ni las "novelas del espacio", ambos alejados a años luz (por no decir siglos luz) de la verdadera anticipación. 12 Y firmado por Antonio Ribera, Francisco Valverde Torné, Mario Lleget, Eugenio Danyans y yo mismo.
seudo-fantasía científica de horror, hermanos-no-deseados que le han hecho mucho daño. Ha tenido que soportar las duras críticas de los que no la comprendían, el desprecio de los científicos (aunque ahora muchos e importantes científicos, como Hoyle, Clarke, Asimov, etc., escriban también fantasía científica), el desconocimiento del público. Ha tenido que moverse en un terreno de inferioridad, y moverse lentamente, ganándose su puesto, peldaño a peldaño. Hubo un momento, después de pasada la primera fiebre de los sputniks y de los lanzamientos de los primeros astronauta» (época en que la fantasía científica conoció entre el público un auge sorprendente), en que se dijo que la literatura de anticipación había llegado a su límite, que la realidad la había superado, y que iba a morir. Pero ocurrió precisamente lo contrario. La fantasía científica está hoy atacando con mayores bríos que nunca, y se va labrando —se ha labrado ya—, poco a poco pero con seguridad, un puesto indiscutible en la literatura contemporánea. Es cierto que, pese a todo, sigue arrastrando aún sus taras y sus miserias. Es cierto que tiene que soportar aún la presencia de sus «hermanos menores», es cierto que ha de oírse llamar por muchos motes injustificados. Es cierto también (y muchos críticos se agarran a ello como a un clavo ardiendo) que un gran número de las novelas de fantasía científica que salen hoy al mercado son flojas o mediocres, e incluso algunas francamente malas. Pero ¿es éste motivo para una segregación? ¿No puede acaso reprochársele también a la «literatura seria» o «literatura mayor» todos estos defectos? ¿Acaso el 90% de las obras literarias «mayores» que se publican no son también mediocres, malas e incluso algunas deprimentes? Porque, por sobre todas las críticas, hay un hecho que nadie puede negar: antes, muchos críticos e intelectuales se permitían ignorar la fantasía científica. Ahora se la puede criticar, atacar incluso, pero no se la puede ya ignorar. Su sitio en el panorama de la literatura mundial es ya indiscutible. Y para terminar este breve análisis, permítaseme hacer una comparación. Cada época ha tenido su género literario característico. En la antigüedad fue la literatura épica, cuando los guerreros eran la máxima expresión del hombre sobre la tierra; en la Edad Media los libros de caballerías, cuando los caballeros eran los paladines del bien y la justicia. En el siglo XIX fue la literatura romántica, a principios del XX la realista. ¿Qué tipo de literatura puede hoy considerarse como dominante y representativa de nuestra época, en la que los descubrimientos se suceden a ritmo vertiginoso, en la que las fronteras de lo imposible van cayendo
derribadas una a una, en la que los hombres se encuentran absorbidos, inmersos casi, en una constante idea de futuro? Dejo al lector que busque, cada cual, su respuesta. DOMINGO SANTOS
INFORMACIÓN
MARTE, LA LUNA Y LAS FOTOS DEL MARINER IV El trabajo que presentamos fue elaborado conjuntamente por Antonio Ribera, fundador y vicepresidente del «Centro de Estudios Interplanetarios» de Barcelona, y José María Oliver, secretario de la Agrupación Astronómica de Sabadell, trabajando sobre la foto número 11 de la superficie de Mar te enviada por el Mariner IV y difundida por la NASA, y el mapa número 23 de los Moon Maps de H. P. Wilkins. Presentado como una comunicación a la II Semana Astronáutica Nacional, celebrada en Barcelona en marzo de 1966 bajo la presidencia de honor del profesor Hermann Oberth, mereció el premio de la Sociedad Astronómica de España y América al mejor trabajo sobre astronomía, y levantó un revuelo enorme entre todos los congresistas. Posteriormente ha sido reproducido en Astrum, boletín de la Agrupación astronómica de Sabadell (núm. 11, abril-junio 1966), en Flying Saucer review (vol. 12, núm. 3, mayo-junio 1966) y The Strolling Astronomer (febrero 1966), así como formando un apéndice del libro El gran enigma de los platillos volantes (Ed. Pomaire, Barcelona, 1966). Creemos que esta comunicación no precisa de ningún comentario. Los hechos expuestos en ella son claros y definidos: sus consecuencias, importantísimas tal vez. Dejamos a los lectores que las saquen, cada uno a su gusto y manera. Este es el texto escueto. COMUNICACIÓN: SOBRE ALGUNAS EXTRAÑAS SIMILITUDES ENTRE LA FOTOGRAFÍA NÚM. 11 DE MARTE TOMADA POR EL «MARINER IV» Y LA REGIÓN LUNAR DE CLAVIUS por Antonio Ribera, Vicepresidente del «Centro de Estudios Interplanetarios» de Barcelona, y José M. Oliver, Secretario de la «Agrupación Astronómica de Sabadell».
La gran semejanza que presentan las fotografías de Marte, enviadas por telemetría desde la sonda espacial norteamericana «Mariner IV», con la superficie de la Luna, produjo considerable sorpresa en todo el mundo
científico. A primera vista, estas imágenes asestaban un golpe de muerte a la imagen tradicional que se tenía de Marte, y que presentaba al Planeta Rojo como un mundo de desiertos arenales y extensiones yermas y erosionadas (pese a las comprobaciones de Sinton sobre la «onda verde» y las moléculas de H-C), de condiciones muy pre carias para la vida, pero completamente distinto de nuestro satélite natural, la Luna. Fue precisamente entonces, al estudiar estas sorprendentes semejanzas, cuando nuestra atención se vio atraída por una fotografía de la región lunar de Clavius que comparada con la fotografía número 11 de arte tomada por el «Mariner IV», nos reservaba una extraordinaria sorpresa: a primera vista, las similitudes entre ambas fotografías eran enormes. Mostradas a un lego, éste las tachó sin vacilar como fotografías de la misma región, tomadas acaso con ángulos e iluminación diferentes. Pero el dictamen del lego no nos bastaba, evidentemente, y entonces emprendimos un estudio cartográfico de ambas fotografías, comparándolas mediante los métodos más seguros y resumiendo acto seguido nuestras conclusiones. Y estas conclusiones son las que vamos a exponer a continuación. Las fotografías. — La fotografía número 11 fue tomada con filtro verde desde una altitud de 12.550 kilómetros (7.800 millas), con el sol a unos 45° sobre el horizonte marciano. La región fotografiada es probablemente Atlantis, entre Mare Sirenum y Mare Cimmerium (Lat. -31° Long. 163°). Campo abarcado: E-W 275 km (170 millas); N-S 240 km (150 millas). La revista norteamericana SKY AND TELESCOPE, en su número de septiembre 1965, hace esta sorprendente afirmación (pág. 160): «El gigantesco accidente circular que aquí recubre casi todo el lado izquierdo se parece al cráter lunar de Albategnius (sic)». Comprobamos el parecido con Albategnius, y la similitud es remota comparada con Clavius. Observada por nosotros la similitud que a primera vista presentaba la fotografía anterior (Figura N 1) con una fotografía astronómica corriente de Clavius (Figura N 2), pero observando también que dicha fotografía presenta una perspectiva oblicua, pues pertenece a una región muy austral de la Luna (Lat. -86°; Long. -13°), con una extensión E-W de 250 km (155 millas) y NS de 610 km (380 millas), procedimos entonces a levantar una proyección ortográfica de la fotografía de Clavius, a fin de poder comparar ambas fotografías sobre la misma base. Para nuestro trabajo cartográfico utilizamos los Mapas Lunares (MOON MAPS) de H. P. Wilkins (Mapa XXIII), obteniendo así el trazado de la Fig. 3. La línea punteada corresponde a la fotografía N 2. Método cartográfico empleado. — Lo primero que había que hacer, si se querían comparar adecuadamente los accidentes topográficos de
ambas fotografías, era evidentemente levantar un plano de la fotografía de Marte; en segundo lugar, sobreponer ambos trazados, y, en tercer lugar, observar y anotar todas las similitudes existentes entre ambos mapas. Es preciso observar que el trabajo cartográfico con la fotografía de Marte no fue excesivamente fácil. Los detalles que en ella figuran no son muy claros, por lo general; no obstante, algunos de ellos son suficientemente claros para ser reconocidos como cráteres y montañas. Según varios comentaristas, las zonas blancas y neblinosas pudieran estar causadas por la presencia en ellas de nieve o bruma. Suponiendo que la nieve y la bruma sólo pueden encontrarse en la cumbre de las montañas o en las crestas de los circos, o en sus inmediaciones, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que estas zonas constituyen accidentes topográficos de
bastante importancia. Como tales, pues, los trasladaremos a nuestro mapa. El resultado de esta labor cartográfica puede verse en la Fig. 4; compárese con Fig. 1. Teniendo en cuenta que noto dos los accidentes topográficos de Clavius corresponden con los que aparecen en la fotografía de Marte, sino únicamente con varios de ellos, trazamos otro mapa de la región de Clavius, señalando en él sólo los accidentes más notables, es decir, los que corresponden a detalles observados en la fotografía marciana. Conviene observar que la fotografía enviada por el «Mariner IV» fue tomada prácticamente desde el cenit de la región fotografiada, es decir, desde un ángulo de unos 90°; sin embargo, no se corresponden angularmente, sino sólo cuando la proyección lunar se ve desde un ángulo de 70-80°. Efectuada esta corrección y utilizando tan sólo los detalles y accidentes que se corresponden (Fig. 5), numeramos los accidentes topográficos marcianos y pusimos letras a los accidentes lunares, a fin de confeccionar una lista de correspondencias. Consideramos conveniente establecer una escala numerada de 1 a 10, para calificar ¡os accidentes señalados según su grado de similitud (Tabla I). De acuerdo con el sistema de calificaciones empleado, la calificación media de las 36 semejanzas reseñadas es de 6,5, lo cual significa más de un 50 % de similitud entre todas las características topográficas examinadas. ¿Cuál es la probabilidad de que concurran tantas similitudes, correspondientes al mismo número de semejanzas del porcentaje antedicho? Con el concurso de don Félix Comelia, Presidente de la «Agrupación Astronómica de Sabadell», hemos desarrollado logarítmicamente el problema como sigue: 1 1 1 × × × 36 log 1 − [log 2 + 36 log 36] 2 36 2.3636 lo cual nos da un resultado en extremo sorprendente:
2128 1036 es decir, que sólo hay una posibilidad de concordancia entre 2128 (seguida por 56 ceros) agrupamientos posibles de las susodichas características topográficas. Esta cifra es prácticamente igual a infinito, de lo que se deduce que la probabilidad de que tal cosa ocurra es prácticamente nula, también. Conclusión. — En este artículo hemos tratado únicamente de subrayar algunas extrañas similitudes entre los accidentes topográficos de la superficie de Marte puestos de manifiesto por la fotografía número 11 del =
«Mariner IV» y la región de la Luna que muestra el gigantesco circo de Clavius. Como señala el cálculo de probabilidades, esta coincidencia deja ya de ser curiosa para convertirse en algo prácticamente imposible. ¿Cómo explican los astrónomos estas sorprendentes similitudes? Y decir sorprendentes es decir muy poco. A ellos les corresponde explicarlas. ¿Pero se halla la respuesta en simples coincidencias topográficas? Abrigamos la viva sospecha que no es éste el caso, y de que la explicación es muy otra, incluso descartando la hipótesis —inadmisible— de fraude. Quizás únicamente el envío de astronaves tripuladas a Marte consiga resolver el misterio. Pues misterio hay. TABLA I Nº orden
MARTE
LUNA
CALIF
OBSERVACIONES
1
1-2
A
3
Los dos cráteres marcianos corresponden a la pared NW del cráter lunar.
2
3
B
2
Similitud sólo por posición.
3
4
C
9
Sorprendente similitud entre cráter de Marte y de la Luna.
4
5
D
7
Confusa zona marciana similar en forma y posición a un cráter lunar.
5
6
E
2
Ibid.
6
7
E
5
Misma conformación en ambos cráteres, pero desplazados.
7
8
F
7
En Marte es una colina, en la Luna un cráter.
8
9
G
9
Dos cráteres muy semejantes, pero el marciano muestra una hendidura en la pared.
9
10
I
9
Dos cratercitos en la pared de 9-G.
10
11
H
9
Ibid.
11
12
K
4
Gran zona en la pared N del circo marciano correspondiente a la misma en la pared S de Clavius.
12
13
L
7
Zona brillante en Marte; cráter en la Luna
13
14
P
10
Dos cráteres idénticos.
Nº orden
MARTE
LUNA
CALIF
OBSERVACIONES
14
15
O
7
Zona brillante en Marte; cráter en la Luna
15
16
M
6
Accidente crateriforme en Marte similar a cráter de la Luna.
16
17
J
5
El accidente 17 de Marte corresponde en su lado W al promontorio J de la Luna.
17
18
R
7
Superposición topográficos
18
19
S
6
Ibid.
19
20
T
8
Gran similitud en forma pero no en tamaño.
20
21
U
10
21
22
N
7
Notable correspondencia entre paredes de los dos grandes circos.
22
23
Q
7
Ibid.
23
24
Y
9
Ibid.
3
Zona W del gran circo marciano que se parece vagamente a la pared E de Clavius.
24
25
W
de
dos
perfiles
Ambos cráteres idénticos. las
25
26
Z
1
Zona indeterminada de Marte correspondiente a zona abrupta de la Luna.
26
27
AA
6
Fragmentos circos.
27
28
BB
7
Pared abierta en ambos circos.
28
29
V
5
Zona brillante en Marte correspondiente a superficie abrupta en la Luna.
29
30
EE
8
Dos cráteres similares; el de Marte difícil de ver.
30
31
FF
8
Ibid.
31
32
DD
8
(errata en el original)1
32
33
GG
6
Fragmentos de la muralla de ambos circos. Dos cráteres (el de Marte muy
de
la
pared
de
ambos
1 Aparecen desplazadas las columnas de la izquierda; otro detalle, no hay una Figura N 3 en el original. (Nota del editor digital)
Nº orden
MARTE
LUNA
CALIF
OBSERVACIONES borroso) muy parecidos ligeramente desplazados
pero
33
34
X
9
Curiosa similitud entre una depresión marciana y una depresión lunar.
34
35
CC
8
Semejanza entre dos curvadas de ambas paredes.
35
CLAVIUS Y GRAN CIRCO MARCIANO
10
secciones
Obsérvese la extraordinaria semejanza entre los dos grandes accidentes topográficos.
CUESTIONARIO 1. Remitir a ANTICIPACIÓN Editorial Ferma. Avda. José Antonio, 800: BARCELONA-13 1. — ¿Ha comprado este primer número porque lo ha visto expuesto en algún sitio, o porque le han hablado de él? 2. — ¿Se lo ha recomendado alguien? 3. — ¿Piensa suscribirse al servicio de novedades de la colección? 4. — ¿Qué es lo que más le ha gustado de este primer número? 5. — ¿Qué es lo que le ha gustado menos? 6. — ¿Qué cuento prefiere de los publicados en este primer número? 7. — ¿Qué cuento hubiera suprimido? 8. — ¿Qué temas desearía que se abordaran preferentemente en los relatos de los próximos números? 9. — ¿Prefiere que se publiquen novelas completas en cada numero y no le importaría que se publicaran divididas en dos o más números? 10. — ¿Desea que se incluyan exclusivamente textos de fantasía científica, o le gustaría también leer textos de fantasía pura? 11. — ¿Le gustan las ilustraciones de este número? 12. — ¿Cuáles le han gustado más? 13. — ¿Cuáles le han gustado menos? 14. — ¿Cree suficiente el número de ilustraciones? 15. — ¿Prefería acaso que se aumentara o disminuyera su número, y en qué proporción? 16. — ¿Cree interesante la idea que ha motivado la creación de DOSSIER? 17. — ¿Considera interesante el contenido de DIMENSIÓN 67? 18. — ¿Qué le añadiría en general a futuros volúmenes? 19. — ¿Qué le suprimiría? 20. — ¿Le ha gustado su presentación general? 21. — No dude en añadir también todas las sugerencias y observaciones que considere oportunas. Nombre ............................................................ Domicilio .................................. Población ................................. Edad ......... Profesión ..................................... Puede enviar si lo desea sus respuestas en esta misma página, después de arrancarla del número, o en una hoja en blanco, sustituyendo las preguntas del cuestionario por su número de orden. Si lo desea puede enviar la hoja sin que figure su nombre, considerándose entonces que no desea
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